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democracia contemporánea
Nuevos ensayos sobre la
democracia contemporánea
ISBN 978-987-33-4454-1
Presentación 7
INTERROGANTES ÉTICOS SOBRE LA GLOBALIZACIÓN
17
Roberto TOSCANO*
DE LA POLIS A LA COSMÓPOLIS. 39
*
José María MARCHIONNI
¿HAY QUE REGULAR LA GLOBALIZACIÓN? 77
La reinvención de la política 77
*
David HELD
REALISMO Y COSMOPOLITISMO 103
Barry BUZAN y David HELD*
GOBERNABILIDAD ¿PARA QUÉ? 129
*
Josep COLOMER – Salvador GINER
¿CANSANCIO DE LA DEMOCRACIA O ACOMODO DE LOS
POLÍTICOS? 141
José RUBIO CARRACEDO
LA DEMOCRACIA Y EL PODER DE LOS PARTIDOS 167
Roberto L. BLANCO VALDÉS*
REPRESENTACIÓN, SELECCIÓN, PARTICIPACIÓN. 195
Ricardo Sebastián PIANA
DEL ESTADO LIBERAL AL ESTADO SOCIAL 223
Juan Carlos CORBETTA*
EL OCASO DE LA NACIÓN–ESTADO 253
*
Enrique GIL CALVO
Presentación
1
Corbetta, Juan Carlos y Piana, Ricardo Sebastian (comp.), Ensayos sobre
la democracia contemporánea, EDULP, La Plata, 2009.
7
forma de compatibilidad o de correspondencia, más que, de
causalidad entre uno y otro. Desde esta perspectiva conceptúa a la
globalización no sólo como un fenómeno objetivo de tipo
económico sino como una ideología, con todas las características
de ésta. Así pues, se replantea el problema de la relación entre la
ética y la ideología que fuera tan acuciantemente trágica en el
siglo XX. Examina esa relación traumática en cuatro aspectos: en
la prevalencia de lo abstracto sobre lo concreto, en la imposición
de una teoría que no admite alternativas, en una pérdida de la
bipolaridad que resta autodeterminación al hombre en tanto
individuo y que correlativamente implica su desconocimiento
como Otro. Este análisis lo lleva a considerar las implicaciones
morales de dos consecuencias de la globalización que se dan en
paralelo: el aumento de las desigualdades y la reducción de las
distancias, por lo que, la proximidad de aquellas dispara como
correlato el problema de la seguridad al que se responde con
fórmulas que generan más exclusión y marginalidad. De allí que
aparecen identidades como formas ilusorias y devastadoras de
salvación. Ante este panorama el autor propone civilizar la
globalización, lo cual considera posible siempre que exista una
ciudadanía pluralista que exija y ejerza sus derechos incluso por
fuera del marco tradicional del Estado-Nación recurriendo a los
distintos niveles de gobernabilidad mundial que ya existen en los
ámbitos políticos y normativos.
El segundo trabajo le corresponde a José María Marchionni quien
analiza la globalización en una amplia perspectiva histórica que
nos permite “re-descubrir” esta vivencia en el helenismo aunque
deberían esperarse siglos para que este concepto encontrara un
nombre. Si, en términos generales, la globalización y globalidad
es vista como un ensanchamiento del mundo conocido con
intercambios de cultura y un debilitamiento de las estructuras
8
locales esenciales, ciertamente este no es un fenómeno de la
modernidad.
El trabajo hace una comparación entre las crisis de la polis griega
y del actual Estado Nación exponiendo las continuidades y
novedades del fenómeno. Se sostendrá que la
desterritorialización del poder, que de eso se tratan en esencia los
procesos comparados, deriva en la apertura de una instancia
cosmopolita en el plano de las instituciones y del pensamiento.
Reflexionar sobre los efectos de las mutaciones del pasado –
señala el docente de la Universidad Nacional de La Plata- tal vez,
nos permita comprender mejor la etapa de transición que estamos
atravesando en el presente.
El ensayo David Held se pregunta: ¿Hay que regular la
globalización? La cuestión puede reformularse en los siguientes
términos: qué posibilidades hay de llevar a cabo una regulación
pública y exigir una responsabilidad democrática en el contexto
de la ampliación e intensificación de relaciones sociales que
connota la globalización. Para responder a ese interrogante, el
autor pasa revista a los profundos cambios que se operaron en el
ámbito del poder político y económico por los procesos globales.
En especial se refiere a las radicales transformaciones
experimentadas por las comunidades políticas democráticas que él
identifica en los siguientes aspectos: 1) el poder político efectivo
no se asienta exclusivamente en el gobierno nacional sino que es
compartido con otras instancias o niveles de gobernación, 2) la
comunidad política de destino autodeterminada no se puede situar
coherentemente dentro de una sola Nación Estado, 3) la soberanía
si bien subsiste lo hace fuertemente asediada, 4) aparición de
nuevos tipos de problemas fronterizos que ponen en tela de juicio
la diferenciación entre asuntos domésticos y extranjeros,
generando comunidades de destino superpuestas. En atención a
estas mutaciones y para contestar el planteamiento formulado al
9
principio, Held propone su concepción del ciudadano
cosmopolita. Este sería una persona que media entre muchas
comunidades políticas diversas. Es decir, que goza de una
ciudadanía múltiple que le permite acceder, participar y exigir en
distintos niveles institucionales locales, nacionales, regionales o
globales. Por tanto la democratización de la globalización sólo es
posible en tanto sea exigida y controlada por una ciudadanía
cosmopolita que canalice sus demandas a través de instituciones
idóneas a tal efecto.
El cuarto capítulo se corresponde a un diálogo-debate entre Barry
Buzan y David Held moderado por Anthony McGrew y grabado
por la BBC para el curso de la Open University de Londres. Los
conocidos politólogos defienden cada uno la validez de sus
respectivas posturas teóricas para interpretar las cambiantes
realidades políticas actuales. Así pues, Barry Buzan aboga por la
perspectiva del realismo, que postula una estricta separación entre
la política dentro de los Estados y entre los mismos, mientras
que, David Held, sostiene el enfoque del cosmopolitismo, que
profesa un concepto más unificado de la vida política. En efecto,
la teoría política realista se centra en la política del poder y se
basa en el conflicto, distinguiendo claramente dos campos: uno
dentro del Estado y otro fuera del Estado o entre los Estados. En
esta concepción es fundamental la idea de soberanía, pues,
entendida como autogobierno exclusivo, define lo que es el
Estado. Por otro lado, la teoría cosmopolita cuestiona la división
anterior, considerando que, si bien el poder es importante, lo es,
no sólo en las relaciones dentro de los Estados y entre ellos, sino
también, en otras dimensiones de la vida social. Es interesante
apreciar cómo en la discusión, de alto nivel académico, se hacen
concesiones recíprocas sin mengua de las propias posiciones,
enriqueciéndose el intercambio de ideas con las opiniones
contrarias. De allí pues que, después de leer esta entrevista se
10
pueda concluir con cierta validez que, ambas teorías políticas,
más que excluirse mutuamente, se pueden complementar para
explicar más acabadamente la cambiante y compleja realidad
política que nos toca vivir.
En el siguiente artículo, “Gobernabilidad ¿Para qué?” Josep
Colomer y Salvador Giner se refieren a las denominadas crisis de
gobernabilidad que, en los últimos tiempos, parecen ser una
constante que deben soportar las sociedades democráticas-
liberales. En la opinión de los autores la cuestión no se reduce al
problema de la viabilidad de un gobierno, sino que debe de
situarse en el plano más amplio de una condición del poder y la
autoridad. Así también advierten que las sociedades democráticas
por su propia configuración son más sensibles que las otras a los
problemas del gobierno que contribuyen a formar. Después de
definir la gobernabilidad en condiciones democráticas, analizan
las dos dimensiones que la componen: la legitimidad y la eficacia.
En cualquiera de estos dos rubros se pueden suscitar
cuestionamientos a la gobernabilidad, pero, sin lugar a dudas la
principal causa de ingobernabilidad contemporánea se atribuye a
la sobrecarga estatal y a la falta de respuestas adecuadas a las
demandas que la sociedad le formula al Estado. Para abordar este
tópico los autores postulan una mirada superadora a la que ellos
consideran la “tenaza dialéctica entre liberales y
socialdemócratas” recurriendo a otros criterios de análisis. En
este sentido encuentran en los “teoremas de la imposibilidad” y
sobre todo en el primero formulado por Kenneth Arrow al
problema que plantea el gobierno de una sociedad compleja con
múltiples preferencias. En el sentir de estos autores dichos
teoremas no demuestran la imposibilidad de gobernar eficazmente
ese tipo de sociedades sino la inconveniencia de que la pretensión
de los gobiernos de producir una única orientación colectiva de
11
los asuntos sociales muy diversos entre sí que conlleven una
obligación de obediencia universal.
En “¿El cansancio de la democracia o acomodo de los políticos?”,
José Rubio Carracedo replica, con notable vehemencia, la opinión
de Francisco Laporta expuesta en el artículo “El cansancio de la
democracia” publicado en la compilación anterior.2 Recordamos
que según el argumento de Laporta, no es que la democracia
representativa de partidos funciona mal por un déficit intrínseco,
sino que, ella reproduce los vicios del demos que la sustenta.
Contra esta tesis se alza Carracedo aduciendo que Laporta no
parece ser consciente que es el modelo liberal representacional
(aunque no representativo), el gran responsable de forjar aquel
demos, a modo de un incesante proceso de retroalimentación.
Desde este atalaya critica las descalificaciones que hace Laporta
de las soluciones que podrían aportar: los mecanismos de
participación, la democracia paritaria, la alternativa de los nuevos
movimientos sociales y la apertura a la sociedad de los partidos
políticos. Y a su vez plantea cinco propuestas para regenerar el
espíritu cívico del pueblo: 1) educar a los ciudadanos, 2) crear un
código de ética para políticos demócratas, 3) instaurar un Consejo
de Control de los Partidos, 4) dar significancia institucional al
voto en blanco y 5) disminuir la importancia de los líderes
carismáticos para la vida democrática.
En el artículo “La democracia y el poder de los partidos” el
constitucionalista de la Universidad de Santiago de Compostela,
Blanco Valdés, analiza el nuevo fantasma que recorre Europa: el
antipartidismo. Sostiene la quiebra en la persistencia electoral de
las organizaciones más tradicionales en beneficio de movimientos
2
Ver Corbetta Juan Carlos y Piana Ricardo Sebastián (compiladores),
“Ensayos sobre la democracia contemporánea”, EDULP, La Plata, 2009,
p.51.
12
políticos que se presentan ante la opinión pública pretendiendo
superar el marco burocratizado de los partidos históricos. El
financiamiento y la democracia interna de los partidos, parecen,
en este análisis, haber dinamitado la confianza en los partidos
tradicionales. Pero el autor no se queda con el diagnóstico, sino
que propone distintas estrategias para que los partidos políticos se
abran a la sociedad: de una oferta oligárquica y burocrática a una
oferta democrática, posibilitando las posibilidades de elegir, si se
nos permite el juego de palabras, desbloqueando las listas
bloqueadas ó “sábanas” en nuestro tal como nosotros las
conocemos.
En el ensayo “Representación, selección, participación”, Ricardo
Sebastián Piana, docente de la Universidad Nacional de La Plata,
realiza un recorrido teórico sobre estos tres aspectos esenciales
para la teoría de la democracia. Sostiene que si bien la
participación puede ser una práctica natural de una comunidad
siempre está institucionalizada pues requerimos de ciertas pautas
que la regulen y definan quiénes están autorizados a participar,
con qué tipo de procedimiento se tomará la decisión, si ésta se
alcanzará por simple mayoría, mayoría calificada o por consenso
y qué tipo de consecuencias tendrá la decisión, es decir, si ella es
vinculante o no para las autoridades instituidas y legitimadas para
tomar esa decisión. En ese capítulo se dan cuenta de de la
creciente preocupación en establecer mecanismos de
participación, tanto su faz política, como más recientemente, en la
gestión pública.
Si bien la participación resulta la clave de bóveda del sistema
democrático, su estructura está dada por las complejas
instituciones para la selección de los gobernantes y su carácter
representativo. La participación no se opone a la representación ni
la selección de candidatos a través del voto es su único
instrumento. De allí que el autor repasa los diferentes
13
procedimientos de selección de candidatos, deteniéndose en el
sufragio, así como los presupuestos de la representación política y
explora la vinculación (no necesaria ni directa) entre sufragio y
régimen representativo.
Juan Carlos Corbetta, docente también de la misma Universidad,
analiza el proceso, las ideas y las funciones del Estado liberal y
del Estado Social. Al describir las grandes transformaciones
políticas, sociales, económicas y culturales, se detiene en la crisis
de 1929 y la necesidad de la intervención del Estado en todo
aquello que anteriormente se dejó librado a la regulación natural
de los mercados. Señala que necesariamente –y más allá de los
fundamentos teórico-ideológicos- el Estado se encontró, como tal,
inmerso en este profundo proceso de transformación, que
siguiendo distintos cursos de acción (revoluciones violentas o
cambios relativamente pacíficos) transformaron sus estructuras y
reformularon sus fines y funciones. Conceptualmente, define, el
Estado social se refiere a la intervención reguladora y
distribuidora de bienes y servicios que debe cumplir el Estado en
la sociedad con el objeto de afianzar la justicia social y promover
el bienestar general desde concepciones superadoras de lo
individual que pueden corresponder a distintos fundamentos
filosóficos y si bien el desarrollo pleno de este modelo de Estado
interventor o social, se produjo en los países industrializados o
postindustriales todas las transformaciones, por su profundidad y
alcances, repercutieron en el mundo entero.
Finaliza el libro con “El ocaso de la Nación-Estado”, donde
Enrique Gil Calvo reflexiona acerca de la posibilidad de que se
haya cumplido el ciclo vital de la nación-estado, tras una
trayectoria de más de quinientos años. Esa idea se ve abonada, a
su entender, por la coincidencia de tres factores: 1) el fracaso
histórico del despotismo ilustrado, puesto de manifiesto por el
hundimiento de los estados comunistas, 2) la emergencia de
14
nuevos nacionalismos y 3) la finalización de la guerra fría que
implica la desaparición del equilibrio bipolar. El autor se inclina
por pensar que el Estado Moderno se presenta como partero del
desarrollo modernizador. Expone su biografía a través de su
despliegue en distintas etapas históricas que conducen a lo que él
denomina la paradoja del Estado. La misma consiste en que, dado
que, la única función del estado es crear las condiciones que
hagan posible que la sociedad por él regulada alcance su
emancipación total, una vez llegado a esta faz, el Estado
desaparecería, confirmando la vieja profecía de Marx, pero por un
sentido muy distinto. No por la superación de la lucha de clases
sino por autodestrucción, en tanto, su culminación implica su
cese. Totalmente emancipada la sociedad civil sólo necesita al
Estado como mero administrador de las cosas. El problema se
presenta con la “cuestión nacional” frente a la cual el autor
declara tener una postura que califica de “escepticismo
agnóstico”. Para él el concepto de nación no tiene otra realidad
más que el de una “hipóstasis nominal”. Sin embargo, como las
entidades de ficción existen en la realidad por sus consecuencias,
estudia brevemente los efectos del nacionalismo. Más allá de la
funcionalidad que demuestran los mismos no pueden evitar, lo
que el autor denomina, la paradoja de la nación, que se explica
por la necesidad que tiene ésta de darse la forma de un estado con
el que identificarse biunívocamente para poder existir realmente.
Esta tendencia no sería conflictiva si no fuera porque, el número
de estados posibles resulta necesariamente muy inferior al número
de naciones potenciales. Ello así, por el principio de la teoría
organizacional, según el cual todo entidad reguladora debe exhibir
menor variedad y mayor consistencia que la entidad por ella
regulada. Por tanto la vocación estatal de la mayor parte de los
nacionalismos deberá frustrarse indefectiblemente. Concluye así
que, el concepto de nación-estado tiene una naturaleza
15
lógicamente contradictoria que torna irresoluble la espinosa
cuestión de la demarcación de las fronteras estatales. Para mayor
complicación, los procesos de integración tienden a disminuir el
número de estados, en tanto que, tienden a crecer el reclamo de
las nacionalidades. Frente a este panorama el autor considera que
es inexorable la declinación del Estado-Nación, lo que genera
consecuencias inciertas en el plano internacional pero, la
seguridad, a su entender, que las fronteras han devenido obsoletas.
Hemos puesto a disposición del lector un rico material sobre la
interacción entre la globalización, la participación, la gobernanza,
la democracia, los partidos políticos y el Estado que estimula al
pensamiento e incentiva a la reflexión. Tal vez sean más las
dudas e interrogantes que se generan, que las certezas o respuestas
que se obtengan. Pero esto lejos de sorprendernos o desanimarnos
nos confirma en la convicción de que la búsqueda de la verdad y
el bien común, que contribuyen a un mejor vivir, que en definitiva
es el fin de la política, es una tarea incesante.
16
INTERROGANTES ÉTICOS SOBRE LA
GLOBALIZACIÓN
Roberto TOSCANO*
*
Roberto Toscano fue Ministro Consejero en la Representación Permanente
de Italia en la ONU en Ginebra. Publicado en la Revista Claves de Razón
Práctica nº 86 de octubre de 1998. Traducción de Valentina Valverde.
17
nexos causales, siempre múltiples, lo que emerge es la conexión
entre sistema de producción (y consumo) y sistema de valores. Es
decir, nos parece más correcto hablar de compatibilidad, de
correspondencia, que de causalidad. Es en esta clave en la que
consideramos útil formular algunos interrogantes éticos.
1. La ideología de la globalización
Si queremos afrontar un discurso de tipo ético-cultural sobre la
globalización, en primer lugar es indispensable rechazar el
supuesto según el cual la globalización es únicamente un
fenómeno "objetivo" de tipo económico, cuando en realidad ese
fenómeno es también y, podemos añadir, sobre todo, una
ideología
1
. De la ideología posee todas las características: la sistematicidad
que excluye cualquier desviación, el rechazo de la crítica, la
pretensión de objetividad, la aspiración a expandirse, la
consideración de las ideologías competitivas como superadas, el
triunfalismo, la dureza. Pero si nos encontramos ante una
ideología, entonces no podemos evitar volver a plantear el
problema de la relación entre ideología y política, de las
repercusiones en el plano de la ética de la presencia de una
ideología dominante, un problema trágicamente conocido por
quien ha vivido en este siglo XX. En especial, creemos que vale la
pena examinar los siguientes aspectos:
1
Alan Touraine: “La globalización como ideología”, El País, 29 de
septiembre de 1996. Escribe Touraine: “...hoy estamos dominados por una
ideología neoliberal cuyo principio central es afirmar que la liberación de la
economía y la supresión de las formas caducas y degradadas de
intervención estatal son suficientes para garantizar nuestro desarrollo. (…)
Esta ideología ha inventado un concepto: el de la globalización. Se trata de
una construcción ideológica y no de la descripción de un nuevo entorno
económico”.
18
a) Como en todas las ideologías, también en el marco de
la globalización lo abstracto prevalece sobre lo concreto.
¿Pero no es precisamente este factor la raíz del mal desde
el punto de vista ético? Si es verdad, como enseña
Emmanuel Levinas, que en el fundamento de la ética está
"el rostro del Otro"2, ¿qué sucede cuando se persigue
modernización, liberalización y crecimiento económico
sin considerar la individualidad (el rostro) de los seres hu-
manos que terminan por convertirse en la carne de cañón
concreta de esas estrategias abstractas? Napoleón
(ideología nacionalista) persigue la grandeza de Francia y
un nuevo orden europeo sin preocuparse por los
centenares de miles de seres concretos sacrificados. Mao
(ideología marxista) quiere construir el comunismo chino
a costa de la muerte, el sufrimiento y la humillación de
millones de chinos concretos. Esta repercusión política de
la ideología, este mecanismo, ¿no se repite cuando
analizamos la contraposición entre estrategia/ideología de
la globalización y seres humanos reales, con su rostro, con
su vida concreta? Está claro que no es lo mismo despedir
a un trabajador que matar; pero también en estos casos se
justifica el daño acarreado a un ser humano por el triunfo
de lo abstracto sobre lo concreto.
2
De Emmanuel Levinas véase en particular: Le temps et l’autre, PUF,
1994; L’au-dela du verset, Minuit, 1982; Entre nous, Grasset, 1991;
Humanisme de l’autre homme, Fata Morgana, 1972.
19
ha terminado, como ha sostenido con una tesis
inmerecidamente famosa un tal Fukuyama, también se han
terminado las alternativas proponibles para su evolución
futura. Las alternativas que se propusieran resultarían
absurdas, irracionales, ilegitimas. Estamos, como dicen
los franceses, en el reino de la pensée unique. De esta
forma, se pone en duda, se define como irrelevante,
superada, la legitimidad del Otro como persona capaz de
proponer visiones alternativas del mundo. No se trata
simplemente de una acusación polémica, de un juicio de
intenciones. Entre los promotores de la globalización, o
mejor dicho, entre los ideólogos de la globalización, ha
surgido el amor por una cierta TINA (There Is No
Alternative). Un personaje descarado, pero, por lo menos,
sincero. En el informe recientemente elaborado por una
gran multinacional, Shell, se afirma sin falsos pudores:
tecnología y mercado han creado hoy día un mundo sin
alternativas, el mundo de TINA, "un juego duro,
impersonal"3.
3
Royal Duthc/Shell Group, Global Scenarios 1995-2020, Ginebra 1997.
20
Como resulta dramáticamente evidente por la experiencia
de los países que acaban de salir del sistema comunista, la
precedente negación de bipolaridad" (dimensión pública
que anulaba la privada) ha sido sustituida por la situación
opuesta. Por lo que, de la misma forma con la que los
disidentes del sistema soviético denunciaban el desastre
ético causado por esa "pérdida de bipolaridad", hoy
deberíamos preguntarnos cuáles son las implicaciones,
bajo el aspecto ético, de una pérdida de signo contrario
pero con resultados no del todo disímiles. Es decir, tras el
comunismo, política y economía han cambiado de forma
radical (de forma claramente positiva la primera, con una
tendencia positiva la segunda), pero bajo el aspecto ético
la nueva ideología dominante ha consagrado el nacimiento
de un homo novus que, debido a la pérdida de tensión
entre dimensión pública y dimensión privada (es decir,
entre Estado y sociedad), no encuentra un espacio en el
que actuar de acuerdo con principios éticos. La
experiencia concreta de quien ha vivido el leninismo, el
estalinismo y el posestalinismo no podía por menos que
llevar a considerar al Estado como enemigo de toda
posibilidad de autodeterminación en el plano de la ética.
La disolución de este sistema en coincidencia con la
consolidación de la ideología antiestatal de la
globalización ha oscurecido, por desgracia, la conciencia
del hecho de que una sociedad no organizada, con un
Estado débil, hace imposible dicha autodeterminación. No
deberíamos olvidar que tanto la libertad absoluta (la
soberanía absoluta del Yo) como la ley absoluta (la
soberanía absoluta del Estado) destruyen el precario
21
espacio que crea para la ética la tensión entre esos dos
polos4.
4
“La libertad absoluta es el derecho del que tiene más fuerza para dominar.
(…) La justicia absoluta pasa a través de la eliminación de toda
contradicción: éstas destruyen la libertad”. (Albert Camus: L’homme
revolté, Gallimard, 1951, pág. 345). O citando a Paul Valery, “Si el Estado
es fuerte, nos aplasta; si es débil sucumbimos”. (Citado por Víctor-Yves
Ghebali, “Paul Valery et l’oecumene politique”, en Valery et le monde
actuel, Lettres Modernes, París, 1993, pág. 25) .
5
Se trata de un concepto especialmente desarrollado por la religión y la
cultura judía. Véase Moshe Halbertal y Avishai Margalit: Idoles. Actes du
XXI Colloque des intellectuals juifs de langue française (a cargo de Jean
Halperin y Georges Levitte), París, Denoel, 1985: en especial la
intervención de David Kessler, Idéologies et idolâtrie, pág. 51.
22
Moisés, ya los mandamientos morales, sino reglas del juego
económico.
2. Más desiguales...
No vamos a considerar aquí la vexata quaestio del fundamento de
la ética: trascendente, naturalista, puramente voluntarista. Pero lo
que sí es seguro es que la existencia de una mínima base material
común es la premisa fundamental para el reconocimiento del Otro
como sujeto digno de respeto y solidaridad. No una igualdad total
en bienestar y cultura, pero por lo menos una divergencia que no
supere ciertos niveles. Que esto es verdad lo confirma la facilidad
con la que incluso personas que en la propia cultura y en el propio
ambiente son ajenas a la violencia y a la crueldad demuestran su
capacidad de borrar mentalmente el rostro del Otro, premisa de su
cancelación física, cuando se encuentran en confrontación con el
totalmente diferente: el colonialismo, el sistema de castas (incluso
en el seno de una misma sociedad), son casos concretos de este
mecanismo. Se trata de un fenómeno que está en la raíz de toda
violencia organizada (e ideológicamente legitimada); un
fenómeno que debe ser combatido, sin duda alguna, tanto en el
plano cultural como en el moral, y del que no podemos olvidar las
raíces incluso materiales.
En concreto, y por lo que concierne a la globalización, debemos
preguntarnos cuáles son las implicaciones en el plano moral del
aumento de las desigualdades materiales; del hecho, ya
ampliamente documentado6, de que mientras una parte de los
habitantes del planeta está integrada en el circuito de la
globalización (y obtiene beneficios consistentes, incluso rápidos,
de esta situación), otra ha sido expulsada de ese circuito, con una
6
Véase, en particular, Trade and Development Report, 1997, UNCTAD,
Ginebra, 1997.
23
consecuente pérdida de poder de adquisición y de niveles reales
de vida, resultado tanto de esa marginación como del
derrumbamiento de los sistemas (algunos de tipo
familiar/tradicional, otros de tipo estatal) que habían garantizado
hasta ahora ciertos niveles de vida. Pero si somos cada vez más
diferentes materialmente, ¿no será también más difícil establecer
nuestras relaciones reciprocas de acuerdo con el reconocimiento
mutuo de esa humanidad que nos une?
Vale la pena, para concluir este punto, citar lo que escribió
Benjamín Disraeli a mediados del siglo XIX reflexionando sobre
los efectos de la desigualdad entre los habitantes de Inglaterra:
"Hay dos naciones entre las que no existe relación alguna, no
existe simpatía, y son tan ignorantes de los pensamientos,
sentimientos y costumbres respectivas como si vivieran en zonas
diferentes, o incluso en planetas diferentes, corno si hubieran
crecido de forma diferente, hubieran sido nutridas por alimentos
diferentes, observaran diferentes comportamientos y no estuvieran
gobernadas por las mismas leyes"7. Creo que la llegada de los
albaneses a las costas italianas ha planteado también un problema
de carácter ético, aparte de los logísticos o políticos, demostrando
que, cuando se superan ciertos límites, la diferencia de niveles de
desarrollo, y no sólo la raza, puede dificultar el triunfo de una
ética de la convivencia.
7
Benjamin Disraeli: Sibil, or Two nations, 1859, citado en Amelia
Oksenberg Rorty, ‘From Decency to Civility by Way of Economics’, Social
Research, 1997, pág. 114.
24
globalización, otra es la reducción de las distancias: un efecto que
no debe considerarse secundario porque constituye la verdadera
naturaleza del fenómeno. En suma, globalización quiere decir
"más disparidad y, al mismo tiempo, más proximidad". Y es
precisamente sobre este punto sobre el que se plantea un grave
interrogante ético. En efecto, la proximidad hace que el problema
ético sea más urgente. El Otro al que debemos reconocer es al que
tenemos ante nosotros, al que encontramos por la calle, al que
llama a nuestra puerta. Era demasiado fácil demostrar solidaridad
hacia los negritos que recibían la ayuda de los misioneros (y para
los que, de niños, introducíamos una moneda en los cepillos de las
iglesias) o también, unos años más tarde, apoyar la causa de la
justicia para los pueblos del Tercer Mundo. Hoy se nos pone a
prueba de forma concreta (es decir, personalmente, y no sólo
intelectual o políticamente). Y con frecuencia es una prueba que
fracasa miserablemente, como nos repiten una y otra vez las
crónicas incluso de nuestro país. Nos sentimos amenazados por el
Otro que es demasiado otro y, al mismo tiempo, está demasiado
cercano. En consecuencia, la seguridad se convierte en una
prioridad absoluta. En el país más abierto y con más diversidad
del mundo, Estados Unidos, los ciudadanos están dispuestos a
pagar mucho más por las cárceles que por las escuelas: disminuye
la solidaridad, aumenta la exigencia de seguridad. Pero no se trata
sólo de prisiones, de casas protegidas con vallas, de barrios
vigilados por patrullas, de guardias de seguridad privados. Se
trata, y esto es lo más grave en el plano ético, de la exclusión del
Otro considerada como única defensa posible ante la percepción
de una amenaza; una exclusión que comporta inevitablemente una
funesta negación del Otro como sujeto éticamente relevante. En
realidad, es un fenómeno que no se diferencia mucho del
fenómeno colonial: también en las colonias la
inevitable/insoportable proximidad con el diverso se resolvía
25
reduciendo la esfera de aplicación de principios éticos comunes.
Como ha escrito Pierre Hassner, es a partir de esta contradicción
de la que surge la peligrosa "dialéctica del burgués y del
bárbaro"8, una dialéctica difícilmente compatible con cualquier
concepción ética.
Hay que aclarar que no se trata sólo de fenómenos exclusivamente
individuales. También (y, añadiría, sobre todo) los grupos tienden
a reaccionar al binomio diversidad/proximidad con mecanismos
más o menos paranoicos, más o menos violentos, y, por lo
general, de "bajo contenido ético". Por lo que respecta a los
Estados, vemos cómo la pérdida de control, típica de la
globalización, sobre los resortes fundamentales que una vez
permitían controlar economía y sociedad lleva a la exasperación,
frecuentemente grotesca, de la afirmación de la soberanía
entendida en su dimensión más tradicionalmente territorial.
Incapaces ya de controlar los flujos del capital, la localización de
las empresas, los tipos de cambio de la moneda, los Estados
demuestran una patética crueldad compensatoria en el control de
las fronteras, en la vigilancia de la entrada de los diversos, en la
tentativa de excluirlos.
Y es precisamente sobre este concepto de exclusión sobre el que
merece la pena reflexionar. Creemos que el verdadero nudo de la
problemática planteada por la globalización en el plano ético
reside en ese factor. Considerada la distribución desigual de
recursos, tecnologías, instituciones, talentos (y aquí cada uno
puede dejar volar su imaginación sobre las causas: no es éste el
punto que nos interesa examinar), la consecuencia de la aplicación
de reglas del juego férreas en términos de capacidad de
competitividad, productividad, innovación, no puede ser otra que
8
Pierre Hassner, “Par delá la guerre et la paix. Violence et intervention
apres la guerre froide”, Etudes, septiembre de 1996, p. 114.
26
la determinación de inclusiones y exclusiones. El resultado de
todo esto es que se diagnostica como "ineptos" para el juego ya
único de la economía y de las finanzas globalizadas a individuos,
regiones, pueblos e incluso continentes (África). Estaría bien,
incluso para quien se declara militar en el campo progresista,
dejar de combatir batallas del pasado -en especial la batalla contra
la explotación (del proletariado, del Tercer Mundo)- y
comprender que el problema más dramático y relevante de
nuestros días ya no es la explotación, aunque siga existiendo, sino
la exclusión. Es la aparición de trabajadores superfluos (la infinita
masa de parados, cada vez menos aptos para el trabajo) o de
países superfluos, económicamente marginados y verdaderos
agujeros negros con respecto a las sistematizaciones políticas9.
Pero ¿no es la exclusión el fenómeno más incompatible con ese
reconocimiento del Otro como núcleo esencial de la ética?.
Exclusión significa humillación, significa negación del valor del
Otro como ser humano, no sólo por sus consecuencias materiales,
sino también por sus implicaciones psicológicas: "No sirves",
ergo no eres10.
9
“Asistimos a un fenómeno muy importante: la lenta transformación de las
relaciones entre el centro y la periferia. De una relación de dominadores y
dominados se pasa a otra de exclusión/inclusión. En la actualidad, el temor
principal de los países del Tercer Mundo no es el de ser dominados, sino el
de ser excluidos de los flujos internacionales de la globalización (…)”.
Ghassan Salamé: ‘La recompisition du monde. Les rapports Nord-Sud aprés
la Guerre Froide’, Esprit, noviembre de 1996, pág. 142. De Salamé véase,
en especial, el libro Appels d’empire, Fayard, 1996 Jacques Delors ha
expresado el mismo concepto (Véase, ‘Enseñanzas de fin de milenio’,
Reset, mayo de 1997, pág. 27).
10
Sobre la relación exclusión/humillación, véase, en particular Avishai
Margalit: The Decent Society, Harvard University Press, 1996. Margalit
reflexiona, entre otras cosas, sobre el valor no exclusivamente económico
27
4. Mors oeconomica tua vita oeconamica mea?
En primer lugar, moverse en una dimensión ética significa, para el
ser humano, lograr separarse del spinoziano conatus essendi, esa
arrogante prioridad -privada de toda especificidad humana-
atribuida a todo lo que existe para la conservación de la propia
existencia11. Pero cuanto más duro es el sistema social, más
drásticas son las consecuencias de la derrota, menos fácil es
distanciarse de un enfoque dirigido exclusivamente a la
conservación de la propia existencia. La ética no florece en los
campos de concentración ni entre los náufragos a merced de las
olas con una reserva limitada de agua y alimentos. Es decir, y para
volver a nuestro tema: cuanto más dura es la competencia, cuanto
más imposible es recurrir las sentencias pronunciadas por el
sistema globalizado, más difícil es que surjan individuos capaces
de sacrificar, por espíritu de justicia o por solidaridad (es decir,
movidos por impulsos éticos en ambos casos), el propio interés
inmediato. Y mucho más difícil es que se produzca esa
imparcialidad inseparable de la ética: como ya se ha escrito, no se
puede pretender que una persona se comporte ante el último
salvavidas destinado al propio hijo con el mismo principio de
equidad (y de cortesía) que aplicaría respecto al último pastel de
una bandeja. Y, por desgracia, la dureza de la globalización, la
reducción de los gastos sociales, el fantasma del paro, la
ampliación de las mallas de las redes de protección social, hacen
que la gente vea ante si tantos "últimos salvavidas" para si y para
sus allegados. Sobre todo si tenemos en cuenta el hecho de que,
del empleo (pág. 247 y siguientes) y llega a afirmar que el paro es más
humillante que la explotación (pág. 260).
11
Spinoza: Ética, III (Del origen y naturaleza de los sentimientos),
proposiciones VI, VII, VIII y IX.
28
desde tin punto de vista político-psicológico, no son tanto los
niveles absolutos (de renta, de bienestar) cuanto los relativos,
además de la tendencia, los que determinan la actitud de
divergencia a cambios socioeconómicos radicales, característico
de la globalización. Ello exaspera la percepción de la
"inexistencia de márgenes", difundiendo entre los perdedores, y
no solamente entre los paladines de la globalización, una TINA
referida no tanto a las reglas del juego del sistema económico
cuanto a la imposibilidad de una actuación respetuosa de los
principios y de los límites de la ética.
30
más esta ilusion identitaire12 se revela como tal, es decir, como
incapaz de influir de forma efectiva en la pérdida de control y
poder, más tiende a producir crueldad, desde Srebrenica hasta las
aldeas argelinas.
La consecuencia de todo esto es la aparición de dos reacciones
paralelas a la paradoja desigualdad/proximidad característica de la
globalización: los vencedores buscan seguridad, los perdedores
identidad. La combinación de estas dos tendencias es devastadora
para las perspectivas de la ética como reconocimiento del otro y
como aceptación de responsabilidades hacia él.
6. ¿Civilizar la globalización?
Hasta aquí los problemas, los interrogantes. Pero precisamente
porque pensamos que es necesario controlar el amplio proceso
actual de transformación mundial, en vez de combatirlo (¿a favor
del nacionalismo económico y de la autarquía?, ¿del dirigismo?,
¿del atraso localista y conservador?), es justo tratar de sugerir, con
toda la modestia debida, algunas líneas que permitan, en el plano
ético-político, afrontar los "desafíos éticos de la globalización".
Comencemos por la búsqueda de identidad que responde al
desorden y a la desorientación producidos por la globalización. Es
indudable que la exasperación de la identidad es incompatible con
ese reconocimiento del Otro, esencia misma de la ética. Pero,
entonces, ¿debemos concluir que se trata de una aspiración
nociva, de una exigencia que hay que combatir para favorecer el
nacimiento de una "identidad humana" sin adjetivos ni divisiones?
Creo que debemos buscar la respuesta en la dirección opuesta:
para desactivar el potencial conflictivo y antiético de la identidad
debemos multiplicar las identidades. En primer lugar, porque el
pluralismo es el mejor antídoto contra la idolatría; si somos tantas
12
Jean-Francois Bayart: L’illusion identitaire, Fayard, 1996.
31
cosas, y no sólo una, tendremos mayor serenidad para afrontar
todas las facetas de esa compleja identidad, así como las
dificultades y las amenazas que puedan surgir al respecto. Pero
también hay una razón más concreta: si la exclusión es la que nos
destruye como seres humanos, entonces la multiplicación de
identidades igualmente relevantes hará objetivamente más difícil
la configuración de una exclusión total13.
¿Qué identidades? Todas, afirmábamos antes: la que confiere la
familia; la que deriva de la pertenencia a una etnia, a una ciudad, a
una región, a una nación; la identidad proporcionada por ser
trabajador o empresario; la fe religiosa, si existe; la militancia
política. Como sucede ante todas las amenazas totalitarias, sólo el
afianzamiento de una pluralidad de identidades (tarea, sobre todo,
de la cultura, pero también de la política) puede crear esos
contrapesos y esos anticuerpos que permitan huir de la terrible
alternativa asimilación/marginación. No tiene sentido afirmar que
debemos "rechazar" la dimensión de productores y consumidores,
de sujetos de un mercado abierto y competitivo. O mejor dicho,
esa afirmación tendría sentido si realmente (como oímos decir
frecuentemente con una retórica poco convincente a quien canta
los elogios de una simplicidad por desgracia difícilmente
recuperable) estuviéramos dispuestos a detenernos, a bajar del
tren de alta velocidad del desarrollo para conformarnos con una
excursión ecológica y una merienda a base de fruta y agua pura.
Creo que tiene más sentido volver a introducir sentido común y
ética mediante una conciencia renovada de las múltiples
dimensiones que, junto con las que nos atribuye e! mercado,
constituyen nuestra compleja identidad de seres humanos.
Afirmar, y demostrar, que no somos sólo ésos que la
globalización define, para lo cual deberemos buscar mediación,
13
Avishai Margalit, op. cit. pág. 19
32
compatibilidad, flexibilidad, incluso reducción de tiempos y
ritmos, y -si se me permite utilizar una palabra que tantas burlas
zafias suscitó en otras épocas en mi país, Italia- austeridad, para
evitar que la dimensión económica, indispensable pero
instrumental, destruya todas las otras dimensiones que
contribuyen a definirnos de una forma no mutilada ni totalitaria.
La dramática explosión de conflictos étnicos (o, en cualquier
caso, de matriz ya no, y no tanto, internacional cuanto infra-
nacional) no es el único fruto de esa búsqueda dramática,
exasperada de identidad, sorda a todo reclamo humanista respecto
al desvarío producido por la expropiación de poder típica de la
globalización. Existe, además, una exasperación de la dimensión
territorial en una terrible combinación de impulsos para-
zoológicos y mistificaciones ideológicas. Una exasperación que se
vuelve sorda a las llamadas de la ética y de la convivencia cuando
la utilización de un nombre o de una bandera, de un kilómetro
cuadrado de territorio, de la orilla de un río o de la cumbre de una
montaña se presenta como vital para el honor y la supervivencia
de una nación o de una etnia.
También aquí debemos partir necesariamente de la constatación
de la difícil reversibilidad de las transformaciones económicas
mundiales. Más concretamente, ¿se puede pensar realmente en
volver a territorializar el mercado, las finanzas, las inversiones?
Está claro que los Estados aún poseen muchos resortes. Es
indudable que no debemos considerar la definición de
globalización como algo ya completamente realizado14. Pero es
difícil seguir dudando sobre la tendencia. ¿Qué hacer entonces?
¿Cómo afrontar esta dimensión territorial del discurso sobre la
globalización? No se puede tratar de compensar los efectos no
14
Dani Rodrik: ‘Sense and Nosense in the Globalization Debate’, Foreign
Policy, verano de 1997, pág. 19.
33
deseados de la desterritorialización económica con su
exasperación política. Es más, precisamente en esa tentativa
absurda se encuentra la raíz de todo lo más peligroso e inhumano
que se está perfilando en varias partes del mundo.
Más bien habría que buscar la respuesta en una
desterritorialización gradual de la gobernabilidad (o mejor dicho,
de ese término inglés tan difícil de traducir que es governance).
No, no hablamos de un hipotético (y si no fuera hipotético,
peligroso por lo que respecta a la diversidad y al pluralismo)
"Gobierno mundial", sino más bien de una multiplicación de
niveles de gobierno (ciudades, región, Estado-nación, la UE para
nosotros los europeos, el sistema de las Naciones Unidas), por un
lado, y de la introducción de elementos de transnacionalidad
relacionados con una situación individual o de grupo, por otro.
Dos fenómenos para aclarar este último punto: la tutela de los
derechos humanos, no relacionada necesariamente con una
pertenencia territorial pero reconocida a los seres humanos en
cuanto tales, y la proliferación del mundo de las organizaciones
no gubernamentales, cada vez más introducidas en un discurso no
teórico de governance a nivel mundial.
En síntesis, el objetivo debería ser el de civiliser la
mondialisation15, algo posible siempre que exista un civis que (de
forma compleja, gradual, incluso problemática, y mediante una
pluralidad de instituciones y mecanismos) exija y ejerza los
propios derechos incluso fuera del marco tradicional del Estado-
nación. Es decir, la ciudadanía: ese demos pluralista (como
pluralistas son las instituciones que lo definen y en cuyo ámbito
ejerce los propios derechos) que es la única alternativa al ethnos
15
‘Agir dans la mondlialisation. Entretien avec Patrick Viveret’, Espirit,
noviembre de 1996, pág. 122.
34
de la mistificación histórico-cultural y de la negación del Otro. Y
que es pluralista porque también las identidades son plurales.
Como ha escrito un agudo periodista norteamericano, por ahora
sólo tenemos el hardware económico de la globalización: nos
falta el software el conjunto de principios, normas e instituciones
que aseguren su gobernabilidad16. Sin duda alguna, la verdadera
solución sería el desarrollo de un sistema ético en correlación con
la globalización del mercado, es decir, que emergiera esa
"globalización de la ética" de la que habla Hans Kung17. Pero los
ritmos y las tendencias de estas grandes evoluciones a nivel
cultural y espiritual nos siguen resultando misteriosos y
difícilmente previsibles, por lo que, como mínimo, deberíamos
tratar de afianzar las instituciones compatibles con la
globalización de la ética, y, si fuera posible, aquellas que
favorecieran y aceleraran su ritmo. Y una premisa fundamental y
minimalista sólo en apariencia: deberíamos salvar el concepto
mismo de "función pública", tanto nacional como internacional,
hoy seriamente amenazado.
Pero ¿es verdad que por el momento no existen reglas capaces de
civilizar un proceso que parece llevar en su seno peligrosas
implicaciones políticas y morales? Sería realmente paradójico
afirmar que la única alternativa al dirigismo, al proteccionismo, a
la burocratización, es una deregulation tan avanzada que
configure una anomia de corte hobbesiano. No es esto. No me
refiero sólo a las normas todavía presentes en las constituciones y
en las legislaciones nacionales de países plenamente liberales y
liberistas (a pesar de todas las deregulations realizadas en los
16
Thomas L. Friedman: ‘The Big Issue Now is Competent Governance’,
International Herald Tribune, abril de 1997.
17
‘Per un Europa dal volto umano’, La repubblica, 22 de junio de 1997.
35
últimos años), sino también a las ya existentes en el plano
internacional.
Los derechos humanos son también derechos socioeconómicos; y
no parece que la aparición de la globalización haya llevado a los
países a denunciar el complejo articulado de normas (normas
internacionales con innegable base jurídica, no simples
resoluciones o declaraciones) que afrontan cuestiones como el
derecho a una existencia digna, al trabajo, a la sanidad, a la
asistencia social. Con demasiada frecuencia se olvida que existen
convenciones que establecen obligaciones internacionales
respecto a los denominados core tabor standards: libertad de
asociación, prohibición del trabajo infantil y del trabajo forzoso,
no discriminación18. En suma, no faltan instrumentos incluso
internacionales para tratar no de combatir la globalización, sino de
civilizarla.
Podemos afirmar, para concluir, que el mal de la globalización es
su inconclusión; y sobre todo la contradicción que crea entre la
mundialización del mercado y la persistente fragmentación de la
ciudadanía y los derechos a nivel territorial. Una contradicción
que sólo produce tensiones y conflictos, que restringe e incluso
destruye el campo de la ética, y que sólo puede ser resuelta hacia
adelante, reforzando los elementos de gobernabilidad mundial
(no de gobierno mundial, repito) que ya existen tanto en el plano
político como en el normativo.
18
Véase el informe del director general de la Organización Internacional del
Trabajo (OIT) en la 85° Sesión de la Conferencia Internacional del Trabajo
(L’action normative de l’OIT a l’heure de la mondialisation, OIT, Ginebra,
1997).
36
Bibliografía
37
38
DE LA POLIS A LA COSMÓPOLIS.
¿Un proceso histórico que se repite?
1. Introducción
La historia es un continuo en donde los hechos y actos que la
componen son únicos e irrepetibles. No obstante esta verdad, no
es menos cierto que, algunas circunstancias o acontecimientos
parecen reiterarse, “mutatis mutandi”, en diferentes épocas. Por
eso recuerda Marx: “Hegel dice en alguna parte que todos los
grandes hechos y personajes de la historia universal se producen,
como si dijéramos, dos veces...”1
Así pues, el helenismo es el período que se conoce como
decadencia de la polís. La transición de la polis a la cosmópolis
como producto de las invasiones de Alejandro Magno. No solo la
ciudad-“estado” sino toda la cultura griega antigua se vio
conmovida por este fenómeno avasallador.
Esta fue la primera experiencia de globalización y globalidad que
registra la historia de la cultura occidental, si entendemos a
aquella y a ésta como un ensanchamiento del mundo conocido
con intercambios de cultura.
En nuestros días, asistimos a la crisis del Estado Nación, para
algunos interpretada como un debilitamiento de sus estructuras
*
Profesor Adjunto de Derecho Político Cátedra I FCJS-UNLP. Profesor
Titular de Análisis Político de la FCP-UCALP. Director del Instituto de
Derecho Político del CALP.
1
Marx, Karl “El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”, Madrid,
Sarpe1985, p.31
39
esenciales y para otros como su desaparición lisa y llana. Más allá
de este debate, lo cierto es que, al igual que como pasó con la
Polis el Estado Nación está soportando cambios que lo
comprometen en su existencia.
Es dable advertir que, tanto el ocaso de la Polis como la
declinación del Estado Nación se producen en un contexto de
mundialización que, si bien obedece a causas diferentes, en uno y
otro caso, tiene efectos, substancialmente, parecidos.
Este trabajo intenta establecer un paralelismo entre ambos
fenómenos y demostrar como algunas consecuencias que
siguieron al el desvanecimiento de la organización política de la
Grecia antigua guardan una curiosa similitud con las que se
registran en la actual transformación del Estado Nación. En
especial, se sostendrá que la desterritorialización del poder, que
de eso se tratan en esencia los procesos comparados, deriva en la
apertura de una instancia cosmopolita en el plano de las
instituciones y del pensamiento. Reflexionar sobre los efectos de
las mutaciones del pasado, tal vez, nos permita comprender mejor
la etapa de transición que estamos atravesando en el presente.
2
Beck Ulrich, ¿Que es la Globalización? Falacias del Globalismo,
respuestas a la globalización, Ed. Paidós, Bs. As. 2004.pag. 26 y ss y 127 y
ss.
41
producción burguesa: “La necesidad de una venta cada vez más
expandida de sus productos lanza a la bureguesía a través de
todo el orbe. Esta debe establecerse, instalarse y entablar
vinculaciones por doquier. En virtud de su explotación del
mercado mundial, la burguesía ha dado una conformación
cosmopolita a la producción y al consumo. Con gran pesar de los
reaccionarios, ha sustraído el terreno de sustentación nacional
bajo los pies de la industria. Las antiquísimas industrias
nacionales han sido aniquiladas y aún siguen siéndolo a diario.
Son desplazadas por nuevas industrias, cuya instauración se
convierte en una cuestión vital para todas las naciones
civilizadas, por industrias que no elaboran ya materias primas
locales, sino otras provenientes de las zonas más distantes, y
cuyos productos no se consumen ya sólo en el propio país, sino,
en forma simultánea, en todos los continentes. En lugar de las
antiguas necesidades, satisfechas por los productos regionales, se
ve ocupado por otras nuevas, que requieren los productos de los
países y climas más remotos para su satisfacción. El sitio de la
antigua autosuficiencia y asilamiento locales y nacionales se ve
ocupado por un tráfico en todas direcciones, por una mutua
dependencia general entre las naciones. Y lo mismo que ocurre
en la producción material ocurre asimismo en la producción
intelectual. Los productos intelectuales de las diversas naciones
se convierten en patrimonio común. La parcialidad y limitación
nacionales, se tornan cada vez más imposibles, y a partir de las
numerosas literaturas nacionales y locales se forma una
literatura universal.”3
3
Marx, Karl y Engels, Friedrich, Manfiesto Comunista, Ed. Bilingüe con
Introducción de Erich Hobsbawn, Barcelona, Critica, Grijalbo Mondadori,
1998.
42
Por último, el Globalismo., es una ideología relacionada con el
neoliberalismo y en especial con el neoconservadurismo. Sus
postulados son el triunfo del capitalismo ante el fracaso del
socialismo real y las concreciones históricas del marxismo y la
exaltación del dominio del mercado mundial que desaloja o
sustituye el quehacer político. Observa Beck que ésta procede de
manera monocausal y economicista y reduce la
pluridimensionalidad de la globalización a una sola dimensión: la
económica. Para el autor citado su núcleo ideológico reside en
que echa por tierra con la distinción fundamental de la primera
modernidad, a saber, la existente entre política y economía.
Aclarado estos conceptos, de acuerdo a las diferentes realidades
que designan, cuadra advertir que la disolución de las unidades
políticas territoriales en análisis se presentan encuadradas en el
marco de las dos primeras aunque por motivos diferentes.
3. El ocaso de la polis.
Conforme lo expuesto hasta aquí, puede sostenerse que las
invasiones macedónicas fueron un factor precipitante de una de
las primeras formas de globalización y globalidad, pues, se
establecieron nuevas relaciones a partir de las expediciones
militares que produjeron un intercambio de culturas que
implicaron un ensanchamiento del mundo de aquel entonces y
consecuentemente una profunda crisis en la cultura griega y en su
comunidad política.
Según el estagirita la polis era una comunidad perfecta, pues
abastecía ampliamente todas las necesidades humanas. Como
asociación de asociaciones era superior a la familia.4
4
Aristóteles, Política, Edición bilingúe y traducción por Julián Marías y
María Araujo, Madrid, Instituto de Estudio Políticos, 1951, Libro I, 1252 a.
43
Nuestra mentalidad moderna nos obliga a hacer un esfuerzo para
comprender la trascendencia que la comunidad política tenía para
el griego antiguo. La persona, la familia, el arte, la religión, en
definitiva, todas las manifestaciones de la vida estaban reguladas
por la polis. Vale recordar que el peor castigo que podía
infringirse a un griego de esa época era el destierro u ostracismo,
dado que, el mismo implicaba tanto como arrancarlo de raíz de su
medio vital. El hombre vivía por y para la Polis. Es importante
tener en cuenta que durante el predominio de las polis los griegos
no conocieron la libertad política en el sentido de alteralidad y
autonomía individual frente a la comunidad política. De allí que,
no sin cierta licencia de lenguaje, se puede decir que el civismo
antiguo se caracterizaba por un cierto totalitarismo “avant la
lettre”. Pues bien, toda esta “paideia” se vio conmocionada por las
incursiones macedónicas y a partir de ellas todo cambio en la
cuenca oriental del mediterráneo y nada volvió a ser lo que era.
La política era la más noble actividad a la que podían dedicarse
exclusivamente los hombres libres, por ello, era un privilegio de
los ciudadanos y no de los extranjeros o esclavos. Los griegos no
conocieron el imperio hasta las invasiones alejandrinas. El
imperio era una forma política del Oriente antiguo que suponía
otra forma de relación política. Las ciudades que lo componían
no eran libres o autónomas sino que dependían de un poder
central. El ciudadano de la polis era un hombre libre muy
diferente al súbdito del imperio.5
La destrucción del marco referencial que significaba la Ciudad
trajo aparejada el derrumbe de toda una cultura política que nació
5
Conf. Widow Juan A. El ocaso de la Polis, comunicación en la XXX
Semana Tomista, Congreso Internacional sobre Política Contemporánea y
Globalización, Bs. As., Septiembre 2005
44
y se desarrolló al amparo de la polis. Los efectos de este colapso
no solo se hicieron sentir en el plano de las instituciones sino
también y principalmente en el plano de las ideas. Así pues, se
dejaron de lado los grandes sistemas filosóficos y comenzó a
florecer un pensamiento político fragmentario con derivaciones
actitudinales, más que teoréticas, representado por las escuelas
que florecieron en dicho período.6 Epicúreos, Estoicos, Cínicos.
Todas estas escuelas tienen en común las siguientes notas
tipificantes: son relativistas, en cuanto niegan la posibilidad de
que la razón humana alcance verdades absolutas a diferencia de lo
que sostenían Platón y Aristóteles, fieles ambos a las enseñanzas
de su maestro Sócrates en esta materia. Todas estas escuelas
tienen en común también, cierto sentimiento de irreligiosidad.
Ello así en virtud a que, en el pensamiento griego clásico la
religión se asociaba estrechamente con los dioses de la ciudad
(penates), En este sentido, algunos autores sostienen que en esta
etapa de la historia de la humanidad se produce un proceso de
secularización que anticipa al que caracterizará a la modernidad.
Asimismo y emparentando este movimiento de ideas con el que
sucederá en esa época, también se registra en este período cierto
individualismo desconocido hasta entonces en la cultura griega y
consiguientemente un contractualismo incipiente que también
preanuncia el que advendrá en la Modernidad. La caída de la Polis
trajo aparejado consecuentemente el debilitamiento de los nexos
que sujetaban al hombre a su polis. Entre ellos cabe destacar que
pierde fuerza el derecho “positivo”, esto es, el puesto por cada
polis para sus ciudadanos y se comienza a vislumbrar un derecho
cuya existencia no depende del reconocimiento de una polis en
6
Touchard Jean y col, Historia de la Ideas Políticas, Madrid, Tecnos, 1993,
pags. 52 y ss
45
especial. En esta línea, es menester registrar aquí el importante
aporte que hace la escuela estoica y epicúrea respecto a la noción
de un derecho natural, esto es, que le corresponde al hombre por
el solo hecho de ser hombre y no por su pertenencia a alguna polis
en particular. Finalmente estas escuelas pregonan también una
visión cosmopolita del mundo y del hombre que acompaña la
absorción de las polis por parte del imperio.
7
Iribarne Miguel Angel, La inteligencia imperial. Raíces intelectuales e
implicancias políticas de la Doctrina Bush, Bs. As., EDUCS, 2007, pags.
108 y ss.
46
política. Esta teoría/doctrina fue un arma fundamental para
expropiar el poder al Sacro Emperador y al Papa además de
absorber los vestigios del poder feudal.
La segunda de las notas se refiere a la capacidad del Estado de
controlar la información como insumo esencial de las relaciones
políticas. Como consecuencia de esa hegemonía no existieron
prácticamente centros externos que pudieran influir efectivamente
sobre lo que ocurría dentro de los límites de la unidad política.
Por último la tercer nota tiene que ver con la relación vertical e
imperativa que existía entre el poder estatal y las instancias
subestatales.
La crisis antes aludida se patentiza en el cuestionamiento que se
formula a estos tres atributos clásicos del Estado.
Así pues, el Estado ha dejado de ser estrictamente hablando
soberano por las siguientes mutaciones:
a) Transferencia de potestades normativas hacia instancias
supranacionales.
b) Transferencia de potestades jurisdiccionales hacia instancias
supranacionales.
c) Tendencia a la desterritorialización de sus facultades punitivas.
d) Progresivo abandono del principio de no intervención en aras
del de “ingerencia humanitaria”.
e) Dificultad para hacer la guerra por si mismos.
El Estado ha dejado de ser contenedor pues la revolución de las
Técnicas de la Información y la Comunicación (TICs) ha hecho
que las fronteras estatales se vean superadas por los flujos
informáticos, económicos, financieros y culturales. Estos avances
científicos y tecnológicos han transformado a las fronteras en
“porosas” o “permeables”, transformando en obsoletas la
delimitaciones jurídicas y físicas del ámbito territorial
determinado del Estado.
47
Por último, el Estado ha dejado de ser piramidal al ceder
funciones y tareas a organimos supraestatales, subestatales y
transestatales. Se ha transformado en un actor estratégico
relevante pero no único obligado a presionar, regatear, inducir, en
definitiva, a negociar.
En estas condiciones el Estado no puede garantizar seguridad y
defensa, identidad nacional colectiva y el bienestar general.
Si bien el futuro es incierto el Estado ha demostrado tener una
extraordinaria capacidad de adaptación.
Ello así porque como afirma Luhmann “el Estado tuvo que
ocuparse de resolver la gran paradoja derivada de la
simultaneidad de estabilidad y cambio”.8
De allí que es difícil predecir si el Estado que conocemos será
reemplazado por otra forma política nueva que no conocemos o
por alguna premoderna, como ser el regreso a formas
organizativas neofeudales o imperiales
Regsitrar esta tendencia no implica suscribir la tesis de la
desaparición del Estado. Es probable que este subsista como nodo
significativo en una red global compartiendo el escenario mundial
con otras organizaciones no estatales.
Lo que si está claro es que el conjunto de transformaciones
operadas en los ’70 y ’90 causaron una situación por la que no se
puede predicar de la mayoría de los Estados Nacionales los
atributos que los caracterizaron por más de tres centurias ni
tampoco puede reducirse la política mundial a un sistema
interestatal.
Al igual que lo advertido en el caso de la decadencia de la polis,
en el caso en análisis también los cambios institucionales
repercuten en el plano de las ideas. Nuestra era se caracteriza
8
Vallespín Fernando, El futuro de la política, Madrid, Taurus, 2000, p.92
48
también por el florecimiento de un pensamiento de crisis asociado
a grandes cambios de paradigmas y a la desaparición de los
grandes relatos que intentan entender y explicar al mundo y al
hombre desde lo social y lo político en su totalidad y de una
manera sistemática. Este último intento fue encarado en los siglos
XIX y XX por el marxismo y después de él no se registra ningún
intento similar. Hay interpretaciones aisladas y parciales de la
realidad socio-política pero no con pretensiones de abarcar la
totalidad de la problemática humana. Se encuentra en esta
situación una semejanza con el pensamiento desarrollado por las
escuelas que aparecieron durante el período de declinación de la
Polis. El escepticismo, el relativismo, las invocaciones a nuevas
formas de individualismo y contractualismo, etc. están presentes
en el pensamiento político contemporáneo como en el de la época
antigua.
Desde otra perspectiva hay que resaltar que, del mismo modo que
en la antigüedad las escuelas helenísticas descubrieron el derecho
natural y del derecho de gentes, en la actualidad se asiste a la
imposición y expansión de los derechos humanos y más
contemporáneamente de los denominados derechos
fundamentales. Esta nueva categoría de derechos en realidad
reconoce como antecedentes a aquellos, puesto que, en el fondo se
trata de un mismo género de derechos, esto es, los que le
corresponde al hombre por el solo hecho de ser tal.
Por último resta exponer el último parangón que se observa entre
los fenómenos en comparación. De igual modo que, la caída de la
polis abrió paso a una instancia imperial el proceso de declinación
del Estado-Nación descripto precedentemente apuntaría a la
emergencia de una nueva configuración imperial, un
“hiperpoder”, “Leviatán mundial”-úsese la expresión que se
prefiera-, el cual supone una diferencia cualitativa con los Estados
49
nacionales conocidos. En este sentido EEUU se ha transformado
en el hegemonía que reivindica para sí la soberanía global. Se
puede afirmar que la mayoría de los Estados hoy representados en
la ONU son menos que Estados mientras que los EEUU son más
que un Estado. “En tales condiciones y desde un punto de vista
estrictamente empírico, puede sugerirse la idea de que, hasta el
presente, el imperio resulta la forma política de la globalización”9
9
Iribarne Miguel A. ob.cit. p.113. Conf. Hardt Michael y Negri Antonio,
Imperio, Buenos Aires, Ed. Paidós, 2002.
50
porque la condición de ciudadanía está asociada a la pertenencia
de alguna organización política de base territorial. Pero lo cierto
es que, por los cambios operados sobre la organización política
actualmente en crisis que he relevado precedentemente aparecen
una serie de derechos que son atribuibles a las personas sin
necesidad de pertenecer a una unidad política territorialmente
determinada.
Lo que tienen de común las visiones cosmopolitas es la idea de
que todos los seres humanos, sin distinciones de nación o de
cualquier otro tipo, pertenecen a una única comunidad, y de que
esta comunidad debe ser cultivada. Las diferentes versiones del
cosmopolitismo se figuran esta comunidad poniendo énfasis en
aspectos distintos, tales como instituciones políticas, normas
morales, mercado económico y cultura.
Ya Sócrates habría mostrado una sensibilidad que lo identificaba
con todos los seres humanos por ser tales. Al menos Platón
sostuvo que Sócrates estaba de acuerdo en aplicar el método
socrático a todas las personas, sean atenienses o no. Sin embargo
el primer filosofo occidental en darle pleno sentido a la palabra
cosmopolitismo habría sido el cínico Diógenes en el siglo IV a.C.,
discípulo de Sócrates, el que al ser interpelado por su
nacionalidad él decía “Yo soy un ciudadano del mundo”. Sin
embargo no se puede encontrar mayor desarrollo de este
sentimiento en este autor o una afirmación más acabada respecto
de su sentido profundo. Si se puede apuntar que la forma de vida
cínica ya era en un sentido cosmopolita, por cuanto vivían en
armonía con la naturaleza y rechazaban lo convencional.10
10
Bobbio Norberto, Mateucci Nicola, Pasquino Gianfranco Diccionario de
Política, voz cosmopolitismo, a cargo de Ricuperati Giuseppe pag. 379 a
388, Madrid, Siglo XXI, 9na Ed. 1995.
51
Quienes sí exploraron más profundamente el sentido del
cosmopolitismo, fueron los estoicos del siglo III a.c, quienes
sostuvieron que el cosmos era una polis, por que el cosmos se
encuentra en perfecta armonía producto de la Ley, Ley que era
asimilada a la razón divina. La idea que subyace al pensamiento
de los estoicos era servir a los seres humanos en tanto cuales, sin
distinciones de ningún tipo.
El pensamiento estoico y su concepción del cosmopolitismo tuvo
enorme influencia en el periodo Greco Romano. Esta influencia se
puede explicar en parte porque imperios como el romano y el de
Alejandro Magno, colocaron a enormes extensiones de terreno,
que albergaban distintas culturas y pueblos, bajo la misma unidad
política, de ahí el impulso a que las personas se concibieren como
ciudadanos del mundo, aglutinados bajo la misma autoridad.
En la tradición cristiana el término tomó relevancia, pero de una
manera diferente, en cuanto los cristianos distinguían entre la
polis terrena y ultraterrena. Todos los habitantes de un territorio
determinado pertenecían a la polis terrena, pero sólo los que
habrían conquistado la voluntad celestial podrían ingresar a la
polis divina.
En este sentido el Cristianismo situaba la cosmópolis en dominios
diferentes, “Dar al cesar lo que es del César y a Dios, lo que es de
Dios” (Mateo 22:21). A veces estos dos órdenes entran en
conflicto, cuando las polis se alejaban de los inmutables
principios de justicia divina. En general, el cristianismo traslada el
énfasis de la ciudadanía en la Tierra, a la ciudadanía divina, con lo
que los cristianos se alejan de la vida y la nación política. No
obstante esta constatación teológica el Cristianismo, cuenta entre
sus principios fundamentales la igual valía de todos los seres
humanos, a la vez que exhorta a sus fieles a practicar la
compasión y caridad para con todas las personas sin distinciones
52
de fronteras, raza o sexo, lo que antes de significar una manera de
dividir a los hombres, significa más bien una forma de
cosmopolitismo, en tanto a la creencia de radical unidad y mismo
propósito de la raza humana.
El cosmopolitismo empezó a retornar al pensamiento político con
el renacimiento, en consecuencia del renovado interés en el
estudio de los textos clásicos de cínicos y estoicos, sin embargo el
punto de vista cosmopolitismo no fue mayormente desarrollado
por los humanistas, a excepción de quienes como Erasmo de
Rótterdam abogaban por la unidad de la humanidad.
El contexto en que se produce el resurgimiento del término
cosmopolitismo explica en gran parte su creciente difusión, esto
en consideración de que se había avanzado bastante en la
exploración de todo el globo, existía un incipiente comercio
internacional e ideas como los derechos humanos se expandían.
Sin embargo, fueron las revoluciones francesa y americana
quienes dieron el más fuerte impulso al cosmopolitismo, en
cuanto reforzaron el sentido de pertenencia a la raza humana,
porque sus ideales se plantearon sin consideración a fronteras
estatales, sino que se extendían a la humanidad toda.
El mismo Kant se podría situar, de algún modo, dentro de la
corriente del cosmopolitismo, en el sentido de que planteó que la
paz mundial solo se podía alcanzar cuando los Estados se
organizaren internamente como republicas, construyeren
externamente una liga de Naciones para salvaguardar la paz y
respetaren los derechos de las personas, tanto de ciudadanos
como de extranjeros11. Kant también introdujo el concepto de
Derecho Cosmopolita, que implicaba una tercera rama del
derecho público, además del Derecho Constitucional e
11
Kant Emmanuel, Sobre la paz perpetua. Madrid, Editorial Alianza. 2002.
53
Internacional, en el cual tanto las personas como los Estados
tienen derechos, y las personas son titulares de ellos en cuanto a
ciudadanos del mundo y no de una asociación política en
particular.
En alguna forma los principios de la paz perpetua de Kant
inspiraron a la Sociedad de las Naciones y actualmente al régimen
de Naciones Unidas, en el aspecto de que su implementación
implica un concierto de naciones en miras a mantener la paz y
unidad mundiales. Una especie de cosmopolitismo económico es
el que han sugerido teóricos como Friedman y Hayek, para
quienes el vínculo de toda la humanidad estaría representado por
la pertenencia a un gran mercado único.
Por otra parte el marxismo también tuvo una inspiración
cosmopolita, en tanto el mensaje estaba dirigido a “los proletarios
del mundo”, quienes derrocando a la burguesía (también mundial)
debían imponer los ideales del marxismo en todo el orbe. Por
tanto, también es el marxismo una forma de cosmopolitismo en
cuanto importa un planteamiento mundial dirigido a todas las
gentes del mundo, sin distinciones de fronteras, y con el objeto de
construir una sociedad también sin fronteras.
Dentro del cosmopolitismo político más actual, encontramos
bastantes matices, así tenemos quienes defienden la idea de
instituciones internacionales con mayores competencias, pero
dentro de la lógica actual, otros que postulan variantes de un
federalismo mundial, o un único estado mundial y otros que
defienden la idea de Democracia Cosmopolita.
5. b. La democracia cosmopolita
Tal como lo ha planteado David Held, la democracia cosmopolita
representa una respuesta, en el plano de la organización político-
jurídica a nivel global, a un mundo crecientemente complejo e
54
interdependiente y carente de formas efectivas de articulación de
las políticas a nivel planetario.12
En la argumentación de ese autor esta forma democrática se
asienta sobre dos bloques conceptuales, ellos son: el principio de
autonomía y la noción de Derecho Público Democrático.
La autonomía se vincula directamente con la forma democrática
de organización política, ya que esta supone que los miembros de
la comunidad política son libres y capaces para determinar su
curso, De esta forma, la autonomía está en la base de la
democracia, en cuanto la democracia reposa necesariamente en la
capacidad de autodeterminarse de los miembros de la comunidad.
Siguiendo a Held, la autodeterminación se refiere a que los
ciudadanos deben poder elegir libremente las condiciones de su
asociación, constituyendo así sus decisiones la dirección de la
comunidad política13.El principio de autonomía es definido por
Held de la siguiente forma14:“Las personas deben gozar de los
mismos derechos, y por consiguiente, cargar con los mismos
deberes, en el momento de especificar el marco político que
genera y limita las oportunidades a su disposición; es decir, deben
ser libres e iguales en la determinación de las condiciones de sus
propias vidas, siempre y cuando no dispongan de este marco para
negar los derechos de los demás”.
Así pues, y de acuerdo con Held, el principio de autonomía
contiene dos ideas básicas: que los individuos deben
autodeterminarse y que el gobierno democrático debe estar sujeto
a ciertos límites. En esta línea podríamos encuadrar el concepto
12
Para este apartado ver Held David, La democracia y el orden global, Ed.
Paidós, Barcelona, 2002.
13
Held David, Op. Cit. p. 182
14
Ídem. p. 183.
55
de autonomía de Held en la tradición democrática- liberal. Los
fundamentos de este concepto son políticos y no metafísicos, en el
sentido en que se basa sobre “ideas intuitivas” (consenso
superpuesto) subyacentes a una cultura publica determinada. Esas
ideas subyacentes, preferencias arraigadas en la comunidad, son
las que han acompañado al surgimiento y establecimiento de la
forma de gobierno democrática, en su vertiente liberal,
encontrándose en su base. De esta forma todos los individuos que
se encuentren inmersos en una cultura de valores democráticos y
liberales coincidirían, en principio, en sus juicios valorativos
básicos, coincidiendo así en el principio de autonomía.Para Held
el concepto de autonomía, envuelve a su vez seis nociones. Estas
no son más que un mayor desarrollo del sentido e implicancias
políticas del concepto de autonomía, tan central en Held. Ellas
son15:
15
Ídem. p. 190-193.
56
incoherente esta estructura con aquellos fines, metas que
atenten contra la estructura misma.
3. El concepto de “derechos” connota garantías o facultades
garantizadas, es decir, otorgan al portador un poder de
exigir ya una acción o una abstención. En este sentido es
que también los derechos conllevan la imposición de
deberes u obligaciones correlativas. En este sentido los
derecho constituirían una igualdad de status ante las
instituciones básicas de la sociedad, constituyendo una
autorización tanto para alegar, como para ser alegado.
4. Los derechos y deberes comprendidos en el principio son
los necesarios para proteger el interés por la autonomía,
que cada persona manifestaría por igual. Así los derechos
y obligaciones consagrados, vendrían siendo el soporte
estructural, que posibilitaría una efectiva realización de la
participación política ciudadana. Estos derechos, que
constituyen el fundamento y restricción a la esfera
pública, constituyen lo que el autor denomina derecho
público democrático.
5. El que las personas deban ser libres e iguales en la
determinación de sus propias vidas, la disposición de una
estructura común de acción política, implica que las
personas tienen el poder de participar en un proceso de
deliberación, igual y libremente abierto a todos, en que se
discutan los temas de interés público. La idea es que este
proceso de deliberación se centre únicamente en el
argumento, de forma tal que se excluyan los elemento y
fuerzas no discursivas.
6. El último aspecto del concepto de autonomía, esta
relacionado con el límite liberal a las decisiones de la
mayoría, traducido en un conjunto de derechos
57
constitucionales inalienables de los que los sujetos
disponen para salvaguardar su integridad frente a las
decisiones tomadas dentro del marco democrático.
58
proceso político de toma de decisiones condiciona la real
existencia de una democracia.
En esta línea, para Held la autonomía es antes que nada un ideal,
alcanzable y urgente. De este modo el Derecho público
democrático no realiza inmediatamente la autonomía en una
comunidad política determinada, sino que por el contrario, el ideal
de autonomía le da una dirección, orientando su contenido en
busca de la realización de la democracia, puesto que la
consagración plena de la autonomía en una sociedad, requeriría no
sólo de buena voluntad y consenso político, sino que también de
un sustrato económico, lo que no es cuestión de dictar una ley,
sino de una creación/reorientación de recursos siempre escasos.
Aclarados los conceptos de autonomía y de Derecho Público
Democrático, se puede considerar el significado de la democracia
cosmopolita.
La responsabilidad (accountability) de los líderes por sus
decisiones ante la comunidad, y la total simetría entre las
decisiones de estos y sus electores, son supuestos del pensamiento
democrático liberal de los siglos XIX y XX16. Hoy por hoy, esta
situación dista mucho de la realidad, en cuanto a que en la
sociedad global o “red17”, las estructuras clásicas de relaciones
entre quienes toman las decisiones y los afectados parecen
haberse difuminado. Por lo demás tampoco es claro que alguna
vez las comunidades políticas hayan respondido a la forma de
“sistemas cerrados”, que parece inspirar la reflexión en torno a
supuestos de accountability y simetría entre “imputs” y “outputs”
en el marco del Estado Nación.
16
Held David, Op. Cit. p.268.
17
Concepto en Castells Manuel, La Sociedad Red. Editorial Alianza,
Madrid 1997.
59
Según Held, hoy en día ninguna de esas condiciones se cumplen.
Por un lado la accountability nunca ha sido más puesta en duda
por los siguientes puntos. En primer lugar, existen lideres
(políticos y no) que dirigen asociaciones cuyas decisiones están
ajenas de control de parte de los que son afectados por ellas. En
este caso este líder solo va a responder frente a una pequeña
porción del universo afectado (sus connacionales), quedando libre
de todo control político frente a los demás, o no va a responder en
absoluto, caso de los directores de compañías multinacionales.
En segundo lugar, el territorio que controla la asociación política
no contiene los efectos de las decisiones de esta (outputs). Es
decir las decisiones que se toman en una comunidad política
determinada, asentada sobre la idea de soberanía tradicional
conceptualmente territorial, tienen repercusiones que exceden el
marco dentro del cual debieran obrar (el territorio). De esta forma,
lo que hace Held es constatar la obsolescencia del principio de
soberanía tradicional, el que supone un ente político que controla
un territorio hermético, y del concepto de democracia asentado
sobre este. En relación a lo anterior, pierde también su efectividad
el control democrático. Esta pérdida de efectividad está dada por
la erosión de su supuesto de adecuada retroalimentación
informacional, si bien es posible que nunca haya tenido lugar.
En un contexto de adecuada retroalimentación informacional, el
ente político reabsorbe todas las consecuencias de sus decisiones,
en cuanto a que tomará razón de los efectos que ellas produjeron
en las partes, produciéndose así un óptimo de correspondencia
que tiene como resultado la eficacia del control democrático, al
menos en teoría. En la realidad, la asociación política no obtiene
contestación respecto a la totalidad de sus outputs, y por tanto no
puede ajustarse a las consecuencias de estos.
60
De esta forma la democracia cosmopolita vienen a ser un intento
por hacer más fluida el tránsito de información en el sistema
internacional, optimizando el funcionamiento de las instituciones
por la vía de la extensión de la rapidez y magnitud de la
retroalimentación comunicacional que suponen las formas
democráticas.
Pues bien, volviendo al planteamiento del autor, recordemos que
este plantea que el concepto de Estado soberano y la idea de
gobierno democrático sobre unidades herméticas nunca se ha
ajustado a la realidad, y menos hoy en día, donde la complejidad
relacional ha llegado a niveles inauditos. De esta manera, para el
autor las comunidades políticas deben ser pensadas no como
centros “unidimensionales” de organización, sino como
estructuras formadas por redes de interacción superpuestas18.
De esta forma, el proceso democrático que parte de la base de que
las comunidades políticas responden a estructuras lineales de
poder, deja fuera todas las formas y redes que no responden a ese
modelo, en cuanto a que es imposible, según Held, explicar la
naturaleza y las posibilidades de la comunidad política haciendo
exclusiva referencia a las estructuras y mecanismos nacionales de
poder político19, coincidiendo con la postura que plantea la
incapacidad del nacionalismo metodológico, o de “contenedor de
la sociedad20 de explicar de manera acabada los fenómenos
sociales de una comunidad determinada, y por ende la necesidad
de su superación. De acuerdo a estas consideraciones, es que el
principio de autonomía no será efectivo mientras las diversas
18
Held David, Op. Cit. p. 269
19
Ídem. p. 270.
20
Ulrich Beck, ¿Que es la Globalización? p.99. Barcelona, Editorial Paidós
1998.
61
estructuras de toma de decisiones que afectan a las personas se
mantengan ajenas a la posibilidad de diálogo democrático, sin esta
posibilidad de dialogo se ve truncada la posibilidad de crear y
acceder al debate sobre temas de interés público y con ello la
disponibilidad de una estructura de común acción política.
Plantea Held, que en el contexto actual de interconectividad
regional y planetaria, el compromiso con los ideales de autonomía
y democracia en una comunidad política se hace extensible a
todas “las comunidades cuyas acciones, políticas y leyes estén
interrelacionadas y entremezcladas”21. El argumento es que en las
condiciones socio-políticas actuales es imposible argumentar a
favor del control democrático y de la autonomía en una
comunidad sin pretender extenderlo al resto de las redes
planetarias imbricadas, lo que tiene bastante sentido en cuanto
tenemos que decisiones tomadas en el ámbito externo de una
comunidad política, ya sea un gobierno, ONG o compañía
transnacional, pueden, y de hecho tienen bastante frecuentemente,
un poder de influencia mayor que aquellas tomadas en el seno del
sistema político de una comunidad determinada. De esta forma la
Democracia Cosmopolita puede ser vista como una extensión del
control democrático con la consiguiente apertura de instituciones
tanto políticas como económicas a ese control
Por cuanto el Derecho público democrático es susceptible de
verse minado en su efectividad por redes, o esferas de poder de
alcance global, es que este necesita de una estructura legal
supranacional que Held conceptualiza como Derecho democrático
cosmopolita22, expresión que ya había utilizado Kant en la paz
perpetua, aunque para él el derecho cosmopolita equivalía más
21
Held David, Op. Cit. p. 276.
22
Held David, Op. Cit. p. 271.
62
bien a un deber de hospitalidad universal, en virtud del cual
ningún sujeto podía ser tratado con hostilidad en el extranjero23.
Este es un Derecho que debe ser concebido “como un dominio del
Derecho diferente del Derecho de los Estados y de las leyes que
vinculan a un Estado con otro –el Derecho internacional-24. Es en
consecuencia una esfera del dominio legal extendida entre
ciudadanos, ya no de Estados, sino que del mundo.
Ahora bien, el Derecho cosmopolita en Held, no debe concebirse
en términos de una estructura rígida, de un solo nivel que impone
derechos y obligaciones a los ciudadanos, sino como un marco
legal donde tienen cabida diversas redes de regulación, ya en el
plano local, nacional o regional. Sin embargo lo que deben tener
en común todas estas redes es su respeto por el principio de
autonomía y coherencia con el Derecho Cosmopolita. De esta
forma la persona ya no respondería a una sola forma de
ciudadanía, sino a varias25, con los correspondientes derechos y
obligaciones y sustratos identitarios, en la línea con la concepción
que la identidad en la globalización ya no responde al esquema de
la cultura que se presenta en un estado nación determinado, sino
que es una construcción que se recrea y desarrolla a través de las
diversas redes o flujos identitarios de alcance global, lo que para
Beck constituye un “motivo ulterior para el socavamiento de la
soberanía del Estado nacional y la obsolescencia de la sociología
nacional estatal (nacionalismo metodológico)26”.
Ahora bien, para Held este entramado de relaciones no implica la
muerte del Estado nación, sino que estos “dejarían de ser los
23
Kant Emmanuel, Sobre la paz perpetua. Madrid, Editorial Alianza. 2002.
24
Held David. Op cit. p. 272.
25
Held David Op. Cit. p. 278.
26
Beck Ulrich, ¿Qué es la globalización?
63
únicos centros de poder legítimos dentro de sus propias
fronteras”, lo que vendría a ser además el ajuste del ius al facto,
esto debido a la constatación de la efectiva pérdida de influencia
del Estado aún dentro de sus fronteras27. De esta forma “el
reconocimiento de que ciertas tareas y funciones son y deben ser
desempeñadas en y a través de diferentes niveles políticos –local
nacional, regional e internacional- no implica que la misma idea
de Estado moderno deba extinguirse; implica en todo caso, que
esta idea requiere de adecuaciones para poder estirarse a través de
las fronteras”28.
En definitiva lo que Held propone es avanzar sobre las siguientes
tres líneas29:
30
Ídem. p. 324-325
65
asignadas a la autoridad trasnacional, conformando todas las
unidades un bloque coherente de mando centralizado. Otra
posibilidad que plantea es la creación de una fuerza militar
independiente conformada por voluntarios de todos los países. De
esta manera Held salva la objeción que apunta a que las normas
sin coerción no son jurídicas y le da el sustrato coercitivo
necesario al modelo cosmopolita, bajo la premisa que toda
estructura jurídica, al menos hoy por hoy, requiere la
potencialidad de la fuerza para su implementación y eficacia.
A este respecto el mismo autor tilda las propuestas de gobierno
internacional que no cuenten con el auxilio de la fuerza como
“equivocadas y peligrosamente optimistas”31, lo cual no deja de
ser cierto repito, bajo las condiciones actuales. Sin embargo creo
que el cumplimiento del propósito de la creación de una fuerza
transnacional, dotar de coercibilidad al Derecho cosmopolita,
requeriría que la capacidad bélica de esta fuerza, fuera superior a
la más poderosa de las fuerzas armadas estatales, por cuanto la
existencia de una fuerza superior anula la efectiva coerción, al
menos, sobre el espectro al cual ella protege. Está demás apuntar
todas las dificultades e inconvenientes de implementar tamaña
fuerza, al menos bajo las condiciones estratégico-militares
existentes hoy por hoy.
Desde otro punto de vista en el campo de la economía global se
deben adoptar medidas que permitan la consolidación de la
Democracia Cosmopolita pues encauzar su desenvolvimiento es
central para la efectiva realización del ideal cosmopolita, tanto por
su capacidad configuradora del orden político, como por
constituir un eje articulador de la vida social, o como sostuviera
31
Held David. Op. Cit. p. 327.
66
Polanyi32, su único eje, esto cuando el mercado pierde toda
orientación desde la política pública, alcanzando así su
“autorregulación”. De esta forma es imposible soslayar la
relevancia de esta esfera en todo proyecto político, que más aún
pretenda una reconfiguración del orden internacional, sobre todo
en un contexto de globalización que se produce desde esta esfera.
Pues bien, la intervención de la política en la economía tiene por
objeto “que se cumplan las condiciones de la regulación
democrática en todas las esferas de poder”33. De esta forma para
Held, la legitimidad de la intervención en la economía estará dada
por asegurar la vigencia del principio de autonomía en una
comunidad política determinada, vigencia siempre dependiente
de la forma de manifestarse y ubicuidad de las estructuras de
poder en una sociedad
De este modo Held se hace cargo de la crítica a la globalización
neoliberal de hoy de estar al margen de todo cauce, de beneficiar
principalmente a grandes corporaciones, de ser insustentable
ambientalmente y de aumentar, o al menos mantener, el estado de
desigualdad entre los pueblos del mundo.
32
Polanyi Karl. La gran Transformación. México, Editorial FCE 2003.
33
Ídem. p. 297.
67
En segundo lugar la que plantea la inviabilidad política del
proyecto de Held.
En tercer lugar y relacionada con la anterior la que se centra en la
dificultad de establecer un ideal cosmopolita/ solidaridad
transnacional.
En cuarto lugar la que apunta a la conveniencia de un
geogobierno central.
En quinto lugar, aquella efectuada al cosmopolitismo en general,
de acomodar la historia y de sostener una visión particular del
nacionalismo metodológico.
1- Preeminencia incuestionable del Estado como actor en la
esfera de las relaciones internacionales.
Esta crítica es propia de la postura que sostiene la escuela
realista34, que se constituyó como una respuesta al “idealismo” en
la esfera de las relaciones internacionales, de acuerdo a la cual el
Sistema internacional está compuesto principalmente por Estados,
que compiten entre sí por la supervivencia/acrecentamiento del
poder nacional dentro de un contexto anárquico, carente de reglas
de gran similitud al estado de naturaleza Hobbesiano y la escisión
total entre el actuar moral y el actuar político, orientado a la
consecución de mayor poder para la nación.
Esta postura sostiene que a pesar de todos los cambios acaecidos
principalmente a partir del término de la 2º Guerra Mundial como
el desarrollo de los Derechos Humanos, Globalización y creciente
interdependencia, emergencia de actores internacionales no
estatales, el Estado sigue controlando de forma consistente el
proceso político global. Así se señala que la merma de la
34
Sostenida, con diversos e importantes matices, por autores como Hans
Morgenthau, Hedley Bull, John Vincent, George Kennan, Henry Kissinger,
Kenneth Waltz, Robert Keohane y Joseph Nye
68
soberanía estatal es, si bien apreciable desde un punto de vista
estadístico, la estructura estatal sigue siendo el eje articulador de
la vida en comunidad además de constituir una fuente importante
de la identidad de los ciudadanos. Afirman que el Estado es el
mayor detentador de poder a nivel mundial y el responsable de la
coerción nacional y de la homogeneidad cultural y religiosa de
una comunidad determinad.
De esta manera, si el Estado retiene sus competencias y soberanía,
aún en un mundo altamente complejo e interconectado, de forma
tal que puede obrar sobre su territorio de manera eficaz y
autónoma, no sería en consecuencia necesaria una estructura
supranacional de gobierno que cumpliera funciones que el Estado
de por sí puede ya asumir.
2. Inviabilidad Política.
Esta crítica, que puede o no concordar con la postura anterior y
sostener o no la deseabilidad/necesidad de una estructura de
gobierno supranacional, sostiene que la conformación de una
estructura supranacional de gobierno es muy difícil, cuando no
imposible.
Esta dificultad deriva del mismo concepto de Estado soberano, en
tanto que la soberanía apunta hacia el poder de influencia e
imposición que tiene el Estado sobre un territorio y población
determinados. Por tanto es contradictorio conceptualmente para la
estructura estatal, tal y cual se ha concebido hasta hoy, delegar
competencias propias e instituir nuevas a un ente supranacional,
limitando su soberanía, ya que el Estado, recordemos la posición
de la escuela realista, está abocado a atender las necesidades de su
propia población y debe, dentro de un contexto anárquico, luchar
por acrecentar su propio poder geopolítico, excluyéndose así de
plano la posibilidad de delegar poder en una instancia
supranacional.
69
Ello es particularmente cierto respecto de los países que ostentan
el mayor peso geopolítico, en tanto que ocupando una posición de
privilegio en el sistema internacional, que les permite acrecentar
su poder e influencia y obtener solo ventajas de su status quo
geopolítico, es difícil que quieran renunciar a esa posición y no
habiendo mecanismos para obligarlos a ello, no cabria más que
conformarse con la actual situación por más inicua y
estructuralmente deficiente que sea.
3. Dificultad de establecer un ideal cosmopolita/solidaridad
transnacional.
Ya concluimos que el establecimiento de una Democracia
Cosmopolita tiene que pasar por el convencimiento de los
ciudadanos de los distintos países de la necesidad, conveniencia o
deseabilidad de su implementación.
De acuerdo a esta crítica, la solidaridad más allá de las fronteras
es un ideal de poco arraigo en la realidad, por varias razones.
En primer lugar se sostiene35que nuestra capacidad para ser
generoso con el otro pasa primero por que podamos imaginarnos
esa alteridad, y de que podamos hacerlo de forma tal que aliente
esos sentimientos. Esta imaginación de otros seria un hecho en
caso de los connacionales, con quienes compartimos un pasado,
raza y cultura en común. Pero el ejercicio de imaginar al otro, de
acuerdo a Scarry, sería mucho más difícil respecto de pueblos con
razas, culturas y pasados tan diversos al nuestro.
Otra crítica que recibe el cosmopolitismo, es que en verdad
corresponde a una visión occidental del mundo, es más, de la
parte de occidente que tiene acceso a viajes por el mundo y
cultura universal (elitismo). Lo que sostiene esta postura es que
35
Scarry Elaine, “La dificultad de imaginar a otras gentes”. En Los límites
del patriotismo. Buenos Aires, Editorial Paidós, 1999.
70
las buenas intenciones de los cosmopolitas no tienen
correspondencia fuera del primer mundo. Así es como se cita36 al
fundamentalismo islámico, la intolerancia religiosa, los gobiernos
despóticos y sistemas de castas, como algunos de los atentados a
los principios, de igualdad y solidaridad humana que informan al
cosmopolitismo, fenómenos todos, que tienen lugar en culturas
no occidentales.
La crítica respecto de la insuficiencia de solidaridad mundial es
acertada en cuanto si consideramos las circunstancias actuales, no
existe ella de manera tal para permitir la constitución de un
gobierno cosmopolita, con todas las renuncias que ello implica.
Sin embargo es igualmente cierto que esa solidaridad global es un
fenómeno creciente de la mano de la misma globalización de la
cultura y comunicaciones.
4. Cuestionable Idoneidad de un gobierno mundial.
Esta postura es la que sostiene que a pesar de ser acertados el
diagnostico y fundamentos del cosmopolitismo democrático, la
solución que propone -creación de supraestructura de gobierno
global- no es la respuesta más adecuada. Esto por:
A) Falta de legitimidad democrática.
Se sostiene que el cosmopolitismo democrático no explicita, ni
asegura el cómo la democracia va a tener lugar sobre esta
supraestructura de gobierno. Por qué razón descartar que los
vicios que tiene la democracia a nivel nacional, no se transferirán
a esta supraestructura, sobre todo teniendo en cuenta que la
extensión del territorio constituye uno de los problemas
36
En particular Himmelfarb Gertrude, "Las ilusiones del
cosmopolitanismo" en Los límites del Patriotismo. Buenos Aires, Editorial
Paidós, 1999.
71
fundamentales para la efectividad de la democracia representativa
hoy en día.
Algunos de estos vicios de la democracia serían el cómo hacer
efectiva la responsabilidad de los líderes electos, el potencial de
que tenga lugar una oligarquía democráticamente electa y el
surgimiento de estructuras jerárquicas de formación de
consentimientos. En definitiva, es razonable el temor a que los
problemas de la democracia a nivel nacional, se reproduzcan, en
la instancia supranacional con el agravante de que ya no podría
existir un poder externo que lo confrontara o urgiera a corregir, a
nivel global.
B) Potencial tiránico asociado a la supraestructura mundial.
Se ha argumentado también que la formación de un gobierno
cosmopolita sería peligroso en cuanto a que una vez formado, no
habría posibilidad de contestarlo si se vuelve tiránico. Es el temor
que nos asalta cuando imaginamos un Estado único despótico con
poder ilimitado sobre los ciudadanos, al más puro estilo del orden
mundial que tiene lugar en la conocida novela 1984 de George
Orwell.
5. Desfiguración de parte de los Cosmopolitas de la Teoría Social
e historia del Estado.
Esta crítica es la que sostiene que el cosmopolitismo presenta una
visión del Estado Moderno, como una institución sólida e
incuestionada, descartando así su carácter de contingente y en
constante recreación. Esta flexibilidad y ductilidad le permitió al
Estado adaptarse a las cambiantes circunstancias históricas que le
tocó vivir. Como prueba de esa adaptabilidad basta citar las
diferentes adjetivaciones que se han usado para tratar de definirlo:
Estado posmoderno (R. Cooper), Estado red (M. Castells), Estado
72
catalítico (M. Lindt), Estado Transnacional (U. Beck), Estado
poshistórico (H.Wilke).37
6. Conclusión
A tenor de lo desarrollado precedentemente cabe concluir que ha
quedado demostrada la hipótesis planteada al comienzo de este
trabajo, en el sentido, de que las experiencias cosmopolitas que se
han vivido en la historia de la humanidad están asociadas al
fenómeno de la transformación de las unidades políticas en donde
el poder se ejerce sobre una comunidad asentada sobre una base
territorial delimitada. Asimismo y consecuentemente se puede
observar que estas tendencias se presentan acompañando formas
de organización de tipo imperialistas, Desde ya que, la relación
que se aprecia entre el cosmopolitismo y la desintegración de la
Polis y del Estado Nación, como así también, el futuro del
primero sugiere otros interrogantes que serían motivo de otras
indagaciones que transcienden a la actual.
Bibliografía
37
Vallespin Fernando, ob.cit. p.91
73
Bobbio Norberto, Mateucci Nicola, Pasquino Gianfranco
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75
76
¿HAY QUE REGULAR LA GLOBALIZACIÓN?
La reinvención de la política
David HELD*
*
David Held es profesor de Política y Sociología, actualmente co-director
del Centre for the Study of Global Governance en el London School of
Economics and Political Science. Artículo publicado en la Revista Claves
de Razón Práctica nº 99 de enero de 2000. Traducción de Eva Rodríguez.
77
desarrollo de relaciones comerciales entre países muy diversos, o
la multiplicación y difusión de armas de destrucción masiva entre
los regímenes mundiales más importantes) exigen ya una intensa
vigilancia, supervisión y regulación políticas. Hay entidades
públicas y privadas, operando a nivel nacional, regional y global,
que están profundamente implicadas en la toma de decisiones y la
acción regulatoria dentro de éstas y otras muchas esferas. Así
pues, hay que acotar mejor la cuestión que aborda este ensayo
desde un principio. Como mínimo, ha de estar atento a las formas
cambiantes de regulación y las alteraciones del equilibrio entre
poder privado y poder público, autoridad y gobierno. Otra forma
de expresar los temas de este ensayo sería preguntar qué
posibilidades hay de llevar a cabo una regulación pública y exigir
responsabilidad democrática en el contexto de una intensificación
de interconexiones regionales y globales, y de los cambios en el
equilibrio entre poder público y poder privado y en los
mecanismos regulatorios locales, nacionales, regionales y
globales.
Los mapas convencionales del mundo político revelan una
concepción muy particular de la geografía del poder político. Con
sus nítidas líneas fronterizas y sus bien definidas manchas de
colores, delimitan áreas territoriales en cuyo interior decimos que
reside un Estado soberano indivisible, ilimitable y exclusivo con
fronteras internacionalmente reconocidas. Sólo las regiones
polares parecen quedar fuera de este rompecabezas, aunque
algunos mapas resaltan también las pretensiones de algunos
estados sobre ellas. Conviene recordar que al comenzar el
segundo milenio esta cartografía habría resultado prácticamente
incomprensible. Una inspección somera de los limitados
conocimientos cartográficos de la época nos muestra que ni
siquiera las civilizaciones más viajeras habrían podido extraer
78
alguna conclusión clara de los pormenores del mundo conocido
en la actualidad. A finales del primer milenio las civilizaciones
antiguas más profundamente arraigadas, particularmente la china,
la japonesa y la islámica, eran en buena medida “mundos
discretos” (Fernández–Armesto, 1995: 15-51). Pese a que se
trataba de mundos altamente refinados y complejos, los contactos
entre ellos eran relativamente escasos. Había algunas formas de
intercambio directo; por ejemplo, el comercio fluía entre culturas
y civilizaciones distintas, ligando entre sí las contingencias
económicas de sociedades diferentes y actuando, además, como
conducto de ideas y prácticas tecnológicas (Mann, 1986; Watson,
1992; Fernández–Armesto, 1995; Ferro, 1997). Sin embargo, las
civilizaciones antiguas se formaron en gran medida a
consecuencia de fuerzas y presiones “internas”; eran
civilizaciones diferenciadas y, en grado considerable, autónomas,
configuradas por sistemas imperiales que abarcaban poblaciones y
territorios dispersos.
Las formas cambiantes de dominio político estuvieron
acompañadas de un desarrollo lento y en su mayoría aleatorio de
la política territorial. La aparición de la nación–Estado moderna y
la incorporación de todas las civilizaciones al sistema inter–
Estados acabó con esta situación; porque con ello se creó un
mundo organizado y dividido en espacios nacionales y
extranjeros: el “mundo interior” de la política nacional
territorialmente delimitada y el “mundo exterior” de los asuntos
diplomáticos, militares y de seguridad. Pese a que estos espacios
no eran en modo alguno herméticos, formaron los cimientos sobre
los que las modernas naciones–Estado construyeron sus
instituciones políticas, legales y sociales. La cartografía moderna
registró y afirmó estos hechos. Desde comienzos del siglo XX
(aunque la fecha exacta es cuestión debatible), esta división se
79
tornó más frágil, y quedó gradualmente mediada por flujos y
procesos regionales y globales.
En el período contemporáneo se han producido cambios en
ámbitos sociales y económicos diversos que en su conjunto han
creado formas singulares de interconexión regional y global que
son más extensas e intensas que nunca, y que están poniendo en
cuestión y reconfigurando nuestras comunidades políticas y, en
particular, algunos aspectos del Estado moderno. Dichos cambios
entrañan una serie de hechos que pueden considerarse
transformaciones profundas, sintomáticas y estructurales. Entre
ellas figura la aparición de fenómenos tales como los organismos
de derechos humanos, que han conseguido que la soberanía por sí
sola sea cada vez menos garantía por sí sola sea cada vez menos
garantía de la legitimidad del Estado en el derecho internacional;
la internacionalización de la seguridad y la transnacionalización
de una gran cantidad de programas de defensa y logística, que
significa, por ejemplo, que algunos sistemas armamentísticos
clave dependen de componentes de muchos países distintos; las
alteraciones del medio ambiente, ante todo la reducción de la capa
de ozono y el calentamiento del globo, que ponen de relieve las
limitaciones crecientes de una política puramente Estado–
céntrica; la revolución en la tecnología de las comunicaciones y la
información, que ha incrementado masivamente la extensión e
intensidad de todo tipo de redes socio–políticas dentro y a través
de las fronteras estatales; y la desregulación de los mercados de
capital, que ha alterado el poder del capital al crear un gran
número de opciones “de salida” en relación tanto al trabajo como
al Estado.
Las implicaciones generales de estos fenómenos para la capacidad
reguladora de los Estados es una cuestión muy debatida. Se
sostiene a menudo que al intensificarse la globalización han
80
disminuido las competencias de los Estados. Según esta opinión,
los procesos sociales y económicos operan predominantemente a
nivel global y los Estados nacionales han pasado en buena medida
a ser “entidades decisorias” (véase, por ejemplo, Ohmae, 1990;
Gray, 1998). Por otra parte, hay quienes son muy críticos con esta
postura, alegando que el Estado nacional, sobre todo en las
economías avanzadas, se encuentra tan robusto e integrado como
siempre (véase, por ejemplo, Hirst y Thompson, 1996). ¿Cómo se
ha modificado el Estado ante la globalización? ¿Se ha producido
una reconfiguración del poder político?
2. La transformación de la democracia
La globalización contemporánea ha contribuido a la
transformación del carácter y las perspectivas de la comunidad
política democrática en una serie de aspectos claros. Conviene
dedicar unas reflexiones a este hecho. En primer lugar, no puede
ya suponerse que el locus del poder político efectivo sea el
gobierno nacional; el poder efectivo es compartido y pactado por
fuerzas y entidades diversas en los niveles nacional, regional e
internacional. En segundo lugar, la idea de comunidad de destino
–de colectividad autodeterminada– en sentido político no puede
84
ya situarse coherentemente dentro de los límites de una sola
nación–Estado, como era razonable hacer cuando estaban
forjándose dichas naciones. Algunas de las fuerzas y los procesos
más fundamentales, entre los que determinan la naturaleza de las
oportunidades de vida dentro y entre las comunidades políticas,
quedan hoy día fuera del alcance de las diferentes naciones–
Estado. El sistema de comunidades políticas nacionales sigue
vigente, pero hoy día se articula con complejas redes y procesos
económicos, organizativos, administrativos, legales y culturales
que limitan y reducen su eficacia. Si dichos procesos y estructuras
no se reconocen y se insertan en el proceso político, pueden dejar
de lado o circunvalar el sistema de Estados democráticos (véase
Sassen, 1998).
Tercero, en la actualidad, la soberanía nacional, aun en regiones
con estructuras políticas fuertemente superpuestas y divididas,
está muy lejos de haber sido socavada del todo. Ahora bien, el
hecho de que el Estado tenga que operar dentro de sistemas
globales y regionales cada vez más complejos incide tanto en su
autonomía (alterando el equilibrio entre costes y beneficios de las
diversas políticas) como en ciertos aspectos de su soberanía
(alterando el equilibrio entre marcos legales nacionales y prácticas
administrativas, regionales e internacionales). Pese a que una
ingente concentración de poder sigue caracterizando a muchos
Estados, está a menudo inscrita y articulada con otros dominios de
autoridad política, regional, internacional y transnacional.
Cuarto, la última parte del siglo XX se caracteriza por una serie
significativa de nuevos tipos de “problemas fronterizos” que
ponen en cuestión las distinciones entre asuntos domésticos y
extranjeros, entre cuestiones de política interior y exterior, entre
intereses soberanos de la nación–Estado y consideraciones de tipo
internacional. Los Estados y los gobiernos se enfrentan a
85
problemas como el de la BSE (encefalopatía espongiforme
bovina), la propagación de la malaria, el uso de recursos no
renovables, la admiración de residuos nucleares y la proliferación
de armas de destrucción masiva, que no es fácil categorizar en los
tradicionales términos políticos de nacional e internacional.
Además, asuntos como la ubicación y las estrategias de inversión
de las corporaciones multinacionales, la regulación de los
mercados financieros globales, el desarrollo de la Unión
Monetaria Europea (UME), la amenaza a la base fiscal de los
diversos países generada por la división de la mano de obra a
escala global y la ausencia de controles sobre el capital, plantean
todos ellos interrogantes sobre la posible eficacia de algunos de
los instrumentos tradicionales de política económica nacional. De
hecho, en todos los grandes sectores de la política gubernamental,
la participación de las comunidades políticas nacionales en los
procesos regionales y globales las involucra en una intensa acción
de coordinación y control transfronterizo. El espacio político para
el desarrollo y la práctica de un gobierno eficaz y de un poder
político que responda de sus actos no son ya colindantes con un
territorio nacional delimitado.
El aumento de los problemas transfronterizos crea lo que yo
calificaría como “comunidades de destino superpuestas”; esto es,
un estado de cosas en que la suerte y las perspectivas de las
diversas comunidades políticas son cada vez más
interdependientes (véase Held, 1995; 1996; y también Archibugi,
Held y Köhler, 1998). La comunidades políticas están engranadas
en una serie de procesos y estructuras que se configuran dentro y
entre ellas, ligándolas y fragmentándolas en constelaciones
complejas. Además, las propias comunidades nacionales en modo
alguno toman y formulan decisiones y políticas exclusivamente
para sí cuando se trata de cuestiones tales como la regulación de
86
la sexualidad, la salud y el medio ambiente; los gobiernos
nacionales en modo alguno establecen simplemente lo que es
justo o apropiado para sus propios ciudadanos exclusivamente. La
idea de que es posible comprender el carácter y las posibilidades
de la comunidad política en relación simplemente a estructuras y
mecanismos de poder político de orden nacional es claramente
anacrónica. En consecuencia, surgen interrogantes tanto sobre el
destino de la idea de comunidad política como sobre el locus
apropiado para la formulación de lo que constituye el bien
político. Si el agente que reside en el fondo del discurso político
moderno, ya sea persona, grupo o gobierno, se inscribe dentro de
una diversidad de comunidades y jurisdicciones superpuestas,
resulta difícil encontrar la “sede” apropiada para la política y la
democracia.
Este hecho es máximamente evidente en Europa, donde la
creación de la Unión Europea (UE) ha generado un intenso debate
sobre el futuro de la soberanía y la autonomía dentro de las
diversas naciones–Estado. Pero este tipo de cuestión no sólo es
importante para Europa y Occidente, sino también para países de
otras zonas del mundo, por ejemplo, para el Este asiático. Los
países de Asia oriental tienen que reconocer que han aparecido
una serie de problemas -relativos, por ejemplo, al sida, la
emigración y los nuevos retos para la paz, la seguridad y la
prosperidad económica- que sobrepasan los límites de las
naciones-Estado. Más aún, se están gestando en el contexto de
una creciente interconexión entre las grandes regiones del mundo,
y una de las mejores ilustraciones seria la crisis económica de
1997-1998 (véase Held y MacGrew, 1998, y más adelante). Dicha
interconexión es considerable en una serie de espacios, desde el
medio ambiente y los derechos humanos hasta cuestiones de
criminalidad internacional. En otras palabras, el Este asiático
87
forma parte por necesidad de un orden más global y está
engranado con una diversidad de sedes de poder que conforman y
determinan su destino colectivo.
89
3. El proyecto cosmopolita
En esencia, el proyecto cosmopolita aspira a especificar los
principios y las medidas institucionales necesarios para poder
exigir responsabilidad a las sedes y formas de poder que
actualmente operan más allá del alcance de un control
democrático (véase Held, 1995; Held, Archibugi y Köhler, 1998;
y cfr. Linklater, 1998). Lo que dicho proyecto sostiene es que en
el próximo milenio todo ciudadano de un Estado tendrá que
aprender a ser también "ciudadano cosmopolita": es decir, una
persona capaz de mediar entre tradiciones nacionales,
comunidades de destino y estilos de vida alternativos. Ser
ciudadano de un sistema político democrático en el futuro
probablemente exija una función mediadora cada vez mayor:
función que abarca un diálogo con las tradiciones y discursos de
los demás con el fin de expandir los horizontes del propio marco
referencial de significados y prejuicios. Las entidades políticas
que puedan "argumentar desde el punto de vista de otros" podrían
estar mejor equipadas para resolver, y hacerlo con justicia, las
nuevas y desafiantes cuestiones y procesos transfronterizos que
están creando comunidades de destino superpuestas. Además, el
proyecto cosmopolita sostiene que, si queremos exigir
responsabilidad a muchas formas de poder contemporáneas y si
queremos que una serie de complejos problemas que nos afectan a
todos -local, nacional, regional y globalmente- se regulen
democráticamente, las personas han de poder acceder, y
participar, en muchas comunidades políticas diversas. Para
expresarlo de otro modo, una comunidad política democrática del
nuevo milenio implica por necesidad un mundo en que los
ciudadanos gocen de ciudadanía múltiple. Ante una situación de
comunidades de destino que se solapan no sólo necesitan ser
ciudadanos de su propia comunidad, sino también de las regiones
90
más amplias donde viven, y del orden global general. Sin duda
tendrán que criarse instituciones que reflejen la multiplicidad de
asuntos, cuestiones y problemas que ligan a las personas entre si
al margen de la nación-Estado donde hayan nacido o se hayan
criado.
4. Conclusión
Si con globalización nos referimos a los procesos que subyacen a
una transformación en la organización de los asuntos humanos, a
una vinculación y expansión de la actividad humana que abarca
marcos de cambio y desarrollo interregional e intercontinental
entonces muchas de nuestras más preciadas ideas políticas -que
anteriormente se centraban en las naciones-Estado- han de ser
reformuladas. Sobrepasa el cometido de este ensayo el examinar
estas cuestiones con detalle. Pero si vivimos en un mundo
caracterizado por la intensificación de determinadas formas de
política global y gobierno plural la eficacia de las tradiciones
democráticas y las tradiciones legales nacionales queda
fundamentalmente alterada. Por mucho que se especifique este
reto de manera precisa, se fundamenta, al fin y a la postre, en el
reconocimiento de que existe una interconexión entre la
98
naturaleza y calidad de la democracia dentro de una comunidad
determinada y la naturaleza y calidad de las relaciones
democráticas entre comunidades, y que hay que crear nuevos
mecanismos legales y organizativos si queremos que prosperen la
democracia y las propias comunidades políticas. Sería totalmente
falaz concluir a partir de esto que la política de las comunidades
locales, o las comunidades democráticas nacionales, vaya a
quedar (o deba quedar) enteramente eclipsada por las nuevas
fuerzas de globalización política. Suponer que es así significaría
no entender el impacto altamente complejo, variable y desigual de
los procesos regional y global sobre la vida política. Es claro que
ciertos problemas y medidas tendrán que seguir siendo
responsabilidad de los gobiernos locales y los Estados nacionales;
pero habrá otros que se reconocerán como propios de regiones
especificas, y se entenderá que hay otros más (como ciertos
aspectos del medio ambiente cuestiones de seguridad global, de
salud mundial y regulación económica) que exigen nuevas
disposiciones institucionales para abordarlos. Se pueden aplicar
pruebas de extensión, intensidad y eficiencia comparativa para
contribuir a adaptar y guiar determinadas medidas en diferentes
niveles de gobierno (véase Held, 1995: 236 y 237). Pero al
margen de la exactitud con que se adapten dichas políticas, la
agenda de la teoría política ante los cambios que se producen a
escala regional y global está ya claramente definida.
La historia del pensamiento y de la práctica políticos
democráticos se ha caracterizado por dos grandes transiciones. La
primera produjo la afirmación de mayor participación y
responsabilidad públicas en las ciudades de la antigüedad y,
después, de la Italia renacentista; y la segunda, la instauración de
la democracia en grandes territorios y periodos de tiempo
mediante la invención de la democracia representativa. Desde los
99
comienzos de la edad moderna hasta Fines del siglo XIX, era
posible, en principio, vincular la geografía claramente con los
centros de poder y autoridad política. Hoy nos encontramos en la
cúspide de una tercera gran transición (cfr. Dahl, 1989). La
democracia podría afianzarse en ciudades, naciones-Estado y
foros regionales y globales más amplios o, por el contrario, llegar
a ser considerada como aquella forma de gobierno que fue
haciéndose gradualmente anacrónica en el siglo XXI. Por fortuna,
las alternativas siguen estando en nuestras manos.
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101
102
REALISMO Y COSMOPOLITISMO
*
Debate publicado en la Revista Leviatán: Revista de hechos e ideas nº 75
año 1999. Traducción de Miriam Cana
103
perspectiva particular sobre el sistema mundial, pero se trata de
una perspectiva limitada, centrada en la política del poder. Ahora
bien, existe naturalmente un problema sobre la forma de definir el
«poder», concepto que cuenta con distintos enfoques, la mayor
parte de los cuales pueden incluirse de alguna u otra forma dentro
del realismo. El poder puede hacer referencia a la capacidad de las
unidades para realizar cosas, a las fuerzas relativas de distintas
unidades comparadas entre sí, o incluso a los intereses de dichas
unidades y la forma en que los definen; puede asimismo hacer
referencia a la estructura del poder, la manera según la cual el
propio sistema, esto es, la organización del mismo, da forma al
comportamiento de las unidades que lo componen. El poder puede
estar localizado en la estructura del sistema, pero el realismo se
centra principalmente en las unidades; aun cuando alude a la
estructura del sistema lo hace refiriéndose a las unidades. Y ello
sobre todo basándose en el Estado, puesto que naturalmente éste
representa la unidad política clave del sistema internacional. Por
consiguiente. el realismo es una teoría política, la teoría del
Estado.
El realismo es una teoría que divide el globo en dos campos: el
campo dentro del Estado, que a menudo se califica como
progresivo y en el que la política actúa y la sociedad puede
evolucionar, y el campo fuera del Estado o entre Estados -el
campo de las Relaciones Internacionales- que no se considera
progresivo sino estático. Este es el campo en el que funciona la
política del poder, en el que siempre ha funcionado y en el que,
según los realistas más convencidos, siempre funcionará. Por lo
tanto, mientras el sistema internacional esté dividido en Estados,
las relaciones entre los mismos se caracterizarán por la política
del poder.
104
– Cuando alude a la política del poder, ¿a qué se refiere
exactamente?
1
Véase David Goldblatt y Jonathan Perraton, Global Transformation:
Politics, Economics and Culture, Cambridge, 1998.
108
– ¿Supone esta visión cosmopolita un reto importante para el
concepto realista del poder político y la centralidad del Estado
soberano en la política internacional?
B.B.: Sí y no. Opino que en aquellas partes del mundo en las que
el antiguo modelo del Estado relativamente cerrado y sellado ha
desaparecido, gran parte de la teoría realista ya no nos dice nada.
Quiero con ello decir que si los Estados han pasado a estar tan
interconectados como, por ejemplo, los miembros de la Unión
Europea, entonces ¿cuál es la frontera entre lo «nacional» y lo
«internacional»? Muchas políticas europeas parecen más
nacionales que internacionales y en ese sentido todo el modelo
realista se encuentra en una posición difícil para afrontar ese tipo
de desarrollo. En los casos en los que los Estados han pasado a ser
abiertos e interdependientes, parte de la teoría realista acerca del
equilibrio del poder (y demás) es claramente menos relevante. En
esas circunstancias, no sirve de ayuda pensar en los Estados en
términos de la tradicional política del poder.
110
Pero en mi opinión el mundo no se desarrolla en ese sentido.
Existen muchas partes del mundo en las que las normas realistas
siguen vigentes. Si se observan, por ejemplo, las relaciones en el
Este de Asia, entre China y Taiwan. entre Corea del Norte y
Corea del Sur, o las de Japón con China y las dos Coreas, está
claro que sigue habiendo mucho que se parece al pensamiento
realista. Por todo ello, creo que sería un error asumir que todo el
mundo se ha reformado de la misma manera que lo han hecho las
regiones más avanzadas. Creo que en realidad el mundo está
dividido en dos o tres esferas en las que las reglas del juego son
bastante diferentes porque el nivel de internacionalización está
distribuido de forma distinta.
– ¿Pero acaso no sería una respuesta realista decir que los temas
que David Intenta resaltar están muy al margen de las cuestiones
centrales de la política mundial? Los temas centrales de la guerra
y la paz, la vida y la muerte...
113
No obstante, los realistas han sido muy hábiles: la línea de
defensa realista seria que en la mayor parte de las áreas de la
política mundial (de nuevo el énfasis en la política), los Estados
siguen siendo la autoridad principal. Y no existe nada que les
impida cooperar entre sí. Por consiguiente, los realistas, o al
menos gran parte de ellos, pueden vivir tranquilos con la idea de
los regímenes internacionales en los que los Estados, en tanto que
poseedores principales de la autoridad política del sistema, se
unen de vez en cuando con otros actores, algunas veces
simplemente con otros Estados, para discutir aspectos de interés
común, y otras para elaborar un conjunto de políticas, una serie de
reglas que les permitan coordinar su comportamiento. Pero esto
claramente no parece el realismo de la política de poder
tradicional. Puede pensarse en ello en términos de política del
poder analizando la importancia de los asuntos: ¿quiénes son los
jugadores importantes en relación con los asuntos importantes?
¿Quiénes son los que detentan algún tipo de control? ¿Quiénes
son los que pierden, etcétera?
Existe, por lo tanto, un elemento de política de poder en la noción
de régimen, y tiene una fuerte connotación de centrismo estatal.
Creo que el realista diría: si se elimina el Estado, ¿dónde queda la
política? ¿Dónde se ubica? No se puede eliminar la política, como
algunos liberales parecen hacer a veces. El hecho de desear que
desaparezcan el Estado y la política no va a generar resultados.
Un buen realista argumentaría que la política del poder es una
condición humana permanente. Tendrá una forma u otra, estará en
un campo u otro, tendrá relación con un tema u otro, pero siempre
estará ahí. Estará la política y se situará en torno al poder relativo.
Y por el momento, el Estado sigue siendo un jugador importante
en el campo.
114
– Esto nos lleva a una de las diferencias clave entre el realismo y
el cosmopolitismo. Para los realistas, seguramente la centralidad
del poder estatal y la política del poder implican que, desde el
punto de vista normativo, la política y las prácticas democráticas
no tienen lugar en la dirección del orden mundial, mientras que
para los defensores del cosmopolitismo, la democratización del
orden mundial es una idea central. ¿Acaso el realismo no asume
que los regímenes y las estructuras de la autoridad mundial no se
pueden democratizar de manera eficaz, precisamente porque están
dominados por los Estados, los intereses estatales y la política del
poder?
2
TINA, There Is No Alternative (no hay alternativa) (N. de la T.)
120
opiniones acerca de lo que esto significa realmente en la teoría y
en la práctica.
Pero lo segundo que quería resaltar es lo siguiente: cuando surgió
por primera vez la idea del Estado secular, de la mano de Bodin,
Hobbes y otros, tenía como telón de fondo un pasado de
circunstancias históricas nada prometedoras. Y doscientos años
más tarde se había convertido en el elemento dominante de la
organización de las naciones-Estado. Si aceptamos, por contraste
y como excepción, que vivimos ahora en un mundo en el que el
Estado ha pasado a estar descentralizado y a estar fragmentado e
inmerso en procesos transnacionales complejos de poder cultural,
político, económico, legal, tecnológico, etcétera, debemos
empezar a considerar el significado político de vivir en otro punto
fundamental de transición. Y la pregunta que me surge ahora es la
siguiente: ¿cómo puede la idea del Estado moderno, tan
fundamental para la ley, la democracia, las finanzas, etcétera,
formarse y redefinirse mejor en un mundo más transnacional?
Como respuesta, el argumento que desearía emplear es que esto
sólo se puede lograr a través del concepto cosmopolita de la
democracia, que intenta desarrollar la idea del Estado moderno en
una concepción de gobierno perfilada y limitada por la «ley
democrática», y adaptada a las distintas condiciones e
interconexiones de los pueblos y las naciones.
La noción de democracia cosmopolita tiene en cuenta nuestro
mundo, complejo e interconectado. Tiene en cuenta, por supuesto,
determinados problemas y políticas característicos de los
gobiernos locales y los Estados nacionales; pero también tiene en
cuenta otros que son característicos de regiones específicas, e
incluso otros, como los aspectos relativos al medio ambiente, la
seguridad internacional. la salud mundial y la normativa
económica que necesitan instituciones nuevas para gestionarlos.
Los organismos de deliberación encargados de adoptar decisiones
121
de carácter político que van más allá de los territorios nacionales,
están justificados cuando los grupos transnacionales o
transfronterizos se ven en gran medida afectados por asuntos de
carácter público, cuando la adopción de decisiones de «nivel
inferior» no puede resolver estos asuntos y cuando el tema de la
responsabilidad sólo puede entenderse y tratarse en un contexto
transnacional o transfronterizo.
Las nuevas e innovadoras soluciones políticas no son sólo una
necesidad, sino también, desde mi punto de vista, una posibilidad
a la luz de la organización, en continuo cambio, de los procesos
regionales e internacionales, que hacen evolucionar a los
organismos encargados de la adopción de decisiones políticas
(como la Unión Europea) y crecer la demanda política de nuevas
formas de deliberación política, solución de conflictos y adopción
de decisiones. En este mundo emergente, las ciudades, los
parlamentos nacionales, las asambleas regionales y las
autoridades internacionales podrían tener todos funciones distintas
pero relacionadas entre sí, dentro de un marco de responsabilidad
democrática y adopción de decisiones públicas.
Si debe ser posible reclamar responsabilidades a numerosas
formas de poder contemporáneas y si muchos de los asuntos
complejos que nos afectan a todos (local, nacional, regional e
internacionalmente) deben ser regulados de forma democrática,
las personas deben poder tener acceso y ser miembros de distintas
comunidades políticas. En otras palabras, la democracia del nuevo
milenio debe describir un mundo en el que los ciudadanos puedan
disfrutar de varias nacionalidades. Deben poder ser ciudadanos de
sus propias comunidades, de las regiones más amplias en las que
viven y de una comunidad internacional cosmopolita.
Necesitamos desarrollar instituciones que reflejen los distintos
aspectos, cuestiones y problemas que relacionan a las personas
122
entre sí independientemente de las naciones-Estado en las que
nacieron o se educaron.
La objeción inmediata que se podría hacer es que esto es una
utopía. Pero diría que no es más utopía de lo que lo era la idea del
Estado moderno en los siglos XVII y XVIII. Era (y es) una idea
con implicaciones a corto y largo plazo, exactamente igual que la
democracia cosmopolita. No se trata del todo o nada. Por ejemplo,
a nivel internacional, existen pequeños elementos que supondrán
una diferencia: la reforma del Consejo de Seguridad, que mejora
la capacidad de aplicación de las leyes de los derechos humanos,
la creación de una fuerza de instauración y mantenimiento de la
paz en las Naciones Unidas menos dependiente de los intereses
geopolíticos existentes. El compromiso por un programa de
democracia cosmopolita es un compromiso por la ampliación y
adaptación de la idea del Estado democrático moderno y de la
idea de responsabilidad democrática respecto a las nuevas
circunstancias internacionales en las que vivimos.
B.B.: Es una pregunta muy difícil. Creo que David tiene razón y
que plantear los hechos en contra requiere que defina las
implicaciones de mi postura. No estoy defendiendo un mundo
formado por Estados fascistas, totalitarios o similares, faltaría
más. Estoy sencillamente señalando que la democratización no
debe considerarse como una especie de bien universal; también
123
conlleva una serie de problemas. No pretendo tener la respuesta a
estos problemas, pero me gustaría comentar un poco la imagen
que describe David. Me parece (y me quito el sombrero realista
porque en este punto dejo atrás el gran grupo de realistas) que hay
que decir dos cosas. Primero, a medida que el proceso de
internacionalización se despliega, profundiza y refuerza (y no
niego que éste es el mundo en el que vivimos y que por lo tanto es
un tiempo de transformaciones), van a surgir serias preguntas
respecto a la estructura política. Creo que estas preguntas se van a
contestar de distinta forma en distintas partes del sistema mundial.
Mi opinión es que en las partes más desarrolladas y democráticas
del sistema, como Europa occidental y Norteamérica, va a haber
probablemente una estratificación de poder, de forma que existirá,
en cierto modo, una disgregación de soberanía. La autoridad
política se desplazará hacia arriba y hacia abajo, y estará presente
al mismo tiempo en distintos niveles. Hedley Bull definió esto
como neo-medievalismo, y no es una mala metáfora.
Esto, sin embargo, sólo es aplicable a las partes más desarrolladas
del sistema, porque lo que aquí se: ¿considera es la interrelación
entre las unidades políticas del sistema y el propio sistema. Y lo
que la internacionalización nos demuestra es que el sistema es
cada vez más fuerte en relación con las unidades políticas
antiguas dentro del mismo. Actualmente, las unidades políticas
fuertes dentro del sistema pueden sobrevivir adaptando y
adoptando una especie de marco neo-medieval, pero, ¿y el resto?
Hay muchos Estados débiles en el sistema internacional y éstos
van a tener muchas más dificultades para vivir en un sistema
fuerte. Algunos de ellos ya se están despedazando y no me
sorprendería, mirando hacia el futuro, que ciertas zonas inestables
se abrieran y se convirtieran en elementos semi-permanentes del
sistema: quizás Afganistán, África occidental o África central. Se
puede imaginar que no existen estructuras estatales ni absoluta-
124
mente ninguna estructura política efectivas en esos lugares,
excepto algún tipo de señorío de guerra, tribalismo o
gangsterismo, o combinaciones de los mismos. Este es ya el caso
en algunos lugares, y no me extrañaría que este fenómeno se
expandiera, de forma que se obtuviera una parte del mundo
altamente organizada, incluso postmoderna, partes colapsadas
políticamente y luego situaciones intermedias como China o
India, el denominado mundo moderno en desarrollo. No tengo
muy claro qué es lo qué va a suceder con estos últimos. Tienen un
duro camino por delante.
Mirando un poco más lejos e intentando defender un poco más la
postura de David, puedo imaginarme un mundo en el que no haya
absolutamente ningún Estado en el sentido en el que lo
entendemos ahora. No obstante, se puede seguir defendiendo la
postura realista y decir, está bien, puede que estemos en un
mundo post-estatal, pero seguirán existiendo numerosas políticas
de poder. Puede ser pluralista, puede ser democrática, puede estar
estructurada en todo tipo de formas extrañas, pero la lógica de la
política del poder continuará y en ese sentido la tradición realista
permanecerá intacta.
127
128
GOBERNABILIDAD ¿PARA QUÉ?
*
Josep M. Colomer es profesor de investigación en ciencia política en el
Consejo Superior de Investigaciones Científicas y docente de economía en
la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Publicado en la Revista Claves
de Razón Práctica nº 35 de enero de 1993.
129
condición del poder y la autoridad que atañe también a aspectos
de mayor alcance que el de la viabilidad parlamentaria
gubernamental, aunque ésta no esté ausente ni sea
menospreciable. Al contrario, la gobernabilidad parlamentaria es
una faceta del fenómeno más amplio de la gobernabilidad
democrática de la sociedad.
2. La sociedad ingobernable
Una gran parte de la teoría social contemporánea se ha
desarrollado bajo el impacto de los “teoremas de la
imposibilidad” (desde el primero y más célebre, formulado pro
Kenneth Arrow en 1951). Según esta línea de pensamiento, en
una sociedad en la que los individuos forman sus preferencias de
un modo libre –análogamente a lo que podemos suponer que
ocurre en sociedades complejas como las nuestras– resulta
imposible garantizar una agregación colectiva de tales
preferencias que sea coherente, eficiente y estable y no sea una
mera imposición dictatorial. Ciertamente, la fuerza teórica de este
teorema es impresionante, sobre todo porque permite desvelar lo
que de aleatorio y convencional contienen muchas de las
133
“agregaciones” colectivas realmente existentes en democracia, es
decir, muchas de las decisiones políticas y formaciones de centros
vinculantes de decisión con que son regidas nuestras sociedades.
Es un teorema que, de hecho, refleja una intuición muy antigua de
la ciencia social según la cual toda sociedad necesita una fuente
cultural de cohesión (como la que puede conferirle, por ejemplo,
un culto ideológico a sí misma o una religión civil). En su
ausencia, la mera agregación de intereses diversos no puede
producir orden y concierto. La alternativa sería, como decimos, la
dictadura. Y no hay que olvidar que incluso esta fórmula política
suele inculcar su propia religión ideológica o sobrenatural con el
fin de gobernar con menos uso de la siempre costosa violencia
directa.
El sugestivo “teorema de la imposibilidad” ha sufrido, con su
amplia divulgación, algún grave malentendido. La cuestión a la
que los teoremas de la imposibilidad apuntan no es tanto la
“ingobernabilidad” de la sociedad cuanto la insuperable dificultad
de ciertas pretensiones de los gobiernos. El origen del problema
no está en la multiplicidad y la aleatoriedad de los conflictos de
intereses divergentes, ante cuya realidad, por otra parte, no cabría
más que la ciega violencia unificadora o la melancólica
resignación. El problema que los teoremas de la imposibilidad
desvelan es la naturaleza misma de la agregación, es decir, su
pretensión de producir una única orientación colectiva de asuntos
sociales muy diversos entre sí que conlleve una obligación de
obediencia universal.
De hecho, los individuos privados y los grupos son muy capaces
de gestionar por sí mismos muchos de sus conflictos. Para tal
gestión resultaría deseable enunciar un “teorema de la
posibilidad”: en condiciones de modernidad democrática, las vías
de resolución colectiva de los conflictos al margen de la política
son el intercambio y la negociación. Con respecto a la imagen de
134
una sociedad unificada y regida desde un único centro, estas vías
implican la fragmentación de las líneas de conflicto en las que
están insertos los diversos individuos, la sectorialización de la
vida colectiva mediante la formación de los más diversos haces de
intereses, eludiendo los frentes comunes y la bipolarización; los
intercambios en mutuo beneficio para producir resultados con
suma positiva o distinta de cero; la concepción generalizada del
poder como algo difuso y compartido aunque no siempre
simétrico; la continua formación y disolución de las más diversas
coaliciones entre grupos sociales, y la anonimidad de los acuerdos
entre las partes, que limita las consecuencias externas de los
mismos sobre el resto de la sociedad.
Se obtienen así numerosos equilibrios –como las asignaciones de
recursos guiadas por los precios del mercado, las conductas
cooperativas inducidas por normas sociales convencionales, o los
repartos de poderes entre grupos organizados después de una
negociación–. Cada uno de estos equilibrios puede ser
considerado eficiente, en el sentido de que remunera a las partes
interesadas de acuerdo con sus diversas intensidades de
preferencias, los esfuerzos y sacrificios que cada una está
dispuesta a asumir y sus disposiciones iniciales de recursos. Las
sociedades verdaderamente modernas son muy capaces de atribuir
facultades de arreglo y negociación a sus componentes, y permitir
así que se produzca un proceso perenne de resolución plural –de
gestión colectiva– de sus conflictos. Son muy capaces de
arreglárselas por su cuenta, como en el fondo sabe toda persona
que conviva en ellas pacífica y cotidianamente con los demás.
3. La agregación imposible
Una de las principales causas de la ingobernabilidad de las
sociedades contemporáneas es la pretensión de los gobiernos de
imponer una agregación imperativa, no sólo en cuestiones en las
135
que la sociedad misma no es capaz de garantizar la consecución
de sus propios intereses, sino sobre todo en aquellas en las que
cabría el autogobierno social. Como la teoría posterior a los
teoremas arrowianos ha subrayado, la manufactura de tal
agregación política conlleva siempre algún reduccionismo de la
pluralidad social. La gobernabilidad sólo es posible mediante una
simplificación de las dimensiones de los conflictos, una selección
procedimental de los temas que son considerados relevantes, y la
imposición de fuertes barreras de entrada a la competición entre
las diversas alternativas.
Piénsese, por ejemplo, en la ambición de los gobiernos de
promover un “pacto social” entre “fuerzas sociales” –como los
sindicatos y las patronales, por ejemplo– en los que ellos harían
sólo de árbitros. Más allá de los temas sectoriales en los que estos
acuerdos pueden ser viables, quizá puedan tener una cierta
función simbólica y ejemplar para estimular otras negociaciones y
pactos entre diversos sectores sociales. Aun siendo esto así, sin
embargo, no cabe duda tampoco sobre la capacidad de
encauzamiento de las relaciones socioeconómicas de muchos
otros acuerdos que tienen lugar con enorme frecuencia entre
asociaciones, empresas y gremios de toda índole y que suelen
quedar al margen de la explícita intervención gubernamental.
Estos reciben muy poca atención por parte de prensa, radio y
televisión, atraídos siempre por el teatro político de los forcejeos
públicos entre diversas “fuerzas sociales”.
Existe, pues, un problema –bastante bien identificado– que se
refiere al carácter arbitrario e ineficiente de muchas instituciones,
procedimientos administrativos y reglas de decisión mediante las
cuales se trata de imponer una coordinación imperativa externa de
los conflictos, para usar la expresión de Max Weber. Ahí se
origina, sin duda, una parte del malestar con los resultados de la
democracia que se expresa en un gran número de países en los
136
que, no obstante, el principio democrático no se pone en tela de
juicio ni se ve amenazado por enemigos peligrosos.
Pero el problema sobre el que queremos llamar la atención no es
sólo el de la arbitrariedad de las fórmulas políticas vigentes en
una u otra circunstancia, con respecto a las cuales caben y son
convenientes propuestas concretas de reforma, sino otro, y más
sustancial.
Como decimos, es imposible que la decisión gubernamental
sustituya a la negociación social o al mercado con su misma
eficiencia, porque necesariamente conlleva un elemento de
coerción que éstos no tienen. Por su propia naturaleza, los
gobiernos tienden a concentrar y sumar las líneas de conflicto
social, a simplificar opciones. De este modo, a menudo acentúan
su confrontación en vez de disminuirla.
Ello es debido al monopolio de legitimación del que gozan y al
hecho de que cualquier decisión tomada por votación vinculante
produce necesariamente ganadores y perdedores. Sea la regla de
decisión cual sea –la mayoría simple, sus propias cualificaciones
creadas por ciertos sistemas electorales o una mayoría más
amplia– toda decisión democrática es un juego de poder de suma
cero, mediante el cual se impone la voluntad de una parte y se
excluye a los demás. Ello contrasta con la tendencia societaria a
desarrollar, como hemos señalado más arriba, relaciones de suma
positiva. No hay en el juego democrático un reparto de las
satisfacciones de las preferencias de cada individuo según su
intensidad y el precio que cada uno está dispuesto a pagar, como
en el mercado económico o en una negociación libre, sino la
victoria de unos que produce consecuencias externas negativas
sobre el resto. Si hay que decidir, pongamos por caso, sobre la
intervención militar en un país extranjero y hay diversas
opiniones, al final siempre habrá unos que verán su preferencia
satisfecha y otros que la verán defraudada. No cabe distribuir las
137
ganancias de la decisión entre los diversos contribuyentes, ya que
éstos son todos los ciudadanos y tienen preferencias diversas al
respecto, e incompatibles entre sí.
Ya hemos dicho que no es indiferente cuál sea la regla de
decisión, por ejemplo el sistema electoral mayoritario o el
proporcional o sus variantes. En general, es conveniente
decantarse por reglas más inclusivas –es decir, que requieren
mayorías más amplias y más consenso– cuanto más importantes
son para los ciudadanos los temas sobre los que tienen que
decidir. No es lo mismo si la decisión la impone una minoría o
una mayoría. Pero, como señaló John Stuart Mill, aun en este
último caso habrá una tiranía de la mayoría al fin.
Se comprueba así que la útil metáfora que, al menos desde Joseph
Schumpeter, ha presentado la democracia como un mercado
político, como una concurrencia de empresarios del poder por
satisfacer las diversas demandas ciudadanas, conlleva unos límites
en la comparación. El equilibrio del mercado económico en
competencia perfecta produce, por definición, una óptima
asignación de recursos y una máxima satisfacción. En cambio, el
equilibrio del mercado político nunca puede ser resultado de una
competencia política perfecta y, cuando existe, no define más que
una política ganadora que implica la derrota de las demás
alternativas.
140
¿CANSANCIO DE LA DEMOCRACIA O ACOMODO DE
LOS POLÍTICOS?
*
José RUBIO CARRACEDO
*
José Rubio Carracedo es catedrático de Filosofía Moral y Política en la
Universidad de Málaga.
141
que arrastra a los Políticos. Tal es el tono y la argumentación con
que Francisco J. Laporta ha presentado en un ensayo reciente1, en
el contexto español, la crisis generalizada del modelo democrático
liberal, que diagnostica como cansancio o hastío de la
democracia". Laporta registra "una cierta atmósfera de
descalificación implícita o explícita de todo aquello que suene a
representación electoral, a actividades de partido o a militancia
política" (20). Y ello le parece "de cierta gravedad". Tanto que
cree necesario hacer sonar las alarmas.
En efecto, Laporta comienza por evocar la ilusión que suscitaba el
papel democrático de los partidos políticos en la época anterior a
la transición, para seguidamente lamentar la ligereza con la que se
los condena actualmente, proponiendo alternativas a los mismos
que tienen con frecuencia más carácter de receta" o de
"sahumerio" que de propuestas sensatas. Y es que la crítica actual
a la democracia de partidos llega a cuestionar el concepto mismo
de representación para apelar con harta ligereza a alternativas
tales como las "elecciones primarias", etcétera. Y aquí es donde
Laporta quiere poner el énfasis: tales alternativas se revelan como
"incógnitas peligrosas cuando se las somete a un análisis objetivo.
Y se propone demostrarlo al examinar "cuatro manifestaciones de
ese mal": la apelación a la democracia "participativa", la
exigencia de la "democracia paritaria", la alternativa de los
"nuevos movimientos sociales" y la llamada a "la apertura a la
sociedad" de los partidos políticos. Esta selección de alternativas a
enjuiciar no deja de ser discutible, pero puede aceptarse dada su
intención ilustrativa. Lo que resulta decepcionante, sin embargo,
es la cortedad de horizontes, la falta de imaginación política y. en
definitiva, al acomodo con que presenta su análisis
1
El cansancio de la democracia, Claves de Razón Práctica, núm. 99, págs.
20-25, enero-febrero de 2000.
142
pretendidamente realista de las mismas. Pero examinémoslas
paso a paso, una por una.
2. Democracia paritaria
Advierto de antemano que en este punto estoy de acuerdo con
Laporta, aunque no exactamente por las mismas razones. Para él
se trataría, ante todo, de un intento para corregir la reproducción
del machismo social en las listas electorales: por un tiempo, al
menos, se presentarían listas paritarias de varones y mujeres. Pero
Laporta, pese a ver la idea con simpatía, encuentra obstáculos
para salvar la pureza de la representación Política, que pasaría a
ser más bien una "representación-reflejo" de la presión social
hacia la paritaridad, cambiando a tal fin el procedimiento normal,
con lo que se limitaría la libertad del elector. La consecuencia es
que ello obligaría a que las listas permaneciesen cerradas y
bloqueadas, con lo que se contradice otra de las aspiraciones
reformistas: las listas abiertas o, al menos, el desbloqueo de las
listas cerradas. Los reformadores entran, pues, en contradicción
consigo mismos.
145
Otra razón para la cautela es la consabida objeción de "pendiente
deslizante": si se admite aquí la discriminación inversa, esto es, el
privilegio ("acción positiva", según el eufemismo al uso), seria a
partir de considerar a las mujeres como un colectivo "marginado y
ninguneado", con lo que habría que conceder también
discriminación inversa a todos los colectivos infrarrepresentados;
entrarían en liza las razas, las edades, las religiones, los
discapacitados, etcétera: todos tendrían derecho a que la
proporcionalidad social se reflejase en el Parlamento. Y, por
último, Laporta remacha su argumentación invocando la falta de
respeto y de confianza que tales imposiciones implicarían sobre el
demos. La solución correcta no es imponerle valores que no
comparte, sino educarle previamente para ello (22-23).
La primera razón me parece certera, pero un tanto tramposa,
porque sólo es válida para los reformistas que comparten el
postulado de la paritaridad. Para la mayoría de ellos, entre los que
me cuento, la presión por la "democracia paritaria" (expresión
autocontradictoria y hasta ridícula) es, en realidad, efecto de una
contaminación de la mentalidad sindicalista en la práctica
democrática. Porque resulta obvio que tal distribución paritaria
cabe únicamente en la organización interna de los partidos
políticos. Y aun así le alcanzaría también la objeción de la
"pendiente deslizante", pero sería cuestión privada de cada
partido. Pero la actitud sindicalista de reparto de puestos y de
cargos choca frontalmente con la exigencia democrática de mérito
y de competencia como únicos criterios. Ahora resultaría que ser
de uno u otro sexo podría ser decisivo para ser elegido diputado,
consejero o ministro. Y pronto se exigirá que el próximo
presidente del Gobierno sea una mujer. La lógica sindicalista es la
misma (sin embargo, desde ahora apuesto a que la primera mujer
presidente del Gobierno no saldrá de las filas paritarias). Y
siguiendo la misma lógica, también se exigirá que la concesión
146
del Premio Nobel respete la paritaridad. La lógica es siempre la
misma: se trata de compensar la discriminación machista de la
mujer y estimular su participación en condiciones de igualdad.
Pero es manifiesto que la discriminación positiva sólo tiene
sentido en la EGB, acaso en la ESO, quizá hasta en el
Bachillerato, pero nunca debe alcanzar la Universidad ¿O es que
se puede llegar a obtener el título profesional gracias a un
privilegio? Flaco favor, por otra parte, porque ¿quién confiaría en
tales profesionales? ¿Qué decir entonces de los diputados o
ministros, que son inconcebibles sin una idoneidad real y
presente? Sobre toda mujer caerá la duda de si es o no una mujer-
cuota. Pero ya se sabe, el sindicalismo es otra cosa: sólo le
interesa el acceso garantizado al reparto de los cargos.
Es obvio que la paritaridad mujeres-varones desvirtúa gravemente
las reglas del juego democrático. Y, en efecto, obligaría a otras
proporcionalidades con la misma (in)justicia: la más clara es la
variable de edad. ¿Cuántos grupos de edad habría que formar? Me
parece que no menos de cuatro (de nuevo reunidos los sexos): la
juventud, la primera madurez, los adultos y la tercera edad. Y
luego vendrían las cuotas de los grupos minoritarios, las
religiones, los discapacitados, etcétera. ¿Cómo podría evitarse?.
3. ¿Movimientos sociales?
Laporta advierte que mientras que a los partidos políticos se les
niega la confianza y la credibilidad, éstas le son otorgadas sin
reservas a las organizaciones no gubernamentales y a los
movimientos sociales. Sólo puede entenderlo como una moda que
sigue al prestigio del término "movimiento", que connota una
presunta espontaneidad y flexibilidad, autenticidad y vitalidad",
por contraste precisamente con los viejos partidos. Nuestro autor
no ve ningún fundamento en tal presunción y hasta evoca los ecos
de la retórica reaccionaria del franquismo contra los partidos. Los
147
movimientos sociales denotan una realidad muy heterogénea
("pacifistas, ecologistas, feministas, tercera edad, etcétera"), y
hasta "fantasmagórica", lo que les incapacita para ser
"interlocutores sociales", ya que no tienen líderes ni se conocen
sus "propuestas". Su idea es que "deben organizarse" al modo de
los partidos. Justamente, lo que ellos rechazan por principio como
condición de autenticidad y de supervivencia. Pero Laporta tic-nc
todavía otro reproche: a diferencia de los partidos, ellos persiguen
un objetivo único, y esto es mucho más un defecto que una virtud.
Eso sí, reconoce que muchos movimientos sociales son "un
acicate para la dinamización de la vida política y un instrumento
para situar en la agenda política temas y problemas que, de no ser
por ellos, no se plantearían con tanta convicción". Pero carecen de
"legitimación para participar en decisión política alguna", porque
"no toman par-te en el proceso electoral". Si se les admitiera, seria
al modo de grupos de presión, lo que daría alas a la "democracia
corporativa". En efecto, "¿no estaremos envalentonando a unas
organizaciones a entrar en el intercambio de negociaciones y
presiones con el resto de la sociedad corporatista para satisfacer
sus intereses peculiares al margen del interés general?". Lo que,
en último término, sería también una desconsideración
imperdonable para con los ciudadanos que no forman parte de
ninguno de esos movimientos.
149
vampirizadas de las agendas de los movimientos sociales) como
tampoco la segunda (¿hace falta probarlo?).
5. Cinco propuestas
a) Educar ciudadanos. Comencemos por recordar una evidencia:
el demócrata no nace, se hace. El mito de Prometeo en la versión
del Protágoras platónico ilustra perfectamente esta realidad: la
especie es naturalmente insociable y pendenciera. Zeus hubo de
echarle una mano, incluso después de las mejoras introducidas por
Prometeo: hubo de otorgarle los "dones divinos" del pudor y de la
justicia (ética y política, para entendernos) como condición de la
supervivencia de los humanos. Además, Hermes recibió el
encargo expreso de cuidarse de que cada hombre (¡genérico!)
recibiese su parte, porque de otro modo sería considerado
inhumano y arrojado como tal de la sociedad. En efecto, no
nacemos naturalmente demócratas; la democracia es una
conquista decisiva de la humanidad, peto el contrato social ha de
renovarse en cada generación, porque no es hereditario. M
contrario, el naturalismo político (el impulso de dominación)
resurge con cada individuo que nace. Se precisa, pues, una
educación ciudadana, incesante y sistemática, una auténtica
154
educación democrática, capaz de superar el naturalismo político
espontáneo.
Y esto es lo que el modelo liberal representacional deja
enteramente de lado. Un país sin apenas tradición democrática
como España pasó, por conversación espontánea (al parecer), del
franquismo sociológico mayoritario a la democracia. Y eso que la
Constitución responsabiliza a "los poderes públicos" de
«promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del
individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas;
remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y
facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida
política, económica, cultural y social" (art. 9.2). Pero nuestros
gobernantes y partidos han interpretado este mandato en clave fe-
minista; de hecho, se han limitado a crear el Organismo
Autónomo Instituto de la Mujer (1983). Y cuando más adelante
(art. 48) se repite el mandato para la juventud ("los poderes
público promoverán las condiciones para la participación libre y
eficaz de la juventud en el desarrollo político, social, económico y
cultural") se han limitado a crear el inoperante Organismo
Autónomo Consejo de la Juventud de España (1983); aunque, eso
sí, cada partido político ha organizado su rama juvenil, es decir, se
ha dotado de una cantera propia. No se ha regulado, en cambio,
con la mínima seriedad una materia académica autónoma, con
profesorado específicamente preparado, por el absurdo complejo
de repetir la franquista "educación del espíritu nacional". ¿Cómo
lamentarse después de que el pueblo carezca de cultura y de
sensibilidad democrática?
¿Dónde está la escuela de democracia de los españoles? En la
práctica, en los medios de comunicación. Pero estos medios se
limitan a reflejar acríticamente los usos de la democracia
realmente existente. Entre otras cosas, porque tampoco en las
facultades de Ciencias de la Información se imparte una materia
155
que estudie seriamente la Constitución española. Y de sobra es
sabido que el neoliberalismo predomina ampliamente, sobre todo
en los medios audiovisuales. Y, sin embargo, un libro como el de
R. Dahl La democracia. Una guía para los ciudadanos debería
ser familiar para la mayoría de los españoles si efectivamente
recibiesen una educación política.
Con la reflexión democrática mínimamente educada los
ciudadanos dejan de ser los entes pasivos y resignados que
reflejan las encuestas que intentan medir el nivel de interés
participativo en la política. Porque se sobrentiende -¿cómo no?-
que se trata de participar en la política realmente existente, la
única que conocen. Pero tampoco se precisan niveles máximos de
espíritu cívico para hacer posibles las re-formas imprescindibles
para devolverle a la democracia su sentido, como falazmente
argumentan los defensores del statu quo liberal representacional.
Lo decisivo es comenzar el proceso de reformas del sistema con
la sensibilización democrática, por dos razones: primera. porque
sin sentido democrático no es posible ser demócrata ni exigir
democracia y, por tanto, resulta imposible iniciar reforma alguna
si los ciudadanos son incapaces de entenderla y apoyarla; y
segunda, porque una vez iniciado el proceso se produce una retro-
alimentación incesante entre la cultura y la participación, como
luego apuntaré.
b) ¿Por qué no un código ético para políticos demócratas? Cada
vez me parece más obvio que la situación actual de los partidos
políticos demanda con urgencia un código ético de conducta
similar al que está vigente, con aceptables resultados, pese a todo,
en el ámbito de la publicidad o del periodismo, como en toda
profesión seria. ¿Por qué va a ser la política, y más la
democrática, el único campo en que se legitima el "todo vale" con
tal de conseguir el éxito? El mal llamado realismo político que, en
realidad, es naturalismo prepolítico ha venido exigiendo tan
156
dudoso privilegio, que encontró en Schumpeter a uno de sus más
influyentes y estimados portavoces al asimilar el método
democrático al método económico, aunque otorgándole al primero
una permisividad casi total, con exclusión de la violencia,
pretendidamente a causa de su naturaleza especial. Esta nefasta
herencia schumpeteriana, pese a su tufillo maquiavélico, ha
pesado decisivamente en la legitimación de modos y
comportamientos repelentes en cualquier otra actividad humana
digna de tal nombre.
Precisamente, ahí radica el error. Es muy frecuente considerar los
códigos éticos, sobre todo los profesionales, como una serie de
cortapisas externas a la propia profesión, que vienen a limitar su
libertad de movimiento y de acción. Y, sin embargo, los códigos
éticos se limitan a señalar la lógica de la acción profesional a
medio y largo plazo, permitiendo iluminar decisivamente las
confusiones y desvaríos que provocan la mera consideración del
presente y del corto plazo, en los que el "todo vale" parece el
enfoque más eficiente. Justamente, el código ético de la
publicidad comercial ilustra elocuentemente cómo sus pautas
aceptadas por el colectivo como un autocontrol consensuado no
sólo señalan la lógica de la acción publicitaria, sino que significan
la salvaguarda de la profesión: ¿para qué serviría una publicidad
sin autocontrol? ¿Quién le daría el menor crédito? El "todo vale",
que podría parecer exitoso por un momento, conduciría
directamente a su desaparición.
Pues bien, mi tesis es que la política democrática sufre un
gravísimo deterioro justamente porque carece de un código ético
de conducta democrática. Ello ha sido posible porque se ha
venido confundiendo la Política cruda con la política democrática.
La primera traza las reglas de la adquisición y mantenimiento del
poder como realidad natural (poder como dominación), ajena a
todo contrato social; pero la segunda traza las reglas del poder
157
consensuado, esto es, del poder democrático, el único legitimo
entre nosotros. Las constituciones democráticas marcan las reglas
del juego y todo lo que se haga al margen de tales reglas es juego
sucio, desleal e ilegal (aunque el nuevo Código Penal de la
democracia tampoco lo sancione).
No es éste el lugar para formular el código político del político
demócrata, pero bastará una aproximación desde el código de la
publicidad comercial. ¿Qué les parecerían a nuestros políticos
demócratas, y no sólo en campaña electoral, las normas de
veracidad (información no engañosa), de autolimitación al propio
producto, de buena fe, de no explotación del miedo de los
ciudadanos, de no incitación al error al referirse a la competencia,
de respetar el buen gusto, de evitar la propaganda discriminatoria,
del derecho al honor de los adversarios (que no enemigos), de
garantía de demostrabilidad de lo afirmado, de evitación del
plagio y/o de la distorsión de la competencia, de evitación de las
comparaciones inexactas o malévolas..., todo ello sometido a un
jurado (o un arbitraje) institucional y con capacidad sancionadora
real?
Ahora bien, ¿cómo sería posible formular y hacer vigente tal
código? Esto es ya una cuestión técnica. Podría recogerse en la
propia ley de partidos políticos o en la ley electoral. Pero quizá
filera preferible una ley específica, obviamente aprobada por las
cámaras, en la que se fijaría el código democrático y la institución
encargada de implementarlo. Incluso podría pensarse en que los
propios partidos se encargasen del código en términos de
autocontrol consensuado, puesto que nadie debería estar más
interesado que ellos mismos en su credibilidad. Pero me temo que
eso sería pedirle peras al olmo.
La puesta en marcha de tal Código de Conducta Democrática
podría ser un buen comienzo, como lo ha sido en términos
generales la vigencia del Código de Conducta Publicitaria para los
158
consumidores, ya que con ello se pondría en marcha un
mecanismo de realimentación democrática incesante. En este
sentido, tal código democrático podría desempeñar, además, un
papel primordial para educar ciudadanos exigentes y
responsables, contando con la base mínima antes postulada,
porque de poco servirían unos dictámenes institucionales sobre las
violaciones del código democrático si la ciudadanía es incapaz de
apreciarlos y valorarlos. También la clase política terminaría por
sensibilizarse paulatinamente o seria forzada al retiro.
c) EI Consejo de Control de los Partidos. Desde hace algún
tiempo se viene insistiendo, sobre todo en los países anglosajones
(aunque también José Maria Maravall simpatiza con la misma
idea: véase su colaboración en el libro recientemente coordinado
por Przeworski, Stokes y Manin), en la necesidad de crear
institucionalmente un "Consejo de Control de los Partidos" como
un remedio eficaz para combatir su creciente descontrol. Se
trataría de una institución de rango estatal, independiente de los
partidos políticos, formada por expertos de reconocido prestigio
profesional y personal (¿al modo del Consejo de Estado?), que
emitiría de modo periódico informes regulares relativos al
funcionamiento de los partidos políticos y, en especial, sobre el
grado de coherencia de cada uno de ellos en el mantenimiento de
las promesas electorales tanto en el ejercicio del poder como en el
de la oposición. El valor de tales informes seria a la vez científico
y político, en cuanto fuente fiable de información para la opinión
pública, con las presumibles consecuencias electorales por parte
de los ciudadanos. Obviamente, la nueva institución no vendría a
suplantar a ninguna de las ya existentes, sino a llenar un vacío y
cumplir una función que hasta ahora realizan los propios partidos
mediante acusaciones mutuas pero carentes de credibilidad a
causa precisamente de su partidismo, esto es, de la retórica falsa y
159
profundamente desleal que todos ellos practican en mayor o
menor medida.
Encuentro, en cambio, difícil de aplicar en España la propuesta
anglosajona de instaurar unos "Jurados de Ciudadanos", también
con diseño institucional, para favorecer el desarrollo de una
"democracia deliberativa", con los que se han realizado ya
prácticas prometedoras (Held, 1996; G. Smith-C. Wales, 2000),
ya que presupone la tradición y la práctica de los jurados
judiciales. En España, como en la mayoría de los países europeos,
podría intentarse la organización y planificación de debates entre
expertos independientes con aptitudes didácticas en los medios
públicos (y privados, si éstos lo desean) de comunicación, en
horarios fijos, aunque evitando el formato de las actuales tertulias.
Soy algo escéptico respecto a los resultados, dado el actual
contexto de cultura de masas, pero habría que intentarlo.
d) El partido del voto en blanco es ya el quinto partido (o el
tercero). Casi no es preciso insistir en que la vigente ley electoral
es un reflejo fiel de la partidocracia, incompatible con la
autodefinición de "democracia avanzada" de nuestra Constitución.
Un buen número de disposiciones no tienen otra finalidad que
asegurar el monopolio de los grandes partidos y, en especial, de
las cúpulas burocráticas de los mismos. Y algo parecido cabe
decir del estatuto del diputado y del mismo reglamento del
Congreso.
Me voy a limitar, sin embargo, a denunciar el mantenimiento a
toda costa del bloqueo de las listas electorales cerradas, pese a las
repetidas protestas de los ciudadanos que se ven obligados a
ejercer su derecho-deber de votar siguiendo la mera lógica del mal
menor..., o que se vean abocados a votar en blanco (y terminan
por abstenerse). Es intolerable que el votante se vea forzado a
refrendar simplemente la elección previa de las oligocracias de los
partidos. Pero está claro que sin el bloqueo (y no digamos la
160
opción de listas abiertas) los líderes de los partidos y sus
burócratas de turno tendrían dificultades para mantener su
hegemonía indiscutible para cortar por lo sano todo intento de
discrepancia. Porque una cosa es la disciplina y otra muy distinta
es la mordaza bajo el temor a ser arrojado de las listas ("quien se
mueva no sale en la foto", en efecto; los "gusanos votantes" se
limitan a seguir la consigna). ¿Quién puede imaginar que en el
Parlamento español pudiera producirse el espectáculo del Senado
norteamericano con republicanos votando en contra del
enjuiciamiento de Clinton y demócratas a favor del mismo?
Bibliografía
165
166
LA DEMOCRACIA Y EL PODER DE LOS PARTIDOS
*
Roberto L. Blanco Valdés es catedrático de Derecho Constitucional en la
Universidad de Santiago de Compostela. Artículo publicado en la Revista
Claves de razón práctica, Nº 63, 1996.
167
de algunas de las principales democracias representativas
existentes en Europa, y ello con relativa independencia de la
tradición de aquellas y de su correlativo nivel de consolidación1.
1
Aunque el autor es el único responsable del contenido del presente texto,
éste es fruto de múltiples conversaciones con los profesores Javier Pérez
Royo y Julián Santamaría, y de preocupaciones que los tres compartimos
con numerosas personas progresistas de este país. Es de pura honestidad
intelectual dejar constancia de ello desde el principio.
168
medida, se han sufrido las consecuencias de ese alejamiento del
cuerpo electoral respecto de los partidos en los que había venido
confiando a lo largo de decenios.
La crisis ha afectado con especial intensidad a algunas de las más
añejas organizaciones de la izquierda, desde la socialdemocracia a
la familia comunista: baste con recordarlo acontecido con el
Partido Socialista Italiano (prácticamente desaparecido de la
escena tras las elecciones de marzo de 1994), con el Partido
Socialista Francés (sometido a un durísimo proceso de división
interna y de crisis electoral tras el desastre de las generales de
marzo de 1993) o, finalmente, con el PSOE, desalojado del
Gobierno por el PP, tras las recientísimas elecciones del pasado
mes de marzo, e inmerso desde comienzos de la década en un
proceso de crisis que ha llegado a amenazar a su posición
absolutamente hegemónica dentro de la izquierda española. Por lo
que se refiere a los Partidos Comunistas, su evolución allí donde
habían conseguido mantener un significativo grado de influencia
tras la Segunda Guerra Mundial (en 'la Europa del Sur) demuestra
que aquellos sólo han sido capaces de resistir el vendaval
anticomunista derivado de la caída del muro de Berlín y de la
desaparición de los regímenes del Este europeo en aquellos
lugares (España e Italia) donde los antiguos PC se transforman, en
el tránsito de la década de los ochenta a la de los noventa, en algo
diferente, quedando en los restantes casos reducidos a comparsas
cada vez más patéticos de un mundo que a los comunistas se les
ha hundido balo los pies.
En todo caso, este proceso de pérdida de apoyos no se ha detenido
en la frontera de las organizaciones entroncadas con la tradición
marxista. Además del ya mencionado caso Italiano, donde las
legislativas de 1994 reducen a cenizas a las pequeñas fuerzas
laicas del centro (Partido Republicano. Partido Socialdemócrata y
Partido Liberal) y dejan prácticamente pulverizada a la
169
Democracia Cristiana, retrocesos también muy significativos se
han producido en otros países en varias de las elecciones
celebradas desde comienzos de la década. Aun sin pretensión de
ser exhaustivo, pueden mencionarse a ese respectó, para Francia,
las generales de marzo de 1993, las europeas de junio de 1994 o la
primera vuelta de las presidenciales de 1995. en las que se
consolidan o emergen fuerzas no tradicionales, como el derechista
Frente Nacional, el Movimiento de los Radicales de la izquierda o
la lista La Otra Europa; para Alemania, las generales de octubre
de 1994, en las que los verdes experimentan un avance
impresionante frente a un retroceso muy significativo de las
fuerzas del centro derecha (CDU/CSU y FDP) que pierden
muchos más escaños de los que gana el SPD, o las elecciones
regionales para la elección de los Parlamentos de Renania del
Norte-Westfalia y Bremen, en las que el ascenso de los verdes
contrasta con el descalabro del Partido Liberal (FDP) que no
consigue llegar a la barrera del 5% en ninguno de los Estados;
para Austria, las generales de octubre de 1994, en las que el
avance espectacular de la extrema derecha -el FPOE de Jörg
Haider, que consigue superar todas las barreras previas de los
movimientos extremistas de derecha en Europa- y los resultados,
más discretos, de los verdes y del Foro Liberal, se producen a
costa de los dos partidos tradicionales conformadores de la
coalición gobernante; o, finalmente, para Suecia, las elecciones
generales de septiembre de 1994, en las que los verdes se
configuraron como la gran revelación de los comicios.
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194
REPRESENTACIÓN, SELECCIÓN, PARTICIPACIÓN.
1. A modo de introducción.
Tomar decisiones en contextos participativos es complejo. No
sólo porque en el ámbito de la intervención política no tenemos
posibilidad de predecir el resultado de nuestras acciones, sino
también, porque como proceso requiriere organización y
coordinación.
Supongamos que debemos tomar una decisión en conjunto. Esa
decisión ¿debe surgir por unanimidad, consenso o mayoría,
mayorías simples o calificadas? ¿Cómo expresamos esa decisión?,
¿personalmente o por medio de un representante? Y en este
último caso, ¿cómo lo elegimos? y ¿qué representa, mi condición
de ciudadano o mi condición socioeconómica o laboral? ¿Es mi
participación un derecho, un deber o una obligación? ¿Todos
deben expresar su voluntad? Quien no está de acuerdo con una
decisión, ¿debe acatarla, siempre? ¿Puede cuestionarse una
decisión tomada por la mayoría? Y, en ese caso, ¿quién decide (y
toma la decisión final)? ¿Sobre qué temas o problemas podemos
debatir? ¿Hay temas, decisiones o leyes sagradas o privilegiadas
que no se pueden debatir ni modificar? ¿Se deben proteger a las
minorías? Y en ese caso, ¿cómo? ¿Pueden tomarse decisiones en
conjunto entre distintos Estados? En caso afirmativo, ¿sobre qué
base? Y si la cantidad de electores de uno y otro Estado, son
radicalmente distintas, ¿qué hacer?
*
Docente de derecho político la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales
de la UNLP.
195
El orden de las preguntas no es caprichoso: históricamente, como
sociedad, hemos ido avanzando, poco a poco, aprendiendo de los
errores, generando nuevas preguntas que nos plantean nuevos
problemas y retos. Resulta evidente que estas preguntas pueden
tener varias respuestas pero no resulta tan evidente que,
cualquiera fuese la respuesta, si hemos decidido tomar una
decisión en forma participativa también debemos haber acordado
en forma previa cómo llegaremos a esa decisión, cuáles son los
alcances que podemos darle y qué consecuencias tiene.
Es así que requerimos de ciertas pautas que regulen la
participación y es también por ello que la participación en la cosa
pública no puede ser equiparada a la acción directa. La
participación puede ser una práctica natural de una comunidad
pero siempre está institucionalizada.
Decir que la participación está institucionalizada no quiere decir
que deban existir normas jurídicas positivas que regulen esa
participación; pero siempre hay normas, formales e informales,
que nos guían en el proceso de toma de decisión.
Si las decisiones se toman en forma participativa, todos los
actores deben conocer y acatar las mismas reglas de juego. Quien
no cumple las reglas, no participa. Pero también quien impone, no
hace participar. Si bien no podemos ahondar en este lugar el
problema de la libertad, debe quedarnos en claro que la libertad
(física, psíquica y emocional) es un componente central del
proceso de participación tanto como es un requisito sine qua non
para que pueda haber manifestación de nuestra voluntad, una
voluntad que no debería ser antojadiza. También en el ámbito
público usamos (o debemos usar) nuestra libertad considerando
las posibilidades y consecuencias de nuestras acciones. En efecto,
libertad en política es ausencia de determinismos; no significa
ausencia de condicionantes. Entre esos condicionantes, está el
Otro: en este sentido, actúa políticamente quien coparticipa.
196
Buscaremos en este artículo dar cuenta de la creciente
preocupación en establecer mecanismos de participación, tanto su
faz política, como más recientemente, en la gestión pública. Nos
detendremos en los aspectos normativos. Si bien reconocemos la
brecha existente entre la dimensión normativa-discursiva y las
prácticas, estos textos se constituyen en un parámetro y modelo
insoslayable para orientar las futuras reformas, normativas y de
prácticas, para reconocer, propiciar y garantizar los resultados de
la participación ciudadana en la cosa pública.
2. La participación política
La participación en el debate político no es, ciertamente, un
fenómeno de la modernidad. En verdad, pueden encontrarse
ejemplos en la democracia griega. Pero entendida como un
derecho universal, sí lo es.
El constitucionalismo, como producto inicial de la ideología
liberal que buscó promover la libertad de los gobernados
estableciendo las normas que distribuyan las funciones estatales
entre los diferentes detentadores del poder (gubernaculum), por
un lado, reconociendo a los ciudadanos derechos inviolables
(jurisdictio), por el otro, es una construcción que nace con la
Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789
y con la Constitución de los Estados Unidos de Norte América de
1787 con sus diez primeras enmiendas.
Es necesario recordar que las primeras constituciones liberales
fueron más republicanas que democráticas. Si bien la soberanía
popular fue (y es aún) el fundamento que legitimó el poder frente
a la entonces legitimación monárquica, lo cierto es que la
participación política restringida y la representación política
limitaron y mediatizaron, respectivamente, esa soberanía popular.
Existía en la ascendiente burguesía una marcada desconfianza a la
197
opinión del pueblo que, como categoría política, aún no estaba
formada.
Si bien la ampliación de la base de participación electoral fue de
la mano de la aparición de los partidos políticos de masa, a nivel
mundial, entre los años 20 y 40 del siglo pasado, debemos esperar
recién al constitucionalismo de segunda generación, para ver
plasmada una nueva confianza en la decisión popular con la
incorporación a las Constituciones de los institutos de democracia
semidirecta que, luego de la experiencia del bonapartismo, habían
sido rechazados como instrumentos de manipulación de la
voluntad popular1.
Pero el fenómeno de la democracia del último cuarto de siglo y
comienzos del presente, es totalmente nuevo. Globalización,
tecnologías, amenaza de guerra nuclear, la ideología del «fin de
las ideologías», megaciudades, terrorismo, choque cultural,
calentamiento global, nuevos nacionalismos y matanzas étnicas,
migraciones, etcétera, han modificado el contexto de la
democracia. Aun cuando compartamos el postulado básico según
el cual el demos gobierna (o debe gobernar), la complejidad del
1
Sin embargo, “En el ámbito latinoamericano, aún antes de la Primera
Guerra, el Uruguay sería pionero en la consagración de instrumentos de
democracia directa en el nivel nacional. En efecto, el 28 de febrero de 1912
se produjo una revisión constitucional que consistió, precisamente, en que
el procedimiento reformador incluya, por primera vez, un instrumento de
democracia semidirecta: la reforma de la Constitución era realizada por
una Convención Constituyente, elegida ad-hoc por el pueblo, pero el texto
sólo entraría en vigencia si lo aprobaba el pueblo. (…) La Constitución
chilena de 1925 -ratificada popularmente el 30 de agosto de ese año-
preveía el "referéndum de arbitraje" para que el Presidente pudiera
convocarlo en caso de desacuerdo con el Parlamente similar al modelo de
Weimar y al de otras constituciones de la época” (Cenicacelaya, 2008:37-
38).
198
mundo actual ha puesto en crisis todos los otros supuestos
(Corbetta y Piana, 2009:7). Estamos urgidos por traducir y
adaptar tanto la teoría como la práctica de la democracia liberal
clásica a las nuevas realidades económicas, sociales y técnicas.
No es éste el lugar para desarrollar un listado de los diversos
significados (muchas veces demasiados contradictorios) que se le
ha dado a la democracia aunque desde ya podemos señalar que la
participación ciudadana ocupa, cada vez más, un aspecto
fundamental del debate mientras que otros elementos, antaño
centrales, como la representación, los partidos políticos o la idea
del bien común, son menos relevantes (ver, entre otros, Dahl,
1989; Sartori, 1989, Barber, 1984, Offe, 1988, Dworkin, 2006;
Schmitter, 1994, entre muchos otros).
Así, Robert Dahl (1989), partiendo del principio de la igualdad
política (como la capacidad de los ciudadanos para influir
igualmente en las políticas del Estado) enumera algunos criterios
que todo orden democrático debería satisfacer:
a) la participación efectiva;
b) la igualdad de voto en la etapa decisoria;
c) la comprensión esclarecida, es decir, la posibilidad de
un entendimiento informado;
d) el control del programa de acción, es decir, el ejercicio
del control final sobre la agenda; y
e) la inclusión, que supone que una proporción sustancial
de los adultos están calificados y, por tanto, son miembros
plenos (ciudadanos) del demos.2
2
Para este autor, la democracia o, más bien, poliarquía, implica la búsqueda
de un difícil y precario equilibrio entre la necesaria autonomía de los grupos
políticos y el necesario control que sobre ellos debe ejercerse para evitar sus
199
Barber (1984), por tomar otro caso, sostiene que la actual
sociedad heterogénea y compleja exige una transformación
participativa de la democracia; ésta se vería facilitada
extraordinariamente por el desarrollo tecnológico y de los medios
de comunicación cada vez más poderosos y plurales3. Dworkin
(2006), por su parte, es clave en la distinción entre dos formas de
entender la acción colectiva: mientras que la visión liberal
concibe la acción colectiva en términos “estadísticos”, es decir,
como mera suma de voluntades individuales aisladas, la otra
visión, más comunitaria y que encuentra antecedentes en
Rousseau, entiende que la suma de voluntades individuales, aún
mayoritaria, no puede desconocer la realidad de los grupos o
comunidades, por lo que cabe establecer disposiciones limitativas
a las decisiones de las mayorías, circunstanciales o estables,
4
No obstante ello, es necesario no caer en la tentación de desvirtuar la
realidad so pretexto de favorecer un ideal de democracia participativa
inexistente. Como ha dicho Laporta, “La forma de presentar las cosas suele
ser ésta: se sugiere la imagen de una sociedad efervescente, en plena y
constante deliberación, habitada por unos ciudadanos afanosos que se
entregan sin tasa a solventar asuntos de interés general y están
pertrechados de una gran vocación cívica. Comparada con este modelo de
ficción, la vida cotidiana en la democracia representativa se nos aparece
no sólo lánguida y aburrida sino carente de la virtud civil más elemental, y
los partidos y los representantes políticos no pueden sino resultar puras
interferencias que sólo interceptan esa “participación” o amenazan con
desvirtuar la “verdadera” democracia. Pero (…) no me parece posible
articular participación alguna en el proceso de toma de decisiones que no
esté mediada por algún tipo de organización, sea ésta política, profesional,
social, cultural o de cualquier otra índole”. (Laporta, 2000:22). Volvemos
así, pues, a la idea de una necesaria regulación de los procesos y ámbitos de
participación en los espacios políticos.
5
Tan es así, que en Constituciones como la de Argentina, toda “reunión de
personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticiones a nombre de
éste, comete delito de sedición” (Conf. artículo 22 de la Constitución
Nacional argentina).
201
Si el sufragio aparece como una de las técnicas específicas para la
participación, otro de los institutos, también clásico, es el derecho
de peticionar a las autoridades, en forma individual o colectiva,
el que aparece como contrapeso teórico de la prohibición de
peticionar en nombre del pueblo.6
Como señalábamos, el derecho a peticionar a las autoridades es
un derecho clásico de las constituciones del liberalismo y su
desarrollo en el Constitucionalismo, a lo largo de todo el siglo
XIX y hasta el comienzo de la primera guerra mundial (1914-
1918), fue cada vez mayor hasta la aparición de los derechos
sociales.7
6
El derecho es amplio y por ello la petición siempre procede, aún cuando lo
pedido sea improcedente y absurdo. Ello no implica que existe derecho
alguno a obtener lo peticionado; debe entenderse que sí existe el derecho a
obtener respuesta. Es sujeto pasivo del derecho de peticionar a las
autoridades cualquiera de los órganos del Estado; se adoptan distintas
regulaciones según cuál sea su destinatario y objeto. Así, cuando está
dirigido a los órganos del Poder Judicial se vincula con el derecho a la
jurisdicción; cuando está dirigido al Poder Legislativo y relacionado con un
proyecto normativo, se enmarca en el instituto de la iniciativa popular y
cuando está dirigido a la Administración Pública (o al Poder Legislativo o
Judicial en una función administrativa) adopta las pautas procesalmente
articuladas en los Códigos o leyes procesales administrativas. Estas últimas,
prevén remedios contra la inactividad de la Administración como el amparo
por mora o recursos contra la resolución contraria a la petición (recursos
administrativos) que suelen adoptar los mismos esquemas, pautas,
requerimientos, derechos y obligaciones que existen ante la Justicia. Sin
embargo, la jurisdicción administrativa, producto de un Derecho
Administrativo extremadamente rígido, ha sido criticada por obstaculizar la
flexibilización de la Administración Pública. Esta afirmación está en la
Carta Iberoamericana de Participación Ciudadana en la Gestión Pública.
7
Los pactos internacionales de derechos humanos, también reconocieron el
derecho de participación, reproduciendo los esquemas de las constituciones
202
Pero hay que esperar a la introducción de los institutos de
democracia seminderacta en las Constituciones del siglo pasado,
que se dio en muy diferente períodos, para que la participación
fuera organizada, canalizada y direccionada. Aún los sectores más
conservadores de la sociedad comprendieron que sin la regulación
de esa participación, la movilización podía generar inestabilidad
en los sistemas políticos.
Con la introducción de los mecanismos de democracia
semidirecta no sólo se buscó generar mayores consensos en temas
fundamentales o controversiales, en lo normativo, o apoyo
popular a decisiones gubernamentales; se buscó también
estabilizar el sistema político.8
204
La palabra representación gramaticalmente significa la acción de
re-presentar y, etimológicamente, presentar de nuevo. Por
extensión, entre los significados del verbo representar, se
encuentran los de "ocupar el lugar de otro”, y el de "ser imagen de
una cosa”. Así, las dos características definitorias de este
concepto, según Sartori (1999) son: a) una sustitución en la que
una persona habla y actúa en nombre de otra; b) bajo la condición
de hacerlo en interés del representado. Pero, como ha sostenido el
mismo autor en otro obra, la idea de representación se desarrolla
en tres líneas opuestas según se la asocie a la idea de mandato, de
representatividad o de responsabilidad (Sartori, 1992).
Según el primer significado, la representación tiene un
componente jurídico, asimilable a la delegación, y por el cual los
miembros de un grupo humano jurídicamente organizado
("representado") se vinculan con un órgano ("representante"), en
virtud de la cual la voluntad de este último se considera como
expresión de la voluntad de aquéllos. Debe haber, en este sentido
de la representación, técnicas por las cuales, la voluntad del
representado se expresan; obligaciones del representante para que
exprese fielmente la voluntad del representado; y por último,
imputación de lo manifestado por uno al otro. Pero esta primera
idea de representación, propia del derecho privado, no es
aplicable directamente a la representación política: a partir de la
Revolución francesa el mandato imperativo (de un grupo o de un
territorio) se transforma en libre (de toda la Nación). Es que la
soberanía es única y no admite divisiones. Además, mientras la
representación jurídica es directa, la representación política
implica inevitablemente una relación de muchos con uno, y esos
muchos pueden ser miles. Más adelante volveremos sobre este
punto.
El segundo significado, el de representatividad, es sociológico o
más bien, existencial. Quien es representativo personifica alguna
205
de las características esenciales y compartidas de un grupo, clase
o profesión a la cual representa. Se es representativo cuando se
refleja en los órganos colectivos de decisión la complejidad de la
sociedad con la mayor fidelidad posible. Esta semejanza no
requiere, necesariamente, de técnicas de selección. Muchas veces
los representados se identifican espontáneamente con una persona
(o grupo de personas) que reúne ciertas particulares (sean o no
reales) y es objeto de anhelos y esperanzas por parte del grupo
representado, generando vínculos afectivos que, también
espontáneamente, pueden quebrarse cuando esas expectativas no
se cumplen.
Por último, la idea de representación que se vincula con la de
responsabilidad, nos lleva a entender el gobierno representativo
como gobierno responsable. Considerando que en un sistema
democrático los candidatos deben poner su cargo a consideración
periódicamente, la representación electiva implica la necesidad
del representante de ser receptivo a los reclamos de sus electores;
de rendir cuentas de sus actos, y eventualmente, ser destituidos.
Caso contrario, sus representados no reiterarán esa confianza en él
depositada.
Es importante comprender el cambio operado en el principio de la
representación política desde las revoluciones liberales pues la
crítica más viva a la actual democracia representativa de partidos
tiene dos puntos centrales: en primer lugar, una explícita
insatisfacción con la idea de la representación política, que lleva a
algunos a propugnar una democracia más participativa (o bien,
desde otro lugar, con menos intervención de los partidos políticos)
y a otros a tratar de corregir y mejorar los resultados del proceso
representativo (esto es, a modificar las técnicas de representación,
ya sea modificando los sistemas electorales de forma que reflejen
otra nueva imagen social, ya sea incorporando elementos no
políticos o funcionales a la representación). La otra crítica está
206
centrada en el funcionamiento de los partidos político como
actores intermediarios que ha derivado en la emergencia de los
nuevos actores y movimientos sociales que reclaman esa función.
La representación política, sustentada doctrinariamente en Francia
por Sieyes, pero que surgió pragmáticamente también en
Inglaterra con Burke y en Estados Unidos de Norteamérica con
los autores de El Federalista siguiendo iguales parámetros, derivó
en la forma de democracia representativa. Como sostuvo Sieyes
en el seno de la Asamblea Nacional en 1789, el pueblo no puede
hablar ni puede obrar sino por medio de sus representantes
porque éstos no lo son de quienes los han elegido, sino de la
Francia entera. Se asume una representación total de la totalidad
de la Nación.
¿Por qué debe formarse la asamblea representativa? El propio
Sieyes sostiene: "Los asociados son demasiado numerosos y están
dispersos en una superficie demasiado extensa para ejercitar
fácilmente ellos mismos su voluntad común. ¿Qué hacen?
Separan todo lo que es necesario para velar y proveer a las
atenciones públicas, y confían el ejercicio de esta porción de
voluntad nacional y por consiguiente de poder a algunos de entre
ellos" (Sieyes en Prieto, 1989:186) Consecuentemente, y sobre
esta necesidad de hecho, no es ya la voluntad común real la que
obra, es una voluntad común representativa, una delegación
parcial del ejercicio de la voluntad nacional.
Ahora bien, la base de representación no puede ser otra que la
ciudadana. Si el objeto de una asamblea representativa es
expresar la voluntad de una Nación y la finalidad de la Nación es
distinta de la de los individuos para que prevalezca el interés
común, el derecho a hacerse representar pertenece a los
ciudadanos sólo en su calidad de tales y no en cuanto a su
pertenencia profesional o territorial. Es que la representación
207
aparecía, a ojos de los revolucionarios, como el instrumento de
unificación de la voluntad nacional.
Pero la consecuencia lógica –y no siempre explicitada– es que
dado que el representante no representa fragmentariamente a
grupos aislados, sino a la Nación entera, y ésta, la Nación, no
tiene voz (debe ser reconstruida entre el “murmullo” de una
opinión pública irreflexiva y caprichosa), no sólo el mandato es
libre, sino que el diputado es independiente e irresponsable
jurídicamente. Todos estos elementos, conforman la doctrina de
la representación política.
A más de dos siglos de práctica, nos son por todos conocidas las
críticas al sistema de representación política (excesivo elitismo y
poca representatividad económico social) y a los resultados de la
democracia en sí: formalismo, distanciamiento, burocracia,
opacidad y asimetría conspiran contra una democracia eficaz y
eficiente (Bobbio, 2000). Estas promesas incumplidas de la
democracia nos lleva a enfrentar una de las patologías más
comunes de las democracias occidentales: la desafección a la
democracia.
Esa insatisfacción por el monopolio representativo de los partidos
políticos ha derivado en la escasa participación en esos órganos
tradicionales de intermediación y en el fortalecimiento de
estructuras paralelas, que defendiendo intereses sectoriales, hacen
política aunque en su discurso manifiesten lo contrario. Pero sin
articulación de intereses, el ámbito público pierde espacio y se
vacía de contenido común: cuando las demandas políticas
provienen directamente de los actores socioeconómicos, es más
probable que los más poderosos, con mayor capacidad de presión
o lobby, o aquellos que actúen con menos ética o ilegalmente,
tengan mayor posibilidad de éxito.
Justamente, la necesidad de crear nuevas estructuras articuladoras
de intereses ha vuelto el interés en la representación funcional. El
208
modelo corporatista de intermediación de los intereses por
negociación del conflicto o democracia corporatista fue expuesto
contemporáneamente por Schmitter (1994). Pero, la idea ya estaba
presente antes de la aparición de la representación política:
durante la Edad Media, se reunían en los Parlamentos, Dietas o
Asambleas los distintos estamentos de la sociedad a negociar sus
intereses contrapuestos como etapa previa para negociar con el
Rey quien generalmente los convocaba para la creación de nuevos
impuestos (que aquellos aportarían) en el marco de las incipientes
políticas de expansión territorial (Conf. Poggi, 1997, Portinaro,
2003, Fioravanti, 2004, entre otros)
Para Schmitter (1994), la cooperación es un rasgo característico
de la democracia, pero que no exige necesariamente
representantes políticos, sino que pueden ser también
representantes funcionales, esto es, agencias administrativas,
sindicatos, patronal, etcétera. En verdad, las cúpulas burocráticas
de las organizaciones empresariales y sindicales se han ido
imponiendo como los gestores de la intermediación de los
intereses de sus representados funcionales, desplazando cada vez
más a los diputados parlamentarios y hasta adquiriendo en la
práctica su estatuto de inmunidad. Naturalmente, desde esta
visión, se reconoce el conflicto intrínseco en lo social (la visión
liberal de partidos no puede reconocerlo, por entender a la ley
como expresión de una voluntad general, evidente por sí misma).
En efecto, las asociaciones empresarias y sindicales y los grupos
de presión toman la iniciativa política (y otras veces deciden por
sí). Por eso Schmitter entiende que en el modelo corporativista,
reconociendo esta realidad, el Estado asume el carácter de
promotor y árbitro de la negociación de intereses buscando el
pacto de las soluciones (Schmitter, 1994).
Ahora bien, si el corporatismo democrático pretende devolver el
protagonismo político a los ciudadanos, no lo hace en cuanto
209
ciudadanos individuales, sino como miembros o integrantes de las
asociaciones organizadas y especializadas, públicamente
reconocidas y autorizadas estatalmente para negociar. Vuelve a
aparecer aquí la intermediación. Por ello, si bien es otra categoría,
seguimos hablando de suplantación, de representación.
9
A partir de la universalización de la base electoral, con la identificación
del derecho político a elegir y ser elegido con la ciudadanía y ésta con los
términos amplios de la Ley de Ciudadanía, el régimen político argentino es
un régimen representativo amplio (Conf. Ley Nº 346, en especial art. 7º,
restituida su vigencia por Ley Nº 23.059 y arts. 1, 2 y cc. del Código
Nacional Electoral). Y es por ello que, también, es democrático.
212
equipararse en lo que hace a su universalización y al secreto de su
emisión para asegurar mayor representatividad y mayor libertad
de expresión de la voluntad, respectivamente.
De hecho, la extensión del sufragio a universal permitió que los
partidos políticos se conviertan en un sistema: los partidos entran
de ese modo en una configuración nueva y se ven a su vez
configurados por ella.
Ahora bien, el sufragio no termina de delinear aún la forma
representativa del régimen. Resta todavía determinan el modo en
que los votos se transforman en escaños o cargos, y por
consiguiente afectan la conducta del votante, esto es, el sistema
electoral. En efecto, tenemos la sumatoria de sufragios por un
lado, y la cantidad de cargos a ocupar por el otro: el sistema
electoral refiere tanto al principio de representación que subyace
al procedimiento técnico de la elección como al procedimiento
mismo, por medio del cual los electores expresan su voluntad
política en votos, que a su vez, se convierten en escaños o poder
público (Nohlen, 1994).
Es muy grande y diversa la literatura referente a los sistemas
políticos y cómo su regulación influye sobre el sistema de
partidos y sobre el sufragio en sí. Por ejemplo, en sistemas a doble
vuelta, se dice que con incertidumbre de resultados, en la primera
vuelta los electores votan por convicción (voto sincero) mientras
que hay voto estratégico en la segunda vuelta entre las alternativas
que se presentan, o como dice el refrán, en la primera vuelta se
escoge, en la segunda se elimina.
Basta conocer los tres grandes sistemas de asignación de cargos
en los cuerpos representativos de los sistemas electorales que
pueden ser clasificados en de representación mayoritario, de
representación de las minorías y de representación proporcional.
El sistema electoral es mayoritario cuando se otorgan la totalidad
de los cargos al candidato o lista de candidatos que obtiene mayor
213
número de votos; el sistema es de representación de las minorías
cuando, por lo menos, a una de las minorías se le otorgan cargos
con prescindencia de la cantidad de votos que efectivamente
hayan obtenido; generalmente, se utiliza el sistema de dos tercios
de los cargos a la lista con mayor cantidad de votos y un tercio de
los cargos para la lista que ocupe el segundo lugar. Por último, el
sistema de representación es proporcional cuando, mediante un
medio matemático (cociente electoral, D' Hont, etc.), se
distribuyen los cargos de forma que coincidan con la mayor
justeza (o proporcionalidad) a la cantidad de votos obtenidos.
Resulta obvio que este último, el proporcional, genera Cámaras
de representantes más representativas de todo el arco electoral
aún cuando algunos partidos queden fuera de la distribución (sea
porque se haya establecido un piso o porcentaje mínimo de votos
necesarios o porque no llegan a tener el mínimo porcentaje a
partir del cual se reparten los cargos) mientras que los sistemas
mayoritarios son menos representativos. Pero, desde otro análisis
que no se puede soslayar, los sistemas más representativos
derivan en gobiernos menos eficaces, sobre todo cuando no hay
claras mayorías, por cuanto cada decisión debe negociarse hasta
obtener consensos. Es más difícil tomar decisiones cuanto mayor
el número y la heterogeneidad de los actores.
También resulta obvio que tener que tomar una decisión
consensuada no es intrínsecamente malo; muy por el contrario,
como hemos visto, las decisiones tomadas por consenso tienen
mayor estabilidad y legitimidad. Pero puede suceder que los
negociadores (gobierno y oposición) jueguen a todo o nada, esto
es, hagan política irresponsablemente como si fuera un juego de
suma cero, sin querer conceder nada, sin ceder posiciones. En
estos casos, donde hay muchos veto players, es decir, actores
políticos con capacidad de paralizar el proceso de toma de
214
decisión, la crisis institucional puede ser un resultado más que
factible.
Pero entendemos que la antítesis entre gobiernos efectivos y
gobiernos representativos es falsa. Un gobierno efectivo, de
mayoría, también tiene que considerar a las minorías y no
imponer decisiones; en un gobierno representativo, tanto gobierno
como oposición deben actuar responsablemente, no adoptando
posiciones absolutas, sabiendo negociar y consensuar.
Sigue siendo necesario más aún, dentro de los esquemas actuales,
las verdaderas opciones de participación del electorado: apertura
de las listas bloqueadas, sistemas de tachas o preferencias,
democratización interna de los partidos políticos mediante
internas abiertas.
5.1. El referéndum
Es el procedimiento mediante el cual el cuerpo electoral es
convocado a expresar, mediante votación popular, su opinión o
voluntad en relación a una medida que la autoridad piensa tomar
(de consulta) o ha tomado (de ratificación).
5.2. El plebiscito
Su voz está reservada para las manifestaciones populares de
confianza personal al hombre que ocupa un cargo de alta
dirección y para las apelaciones al pueblo que no reconocen más
que dos alternativas.
5.3. La iniciativa popular
Medida mediante la cual el cuerpo electoral moviliza el
procedimiento electoral para generar proposiciones o abrogar
219
decisiones siendo las autoridades sólo órganos auxiliares y con
pretensión, en términos teóricos, de introducir temas no tratados
por éstos o para poner freno a sus acciones o decisiones.
5.4. La revocación de mandato o recall
Procedimiento a través del cual, a partir de una petición popular,
los electores pueden destituir a un funcionario público antes de la
finalización legal de su mandato.
5.5. Revocatoria de sentencias
Procedimiento por el cual, el cuerpo electoral, convocado o por su
iniciativa, expresa su opinión para revocar o mantener una
sentencia judicial.
6. Reflexiones finales
El derecho a participar no genera per se ciudadanos activos. Pero
sin el reconocimiento de esos derechos y sus garantías, la
participación es un obstáculo que debe ser superado caso por
caso.
La participación no se opone a la representación ni la selección
de candidatos a través del voto es su único instrumento. La
democracia participativa es una forma más compleja y no ausente
de riesgos que implica una dinámica en constante tensión.
Sin embargo, las decisiones tomadas en conjunto, canalizadas a
través de las distintas formas de participación, dan lugar a mejores
resultados. La integración que se logra canalizando la
movilización, mediante instrumentos de participación ciudadana,
da lugar a ciudadanos más comprometidos con las decisiones de
la cosa pública, más informados y más activos en el control.
Dejan de ser ciudadanos espectadores: el ciudadano que participa
en la gestión sabe que va a influir en el contenido de la decisión
política como un miembro más (pero no menos importante) junto
con los otros instrumentos de participación ciudadana (sufragio
universal efectivo, libertad de expresión, libertad de asociación y
220
organización, etcétera); el ciudadano que participa en la gestión
sabe que su interés es igual y recíproco (no exclusivo ni
excluyente) al de los demás y por ello, no acepta la imposición de
la mayoría; el ciudadano que participa en la gestión, no sólo es
corresponsable sino también solidario con los resultados de la
decisión.
Quienes sostienen que un exceso de participación ciudadana torna
ingobernable el sistema político ignoran que los problemas de
gobernabilidad van de la mano de la crisis de representación y de
los partidos políticos. Ello no significa menos política, sino todo
lo contrario: más política.
Hemos expuesto sólo los aspectos normativos. La distancia entre
la norma y la práctica es grande. Pero como hemos dicho al inicio,
estos textos se constituyen en un parámetro y modelo insoslayable
para orientar las futuras reformas, normativas y de prácticas.
La democracia que deseamos exige como requisito imprescindible
una participación de los individuos y de la sociedad organizada
pues es la mejor garantía de una política, a la vez, eficaz y
respetuosa de los derechos humanos.
Bibliografía
222
DEL ESTADO LIBERAL AL ESTADO SOCIAL
*
Es profesor titular de Derecho Político de la Nacional de La Plata. El
presente artículo constituye parte de su tesis doctoral en Ciencias Políticas.
1
Vallespín, Fernando, ed., (1991) Historia de la Teoría Política. Madrid.
Alianza Editorial. Vol. 3º, pág. 7 y ss.
2
Burdeau, Georges (1983) El Liberalismo Político. Buenos Aires. p. 101.
223
corrientes del pensamiento liberal, que hicieron posible el
surgimiento del sistema político capitalista y el ascenso de la
burguesía principalmente asentada en los centros urbanos:
comerciantes, manufactureros, banqueros, funcionarios
administrativos en su mayoría abogados, médicos e intelectuales3.
Las consecuencias políticas de la nueva situación se plantearon en
términos irreductibles; ya que las críticas, y el accionar de la
burguesía se concentraron en una férrea oposición al Estado
absolutista y la nobleza; provocando la ruptura del poder
predominante de la aristocracia, la mayoría de las veces por
medios violentos.
La manifestación intelectual de la burguesía fue la Ilustración, que
contrapuso el principio de la razón al de la tradición y el
insnaturalismo racionalista, a los principios legitimistas y a los
privilegios propios de los estamentos; sin dejar de conceder,
consecuentemente, derechos naturales a todas las personas como
tales4.
Esta simple caracterización es útil para afirmar las características
básicas del liberalismo, como una ideología nueva que tiene
capacidad suficiente para captar y racionalizar las aspiraciones
concretas de una época que comienza.
El liberalismo, en tanto idea – fuerza, tenía capacidad innovadora
y eficacia para quebrar la cosmovisión imperante; rompió con la
tradición para enaltecer a la razón como su propia identidad; a la
vez que la burguesía adquirió plena conciencia de su
protagonismo.
Es cierto que el Estado absolutista o despótico ya se debilitaba de
modo progresivo por dos razones gravitantes; en primer lugar
3
Kühnl, Reinhard (1971) “El Liberalismo”; en Wolfgang Abendroth y Kurt
Lenk (1971) Introducción a la ciencia política. Barcelona. Anagrama. p. 61
4
Kühnl, Reinhard (1971) “El Liberalismo”… cit. págs. 62 y ss.
224
porque la sociedad no se había acostumbrado a ser gobernada en
detalle desde un centro de poder y, a su vez, porque carecía de
una auténtica ideología legitimadora ya que el proceso de
secularización del Estado resultaba incompatible con la doctrina
del derecho divino de estas monarquías5. Pero la activa progresión
de las ideas liberales aceleraron esta ruptura.
El soberano dejó de ser el fin del Estado, que se transformó
radicalmente en beneficio directo de los ciudadanos, lo que
derivó, por propia gravitación, en que debía ser la burguesía en
ascenso, la que ejerciera el poder político, según las normas
preestablecidas en una Constitución6. Surge, así, la expresión
Estado de Derecho; que en síntesis, traduce la idea de subordinar
todo el poder estatal y sus actividades a un orden jurídico.
Básicamente, ampliando sus alcances se pretendió afianzar por el
derecho las libertades individuales, “tuteladas por la
Administración”7.
Así, la idea del constitucionalismo moderno es un aporte liberal8
que traduce sus contenidos fundamentales en determinados
principios: declaraciones, derechos y garantías; separación de
poderes; supremacía de la Constitución; igualdad ante la ley, entre
5
Negro, Dalmacio (1995) La Tradición Liberal y el Estado. Madrid. Unión
Editorial. p. 185.
6
Ampliar en: Portinaro, Pier Paolo (2003) Estado. Léxico de política.
Buenos Aires. Ediciones Nueva Visión. págs. 113 y ss.
7
Lucas Verdú, Pablo (1975) La lucha por el Estado de Derecho. Bolonia.
Publicaciones del Real Colegio de España. p. 13; para una breve síntesis
histórica acerca del estado de Derecho: Lucas Verdú, Pablo (1975) La
lucha… cit. pp. 14 – 16; García Pelayo, Manuel (1959) Derecho
Constitucional Comparado. Madrid. Revista de Occidente, 3ª ed., pp. 157 y
ss.
8
Matteucci, Nicola (1998) Organización del poder y libertad. Historia del
constitucionalismo moderno. Madrid. Ed. Trotta. pp. 259 y ss.
225
otros. Sin perjuicio de la pluralidad de visiones ideológicas,
concuerden o no, resulta evidente que la ideología creadora que
sustenta las normas reguladoras de los sistemas democráticos
actuales, es el liberalismo9. Naturalmente, este proceso histórico
político institucional se afianzó, cuando fue aceptado por la
sociedad a través de la consolidación de la victoria de la
burguesía, alcanzando, entonces, prestigio y vigencia.
La idea liberal plasmó de diversos modos según las características
culturales de los distintos países y no en todos lo hizo con la
misma intensidad y alcances. Sin embargo el liberalismo, pese a
estas variantes, puede sistematizarse según una correlación de
ideas e instituciones que lo caracterizan de acuerdo con sus
realizaciones en la realidad política y sus repercusiones en las
dimensiones económicas y sociales10.
La lucha por el poder llevó necesariamente a la burguesía a
confrontar, en todos los terrenos, contra el Estado absoluto;
exigiendo sin tregua la delimitación legal y la máxima
racionalidad en la limitación de toda autoridad, con la finalidad
expresa de abolir definitivamente el poder del absolutismo.
El Estado liberal cumple dos funciones: una ordenadora y otra de
servicio para la sociedad; a fin de que todos los individuos puedan
desarrollarse libremente, sin perturbar las libertades ajenas. Es así
que en la idea del Estado liberal, éste puede cumplir
exclusivamente funciones ordenadoras y nunca de regulación,
configuración, protección o promoción; ya que pondría en riesgo
9
Vallespín, Fernando (1997) “El Estado liberal”, en: Rafael del Aguila, ed.,
(1997) Manual de Ciencia Política. Madrid. Editorial Trotta. págs. 53 y ss;
García Pelayo, Manuel (1959) Derecho Constitucional Comparado… cit.
pp. 169 y ss.
10
Kühnl, Reinhard (1971) “El Liberalismo”; en: Wolfang Abendroth y Kurt
Lenk… Introducción… cit. p. 67.
226
la preservación de los derechos fundamentales individuales que en
estas constituciones constituyen el núcleo ideológico, que
fundamenta la existencia del orden jurídico liberal.
En la concepción liberal, toda la actividad específica del Estado
debía sujetarse a cumplir y hacer cumplir la ley. En este sentido
puede afirmarse que los fines del liberalismo debían alcanzarse en
una república parlamentaria, en la que el poder ejecutivo y el
poder judicial se limitaran a cumplir la voluntad normativa
emanada del poder constituído por los representantes del pueblo;
de igual modo sucedió con las repúblicas presidencialistas
sustentadas en un orden jurídico liberal, con menor predicamento
por parte del Congreso11.
El orden liberal necesita para su funcionamiento de un
ordenamiento jurídico previsible y eficaz, para asegurar con
antelación que el sistema económico pudiera desarrollarse sin
interferencias. Necesariamente los titulares del poder debían
observar y cumplir con las leyes fundamentales arquitectónicas
del Estado liberal; consecuentemente “la autoridad de la ley había
de sustituir a la autoridad del soberano; la voluntad debía dar paso
a la razón”12.
En la dimensión cultural de la realidad social, el liberalismo
postuló la libertad intelectual en sus más amplios aspectos:
libertad de pensamiento, de fe, de conciencia, de investigación y
de enseñanza. Es decir, la práctica de la tolerancia y de las
libertades ante todas las convicciones basadas en la razón13.
Para el pensamiento liberal, Estado e Iglesia debían separarse,
debiendo la Iglesia, o las Iglesias, tener la libertad de
autodeterminarse sin depender de las instancias estatales. De igual
11
Vallespín, Fernando (1997) “El Estado liberal”; en:… cit. p. 76).
12
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”… cit. p. 74).
13
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”… cit. p. 77.
227
modo sucedió con la enseñanza religiosa que debía pasar a
depender de cada culto religioso, con independencia de la
enseñanza escolar que, a su vez, debía propender exclusivamente
a desarrollar el progreso intelectual y la libertad de los individuos.
Asimismo, promovía la libertad matrimonial civil, el derecho de
emigrar o inmigrar, las libertades profesionales y la liberalidad
como modo de vida.14.
El capitalismo liberó las fuerzas de la economía, del comercio y
del cambio que unidos a los rápidos avances tecnológicos,
convirtieron a los antiguos Estados agrarios europeos, en Estados
comerciales e industriales; la burguesía logró no sólo la primacía
económica, sino también el poder político15.
La burguesía actuó en nombre de la libertad y de la igualdad de
derechos para todos los hombres, con la manifiesta intención de
construir un sistema económico liberal con la misma finalidad.
Los sujetos económicos serían iguales y libres. El Estado liberal
sólo debía garantizar los cimientos de esta sociedad de
propietarios particulares, por medio de libertades básicas:
comercio, propiedad, herencia y contratación.
En definitiva, en la teoría liberal, todos los hombres debían tener
idénticas posibilidades de convertirse en propietarios, adquiriendo
las condiciones necesarias para ejercer la posesión y la formación
necesaria que caracterizan al “hombre liberal”, que no es más que
aquél “económicamente independiente y políticamente
emancipado”16.
14
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”… cit. p. 78.
15
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”… cit. p. 68.
16
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”; en: Wolfang Abendroth y Kart
Lenk… Introducción … cit. p. 80.
228
2. Legitimación popular y constitucionalismo
Una vez imperantes las ideas de la Ilustración, el Estado se
materializó en una institución propia de los hombres, cuya
legitimidad radicaba en la voluntad del pueblo y cuya finalidad
última era el bien común de todos y cada uno de sus integrantes.
El soberano, en adelante, sólo era un mandatario del pueblo –
renovable – dentro del Estado; ya que el liberalismo observó el
Estado desde la afirmación de los derechos y libertades
individuales fundamentales17.
A medida en que se afianzó el pensamiento liberal, las
Constituciones incluyeron las “declaraciones de derechos” como
su parte dogmática. Los primeros antecedentes se encuentran en la
historia constitucional de Gran Bretaña, como “límites” o
“frenos” a la posible expansión de las atribuciones de la Corona,
como “declaración de derechos humanos”: así, la Petición de
Derechos de 1628, la Ley de Habeas Corpus de 1679 o la
Declaración de Derechos de 1689. Recién con los “Bill of Rights”
de los estados norteamericanos y con la Declaración de Derechos
de Estados Unidos incluidos en la Constitución de 1787, y en
Francia, en 1789, con la Declaración de los Derechos del Hombre
y del Ciudadano, incorporada a la Constitución de 1791, que
perdura vigente en la Constitución actual de 195818.
La división de poderes fue un principio sustancial en el empeño
de desarticular los poderes absolutos congregados en el monarca.
En este sentido, el parlamento constituyó el más importante y, por
lo tanto, el primero de los objetivos de la burguesía. En el Estado
liberal el parlamento es la institución central. Si bien, se lo
17
Lucas Verdú, Pablo (1975) La lucha… cit. p. 13; Vallespín, Fernando
(1997) “El Estado liberal”; en: Rafael del Aguila, ed., (1997) Manual… cit.
p. 71.
18
Vallespín, Fernando (1997) “El Estado liberal”… cit. pp. 71 y ss.
229
concibió no como instancia de poder, sino como la representación
de la razón en la discusión pública, excluyendo todos los intereses
y la vía del empleo de la fuerza. De cualquier modo, este primer
modelo de liberalismo no dejaba de partir del supuesto que en el
Parlamento, razón mediante, no existirían conflictos ni
contradicciones sociales profundas, sino simples discrepancias
superables por la discusión libre y pública. De igual modo
sucedería en las Repúblicas presidencialistas, como en los Estados
Unidos y en los Estados que habían adoptado, al menos en teoría,
este modelo. El Congreso ejercía funciones deliberativas y de
control del Poder Ejecutivo.
En el Estado liberal, el Parlamento, constituido por los
representantes del pueblo, tiene como función esencial el control
de los actos del Poder Ejecutivo. Con el advenimiento de la
república parlamentaria se consolida y adquiere forma política
institucional la vida liberal; ya que es el parlamento, en principio,
la institución que intervenía en la composición y designación de
los principales funcionarios del soberano o de quién ejercía las
atribuciones ejecutivas. Las funciones específicas del parlamento
“idealmente representante de la razón general y sociológicamente
de la burguesía”,19 tienen directa correspondencia con la situación
de los diputados, con determinadas capacidades de los votantes y
una organización específica de los partidos políticos.20
Consecuentemente estos diputados eran representantes de todo el
pueblo y no de grupos o sectores. Pero no dejaban de poseer
similitudes en lo cultural y en lo social. Este modelo de
representación se estableció, más allá del régimen político
específico, en todas las constituciones liberales del siglo XIX y se
19
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”… cit. p. 68.
20
Sobre la interpretación parlamentaria: Vallespín, Fernando (1997) “El
Estado liberal”; en… cit. pp. 77 y ss.
230
proyectó en las del siglo XX, con la obvia exclusión de los
ordenamientos jurídicos dictatoriales o totalitarios21. A partir del
siglo XIX y comienzos del siglo XX, en los sistemas
parlamentarios o presidencialistas, la prensa escrita contribuyó en
la difusión de los debates legislativos que abordaban las
principales cuestiones de interés público, por cuanto las
iniciativas tenían generalmente origen parlamentario (estado
legislador); quedando sus integrantes sometidos a un relativo
control difuso por parte de corrientes restringidas de la opinión
pública.
Como consecuencia de la industrialización y el surgimiento
consiguiente del proletariado, en el seno de los parlamentos se
plantearon complejos problemas, crisis y conflictos de diversa
naturaleza y magnitud, que superaron el modelo del
parlamentarismo según este primer estadio del pensamiento
liberal. Ello obligó posteriormente a un replanteo de la estructura
del Estado y de sus fines y funciones.
En gran medida, el parlamento se convirtió posteriormente en
representante del público (pueblo) en discusión. Nació entonces,
la forma política moderna de la representación burguesa, ya que la
opinión pública, cada vez más potenciada por la revolución
tecnológica comunicacional, resultó – como adelantamos – una de
las fuerzas políticas gravitantes del Estado de derecho liberal.
Los fundamentos del Estado de Derecho liberal, no consisten más
que en los resultados obtenidos por los individuos, libres e iguales
en derechos, mediante contratos o acuerdos pacíficos, que son los
cimientos de toda arquitectura institucional y privada.
21
Taibo, Carlos (1997) “Rupturas y críticas al Estado Liberal: socialismo,
comunismo y fascismos”; en: Rafael del Aguila, ed. (1997) Manual de
Ciencia Política. Madrid. Ed. Trotta. pp. 81 y ss.
231
Cuando el Estado liberal de Derecho, se subsumió en el Estado
Constitucional, se establecieron los principios de orden político –
institucional siguientes: supremacía de la constitución reguladora
de toda la actividad estatal; declaraciones, derechos y garantías
incorporados a la constitución; igualdad de los ciudadanos ante la
ley; legalidad de la administración; separación de poderes;
reconocimiento de la personalidad jurídica del Estado;
independencia del poder judicial: control de constitucionalidad de
las leyes22.
Las funciones de los representantes parlamentarios comenzaron a
cambiar en la medida en que el derecho al voto se fue ampliando,
haciendo posible el ingreso a las luchas políticas de amplios
sectores sociales excluidos hasta fines del siglo XIX y que
representaban intereses opuestos y en muchos aspectos
inconciliables con aquellos de los que provenían los
parlamentarios hasta entonces. Esta realidad que progresó,
particularmente después de la primera guerra mundial, produjo la
necesidad de replanteos profundos de las ideas liberales23.
Los partidos políticos debieron afrontar las nuevas realidades y
readaptar sus estructuras y la composición de sus miembros. La
prensa escrita y después oral se convirtió en un relevante
22
Lucas Verdú, Pablo (1975) La lucha por el Estado de Derecho… cit. pp.
23 y 24. Zippelius, Reinhold (1989) Teoría General del Estado. México.
Porrúa. pp. 276 y ss. Vallespín, Fernando (1997) “El Estado liberal”; en: …
cit. pp. 79 y ss. García - Pelayo, Manuel (1959) Derecho Constitucional
Comparado… cit. pp. 141 y ss. Negro, Dalmacio (1995) La Tradición
Liberal y el Estado. Madrid. Unión Editorial. pp. 185 y ss. Ver también
Corbetta, J.C. y Piana, R.S. “Constitución Política de la República
Argentina. Dimensiones normativas y jurisprudenciales de la realidad
política argentina”, La Plata, Ed. Scotti, 2005.
23
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”; en: Wolfang Abendroth y Kart
Lenk… Introducción… cit. pp. 70 – 74.
232
instrumento de lucha política: informativa, crítica y partidaria. En
consecuencia, la opinión pública adquirió el rol de una fuerza
política, si bien no organizada y difusa, en plena expansión y
fuerte gravitación social por sí misma. Sin embargo, la
concepción liberal no justificaba la expansión del poder, siempre
peligroso para las libertades individuales; sino la preservación de
sus fundamentos filosóficos integrados por la moral y la razón en
aras de un humanismo general y comprensivo24.
24
Aranguren, José Luis (1965) Etica y Política. Madrid. Guadarrama. p. 97.
25
Gallegos Méndez, María Teresa (1997) “Estado Social y Crisis del
Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual cit. p.108
233
decir, no consistía en un planteo ético, sino de adaptación a una
realidad histórica; que de intentarse necesitaría de un Estado
estructuralmente fuerte y estable26.
La monarquía social resultaba para von Stein el mejor modo de
gobierno por su capacidad integradora de los diferentes intereses
sociales.
Ante los postulados revolucionarios de Marx, Louis Blanc, desde
una postura socialista consideró imprescindible el empleo de una
vía reformista para firmar la igualdad socio-económica. En este
sentido, el Estado debía asumir la responsabilidad de intervenir
para implantar, en beneficio del interés general, la justicia social.
Según Blanc el mercado por sí mismo, no podía ser garantía de
equilibrio y ecuanimidad; por esta razón correspondía al Estado
asumir estas funciones, creando nuevos organismos encargados,
junto a una nueva organización del trabajo, de realizar un
programa social, propuesto por Blanc, que si bien no intentaba
destruir el capitalismo aceptaba la realización pacífica de una
revolución social, sobre la base del sufragio universal afirmara la
democracia política. Es decir, Blanc proponía una profunda
transformación social que requería el concurso de todos los
sectores, incluso los privados, teniendo al Estado como el factor
preponderante en el más amplio sentido27.
También derivadas del marxismo, se encuentran las propuestas de
la socialdemocracia europea, en autores como Lasalle y Bernstein,
entre otros. El programa del Partido Socialdemócrata alemán,
fundado en 1875, es representativo de estas corrientes
revisionistas; ya que su diferencia básica con los postulados
26
Gallegos Méndez, María Teresa (1997) “Estado Social y Crisis del
Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual… cit. pp. 108 y 109.
27
Gallegos Méndez, María Teresa (1997) “Estado Social y Crisis del
Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual… cit. p. 108.
234
marxistas, constituye el abandono de la revolución como método
para adoptar las vías reformistas28.
Siguiendo esta última propuesta, el Estado no debe desaparecer,
por el contrario, se convierte en un instrumento de los cambios y
transformaciones necesarias para alcanzar la emancipación de las
clases trabajadoras; a lo que debemos sumar la unión entre
democracia política y democracia social ya que ambas,
simultáneamente, podían asegurar el imprescindible equilibrar
entre libertad e igualdad. Es decir, la socialdemocracia no planteó
una lucha abierta contra el Estado liberal sino en relación con
determinadas modalidades y contenidos específicos del mismo.
Entre otras reformas proponía la participación y el control de los
trabajadores en todo este intenso proceso de reformas. De igual
modo los representantes mayoritarios del socialismo inglés: Shaw,
Wells o los Webb, sostenían similares ideas políticas29.
Asimismo el catolicismo social, adquirió un particular relieve en
el planteo de la cuestión social frente al Estado liberal. La primera
figura importante es la del Obispo de Maguncia, von Ketteler, a
partir de 1864, si bien un cuestionamiento y el de sus seguidores
tuvo un carácter teórico ya que no plantearon la posibilidad de
crear un “movimiento obrero cristiano”30; sus críticas se
dirigieron contra el liberalismo y el socialismo; a partir de un
programa en el que solicita la intervención del Estado, y que será
una constante en el catolicismo social hasta León XIII.
28
Cole, G.D.H. (1964) Historia del pensamiento socialista. III. La segunda
Internacional (1889 – 1914) Primera Parte. México. F.C.E. (2ª ed. en
español). pp. 240 y ss.
29
Gallegos Méndez, María Teresa (1997) “Estado Social y Crisis del
Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual… cit. p. 110.
30
Berna, Angel – Guix, José M. – Oses, José M. – Sierra, Alejandro (1966)
Doctrina Social Católica. Madrid. Instituto Social León XIII. 2ª ed. pp. 47 y
48.
235
En 1891, en sus grandes esfuerzos por reconciliar la Iglesia con el
mundo y después de otras importantes encíclicas, León XIII
proclama su encíclica “Rerum Novarum”31; en la que describe la
injusta distribución de los bienes, como asimismo el derecho y el
deber de la Iglesia de intervenir en la cuestión social. En lo
referente al Estado, León XIII enfrenta la corriente católica que
sostiene que el Estado debe inhibirse en estas cuestiones. Por el
contrario, el Papa da una definición auténtica del bien común, que
es función esencial del poder público, demostrando la obligación
del Estado en intervenir en ayuda de los obreros; de igual modo
afirma el derecho de contribuir con eficacia en la solución de los
problemas sociales que asiste a todos los hombres, en tanto es un
derecho natural que el Estado debe favorecer y proteger32.
Esta encíclica fue el punto inicial de una corriente de doctrina y
acción permanentes de la Iglesia frente a los problemas sociales33.
La consiguiente profundización y madurez de los estudios sobre
la doctrina social, la preocupación de los católicos, la crisis
económica que se inicia en 1929. unidos a la conveniencia y
necesidad de actualizar la doctrina de la “Rerum Novarum”,
llevaron al Papa Pío XI, en oportunidad de la conmemoración del
cuarenta aniversario de esta encíclica, para dar al mundo un
documento de mayor proyección que el de León XIII, que
reivindicó al proletariado; Pío XI se propuso “la restauración del
31
Encíclica “Rerum Novarum”; en: Ocho grandes mensajes. (1977). B.C.A.
(10ª. ed.) pp. 15 y ss.
32
Berna, Angel – Guix, José M. – Oses, José M. – Sierra, Alejandro (1966)
Doctrina Social Católica… cit. p. 50.
33
Strubbia, Mario (1983) Doctrina Social de la Iglesia. Buenos Aires.
Ediciones Paulinas. pp. 711 y ss
236
orden social y su perfeccionamiento con la ley evangélica”34.
Tampoco Pío XI, dejó de enjuiciar y enfrentar los totalitarismos
del siglo XX, en 1937, en su encíclica “Divini Redemporis”35;
condena el régimen totalitario soviético y pocos días antes había
condenado el régimen totalitario nacional – socialista de la
Alemania de Hitler36.
En estas referencias a la Doctrina Social de la Iglesia nos hemos
detenido de algún modo, dentro de la sencillez de lo expuesto, por
cuanto tienen particular relevancia en el estudio de las vicisitudes
del gobierno militar de facto de 1943 – 1946 y las exposiciones
sobre la cuestión social que realizó el entonces coronel Juan D.
Perón a partir de su designación como Secretario de Estado de
Trabajo y Previsión a fines de 1943 y que continuarán hasta al
menos los dos o tres primeros años de su gobierno constitucional;
prédica y acción que le sumarán adhesiones y el voto de amplios
sectores católicos.
Hermann Heller fue quien expresó la idea del Estado Social de
Derecho a fines de la década del ’2037. Al abordar la grave tensión
y la dicotomía existente entre Estado de derecho y dictadura.
Heller no dejó de preguntarse el por qué de los cambios
repentinos y de neto corte radical que ya progresaban en esta
34
Encíclica “Quadragesimo Anno”; en: Ocho grandes mensajes… cit. pp.
57 y ss. Berna, Angel – Guix, José M. – Oses, José M. – Sierra, Alejandro
(1966) Doctrina Social Católica… cit. pp. 55 y ss.
35
Encíclica “Divini Redemporis”; en: Doctrina Pontificia. II Documentos
Políticos por José Luis Gutiérrez García. (1958). Madrid. B.A.C. pp. 666 y
ss.
36
Encíclica “Mit brennender Sorge”; en: Doctrina Pontificia. II Documentos
Políticos… cit. pp. 642 y ss. En relación con el régimen fascista: Encíclica
“Non abbiamo bisogno”; en: Doctrina Pontificia. II Documentos
Políticos… cit. p. 524.
37
Heller, Hermann (1985) Escritos Políticos. Madrid. Alianza. p. 283.
237
época: Italia, España, Austria y los incipientes intentos totalitarios
en la misma Alemania, además de las vicisitudes verificables en
otros países; se interrogaba acerca de cuáles eran los
“deslizamientos sociales” que expresan estas transformaciones
políticas, económicas y espirituales en la realidad social38.
Sin duda Heller, tratadista de teoría política y del Estado, advierte
con claridad que se deben resolver dos problemas acuciantes: la
crisis de la democracia y del Estado de Derecho, que deben ser
preservados de la dictadura fascista, de la cristalización que
produjo el positivismo jurídico formal y, además, de las presiones
e intereses de los sectores dominantes, que han vaciado de valores
y sentido al Estado de Derecho, convirtiéndolo en un instrumento
formal, carente de posibilidades y eficacia. La solución que
proponía Heller consistía en no abandonar el Estado de derecho,
sino por el contrario, otorgarle nuevos contenidos sociales y
económicos, generando una nueva distribución de bienes y un
nuevo orden laboral. Es decir, no desdeñar ninguno de los
principios fundamentales del Estado de derecho liberal, sino
perfeccionarlos por medio de una manifiesta apertura a la
recepción de la cuestión social, incorporándola a los textos
constitucionales vigentes, en los cuales, necesariamente, se
incorporarían estos preceptos y se introducirían reformas en las
funciones y fines del Estado. La única alternativa posible, frente a
la dictadura fascista (y bolchevique) o ante la anarquía
económica, fue concebir e institucionalizar el Estado Social de
Derecho.
Estas afirmaciones de Heller, en su base, resultan sumamente
sugestivas para develar las incógnitas argentinas que tienen
eclosión en 1943 y se proyectan durante el gobierno de facto, pese
a sus vaivenes, que abordamos en el primer período de este
38
Heller, Hermann (1985) Escritos Políticos… cit. p. 284.
238
trabajo, en donde las hipótesis de solucionar las posibilidades de
graves conflictos sociales al finalizar la segunda guerra mundial,
fueron expuestos por el coronel Juan D. Perón y, con diferencias,
por sectores partidarios de la Unión Cívica Radical, del Partido
Demócrata Progresista, el Partido Socialista, por quienes adherían
a la Doctrina Social de la Iglesia y por otros sectores sociales e
intelectuales de distintos signos ideológicos; sin olvidar el
importante movimiento sindical emergente.
39
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
18.
40
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
18.
239
generalizada, planificada y sistemática41. Lo mismo sucede en la
dimensión económica; por cuanto en un comienzo liberal se
adoptaron algunas medidas protectoras de determinadas áreas
económicas relacionadas con el comercio exterior; asimismo, en
determinados casos, fundados en la necesidad de hacer primar
intereses de orden nacional, se recurrió al empleo de políticas de
subsidios estatales que posibilitaran, transitoriamente, el
desarrollo de actividades económicas que debían fomentarse; sin
dejar de considerar algunas intervenciones estatales directas
consideradas imprescindibles. Del mismo modo sucedió con lo
relacionado a los derechos sociales y su incorporación al orden
jurídico liberal42.
En las incumbencias del Estado social, por el contrario, existen
políticas estatales permanentes, resultado de trabajos de
planeamiento y programación sociales, en los que el Estado no
posee atribuciones discrecionales, sino dentro de los límites que
imponen las estructuras económicas existentes, que ya no son ni
socialistas ni capitalistas; sino que corresponden, según diversas
manifestaciones, a vertientes neocapitalistas.
Los condicionantes históricos que hicieron posibles estas “nuevas
funciones del Estado” constituyen un desafío para resolver nuevos
problemas, donde no son suficientes las anteriores estructuras
41
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
19; Forsthoff refiriéndose al Estado Social de Derecho y a la Constitución
de Weimar de 1919, afirma: “Apenas texto Constitucional alguno habrá
expresado la idea de lo social con tanta insistencia y tan ampliamente como
lo hizo la Constitución de Weimar”; V. Forsthoff, Ernst (1986) “Concepto y
esencia del Estado Social de Derecho”; en: W. Abendroth… cit. p. 75
42
Forsthoff, Ernst (1986) “Concepto y Esencia del Estado Social de
Derecho”; en: W. Abendroth… cit. p. 74.
240
estatales por una parte, y por otra, las posibilidades que ofrece el
desarrollo tecnológico y cultural de la época industrial43.
En esta cuestión es importante destacar la teoría formulada por
Keynes, en 1936, en relación con la posibilidad de mantener con
modificaciones el sistema económico capitalista y resolver, por
métodos democráticos, problemas acuciantes: la “cancelación del
paro” acudiendo a un “aumento de la capacidad adquisitiva de las
masas”, que repercutiría en el necesario crecimiento de la
producción y, en consecuencia, de una mayor oferta de empleo.
Esta propuesta de generar un nuevo circuito económico, se
lograría mediante la orientación y el control por parte del Estado;
sin abandonar el sistema de la propiedad privada de los medios de
producción44.
En realidad se replanteaba a fondo la necesidad de introducir
cambios de relevancia en las estructuras capitalistas. Hubo
quiénes advirtieron con lucidez que el malestar y las tensiones
socioeconómicas existentes no eran transitorios.
John Maynard Keynes, lo había enunciado en 1919, cuando con
gran lucidez advirtió sobre las consecuencias que producirían las
cláusulas del Tratado de Versailles veinte años después; de igual
modo en 1926 y con mayor precisión en 1936 afirmó que el
capitalismo no podía regularse a sí mismo, y que debía y podía ser
regulado. Estas ideas claves en la comprensión de la situación
imperante en la época, provocaron intensas reacciones y debates.
Sin embargo, las otras ideas en progresión llevaban a la acción
violenta y a los sistemas totalitarios de distintos signos
ideológicos.
43
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
19.
44
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
20.
241
Sus ideas superadoras, fueron receptadas para hacer frente a la
crisis y la gran depresión de alcances globales.45 En síntesis, las
medidas propuestas por Keynes eran claras: a) regular las tasas de
interés para incentivar la toma de créditos para nuevas
inversiones; b) aumentar la totalidad de la demanda rompiendo el
atascamiento existente; c) que el Estado ejerciera directamente
funciones empresariales (sustento de las obras públicas estatales).
Así, Keynes se propuso encontrar una nueva forma de equilibrio a
las funciones del capitalismo.
Si bien en otra línea de pensamiento, Kart Mannheim, afirmaba en
1942 que la organización de las sociedades que poseen un grado
de desarrollo suficiente no podían dejarse al azar. En los inicios
de los ’40, Mannheim había comprobado la realidad de las
tendencias ideológicas, políticas, sociales y económicas que
producían la desintegración de las sociedades democrático –
liberales. En primer lugar, el fracaso de la República de Weimar;
en la que un orden liberal sin planes, posibilitó la anarquía y ésta
generó, a su vez, el umbral totalitario entre mediados de 1932 y
enero de 1933.
El problema consistía en resolver o compaginar las libertades y
garantías del orden liberal con las imperiosas necesidades de la
sociedad moderna de masas. Para Mannheim, la solución reside
en adoptar una planificación democrática, ya que posibilitará
evitar los efectos negativos de la impostergable transformación
del Estado.
En el fondo, si bien por vías distintas, Keynes y Mannheim, se
proponían la transformación y modernización de las democracias
capitalistas liberales. En este sentido Mannheim no es ajeno, a las
necesarias reorganizaciones institucionales. Es decir, establece
45
Ampliar: Rondo Camerón (2000) Historia económica mundial. Madrid.
Alianza Editorial. pp. 439 – 504.
242
una imprescindible interrelación entre la reformulación
económico – social, la planificación y la correlativa
transformación de las estructurales estatales.
Los dos autores proponen sin más, la necesidad de implementar
un nuevo tipo de Estado; ambos convergen en reorganizar un
Estado intervencionista y regulador de la economía y de las
actividades derivadas, evitando el desequilibrio socioeconómico y
en el plano social, el caos. Keynes sostenía la intervención del
Estado para el salvataje del sistema económico. Mannheim,
afirmaba esta intervención para salvar el sistema democrático en
un sentido más amplio y abierto que el liberal.
En definitiva, el Estado liberal, los valores, básicos pueden
sintetizarse del siguiente modo: libertad, garantías individuales,
propiedad individual, seguridad jurídica, supremacía de la
constitución, igualdad, y la participación de los ciudadanos por
medio del sufragio en la formación de la voluntad estatal46.
El Estado social, asume estos valores, y fundamenta sus fines en
la obtención de una mayor eficacia, a partir de un contenido y una
base más material y abarcativa; “partiendo del supuesto de que
individuo y sociedad no son categorías aisladas y contradictorias,
sino dos términos en implicación recíproca”; no pueden realizarse
uno sin el otro47. Las libertades y las garantías específicas del
Estado liberal, sólo pueden actualizarse ampliándolas con
condiciones existenciales suficientes que aseguren la posibilidad
real de su cumplimiento. La seguridad (formal) debe
46
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
26. Lucas Verdú, Pablo (1975) La lucha por el Estado de Derecho… cit. pp.
23 y ss.
47
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
26; Lucas Verdú, Pablo (1975) La lucha por el Estado de Derecho… cit. pp.
95 y ss; Gallegos Méndez, María teresa (1997) “Estado Social y Crisis del
Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual… cit. p. 107.
243
profundizarse con la seguridad material: salarios mínimos,
empleo, atención médica, educación; la propiedad privada
individual cede ante los intereses generales de la sociedad y de
todos aquellos que con su trabajo participan en hacerla
productiva. De igual modo, la seguridad jurídica y la igualdad
ante la ley, deben complementarse con “condiciones vitales
mínimas” y la “nivelación de las desigualdades económico –
sociales”. Asimismo estos postulados deben complementarse con
una participación en el producto bruto nacional por medio de
prestaciones sociales y una efectiva participación democrática48.
Ahora bien, en cuanto al núcleo, desde el punto de vista histórico
del Estado social, lo constituyen los “seguros sociales”. Así
sucedió en Inglaterra; sin perjuicio de quiénes lo adjudican a las
políticas sociales del Canciller Bismarck en Alemania; sin
perjuicio de la polémica que suscitó entre las funciones y fines a
cumplir por el Estado y “las contradicciones entre capital y
trabajo, autoritarismo y democracia”49.
En 1914, los distintos sistemas de seguros obligatorios y
voluntarios, se habían establecido prácticamente en toda Europa,
reemplazando la diversidad de modos existentes de ayuda a los
más necesitados. Pese a algunas resistencias de orden sindical,
ante el control ejercido por el Estado, ya que aquellos perdían esta
gestión de autoayuda, simultáneamente progresaba la convicción
de que el sistema de seguros sociales por su expansión debía estar
a cargo del Estado.
48
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
26.
49
Gallegos - Méndez, María Teresa (1997) “Estado Social y Crisis del
Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual… cit. pp. 110 – 111.
244
Estas ideas se concretaron en las normas constitucionales de la
República de Weimar de 1919, la constitución austríaca de 1920 y
la constitución de la IIª República Española de 1931.
El sistema de seguros sociales se extendió a otros países, pese a la
crisis de 1929 y del establecimiento alemán como consecuencia
de la primera posguerra mundial; en general por influencia
socialdemócrata como en los países escandinavos: Dinamarca en
1929, Suecia en 1932 y Noruega en 1935. El fundamento de estas
medidas se traducía en la convicción que a toda sociedad le
corresponde asegurar a sus miembros una situación mínima de
seguridad económica y social; para lo que se requiere una
educación imprescindible en lo que hace a la solidaridad y la
cooperación social. el complemento necesario debía estar a cargo
de los servicios públicos.
La crisis de 1929, no dejó de mostrar la inestabilidad e
inseguridad de los modos y de las relaciones capitalistas de
producción, que tuvo alcances profundamente graves y negativos
por las repercusiones económicas y sociales en todos los países
que, en distinta medida, fueron alcanzados. Sus gobiernos
adoptaron medidas de intervención estatal para intentar equilibrar
las situaciones existentes.
La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, a partir de la
revolución bolchevique de 1917 y la guerra civil subsiguiente
había adoptado un sistema político y socioeconómico
radicalmente diferente al de los países occidentales. Italia a partir
de 1922 había optado por un régimen corporativo, populista y
autoritario; mientras que Alemania, desde fines de 1933, con el
partido nacionalsocialista en el poder adoptó rápidamente un
régimen racista y totalitario, especialmente a partir de la sanción
de las leyes de Nüremberg de 1935.
En el plano de las realizaciones, el “New Deal” del Presidente
Franklin D. Roosevelt, tuvo dos objetivos principales: obtener un
245
mercado equilibrado y lograr el pleno empleo; con la doble y
simultánea intención de paliar la desocupación y obtener la
reactivación de la organización productiva por medio del aumento
de la demanda. Por supuesto, en primer término lograr la
estabilidad de la moneda. En síntesis el “New Deal” implicó la
apertura, en los Estados Unidos, hacia la intervención del Estado
en su economía, en lo que no están ausentes las teorías
keynesianas.50
A su vez, Suecia adoptó un sistema de concertación entre
gobierno, empresarios y sindicatos. Los Estados adoptaron
distintos modelos pero con una solución en común, la
intervención estatal, en la mayoría de los casos como medida
coyuntural y transitoria, lo que dió lugar a lo que denominamos
intervencionismo defensivo. Fue Keynes, como ya viéramos,
quien realizó el aporte de su fundamentación científica.
En Inglaterra, el Informe Beveridge de 1942 proponía, en
definitiva, una política económica del Estado que sumada a una
política social, tuviera como finalidad alcanzar el pleno empleo.
Su diferencia con los postulados de Keynes consistían en que
mientras éste se refería a la demanda de los consumidores, el Plan
de Beveridge hacía hincapié en un sistema completo de seguridad
social, asistencia social y una política de redistribución del
50
Perkins, Dexter (1967) La era revolucionaria de Franklin Roosevelt.
Buenos Aires. Marymar. pp. 15 y ss. Hockett, H.C. y Schlesinger (1954)
Evolución Política y Social de los Estados Unidos. 1492-1951. Buenos
Aires. Kraft. (2 ts). II, 471 y ss. Schlesinger, Arthur M. (19682) La Era de
Roosevelt. La llegada del Nuevo Trato. México. U.T.E.H.A. II, pp. 83 y ss.;
491 y ss. Morison, Samuel Elliot, Commager, Henry Steele y Leuchtenburg,
William E. (1997) Breve historia de los Estados Unidos. México. F.C.E. (4ª
ed.) pp. 718 y ss.
246
trabajo51. Políticas que llevaron parcialmente a la práctica los
Laboristas cuando asumieron el gobierno en 1945, siguiendo
políticas de nacionalización. Francia, desde su primer plan de
modernización de 1947, adoptó de un modo sistemático la
planificación. Así, la industria pesada, la agricultura, el transporte,
el desarrollo de las regiones marginales; las políticas públicas:
educación, sanidad, obras… fueron objeto de sucesivos trabajos
de planificación.
En los Estados Unidos, dos instrumentos confluían en un mismo
objetivo: pleno empleo y el mantenimiento del sistema económico
en rendimiento.
En 1950, Europa occidental volvió a lograr sus niveles anteriores
a la guerra; doce años después los había duplicado. Sin duda el
Plan Marshall había sido la plataforma fundamental de esta rápida
recuperación. No sólo la ideología, sino las circunstancias y el
pragmatismo para adecuarse y aprovecharlas fueron los factores
que llevaron al Estado de Bienestar.
51
Ritter, G. A. (1991) El Estado social, su origen y desarrollo en una
comparación internacional. Madrid. Ministerio de Trabajo y Seguridad
Social. cit. en: Gallegos - Méndez, María Teresa (1997) “Estado Social
y…”, … cit. p. 115.
247
servicios sociales; mensurables en las proporciones
presupuestarias destinadas a estos fines, con una verdadera
capacidad económico – financiera para sostener estos costos y las
imprescindibles para su continuidad y reproducción.
En definitiva los objetivos básicos del Estado social fueron dos,
incrementar el consumo y el bienestar social; lo que hacía
imprescindible la intervención, la planificación y la coordinación.
El Estado social lo encuentra en la justicia distributiva; mientras
el primero es básicamente un Estado legislador, el Estado social
es un estado administrador que condiciona las modalidades de la
legislación para afirmar su acción destinada a asegurar la vigencia
de los valores sociales; lo que necesariamente genera la expansión
de los organismos estatales, una mayor cantidad de normas
sancionadas por el poder legislativo y el ejercicio de sus
atribuciones legislativas por parte del poder ejecutivo52.
En el orden liberal se pretendía proteger a la sociedad de la acción
del Estado considerada restrictivas de las libertades individuales,
mientras que en los fines del Estado social se encuentra la
protección de la sociedad, precisamente, por la acción del Estado;
el Estado se realiza – no por su inhibición – sino por su acción “en
forma de prestaciones sociales, dirección económica y
distribución del producto nacional”53.
La consolidación en la posguerra del Estado social, fue el
resultado de hechos y decisiones políticas, realizadas para
salvaguardar, con sus diferencias, el sistema democrático, ante las
experiencias extremas de los totalitarismos que asolaron el siglo
XX.
52
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
27.
53
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
27.
248
Sin duda pudieron obtenerse los requisitos básicos para que el
estado social pudiera progresar, una base constitucional
suficiente, un pacto político como sustento, la existencia de un
Estado intervencionista y regulador para asegurar la redistribución
de rentas, el crecimiento económico sostenido y el pleno empleo
como objetivos centrales e interdependientes. Asimismo, se
cumplieron las pautas de actuación consideradas necesarias:
selección y jerarquización de objetivo, racionalización política,
administrativa, económica y social; planificación e información54.
En todos los casos, con independencia de los modos y resultados,
esta proyección de lo público sobre lo privado, trajo aparejado la
ampliación de los organismos y el crecimiento de la complejidad
estatal55.
Bibliografía
54
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Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual… cit. pp. 122 – 123. Asimismo,
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. pp.
73 y ss.
55
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit.
pp. 170 y ss.
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251
252
EL OCASO DE LA NACIÓN–ESTADO
254
No hace tanto, en los recientes años sesenta, las cosas no parecían
así. En aquel tiempo, por el contrario, y a consecuencia en parte
del propio éxito aparente del ejemplo soviético por todas partes
las naciones recién descolonizadas iniciaban programas de
desarrollo basados en la estatalización de la economía y en la
planificación imperativamente centralizada. E incluso en los
países ya desarrollados el keynesianismo socialdemócrata del
estado del bienestar creía poder gestionar desde el sector público
todo el conjunto de la economía. Pero la crisis económica iniciada
en los años setenta desvaneció todas estas expectativas cifradas en
el liderazgo estatal. El estado keynesiano de bienestar, anegado
por la inflación, quebró, la socialdemocracia se descafeinó y tomó
la iniciativa un neoliberalismo rampante que abogaba por el
estado mínimo, la privatización del sector público, la
desregulación de la economía y el más libre desenvolvimiento de
la iniciativa privada.
Paralelamente, el crecimiento de la deuda externa arruinó todos
los proyectos de desarrollo basados en la planificación central que
los países del Tercer Mundo abordaban. El estatalismo de la
economía, con su ciega confianza en las nacionalizaciones, cayó
en el descrédito, a causa de su mismo fracaso. Y en cambio, el
ejemplo de los cuatro dragones del Pacífico (Corea, Taiwan,
Singapur y Hong–Kong), liderados por Japón, demostró el éxito
increíble de un modelo de crecimiento basado en dejar las manos
libres a la iniciativa empresarial capitalista. El propio estado, en
suma, pasó a verse privado de cualquier clase de iniciativa en el
protagonismo de la modernización económica, fuera de su papel
garante de la propiedad y la estabilidad.
Tanto es así que incluso los mismos estados del entonces llamado
socialismo real se vieron obligados, para no perder
definitivamente el tren de la modernidad, a hacerse la perestroika,
255
según el modelo chino de Ten–Hsiao–Ping, que trataba de
combinar autoritarismo político con revolución empresarial. Pero
ésta fórmula, que es de nuevo la reedición del despotismo,
ilustrado, parece también condenada a fracasar, como ha
demostrado el callejón sin salida en el que introdujo Gorbachov a
la Unión Soviética.
De hecho, la libertad es indivisible y, como probó el final del
franquismo, no se puede otorgar libertades económicas negando
las políticas. Pero esto no siempre es bien percibido así, pues se
parte de la base de que la prosperidad económica precisa
estabilidad política para inspirar confianza a los inversores. Lo
cual es cierto, pero también lo es que la estabilidad obtenida a
base de autoritarismo es ficticia, por lo que resulta
contraproducente. Por tanto parece más conveniente coger el toro
por los cuernos y desencadenar de una vez todas la libertades
(según el modelo de la transición española), aún a costa de tener
que soportar inicialmente un período de caos y desorden, con
graves pérdidas económicas, cuyo cáliz hay que apurar hasta las
heces.
Este parecer ser, en definitiva, el significado histórico de los
acontecimientos de Moscú. En un comienzo, algunos gobernantes
y bastantes comentaristas saludaron el intento de golpe de estado
del 19 de agosto casi como un mal menor, necesario por
inevitable, de cuya necesidad podría hacerse virtud. Al respecto se
observaba que, tras Tian–An–Men (cuyo coste en vidas humanas
se lamentaba amargamente), las autoridades absolutas de Pekín
estaban consiguiendo tasas de crecimiento económico superiores
al 15% anual, mientras que en cambio la Unión Soviética estaba
reduciendo su producto interior a un ritmo similar expresado en
tasas negativas. Por tanto, la argumentación de estos observadores
venía a corresponder a las fases absolutistas del inicio del estado
moderno: primero obténgase el suficiente orden público para que
256
se produzca la modernización económica, que después ya caerá la
democracia política por su propio peso. Sin embargo, no estamos
en el siglo XVII sino en el XX, en una aldea global
instantáneamente comunicada y con unos recursos humanos en
Rusia y China plenamente instruidos y escolarizados. Parece
lícito, por tanto, dudar sobre la viabilidad actual del despotismo
ilustrado.
Muy bien pudiera tener razón el último Informe sobre el
desarrollo del mundo en 1991, del Banco Mundial, cuando
concluye que, a pesar de coyunturales episodios de crecimiento, el
autoritarismo político se ha revelado más como un freno que
como un catalizador del desarrollo; y que, en este sentido, lo que
más favorece la modernización es la conjunción de tres factores:
la educación de las poblaciones, la libertad política y la autonomía
de las instituciones. Viene a ser, una vez más, el reconocimiento
del acierto de Tocqueville, cuando afirmaba: “La democracia no
proporciona el más capaz de los gobiernos sino aquello que ni el
más habilidoso (de los autoritarios) consigue hacer, que es
desplegar por toda la sociedad una actividad incansable, una
fuerza sobreabundante y una energía inusitada que, por poco
favorecidas que estén por las circunstancias, pueden producir
maravillas; éstas son sus verdaderas ventajas”.
5. La paradoja de la nación
No obstante, por muy funcional que pueda en ocasiones resultar el
nacionalismo, no deja por ello de basarse en una contradicción
insalvable: la de precisar un estado con el que identificarse
biunívocamente para poder existir realmente, pues, sin él, la
nación sólo posee una entidad exclusivamente imaginaria, de
hipóstasis nominalista. Adviértase que, si bien la nación precisa
un estado propio para existir a través de él, no sucede lo mismo a
la inversa, pues el estado puede existir sin nación, con nación o
con varias nacionalidades internas. De ahí que el nacionalismo
posea compulsivamente una ineludible vocación secesionista: la
de hacerse con un estado propio e intransferible, sin querer
compartirlo con nadie; pues sólo así, gracias a la sucedánea
existencia transferida por el estado cautivo, puede la nación, como
un cangrejo ermitaño, presumir que posee existencia propia.
Ahora bien, esta avidez nacionalista por revertirse con la forma de
un estado no supondría mayores problemas si hubiera tantos
estados posibles como naciones potenciales. Pero no es así. El
estado es una entidad real, material, finita y observable: hecha de
jueces, funcionarios, gobernantes, policías y militares. Por lo
tanto, el estado es un bien escaso, con ingentes costes de
construcción y mantenimiento, que impiden que el número de
estados posibles pueda crecer indefinidamente. En cambio, la
nación es una entidad ideal, espiritual, imaginaria, ilimitada e
indefinible: sin principio ni fin claramente reconocibles. Y así,
267
existe un número potencialmente infinito de naciones posibles,
pues la nación no es un bien escaso y costoso sino algo excedente
y sobreabundante: un lujo gratuito y desbordante. Con lo cual, la
consecuencia de esta diferente naturaleza del estado (escaso,
costoso y finito) y de la nación (excedente, gratuita e infinita) es
que mientras son muchas las naciones llamadas a poseer su propio
estado, son muy pocas las escogidas que logran obtenerlo.
En suma, como advierte Gellner, el número de estados posibles
resulta necesariamente muy inferior al número de naciones
potenciales. Por lo tanto, la vocación estatal de la mayor parte de
los nacionalismos deberá frustrarse indefectiblemente. De tal
suerte, la pasión nacionalista es tan absurda, paradójica e inútil
como la del cartógrafo de Borges, obligado a dibujar un mapa del
imperio a escala uno por uno. Y así es de kafkiana la voluntad
nacionalista de construir estados–naciones a escala uno por uno.
No sólo resulta físicamente imposible multiplicar el número de
los estados hasta hacerlo coincidir con el número potencialmente
infinito de naciones, sino que, además, incluso en el caso de que
fuese factible, dejaría de tener sentido alguno, pues, al igual que
un mapa idéntico a la realidad no permitiría orientarse en ella,
tampoco un estado idéntico a su nacionalidad permitiría
gobernarla.
Por definición, toda entidad reguladora debe exhibir menor
variedad y mayor constancia que la entidad por ella regulada. Esta
es la esencia misma de toda institución: la de restringir la variedad
de la conducta regulada por ella. Para que los estados puedan
regular institucionalmente a las nacionalidades hace falta que
haya menor número y variedad de estados que de naciones. Por
eso, al igual que cada padre puede educar a varios hijos y cada
maestro enseñar a varios discípulos, también cada estado puede
regular institucionalmente a varias nacionalidades. A fin de
cuentas, esta es la regla de oro de Bertrand Russell para resolver
268
las paradojas de inclusión y pertenencia (como la del cretense
mentiroso, que decía “todos los cretenses mentimos siempre”, sin
que pueda determinarse la veracidad de su afirmación): una clase
no puede ser miembro de sí misma, ni el continente identificarse
con su contenido. Y bien, de igual modo, tampoco el estado, que
es la clase continente, puede nunca llegar a identificarse ni
confundirse con la nacionalidad o nacionalidades que en él se
incluyan como su propio contenido.
Esta naturaleza lógicamente contradictoria del concepto de
nación–estado, que es en sí mismo un absurdo sin sentido, se
traduce, a efectos prácticos, en el irresoluble problema de cómo
trazar fronteras políticas entre los distintos estados que puedan ser
respetuosas con las muchas más numerosas nacionalidades que en
ellos se contienen. Y si la cuestión resulta irresoluble es porque,
además del problema derivado del número ilimitado de
nacionalidades que pueden establecerse (dado el derecho de
autodeterminación que posee la sociedad civil), aparece otro
nuevo asociado al hecho de que, si bien las fronteras jurídicas
entre los estados son siempre nítidas, precisas, claras y distintas
(como las líneas que forman dos planos al cortarse), las fronteras
culturales entre las naciones, por el contrario, son siempre
indistintas, borrosas, imprecisas y difusas (como la mezcla que
forman dos nubes al coincidir). En efecto, la seguridad jurídica
exige que se esté bajo una u otra jurisdicción estatal, sin sombra
posible de duda alguna, y nunca bajo dos jurisdicciones a la vez o
bajo ninguna jurisdicción estatal. En cambio, frente a esta
discontinuidad entre los estados, la continuidad entre unas y otras
nacionalidades es total, pues nunca se sabe dónde deja de influir
una y comienza su acción la próxima, tal es el solapamiento con
que se interpenetran: por ello, siempre aparecen
plurinacionalismos, hibridación, mestizaje y doble o aún triple
nacionalidad. E incluso puede darse el vacío nacional, la ausencia
269
total de identidad nacional (mientras que, en cambio, no puede
haber huecos vacíos, entre unos y otros estados). ¿A qué lado de
qué frontera entre qué naciones puede situarse una persona que
carezca de conciencia nacional alguna?: ¿en la jurídicamente
inexistente tierra de nadie inter–nacional, es decir, en las junturas
o costuras de las fronteras entre las naciones?
Esta confusión intrínseca, que impide definir con precisión las
fronteras entre las naciones, se ve agravada por dos tendencias
actualmente vigentes. Por un lado, como acabamos de ver, crece
el número de irredentas nacionalidades potenciales, que desean
emanciparse. Las afiliaciones étnicas y las identidades nacionales
se van subdividiendo cada vez más, hasta llegar al conocido
fenómeno de las muñecas rusas (matriochkas) que se van
encerrando unas dentro de otras: destapas una nación y te salen de
dentro varias nacionalidades nuevas, que a su vez encierra cada
una de ellas a otras varias subnacionalidades más. Pero por el otro
extremo, en el nivel estatal, y al menos en los países
desarrollados, se produce la tendencia opuesta: los estados tienden
a integrarse en estructuras interestatales del tipo de la Comunidad
Económica Europea, a las que ceden una parte creciente de sus
respectivas soberanías nacionales. Por tanto, el efecto resultante
de ambas tendencias es la progresiva reducción en el número de
estados mientras crece indefinidamente el de nacionalidades, con
lo que se hace más compleja cada vez la pirámide jerárquica de
los niveles de inclusión y pertenencia en que se articulan las
relaciones entre los estados y las naciones. Y dada esta nueva
complejidad, ¿cómo aplicar con claridad y distinción suficientes
la regla de oro de Bertrand Russell, que exige separar
cuidadosamente las naciones contenidas de los estados
continentes, cuidando que jamás una clase llegue a ser miembro
de sí misma? Como resultado de tan kafkiano absurdo, crece la
arbitrariedad bajo la que son percibidas las fronteras entre las
270
naciones–estado, fronteras que ya no parecen responder a criterios
coherentemente justificables. Pero ¿cómo no habrían de resultar
arbitrarias las fronteras, si deben a la vez dividirse y multiplicarse,
ser rígidas y elásticas, indefinidas y finitas, únicas y plurales?
6. La ficción fronteriza
La cuestión de las fronteras pueden llegar a constituir el gran
debate que marque el ocaso de la nación–estado. Pues, en efecto,
las fronteras se están quedando cada vez más sin criterios
rigurosos e indudables que las puedan justificar. El mercado
capitalista, conforme crece y se desarrolla, sobrepasa cualquier
posible frontera que antaño lo contuviera, haciéndolas estallar casi
todas, a medida que la internacionalización de los intercambios se
extiende y se intensifica. De hecho, dada la libre circulación de
capitales, de mercancías y de profesionales cualificados que se ha
generalizado por todo el occidente capitalista (y no sólo por la
CEE), el único mercado que continúa contingentado y necesitado
de fronteras es el mercado del trabajo sin cualificar.
En efecto, la desigualdad salarial del precio de la mano de obra,
entre el centro y la periferia del capitalismo, hace que exista un
ingente potencial de emigración de los trabajadores manuales
desde las zonas deprimidas (América Latina, África subsahariana,
los países árabes, el sur de Asia y el este de Europa) hacia los
espacios septentrionales más urbanizados e industrializados. De
acuerdo a las leyes del mercado, si tal circulación potencial de
trabajadores llegase a realizarse de hecho efectivamente, los
salarios del centro capitalista bajarían inmediatamente (al menos
en términos reales, medidos en precios relativos), en función del
exceso de mano de obra originado por la inmigración atraída. Y a
ello se oponen rotundamente todos los trabajadores empleados en
el centro privilegiado, especialmente los más y mejor sindicados.
En consecuencia, la oposición política de las clases trabajadoras
271
impide que se abran las fronteras a la libre inmigración de los
desheredados tercermundistas, que deben resignarse a los seguros
peligros de la emigración ilegal.
De esta manera, puede que las vigentes fronteras sí conserven
intacta una espuria función económica, que es la de impedir la
libre circulación de la mano de obra. Pero esta justificación
resulta ineficiente (porque impide actuar a las leyes del mercado)
e ilegítima (porque discrimina laboralmente a los trabajadores
excluidos en beneficio de los privilegios residentes, atentando
claramente contra el principio de igualdad de oportunidad), por lo
que parece claramente arbitraria. De tal modo, su alegación para
justificar la necesidad de las fronteras suele merecer severas
críticas dado su evidente cinismo insolidario. Y, para evitarlo,
suele disfrazarse ocultándola bajo maquillajes más aceptables por
la opinión pública, como son el nacionalismo, el racismo y la
xenofobia. Ahora bien, si tratamos de escoger la nacionalidad
como un criterio capaz de justificar la sobrevivencia de fronteras,
advertiremos (como ya hemos visto) que, dada su indefinición
cultural, la nación, por sí misma, resulta incapaz de trazar
fronteras claras y distintas, a causa de su difusa borrosidad. Por
ello necesita revertirse de precisas formas estatales y jurídicas,
susceptibles de justificar y definir la digitalidad de las fronteras.
Con ello llegamos al corazón mismo del estado, como único
argumento capaz de justificar la necesidad de que sobrevivan las
fronteras. Pero ¿por qué habría de necesitar por sí mismo el estado
unas concretas fronteras físicas, en lugar de cualesquiera otras,
dada su abstracta racionalidad formal? Desde el punto de vista
jurídico del derecho administrativo, no existe ningún problema en
alterar, suprimir o multiplicar las fronteras (al margen de razones
de coste económico y eficacia técnica), pues las leyes son
convenciones modificables a voluntad, con tal de que
proporcionen la suficiente seguridad jurídica al discriminar a qué
272
jurisdicción estatal pertenece cada unidad territorial. Por tanto, la
sobrevivencia de las actuales fronteras tampoco puede basarse en
la naturaleza jurídica del estado. Entonces ¿qué nos queda, como
razón que explique la arbitrariedad de las fronteras?: subsiste la
desnuda fuerza militar, que no sólo se halla en el origen
fundacional del estado moderno sino que es, además, la directa
responsable del actual trazado de las fronteras, tras la finalización
de la II Guerra Mundial.
De hecho, lo que decide a qué lado de la frontera pertenece un
territorio o un grupo social no es su nacionalidad o su jurisdicción
administrativa, sino su dependencia última de una u otra autoridad
militar. A fin de cuentas, las fronteras entre los estados siguen
siendo una cuestión de divisorias entre cada vecina soberanía
militar. Sin embargo, algo ha cambiado ya. Hasta hace muy poco,
cada autoridad militar independiente podía creerse auténticamente
soberana, por su capacidad de resistir con éxito suficiente (en
términos disuasorios) cualquier posible agresión externa. Pero en
los últimos tiempos, dos novedades han hecho posible que el
concepto de soberanía militar, consustancial al estado nacional,
haya pasado a la historia. Estas dos innovaciones son la capacidad
de disuasión ilimitada del arma nuclear y el advenimiento de un
sistema internacional unipolar, liderado por la hegemonía
indiscutida de una sola potencia nuclear.
Desde que existen las armas nucleares, la guerra ya ha dejado de
ser un medio racional para defender los propios intereses, porque
siempre, necesariamente, los costes superan con creces a los
beneficios incluso para el claro vencedor de la contienda. Lo cual
ya quita mucho peso al concepto de soberanía militar, dada su
muy limitada aplicabilidad. Pero, al menos, antes, durante la
guerra fría, el equilibrio del terror entre las dos grandes potencias
permitía que localmente siguiera teniendo sentido el concepto de
soberanía militar, ya que el temor a la posible respuesta del otro
273
bloque neutralizaba la capacidad de intervención de cada
potencia, permitiendo una relativa independencia limitada. Y
ahora ya no es así. Una vez que la Unión Soviética perdió la
carrera de armamentos a causa de su inferioridad económica, el
campo ha quedado libre para el liderazgo mundial de una sola
potencia militar suprema, que es, como se ha demostrado en el
caso de la guerra de Irak, la norteamericana (única que posee la
suficiente capacidad de decisión política para movilizar un
ejército profesional de mercenarios anglosajones capaz de ejercer
el monopolio mundial de la violencia legítima). A partir de aquí,
ya carece por completo de sentido el concepto de soberanía
militar nacional y, en consecuencia, los ejércitos nacionales se
tornan inservibles y los jóvenes se niegan a prestar gratuitamente
un servicio militar obligatorio carente de soberanía que
salvaguardar.
De hecho, asistimos a una situación internacional análoga a la
vigente en cada territorio nacional durante la fundación de su
respectivo estado moderno: un primus inter pares que pasa a
monopolizar el control de la violencia legítima para poder
imponer por todo el territorio planetario el imperio de la ley
fundada en el derecho internacional. La diferencia es que, ahora,
el ámbito territorial sobre el que se ejerce esa soberanía jurídica
ya no es el circunscrito por unas fronteras defendibles, que acotan
los límites de la nacionalidad, sino el conjunto entero de la
sociedad mundial. Ya no hay, por tanto, fronteras que valgan. Así
se acerca hacia su ocaso la nación–estado, sin auténtica soberanía
militar que justifique la sobrevivencia de sus propias fronteras,
carentes ya de toda posible defensa.
A partir de aquí, los optimistas pueden creer que, gracias al
paraguas militar norteamericano, puede fundarse un nuevo orden
mundial que imponga planetariamente la seguridad jurídica del
imperio de la ley internacional (lo que incluye la supresión del
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principio de no injerencia en los asuntos internos): y bienvenida
sería esta pax americana, si fuese capaz de favorecer el
surgimiento y desarrollo de una nueva era modernizadora, basada
en el progreso económico y democrático del actual Tercer Mundo,
pero conducida no ya por el estado nacional, que ha
protagonizado la modernización de estos últimos quinientos años,
sino ahora que un inédito y kantiano estado mundial de derecho.
Los escépticos, en cambio, puede que ya no podamos llegar a
esperar tanto. Deberemos, pues, conformarnos con el consuelo de
saber que, en cualquier caso, ya carecen por completo de sentido
las actuales fronteras entre las naciones–estado.
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