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Alfonso Moreno González, nacido en Madrid (España) en 1963, después de ejercer


su profesión hasta 2017, decidió cambiar de horizonte. Además de presentarse a
concursos de relatos y de novela corta, ha publicado, en el 2023, el cuento Tinta
de Lápiz (Nueva Versión Ampliada) y la novela corta Sueños de Escarcha.
 

 
 

RELATOS
con SOMBRA
 

Alfonso Moreno González


 

 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Copyrigth © 2021 Alfonso Moreno González
Todos los derechos reservados.
ISBN-13: 9798708038968
 
 
 

Relatos con Sombra, recoge un subconjunto de relatos seleccionados por


unirles un nexo común: la sombra que persigue a cada nacido.

En este libro, se incluye el relato La casa de la Bruja, que quedó finalista


en un concurso de Fuentetaja.
 
 
 
 
La sombra no existe; lo que tú llamas sombra es la luz que no ves
(Henri Barbusse).
 

Dedicado a quién vislumbra luces donde los demás solo ven sombras.

 
ÍNDICE
Lágrimas rotas
Viaje al Planeta Rojo
Historias de pandemia
La casa de la Bruja
La lupa
Un día con su asesino
Tras la penumbra luminiscente
El balón
Pulsera blanca
‘Negrita’
La otra Blancanieves
¿Qué piensan y sienten los ángeles?
¡Soy libre esposada a esta esquina!
Los tacones de Inma
¡Su marca!
El día siguiente a cualquier otro
Fronteras
Voces
La carrera de su vida
El despertar del volcán
Miradas hacia atrás
El correo que nunca recibiré
¡Escribidme!
Calle empinada
Un patio cordobés en la capital
Mi madre, toda una costurera
Oscuro pasillo
 

 
Lágrimas rotas
 
Lágrimas rotas.
¡Cuidado, no las pises!
Son todas tuyas.
Mira hacia atrás:
mi sombra palidece.
¡¿Quién te guiará?!

 
Viaje al Planeta Rojo
 
Un viaje sin retorno es lo que imperiosamente necesita mi corazón, un corazón
destrozado por las injusticias que, una tras otra, le han desgarrado hasta
desangrarlo; y dónde mejor que a ese planeta cuyo color se le asemeja: Marte.
Mi equipaje: lo que alberga ese irreemplazable órgano, el que a tantos y tantos
se les ha achicado por no usarlo.
Mi corazón viajará ligero, libre de inmundicias humanas y de todo lo material;
así, tendré la oportunidad, quizás la última, de hacer las cosas de otro modo.
Al irme no miraré atrás; lo último que quiero es que mi retina quede
impregnada de los males que asolaron, asolan y asolarán mi mundo; tan solo diré
con total rotundidad y toda la crudeza posible: ¡Hasta nunca!
 
 
Historias de pandemia
Abejas abstraídas
 
Cuando vuelva, [|@#¬+ç<`] me va a escuchar. Mira que decirme que este
lugar era el que buscábamos. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que él estuvo
aquí? ¿Unos 1000000000000000000000 cronones? Por ahí andará. O sea que no
hace tanto; no llega ni a un giro estelar. ¿Me habré confundido en las
coordenadas? ¡Qué va! El sistema de navegación, otra cosa no será, pero fiable lo
es de cojones. —Vaya, se me da bien esta jerga. Suena bien…: cojones—.
[|@#¬+ç<`], además del lenguaje, me describió el lugar, y concuerda. Sus
habitantes se hacinan en construcciones, como abejas —insectos responsables de
polinizar las flores que conviven en colmenas, según aparece en su informe—. Y
observé desde la nave las grandes extensiones de terreno vacías de las que
hablaba. ¡Vaya desperdicio! El clima también es como me contó, y más en esta
estación. Primavera la llaman. “Durante esa estación la vida florece”. Pues no sé
cómo será este sitio en invierno. No lo digo por el colorido de las flores y el trinar
de los pájaros, ni por la temperatura —es ideal—, es más por sus habitantes.
¿Qué les ocurre? Están confinados en sus colmenas, como si reprimieran las
ganas de polinizar. Y los pocos que transitan, lo hacen con miedo en los ojos. De
su sonrisa, la que [|@#¬+ç<`] me dijo que debía imitar, ni rastro; sobre todo
porque la cubren con máscaras. Aunque creo que debajo de esas máscaras solo
hay muecas de dolor; nada de sonrisas. ¿Dónde está el jolgorio del que tanto
hablaba? —Jolgorio, vaya palabro—. Aquí casi todos parecen abstraídos. Todavía
recuerdo cuando [|@#¬+ç<`] me explicó lo que significaba estar abstraído. No
le entendí, pero ahora lo veo claro de cojones. Andan despacio, con la cabeza
gacha, acarreando bolsas, y de la mayoría tiran perros.
¡Qué extraño! ¿Por qué rehúyen la compañía de otras personas?
¡Este [|@#¬+ç<`] es un mentiroso!
Pensé que enfundado en un cuerpo parecido al de los habitantes de este
planeta, me resultaría fácil ganarme su confianza; sin embargo, me miran como
si fuera un bicho raro cuando les sonrío.
Creo que es más que suficiente. Tendremos que seguir buscando en otras
galaxias.
 
 

Abuela, estoy muy enfadado


 
Abuela, estoy muy enfadado. No, contigo no. Contigo nunca me enfado. Bueno,
a veces, pero se me pasa rápido. Con quien estoy enfadado es con ese virus que
está todo el rato en la tele. Fíjate, me dice mamá que no dé guerra y eso, pero,
¿cómo no voy a dar guerra si no me deja ver ni los dibujos? Siempre dale que te
pego con ese rollo del virus. Por lo menos con los dibujos, me reiría un poco.
Tú sí que sabes hacerme reír, ¿a que sí, abuela? Sabes demasiado bien donde
tengo las cosquillas. Sí, justo aquí.
Y también te encanta hacerme de rabiar. Recuerdo cómo me quitaste el hipo
una vez. Me dijiste muy seria que te devolviera el dinero que te había robado del
bolso. Casi me meo del susto. A ti, en cambio, se te salió la dentadura de tanto
reírte. Luego, dijiste: “¿Qué, se te ha quitado el hipo?” Cómo te odié. Pero solo
fue un poquito, de verdad.
Ahora me asustan otras cosas. Me asusta, sobre todo, no poder abrazarte en
este momento porque estás tan malita.
Papá y mamá no me lo han dicho, pero lo sé.
El otro día vi llorar a papá, y cuando le pregunté, me dijo que no era nada.
¿Qué se cree, que soy un bebé? Pues no. A escondidas le he oído hablar por
teléfono con el médico. Sé que era un médico porque le dijo a papá que tienes
fiebre y que te cuesta respirar. Si me dejaran, iría para echarte aire con el
abanico, ese que tanto te gusta. O por lo menos, se lo daría al médico, porque
seguro que no sabe que cuando te dan sofocos, como tú dices, te encanta
abanicarte.
Lo que no entiendo es que a papá tampoco le dejen. Lo sé porque le soltó:
“¡Por favor, necesito verla!”. No sé qué le contestó el médico, pero papá se puso
colorado como un tomate y colgó el teléfono. Luego se encerró en el baño y
estuvo allí un montón de rato.
Cuando estoy malito, me encanta que cuides de mí. Siempre me das chocolate.
Es nuestro secreto, ¿a que sí, abuela? Pues ahora me toca a mí. No se lo diremos
a nadie, ¿vale? Además, papá dice que el chocolate da fuerzas y eso.
Abuela, espero verte pronto, muy pronto para que se me quite el enfado.
 
 
 

Mira, mamá
 
Mira, mamá. ¿Has visto lo que te decía? Apenas hay tráfico por la M-40. Creo
que llegaremos pronto. Tenías ganas, ¿a que sí? Nadie se lo espera. O eso creo.
Ahora más que nunca, las noticias, sobre todo las malas, corren que se las pelan.
¿Y las falsas? Esas sí que corren; corren como si las hubieran puesto un petardo
en el culo. Ya sé que no te gusta que hable así, pero, entiéndeme.
Mira, mamá, está nevando. ¿No decían que ya casi no nieva en Madrid? Pues
para que veas. Por supuesto que no cuajará, pero es bonito ver nevar, ¿a que sí,
mamá? Debe ser una señal, una señal de las buenas. ¿Cómo decías? No, no me lo
digas. Año de nieves año de bienes. Y los refranes nunca fallan. No pueden fallar,
sobre todo este año. ¡Este año, no! ¿Recuerdas lo que te dije la noche vieja
pasada?: «Me gusta el 2020. Es un número redondo. Parece mágico. Un número
así no puede ser malo». ¡Qué confundido estaba!
Mira, mamá, tu barrio. Al final la nieve ha cuajado. Tiene los tejados blancos.
No me digas que no lo reconoces. Aunque no me extraña. Cuesta reconocer tu
propio barrio tan huérfano de gente. Pero no debes preocuparte. Según dicen, va
a ser por poco tiempo, que dentro de ná será todo como antes. ¡Y una mierda va
a ser como antes! Perdón, mamá. Es que hay cosas que me hierven la sangre.
Mira, mamá, ¿a que reconoces tu portal? Espera, no seas impaciente. Aparco y
te cojo.
Mira, mamá, lo que te decía. Como todavía no son las ocho, no hay nadie en los
balcones. Solo salen a esa hora a aplaudir. También aplauden a los que vuelven
del hospital, como si fueran héroes. No me malinterpretes. Sé que les da
esperanza y todo ese rollo. Y en estos momentos, tenemos que agarrarnos a lo
que sea. Lo que quiero que sepas es que para mí tu siempre has sido y serás mi
heroína, ¿a que sí, mamá? Y ahora, te dejaré donde te mereces, al lado de la foto
de papá para que estéis juntos de nuevo.
La casa de la Bruja
 
“¿Qué, vamos a casa de la Bruja?” era la primera frase que el Andaluz
escuchaba los domingos cuando se juntaba con sus tres amigos. Nada de buenos
días, hola o un simple ¿qué tal? Lo que más ansiaban era gastar la propina que
les daban sus padres en dicho lugar. Tanto él como sus amigos guardaban las
pocas monedas en el bolsillo del pantalón corto de tono oscuro, pantalón a juego
con sus zapatos.
Todos ellos lucían calcetines blancos hasta casi las rodillas. En cambio, sus
camisas variaban. Mientras el Peque y el Pelos apostaban por colores más
vistosos: verde pistacho, el primero, y amarillo pálido, el segundo, el Gafotas y el
Andaluz eran más de llevarlas del mismo color que los calcetines, de un blanco
inmaculado.
A ninguno, por entonces, le hacía falta móviles para concretar el cuándo y el
dónde se verían. Ese artilugio ni siquiera estaba en la mente de quienes
pretenderían acaparar el futuro. Para el Andaluz y sus amigos, la tecnología se
circunscribía a las calles donde jugaban al rescate o al escondite, a las
explanadas que convertían en campos de fútbol o en circuitos de carreras para
sus chapas, o donde hacían agujeros para jugar a las canicas.
Cuando se encaminaban hacia la susodicha casa de la Bruja, el Peque
preguntó al Andaluz:
—¿Dónde te metiste ayer? Nos faltó uno para el partido.
—Encá mi abuela. Y me pasó algo que no os vais a creer. —Sus expresiones, su
seseo y el comerse letras, sobre todo las eses y erres finales, evidenciaban su
origen—. Pos anresulta que pa merendar me dio unas rosquillas que estaban que
te cagas, y pa acompañarlas, vino mú dulce.
—¿Vino? ¡Qué morro! A mí solo me dan agua, y algunas veces, sifón —dijo el
Pelos.
—Y menos mal, porque las rosquillas estaban súper resecas. Se me quedaban
agarrás aquí, en el gaznate. —Sus amigos rieron cuando, con ambas manos, se
cogió del cuello y puso un gesto como si se ahogara—. Me comí un porrón. Y
venga a beber vino. No recuerdo cuanto bebí. Cuando acabé, me fui a la terraza,
y todo me daba vueltas. Parecía que estaba en un tiovivo. Cerré los ojos y me
tumbé en el suelo, bocabajo. Estaba fresquito, y arrimé la cara porque me ardía.
Y anresulta que me quedé dormío hasta que mi madre vino a buscarme. Me
despertó, y cuando le dije que estaba mareao, va y se echa a reír. La verdad es
que me notaba raro, como si la lengua no me hiciera caso.
—Yo creo que lo de la lengua todavía te dura —dijo el Peque.
Todos rieron, menos el Andaluz.
—Recuerdo la primera vez que me emborraché —dijo el Pelos, todavía
riéndose—. Fue el año pasado. Una tarde le cogí el vino a mi padre y bebí hasta
que eché la pota. ¡Qué asco! Intenté limpiarlo para que no me pillaran, pero tenía
tal cogorza que me resbalé y caí encima de los garbanzos a medio masticar.
El Andaluz no vomitó porque aquella mañana no se había echado nada sólido
al estómago. Parecía que tuviera lava incandescente en su interior. Lo único que
le pedía el cuerpo era agua. Se había bebido, nada más y nada menos, que tres
vasos al levantarse.
—Al final tuve que lavarme hasta la ropa. ¡Vaya marrón! —prosiguió el Pelos—.
Desde aquel día, cada vez que huelo el vino, me dan ganas de potar.
—¿No podemos hablar de otra cosa? —dijo el Gafotas; en opinión del Andaluz,
el único que proporcionaba al grupo el sentido que les faltaba: el sentido común.
—Sí, pero antes dejá que termine, que ya no me quea ná. Pos eso, mi madre
me llevó al baño, me metió los dedos para que echara la pota y luego me dio una
ducha fría. No veas, me quedé helao, pero por lo menos la lengua me empezó a
funcionar. Bueno, más o menos. ¿Y sabéis qué la dije?: “Mamá, nunca más voy a
comer rosquillas de la abuela, tienen algo raro. El vino, sí. Está súper rico”. A mi
madre casi le da algo de tanto reírse.
—Andaluz, estás como una chota —dijo el Pelos.
Entre risas, entraron en la calle de la Bruja, calle sin asfaltar donde los
zapatos de los cuatro perdieron su brillo; sin embargo, era lo que menos les
importaba.
A ambos lados había casas bajas cada una de su padre y de su madre, como
decía el Andaluz. Aunque todas encaladas, los colores de puertas y ventanas
variaban sin carencia aparente. Los que más predominaban eran el verde y el
azul, y los que menos, el amarillo y el granate. Tampoco guardaban la misma
altura. Parecían construidas a trompicones.
—Hoy tengo propina extra. Me han dado cinco duros por mi santo. Y para
celebrarlo, os invitaré a algo —dijo el Gafotas. Los tres, el Andaluz el primero, le
dieron una palmada en la espalda—. Y para mí una peonza, que la última me la
rompisteis, y cinco papeletas, a ver si tengo suerte. Estoy hasta los mismos de
que estos dos palurdos se burlen. —Y dirigió su dedo índice al Pelos y después al
Peque.
—Son unos capullos. —El Andaluz se solidarizó con el Gafotas—. Además, no
sueltan prenda. ¿Por qué no nos contáis lo que os pasó alládentro?
Los aludidos pusieron sonrisa de muñeca y desviaron la mirada.
—Ya os hemos repetido un montonazo de veces que no podemos decir ni media
palabra —dijo el Peque—. Y para que lo sepáis: yo ya no pienso comprar más
papeletas. Mi duro me voy a gastar en petardos, y de los gordos.
El Andaluz recordó la última vez que el Peque había comprado petardos.
Estuvo toda la tarde tirándoselos a cuantas chicas se cruzó. Aquello le cabreó de
tal manera que se peleó con él. El Pelos y el Gafotas tuvieron que separarles. Fue
el motivo por el que le dijo:
—No harás como la última vez, ¿eh?
—Yo hago lo que me da la gana. Tú no eres mi padre, ¿sabes?
—¡Vale ya! —medió el Gafotas con cara de pocos amigos—. Parecéis niños
pequeños.
—Yo sí que voy a comprar dos papeletas, a ver si repito; también cromos, y
algo para papear. Tengo un hambre…—dijo un Pelos ajeno a la discusión—. ¿Y tú,
Andaluz?
—Yo compraré papeletas y namás. Tengo las tripas que me arden. —Y
volvieron a reírse, pero al único que miró con ojos recriminatorios fue al Peque—.
¡O paráis u os doy una hostia! Y pa que lo sepáis: no pienso contaros más ná.
—Por favor, no nos castigues sin tus historias —dijo el Pelos con sorna.
El Gafotas y el propio Pelos, a modo de broma, le agarraron de un brazo cada
uno y le sacudieron como si fuera un saco de patatas.
—Dejame, que parecemos unos moñas.
En el centro de la calle, en la acera derecha pero sin acera, les esperaba la
casa de la Bruja. No tendría más de dos metros de fachada; y un tejado, a un
agua, cubierto con tejas, muchas de ellas ausentes, unas tejas privadas ya de su
color ocre original por culpa del musgo. La puerta de acceso, casi siempre
abierta, atentaba contra la simetría, como todo en aquella calle. De madera
pintada de verde oscuro, llena de agujeros como si hubiera sido atacada por la
viruela, estaba ornamentada, solo en el lado derecho, con una hilera vertical de
remaches de bronce renegrido.
Para atravesar la citada puerta, antes había que subir un altísimo escalón. El
Andaluz creía que lo habían construido tan alto adrede, para así impedir el
acceso a los más pequeños. El Gafotas, el más echado para adelante, fue el
primero en dar un salto para salvar el citado escalón. Le siguió el Pelos y el
Peque, y por último él.
Siempre recordaría la sensación que experimentó la primera vez que entró en
aquella casa, fue como si le faltara el aire. Esa misma sensación se le repetiría de
mayor antes de emprender un viaje a un lugar en el que nunca había estado. La
Bruja había convertido la entrada de la casa, un pasillo alargado, en tienda. Y
aunque alumbrada con una triste bombilla, el Andaluz siempre requería de unos
segundos para pasar de imaginar a ver.
Las paredes de aquel particular pasillo intentaban ser blancas, pero la
humedad y los grandes desconchones se lo impedían. Y al fondo, había una
puerta de algo menos de dos metros de alto y no más de medio de ancho. Sin
hoja, se servía de una deshilachada cortina marrón para ocultar lo que fuera que
hubiera tras ella. En más de una ocasión, la imaginación del Andaluz le
transportó a los cuentos que le leía su madre de pequeño. Hasta tal punto que,
por ejemplo, llegó a creer que detrás de aquella cortina, la Bruja elaboraba
pociones mágicas en un puchero colgado de cadenas sobre un fuego de leña,
puchero del que brotaban burbujas de colores, burbujas, que al explotar,
esparcían un olor nauseabundo en el ambiente.
El Andaluz, ya frente al acristalado mostrador, salió del trance para
contemplar todo lo deseable para un crío con ganas de probar sabores
chispeantes que adormecían la lengua, de mascar manjares concentrados o de
comer frutos secos que agrietaban los labios.
El mostrador iba de pared a pared, salvo por donde la Bruja entraba o salía, al
fondo del pasillo. La encimera de madera de pino que lo cubría estaba a rebosar
de tebeos, y sobre todo de comics de los superhéroes a los que el Andaluz quiso
parecerse con prisas, como muchos críos a su edad. Había también grandes
frascos donde se veían o se ocultaban, según fueran de cristal u opacos,
caramelos y piruletas multisabores, bombones de multichocolates y, ¡cómo no!,
las preciadas canicas multicolores.
Tanto producto allí encima le había impedido descubrir cómo era el cuerpo de
la Bruja. Tan solo alcanzaba a ver la parte superior de su tronco siempre oculto
bajo una bata enlutada.
A la espalda de ella, estaban las estanterías con los objetos más codiciados:
tirachinas profesionales, peonzas vírgenes, cromos de los intergalácticos,
petardos para hacer volar cohetes en forma de lata,… y lo más de lo más: el saco
de terciopelo rojo con las papeletas que tanto y tanto deseaba.
—Deme una bolsa de pipas, tres sobres de cromos de fútbol y también dos
papeletas de la suerte. —La voz aflautada del Pelos devolvió al Andaluz a la
realidad.
—Aquí tienes, guapetón. Las papeletas, como sabéis, os las daré al final. —
Después preguntó al Gafotas—: ¿Y tú, cariñín, qué quieres?
—Aquella peonza. —Señaló a la derecha de una de las estanterías—. Y para
estos, lo que quieran. Es mi santo. Eso sí, no pienso gastarme más de dos reales
por cabeza.
—¡Muchas felicidades, caballerete! —dijo la Bruja. Y dirigiéndose al resto,
añadió—: Vuestro amigo está que lo tira. Y como hoy me habéis pillado de
buenas, os voy a dar a cada uno dos chicles y una piruleta, todo por una
cincuenta.
—Y también quiero cinco papeletas. Creo que hoy es mi día. —De ese modo
finalizó el Gafotas su pedido.
—Dame cinco petardos de los de a una peseta —dijo el Peque muy seco. Y la
Bruja, con indiferencia, se los dio sin ni siquiera mirarle.
Para el Andaluz, aquella mujer aparentaba una edad que no tenía. Apenas si se
le veían arrugas. En realidad fueron sus oscuros ojos, su nariz aguileña, sus
labios pálidos y su puntiaguda barbilla, además de su pelo, largo y canoso,
siempre tan enmarañado, por lo que se ganó el apodo. Y qué decir de su voz,
ronca, gutural, casi de hombre. Por mucho que intentara afinarla, frases como:
“Toma, majete, tus pipas”, “Probad estas gominolas, están de muerte”, llegaban a
sus oídos como si se las dijera un tío suyo. El tono de su voz se le parecía
muchísimo. Pero lo que más le llamaba la atención eran sus manos de dedos
largos y delgados, como de pianista; y sus uñas pintadas de rojo intenso, unas
uñas afiladas como puntas de abrecartas.
—Yyyyo quiquieeero tttrreees papapeletas. —Siempre que el Andaluz se dirigía
a ella, tartamudeaba.
La Bruja le observó unos segundos. Y después de hacer lo mismo con cada uno
de sus amigos, cogió el saco aterciopelado e introdujo la mano.
El Pelos, el Gafotas y él extendieron las manos con las palmas hacia arriba.
Sobre ellas, la Bruja fue depositando las papeletas correspondientes. El ritual lo
acompañó con unos ojos penetrantes, a la par que sonrientes. Al Andaluz, el solo
roce de sus dedos le provocó una erección.
Después de pagar, salieron despavoridos hasta torcer la esquina de la calle,
donde se detuvieron en seco. Allí, abrieron las papeletas como niños que abren
sus regalos el día de Reyes.
No fue el día del Pelos, ni mucho menos del Andaluz.
—¡Lo sabía! ¡Yuuuu-huuuu! —gritó el Gafotas con la cara iluminada. Y mostró
a todos la papeleta en la que se leía la frase mágica: “¡Felicidades, el regalo es
tuyo!”
—¡Qué suertudo! —dijo el Andaluz a la vez que pensaba: «Y a mí, ¿cuándo?».
Luego, la rabia le obligó a romper sus papeletas en blanco en mil pedazos.
—No me dejaréis solo, ¿verdad? —preguntó el Gafotas.
—Ese fue el trato —contestó el Pelos.
—No sé si comeré por los nervios. Se me ha hecho un nudo en el estómago.
Quedamos a las cinco, ¿vale? —La voz le temblaba al Gafotas. Y dirigiéndose al
Peque, dijo—: ¿Y tú, qué? ¿No dices nada? De verdad, no sé qué bicho te ha
picado.
—¡Déjame en paz! —le contestó éste de malos modos.
A la hora convenida, los tres —el Peque, al final, no apareció— se dirigieron a
la casa de la Bruja; aunque el único que recorrió los últimos pasos hasta la
puerta fue el Gafotas.
El Pelos y el Andaluz se quedaron a varios metros, agazapados en la fachada
de otra de las casas. Desde su posición, fueron testigos de cómo su colega
llamaba con los nudillos, enseñaba la papeleta después de que la puerta se
abriera y se perdía de su vista, no sin antes ofrecerles un gesto picarón.
Fue la hora más larga que el Andaluz recordaba, casi tan larga como la sonrisa
que mostró su amigo el Gafotas cuando reapareció en el umbral de la puerta,
puerta que todavía hoy es el escenario de sus peores pesadillas. En ellas, la
puerta se entreabre, pero cuando intenta entrar, siente como si algo sobrenatural
le agarrara de los pies. Incluso el escalón cobra una altura descomunal. En las
ocasiones en las que consigue zafarse de lo que fuera que le agarra, va en busca
de una escalera; sin embargo, no es capaz de encontrar una lo suficientemente
larga.
Cuando el Gafotas se acercó, el Andaluz vio en él la misma expresión de
felicidad que la del Pelos cuando tuvo su misma suerte. Hasta se chupaba la
yema del dedo corazón, igual que éste y el Peque, algo en lo que no había recaído
hasta ese momento.
Impaciente, le dijo:
—¿Cuál ha sido el regalo? ¡Dímelo, anda!
La respuesta del Gafotas fue una mirada perdida y oídos sordos para su
curiosidad.
Domingo tras domingo, hasta más allá de que dejara de vestir pantalones
cortos, el Andaluz siguió yendo a aquella casa, pero nunca le tocó la papeleta
ganadora, ni tampoco a sus amigos.
Cuando su familia decidió mudarse a otro barrio, se llevó junto a su equipaje el
mayor enigma de su vida, de una vida consumida como una vela ya en las
últimas. Lo más cerca que había estado de resolverlo fue hacía solo dos meses,
justo después de que al Gafotas le diagnosticaran Alzheimer. No tenía tiempo que
perder. Quizá fuera su última oportunidad. ¡La última! El Peque les dejó con solo
16 años mientras hacía el cabra con una moto. Y en el caso del Pelos: un infarto
le fulminó antes de cumplir los 50.
Cuando llegó a la residencia, le encontró en su habitación, sentado frente a la
ventana.
—Hola, Gafotas.
Se giró hacia él y, como si fuera de cristal, le atravesó con una mirada de pez:
fría y ausente.
—Hombre, Andaluz, ¿tú por aquí? —dijo después de un largo silencio.
—He venido a ver qué te cuentas.
—Poca cosa. —Los ojos deformados por culpa de las gruesas gafas los dirigió
de nuevo hacia la ventana abierta—. ¿Desde cuándo no nos veíamos?
—Desde la boda de tu hija.
—¿Viniste?
—Claro. ¿No te acuerdas?
Justo al salir de su boca, se dio cuenta de lo inapropiado de la pregunta. Ya
tenía mérito que le reconociera después de tantos años. Fue entonces cuando se
percató de lo mucho que había envejecido. Las arrugas de la cara de su gran
amigo, además de profundas, se habían multiplicado.
—¿Sabes? Ayer vinieron mi hija y mis nietos.
—¡Qué bien! Me alegro. ¿Y qué tal te tratan por aquí?
—No me puedo quejar.
—He visto que hay unas enfermeras muy guapas merodeándote.
—Nunca cambiarás. —Acompañó sus palabras con una amplia sonrisa—. Por
cierto, apenas se te nota el acento.
—Lo mío me costó. Pero de eso ya hace mucho.
—¡Qué tiempos aquellos cuando éramos tan inocentes! Es algo que nunca
deberíamos haber perdido. Con solo con una pizca, se es más feliz, ¿no crees? —
Hizo una pausa, le miró y preguntó—: ¿Y qué, sigues soltero?
—¿Quién va a fijarse en un vejestorio como yo? Además, como sabes, siempre
me ha costado mucho comunicarme con las mujeres.
—Es bien fácil. Haces como si las escucharas y ya está.
El Andaluz no había venido para hablar de mujeres, salvo de una en particular.
—¿Por qué nunca me contaste lo que te paso dentro de aquella casa, la de la
Bruja?
—Ah, es eso. —El gesto se le contrajo.
—Necesito saberlo. Es superior a mis fuerzas. Cuando me enteré de…
—Entiendo.
—¿Entonces?
—Total, ¿qué más me puede pasar? Ya he vivido más que suficiente, no como el
Pelos y el Peque. Pobres.
—¿Por qué dices eso?
—Escucha y lo entenderás. —El Gafotas se removió en su asiento y prosiguió
—: Aunque parezca mentira, lo recuerdo todo como si fuera ayer. Recuerdo
entrar en la casa, y a la Bruja llevándome de la mano al saloncito que había tras
las cortinas. Dijo que me sentara junto a una mesa camilla mientras ella
cacharreaba en la cocina. No tardó mucho en traer chocolate caliente y un plato
con galletas. Estaba todo buenísimo. Hasta dejó que relamiera el interior de la
taza. —Tragó saliva y se humedeció los labios.
—¿Ese era el premio?
—No me interrumpas —dijo enfadado. Cerró los ojos e inspiró con fuerza—.
Recuerdo que después relamerme con aquel chocolate me dio un papel para que
lo leyera. Era una especie de contrato. En él se disponía que lo que allí ocurriera
debía mantenerlo en secreto, que si no lo hacía, una maldición caería sobre mí.
¿Te lo puedes creer? Yo, a mi corta edad, enfrentándome a semejante dilema.
«Dilema, el mío», pensó el Andaluz.
—En lugar de un bolígrafo, la Bruja trajo una navaja, y con ella me pinchó un
dedo. —Abrió los ojos y se miró el dedo corazón—. Recuerdo que me obligó a
presionar dicho dedo sobre aquel pedazo de papel. Luego, lo dobló como si
disfrutara con ello, a la vez que me observaba con una mirada entre lasciva y
perversa. Casi me meo encima, te lo juro. Después de guardar el papel en un
jarrón de barro que había encima de una repisa, se quitó la bata. Se acercó, me
cogió de la mano y me invitó a que me sentara junto a ella, en el sofá. Los
muelles gruñeron al recibir el peso de ambos. Fue entonces cuando olí su
perfume a vainilla, a…
De golpe, un maldito mutismo le invadió. A la par, una expresión desconocida
para el propio Andaluz afloró en la cara de su amigo. ¿Terror? Sí, era terror lo
que expresaba, casi el mismo que le envolvía a él como una nube tóxica. No podía
ser. Junto a los recuerdos y más recuerdos del Gafotas, se borrarían también los
detalles que ansiaba conocer más que nada.
—Pero, ¿tú quién eres? ¡Vete de aquí! ¡Socorro!
Fueron las últimas palabras que escuchó de la boca de su gran amigo, el
Gafotas, antes de que varias enfermeras le invitaran a que se marchara.
Camino a casa, recordó cuando, de adolescente, volvió a aquella calle. No se
parecía nada a como la mantenía en su memoria. Todas las casas, incluida la que
buscaba, habían sido suplantadas por bloques y más bloques de viviendas. Las
aceras estaban adoquinadas, y el asfalto cubría la calle, antaño tan polvorienta.
Metió la mano en el bolsillo donde llevaba el dinero para comprar las papeletas, y
como no pudo gastarlo, decidió ir a un bar para tomarse unas cervezas a la salud
de aquella mujer.
Ahora, frente a la lápida de su gran amigo, el Andaluz cree que la única
esperanza que le queda es reencontrarse con él en la otra vida, o con el Pelos, o
quizás con el Peque; o, por qué no, con los tres a la vez, para que le desvelen lo
que ocurrió en el interior de aquella casa, la casa de la Bruja, la que tan solo
seguirá erigida en su imaginación. Quién sabe si también se toparía con ella. Si
así fuera, la preguntaría si en verdad era una bruja como parecía; y lo más
importante para él: el por qué nunca le eligió.
La lupa
 

Afrontó la primera de sus últimas noches arrinconando el amasijo de huesos


esparcidos por el suelo pedregoso. Resignado, se acurrucó después en el fondo
de aquella caverna, caverna donde el viento y la luminosidad de luna y estrellas
temían adentrarse. Cuando el sueño le envolvía, se giró y algo se le clavó en la
espalda. El dolor le obligó a reclinarse. Y palpó lo que había espantado su sueño:
una mano ya sin carne que aferraba un extraño objeto. Pareciera que su dueño
intentara impedir que se lo arrebataran, porque tuvo que quebrarle las falanges
para hacerse con él.
Se trataba de una rama corta y rugosa. Donde se dividía en dos, formando una
V, se engarzaba una piedra circular de bordes redondeados. Su innata curiosidad
le instó a olisquearla y lamerla sin notar nada característico, salvo su perfecto
pulido, producto de enormes presiones y el rozamiento con piedras semejantes y
el agua.
Inquieto, esperó a las primeras luces del alba. Cuando emergió de la cueva,
observó cómo aquel traslúcido mineral cobraba vida: un centelleo irreconocible
para sus pupilas brotó de él y le obligó a cerrar los ojos.
Ensimismado, lo giró contemplando los destellos que surgían sin razón
aparente. Relegando el rugir de sus tripas que le solicitaban imperiosamente
comer, comprobó que el brillo era más cegador a medida que lo alzaba hacia
donde el amanecer coronaba las desoladas colinas. No se percató en el modo en
el que los rayos del sol traspasaban la piedra y convergían en su mejilla. Un dolor
atroz, desconocido, le provocó un alarido, alarido cuyo eco se propagó por el
valle, como si el sufrimiento se difundiera a todo cuanto le rodeaba.
Aquello le inquietó, y suscitó interés a su limitado entendimiento; sin embargo,
en lugar de mostrar temor, su valentía le instó a repetir los mismos movimientos
más erguido.
Esta vez la quemadura se la originó en el pecho. El grito que profirió fue tan
desgarrador que arrancó nuevos y violentos quejidos a las montañas.
Ratificado su ilusorio poder, intentó procurar dolor a cuanto le rodeaba. Es por
ello que ocupó gran parte del día en acercar la rama con la piedra incrustada a
rocas, arbustos, árboles, pero ni un gemido consiguió arrancarles.
Abatido, en cuclillas, orientó el insólito objeto hacia un escarabajo que pasaba
justo entre sus pies desnudos. Lejos de conseguir su objetivo, comprobó
estupefacto cómo éste, al observarle a través de la piedra, aumentaba de tamaño.
La casualidad propició la confluencia del haz de luz con paja seca. Primero
apareció el humo. Le siguieron unas llamas que se propagaron con rapidez a un
arbusto. Aquello escapaba a su comprensión; aún así, las lenguas anaranjadas y
cambiantes, como con vida propia, no le disuadieron de acercarse para intentar
agarrarlas.
El estridente alarido reverberó en las paredes del valle.
Para no sufrir daño, calibró la distancia, y comprobó que, lejos de ser
perniciosa, la sensación era placentera.
Aquel ente rojizo le hipnotizaba arrojando sombras que bailaban a su
alrededor y le sumían en un sueño decorado con un escenario que reconoció sin
esfuerzo: su poblado.
En su sueño, irrumpía en dicho poblado esgrimiendo su preciado objeto,
infligiendo sufrimiento a todos cuantos le menoscabaron antes de desterrarle,
recuperando de ese modo el trono del que fuera defenestrado.
Fue tan real aquel sueño, que al despertar confundió la realidad con una
pesadilla, pesadilla que se desvaneció al percibir en su mano el tacto de su nuevo
dios, un dios que no era otro que el extraño objeto que asía con vehemencia.
Decidido, desanduvo la senda que nadie antes había osado desandar, con
mirada desafiante y la determinación de quién tiene total convicción de lo que va
a acontecer.
 
Un día con su asesino
 
Aquel año, los magos de oriente fueron benévolos con Unai. Además de negro
carbón, le trajeron su primer balón. No dudó ni un instante en bajar al parque
para estrenarlo. Allí corrió y corrió, hasta casi desfallecer, detrás del balón.
Después de descansar, pensó que para que aquel juego fuera más
emocionante, necesitaba de un contrincante digno. Y su deseo se materializó: un
crío, como salido de la nada, se acercó e intentó quitarle el balón.
Los dos pequeños fueron de aquí para allá regateándose incluso a ellos
mismos. Con su ir y venir, pisaron, hasta licuar, el manto de escarcha que cubría
el césped del parque.
Las deportivas de Unai se le empaparon de tal modo que sintió cómo encogían
por momentos. Era el momento de dar por finalizado el partido. Cogió el balón
con descaro y se dirigió al banco donde había dejado su mochila; metió en ella el
balón y sacó unos zapatos: necesitaba eliminar la sensación de frío y el insufrible
dolor que le provocaban aquellas ya diminutas deportivas. Después de calzarse,
extrajo una botella de agua, y también dos sándwiches de jamón y queso, y le
ofreció uno a su nuevo amigo.
—¿Eres nuevo en el barrio? —le preguntó Unai cuando masticaba su último
bocado. Su interlocutor asintió—. ¡Lo sabía! —Y acercándose, le susurró—: Ten
cuidado. Por aquí hay gente muy rara. Menos mal que tú pareces de los míos.
Su recién estrenado confesor dibujó en su cara una sonrisa forzada y átona,
pero a Unai le pareció suficiente.
—Todos me tienen manía, ¿sabes? Y más los profesores de mi colegio. Me han
obligado a repetir curso por segunda vez ¿Sabes lo que dicen de mí? Que tengo
la maldad en el cuerpo. ¿Quieres saber por qué? —Sus ojos negros y casi sin vida
mostraban una expresión demasiado dura para su corta edad—. Dicen que soy un
puerco porque me encanta levantarles la falda a las niñas. Ni que fuera pecado
mortal. ¡¿Te lo puedes creer?! Además, son unos pesados de aúpa: “¡Aprende
esto!”, “¡No hagas aquello!”, “¡No te hurgues la nariz!”, “¡Deja de tocarte!”,...
¡¡Vaya peñazo!!
Nada. No consiguió que su nuevo amigo dijera nada. Éste se limitó a borrar la
sonrisa y a mirarle de soslayo.
—¡Venga, vámonos de aquí! —dijo Unai.
Y se adentraron en la zona boscosa del parque.
No llevaban ni un centenar de metros andados, cuando Unai, que iba al frente
con la mochila al hombro, dijo:
—Espera un momento.
Sacó de la mochila unos pantalones cortos. Se quitó los que llevaba, ya
pesqueros, y sin ningún miramiento, agarró su erecto pene; con él en la mano,
siguió a unas chicas que paseaban por allí. Éstas, al verle, huyeron despavoridas.
Al no conseguir darles caza, ya resignado, terminó de vestirse y reanudó la
marcha.
Con cada zancada pisoteaba con desprecio las plantas y flores que empezaban
a brotar.
—¡Hablas poco! —Su colega solo levantó los hombros—. No te preocupes, ya
hablo yo. —Tras rascarse su incipiente barba, prosiguió—: Me encantaría
trabajar en una tienda de lencería, ¿sabes? Creo que para ese oficio no hace falta
ir a la universidad, ¿o sí? —Y rió a carcajadas. Luego bajó el tono y dijo al oído de
su confidente—: Tengo pensado hacer agujeros en los probadores para… ¡ya
sabes!
Le guiñó un ojo y sonrió para mostrar su amarillenta y desalineada dentadura.
Sacó un cigarrillo y lo encendió, e intentó sin éxito formar un anillo con el humo.
—¡Me voy a poner las botas! Ya me lo imagino. Cada vez que lo pienso, me
corro de gusto. ¡Uhmmm!
Se puso el cigarrillo en la comisura de los labios, y de forma soez, se tocó sus
partes con ambas manos a la par que se reía de forma socarrona. Fue tal la risa,
que se le calló el cigarro; y como si se tratara de una cucaracha, lo pisó.
—Con tanto traqueteo me ha entrado un hambre atroz. No me lo digas… A ti
también, ¿a que sí? —De nuevo recibió el mutismo de su acompañante como
respuesta.
El sol picaba, y Unai señaló la sombra de un abedul. Una vez sentados, sacó de
la mochila unos bocatas de tortilla y unas cervezas frías. Después de almorzar, se
echaron la siesta recostados uno a cada lado del grueso y áspero árbol.
Unai, desperezándose, buscó nervioso en la mochila y extrajo unos vaqueros y
unas botas. Se mudó con rapidez mirando con ojos atemorizados a su alrededor.
—¡Vamos, levanta! Creo que nos van a encontrar.
Y su colega y él salieron corriendo sobre un suelo húmedo cubierto de hojas
amarillentas y marrones.
—¡Tenemos que buscar un sitio para escondernos!
Exhaustos, se guarecieron en una casa abandonada llena de escombros,
cachivaches y excrementos. Entraron en una habitación, arrinconaron la basura y
se sentaron en el suelo.
Unai rebuscó en la mochila con manos temblorosas y apareció una botella de
ginebra y una bola de hachís. Dio un lingotazo a la ginebra y se lió un porro.
—Este chocolate es cojonudo. ¡Pilla! —Y le pasó el canuto a su compadre—.
Nos hemos librado por los pelos. Esos putos maderos nos estaban pisando los
talones. No quiero volver a la cárcel; todavía tengo el culo como un bebedero de
patos. Necesito algo más de tiempo para poder cagar como una persona normal.
Una risotada le brotó sin control. Bebió un largo trago de la botella de ginebra
y se limpió la boca con el puño.
—¿Te lo puedes creer? En el juicio dijeron que soy un depravado cuando
afirmé que la culpa de todo la tienen los padres de esas niñas; esos que permiten
que salgan a la calle provocando. ¡Yo soy la verdadera víctima y no ellas! Si un
hambriento entra en una pastelería, qué hace. Pues eso. Ahí se va a quedar,
ahogándose en su propia saliva.
Su compinche seguía sin abrir la boca.
—Tronco, no te entiendo. Ni ríes, ni hablas Pero, ¡¿qué te pasa?! ¿No tienes
lengua? Y tu cara…, ¡parece de cera!
Tras decir esto, Unai introdujo la mano en la mochila, y ésta vez sí consiguió
arrancar a su camarada una expresión entre sorpresa y terror.
—¡Mira qué pipa! A que mola.
Se la ofreció, pero éste apartó las manos de aquel mortecino trozo de metal
cuyo brillo se reflejó en sus ojos.
—¡Tranqui, tío! No está cargada. ¿Qué te crees, que soy estúpido?
Su socio, al fijarse bien en la pistola, no pudo reprimir las lágrimas, lágrimas
que intentó ocultar agachando la cabeza.
—¡Vaya! Por fin das muestras de tener sangre en esas venas de cera; aún así
creo que necesitas una transfusión de la mía. Dicen que es del mismísimo
demonio.
Su malévola risa heló el ambiente, ya de por sí frío; tanto, que tuvieron que
tuvieron encender una fogata.
Entre el calor de las llamas y el colocón que llevaban, el sueño les venció sin
avisar.
Cuando apenas repuntaba el día, Unai todavía dormía a pierna suelta abrazado
a la botella de ginebra vacía. Por la expresión de su cara, parecía que soñara con
el paraíso.
De pronto, unas manos le atenazaron la garganta. Soltó la botella e intentó
liberarse, sin conseguirlo. La fuerza con la que le oprimían la tráquea era
descomunal. Al ver al dueño de aquellas manos, sus ojos mostraron sorpresa.
El aire le faltaba. Aún así, alcanzó a articular una pregunta, una sola: «¿Por
qué tú?»
El riego sanguíneo se le alteró y tiñó de violeta su tez.
Primero perdió la conciencia, y por último, la vida.
Allí yacía Unai, sobre el césped del desolado parque, arropado tan solo por un
manto de escarcha, acurrucado y abrazado a su balón. El otro chiquillo se agachó
y se lo arrebató. Con una sonrisa triunfal dibujada en el rostro, introdujo el balón
en la mochila, mochila que luego se colgó al hombro. Y tras dejar atrás el pasado
a cortos pasos, se perdió entre las sombras del boscoso parque que todo lo
oculta.
 
Tras la penumbra luminiscente
 

2 de octubre de 1959
Los estridentes chillidos de los alumnos pusieron a prueba los nervios de Don
Julián. Todos querían ser los primeros en ver aquel espectáculo tan singular. Los
ataviados con babis azules o rosas sabían que sus ojos —éstos de tonalidades
variadas— contemplarían un suceso astronómico con una duración de pocos
minutos, y por nada del mundo querían perdérselo.

Don Julián, santo donde los hubiere, creyó ser ecuánime al ordenarlos por
orden alfabético; y claro, los Abad y los Álvarez estaban pletóricos, pero, y los
Zamorano o los Zorrilla, ¿estarían conformes? ¡No, por supuesto que no!

Los empujones secundaron a las regañinas, y el pobre profesor, por más que lo
intentaba e intentaba, no conseguía imponerse. La situación resultaba caótica. El
frenesí inundaba el patio e impedía mantener aquellas dos filas alineadas. Al
disponer de un solo trozo de radiografía por clase, Don Julián, con dotes
salomónicas y con objeto de que nadie se perdiera aquel instante tan efímero,
había dispuesto a los alumnos en parejas para minimizar la contienda. Pero ni
con esas consiguió su objetivo.

Solo cuando la luna comenzó a usurpar el espacio del sol, provocó, como por
orden marcial, que todos callaran.

—Ya empieza, ya empieza —repitió nerviosa Beatriz Barroso al oído de su


compañero de fila, Luis Bayona—.Y recuerda: yo la cojo y la coloco; y después
miramos los dos.

—Vale —contestó Luis sin saber bien a qué consentía.

A Luis le importaba un bledo aquel fenómeno tan poco usual. Lo único que
tenía en mente es que apretaría su cara contra la de ella. No era gran cosa, pero
para él sería el mejor momento de su vida. Tenerla tan cerca, sería idílico.

Una excitación le recorrió el cuerpo de arriba abajo, sensación nueva para él,
lo que le indujo a morderse el labio inferior repetidas veces, hasta el punto de
hacerlo sangrar.

—¡Ya puedes mirar! —le ordenó Beatriz después de levantar el trozo ahumado
de la radiografía de los huesos de un tobillo de no se sabía quién.

Luis, azorado, sumiso, acercó la mejilla y la apretó con delicadeza. La piel de


ella, expuesta al sol por casi una hora, tan acalorada, tan sudorosa, tan
sonrosada, fue lo más suave que había acariciado, más incluso que la piel de su
hermano de cuando era un bebé. Su tacto junto al aroma que desprendía, le
embriagó de tal modo que, en lugar de observar el eclipse, cerró los ojos para
saborear al máximo aquel instante único, sublime, irrepetible.
Aquellos segundos rasgaron la barrera del tiempo. Luis los grabó en su
memoria para revivirlos una y otra vez. Lo hizo cada noche hasta quedarse
dormido.

Lo más duro fue cuando los caminos de Beatriz y los de Luis divergieron una
vez compartidos los años en los que él suspiraba por ella cada vez que
revoloteaba a su alrededor.

Un nefasto día, el vuelo de ella la llevó lejos, muy lejos, y nunca mejor dicho.
Los padres de Bea —así le gustaba que la llamaran—, según le había contado
semanas antes ella misma, habían decido mudarse, y nada menos que a la
península. Parece ser que el mundo insular, allí donde siempre hay una hora de
menos y que nadie se preocupa en buscar, se les había quedado pequeño.

Luis, en su ausencia, llorando hacia dentro, recorrió sin descanso los lugares
compartidos con ella, hasta que un día, las lágrimas se le acabaron y el dolor se
apaciguó sin más.
 

11 de agosto de 1999
—¡Pellízcame! —suplicó Luis entre jadeos.

El aliento, el sudor de Bea, además de otros fluidos, se mezclaban con los de él


mientras permanecía encima de ella.

—Anda, no te comportes como un crío —dijo Bea.

—Hace apenas un rato, no pensabas lo mismo.

No habían podido reprimirse: se dejaron llevar por la pasión aderezada con el


alcohol, y una cosa llevó a la otra, a desinhibirse del decoro y dejar al
descubierto sus más bajos instintos.

Luis se recostó y la escrutó. Sus ojos no querían perder ni un ápice de aquella


hermosura, de aquella fruta madura entre sus brazos; en cambio, los de ella se
extraviaron.

—Sabes que esto no volverá a pasar, ¿verdad? —indicó Bea de sopetón.

Esta vez fue Luis quien desvió la mirada. Después de dar un largo suspiro y de
morderse el labio inferior, dijo:

—No hace falta que me lo recuerdes. Sé bien que ha sido un desliz. Pero
quizás no lo debíamos. Por mi parte, la deuda está más que saldada.

Después de unos largos segundos, Luis intentó inyectar algo de oxigeno al


ambiente tan enrarecido:

—¿Has visto el eclipse total de hoy?

Bea, taciturna, negó con la cabeza.


—Ha sido una pasada, ¡alucinante! ¿Te puedes creer que es la primera vez que
veo uno? —Ella frunció el ceño—. Sí; aquel día no tenía ojos para eclipses,
¿entiendes?

A Bea le cambió el semblante. Mientras sus ojos luchaban por no derramar las
lágrimas que ya le afloraban, se le sonrojaron las mejillas: parecían melocotones.

De súbito, se levantó de la cama de aquel recóndito hotel, se vistió rápido, le


dio un beso en la mejilla a Luis y se fue dando un portazo sin decir una sola
palabra.

Ya fuera, apoyó la espalda en la puerta, miró hacia el techo, algo deslucido, y


dio rienda suelta a sus emociones. Apretose la boca con ambas manos para
ahogar su sollozo en el mayor de los silencios. Girose sobre sí misma e intentó
atravesar con su enturbiada vista los centímetros que le separaban de él, los de
la puerta de madera de roble. Aún con las dudas adheridas a su piel, a su alma,
huyó deprisa evitando mirar atrás.

Luis, por su parte no sin esfuerzo, se despegó de las sábanas: todavía


rezumaban al aroma de Bea; acercose a la ventana, entreabrió las cortinas y
confirmó como ella se montaba en su coche, arrancaba y salía otra vez de su
vida.
 

3 Octubre de 2005
—¿Por qué le dejaste? —preguntó Luis a Bea mientras se mordisqueaba el
labio inferior hasta casi hacerlo sangrar—. ¿No le querías tanto; tanto que no
podías vivir sin él?

Ella le miró con amargura y el corazón destrozado.

—Claro que le quería, y pensé que él me correspondía.

Bea, al decir esto, se tapó la cara con ambas manos. Luego las apartó y clavó
los ojos en los de él.

—Tengo la sensación de haber vivido una mentira todos estos años —dijo—. Y
si por lo menos hubiera tenido hijos, tendría algo por lo que luchar. En cambio,
me siento vacía y sola, completamente sola.

Luis la abrazó con ternura y sucumbió:

—¡Eso no! Sabes que estaré a tu lado para lo que necesites. Yo nunca te
fallaré. ¡Nunca jamás!

—Tú tienes a mujer, y no me perdonaría ser la causa de…

Él le tapó la boca con su mano. Acto seguido la sustituyó por sus labios, ya
muy doloridos de tanto mordérselos.

En la cama de la habitación del hotel que les había unido años atrás,
sucumbieron a la pasión sin remordimientos.
El eclipse de aquel día fue como si no hubiera existido, como cuando un árbol
cae en el bosque y nadie lo escucha.
 

12 de agosto de 2026
—Siento lo de tu mujer. Debió ser muy duro. Lo de presenciar cómo se
apagaba un ser querido, debe ser horrible.

—Cierto. No se lo deseo a nadie. Han sido unos años de lucha encarnizada


contra esa maldita enfermedad; pero al final nos venció.

Las arrugas de Luis eran más que patentes. Su escaso pelo canoso apenas le
cubrían la cabeza, una cabeza ya repleta de manchas, parecía que hubiera
tomado el sol con un colador; si bien, sus ojos seguían con la viveza de cuando
era niño.

Bea acercó sus también marchitas facciones a las de él, y esta vez sí,
contemplaron juntos, de principio a fin, el eclipse anular. Lo presenciaron sin
apenas parpadear desde la azotea de la casa de ella, sintiéndose más unidos que
nunca.
 

2 de agosto de 2027
Vieron, vivieron el último de sus eclipses. Para ello, utilizaron la radiografía
del tórax de Luis. Se deleitaron con la imagen en sus pupilas: el anillo solar
atravesaba la sombra de tonos grises del corazón de él, de un corazón ya
inmortalizado.

Cuando el sol se despedía de su amada luna, no sin antes concretar su próxima


cita, Bea los envidió. Ellos, el sol y la luna, tendrían más oportunidades, cientos,
miles, millones de oportunidades para converger, para, unidos, sentirse más vivos
que nunca.

Su larga experiencia permitió a Bea llorar hacia dentro sin esfuerzo al


observar cómo el sereno semblante de Luis yacía en la almohada con media
sonrisa, con ese fenómeno tan inusual como fugaz reflejado en sus ojos.

—Cómo es posible que me haya sentido tan unido a ti cuando hemos estado
tan separados —dijo Bea aún sabiendo que él ya no le escuchaba.

Con él había compartido efímeros instantes, los que podían transcribirse en


una única página de su largo libro. Aunque desfasados, había tenido la enorme
fortuna de que los ciclos sobre los que cabalgó junto a él poseían el mismo eje del
tiempo y del espacio; como los del sol y la luna, que siempre que las leyes de la
física y otras que se escapan a la razón se lo permitiese, confluirían hasta la
extinción del primero. Lo que le restaba era conmemorar esas inusitadas
concurrencias, esas que los profanos en la materia no alcanzan ni siquiera a
concebir.
Bea suspiró, y con la mano, le cerró a Luis los párpados. Lo que pretendía con
aquello, fue que las pupilas de él no retuvieran la imagen en la que la luna se
alejaba de su sol.
 

26 de enero de 2028
En aquella fría habitación de hospital, tan solitaria como saciada de blancura,
recostada en una cama que no la consideraba suya, Bea vio, a través de la
ventana, el sol, un sol radiante que caldeaba sus facciones. Hacía tiempo que
esperaba aquel gran momento, su momento.

De pronto, la penumbra venció a la luminosidad.

Sin necesidad de artilugio alguno, contempló el efecto con los ojos muy
abiertos. Ya no le importaba en absoluto los daños oculares: comparados con el
resto de daños que ya le acechaban, eran totalmente insignificantes.

Cuando la luna se abrazaba al sol con la mayor de sus fuerzas, a Bea le pareció
presenciar cómo, aún sabiendo que luchaba contra un imposible, ésta intentaba
no soltarse de él. Después de aquello, creyó ver, a su lado, la cara de Luis, su
cara angelical, de cuando era adolescente. No pudo reprimir el acercar la suya
para fundirse con la de él, y así contemplar juntos lo que se esconde detrás de
cada eclipse, lo que solo los elegidos saben que existe y nadie cuenta.

Ya detrás de la penumbra luminiscente, Bea fue testigo de cómo los ciclos de


ambos, los de él y los de ella, se sincronizaban para vagar por fin juntos hasta
más allá de la eternidad.

 
El balón
 
Allí llegaba Juan, fiel a su compromiso. Durante los tres últimos y largos
meses, no había fallado ni un sábado.
Era duro y a la vez sencillo; tan solo tenía que ir a recoger a Luis, su sobrino
de 7 años, llevarle al parque y permitir que se evadiera jugando y correteando
detrás de su balón. Tenía que hacerlo, se lo debía sobre todo a…
—¡Vamos, Luis! ¿Estás preparado? —le instó Juan desde el umbral de la puerta
de la casa de su cuñada, con el ánimo de un vendedor de enciclopedias que ansía
hacer su primera venta.
El aroma a hogar impregnaba a Juan, ocultando su propio olor: el olor a
soledad.
—Hay que darse prisa antes de que llueva.
—¡No quiero! —gritó Luis desde su habitación—. Hoy me quedo viendo la tele.
—Vamos, Luis, no seas así —le increpó su madre, que sujetaba la puerta de la
entrada.
—¡El tito no sabe jugar al fútbol! ¡Papá sí que sabía!
Aquello hirió a Juan.
—Hazme el favor, Luisito; sal ahora mismo y ponte la bufanda, que hace frío.
Luis llevaba el balón bajo el brazo cuando irrumpió cabizbajo en el pasillo.
Juan, al verle, no pudo reprimir una lágrima que se enjugó rápidamente; aquellas
facciones le eran demasiado familiares: el ver su alargada cara y sus ojos
pequeños pero muy vivos le pareció ver a su hermano cuando tenía su misma
edad.
Al llegar a su altura, intentó cogerle de la mano. El crío le rehuyó y bajó las
escaleras corriendo.
Juan se despidió de su cuñada mostrándole una forzada y triste sonrisa; ella
únicamente alcanzó a hacer una mueca al intentar devolvérsela.
Al salir del portal, su sobrino le esperaba en la acera, y juntos se dirigieron
hacia el parque. El día era gris, muy gris, con una espesa niebla que humedecía
sus caras.
—¿Has visto la película de Bambi? —le preguntó para intentar salvar esa
distancia tan incómoda para ambos. El crío seguía sus pasos con la cabeza gacha.
—No —contestó seco.
—Deberías verla. Al principio es triste, sobre todo cuando muere la madre de
Bambi. Pero termina bien: se convierte en un ciervo adulto y feliz gracias a unos
buenos amigos que le acogen: varios animalitos de distintas especies: un conejo,
una mofeta y una cervatilla.
Giró la cabeza y vio a su sobrino alzar la vista para brindarle una mirada
ausente de emociones.
Al llegar al parque, el pequeño no tardó ni un segundo en hacer rodar el balón
por el húmedo césped. Corrió por aquí y por allá dando patadas al balón
descolorido por el uso; incluso simuló regatear a adversarios invisibles.
Juan se posicionó entre dos árboles, a modo de portería, e invitó al pequeño.
Éste chutó una y otra vez para intentar conseguir su objetivo, que no era otro
que batir a su tío.
En uno de los intentos, consiguió darle un fortísimo punterazo al balón,
haciendo que éste superara a Juan.
Cuando el balón describía su particular parábola, detrás de la ficticia portería,
ajeno a lo que ocurría, un mendigo dormía plácidamente en un banco de madera
boca arriba. Estirado a todo lo largo, con las manos cruzadas sobre su abultado
estómago, aquel individuo parecía un cadáver colocado dentro del particular
ataúd si no fuera por la mugrienta mochila que utilizaba de almohada y el
atuendo. Acorde a la estación, llevaba un abrigo gris muy oscuro que le quedaba
grande, un pantalón negro muy sucio y unos deslustrados zapatos negros.
Juan siguió con la mirada la trayectoria del balón. Vio a cámara lenta cómo
impactaba de lleno en la pálida cara del mendigo, y cómo éste daba un respingo y
se incorporaba conmocionado, para luego soltar mil y un exabruptos por la boca,
lo que provocó que Juan despertara de su particular trance y saliera corriendo
detrás del balón.
Ya con el balón en su poder, Juan le pidió perdón. Sin embargo, sus disculpas
no fueron suficientes como para que aquel mendigo cejara en su empeño de
terminar con toda su retahíla de insultos. Apesadumbrado, reconoció que le sería
imposible aplacar tanta ira, por lo que decidió agarrar a su sobrino y huir de allí.
Y así lo hizo.
—Tío, yo no… —balbuceó Luis.
—Lo sé, lo sé. Ha sido un accidente.
Alejado unas decenas de metros, Juan se detuvo y confirmó que al vagabundo
volvía a su posición anterior.
«Mejor así; que siga descansando», pensó Juan.
Llegaron a una nueva y desierta explanada, donde reanudaron su particular
partido. El muchacho, creyéndose mejor que su tío, volvió a patear el balón y,
esta vez, fue a parar a un profundo agujero, un agujero preparado para albergar
un gran árbol que, tendido a un lado, esperaba ser replantado.
Juan urgió a su sobrino para que no se acercara, y se introdujo en aquel hoyo
recién cavado. Lanzó el balón fuera del agujero y, al intentar trepar, se resbaló y
cayó a todo lo largo dentro del agujero dando un grito.
Luis, al escucharle, se asomó al agujero. Viéndole allí, tumbado boca arriba,
inmóvil, le gritó asustado:
—¡Tito, Tito, ¿estás bien?!
Juan, al oírle, se levantó, le sonrió y dijo:
—Tranquilo, Luis, estoy bien.
Esta vez cogió impulso y alcanzó la superficie de un gran salto.
Su pelo, su cara, sus manos, su ropa y sus zapatos estaban cubiertos de
aquella húmeda y pegajosa tierra. Y justo cuando intentaba deshacerse de ella
con ayuda de sus propias manos, la lluvia hizo acto de presencia.
—Luis, creo que se ha acabado el juego por hoy. Hay que volver antes de que
llueva más fuerte. Tu madre se enfadará si llegamos empapados. Además, mira
como me he puesto, tengo que cambiarme.
El crío le observó contrariado, recogió el balón, se aferró al brazo de su tío y,
brindándole su mellada sonrisa, le dijo:
—Sí, vamos y te cambias en mi casa. Creo que mamá tiene ropa de mi papi
guardada que creo que te valdrá.
Mientras volvían a paso ligero, Juan miró de soslayo a su sobrino. Al notar
cómo, con aquellas pequeños manos, tiraba de él, las lágrimas se le escaparon
sin control; si bien, fue la lluvia la que esta vez se encargó de disimularlas.
También la lluvia desprendió la tierra de su ropa a medida que se aproximaban a
la casa de su sobrino.
Pulsera blanca
 

—Hola, Pedro. ¿Qué tal?

Yo venía de trabajar y me lo encontré casualmente en el descansillo que unía


nuestras vidas, nuestras viviendas. Pedro salía de la suya con una bolsa de
deporte.

—¿Qué…, al gimnasio?

—Hola, Fernando. Ya me gustaría, ya. Si yo te contara.

Su voz sonaba apagada, como si le hubieran bajado el volumen en las cuerdas


vocales.

Pedro, poco hablador, aunque no por ello introvertido, era una persona afable
que siempre portaba una gran sonrisa, pero en aquel momento no había ni rastro
de ella.

—¡Qué injusta es la vida! —exclamó, y se me acercó.

Era evidente que algo importante le ocurría y necesitaba soltarlo. De forma


atropellada, prosiguió:

—Si Dios no juega a los dados, ¿quién es el que los tira? Ya sé que esa frase
fue sacada de contexto en su momento, pero yo me entiendo. —Un halo de rabia
y frustración le envolvió—. Está clarísimo que si juegas te puede tocar, pero ¿qué
pasa cuando ni siquiera sabes que tu número está en el bombo? Pues eso, si te
toca la china no tienes otra opción que resignarte y luchar; si te quedan fuerzas,
claro.

—¿Qué te ha pasado? —le pregunté alarmado—. Si necesitas algo, ya sabes...

—Gracias, Fernando. Te lo agradezco, y perdona. Pienso en voz alta, muy alta.


Ahora voy al hospital. He venido a por unas cuantas cosas para mi hijo; estará
unos días ingresado. —Y alzó la bolsa de deporte con cara de resignación.

—¡Vaya! Lo siento mucho.

—No estoy así porque esté ingresado. De hecho, espero que vuelva pronto a
casa. Lo que me ha tocado la fibra es lo que acabo de leer. Se trata de una nota
que escribió estando en urgencias; la encontré por casualidad en sus vaqueros.

Hizo una pausa, me observó con fijeza, y después de unos segundos, extrajo un
papel doblado de su chaqueta y me lo ofreció. Entre Pedro y yo no había más
relación que la de ser unos buenos convecinos, y aquello me sorprendió; aún así,
accedí. Lo cogí como si de un objeto muy frágil se tratara, y le pregunté con la
mirada.
—Sí, léela. Me gustaría compartirla contigo.

Con manos temblorosas desdoblé el manuscrito y lo leí:

“Aquí estoy, contemplando el blanco techo desde esto que llaman cama. ¡Cómo
echo de menos la mía! Si me estiro demasiado, aparecen mis pies tras las
sábanas también blancas.

Pobrecito, mi padre. Para dormirse en esa dura silla, debe estar agotado; y con
semejante postura, se va a romper el cuello.

Aún con él a mi lado, me siento solo, completamente solo, entre estas blancas
paredes.

Mis manos parecen de cera: estos malditos fluorescentes lo transfiguran todo.

¡Menos mal, un toque de color…: mi pijama es azul!

Cuánto vello tengo en los brazos. ¡Y qué oscuro! Creo que me estoy haciendo
mayor.

¿Qué me han puesto en la muñeca? ¡Ah, es una pulsera! Y blanca, claro. ¡Cómo
no!, ¡blanca tenía que ser! ¿Y qué han escrito en ella? ¡No puede ser! ¡Además de
mi grupo sanguíneo, han puesto mi nombre! ¿Qué se creen, que no sé cómo me
llamo? ¿O es que prevén que se me vaya a olvidar? Si quieren probar, no tienen
más que preguntarme y ya está; se lo digo, y punto.

Yo sé bien quién soy y también sé, o me lo imagino, cómo va a alterarse mi


mundo a partir de ahora, a partir de este momento, a partir de este instante. ¿Por
qué no garabatean eso en la pulsera para irme haciendo a la idea? Claro, no
pueden hacerlo porque tan solo pueden intuirlo, y solo escriben de lo que tienen
certeza.

Grave, lo que se dice grave, no es; así me lo han dicho; eso sí, mi rutina, mis
actividades, mi todo se va a trastocar del todo.

Las personas, por lo general, son felices con sus hábitos, con sus manías, y yo
no soy una excepción.

¿Por qué a mí? ¿Por qué no a otro, si somos muchos? ¿Quién tiene el mando
que trastoca a los demás a su antojo? ¿Qué patrón utiliza para elegirnos entre la
multitud?

Nadie sabe cómo me siento ni cómo transcurrirá mi existencia. Antes,


tampoco, pero tenía la sensación de que era yo, y solo yo, el que gobernaba mi
destino. Ahora, en cambio, tengo que vivir con este inoportuno lastre, un lastre
que me seguirá allá donde vaya.

¡Qué fácil era mi vida pasada, en la que no me preocupaba de casi nada! Antes
lo hacía para conseguir lo que necesitaba; lógico a mi edad. ¿Antes, antes…?
¡Estamos hablando de hace menos de un día, de hace apenas un instante! Ahora,
por el contrario, me importa todo, sobre todo mi familia; ¿por qué?, ¿porque les
voy a necesitar más que nunca?, ¿porque me tengo que apoyar en ellos para
seguir adelante?

¡Lo que estoy aprendiendo en estas últimas horas! Es como si de golpe


hubieran adelantado las manecillas de mi reloj biológico, como si hubiera
cruzado el umbral de adolescente a adulto en lo que tarda la manecilla larga en
dar un saltito, en un puñetero segundo. Supongo que son estas experiencias las
que te hacen madurar rápido, muy rápido, en solo un ‘plis-plas’.

¿Por qué nadie me explicó que esto podía suceder? Debían haberme advertido
de que todo se puede ir a la mierda, se puede volver del revés, sin saber cuándo
ni para qué revés. De haberlo sabido, hubiera hecho las cosas de un modo bien
distinto.

Sigo observado mi pulsera blanca y ya entiendo qué simboliza. A partir de


ahora mi vida va a transmutarse; de ahora en adelante el universo que me rodea
va a sufrir una metamorfosis, salvo dos cosas, solo dos, las escritas en esta
pulsera blanca: ¡¡¡Mi tipo de sangre, y sobre todo y ante todo mi nombre, mi
identidad!!!”

Después de leerla con detenimiento, con los ojos muy abiertos, justo cuando
las lágrimas comenzaban a asomar en los de mi vecino, le pregunté:

—Pero… ¿qué es lo que tiene tu hijo?

—Le han diagnosticado…

‘Negrita’
 

Hasta seis veces sonó el timbre de la puerta antes de que Luis la abriera. En el
umbral, apareció un crío de piel muy clara y pelo rubio y corto que intentaba
sonreír. Vestía de uniforme: jersey azul marino, que pareciera de su hermano
mayor, a juego con la corbata, y unos arrugados pantalones gris perla. Llamó la
atención de Luis lo que transportaba: en la diestra, una gran bolsa, y una jaula
circular de hierro forjado cubierta por una tela blanca en la siniestra.

—¿Qué quieres, muchacho? —dijo con desgana.

—Buenas tardes, vengo a hacerme una foto de familia. —Su voz era un tanto
suave, y alargaba las sílabas tónicas ligeramente—. Mis padres llegarán en
breve. Han insistido en que les espere aquí.

—¿Tienen cita? —preguntó Luis algo irritado.

—No, pero, si está ocupado, podemos venir otro día.


—Justo ahora tengo un hueco —mintió. Lo cierto es que su negocio no podía ir
peor. Lo de ser un famoso fotógrafo de celebridades fue un sueño; ahora tan solo
sobrevivía.

—Entonces…, ¿puedo pasar?

—Sí, por favor.

Con un leve ademán indicó al muchacho que le siguiera hacia el fondo del
pasillo, donde se encontraba el estudio.

—¿Tardarán mucho tus padres?

—No creo. Están aquí al lado haciendo no se qué —contestó con frialdad
mientras entraba en el cuadrado y reducido habitáculo—. Insistieron. Me dijeron:
“Adelántate y prepáralo todo para cuando lleguemos”. Y aquí estoy.

Luis le miró con cierta sorpresa; aquel niño mostraba demasiada decisión para
su edad.

El estudio fotográfico lo presidía un pequeño escenario con diversos y


amontonados enseres de atrezo: mesitas, sillas, alfombras, y un perchero con
sombreros, bufandas y estolas. En el lateral derecho, había una estantería con
libros, álbumes y varias cámaras. Los focos, junto con las pantallas reflectoras,
estaban caóticamente desperdigados.

—Pasa al fondo, y ten cuidado de no tropezar con los cables. Deja tus cosas en
aquella esquina. —Y señaló un rincón, por suerte, vacío—. ¿Qué tipo de foto
quieren?

—Habíamos pensado en una que parezca antigua, en blanco y negro; o, mejor,


con efecto sepia. ¿Es posible?

—Por supuesto —Luis torció el gesto—. Allí hay una silla y una mesita muy
antiguas. ¿Te parecen bien?

Después de inspeccionarlas, el muchacho asintió.

—Por cierto, me llamo Luis, ¿y tú?

—Me bautizaron con el nombre de Juan, pero nunca me gustó. Hace poco me
lo cambié. Ahora me llamo Ariel.

Luis levantó los hombros y frunció los labios mientras colocaba la silla y la
mesita de oscura y avejentada madera en el centro del escenario. Encendió los
focos que consideró más adecuados, los colocó y reorientó. Tras ello, eligió una
cámara; la puso un carrete nuevo y se la colgó del cuello.

Cuando buscaba el mejor encuadre, mirando por el objetivo, entró en su


campo de visión el niño que se colocaba entre la silla y la mesita. Coronado con
una cornamenta de ciervo, llevaba sobre el hombro derecho un cuervo. Junto con
su tez marmórea, parecía una figura sacada de la galería del terror de un museo
de cera.
El crío le miraba sin pestañear con una sonrisa invertida, como una U dibujada
boca abajo en el lugar donde debiera encontrarse su boca.

Aquella escena provocó a Luis un escalofrío que le recorrió la espalda.


Absorto, sin saber qué hacer o qué decir, tragó saliva aprovechando que el nudo
de la garganta se le aflojaba durante un instante.

Justo en ese momento irrumpió en la habitación el tañer de las campanas de


una iglesia cercana, cuyo eco resonó con estruendo: ‘¡Tang, tang, tang, tang,
tang, tang!’.

—Voy a presentarle a ‘Negrita’ —dijo al extinguirse el último ‘tang’—. ¡Venga,


saluda! —Y el cuervo dio un sonoro graznido—. La encontré tirada en la calle,
mal herida. Unos niños la habían apedreado y la fracturaron un ala. Yo la curé, y
desde entonces, somos inseparables.

El crío miró con ternura a su cuervo y lo acarició.

—Aquellos malvados niños recibieron su merecido. ¿A que sí, ‘Negrita’? —Y


volvió a graznar—. Creyeron, los muy estúpidos, que si corrían eludirían su
castigo.

Los ojos de Luis se movieron nerviosos de un lado a otro para evitar mirar de
frente al muchacho.

—Y tus padres, ¿tardarán mucho? Se me está haciendo un poco tarde; tengo


que atender a otros clientes.

—Agradezco su sinceridad. Y como muestra, voy a confesarle algo: ahora, ésta


que ves es toda mi familia. —Y señaló al cuervo—. Sí, le mentí. Si le hubiera
dicho que venía solo, lo más seguro es que no me hubiera atendido.

Dicho esto, soltó una fuerte risotada al advertir cómo Luis tropezaba con un
foco al intentar andar hacia atrás.

—¡Cuidado, no se vaya a lastimar! Si le pasara algo, ¿quién nos haría la foto de


familia? —dijo con sarcasmo—. Venga, comience antes de romper algo. ¡Ya
estamos listos! ‘Negrita’, sé buena y ponte aquí, y quietecita.

El cuervo obedeció. De un salto, se encaramó al respaldo de la silla y miró con


fijeza a Luis. A éste, que intentaba encuadrar la fotografía, le invadieron unos
temblores.

—Con ese pulso, saldremos movidos —comentó el crío.

—Será mejor que ponga un trípode —dijo Luis con un hilo de voz y casi sin
articular las palabras.

Cogió uno, lo ubicó en el centro de la sala, y a duras penas acopló la cámara.


La graduó, enfocó y apretó el disparador varias veces.

—Espere, que vamos a cambiar de postura.


El crío, con cara triunfal, abrió los brazos, y el cuervo le imitó extendiendo las
alas. Y Luis volvió a disparar. Luego, el cuervo voló y volvió a posarse en el
hombro del crío.

—La última, por favor.

Y Luis procedió.

—Creo que son más que suficientes.

—Bueno, pues ya está —dijo Luis más relajado.

—¿Sabe…? Me hubiera encantado fotografiarme con mi anterior familia, pero


me temo que no va a ser posible. —De reojo, miró al cuervo y añadió—:
¿‘Negrita’, se lo contamos? —El cuervo graznó dos veces—.Es verdad, no
debemos escandalizar a este pobre caballero. Déjame sólo saciar su curiosidad
sobre esta cornamenta.

Se señaló la cabeza, alzó la barbilla, alargó su menudo cuello, forzó una


sonrisa y preguntó:

—¿Sabe lo que este grandioso animal simboliza?

Luis se limitó a observarle con cara atónita.

—Me lo temía. Lo que sí le diré es que es la última presa que cazó mi padre, y
lo último que cocinó mi madre.

El cuervo volvió a graznar dos veces.

—Tienes razón, Negrita. No creo que este hombre necesite de más


explicaciones. Total, de qué le servirían. —Y se dirigió a Luis—: ¿Sabe algo? Me
encanta su cámara. ¡Es una pasada!

—Puedo recomendarte una tienda —balbuceó Luis.

—Creo que no me ha entendido…

A Luis se le descolgó la mandíbula.

—No se acuerda de mí, ¿a que no? —Luis negó con la cabeza—. No le culpo.
Habrá hecho cientos de fotos a familias, a sus bebés, a sus niños, que le resultará
imposible recordarlas todas.

—No entiendo a donde quieres llegar.

—¿Sabe la de veces que me costó conciliar el sueño por culpa de tanto flash?
Llegué a ver los fogonazos hasta con los ojos cerrados. Y mis padres, venga a
hacerme fotos y más fotos. —Hizo una mueca de hastío y prosiguió—: En el
fondo, les entiendo. El primer hijo es la novedad, y necesitan inmortalizar cada
sonrisa, cada nuevo diente, y también cuando se caen.

—¿Y yo qué tengo que ver en todo eso? Es mi profesión.


—Me lo temía. ¡Qué lástima!

La mirada del muchacho provocó que Luis se meara encima; y justo en el


momento que sentía recorrer el cálido líquido por la pernera del pantalón,
‘Negrita’ alzó el vuelo y se abalanzó sobre él dando seis fuertes graznidos.

 
La otra Blancanieves
 
Blancanieves se encontraba en una zona del bosque desconocido para ella. Se
sentía abandonada, traicionada, y con tanto miedo que hasta el movimiento de
las sombras de las hojas de los árboles la asustaban. Corría y corría sobre
guijarros y barro, a través de zarzas y escampados.
Extenuada, herida y desorientada, deambuló hasta que la noche acechaba. De
pronto, una mueca de esperanza trastocó su rostro al ver a lo lejos una casa
donde poder refugiarse. Y hacia allí se dirigió.
Al entrar, comprobó extrañada que todo era pequeño. La estancia la dominaba
una mesa con un mantel de un blanco inmaculado, y sobre él siete platos
acompañados con sus siete vasos, sus siete cucharas, siete tenedores y siete
cuchillos, todos ellos diminutos, como si fueran de juguete. Y al fondo, siete
camitas cubiertas con sábanas también muy blancas.
Blancanieves, para saciar su hambre y su sed, no pudo evitar comerse un trozo
del pan y beberse un trago de vino de la jarra de barro ubicados ambos en el
centro de la mesa.
Más aliviada., aunque sí cansada, intentó acostarse en una de las camas, pero
ninguna, por su tamaño, le permitía estirarse; decidió entonces tumbarse
atravesada juntando varias de ellas. El sueño no tardó en invadirla.
Cuando las lechuzas campaban a sus anchas, volvieron los dueños de la casa:
siete enanos. Nada más entrar en su hogar, uno de ellos exclamó: «¡Venid, venid
todos! ¡Mirad qué chica más guapa!».
Con unas sonrisas que apenas le cabían en sus pequeñas caras, los siete se
arremolinaron alrededor de la bella muchacha. Ninguno habló por su boca; lo
hicieron por sus ojos: a los siete les brillaban como luciérnagas en una noche sin
luna.
Al amanecer, Blancanieves despertó y se desperezó, mientras los siete enanos,
sin pestañear, la contemplaban. La noche anterior, después de cenar en silencio,
se habían repartido entre las camas y no había pegado ojo. Antes del alba, se
habían levantado, y allí estaban, aguardando su dulce despertar.
El miedo inicial se le apaciguó al examinar unas caritas tan bondadosas.
—¿Cómo te llamas? —la preguntó uno de ellos.
—Blancanieves —dijo un tanto azorada.
—Bonito nombre. ¿Y cómo llegaste hasta nuestra casa?
Les narró entonces que su madrastra había intentado matarla, pero que el
cazador al que encomendó tan horrible tarea, quizá por un ataque de
remordimientos, había desistido y la había dejado que huyera.
Los enanos, al escuchar tan triste historia, sin dudarlo, se ofrecieron a
acogerla; eso sí, con condiciones. La dijeron que si se encargaba de las tareas de
la casa: cocinar, lavar, planchar y coser, hacer las camas, además de mantener
todo en orden y bien limpio, podía formar parte de su familia.
—Sí, por supuesto —respondió Blancanieves.
Los días se sucedieron inmersos en la rutina: cada amanecer, los enanos
partían hacia su mina de oro en las montañas, y regresaban entrada la noche.
Durante su ausencia, la muchacha permanecía sola, completamente sola,
lavando, limpiando y cocinando. Cuando aparecían los siete enanos, cargados de
su metal precioso, bajo la atenta mirada de ella, lo guardaban en el sótano,
cenaban y se acostaban.
Siempre que le sobraba tiempo, Blancanieves lo ocupaba en pasear por la
orilla del río cercano. Sabiéndose sola, agudizando los ojos y oídos, contaba a sus
aguas claras y frías sus reflexiones, reflexiones que se fueron oscureciendo por la
monotonía, la espera y la incertidumbre.
Una mañana, mientras acarreaba agua con un cubo, escuchó el crujir de una
rama proveniente del margen opuesto. Asustada, tiró el cubo y se ocultó tras un
árbol.
—No te asustes. Soy yo —dijo el apuesto cazador—. Llevo semanas
buscándote. Temí que este bosque hubiera podido contigo, pero veo que te trata
muy bien.
Blancanieves asomó su pálida cara, y observó con sus grandes ojos oscuros al
joven antes de dejarse ver.
—No encontré el dichoso refugio y me perdí —dijo—. Llegué a pensar que me
habías abandonado a mi suerte. Menos mal que encontré un lugar donde poder
subsistir.
—Siempre fuiste una intrépida.
—No me vengas con halagos. ¿Cómo va lo nuestro?
—Debes saber que todavía no estás a salvo. Tu madrasta está como loca. Ha
ordenado partidas en busca de tu cuerpo. No temas, lo hacen río abajo. Como
quedamos, le dije que habías caído desde un acantilado, y que yo mismo vi cómo
te ahogabas cuando la corriente te arrastraba.
—No me puedo creer que esté tan afecta.
—Sí que lo está, y mucho. No sale de su habitación. Solo hace que llorar.
—Me encantaría verla por un agujerito.
—No seas tan cruel. Ahora debemos pensar qué hacer.
—¡Qué crees que he estado haciendo desde que huí!
El cazador cruzó el río y la cogió de la cintura.
—Por lo que veo —dijo el joven—, parece que no te va tan mal. ¿Dónde te
alojas?
—Tuve suerte y encontré una casa donde viven unas personitas muy
peculiares. Son adorables, y confiadas.
—¿Personitas…? ¿Debo ponerme celoso?
—No seas tonto. Me tratan como si fuera su hija. Si no hubiera sido por ellos…
Y tú, ¿dónde has estado?
—Ya te lo he dicho. Casi me da algo al no encontrarte.
La trajo hacia sí e intentó besarla, pero Blancanieves no se lo permitió. De un
empujón, le separó, y puso gesto de estar muy enfadada. Con los brazos cruzados
y el rictus serio, le dijo:
—Tú lo que quieres es aprovecharte de mí. Te he dicho cientos de veces que
hasta no nos casemos nada de nada.
—Disculpa. Yo pensé…
—Yo pensé, yo pensé. ¡Aquí la única que piensa soy yo!
—¿Sabes que te pones muy guapa cuando te enfadas?
—Déjate de lisonjas y vayamos al grano, que se me hace tarde. —Y miró con
recelo a su alrededor para asegurarse que nadie la escuchaba—. He pensado que
antes de huir…
Con todo detalle, Blancanieves contó al cazador su plan.
 
Como cada noche, los enanos llegaron exhaustos y más alegres de lo habitual,
y tras asearse, se sentaron a cenar.
Aquella noche, Blancanieves se había comprometido en cocinar una cena un
tanto especial: guiso de ciervo, y de postre, tarta de manzana. Lo que sorprendió
a los siete enanos es que en la muchacha no cenara con ellos. Adujo no tener
hambre porque ya había cenado, que lo hizo cuando preparaba el suculento
festín. Sus palabras fueron:
—Me pareció todo tan delicioso que no pude resistirme.
Después de dar buena cuenta de la suculenta cena, sobre todo de la tarta, de
la que no dejaron ni las migajas, uno de los enanos se notó raro. Las fuertes
convulsiones fueron los primeros síntomas, seguidos por los vómitos. No fue el
único. Uno tras otro se tiraron al suelo retorciéndose de dolor; luego los vómitos
de sangre lo enrojeció todo: mantel, paredes, suelo,... y así hasta llegarles la
muerte.
Después de regodearse con tan cruenta escena, Blancanieves, con parsimonia,
se dirigió a la puerta y dejó entrar al joven cazador que esperaba fuera. Le
abrazó, y entre risas estridentes, le besó efusivamente.
Como no podía ser de otra forma, semanas después, se casaron, y con el oro
de los siete enanos, fueron felices y comieron perdices, que no tartas, y menos de
manzana.
¿Qué piensan y sienten los ángeles?
 

Dicen que soy un niño grande, ¿qué es ser un niño?, ¿qué edad tengo?, ¿para
qué sirve cumplir años?

Ella es mucho mayor que yo, y siempre que abro los ojos, a la hora que sea, ahí
está. ¿Quién será? ¿Por qué me mima tanto? ¿Por qué me da de comer, hasta me
obliga a masticar, si ella apenas come? ¿Será porque me quiere?

Somos de sexo diferente, ¿qué es el sexo?

Por mucho que ella llore por dentro, siempre intenta hacerme reír; por mucho
que intente ocultármelo, yo lo percibo; por mucho que sonría sin ganas, sé que lo
hace para disimular su tristeza. ¿Por qué llora?, ¿por qué yo no puedo llorar?

Huelo el germinar de las flores, la lluvia del otoño, y sobre todo a ella. Su
aroma es el primer recuerdo que tengo, ¿por qué se me escapan muchos de mis
recuerdos? ¿Adónde irán? Ella siempre huele bien, incluso cuando su alegría se
transforma en pena, ¿a qué huele la pena? Y el dolor, ¿a qué huele el dolor?

Noto su presencia, aun cuando duermo, ¿para qué sirve dormir, para soñar?
¿Qué son los sueños? Y la realidad, ¿qué es la realidad?

Cuando me saca a pasear, algunas personas me miran raro, ¿yo soy raro?
Otros me observan con congoja, como si no supieran que yo soy feliz, ¿será que
ellos no lo son? Menos mal que la mayoría me sonríe, ¿por qué lo hacen, si no
hago nada para merecerlo? ¿Por qué a tantos les cuesta reírse, sobre todo de sí
mismos, si eso de reírse no duele?

Suelo mirar a los ojos de la gente que se cruza en mi camino, y en algunos


vislumbro algo no explicable con palabras: sus ojos relucen como luciérnagas,
refulgen con un brillo parecido al de estrellas cercanas, ¿quién vive en las
estrellas? Sobre todo, noto cuando los orientan en una determinada dirección,
¿hacia dónde? ¡Ya lo veo! Hacia una persona que tiene su mismo esplendor,
misma sonrisa, mismo sentir. En ellos, también capto un temor apenas
perceptible, ¿qué o quién genera los temores? Pero, si se tienen el uno al otro,
¿por qué sienten temor? ¡Ah, ya lo sé! No quieren perderse, o perderle; les
aterroriza dejar de sentir lo que sienten o que les hagan sufrir. ¿A quién hago
sufrir yo?, ¿a ella?, quizás sí. Me alegra que aún con ese miedo reflejado en sus
ojos, siguen adelante. ¿Qué arma se debe blandir para vencer al miedo? Mi
corazón me confirma que ambos salvarán los escollos; ¿por qué?, porque están
enamorados. ¿Hay alguien enamorado de mí? ¡Sí, de mí! Si es así, quiero saber
de quién se trata, lo que siente, para luego enamorarme yo.

Muchos me hablan, aunque la mayoría de las veces no les entiendo, ¿por qué
hablan tanto sin decir nada? Yo no necesito escuchar lo que sale de sus bocas
para saber lo que dicen; si lo saben expresar, claro. ¡Qué curioso cómo
gesticulan, cómo interpretan con sus manos una sinfonía de movimientos, cómo
hacen bailar sus dedos! ¿Por qué los míos no lo hacen? A mí me encantaría bailar
todo el rato.

Cuando estoy en casa, a veces reverberan sonidos que me incitan a


removerme, incluso me dan ganas de saltar, de brincar; ese sonido me hacen
sonreír el alma, mi corazón lleva su ritmo, ¿para qué sirve el corazón? Bajo los
párpados, de ese modo siento cómo penetra en la sonda que siempre me dice
cómo me encuentro: en mi estómago. ¿Qué es ese sonido? Música, dicen. ¿Quién
la inventó? ¡Me encantaría conocerle!

¡Con ella sí que me entiendo! Tenemos interminables conversaciones tan solo


mirándonos. ¿Por qué el resto no entiende lo que les expreso?, ¿es que están
sordos, o quizás ciegos?; ¿será que me ignoran? Será.

Desde el balcón, veo a la gente correr, ir con prisa de un lado a oro; parece
como si el tiempo se le acabara. ¡Pero… si hay muchísimo! ¡El tiempo es
inagotable! ¿O no?

Yo todo lo hago despacio, muy despacio, y sin pausa. ¿Que qué es lo que hago
yo?: simplemente oler, oír, ver, percibir y disfrutar de todo saboreándolo, ¿a qué
sabe el estrés? ¡La comida de ella sí que sabe bien!

Siempre sentado, suelo mirar a través de una ventana muy peculiar, una
ventana abierta a un mundo virtual, ¿o es real?; ¿cuántos mundos hay? En ella
aparecen imágenes, imágenes que cambian con tanta rapidez que mi cerebro no
es capaz de asimilarlas. ¿Todos tenemos cerebro?; a veces me parece que no.
¿Será solo impresión mía? En ocasiones, aparecen paisajes de ensueño que me
encantaría visitar; pero… ¿existen? Si en verdad existen, ¿por qué no nos vamos
todos allí? Lo más duro es cuando por esa ventana veo escenas que me son
imposibles de asimilar, ¿es posible lo imposible? Esas escenas provocan en mí
malestar, odio, rencor, maldad,… ¿dónde habita la maldad? Y yo, ¿he sentido odio
o rencor? ¡Yo… nunca! ¿Para qué?, ¿para dejar de ser feliz? Si la felicidad es lo
que todos buscamos, ¿por qué hay quien la encuentra en la infelicidad de otros?
¡Vaya trabalenguas con un sentido sin sentido me ha salido! También veo tras el
cristal de esa ventana a personas, quizás demasiadas, que hablan sin parar.
¿Sobran personas en el mundo? ¡Yo… no! Mientras unas hablan sin permitirme
siquiera responderlas; otras, en cambio, conversan entre ellas. ¿Por qué insisten
en hacerlo todas a la vez?, ¿cómo se entienden si no dejan de gritar y gritar? ¿No
saben que solo se debe gritar para pedir ayuda, para mostrar desesperación, una
profunda pena o una inmensa alegría, nunca para transmitir un conocimiento? ¿O
es que pretenden imponer su opinión a los demás sin más? No cabe duda de que
es así. ¿Qué es lo que persiguen, darle la vuelta a mis gustos, a mis ideales, a mis
creencias? Pues mal van. Si siguen con semejante táctica, lo único que van a
conseguir es que me cabree.

Cuando confirmo que insisten en no escucharme, con un gesto, le pido a ella


que cierre la persiana de la dichosa ventana, y aprovecho para rememorar el día
en el que me llevó a un lugar de ensueño, a un lugar donde una arena suave y
templada se me metía entre los dedos de los pies, ¿quién habría llevado tanta
arena hasta allí? Ella, ayudada de varios, me sumergió luego en una bañera de
tamaño infinito, ¿hasta dónde llega el infinito? El agua era fresca, pero no sabía a
lluvia, ¿quién decide cuándo debe llover?; estaba salada, ¿quién había derramado
tantísima sal allí dentro? Mi ancla me desasió y floté. Liberé los músculos fuera
de su cárcel, ¿para qué sirven las cárceles?, y mi corazón dejó de estar oprimido.
Las olas salpicaban mi cara, ¿por qué no paran de venir una tras otra, tras
otra…? Como hacía casi siempre, ella me abrazó para transmitirme cuanto
sentía. Yo la imité, y el tiempo se paralizó, ¿qué es la parálisis? Es nuestro otro
medio de comunicación: los abrazos. ¿Por qué la gente, si es tan reconfortante,
se abraza tan poco? Si con cada abrazo se transfiere el uno al otro un cachito de
su ser, ¿por qué no están abrazados todo el rato?, ¿temen no recibir lo mismo, o
es que tienen algo que ocultar?

Yo no oculto nada, ¿qué hay, quién vive en la cara oculta de la luna?; yo


siempre me abro en canal para que puedan ver cuánto quieran y cuándo quieran.
Si miran con ojos sinceros, con velos sin velo, con ojos sin prejuicios, podrán ver
lo que siento, lo que pienso.

Si bien la mayoría no lo sabe, siento y pienso muchas, muchísimas cosas, me


doy cuenta de casi todo. La mayoría cree que no soy capaz de saborear, de ver, de
escuchar, de oler y de sentir; que no pienso y por tanto no soy. Lo que sí sé, ¿qué
o quién proporciona la sabiduría?, de lo que estoy seguro es que ella, y solo ella,
conoce hasta el más recóndito de mis secretos. Sí, ella es la única que permanece
atenta cuando emprendo el vuelo. Y cuando regreso, me regala un abrazo y
acaricia mis alas. Yo se lo devuelvo para acariciar las suyas, ¿para qué sirven las
alas?, ¿por qué yo tengo unas?, ¿por qué ella también las tiene?
¡Soy libre esposada a esta esquina!
 
Es curioso, cuanto más largas llegan a ser las calles de un pueblo o ciudad, las
distancias entre las personas que allí habitan aumentan. Cierto es, cuanto más
atiborradas de personas están, los espacios se acrecientan, creándose entre ellas
abismos insalvables. Yo lo compruebo día tras día al residir en la calle más larga
de la ciudad más habitada de España, en la calle Alcalá de Madrid.
Entiendo que no se puede ir saludando por doquier, nos quedaríamos sin
palabras antes de torcer la primera esquina. Sin embargo, ¿por qué hay tantísima
escasez de empatía, y sobre todo de educación?
Yo, por ir contracorriente, un día transgredí la norma.
Parece ser que la traían cada mañana temprano, y la ubicaban en aquella
esquina, como a muchas otras a las que repartían por aquí y por allá. Cada una
tenía asignado su sitio: puntos estratégicos de la ciudad para pedir limosna. Y yo,
que suelo pasear por donde la colocaban, hacía días que me había percatado de
su presencia, siempre en idéntica postura de ruego, imagino que ensayada, para
pedir unas monedas a todo aquél que por allí transitara. Los domingos no estaba,
supongo que libraba; no, mejor dicho, librarían sus ‘repartidores’; también tienen
derecho.
Ellos ganan, ellas pierden; pierden su integridad a cambio de un plato de
comida y seguir malviviendo; y quizás, solo quizás, las sometan a quién sabe qué.
Ellas pagan su tributo manteniéndose perennes en sus esquinas frías o calurosas,
lluviosas o secas, sombrías o soleadas, cumpliendo, como casi todos, con su
jornada laboral.
No me fijé realmente en ella hasta aquel día de invierno.
Parecía muy joven, entre los 15 y 20 años. Ataviada con un vestido autóctono
de tonos rojizos apagados, y con un pañuelo a juego en la cabeza, dejaba al
descubierto su cara. También su gélida mano siempre mirando al cielo.
Me sorprendió que diera la sensación de hacer lo que hacía con plena libertad,
si bien su libertad no es la que nuestra sociedad conceptualiza. Nelson Mandela,
a quien mantuvieron cautivo gran parte de su vida, dijo: “Porque ser libre no es
solamente desamarrarse las propias cadenas, sino vivir en una forma que respete
y mejore la libertad de los demás”.
La sin techo, la sin papeles, la sin nombre, la sin nada de nada, según como
muchos la percibíamos, me miró, y sin querer ella ni tampoco yo, me narró con
los ojos su historia de penurias, su viaje a ninguna parte, su devenir hasta llegar
a aquella esquina donde pedía con manos vacías. Expresó que prefería padecer
en aquella esquina que morar en su país de origen, en su aldea, en su hogar, por
llamarlo de alguna manera. En su esquina, no temía la pobreza extrema, no temía
a que la ultrajaran, ni que acabaran con su vida.
Dormía entre cartones, con frío, mucho frío, en aquella época, pero sin
ansiedad alguna. El frío se quita con una manta; pero, ¿con qué manta se calma
la hambruna?, ¿con qué manta se disipa el sabor amargo tras una violación?;
¿con qué manta puedes escudarte de la bala que lleva tu nombre grabado a
fuego; o peor aún, de la metralla de una bomba que lleva, además, el de
muchísimos otros?; ¿o con qué manta reprimes las ganas de no seguir viviendo?
Ella no pretendía equipararse con los que pasaban a su lado, los que casi
siempre la ignoraban, los que se comportaban como si no existiera, como si fuera
una sombra de nadie. Ella comparaba la vida que tenía con la que tuvo, la que
dejó en un lugar desconocido y lejano para mí; la vida que siempre recordaría
para nunca jamás volver a revivirla.
Captó mi atención su cutis, terso, aterciopelado, como si acabara de salir de
un salón de belleza; piel de quien lleva una vida plena, piel de alguien que se
quiere, que está conforme con lo que tiene y no necesita de artificios; cara con
expresión de satisfacción; sí, de máxima felicidad aun estando postrada al
mundo; semblante que solo el gran Leonardo supo reflejar en ‘La Gioconda’;
gesto con sonrisa que te seduce y relaja, sonrisa que induce sosiego en tu
estómago, que incita a tu corazón para que ría con una risa que contagia al resto
de tu cuerpo.
Sus ojos reflejaban quietud, como el lago de Sanabria sin brisa; pero a la vez
aflicción, como el poema de Unamuno en el que comparaba sus aguas con un
“espejo de soledades”. Sí, aflicción y desolación como si conociera su leyenda. La
leyenda del origen de ese lago cuenta que un peregrino fue pidiendo limosna al
pueblo ahora sumergido bajo sus aguas, y, al negársela, como castigo, lo inundó
sin dejar rastro de él. ¿Tendría nuestra ciudad el mismo destino? Ella, al leer
aquella pregunta en mi mente, mostró una gran sonrisa y me dijo sin articular
palabra alguna: «Tranquilo, no es más que una leyenda».
Para finalizar, con ella de la mano, me teletransporté al paritorio donde por vez
primera vi a mi hija mayor. Envuelta en un chal y con un pañuelito de color rosa
pálido que cubría su cabeza, me pareció lo más hermoso del mundo. Sólo se le
veían la carita redonda y esos enormes ojos marrones que, curiosos, observaban
el mundo. ¡Por fin estaba ante mí un cachito de mi corazón!
Engullidos ambos en mis gratos recuerdos, sentí su reclamo con esos ojos
oscuros que no dejaban de mirarme y atravesarme el alma. «¡Volvamos al
presente!», me gritó.
Cuando retornamos de ese fugaz, emotivo y tierno viaje a mi pasado, nos
clavamos las miradas de nuevo, y, a modo de despedida, con un susurro, me
preguntó sin cuestionar nada: «Escuchada mi historia, ¿alcanzas a comprenderla,
aunque solo sea mínimamente?». Luego elevó el tono, convirtiéndolo en un
chillido para que todos la oyéramos. Clamó: «¡SOY LIBRE ESPOSADA A ESTA
ESQUINA!».
 
Los tacones de Inma
06-09-2017 Irma arrasa Puerto Rico
“Confirmados tres muertos, además de los numerosos daños. La caída de los
postes de electricidad ha provocado que un millón de personas se hayan quedado
sin electricidad; y más de 220.000 sin agua corriente. Otras 7.000 están
refugiadas en albergues”.
 

Inmaculada, Inma, como gustaba que la llamaran, era un verdadero torbellino:


impulsiva, apasionada donde las hubiera y sobre todo descerebrada, nada ni
nadie la guiaba. Solo atendía a sus instintos que ni siquiera ella dominaba. Iba
donde le llevaran sus tacones. Calzaba unos altísimos para suplir su corta
estatura. No es que fuera bajita. Calculé uno sesenta, y para una mujer es más
que suficiente; pero ella, imagino, necesitaba estar más cerca de las estrellas.

Allá donde fuere, siempre corriendo, dejaba tras de sí el ‘tic-tic’ de sus


tacones. Y si las calles por las que transitaba no fueran asfaltadas, se sabría por
donde andaba siguiendo el polvorín que dejaban sus pasos. Otro rastro dejado
por ella era la estela de su rubia melena ondulada. Surcaba el viento, mejor, lo
atravesaba a tal velocidad que si prestabas atención eras capaz de escuchar un
leve silbido. Y qué decir de su nariz respingona, de su perfecta dentadura,
resaltada por el rojo carmín de sus labios, y de sus negros y vivaces ojos que
iluminaban el camino que le faltaba por recorrer. ¿Y qué decir de sus curvas?
Eran como las de una carretera de alta montaña: te mareabas con solo observar
su sensual contoneo; curvas siempre ocultas bajo pantalones ceñidos: tan
ajustados los llevaba, que daban a entender todo lo entendible.

Inma era preciosa, encantadora, un ángel con toques de diablesa cuando


lanzaba por doquier miradas lascivas, miradas que yo atrapaba sin que ella se
diera cuenta.

Ni que decir tiene que nos tenía a todos encandilados; si bien, ninguno la
merecíamos. Nunca nos había dado la más mínima oportunidad, y menos a mí.
Salivar era lo único que podíamos permitirnos.

Yo me conformaba con mirarla y escucharla. Desde que entraba en mi campo


de visión, no existía nada más: todo lo que había a su alrededor se desvanecía, se
oscurecía como si un gran foco la alumbrara; además de acercársele un
micrófono a su boca conectado directamente a mis oídos, oídos que pasaban a
ser sordos para el resto de conversaciones, de ruidos, de música. Su voz era mi
canción preferida; tanto, que me obligaba a bailar a su son como un ratón de
Hamelín. Me embelesaba de tal modo que me convertía en un lelo cuando se
encontraba cerca. “¡Vamos, espabila!”, me dijo en más de una ocasión mi mejor
amigo, Jesús, al descubrirme en semejante estado; sin embargo, por mucho que
lo intentaba, me era imposible no rendirme a los encantos de aquella criatura.
Pero un día, algo cambió. Ocurrió lo que parecía inverosímil, sucedió lo que
anidaba en lo más alto de mis sueños. Su mirada, el haz de luz que proyectaban
sus ojos, me deslumbró al fijarse en mí. ¡Sí, en mí! Yo, que siempre me había
considerado una sombra más pisoteada por sus altos tacones, me encendí como
una bengala, hasta escuché el chisporroteo cuando me habló. ¡No cabía en mi
asombro! Era a mí a quien se dirigía. ¡Si, a mí! El que día tras día fuera testigo
de cómo su voz se dispersaba en todas direcciones excepto en la mía, me pilló
desprevenido y no escuché lo que me decía: hasta aquel instante tan solo atendía
a la musicalidad de su voz al salir de sus carnosos labios, voz tan grácilmente
articulada al mover aquella tan deseada lengua, una voz tan sensual que se abría
paso por mi oído hasta alcanzar mi otro cerebro, el que no escucha; ese cerebro
que no piensa, ese otro cerebro que solo siente.

Imagino que estaría más que acostumbrada a causar ese tipo de reacción y,
con la mejor de sus sonrisas, que dicho sea de paso, me provocó una gran
erección, insistió:

—¡Ehhh!, ¿te encuentras bien?

—Sí, estoy mejor que nunca —alcancé a contestar.

—Es que parece que estés en las nubes.

¿En las nubes? Fue como si leyera mis pensamientos Si bien acertó solo en
parte: estaba muchísimo más arriba que las nubes, por encima de la estratosfera.

—Ya sabes, pensando en mis cosas —dije con un hilo de voz—. Perdóname,
¿qué me decías?

—Jesús me ha comentado que te gusta bailar, y que no lo haces nada mal. Y…,
pues eso, esta noche quería ir a bailar y había pensado que podrías
acompañarme. Claro, que si tienes otro plan, lo dejamos para otro día.

Para otro día, pero si aquel día era el mejor de mi vida. Aunque mi propia
madre estuviera en el lecho de muerte, no dejaría de atender una cita con las
divas de las divas, con mi gran diosa.

—La verdad…, no tengo ningún plan —contesté reprimiendo las ganas de


saltar y de gritar.

—¡Qué bien! ¿Quedamos a las diez? Ah, por cierto, ponte bien guapo, quiero
que esta noche deslumbremos.

¿Deslumbrar? Yo lo que necesitaba era unas gafas de sol, no para tanto


deslumbramiento, si no para que no viera las lágrimas de emoción que se
peleaban por brotar de mis ojos.
 

07-09-2017 El huracán Irma arremete Haití y la República


Dominicana
“Mientras en la República Dominicana las inundaciones han destruido más de
100 viviendas y unas 19.000 personas han sido evacuadas, entre ellas 7.500
turistas, en Haití, hay cortes en las carreteras en el norte del país. La ONG
Oxfam estima que afectará un millón de personas y teme por rebrotes de cólera.
 

¡Cuántas veces rememoré aquella noche! ¡Incontables! ¡Cuántas veces


recuperé de mi memoria cada escena! ¡Ni se sabe! ¡Cuántas veces volé para
estar de nuevo entre sus brazos! ¡Infinitas! Apenas dormía por hacerlo una y otra
vez y otra vez. Ni tampoco me duché en varios días. Lo hice solo cuando me
aseguré que su fragancia se había desprendido de mi piel.

La susodicha noche de ensueño, bailamos y bailamos como un único torbellino.


Lo que no hice fue hablar. De hecho, no recuerdo abrir mi boca para otra cosa
que no fuera babear. Me encantaba escuchar su voz chispeante y cantarina. ¿Que
qué me contó? La verdad, no lo sé. Estuve todo el tiempo concentrado en cómo la
presión de sus palabras impulsaba su aliento y éste acariciaba mi oreja. Fue lo
más sensual que he vivido nunca. No me quedó más remedio que separarme de
ella para que no notara mi pene pugnando por salir y ofrecer su particular baile.

Después de aquella mística noche, de aquella noche sin parangón, deseaba con
todas mis fuerzas volver a verla; es por ello que las horas previas a la quedada
del siguiente sábado se me hicieran eternas. Según me alcanza la memoria, es la
espera más larga que he sufrido en mi vida. Y, claro, si a esa espera le sumamos
una cara maltrecha por el desvelo, un cara esculpida con la mueca de una agonía
casi perpetua, el resultado era más que evidente.

—¡Ehhh!, ¿te encuentras bien? —¿Por qué nuestras conversaciones empezaban


siempre igual?—. Tienes mala cara, y hasta ojeras. Seguro que cogerías un
catarro la semana pasada. Te noté muy acalorado, y al salir, con el frío que hacía,
pues eso… —Y me obsequió con un guiñó acompañado con una sonrisa picarona
—. Cuando te recuperes, podríamos quedar de nuevo. ¿Te apetece?

¡Que si me apetecía! Pero si era lo que más deseaba del mundo. Aunque, tenía
razón: mi situación no era la más óptima que digamos para dar mi siguiente
paso…: intentar conquistarla. ¿Una locura? Pues sí; pero en aquel momento la
sinrazón dominaba cada uno de mis actos. Y ya se sabe: en dicha situación,
hacemos cualquier locura.

Durante la semana siguiente me lo propuse. Practiqué técnicas de relajación


para intentar recuperar la cordura, y también algo de deporte: flexiones y correr
media hora al menos. Tenía que estar en la mejor forma posible, no sólo física,
sino, sobre todo, mental. Y creí conseguirlo, y digo bien: ¡lo creí!

Lo de dormir me fue mucho peor. Como no había forma de quitarme de la


cabeza las escenas ya pasadas, no se me ocurrió otra cosa que incorporar en el
repertorio otras escenas, las futuras. Imaginé e imaginé lo que iba a hacer, lo que
no, lo que debía decir, lo que debía evitar, lo que no debía olvidar, lo que debía
ensayar para que saliera como me lo imaginaba. Con tanta y tanta escena, con
ese mejunje de lo pasado y lo futuro pululando dentro de mi cráneo, conseguí que
bullera como una hoya a presión, y conseguí que mis noches se alargaran; y más
que noches, parecieron semanas, y hasta meses, con la oscuridad como
compañera.
 

08-09-2017 Irma azota Cuba


“Evacuación de civiles y de 10.000 turistas hacia regiones más seguras.
Fuertes lluvias y ráfagas de viento ganan intensidad.”
 

Por suerte… No, por suerte, no, por desgracia, y digo bien, por desgracia, mi
aspecto mejoró, y con ello logré que Inma me propusiera acompañarla a bailar. Y
como no podía ser de otra forma, obedecí como un soldado raso.

Aquella nueva noche, supongo que por mi estado más sosegado, pude
percatarme de cuanto acontecía a mi alrededor. Me di cuenta, por ejemplo, que
había más personas bailando en la pista, otras sentadas, y el resto en la barra,
sujetándola para que no se callera. Y también me fijé que los preciosos ojos de
ella, una y otra vez, se dirigían a un punto en particular de dicha barra. Como un
sabueso, rastreé donde posaba su mirada, y comprobé enojado que se clavaba
como una daga afilada en los ojos de un joven, que dicho sea de paso, era bien
parecido, un joven que tampoco apartaba la vista de ella. Percibí cómo los gestos
de ambos entablaban una conversación, una conservación silenciosa. Por
supuesto, no alcancé a descifrar el código que utilizaban, pero era más que
evidente de qué iba aquel encriptado diálogo: ella intentaba incitar los celos de
aquel muchacho. Y según el modo en el que las facciones de él se endurecían
como la piedra al inspeccionarme de arriba a abajo, parece que estaba logrando
su objetivo.

Para cerciorarme de mis pesquisas, tuve que actuar con la inteligencia de


reserva —la principal la había dejado olvidada en casa—. Aún así, reaccioné.
Cuando conseguí articular alguna que otra palabra, cuando pude hilarlas sin
apenas balbucear, sin casi tartamudear, la dije:

—Tú vienes mucho por aquí, ¿no?

—Sí. Me gusta la música que pinchan, ¿por…?

—Por nada en particular.

—Venga, no me engañes. ¿Por qué lo preguntas?

—Imagino que conocerás a los más asiduos.

—¡Uf, que va! Ya sabes, la gente va y viene.

Sus ojos la delataron al evitar los míos.

De pronto, sin saber de dónde vino, irrumpió en nuestra conversación aquel


energúmeno —la piel de ‘muchacho’ se le había quedado pegado en la barra
como un colgajo—. Lo digo porque con muy malos modos cogió a Inma de un
brazo y la separó de mí. Intenté evitarlo, pero ella me detuvo. Puso su mano en
mi pecho y me dijo un simple: «Tranquilo, le conozco». En ese momento la
música se quedó muda. Solo atendía al eco de sus tacones alejándose con aquel
‘robanovias’ cogido del brazo. Desaparecieron ambos entre la multitud
dejándome allí solo, solo y abatido en mitad de la pista como un pasmarote con
todo el mundo observándome. No me quedó otra que desaparecer.

Salí de la discoteca arrastrando la mirada por la pista de baile y luego por el


pasillo que me llevó a la salida. Lo que no recuerdo es el cómo ni el cuándo
llegué a casa. Lo único que me viene son imágenes difusas en las que deambulo
por calles desiertas, por calles y más calles sin coches, calles sin perros ni gatos,
calles con periódicos revoloteando a mi alrededor como palomas. Las imágenes,
me parece verlas desde el cielo, como si me hubiera transformado en una de esas
palomas y viera una versión de mí mismo —la peor de ellas— paseando por
aceras cubiertas de inmundicia, de basura, de vómitos. Después de eso, nada,
oscuridad, la oscuridad de quien duerme con el ego y el corazón empequeñecido,
encogido por el engaño.
 

09-09-2017 El huracán baja de intensidad.


“Irma impacta con menos fuerza en Florida. Arrasa la zona de los cayos y el
área metropolitana de Miami. La evacuación asciende a 650.000 personas en el
condado de Miami-Dade.”
 

Fue una semana aciaga. No dormía ni comía. Cuál sería mi aspecto, que mi
amigo Luis me dijo una tarde: «Te hace falta un chute en vena de macarrones a la
boloñesa». No me quedó otra que contarle a grandes rasgos lo ocurrido con ella,
con Inma. Después de escucharme con paciencia y con la sonrisa que se pone
cuando ves a un pobre infeliz arrastrándose por el barro, me dijo:

—¿Es que no sabes de qué va Inma? Ella juega en otra liga; y solo cuando se
aburre, viene con nosotros.

Por mucho que supusiera lo que mi amigo afirmaba con rotundidad, yo quise
creer lo contrario. Es como cuando se pensaba que el hombre nunca volaría, ni
mucho menos que llegaría a la luna. Yo lo haría posible. No lo de llegar a la luna,
digo lo de conquistarla. Lo veía más a mi alcance. Pero antes debía hacer algo:
edificar una barricada con suficiente consistencia para protegerme de ella, de
sus encantos, y así poder pensar con claridad. Como es de suponer, no me sirvió
de nada. En cuanto escuché el ‘tic-tic’ de sus pasos a mi espalda, la endeble
barricada que había construido con tanto esmero estalló por los aires. Hasta creí
escuchar la explosión. Y cuando me agarró para apartarme de los demás, no
había ni rastro de la barricada.

—Perdón por lo del otro día —dijo haciendo pucheros con los labios—. Tenía
que cerrar un tema con ese chico. ¿Por qué te fuiste? Te estuve buscando un
buen rato.

—Yo pensé que… —titubeé.


—No hay que pensar tanto. Te lo dice una experta.

—¿Entonces…?

—Entonces, nada…, o todo.

Su sonrisa desbarató hasta el último de mis planes.

—Para compensarte, ¿qué te parece si te invito a bailar esta noche?

Esta vez, la noche llegó rápido, más rápido que un cervatillo a ver a una leona.
Tantas eran las ganas que tenía de volver a tenerla entre mis brazos que devoré
el tiempo como si fueran los macarrones a la boloñesa que mencionó mi gran
amigo Luis.

Presto, con mi mejor vestimenta, con mi mejor sonrisa, la esperé en la puerta


de la discoteca.

Apareció puntual, contoneándose, moviendo las caderas y los hombros al son


de sus tacones de aguja. Su ritmo me atrapó, me incitó a mover el cuerpo como
una marioneta cuyos hilos ya tenían dueño, un dueño que no era yo.

Ya dentro de la discoteca, más de lo mismo. Me arrastró al centro de la pista


como a un muñeco de trapo. Y como tal muñeco, me fue cambiando de posición
hasta que, según ella, me encontró la mejor ubicación.

—¡Aquí! —dijo—. Aquí se escucha mejor la música.

No habíamos bailado más de dos canciones, cuando, sin decir palabra, se


escabulló. Hice ademán de perseguirla, pero al ver hacia donde se dirigía, hacia
los brazos de aquel energúmeno con cara de muñeca, desistí.

De nuevo me sentí ninguneado como un pelele. Apreté los labios y los puños
para hacer acopio de valentía, de rabia, de… Salí de allí a empujones. Pero
cuando me dirigía hacia mi casa, un impulso me obligó a replanteármelo todo. Y
así lo hice. Di media vuelta y me planté en un callejón, cerca de la salida de la
discoteca, a la espera de que ella saliera con o sin compañía.

Pasaron los minutos y ella sin aparecer. Y cuando analizaba mi estrategia —


¡Estrategia!, ¿qué estrategia?, no disponía de ninguna estrategia—, escuché que
se acercaba. No fue necesario que la viera. El ‘tic-tic‘ de sus tacones lo delataron.

Tuve que correr para alcanzarla. Intentando ser lo más delicado posible, me
interpuse en su camino y comprobé como de su cara resbalaban chorreones de
rímel. Fue la única vez que la veía vulnerable. ¡Mi diosa se había vuelto terrenal!
Al comprobar que era yo, me abrazó con fuerza y se dejó llevar por sus
sentimientos en modo de sonoros sollozos. Me puso perdida la camisa con las
ennegrecidas lágrimas, pero en semejantes circunstancias, qué importaba mi
camisa recién estrenada. La acaricié con ternura la espalda, el pelo, para
consolarla, hasta intenté enjugar sus lágrimas. No logré ni lo uno ni lo otro. Por
más que la limpiaba más lloraba, y vuelta a empezar. Pero por muchas vueltas
que le di, no sabía cómo consolarla.
Lo que se me ocurrió fue decirle: «¡Vámonos de aquí!».

Y allí estábamos, en un vacío andén, sentados en un frío banco de mármol,


esperando el último metro de la noche. Sus lloros retumbaban en el interior del
túnel y en lo más profundo de mi cuerpo. Le habían desgarrado el corazón a la
par que el mío. Su corazón y el mío ya eran uno.

La ira me invadió y ofuscó mi sentido común. Mi cara se encendió. De mis ojos


rezumaba odio, no hacia ella; ¡cómo iba a odiarla si era lo que más amaba en el
mundo! Y cuando el ruido del convoy irrumpió en el andén, la ayudé para que se
incorporara. Con ella del brazo, nos acercamos al borde. Y justo cuando el metro
emergía del túnel, me arrojé a las vías sin dejar de agarrarla. Su chillido fue lo
último que recuerdo de aquella noche, ¡lo último!
 

14-09-2017 Irma sucumbe en el interior de EEUU


“Las autoridades norteamericanas evalúa los cuantiosos daños al paso del
huracán, las masivas evacuaciones, inundaciones, cortes eléctricos y el
despliegue del ejército.”
 

Aquí estoy, postrado, contando a no sé quien un breve instante de mi


existencia, el que dirigió mi vida con un único deseo: que la que me resta sea lo
más corta posible.

¿Qué harías tú en mi lugar si estuvieras asido a una silla de ruedas al carecer


de piernas? ¿Cuál crees que sería tu estado de ánimo al observar cómo el tiempo
transcurre sin pena ni gloria a través de una ventana de un hospital de salud
mental? ¿Qué sentirías al saber que no has podido acompañar a tu verdadero
amor en su última travesía? ¿Recobrarías la cordura si rememoraras una y otra
vez lo acontecido? Ya te digo yo que no. Lo sé bien. Lo hago cada día de mi
sórdida vida nada más despertar y aquí sigo.

Mi pasado, la vida que tuve antes de lo que acabo de narrar, se me ha borrado


de la memoria. Aún así, creo que mi castigo es merecido, y mi anhelo es llegar al
fin para, lo antes posible, reencontrarme con ella y lograr su perdón. ¿Crees que
aceptará mi disculpa? Eso mismo pienso yo. De todos modos, no me importa en
absoluto ser pisoteado hasta la eternidad por sus altos tacones, los que todavía
conservo dentro de mi armario. Todas las noches, sin excepción ninguna, llueva o
nieve, con o sin luna, antes de dormir, le digo a un celador que me los acerque.
Meto en ellos mis manos y las hago bailar sobre la mesa. Solo escuchando su ‘tic-
tic’ consigo que el sueño me abrece.
¡Su marca!
 
El vagón está abarrotado y yo vacía. Nada que echarse a la boca. El fin de
semana, insulso y apagado, pasará a la historia como las llamas de una hoguera,
llamas que antes de extinguirse nos hechiza impidiéndonos mirar hacia otro lado,
llamas que engendran sombras que bailan al son de una música que no oímos,
llamas que calientan nuestra fría existencia, llamas que crepitaron al sucumbir
ante nuestros ojos para dejarnos ese olor a humareda, un olor que nos impregna
por dentro y por fuera.
Y al perecer, ¿qué queda? El frío, la oscuridad, la nada; una última fumarada,
la última, que se mimetiza con la atmósfera para formar parte ella. Tan solo
persiste ese tufo que desaparece después de una buena ducha. ¿Y después, qué?
Si acaso la evocación a una sombra de una vela que nos envolvió, o la quemadura
de una efímera y errante chispa que deja patente su existencia con una cicatriz.
Mi reflejo en el cristal ahumado lo usurpa él. ¿Quién es? Mandíbula apretada,
labios carnosos, nariz tenue, ojos azul hielo, cejas claras y bien perfiladas, pelo
corto, rizado y rubio, orejas plegadas y pequeñas; y lo que le distingue del resto:
esa línea morada que emerge de su ojo derecho. ¡Parece un rayo! El sutil trazo,
como el rastro de una lágrima violeta que, antes de disiparse, delinea un
diminuto ‘zigzag’ que surca su párpado inferior.
Se me acerca y, con aplomo, me besa. Me quedo atónita, inmóvil, asustada,
sedienta. Cierro los ojos, siento sus labios, húmedos, sedosos, candentes, la
pasión de su infierno, y saboreo mi cielo. La brisa de altura y el olor a nubes me
envuelven. Mis manos se aferran a su cara ardiente; sin embargo, no impido que
se separe, me sonría y se despida de mi vida sin un adiós, sin un hasta luego.
Vacías de nuevo, en un vagón abarrotado, mis manos, levantadas, intentan
aferrarse al aire tibio que desprende el aroma a ausencia. Siento que una
punzada me atraviesa las tripas. El dolor se propaga por mi cuerpo y me genera
una lágrima hirviente que me abrasa el párpado inferior izquierdo. Pasados unos
instantes, el dolor desaparece. ¿Y ahora, qué? Tan solo distingo el vapor frío que
se esfuma sin dejar rastro.
Me fijo en mi reflejo sobre el cristal, un cristal ahora traslúcido, transparente
como el agua de un manantial, y vislumbro algo en mi párpado. ¿Qué es…? ¡Su
marca!
 
El día siguiente a cualquier otro
 

María se levantó sobresaltada con el dolor incrustado en la boca del estómago.


Era tal la angustia que vomitó nada más entrar en el baño. Luego miró su reflejo
en el espejo.

«¡Cómo he envejecido en tan solo una noche!», pensó al palpar la multitud de


arrugas que surcaban un consumido cuerpo que no creía suyo, cuerpo que
apenas hacía sombra, cuerpo donde huesos, tendones y venas dibujaban su
orografía.

Enfundó su enjuta silueta en una desgastada bata y, arrastrando los pasos


como en una procesión, se dirigió a la cocina donde su hija la esperaba para
desayunar. Al fijarse en su cara, apreció los genes de su difunto marido.

—Buenos días, cariño. Has llegado pronto. Imagino que, como yo, apenas
habrás pegado ojo.

—Claro, mamá; ¡cómo voy a descansar! Venga, intenta comer algo. Te he


preparado tu desayuno preferido.

—Cómo puedes pensar en comer después de… —Las lágrimas le asomaron, y


ocultó la cara con ambas manos—. Tengo el estómago cerrado con un candado.

—Pues intenta abrirlo; necesitas recuperar fuerzas. Por favor, hazlo por tus
hijas: la que cuida de ti desde allá arriba y sobre todo por la que lo hace desde
aquí abajo.

—Vale, lo intentaré —dijo resignada con un hilo de voz.

La mirada de María se escapó por la ventana: siguió a una golondrina que


abandonaba su nido de arcilla. Después de ver cómo la golondrina se perdía en la
lejanía, dio un trago al zumo de naranja, un mordisco a una tostada y un sorbo al
café. Cristina, su hija, sonrió.

—Tenemos que ir a dejarle flores, unas margaritas; son las que más le
gustan…, le gustaban. Sé que ha pasado solo un día desde que la enterramos,
pero…

—Sí mamá, lo comprendo —contestó su hija con cierta desgana mientras


recogía la cocina.

Sentada en la cama, ya de luto, mientras dejaba que su hija le rehiciera el


moño ceniza y le daba un toque de color a unas mejillas con la palidez de una
luna menguante, María apretujaba contra el pecho la foto manida de Ana, su
pequeña. En ella lucía un lindo vestido estampado y una forzada sonrisa el día de
su graduación.
De pronto, María revivió su peor pesadilla, el verse asomada al balcón con el
rostro desencajado y blanco como la cal, contemplando aterrorizada el cuerpo de
su hija aplastado contra el suelo con aquel mismo vestido.

—Pero, ¿por qué…? —imploró con voz ahogada a la vez que clavaba en el techo
unos ojos antaño fulgurantes, como una llamarada ahora extinta.

—Mamá, por favor, deja de martirizarte. ¡Vamos, levanta! El aire fresco te


sentará bien.

Los sollozos retornaron cuando se encaminaba a la floristería agarrada del


brazo de su hija.

—Esto no se lo deseo ni a…. Cuando tengas hijos, sabrás de qué te hablo.

–Sí, mamá.

El dependiente abrió la puerta con excesiva cortesía y con una gran sonrisa
dibujada en su cara simplona.

–Buenos días, ¿cómo se encuentra hoy señora María? ¿Lo de siempre?— La


mirada recriminatoria de Cristina le obligó a borrar la sonrisa y a rectificar—:
Ups, perdón. ¿Qué es lo que desea? Por cierto, siento mucho lo de su hija.

—Queremos unas margaritas —intervino Cristina—. Creo que esas de ahí le


gustarían, ¿a que sí mamá?

María asintió sin dejar de observar contrariada al dependiente.

—Mamá, por favor, ¿me quieres atender? Venga, elige las que quieras.

Escogió un ramillete que el dependiente preparó con esmero. Su hija lo pagó,


y salieron.

—De verdad. ¿Cómo es posible que haya personas que muestren tan poca
empatía por el sufrimiento de los demás? No creo que ese tenga hijos, como tú, si
no…

—¡Vale ya, mamá; déjalo estar! No debes darle más vueltas. Venga, aprieta el
paso; creo que va a llover.

Ya en el cementerio, se dirigieron a la lápida de la hija de María, una lápida


arropada por ramilletes y más ramilletes de margaritas, salvo el hueco del
epitafio en el que se leía:
 

ANA GÓMEZ PELÁEZ

1959–1977

DESCANSE EN PAZ

TU FAMILIA NUNCA TE OLVIDARÁ


 

María quitó el ramo que consideró más reseco, lo sustituyó por el que llevaba y
comenzó a rezar en silencio.

La paz la quebrantó el sonido de un móvil. Cristina, nerviosa, lo extrajo de su


bolso y se alejó apresurada.

—¡Te he dicho mil veces que no me llames por las mañanas! —exclamó
enfadada. Escuchó y respondió—: No, no puedo ir a recogerlos, ¡apáñate tú! —
Silencio—. Lo sé, lo sé, pero esta tarde tengo que ir a la oficina. Por cierto,
recuerda que Sara tiene dentista a las 7, que le ajusten los ‘brackets’, y que no se
te olvide pedir gomas. Otra cosa, revisa que Samuel termina los deberes. —Largo
silencio—. ¡Ahora me vienes con esas! —Esta vez no contuvo los gritos—. Sabías
de mi situación antes de casarnos, y te recuerdo que fuiste tú el que insistió en
tener hijos, o sea que ahora no te hagas la víctima. —Otro silencio—. Vale, vale;
ya hablaremos de eso, ahora no es el momento.

Durante la conversación, María no dejaba de mirar a su hija con el ceño


fruncido. Y cuando ésta se percató, dijo:

—Bueno, tengo que dejarte. —Y colgó con desaire.

—¿Qué es ese artilugio? —inquirió cuando su hija volvía a su lado.

—Un teléfono móvil, mamá. Te permite hablar desde cualquier sitio.

—¡Vaya inventos! No te permiten estar tranquila ni en un sitio como éste.


Parecen obra del verdadero demonio.

—Era mi jefe. Esta tarde tengo que ir a trabajar sin falta.

—¡Pues vaya jefe tienes! ¡Qué falta de consideración! Ni con tu hermana


recién enterrada deja de explotarte. ¿Es que no tiene corazón? —Su semblante se
endureció—. En estos momentos más que nunca necesitamos estar juntas.

—Lo sé mamá, pero están los trabajos como para perderlos. Y no te preocupes;
comeré contigo y después te hará compañía Juanita, la del tercero. Se quedará
contigo hasta que te acuestes. Mañana temprano, como siempre, vendré a
prepararte el desayuno.

Al día siguiente, María se levantó sobresaltada y con el dolor incrustado en el


estómago. La angustia le obligó a vomitar nada más entrar en el baño. Luego se
miró en el espejó muy extrañada. «¡Cómo he envejecido en tan solo una noche!»,
balbuceó al palpar las arrugas que surcaban un consumido cuerpo que apenas
hacía sombra.

Se enfundó en una desgastada bata negra, y arrastrando los pasos como en


una procesión, se dirigió a la cocina donde su hija la esperaba para desayunar
juntas…

 
Fronteras
 

“Señores pasajeros, les informo que en este preciso instante estamos cruzando
la línea del ecuador.”

El comentario del comandante provocó que casi todos se asomaran a las


ventanillas para intentar encontrarla.

”Les recuerdo que es una línea imaginaria, la que divide los dos hemisferios
norte y sur.”

Las risas afloraron en muchos de los pasajeros, mientras otros, muy serios,
insistían en verla.

John era de los primeros. Su experiencia como piloto le permitía saber de


primera mano qué se ve y qué no desde miles de pies de altura, y sobre todo lo
que puede significar cruzar alguno de esos trazos ficticios que alguien dibujó
sobre un mapa con un criterio que se le escapaba. Según él, debería existir
alguien con suficiente coraje como para borrarlos todos y cada uno, sin
excepción.

Después de un buen trago de whisky, miró a través del vaso y se transportó a


un lugar y tiempo un tanto lejanos:

—Cuervo rojo, cuervo rojo, aquí pelícano, no te salgas de la formación,


debemos seguir juntos hasta el objetivo. Corto.

La voz de su capitán resonó en el auricular de John.

—Aquí cuervo rojo, siento el despiste. No volverá a ocurrir.

El rugido de los motores ahogaba el sonido de su respiración agitada. Los


nervios le habían traicionado. Era la primera vez que se enfrentaría a enemigos
reales. Atrás habían quedado las interminables horas con simuladores y los
muchos vuelos de entrenamiento. Ahora se trataba de luchar de verdad.

—Atentos todos —la voz del capitán volvió a resonar—, acabamos de cruzar la
frontera. Los antiaéreos nos localizarán en breve. Nadie abandonará la
formación, salvo que yo lo ordene. Nuestras órdenes son simples y precisas:
sobrevolar el objetivo, dejar los regalos de navidad a nuestro paso y volver.
¿Entendido?

Cada uno de los integrantes de aquella contienda dio su ‘ok’.

Una incertidumbre silenciosa se adueñó de la situación, pero no por mucho


tiempo: nada más atravesar unas nubes las detonaciones hicieron acto de
presencia junto a decenas de nubes blancas. Parecían sacos de harina que
explotaban y se diseminaban por doquier.
John intentaba pensar en su familia: su mujer y su hijo de tan solo 2 años.
Entre explosión y explosión, una y otra vez se decía que lo hacía por ellos, por su
seguridad.

La voz, esta vez de la azafata, le substrajo del pasado:

“Por favor, pongan sus respaldos en posición vertical y abróchense los


cinturones, en breve tomaremos tierra.”

John, nervioso, dejó de observar cómo se deshacían los hielos en su vaso de


plástico y siguió las instrucciones.

Cuando el avión hacía la maniobra de acercamiento a la pista, se aferró al


asiento. Unos temblores invadieron sus labios y sus rodillas, a la par que su
mente le trasladaba de nuevo lejos de allí:

El cuerpo de John, empapado en sudor frío, volvió a ubicarse dentro de la


estrecha cabina de aquel caza. El deseo irrefrenable de que aquello acabara le
oprimía el pecho de tal modo que obligaba a su respiración a entrecortarse con
jadeos, por lo que a duras penas podía mantener la distancia con el resto de
aeronaves.

El fuerte golpe provocado por el tren de aterrizaje al tocar tierra le sobresaltó,


despertándole de su mal sueño. Paulatinamente, el ruido de los motores menguó
hasta convertirse en un leve zumbido antes de apagarse.

El bullicio de la terminal era sordo para John; tan solo atendía al roce de las
ruedas de su maleta sobre el enlosado suelo y al bramido de sus tripas fruto de la
incertidumbre.

Cuando vio a su hijo que le saludaba con la mano en alto, recordó la última vez
que estuvo con él. Fue más que patente el imperceptible muro que les separaba.
Tan solo pudieron comunicarse a través de las pocas aberturas que éste ofrecía.

—Hola, George. ¡Cuánto tiempo! ¿Qué tal estás?

Éste se limitó a encogerse de hombros y ayudarle con el equipaje.

—¿Qué plan tienes para pasar estos días? —La pregunta de John intentaba
romper el hielo—. Si pudiera ser, me gustaría conocer dónde vives, a tus amigos,
a tu novia; porque… tendrás novia, ¿no?

—No tengo novia —dijo su hijo con brusquedad.

—Y la universidad, ¿qué tal te va?

—No insistas con lo de la universidad. Sabes demasiado bien que se trata de la


Escuela Militar para Pilotos.

El tono recriminatorio obligó a John a recular con sus pretensiones de


acercamiento:

—No era mi intención… Entonces, ¿qué quieres hacer?


—Había pensado en ir New York. Nos alojaremos en la gran manzana y
hacemos algo de turismo. En esta época, con las luces navideñas, es digno de ver.
¿Qué opinas?

—¡Tú mandas! Por cierto, te he traído algo. Espero que te guste. —Y le ofreció
el paquete que llevaba bajo el brazo.

George lo cogió y lo desenvolvió. Se trataba de un libro: “La vuelta al mundo


en 80 días”.

Con una sonrisa, demostró a su padre su agrado, y le dio las gracias con un
frío abrazo.

Ya fuera de la terminal, se dirigieron hacia el taxi que les estaba esperando


con el equipaje de George. Estaba claro que lo tenía todo más que planeado.

—A la estación de autobuses —dijo George al taxista.

—¿Qué tal le va a tu madre? Seguro que ha encontrado a alguien, porque


pretendientes no le faltarán.

El semblante sombrío de su hijo mostró que prefería evitar el tema.

—¿Qué tal el vuelo? —dijo pasados unos segundos—. Imagino que habrá sido
pesado.

—¡Qué va! El saber que iba a volver a verte, después de tanto tiempo, provocó
que mi ansiedad apretara a fondo el acelerador, aun sabiendo que no era yo
quien pilotaba. —Y esbozó una sonrisa—. Es un acto reflejo; ya sabes, soy así.

—Sí; algo sé. El tiempo nos da la oportunidad de saber más de los demás, y
también de nosotros mismos. —La frase sorprendió a John; denotaba que su hijo
ya no era el chiquillo del que se despidiera la última vez—. Ya estamos llegando…

Durante el viaje en autobús, su hijo se mostró reacio a conversar, por lo que


John se dedicó a contemplar el paisaje: incontables campos de cultivo y un
horizonte montañoso con las cumbres nevadas. Sin embargo, sus ojos pronto
suplantaron la estampa por un mar de nubes:

De nuevo en el caza, envuelto por explosiones, John sintió cómo el pánico le


invadía. Por mucho que ahondó en su interior para descubrir el motivo, nunca lo
conseguiría. Lo cierto es que se despegó de la escuadra, dejó caer todas las
bombas, asegurándose de que nadie recibiría tan cruel regalo, y dio media
vuelta.

La mano de su hijo le obligó a mirarle con detenimiento: pelo negro, siempre


con una impecable raya en el lado izquierdo; nariz aguileña, labios incoloros,
barbilla afilada, tez morena. Era como una copia de él mismo, salvo por la viveza
de sus ojos marrones. Los de John siempre estaban tristones. Intentó encontrar
los rasgos característicos de su mujer, sin éxito, salvo en sus tan particulares
muecas.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó George.


John asintió y le ofreció la mejor de sus sonrisas.

—Creo que te va a gustar el hotel —prosiguió su hijo—. Se encuentra en la 5ª


Avenida. Es poco suntuoso pero limpio. Y he creído que no nos vendría mal el
compartir una habitación doble, ¿qué te parece?

—Me parece perfecto; así estaremos más tiempo juntos.

La habitación, decorada de forma minimalista, les gustó a ambos. Deshicieron


las maletas, se asearon y salieron. Encontraron un pequeño restaurante italiano,
cerca del hotel, y los dos pidieron pasta a la carbonara y cerveza.

—Mañana iremos a conocer los barrios más periféricos: Brooklyn, El Bronx,


Queens y Staten Island, entre otros. Unos amigos me lo aconsejaron. Me quedé
atónito la primera vez que los visité, y de seguro que a ti también te gustarán. En
ellos conocerás la diversidad de culturas y sus contrastes al pasar de un mundo a
otro completamente antagónico con solo cruzar una calle. Aquí, en Manhattan, es
evidente cuando pasas del barrio chino a Little Italy. Pero son países conocidos
por todos; en cambio, los que vamos a visitar no se parecen a ningún otro que
conozcas. En unos existen mansiones majestuosas rodeadas por setos
impecablemente podados y con jardines repletos de flores; y al atravesar un
simple paso de cebra te das de bruces con edificaciones de pisos quejumbrosos
con vallas de espinos de varios metros de altura, en lugar de setos. Y lo más
curioso es que no las han puesto ahí para evitar que les roben, sino para que
nadie entre y pueda esconderse.

John escuchaba anonadado a su hijo mientras tomaba un capuchino. Percibía


en sus palabras un entusiasmo desmesurado. No alcanzaba a entender qué le
motivaba.

—Y qué decir de sus creencias —siguió diciendo—. Me llamó la atención la


comunidad judía ultra ortodoxa. Por decisión propia viven aislados del mundo,
salvo para hacer negocios, ¡cómo no! —E hizo el gesto del dinero con los dedos—.
Su vestimenta y peinado los delata, sobre todo a los hombres: siempre de negro y
con rizos que le salen por debajo de esos sombreros tan altos. ¡Y qué me dices de
sus mujeres! Cuando se casan, se rapan el pelo. Consideran el cabello de la
mujer en exceso sensual y que puede provocar al resto de hombres. Y para salir
de sus casas, se cubren la cabeza con pelucas y pañuelos. ¡A que es increíble!

Mientras su hijo hablaba y hablaba sin parar, John recordaría lo que le motivó
para hacerse piloto: se vio absorbido por la familia de su novia por aquel
entonces, familia donde se palpaba ese particular ambiente. Desde su suegro y
su cuñado, hasta el bisabuelo de ella habían sido pilotos. Le cautivaron sus
heroicas historias, su fama y, ¡cómo no!, su uniforme. Sin embargo, su destino fue
bien distinto al de ellos. Él tuvo que pasar por un consejo de guerra y por la
cárcel; fue repudiado por su mujer al haber deshonrado tanto a su familia como a
su país, y no le quedó más remedio que emigrar, o quizás huir.

Desde aquel día, su mundo cambió, y no le quedó más remedio que


reinventarse. La amargura de dejar atrás, sobre todo a su hijo, transformó su
debilidad en fortaleza y comenzó desde cero. Aún sin disponer de un empleo
estable, hacía casi siempre lo que le apetecía; y eso es lo que más valoraba.
Durante la visita por el extrarradio, John corroboró lo que su hijo le comentó.
Fue una experiencia inolvidable, y más teniendo como guía a su propio hijo.
¡Quién mejor!

El resto de días los ocuparon visitando los lugares más típicos: sintieron la
brisa marina al navegar hacia la Estatua de la Libertad, se oxigenaron paseando
por el Central Park, disfrutaron de las vistas desde el Empire State, el cómo la
impotencia les atenazaba en la Zona Cero.

John se sintió exultante al poder compartir aquellos momentos con su hijo.


Lástima que fueran tan pocos.

La perplejidad invadió a John cuando se dirigían en taxi hacia el aeropuerto,


cuando, de sopetón, su hijo le confesó, como primicia, su futuro empleo: guía
turístico; y no solo en Estados Unidos: deseaba conocer otros países, sus gentes,
sus creencias, su gastronomía, su todo. Lo había decidido en las últimas
semanas, y estaba esperando el mejor momento para comunicárselo a sus
padres. Y John fue el primero.

—¿De veras? Va a ser un cambio radical en tu vida —le dijo a su hijo con los
ojos muy abiertos.

—Sí, lo sé. Los juegos de guerra no van conmigo.

George le miró fijamente esperando su aprobación; y después de esperar unos


segundos, añadió:

—Además, he conocido a alguien que piensa como yo...

—Vaya, vaya. O sea que es eso. Está claro que no se puede luchar contra
ciertos contrincantes. —Los ojos de John cobraron un brillo especial. Hizo una
pausa sin dejar de mirar a su hijo a los ojos y prosiguió—: Ya me dirás cómo se
toma tu madre lo de dejar la Escuela Militar para Pilotos. Creo que va a ser una
bomba, un bombazo bajo la línea de flotación…

—Me hago cargo. Supongo que verás el humo desde la lejanía —dijo su hijo
con sarcasmo, lo que provocó que los dos rieran a dúo—. Pero, me da igual. Ya lo
tengo decidido.

—No tengo más que añadir, salvo confesarte que me hubiera gustado conocer
a la agraciada.

—Tiempo al tiempo.

Ya en el aeropuerto, John se despidió de su hijo:

—Han sido unos días inolvidables, al menos para mí. Espero que lo repitamos
pronto; pero la próxima vez quiero que seas tú el que cruce las fronteras que nos
separan, y si vienes acompañado, mejor que mejor. ¿De acuerdo?

—Por supuesto, papá. Tengo muchas ganas de conocer dónde vives y, si


pudiera ser, a tus amigos y a tu novia; porque… tendrás novia, ¿no?

George sonrió y se fundió con él en un emotivo abrazo.


Tras soltarse de él, John cogió las maletas y se dirigió a la puerta de
embarque, no sin antes girarse y mirar a su hijo. No pudo reprimir las lágrimas al
ver que los gestos que veía en él le eran muy, pero que muy familiares.
Voces
 

—¡Hasta el lunes!

Su voz resonó en la oficina, sobre todo el retintín con el que acompañó la


frase. No hubo respuesta, solo silencio. Sus compañeros levantaron la cabeza, y
después de comprobar que se trataba de Mauro, volvieron al trabajo.

«Son unos fracasados», dijo entre dientes, y salió de la oficina dando un


portazo. Ya en el ascensor, se miró en el espejo, se ajustó la corbata y se atusó el
pelo engominado.

—¡Mauro, vas a triunfar! —exclamó.

Bajó al garaje, entró en su descapotable rojo y salió chirriando las ruedas;


tenía muchos kilómetros por delante y no había tiempo que perder. Ese fin de
semana sería muy especial: el sábado cumplía años, más de los que confesaba, e
iba a celebrarlo por todo lo alto. Con el aire acariciándole la cara, sonrió al
recordar que aquella misma mañana, de su interior, le brotó una orden: «¡Tienes
que ir al Casino de Montecarlo!», y él, fiel a sus propias indicaciones, no lo dudó
ni un instante.

Durante el trayecto, después de tomar una pastilla, una de esas que elevaban a
uno del suelo, rememoró sus éxitos. El oficio de bróker requería de entereza y
frialdad, y él iba sobrado; además, el estar siempre al filo de la navaja, le
aportaba la adrenalina necesaria para subsistir. Lo suyo era tomar decisiones en
segundos, guiado solo por su instinto, astucia y la mucha experiencia que
atesoraba.

Su optimismo, indeleble, vio pasar los kilómetros a una velocidad vertiginosa.


Menos de 6 horas le llevó llegar desde Barcelona. Y una vez en el Principado, se
registró en un lujoso hotel, cenó algo ligero y se acostó; necesitaba recuperar
fuerzas.

Buena parte del sábado la ocupó en pasear por calles que le llevaron al siglo
pasado. En algún sitio había leído que el Palacio de los Príncipes había sido una
fortaleza genovesa. Visitó también la famosa Catedral dedicada a San Nicolás.

Para comer, eligió la terraza de un restaurante que ofrecía unas


espectaculares vistas del puerto deportivo. Entre plato y plato, contempló el
bosque de mástiles de los veleros, y se dijo que algún día uno de esos barcos
sería suyo: con él navegaría por todo el litoral mediterráneo.

Después de tomar café, pidió un whisky con agua. Se dirigió al baño y, además
de vaciar la vejiga, se tomó otra pastilla. Ya de vuelta, saboreó su copa. Fue
entonces cuando recayó en una mujer que no dejaba de observarle. Ocupaba la
mesa de un rincón y parecía estar sola. El pelo moreno recogido y el vestido de
tirantes floreado le incitaron a invitarla. Para llamar al camarero, chasqueó los
dedos. Lo que no pudo prever fue que mientras daba las oportunas indicaciones
al camarero, la mujer se había evaporado como el agua de su whisky.
Sorprendido, la buscó con la mirada, y al no encontrarla, apuró el whisky y pidió
otro. Esperaba que en cualquier momento la mujer apareciera. Quizá habría ido
al baño.

El whisky y los minutos pasaron unos tras otro. Y después de unos cuantos, se
dijo: «Ella se lo pierde».

Pagó la cuenta y decidió dar un paseo antes de dirigirse al hotel. Ya en la


habitación, intentó dormir. No lo consiguió. No podía quitarse aquella mujer de la
cabeza.

Ya de noche, se duchó, se afeitó muy rasurado, se puso el esmoquin y solicitó


un taxi a la recepción del hotel.

Allí se encontraba, en el interior del majestuoso Casino de Mónaco, en el


solemne atrio decorado con rojo y oro y pavimentado de mármol, atrio
flanqueado por columnas, esculturas y bajorrelieves, un atrio iluminado con
decenas de lámparas de incontables y tintineantes cristales.

Pidió un whisky y se tomó una nueva pastilla para disfrutar de la tensión de


muchos y de la alegría de pocos. En aquel lugar, el azar pululaba a sus anchas.
¿Sobre qué hombro se posaría? Y qué decir del aroma adictivo a dinero.

Sus pasos, sin motivo aparente, llevaron a Mauro a la ruleta más exclusiva, a
la ruleta que carecía de límites de apuestas. «Desgraciado en amores, afortunado
en el juego», se dijo al tomar asiento.

Tardó poco en corroborar que tanto el refrán como su intuición estaban más
que desafinados; aún así, insistió e insistió hasta quedarle una única ficha, la
última.

Con el bajón que supone perder, con el abatimiento de un fracasado, su mirada


recayó en una despampanante mujer con vestido negro, mujer con una melena
azabache que acariciaba sus descubiertos y seductores hombros.

«¡Es ella!». Su semblante transmutó. Con la visión de la mujer, Mauro pasó de


ser un demostrado perdedor a un ganador tocado por la diosa de la suerte. Cuál
fue su sorpresa cuando la mujer se sentó justo a su derecha, y más cuando le
susurró al oído: «Apuesta por el día de tu cumpleaños. Es hoy, ¿no?».

Mauro, boquiabierto, sacudió la cabeza. Era imposible que aquella mujer


supiera que... Lo más seguro es que fuera un ardid para atrapar a sus presas.
Aún así, la obedeció, aunque no del todo: la ficha que le quedaba la colocó en la
columna que contenía el veinte.

¡No se lo podía creer! La bola cayó en dicho número.

Le dio las gracias, y ella, en lugar de contestarle con el “De nada” de rigor o
algo similar, le dijo: «¡Ahora, el mes!».
Mauro no daba crédito; la mujer abría únicamente la boca para decirle a qué
número debía apostar. De nuevo siguió sus instrucciones solo en parte: apostó a
la fila que contenía el número de su mes, el 6.

Y… ¡De nuevo acertó!

Mauro, además de dar una abultada propina al crupier, pidió una botella de
Champán, y sirvió dos copas: una para ella y otra para él. Intentó brindar,
alzando la copa; pero ella, haciendo caso omiso a su ofrecimiento, se acercó a él
y le dijo: «¿Cuántos años tienes? ¡No contestes, apuesta!».

Al principio creyó que la sugerencia tenía trampa. Su difunta madre le había


repetido cada día de su cumpleaños que había nacido al borde de la medianoche,
que había oído las doce campanadas cuando le tenía sobre su pecho, y para ello
todavía faltaban un par de horas. Fue el motivo por el que puso todas las fichas al
treinta y cinco.

Y… ¡Volvió a ganar!

La gente se arremolinó a su alrededor, pero por mucho que se hubiera


convertido en el centro de atención, Mauro solo atendía a la calculadora
insertada en su cerebro y a las fichas que, amontonadas, le impedían ver el
tapete.

Exultante, intentó besar a la mujer, pero ella le rehusó echando la cabeza


hacia atrás como una cobra. Mauro se encogió de hombros y llenó su copa. La de
ella seguía intacta.

Y lo volvió a hacer, aunque en esta ocasión el mensaje de ella provocó que un


escalofrío le recorriera la espalda: «¿Con cuántos años quieres morir? ¡Apuesta,
y rápido!»

Las temblorosas manos de Mauro arrastraron la ingente montaña de fichas al


número más alto: ¡al 36!

El crupier, tras recibir la aprobación del supervisor ubicado a su espalda, dijo


la frase mágica: «¡No va más!».

A punto estuvo Mauro de deshacer la apuesta. Sin embargo, desistió y se


abrazó al azar y al optimismo. «¡El barco será mío, mío!», pensó mesándose las
manos.

Como instadas por un interruptor, las voces de cuantos le rodeaban se


apagaron con el giro de la ruleta; tan solo se escuchaba el sonido de la bola al
girar. La ruleta redujo la velocidad. La bola saltó y saltó, rebotó y rebotó entre
unos y otros números, hasta ubicarse justo en ¡el 36!

El vocerío surgido de decenas de gargantas se propagó hasta el último rincón


del legendario edificio; sin embargo, Mauro no lo escuchaba. Sus sentidos
estaban inmersos en la cantidad ingente de dinero que acababa de ganar. Lo
único que salía de su boca eran dos palabras, dos palabras que se repetían una y
otra vez: «¡Soy rico! ¡Soy rico!»
Después de las correspondientes muestras de alegría, de júbilo, de saltar con
las manos a rebosar de fichas, de llorar de alegría, de gritar, de sentir que el
mundo se postraba a sus pies, Mauro descubrió que la silla de su derecha estaba
vacía y la copa llena.

Su interior le voceó: «¡¡Debes encontrarla!!» Se retiró de la mesa y buscó a la


mujer. Como no conseguía distinguirla entre tanta multitud, después de recibir el
maletín con el dinero, recorrió cada rincón del casino con la esperanza de dar
con ella. Desesperado, preguntó a cuantos se cruzaron en su camino, a crupieres,
camareros, bármanes, pero nadie la conocía.

Desconsolado, se dijo que ya tocaba regresar al hotel.

Entró en la habitación, corrió las cortinas para disfrutar de las vistas


nocturnas desde las alturas y puso el maletín en la cama. Lo abrió, y al ver
tantísimo dinero, retornó el Mauro que había estado ausente durante horas, las
que invirtió en buscar a aquella enigmática y bella mujer, a aquella gurú que se
había convertido en su talismán. Ese otro Mauro exclamó: «¡Sabía que iba a
triunfar!»

A puñados, cogió los billetes y los tiró por los aires. Fue entonces, cuando de
soslayo, vio en el balcón a la artífice de cuanto volaba a su alrededor. Con una
botella de champán en una mano y dos copas en la otra, le miraba con ojos de
gata en celo. Sin pensarlo, Mauro abrió la puerta de la terraza y corrió para
abrazarla, sin cuestionarse el por qué ni el cómo había entrado en su habitación.

A medida que se acercaba, la imagen que le embaucó se fue desvaneciendo, y


solo entonces las dudas acuciaron su mente, que no su cuerpo. Su propia inercia
provocó que se topara con la barandilla de la terraza y se precipitara al vacío.

Durante la larga caída, sus ojos muy abiertos vieron el suelo acercarse
vertiginosamente. El terror se esculpía en la cara de Mauro cuando una nueva
voz, esta vez un alarido, intentó brotarle de una garganta cerrada por el pánico.
Sin embargo, el único sonido audible que salió de su cuerpo fue el de decenas de
huesos al quebrarse y el de vísceras al desparramarse por el frío suelo.

De la fuera habitación de Mauro, por un golpe de viento, surgieron cientos de


billetes. Después de su grácil vuelo, los billetes se posaron unos en la acera,
otros sobre su cuerpo y los menos sobre la mancha roja que se extendía por la
calle, billetes apresados por la sangre que empezaba a coagularse.

Con su última expiración, unas últimas palabras saladas y sin burbujas


retumbaron en la oscuridad de la noche: «¡Mauro, feliz cumpleaños!».

 
La carrera de su vida
Dedicado a Toni que, aunque nunca ha ganado ninguna carrera, se ha ido superando a sí mismo y a sus
circunstancias. ¡Sigue venciéndolas!

El día llegó por fin. Después de tantos y tantos intentos frustrados y de tantas
y tantas horas de entrenamiento y padecimiento que, sumadas, servirían para
gestar una vida, aquí estoy, rodeado miles de dorsales adheridos a camisetas que
conforman una amalgama arcoíris. Aun con los guarismos aplastándome, puedo
ver mi sueño, o quizá mi despertar, a punto de materializarse.

Los dígitos, como yo, están inquietos. La tensión se palpa; la emoción, la


alegría, el sudor frío, el aliento contenido puede olerse.

Miro por encima de multitud de cabezas sin nombre para contemplar el


majestuoso puente de Verrazano-Narrows, el que atraviesa la Bahía de Nueva
York entre Staten Island y Brooklyn. ¿Será casualidad el hecho de que le dieran
el nombre del primer navegante europeo que entró en esta bahía, o será solo una
premonición?

Con el pistoletazo que inquieta a todos, aprieto los dientes y empiezo la


carrera de mi vida, mi carrera.

Los primeros metros son decisivos, el caerse sería fatídico. Debo estar ojo
avizor para no tropezar con pisadas sordas de tan variados matices que me
envuelven. Es crucial atravesar sin contratiempos el embudo que no es otro que
este primer puente, como si de un cuello uterino se tratara. Necesito cruzarlo por
mucha presión que ejerzan sobre mi cuerpo. Una vez traspasado, habrá espacio
para respirar, para empezar a sufrir y a disfrutar, a reír e incluso a llorar. ¡Por
qué no hacerlo! Llorar no es solo de cobardes.

Llevo 24 kilómetros. A lo lejos, decenas de majestuosos espectadores:


rascacielos de variedad de alturas, formas y materiales que se han dado cita para
darme la bienvenida a su urbe, a su hogar, que no es otro que Manhattan. Entre
nosotros tan solo se interpone el puente de Queensboro, el que da sombra y
cobijo a la Isla Roosevelt.

Hasta aquí, desde que salí de las aglomeraciones más profusas, me han
adelantado muchos y sobrepasado otros; incluso alguno ha mantenido mi ritmo,
pero al comprobar que no era el suyo, ha desistido y me ha dejado a mi suerte.
Es a partir de este momento, cuando empieza la verdadera lucha contra mis
miedos.

He ido aprendiendo sobre el terreno, sobre mi entorno, sobre mis


acompañantes, sobre mis predecesores y antecesores, y sobre todo, de mí mismo.
Defectos y virtudes, aptitudes y actitudes, fortalezas y flaquezas, todo en uno. He
tenido ayuda, ¡cómo no!; sin embargo, ahora toca valerme solo. Debo alcanzar la
meta por mis medios. De eso se trata. ¿De qué si no?
Llevo ya tres cuartas partes del recorrido, y ante mí otro puente, el de la
Avenida Madison que salva el río Harlem. Aunque tiene algo más de un siglo,
parece avejentado, pero como el mío, su corazón se mantiene joven para afrontar
su lucha interna. ¿Quién vencerá si los gritos de la nueva juventud nos intentan
apartar de su lado? ¿Debo sentarme en la barandilla de frío metal teñido y
desistir de mi intento? ¡No! ¡Por supuesto que no!

Kilómetro 35. Me siento diminuto bajo las altísimas moles que me motivan
reclinándose a mi paso; ¿será para observarme de cerca o es que me hacen una
reverencia? ¿Merezco tanta cortesía? ¡Qué más da! ¡He de proseguir!

Al entrar en el Central Park, huelo el fresco verdor que se mezcla con mi


sudor; los rayos del sol me ciegan al reflejarse en el lago Jacqueline Kennedy
Onassis Reservoir. De pronto, de soslayo, veo a un jovencísimo Dustin Hoffman
que corre a mi lado iluminando el camino con su seductora sonrisa, una sonrisa
que apenas se ve bajo la sombra de su narizota. Y de la misma forma en que
apareció, en un momento de despiste, se desvanece; ¿será que nuestros
designios divergen, o es solo una mala pasada de mi ya turbia y cansada mente?
En otro estado sabría la respuesta, que no es otra que el recuerdo de su famosa
película Marathon Man, en la que él, al igual que yo, corría para sobrevivir. Él
huía de un criminal nazi, mientras yo, en circunstancias bien distintas, lo hacía
de otro tipo de criminal, éste apenas visible; el que invadió mi epidermis y
tuvieron que extirparme en varias ocasiones. Después de una lucha encarnizada
y no menos larga, conseguí al fin vencerle, o eso me dijo el oncólogo. ¡Qué
parejas pueden llegar a ser las vidas de seres tan alejados y ajenos!

Mis piernas ya corren solas, lo hacen sin control; son inercia pura. Mi cerebro
ya dejó de regir mi organismo. El dolor quedó atrás, muy atrás, y dio el relevo al
¡porque sí!, al ¡yo puedo!, al ¡lo conseguiré cueste lo que cueste!

No es plausible lo que voy a conseguir, para nada, y quizá únicamente reciba


la ovación de los míos, sobre todo de dos personitas y de mi alma gemela. Con
solo eso me conformo, es lo único que deseé al tejer este sueño.

¿Merece la pena tan exiguo premio? ¡Sí, sí y un millón de veces sí! No existe
mayor orgullo, no existe mayor recompensa que, con el esfuerzo propio y el
apoyo de los que te quieren, alcanzar nuestras metas. Qué más puedo pedir a mi
existencia que, zancada a zancada, segundo a segundo, granito a granito, se me
escapa sin remisión. En el preciso instante que cruce la meta, la que parece que
se aleja con cada zancada, confirmaré lo que es innegable.

¡Ya la veo! ¡A por ella! Son los últimos metros, las últimas bocanadas de este
aire contaminado. Oigo los vítores, los gritos de ánimo que me empujan, que me
transfieren esa energía tan necesaria para concluir este último trecho.

La boca, muy abierta y pastosa, tiene un revoltijo de sabores dulces y amargos.


Desconozco si por la emoción, por la desesperación o por este final agónico que
clama más que nunca, mi corazón, mi motor, pugna por salírseme del pecho.
Necesito de sus latidos, de sus impulsos. ¡Por favor, no te pares ahora! Del resto,
¡qué decir!: de mis brazos que, sin ritmo, no paran de balancearse; de mis
piernas que, sorpresiva y gratamente, no quieren detenerse, pero tendrán que
hacerlo.
Y al fin atravieso la línea de meta, esa raya que alguien pintó sin saber, ni por
asomo, lo que significa para mí y para muchos como yo, anónimos la gran
mayoría.
 

 
El despertar del volcán
 

Cuando conseguí arroparme de nuevo, todo quedó en silencio, en calma y


pudimos descansar al fin. Mi boca, y sobre todo mi lengua, sedienta de su salada
saliva, de una saliva prohibida para mí, quedó de nuevo petrificada. Aunque esta
vez me faltó poco, ¡muy poco!

¿Por qué me atrae tantísimo? ¿Será porque somos similares y antagónicos a


partes iguales? ¡Qué iguales, qué diferentes! Ella nunca duerme. Siempre alerta,
siempre en movimiento, a todos nos engaña con esos amaneceres y atardeceres
con los que regala miríadas de hipnotizantes reflejos mientras nos observa con
ojos azules turquesa u otros ennegrecidos por las profundidades o la oscuridad.

La sensación de sentirme abrazado es lo que busco, lo que anhelo, y ella es la


única capaz de procurármela. Pero por mucho que persiga fundirnos en uno solo,
su única concesión son sus bufidos estimulados por nuestro brutal abrazo, un
abrazo que perdura hasta aplacar mi furor, hasta perecer sin remisión a sus pies.
Por enfurecido que me presente ante ella, sucumbo siempre a sus encantos. Por
mucho que sepa que me vencerá, como lo ha hecho en nuestras mil y una
batallas, no puedo dejar de intentarlo.

Es nuestro sino: un contacto efímero e intenso que se prolonga el tiempo


empleado en enfriarme, en apagarme.

Y a ellos, ¿por qué les embriaga presenciar cómo me abate? Son unos ilusos: la
consideran aliada cuando deberían temerla. ¡Qué confundidos están! ¿Es que no
recuerdan sus embestidas? Si se enfurece, es muchísimo más peligrosa que yo; y
el problema es que su bostezar, al contrario que el mío, no lo perciben hasta que
es demasiado tarde.

Ella es traicionera, yo menos. Y si no la tratas con el debido respeto, ella todo


lo da y todo lo quita. Cuando embiste, es tanto o más mortal que yo. La diferencia
estriba en que ella envuelve a sus presas impidiéndoles respirar, las zarandea
como un muñeco de trapo, y en ocasiones las escupe estampándoles contra las
rocas. Yo, en cambio, las provoco alaridos que las corta la respiración, hasta que
sus vidas se apagan, que no la mía.

Sin embargo, lo que más llama mi atención es el por qué insisten en


interponerse entre nosotros; el por qué hacen caso omiso de mi fijación por ella.
¿Desconocen que la pasión que despierta en mí es imposible de reprimir? ¿O es
que no quieren entender nuestra propia naturaleza? Si ellos son capaces de
cualquier cosa para conseguir su amor, por qué creen que yo pueda actuar de un
modo distinto. Ese sentimiento, el del amor, aun sabiendo que nos hará sufrir por
el mero hecho de cruzarse en nuestro existir, nos ciega a todos por igual, El
amor, todo lo puede, más que ella, más que yo, y, ¡cómo no!, más que ellos; más
que nada.
Desconozco también qué instinto les obliga a aferrarse a su tierra; si sus
motivos son más fuertes que yo. ¿Es que desisten en reconocer que sus
posesiones no son solo suyas, que las comparten conmigo? ¿Han olvidado el
pacto al que llegué con sus ancestros? ¿O es que lo obvian?

Francamente, me apena su proceder.

Lo admito: admiro su valentía y su arraigo, porque ahí siguen aun sabiendo


que estoy sólo adormecido, aun sabiendo que mi despertar es brutal, aun
sabiendo que cuando me levanto con ardor de estomago, mis eructos espolvorean
un olor nauseabundo que me deja ese sabor de boca tan desagradable. Y qué
decir de mi incontrolable pataleo, que me surge sin pensar qué ni quién los sufre.

Durante mi somnolencia, les observo con los ojos entreabiertos para no


asustarles. Les vigilo como ellos hacen conmigo. Conozco los recovecos de sus
vidas al estar asentados donde todo está escrito: en la palma de mi mano.
Aparentan normalidad, aun con el temor aflorando por sus poros cuando me
vigilan a caer la oscuridad, creyendo que no puedo verles. Lo hago, incluso a
través de las nubes.

A veces escucho sus ruegos, pero hago oídos sordos. Soy incontrolable y nada
enternecerá mi pétrea alma.

¡Oh, no! Siento que resurjo. Lo siento pero lo siento. Siento que mi despertar
está cerca, muy cerca. Intentaré advertirles con mis patadas; más no puedo
hacer. Es el único modo de ofrecerles alguna vaga esperanza, de proporcionarles
algo más de tiempo; esa tan preciada dimensión que para mí pasa muy
lentamente, que no para ellos.

Me tapo la boca para intentar aplacar mis gritos; si bien, mis manos no podrán
reprimirlos por mucho más tiempo. Espero concederles una oportunidad, quizá la
última, para salvar lo que más deberían proteger: sus vidas.

Mi anhelo no es otro que llegar hasta ella. Mi deseo más ferviente es arribar
en su corazón que me reclama. Tenerla tan cerca, tan a la vista, y no haberla
tomado desde hace tanto, me hace perder la poca razón que me resta. ¡Esta vez
lo conseguiré, seguro!

Presiento que mi despertar se oirá más allá de la línea del horizonte. Se


propagará por la atmósfera como el más brutal de los rugidos; será tal que se
sabrá de mi historia por los pocos, muy pocos, que consigan no sucumbir, que
consigan sobrevivir.

Las aves huyen, baten las alas a favor del viento; y el resto de animales lo
hacen despavoridos, ladera abajo.

Más no puedo controlarlo. De mi boca sale el temido: ‘¡Buenos días!’ Y en


lugar de recibir un saludo, de ellos tan solo percibo pánico convertido en
chillidos estridentes, alaridos ahogados, que dejan tras sus largas zancadas.

Y ella, ¿qué hace? Como siempre, intenta engañarme. Se hace la distraída,


aparenta tranquilidad, para luego abrir los brazos a la espera de mi embiste.
¡Qué ganas tengo de hacerla mía, de poseerla! ¿O será ella la que me poseerá a
mí? ¡Qué más da! Lo importante es que esta vez lo conseguiré; no albergo
ninguna duda. Nada ni nadie tiene la capacidad de erigir un muro
suficientemente alto que me impida alcanzar mi único objetivo: fundirme con mi
verdadera amada.

 
Miradas hacia atrás
 

Tu mirada escudriña; ¿el qué? Las escenas de siempre; ¡qué si no! No te


cansas de rememorarlas, de herirte donde más duele. Es lo único que te hace
sentir vivo.

Verás un cuerpo menudo. Brazos y piernas de muñeca. Es el regalo de tu


mujer antes de su marcha, tan inoportuna como cruel. Se despidió sin un adiós
desde el paritorio. Algo o alguien te la arrebató. Algo o alguien impidió que
disfrutaras de ambas a la vez. Una vida por otra, un alma por otra; si bien a las
dos amarás por siempre.

Millones de veces te preguntarás el por qué de tu infortunio, y nadie sabrá


contestarte; si acaso te dirán que esa clase de regalos no admite devolución.

La diminuta mano agarrará tu dedo. No querrá soltarse. Sin embargo, por


mucho que te pese, también lo hará.

Las imágenes se desvanecen, junto con tu futuro, y retornas a tu presente


insomne, lo único que te queda.

¡¿Todavía las 4?!, exclamas. Oscuridad; no vislumbras ni el silencio. Alejado


del bullicio, alejado del tiempo, alejado incluso de ti mismo. En un hotel sin
neones. En la planta 3. Acodado en la ventana, a la sombra de la luna. Humo
retorcido. Punto ardiente. Tus huesudos dedos aprietan el cigarro. Tu boca
exhala toxicidad a borbotones. Tus ojos, anclados, sumidos en el pasado, no
quieren mirar lo que hay más allá. Te quemas. No sientes dolor. Existen dolores
insufribles que encubren los de índole física. Sueltas el cigarrillo. Cae sin
remisión. Rebota estrepitosamente contra el suelo. Multitud de chispas avivan la
oscuridad, como fuegos artificiales. ¿Qué se celebra? Te giras. Un cuartucho en
penumbra. Enciendes la lámpara. Una mesilla roída. Una cama vacía. Te tumbas.
Sábanas arrugadas. Tus manos te abrazan, no por frío. Cierras, aprietas los
párpados para volver a ver. ¿El qué? Sufrimiento puro. ¡Qué otra cosa!

Atasco. ¡Un accidente, seguro!, te dirás. Llegarás tarde, ¡otra vez! No te lo


perdonará. Lo sabes bien, demasiado bien. El tráfico fluirá lento, demasiado
lento. Aparcarás encima de la acera. Correrás exhausto. Harás notar que lo
intentaste. Porque cierto es que lo hiciste. Pero de nada te servirá. Lucía, tu hija,
te observará con labios fruncidos, mirada recriminatoria y brazos en jarra. Su
corto entender es claro, muy claro. Tu excusa, otra más, no la convencerá. Su
recital, sus horas de ensayo, tirados a la basura. No te importa nada de lo que
hago, dirá ella. Sin madre, y ahora sin padre, escupirá en tu cara. Es su
sensación, y no la culparás porque razón tiene. Tú eres el único culpable. Pero,
¿qué más puedes hacer? Intentarás que entienda que está confundida, que te
importa más de lo que ella cree. Nada sanará el daño hecho. Nada compensará el
agravio.
Una sirena se escucha a lo lejos. Abres los ojos. El techo te lo dice todo:
desconchones y más desconchones. Nadie lo cuida. Y a ti, ¿quién lo hace? Tú
junto a la soledad sois los únicos disponibles. Los dos camináis parejos. ¿Quién
impedirá deshacer enlace tan fatal? Lo sabes, y muy bien: tú y solo tú puedes
impedirlo. Nadie te juzga. Como tú, existen miles, millones en la misma situación,
por mucho que os creáis únicos. Vuelves a rebuscar en tu memoria.

Pasada la medianoche, irrumpirás en la comisaría. ¿Cargos? Según la policía,


esa vez fue por una pelea por un asunto de drogas. Pagarás la fianza. Amanece.
Miradas de reproche. Mentirá: te dirá que ella no ha tenido nada que ver con el
asunto, que la han confundido con otra. Se irá sin un gracias, y menos con un
beso de despedida. Según ella, es tu deber de padre. La seguirás con la mirada.
Sus medias rotas. Su andar a trompicones. No se girará, ¿para qué? Bajarás la
cabeza y retornarás a tu casa vacía.

Tu semblante, duro, duro contigo mismo. Te levantas, y de vuelta a la ventana.


¿Otro cigarrillo? ¡Qué más da! La tos, más fuerte que otras veces, vuelve. Tiras el
cigarro a medias. Vuelves a la cama sin esperar a ver los fuegos de artificio. Esta
vez te sientas. Bebes un trago de agua. Te sujetas la cabeza con ambas manos.
Miras al suelo. Una cucaracha pasa entre tus pies. Ni te inmutas. Te recuestas de
nuevo. De nuevo te abrazas en busca de consuelo. ¿Adónde miras ahora? Hacia
atrás, siempre hacia atrás.

Hora de visitas. Controles de acceso, demasiados controles. Cámaras que


vigilan sin parpadear. Rejas rosas. Tras el cristal, surgirá. Ojos amoratados, labio
partido, mueca amarga. Te pedirá para sus vicios sin un hola, sin un qué tal te va.
Te escrutará con rencor, con rabia, y tú bajarás la mirada. Luego la subirás y ya
no estará. Ni un hasta luego, nada. ¿Será un adiós? No, espero que no, te dirás.
Te levantarás de la silla que ni has calentado. Todos a tu alrededor te observarán
sin sonrisas. Tus ojos se clavarán en tus pasos, en tus zapatos deslustrados.
Saldrás. Hará frío, mucho frío. Te subirás el cuello del abrigo y partirás sin
rumbo conocido.

Abres los ojos alarmado. Te deshaces de tu abrazo. Mano derecha al pecho. Allí
se ubica el dolor. ¿Por qué sientes ese dolor si es solo físico? ¿Grave? Sí, parece
grave. Tu mano izquierda alcanza el móvil. Tus dedos tiemblan, pero lo
consigues. La llamas. Se sorprenderá: siempre fue ella la que lo hacía cuando
necesitaba algo de ti. Es por ello que lleváis años y más años sin ningún tipo de
contacto. Te atiende enfadada. No son horas, te contesta. Le cuentas. Se asusta.
Nombre del hotel y número de habitación.

—He llamado a la ambulancia —dice compungida nada más entrar—. Aguanta,


papá. No tardará mucho.

Lucía se sienta a tu lado. Percibes su cercanía; su calor te reconforta, y


sonríes. Te agarra la mano. Tú la aprietas.

—Da igual, cariño. —Un hilo de voz es lo único que sale de tus labios; tu hija
acerca su oído para escucharte—. Lo importante es que has venido a despedirte
de mí.

 
El correo que nunca recibiré
 

Parecía un día como otro cualquiera, pero mi estómago me auguró que no


sería así. Ese pequeño nudo en las tripas, tan familiar, nunca mentía. Después de
desayunar, fui a la oficina, donde los líos de siempre me ocuparon la mañana. Al
regresar de comer, que dicho sea de paso, lo hice sin apenas ganas, intenté huir
de la somnolencia y me evadí un rato revisando mi cuenta de correo particular.

Mis ojos me alertaron al fijarse en uno en particular: el remitente no me


sonaba de nada. Este tipo de correos, por lo común, los solía eliminar al tratarse
de ‘spam’, virus o propaganda. Sin embargo, algo me dijo que debía abrirlo.

Me quedé blanco y casi sin respiración: «¡No puede ser! ¡Es imposible!». En el
asunto del correo rezaba: “Para mi hijo, de su padre”, y la fecha de envío era de
¡hacía más de 3 años! Me vino a la memoria una aplicación: ‘FutureMe’, con ella
se pueden enviar correos al futuro.

Era imposible que mi padre fuera capaz de algo así. Además, había muerto
hacía más tiempo: 6 años atrás. Y para más inri, la cuenta de correo en la que lo
recibí la había creado no hacía más de un año. ¿Cómo podría saber que lo haría y
con qué nombre? En principio, pensé que sería una broma de algún amigo o
colega; sin embargo, al empezar a leer el contenido se me difuminaron esas
dudas para dar cabida a muchas otras. El texto comenzaba así:

“Hola hijo,

Si estás leyendo este correo es porque ya no estoy entre vosotros…

El estilo impecable, me sorprendió: mi padre apenas sabía escribir, y cuando lo


hacía, cometía un montón de faltas ortográficas. Además, para él los ordenadores
eran unos, ¿cómo los llamaba?, ah, sí: “cacharros endiablados”.

“…¿Qué tal estáis? Espero que bien. Imagino que estarás cuidando
debidamente de todos: de tu hermano, de tu mujer, de mis nietos, y sobre todo de
tu madre, a la que, pese lo que pese, aún sigo queriendo. Díselo tal cual, ella me
entenderá.

Eres el mayor, y como tal, el máximo responsable; y desde el día que… te


convertirías en el cabeza de familia. Estoy totalmente seguro de que no me
habrás defraudado, nunca lo hiciste…

Mientras leía, mi corazón, compungido y alegre, todo en uno, incrementó el


bombeo. Tampoco pude reprimir las lágrimas. Brotaban en igual número que las
preguntas que se me agolpaban una tras otra en mi cabeza: «¿Lo había enviado
desde donde quiera que esté? ¿Tienen email allí? ¿Y las fechas de envío, las
pueden manipular? ». Y la más importante de todas: ¿Por qué lo había hecho
después de tantos años? Podría haberlo enviado, no sé, unos meses después de
su muerte, pero en ese momento, ¿para qué? No entendía nada. Tenía más que
asumida su pérdida, y capeaba lo mejor que sabía los temporales sin él.

Una extraña sensación me sobrecogió como si sus palabras surgieran de un


narrador ubicado justo a mi espalda, susurrándolas en mi oído. Incluso miré tras
de mí.

“…Os escribo para daros las gracias, y ante todo para pediros perdón. Gracias
por haber sido tan transigentes conmigo, por haberme indultado una y mil veces;
gracias también por intentar, solo intentar, entenderme. Ya sé que era
complicado e inflexible, poco permisivo, soberbio... Bueno, dejemos los adjetivos,
lo más importante es que sentía vuestro cariño aún con todos mis defectos.
Virtudes, lo que se dice virtudes, pocas, lo reconozco, y se pueden resumir en
una única frase: Todo lo que hice lo hice porque os quería, y mucho, si bien pocas
veces os lo demostré.

Además de las gracias, como decía, requiero vuestro perdón, perdón por las
miles de veces que no os lo pedí. Que yo recuerde, solo claudiqué tres veces. Esa
palabra tan fácil de pronunciar, perdón, como bien sabes, no estaba en mi
vocabulario. Mi forma de actuar era simple: dejaba que el tiempo pasara hasta
diluirse el problema, o eso quise creer. Qué confundido estaba: para saber
perdonar, primero hay que saber pedir perdón, tan simple. Quizás por ello me
costaba tanto. Lástima que tardara en darme cuenta.

Nunca olvidéis que fuimos, y sois ahora, una gran familia, con altibajos,
muchos, pero al final la sangre es la sangre...

No entendía el motivo de decirme todo aquello. Mi familia y yo, todos,


sabíamos cómo y quién era. Lo pasado, pasado está. ¿Qué es lo que pretendía?
¿Es que su alma no encontraba descanso? ¿O es que necesitaba redimirse?

“…No quiero despedirme sin antes decirte que estoy orgulloso de vosotros,
sobre todo de ti, si bien nunca lo demostré. Siempre fui demasiado terco para
admitirlo. Y ahora, mediante este correo, no quiero reprimir mi sinceridad, sobre
todo contigo. Espero que consigas entenderme algún día.

Un beso y un abrazo de quién os quiere más que a nada.

Tu padre: Juan“

Al terminar de leer, de sopetón, se evaporaron todas y cada una de mis dudas.


Mi alma se enfrió tan rápido como se había caldeado. En su lugar, la frustración
me invadió junto con un deseo irrefrenable de llorar por un anhelo; todo ello
aderezado con un montón de certezas, certezas que se pueden resumir en una
sola frase: Yo nunca recibiría un correo como éste... Mi padre no se llamaba
¡Juan!
¡Escribidme!
 

El murmullo y el tintineo de las copas inundaban el comedor del restaurante.

—¿Sabes quién le sustituirá? —preguntó Jesús a David.

—He oído que será Luis. Creo que ya se ha encargado de chuparle el culo al
dire. ¡Mírale, está pletórico!

Y con un ademán dirigió la mirada hacia el aludido.

—Vaya, María, cada vez estás más joven y guapa —le dijo Luis con aires de
gigoló.

—¿Cuántas veces te tengo que recordar que tanto tú como yo estamos


casados? —dijo de sopetón y se levantó.

Rosi y Miriam, ubicadas ambas en la esquina de la larga mesa, justo frente a


Luis y María, susurraban:

—Mira a María. No pierde ni un segundo. Ya está coqueteando con el que será


el nuevo Jefe de Área

—¡Vaya vestido me trae! Tiene un escote que le llega al ombligo.

—Y que lo digas. Anda que se corta, y delante de todos.

—¡Calla! Parece que Julián nos va a soltar uno de sus discursitos. Espero que
no se alargue. Me duele el culo.

Y se hizo el silencio cuando el anfitrión se puso en pie y repiqueteó su copa


con un tenedor.

—En primer lugar quiero daros las gracias por venir. Sé que me quedan unos
días para emprender mi nueva andadura, pero ya sabéis lo que dicen: “Al toro
hay que cogerle por los cuernos”; aunque reconozco que este toro es manso y
fácil de lidiar. —Tragó saliva y prosiguió—: Como no podía ser de otra forma, os
voy a leer algo.

Julián sacó un manoseado papel y lo desplegó:

—El libro de la vida, sin poder remediarlo, se escribe solo. Es nuestro presente
el que dispone de variedad de tinteros para escribir sin parar, porque el tiempo
no se detiene, ni tampoco se puede atajar por mucho que nos empeñemos. Hay
veces que queremos que pase muy, muy despacio, y otras, en cambio, queremos
que transcurra raudo y veloz. Pero, por desgracia, ocurre al revés: lo inolvidable
en el buen sentido, lo casi ideal, se escribe con celeridad; en cambio, lo que
causa dolor, nos hace sufrir, los malos momentos en definitiva, lo hace muy
despacio.
«Ocurra lo que ocurra no olvidaros de ojearlo de cuando en cuando, hojearlo
página a página siempre que lo necesitéis, siempre que os sintáis solos o
abatidos. Hay de aquel que no lo haga: nunca aprenderá, sobre todo, de sí
mismo. Tampoco debéis escribir en él más allá. Quizás hacer pequeños esbozos,
solo los necesarios, porque suelen desvanecerse. Recordad: “Quién vive en el
pasado o en el futuro deja de vivir el presente”. Hay que vivir el momento con
pasión. Cuantas más cosas realicéis con entusiasmo, más cerca estaréis de una
vida plena. Al contrario, vuestras vidas serán ruines y tediosas.

Julián cogió la copa, dio un trago y prosiguió:

—Me toca pasar página, una llena de recuerdos, la mayoría inolvidables, en la


que los aquí presentes me habéis escrito muchas palabras, líneas e incluso
párrafos enteros. Algunos con lápiz, otros con bolígrafos azules o rojos, unos
pocos con pluma y los menos con rotulador indeleble; pero lo importante es que
nunca dejasteis de hacerlo. Por ello, quiero daros las gracias. Nunca olvidaré las
experiencias compartidas, de esas que se escriben sin esfuerzo. Son las amargas
las que se resisten en plasmarse, pero lo hacen, porque, por desgracia, debemos
tenerlas en cuenta. Tiene que ser así para evitarlas cuando se presenten de
nuevo. Por más que queramos, es imposible esquivarlas, porque, aunque nos
puedan parecer distintas, son las mismas disfrazadas con diversas y variadas
máscaras.

»Mi libro, y por supuesto el vuestro, tiene muchísimas páginas en blanco que
desean cobrar el protagonismo merecido. Esto continúa, esto es un no parar, y mi
pluma está ágil últimamente. Escribe más rápido de lo que yo esperaba, de lo que
soy capaz retener. No sé si me tocará comprar nuevos tomos. Espero que así sea.
Y a vosotros, os deseo lo mismo.

Julián, con ojos vidriosos, respiró hondo antes de seguir:

—Mi libro es mi libro, y no lo cambiaría por ningún otro, quizás porque todos
vosotros aparecéis en él. Vosotros y tantos otros han hecho que sea un grandioso
libro. No llegará a ser un superventas, os lo aseguro, pero no me importa en
absoluto. Lo primordial es que de vez en cuando lo releamos juntos alrededor de
una mesa como esta, o quién sabe: frente a una chimenea.

»No tengo más que deciros, solo que esto no es un adiós. Mi libro está
impaciente, está a la espera de que sigáis escribiendo; le gusta vuestra escritura;
y que conste que es selecto y exquisito, no se lo permite a cualquiera. No le
importa en absoluto que vuestra letra sea bonita o vuestros renglones, a veces,
los transcribáis algo torcidos; o que lo hagáis con faltas de ortografía. Él sabe a
ciencia cierta quién lo hace desde el corazón, y eso es lo que más le importa, lo
que más valora. Y espero, si no es mucho pediros, que me permitáis seguir
haciéndolo en el vuestro.

»Os deseo lo mejor”.

Volvió a coger la copa y la apuró. Después añadió:

—Mientras escribía esto, sin querer, ojeé varias páginas donde aparecíais y…
—Dobló el papel, y, esta vez, las lágrimas asomaron sin control—. Tengo
sensaciones encontradas. Por un lado, ilusión por comenzar a escribir sobre
nuevas temáticas y en lugares desconocidos, pero a la vez aflicción por no
hacerlo con vosotros si no estáis cerca. Recordad que mi libro se entristecerá si
os olvidáis de él. Ya sabéis lo que se dice del roce… Tened en mente que la
distancia la interponemos las personas.

Llenó de nuevo su copa y dio un sorbo.

—No dejéis de escribir en muchísimo tiempo e intentad huir de la rutina. Si lo


hacéis rápido, no os preocupéis, dejaros llevar, eso es señal de que la vida os
sonríe y mucho. Como dijo Charlie Chaplin: “Un día sin reír es un día perdido”.
No perdáis ni uno solo, son todos valiosos, irrepetibles e irrecuperables. —Calló e
hizo como si un ente invisible le dijera algo al oído—: Mi libro me acaba de dar
un último encargo, me ha pedido un gran favor, me ha dicho que os diga…:
“¡ESCRIBIDME!”.

—Brindemos por nuestro gran jefe y compañero —dijo Luis en voz alta entre
los aplausos.

Todos alzaron las copas y brindaron.

—¿Cuándo les informaremos sobre la disgregación? —preguntó el gerente de


RRHH al director.

—Creo que será mejor que esperemos a que Julián se vaya. Tenemos que
manejar esto con sumo cuidado.

 
Calle empinada
 

Saturnino se apeó del autobús, se subió el cuello del abrigo y se ajustó la


bufanda para protegerse del viento. Sobre su cabeza, el azul del cielo cobraba
tintes anaranjados salpicados de manchas, manchas formadas por bandadas de
pájaros y nubes acechantes, como si el autor de aquella obra, harto ya de pintar
lo mismo día tras día, manifestara su hastío con esos oscuros recursos. Mientras,
a su espalda, el alumbrado de la ciudad se desperezaba compitiendo con las
estrellas que, impacientes, ocupaban su lugar en el cielo.

Cabizbajo, se enfrentó a su calle, calle que el paso del tiempo la empinaba


gradualmente. Echó a andar y se preguntó: «¿Cerré las ventanas?». Acto seguido
contestaba: «Por supuesto. ¿Cómo iba a olvidarme de algo así?».

Pasando bajo las farolas, antaño deslumbrantes y ahora de un amarillo mohíno,


ocupó su mente observando cómo su sombra se alargaba a medida que se alejaba
de cada una de una de las farolas y luego se difuminaba al predominar la
luminosidad de la siguiente.

—¿De verdad las cerré bien…? Bueno, de todos modos, todavía tengo tiempo —
se animó antes de que un nuevo brote de tos le infligiera un dolor agudo en el
pecho.

Rememoró luego los aromas ya disipados, los que años atrás saturaban la
atmósfera de su calle: los aderezados con el polvo levantado por alpargatas de
niños que correteaban para darse caza, de su sudoración, habían sido relegados
por el olor a alquitrán resquebrajado y el de sobacos rancios disfrazado con
desodorante barato; también el perfume de las mozas mezclado con las
feromonas de los que se afanaban por agarrarles de la mano, habían dado paso al
hedor a cloaca y a rata muerta.

Alertado por los gruñidos de un perro, oculto en la penumbra de un callejón,


aceleró el paso sin hacer movimientos bruscos.

—Debo darme prisa, no sea que…

Antes de que Saturnino llegara a su altura, los negocios que habían logrado
sobrevivir, de los muchos que se aventuraron en aquella calle, echaban los
cierres, a la par que los escasos transeúntes huían despavoridos para refugiarse
en sus casas. También fue testigo de cómo las siluetas de los vecinos ávidos de
saber se ocultaban detrás de cortinas y persianas, para luego apagar las luces
que pudieran delatarles. Hasta un gato de color indefinido que se le cruzó, se
encaramó a un muro para observarle.

Aquellos actos acrecentaron más si cabe el nerviosismo de Saturnino. Intentó


correr, empresa casi imposible: sus piernas le pesaban como si tuvieran plomo
adosado a las pantorrillas.
—¡No puede ser! Creo que dejé la del salón abierta.

Las gotas de sudor resbalaban por su cara. Al intentar desabotonarse el


abrigo, dio un traspié y cayó de bruces. Además de heridas en manos y rodillas,
sufrió las causadas por decenas de miradas clavándose en su espalda.

Al levantarse, no sin esfuerzo, la iluminación de las viviendas comenzó a


extinguirse. Sin embargo, lo que le dejó perplejo fue lo que solo él presenciaba: a
la ciudad la estaba cubriendo un manto, como si sobre ella se extendiera a gran
velocidad una negruzca carpa circular desde su centro, carpa de un circo cuya
función no pretendía, ni por asomo, hacer reír a los espectadores que se dieran
cita.

—¡Debo darme prisa! —repitió entre dientes.

Reemprendía Saturnino la marcha, cuando creyó ver el manto ascendiendo por


la empinada calle, arropando a su paso las farolas una tras otra. Apretó el paso al
descubrir espantado que le estaba dando alcance.

Llegó a su portal jadeante. La angustia junto a otro ataque de tos le impidieron


dar con la llave correcta. Necesitó tres intentos para abrir. Creyéndose seguro,
apoyó la sudorosa frente en el cristal de la puerta y alcanzó a balbucear:

—Uf, esta vez ha estado cerca, demasiado cerca.

Ante su perturbada mirada, la negrura pasaba de largo, como si se tratara de


un gigantesco y lóbrego banco de niebla, negra como la noche. Incluso parecía
tener vida propia, dado que con las fauces devoraba todo a su paso.

Saturnino se giró, descansó la espalda sobre la puerta y cerró los ojos durante
unos segundos. Al abrirlos, miró hacia abajo y descubrió espantado el espeso y
oscuro humo que cubría sus zapatos después de colarse por los resquicios del
portal. «¡Todavía no estoy a salvo!», pensó atemorizado.

Armado de un valor que ya le escaseaba, emprendió el cansino ascenso por


las, cada vez, más empinadas escaleras. Ya en su rellano, aturdido, exhausto y sin
dejar de toser, comprobó que el humo ascendía a borbotones por el hueco de la
escalera, como si el edificio se hubiera transformado en un buque que se hundía
en altamar, que era engullido por el océano en una noche de tormenta.

Esta vez acertó con la llave. Entró y cerró tras de sí.

Conociendo a la perfección la disposición de sus muebles, mantenida por


lustros, se dirigió al fondo del salón sin tropezar con ninguno. Al fijarse en la
ventana, constató, para su desgracia, cómo el denso humo superaba el dintel, al
igual que las nubes empujadas por el viento encumbran las montaña y luego se
derraman como la leche al hervir en un cazo, una leche que, lejos de ser blanca,
era negra como la sombra de una lápida en una noche sin luna.

Alcanzó a cerrar la ventana, a bajar la persiana, pero ya era tarde.

—¡No, por favor, no! ¿Por qué a mí?


Resignado ya a lo que estaba por venir, se recostó en el sillón y bajó los
párpados. Tanto su respiración como su corazón disminuyeron de ritmo e
intensidad, hasta sentir cómo su alma le abandonaba y se alejaba sin remisión.

 
Un patio cordobés en la capital
Tributo a mis abuelos: Carmen y Antonio.

Mi abuelo, al que apodaban ‘el gallo’, me soltó de su arrugada y huesuda mano


cuando apenas empezaba a correr. Entre brumas, lo recuerdo altivo. Pelo tieso y
blanco, sonrisa postiza pero verdadera, jovial con todos, incluso con quienes
nunca lo fueron con nadie. Lástima no haber tenido la oportunidad de conversar
con él.

De mi abuela, qué decir; siempre avejentada, de paso cansino y enlutado,


moño ceniza, gafas con las que apenas veía el presente, gafas que la permitían
sumergirse en su pasado, pasado que nos refería una y mil veces cargado de
toques sabrosos y picantes, como sus guisos. Del otro pasado, nada de nada.
¿Para qué recordar acontecimientos insípidos o agrios, crueles o injustos, los que
descubrí cuando ella ya no nos pertenecía? En ellos recorría caminos áridos sin
techumbre sin dejar de luchar. Embarazada casi siempre, con un pequeño a
horcajadas, otro agarrado a su delantal negro y el resto revoloteando a su
alrededor, fue detrás de su marido —mi abuelo—, al que trasladaban de cárcel
por culpa de sus ideales.

A ella, a mi abuela, prefiero recordarla canturreando mientras desbrozaba sin


prisa sus hortensias, sus geranios, sus petunias… y sus pensamientos. Fue en su
patio cordobés, el que trajo consigo a la capital, donde replantó sus raíces junto a
mi abuelo.

 
Mi madre, toda una costurera
A mi madre.

 
Permitidme que os hable de mi madre para que la conozcáis un poco, y sobre
todo la queráis un mucho, como yo. Porque de otra cosa no, pero de hacerse
querer sabía un rato.
No sé si me entendéis si digo que ya de niño me enseñó a su modo a escribir
sin torcerme. Digo a su modo porque lo hizo zapatilla en mano. Ninguno nos
salvamos, pero el hecho de ser el mayor de mis hermanos conlleva una gran
responsabilidad y el mayor peso de los castigos. Y muy mal no lo haría. Ha
conseguido que ande más derecho que una vela.
Nuestra primera casa, aquí en Madrid, constaba de pequeñas estancias
alrededor de un patio a rebosar de macetas cargadas de flores. Imagino que mi
madre, junto con los recuerdos de la niñez, trajo consigo, dentro de una maleta
de cartón, un pedazo de su Córdoba natal para no sentirse sola en tierra extraña.
En primavera, una explosión de alegría inundaba aquel patio. Sobre fondo de
hojas verdes, imperaban el rosa pálido de las hortensias y el rojo intenso de
geranios y gitanillas. En la estampa no podían faltar los narcisos con sus
amarillos, los violáceos jacintos y el blanco de las palmiras. Rosas no había. “La
única Rosa de este patio soy yo”, decía.
Cuando las fragancias y los colores se apagaban, allí estaba ella. Acompañada
por el viento, esparcía por el barrio coplas de grandes tonadilleras. Escuché
decir a uno de mis vecinos que no le hacía falta sintonizar la radio para escuchar
a Marifé de Triana, Juanita Reina, Imperio Argentina y a tantas otras.
Además de peluquera, fue ante todo costurera. El sueldo de mi padre apenas
alcanzaba, y no le quedó más remedio que colaborar para llenar la nevera y
comprarnos zapatos. Y por qué no decirlo, para que ningún domingo nos faltaran
churros con chocolate para desayunar; y para merendar: pestiños, trenzas y
medias lunas con un buen Colacao.
Siempre atareada, además de llevar a cuestas la casa: lavar, planchar,
cocinar,… atender a mi padre y a nosotros para que de nada nos faltara, arañaba
horas al sueño para coser. Yo dormía por ella y por mí. El soniquete de su Singer
era más poderoso que el cloroformo.
Nunca olvidaré su taller de costura, donde máquina de coser, agujas e hilos se
aunaban en una simbiosis perfecta. Allí bordaba, y sobre todo confeccionaba
“sábanas Walf con cuatro puntos de ajuste”. No sé cómo no se mareaba con tanto
olor a poliéster y a goma. Por eso, cuando su rostro empieza a desdibujarse de mi
memoria, compro sábanas para mi cama.
Lo que no auguró, o quizás sí, es que tantas horas encorvada le acarrearían
achaques en la espalda. Los sufridos dolores no la abandonaron hasta el día que
nos dejó.
Como cualquier madre que se precie, además de arreglar los bajos de los
pantalones, remendaba los descosidos. No me refiero a los de nuestra ropa, la
que pasaba de hermano a hermano, sino a cómo se enfrentaba a las dificultades.
Zurció sin parpadear el siete que me hice en el muslo al caerme en una zanja.
También corrió con mi hermano mediano en brazos hasta la ‘Casa de Socorro’
para que le salvaran el ojo tras recibir una pedrada. Hasta hizo de sicóloga con
mi otro hermano cuando sufrió el primer mal de amores.
Leía a trompicones, y lo de escribir tampoco fue su fuerte. A duras penas
garabateaba su nombre. Pero en el manejo de la caja de costura, era toda una
experta. Si tocaba dar un corte, cogía las tijeras y ¡zas! Según ella, había que ir
con la verdad por delante por mucho que escueza. Luego, a mano o con su
Singer, hilvanaba los destrozos para que cicatrizaran. Afirmaba que las cicatrices
son pruebas palpables de lo aprendido. Y tan mal no lo haría, porque tanto
pequeños como mayores, fuéramos familia o no, recurríamos a ella para que nos
escuchara, o para recibir sus consejos cosidos siempre a afilados comentarios.
Entre otras cosas, conservo su Singer. La ubiqué en un rincón de mi
habitación,  donde ahora moran, junto a sus recuerdos, los ecos de las puntadas
de cariño que me unían a ella.
Cuando la necesito, me siento a su vera. No me creeréis, pero en ocasiones
veo el pedal balancearse. Entonces aspiro su esencia, la que impregna la sábana
que la cubre, para así saber lo que quiere decirme con cada traqueteo. Si es
consuelo lo que busco, el ritmo del vaivén aminora los latidos de mi corazón
desbocado. Y si no consigo conciliar el sueño, al balanceo lo acompaña la más
dulce de las nanas.
Solo dormido consigo sumergirme en su taller de costura. Buceo bajo las telas
hasta encontrarla para que vuelva a abrazarme.
 

Oscuro pasillo
 

Otra vez en este oscuro pasillo que nada me hace sentir. Camino por él sin
ningún sentido ni dirección. Observo lo que pasa y los que pasan, y sigo sin
reconocer nada ni a nadie. Parecen sombras, unas sombras sin cuerpo que
atravieso sin esfuerzo. Escucho murmullos; es como si alguien intentara decirme
algo, pero no sé lo que es; todo son incoherencias, todo son balbuceos. Les hablo
y siguen sin oírme. Me obligan a gritarles. Les explico que la que chilla no soy yo,
ni la que escucha, ni la que mira, ni tan siquiera la que padece, sin entender que
es otro el que lo hace en mi nombre, alguien que ha usurpado mi espacio al no
disponer de uno propio.

¡Al fin, otra puerta! Espero que ésta me permita conseguir lo que anhelo:
volver a mi vida, la de siempre, y no retornar a este oscuro pasillo. Una vida que,
hasta que me sumergí en ésta, se me antojaba poco atractiva, y ahora sé que era
la más maravillosa de las vidas, simplemente porque era mía y sólo mía. La de
ahora, tiene periodos cada vez más prolongados que siento que no me
pertenecen; pertenecen a alguien que no sé quién es: un extraño que se ha
establecido de forma tan arraigada en cada uno de los habitáculos de mi esencia,
un extraño que me impide ser yo misma, la que fui; un extraño que me roba
palabras, caminos, vivencias, y lo que es peor, el semblante de quienes me
quieren.

Recuerdo vagamente el instante en el que ese mismo extraño me obligó, sin


darme opción, a introducirme en un apagado túnel, túnel que desembocó en este
pasillo, pasillo por el que paseo itinerante sin ningún objetivo ni fin.

Qué ilusa fui, qué confundida estaba, como otras miles de veces en mi anterior
vida, vida en la que me fie de mis impresiones, mis sensaciones y mis creencias,
las que se desbaratan al estar basadas en esas emociones que no atienden a
razones ni a hechos; infundadas, pretenden materializar los sueños que
anhelamos; sueños que se truncan, y que al despertarnos, se evaporan y suben
allá donde pertenecen: a las nubes.

¡Lo sabía! ¡Esta puerta es peor que la anterior! Cada vez hay menos, y las
pocas con las que me encuentro, me expulsan de mi realidad con más rapidez.
Parece que el extraño, que segundo a segundo se va apoderando de mi interior,
consigue su cometido con más eficacia. Noto que mi desbocado fin se aproxima.
Me parece olfatearlo, incluso lo distingo a lo lejos, al fondo de este oscuro pasillo.

Cuando la luz entra con todo su colorido, de mi pecho brota el deseo al que me
aferro con todas las fuerzas, deseo que no es otro que el fin me lleve con él, como
al resto de los que estamos en esta misma situación. No es que me lo hayan
dicho, pero creo que los que deambulamos por estos oscuros pasillos y sin
comprensión, anhelamos lo mismo.

Menos mal, ¡una ventana! ¿Qué me mostrará tras sus cortinajes? Espero que
esta vez la persiana no caiga y me permita observarles por más tiempo, tiempo
que noto que se me escapa entre mis huesudos dedos.

¿Serán caras conocidas, o, como cada vez en más ocasiones, será una falsa
ventana? Cuando me enfrento a esas falsas ventanas se me quitan las ganas de
seguir. Se me desmoronan las esperanzas que me restan, esperanzas que
menguan a un ritmo que mi yo entiende insoportable. El recipiente donde las
guardo se resquebrajó hace tiempo, y las pocas esperanzas que alberga se van
desparramando por doquier. Las que así se pierden, caen a un abismo donde
impera la nada, y de allí es imposible rescatarlas; perecen sin más.

Ahora, al confirmar que es una de esas otras ventanas, de las buenas, de las
que me permiten ver con total nitidez cuanto ocurre tras ellas, no me queda más
que dar gracias y lanzarlas por encima del cielo que ya no veo hacia el infinito.
Tengo que ofrecérselas al que las recibe, y decirle con la mano en el corazón:
«Gracias por consentir, aunque sea por un tiempo tan fugaz, que vea sus caritas
de nuevo».

Lo cierto es que esta ventana es la mejor de todas. Casi ninguna cara me


parece ajena. Y lo mejor: están todos. ¡No falta nadie! Me cuesta rescatar de mi
pasado, ése que contadas a veces puedo traerme al presente, otro momento en el
que estuviéramos reunidos. ¿Será porque han visto a través del cristal de la
ventana, a mi espalda, el fin que me acecha, el fin que alcanzará a cada nacido
sin excepción. Si se le ve llegar, es imposible de esquivar. Esa es la única certeza
que existe en el mundo de las realidades.

Digo adiós, pero sale: ¡Hola! Y ellos me saludan con alegría y congoja a la vez.
No pueden reprimir las lágrimas, ni tampoco ocultármelas. Sus lágrimas las
atisbo, las huelo y hasta las escucho nada más brotarle cada una a cada uno.
Creen que he vuelto, cuando en realidad me estoy yendo. ¿O quizás lo sepan,
como yo? Les digo que les quiero con toda el alma, ya que las emociones que allí
cohabitan, él, el extraño que osa en compartirme, no podrá arrebatármelas
jamás. Los sentimientos que residen en tan especial lugar me los llevaré conmigo
allá donde vaya.

Tengo que apremiarme en mi despedida: los pasos del fin retumban cada vez
más cerca. Intento decirles de nuevo adiós y prorrumpe un: ¡Hasta pronto!
Siento cómo me coge en volandas como si fuera una muñeca, a la par que la
persiana se cierra y se abre la última de las puertas, allá al fondo.

¡Ya puedo verla! ¡Todo termina!, ¿o quizás empieza? Es posible que en el más
allá las dimensiones espacio-tiempo pierdan toda su dimensión. Hasta que no
cruce la puerta no lo sabré y nadie lo sabrá, porque al traspasarla, después de
cerrarse, la cerradura desaparecerá junto con cualquier vestigio de lo aquí
ocurrido: hechos, actos, dichos, pasarán a formar parte de la historia de los sin
recuerdos.
 

FIN: «¡Por aquí os espero a todos!»


 

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