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CONFERENCIA VIRTUAL PARA ESTUDIANTES DEL INSTITUTO

TECNOLÓGICO DE LAS AMÉRICAS (ITLA), TITULADA “ÉTICA Y


TECNOLOGÍA: DESAFÍOS PARA LA JUVENTUD”, DICTADA EN
EL MARCO DE LA JORNADA ÉTICA ITLA 2022, EL 31 DE MARZO
DE 2022, A LAS 3:00PM

Buenas tardes.

Quisiera, en primer lugar, agradecer a las autoridades del Instituto Tecnológico


de las Américas, en la persona de su rector, ingeniero Omar Méndez Lluberes,
así como a su profesorado y estudiantes, por brindarme la oportunidad de
tenerles, una vez más, como prestigiosa audiencia.

Agradecer también al colega y amigo, maestro Vícttor Hilario, por extenderme


la invitación para sostener esta charla hoy día, que he querido titular “Ética y
tecnología: desafíos para la juventud”.

Lo primero que quisiera destacar es el hecho de que la juventud del siglo XXI
tiene, tanto en forma patente como latente, enormes desafíos. Es cierto que ha
tocado a la juventud de diferentes generaciones un particular horizonte de retos.
Sin embargo, los desafíos de hoy tienen un doble componente inédito.

El primero, concerniente al déficit que, precisamente, en el plano de la ética


vive hoy día la humanidad, a causa del consumismo delirante y de la absorción
del tiempo vital por parte de la denominada sociedad de rendimiento, esa que
hace al sujeto actual víctima de la autoexplotación, el individualismo y la
soledad.

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El segundo, las transformaciones que, tanto mental como materialmente, ha
implicado la revolución de las tecnologías en la sociedad en red neuronal o
hiperconectada, a lo que se adiciona, por si fuera poco, el aceleramiento de ese
mismo proceso como producto de la pandemia de la Covid-19, que todavía
sigue sacudiendo, aunque ya con menores riesgos, a la humanidad, habiendo
dejado una estela de muerte, morbilidad y crisis económica.

A veces nos preguntamos si estamos viviendo un cambio de época o una época


de cambios. Se pensó, en medio del temor y la incertidumbre con que arrinconó
a la humanidad y a la ciencia el nuevo coronavirus, que superada la pandemia
ya nada sería igual; que por su causa nos estábamos revisando ontológica,
epistemológica, moral y éticamente, en tanto que seres humanos, y la misma
aceleración de la revolución tecnológica daría a luz una sociedad en la que el
siglo XX quedaría a años luz, y algo más, esa sociedad y su ciudadano serían
cualitativamente mejores.

Sin embargo, seguimos siendo consumistas, egocéntricos, xenófobos,


narcisistas, aunque menos insolidarios, porque la barbarie de Vladimir Putin y
su invasión a Ucrania han despertado un aliento de solidaridad en las sociedades
democráticas de Occidente. Aun después de los mayores estragos de la
pandemia, la humanidad sigue más pendiente de la banalidad del mal que de la
esperanza en un mundo mejor, que podría derivar del ejercicio del bien como
un fin ulterior, como un fin en sí mismo.

Pero, más que conceptualizar frente a un grupo de jóvenes talentos y futuros


profesionales, lo que quisiera compartir es un puñado de reflexiones sobre la

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disyuntiva que al mundo actual, y muy específicamente a la juventud como
grupo etario concreto, representan los mundos online o de la hiperconexión y
offline o de la cultura análoga. El primero es el que simboliza la cultura de los
artefactos tecnológicos, la sociedad de lo desechable, de las identidades
múltiples y líquidas en un mismo sujeto, de la dilución o disminución de los
vínculos humanos en razón de un narcisismo existencial y una vida de consumo,
que subyuga la contemplación a la acción superflua, volátil y que suprime el
ideal colectivo de redención. El segundo, en cambio, expresa la cultura de las
tradiciones, de las costumbres convencionales, de los valores familiares, de la
identidad como una marca hereditaria, de los ideales políticos y sociales que
habrían de construir un mundo de paz y mejor para todos. No diría que se trata
de un choque de mundos, sino más bien, de una yuxtaposición que se expresa
en dos categorías de individuos. Por un lado, los migrantes digitales, y por el
otro, los nativos digitales.

Podemos decir que nuestra sociedad ha puesto a la ética en peligro de


muerte. Ética proviene del vocablo griego éthos, que significa hábito,
costumbre; o bien, manera de hacer las cosas. Como disciplina del pensamiento,
remite a la rama de la filosofía que se encarga del estudio de la moral. En latín
se conocerá luego como ethicus, que con cierta matización semántica frente a
la moral, va a significar campo del estudio de los actos humanos con la finalidad
de alcanzar el bien. Si Aristóteles la fundamentó en la Grecia clásica como
campo de estudio particular en su Ética a Nicómaco, fue Spinoza quien en 1677
la sistematizó como estudio de la conducta humana en su Ética demostrada
según el orden geométrico.

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La ética constituye el dique de contención, para la vida en sociedad, de instintos
tan primarios y naturales como el incesto, el canibalismo y el homicidio. Crear
un sistema ético implica diseñar normas de convivencia e ir elevando un
andamio de principios y valores que darán lugar a la cultura, la civilización, la
sociedad. La mayor amenaza que pesa en el mundo actual sobre la ética es, más
allá de su degradación, su desaparición, su confinamiento, su
instrumentalización y manipulación ideológicas. Sin embargo, la necesidad de
imprimir un mayor relieve a la ética en la modernidad líquida, en la
hipermodernidad es impostergable.

Están en peligro de extinción el ecosistema natural, los recursos naturales y el


planeta, pero también el sociosistema, la sociedad, la civilización, la historia.
Procurar una solución, según Hans Jonas, es tarea de una heurística del temor.
Pero, actuar en defensa del futuro de la tierra y de la humanidad es tarea de una
ética del respeto.

Hay una degradación de la ética que amenaza también lo público y lo privado.


Los jóvenes están muy vigilantes de su desempeño y responsabilidad en este
orden. La mayor amenaza a la ética en nuestros tiempos es el apogeo, la
proliferación desmedida de los antivalores y su adiafórica o neutral aceptación
y relativización en el mundo globalizado. La adiaforización o neutralidad
inmoral de los hechos promueve el peligro de muerte de la ética.

¿Por qué hay que ser cautos con el apogeo del medio digital y el proceso de
digitalización? Para nadie es un secreto, sin importar sus niveles de formación
o información, la dualidad compleja que representan los beneficios y los
perjuicios del apogeo del medio digital en la sociedad hipermoderna que, con

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pandemia incluida, nos ha tocado vivir. En lo digital, no todo es malo, por tanto
no hay que demonizar el fenómeno. Tampoco todo es bueno, especialmente,
cuando se trata del uso lúdico de las pantallas en niños y jóvenes, por lo que la
catequesis o el proselitismo digitales no son aconsejables.

Una actitud llama la atención. Por alguna razón, los fundadores y directivos de
las empresas que desarrollan y venden dispositivos y artefactos tecnológicos,
así como altos ejecutivos formados en Silicon Valley, evitan a toda costa que
sus hijos se eduquen en entornos online, procurando centros educativos
competentes, con orientación en formación humana, mientras estimulan, por vía
del consumismo, la creencia en la propaganda ecuménica de la educación
tecnológica y el paraíso presumible de los ordenadores, tabletas, teléfonos
inteligentes y productos lúdicos como videojuegos o dibujos animados en la
televisión. Exigen que sus hijos sean educados presencialmente y con libros, no
a distancia y con pantallas.

Reflexionar sobre este asunto pone de relieve aspectos como la lucha de


intereses económicos, la pugna engañosa entre argumentos científicos y
posturas políticas, así como la cuestión trascendental acerca del tipo de
ciudadano que nuestra sociedad aspira crear para su sostenibilidad.

El libro del doctor en neurociencias cognitivas Michel Desmurget titulado La


fábrica de cretinos digitales. Los peligros de las pantallas para nuestros hijos
(Ediciones Península, 2020) procura desmitificar la influencia favorable al
desarrollo psicomotor del uso lúdico excesivo de las pantallas y denunciar el
falso evangelio de la industria tecnológica, así como la difusión acrítica de la
prensa de información capciosa o ambigua para promover mitos urbanos sobre

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nuevas generaciones (Y, Z, nativos digitales, migrantes o inmigrantes digitales,
etc.), entre otras argucias que han hecho de la digitalización una suerte de tótem
de la modernización y la globalización.

El propósito central de su enjundioso ensayo estriba en demostrar, con


fundamentos científicos, que existe una influencia, de corte negativo, de las
pantallas y los dispositivos digitales, sobre todo, en su uso lúdico, en el
comportamiento y desarrollo escolar de los niños, adolescentes y jóvenes que
afecta los cuatro pilares básicos de su identidad, a saber, el aspecto cognitivo,
el aspecto emocional, el componente social y finalmente, la salud. Ahora bien,
es importante señalar que en lo relativo a las pantallas vale la premisa de que
usos diferentes generan impactos diferentes. No resulta igual el uso abusivo de
las redes sociales que la búsqueda adecuada de información en internet; o bien,
un videojuego educativo frente a uno de propósitos violentos.

Es por ello que Desmurget subraya que lo digital refiere una “materia
heterogénea, de la que no cabe hablar como un todo sincrético” (p.187). Lo que
sí afirma categóricamente es que en los niños (2 a 8 años) el uso lúdico de
pantallas (2 horas y 45 minutos por día en un año) equivale a varios cursos
académicos completos, que es el mismo tiempo requerido para llegar a ser un
buen violinista. Entre 0 y 2 años de edad, el consumo promedio es de 50 minutos
diarios frente a pantallas, que se traducen luego en obstáculos para el desarrollo
del lenguaje, hábitos sociales, coordinación motora, gestión de emociones y
facultades matemáticas, entre otras.

Además, se ha demostrado científicamente que la mayoría de aplicaciones para


bebés y niños de edad preescolar se caracterizan por un bajo nivel educativo.

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Sin embargo, siendo aun lo peor, moldean tempranamente hábitos de consumo
y uso abusivo posteriores. En tal virtud, hago un llamado a la cautela.

Dentro de la cultura online, las redes sociales se han convertido en un


verdadero dilema ético. Altos exejecutivos, profesores eméritos,
investigadores, ingenieros, incluso inversionistas de gigantes tecnológicos
como Google, Facebook, Microsoft, Twitter, Uber, Whatsapp, Youtube,
Instagram, Pinterest, entre otros fueron entrevistados para una producción
documental de Netflix titulada The Social Dilemma, en procura de establecer
una relación entre las nuevas tecnologías, las redes sociales y la salud mental
de los ciudadanos usuarios. Esa relación revela la fragilidad ética de la industria
tecnológica y la vulnerabilidad de los usuarios frente a la codicia, la
manipulación y la adicción programada.

Lo más interesante es verlos confesar cómo ellos mismos fueron víctimas, por
ciberadicción, de sus propios experimentos e inventos en las redes sociales. El
potencial adictivo viene dado por la producción de dopamina que una conducta
propia de la evolución de la especie, como el sentido gregario, la sociabilidad
activa en las redes sociales y las nuevas tecnologías, lo cual es aprovechado por
la industria.

El documental, lanzado en enero del año 2020 y dirigido por Jeff Orlowski, hace
patente la frase de Sófocles con la que abre escena, que reza: “Nada
extraordinario llega a la vida de los mortales separado de la desgracia”. La
revolución tecnológica representa, en tanto que acontecimiento humano, una
oportunidad y un peligro.

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Con sus ventajas y desventajas, hemos ido transitando de un estadio a otro.
Pasamos de la era de la información a la economía de la atención. Porque, en
realidad, el único producto concreto de la industria tecnológica es el usuario de
las redes sociales. El negocio de Facebook, por ejemplo, no es brindar
información, sino aquello que de manera inconfesa hace con los datos del
usuario. El verdadero producto consiste en cómo transformar, de manera
imperceptible, la conducta y la percepción de los individuos. El filósofo Jaron
Lanier subraya que ese y ningún otro es el producto de los gigantes
tecnológicos.

Otro tránsito es el del predominio del capital financiero al apogeo rampante del
capitalismo de la vigilancia, término acuñado por la profesora Shoshana Zuboff
en su libro La era del capitalismo de la vigilancia (2019). En estos tiempos, el
vigilado es el usuario de las redes sociales. El nuevo panóptico es digital. No
hay explotación de un tercero, sino, autoexplotación inducida adictivamente.

La atención se traduce en vigilancia y en cómo afectar la conducta del usuario


para convertirlo en una suerte de zombi, sin que llegue a ser consciente de ello.
La ética no parece existir en esa industria, no solo porque sus poderosos actores
están más allá de las regulaciones, sino porque, además, ocultan que detrás de
la expresión base de datos o del término macrodatos, en realidad hay seres
humanos con los que experimentan, a los que manipulan y embelesan.

El déficit ético del capitalismo de la vigilancia, propio del mundo online, y en


particular de las redes sociales, implica penetrar en la intimidad de los
individuos a través de secuenciaciones algorítmicas y saber cuáles son sus
gustos o preferencias, cómo es su personalidad, qué tipo de neurosis padece, a

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qué horas hace esto o lo otro, para luego venderles publicidad. De manera que
una fórmula inmoral que combine tecnología y psicología de la persuasión dará
como resultado la manipulación de la conducta para generar un cambio a su
antojo.

Lo que está quedando claro en los hechos es que la tecnología no se está


transformando para exponer lo mejor de la sociedad, sino por el contrario, para
estimular, mediante persuasión y manipulación, lo peor de la sociedad, a veces,
en detrimento de la democracia y la libertad.
El mundo utópico, centrado en la atención, va hacia un mundo distópico. El
optimismo ha degradado en pesadilla.

El nuevo saber digital parece ir en vía contraria respecto de la educación


humanística. La revolución tecnológica, imposible sin revoluciones
precedentes como la del capitalismo industrial, la del pensamiento humanístico
clásico y la de los estilos de vida, se ha ocupado de facilitarnos la cotidianidad
y de producir avances impensables en las ciencias naturales, el pensamiento
complejo y la invención de artefactos, al tiempo que ha creado disciplinas
nuevas como la biogenética y la cibernética. Además, los cambios
experimentados en la vida por el medio digital han dado lugar a un nuevo campo
del saber. Se trata del ámbito de las humanidades digitales, que conjugan el
interés por la tecnología con el interés por el ser humano.

La educación clásica, al relacionar los saberes digitales con la pedagogía


convencional, perseguía formar a los individuos. Formar es una tarea del
espíritu, con un balance del cuerpo, y no solo asunto de la mente. La educación

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actual persigue informar a los sujetos cibernéticos, de forma tal, que su
capacidad racional queda reducida al cálculo y su facultad de memorización se
diluye en la codificación y programación de los artefactos digitales. No
concuerdo con rechazar las ventajas que podría ofrecer la tecnología en la
educación. Por el contrario, se trata de entender que la tecnología por sí sola no
educa y que deshumaniza. Es una herramienta, no un fin en sí mismo, no una
meta. Entre la educación como sistema y lo que la sociedad necesita para
generar riqueza y desarrollo hay un maridaje. La educación genera sujetos para
el sistema, pero también, sujetos contra el sistema. De sus procesos resultan
prolongadores y disruptores de la disciplina que hace de ortopedia social.

Que la pedagogía del presente haga un uso adecuado y fructífero de los


dispositivos que derivan de la revolución tecnológica, con miras a ampliar y
hacer más útil el conocimiento, me parece genial. Sobre todo, aquel
conocimiento que despierte competencias en los jóvenes para resolver
problemas concretos de sus comunidades y entornos; para forjar nuevos
liderazgos, para tener un ciudadano más solidario frente al otro y más
preocupado por la preservación de los recursos naturales y por el respeto y
defensa de la institucionalidad y de los valores de la democracia.

El saber digital no es pernicioso en sí mismo. El peligro está en las adicciones


tecnológicas y en la enajenación del espíritu y la inteligencia que la pretensión
de reducir la formación a la información podría generar. El exceso de
información o hiperconexión sin límites degenera en infoxicación. En la
educación, como en la vida, debe existir, sobre todo en los niños y jóvenes, una
dieta tecnológica, como la denominó el destacado investigador de la conducta
Enrique Echeburúa.

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Hay que tener claro que más tecnología, entendida esta como dispositivos y
programas codificados sin más, no es garantía de una mejor calidad en la
educación. Es absurdo subsumir el conocimiento al artefacto. Es equívoco hacer
del dato y de los macrodatos objetos de culto (dataísmo). Lo que hay que hacer
del artefacto es un instrumento para abrir nuevos conocimientos. Lo importante
es que el saber sea científico y que preserve valores humanísticos. La
tecnología, sin el predominio del factor humano en su intencionalidad, resulta
un conjunto de chatarras y algoritmos. Ahí tiene sus raíces lo que Martin
Heidegger llamó, en la década del 30 del siglo pasado, peligro de la técnica. O
bien, amenaza a la paz social en razón de la carrera por la autonomía inherente
al saber tecnológico. La tecnología desprovista de valores humanos es una
peligrosa distracción.

Existe una complicidad entre la ciberadicción al selfi y la seducción para el


consumo. Selfitis es el término con el que el filósofo Byung-Chul Han define
la alienación del sujeto posmoderno en su autorretrato manipulado de la mini
pantalla digital. No hay cosa hoy día más vapuleada que el yo. ¿Quién soy yo?
es una pregunta cuya respuesta se va quedando cada día más vacía de sentido
duradero. Lo que los tiempos posmodernos procuran no es que la identidad
perdure o se fije, sino que más bien, se metamorfosee, se multiplique, se
deshaga constantemente en su difusa pluralidad consumista. Que la identidad
sea esquiva es lo identitario.

La instantaneidad, la simultaneidad y la intangibilidad propias del medio digital


hacen de sus productos asuntos volátiles, efímeros, de caducidad programada.
El selfi no es otra cosa que la consagración narcisista de un yo deficitario en su

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autoestima. Lo que procura el selfi no es la virtud del retrato que refleja la
personalidad y el alma. No. Lo que refleja el selfi es la ansiedad, la angustia, el
vacío existencial del autopresentado. Es una degradación del retrato
renacentista, por cuanto reduce a un grado cero el sentido de lo humano en su
factura chata. Es una miserable expresión minimalista y fugaz del retrato
fotográfico artístico, por cuanto es alterable, insanamente perfectible el rostro,
la cadera, el vestido de quien se busca en la pantalla de su celular, sin que jamás
logre estar conforme con lo que encuentra. Es el nuevo desnudo; la forma
insufrible de exponerse, es decir, ofertarse en la vitrina virtual globalizada de
una sociedad exhibicionista. Es el más pobre espectáculo del deterioro alienante
del sí mismo. Lo que contiene el selfi no es la pose artificial de un sujeto, sino
la huella de su ciberadicción, de su maníaca afición a estar en la red, de su
existencia depresiva, solitaria, infeliz, angustiada. Hay en el selfi, en tanto que
autorretrato digital, una suerte de autoexplotación semiótica del sí mismo y una
huera expresión de vanidad. No hay un yo auténticamente sustentable, sino más
bien un enorme vacío, en la superficie lisa del individuo representado en la
pantalla de su smartphone.

La carnada por excelencia del mercado para seducir a los sujetos


hiperconsumistas es un ardid, una trampa. No ya una frase sagaz, creativa o
inspiradora. El lenguaje de códigos es asubjetivo, es decir, sin sujeto
autorreafirmado. Constituye la materialidad en sí misma del lenguaje aditivo,
calculador, exponencial. ¿Cuál es la función de un cuerpo escultural,
semidesnudo y en actitud sensual, al lado del automóvil que la publicidad
pretende motivar a comprar? Hay, en efecto, códigos seductores subliminales
operando semióticamente en esas propuestas. Subyace en ellas la fantasmagoría
de la morbidez espectral posmoderna. La sociedad actual acusa en este orden

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una complejidad: la seducción no está solo en el mensaje, sino también en el
soporte; es decir, en el medio digital.

La seducción supera la barrera de lo visual o auditivo y se traslada a lo neuronal,


lo táctil, lo multisensorial. El marketing neuronal, junto al digital hacen la moda.
El mercado es, paradójicamente, el pandemonium de la felicidad, que no
genera satisfacción, sino desasosiego. Si no consumes a borbotones, parecieras
padecer de un grave defecto ciudadano. La pureza, si alguna vez la hubo, de los
sentimientos como el amor, la amistad, la solidaridad, el bien en sí mismo ha
sido trastocada, se le ha inoculado una perversa dosis de sospecha. Nada es puro
ni duradero. No existe el compromiso afectivo. La exposición pornográfica es
la meta.

No soy un tecnófobo. Creo que la revolución tecnológica y el apogeo del medio


digital, como elementos básicos de la nueva cultura online, nos han facilitado
enormemente la vida cotidiana y han impulsado avances significativos en las
ciencias. El cibermundo es una dimensión, previamente inimaginable, cuya
existencia, aun sea virtual, pero con efectos fácticos, sería impensable sin las
transformaciones tecnológicas, sin Internet y sin las redes sociales, últimas que
han provocado una degradación extrema en la intención primaria de conectar
personas, de hacer el mundo más cognoscible y libre, de mantener a la población
informada y de preservar los cimientos de la verdad por encima de la utilidad
en la convivencia planetaria.

Procuro, más bien, despertar en los ciudadanos del siglo XXI preocupaciones
de nuestro entorno y su futuro, especialmente, aquellas vinculadas a las
ciberadicciones y a la farsa que la espectacular hegemonía de los gigantes

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tecnológicos, a los que el filósofo de la tecnología Jaron Lanier (2018) llama
INCORDIO, nos quieren vender como única forma de vida.

El problema no radica ni en los artefactos (hardware) ni en los programas


(softwares) per se; tampoco en Interntet. El verdadero problema estriba en la
secuenciación algorítmica y las redes sociales, cuya finalidad no es otra que
modificar la conducta de los individuos, para manipularla inmisericordemente
y hacer de los ciudadanos, antes que seres autónomos y con facultad para la
libre elección y la autodeterminación, meros integrantes de un rebaño; o como
aprendimos de las novelas distópicas del siglo XX, seres autómatas o zombis
controlados por desconocidos a los que ni siquiera es posible investigar. Peor
aun, cada vez que utilizamos las redes sociales, les estamos dando a los gigantes
tecnológicos la oportunidad de que exploren nuestra intimidad como sujetos, lo
que convierten en mecanismo de sutil expoliación, manipulación, robo de
nuestra subjetividad y nuestro libre albedrío. Esas grandes empresas basadas en
la captación y uso perverso de macrodatos se han convertido en una minoría
enriquecida hasta el tuétano, que ha reducido la humanidad a experimentos de
naturaleza conductista y de consumo, para asentarse como una impune
cleptocracia.

Lanier fue el creador del concepto de realidad virtual. Respiró los aires de
Silicon Valley. Es un verdadero pionero de la innovación informática y digital,
pero, al mismo tiempo, ha devenido uno de sus principales cuestionadores.
Tampoco es un tecnófobo. Por el contrario, es un singular conocedor y un
profundo crítico. Trabaja como asesor para Microsoft y ha sido reconocido
como una de las 100 personalidades más influyentes en los ámbitos cultural,

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tecnológico, filosófico y científico por The New York Times, Foreing Policy y
Prospect.

En su libro Contra el rebaño digital (2011), este pensador, artista e


inconformista hace una clara advertencia acerca del monstruo publicitario y
espiritualmente depredador en que devendría, por el derrotero que tomó, el
medio digital. Su mayor preocupación es la persona en su integridad, porque lo
más relevante de la tecnología radica en su capacidad para cambiar a los
individuos, modificar su voluntad. Se preocupa, en este ensayo, por los estratos
digitales que ahora asentamos con la idea de beneficiar a las futuras
generaciones. Apuesta, de manera optimista, a que la civilización sobrevivirá a
la loca carrera tecnológica que signa el presente siglo, y considera que debemos
esforzarnos en la creación del mejor mundo posible para nuestros herederos. Su
denuncia de los propósitos oscuros del totalitarismo cibernético prefigura un
drástico efecto negativo en la base ética que sustenta la espiritualidad, la
moralidad y la dinámica de los negocios.

La cleptocracia digital se apoya en cómo manipular, de forma subrepticia, el


abuso anónimo del “troll” sobre la conducta del individuo inocente.

¿Estamos ante la inminencia del Apocalipsis digital? ¿Podemos eludir la


probabilidad del estrépito del e-Pocalipsis? Aviv Ovadya, principal
tecnólogo del Centro para la Responsabilidad de las Redes Sociales de la
Universidad de Michigan advirtió en 2016 acerca del peligro, que se hizo
realidad en las elecciones de noviembre de ese año en EEUU, de una crisis
inminente de noticias falsas, por cuanto “un mundo optimizado
algorítmicamente es vulnerable a la propaganda y a la información”,

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especialmente, cuando plataformas digitales como Facebook, Google y Twitter
sobreponen la cuantificación de los clics, el volumen de publicidad y las
ganancias en dinero a la cuestión fundamental de la calidad de la información.
Esta lamentable tendencia de los gigantes tecnológicos amenaza con socavar la
credibilidad de los hechos como piedra angular del discurso humano.

Naufragamos en un enorme océano de datos que nos controla


psicométricamente, a través de algoritmos, y nos priva de libertad. La
privacidad se oferta en los mercados digitales. Cambridge Analytica manipuló
datos de más de 50 millones de usuarios de Facebook y la historia política
reciente de EEUU sorprendió. La vida, mientras, antes que de un soplo divino,
depende inciertamente de un clic.

Uno de los pensadores éticos por excelencia de la filosofía contemporánea,


Hans Jonas, afirmó en su ensayo titulado El principio de responsabilidad
(Herder, 1995, p.163) que “Aquello ´por lo´ que soy responsable está fuera de
mí, pero se halla en el campo de acción de mi poder, remitido a él o amenazado
por él. Ello contrapone al poder su derecho a la existencia, partiendo de lo que
es o puede ser, y, mediante la voluntad moral, lleva al poder a cumplir su deber”.
Hacer que el poder cumpla su deber es uno de los grandes desafíos de la
humanidad, porque implica una responsabilidad que engloba el ser de las cosas.
Y englobar significa aquí un acto de amor, una acción de orden ético.

En su ensayo Alteridad y trascendencia (Arena Libros, 2014), Emmanuel


Levinas nos muestra que en el accionar ético del ser humano está la posibilidad
de transformar la esperanza de un mejor futuro para la sociedad, migrándola
desde una nostalgia hacia una probabilidad, un augurio. “Pensar el otro -dice

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Levinas- procede de la irreductible inquietud por el otro. El amor no es
conciencia. Es porque hay una vigilancia antes del despertar como el cogito es
posible, de modo que la ética es anterior a la ontología. Detrás de la venida de
lo humano hay ya la vigilancia respecto del otro. El Yo trascendental, en su
desnudez, procede del despertar por y para el otro” (pp.79-80). Ese otro puede
ser un extranjero, porque, para que haya “reencuentro”, el acontecimiento tiene
que darse entre extranjeros, entre desconocidos; de lo contrario, se trataría de
un “parentesco”. La sociedad del miedo en que vivimos hoy nos hace temer del
otro más cercano. Estamos abocados a recuperar la confianza para hacer viable
el proyecto humano. Sin respeto al otro no será posible. Los jóvenes de hoy
tienen sobre sus hombros la responsabilidad de suplantar el miedo y el odio por
la solidaridad y el amor.

El auge del prefijo ciber, que marca el predominio del giro de la tecnología de
la comunicación digital, nos ha ido acostumbrando a la noción de nativos
digitales, con la que definimos, desde Marc Prensky (Digital Natives, Digital
Immigrants, 2001) a aquellos individuos que nacieron con el lenguaje de las
computadoras y los dispositivos para internet y videojuegos, y que han crecido
en interacción con las tecnologías digitales y su vertiginosa transformación. Se
les sitúa como venidos al mundo a partir de 1990 y sus destrezas y habilidades
se reflejan en el manejo fácil de las computadoras y demás dispositivos
digitales, y en contactarse aprovechando los recursos de la red y el
establecimiento de comunidades virtuales. Su modo de consumo y su forma de
pensamiento, por tanto, su estilo y estrategia de vida están estrechamente
vinculados a la ubicuidad e instantaneidad de las tecnologías de la
comunicación digital. Suponen, respecto de las generaciones anteriores, la
instauración de una brecha o una disrupción en lo alfabético, lo socialmente

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vinculante, en la expresión y canalización del deseo y en lo
epistemológicamente viable para la construcción de nuevos espacios de
pensamiento, nuevos emprendimientos y negocios, nuevos e impensados
productos de consumo, incluso, nuevas y múltiples identidades. Son los
cibersujetos que aventajan en el cibermundo y la cibercultura dominantes hoy.

A partir del diálogo establecido entre Zygmunt Bauman (1925-2007), creador


de la metáfora del mundo líquido, y Thomas Leoncini (1985), publicado
póstumamente bajo el título de Generación líquida. Transformaciones en la era
3.0 (Paidós, 2018), el joven periodista y estudioso de la posmodernidad pone en
circulación el término generación líquida, con el cual define a los comúnmente
llamados millennials o nacidos entre los años 1980 y 2000, precedidos por los
integrantes de la generación X, que comprende los nacidos entre mediados de
los 70 e inicios de los 80.

A la generación líquida corresponden los nativos líquidos, los ciudadanos cuyo


epicentro existencial gira en torno a su propia individualidad y una marcada
autonomía facultada por el autocontrol inherente al uso cotidiano y excesivo de
las herramientas y los lenguajes de la comunicación digital. El yo de la cultura
online (virtual, digital) es más autónomo, por mor de las tecnologías, que el yo
de la cultura offline tradicional (analógica). Sin embargo, y a pesar de que se
intente confundir conectividad con comunicación, cuando no es lo mismo estar
conectados que comunicarse, los sujetos de la generación líquida son
tendencialmente más solitarios y, por tanto, más proclives a lo que Byung-Chul
Han denomina patologías sociales de la urdimbre o enjambre digital y la
sociedad de rendimiento y dopaje, especialmente, narcisismo, síndrome del
quemado (burn out) o autoexplotación, tedio y depresión.

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El modus convivendi del cibermundo del siglo XXI es diferente al modus
vivendi del mundo concreto del siglo XX, porque el tiempo, el espacio y la
velocidad, además de la identidad (hoy identidades múltiples) han sido
transformados por la revolución tecnológica y el giro digital. Al nativo líquido,
en su mayoría, le importa más conectar que ser. Y la cuestión de existir parece
reducida al llamado de estar o no estar en la red, aparecer o no aparecer en el
orden virtual. Los hijos del baby boom o nacidos entre 1946 y 1964 luchamos
por construir un lugar mejor en el mundo. Los nativos digitales se sienten
conformes con un no-lugar, dado que su sentido de la topología se encuentra en
el ámbito virtual. Su espacio físico, que da entrada a la dimensión ilimitada del
ciberespacio como su lógico hábitat, se reduce al tamaño de la pantalla líquida
de un teléfono inteligente de bolsillo.

Si bien la era de la información y la revolución digital, que hoy concentramos


en palabras como cibermundo, ciberespacio o cibercultura, Internet y redes
sociales significan un avance sin precedentes en el desarrollo de la sociedad, no
sea menos cierto que ese desarrollo oculte en sí mismo un riesgo, un peligro
para el individuo, la naturaleza y la sociedad a escala mundial. Todavía hoy la
humanidad sensata se pregunta si fue, en realidad, necesario el lanzamiento de
la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, como colofón al desastre que
significó para la vida humana la Segunda Guerra Mundial. La balanza se ha
inclinado siempre hacia el no. Sin embargo, la racionalidad humana quería, por
curiosidad y por déficit ético, saber hasta dónde podía llegar ese poder
contenido en los avances científicos y tecnológicos del momento.

A ese panorama un tanto oscuro y eventualmente dramático de los avances


científicos y tecnológicos se opone, afortunadamente, otro lado más luminoso

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y esperanzador. Ese que marca el paso de los descubrimientos aplicados a
mejorar la calidad de vida de las poblaciones y a llevar aquella misma
curiosidad e inteligencia humanas a inimaginables y recónditos confines del
universo. De ahí que vivamos hoy en un mundo más comunicado a través del
ciberespacio y el medio digital, y con mayores conocimientos de las leyes de la
naturaleza y del individuo mismo.

No obstante, persiste el peligro de quebrar los paradigmas morales, por ejemplo,


de la bioética, así como, de seguir empeñándonos, a través de Estados y
Gobiernos, en invertir mucho mayor cantidad de recursos económicos en
armamentos sofisticados y misiles teledirigidos con ojivas nucleares, que en
combatir el hambre, el analfabetismo, las enfermedades catastróficas, la brecha
tecnológica misma, la falta de agua potable, ropa adecuada, educación y techo
digno a cientos de millones de seres humanos en todo el mundo.

Nos planteamos la pregunta: ¿existe una responsabilidad, fundamentalmente


humana y, más aun, por lo humano, detrás de los indetenibles avances del saber
científico y la racionalidad tecnológica? Sí, hay una responsabilidad, y se llama
dimensión ética y moral del pensamiento y la acción humanos. Esa
responsabilidad es, en palabras del pensador polaco Zygmunt Bauman (Ética
posmoderna, 2013), la más personal e inalienable de las “posesiones” de una
persona y el más preciado de los “derechos” humanos. Se trata, además, de una
responsabilidad impostergable, que más allá de la llamada “época del posdeber”
(Lipovetsky, El crepúsculo del deber, 1998) o de la liberación de las
obligaciones absolutas, muy por el contrario, exige ser asumida.

La juventud digital tiene un impostergable compromiso con el futuro


humano. Preocupa al filósofo neoheideggeriano Byung-Chul Han que, por la

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obnubilación o ceguera producidas por la embriaguez digital, el individuo del
enjambre digital o masa digital sea un sujeto aislado, aunque se jacte de estar
hiperconectado, porque la hiperconexión no equivale a auténtica comunicación.
Sustenta que al enjambre digital le falta un alma o un espíritu, dado que unirse
en un enjambre digital no garantiza el desarrollo de un nosotros. “Los habitantes
digitales de la red -dice- no se congregan. Les falta la intimidad de la
congregación, que producirá un nosotros. Constituyen una concentración sin
congregación, una multitud sin interioridad, un conjunto sin interioridad, sin
alma o espíritu” (En el enjambre, Herder, 2014). Tenemos personas aisladas,
singularizadas (Hikikomoris) que viven al margen de la sociedad, que se pasan
el día ante los dispositivos y medios audiovisuales o el monitor sin salir de la
casa. De esa tendencia deriva la ciberadicción denominada “infoxicación”; es
decir, intoxicación por exceso de información.

Los colectivos digitales, cuando tienen lugar, llegan a ser apenas modelos
grupales de movimiento caracterizados por la fugacidad, volatilidad e
inestabilidad. No son duraderos. Hemos visto y vivido en buena parte del
mundo manifestaciones sociales y políticas que descansan en este principio y
de ahí su fragilidad.

Para Han, el nuevo hombre teclea, en lugar de actuar. “La cultura digital
descansa en los dedos que cuentan. Historia, en cambio, es narración. Ella no
cuenta. Contar es una categoría poshistórica. Ni los tweets ni las informaciones
se cuentan para dar lugar a una narración. Tampoco la timeline (línea del
tiempo) narra ninguna historia de la vida, ninguna biografía. Es aditiva y no
narrativa. El hombre digital digita en el sentido de que cuenta y calcula
constantemente”, afirma Han (p.60).

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Lo aditivo virtual es alienante porque nos aparta del relato de la vida. La
responsabilidad moral, como posesión y derecho inalienables en cada uno de
nosotros, nos fuerza a superar el aislamiento y la soledad digitales, para
hacernos más compromisarios de la solidaridad y la lucha por el bien común,
para atenuar cualquier intento o huella de inconsecuencia con la vida.

Nuestra sociedad atraviesa por una severa crisis en términos de valores éticos y
un individualismo rampante, narcisista y mercurial nos ha hecho tocar fondo,
quebrando el sentido de solidaridad como recurso de sobrevivencia del tejido
social y del espíritu comunitario. Pero, no es menos cierto que en nuestros
jóvenes descansa nuestra fe en un mundo mejor. Los jóvenes son dueños de una
nueva visión acerca de la relación entre cultura y naturaleza, entre individuo y
sociedad, entre ciencia, tecnología y humanismo. Han de ser los defensores de
la instauración de límites éticos a los desbordes del economicismo,
consumismo, cientificismo, armamentismo y tecnologías bioéticas.

Los jóvenes tienen el derecho de exigir a los mayores un legado menos cruel,
menos abismal y más esperanzador; pero también, descansa sobre sus hombros
la responsabilidad, una responsabilidad moral impostergable, de armonizar los
fines y medios de las tecnologías y del espectro digital con las aspiraciones de
vida, conservación del medioambiente y libertad de los hombres y mujeres de
este mundo.

Solo con sus sueños, luchas y aspiraciones la amenaza de lo invasivamente


artificial, como prótesis de la vida, y de lo poshumano y transhumano, como
degradación deleznable de lo humano, así como los terribles efectos colaterales
del peligro y potencial catástrofe de un mal científico y tecnológico mayor, en
todas las dimensiones, serán disipados, en buena lid, para ir de la mano, sin

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muros ni fronteras, sin odios ni cerrazón hacia la construcción de un futuro
promisorio, solidario y duradero. El porvenir lo encarna la juventud éticamente
responsable.

Muchas gracias.

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