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Bartolomé Esteban Murillo

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«Murillo» redirige aquí. Para otras acepciones, véase Murillo (desambiguación).

Autorretrato, hacia 1670, óleo sobre lienzo, 122 x 107 cm, Londres, National
Gallery. Inscripción: Bartus Murillo seipsum depin/gens pro filiorum votis
acpreci/bus explendis. En este cuadro, pintado por deseo de sus hijos, Murillo se
autorretrató dentro de un marco con forma ovalada y con molduras, apoyando en él
una mano para reforzar el efecto naturalista del trampantojo y acompañado por los
instrumentos propios del arte de pintor: lápiz, papel y compás para el dibujo,
paleta y pinceles para el color, en una demostración de orgullo por la posición
social alcanzada con su oficio solo comparable en la pintura española al
autorretrato de Velázquez en Las meninas.1
Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, bautizado el 1 de enero de 1618–3 de abril de
1682) fue un pintor barroco español. Formado en el naturalismo tardío, evolucionó
hacia fórmulas propias del barroco pleno con una sensibilidad que a veces anticipa
el rococó en algunas de sus más peculiares e imitadas creaciones iconográficas,
como la Inmaculada Concepción o el Buen Pastor en figura infantil. Personalidad
central de la escuela sevillana, con un elevado número de discípulos y seguidores
que llevaron su influencia hasta bien entrado el siglo XVIII, fue también el pintor
español mejor conocido y más apreciado fuera de España, el único del que Sandrart
incluyó una breve y fabulada biografía en su Academia picturae eruditae de 1683 con
el Autorretrato del pintor grabado por Richard Collin.2 Condicionado por la
clientela, el grueso de su producción está formado por obras de carácter religioso
con destino a iglesias y conventos sevillanos, pero a diferencia de otros grandes
maestros españoles de su tiempo, cultivó también la pintura de género de forma
continuada e independiente a lo largo de buena parte de su carrera.3

Índice
1 Vida y obra
1.1 Formación y primeros años
1.2 Sevilla en el siglo XVII
1.3 Primeros encargos
1.4 De 1649 a 1655: el impacto de la peste
1.5 La llegada de Herrera el Mozo a Sevilla y la recepción del pleno barroco
1.6 Años de plenitud
1.7 Los grandes encargos
1.7.1 La serie de pinturas para Santa María la Blanca
1.7.2 Pinturas para la iglesia de los capuchinos de Sevilla
1.7.3 La serie de las obras de misericordia para el Hospital de la Caridad
1.8 Otras iconografías religiosas
1.8.1 La Inmaculada Concepción
1.8.2 Jesús niño y san Juanito
1.8.3 Temas de la Pasión
1.9 Los géneros profanos
1.9.1 La pintura de género
1.9.2 Retratos
1.10 Últimos trabajos y muerte
2 Discípulos y seguidores
3 Recepción y valoración crítica
4 Véase también
5 Referencias
5.1 Notas
5.2 Bibliografía
6 Enlaces externos
Vida y obra
Murillo y la iglesia de la Magdalena
Partida de bautismo del pintor de 1 de enero de 1618.

Pila donde fue bautizado.


Murillo debió de nacer en los últimos días de 1617 pues fue bautizado en la
parroquia de Santa María Magdalena de Sevilla el 1 de enero de 1618.4 Era el menor
de catorce hermanos, hijos del barbero Gaspar Esteban y de María Pérez Murillo, que
procedía de una familia de plateros y contaba entre sus parientes cercanos con
algún pintor. Conforme al uso anárquico de la época, aunque alguna vez firmó
Esteban adoptó comúnmente el segundo apellido de la madre. Su padre era un
acomodado barbero, cirujano y sangrador al que en ocasiones se le da tratamiento de
bachiller,5 y del que en un documento de 1607 se decía que era «rico y ahorrador»,
arrendatario de algunos bienes inmuebles junto a la iglesia de San Pablo cuyos
derechos heredó Bartolomé y le proporcionaron rentas durante casi toda su vida. Con
nueve años y en el plazo de seis meses quedó huérfano de padre y madre y fue puesto
bajo la tutela de una de sus hermanas mayores, Ana, casada también con un barbero
cirujano, Juan Agustín de Lagares. El joven Bartolomé debió de mantener buenas
relaciones con la pareja pues no mudó de domicilio hasta su matrimonio, en 1645, y
en 1656 su cuñado, ya viudo, le nombró albacea testamentario.6

Formación y primeros años

La Virgen con fray Lauterio, san Francisco de Asís y santo Tomás de Aquino, hacia
1638-1640, óleo sobre lienzo, 216 x 170 cm, Cambridge, Fitzwilliam Museum. Una
cartela en el ángulo inferior derecho explica el contenido de este inusual asunto,
en el que la Virgen aconseja al franciscano fray Lauterio, estudiante de teología,
la consulta de la Summa Theologiae del aquinatense para resolver sus dudas de fe.
Apenas se tienen noticias documentales de los primeros años de vida de Murillo y de
su formación como pintor. Consta que en 1633, cuando contaba quince años, solicitó
licencia para pasar a América con algunos familiares, motivo por el que hizo
testamento en favor de una sobrina.7 Según la costumbre de la época, por esos años
o algo antes debió de iniciar su formación artística. Es muy posible que, como
afirmó Antonio Palomino, se formase en el taller de Juan del Castillo, casado con
una de las hijas de Antonio Pérez, tío y padrino de bautismo de Murillo y pintor de
imaginería él mismo.8 Pintor discreto, caracterizado por la sequedad del dibujo y
la amable expresividad de sus rostros, la influencia de Castillo se advierte con
claridad en las que probablemente sean las más tempranas de las obras conservadas
de Murillo, cuyas fechas de ejecución podrían corresponder a 1638-1640: La Virgen
entregando el rosario a Santo Domingo (Sevilla, Palacio arzobispal y antigua
colección del conde de Toreno) y La Virgen con fray Lauterio, san Francisco de Asís
y santo Tomás de Aquino (Cambridge, Fitzwilliam Museum), de dibujo seco y alegre
colorido.910

Según Palomino, al dejar el taller de Juan del Castillo lo bastante capacitado para
«mantenerse pintando de feria (lo cual entonces prevalecía mucho), hizo una partida
de pinturas para cargazón de Indias; y habiendo por este medio adquirido un pedazo
de caudal, pasó a Madrid, donde con la protección de Velázquez, su paisano (...),
vio repetidas veces las eminentes pinturas de Palacio».11 Aunque no es improbable
que, como otros pintores sevillanos, pintase en sus comienzos cuadros de devoción
para el lucrativo comercio americano,12 nada indica que viajase a Madrid en estas
fechas como tampoco es probable que realizase el viaje a Italia que le atribuyó
Sandrart y desmintió Palomino, tras investigar la cuestión, según decía, con
«exacta diligencia». Por lo demás, según pensaba el cordobés, la infundada
suposición de un viaje a Italia nacía de «que los extranjeros no quieren conceder
en esta arte el laurel de la Fama a ningún español, si no ha pasado por las aduanas
de Italia: sin advertir, que Italia se ha transferido a España en las estatuas,
pinturas eminentes, estampas, y libros; y que el estudio del natural (con estos
antecedentes) en todas partes abunda».13

Palomino, que había llegado a conocerlo aunque no lo tratase, decía haber oído a
otros pintores que en sus primeros años «se había estado encerrado todo aquel
tiempo en su casa estudiando por el natural, y que de esta suerte había adquirido
la habilidad» con la que, al exponer sus primeras obras públicas, pintadas para el
convento de los franciscanos de Sevilla, se ganó el respeto y la admiración de sus
paisanos, quienes hasta ese momento nada sabían de su existencia y progresos en el
arte.14 En cualquier caso, el estilo que se manifiesta en sus primeras obras
importantes, como lo son esas pinturas del claustro chico del convento de San
Francisco, pudo aprenderlo sin salir de Sevilla en artistas de la generación
anterior como Zurbarán o Francisco de Herrera el Viejo.

Sevilla en el siglo XVII


Ostentando el monopolio del comercio con las Indias y contando con Audiencia,
diversos tribunales de justicia, entre ellos el de la Inquisición, arzobispado,
Casa de Contratación, Casa de Moneda, consulados y aduanas, Sevilla era a comienzos
del siglo XVII el «paradigma de ciudad».15 Aunque los 130 000 habitantes con los
que contaba a finales del siglo XVI habían disminuido algo a consecuencia de la
peste de 1599 y la expulsión de los moriscos, cuando nació Murillo seguía siendo
una ciudad cosmopolita, la más poblada de las españolas y una de las mayores del
continente europeo. A partir de 1627 comenzaron a advertirse algunos síntomas de
crisis a causa de la disminución del comercio con Indias, que lentamente se
desplazaba hacia Cádiz, el estallido de la Guerra de los Treinta Años y la
separación de Portugal. Pero el mayor impacto lo produjo la epidemia de peste de
1649, de efectos devastadores. La población se redujo a la mitad, contabilizándose
unos 60 000 muertos, y ya no se recuperó: amplias zonas urbanas, sobre todo en las
parroquias populares de la zona norte, quedaron semidesiertas y con sus casas
convertidas en solares.16

Josua van Belle, 1670, óleo sobre lienzo, 125 x 102 cm, Dublín, National Gallery of
Ireland. Murillo retrató a Belle, comerciante neerlandés llegado a Sevilla en 1663,
con la elegante actitud propia del retrato nórdico que pudo conocer en las
colecciones de pintura de los comerciantes de esa procedencia establecidos en la
ciudad, ante una cortina de vivo color púrpura que no se aprecia en esta
reproducción.
Aunque la crisis afectó de manera desigual a los diversos segmentos de la
población, el nivel de vida general disminuyó. Las clases populares, las más
afectadas por ella, protagonizaron en 1652 un motín de corto alcance causado por el
hambre, pero en líneas generales la caridad funcionó como paliativo de la
injusticia y la miseria que afectaba por igual a los pordioseros que se agolpaban a
las puertas del palacio episcopal, para recibir la hogaza de pan que repartía
diariamente el arzobispo, como a los cientos de pobres «vergonzantes»
contabilizados en cada parroquia o en instituciones específicamente dedicadas a su
atención. Entre estas destacó la Hermandad de la Caridad, revitalizada después de
1663 por Miguel Mañara, quien en 1650 y 1651 había actuado como padrino de bautismo
de dos de los hijos de Murillo. El pintor, que era hombre devoto como demuestra su
ingreso en la Cofradía del Rosario en 1644, la recepción del hábito de la Venerable
Orden Tercera de San Francisco en 1662 y su presencia frecuente en los repartos de
pan organizados por las parroquias a las que sucesivamente estuvo adscrito, ingresó
también en esta institución en 1665.

Menos afectada por la crisis, la Iglesia también notó sus consecuencias: después de
1649 apenas se establecieron nuevos conventos, tan sólo dos o tres hasta el siglo
XIX, frente a los nueve conventos de varones y uno de mujeres que se habían fundado
desde el año del nacimiento de Murillo hasta esa fecha.17 Sus cerca de setenta
conventos eran, sin duda, más que suficientes para una urbe que había visto
disminuir tan drásticamente su población; pero la ausencia de nuevas fundaciones
conventuales no puso fin a la demanda de obras de arte, pues templos y cenobios no
dejaron de enriquecerse artísticamente por sus propios medios o por donaciones de
particulares acomodados, como lo era el propio Mañara.
El comercio con Indias, aunque no generase un tejido industrial, siguió aportando
trabajo a tejedores, libreros y artistas. Los compradores de plata, que se
encargaban de afinar los lingotes y los llevaban a labrar a la Casa de la Moneda,
eran profesionales exclusivos de Sevilla; tampoco les faltó el trabajo a los
oficiales de la Casa de la Moneda, al menos por temporadas, cuando arribaba la
flota a puerto.18 Y nunca faltaron los comerciantes llegados del extranjero, que
hacían de Sevilla una ciudad cosmopolita. Se estima que en 1665 la cifra de
extranjeros residentes en Sevilla rondaba los siete mil, aunque como es natural no
todos ellos se dedicasen al comercio. Algunos se habían integrado plenamente en la
ciudad tras hacer fortuna: Justino de Neve, protector de la iglesia de Santa María
la Blanca y del Hospital de Venerables, para los que encargó a Murillo algunas de
sus obras maestras, procedía de una de aquellas familias de antiguos comerciantes
flamencos establecidos en la ciudad ya en el siglo XVI.19 Otros se incorporaron en
fechas más avanzadas: el neerlandés Josua van Belle y el flamenco Nicolás de
Omazur, a los que retrató Murillo, llegaron a la ciudad después de 1660. Hombres
cultos a la vez que adinerados, hubieron de viajar a Sevilla con retratos y cuadros
de aquella procedencia, lo que explicaría la influencia, entre otros, de
Bartholomeus van der Helst en los retratos del sevillano.20 Ellos fueron también
los encargados de extender la fama de Murillo más allá de la península,
singularmente Nicolás de Omazur cuya amistad con el pintor le llevó a encargar, a
su muerte, un grabado del Autorretrato ahora conservado en la National Gallery de
Londres, acompañado de un texto laudatorio en latín posiblemente redactado por él
mismo, que además de comerciante era conocido como poeta.21

Primeros encargos
En 1645 Murillo contrajo matrimonio con Beatriz Cabrera Villalobos, de una familia
de acomodados labradores de Pilas y sobrina de Tomás Villalobos, platero de oro y
familiar del Santo Oficio que la tutelará al pasar a Sevilla.22 El matrimonio tuvo
diez hijos, de los que únicamente cinco —la menor de quince días— sobrevivieron a
la madre, fallecida el 31 de diciembre de 1663.23 Sólo uno, Gabriel (1655-1700),
trasladado a las Indias en 1678, apenas cumplidos los veinte años, y que llegó a
ser Corregidor de Naturales de Ubaque (Colombia),24 parece haber seguido el oficio
paterno para el que, de creer a Palomino, era sujeto de buenas prendas y «mayores
esperanzas».13

San Diego de Alcalá dando de comer a los pobres, hacia 1646, óleo sobre lienzo, 173
x 183 cm, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
El mismo año de su matrimonio recibió el primer encargo importante de su carrera:
los once lienzos para el claustro chico del convento de San Francisco de Sevilla,
en los que trabajó de 1645 a 1648. Dispersos los cuadros tras la Guerra de la
Independencia,25 la serie narra con propósito didáctico algunas historias pocas
veces representadas de santos de la orden franciscana, en especial seguidores de la
Observancia española a la que estaba adscrito el convento. En la elección de sus
asuntos se puso el acento en la exaltación de la vida contemplativa y la de
oración, representadas en el San Francisco confortado por un ángel, de la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando y La cocina de los ángeles del Louvre; la
alegría franciscana, ejemplificada en el San Francisco Solano y el toro (Patrimonio
Nacional, Real Alcázar de Sevilla), y el amor al prójimo, reflejado específicamente
en el San Diego de Alcalá dando de comer a los pobres (Real Academia de San
Fernando). Con un fuerte acento naturalista, en la tradición del tenebrismo
zurbaranesco, recogió en este último lienzo un completo repertorio de tipos
populares retratados con apacible dignidad, cuidadosamente ordenados en una
sencilla composición de planos paralelos recortados sobre un fondo negro. En el
centro, en torno al caldero, destaca un grupo de niños mendigos en el que es
posible apreciar ya el interés por los temas infantiles que el pintor nunca
abandonará.26
Si la serie, en su conjunto, puede explicarse dentro de la tradición monástica
iniciada por Pacheco, el naturalismo de algunas de sus piezas y el interés por el
claroscuro muestran una afinidad con la obra de Zurbarán que podría considerarse ya
arcaica, si se toma en consideración que Velázquez y Alonso Cano, de la misma
generación que el maestro extremeño, hacía años que habían abandonado el
tenebrismo.27 La atracción por el claroscuro, sin embargo, aún se va a ver
acentuada en alguna obra posterior, aunque siempre dentro de su producción
temprana, como puede ser la Última Cena de la iglesia de Santa María la Blanca,
fechada en 1650. Pero junto a ese gusto por la iluminación intensa y contrastada,
en algunos lienzos de la misma serie franciscana se aprecian novedades que,
distanciándolo de Zurbarán, permitirían explicar la buena acogida que tuvo el
encargo, aunque fuese modestamente pagado: así la difusa iluminación celestial que
envuelve al cortejo de santas que acompañan a la Virgen en el lienzo apaisado que
representa La muerte de Santa Clara (Dresde, Gemäldegalerie, fechado en 1646),
donde además en las figuras de las santas se manifiesta ya el sentido de la belleza
con que Murillo acostumbrará a retratar a los personajes femeninos, o el dinamismo
de las figuras que pueblan la Cocina de los ángeles, donde se representa al lego
fray Francisco de Alcalá en levitación y a los ángeles afanados en sus tareas en la
cocina. No obstante, y junto a estos aciertos, se advierte también en el conjunto
de la serie cierta torpeza en la forma de resolver los problemas de perspectiva y
es patente la utilización de estampas flamencas como fuente de inspiración. A ellas
se debe en buena parte el dinamismo de las figuras angélicas, tomadas
principalmente de la serie de los Angelorum Icones de Crispijn van de Passe. Otras
fuentes empleadas, como Rinaldo y Armida, grabado de Pieter de Jode II sobre una
composición de Anton van Dyck solo dos años anterior al encargo de la serie
franciscana, demuestran que Murillo podía estar muy al tanto de las últimas
novedades en pintura.2829

De 1649 a 1655: el impacto de la peste

Sagrada Familia del pajarito, hacia 1649-1650, óleo sobre lienzo, 144 x 188 cm,
Madrid, Museo del Prado. Con un tratamiento de la luz y un estudio de los objetos
inanimados todavía zurbaranescos, Murillo crea un ambiente intimista de apacible
cotidianidad que será el característico de su pintura, abordando el hecho
religioso, en el que la figura de San José cobra especial protagonismo, con los
recursos propios del naturalismo y una personal y humanísima visión.
En los años inmediatos al terrible impacto de la peste de 1649 no se conocen nuevos
encargos de aquella envergadura pero sí un elevado número de imágenes de devoción,
entre ellas algunas de las obras más populares del pintor, en las que el interés
por la iluminación claroscurista se distancia de lo zurbaranesco por la búsqueda de
una mayor movilidad e intensidad emotiva, al interpretar los temas sagrados con
delicada e íntima humanidad. Las varias versiones de la Virgen con el Niño o de la
llamada Virgen del Rosario (entre ellas las del Museo de Castres, Palacio Pitti y
Museo del Prado), la Adoración de los pastores y la Sagrada Familia del pajarito,
ambas del Museo del Prado, la juvenil Magdalena penitente de la National Gallery of
Ireland y Madrid, colección Arango, o la Huida a Egipto de Detroit, pertenecen a
este momento, en el que también abordó por primera vez el tema de la Inmaculada en
la llamada Concepción Grande o Concepción de los franciscanos (Sevilla, Museo de
Bellas Artes), con la que inició la renovación de su iconografía en Sevilla según
el modelo de Ribera.30

También pertenece a este momento, en el terreno ya de la pintura profana, el Niño


espulgándose o Joven mendigo del Museo del Louvre, el primer testimonio conocido de
la atención y dedicación del pintor a los motivos populares con protagonistas
infantiles, en el que se ha visto una nota de melancólico pesimismo al mostrar al
pequeño esportillero desparasitándose en soledad, un pesimismo que abandonará por
completo en las obras posteriores de este género, dotadas de mayor vitalidad y
alegría.31 De otro orden son la reaparecida Vieja hilandera de Stourhead House,
conocida con anterioridad solo por una copia mediocre guardada en el Museo del
Prado, y la Vieja con gallina y cesta de huevos (Múnich, Alte Pinakothek), que pudo
pertenecer a Nicolás de Omazur, pinturas de género concebidas casi como retratos de
observación directa e inmediata aunque en ellas se acuse también la influencia de
la pintura flamenca a través de estampas de Cornelis Bloemaert.32 Por último, de
1650 es también el primer retrato documentado, el de Don Juan de Saavedra (Córdoba,
colección privada).33

Con su arzobispo y sus más de sesenta conventos, Sevilla era en el siglo XVII un
importante foco de cultura religiosa. En ella, la religiosidad popular, alentada
por las instituciones eclesiásticas, se manifestó en ocasiones con vehemencia. Así
ocurrió en 1615, cuando según Diego Ortiz de Zúñiga y otros cronistas de la época,
la ciudad entera se echó a la calle para proclamar la concepción de María sin
pecado original en respuesta al sermón de un padre dominico en el que había
manifestado una «opinión poco piadosa» en relación con el misterio. En su
desagravio se celebraron procesiones y fiestas tumultuosas ese año y los siguientes
a las que no faltaron negros y mulatos, y hasta «Moros y Moras», según se decía,
hubiesen participado con su propia fiesta de habérseles permitido.34 La peste de
1649 hizo además que se redoblasen algunas devociones con títulos tan
significativos como las del Cristo de la Buena Muerte o del Buen Fin, y que se
fundasen o renovasen cofradías como la de los Agonizantes, cuyo objetivo era
procurar a los hermanos sufragios y digna sepultura.35 En ese ambiente de intensa
religiosidad la clientela eclesiástica constituía solo una parte, y quizá no la
mayor, de la amplia demanda de pinturas religiosas, lo que permitiría explicar la
producción murillesca de estos años, destinada a clientes privados y no a templos o
conventos, con la repetición de motivos y la existencia de copias salidas del
taller, como ocurre con la Santa Catalina de Alejandría de medio cuerpo, cuyo
original, conocido por varias copias, se encuentra actualmente en la Fundación
Focus-Abengoa de Sevilla. Numerosos particulares tomaron a su cargo la fundación o
dotación de iglesias, conventos y capillas, pero además pinturas o sencillas
láminas de asunto religioso no podían faltar en ningún hogar, por modesto que
fuera. Un estudio estadístico hecho sobre 224 inventarios sevillanos entre los años
1600 y 1670, con un total de 5 179 pinturas reseñadas, arroja la cifra de 1 741
cuadros de asunto religioso en poder de particulares, es decir, algo más de un
tercio del total; pocos más, 1 820, correspondían a la pintura profana de cualquier
género y de las restantes 1 618 no se determinaba el motivo pero seguramente muchas
de ellas serían también de asunto religioso. Como en otros lugares de España, el
porcentaje de pinturas profanas era mayor en las colecciones de la nobleza y el
clero, aumentando proporcionalmente la pintura de motivo religioso conforme se
descendía en la escala social, hasta ser casi el único género presente en los
inventarios de los agricultores y trabajadores en general.36

La llegada de Herrera el Mozo a Sevilla y la recepción del pleno barroco

San Antonio de Padua, 1656, óleo sobre lienzo, Catedral de Sevilla. El cuadro
marca, en opinión de A. E. Pérez Sánchez, la «definitiva inflexión» de Murillo
hacia el estilo barroco pleno.
En 1655 llegó a Sevilla Francisco de Herrera el Mozo, procedente de Madrid tras una
probable estancia de algunos años en Italia. A poco de llegar pintó el Triunfo del
Sacramento de la Catedral de Sevilla, con la novedad de sus grandes figuras
situadas a contraluz en el primer plano y el revoloteo de ángeles infantiles
tratados con pincelada fluida y casi transparente en las lejanías. Su influencia se
podrá advertir de inmediato en el San Antonio de Padua, cuadro de grandes
dimensiones que Murillo pintó para la capilla bautismal de la catedral sólo un año
después. La neta separación de los espacios celeste y terreno, tradicional en la
pintura sevillana, con su equilibrada composición y figuras monumentales, se rompe
decididamente aquí, potenciando la diagonal, al situar el rompimiento de gloria
desplazado a la izquierda. El santo, a la derecha, extiende los brazos hacia la
figura del Niño Jesús, que aparece aislado sobre un fondo vivamente iluminado. La
distancia que los separa subraya la intensidad de los sentimientos del santo y su
anhelo expectante. El santo se sitúa en un espacio interior en penumbra, pero
abierto a una galería con la que se crea un segundo foco de fuerte iluminación con
la que consigue una admirable profundidad espacial y evita el violento contraste
entre un cielo iluminado y una tierra en sombras, unificando los espacios mediante
una luz difusa y vibrante en la que algunos ángeles del primer plano quedan también
a contraluz.3738

La propia evolución de su pintura hizo posible esa rápida asimilación de las


novedades herrerianas. Del mismo año 1655, terminados en el mes de agosto cuando se
colocaron en la sacristía de la catedral, son la pareja de santos sevillanos
formada por San Isidoro y San Leandro, cuadros costeados por el acaudalado canónigo
Juan Federigui. Tratándose de figuras monumentales, mayores que el natural por ir
colocadas en lo alto de las paredes, aparecen bañadas por una luz plateada que
provoca en las túnicas blancas destellos brillantes logrados por una técnica de
pincelada pastosa y fluida.39 De fecha próxima pueden ser la Lactación de San
Bernardo y la Imposición de la casulla a San Ildefonso, ambos en el Museo del
Prado, de datación controvertida y origen desconocido. Los cuadros se citan por
primera vez en el inventario del Palacio de la Granja de 1746 como pertenecientes a
Isabel de Farnesio, probablemente adquiridos durante los años de estancia de la
corte en Sevilla. Por su tamaño, de más tres metros de alto y similares
dimensiones, cabe suponerlos cuadros de altar, aunque se desconoce la iglesia para
la que fueron pintados y si la procedencia, como parece, es la misma para ambos.
Todavía se aprecia en ellos el gusto por la iluminación claroscurista y las figuras
monumentales, con una composición sobria y detalles decorativos en los que se han
advertido recuerdos de Juan de Roelas principalmente para el lienzo de San
Bernardo, si bien con un tratamiento de los accesorios más naturalista en Murillo
que en su modelo. Pero al mismo tiempo, el sutil empleo de las luces, especialmente
en las zonas más intensamente iluminadas, avanza el tratamiento lírico de la
materia que será característico de su obra posterior.40

Dos importantes conjuntos, cuyos encargos no han podido ser documentados, podrían
pertenecer también a este momento por su rico sentido del color y la disposición de
algunas figuras a contraluz: los tres monumentales lienzos dedicados a la vida de
Juan el Bautista, de los que únicamente se sabe que en 1781 colgaban en el
refectorio del convento de religiosas agustinas de San Leandro de Sevilla, vendidos
por el convento en 1812 y actualmente dispersos entre los museos de Berlín,
Cambridge y Chicago, y la serie del Hijo Pródigo (Dublín, National Gallery of
Ireland), de la que algún boceto se conserva en el Museo del Prado, serie inspirada
en grabados de Jacques Callot pero que el pintor supo adaptar a su propio estilo
pictórico y al ambiente sevillano del momento en las vestimentas y fisonomías de
sus protagonistas. Esta aproximación histórica es especialmente reseñable en el
lienzo llamado El hijo pródigo hace vida disoluta, en el que se ha visto una escena
costumbrista contemporánea con todos los elementos propios de un bodegón y otros
detalles naturalistas hábilmente resueltos, como la figura del músico que, situado
a contraluz, hace más agradable el banquete, el perrillo que asoma bajo el mantel o
los generosos escotes de las damas engalanadas con ropas de vistosos colores y
comedido erotismo.41

Años de plenitud
En 1658 pasó algunos meses en Madrid. Se desconocen los motivos de este viaje y lo
que hiciera durante su estancia en la ciudad, pero cabe suponer que, estimulado por
Herrera, quisiese conocer las últimas novedades que en materia de pintura se
practicaban en la corte. De regreso a Sevilla se ocupó en la fundación de una
academia de dibujo, cuya primera sesión tuvo lugar el 2 de enero de 1660 en la casa
lonja. Su objetivo era permitir tanto a los maestros de pintura y escultura como a
los jóvenes aprendices perfeccionarse en el dibujo anatómico del desnudo, para lo
que la academia facilitaría su práctica con modelo vivo, sufragado por los
maestros, que aportaban también el gasto en leña y velas, pues las sesiones tenían
lugar por la noche. Murillo fue su primer copresidente, junto con Herrera el Mozo,
que marchó ese mismo año a Madrid para asentarse definitivamente en la corte.42 En
noviembre de 1663 aún participó en la sesión que acordó la redacción de las
constituciones de la academia, pero para entonces había dejado ya su presidencia,
pues al frente de ella aparece en la documentación Sebastián de Llanos y Valdés.
Según Palomino, que pondera siempre el carácter apacible de Murillo y su modestia,
la habría abandonado y establecido academia particular en su propia casa, para no
vérselas con el carácter altivo de Juan de Valdés Leal, elegido presidente a
continuación, quien «en todo quería ser solo».43

Nacimiento de la Virgen, 1660, París, Museo del Louvre.


De ese año 1660 es también una de las obras más significativas y admiradas de su
producción: el Nacimiento de la Virgen del Museo del Louvre, pintado para
sobrepuerta de la Capilla de la Concepción Grande de la catedral sevillana. En el
centro, bajo un pequeño rompimiento de gloria, un grupo de matronas y ángeles en
composición decreciente deudora de Rubens se arremolinan alegres en torno a la
recién nacida, de la que emana un foco de luz que ilumina intensamente el primer
plano y se degrada hacia el fondo. De este modo crea efectos atmosféricos en las
escenas laterales, más retrasadas y con focos de luz autónomos, en las que aparecen
santa Ana a la izquierda, en una cama bajo dosel, contrastando su tenue iluminación
con la de la silla situada en primer término a contraluz, y dos doncellas a la
derecha secando los pañales al fuego de una chimenea. Esta cuidadosamente estudiada
jerarquización de las luces recuerda a críticos como Diego Angulo la pintura
neerlandesa y en concreto la pintura de Rembrandt, que Murillo pudo conocer a
través de estampas o incluso por la presencia de alguna de sus obras en colecciones
sevillanas, como la de Melchor de Guzmán, marqués de Villamanrique, de quien se
sabe que poseía un cuadro de Rembrandt que expuso públicamente en 1665 con ocasión
de la inauguración de la iglesia de Santa María la Blanca.44

Influencias holandesas y flamencas se señalan también en sus paisajes, elogiados ya


por Palomino, quien a propósito de ellos decía: «no es de omitir la célebre
habilidad, que tuvo nuestro Murillo en los países». Descontado algún paisaje puro
de atribución dudosa, como el Paisaje con cascada del Museo del Prado, se trata de
fondos paisajísticos en composiciones narrativas. Los mejores ejemplares en este
orden corresponden a los cuatro lienzos conservados de la serie de historias de
Jacob que pintó para el marqués de Villamanrique, expuestos en la fachada de su
palacio en las fiestas de consagración de la iglesia de Santa María la Blanca en
1665 y pintados probablemente hacia 1660.45 Palomino, confundiendo el sujeto, pues
habla de historias de la vida de David, cuenta que el marqués de Villamanrique
encargó los paisajes a Ignacio de Iriarte, especialista en el género, y las figuras
a Murillo, pero que al disputar los pintores sobre quién había de hacer el primero
su parte, Murillo, enfadado, le dijo «que si pensaba, que le había menester para
los países, se engañaba: y así él solo hizo las tales pinturas con historias, y
países, cosa tan maravillosa como suya; las cuales trajo a Madrid dicho señor
Marqués».46

Jacob pone las varas al ganado de Labán, hacia 1660-1665, óleo sobre lienzo, 213 x
358 cm, Dallas, Meadows Museum. El lienzo, perteneciente a una serie de historias
de la vida de Jacob, muestra la habilidad de Murillo en la creación de paisajes.
La serie, que originalmente debía de estar formada por cinco cuadros de los que
solo se conocen cuatro, se encontraba en el siglo XVIII en Madrid en poder del
marqués de Santiago y a comienzos del siglo XIX ya se había dispersado. En la
actualidad se localizan dos de sus historias en el Museo del Ermitage, las que
representan a Jacob bendecido por Isaac y La escala de Jacob, y las dos restantes
en Estados Unidos: Jacob busca los ídolos domésticos en la tienda de Raquel,
conservada en el Cleveland Museum of Art, y Jacob pone las varas al rebaño de
Labán, propiedad del Meadows Museum de Dallas. Los amplios paisajes, especialmente
en estos dos últimos, ordenados en torno a un motivo central y abiertos a un fondo
luminoso lejano sobre el que se recortan los perfiles difusos de las montañas,
sugieren el conocimiento de paisajistas flamencos como Joos de Momper o Jan
Wildens,47 y quizá también de los paisajes italianos de Gaspard Dughet,
estrictamente contemporáneo, en tanto la atención prestada al ganado, abundante en
ambos cuadros, parece remitir a Orrente reinterpretado a la rica manera del
sevillano.37 Con absoluto naturalismo, Murillo representará en el Jacob pone las
varas al rebaño de Labán incluso el apareamiento de las ovejas al que hace alusión
el texto bíblico (Génesis, 30, 31), lo que por cuestiones de decoro se ocultó bajo
repintes probablemente ya en el siglo XIX, para volver a salir a la luz en el XX.45

Los grandes encargos


La serie de pinturas para Santa María la Blanca
Poco antes de morir el papa Urbano VIII, en 1644, una decretal de la Congregación
romana del Santo Oficio, en manos de los dominicos, prohibió atribuir el término
inmaculada a la concepción de María en lugar de predicarlo directamente de la
Virgen, del modo como sus partidarios habían pasado de concepción de la Virgen
Inmaculada a Inmaculada Concepción de la Virgen. La decretal no se hizo pública y
solo comenzó a ser conocida cuando el Santo Oficio censuró algunos libros por aquel
motivo. Al llegar la noticia a Sevilla, el cabildo respondió colgando un cuadro de
la Inmaculada Concepción de Murillo con la inscripción «Concebida sin pecado» y la
propia ciudad se dirigió a las Cortes de Castilla en 1649 reclamando la
intervención del rey. Nada cambió durante el pontificado de Inocencio X, pero al
ser elevado al solio pontificio Alejandro VII en 1655 Felipe IV redobló los
esfuerzos para obtener la anulación de la decretal y una aprobación de la fiesta de
la Inmaculada Concepción como se había venido celebrando en España. Tras las
numerosas gestiones de los emisarios españoles, el 8 de diciembre de 1661 el papa
Alejandro VII promulgó la Constitución Apostólica Sollicitudo omnium ecclesiarum,
que si bien no era todavía la definición dogmática que algunos esperaban,
proclamaba la antigüedad de la pía creencia, admitía su fiesta, y afirmaba que ya
pocos católicos la rechazaban. La constitución fue acogida en España con entusiasmo
y por todas partes se celebraron grandes fiestas, de las que han quedado numerosos
testimonios artísticos.48

Pinturas para la iglesia de Santa María la Blanca

El sueño del patricio.

El patricio Juan y su esposa ante el papa Liberio.


Pintados entre 1662 y 1665, los dos medios puntos de más de 5 metros de ancho que
decoraban la nave central, actualmente en el Museo del Prado, narran la fundación
de la Basílica de Santa María la Mayor de Roma, o Santa María de las Nieves,
advocación del templo sevillano.
En conmemoración de la constitución apostólica, el párroco de la iglesia de Santa
María la Blanca, Domingo Velázquez Soriano, acordó proceder a una remodelación del
templo, antigua sinagoga, cuyos trabajos fueron costeados en parte por el canónigo
Justino de Neve, probable autor del encargo a Murillo de cuatro cuadros para
decorar sus muros. Las obras, que transformaron el viejo edificio medieval en un
espectacular templo barroco, se iniciaron en 1662 y estaban concluidas en 1665,
inaugurándose con solemnes fiestas descritas minuciosamente por Fernando de la
Torre Farfán en Fiestas que celebró la iglesia parroquial de S. María la Blanca,
Capilla de la Santa Iglesia Metropolitana, y patriarchal de Sevilla: en obseqvio
del nvevo breve concedido por N. Smo. Padre Alexandro VII en favor del pvrissimo
mysterio de la Concepción sin culpa Original de María Santiisima. Nuestra Senóra,
en el Primero Instante physico de su ser, editada al año siguiente en Sevilla.
Farfán describe la iglesia, de cuyos muros colgaban ya las pinturas de Murillo, y
los decorados efímeros instalados en la plaza situada ante el templo, donde en un
tablado provisional se dispuso un retablo con al menos otras tres pinturas de
Murillo propiedad de Neve: una Inmaculada grande en el nicho central y a sus lados
el Buen Pastor y San Juan Bautista Niño.
Los cuadros de Murillo, en forma de medio punto, representaban historias de la
fundación de la Basílica de Santa María la Mayor de Roma los dos más grandes,
situados en la nave central e iluminados por las claraboyas de la cúpula, y la
Inmaculada Concepción y el Triunfo de la Eucaristía en los dos menores, dispuestos
en las cabeceras de las naves laterales. Los cuatro salieron de España durante la
Guerra de la Independencia y solo los dos primeros, destinados al Museo Napoleón,
fueron devueltos en 1816, incorporándose más tarde al Museo del Prado, en tanto los
dos restantes, tras sucesivas ventas, pertenecen al Museo del Louvre, el que
representa a la Inmaculada, y a una colección particular inglesa el Triunfo de la
Eucaristía.

Especialmente las dos primeras son obras magistrales. En el Sueño del patricio Juan
y su esposa Murillo representa el momento en que, en sueños, se les aparece la
Virgen en el mes de agosto para pedirles la dedicación de un templo en el lugar que
verán trazado con nieve en el monte Esquilino. En lugar de mostrarles dormidos en
el lecho, Murillo los imagina vencidos por el sueño, él recostado sobre la mesa
cubierta por un tapete rojo, sobre la que reposa cerrado el grueso libro en que ha
estado leyendo, y ella sobre un cojín, según la costumbre de la época, con la
cabeza caída sobre las labores interrumpidas. Incluso un perrillo blanco duerme
arremolinado sobre sí mismo. La composición decreciente amplifica la sensación de
relajamiento. La penumbra que invade la escena, rota por el halo que envuelve a
María con el Niño, aparece matizada por las luces que destacan sutilmente cada
detalle de la composición y crean, con el tratamiento fluido y borroso de los
contornos, el espacio donde se sitúan las figuras plácidamente.49

La historia continúa con la presentación del Patricio Juan y su esposa ante el papa
Liberio. Murillo divide la escena, disponiendo a la izquierda al patricio y a su
esposa ante el papa, que ha tenido el mismo sueño, y a la derecha representa
dibujada en la lejanía la procesión que se dirige al monte para verificar el
contenido de los sueños, en la que el papa Liberio reaparece bajo el palio. La
escena principal se dispone en un amplio escenario de arquitectura clásica
iluminado desde la izquierda. La luz incide principalmente sobre la mujer y el
religioso que la acompaña, creando un contraluz con el que destaca sobre la desnuda
arquitectura la figura del papa, retratado posiblemente con los rasgos de Alejandro
VII. El mismo gusto por los contraluces se encuentra en la procesión, pintada con
pincelada ligera y casi abocetada, donde las figuras de los espectadores del primer
plano aparecen como bultos sumidos en la sombra, destacando de este modo la
luminosidad de la procesión misma.50

Pinturas para la iglesia de los capuchinos de Sevilla

Santo Tomás de Villanueva, hacia 1668, óleo sobre lienzo, 283 x 188 cm, Sevilla,
Museo de Bellas Artes. Pintado para una de las capillas laterales de la iglesia de
los capuchinos, Murillo llamaba a este cuadro su Lienzo, según cuenta Antonio
Palomino, quien destacaba la figura del mendigo de espaldas, «que parece verdad».
Tras algunas pinturas hechas hacia 1664 para el convento de San Agustín, de las que
cabe destacar la que representa a San Agustín contemplando a la Virgen y a Cristo
crucificado (Museo del Prado), entre 1665 y 1669 pintó en dos etapas 16 lienzos
para la iglesia del convento de capuchinos de Sevilla, destinados a su retablo
mayor, los retablos de las capillas laterales y el coro para el que pintó una
Inmaculada. Tras la desamortización de Mendizábal de 1836 los cuadros pasaron al
Museo de Bellas Artes de Sevilla, salvo el Jubileo de la Porciúncula que ocupaba el
centro del retablo mayor, conservado en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia. El
repertorio de santos que forma este conjunto incluye, según Pérez Sánchez, algunas
de las «obras capitales de su mejor momento».37 Las figuras emparejadas de San
Leandro y San Buenaventura y de Santas Justa y Rufina, que ocupaban los lados del
primer cuerpo del retablo, tienen ese carácter tan propio del pintor de vivos
retratos y de profunda humanidad en sus expresiones serenas y melancólicas. Las
santas sevillanas, acompañadas por algunos cacharros de cerámica de bella factura
en alusión a su profesión de alfareras y a su martirio, sostienen una reproducción
de la Giralda en recuerdo del terremoto de 1504, en el que según la tradición
impidieron su caída abrazándose a ella, pero su presencia en el retablo se debe a
que la iglesia se había construido en el lugar que ocupaba el antiguo anfiteatro
donde habían recibido el martirio. También san Leandro aludía a la historia del
templo, pues la tradición afirmaba que en aquel lugar había construido un convento
antes de la conquista musulmana de la península ibérica, que ahora traspasaba
alegóricamente a san Buenaventura, a quien, contrariamente a su habitual
iconografía, Murillo representó barbado, por ser convento de capuchinos, y con la
maqueta de una iglesia gótica, probablemente copiada de un grabado, para significar
su antigüedad.51

En los cuadros dedicados a santos franciscanos —San Antonio de Padua, San Félix
Cantalicio— pero especialmente en el San Francisco abrazando a Cristo en la Cruz
que figura entre los cuadros más populares del pintor, la suavidad de luces y
colores, armonizando sin violencia el pardo del hábito franciscano con los fondos
verdosos o con el cuerpo desnudo de Cristo, intensifican el carácter íntimo de sus
visiones místicas, despojadas de todo dramatismo. Muy representativa de la
evolución del pintor es la Adoración de los pastores, pintada para altar de una
capilla lateral. Comparada con otras versiones anteriores del mismo tema, como la
conservada en el Museo del Prado de hacia 1650 y estricta observancia naturalista,
se puede advertir en ella con toda claridad, la novedad que suponen estas pinturas
en cuanto a la factura pictórica de su pincelada ligera y la utilización de la luz
para crear con ella el espacio, valiéndose de los contraluces, frente al claroscuro
y el modelado prieto de sus primeras obras.52

Santo Tomás de Villanueva, el cuadro al que el pintor llamaba «su Lienzo»,


originalmente situado en la primera capilla de la derecha, ejemplifica bien el
grado de magisterio alcanzado por el pintor en esta serie. Tomás de Villanueva,
aunque agustino y no franciscano, había sido recientemente canonizado por Alejandro
VII y como arzobispo de Valencia había destacado por su espíritu limosnero, lo que
resalta Murillo disponiéndole rodeado de mendigos a los que socorre junto a una
mesa con un libro abierto, cuya lectura ha abandonado, para significar de este modo
que la ciencia teológica sin la caridad no es nada. La escena discurre en un
interior de sobria arquitectura clásica y notable profundidad señalada por la
alternancia de espacios iluminados y en sombras. Una monumental columna en el plano
medio a contraluz permite crear un halo luminoso en torno a la cabeza del santo,
cuya estatura acrecienta el mendigo tullido arrodillado ante él, con un estudiado
escorzo de su espalda desnuda. Igual de estudiadas parecen las contrastadas
psicologías de los mendigos socorridos, desde el anciano encorvado que acerca la
mano a los ojos, con gesto de asombro o de incredulidad, la anciana que mira con
semblante huraño y el muchacho tiñoso que aguarda suplicante, al niño que en el
ángulo inferior izquierdo del lienzo y destacado a contraluz, muestra a su madre
con radiante alegría las monedas que ha recibido.53

La serie de las obras de misericordia para el Hospital de la Caridad


Pinturas para la iglesia del Hospital de la Caridad

Abraham y los tres ángeles, Ottawa, National Gallery.

El regreso del hijo pródigo, Washington, National Gallery of Art.

La curación del paralítico en la piscina probática, Londres, National Gallery.


Murillo pintó entre 1666 y 1670 «seis jeroglíficos que explican seis de las obras
de Misericordia» para la nueva iglesia que, impulsada por Miguel de Mañara,
construía la Hermandad de la Caridad, a la que el pintor había ingresado en 1665.
En 1672 entregó otros dos cuadros de altar, los únicos que junto con dos de los
jeroglíficos de las obras de misericordia se conservan en su lugar.
La Hermandad de la Caridad, fundada según la leyenda a mediados del siglo XV por
Pedro Martínez, prebendado de la catedral, para dar sepultura a los ajusticiados,
inició su andadura poco antes de 1578, cuando los hermanos alquilaron a la Corona
la capilla de San Jorge situada en las Reales Atarazanas y se fecha su primera
Regla, en la que se fijaba como objetivo propio de la hermandad enterrar a los
muertos. Durante años llevó una vida lánguida, al punto que en 1640 la capilla se
encontraba en ruinas y los hermanos decidieron su demolición, iniciando la
construcción de una nueva, cuya conclusión se iba a demorar más de 25 años. La
peste de 1649 permitió su revitalización, con la incorporación de nuevos hermanos,
pero fue el ingreso de Miguel Mañara, heredero de una acaudalada familia de
comerciantes de origen corso, y su elección como hermano mayor en diciembre de
1663, lo que impulsó la conclusión de las obras de la iglesia, a las que se añadió
la conversión de un almacén de las Atarazanas en hospicio y la reforma de la propia
hermandad, que ahora tendría también como objetivos acoger a los vagabundos y
darles de comer en su hospicio, convertido en dispensario de incurables, y recoger
a los enfermos abandonados para trasladarlos, a hombros de los hermanos si era
necesario, hasta los hospitales donde los atendieran.54

Fue Mañara con toda probabilidad el autor del programa decorativo, ajustado a un
discurso narrativo coherente, y el responsable de elegir a sus artífices: Murillo y
Valdés Leal, encargados de las labores pictóricas, Bernardo Simón de Pineda para la
arquitectura de los retablos y Pedro Roldán a cargo de la escultura. El acta de la
reunión de la hermandad del 13 de julio de 1670, recogida en el Libro de Cabildos,
da información de lo que hasta ese momento se llevaba hecho y aclara su
significado:
Así mismo propuso Nro. hermano mayor Don Miguel de Mañara como acavada la obra de
nra. iglesia y puéstose en ella con la grandeza y hermosura que se ve seis
jeroglíficos que explican seis de las obras de Misericordia, haviéndose dejado la
de enterrar los muertos que es la principal de nro. Instituto para la Capilla
mayor.55
Los «jeroglíficos» allí mencionados, ilustración de las obras de misericordia,
pueden identificarse con los seis cuadros de Murillo que, según las descripciones
de Antonio Ponz y Juan Agustín Ceán Bermúdez, colgaban de los muros de la nave de
la iglesia por debajo de la cornisa, formando otra de las series capitales de la
etapa madura del pintor. Cuatro de ellos fueron robados por el mariscal Soult
durante la guerra de Independencia y se encuentran actualmente dispersos en
diferentes museos, conservándose en su lugar únicamente los dos mayores, de formato
apaisado, que se situaban en el crucero. Sus asuntos, relacionado cada uno de ellos
con una obra de misericordia, son: La curación del paralítico (Londres, National
Gallery), visitar a los enfermos; San Pedro liberado por el ángel (San Petersburgo,
Museo del Ermitage), redimir a los cautivos; Multiplicación de los panes y los
peces, in situ, dar de comer al hambriento; El regreso del hijo pródigo
(Washington, National Gallery of Art), vestir al desnudo; Abraham y los tres
ángeles (Ottawa, National Gallery), dar posada al peregrino; y Moisés haciendo
brotar el agua de la roca de Horeb, in situ, dar de beber al sediento. A propósito
de ellos comentaba Ceán Bermúdez:
Los que no conceden a Murillo más que la hermosura del color, podrán observar en la
espalda del paralítico de la piscina como entendía la anatomía del cuerpo humano:
en los tres ángeles que se aparecen a Abrahán, las proporciones del hombre: en las
cabezas de Cristo, Moysés, el padre de familia y de otros personages, la nobleza de
los caracteres: la expresión del ánimo en las figuras del hijo Pródigo (...) y en
fin verán en estos excelentes cuadros practicadas las reglas de la composición, de
la perspectiva y de la óptica, como también la filosofía con que demostraba las
virtudes y las pasiones del corazón humano.56
Diego Angulo destacó, junto con la capacidad del pintor para no repetirse y su
dominio de la gesticulación en los personajes secundarios, que con la diversidad de
sus reacciones profundizan los contenidos narrativos, la amplitud del espacio
arquitectónico representado en los pórticos de la piscina probática, donde por
medio de la luz y el gradual desdibujamiento de las formas se alcanzan notables
efectos de perspectiva aérea.57 En los dos lienzos mayores, los más complejos por
composición y número de personajes, sin embargo, también recurrió a la inspiración
ajena, habiéndose señalado deudas para el Moisés de un lienzo de igual asunto del
genovés Gioacchino Assereto, que era bien conocido en Sevilla y actualmente se
localiza en el Museo del Prado, y de Herrera el Viejo para la Multiplicación de los
panes y los peces, reinterpretados ambos con su particular sensibilidad.58

San Juan de Dios (detalle), 1672, Sevilla, iglesia del Hospital de la Caridad.
El ciclo de las obras de misericordia encargado a Murillo se completaba con el
grupo escultórico del Entierro de Cristo ejecutado por Pedro Roldán, que por
representar la obra caritativa más importante en el origen de la institución,
enterrar a los muertos, ocupaba el retablo mayor. Aparte de esta serie, la
hermandad pagó en 1672 otras cuatro pinturas entregadas por Murillo y Valdes Leal
en ese año, cuyos asuntos completaban el mensaje de la anterior conforme a las
inquietudes y meditaciones de Mañara, expresadas en su Discurso de la verdad.

Esos cuatro lienzos, rematados en medio punto, eran por una parte los célebres
«jeroglíficos de las postrimerías» de Valdés Leal, situados a los pies de la nave,
próximos a la entrada del templo, recordando al que entraba la caducidad de los
bienes terrenos y la proximidad del juicio divino, en el que la balanza podía
inclinarse del lado de la salvación mediante el ejercicio de las obras de
misericordia mostradas en la serie anterior; pero como todos los motivos de esa
serie habían sido tomados de la Biblia, los dos nuevos cuadros de Murillo, situados
en los altares de la nave, venían a proponer a los hermanos modelos de caridad con
los que pudieran identificarse más fácilmente, por la mayor cercanía de sus
protagonistas: San Juan de Dios y Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos,
conservados ambos en su lugar. Ambos servían como ejemplo hasta un grado heroico de
las nuevas prácticas caritativas que Mañara había encomendado a la hermandad,
implicándose personal y directamente en el ejercicio de la caridad, como él
esperaba que hicieran los hermanos, cargando sobre sus hombros si era necesario a
los mendigos enfermos en cualquier lado que los encontrasen, tal como había hecho
el granadino Juan de Dios, o limpiando sus heridas sin volver el rostro «por muy
llagado y asqueroso que esté»,59de lo que era ejemplo la santa reina húngara. Y es
de este modo como Murillo mostraba a sus mendigos enfermos, incluso incidiendo en
la interpretación realista y desagradable de las llagas, lo que no dejó de suscitar
algunas críticas cuando el cuadro de Santa Isabel de Hungría llegó a París, llevado
por las tropas francesas. Tantas críticas como elogios iba a recibir poco después
en la misma Francia por la capacidad de los españoles para conjugar lo sublime y lo
vulgar.60

Otras iconografías religiosas


La Inmaculada Concepción
Se conocen cerca de veinte cuadros con el tema de la Inmaculada pintados por
Murillo, una cifra solo superada por José Antolínez y que ha hecho que se le tenga
por el pintor de las Inmaculadas, una iconografía de la que no fue inventor pero
que renovó en Sevilla, donde la devoción se hallaba profundamente arraigada.

Inmaculada Concepción de El Escorial, hacia 1660-1665, óleo sobre lienzo, 206 x 144
cm, Madrid, Museo del Prado.
La más primitiva de las conocidas es, probablemente, la llamada Concepción Grande
(Sevilla, Museo de Bellas Artes), pintada para la iglesia de los franciscanos donde
se situaba sobre el arco de la capilla mayor, a gran altura, lo que permite
explicar la corpulencia de su figura. Por su técnica puede llevarse a una fecha
cercana a 1650, cuando se reconstruyó el crucero de la iglesia tras sufrir un
hundimiento. Ya en esta primera aproximación al tema Murillo rompió decididamente
con el estatismo que caracterizaba a las Inmaculadas sevillanas, atentas siempre a
los modelos establecidos por Pacheco y Zurbarán. Influido posiblemente por la
Inmaculada de Ribera para las agustinas descalzas de Salamanca, que pudo conocer
por algún grabado, Murillo la dotó de vigoroso dinamismo y sentido ascensional
mediante el movimiento de la capa. La Virgen viste túnica blanca y manto azul,
conforme a la visión de la portuguesa Beatriz de Silva recordada por Pacheco en sus
instrucciones iconográficas, pero Murillo prescindió por entero de los restantes
atributos marianos que con carácter didáctico abundaban en las representaciones
anteriores y, de la tradicional iconografía de la mujer apocalíptica, dejó sólo la
luna bajo sus pies y el «vestido de sol», entendido como el fondo atmosférico de
color ambarino sobre el que se recorta la silueta de la Virgen. Sobre una peana de
nubes sostenida por cuatro angelotes niños y reducido el paisaje a una breve franja
brumosa, la sola imagen de María bastaba a Murillo para explicar su concepción
inmaculada.4861

La segunda aproximación de Murillo al tema inmaculista está relacionada también con


los franciscanos, los grandes defensores del misterio, y es en rigor un retrato, el
de fray Juan de Quirós, que en 1651 publicó en dos tomos Glorias de María. El
cuadro, de grandes dimensiones y actualmente en el Palacio arzobispal de Sevilla,
fue encargado en 1652 a Murillo por la Hermandad de la Vera Cruz que tenía su sede
en el convento de San Francisco. El fraile aparece retratado ante una imagen de la
Inmaculada, acompañada por ángeles portadores de los símbolos de las letanías, e
interrumpe la escritura para mirar al espectador, sentado frente a una mesa en la
que reposan los dos gruesos volúmenes que escribió en honor de María. El respaldo
del sillón frailuno, superpuesto al borde dorado que enmarca la imagen, permite
apreciar sutilmente que el retratado se encuentra ante un cuadro y no en presencia
real de la Inmaculada, cuadro dentro del cuadro enmarcado por columnas y festones
con guirnaldas. El modelo de la Virgen, con las manos cruzadas sobre el pecho y la
vista elevada, es ya el que el pintor va a recrear, sin repetirse nunca, en sus muy
numerosas versiones posteriores.62

Inmaculada Concepción de los Venerables o Inmaculada Soult, hacia 1678, óleo sobre
lienzo, 274 x 190 cm, Madrid, Museo del Prado.
En la Inmaculada pintada para la iglesia de Santa María la Blanca, a la que ya se
ha hecho mención, también incluyó retratos de devotos del misterio. Torre Farfán
identificó entre ellos al párroco, Domingo Velázquez, quien pudo sugerirle al
pintor el complejo contenido teológico de este lienzo y de su pareja, el Triunfo de
la Eucaristía. Ambos aparecen enlazados y se explican por los textos inscritos en
las filacterias dibujadas en ellos: «in principio dilexit eam» (En el principio
[Dios] la amó), texto formado con las primeras palabras del Génesis y un versículo
del Libro de la Sabiduría (VIII, 3), texto que acompaña a la imagen de la
Inmaculada, e «in finem dilexit eos, Joan Cap. XIII», con la alegoría de la
Eucaristía, palabras tomadas del relato de la Última Cena en el Evangelio de Juan:
«sabiendo Jesús que le había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre,
habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin». La Inmaculada, cuya definición
dogmática reclamaban sus defensores, se asociaba de este modo con la Eucaristía,
elemento central de la doctrina católica: la misma manifestación de amor a los
hombres que había movido a Jesús al final de sus días en la tierra a encarnarse en
el pan, había preservado a María del pecado antes de todos los tiempos. Y aunque es
probable que a Murillo se le diesen tanto los asuntos como los textos inscritos,
cabe recordar que los pintores sevillanos al ingresar en la academia de dibujo
debían prestar juramento de fidelidad al Santo Sacramento y a la doctrina de la
Inmaculada.48

La Inmaculada de Santa María la Blanca responde por lo demás a un prototipo creado


por el pintor hacia 1660 o poco más tarde, años a los que pertenece la llamada
Inmaculada de El Escorial (Museo del Prado), una de las más bellas y conocidas del
pintor, quien se sirvió aquí de una modelo adolescente, de mayor juventud que en
sus restantes versiones. El perfil ondulante de la figura, con la capa apenas
despegada del cuerpo en dirección diagonal, y la armonía de los colores azul y
blanco del vestido con el gris plateado de las nubes por debajo del resplandor
levemente dorado que envuelve la figura de la Virgen, son rasgos que se encuentran
en todas sus versiones posteriores hasta la que probablemente sea la última: la
Inmaculada Concepción de los Venerables, también llamada Inmaculada Soult (Museo
del Prado), que podría haber sido encargada en 1678 por Justino de Neve para uno de
los altares del Hospital de los Venerables de Sevilla. A pesar de su considerable
tamaño, la Virgen aparece aquí de dimensiones más reducidas al aumentar
considerablemente el número de angelitos que revolotean alegres a su alrededor,
anticipando el gusto delicado del rococó. Sacada de España por el mariscal Soult,
cuando se tenía, según Ceán Bermúdez, por «superior a todas las de su mano», fue
adquirida por el Museo del Louvre en 1852 por 586 000 francos de oro, la cifra más
alta que se había pagado hasta ese momento por un cuadro. Su posterior ingreso en
el Museo del Prado se produjo como consecuencia de un acuerdo firmado entre el
gobierno español y el francés de Philippe Pétain en 1940, cuando la estimación del
pintor se encontraba en horas bajas, siendo canjeada junto con la Dama de Elche y
otras obras de arte por una copia del retrato de Mariana de Austria de Velázquez,
entonces propiedad del Museo del Prado, que en aquel momento se consideraba la
versión original del retrato.63

Jesús niño y san Juanito

El Buen Pastor, hacia 1660, óleo sobre lienzo, 123 x 101 cm, Madrid, Museo del
Prado.
La Virgen con el Niño en figura aislada y de cuerpo entero es otro de los temas
tratados con frecuencia por Murillo. En este caso se trata generalmente de obras de
reducido tamaño, destinadas probablemente a oratorios privados. La mayor parte de
las conservadas fueron pintadas entre 1650 y 1660, con técnica aún claroscurista e,
independientemente de su carácter devoto, con un acusado sentido naturalista de la
belleza femenina y de la gracia infantil. A la influencia de Rafael, conocido a
través de grabados, se debe sin duda la elegancia de los esbeltos modelos juveniles
de sus Vírgenes así como la delicada expresión de los sentimientos maternales que
hacen innecesario el acompañamiento de otros símbolos, más propios de la
religiosidad medieval pero que podían encontrarse, todavía, en las composiciones de
Francisco de Zurbarán dedicadas al mismo asunto. Paralelamente se advierte la
influencia de la pintura flamenca, bien representada en Sevilla, en el rico
tratamiento de los ropajes, así en algunas de las versiones de las que existe un
mayor número de copias antiguas, como son la Virgen del Rosario con el Niño del
Museo del Prado o la Virgen con el Niño del Palacio Pitti, en la que a la tierna
expresión de la Virgen y la juguetona actitud del Niño se une la elección de una
rica gama de tonalidades pastel rosas y azules, anticipo del gusto rococó.64

Con idéntico aliento naturalista trató otros motivos del ciclo de la infancia de
Cristo, como la Huida a Egipto (Detroit Institute of Arts) o la Sagrada Familia
(Prado, Derbyshire, Chatsworth House). El interés del pintor por los temas de la
infancia y la propia evolución de la sentimentalidad barroca se pondrán de
manifiesto también en las figuras aisladas del Niño Jesús dormido sobre la cruz o
bendiciendo y del Bautista niño, o San Juanito, de entre las que cabría recordar la
versión conservada en el Museo del Prado, obra tardía, fechable hacia 1675, y una
de las más divulgadas del pintor, en la que el Niño con gesto místico y el cordero
que lo acompaña se dibujan con pincelada fluida sobre un paisaje plateado de
perfiles deshechos.

Del viejo tema del Buen Pastor, interpretado por Murillo en versión infantil, se
conocen tres versiones: la que probablemente sea la más antigua de ellas, la del
Museo del Prado, pintada hacia 1660, presenta al Niño reposando una mano en la
oveja extraviada, erguido, mirando al espectador con cierto aire melancólico y
sentado en un bucólico paisaje de ruinas clásicas, lo que hace de ella una eficaz
imagen devocional. Una versión posterior, en Londres, Colección Lane, con Jesús en
pie conduciendo el rebaño, deja más espacio al paisaje pastoril y el rostro del
Niño, dirigido ahora al cielo, gana en expresividad. Su pareja en el pasado, el San
Juanito y el cordero de Londres, National Gallery, en el que el pequeño Bautista
aparece con el rostro risueño mientras abraza al cordero con infantil frescura,
llamó la atención de Gainsborough que pudo poseer una copia e inspirarse en él para
su Niño con perro de la colección Alfred Beit. La última versión de este tema
(Fráncfort, Städelsches Kunstinstitut), trabajada con notable soltura de pincel y
colores suaves, pertenece ya a los años postreros del pintor, con un sentido de la
belleza más acentuadamente dulce y delicado. Los niños de la concha del Museo del
Prado, donde el Niño Jesús y san Juanito aparecen juntos en actitud de jugar es,
como las anteriores, una imagen devocional dirigida a una piedad sencilla pero
servida con una depurada técnica pictórica, enormemente popular.6566

Temas de la Pasión

Cristo después de la flagelación, óleo sobre lienzo, 113 x 147 cm, Boston, Museum
of Fine Arts.
En la pintura de Murillo las escenas de martirio, aunque no falten —Martirio de san
Andrés, Museo del Prado– son muy raras. Mucho más frecuentes son las imágenes
devocionales y piadosas que le permiten incidir en los aspectos emotivos del asunto
representado, despojado de todo contexto narrativo, del mismo modo como abordará
los temas de la Pasión de Cristo.67

El Ecce homo en figura aislada y formando pareja con la Dolorosa, conforme al


modelo de Tiziano, es de los temas de la Pasión la imagen que más se repite, ya sea
de busto (Museo del Prado), de medio cuerpo (Nueva York, Hecksecher Museum, h.
1660-70; El Paso, El Paso Museum of Art, h. 1675-82), o en figura completa y
sentado (Madrid, colección particular), como pudiera serlo el que formase pareja
con la Dolorosa del Museo de Bellas Artes de Sevilla.68 Otra iconografía que se
repite es la del Cristo tras la flagelación (Boston, Museum of Fine Arts, h. 1665-
1670, y Universidad de Illinois en Urbana-Champaign), asunto no evangélico pero
ampliamente tratado por los oradores sagrados, que gustarán de proponer al
cristiano, por su fuerza expresiva, la contemplación del redentor desvalido y
magullado, recogiendo pudorosamente las vestiduras que han quedado esparcidas por
la sala como ejemplo de humildad y de mansedumbre.

Relacionado con este, el tema del Cristo a la columna con san Pedro en lágrimas,
que invita a meditar sobre la necesidad del arrepentimiento y el sacramento del
perdón, tiene en la producción de Murillo un ejemplo notable por el cliente para el
que se pintó, el canónigo Justino de Neve, y por el rico y raro material empleado
como soporte: una lámina de obsidiana procedente de México. La pequeña pieza se
mencionaba en el inventario de los bienes de Neve hecho a su muerte formando pareja
con una Oración en el huerto pintada sobre el mismo material y ambas fueron
adquiridas en su almoneda por el cirujano Juan Salvador Navarro, de cuya propiedad
pasaron a la de Nicolás de Omazur (Louvre).69

En las imágenes de Cristo en la cruz los modelos seguidos son grabados flamencos y
no las instrucciones iconográficas de Francisco Pacheco. Cristo se representa
generalmente ya muerto, con la señal de la lanzada en el costado y sujeto al madero
por tres clavos. Son por lo común piezas de pequeño tamaño y alguna vez pintadas
sobre pequeñas cruces de madera como destinadas a la devoción privada y, del mismo
modo que había hecho Martínez Montañés en el Cristo de los cálices, imagen de mucha
devoción en Sevilla, atenuadas las huellas del martirio para no entorpecer con el
abuso de la sangre la contemplación de la bella figura de Cristo.70

Los géneros profanos


La pintura de género

Niños jugando a los dados, hacia 1665-1675, óleo sobre lienzo, 140 x 108 cm,
Múnich, Alte Pinakothek.
En la amplia producción de Murillo se recogen también alrededor de 25 cuadros de
género, con motivos principalmente, aunque no exclusivamente, infantiles. Las
primeras noticias que se tienen de casi todos ellos proceden de fuera de España, lo
que induce a pensar que fueron pintados por encargo de algunos de los comerciantes
flamencos asentados en Sevilla, clientes también de pinturas religiosas como
pudiera ser Nicolás de Omazur, importante coleccionista de las obras del pintor, y
con destino al mercado nórdico, como contrapunto laico quizá de las escenas
dedicadas a la infancia de Jesús.71 Algunos de ellos, como los Niños jugando a los
dados de la Alte Pinakothek de Múnich, aparecieron mencionados ya a nombre de
Murillo en un inventario efectuado en Amberes en 1698 y a comienzos del siglo XVIII
fueron adquiridos por Maximiliano de Baviera para la colección real bávara.

Las influencias que pudiera haber recibido del pintor danés Eberhard Keil, llegado
a Roma en 1656, y de los bamboccianti holandeses, no bastan por otra parte para
explicar el enfoque murillesco del género, que en la escala de sus figuras,
integradas en fondos paisajísticos reducidos —pero en todo caso mayores que en la
pintura de Keil, quien llena el espacio con sus figuras— y en la elección de sus
asuntos, puramente anecdóticos y reflejados con espontánea alegría, crea una
pintura de género sin precedentes, nacida del espíritu naturalista de su tiempo y
de la atracción que en el pintor ejerce la psicología infantil, puesta de
manifiesto también, como ya se ha constatado, en su pintura religiosa.7273

Aunque sus protagonistas son habitualmente niños mendigos o de familias humildes,


pobremente vestidos e incluso harapientos, sus figuras transmiten siempre optimismo
pues el pintor busca el momento feliz del juego o de la merienda a la que se
entregan divertidos. La soledad y el aire de conmiseración con que retrató al Niño
espulgándose del Museo del Louvre, que por su técnica y el tratamiento de la luz
puede fecharse hacia 1650 o algo antes, desaparecerá en las obras posteriores, con
fechas que van de 1665 a 1675. La comparación, propuesta ya por Diego Angulo, entre
el Niño espulgándose del Louvre y otro cuadro de asunto semejante pero de fecha
posterior, el que representa a una Abuela despiojando a su nieto, conservado en la
Pinacoteca de Múnich, ilustra el cambio de actitud: las notas de tristeza y soledad
han desaparecido por completo y lo que atrae al pintor es el espíritu infantil
siempre dispuesto al juego, retratando al niño entretenido con un mendrugo de pan y
distraído con el perrillo que juega entre sus piernas mientras la abuela se encarga
de su higiene, trasladando quizá a la pintura el viejo refrán, «niño con piojos
saludable y hermoso».74 Esa alegría infantil es la protagonista absoluta de otro
lienzo de pequeño formato tratado con pincelada vivaz y abocetada conservado en la
National Gallery de Londres, el llamado Niño riendo asomado a la ventana, sin otra
anécdota que la simple sonrisa abierta del muchacho asomado a la ventana desde la
que ve algo que a él le hace reír pero que a los espectadores del cuadro se les
oculta.74También se percibe en la obra del Ermitage ruso Muchacho con un perro.

Niño espulgándose, hacia 1650, París, Museo del Louvre.

Tres muchachos (Dos golfillos y un negrito), hacia 1670, Londres, Dulwich Picture
Gallery.

Niño riendo asomado a la ventana, hacia 1675, Londres, National Gallery.

Cuadros como Dos niños comiendo de una tartera y Niños jugando a los dados —juego
desaprobado por los moralistas—, conservados ambos en la pinacoteca de Múnich,
aunque pudieran estar inspirados también en refranes o relatos de corte picaresco,
que no han podido ser identificados, no parecen responder a otra intención que la
de retratar con tono amable a grupos de niños que manifiestan su alegría en el
juego o comiendo golosos, y que son capaces de sobrevivir con sus limitados
recursos gracias a la vitalidad que les otorga su propia juventud. De tono similar,
pero quizá con mayor contenido argumental, son los dos conservados en la Dulwich
Picture Gallery: Invitación al juego de pelota a pala, que refleja las dudas del
niño enviado a hacer algún recado cuando otro, de aspecto pícaro, le invita a
participar en el juego, y el llamado Tres muchachos o Dos golfillos y un negrito,
cuya leve anécdota permite al pintor confrontar diversas reacciones psicológicas
ante un hecho inesperado: un niño negro con un cántaro al hombro, en el que Murillo
podría haber retratado a Martín, su esclavo negro atezado, nacido hacia 1662, llega
hasta donde se encuentran otros dos muchachos dispuestos a merendar y con gesto
amable les pide un pedazo de la tarta que van a comer, a lo que uno de ellos
reacciona divertido en tanto el que tiene la tarta intenta ocultarla entre sus
manos con gesto temeroso.75

Con el mismo tono amable y anecdótico, atraído por los desheredados y la gente
sencilla, con sus reacciones espontáneas, en Dos mujeres en la ventana (Washington,
National Gallery of Art) retrató probablemente una escena de burdel, como se viene
señalando desde el siglo XIX.76 La llamada Muchacha con flores de la Dulwich
Picture Gallery, tenida alguna vez por pintura de género y confundida con una
vendedora de flores, responde en cambio mejor al género alegórico y puede
interpretarse como una representación de la Primavera, cuya pareja podría ser la
personificación del Verano en forma de joven cubierto con turbante y espigas,
recientemente ingresada en la National Gallery of Scotland.77 Podría tratarse de
los dos cuadros representando dichas estaciones del año que Nicolás de Omazur
adquirió en la testamentaría de Justino de Neve, y no serían además las únicas
alegorías pintadas por Murillo, pues Omazur era también propietario de un cuadro,
actualmente en paradero desconocido, dedicado a La Música, Baco y el Amor.78

Retratos

Nicolás de Omazur, 1672, óleo sobre lienzo, 83 x 73 cm, Madrid, Museo del Prado.
Aunque su número es relativamente reducido, los retratos pintados por Murillo se
encuentran repartidos a lo largo de toda su carrera y presentan una notable
variedad formal, a lo que no sería ajeno el gusto de los clientes. El del canónigo
Justino de Neve (Londres, National Gallery), sentado en su escritorio, con un
perrillo faldero a sus pies y ante un elegante fondo arquitectónico abierto a un
jardín, responde perfectamente a modelos propios del retrato español, con el acento
puesto en la dignidad del personaje retratado. Retratos de cuerpo entero como el de
Don Andrés de Andrade del Metropolitan de Nueva York o el Caballero con golilla del
Museo del Prado, acusan la doble influencia de Velázquez y Anton van Dyck que
volverá a exhibir con notable maestría, pincelada fluida y sobriedad de color, en
el retrato de Don Juan Antonio de Miranda y Ramírez de Vergara (Madrid, colección
duques de Alba), una de las últimas obras del pintor, fechada con precisión en 1680
cuando el modelo, canónigo de la catedral, contaba 25 años.

Los retratos de Nicolás de Omazur (Museo del Prado), como el de su esposa Isabel de
Malcampo —conocido solo por una copia—, de medio cuerpo e inscritos en un marco
ilusionista, responden por el contrario al gusto más específicamente flamenco y
neerlandés, tanto por el formato como por su contenido alegórico, al retratarlos
llevando en las manos ella unas flores y él una calavera, símbolos propios de la
pintura de vanitas, de rica tradición nórdica. Es este el formato elegido también
para sus dos autorretratos, uno más juvenil, que se finge pintado sobre una piedra
de mármol al modo de un relieve clásico, y el de la National Gallery de Londres,
pintado para sus hijos, inscrito en un marco oval a la manera de un trampantojo y
acompañado por las herramientas propias de su oficio.

Muy singular y ajeno a todos estos modelos es el Retrato de Don Antonio Hurtado de
Salcedo, también llamado El cazador (hacia 1664, colección particular), retrato de
gran formato por ir destinado a ocupar un lugar de privilegio en la casa de su
cliente, luego marqués de Legarda, al que retrata en plena montería, de frente y
erguido, con la escopeta apoyada en tierra y en compañía de un sirviente y tres
perros. Nada en él recuerda a los retratos pintados por Velázquez de miembros de la
familia real en traje de caza; y al contrario, parece más cercano a ciertas obras
de Carreño con posible influencia vandyckiana.7980

Últimos trabajos y muerte

Las bodas de Caná, hacia 1670-1675, óleo sobre lienzo, 179 x 235 cm, Birmingham,
The Barber Institute. El banquete de bodas permite a Murillo representar una escena
de vivo colorido y diversidad de vestuario, con toques orientalizantes también en
el mantel, además de un variado repertorio de objetos de bodegón, con el gran
cántaro de cerámica como eje de la composición.
Tras la serie del Hospital de la Caridad, espléndidamente pagada, Murillo no
recibió nuevos encargos de esa envergadura. Un nuevo ciclo de malas cosechas llevó
a la hambruna de 1678 y dos años después un terremoto causó serios daños. Los
recursos de la iglesia se dedicaron a la caridad, aplazando el embellecimiento de
los templos. Con todo a Murillo no le faltó el trabajo gracias a la protección
dispensada por sus viejos amigos, como el canónigo Justino de Neve y los
comerciantes extranjeros establecidos en Sevilla, que le encargaron tanto obras de
devoción para sus oratorios privados como escenas de género. Nicolás de Omazur,
llegado a Sevilla en 1656 con catorce años, llegó a reunir hasta 31 obras de
Murillo, alguna tan significativa como Las bodas de Caná de Birmingham, Barber
Institute. Otro de esos comerciantes aficionado al pintor fue el genovés Giovanni
Bielato, establecido en Cádiz hacia 1662. Bielato falleció en 1681 dejando al
convento de capuchinos de su ciudad natal los siete cuadros de Murillo de
diferentes épocas que poseía, dispersos en la actualidad en diversos museos. Entre
ellos figuraba una nueva versión en formato apaisado del tema de Santo Tomás de
Villanueva dando limosna (Londres, The Wallace Collection, hacia 1670), con un
nuevo y admirable repertorio de mendigos. Además legó a los capuchinos de Cádiz
cierta cantidad de dinero que emplearon en la pintura del retablo de su iglesia,
encargado a Murillo.78

La leyenda de su muerte, tal como la refiere Antonio Palomino, se relaciona


precisamente con este encargo, pues habría muerto como consecuencia de una caída
del andamio cuando pintaba, en el propio convento gaditano, el cuadro grande de los
Desposorios de Santa Catalina. La caída, sostenía Palomino, le produjo una hernia
que «por su mucha honestidad» no se dejó reconocer, muriendo a causa de ella poco
tiempo después.81 Lo cierto es que el pintor comenzó a trabajar en esta obra sin
salir de Sevilla a finales de 1681 o comienzos de 1682, sobreviniéndole la muerte
el 3 de abril de este año. Solo unos días antes, el 28 de marzo, había participado
aún en uno de los repartos de pan organizados por la Hermandad de la Caridad, y su
testamento, en el que nombraba albaceas a su hijo Gaspar Esteban Murillo, clérigo,
a Justino de Neve y a Pedro Núñez de Villavicencio, va fechado en Sevilla el mismo
día de su muerte.8283 En él declaraba estar en deuda con Nicolás de Omazur, a quien
había entregado dos lienzos pequeños por valor de sesenta pesos a cuenta de los
cien que Omazur la había entregado y que dejaba sin acabar dos lienzos de devoción,
uno de Santa Catalina que le había encargado Diego del Campo y por el que ya había
cobrado los 32 pesos convenidos y otro de medio cuerpo de Nuestra Señora, encargado
por un tejedor «de cuyo nombre no me acuerdo», además del gran lienzo de los
Desposorios místicos de santa Catalina para el altar mayor de los capuchinos de
Cádiz, del que pudo completar sólo el dibujo sobre el lienzo e iniciar la
aplicación del color en las tres figuras principales. De su terminación se
encargaría su discípulo Francisco Meneses Osorio, a quien corresponden íntegros los
restantes lienzos del retablo conservados todos ellos en el Museo de Cádiz.8485

Discípulos y seguidores
Los desposorios místicos de santa Catalina, óleo sobre lienzo, 449 x 325 cm, Cádiz,
Museo de Cádiz. La muerte sorprendió a Murillo cuando trabajaba en las pinturas
para el retablo mayor de la iglesia de los capuchinos de Cádiz al que pertenecen
los Desposorios místicos de santa Catalina, cuya ejecución hubo de completar
Francisco Meneses Osorio.
En las últimas décadas del siglo XVII la pintura amable y sosegada de Murillo, con
sus modelos de Vírgenes y santos impregnados de una sentimentalidad dulce y
delicada, se impuso en Sevilla a la más decididamente barroca y de tintes
dramáticos de Valdés Leal, llenando con su influjo buena parte de la pintura
sevillana de la centuria siguiente. Se trata, sin embargo, de una influencia
superficial, centrada en la imitación de modelos y composiciones, sin alcanzar
ninguno de sus seguidores el dominio del dibujo ligero y suelto ni la luminosidad y
transparencia del color propias del maestro. De los discípulos directos el mejor
conocido y más cercano es Francisco Meneses Osorio, que completó el trabajo apenas
iniciado por Murillo en el retablo de los capuchinos de Cádiz.86 Pintor
independiente desde 1663, en sus obras más personales se advierte junto con la
influencia murillesca la más retardataria de Zurbarán. Otro tanto ocurre con
Cornelio Schut, quien llegó a Sevilla probablemente ya formado como pintor, de
quien se conocen algunos dibujos muy próximos a los de Murillo. Sus obras al óleo
sin embargo nunca pasan de discretas y acusan diversidad de influencias.
Personalidad singular es la de Pedro Núñez de Villavicencio, amigo más que
discípulo y caballero de la Orden de Malta, lo que le permitió entrar en contacto
con la pintura de Mattia Preti. No obstante, sus cuadros con asuntos infantiles
(Niños jugando a los dados, Museo del Prado) apenas recuerdan los del maestro si no
es por el tema, pues se apartó de él tanto en la composición, siempre más
abigarrada en el discípulo, como en la técnica, en la que empleó pinceladas
cargadas de pasta.8788

Vinculados a la pintura de Murillo, sin que quepa precisar el grado de relación


personal, estuvieron Jerónimo de Bobadilla, Juan Simón Gutiérrez y Esteban Márquez
de Velasco, de quienes han llegado algunas obras de cierta calidad muy influidas
por el maestro, y el granadino Sebastián Gómez, sobre el que se tejió una leyenda
que lo hacía el «esclavo pintor» de Murillo, probablemente por trazar un
paralelismo con Velázquez y Juan de Pareja.89 Con Alonso Miguel de Tovar y Bernardo
Lorente Germán, el pintor de las Divinas Pastoras, la influencia de Murillo se
adentra en la primera mitad del siglo XVIII.90 Ambos, junto con Domingo Martínez,
murillesco en el gusto por lo delicado y lo tierno, sirvieron a la corte durante su
estancia en Sevilla de 1729 a 1733, un momento de gloria para la pintura de Murillo
dada la afición que le demostró la reina Isabel de Farnesio, que compró cuantas
obras pudo y entre ellas gran parte de las que actualmente se conservan de su mano
en el Museo del Prado. Por esas fechas no quedaba ya en Sevilla ninguna de sus
pinturas de género y Palomino escribía, con cierto desconsuelo pues lo que se
valoraba era la dulzura del color antes que el dibujo, que «así hoy día, fuera de
España, se estima un cuadro de Murillo, más que uno de Ticiano, ni de Van-Dick.
¡Tanto puede la lisonja del colorido, para granjear el aura popular!».91

Recepción y valoración crítica


Cuadros de Murillo se documentan desde fechas tempranas en colecciones flamencas y
alemanas, principalmente escenas de género como Niños comiendo uvas y melón, en
Amberes posiblemente desde 1658, y Niños jugando a los dados, documentado en 1698
en la misma ciudad donde ambos cuadros fueron adquiridos para Maximiliano II.
También antes de terminar el siglo llegaron algunas de sus obras a Italia, en este
caso de carácter religioso, donadas por el comerciante Giovanni Bielato, y a
Inglaterra, llevadas por un tal lord Godolphin que en 1693 habría comprado por un
elevado precio el cuadro titulado Niños de Morella, probablemente el que
actualmente se conoce como Tres muchachos, subastado con la colección del ministro
plenipotenciario inglés en Roma.92 Pero el impulso decisivo para la mayor extensión
de su fama vino dado por la primera biografía dedicada al pintor, incluida en la
edición latina de 1683 de la Academia nobilissimae artis pictoriae del pintor y
tratadista Joachim von Sandrart, quien solo mencionaba a Velázquez, cuyos retratos
habían asombrado a los romanos, y dedicaba una biografía a José de Ribera, pero
incluyéndolo entre los italianos, siendo por tanto Murillo el único de los
españoles con biografía propia, ilustrada además con su autorretrato. En realidad,
excepto el dato del nacimiento en Sevilla y el año de su muerte, nada en la
biografía de Sandrart era cierto, pero demostraba la elevada estima en que lo tenía
al situarlo al nivel de los pintores italianos, como «nuevo Pablo Veronés», e
imaginar su entierro acompañado de solemnísimas exequias, llevando el féretro «dos
marqueses y cuatro caballeros de diversas órdenes, con acompañamiento de gentío
innumerable».93

En contraste, y a pesar de que Antonio Palomino afirmaba que una Inmaculada de


Murillo se había expuesto en Madrid en 1670, causando general asombro, y que Carlos
II lo había llamado a la corte, lo que el pintor habría descartado por su avanzada
edad, ninguna de sus pinturas había entrado en las colecciones reales cuando en
1700 se hizo su inventario.94 Será precisamente la biografía que le dedique
Palomino, publicada en 1724, y aunque con algunas imprecisiones, la mejor base para
el conocimiento y valoración ulterior del artista. En ella daba cuenta de la
elevada cotización que alcanzaban sus obras en el extranjero, lo que pudo influir
en la adquisición de diecisiete obras del pintor por Isabel de Farnesio durante la
estancia de la corte en Sevilla entre 1729 y 1733.

José y la mujer de Putifar, hacia 1645, óleo sobre lienzo, 196,5 x 245,3 cm,
Kassel, Gemäldegalerie Alte Meister. El cuadro, con una carga erótica poco usual en
la pintura española, fue adquirido a nombre de Murillo por el landgrave de Hesse
antes de 1765. Confiscado por las tropas francesas, se expuso en el Louvre de 1807
a 1815. Devuelto a sus propietarios fue considerado obra italiana y atribuido por
el museo a Simone Cantarini. En 1930 se descubrió la firma del pintor tras una
limpieza, lo que no impidió que continuasen las dudas acerca de su autoría
reivindicada tras la aparición en colección particular de una segunda versión del
mismo asunto de autografía indiscutida.
Mengs, Primer Pintor del rey Carlos III y teórico de la pintura, juzgaba la pintura
de Murillo de dos estilos diferentes, el primero de mayor fuerza por atenerse al
natural y el segundo de mayor «dulzura». Aunque ya Velázquez era para él un pintor
superior, el prestigio de Murillo continuó aumentando a lo largo del siglo XVIII y
con él la exportación de sus obras, al punto que en 1779 se dictó una orden,
firmada por el conde de Floridablanca, por la que se prohibía expresamente vender a
compradores extranjeros sus cuadros, pues «había llegado a noticia del Rey [...]
que algunos extranjeros compran en Sevilla todas las pinturas que pueden adquirir
de Bartolomé Murillo, y de otros célebres pintores, para extraherlos fuera del
Reyno».95 La orden añadía que quienes deseasen vender obras del pintor podían en
todo caso dirigirse al rey para ofrecerlas en venta y que fuesen así incorporadas a
las colecciones reales, pero los efectos de esta disposición debieron de ser muy
limitados, pues sólo tres de sus obras se incorporaron en este periodo a la Corona,
una de ellas, una Magdalena penitente actualmente en el museo de la Real Academia
de Bellas Artes de San Fernando, decomisada en la aduana de Ágreda cuando se
pretendía exportar ilegalmente.96

John Phillip, La temprana carrera de Murillo, 1634, 1865, Oviedo, Museo de Bellas
Artes de Asturias. Una visión romántica de la biografía del pintor
Buena muestra del interés suscitado por la pintura de Murillo en Inglaterra durante
el siglo XVIII es el autorretrato del pintor William Hogarth con su dogo, inspirado
en el autorretrato del sevillano, y las copias de obras de Murillo hechas por
Gainsborough, quien llegó a poseer un San Juan Bautista en el desierto considerado
actualmente como trabajo de taller.97 La influencia de Murillo, por otra parte, es
evidente en las que Joshua Reynolds llamó fancy pictures, escenas de género
protagonizadas por niños, generalmente mendigos, frecuentes sobre todo en los
últimos años de actividad de Gainsborough (Niña con perro y cántaro de la colección
Bleit, Blessington) y, en alguna medida, presentes también en la pintura del propio
Reynolds.98

La recepción de Murillo en Francia fue más tardía al ser silenciado por André
Félibien. Sin embargo ya en el siglo XVIII llegaron algunas de sus obras al país,
entre ellas dos pinturas de género propiedad de la condesa de Verrue y cuatro obras
religiosas adquiridas para el Louvre por Luis XVI junto con el Joven mendigo, y
será allí donde la popularidad del pintor alcance el punto culminante, ya en el
siglo XIX, tras la salida de muchas de sus obras con destino al Musée Napoléon. El
mariscal Jean de Dieu Soult se incautó en Sevilla de numerosas obras del pintor,
catorce de ellas para su propia colección, muchas de las cuales nunca volvieron a
España. Al subastarse su colección en París en 1852 se pagaron 586 000 francos por
la conocida como Inmaculada de Soult, el precio más alto pagado hasta entonces por
una pintura. Otros lotes importantes de pinturas de Murillo salieron a subasta en
París y Londres con las colecciones del banquero Alejandro María Aguado y de Luis
Felipe I, altamente valorada tras su exposición en la Galería Española del Louvre
entre 1838 y 1848. Entre quienes en Francia apreciaron y elogiaron la obra de
Murillo se cuenta el pintor romántico Eugène Delacroix, que copió su Santa
Catalina, modelo de belleza femenina, del mismo modo que el realista Henri Fantin
Latour iba a dejar su personal versión del Niño mendigo (Castres, Museo Goya). Con
Théophile Gautier Murillo iba a consagrarse como el «pintor del cielo», en tanto
Velázquez lo era de la tierra, aunque no faltasen tampoco los críticos que, como
Louis Viardot, acusaron al pintor de caer en exceso en la vulgaridad con sus nada
idealizados tipos populares.

Jacob Burckhardt, tras visitar la Galería Española del Louvre, lo tendrá como uno
de los más grandes artistas de todos los tiempos, admirable por el realismo de sus
lienzos en el que «la belleza sigue siendo un pedazo de la naturaleza», pero
también por su «curioso idealismo», considerando el Autorretrato de Londres
superior a los retratos velazqueños. «En Murillo, la belleza es aún un fragmento de
naturaleza, y no una meditación que ha atravesado numerosos reflejos», escribe.99
Tras él, Carl Justi, el gran biógrafo de Velázquez, y Wilhelm von Bode sostuvieron
el prestigio del pintor en Alemania ya en la segunda mitad del siglo XIX, cuando su
fama comenzaba a declinar, acusado por los críticos de ser un pintor empalagoso, en
exceso dulce y falto de tensión dramática además de propagandista de la religión
católica.100

Mucha responsabilidad en ese declive en la valoración crítica tuvieron las


múltiples copias de muy mala calidad que se hicieron de sus obras en todo tipo de
soportes, desde estampas devotas y calendarios a cajas de bombones, olvidando
juzgarle, según Enrique Lafuente Ferrari, en «su medio y en su tiempo», tarea a la
que se entregarán, ya en el siglo XX, August L. Mayer o Diego Angulo Íñiguez, entre
otros, quienes trazarán una biografía del pintor basada en la documentación y
despojada de mitos, a la vez que este último presentaba en 1980, en vísperas del
tercer centenario de su muerte, el catálogo depurado de su obra completa.96

Véase también
Anexo:Galería de cántaros y lozas en Murillo
Categoría:Cuadros de Bartolomé Esteban Murillo
Museo Casa de Murillo
Referencias
Notas
Murillo (1617-1682), p. 220.
Murillo (1617-1682), p. 101, texto de Ellis Waterhouse.
Pérez Sánchez, Pintura barroca en España, p. 349.
López Gutiérrez, Antonio J.; Ortega López, Aurora J. «Los Esteban Murillo: una
familia de feligreses en la Parroquia de Santa María Magdalena». En Beltrán
Martínez, Lidia; Quiles García, Fernando, ed. Cartografía Murillesca - Año de
Murillo MMXVII - Los Pasos Contados. p. 46. Consultado el 29 de noviembre de 2018.
Navarrete Prieto, El joven Murillo, p. 17.
Valdivieso (2010), pp. 16-19.
Hereza (2107), pp. 29-30. La licencia para viajar a América otorgada por la Casa
de Contratación a su hermana María Murillo y su esposo, tras el correspondiente
examen de limpieza de sangre, los declaraba «cristianos viejos limpios de toda mala
raza de moros, judíos, ni penitenciados por el Santo Oficio de la Inquisición, ni
que son de los nuevos convertidos a la santa fe católica, ni que no son de los
prohibidos a pasar a las Indias».
Hereza (2107), pp. 23 y 34-35.
Murillo (1617-1682), pp. 55 y 106.
Navarrete Prieto, El joven Murillo, pp. 202-205.
Palomino, El museo pictórico, p. 410.
Tratos comerciales de diversa naturaleza con el Nuevo Mundo, en los que Murillo
adelantaba o prestaba dinero, se documentan en distintos momentos de su carrera
posterior; véase Kinkead (2006), pp. 355, 356, 361-362, etc. Alguna de esas
actividades comerciales pudo estar en el origen del breve encarcelamiento del
pintor por deudas en octubre de 1655: ver Hereza (2017), pp. 76-77.
Palomino, El museo pictórico, p. 411.
Palomino, El museo pictórico, pp. 410-411.
Bennasar y Vincent, España. Los Siglos de Oro, p. 194.
Murillo (1617-1682), Antonio Domínguez Ortiz, «La Sevilla de Murillo», pp. 43-45 y
51.
Murillo (1617-1682), Antonio Domínguez Ortiz, «La Sevilla de Murillo», p. 45.
Murillo (1617-1682), Antonio Domínguez Ortiz, «La Sevilla de Murillo», p. 47.
Murillo (1617-1682), Antonio Domínguez Ortiz, «La Sevilla de Murillo», p. 50.
Murillo (1617-1682), p. 222.
Murillo (1617-1682), p. 224.
Hereza, (2017), p. 48.
Kinkead (2006), pp. 365-366. En su testamento, declarándose mujer legítima de
Bartolomé Murillo y haciéndose llamar «Dª Beatriz de Sotomayor y Cabrera», dejaba
por herederos a sus hijos José Esteban Murillo, de catorce años, Francisca Murillo,
de nueve, Gabriel Murillo, de ocho, Gaspar Esteban, de dos, y «María Morillo (sic)
que así quiero que se llame de edad de 15 días». También declaraba no saber
escribir.
Murillo, Gabriel (Pintor). En Biblioteca Luis Ángel Arango. Consultado el 2 de
diciembre de 2013.
Acerca de la sustracción y dispersión de la serie, véase Ignacio Cano Rivero,
«Conjuntos desaparecidos y dispersos de Murillo: la serie para el Claustro Chico
del convento de San Francisco de Sevilla», en Navarrete-Pérez Sánchez (dir),
(2009), pp. 69-93.
Murillo (1617-1682), pp. 57 y 112.
Murillo (1617-1682), p. 58.
Pérez Sánchez, Pintura barroca en España, pp. 349-350.
Navarrete-Pérez Sánchez (dir), pp. 22-26. Véase también, en la misma obra
colectiva, el estudio iconográfico de Odile Delenda, «El Claustro Chico del
convento Casa Grande de San Francisco», pp. 211-219.
Pérez Sánchez, Pintura barroca en España, pp. 350-351.
Murillo (1617-1682), p. 116.
Navarrete-Pérez Sánchez (dir), pp. 260-267.
Hereza (2017), p. 67.
Stratton, Suzanne, «La Inmaculada Concepción en el arte español», Cuadernos de
Arte e Iconografía, Revista de la Fundación Universitaria Española (1988), tomo I,
2., cap. III, "La Inmaculada Concepción durante el reinado de Felipe III".
Murillo (1617-1682), Antonio Domínguez Ortiz, «La Sevilla de Murillo», pp. 45 y
52.
Martín Morales, Francisco Manuel, «Aproximación al estudio del mercado de cuadros
en la Sevilla barroca (1600-1670)», Archivo Hispalense, tomo 69, nº 210, 1986, pp.
137-160.
Pérez Sánchez, Pintura barroca en España, p. 352.
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Murillo (1617-1682), pp 136-138.
Murillo (1617-1682), pp. 142-144.
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Palomino, El museo pictórico, p. 444.
Murillo (1617-1682), p. 60.
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Murillo (1617-1682), pp. 61-63 y 180.
Murillo (1617-1682), p. 181.
Murillo (1617-1682), pp. 63 y 188-190.
Murillo (1617-1682), pp. 63-65.
Murillo (1617-1682), pp. 66 y 192.
Brown, Imágenes e ideas... pp. 179-185.
Cit. Brown, Imágenes e ideas... p. 197.
Ceán Bermúdez, Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas
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Murillo (1617-1682), pp. 67-69.
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Brown, Imágenes e ideas... pp. 201-202.
Murillo (1617-1682), p. 70.
Valdivieso, Murillo, pp. 203-204.
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Murillo (1617-1682), pp. 166 y 248.
Murillo (1617-1682), pp. 122-126.
Murillo (1617-1682), pp. 73, 103, 158 y 176.
Valdivieso (2010), pp. 164-172.
Ayala Mallory, Bartolomé Esteban Murillo, p. 33.
Valdivieso (2010), pp 178-180 y 358.
Finaldi (2012), Catálogo, n.º 13-14, pp. 130-135, ficha firmadas por Elena
Cenalmor Bruqetas.
Valdivieso (2010), p. 183
Murillo (1617-1682), p. 104.
Murillo (1617-1682), p. 73.
Pérez Sánchez, Pintura barroca en España, p. 359.
Murillo (1617-1682), pp. 73-74.
Murillo (1617-1682), pp. 228-235. El texto del catálogo llamaba en realidad Juan
al esclavo negro, que decían nacido en 1657. Murillo tuvo en su servicio doméstico
esclavos y esclavas; una de estas, Juana de Santiago, criada morena, según aparecía
empadronada en 1650 (Hereza, 2017, p. 227), efectivamente dio a luz a un niño en
1657, pero fue bautizado con el nombre de Felipe, actuando de padrino Martín
Atienza, discípulo del pintor (Hereza, 2017, p. 337), y falleció antes de cumplir
los cuatro años, en julio de 1661 (Hereza, 2017, p. 366). Otro hijo de Juana,
llamado Tomás, debió de nacer hacia 1656, según el documento por el que Murillo,
teniéndole buena voluntad por haberse criado en su casa, le daba la libertad a
condición de que se ausentase de Sevilla, tras haber protagonizado algún incidente
por el que se encontraba en la cárcel. De este decía la carta de libertad dada en
septiembre de 1676 que era «blanco, de buen cuerpo, cabello crespo y de edad de
diecinueve a veinte años» (Hereza, 2017, p. 480). Sí era negro Martín, «esclavo
cautivo sujeto a servidumbre y por habido de buena guerra y no de paz», de edad de
unos dieciocho años, según declaraba en 1680 en el documento por el que Murillo
vendía al joven esclavo al arbitrista Rodrigo Díaz de Noreña por 736 reales
(Hereza, 2017, p. 511).
Brown (1982-1983), pp. 35-43, sugirió interpretaciones eróticas tanto para esta
como para algunas otras escenas de género, como la Vieja espulgando a un niño o,
principalmente, el llamado Grupo de figuras de Fort Worth, Kimbell Art Museum,
«pintura libidinosa» que, según afirmaba, tiene por protagonistas a una prostituta
y a una alcahueta. En Brown (1990), p. 279, reafirmándose en esta interpretación,
explicaba que, «a primera vista, el erotismo de la composición de Murillo parece
moderado, pero la visión del trasero del muchacho a través de un agujero en los
pantalones sugiere ciertas prácticas sexuales prohibidas que obviamente excitaban a
alguno de los clientes del artista». Valdivieso (2002), pp. 353-359, por su parte,
rechazó escandalizado tales sugerencias, afirmando equivocadamente que la
pederastia era perseguida en Sevilla por la Inquisición, y admitía únicamente que
las protagonistas de Dos mujeres a la ventana pudieran ser, en efecto, dos
«cortesanas», pero sin que en ningún caso cupiese entender por ello «que esta
escena contiene una incitación al contacto sexual o carnal».
Valdivieso (2002), p. 356.
Brown (1990), p. 278.
Pérez Sánchez, Pintura barroca en España, pp. 360-361.
Murillo (1617-1682), pp. 74, 174, 224 y 252.
Palomino, El museo pictórico, p. 417.
Valdivieso (2010), pp. 23-24.
Kinkead (2006), pp. 375 y ss. recoge el testamento de Murillo con el inventario de
sus bienes hecho por los albaceas testamentarios y los resultados de la almoneda.
Valdivieso, Murillo, p. 201.
Hereza (2017), p. 540.
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