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Los relatos bíblicos sobre los orígenes muestran la unidad del género humano y enseñan que el
Dios de Israel es el Señor de la historia y del cosmos: Su acción abarca todo el mundo y la
entera familia humana, a la que está destinada la obra de la creación. La decisión de Dios de
hacer al hombre a su imagen y semejanza confiere a la criatura humana una dignidad única,
que se extiende a todas las generaciones y sobre toda la tierra.
Además, el Libro del Génesis muestra que el ser humano no ha sido creado aislado, sino
dentro de un contexto del que forman parte integrante el espacio vital, que le asegura la
libertad (el jardín), la disponibilidad de alimento ( los árboles del jardín), el trabajo (el
mandamiento de cultivar) y sobre todo la comunidad (el don de una ayuda de alguien
semejante a él).
Realidad mundial
La dimensión cultural adquiere especial importancia como baluarte de resistencia contra los
actos de agresión o de dominio sobre la libertad de un País. La cultura se erige como la
garantía de conservación de la identidad de un pueblo, expresión de su soberanía espiritual.
La convivencia entre las Naciones se funda en los mismos valores que deben orientar la
convivencia entre las personas: la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad.
Para lograr esta convivencia pacífica y ordenada de la familia humana, el Magisterio pide «el
establecimiento de una autoridad pública universal reconocida por todos, con poder eficaz
para garantizar la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos»
Una autoridad ejercida en el marco de la Comunidad Internacional debe ser regulada por el
derecho, ordenada al bien común y respetuosa del principio de subsidiariedad: «no
corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o invadir la competencia
propia de la autoridad pública de cada Estado.
Por el contrario, la autoridad mundial debe procurar que en todo el mundo se cree un
ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino también los
individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar sus funciones,
cumplir sus deberes y defender sus derechos».
El servicio diplomático de la Santa Sede es un instrumento que trabaja no sólo para la «libertas
Ecclesiae», sino también para la defensa y la promoción de la dignidad humana, así como para
un orden social basado en la justicia, la verdad, la libertad y el amor.
La Iglesia y la comunidad política, si bien se expresan ambas con estructuras organizativas
visibles, son de naturaleza diferente tanto por su configuración como por las finalidades que
persiguen.
La Iglesia, por otra parte, no tiene un campo de competencia específica en lo que se refiere a la
estructura de la comunidad política: «La Iglesia respeta la legítima autonomía del orden
democrático; pero no posee título alguno para expresar preferencias por una u otra solución
institucional o constitucional» y, por su naturaleza, no tiene ni siquiera el compromiso de
valorar los programas políticos, a no ser por sus implicaciones religiosas y morales.
La cooperación internacional requiere que, más allá de la estrecha lógica del mercado, exista
conciencia de un deber de solidaridad, de justicia social y de caridad universal. En efecto
«existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente
dignidad».La cooperación es el camino que la Comunidad Internacional debe recorrer.
De «una concepción adecuada del bien común con referencia a toda la familia humana» se
seguirían efectos muy positivos como, por ejemplo, un aumento de confianza en las
potencialidades de los pobres y, por tanto, de los países pobres, y una equitativa distribución
de los bienes
La autonomía de la Iglesia y de la comunidad política no significa una separación que excluya la
colaboración: ambas están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres.
En efecto, la Iglesia y la comunidad política se expresan en formas organizativas que no son
fines en sí mismas, sino para el servicio del hombre, para permitirles el pleno ejercicio de sus
derechos, inherentes a su identidad de ciudadano y de cristiano, y un correcto cumplimiento
de sus deberes.