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- Ding Dong!

- ¿Aló?
- ¡Venimos los Díaz!
- ¡Pasen!
- ¡Cuidado con el fierro!
La típica llegada a la casa de la Ani y el Rafa al almuerzo familiar del sábado. Había que
saltar el fierro de la reja que era parte del portón grande de madera café.
Recuerdo, ni siquiera haber levantado la cabeza y ya quedarme mirando el suelo de la
entrada. Esas piedritas redondas, lustradas por el paso del tiempo, sobre saliendo de entre el
musgo gris que cubre el viaje con el que comienza esta historia.
- La Juanita cuando chica bautizó esta entrada como “el viaje” por lo larga...
- ¡Sí! -respondía entre risas- ¡es tan linda!
Entre este clásico intercambio de palabras ya comenzaba a percibir el olor a tabaco, las
risas de los primos a lo lejos y esa sensación de ansias que cubre la piel por debajo de la
ropa.
- ¡Hola! ¡Hola! ¿Cómo están? ¡Pasen!
Nos recibe la Ani, con su característica sonrisa, feliz de vernos o quizás yo más feliz de
estar ahí.
- ¿Dónde dejo esto?
Preguntando por la ensalada de choclo y las bebidas con que había que aportar a la reunión.
- ¡En la cocina!
La primera impresión siempre muy ajetreada y un tanto incómoda, entre saludar a los
familiares que se encontraban en el trayecto desde la puerta de entrada hasta la cocina,
probablemente unos míseros tres metros, pero los más colapsados por lejos.
Por ser la más chica de la familia, nunca importó tanto que no saludara a todos, y en mi
lista de objetivos bien abajo se encontraba tal acometido, pues una vez dentro de la casa,
automáticamente el tiempo se tornaba en mi contra y debía aprovechar cada minuto para
escudriñar hasta el último rincón de este lugar secreto.
Lo primero, lo primero, encontrar a la Lela para que me llevara a su pieza y me mostrara la
última colección de botones galácticos incluidos a lo que podríamos llamar su espacio
personal, pero que para mí era en realidad la primera fase a desbloquear del juego.
Para esto, sabía perfecto donde dirigirme, bastaba con identificar a Ancanamón, el gato
negro que le sumaba una cuota más de misterio al panorama, y de seguro ahí encontraba a
la Lela.
No debía dejar que nada me distrajera hasta encontrarla, lo que significaba, no apartar la
vista, para evitar la tentación, a ningún librero o pieza que se interpusiera en la búsqueda.
Una vez reunida con la Lela, le tenia que preguntar si me dejaba entrar a su pieza, a lo que
probablemente respondía que sí, sin mayor preocupación, pero con un grado de satisfacción
sabiendo que ahora era aún más interesante que la última vez que había entrado.
Con la aprobación ya dada, me sentía libre de transitar por el fondo de la casa en general,
pues, aunque había preguntado solo por la pieza de la derecha, con cierta patudez, extendía
el permiso a los preciados alrededores.
La pieza de la izquierda me causaba la misma intriga que la de la Lela, era una pieza más
prohibida, pues era el escritorio del Rafa a quien yo consideraba un misterioso señor que
tenía siempre un cigarro en la boca, y un par de libros al alcance de su mano.
Su escritorio estaba siempre muy ordenado, hoy me pregunto si era realmente así o es
simplemente como lo recuerdo producto del contraste con la pieza de al lado, pues sea lo
que sea que compares con la pieza de la Lela, siempre se puede decir que está mas
ordenado y pulcro.
La mayor codicia del escritorio del Rafa era su computador, pues para mí significaba una
fuente inagotable de películas que solo se encontraban ahí y que solo la Lela sabía
ponerme, películas que eran el perfecto culmine de un día en la casa de Eloísa Díaz. Por
supuesto, no eran cualquier película, eran nada más ni nada menos que las preciadas obras
del japonés Hayao Miyazaki que hoy aprecio muchísimo y agradezco haber visto por
primera vez sentada en aquel escritorio de madera con olor a estudio impregnado en las
paredes, frente a una antigua pantalla y con la sensación de haber pasado el día en uno de
los mejores lugares que conocía.
Si bien las dos piezas del final eran las que más llamaban mi atención, no menor era la
atracción que sentía a esos pequeños rincones de patio que las rodeaban. El patio al que
daba la pieza de la Lela, siempre adornado con pequeñas suculentas, era el perfecto
escenario vacío para rellenar con lo que mi imaginación gustara, pues ese pequeño pedacito
de la casa gozaba del privilegio de estar apartado de la vista de todo el mundo.
Para que decir el sillón que se encontraba en el pasillo que une las piezas de atrás con la
cocina, un sillón negro, en ese entonces gigante para mi, de esos que se siente la comodidad
antes de siquiera tocarlo. Al frente no de una tele, sino de un montón de libros apilados en
las repisas que cubren la pared, acompañados de una especie de vitral de colores en forma
de diamante colgado desde el techo, y que si tenías la suerte podías ver el reflejo de sus
colores atravesados por la luz de la tarde como pintando los libros.
Luego de, generalmente, un abundante almuerzo, optaba por sentarme cerca de la piscina,
debajo del típico árbol de caqui que deja entrar la perfecta cantidad de sol entre sus hojas,
acompañado del sonido de la fuente de agua que tiene incluida la piscina, el cual puede ser
que nunca haya funcionado realmente pero que su presencia, combinada con mi ilimitada
imaginación escuchan hasta el día de hoy.
Ya cerca del termino del día, me gustaba pasar tiempo con la Ani quizás para terminar de
imaginarme lo que ocurría cotidianamente en la casa, lo que pasaba cuando yo no estaba
pues me intrigaba de sobre manera pensar que esa casa existía todo el año, habitada por
estas tres suertudas personas que tenían a su disposición todos los días esta inagotable
fuente de aventuras.

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