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RELATOS
con SOMBRA
Copyrigth © 2021 Alfonso Moreno González
Todos los derechos reservados.
ISBN-13: 9798708038968
Dedicado a quién vislumbra luces donde los demás solo ven sombras.
ÍNDICE
Lágrimas rotas
Viaje al Planeta Rojo
Historias de pandemia
La casa de la Bruja
La lupa
Un día con su asesino
Tras la penumbra luminiscente
El balón
Pulsera blanca
‘Negrita’
La otra Blancanieves
¿Qué piensan y sienten los ángeles?
¡Soy libre esposada a esta esquina!
Los tacones de Inma
¡Su marca!
El día siguiente a cualquier otro
Fronteras
Voces
La carrera de su vida
El despertar del volcán
Miradas hacia atrás
El correo que nunca recibiré
¡Escribidme!
Calle empinada
Un patio cordobés en la capital
Mi madre, toda una costurera
Oscuro pasillo
Lágrimas rotas
Lágrimas rotas.
¡Cuidado, no las pises!
Son todas tuyas.
Mira hacia atrás:
mi sombra palidece.
¡¿Quién te guiará?!
Viaje al Planeta Rojo
Un viaje sin retorno es lo que imperiosamente necesita mi corazón, un corazón
destrozado por las injusticias que, una tras otra, le han desgarrado hasta
desangrarlo; y dónde mejor que a ese planeta cuyo color se le asemeja: Marte.
Mi equipaje: lo que alberga ese irreemplazable órgano, el que a tantos y tantos
se les ha achicado por no usarlo.
Mi corazón viajará ligero, libre de inmundicias humanas y de todo lo material;
así, tendré la oportunidad, quizás la última, de hacer las cosas de otro modo.
Al irme no miraré atrás; lo último que quiero es que mi retina quede
impregnada de los males que asolaron, asolan y asolarán mi mundo; tan solo diré
con total rotundidad y toda la crudeza posible: ¡Hasta nunca!
Historias de pandemia
Abejas abstraídas
Cuando vuelva, [|@#¬+ç<`] me va a escuchar. Mira que decirme que este
lugar era el que buscábamos. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que él estuvo
aquí? ¿Unos 1000000000000000000000 cronones? Por ahí andará. O sea que no
hace tanto; no llega ni a un giro estelar. ¿Me habré confundido en las
coordenadas? ¡Qué va! El sistema de navegación, otra cosa no será, pero fiable lo
es de cojones. —Vaya, se me da bien esta jerga. Suena bien…: cojones—.
[|@#¬+ç<`], además del lenguaje, me describió el lugar, y concuerda. Sus
habitantes se hacinan en construcciones, como abejas —insectos responsables de
polinizar las flores que conviven en colmenas, según aparece en su informe—. Y
observé desde la nave las grandes extensiones de terreno vacías de las que
hablaba. ¡Vaya desperdicio! El clima también es como me contó, y más en esta
estación. Primavera la llaman. “Durante esa estación la vida florece”. Pues no sé
cómo será este sitio en invierno. No lo digo por el colorido de las flores y el trinar
de los pájaros, ni por la temperatura —es ideal—, es más por sus habitantes.
¿Qué les ocurre? Están confinados en sus colmenas, como si reprimieran las
ganas de polinizar. Y los pocos que transitan, lo hacen con miedo en los ojos. De
su sonrisa, la que [|@#¬+ç<`] me dijo que debía imitar, ni rastro; sobre todo
porque la cubren con máscaras. Aunque creo que debajo de esas máscaras solo
hay muecas de dolor; nada de sonrisas. ¿Dónde está el jolgorio del que tanto
hablaba? —Jolgorio, vaya palabro—. Aquí casi todos parecen abstraídos. Todavía
recuerdo cuando [|@#¬+ç<`] me explicó lo que significaba estar abstraído. No
le entendí, pero ahora lo veo claro de cojones. Andan despacio, con la cabeza
gacha, acarreando bolsas, y de la mayoría tiran perros.
¡Qué extraño! ¿Por qué rehúyen la compañía de otras personas?
¡Este [|@#¬+ç<`] es un mentiroso!
Pensé que enfundado en un cuerpo parecido al de los habitantes de este
planeta, me resultaría fácil ganarme su confianza; sin embargo, me miran como
si fuera un bicho raro cuando les sonrío.
Creo que es más que suficiente. Tendremos que seguir buscando en otras
galaxias.
Mira, mamá
Mira, mamá. ¿Has visto lo que te decía? Apenas hay tráfico por la M-40. Creo
que llegaremos pronto. Tenías ganas, ¿a que sí? Nadie se lo espera. O eso creo.
Ahora más que nunca, las noticias, sobre todo las malas, corren que se las pelan.
¿Y las falsas? Esas sí que corren; corren como si las hubieran puesto un petardo
en el culo. Ya sé que no te gusta que hable así, pero, entiéndeme.
Mira, mamá, está nevando. ¿No decían que ya casi no nieva en Madrid? Pues
para que veas. Por supuesto que no cuajará, pero es bonito ver nevar, ¿a que sí,
mamá? Debe ser una señal, una señal de las buenas. ¿Cómo decías? No, no me lo
digas. Año de nieves año de bienes. Y los refranes nunca fallan. No pueden fallar,
sobre todo este año. ¡Este año, no! ¿Recuerdas lo que te dije la noche vieja
pasada?: «Me gusta el 2020. Es un número redondo. Parece mágico. Un número
así no puede ser malo». ¡Qué confundido estaba!
Mira, mamá, tu barrio. Al final la nieve ha cuajado. Tiene los tejados blancos.
No me digas que no lo reconoces. Aunque no me extraña. Cuesta reconocer tu
propio barrio tan huérfano de gente. Pero no debes preocuparte. Según dicen, va
a ser por poco tiempo, que dentro de ná será todo como antes. ¡Y una mierda va
a ser como antes! Perdón, mamá. Es que hay cosas que me hierven la sangre.
Mira, mamá, ¿a que reconoces tu portal? Espera, no seas impaciente. Aparco y
te cojo.
Mira, mamá, lo que te decía. Como todavía no son las ocho, no hay nadie en los
balcones. Solo salen a esa hora a aplaudir. También aplauden a los que vuelven
del hospital, como si fueran héroes. No me malinterpretes. Sé que les da
esperanza y todo ese rollo. Y en estos momentos, tenemos que agarrarnos a lo
que sea. Lo que quiero que sepas es que para mí tu siempre has sido y serás mi
heroína, ¿a que sí, mamá? Y ahora, te dejaré donde te mereces, al lado de la foto
de papá para que estéis juntos de nuevo.
La casa de la Bruja
“¿Qué, vamos a casa de la Bruja?” era la primera frase que el Andaluz
escuchaba los domingos cuando se juntaba con sus tres amigos. Nada de buenos
días, hola o un simple ¿qué tal? Lo que más ansiaban era gastar la propina que
les daban sus padres en dicho lugar. Tanto él como sus amigos guardaban las
pocas monedas en el bolsillo del pantalón corto de tono oscuro, pantalón a juego
con sus zapatos.
Todos ellos lucían calcetines blancos hasta casi las rodillas. En cambio, sus
camisas variaban. Mientras el Peque y el Pelos apostaban por colores más
vistosos: verde pistacho, el primero, y amarillo pálido, el segundo, el Gafotas y el
Andaluz eran más de llevarlas del mismo color que los calcetines, de un blanco
inmaculado.
A ninguno, por entonces, le hacía falta móviles para concretar el cuándo y el
dónde se verían. Ese artilugio ni siquiera estaba en la mente de quienes
pretenderían acaparar el futuro. Para el Andaluz y sus amigos, la tecnología se
circunscribía a las calles donde jugaban al rescate o al escondite, a las
explanadas que convertían en campos de fútbol o en circuitos de carreras para
sus chapas, o donde hacían agujeros para jugar a las canicas.
Cuando se encaminaban hacia la susodicha casa de la Bruja, el Peque
preguntó al Andaluz:
—¿Dónde te metiste ayer? Nos faltó uno para el partido.
—Encá mi abuela. Y me pasó algo que no os vais a creer. —Sus expresiones, su
seseo y el comerse letras, sobre todo las eses y erres finales, evidenciaban su
origen—. Pos anresulta que pa merendar me dio unas rosquillas que estaban que
te cagas, y pa acompañarlas, vino mú dulce.
—¿Vino? ¡Qué morro! A mí solo me dan agua, y algunas veces, sifón —dijo el
Pelos.
—Y menos mal, porque las rosquillas estaban súper resecas. Se me quedaban
agarrás aquí, en el gaznate. —Sus amigos rieron cuando, con ambas manos, se
cogió del cuello y puso un gesto como si se ahogara—. Me comí un porrón. Y
venga a beber vino. No recuerdo cuanto bebí. Cuando acabé, me fui a la terraza,
y todo me daba vueltas. Parecía que estaba en un tiovivo. Cerré los ojos y me
tumbé en el suelo, bocabajo. Estaba fresquito, y arrimé la cara porque me ardía.
Y anresulta que me quedé dormío hasta que mi madre vino a buscarme. Me
despertó, y cuando le dije que estaba mareao, va y se echa a reír. La verdad es
que me notaba raro, como si la lengua no me hiciera caso.
—Yo creo que lo de la lengua todavía te dura —dijo el Peque.
Todos rieron, menos el Andaluz.
—Recuerdo la primera vez que me emborraché —dijo el Pelos, todavía
riéndose—. Fue el año pasado. Una tarde le cogí el vino a mi padre y bebí hasta
que eché la pota. ¡Qué asco! Intenté limpiarlo para que no me pillaran, pero tenía
tal cogorza que me resbalé y caí encima de los garbanzos a medio masticar.
El Andaluz no vomitó porque aquella mañana no se había echado nada sólido
al estómago. Parecía que tuviera lava incandescente en su interior. Lo único que
le pedía el cuerpo era agua. Se había bebido, nada más y nada menos, que tres
vasos al levantarse.
—Al final tuve que lavarme hasta la ropa. ¡Vaya marrón! —prosiguió el Pelos—.
Desde aquel día, cada vez que huelo el vino, me dan ganas de potar.
—¿No podemos hablar de otra cosa? —dijo el Gafotas; en opinión del Andaluz,
el único que proporcionaba al grupo el sentido que les faltaba: el sentido común.
—Sí, pero antes dejá que termine, que ya no me quea ná. Pos eso, mi madre
me llevó al baño, me metió los dedos para que echara la pota y luego me dio una
ducha fría. No veas, me quedé helao, pero por lo menos la lengua me empezó a
funcionar. Bueno, más o menos. ¿Y sabéis qué la dije?: “Mamá, nunca más voy a
comer rosquillas de la abuela, tienen algo raro. El vino, sí. Está súper rico”. A mi
madre casi le da algo de tanto reírse.
—Andaluz, estás como una chota —dijo el Pelos.
Entre risas, entraron en la calle de la Bruja, calle sin asfaltar donde los
zapatos de los cuatro perdieron su brillo; sin embargo, era lo que menos les
importaba.
A ambos lados había casas bajas cada una de su padre y de su madre, como
decía el Andaluz. Aunque todas encaladas, los colores de puertas y ventanas
variaban sin carencia aparente. Los que más predominaban eran el verde y el
azul, y los que menos, el amarillo y el granate. Tampoco guardaban la misma
altura. Parecían construidas a trompicones.
—Hoy tengo propina extra. Me han dado cinco duros por mi santo. Y para
celebrarlo, os invitaré a algo —dijo el Gafotas. Los tres, el Andaluz el primero, le
dieron una palmada en la espalda—. Y para mí una peonza, que la última me la
rompisteis, y cinco papeletas, a ver si tengo suerte. Estoy hasta los mismos de
que estos dos palurdos se burlen. —Y dirigió su dedo índice al Pelos y después al
Peque.
—Son unos capullos. —El Andaluz se solidarizó con el Gafotas—. Además, no
sueltan prenda. ¿Por qué no nos contáis lo que os pasó alládentro?
Los aludidos pusieron sonrisa de muñeca y desviaron la mirada.
—Ya os hemos repetido un montonazo de veces que no podemos decir ni media
palabra —dijo el Peque—. Y para que lo sepáis: yo ya no pienso comprar más
papeletas. Mi duro me voy a gastar en petardos, y de los gordos.
El Andaluz recordó la última vez que el Peque había comprado petardos.
Estuvo toda la tarde tirándoselos a cuantas chicas se cruzó. Aquello le cabreó de
tal manera que se peleó con él. El Pelos y el Gafotas tuvieron que separarles. Fue
el motivo por el que le dijo:
—No harás como la última vez, ¿eh?
—Yo hago lo que me da la gana. Tú no eres mi padre, ¿sabes?
—¡Vale ya! —medió el Gafotas con cara de pocos amigos—. Parecéis niños
pequeños.
—Yo sí que voy a comprar dos papeletas, a ver si repito; también cromos, y
algo para papear. Tengo un hambre…—dijo un Pelos ajeno a la discusión—. ¿Y tú,
Andaluz?
—Yo compraré papeletas y namás. Tengo las tripas que me arden. —Y
volvieron a reírse, pero al único que miró con ojos recriminatorios fue al Peque—.
¡O paráis u os doy una hostia! Y pa que lo sepáis: no pienso contaros más ná.
—Por favor, no nos castigues sin tus historias —dijo el Pelos con sorna.
El Gafotas y el propio Pelos, a modo de broma, le agarraron de un brazo cada
uno y le sacudieron como si fuera un saco de patatas.
—Dejame, que parecemos unos moñas.
En el centro de la calle, en la acera derecha pero sin acera, les esperaba la
casa de la Bruja. No tendría más de dos metros de fachada; y un tejado, a un
agua, cubierto con tejas, muchas de ellas ausentes, unas tejas privadas ya de su
color ocre original por culpa del musgo. La puerta de acceso, casi siempre
abierta, atentaba contra la simetría, como todo en aquella calle. De madera
pintada de verde oscuro, llena de agujeros como si hubiera sido atacada por la
viruela, estaba ornamentada, solo en el lado derecho, con una hilera vertical de
remaches de bronce renegrido.
Para atravesar la citada puerta, antes había que subir un altísimo escalón. El
Andaluz creía que lo habían construido tan alto adrede, para así impedir el
acceso a los más pequeños. El Gafotas, el más echado para adelante, fue el
primero en dar un salto para salvar el citado escalón. Le siguió el Pelos y el
Peque, y por último él.
Siempre recordaría la sensación que experimentó la primera vez que entró en
aquella casa, fue como si le faltara el aire. Esa misma sensación se le repetiría de
mayor antes de emprender un viaje a un lugar en el que nunca había estado. La
Bruja había convertido la entrada de la casa, un pasillo alargado, en tienda. Y
aunque alumbrada con una triste bombilla, el Andaluz siempre requería de unos
segundos para pasar de imaginar a ver.
Las paredes de aquel particular pasillo intentaban ser blancas, pero la
humedad y los grandes desconchones se lo impedían. Y al fondo, había una
puerta de algo menos de dos metros de alto y no más de medio de ancho. Sin
hoja, se servía de una deshilachada cortina marrón para ocultar lo que fuera que
hubiera tras ella. En más de una ocasión, la imaginación del Andaluz le
transportó a los cuentos que le leía su madre de pequeño. Hasta tal punto que,
por ejemplo, llegó a creer que detrás de aquella cortina, la Bruja elaboraba
pociones mágicas en un puchero colgado de cadenas sobre un fuego de leña,
puchero del que brotaban burbujas de colores, burbujas, que al explotar,
esparcían un olor nauseabundo en el ambiente.
El Andaluz, ya frente al acristalado mostrador, salió del trance para
contemplar todo lo deseable para un crío con ganas de probar sabores
chispeantes que adormecían la lengua, de mascar manjares concentrados o de
comer frutos secos que agrietaban los labios.
El mostrador iba de pared a pared, salvo por donde la Bruja entraba o salía, al
fondo del pasillo. La encimera de madera de pino que lo cubría estaba a rebosar
de tebeos, y sobre todo de comics de los superhéroes a los que el Andaluz quiso
parecerse con prisas, como muchos críos a su edad. Había también grandes
frascos donde se veían o se ocultaban, según fueran de cristal u opacos,
caramelos y piruletas multisabores, bombones de multichocolates y, ¡cómo no!,
las preciadas canicas multicolores.
Tanto producto allí encima le había impedido descubrir cómo era el cuerpo de
la Bruja. Tan solo alcanzaba a ver la parte superior de su tronco siempre oculto
bajo una bata enlutada.
A la espalda de ella, estaban las estanterías con los objetos más codiciados:
tirachinas profesionales, peonzas vírgenes, cromos de los intergalácticos,
petardos para hacer volar cohetes en forma de lata,… y lo más de lo más: el saco
de terciopelo rojo con las papeletas que tanto y tanto deseaba.
—Deme una bolsa de pipas, tres sobres de cromos de fútbol y también dos
papeletas de la suerte. —La voz aflautada del Pelos devolvió al Andaluz a la
realidad.
—Aquí tienes, guapetón. Las papeletas, como sabéis, os las daré al final. —
Después preguntó al Gafotas—: ¿Y tú, cariñín, qué quieres?
—Aquella peonza. —Señaló a la derecha de una de las estanterías—. Y para
estos, lo que quieran. Es mi santo. Eso sí, no pienso gastarme más de dos reales
por cabeza.
—¡Muchas felicidades, caballerete! —dijo la Bruja. Y dirigiéndose al resto,
añadió—: Vuestro amigo está que lo tira. Y como hoy me habéis pillado de
buenas, os voy a dar a cada uno dos chicles y una piruleta, todo por una
cincuenta.
—Y también quiero cinco papeletas. Creo que hoy es mi día. —De ese modo
finalizó el Gafotas su pedido.
—Dame cinco petardos de los de a una peseta —dijo el Peque muy seco. Y la
Bruja, con indiferencia, se los dio sin ni siquiera mirarle.
Para el Andaluz, aquella mujer aparentaba una edad que no tenía. Apenas si se
le veían arrugas. En realidad fueron sus oscuros ojos, su nariz aguileña, sus
labios pálidos y su puntiaguda barbilla, además de su pelo, largo y canoso,
siempre tan enmarañado, por lo que se ganó el apodo. Y qué decir de su voz,
ronca, gutural, casi de hombre. Por mucho que intentara afinarla, frases como:
“Toma, majete, tus pipas”, “Probad estas gominolas, están de muerte”, llegaban a
sus oídos como si se las dijera un tío suyo. El tono de su voz se le parecía
muchísimo. Pero lo que más le llamaba la atención eran sus manos de dedos
largos y delgados, como de pianista; y sus uñas pintadas de rojo intenso, unas
uñas afiladas como puntas de abrecartas.
—Yyyyo quiquieeero tttrreees papapeletas. —Siempre que el Andaluz se dirigía
a ella, tartamudeaba.
La Bruja le observó unos segundos. Y después de hacer lo mismo con cada uno
de sus amigos, cogió el saco aterciopelado e introdujo la mano.
El Pelos, el Gafotas y él extendieron las manos con las palmas hacia arriba.
Sobre ellas, la Bruja fue depositando las papeletas correspondientes. El ritual lo
acompañó con unos ojos penetrantes, a la par que sonrientes. Al Andaluz, el solo
roce de sus dedos le provocó una erección.
Después de pagar, salieron despavoridos hasta torcer la esquina de la calle,
donde se detuvieron en seco. Allí, abrieron las papeletas como niños que abren
sus regalos el día de Reyes.
No fue el día del Pelos, ni mucho menos del Andaluz.
—¡Lo sabía! ¡Yuuuu-huuuu! —gritó el Gafotas con la cara iluminada. Y mostró
a todos la papeleta en la que se leía la frase mágica: “¡Felicidades, el regalo es
tuyo!”
—¡Qué suertudo! —dijo el Andaluz a la vez que pensaba: «Y a mí, ¿cuándo?».
Luego, la rabia le obligó a romper sus papeletas en blanco en mil pedazos.
—No me dejaréis solo, ¿verdad? —preguntó el Gafotas.
—Ese fue el trato —contestó el Pelos.
—No sé si comeré por los nervios. Se me ha hecho un nudo en el estómago.
Quedamos a las cinco, ¿vale? —La voz le temblaba al Gafotas. Y dirigiéndose al
Peque, dijo—: ¿Y tú, qué? ¿No dices nada? De verdad, no sé qué bicho te ha
picado.
—¡Déjame en paz! —le contestó éste de malos modos.
A la hora convenida, los tres —el Peque, al final, no apareció— se dirigieron a
la casa de la Bruja; aunque el único que recorrió los últimos pasos hasta la
puerta fue el Gafotas.
El Pelos y el Andaluz se quedaron a varios metros, agazapados en la fachada
de otra de las casas. Desde su posición, fueron testigos de cómo su colega
llamaba con los nudillos, enseñaba la papeleta después de que la puerta se
abriera y se perdía de su vista, no sin antes ofrecerles un gesto picarón.
Fue la hora más larga que el Andaluz recordaba, casi tan larga como la sonrisa
que mostró su amigo el Gafotas cuando reapareció en el umbral de la puerta,
puerta que todavía hoy es el escenario de sus peores pesadillas. En ellas, la
puerta se entreabre, pero cuando intenta entrar, siente como si algo sobrenatural
le agarrara de los pies. Incluso el escalón cobra una altura descomunal. En las
ocasiones en las que consigue zafarse de lo que fuera que le agarra, va en busca
de una escalera; sin embargo, no es capaz de encontrar una lo suficientemente
larga.
Cuando el Gafotas se acercó, el Andaluz vio en él la misma expresión de
felicidad que la del Pelos cuando tuvo su misma suerte. Hasta se chupaba la
yema del dedo corazón, igual que éste y el Peque, algo en lo que no había recaído
hasta ese momento.
Impaciente, le dijo:
—¿Cuál ha sido el regalo? ¡Dímelo, anda!
La respuesta del Gafotas fue una mirada perdida y oídos sordos para su
curiosidad.
Domingo tras domingo, hasta más allá de que dejara de vestir pantalones
cortos, el Andaluz siguió yendo a aquella casa, pero nunca le tocó la papeleta
ganadora, ni tampoco a sus amigos.
Cuando su familia decidió mudarse a otro barrio, se llevó junto a su equipaje el
mayor enigma de su vida, de una vida consumida como una vela ya en las
últimas. Lo más cerca que había estado de resolverlo fue hacía solo dos meses,
justo después de que al Gafotas le diagnosticaran Alzheimer. No tenía tiempo que
perder. Quizá fuera su última oportunidad. ¡La última! El Peque les dejó con solo
16 años mientras hacía el cabra con una moto. Y en el caso del Pelos: un infarto
le fulminó antes de cumplir los 50.
Cuando llegó a la residencia, le encontró en su habitación, sentado frente a la
ventana.
—Hola, Gafotas.
Se giró hacia él y, como si fuera de cristal, le atravesó con una mirada de pez:
fría y ausente.
—Hombre, Andaluz, ¿tú por aquí? —dijo después de un largo silencio.
—He venido a ver qué te cuentas.
—Poca cosa. —Los ojos deformados por culpa de las gruesas gafas los dirigió
de nuevo hacia la ventana abierta—. ¿Desde cuándo no nos veíamos?
—Desde la boda de tu hija.
—¿Viniste?
—Claro. ¿No te acuerdas?
Justo al salir de su boca, se dio cuenta de lo inapropiado de la pregunta. Ya
tenía mérito que le reconociera después de tantos años. Fue entonces cuando se
percató de lo mucho que había envejecido. Las arrugas de la cara de su gran
amigo, además de profundas, se habían multiplicado.
—¿Sabes? Ayer vinieron mi hija y mis nietos.
—¡Qué bien! Me alegro. ¿Y qué tal te tratan por aquí?
—No me puedo quejar.
—He visto que hay unas enfermeras muy guapas merodeándote.
—Nunca cambiarás. —Acompañó sus palabras con una amplia sonrisa—. Por
cierto, apenas se te nota el acento.
—Lo mío me costó. Pero de eso ya hace mucho.
—¡Qué tiempos aquellos cuando éramos tan inocentes! Es algo que nunca
deberíamos haber perdido. Con solo con una pizca, se es más feliz, ¿no crees? —
Hizo una pausa, le miró y preguntó—: ¿Y qué, sigues soltero?
—¿Quién va a fijarse en un vejestorio como yo? Además, como sabes, siempre
me ha costado mucho comunicarme con las mujeres.
—Es bien fácil. Haces como si las escucharas y ya está.
El Andaluz no había venido para hablar de mujeres, salvo de una en particular.
—¿Por qué nunca me contaste lo que te paso dentro de aquella casa, la de la
Bruja?
—Ah, es eso. —El gesto se le contrajo.
—Necesito saberlo. Es superior a mis fuerzas. Cuando me enteré de…
—Entiendo.
—¿Entonces?
—Total, ¿qué más me puede pasar? Ya he vivido más que suficiente, no como el
Pelos y el Peque. Pobres.
—¿Por qué dices eso?
—Escucha y lo entenderás. —El Gafotas se removió en su asiento y prosiguió
—: Aunque parezca mentira, lo recuerdo todo como si fuera ayer. Recuerdo
entrar en la casa, y a la Bruja llevándome de la mano al saloncito que había tras
las cortinas. Dijo que me sentara junto a una mesa camilla mientras ella
cacharreaba en la cocina. No tardó mucho en traer chocolate caliente y un plato
con galletas. Estaba todo buenísimo. Hasta dejó que relamiera el interior de la
taza. —Tragó saliva y se humedeció los labios.
—¿Ese era el premio?
—No me interrumpas —dijo enfadado. Cerró los ojos e inspiró con fuerza—.
Recuerdo que después relamerme con aquel chocolate me dio un papel para que
lo leyera. Era una especie de contrato. En él se disponía que lo que allí ocurriera
debía mantenerlo en secreto, que si no lo hacía, una maldición caería sobre mí.
¿Te lo puedes creer? Yo, a mi corta edad, enfrentándome a semejante dilema.
«Dilema, el mío», pensó el Andaluz.
—En lugar de un bolígrafo, la Bruja trajo una navaja, y con ella me pinchó un
dedo. —Abrió los ojos y se miró el dedo corazón—. Recuerdo que me obligó a
presionar dicho dedo sobre aquel pedazo de papel. Luego, lo dobló como si
disfrutara con ello, a la vez que me observaba con una mirada entre lasciva y
perversa. Casi me meo encima, te lo juro. Después de guardar el papel en un
jarrón de barro que había encima de una repisa, se quitó la bata. Se acercó, me
cogió de la mano y me invitó a que me sentara junto a ella, en el sofá. Los
muelles gruñeron al recibir el peso de ambos. Fue entonces cuando olí su
perfume a vainilla, a…
De golpe, un maldito mutismo le invadió. A la par, una expresión desconocida
para el propio Andaluz afloró en la cara de su amigo. ¿Terror? Sí, era terror lo
que expresaba, casi el mismo que le envolvía a él como una nube tóxica. No podía
ser. Junto a los recuerdos y más recuerdos del Gafotas, se borrarían también los
detalles que ansiaba conocer más que nada.
—Pero, ¿tú quién eres? ¡Vete de aquí! ¡Socorro!
Fueron las últimas palabras que escuchó de la boca de su gran amigo, el
Gafotas, antes de que varias enfermeras le invitaran a que se marchara.
Camino a casa, recordó cuando, de adolescente, volvió a aquella calle. No se
parecía nada a como la mantenía en su memoria. Todas las casas, incluida la que
buscaba, habían sido suplantadas por bloques y más bloques de viviendas. Las
aceras estaban adoquinadas, y el asfalto cubría la calle, antaño tan polvorienta.
Metió la mano en el bolsillo donde llevaba el dinero para comprar las papeletas, y
como no pudo gastarlo, decidió ir a un bar para tomarse unas cervezas a la salud
de aquella mujer.
Ahora, frente a la lápida de su gran amigo, el Andaluz cree que la única
esperanza que le queda es reencontrarse con él en la otra vida, o con el Pelos, o
quizás con el Peque; o, por qué no, con los tres a la vez, para que le desvelen lo
que ocurrió en el interior de aquella casa, la casa de la Bruja, la que tan solo
seguirá erigida en su imaginación. Quién sabe si también se toparía con ella. Si
así fuera, la preguntaría si en verdad era una bruja como parecía; y lo más
importante para él: el por qué nunca le eligió.
La lupa
2 de octubre de 1959
Los estridentes chillidos de los alumnos pusieron a prueba los nervios de Don
Julián. Todos querían ser los primeros en ver aquel espectáculo tan singular. Los
ataviados con babis azules o rosas sabían que sus ojos —éstos de tonalidades
variadas— contemplarían un suceso astronómico con una duración de pocos
minutos, y por nada del mundo querían perdérselo.
Don Julián, santo donde los hubiere, creyó ser ecuánime al ordenarlos por
orden alfabético; y claro, los Abad y los Álvarez estaban pletóricos, pero, y los
Zamorano o los Zorrilla, ¿estarían conformes? ¡No, por supuesto que no!
Los empujones secundaron a las regañinas, y el pobre profesor, por más que lo
intentaba e intentaba, no conseguía imponerse. La situación resultaba caótica. El
frenesí inundaba el patio e impedía mantener aquellas dos filas alineadas. Al
disponer de un solo trozo de radiografía por clase, Don Julián, con dotes
salomónicas y con objeto de que nadie se perdiera aquel instante tan efímero,
había dispuesto a los alumnos en parejas para minimizar la contienda. Pero ni
con esas consiguió su objetivo.
Solo cuando la luna comenzó a usurpar el espacio del sol, provocó, como por
orden marcial, que todos callaran.
A Luis le importaba un bledo aquel fenómeno tan poco usual. Lo único que
tenía en mente es que apretaría su cara contra la de ella. No era gran cosa, pero
para él sería el mejor momento de su vida. Tenerla tan cerca, sería idílico.
Una excitación le recorrió el cuerpo de arriba abajo, sensación nueva para él,
lo que le indujo a morderse el labio inferior repetidas veces, hasta el punto de
hacerlo sangrar.
—¡Ya puedes mirar! —le ordenó Beatriz después de levantar el trozo ahumado
de la radiografía de los huesos de un tobillo de no se sabía quién.
Lo más duro fue cuando los caminos de Beatriz y los de Luis divergieron una
vez compartidos los años en los que él suspiraba por ella cada vez que
revoloteaba a su alrededor.
Un nefasto día, el vuelo de ella la llevó lejos, muy lejos, y nunca mejor dicho.
Los padres de Bea —así le gustaba que la llamaran—, según le había contado
semanas antes ella misma, habían decido mudarse, y nada menos que a la
península. Parece ser que el mundo insular, allí donde siempre hay una hora de
menos y que nadie se preocupa en buscar, se les había quedado pequeño.
Luis, en su ausencia, llorando hacia dentro, recorrió sin descanso los lugares
compartidos con ella, hasta que un día, las lágrimas se le acabaron y el dolor se
apaciguó sin más.
11 de agosto de 1999
—¡Pellízcame! —suplicó Luis entre jadeos.
Esta vez fue Luis quien desvió la mirada. Después de dar un largo suspiro y de
morderse el labio inferior, dijo:
—No hace falta que me lo recuerdes. Sé bien que ha sido un desliz. Pero
quizás no lo debíamos. Por mi parte, la deuda está más que saldada.
A Bea le cambió el semblante. Mientras sus ojos luchaban por no derramar las
lágrimas que ya le afloraban, se le sonrojaron las mejillas: parecían melocotones.
3 Octubre de 2005
—¿Por qué le dejaste? —preguntó Luis a Bea mientras se mordisqueaba el
labio inferior hasta casi hacerlo sangrar—. ¿No le querías tanto; tanto que no
podías vivir sin él?
Bea, al decir esto, se tapó la cara con ambas manos. Luego las apartó y clavó
los ojos en los de él.
—Tengo la sensación de haber vivido una mentira todos estos años —dijo—. Y
si por lo menos hubiera tenido hijos, tendría algo por lo que luchar. En cambio,
me siento vacía y sola, completamente sola.
—¡Eso no! Sabes que estaré a tu lado para lo que necesites. Yo nunca te
fallaré. ¡Nunca jamás!
Él le tapó la boca con su mano. Acto seguido la sustituyó por sus labios, ya
muy doloridos de tanto mordérselos.
En la cama de la habitación del hotel que les había unido años atrás,
sucumbieron a la pasión sin remordimientos.
El eclipse de aquel día fue como si no hubiera existido, como cuando un árbol
cae en el bosque y nadie lo escucha.
12 de agosto de 2026
—Siento lo de tu mujer. Debió ser muy duro. Lo de presenciar cómo se
apagaba un ser querido, debe ser horrible.
Las arrugas de Luis eran más que patentes. Su escaso pelo canoso apenas le
cubrían la cabeza, una cabeza ya repleta de manchas, parecía que hubiera
tomado el sol con un colador; si bien, sus ojos seguían con la viveza de cuando
era niño.
Bea acercó sus también marchitas facciones a las de él, y esta vez sí,
contemplaron juntos, de principio a fin, el eclipse anular. Lo presenciaron sin
apenas parpadear desde la azotea de la casa de ella, sintiéndose más unidos que
nunca.
2 de agosto de 2027
Vieron, vivieron el último de sus eclipses. Para ello, utilizaron la radiografía
del tórax de Luis. Se deleitaron con la imagen en sus pupilas: el anillo solar
atravesaba la sombra de tonos grises del corazón de él, de un corazón ya
inmortalizado.
—Cómo es posible que me haya sentido tan unido a ti cuando hemos estado
tan separados —dijo Bea aún sabiendo que él ya no le escuchaba.
26 de enero de 2028
En aquella fría habitación de hospital, tan solitaria como saciada de blancura,
recostada en una cama que no la consideraba suya, Bea vio, a través de la
ventana, el sol, un sol radiante que caldeaba sus facciones. Hacía tiempo que
esperaba aquel gran momento, su momento.
Sin necesidad de artilugio alguno, contempló el efecto con los ojos muy
abiertos. Ya no le importaba en absoluto los daños oculares: comparados con el
resto de daños que ya le acechaban, eran totalmente insignificantes.
Cuando la luna se abrazaba al sol con la mayor de sus fuerzas, a Bea le pareció
presenciar cómo, aún sabiendo que luchaba contra un imposible, ésta intentaba
no soltarse de él. Después de aquello, creyó ver, a su lado, la cara de Luis, su
cara angelical, de cuando era adolescente. No pudo reprimir el acercar la suya
para fundirse con la de él, y así contemplar juntos lo que se esconde detrás de
cada eclipse, lo que solo los elegidos saben que existe y nadie cuenta.
El balón
Allí llegaba Juan, fiel a su compromiso. Durante los tres últimos y largos
meses, no había fallado ni un sábado.
Era duro y a la vez sencillo; tan solo tenía que ir a recoger a Luis, su sobrino
de 7 años, llevarle al parque y permitir que se evadiera jugando y correteando
detrás de su balón. Tenía que hacerlo, se lo debía sobre todo a…
—¡Vamos, Luis! ¿Estás preparado? —le instó Juan desde el umbral de la puerta
de la casa de su cuñada, con el ánimo de un vendedor de enciclopedias que ansía
hacer su primera venta.
El aroma a hogar impregnaba a Juan, ocultando su propio olor: el olor a
soledad.
—Hay que darse prisa antes de que llueva.
—¡No quiero! —gritó Luis desde su habitación—. Hoy me quedo viendo la tele.
—Vamos, Luis, no seas así —le increpó su madre, que sujetaba la puerta de la
entrada.
—¡El tito no sabe jugar al fútbol! ¡Papá sí que sabía!
Aquello hirió a Juan.
—Hazme el favor, Luisito; sal ahora mismo y ponte la bufanda, que hace frío.
Luis llevaba el balón bajo el brazo cuando irrumpió cabizbajo en el pasillo.
Juan, al verle, no pudo reprimir una lágrima que se enjugó rápidamente; aquellas
facciones le eran demasiado familiares: el ver su alargada cara y sus ojos
pequeños pero muy vivos le pareció ver a su hermano cuando tenía su misma
edad.
Al llegar a su altura, intentó cogerle de la mano. El crío le rehuyó y bajó las
escaleras corriendo.
Juan se despidió de su cuñada mostrándole una forzada y triste sonrisa; ella
únicamente alcanzó a hacer una mueca al intentar devolvérsela.
Al salir del portal, su sobrino le esperaba en la acera, y juntos se dirigieron
hacia el parque. El día era gris, muy gris, con una espesa niebla que humedecía
sus caras.
—¿Has visto la película de Bambi? —le preguntó para intentar salvar esa
distancia tan incómoda para ambos. El crío seguía sus pasos con la cabeza gacha.
—No —contestó seco.
—Deberías verla. Al principio es triste, sobre todo cuando muere la madre de
Bambi. Pero termina bien: se convierte en un ciervo adulto y feliz gracias a unos
buenos amigos que le acogen: varios animalitos de distintas especies: un conejo,
una mofeta y una cervatilla.
Giró la cabeza y vio a su sobrino alzar la vista para brindarle una mirada
ausente de emociones.
Al llegar al parque, el pequeño no tardó ni un segundo en hacer rodar el balón
por el húmedo césped. Corrió por aquí y por allá dando patadas al balón
descolorido por el uso; incluso simuló regatear a adversarios invisibles.
Juan se posicionó entre dos árboles, a modo de portería, e invitó al pequeño.
Éste chutó una y otra vez para intentar conseguir su objetivo, que no era otro
que batir a su tío.
En uno de los intentos, consiguió darle un fortísimo punterazo al balón,
haciendo que éste superara a Juan.
Cuando el balón describía su particular parábola, detrás de la ficticia portería,
ajeno a lo que ocurría, un mendigo dormía plácidamente en un banco de madera
boca arriba. Estirado a todo lo largo, con las manos cruzadas sobre su abultado
estómago, aquel individuo parecía un cadáver colocado dentro del particular
ataúd si no fuera por la mugrienta mochila que utilizaba de almohada y el
atuendo. Acorde a la estación, llevaba un abrigo gris muy oscuro que le quedaba
grande, un pantalón negro muy sucio y unos deslustrados zapatos negros.
Juan siguió con la mirada la trayectoria del balón. Vio a cámara lenta cómo
impactaba de lleno en la pálida cara del mendigo, y cómo éste daba un respingo y
se incorporaba conmocionado, para luego soltar mil y un exabruptos por la boca,
lo que provocó que Juan despertara de su particular trance y saliera corriendo
detrás del balón.
Ya con el balón en su poder, Juan le pidió perdón. Sin embargo, sus disculpas
no fueron suficientes como para que aquel mendigo cejara en su empeño de
terminar con toda su retahíla de insultos. Apesadumbrado, reconoció que le sería
imposible aplacar tanta ira, por lo que decidió agarrar a su sobrino y huir de allí.
Y así lo hizo.
—Tío, yo no… —balbuceó Luis.
—Lo sé, lo sé. Ha sido un accidente.
Alejado unas decenas de metros, Juan se detuvo y confirmó que al vagabundo
volvía a su posición anterior.
«Mejor así; que siga descansando», pensó Juan.
Llegaron a una nueva y desierta explanada, donde reanudaron su particular
partido. El muchacho, creyéndose mejor que su tío, volvió a patear el balón y,
esta vez, fue a parar a un profundo agujero, un agujero preparado para albergar
un gran árbol que, tendido a un lado, esperaba ser replantado.
Juan urgió a su sobrino para que no se acercara, y se introdujo en aquel hoyo
recién cavado. Lanzó el balón fuera del agujero y, al intentar trepar, se resbaló y
cayó a todo lo largo dentro del agujero dando un grito.
Luis, al escucharle, se asomó al agujero. Viéndole allí, tumbado boca arriba,
inmóvil, le gritó asustado:
—¡Tito, Tito, ¿estás bien?!
Juan, al oírle, se levantó, le sonrió y dijo:
—Tranquilo, Luis, estoy bien.
Esta vez cogió impulso y alcanzó la superficie de un gran salto.
Su pelo, su cara, sus manos, su ropa y sus zapatos estaban cubiertos de
aquella húmeda y pegajosa tierra. Y justo cuando intentaba deshacerse de ella
con ayuda de sus propias manos, la lluvia hizo acto de presencia.
—Luis, creo que se ha acabado el juego por hoy. Hay que volver antes de que
llueva más fuerte. Tu madre se enfadará si llegamos empapados. Además, mira
como me he puesto, tengo que cambiarme.
El crío le observó contrariado, recogió el balón, se aferró al brazo de su tío y,
brindándole su mellada sonrisa, le dijo:
—Sí, vamos y te cambias en mi casa. Creo que mamá tiene ropa de mi papi
guardada que creo que te valdrá.
Mientras volvían a paso ligero, Juan miró de soslayo a su sobrino. Al notar
cómo, con aquellas pequeños manos, tiraba de él, las lágrimas se le escaparon
sin control; si bien, fue la lluvia la que esta vez se encargó de disimularlas.
También la lluvia desprendió la tierra de su ropa a medida que se aproximaban a
la casa de su sobrino.
Pulsera blanca
—¿Qué…, al gimnasio?
Pedro, poco hablador, aunque no por ello introvertido, era una persona afable
que siempre portaba una gran sonrisa, pero en aquel momento no había ni rastro
de ella.
—Si Dios no juega a los dados, ¿quién es el que los tira? Ya sé que esa frase
fue sacada de contexto en su momento, pero yo me entiendo. —Un halo de rabia
y frustración le envolvió—. Está clarísimo que si juegas te puede tocar, pero ¿qué
pasa cuando ni siquiera sabes que tu número está en el bombo? Pues eso, si te
toca la china no tienes otra opción que resignarte y luchar; si te quedan fuerzas,
claro.
—No estoy así porque esté ingresado. De hecho, espero que vuelva pronto a
casa. Lo que me ha tocado la fibra es lo que acabo de leer. Se trata de una nota
que escribió estando en urgencias; la encontré por casualidad en sus vaqueros.
Hizo una pausa, me observó con fijeza, y después de unos segundos, extrajo un
papel doblado de su chaqueta y me lo ofreció. Entre Pedro y yo no había más
relación que la de ser unos buenos convecinos, y aquello me sorprendió; aún así,
accedí. Lo cogí como si de un objeto muy frágil se tratara, y le pregunté con la
mirada.
—Sí, léela. Me gustaría compartirla contigo.
“Aquí estoy, contemplando el blanco techo desde esto que llaman cama. ¡Cómo
echo de menos la mía! Si me estiro demasiado, aparecen mis pies tras las
sábanas también blancas.
Pobrecito, mi padre. Para dormirse en esa dura silla, debe estar agotado; y con
semejante postura, se va a romper el cuello.
Aún con él a mi lado, me siento solo, completamente solo, entre estas blancas
paredes.
Cuánto vello tengo en los brazos. ¡Y qué oscuro! Creo que me estoy haciendo
mayor.
¿Qué me han puesto en la muñeca? ¡Ah, es una pulsera! Y blanca, claro. ¡Cómo
no!, ¡blanca tenía que ser! ¿Y qué han escrito en ella? ¡No puede ser! ¡Además de
mi grupo sanguíneo, han puesto mi nombre! ¿Qué se creen, que no sé cómo me
llamo? ¿O es que prevén que se me vaya a olvidar? Si quieren probar, no tienen
más que preguntarme y ya está; se lo digo, y punto.
Grave, lo que se dice grave, no es; así me lo han dicho; eso sí, mi rutina, mis
actividades, mi todo se va a trastocar del todo.
Las personas, por lo general, son felices con sus hábitos, con sus manías, y yo
no soy una excepción.
¿Por qué a mí? ¿Por qué no a otro, si somos muchos? ¿Quién tiene el mando
que trastoca a los demás a su antojo? ¿Qué patrón utiliza para elegirnos entre la
multitud?
¡Qué fácil era mi vida pasada, en la que no me preocupaba de casi nada! Antes
lo hacía para conseguir lo que necesitaba; lógico a mi edad. ¿Antes, antes…?
¡Estamos hablando de hace menos de un día, de hace apenas un instante! Ahora,
por el contrario, me importa todo, sobre todo mi familia; ¿por qué?, ¿porque les
voy a necesitar más que nunca?, ¿porque me tengo que apoyar en ellos para
seguir adelante?
¿Por qué nadie me explicó que esto podía suceder? Debían haberme advertido
de que todo se puede ir a la mierda, se puede volver del revés, sin saber cuándo
ni para qué revés. De haberlo sabido, hubiera hecho las cosas de un modo bien
distinto.
Después de leerla con detenimiento, con los ojos muy abiertos, justo cuando
las lágrimas comenzaban a asomar en los de mi vecino, le pregunté:
‘Negrita’
Hasta seis veces sonó el timbre de la puerta antes de que Luis la abriera. En el
umbral, apareció un crío de piel muy clara y pelo rubio y corto que intentaba
sonreír. Vestía de uniforme: jersey azul marino, que pareciera de su hermano
mayor, a juego con la corbata, y unos arrugados pantalones gris perla. Llamó la
atención de Luis lo que transportaba: en la diestra, una gran bolsa, y una jaula
circular de hierro forjado cubierta por una tela blanca en la siniestra.
—Buenas tardes, vengo a hacerme una foto de familia. —Su voz era un tanto
suave, y alargaba las sílabas tónicas ligeramente—. Mis padres llegarán en
breve. Han insistido en que les espere aquí.
Con un leve ademán indicó al muchacho que le siguiera hacia el fondo del
pasillo, donde se encontraba el estudio.
—No creo. Están aquí al lado haciendo no se qué —contestó con frialdad
mientras entraba en el cuadrado y reducido habitáculo—. Insistieron. Me dijeron:
“Adelántate y prepáralo todo para cuando lleguemos”. Y aquí estoy.
Luis le miró con cierta sorpresa; aquel niño mostraba demasiada decisión para
su edad.
—Pasa al fondo, y ten cuidado de no tropezar con los cables. Deja tus cosas en
aquella esquina. —Y señaló un rincón, por suerte, vacío—. ¿Qué tipo de foto
quieren?
—Por supuesto —Luis torció el gesto—. Allí hay una silla y una mesita muy
antiguas. ¿Te parecen bien?
—Me bautizaron con el nombre de Juan, pero nunca me gustó. Hace poco me
lo cambié. Ahora me llamo Ariel.
Luis levantó los hombros y frunció los labios mientras colocaba la silla y la
mesita de oscura y avejentada madera en el centro del escenario. Encendió los
focos que consideró más adecuados, los colocó y reorientó. Tras ello, eligió una
cámara; la puso un carrete nuevo y se la colgó del cuello.
Los ojos de Luis se movieron nerviosos de un lado a otro para evitar mirar de
frente al muchacho.
Dicho esto, soltó una fuerte risotada al advertir cómo Luis tropezaba con un
foco al intentar andar hacia atrás.
—Será mejor que ponga un trípode —dijo Luis con un hilo de voz y casi sin
articular las palabras.
Y Luis procedió.
—Me lo temía. Lo que sí le diré es que es la última presa que cazó mi padre, y
lo último que cocinó mi madre.
—No se acuerda de mí, ¿a que no? —Luis negó con la cabeza—. No le culpo.
Habrá hecho cientos de fotos a familias, a sus bebés, a sus niños, que le resultará
imposible recordarlas todas.
—¿Sabe la de veces que me costó conciliar el sueño por culpa de tanto flash?
Llegué a ver los fogonazos hasta con los ojos cerrados. Y mis padres, venga a
hacerme fotos y más fotos. —Hizo una mueca de hastío y prosiguió—: En el
fondo, les entiendo. El primer hijo es la novedad, y necesitan inmortalizar cada
sonrisa, cada nuevo diente, y también cuando se caen.
La otra Blancanieves
Blancanieves se encontraba en una zona del bosque desconocido para ella. Se
sentía abandonada, traicionada, y con tanto miedo que hasta el movimiento de
las sombras de las hojas de los árboles la asustaban. Corría y corría sobre
guijarros y barro, a través de zarzas y escampados.
Extenuada, herida y desorientada, deambuló hasta que la noche acechaba. De
pronto, una mueca de esperanza trastocó su rostro al ver a lo lejos una casa
donde poder refugiarse. Y hacia allí se dirigió.
Al entrar, comprobó extrañada que todo era pequeño. La estancia la dominaba
una mesa con un mantel de un blanco inmaculado, y sobre él siete platos
acompañados con sus siete vasos, sus siete cucharas, siete tenedores y siete
cuchillos, todos ellos diminutos, como si fueran de juguete. Y al fondo, siete
camitas cubiertas con sábanas también muy blancas.
Blancanieves, para saciar su hambre y su sed, no pudo evitar comerse un trozo
del pan y beberse un trago de vino de la jarra de barro ubicados ambos en el
centro de la mesa.
Más aliviada., aunque sí cansada, intentó acostarse en una de las camas, pero
ninguna, por su tamaño, le permitía estirarse; decidió entonces tumbarse
atravesada juntando varias de ellas. El sueño no tardó en invadirla.
Cuando las lechuzas campaban a sus anchas, volvieron los dueños de la casa:
siete enanos. Nada más entrar en su hogar, uno de ellos exclamó: «¡Venid, venid
todos! ¡Mirad qué chica más guapa!».
Con unas sonrisas que apenas le cabían en sus pequeñas caras, los siete se
arremolinaron alrededor de la bella muchacha. Ninguno habló por su boca; lo
hicieron por sus ojos: a los siete les brillaban como luciérnagas en una noche sin
luna.
Al amanecer, Blancanieves despertó y se desperezó, mientras los siete enanos,
sin pestañear, la contemplaban. La noche anterior, después de cenar en silencio,
se habían repartido entre las camas y no había pegado ojo. Antes del alba, se
habían levantado, y allí estaban, aguardando su dulce despertar.
El miedo inicial se le apaciguó al examinar unas caritas tan bondadosas.
—¿Cómo te llamas? —la preguntó uno de ellos.
—Blancanieves —dijo un tanto azorada.
—Bonito nombre. ¿Y cómo llegaste hasta nuestra casa?
Les narró entonces que su madrastra había intentado matarla, pero que el
cazador al que encomendó tan horrible tarea, quizá por un ataque de
remordimientos, había desistido y la había dejado que huyera.
Los enanos, al escuchar tan triste historia, sin dudarlo, se ofrecieron a
acogerla; eso sí, con condiciones. La dijeron que si se encargaba de las tareas de
la casa: cocinar, lavar, planchar y coser, hacer las camas, además de mantener
todo en orden y bien limpio, podía formar parte de su familia.
—Sí, por supuesto —respondió Blancanieves.
Los días se sucedieron inmersos en la rutina: cada amanecer, los enanos
partían hacia su mina de oro en las montañas, y regresaban entrada la noche.
Durante su ausencia, la muchacha permanecía sola, completamente sola,
lavando, limpiando y cocinando. Cuando aparecían los siete enanos, cargados de
su metal precioso, bajo la atenta mirada de ella, lo guardaban en el sótano,
cenaban y se acostaban.
Siempre que le sobraba tiempo, Blancanieves lo ocupaba en pasear por la
orilla del río cercano. Sabiéndose sola, agudizando los ojos y oídos, contaba a sus
aguas claras y frías sus reflexiones, reflexiones que se fueron oscureciendo por la
monotonía, la espera y la incertidumbre.
Una mañana, mientras acarreaba agua con un cubo, escuchó el crujir de una
rama proveniente del margen opuesto. Asustada, tiró el cubo y se ocultó tras un
árbol.
—No te asustes. Soy yo —dijo el apuesto cazador—. Llevo semanas
buscándote. Temí que este bosque hubiera podido contigo, pero veo que te trata
muy bien.
Blancanieves asomó su pálida cara, y observó con sus grandes ojos oscuros al
joven antes de dejarse ver.
—No encontré el dichoso refugio y me perdí —dijo—. Llegué a pensar que me
habías abandonado a mi suerte. Menos mal que encontré un lugar donde poder
subsistir.
—Siempre fuiste una intrépida.
—No me vengas con halagos. ¿Cómo va lo nuestro?
—Debes saber que todavía no estás a salvo. Tu madrasta está como loca. Ha
ordenado partidas en busca de tu cuerpo. No temas, lo hacen río abajo. Como
quedamos, le dije que habías caído desde un acantilado, y que yo mismo vi cómo
te ahogabas cuando la corriente te arrastraba.
—No me puedo creer que esté tan afecta.
—Sí que lo está, y mucho. No sale de su habitación. Solo hace que llorar.
—Me encantaría verla por un agujerito.
—No seas tan cruel. Ahora debemos pensar qué hacer.
—¡Qué crees que he estado haciendo desde que huí!
El cazador cruzó el río y la cogió de la cintura.
—Por lo que veo —dijo el joven—, parece que no te va tan mal. ¿Dónde te
alojas?
—Tuve suerte y encontré una casa donde viven unas personitas muy
peculiares. Son adorables, y confiadas.
—¿Personitas…? ¿Debo ponerme celoso?
—No seas tonto. Me tratan como si fuera su hija. Si no hubiera sido por ellos…
Y tú, ¿dónde has estado?
—Ya te lo he dicho. Casi me da algo al no encontrarte.
La trajo hacia sí e intentó besarla, pero Blancanieves no se lo permitió. De un
empujón, le separó, y puso gesto de estar muy enfadada. Con los brazos cruzados
y el rictus serio, le dijo:
—Tú lo que quieres es aprovecharte de mí. Te he dicho cientos de veces que
hasta no nos casemos nada de nada.
—Disculpa. Yo pensé…
—Yo pensé, yo pensé. ¡Aquí la única que piensa soy yo!
—¿Sabes que te pones muy guapa cuando te enfadas?
—Déjate de lisonjas y vayamos al grano, que se me hace tarde. —Y miró con
recelo a su alrededor para asegurarse que nadie la escuchaba—. He pensado que
antes de huir…
Con todo detalle, Blancanieves contó al cazador su plan.
Como cada noche, los enanos llegaron exhaustos y más alegres de lo habitual,
y tras asearse, se sentaron a cenar.
Aquella noche, Blancanieves se había comprometido en cocinar una cena un
tanto especial: guiso de ciervo, y de postre, tarta de manzana. Lo que sorprendió
a los siete enanos es que en la muchacha no cenara con ellos. Adujo no tener
hambre porque ya había cenado, que lo hizo cuando preparaba el suculento
festín. Sus palabras fueron:
—Me pareció todo tan delicioso que no pude resistirme.
Después de dar buena cuenta de la suculenta cena, sobre todo de la tarta, de
la que no dejaron ni las migajas, uno de los enanos se notó raro. Las fuertes
convulsiones fueron los primeros síntomas, seguidos por los vómitos. No fue el
único. Uno tras otro se tiraron al suelo retorciéndose de dolor; luego los vómitos
de sangre lo enrojeció todo: mantel, paredes, suelo,... y así hasta llegarles la
muerte.
Después de regodearse con tan cruenta escena, Blancanieves, con parsimonia,
se dirigió a la puerta y dejó entrar al joven cazador que esperaba fuera. Le
abrazó, y entre risas estridentes, le besó efusivamente.
Como no podía ser de otra forma, semanas después, se casaron, y con el oro
de los siete enanos, fueron felices y comieron perdices, que no tartas, y menos de
manzana.
¿Qué piensan y sienten los ángeles?
Dicen que soy un niño grande, ¿qué es ser un niño?, ¿qué edad tengo?, ¿para
qué sirve cumplir años?
Ella es mucho mayor que yo, y siempre que abro los ojos, a la hora que sea, ahí
está. ¿Quién será? ¿Por qué me mima tanto? ¿Por qué me da de comer, hasta me
obliga a masticar, si ella apenas come? ¿Será porque me quiere?
Por mucho que ella llore por dentro, siempre intenta hacerme reír; por mucho
que intente ocultármelo, yo lo percibo; por mucho que sonría sin ganas, sé que lo
hace para disimular su tristeza. ¿Por qué llora?, ¿por qué yo no puedo llorar?
Huelo el germinar de las flores, la lluvia del otoño, y sobre todo a ella. Su
aroma es el primer recuerdo que tengo, ¿por qué se me escapan muchos de mis
recuerdos? ¿Adónde irán? Ella siempre huele bien, incluso cuando su alegría se
transforma en pena, ¿a qué huele la pena? Y el dolor, ¿a qué huele el dolor?
Noto su presencia, aun cuando duermo, ¿para qué sirve dormir, para soñar?
¿Qué son los sueños? Y la realidad, ¿qué es la realidad?
Cuando me saca a pasear, algunas personas me miran raro, ¿yo soy raro?
Otros me observan con congoja, como si no supieran que yo soy feliz, ¿será que
ellos no lo son? Menos mal que la mayoría me sonríe, ¿por qué lo hacen, si no
hago nada para merecerlo? ¿Por qué a tantos les cuesta reírse, sobre todo de sí
mismos, si eso de reírse no duele?
Muchos me hablan, aunque la mayoría de las veces no les entiendo, ¿por qué
hablan tanto sin decir nada? Yo no necesito escuchar lo que sale de sus bocas
para saber lo que dicen; si lo saben expresar, claro. ¡Qué curioso cómo
gesticulan, cómo interpretan con sus manos una sinfonía de movimientos, cómo
hacen bailar sus dedos! ¿Por qué los míos no lo hacen? A mí me encantaría bailar
todo el rato.
Desde el balcón, veo a la gente correr, ir con prisa de un lado a oro; parece
como si el tiempo se le acabara. ¡Pero… si hay muchísimo! ¡El tiempo es
inagotable! ¿O no?
Yo todo lo hago despacio, muy despacio, y sin pausa. ¿Que qué es lo que hago
yo?: simplemente oler, oír, ver, percibir y disfrutar de todo saboreándolo, ¿a qué
sabe el estrés? ¡La comida de ella sí que sabe bien!
Siempre sentado, suelo mirar a través de una ventana muy peculiar, una
ventana abierta a un mundo virtual, ¿o es real?; ¿cuántos mundos hay? En ella
aparecen imágenes, imágenes que cambian con tanta rapidez que mi cerebro no
es capaz de asimilarlas. ¿Todos tenemos cerebro?; a veces me parece que no.
¿Será solo impresión mía? En ocasiones, aparecen paisajes de ensueño que me
encantaría visitar; pero… ¿existen? Si en verdad existen, ¿por qué no nos vamos
todos allí? Lo más duro es cuando por esa ventana veo escenas que me son
imposibles de asimilar, ¿es posible lo imposible? Esas escenas provocan en mí
malestar, odio, rencor, maldad,… ¿dónde habita la maldad? Y yo, ¿he sentido odio
o rencor? ¡Yo… nunca! ¿Para qué?, ¿para dejar de ser feliz? Si la felicidad es lo
que todos buscamos, ¿por qué hay quien la encuentra en la infelicidad de otros?
¡Vaya trabalenguas con un sentido sin sentido me ha salido! También veo tras el
cristal de esa ventana a personas, quizás demasiadas, que hablan sin parar.
¿Sobran personas en el mundo? ¡Yo… no! Mientras unas hablan sin permitirme
siquiera responderlas; otras, en cambio, conversan entre ellas. ¿Por qué insisten
en hacerlo todas a la vez?, ¿cómo se entienden si no dejan de gritar y gritar? ¿No
saben que solo se debe gritar para pedir ayuda, para mostrar desesperación, una
profunda pena o una inmensa alegría, nunca para transmitir un conocimiento? ¿O
es que pretenden imponer su opinión a los demás sin más? No cabe duda de que
es así. ¿Qué es lo que persiguen, darle la vuelta a mis gustos, a mis ideales, a mis
creencias? Pues mal van. Si siguen con semejante táctica, lo único que van a
conseguir es que me cabree.
Ni que decir tiene que nos tenía a todos encandilados; si bien, ninguno la
merecíamos. Nunca nos había dado la más mínima oportunidad, y menos a mí.
Salivar era lo único que podíamos permitirnos.
Imagino que estaría más que acostumbrada a causar ese tipo de reacción y,
con la mejor de sus sonrisas, que dicho sea de paso, me provocó una gran
erección, insistió:
¿En las nubes? Fue como si leyera mis pensamientos Si bien acertó solo en
parte: estaba muchísimo más arriba que las nubes, por encima de la estratosfera.
—Ya sabes, pensando en mis cosas —dije con un hilo de voz—. Perdóname,
¿qué me decías?
—Jesús me ha comentado que te gusta bailar, y que no lo haces nada mal. Y…,
pues eso, esta noche quería ir a bailar y había pensado que podrías
acompañarme. Claro, que si tienes otro plan, lo dejamos para otro día.
Para otro día, pero si aquel día era el mejor de mi vida. Aunque mi propia
madre estuviera en el lecho de muerte, no dejaría de atender una cita con las
divas de las divas, con mi gran diosa.
—¡Qué bien! ¿Quedamos a las diez? Ah, por cierto, ponte bien guapo, quiero
que esta noche deslumbremos.
Después de aquella mística noche, de aquella noche sin parangón, deseaba con
todas mis fuerzas volver a verla; es por ello que las horas previas a la quedada
del siguiente sábado se me hicieran eternas. Según me alcanza la memoria, es la
espera más larga que he sufrido en mi vida. Y, claro, si a esa espera le sumamos
una cara maltrecha por el desvelo, un cara esculpida con la mueca de una agonía
casi perpetua, el resultado era más que evidente.
¡Que si me apetecía! Pero si era lo que más deseaba del mundo. Aunque, tenía
razón: mi situación no era la más óptima que digamos para dar mi siguiente
paso…: intentar conquistarla. ¿Una locura? Pues sí; pero en aquel momento la
sinrazón dominaba cada uno de mis actos. Y ya se sabe: en dicha situación,
hacemos cualquier locura.
Por suerte… No, por suerte, no, por desgracia, y digo bien, por desgracia, mi
aspecto mejoró, y con ello logré que Inma me propusiera acompañarla a bailar. Y
como no podía ser de otra forma, obedecí como un soldado raso.
Aquella nueva noche, supongo que por mi estado más sosegado, pude
percatarme de cuanto acontecía a mi alrededor. Me di cuenta, por ejemplo, que
había más personas bailando en la pista, otras sentadas, y el resto en la barra,
sujetándola para que no se callera. Y también me fijé que los preciosos ojos de
ella, una y otra vez, se dirigían a un punto en particular de dicha barra. Como un
sabueso, rastreé donde posaba su mirada, y comprobé enojado que se clavaba
como una daga afilada en los ojos de un joven, que dicho sea de paso, era bien
parecido, un joven que tampoco apartaba la vista de ella. Percibí cómo los gestos
de ambos entablaban una conversación, una conservación silenciosa. Por
supuesto, no alcancé a descifrar el código que utilizaban, pero era más que
evidente de qué iba aquel encriptado diálogo: ella intentaba incitar los celos de
aquel muchacho. Y según el modo en el que las facciones de él se endurecían
como la piedra al inspeccionarme de arriba a abajo, parece que estaba logrando
su objetivo.
Fue una semana aciaga. No dormía ni comía. Cuál sería mi aspecto, que mi
amigo Luis me dijo una tarde: «Te hace falta un chute en vena de macarrones a la
boloñesa». No me quedó otra que contarle a grandes rasgos lo ocurrido con ella,
con Inma. Después de escucharme con paciencia y con la sonrisa que se pone
cuando ves a un pobre infeliz arrastrándose por el barro, me dijo:
—¿Es que no sabes de qué va Inma? Ella juega en otra liga; y solo cuando se
aburre, viene con nosotros.
Por mucho que supusiera lo que mi amigo afirmaba con rotundidad, yo quise
creer lo contrario. Es como cuando se pensaba que el hombre nunca volaría, ni
mucho menos que llegaría a la luna. Yo lo haría posible. No lo de llegar a la luna,
digo lo de conquistarla. Lo veía más a mi alcance. Pero antes debía hacer algo:
edificar una barricada con suficiente consistencia para protegerme de ella, de
sus encantos, y así poder pensar con claridad. Como es de suponer, no me sirvió
de nada. En cuanto escuché el ‘tic-tic’ de sus pasos a mi espalda, la endeble
barricada que había construido con tanto esmero estalló por los aires. Hasta creí
escuchar la explosión. Y cuando me agarró para apartarme de los demás, no
había ni rastro de la barricada.
—Perdón por lo del otro día —dijo haciendo pucheros con los labios—. Tenía
que cerrar un tema con ese chico. ¿Por qué te fuiste? Te estuve buscando un
buen rato.
—¿Entonces…?
Esta vez, la noche llegó rápido, más rápido que un cervatillo a ver a una leona.
Tantas eran las ganas que tenía de volver a tenerla entre mis brazos que devoré
el tiempo como si fueran los macarrones a la boloñesa que mencionó mi gran
amigo Luis.
De nuevo me sentí ninguneado como un pelele. Apreté los labios y los puños
para hacer acopio de valentía, de rabia, de… Salí de allí a empujones. Pero
cuando me dirigía hacia mi casa, un impulso me obligó a replanteármelo todo. Y
así lo hice. Di media vuelta y me planté en un callejón, cerca de la salida de la
discoteca, a la espera de que ella saliera con o sin compañía.
Tuve que correr para alcanzarla. Intentando ser lo más delicado posible, me
interpuse en su camino y comprobé como de su cara resbalaban chorreones de
rímel. Fue la única vez que la veía vulnerable. ¡Mi diosa se había vuelto terrenal!
Al comprobar que era yo, me abrazó con fuerza y se dejó llevar por sus
sentimientos en modo de sonoros sollozos. Me puso perdida la camisa con las
ennegrecidas lágrimas, pero en semejantes circunstancias, qué importaba mi
camisa recién estrenada. La acaricié con ternura la espalda, el pelo, para
consolarla, hasta intenté enjugar sus lágrimas. No logré ni lo uno ni lo otro. Por
más que la limpiaba más lloraba, y vuelta a empezar. Pero por muchas vueltas
que le di, no sabía cómo consolarla.
Lo que se me ocurrió fue decirle: «¡Vámonos de aquí!».
—Buenos días, cariño. Has llegado pronto. Imagino que, como yo, apenas
habrás pegado ojo.
—Pues intenta abrirlo; necesitas recuperar fuerzas. Por favor, hazlo por tus
hijas: la que cuida de ti desde allá arriba y sobre todo por la que lo hace desde
aquí abajo.
—Tenemos que ir a dejarle flores, unas margaritas; son las que más le
gustan…, le gustaban. Sé que ha pasado solo un día desde que la enterramos,
pero…
—Pero, ¿por qué…? —imploró con voz ahogada a la vez que clavaba en el techo
unos ojos antaño fulgurantes, como una llamarada ahora extinta.
–Sí, mamá.
El dependiente abrió la puerta con excesiva cortesía y con una gran sonrisa
dibujada en su cara simplona.
—Mamá, por favor, ¿me quieres atender? Venga, elige las que quieras.
—De verdad. ¿Cómo es posible que haya personas que muestren tan poca
empatía por el sufrimiento de los demás? No creo que ese tenga hijos, como tú, si
no…
—¡Vale ya, mamá; déjalo estar! No debes darle más vueltas. Venga, aprieta el
paso; creo que va a llover.
1959–1977
DESCANSE EN PAZ
María quitó el ramo que consideró más reseco, lo sustituyó por el que llevaba y
comenzó a rezar en silencio.
—¡Te he dicho mil veces que no me llames por las mañanas! —exclamó
enfadada. Escuchó y respondió—: No, no puedo ir a recogerlos, ¡apáñate tú! —
Silencio—. Lo sé, lo sé, pero esta tarde tengo que ir a la oficina. Por cierto,
recuerda que Sara tiene dentista a las 7, que le ajusten los ‘brackets’, y que no se
te olvide pedir gomas. Otra cosa, revisa que Samuel termina los deberes. —Largo
silencio—. ¡Ahora me vienes con esas! —Esta vez no contuvo los gritos—. Sabías
de mi situación antes de casarnos, y te recuerdo que fuiste tú el que insistió en
tener hijos, o sea que ahora no te hagas la víctima. —Otro silencio—. Vale, vale;
ya hablaremos de eso, ahora no es el momento.
—Lo sé mamá, pero están los trabajos como para perderlos. Y no te preocupes;
comeré contigo y después te hará compañía Juanita, la del tercero. Se quedará
contigo hasta que te acuestes. Mañana temprano, como siempre, vendré a
prepararte el desayuno.
Fronteras
“Señores pasajeros, les informo que en este preciso instante estamos cruzando
la línea del ecuador.”
”Les recuerdo que es una línea imaginaria, la que divide los dos hemisferios
norte y sur.”
Las risas afloraron en muchos de los pasajeros, mientras otros, muy serios,
insistían en verla.
—Atentos todos —la voz del capitán volvió a resonar—, acabamos de cruzar la
frontera. Los antiaéreos nos localizarán en breve. Nadie abandonará la
formación, salvo que yo lo ordene. Nuestras órdenes son simples y precisas:
sobrevolar el objetivo, dejar los regalos de navidad a nuestro paso y volver.
¿Entendido?
El bullicio de la terminal era sordo para John; tan solo atendía al roce de las
ruedas de su maleta sobre el enlosado suelo y al bramido de sus tripas fruto de la
incertidumbre.
Cuando vio a su hijo que le saludaba con la mano en alto, recordó la última vez
que estuvo con él. Fue más que patente el imperceptible muro que les separaba.
Tan solo pudieron comunicarse a través de las pocas aberturas que éste ofrecía.
—¿Qué plan tienes para pasar estos días? —La pregunta de John intentaba
romper el hielo—. Si pudiera ser, me gustaría conocer dónde vives, a tus amigos,
a tu novia; porque… tendrás novia, ¿no?
—¡Tú mandas! Por cierto, te he traído algo. Espero que te guste. —Y le ofreció
el paquete que llevaba bajo el brazo.
Con una sonrisa, demostró a su padre su agrado, y le dio las gracias con un
frío abrazo.
—¿Qué tal el vuelo? —dijo pasados unos segundos—. Imagino que habrá sido
pesado.
—¡Qué va! El saber que iba a volver a verte, después de tanto tiempo, provocó
que mi ansiedad apretara a fondo el acelerador, aun sabiendo que no era yo
quien pilotaba. —Y esbozó una sonrisa—. Es un acto reflejo; ya sabes, soy así.
—Sí; algo sé. El tiempo nos da la oportunidad de saber más de los demás, y
también de nosotros mismos. —La frase sorprendió a John; denotaba que su hijo
ya no era el chiquillo del que se despidiera la última vez—. Ya estamos llegando…
Mientras su hijo hablaba y hablaba sin parar, John recordaría lo que le motivó
para hacerse piloto: se vio absorbido por la familia de su novia por aquel
entonces, familia donde se palpaba ese particular ambiente. Desde su suegro y
su cuñado, hasta el bisabuelo de ella habían sido pilotos. Le cautivaron sus
heroicas historias, su fama y, ¡cómo no!, su uniforme. Sin embargo, su destino fue
bien distinto al de ellos. Él tuvo que pasar por un consejo de guerra y por la
cárcel; fue repudiado por su mujer al haber deshonrado tanto a su familia como a
su país, y no le quedó más remedio que emigrar, o quizás huir.
El resto de días los ocuparon visitando los lugares más típicos: sintieron la
brisa marina al navegar hacia la Estatua de la Libertad, se oxigenaron paseando
por el Central Park, disfrutaron de las vistas desde el Empire State, el cómo la
impotencia les atenazaba en la Zona Cero.
—¿De veras? Va a ser un cambio radical en tu vida —le dijo a su hijo con los
ojos muy abiertos.
—Vaya, vaya. O sea que es eso. Está claro que no se puede luchar contra
ciertos contrincantes. —Los ojos de John cobraron un brillo especial. Hizo una
pausa sin dejar de mirar a su hijo a los ojos y prosiguió—: Ya me dirás cómo se
toma tu madre lo de dejar la Escuela Militar para Pilotos. Creo que va a ser una
bomba, un bombazo bajo la línea de flotación…
—Me hago cargo. Supongo que verás el humo desde la lejanía —dijo su hijo
con sarcasmo, lo que provocó que los dos rieran a dúo—. Pero, me da igual. Ya lo
tengo decidido.
—No tengo más que añadir, salvo confesarte que me hubiera gustado conocer
a la agraciada.
—Tiempo al tiempo.
—Han sido unos días inolvidables, al menos para mí. Espero que lo repitamos
pronto; pero la próxima vez quiero que seas tú el que cruce las fronteras que nos
separan, y si vienes acompañado, mejor que mejor. ¿De acuerdo?
—¡Hasta el lunes!
Durante el trayecto, después de tomar una pastilla, una de esas que elevaban a
uno del suelo, rememoró sus éxitos. El oficio de bróker requería de entereza y
frialdad, y él iba sobrado; además, el estar siempre al filo de la navaja, le
aportaba la adrenalina necesaria para subsistir. Lo suyo era tomar decisiones en
segundos, guiado solo por su instinto, astucia y la mucha experiencia que
atesoraba.
Buena parte del sábado la ocupó en pasear por calles que le llevaron al siglo
pasado. En algún sitio había leído que el Palacio de los Príncipes había sido una
fortaleza genovesa. Visitó también la famosa Catedral dedicada a San Nicolás.
Después de tomar café, pidió un whisky con agua. Se dirigió al baño y, además
de vaciar la vejiga, se tomó otra pastilla. Ya de vuelta, saboreó su copa. Fue
entonces cuando recayó en una mujer que no dejaba de observarle. Ocupaba la
mesa de un rincón y parecía estar sola. El pelo moreno recogido y el vestido de
tirantes floreado le incitaron a invitarla. Para llamar al camarero, chasqueó los
dedos. Lo que no pudo prever fue que mientras daba las oportunas indicaciones
al camarero, la mujer se había evaporado como el agua de su whisky.
Sorprendido, la buscó con la mirada, y al no encontrarla, apuró el whisky y pidió
otro. Esperaba que en cualquier momento la mujer apareciera. Quizá habría ido
al baño.
El whisky y los minutos pasaron unos tras otro. Y después de unos cuantos, se
dijo: «Ella se lo pierde».
Sus pasos, sin motivo aparente, llevaron a Mauro a la ruleta más exclusiva, a
la ruleta que carecía de límites de apuestas. «Desgraciado en amores, afortunado
en el juego», se dijo al tomar asiento.
Tardó poco en corroborar que tanto el refrán como su intuición estaban más
que desafinados; aún así, insistió e insistió hasta quedarle una única ficha, la
última.
Le dio las gracias, y ella, en lugar de contestarle con el “De nada” de rigor o
algo similar, le dijo: «¡Ahora, el mes!».
Mauro no daba crédito; la mujer abría únicamente la boca para decirle a qué
número debía apostar. De nuevo siguió sus instrucciones solo en parte: apostó a
la fila que contenía el número de su mes, el 6.
Mauro, además de dar una abultada propina al crupier, pidió una botella de
Champán, y sirvió dos copas: una para ella y otra para él. Intentó brindar,
alzando la copa; pero ella, haciendo caso omiso a su ofrecimiento, se acercó a él
y le dijo: «¿Cuántos años tienes? ¡No contestes, apuesta!».
Y… ¡Volvió a ganar!
A puñados, cogió los billetes y los tiró por los aires. Fue entonces, cuando de
soslayo, vio en el balcón a la artífice de cuanto volaba a su alrededor. Con una
botella de champán en una mano y dos copas en la otra, le miraba con ojos de
gata en celo. Sin pensarlo, Mauro abrió la puerta de la terraza y corrió para
abrazarla, sin cuestionarse el por qué ni el cómo había entrado en su habitación.
Durante la larga caída, sus ojos muy abiertos vieron el suelo acercarse
vertiginosamente. El terror se esculpía en la cara de Mauro cuando una nueva
voz, esta vez un alarido, intentó brotarle de una garganta cerrada por el pánico.
Sin embargo, el único sonido audible que salió de su cuerpo fue el de decenas de
huesos al quebrarse y el de vísceras al desparramarse por el frío suelo.
La carrera de su vida
Dedicado a Toni que, aunque nunca ha ganado ninguna carrera, se ha ido superando a sí mismo y a sus
circunstancias. ¡Sigue venciéndolas!
El día llegó por fin. Después de tantos y tantos intentos frustrados y de tantas
y tantas horas de entrenamiento y padecimiento que, sumadas, servirían para
gestar una vida, aquí estoy, rodeado miles de dorsales adheridos a camisetas que
conforman una amalgama arcoíris. Aun con los guarismos aplastándome, puedo
ver mi sueño, o quizá mi despertar, a punto de materializarse.
Los primeros metros son decisivos, el caerse sería fatídico. Debo estar ojo
avizor para no tropezar con pisadas sordas de tan variados matices que me
envuelven. Es crucial atravesar sin contratiempos el embudo que no es otro que
este primer puente, como si de un cuello uterino se tratara. Necesito cruzarlo por
mucha presión que ejerzan sobre mi cuerpo. Una vez traspasado, habrá espacio
para respirar, para empezar a sufrir y a disfrutar, a reír e incluso a llorar. ¡Por
qué no hacerlo! Llorar no es solo de cobardes.
Hasta aquí, desde que salí de las aglomeraciones más profusas, me han
adelantado muchos y sobrepasado otros; incluso alguno ha mantenido mi ritmo,
pero al comprobar que no era el suyo, ha desistido y me ha dejado a mi suerte.
Es a partir de este momento, cuando empieza la verdadera lucha contra mis
miedos.
Kilómetro 35. Me siento diminuto bajo las altísimas moles que me motivan
reclinándose a mi paso; ¿será para observarme de cerca o es que me hacen una
reverencia? ¿Merezco tanta cortesía? ¡Qué más da! ¡He de proseguir!
Mis piernas ya corren solas, lo hacen sin control; son inercia pura. Mi cerebro
ya dejó de regir mi organismo. El dolor quedó atrás, muy atrás, y dio el relevo al
¡porque sí!, al ¡yo puedo!, al ¡lo conseguiré cueste lo que cueste!
¿Merece la pena tan exiguo premio? ¡Sí, sí y un millón de veces sí! No existe
mayor orgullo, no existe mayor recompensa que, con el esfuerzo propio y el
apoyo de los que te quieren, alcanzar nuestras metas. Qué más puedo pedir a mi
existencia que, zancada a zancada, segundo a segundo, granito a granito, se me
escapa sin remisión. En el preciso instante que cruce la meta, la que parece que
se aleja con cada zancada, confirmaré lo que es innegable.
¡Ya la veo! ¡A por ella! Son los últimos metros, las últimas bocanadas de este
aire contaminado. Oigo los vítores, los gritos de ánimo que me empujan, que me
transfieren esa energía tan necesaria para concluir este último trecho.
El despertar del volcán
Y a ellos, ¿por qué les embriaga presenciar cómo me abate? Son unos ilusos: la
consideran aliada cuando deberían temerla. ¡Qué confundidos están! ¿Es que no
recuerdan sus embestidas? Si se enfurece, es muchísimo más peligrosa que yo; y
el problema es que su bostezar, al contrario que el mío, no lo perciben hasta que
es demasiado tarde.
A veces escucho sus ruegos, pero hago oídos sordos. Soy incontrolable y nada
enternecerá mi pétrea alma.
¡Oh, no! Siento que resurjo. Lo siento pero lo siento. Siento que mi despertar
está cerca, muy cerca. Intentaré advertirles con mis patadas; más no puedo
hacer. Es el único modo de ofrecerles alguna vaga esperanza, de proporcionarles
algo más de tiempo; esa tan preciada dimensión que para mí pasa muy
lentamente, que no para ellos.
Me tapo la boca para intentar aplacar mis gritos; si bien, mis manos no podrán
reprimirlos por mucho más tiempo. Espero concederles una oportunidad, quizá la
última, para salvar lo que más deberían proteger: sus vidas.
Mi anhelo no es otro que llegar hasta ella. Mi deseo más ferviente es arribar
en su corazón que me reclama. Tenerla tan cerca, tan a la vista, y no haberla
tomado desde hace tanto, me hace perder la poca razón que me resta. ¡Esta vez
lo conseguiré, seguro!
Las aves huyen, baten las alas a favor del viento; y el resto de animales lo
hacen despavoridos, ladera abajo.
Miradas hacia atrás
Abres los ojos alarmado. Te deshaces de tu abrazo. Mano derecha al pecho. Allí
se ubica el dolor. ¿Por qué sientes ese dolor si es solo físico? ¿Grave? Sí, parece
grave. Tu mano izquierda alcanza el móvil. Tus dedos tiemblan, pero lo
consigues. La llamas. Se sorprenderá: siempre fue ella la que lo hacía cuando
necesitaba algo de ti. Es por ello que lleváis años y más años sin ningún tipo de
contacto. Te atiende enfadada. No son horas, te contesta. Le cuentas. Se asusta.
Nombre del hotel y número de habitación.
—Da igual, cariño. —Un hilo de voz es lo único que sale de tus labios; tu hija
acerca su oído para escucharte—. Lo importante es que has venido a despedirte
de mí.
El correo que nunca recibiré
Me quedé blanco y casi sin respiración: «¡No puede ser! ¡Es imposible!». En el
asunto del correo rezaba: “Para mi hijo, de su padre”, y la fecha de envío era de
¡hacía más de 3 años! Me vino a la memoria una aplicación: ‘FutureMe’, con ella
se pueden enviar correos al futuro.
Era imposible que mi padre fuera capaz de algo así. Además, había muerto
hacía más tiempo: 6 años atrás. Y para más inri, la cuenta de correo en la que lo
recibí la había creado no hacía más de un año. ¿Cómo podría saber que lo haría y
con qué nombre? En principio, pensé que sería una broma de algún amigo o
colega; sin embargo, al empezar a leer el contenido se me difuminaron esas
dudas para dar cabida a muchas otras. El texto comenzaba así:
“Hola hijo,
“…¿Qué tal estáis? Espero que bien. Imagino que estarás cuidando
debidamente de todos: de tu hermano, de tu mujer, de mis nietos, y sobre todo de
tu madre, a la que, pese lo que pese, aún sigo queriendo. Díselo tal cual, ella me
entenderá.
“…Os escribo para daros las gracias, y ante todo para pediros perdón. Gracias
por haber sido tan transigentes conmigo, por haberme indultado una y mil veces;
gracias también por intentar, solo intentar, entenderme. Ya sé que era
complicado e inflexible, poco permisivo, soberbio... Bueno, dejemos los adjetivos,
lo más importante es que sentía vuestro cariño aún con todos mis defectos.
Virtudes, lo que se dice virtudes, pocas, lo reconozco, y se pueden resumir en
una única frase: Todo lo que hice lo hice porque os quería, y mucho, si bien pocas
veces os lo demostré.
Además de las gracias, como decía, requiero vuestro perdón, perdón por las
miles de veces que no os lo pedí. Que yo recuerde, solo claudiqué tres veces. Esa
palabra tan fácil de pronunciar, perdón, como bien sabes, no estaba en mi
vocabulario. Mi forma de actuar era simple: dejaba que el tiempo pasara hasta
diluirse el problema, o eso quise creer. Qué confundido estaba: para saber
perdonar, primero hay que saber pedir perdón, tan simple. Quizás por ello me
costaba tanto. Lástima que tardara en darme cuenta.
Nunca olvidéis que fuimos, y sois ahora, una gran familia, con altibajos,
muchos, pero al final la sangre es la sangre...
“…No quiero despedirme sin antes decirte que estoy orgulloso de vosotros,
sobre todo de ti, si bien nunca lo demostré. Siempre fui demasiado terco para
admitirlo. Y ahora, mediante este correo, no quiero reprimir mi sinceridad, sobre
todo contigo. Espero que consigas entenderme algún día.
Tu padre: Juan“
—He oído que será Luis. Creo que ya se ha encargado de chuparle el culo al
dire. ¡Mírale, está pletórico!
—Vaya, María, cada vez estás más joven y guapa —le dijo Luis con aires de
gigoló.
—¡Calla! Parece que Julián nos va a soltar uno de sus discursitos. Espero que
no se alargue. Me duele el culo.
—En primer lugar quiero daros las gracias por venir. Sé que me quedan unos
días para emprender mi nueva andadura, pero ya sabéis lo que dicen: “Al toro
hay que cogerle por los cuernos”; aunque reconozco que este toro es manso y
fácil de lidiar. —Tragó saliva y prosiguió—: Como no podía ser de otra forma, os
voy a leer algo.
—El libro de la vida, sin poder remediarlo, se escribe solo. Es nuestro presente
el que dispone de variedad de tinteros para escribir sin parar, porque el tiempo
no se detiene, ni tampoco se puede atajar por mucho que nos empeñemos. Hay
veces que queremos que pase muy, muy despacio, y otras, en cambio, queremos
que transcurra raudo y veloz. Pero, por desgracia, ocurre al revés: lo inolvidable
en el buen sentido, lo casi ideal, se escribe con celeridad; en cambio, lo que
causa dolor, nos hace sufrir, los malos momentos en definitiva, lo hace muy
despacio.
«Ocurra lo que ocurra no olvidaros de ojearlo de cuando en cuando, hojearlo
página a página siempre que lo necesitéis, siempre que os sintáis solos o
abatidos. Hay de aquel que no lo haga: nunca aprenderá, sobre todo, de sí
mismo. Tampoco debéis escribir en él más allá. Quizás hacer pequeños esbozos,
solo los necesarios, porque suelen desvanecerse. Recordad: “Quién vive en el
pasado o en el futuro deja de vivir el presente”. Hay que vivir el momento con
pasión. Cuantas más cosas realicéis con entusiasmo, más cerca estaréis de una
vida plena. Al contrario, vuestras vidas serán ruines y tediosas.
»Mi libro, y por supuesto el vuestro, tiene muchísimas páginas en blanco que
desean cobrar el protagonismo merecido. Esto continúa, esto es un no parar, y mi
pluma está ágil últimamente. Escribe más rápido de lo que yo esperaba, de lo que
soy capaz retener. No sé si me tocará comprar nuevos tomos. Espero que así sea.
Y a vosotros, os deseo lo mismo.
—Mi libro es mi libro, y no lo cambiaría por ningún otro, quizás porque todos
vosotros aparecéis en él. Vosotros y tantos otros han hecho que sea un grandioso
libro. No llegará a ser un superventas, os lo aseguro, pero no me importa en
absoluto. Lo primordial es que de vez en cuando lo releamos juntos alrededor de
una mesa como esta, o quién sabe: frente a una chimenea.
»No tengo más que deciros, solo que esto no es un adiós. Mi libro está
impaciente, está a la espera de que sigáis escribiendo; le gusta vuestra escritura;
y que conste que es selecto y exquisito, no se lo permite a cualquiera. No le
importa en absoluto que vuestra letra sea bonita o vuestros renglones, a veces,
los transcribáis algo torcidos; o que lo hagáis con faltas de ortografía. Él sabe a
ciencia cierta quién lo hace desde el corazón, y eso es lo que más le importa, lo
que más valora. Y espero, si no es mucho pediros, que me permitáis seguir
haciéndolo en el vuestro.
—Mientras escribía esto, sin querer, ojeé varias páginas donde aparecíais y…
—Dobló el papel, y, esta vez, las lágrimas asomaron sin control—. Tengo
sensaciones encontradas. Por un lado, ilusión por comenzar a escribir sobre
nuevas temáticas y en lugares desconocidos, pero a la vez aflicción por no
hacerlo con vosotros si no estáis cerca. Recordad que mi libro se entristecerá si
os olvidáis de él. Ya sabéis lo que se dice del roce… Tened en mente que la
distancia la interponemos las personas.
—Brindemos por nuestro gran jefe y compañero —dijo Luis en voz alta entre
los aplausos.
—Creo que será mejor que esperemos a que Julián se vaya. Tenemos que
manejar esto con sumo cuidado.
Calle empinada
—¿De verdad las cerré bien…? Bueno, de todos modos, todavía tengo tiempo —
se animó antes de que un nuevo brote de tos le infligiera un dolor agudo en el
pecho.
Rememoró luego los aromas ya disipados, los que años atrás saturaban la
atmósfera de su calle: los aderezados con el polvo levantado por alpargatas de
niños que correteaban para darse caza, de su sudoración, habían sido relegados
por el olor a alquitrán resquebrajado y el de sobacos rancios disfrazado con
desodorante barato; también el perfume de las mozas mezclado con las
feromonas de los que se afanaban por agarrarles de la mano, habían dado paso al
hedor a cloaca y a rata muerta.
Antes de que Saturnino llegara a su altura, los negocios que habían logrado
sobrevivir, de los muchos que se aventuraron en aquella calle, echaban los
cierres, a la par que los escasos transeúntes huían despavoridos para refugiarse
en sus casas. También fue testigo de cómo las siluetas de los vecinos ávidos de
saber se ocultaban detrás de cortinas y persianas, para luego apagar las luces
que pudieran delatarles. Hasta un gato de color indefinido que se le cruzó, se
encaramó a un muro para observarle.
Saturnino se giró, descansó la espalda sobre la puerta y cerró los ojos durante
unos segundos. Al abrirlos, miró hacia abajo y descubrió espantado el espeso y
oscuro humo que cubría sus zapatos después de colarse por los resquicios del
portal. «¡Todavía no estoy a salvo!», pensó atemorizado.
Un patio cordobés en la capital
Tributo a mis abuelos: Carmen y Antonio.
Mi madre, toda una costurera
A mi madre.
Permitidme que os hable de mi madre para que la conozcáis un poco, y sobre
todo la queráis un mucho, como yo. Porque de otra cosa no, pero de hacerse
querer sabía un rato.
No sé si me entendéis si digo que ya de niño me enseñó a su modo a escribir
sin torcerme. Digo a su modo porque lo hizo zapatilla en mano. Ninguno nos
salvamos, pero el hecho de ser el mayor de mis hermanos conlleva una gran
responsabilidad y el mayor peso de los castigos. Y muy mal no lo haría. Ha
conseguido que ande más derecho que una vela.
Nuestra primera casa, aquí en Madrid, constaba de pequeñas estancias
alrededor de un patio a rebosar de macetas cargadas de flores. Imagino que mi
madre, junto con los recuerdos de la niñez, trajo consigo, dentro de una maleta
de cartón, un pedazo de su Córdoba natal para no sentirse sola en tierra extraña.
En primavera, una explosión de alegría inundaba aquel patio. Sobre fondo de
hojas verdes, imperaban el rosa pálido de las hortensias y el rojo intenso de
geranios y gitanillas. En la estampa no podían faltar los narcisos con sus
amarillos, los violáceos jacintos y el blanco de las palmiras. Rosas no había. “La
única Rosa de este patio soy yo”, decía.
Cuando las fragancias y los colores se apagaban, allí estaba ella. Acompañada
por el viento, esparcía por el barrio coplas de grandes tonadilleras. Escuché
decir a uno de mis vecinos que no le hacía falta sintonizar la radio para escuchar
a Marifé de Triana, Juanita Reina, Imperio Argentina y a tantas otras.
Además de peluquera, fue ante todo costurera. El sueldo de mi padre apenas
alcanzaba, y no le quedó más remedio que colaborar para llenar la nevera y
comprarnos zapatos. Y por qué no decirlo, para que ningún domingo nos faltaran
churros con chocolate para desayunar; y para merendar: pestiños, trenzas y
medias lunas con un buen Colacao.
Siempre atareada, además de llevar a cuestas la casa: lavar, planchar,
cocinar,… atender a mi padre y a nosotros para que de nada nos faltara, arañaba
horas al sueño para coser. Yo dormía por ella y por mí. El soniquete de su Singer
era más poderoso que el cloroformo.
Nunca olvidaré su taller de costura, donde máquina de coser, agujas e hilos se
aunaban en una simbiosis perfecta. Allí bordaba, y sobre todo confeccionaba
“sábanas Walf con cuatro puntos de ajuste”. No sé cómo no se mareaba con tanto
olor a poliéster y a goma. Por eso, cuando su rostro empieza a desdibujarse de mi
memoria, compro sábanas para mi cama.
Lo que no auguró, o quizás sí, es que tantas horas encorvada le acarrearían
achaques en la espalda. Los sufridos dolores no la abandonaron hasta el día que
nos dejó.
Como cualquier madre que se precie, además de arreglar los bajos de los
pantalones, remendaba los descosidos. No me refiero a los de nuestra ropa, la
que pasaba de hermano a hermano, sino a cómo se enfrentaba a las dificultades.
Zurció sin parpadear el siete que me hice en el muslo al caerme en una zanja.
También corrió con mi hermano mediano en brazos hasta la ‘Casa de Socorro’
para que le salvaran el ojo tras recibir una pedrada. Hasta hizo de sicóloga con
mi otro hermano cuando sufrió el primer mal de amores.
Leía a trompicones, y lo de escribir tampoco fue su fuerte. A duras penas
garabateaba su nombre. Pero en el manejo de la caja de costura, era toda una
experta. Si tocaba dar un corte, cogía las tijeras y ¡zas! Según ella, había que ir
con la verdad por delante por mucho que escueza. Luego, a mano o con su
Singer, hilvanaba los destrozos para que cicatrizaran. Afirmaba que las cicatrices
son pruebas palpables de lo aprendido. Y tan mal no lo haría, porque tanto
pequeños como mayores, fuéramos familia o no, recurríamos a ella para que nos
escuchara, o para recibir sus consejos cosidos siempre a afilados comentarios.
Entre otras cosas, conservo su Singer. La ubiqué en un rincón de mi
habitación, donde ahora moran, junto a sus recuerdos, los ecos de las puntadas
de cariño que me unían a ella.
Cuando la necesito, me siento a su vera. No me creeréis, pero en ocasiones
veo el pedal balancearse. Entonces aspiro su esencia, la que impregna la sábana
que la cubre, para así saber lo que quiere decirme con cada traqueteo. Si es
consuelo lo que busco, el ritmo del vaivén aminora los latidos de mi corazón
desbocado. Y si no consigo conciliar el sueño, al balanceo lo acompaña la más
dulce de las nanas.
Solo dormido consigo sumergirme en su taller de costura. Buceo bajo las telas
hasta encontrarla para que vuelva a abrazarme.
Oscuro pasillo
Otra vez en este oscuro pasillo que nada me hace sentir. Camino por él sin
ningún sentido ni dirección. Observo lo que pasa y los que pasan, y sigo sin
reconocer nada ni a nadie. Parecen sombras, unas sombras sin cuerpo que
atravieso sin esfuerzo. Escucho murmullos; es como si alguien intentara decirme
algo, pero no sé lo que es; todo son incoherencias, todo son balbuceos. Les hablo
y siguen sin oírme. Me obligan a gritarles. Les explico que la que chilla no soy yo,
ni la que escucha, ni la que mira, ni tan siquiera la que padece, sin entender que
es otro el que lo hace en mi nombre, alguien que ha usurpado mi espacio al no
disponer de uno propio.
¡Al fin, otra puerta! Espero que ésta me permita conseguir lo que anhelo:
volver a mi vida, la de siempre, y no retornar a este oscuro pasillo. Una vida que,
hasta que me sumergí en ésta, se me antojaba poco atractiva, y ahora sé que era
la más maravillosa de las vidas, simplemente porque era mía y sólo mía. La de
ahora, tiene periodos cada vez más prolongados que siento que no me
pertenecen; pertenecen a alguien que no sé quién es: un extraño que se ha
establecido de forma tan arraigada en cada uno de los habitáculos de mi esencia,
un extraño que me impide ser yo misma, la que fui; un extraño que me roba
palabras, caminos, vivencias, y lo que es peor, el semblante de quienes me
quieren.
Qué ilusa fui, qué confundida estaba, como otras miles de veces en mi anterior
vida, vida en la que me fie de mis impresiones, mis sensaciones y mis creencias,
las que se desbaratan al estar basadas en esas emociones que no atienden a
razones ni a hechos; infundadas, pretenden materializar los sueños que
anhelamos; sueños que se truncan, y que al despertarnos, se evaporan y suben
allá donde pertenecen: a las nubes.
¡Lo sabía! ¡Esta puerta es peor que la anterior! Cada vez hay menos, y las
pocas con las que me encuentro, me expulsan de mi realidad con más rapidez.
Parece que el extraño, que segundo a segundo se va apoderando de mi interior,
consigue su cometido con más eficacia. Noto que mi desbocado fin se aproxima.
Me parece olfatearlo, incluso lo distingo a lo lejos, al fondo de este oscuro pasillo.
Cuando la luz entra con todo su colorido, de mi pecho brota el deseo al que me
aferro con todas las fuerzas, deseo que no es otro que el fin me lleve con él, como
al resto de los que estamos en esta misma situación. No es que me lo hayan
dicho, pero creo que los que deambulamos por estos oscuros pasillos y sin
comprensión, anhelamos lo mismo.
Menos mal, ¡una ventana! ¿Qué me mostrará tras sus cortinajes? Espero que
esta vez la persiana no caiga y me permita observarles por más tiempo, tiempo
que noto que se me escapa entre mis huesudos dedos.
¿Serán caras conocidas, o, como cada vez en más ocasiones, será una falsa
ventana? Cuando me enfrento a esas falsas ventanas se me quitan las ganas de
seguir. Se me desmoronan las esperanzas que me restan, esperanzas que
menguan a un ritmo que mi yo entiende insoportable. El recipiente donde las
guardo se resquebrajó hace tiempo, y las pocas esperanzas que alberga se van
desparramando por doquier. Las que así se pierden, caen a un abismo donde
impera la nada, y de allí es imposible rescatarlas; perecen sin más.
Ahora, al confirmar que es una de esas otras ventanas, de las buenas, de las
que me permiten ver con total nitidez cuanto ocurre tras ellas, no me queda más
que dar gracias y lanzarlas por encima del cielo que ya no veo hacia el infinito.
Tengo que ofrecérselas al que las recibe, y decirle con la mano en el corazón:
«Gracias por consentir, aunque sea por un tiempo tan fugaz, que vea sus caritas
de nuevo».
Digo adiós, pero sale: ¡Hola! Y ellos me saludan con alegría y congoja a la vez.
No pueden reprimir las lágrimas, ni tampoco ocultármelas. Sus lágrimas las
atisbo, las huelo y hasta las escucho nada más brotarle cada una a cada uno.
Creen que he vuelto, cuando en realidad me estoy yendo. ¿O quizás lo sepan,
como yo? Les digo que les quiero con toda el alma, ya que las emociones que allí
cohabitan, él, el extraño que osa en compartirme, no podrá arrebatármelas
jamás. Los sentimientos que residen en tan especial lugar me los llevaré conmigo
allá donde vaya.
Tengo que apremiarme en mi despedida: los pasos del fin retumban cada vez
más cerca. Intento decirles de nuevo adiós y prorrumpe un: ¡Hasta pronto!
Siento cómo me coge en volandas como si fuera una muñeca, a la par que la
persiana se cierra y se abre la última de las puertas, allá al fondo.
¡Ya puedo verla! ¡Todo termina!, ¿o quizás empieza? Es posible que en el más
allá las dimensiones espacio-tiempo pierdan toda su dimensión. Hasta que no
cruce la puerta no lo sabré y nadie lo sabrá, porque al traspasarla, después de
cerrarse, la cerradura desaparecerá junto con cualquier vestigio de lo aquí
ocurrido: hechos, actos, dichos, pasarán a formar parte de la historia de los sin
recuerdos.