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Mucho hay por discutir a la hora de evaluar la prevalencia que desde el punto de vista
científico se le ha dado a ciertos saberes, llegando incluso a tratar de validarlos mediante la
incapacitación de otros saberes. El predominio que por ‘’mayorías’’ se la ha atribuido a lo que
paradójicamente se ha denominado como el saber científico del universalismo europeo ha
disminuido nuestras oportunidades de crecimiento cognitivo, resulta interesante tratar de concebir
que el universo, en su gran extensión y complejidad, pudiese explicarse desde un solo punto de
vista cuando más que nunca hemos sido testigos de la innegable necesidad del trabajo
interdisciplinar, transdisciplinar y multidisciplinar. Aun así, creo que lo que evidenciamos como
una falta de justicia cognitiva pareciera extenderse mucho más allá de nuestro oficio académico,
se encuentra profundamente arraigado a nuestro comportamiento, tanto así, que pareciera ser una
práctica cultural inherente del ser humano. Nos tardaríamos eternidades tratando de contar el
número de veces que históricamente se ha impuesto la manera de pensar y concebir la realidad de
una o un grupo de personas sobre otra, incluso cuando estas lógicas parecían tener un mismo
objetivo o sentido, sólo que tenían nombres o autores diferentes; romanos y cartaginenses,
franceses e ingleses, revolucionarios y nacionalistas, demócratas y socialistas, empíricos y
académicos, creyentes y laicos, jóvenes y viejos, padres e hijos, maestros y estudiantes; por un
lado pareciera que se estuviera emparejando opuestos, cuando en realidad es una lista de todo lo
que la humanidad ha parido y que la historia se ha encargado de separar.
El quehacer de los maestros, aunque reposa sobre aquellos a quienes se les confiere la tarea
de enseñar, en realidad es una labor que se reparte entre todos los miembros de una sociedad ¿Qué
potestad tenemos como maestros para determinar cuáles son los buenos saberes?; ¿cómo
podríamos nosotros dar fe de que el conocimiento que deseamos compartir será el que les resultará
útil a las futuras generaciones?; ¿Somos en realidad autores de la apropiación del conocimiento
que los estudiantes adquieren? Estos cuestionamientos caen como una dura crítica a nuestra labor,
pero en realidad es una reflexión tanto de las responsabilidades que recaen a nosotros como
maestros, así como de los temores que encontramos en ellas. Creo que como maestros, tenemos
potestad para elegir los saberes que dentro de nuestra experiencia parecieran ser los más adecuados
para el contexto de nuestros estudiantes siempre y cuando nuestro sentido de justicia cognitiva nos
permita educar desde la real universalidad de los saberes, aquella que necesita de los demás saberes
como entes complementarios; creo también que podemos dar fe de la utilidad de los saberes que
compartimos para las futuras generaciones, pues parte de la erradicación del pensamiento abismal
se le atribuye a la ecología de saberes, el encontrar la utilidad de estos como agentes
complementarios desde la necesidad y los objetivos, donde un saber se hace atemporal por la
conexión que comparte con los demás saberes; por último, creo también que somos autores de la
apropiación del conocimiento que adquieren los estudiantes, así como también son autores ellos
mismos de ese logro, y como lo somos también todos los miembros de una sociedad, donde la
construcción del conocimiento es irremediablemente colectiva, se comparte, se atribuye, se delega
y se reconoce como el resultado del progreso humano; progreso que no se entiende como el
embellecimiento o la mejoría, sino como la evolución, la metamorfosis del pensamiento que no
tiene nortes ni estándares y que se reconoce como la impiedad hacia sí mismo de mantenerse
estático.