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Cuidar lo colectivo.

CARLOS SKLIAR
El investigador y pedagogo reflexiona sobre la educación en contexto de
pandemia, analiza la influencia de la tecnología y apunta contra las
imposiciones a la niñez.

Investigador principal del Consejo Nacional de Investigaciones


Científicas y Técnicas de la Argentina (CONICET) y del Área de
Educación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales
(FLACSO)-Argentina, Carlos Skliar es doctor en Fonología con
Especialidad en Problemas de la Comunicación Humana y realizó
estudios de posgrado en el Consejo Nacional de Investigaciones de
Italia, en la Universidad de Barcelona y en la Universidad Federal de
Rio Grande do Sul, Brasil.
Actualmente coordina los cursos de posgrado Pedagogías de las
diferencias, Entre cuerpos y miradas y Escrituras: creatividad humana
y comunicación (junto con Violeta Serrano García) en la sede local de
FLACSO. Ha sido profesor visitante en diferentes instituciones del
extranjero y es miembro editor y consultor de más de 50 revistas
nacionales e internacionales en el área de la educación, la filosofía y la
literatura. Entre sus libros cabe mencionar La escritura. De la
pronunciación a la travesía (2012), Experiencias con la palabra
(2012), Pedagogías de las diferencias (2017), Como un tren sobre el
abismo (2019), Ensayos en lectura (2020) y Mientras respiramos
(2020).
Carlos Skliar gesticula y es enfático al hablar. Cuando dice que algo lo
apena no hay dudas de que lo dice desde las entrañas, lo mismo
cuando algo lo entusiasma. Y todo ese algo suele tener un ancla en la
educación. «Desde hace un tiempo vengo pensando que la época
anterior a la pandemia había ya producido una separación dolorosa
entre niñez e infancia, es decir, que la mayoría de los niños había
perdido la posibilidad de una experiencia de tiempo de intensidad, no
sometida a la lógica de las finalidades, las utilidades, a la exigencia de
rendimiento. No solo la niñez habría perdido su infancia sino la
humanidad en general», reflexiona. Sostiene que «la solución por los
derechos es una parte del problema, quizá su carácter más enunciativo,
pero hay algo más, y tiene que ver con que buena parte de la actividad
preescolar y escolar sea capaz de “devolver” infancia a la niñez». Más
allá de las cronologías del aprendizaje, los manuales y las nuevas
plataformas de consulta, aquello «es lo más formativo, lo que se
recordará con el paso tiempo, lo que hará que una nueva generación
no se “adultice” tan rápida y dolorosamente», asegura.
Pedagogías de las diferencias es el nombre de uno de los cursos que
dirige y el título que dio a uno de sus libros. La propuesta es una
buena síntesis de su aporte y sus intereses: formación filosófica,
política y pedagógica a propósito de un modo de conversación en
educación que hace de la multiplicidad su rasgo esencial y avanza
hacia cuestiones tales como la fragilidad del aprendizaje, la incógnita
del enseñar, el problema de la igualdad, la experiencia estética, la
narratividad, todo ello atravesado por las diferencias de edades, de
cuerpos, de sexualidades y géneros, de comunidades, de lenguajes, de
tiempos y espacios.
–¿Qué aprendizajes deja la crisis del COVID-19 en el campo de la
educación?
–En términos generales, hay todavía una disputa para saber si las
cosas continuaron o no, y no me parece menor detenerme en este
asunto en particular, porque así como la vida cotidiana se ha visto
interrumpida, es demasiado optimista decir que no hubo una
interrupción. Sé del esfuerzo de todos, de todas, eso es evidente. Pero
quisiera pensar que no se trata solo de voluntarismo y de esfuerzos
sino de pensamiento, de una suerte de comunidad que piensa lo que
hace. Creo que vamos a pasar demasiado rápido por esta primera
disyuntiva. Tengo la sensación de que hay experiencias de todo tipo y
que todas esas experiencias tienen que ser pensadas, al mismo tiempo,
claro. Pensar qué hubo de continuidad, pero sobre todo hay que pensar
mucho en lo discontinuo, y más aún en lo que se puede llamar la
interrupción o incluso el vacío. El vacío es un lugar insondable; un
lugar al cual no se puede tener acceso. Supongo que el silencio, la
soledad, el dolor, la enfermedad, la angustia, el suicidio, como ha
ocurrido, dan cuenta de una idea de vacío que no se puede subestimar
para nada. Pero en el campo educativo hay una tendencia a seguir, a
avanzar, porque la impronta de los cambios y la impronta de la
novedad brilla con demasiada luz. Da la sensación de que hay toda
una parte de la comunidad que sigue adelante reelaborando una
cotidianidad en otros términos, pero quedan cenizas que recibo a
diario y que no sé cómo se van a tratar. Hay un mar revuelto que debe
ser muy difícil de gestionar en términos de política pública pero que es
imposible olvidar.
–¿La escuela no educó y enseñó sobre estos vacíos a los que
refiere?
–La pregunta es terriblemente pertinente. Dos problemas: el problema
de cuánto la impronta tecnológica superó los modos de hacer y de
preguntarse por el qué, y por otro lado, cuánto un colectivo educativo
puede dar cuenta de una situación tan masiva. El primero de estos
problemas alude a pensar en cómo venían siendo llenados los vacíos
de lo humano hasta la pandemia, es decir, cómo la angustia, el límite,
la contingencia o la soledad eran recubiertos por las industrias del
entretenimiento, sobre todo. Eso continuó y se volvió todavía más
ostensible, porque al utilizar la tecnología ya no solo como medio, esa
tecnología ya tiene una impronta, un formato que se le parece
demasiado, es decir que se ha optado por imagen y semejanza de
plataformas de entretenimiento. Muy pocos han pensado en el
ejercicio filosófico, en prácticas de lectura silenciosas, en la narración
colectiva, el juego a distancia, o sea, en cómo colocar la tecnología en
el exacto lugar de ser una mediación. El cómo es una pregunta
subsidiaria del qué vamos a hacer juntos, pero la tecnología borró el
qué en nombre del cómo. Y otra vez el cómo, que es una pregunta
muy adulta, utilitaria y mediata, ha gobernado la educación de este
tiempo. La enorme dificultad es no haber advertido que la tecnología
impone puntos de vista, que no es simplemente un medio, que para
que sea un medio hay mucho trabajo que realizar de anteponer los
sentidos del encuentro a las formas de transmisión del encuentro. El
segundo punto tiene que ver con el papel de los educadores, que con la
pandemia tuvo que mutar hacia un lugar de compañía, de cuidado, de
conversación, en aquellos casos en que fue posible. Pero también es
cierto que para acompañar, para conversar, no vale cualquier forma.
En este sentido, haber tomado ese vacío tenía un riesgo, que era el
riesgo de no caer en la trampa del cuidado individual, porque aunque
nos interese y nos preocupe, el cuidado es siempre de lo colectivo, la
conversación es con el conjunto.

–¿Qué camino debe transitar la comunidad educativa en dirección


a la pospandemia? ¿Puede la educación ser rebelde a una época?
–La mayor rebeldía que conozco en este momento es ponerse a
pensar, y de hecho mucha gente lo está pensando. No creo que haya
mayor rebeldía que darle a ese tiempo y a ese lugar llamado escuela
una modulación completamente distinta a las industrias del
entretenimiento y de la información, que son gemelas pero que se
mueven por espacios distintos también. Si la escuela se parece a
cualquier portal, Netflix, Youtube, tiene todo para perder, porque
estará siempre detrás de las novedades que esas plataformas producen
constantemente. Además, porque los modos de conocimiento de esas
plataformas, de esos usuarios, nada tienen que ver con los modos de
conocimiento que nosotros deberíamos tener de nuestros estudiantes.
En el fondo lo que hay que pensar es cómo creamos un tejido
comunitario, una red distinta que de verdad sea solidaria, democrática,
igualitaria. Se le exige a la escuela que priorice esos valores pero al
mismo tiempo se la amenaza permanentemente con novedades que
vienen de lugares y tiempos completamente diferentes. Cuando la
escuela se juveniliza pierde mucho de su carácter y su esencia, de su
propia invención, y por lo tanto de su posibilidad de reinventarse a sí
misma. Se ha cedido demasiado. Está claro que las figuras de
youtubers reemplazan a las figuras de maestros sobre todo cuando los
educadores quieren parecerse a los youtubers en su formato, en este
entrenamiento permanente al que nos tiene este mundo
acostumbrados, de dar recetas, no perder el tiempo, ir contra el
anonimato. La escuela no debería parecerse a nada de eso. Cuando
escucho niños diciendo «y esto para qué sirve» siento que ya hemos
llegado a un límite, que es que haya niños y niñas preguntando sobre
la utilidad de lo que se hace como si no pudieran detenerse en ese
instante.
–En este marco, con el auge de las tecnologías, ¿cuál sería la
función de la escuela?
–Para mí la educación es pura generosidad, en todos los sentidos, dar
todo, poner todos los mundos sobre la mesa. Aprender a cuidar el
mundo y aprender a cuidarse del mundo, pero no de una forma
utilitaria, cuando utilitario quiere decir lucrativo, provechoso, en el
sentido de una búsqueda de un éxito individual solamente; nada más
lejano que una propuesta tan colectiva como la idea de escuela. Está
claro que nadie va a cuidar el mundo para las próximas generaciones,
y está claro que no hemos sabido cuidar a las nuevas generaciones de
nosotros mismos. En ese sentido hay mucho que revisar sobre lo que
hemos hecho como generación. Porque cuando hay tanta crítica sobre
cómo vienen los niños, las niñas, los jóvenes, hay algo que omitimos,
y es cómo hemos dejado que todo ello ocurra sin más, o incluso
adhiriendo graciosamente a esa impronta de época. Por otra parte, si
algo enseñó la pandemia es que cuidado, compañía, no son verbos
imperativos; siempre se tiene que formular un «nos cuidamos», «nos
conversamos», y eso tendrá efectos singulares que harán mejores a las
personas.
–¿Se modificó la noción de aprendizaje o la forma de aprender
con la aparición de las nuevas plataformas?
–El aprendizaje es una travesía a lo largo del tiempo, no es inmediato,
nunca lo fue en la historia de la humanidad. El aprendizaje ocurre
tiempo después y sin relación transparente con lo enseñado. Hay que
quitar el carácter inmediatista del aprender. Buscar algo en Google,
como la cantidad de habitantes que tiene China, no es aprender. Ahí
podemos buscar información, datos, modos de resolver un problema
urgente, pero no es lo mismo. Hoy esto está solapado como discusión.
Hay que discutir si no estaremos llamando aprendizaje a algo que no
lo es. Aprender es darse cuenta con el tiempo qué efectos ha
producido en mí una cantidad de enseñanzas directas e indirectas.
–¿Educa nuestra escuela para la inclusión?
–Es evidente que ya va a haber una escuela más feminista. En otra
época la intención era que fuera más indígena o intercultural y creo
que en ese sentido la tendencia fue hacia lo inclusivo. Pero creo que
no se puede ser inclusivo y al mismo tiempo plantear exigencias de
rendimiento ya consagradas. En buena medida, hemos afectado
nuestro modo de recibir a los demás, de advertir la multiplicidad de
identidades, de cuerpos, de lenguajes, de sexualidades, pero las
exigencias de rendimiento siguen allí. Eso es lo que debería cambiar,
no tanto la declaración del derecho y todo el aparato jurídico sino
cómo desactivamos esas exigencias de rendimiento que son muy
peligrosas en el sentido de que te han invitado a lo común, pero te
destruyen a la hora de juzgarte; un paso en falso que he tratado de
advertir permanentemente: abrimos las escuelas para un cuerpo o
comportamiento completamente distinto pero las formas de juzgar el
rendimiento siguen exactamente iguales. Y esto no es simplemente
mejor evaluación, es directamente no juzgar. Creo que en nuestra tarea
está la responsabilidad por enseñarle a cualquiera y a eso llamé
«educación inclusiva». Hay una promesa inclusiva, pero hay una
realidad otra vez de exigencias adaptativas que no se condicen unas
con las otras.
–En relación con la educación, ¿cuál es el mayor desafío?
–Recuperar todos los sentidos. Lo que hay es una especie de formateo
de lo humano que está yendo en una dirección de mucha agitación
pasiva, pero al mismo tiempo sin ser protagonistas de nada, delante de
las pantallas. Hay que volver a ejercer el derecho a la pregunta; nos
hemos perdido mucho en la renuncia al qué queremos hacer
anteponiendo un para qué desolador.

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