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La Carta

Hace varios años, la mejor manera de decir algo era a través de una carta. Todavía recuerdo que
cuando era niño le escribí cartas a los reyes magos y las mandé por globo. Y ni mencionar cuando
me gustaba alguien de la escuela un 14 de febrero. Hasta había personas en las plazas sentadas
con su máquina de escribir que no solo eran buenas dándole formato, también te podían ayudar si
la inspiración te faltaba y la hacían lucir más romántica. Hoy ya nadie hace cartas, por eso decidí
que este era el mejor momento para una.

La idea se me ocurrió ya hace varios años.

Al principio fue solo un pensamiento azaroso, de esos que llegan a media noche antes de dormir,
un inocente qué tal que… Pero otro día, un día muy especial debo decir, porque estaba tirado
frente a una de las playas más hermosas del mundo mientras las olas me revolcaban junto a mi
perro Blacky y mi novia (ahora ex-esposa) que me esperaba en la palapa con una margarita, un día
así fue que el mar arrojó a mis pies las dos opciones: El problema que surgió es que la primera no
dependía de mí, sino de la fortuna (o infortunio) que me quisiera regalar la lotería de la vida,
mientras que la segunda opción tenía la deliciosa ventaja de que dependía cien por ciento de mi
voluntad, del tiempo que yo escogiera y hasta el lugar. Qué tal elegir uno tan bello como este, tan
majestuoso.

Ahí fue cuando me acordé de una serie de Vikingos que me gustó mucho. Una guerrera mata de
un hachazo en la espalda al tipo que la había violado, derriba unos barriles en el puerto que eran
importantes para uno de los bandos en disputa y todos se quedan pasmados viéndola acercarse al
muelle, triunfal, invencible. Habiendo saldado sus deudas, se desnuda y, al lado de donde se
llevaba a cabo una ceremonia de elección del nuevo conde, se echa un clavado al borde del muelle
y se aleja nadando hacia donde se acaba la vista en el fiordo… Qué control, qué fuerza, pensé,
nadie pudo ni quiso hacer nada, solo la vieron domar al mar como el dios Njord en su mitología. Si
esa cosa del “libre albedrío” en verdad existe así es como debe de verse.

Fue entonces que me decidí.

Otro buen día, estaba leyendo un cuento que hacía referencia a un bosque encantado de Japón,
donde la gente como yo es feliz, Aokigahara, que significa mar de árboles. Lo llamaron así porque
desde el monte Fuji parece un mar de color jade, Jade, como el nombre de la única hija que iba a
tener. Me aprendí el nombre porque después lo busqué en internet y no me costó trabajo
encontrarlo. Los paisajes para empezar son sublimes, incluso me recuerdan mucho a las montañas
de la sierra Norte, con la excepción de que nosotros no tenemos un volcán a punto de estallar en
las cercanías. Llegas al estacionamiento del bosque y te encuentras con coches que han estado allí
abandonados por quién sabe cuánto. La otra similitud que tiene el bosque con el mar es lo fácil
que es perderse en él porque todos sus caminos son prácticamente iguales. Aunque yo creo que si
lo haces por tu voluntad no te pierdes realmente, sino que encuentras una paz infinita. Olas y olas
de hojas danzando en el aire de ese laberinto de verdor. Caminas y caminas entre los árboles y
oyes solo nada. Silencio. Nada. Los japoneses tienen en su arte y mitología demonios muy, cómo
decirlo, hermosos, solo basta ver los Yokai para que se den una idea. Pues bien, dicen que, en el
bosque, cuando se llega a escuchar un sonido por el viento, en realidad son espíritus o demonios
de almas penando.
Supongo que esta está siendo una carta muy inusual. Todas las de este tipo lo son, pero como dije
al inicio, esta carta en realidad la empecé hace muchos años y solo ahora es que la fecho y firmo.
El hecho de que ahora la encuentren es porque finalmente ocurrió aquel otro incidente que no
pude predecir hace tanto, pero que sabía que sería el momento adecuado para por fin “publicar”
esta carta.

Mis padres partieron hace un par de años en paz. A mi perro Blacky se lo llevó un paro cardiaco
justo un día que estaba en la mesa del veterinario, una metástasis lo estaba afectando desde
meses antes. Y mi gatita Sabi murió hace solo unos días acurrucada junto a mí en el cuarto donde
durante meses no pude dormir por pensar en aquel horrendo crimen que acabó por recordarme
que había guardado esta carta en una de las cajas de la covacha. Y tú, Jade, mi piedra preciosa, mi
niña hermosa, la última bella razón de mi existir, te arrancaron de este collar de vida a tus jóvenes
veintitrés años. Te arrancó algún loco, algún enfermo que estoy seguro sufrirá toda su vida
cargando en su conciencia con el peso de una vida arrebatada por un capricho. Pero yo, al menos
no tendré que cargar con esa piedra por mucho tiempo más, pues esa piedra es la que me llevo al
fondo de este bello mar con el que me encuentro veinte años después.

Hoy lo veo y le recuerdo que hace mucho tiempo él me sugirió cómo habría de acabar todo. No
estoy enojado, no estoy triste ni siquiera, aunque seguro muchos pensarán que tendría todo el
derecho de estarlo, pero no lo estoy, porque hoy me entrego por mi voluntad a un destino que me
fue mostrado cuando la vida era otra, cuando en la vida no me faltaba nada, y hoy tampoco me
falta nada.

Esta es una carta de amor para ti, Jade. Cuando la empecé no sabía realmente a quién estaría
dirigida, por eso no le puse destinatario, como se hacía antes, y no creo que importe mucho aun
así. Esta es mi última carta de amor, como cuando iba en la secundaria, y estoy feliz de que así sea,
al amor de mi vida, mi hija, la joya que adornó mi existencia, la joya que ahora vive en el océano,
pues recuerdo que un día que eras niña y te traje a la playa me dijiste que te gustaría vivir cerca
del mar. Tu deseo fue cumplido, mi niña, y hoy elijo acompañarte, feliz porque dentro de poco nos
veremos de nuevo.

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