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Nuevos ensayos sobre la

democracia contemporánea
Nuevos ensayos sobre la
democracia contemporánea

Juan Carlos Corbetta – José María Marchionni – Ricardo


Sebastián Piana (Compiladores)
Corbetta, Juan Carlos
Nuevos ensayos sobre la democracia contemporánea. - 1a ed. -
Buenos Aires : el autor, 2014.
279 p. ; 14x21 cm.

ISBN 978-987-33-4454-1

1. Ensayo Político. I. Título.


CDD 920.82

Fecha de catalogación: 11/02/2014

Juan Carlos Corbetta - Editor


1º Edición 2014.
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina
ÍNDICE GENERAL

Presentación 7
INTERROGANTES ÉTICOS SOBRE LA GLOBALIZACIÓN
17
Roberto TOSCANO*
DE LA POLIS A LA COSMÓPOLIS. 39
*
José María MARCHIONNI
¿HAY QUE REGULAR LA GLOBALIZACIÓN? 77
La reinvención de la política 77
*
David HELD
REALISMO Y COSMOPOLITISMO 103
Barry BUZAN y David HELD*
GOBERNABILIDAD ¿PARA QUÉ? 129
*
Josep COLOMER – Salvador GINER
¿CANSANCIO DE LA DEMOCRACIA O ACOMODO DE LOS
POLÍTICOS? 141
José RUBIO CARRACEDO
LA DEMOCRACIA Y EL PODER DE LOS PARTIDOS 167
Roberto L. BLANCO VALDÉS*
REPRESENTACIÓN, SELECCIÓN, PARTICIPACIÓN. 195
Ricardo Sebastián PIANA
DEL ESTADO LIBERAL AL ESTADO SOCIAL 223
Juan Carlos CORBETTA*
EL OCASO DE LA NACIÓN–ESTADO 253
*
Enrique GIL CALVO
Presentación

En un libro anterior hemos presentado doce ensayos cuyo eje


central fue la democracia contemporánea1. Completando aquella
entrega se ofrecen al lector nuevos artículos relacionados con la
democracia contemporánea a través de algunas de sus más
trascendentes problemáticas: la globalización, la participación, la
gobernabilidad, el fin del Estado Nación y los partidos políticos.
Es indudable que todas estas temáticas, en cualquiera de sus
diferentes visiones, brindan un marco de referencia que es
imposible soslayar para comprender acabadamente la complejidad
del sistema de gobierno, de resolución de conflictos y – por qué
no – de vida en la democracia.
Si bien alguno de los trabajos fueron ya editados en la revista
española Claves de Razón Práctica dirigida por Javier Pradera y
Fernando Savater y en la revista Leviatán, también española,
todos ellos son actuales y conservan la frescura y novedad para el
lector local a pesar de tener más de una década desde su edición.
Los artículos elegidos permiten comprender mejor esa
interrelación entre democracia y los nuevos desafíos y son fuente
de inspiración para futuros cuestionamientos sobre la
problemática que plantean estos temas.
En el primer trabajo, titulado “Interrogantes Éticos sobre la
Globalización”, su autor, Roberto Toscano, diplomático por la
República de Italia, se propone estimular la discusión sobre las
implicancias éticas del fenómeno de la globalización. Sostiene la
existencia de una conexión entre el sistema de producción y
consumo y el sistema de valores que se manifiesta como una

1
Corbetta, Juan Carlos y Piana, Ricardo Sebastian (comp.), Ensayos sobre
la democracia contemporánea, EDULP, La Plata, 2009.
7
forma de compatibilidad o de correspondencia, más que, de
causalidad entre uno y otro. Desde esta perspectiva conceptúa a la
globalización no sólo como un fenómeno objetivo de tipo
económico sino como una ideología, con todas las características
de ésta. Así pues, se replantea el problema de la relación entre la
ética y la ideología que fuera tan acuciantemente trágica en el
siglo XX. Examina esa relación traumática en cuatro aspectos: en
la prevalencia de lo abstracto sobre lo concreto, en la imposición
de una teoría que no admite alternativas, en una pérdida de la
bipolaridad que resta autodeterminación al hombre en tanto
individuo y que correlativamente implica su desconocimiento
como Otro. Este análisis lo lleva a considerar las implicaciones
morales de dos consecuencias de la globalización que se dan en
paralelo: el aumento de las desigualdades y la reducción de las
distancias, por lo que, la proximidad de aquellas dispara como
correlato el problema de la seguridad al que se responde con
fórmulas que generan más exclusión y marginalidad. De allí que
aparecen identidades como formas ilusorias y devastadoras de
salvación. Ante este panorama el autor propone civilizar la
globalización, lo cual considera posible siempre que exista una
ciudadanía pluralista que exija y ejerza sus derechos incluso por
fuera del marco tradicional del Estado-Nación recurriendo a los
distintos niveles de gobernabilidad mundial que ya existen en los
ámbitos políticos y normativos.
El segundo trabajo le corresponde a José María Marchionni quien
analiza la globalización en una amplia perspectiva histórica que
nos permite “re-descubrir” esta vivencia en el helenismo aunque
deberían esperarse siglos para que este concepto encontrara un
nombre. Si, en términos generales, la globalización y globalidad
es vista como un ensanchamiento del mundo conocido con
intercambios de cultura y un debilitamiento de las estructuras

8
locales esenciales, ciertamente este no es un fenómeno de la
modernidad.
El trabajo hace una comparación entre las crisis de la polis griega
y del actual Estado Nación exponiendo las continuidades y
novedades del fenómeno. Se sostendrá que la
desterritorialización del poder, que de eso se tratan en esencia los
procesos comparados, deriva en la apertura de una instancia
cosmopolita en el plano de las instituciones y del pensamiento.
Reflexionar sobre los efectos de las mutaciones del pasado –
señala el docente de la Universidad Nacional de La Plata- tal vez,
nos permita comprender mejor la etapa de transición que estamos
atravesando en el presente.
El ensayo David Held se pregunta: ¿Hay que regular la
globalización? La cuestión puede reformularse en los siguientes
términos: qué posibilidades hay de llevar a cabo una regulación
pública y exigir una responsabilidad democrática en el contexto
de la ampliación e intensificación de relaciones sociales que
connota la globalización. Para responder a ese interrogante, el
autor pasa revista a los profundos cambios que se operaron en el
ámbito del poder político y económico por los procesos globales.
En especial se refiere a las radicales transformaciones
experimentadas por las comunidades políticas democráticas que él
identifica en los siguientes aspectos: 1) el poder político efectivo
no se asienta exclusivamente en el gobierno nacional sino que es
compartido con otras instancias o niveles de gobernación, 2) la
comunidad política de destino autodeterminada no se puede situar
coherentemente dentro de una sola Nación Estado, 3) la soberanía
si bien subsiste lo hace fuertemente asediada, 4) aparición de
nuevos tipos de problemas fronterizos que ponen en tela de juicio
la diferenciación entre asuntos domésticos y extranjeros,
generando comunidades de destino superpuestas. En atención a
estas mutaciones y para contestar el planteamiento formulado al
9
principio, Held propone su concepción del ciudadano
cosmopolita. Este sería una persona que media entre muchas
comunidades políticas diversas. Es decir, que goza de una
ciudadanía múltiple que le permite acceder, participar y exigir en
distintos niveles institucionales locales, nacionales, regionales o
globales. Por tanto la democratización de la globalización sólo es
posible en tanto sea exigida y controlada por una ciudadanía
cosmopolita que canalice sus demandas a través de instituciones
idóneas a tal efecto.
El cuarto capítulo se corresponde a un diálogo-debate entre Barry
Buzan y David Held moderado por Anthony McGrew y grabado
por la BBC para el curso de la Open University de Londres. Los
conocidos politólogos defienden cada uno la validez de sus
respectivas posturas teóricas para interpretar las cambiantes
realidades políticas actuales. Así pues, Barry Buzan aboga por la
perspectiva del realismo, que postula una estricta separación entre
la política dentro de los Estados y entre los mismos, mientras
que, David Held, sostiene el enfoque del cosmopolitismo, que
profesa un concepto más unificado de la vida política. En efecto,
la teoría política realista se centra en la política del poder y se
basa en el conflicto, distinguiendo claramente dos campos: uno
dentro del Estado y otro fuera del Estado o entre los Estados. En
esta concepción es fundamental la idea de soberanía, pues,
entendida como autogobierno exclusivo, define lo que es el
Estado. Por otro lado, la teoría cosmopolita cuestiona la división
anterior, considerando que, si bien el poder es importante, lo es,
no sólo en las relaciones dentro de los Estados y entre ellos, sino
también, en otras dimensiones de la vida social. Es interesante
apreciar cómo en la discusión, de alto nivel académico, se hacen
concesiones recíprocas sin mengua de las propias posiciones,
enriqueciéndose el intercambio de ideas con las opiniones
contrarias. De allí pues que, después de leer esta entrevista se
10
pueda concluir con cierta validez que, ambas teorías políticas,
más que excluirse mutuamente, se pueden complementar para
explicar más acabadamente la cambiante y compleja realidad
política que nos toca vivir.
En el siguiente artículo, “Gobernabilidad ¿Para qué?” Josep
Colomer y Salvador Giner se refieren a las denominadas crisis de
gobernabilidad que, en los últimos tiempos, parecen ser una
constante que deben soportar las sociedades democráticas-
liberales. En la opinión de los autores la cuestión no se reduce al
problema de la viabilidad de un gobierno, sino que debe de
situarse en el plano más amplio de una condición del poder y la
autoridad. Así también advierten que las sociedades democráticas
por su propia configuración son más sensibles que las otras a los
problemas del gobierno que contribuyen a formar. Después de
definir la gobernabilidad en condiciones democráticas, analizan
las dos dimensiones que la componen: la legitimidad y la eficacia.
En cualquiera de estos dos rubros se pueden suscitar
cuestionamientos a la gobernabilidad, pero, sin lugar a dudas la
principal causa de ingobernabilidad contemporánea se atribuye a
la sobrecarga estatal y a la falta de respuestas adecuadas a las
demandas que la sociedad le formula al Estado. Para abordar este
tópico los autores postulan una mirada superadora a la que ellos
consideran la “tenaza dialéctica entre liberales y
socialdemócratas” recurriendo a otros criterios de análisis. En
este sentido encuentran en los “teoremas de la imposibilidad” y
sobre todo en el primero formulado por Kenneth Arrow al
problema que plantea el gobierno de una sociedad compleja con
múltiples preferencias. En el sentir de estos autores dichos
teoremas no demuestran la imposibilidad de gobernar eficazmente
ese tipo de sociedades sino la inconveniencia de que la pretensión
de los gobiernos de producir una única orientación colectiva de

11
los asuntos sociales muy diversos entre sí que conlleven una
obligación de obediencia universal.
En “¿El cansancio de la democracia o acomodo de los políticos?”,
José Rubio Carracedo replica, con notable vehemencia, la opinión
de Francisco Laporta expuesta en el artículo “El cansancio de la
democracia” publicado en la compilación anterior.2 Recordamos
que según el argumento de Laporta, no es que la democracia
representativa de partidos funciona mal por un déficit intrínseco,
sino que, ella reproduce los vicios del demos que la sustenta.
Contra esta tesis se alza Carracedo aduciendo que Laporta no
parece ser consciente que es el modelo liberal representacional
(aunque no representativo), el gran responsable de forjar aquel
demos, a modo de un incesante proceso de retroalimentación.
Desde este atalaya critica las descalificaciones que hace Laporta
de las soluciones que podrían aportar: los mecanismos de
participación, la democracia paritaria, la alternativa de los nuevos
movimientos sociales y la apertura a la sociedad de los partidos
políticos. Y a su vez plantea cinco propuestas para regenerar el
espíritu cívico del pueblo: 1) educar a los ciudadanos, 2) crear un
código de ética para políticos demócratas, 3) instaurar un Consejo
de Control de los Partidos, 4) dar significancia institucional al
voto en blanco y 5) disminuir la importancia de los líderes
carismáticos para la vida democrática.
En el artículo “La democracia y el poder de los partidos” el
constitucionalista de la Universidad de Santiago de Compostela,
Blanco Valdés, analiza el nuevo fantasma que recorre Europa: el
antipartidismo. Sostiene la quiebra en la persistencia electoral de
las organizaciones más tradicionales en beneficio de movimientos

2
Ver Corbetta Juan Carlos y Piana Ricardo Sebastián (compiladores),
“Ensayos sobre la democracia contemporánea”, EDULP, La Plata, 2009,
p.51.
12
políticos que se presentan ante la opinión pública pretendiendo
superar el marco burocratizado de los partidos históricos. El
financiamiento y la democracia interna de los partidos, parecen,
en este análisis, haber dinamitado la confianza en los partidos
tradicionales. Pero el autor no se queda con el diagnóstico, sino
que propone distintas estrategias para que los partidos políticos se
abran a la sociedad: de una oferta oligárquica y burocrática a una
oferta democrática, posibilitando las posibilidades de elegir, si se
nos permite el juego de palabras, desbloqueando las listas
bloqueadas ó “sábanas” en nuestro tal como nosotros las
conocemos.
En el ensayo “Representación, selección, participación”, Ricardo
Sebastián Piana, docente de la Universidad Nacional de La Plata,
realiza un recorrido teórico sobre estos tres aspectos esenciales
para la teoría de la democracia. Sostiene que si bien la
participación puede ser una práctica natural de una comunidad
siempre está institucionalizada pues requerimos de ciertas pautas
que la regulen y definan quiénes están autorizados a participar,
con qué tipo de procedimiento se tomará la decisión, si ésta se
alcanzará por simple mayoría, mayoría calificada o por consenso
y qué tipo de consecuencias tendrá la decisión, es decir, si ella es
vinculante o no para las autoridades instituidas y legitimadas para
tomar esa decisión. En ese capítulo se dan cuenta de de la
creciente preocupación en establecer mecanismos de
participación, tanto su faz política, como más recientemente, en la
gestión pública.
Si bien la participación resulta la clave de bóveda del sistema
democrático, su estructura está dada por las complejas
instituciones para la selección de los gobernantes y su carácter
representativo. La participación no se opone a la representación ni
la selección de candidatos a través del voto es su único
instrumento. De allí que el autor repasa los diferentes
13
procedimientos de selección de candidatos, deteniéndose en el
sufragio, así como los presupuestos de la representación política y
explora la vinculación (no necesaria ni directa) entre sufragio y
régimen representativo.
Juan Carlos Corbetta, docente también de la misma Universidad,
analiza el proceso, las ideas y las funciones del Estado liberal y
del Estado Social. Al describir las grandes transformaciones
políticas, sociales, económicas y culturales, se detiene en la crisis
de 1929 y la necesidad de la intervención del Estado en todo
aquello que anteriormente se dejó librado a la regulación natural
de los mercados. Señala que necesariamente –y más allá de los
fundamentos teórico-ideológicos- el Estado se encontró, como tal,
inmerso en este profundo proceso de transformación, que
siguiendo distintos cursos de acción (revoluciones violentas o
cambios relativamente pacíficos) transformaron sus estructuras y
reformularon sus fines y funciones. Conceptualmente, define, el
Estado social se refiere a la intervención reguladora y
distribuidora de bienes y servicios que debe cumplir el Estado en
la sociedad con el objeto de afianzar la justicia social y promover
el bienestar general desde concepciones superadoras de lo
individual que pueden corresponder a distintos fundamentos
filosóficos y si bien el desarrollo pleno de este modelo de Estado
interventor o social, se produjo en los países industrializados o
postindustriales todas las transformaciones, por su profundidad y
alcances, repercutieron en el mundo entero.
Finaliza el libro con “El ocaso de la Nación-Estado”, donde
Enrique Gil Calvo reflexiona acerca de la posibilidad de que se
haya cumplido el ciclo vital de la nación-estado, tras una
trayectoria de más de quinientos años. Esa idea se ve abonada, a
su entender, por la coincidencia de tres factores: 1) el fracaso
histórico del despotismo ilustrado, puesto de manifiesto por el
hundimiento de los estados comunistas, 2) la emergencia de
14
nuevos nacionalismos y 3) la finalización de la guerra fría que
implica la desaparición del equilibrio bipolar. El autor se inclina
por pensar que el Estado Moderno se presenta como partero del
desarrollo modernizador. Expone su biografía a través de su
despliegue en distintas etapas históricas que conducen a lo que él
denomina la paradoja del Estado. La misma consiste en que, dado
que, la única función del estado es crear las condiciones que
hagan posible que la sociedad por él regulada alcance su
emancipación total, una vez llegado a esta faz, el Estado
desaparecería, confirmando la vieja profecía de Marx, pero por un
sentido muy distinto. No por la superación de la lucha de clases
sino por autodestrucción, en tanto, su culminación implica su
cese. Totalmente emancipada la sociedad civil sólo necesita al
Estado como mero administrador de las cosas. El problema se
presenta con la “cuestión nacional” frente a la cual el autor
declara tener una postura que califica de “escepticismo
agnóstico”. Para él el concepto de nación no tiene otra realidad
más que el de una “hipóstasis nominal”. Sin embargo, como las
entidades de ficción existen en la realidad por sus consecuencias,
estudia brevemente los efectos del nacionalismo. Más allá de la
funcionalidad que demuestran los mismos no pueden evitar, lo
que el autor denomina, la paradoja de la nación, que se explica
por la necesidad que tiene ésta de darse la forma de un estado con
el que identificarse biunívocamente para poder existir realmente.
Esta tendencia no sería conflictiva si no fuera porque, el número
de estados posibles resulta necesariamente muy inferior al número
de naciones potenciales. Ello así, por el principio de la teoría
organizacional, según el cual todo entidad reguladora debe exhibir
menor variedad y mayor consistencia que la entidad por ella
regulada. Por tanto la vocación estatal de la mayor parte de los
nacionalismos deberá frustrarse indefectiblemente. Concluye así
que, el concepto de nación-estado tiene una naturaleza
15
lógicamente contradictoria que torna irresoluble la espinosa
cuestión de la demarcación de las fronteras estatales. Para mayor
complicación, los procesos de integración tienden a disminuir el
número de estados, en tanto que, tienden a crecer el reclamo de
las nacionalidades. Frente a este panorama el autor considera que
es inexorable la declinación del Estado-Nación, lo que genera
consecuencias inciertas en el plano internacional pero, la
seguridad, a su entender, que las fronteras han devenido obsoletas.
Hemos puesto a disposición del lector un rico material sobre la
interacción entre la globalización, la participación, la gobernanza,
la democracia, los partidos políticos y el Estado que estimula al
pensamiento e incentiva a la reflexión. Tal vez sean más las
dudas e interrogantes que se generan, que las certezas o respuestas
que se obtengan. Pero esto lejos de sorprendernos o desanimarnos
nos confirma en la convicción de que la búsqueda de la verdad y
el bien común, que contribuyen a un mejor vivir, que en definitiva
es el fin de la política, es una tarea incesante.

Juan Carlos Corbetta, José María Marchonni y


Ricardo Sebastián Piana

16
INTERROGANTES ÉTICOS SOBRE LA
GLOBALIZACIÓN

Roberto TOSCANO*

Para comprender la fase histórica en la que se encuentra, la


humanidad necesita definiciones sintéticas, paradigmas
omnicomprensivos. Es por esta razón por la que, tras el final de la
guerra fría, hoy se habla de "globalización". Es indudable que,
como todas las síntesis, todos los paradigmas, esta definición
comporta simplificaciones excesivas y reduccionismos deletéreos,
pero sería fútil negarse a utilizar una terminología que sirve, por
lo menos, para delimitar una temática, para identificar un campo
de discusión, aunque sea de forma aproximativa. En las
bibliotecas hay ya multitud de volúmenes sobre las características
de un sistema económico mundial con unas reglas del juego
únicas, relacionado por los mismos canales, y en el que las
particularidades nacionales son cada vez menos relevantes. Pero
no es de esto de lo que queremos hablar: más bien nos gustaría
estimular, con este artículo, una discusión -no muy avanzada por
el momento- sobre las implicaciones éticas del fenómeno de la
globalización.
Creemos que es preferible hablar de "implicaciones" más que de
consecuencias. Sería absurdo resumir en este contexto la diatriba -
ya agotada, esperamos- sobre las relaciones entre estructura y
superestructura, pero lo que si podemos observar empíricamente
es que, cualesquiera que sean la dirección y la intersección de los

*
Roberto Toscano fue Ministro Consejero en la Representación Permanente
de Italia en la ONU en Ginebra. Publicado en la Revista Claves de Razón
Práctica nº 86 de octubre de 1998. Traducción de Valentina Valverde.
17
nexos causales, siempre múltiples, lo que emerge es la conexión
entre sistema de producción (y consumo) y sistema de valores. Es
decir, nos parece más correcto hablar de compatibilidad, de
correspondencia, que de causalidad. Es en esta clave en la que
consideramos útil formular algunos interrogantes éticos.

1. La ideología de la globalización
Si queremos afrontar un discurso de tipo ético-cultural sobre la
globalización, en primer lugar es indispensable rechazar el
supuesto según el cual la globalización es únicamente un
fenómeno "objetivo" de tipo económico, cuando en realidad ese
fenómeno es también y, podemos añadir, sobre todo, una
ideología
1
. De la ideología posee todas las características: la sistematicidad
que excluye cualquier desviación, el rechazo de la crítica, la
pretensión de objetividad, la aspiración a expandirse, la
consideración de las ideologías competitivas como superadas, el
triunfalismo, la dureza. Pero si nos encontramos ante una
ideología, entonces no podemos evitar volver a plantear el
problema de la relación entre ideología y política, de las
repercusiones en el plano de la ética de la presencia de una
ideología dominante, un problema trágicamente conocido por
quien ha vivido en este siglo XX. En especial, creemos que vale la
pena examinar los siguientes aspectos:

1
Alan Touraine: “La globalización como ideología”, El País, 29 de
septiembre de 1996. Escribe Touraine: “...hoy estamos dominados por una
ideología neoliberal cuyo principio central es afirmar que la liberación de la
economía y la supresión de las formas caducas y degradadas de
intervención estatal son suficientes para garantizar nuestro desarrollo. (…)
Esta ideología ha inventado un concepto: el de la globalización. Se trata de
una construcción ideológica y no de la descripción de un nuevo entorno
económico”.
18
a) Como en todas las ideologías, también en el marco de
la globalización lo abstracto prevalece sobre lo concreto.
¿Pero no es precisamente este factor la raíz del mal desde
el punto de vista ético? Si es verdad, como enseña
Emmanuel Levinas, que en el fundamento de la ética está
"el rostro del Otro"2, ¿qué sucede cuando se persigue
modernización, liberalización y crecimiento económico
sin considerar la individualidad (el rostro) de los seres hu-
manos que terminan por convertirse en la carne de cañón
concreta de esas estrategias abstractas? Napoleón
(ideología nacionalista) persigue la grandeza de Francia y
un nuevo orden europeo sin preocuparse por los
centenares de miles de seres concretos sacrificados. Mao
(ideología marxista) quiere construir el comunismo chino
a costa de la muerte, el sufrimiento y la humillación de
millones de chinos concretos. Esta repercusión política de
la ideología, este mecanismo, ¿no se repite cuando
analizamos la contraposición entre estrategia/ideología de
la globalización y seres humanos reales, con su rostro, con
su vida concreta? Está claro que no es lo mismo despedir
a un trabajador que matar; pero también en estos casos se
justifica el daño acarreado a un ser humano por el triunfo
de lo abstracto sobre lo concreto.

b) Además, no se trata sólo de praxis: incluso la teoría,


cuando se propone/impone sin alternativas, lleva consigo
preocupantes implicaciones en el plano ético. Si la historia

2
De Emmanuel Levinas véase en particular: Le temps et l’autre, PUF,
1994; L’au-dela du verset, Minuit, 1982; Entre nous, Grasset, 1991;
Humanisme de l’autre homme, Fata Morgana, 1972.
19
ha terminado, como ha sostenido con una tesis
inmerecidamente famosa un tal Fukuyama, también se han
terminado las alternativas proponibles para su evolución
futura. Las alternativas que se propusieran resultarían
absurdas, irracionales, ilegitimas. Estamos, como dicen
los franceses, en el reino de la pensée unique. De esta
forma, se pone en duda, se define como irrelevante,
superada, la legitimidad del Otro como persona capaz de
proponer visiones alternativas del mundo. No se trata
simplemente de una acusación polémica, de un juicio de
intenciones. Entre los promotores de la globalización, o
mejor dicho, entre los ideólogos de la globalización, ha
surgido el amor por una cierta TINA (There Is No
Alternative). Un personaje descarado, pero, por lo menos,
sincero. En el informe recientemente elaborado por una
gran multinacional, Shell, se afirma sin falsos pudores:
tecnología y mercado han creado hoy día un mundo sin
alternativas, el mundo de TINA, "un juego duro,
impersonal"3.

c) La ideología de la globalización comporta, como todas


las ideologías, una "pérdida de bipolaridad" grávida de
consecuencias bajo el aspecto ético. Lo que se pierde, en
concreto, es esa bipolaridad, indispensable para crear un
espacio en el que el individuo pueda llevar a cabo
elecciones éticamente relevantes, que atinen alcance
individual de objetivos económicos de naturaleza privada
y aplicación de principios de solidaridad social
convertidos en hechos concretos gracias al
funcionamiento de una dimensión pública.

3
Royal Duthc/Shell Group, Global Scenarios 1995-2020, Ginebra 1997.
20
Como resulta dramáticamente evidente por la experiencia
de los países que acaban de salir del sistema comunista, la
precedente negación de bipolaridad" (dimensión pública
que anulaba la privada) ha sido sustituida por la situación
opuesta. Por lo que, de la misma forma con la que los
disidentes del sistema soviético denunciaban el desastre
ético causado por esa "pérdida de bipolaridad", hoy
deberíamos preguntarnos cuáles son las implicaciones,
bajo el aspecto ético, de una pérdida de signo contrario
pero con resultados no del todo disímiles. Es decir, tras el
comunismo, política y economía han cambiado de forma
radical (de forma claramente positiva la primera, con una
tendencia positiva la segunda), pero bajo el aspecto ético
la nueva ideología dominante ha consagrado el nacimiento
de un homo novus que, debido a la pérdida de tensión
entre dimensión pública y dimensión privada (es decir,
entre Estado y sociedad), no encuentra un espacio en el
que actuar de acuerdo con principios éticos. La
experiencia concreta de quien ha vivido el leninismo, el
estalinismo y el posestalinismo no podía por menos que
llevar a considerar al Estado como enemigo de toda
posibilidad de autodeterminación en el plano de la ética.
La disolución de este sistema en coincidencia con la
consolidación de la ideología antiestatal de la
globalización ha oscurecido, por desgracia, la conciencia
del hecho de que una sociedad no organizada, con un
Estado débil, hace imposible dicha autodeterminación. No
deberíamos olvidar que tanto la libertad absoluta (la
soberanía absoluta del Yo) como la ley absoluta (la
soberanía absoluta del Estado) destruyen el precario

21
espacio que crea para la ética la tensión entre esos dos
polos4.

d) La perversión política por excelencia atribuible tanto a


ésta como a las demás ideologías, la raíz de toda
prevaricación, violencia, cancelación del "rostro del
Otro", es el fenómeno de la idolatria5. Idolatría como
absolutización de hipótesis, esquemas, sistemas siempre
contingentes desde el punto de vista histórico y a los que
se eleva al estado de absolutos. Idolatría como
transformación de medios en fines. Sólo la relativización
de todo lo que se refiere a la vida de la sociedad es
compatible con el respeto de las normas políticas, en
especial por lo que se refiere al reconocimiento de las
exigencias de los demás, a la capacidad de relacionarse
con el Otro con solidaridad y compasión.

TINA es el becerro de oro de la idolatría contemporánea; y el


nuevo decálogo enumera, de forma tan apodíctica como el de

4
“La libertad absoluta es el derecho del que tiene más fuerza para dominar.
(…) La justicia absoluta pasa a través de la eliminación de toda
contradicción: éstas destruyen la libertad”. (Albert Camus: L’homme
revolté, Gallimard, 1951, pág. 345). O citando a Paul Valery, “Si el Estado
es fuerte, nos aplasta; si es débil sucumbimos”. (Citado por Víctor-Yves
Ghebali, “Paul Valery et l’oecumene politique”, en Valery et le monde
actuel, Lettres Modernes, París, 1993, pág. 25) .
5
Se trata de un concepto especialmente desarrollado por la religión y la
cultura judía. Véase Moshe Halbertal y Avishai Margalit: Idoles. Actes du
XXI Colloque des intellectuals juifs de langue française (a cargo de Jean
Halperin y Georges Levitte), París, Denoel, 1985: en especial la
intervención de David Kessler, Idéologies et idolâtrie, pág. 51.
22
Moisés, ya los mandamientos morales, sino reglas del juego
económico.

2. Más desiguales...
No vamos a considerar aquí la vexata quaestio del fundamento de
la ética: trascendente, naturalista, puramente voluntarista. Pero lo
que sí es seguro es que la existencia de una mínima base material
común es la premisa fundamental para el reconocimiento del Otro
como sujeto digno de respeto y solidaridad. No una igualdad total
en bienestar y cultura, pero por lo menos una divergencia que no
supere ciertos niveles. Que esto es verdad lo confirma la facilidad
con la que incluso personas que en la propia cultura y en el propio
ambiente son ajenas a la violencia y a la crueldad demuestran su
capacidad de borrar mentalmente el rostro del Otro, premisa de su
cancelación física, cuando se encuentran en confrontación con el
totalmente diferente: el colonialismo, el sistema de castas (incluso
en el seno de una misma sociedad), son casos concretos de este
mecanismo. Se trata de un fenómeno que está en la raíz de toda
violencia organizada (e ideológicamente legitimada); un
fenómeno que debe ser combatido, sin duda alguna, tanto en el
plano cultural como en el moral, y del que no podemos olvidar las
raíces incluso materiales.
En concreto, y por lo que concierne a la globalización, debemos
preguntarnos cuáles son las implicaciones en el plano moral del
aumento de las desigualdades materiales; del hecho, ya
ampliamente documentado6, de que mientras una parte de los
habitantes del planeta está integrada en el circuito de la
globalización (y obtiene beneficios consistentes, incluso rápidos,
de esta situación), otra ha sido expulsada de ese circuito, con una

6
Véase, en particular, Trade and Development Report, 1997, UNCTAD,
Ginebra, 1997.
23
consecuente pérdida de poder de adquisición y de niveles reales
de vida, resultado tanto de esa marginación como del
derrumbamiento de los sistemas (algunos de tipo
familiar/tradicional, otros de tipo estatal) que habían garantizado
hasta ahora ciertos niveles de vida. Pero si somos cada vez más
diferentes materialmente, ¿no será también más difícil establecer
nuestras relaciones reciprocas de acuerdo con el reconocimiento
mutuo de esa humanidad que nos une?
Vale la pena, para concluir este punto, citar lo que escribió
Benjamín Disraeli a mediados del siglo XIX reflexionando sobre
los efectos de la desigualdad entre los habitantes de Inglaterra:
"Hay dos naciones entre las que no existe relación alguna, no
existe simpatía, y son tan ignorantes de los pensamientos,
sentimientos y costumbres respectivas como si vivieran en zonas
diferentes, o incluso en planetas diferentes, corno si hubieran
crecido de forma diferente, hubieran sido nutridas por alimentos
diferentes, observaran diferentes comportamientos y no estuvieran
gobernadas por las mismas leyes"7. Creo que la llegada de los
albaneses a las costas italianas ha planteado también un problema
de carácter ético, aparte de los logísticos o políticos, demostrando
que, cuando se superan ciertos límites, la diferencia de niveles de
desarrollo, y no sólo la raza, puede dificultar el triunfo de una
ética de la convivencia.

3. ... pero más próximos


El problema se complica aún más debido al efecto más importante
de la globalización. Si es verdad que el aumento de las
desigualdades, de los desniveles, es una de las consecuencias de la

7
Benjamin Disraeli: Sibil, or Two nations, 1859, citado en Amelia
Oksenberg Rorty, ‘From Decency to Civility by Way of Economics’, Social
Research, 1997, pág. 114.
24
globalización, otra es la reducción de las distancias: un efecto que
no debe considerarse secundario porque constituye la verdadera
naturaleza del fenómeno. En suma, globalización quiere decir
"más disparidad y, al mismo tiempo, más proximidad". Y es
precisamente sobre este punto sobre el que se plantea un grave
interrogante ético. En efecto, la proximidad hace que el problema
ético sea más urgente. El Otro al que debemos reconocer es al que
tenemos ante nosotros, al que encontramos por la calle, al que
llama a nuestra puerta. Era demasiado fácil demostrar solidaridad
hacia los negritos que recibían la ayuda de los misioneros (y para
los que, de niños, introducíamos una moneda en los cepillos de las
iglesias) o también, unos años más tarde, apoyar la causa de la
justicia para los pueblos del Tercer Mundo. Hoy se nos pone a
prueba de forma concreta (es decir, personalmente, y no sólo
intelectual o políticamente). Y con frecuencia es una prueba que
fracasa miserablemente, como nos repiten una y otra vez las
crónicas incluso de nuestro país. Nos sentimos amenazados por el
Otro que es demasiado otro y, al mismo tiempo, está demasiado
cercano. En consecuencia, la seguridad se convierte en una
prioridad absoluta. En el país más abierto y con más diversidad
del mundo, Estados Unidos, los ciudadanos están dispuestos a
pagar mucho más por las cárceles que por las escuelas: disminuye
la solidaridad, aumenta la exigencia de seguridad. Pero no se trata
sólo de prisiones, de casas protegidas con vallas, de barrios
vigilados por patrullas, de guardias de seguridad privados. Se
trata, y esto es lo más grave en el plano ético, de la exclusión del
Otro considerada como única defensa posible ante la percepción
de una amenaza; una exclusión que comporta inevitablemente una
funesta negación del Otro como sujeto éticamente relevante. En
realidad, es un fenómeno que no se diferencia mucho del
fenómeno colonial: también en las colonias la
inevitable/insoportable proximidad con el diverso se resolvía
25
reduciendo la esfera de aplicación de principios éticos comunes.
Como ha escrito Pierre Hassner, es a partir de esta contradicción
de la que surge la peligrosa "dialéctica del burgués y del
bárbaro"8, una dialéctica difícilmente compatible con cualquier
concepción ética.
Hay que aclarar que no se trata sólo de fenómenos exclusivamente
individuales. También (y, añadiría, sobre todo) los grupos tienden
a reaccionar al binomio diversidad/proximidad con mecanismos
más o menos paranoicos, más o menos violentos, y, por lo
general, de "bajo contenido ético". Por lo que respecta a los
Estados, vemos cómo la pérdida de control, típica de la
globalización, sobre los resortes fundamentales que una vez
permitían controlar economía y sociedad lleva a la exasperación,
frecuentemente grotesca, de la afirmación de la soberanía
entendida en su dimensión más tradicionalmente territorial.
Incapaces ya de controlar los flujos del capital, la localización de
las empresas, los tipos de cambio de la moneda, los Estados
demuestran una patética crueldad compensatoria en el control de
las fronteras, en la vigilancia de la entrada de los diversos, en la
tentativa de excluirlos.
Y es precisamente sobre este concepto de exclusión sobre el que
merece la pena reflexionar. Creemos que el verdadero nudo de la
problemática planteada por la globalización en el plano ético
reside en ese factor. Considerada la distribución desigual de
recursos, tecnologías, instituciones, talentos (y aquí cada uno
puede dejar volar su imaginación sobre las causas: no es éste el
punto que nos interesa examinar), la consecuencia de la aplicación
de reglas del juego férreas en términos de capacidad de
competitividad, productividad, innovación, no puede ser otra que

8
Pierre Hassner, “Par delá la guerre et la paix. Violence et intervention
apres la guerre froide”, Etudes, septiembre de 1996, p. 114.
26
la determinación de inclusiones y exclusiones. El resultado de
todo esto es que se diagnostica como "ineptos" para el juego ya
único de la economía y de las finanzas globalizadas a individuos,
regiones, pueblos e incluso continentes (África). Estaría bien,
incluso para quien se declara militar en el campo progresista,
dejar de combatir batallas del pasado -en especial la batalla contra
la explotación (del proletariado, del Tercer Mundo)- y
comprender que el problema más dramático y relevante de
nuestros días ya no es la explotación, aunque siga existiendo, sino
la exclusión. Es la aparición de trabajadores superfluos (la infinita
masa de parados, cada vez menos aptos para el trabajo) o de
países superfluos, económicamente marginados y verdaderos
agujeros negros con respecto a las sistematizaciones políticas9.
Pero ¿no es la exclusión el fenómeno más incompatible con ese
reconocimiento del Otro como núcleo esencial de la ética?.
Exclusión significa humillación, significa negación del valor del
Otro como ser humano, no sólo por sus consecuencias materiales,
sino también por sus implicaciones psicológicas: "No sirves",
ergo no eres10.

9
“Asistimos a un fenómeno muy importante: la lenta transformación de las
relaciones entre el centro y la periferia. De una relación de dominadores y
dominados se pasa a otra de exclusión/inclusión. En la actualidad, el temor
principal de los países del Tercer Mundo no es el de ser dominados, sino el
de ser excluidos de los flujos internacionales de la globalización (…)”.
Ghassan Salamé: ‘La recompisition du monde. Les rapports Nord-Sud aprés
la Guerre Froide’, Esprit, noviembre de 1996, pág. 142. De Salamé véase,
en especial, el libro Appels d’empire, Fayard, 1996 Jacques Delors ha
expresado el mismo concepto (Véase, ‘Enseñanzas de fin de milenio’,
Reset, mayo de 1997, pág. 27).
10
Sobre la relación exclusión/humillación, véase, en particular Avishai
Margalit: The Decent Society, Harvard University Press, 1996. Margalit
reflexiona, entre otras cosas, sobre el valor no exclusivamente económico
27
4. Mors oeconomica tua vita oeconamica mea?
En primer lugar, moverse en una dimensión ética significa, para el
ser humano, lograr separarse del spinoziano conatus essendi, esa
arrogante prioridad -privada de toda especificidad humana-
atribuida a todo lo que existe para la conservación de la propia
existencia11. Pero cuanto más duro es el sistema social, más
drásticas son las consecuencias de la derrota, menos fácil es
distanciarse de un enfoque dirigido exclusivamente a la
conservación de la propia existencia. La ética no florece en los
campos de concentración ni entre los náufragos a merced de las
olas con una reserva limitada de agua y alimentos. Es decir, y para
volver a nuestro tema: cuanto más dura es la competencia, cuanto
más imposible es recurrir las sentencias pronunciadas por el
sistema globalizado, más difícil es que surjan individuos capaces
de sacrificar, por espíritu de justicia o por solidaridad (es decir,
movidos por impulsos éticos en ambos casos), el propio interés
inmediato. Y mucho más difícil es que se produzca esa
imparcialidad inseparable de la ética: como ya se ha escrito, no se
puede pretender que una persona se comporte ante el último
salvavidas destinado al propio hijo con el mismo principio de
equidad (y de cortesía) que aplicaría respecto al último pastel de
una bandeja. Y, por desgracia, la dureza de la globalización, la
reducción de los gastos sociales, el fantasma del paro, la
ampliación de las mallas de las redes de protección social, hacen
que la gente vea ante si tantos "últimos salvavidas" para si y para
sus allegados. Sobre todo si tenemos en cuenta el hecho de que,

del empleo (pág. 247 y siguientes) y llega a afirmar que el paro es más
humillante que la explotación (pág. 260).
11
Spinoza: Ética, III (Del origen y naturaleza de los sentimientos),
proposiciones VI, VII, VIII y IX.
28
desde tin punto de vista político-psicológico, no son tanto los
niveles absolutos (de renta, de bienestar) cuanto los relativos,
además de la tendencia, los que determinan la actitud de
divergencia a cambios socioeconómicos radicales, característico
de la globalización. Ello exaspera la percepción de la
"inexistencia de márgenes", difundiendo entre los perdedores, y
no solamente entre los paladines de la globalización, una TINA
referida no tanto a las reglas del juego del sistema económico
cuanto a la imposibilidad de una actuación respetuosa de los
principios y de los límites de la ética.

5. La identidad: ilusoria y devastadora salvación


Pero volvamos al tema de la exclusión. ¿Cuál es la peculiaridad
de la exclusión como fenómeno de nuestros días? Sin duda
alguna, la exclusión en si misma es tan antigua como la sociedad
humana: dentro y fuera, nuestro y no-nuestro, ciudadano y
extranjero. Pero hay un aspecto peculiar en la exclusión producida
por la globalización. Se trata de la afirmación prepotente, en el
seno del sistema económico único (y de la ideología única) de la
globalización, de un criterio único de inclusión/exclusión: la
capacidad de presentarse en el mercado como portadores de una
demanda efectiva (es decir, dotada de relativo poder de
adquisición) y. al mismo tiempo, como titulares de bienes
comerciables o de talentos laborales con valor de mercado. En
esto reside la valencia totalitaria del sistema: la aparición de una
única dimensión con un único parámetro de valoración.
A todo esto hay que añadir el fenómeno de la pérdida de control
sobre las decisiones y los acontecimientos que determinan el
cuadro material de la propia existencia. No sólo por los antiguos y
multiformes desniveles de poder económico y político (que no
son una novedad), sino por una especie de disposición geográfica
de las sedes en las que se toman las decisiones. Es más, si
29
consideramos el aspecto financiero (hoy mucho más determinante
que el estrictamente industrial), lo que resulta es una especie de
desaparición de la localización del poder real: ¿las
multinacionales?, ¿Wall Street?, ¿el Bundesbank?
Reducido a ser un "hombre con una dimensión única", privado de
poder no sólo sobre la propia existencia material, sino incluso
sobre el conocimiento mismo de la localización de ese poder. ¿se
puede uno sorprender de que el individuo, perdido, excluido y
expulsado (y teniendo ante los ojos, cuando no al alcance de la
mano, el espectáculo de los felices incluidos), responda a esa
disminución de la autoestima con una búsqueda desesperada de
identidad?
Ésta es la principal explicación (junto con otras más políticas
referidas a la búsqueda de legitimación de las clases dirigentes
tras la guerra fría y a la capacidad mistificadora de los
intelectuales orgánicos respecto a esas clases dirigentes) de la
difusión de los fundamentalismos y de la inesperada eclosión de
los nacionalismos y de su no menos peligroso antecesor, el
tribalismo -que hoy reaparece como regresión antropológica-:
fenómenos basados en la exasperación de la importancia vital del
dominio del territorio. Todos ellos formas paroxísticas y violentas
de afirmación de la identidad en un momento en el que ésa se ve
amenazada por un sistema mucho más fuerte y total (que se
presenta, además, sin la confrontación de una protesta real, sin
posibilidad de alternativas) que los construidos de acuerdo con
ideologías pertenecientes al pasado. Es verdad que son fenómenos
que desde el punto de vista político pueden ser literalmente
definidos como "reaccionarios", pero tal vez lo más grave sea que,
precisamente por la ausencia absoluta de perspectivas, ellos
tienden a anular en sus secuaces cualquier rémora ética. Y cuanto

30
más esta ilusion identitaire12 se revela como tal, es decir, como
incapaz de influir de forma efectiva en la pérdida de control y
poder, más tiende a producir crueldad, desde Srebrenica hasta las
aldeas argelinas.
La consecuencia de todo esto es la aparición de dos reacciones
paralelas a la paradoja desigualdad/proximidad característica de la
globalización: los vencedores buscan seguridad, los perdedores
identidad. La combinación de estas dos tendencias es devastadora
para las perspectivas de la ética como reconocimiento del otro y
como aceptación de responsabilidades hacia él.

6. ¿Civilizar la globalización?
Hasta aquí los problemas, los interrogantes. Pero precisamente
porque pensamos que es necesario controlar el amplio proceso
actual de transformación mundial, en vez de combatirlo (¿a favor
del nacionalismo económico y de la autarquía?, ¿del dirigismo?,
¿del atraso localista y conservador?), es justo tratar de sugerir, con
toda la modestia debida, algunas líneas que permitan, en el plano
ético-político, afrontar los "desafíos éticos de la globalización".
Comencemos por la búsqueda de identidad que responde al
desorden y a la desorientación producidos por la globalización. Es
indudable que la exasperación de la identidad es incompatible con
ese reconocimiento del Otro, esencia misma de la ética. Pero,
entonces, ¿debemos concluir que se trata de una aspiración
nociva, de una exigencia que hay que combatir para favorecer el
nacimiento de una "identidad humana" sin adjetivos ni divisiones?
Creo que debemos buscar la respuesta en la dirección opuesta:
para desactivar el potencial conflictivo y antiético de la identidad
debemos multiplicar las identidades. En primer lugar, porque el
pluralismo es el mejor antídoto contra la idolatría; si somos tantas

12
Jean-Francois Bayart: L’illusion identitaire, Fayard, 1996.
31
cosas, y no sólo una, tendremos mayor serenidad para afrontar
todas las facetas de esa compleja identidad, así como las
dificultades y las amenazas que puedan surgir al respecto. Pero
también hay una razón más concreta: si la exclusión es la que nos
destruye como seres humanos, entonces la multiplicación de
identidades igualmente relevantes hará objetivamente más difícil
la configuración de una exclusión total13.
¿Qué identidades? Todas, afirmábamos antes: la que confiere la
familia; la que deriva de la pertenencia a una etnia, a una ciudad, a
una región, a una nación; la identidad proporcionada por ser
trabajador o empresario; la fe religiosa, si existe; la militancia
política. Como sucede ante todas las amenazas totalitarias, sólo el
afianzamiento de una pluralidad de identidades (tarea, sobre todo,
de la cultura, pero también de la política) puede crear esos
contrapesos y esos anticuerpos que permitan huir de la terrible
alternativa asimilación/marginación. No tiene sentido afirmar que
debemos "rechazar" la dimensión de productores y consumidores,
de sujetos de un mercado abierto y competitivo. O mejor dicho,
esa afirmación tendría sentido si realmente (como oímos decir
frecuentemente con una retórica poco convincente a quien canta
los elogios de una simplicidad por desgracia difícilmente
recuperable) estuviéramos dispuestos a detenernos, a bajar del
tren de alta velocidad del desarrollo para conformarnos con una
excursión ecológica y una merienda a base de fruta y agua pura.
Creo que tiene más sentido volver a introducir sentido común y
ética mediante una conciencia renovada de las múltiples
dimensiones que, junto con las que nos atribuye e! mercado,
constituyen nuestra compleja identidad de seres humanos.
Afirmar, y demostrar, que no somos sólo ésos que la
globalización define, para lo cual deberemos buscar mediación,

13
Avishai Margalit, op. cit. pág. 19
32
compatibilidad, flexibilidad, incluso reducción de tiempos y
ritmos, y -si se me permite utilizar una palabra que tantas burlas
zafias suscitó en otras épocas en mi país, Italia- austeridad, para
evitar que la dimensión económica, indispensable pero
instrumental, destruya todas las otras dimensiones que
contribuyen a definirnos de una forma no mutilada ni totalitaria.
La dramática explosión de conflictos étnicos (o, en cualquier
caso, de matriz ya no, y no tanto, internacional cuanto infra-
nacional) no es el único fruto de esa búsqueda dramática,
exasperada de identidad, sorda a todo reclamo humanista respecto
al desvarío producido por la expropiación de poder típica de la
globalización. Existe, además, una exasperación de la dimensión
territorial en una terrible combinación de impulsos para-
zoológicos y mistificaciones ideológicas. Una exasperación que se
vuelve sorda a las llamadas de la ética y de la convivencia cuando
la utilización de un nombre o de una bandera, de un kilómetro
cuadrado de territorio, de la orilla de un río o de la cumbre de una
montaña se presenta como vital para el honor y la supervivencia
de una nación o de una etnia.
También aquí debemos partir necesariamente de la constatación
de la difícil reversibilidad de las transformaciones económicas
mundiales. Más concretamente, ¿se puede pensar realmente en
volver a territorializar el mercado, las finanzas, las inversiones?
Está claro que los Estados aún poseen muchos resortes. Es
indudable que no debemos considerar la definición de
globalización como algo ya completamente realizado14. Pero es
difícil seguir dudando sobre la tendencia. ¿Qué hacer entonces?
¿Cómo afrontar esta dimensión territorial del discurso sobre la
globalización? No se puede tratar de compensar los efectos no

14
Dani Rodrik: ‘Sense and Nosense in the Globalization Debate’, Foreign
Policy, verano de 1997, pág. 19.
33
deseados de la desterritorialización económica con su
exasperación política. Es más, precisamente en esa tentativa
absurda se encuentra la raíz de todo lo más peligroso e inhumano
que se está perfilando en varias partes del mundo.
Más bien habría que buscar la respuesta en una
desterritorialización gradual de la gobernabilidad (o mejor dicho,
de ese término inglés tan difícil de traducir que es governance).
No, no hablamos de un hipotético (y si no fuera hipotético,
peligroso por lo que respecta a la diversidad y al pluralismo)
"Gobierno mundial", sino más bien de una multiplicación de
niveles de gobierno (ciudades, región, Estado-nación, la UE para
nosotros los europeos, el sistema de las Naciones Unidas), por un
lado, y de la introducción de elementos de transnacionalidad
relacionados con una situación individual o de grupo, por otro.
Dos fenómenos para aclarar este último punto: la tutela de los
derechos humanos, no relacionada necesariamente con una
pertenencia territorial pero reconocida a los seres humanos en
cuanto tales, y la proliferación del mundo de las organizaciones
no gubernamentales, cada vez más introducidas en un discurso no
teórico de governance a nivel mundial.
En síntesis, el objetivo debería ser el de civiliser la
mondialisation15, algo posible siempre que exista un civis que (de
forma compleja, gradual, incluso problemática, y mediante una
pluralidad de instituciones y mecanismos) exija y ejerza los
propios derechos incluso fuera del marco tradicional del Estado-
nación. Es decir, la ciudadanía: ese demos pluralista (como
pluralistas son las instituciones que lo definen y en cuyo ámbito
ejerce los propios derechos) que es la única alternativa al ethnos

15
‘Agir dans la mondlialisation. Entretien avec Patrick Viveret’, Espirit,
noviembre de 1996, pág. 122.
34
de la mistificación histórico-cultural y de la negación del Otro. Y
que es pluralista porque también las identidades son plurales.
Como ha escrito un agudo periodista norteamericano, por ahora
sólo tenemos el hardware económico de la globalización: nos
falta el software el conjunto de principios, normas e instituciones
que aseguren su gobernabilidad16. Sin duda alguna, la verdadera
solución sería el desarrollo de un sistema ético en correlación con
la globalización del mercado, es decir, que emergiera esa
"globalización de la ética" de la que habla Hans Kung17. Pero los
ritmos y las tendencias de estas grandes evoluciones a nivel
cultural y espiritual nos siguen resultando misteriosos y
difícilmente previsibles, por lo que, como mínimo, deberíamos
tratar de afianzar las instituciones compatibles con la
globalización de la ética, y, si fuera posible, aquellas que
favorecieran y aceleraran su ritmo. Y una premisa fundamental y
minimalista sólo en apariencia: deberíamos salvar el concepto
mismo de "función pública", tanto nacional como internacional,
hoy seriamente amenazado.
Pero ¿es verdad que por el momento no existen reglas capaces de
civilizar un proceso que parece llevar en su seno peligrosas
implicaciones políticas y morales? Sería realmente paradójico
afirmar que la única alternativa al dirigismo, al proteccionismo, a
la burocratización, es una deregulation tan avanzada que
configure una anomia de corte hobbesiano. No es esto. No me
refiero sólo a las normas todavía presentes en las constituciones y
en las legislaciones nacionales de países plenamente liberales y
liberistas (a pesar de todas las deregulations realizadas en los

16
Thomas L. Friedman: ‘The Big Issue Now is Competent Governance’,
International Herald Tribune, abril de 1997.
17
‘Per un Europa dal volto umano’, La repubblica, 22 de junio de 1997.
35
últimos años), sino también a las ya existentes en el plano
internacional.
Los derechos humanos son también derechos socioeconómicos; y
no parece que la aparición de la globalización haya llevado a los
países a denunciar el complejo articulado de normas (normas
internacionales con innegable base jurídica, no simples
resoluciones o declaraciones) que afrontan cuestiones como el
derecho a una existencia digna, al trabajo, a la sanidad, a la
asistencia social. Con demasiada frecuencia se olvida que existen
convenciones que establecen obligaciones internacionales
respecto a los denominados core tabor standards: libertad de
asociación, prohibición del trabajo infantil y del trabajo forzoso,
no discriminación18. En suma, no faltan instrumentos incluso
internacionales para tratar no de combatir la globalización, sino de
civilizarla.
Podemos afirmar, para concluir, que el mal de la globalización es
su inconclusión; y sobre todo la contradicción que crea entre la
mundialización del mercado y la persistente fragmentación de la
ciudadanía y los derechos a nivel territorial. Una contradicción
que sólo produce tensiones y conflictos, que restringe e incluso
destruye el campo de la ética, y que sólo puede ser resuelta hacia
adelante, reforzando los elementos de gobernabilidad mundial
(no de gobierno mundial, repito) que ya existen tanto en el plano
político como en el normativo.

18
Véase el informe del director general de la Organización Internacional del
Trabajo (OIT) en la 85° Sesión de la Conferencia Internacional del Trabajo
(L’action normative de l’OIT a l’heure de la mondialisation, OIT, Ginebra,
1997).
36
Bibliografía

Bayart, Jean-Francois, L’illusion identitaire, París, Fayard, 1996.


Camus, Albert, L’homme revolté, París, Gallimard, 1951
De Salamé, Appels d’empire, París, Fayard, 1996
Delors, Jacques, ‘Enseñanzas de fin de milenio’, Reset, mayo de
1997.
Friedman, Thomas L., ‘The Big Issue Now is Competent
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Ghebali, Víctor-Yves, “Paul Valery et l’oecumene politique”, en
Valery et le monde actuel, Lettres Modernes, París, 1993.
Hassner, Pierre, “Par delá la guerre et la paix. Violence et
intervention apres la guerre froide”, París, Etudes, septiembre de
1996.
Levinas, Emmanuel, L’au-dela du verset. París, Minuit, 1982.
Levinas, Emmanuel, Le temps et l’autre. París, PUF, 1994.
Margalit, Avishai, The Decent Society, Cambridge MA: Harvard
University Press, 1996.
Moshe, Halbertal y Avishai Margalit, Idoles. Actes du XXI
Colloque des intellectuals juifs de langue française, París,
Denoel, 1985
Rodrik, Dani, ‘Sense and Nosense in the Globalization Debate’,
Foreign Policy, verano de 1997.
Rorty, Oksenberg, ‘From Decency to Civility by Way of
Economics’, Social Research, 1997.
Salamé, Ghassan, ‘La recompisition du monde. Les rapports
Nord-Sud aprés la Guerre Froide’, Esprit, noviembre de 1996.
Touraine, Alan. “La globalización como ideología”, El País, 29
de septiembre de 1996.

37
38
DE LA POLIS A LA COSMÓPOLIS.
¿Un proceso histórico que se repite?

José María MARCHIONNI*

1. Introducción
La historia es un continuo en donde los hechos y actos que la
componen son únicos e irrepetibles. No obstante esta verdad, no
es menos cierto que, algunas circunstancias o acontecimientos
parecen reiterarse, “mutatis mutandi”, en diferentes épocas. Por
eso recuerda Marx: “Hegel dice en alguna parte que todos los
grandes hechos y personajes de la historia universal se producen,
como si dijéramos, dos veces...”1
Así pues, el helenismo es el período que se conoce como
decadencia de la polís. La transición de la polis a la cosmópolis
como producto de las invasiones de Alejandro Magno. No solo la
ciudad-“estado” sino toda la cultura griega antigua se vio
conmovida por este fenómeno avasallador.
Esta fue la primera experiencia de globalización y globalidad que
registra la historia de la cultura occidental, si entendemos a
aquella y a ésta como un ensanchamiento del mundo conocido
con intercambios de cultura.
En nuestros días, asistimos a la crisis del Estado Nación, para
algunos interpretada como un debilitamiento de sus estructuras

*
Profesor Adjunto de Derecho Político Cátedra I FCJS-UNLP. Profesor
Titular de Análisis Político de la FCP-UCALP. Director del Instituto de
Derecho Político del CALP.
1
Marx, Karl “El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”, Madrid,
Sarpe1985, p.31

39
esenciales y para otros como su desaparición lisa y llana. Más allá
de este debate, lo cierto es que, al igual que como pasó con la
Polis el Estado Nación está soportando cambios que lo
comprometen en su existencia.
Es dable advertir que, tanto el ocaso de la Polis como la
declinación del Estado Nación se producen en un contexto de
mundialización que, si bien obedece a causas diferentes, en uno y
otro caso, tiene efectos, substancialmente, parecidos.
Este trabajo intenta establecer un paralelismo entre ambos
fenómenos y demostrar como algunas consecuencias que
siguieron al el desvanecimiento de la organización política de la
Grecia antigua guardan una curiosa similitud con las que se
registran en la actual transformación del Estado Nación. En
especial, se sostendrá que la desterritorialización del poder, que
de eso se tratan en esencia los procesos comparados, deriva en la
apertura de una instancia cosmopolita en el plano de las
instituciones y del pensamiento. Reflexionar sobre los efectos de
las mutaciones del pasado, tal vez, nos permita comprender mejor
la etapa de transición que estamos atravesando en el presente.

2. Algunas precisiones terminológicas en torno a la globalidad,


a la globalización y al globalismo.
Antes de avanzar en el objetivo propuesto conviene detenerse a
efectuar algunas aclaraciones conceptuales previas respecto a lo
que ha de interpretarse por globalización, globalidad y
globalismo. En algunos casos dichos términos son usados como
sinónimos o con cierta confusión en cuanto a sus contenidos
específicos y a su referencia a la realidad que designan. En
general, se hace un empleo vago e impreciso, conceptualmente,
del término globalización englobando a los otros dos. De allí que
se impone diferenciar entre globalidad, globalización y
40
globalismo.2 Aclara Beck que esta diferenciación tiene la virtud
de desmarcarse de la ortodoxia territorial de lo político y lo social
que surgió con el proyecto del Estado nacional de la primera
modernidad y se impuso omnímodamente a nivel categorial e
institucional.
La Globalidad es una situación de la sociedad mundial
caracterizada por un ostensible ensanchamiento e intercambio
cultural desprovisto de una organización política que lo contenga
que es perfectamente compatible con un estrechamiento de los
espacios. En efecto, desde antiguo estuvimos acostumbrados a
vivir y a pensar a la sociedad en el contexto de la Polis o de un
Estado-Nación. Pero esta situación cambió a partir de que la
globalización fue debilitando y disfumando las fronteras estatales.
La globalidad se presenta pues como una sociedad mundial sin
estado.
La Globalización, en cambio, es ese proceso por el cual se
construye la globalidad. El mismo puede estar constituido por
diferentes causas: expediciones de conquista como en el caso de
las invasiones macedónicas o por los avances científicos y
tecnológicos sobre todo en materia de informática y
comunicación, como en nuestra época. Las nuevas TICs han
transformado al mundo de manera tal que lo han contraído y
expandido al mismo tiempo. A este fenómeno se refiere Marshall
Mc Luhan cuando dice que el mundo se ha convertido en una
aldea global
Marx también lo predijo incluso con anterioridad al pensador
canadiense, cuando sostuvo que estaba vinculado al modo de

2
Beck Ulrich, ¿Que es la Globalización? Falacias del Globalismo,
respuestas a la globalización, Ed. Paidós, Bs. As. 2004.pag. 26 y ss y 127 y
ss.
41
producción burguesa: “La necesidad de una venta cada vez más
expandida de sus productos lanza a la bureguesía a través de
todo el orbe. Esta debe establecerse, instalarse y entablar
vinculaciones por doquier. En virtud de su explotación del
mercado mundial, la burguesía ha dado una conformación
cosmopolita a la producción y al consumo. Con gran pesar de los
reaccionarios, ha sustraído el terreno de sustentación nacional
bajo los pies de la industria. Las antiquísimas industrias
nacionales han sido aniquiladas y aún siguen siéndolo a diario.
Son desplazadas por nuevas industrias, cuya instauración se
convierte en una cuestión vital para todas las naciones
civilizadas, por industrias que no elaboran ya materias primas
locales, sino otras provenientes de las zonas más distantes, y
cuyos productos no se consumen ya sólo en el propio país, sino,
en forma simultánea, en todos los continentes. En lugar de las
antiguas necesidades, satisfechas por los productos regionales, se
ve ocupado por otras nuevas, que requieren los productos de los
países y climas más remotos para su satisfacción. El sitio de la
antigua autosuficiencia y asilamiento locales y nacionales se ve
ocupado por un tráfico en todas direcciones, por una mutua
dependencia general entre las naciones. Y lo mismo que ocurre
en la producción material ocurre asimismo en la producción
intelectual. Los productos intelectuales de las diversas naciones
se convierten en patrimonio común. La parcialidad y limitación
nacionales, se tornan cada vez más imposibles, y a partir de las
numerosas literaturas nacionales y locales se forma una
literatura universal.”3

3
Marx, Karl y Engels, Friedrich, Manfiesto Comunista, Ed. Bilingüe con
Introducción de Erich Hobsbawn, Barcelona, Critica, Grijalbo Mondadori,
1998.
42
Por último, el Globalismo., es una ideología relacionada con el
neoliberalismo y en especial con el neoconservadurismo. Sus
postulados son el triunfo del capitalismo ante el fracaso del
socialismo real y las concreciones históricas del marxismo y la
exaltación del dominio del mercado mundial que desaloja o
sustituye el quehacer político. Observa Beck que ésta procede de
manera monocausal y economicista y reduce la
pluridimensionalidad de la globalización a una sola dimensión: la
económica. Para el autor citado su núcleo ideológico reside en
que echa por tierra con la distinción fundamental de la primera
modernidad, a saber, la existente entre política y economía.
Aclarado estos conceptos, de acuerdo a las diferentes realidades
que designan, cuadra advertir que la disolución de las unidades
políticas territoriales en análisis se presentan encuadradas en el
marco de las dos primeras aunque por motivos diferentes.

3. El ocaso de la polis.
Conforme lo expuesto hasta aquí, puede sostenerse que las
invasiones macedónicas fueron un factor precipitante de una de
las primeras formas de globalización y globalidad, pues, se
establecieron nuevas relaciones a partir de las expediciones
militares que produjeron un intercambio de culturas que
implicaron un ensanchamiento del mundo de aquel entonces y
consecuentemente una profunda crisis en la cultura griega y en su
comunidad política.
Según el estagirita la polis era una comunidad perfecta, pues
abastecía ampliamente todas las necesidades humanas. Como
asociación de asociaciones era superior a la familia.4

4
Aristóteles, Política, Edición bilingúe y traducción por Julián Marías y
María Araujo, Madrid, Instituto de Estudio Políticos, 1951, Libro I, 1252 a.
43
Nuestra mentalidad moderna nos obliga a hacer un esfuerzo para
comprender la trascendencia que la comunidad política tenía para
el griego antiguo. La persona, la familia, el arte, la religión, en
definitiva, todas las manifestaciones de la vida estaban reguladas
por la polis. Vale recordar que el peor castigo que podía
infringirse a un griego de esa época era el destierro u ostracismo,
dado que, el mismo implicaba tanto como arrancarlo de raíz de su
medio vital. El hombre vivía por y para la Polis. Es importante
tener en cuenta que durante el predominio de las polis los griegos
no conocieron la libertad política en el sentido de alteralidad y
autonomía individual frente a la comunidad política. De allí que,
no sin cierta licencia de lenguaje, se puede decir que el civismo
antiguo se caracterizaba por un cierto totalitarismo “avant la
lettre”. Pues bien, toda esta “paideia” se vio conmocionada por las
incursiones macedónicas y a partir de ellas todo cambio en la
cuenca oriental del mediterráneo y nada volvió a ser lo que era.
La política era la más noble actividad a la que podían dedicarse
exclusivamente los hombres libres, por ello, era un privilegio de
los ciudadanos y no de los extranjeros o esclavos. Los griegos no
conocieron el imperio hasta las invasiones alejandrinas. El
imperio era una forma política del Oriente antiguo que suponía
otra forma de relación política. Las ciudades que lo componían
no eran libres o autónomas sino que dependían de un poder
central. El ciudadano de la polis era un hombre libre muy
diferente al súbdito del imperio.5
La destrucción del marco referencial que significaba la Ciudad
trajo aparejada el derrumbe de toda una cultura política que nació

5
Conf. Widow Juan A. El ocaso de la Polis, comunicación en la XXX
Semana Tomista, Congreso Internacional sobre Política Contemporánea y
Globalización, Bs. As., Septiembre 2005
44
y se desarrolló al amparo de la polis. Los efectos de este colapso
no solo se hicieron sentir en el plano de las instituciones sino
también y principalmente en el plano de las ideas. Así pues, se
dejaron de lado los grandes sistemas filosóficos y comenzó a
florecer un pensamiento político fragmentario con derivaciones
actitudinales, más que teoréticas, representado por las escuelas
que florecieron en dicho período.6 Epicúreos, Estoicos, Cínicos.
Todas estas escuelas tienen en común las siguientes notas
tipificantes: son relativistas, en cuanto niegan la posibilidad de
que la razón humana alcance verdades absolutas a diferencia de lo
que sostenían Platón y Aristóteles, fieles ambos a las enseñanzas
de su maestro Sócrates en esta materia. Todas estas escuelas
tienen en común también, cierto sentimiento de irreligiosidad.
Ello así en virtud a que, en el pensamiento griego clásico la
religión se asociaba estrechamente con los dioses de la ciudad
(penates), En este sentido, algunos autores sostienen que en esta
etapa de la historia de la humanidad se produce un proceso de
secularización que anticipa al que caracterizará a la modernidad.
Asimismo y emparentando este movimiento de ideas con el que
sucederá en esa época, también se registra en este período cierto
individualismo desconocido hasta entonces en la cultura griega y
consiguientemente un contractualismo incipiente que también
preanuncia el que advendrá en la Modernidad. La caída de la Polis
trajo aparejado consecuentemente el debilitamiento de los nexos
que sujetaban al hombre a su polis. Entre ellos cabe destacar que
pierde fuerza el derecho “positivo”, esto es, el puesto por cada
polis para sus ciudadanos y se comienza a vislumbrar un derecho
cuya existencia no depende del reconocimiento de una polis en

6
Touchard Jean y col, Historia de la Ideas Políticas, Madrid, Tecnos, 1993,
pags. 52 y ss
45
especial. En esta línea, es menester registrar aquí el importante
aporte que hace la escuela estoica y epicúrea respecto a la noción
de un derecho natural, esto es, que le corresponde al hombre por
el solo hecho de ser hombre y no por su pertenencia a alguna polis
en particular. Finalmente estas escuelas pregonan también una
visión cosmopolita del mundo y del hombre que acompaña la
absorción de las polis por parte del imperio.

4. La declinación del Estado-Nación.


La crisis por la que está atravesando el Estado-Nación, obedece a
múltiples causas que, a modo de síntesis, podrían clasificarse en
externas e internas respecto a su propia estructura. Entre las
primeras se encuentran el proceso globalizante antes descripto y
los procesos de integración de Estados. Y entre las segundas,
podría mencionarse, la complejidad creciente de las demandas de
la sociedad que permanecen insatisfechas o deficientemente
atendidas por el Estado en su actual configuración.
En estas condiciones se puede afirmar que esta organización
política surgida en el Occidente europeo entre los siglos XV y
XVI ha ido perdiendo a los largo de este último tiempo tres notas
que lo tipificaban: la naturaleza “soberana”, el carácter
“contenedor” y la estructura “piramidal”.7
La primera de esas notas caracterizantes fue teorizada
magníficamente por Bodin en los albores del Estado. La soberanía
es definida como un poder supremo que es atribuido
exclusivamente al monarca absoluto que se identificaba con el
mismo Estado. No se admitía sobre él ninguna otra potestad

7
Iribarne Miguel Angel, La inteligencia imperial. Raíces intelectuales e
implicancias políticas de la Doctrina Bush, Bs. As., EDUCS, 2007, pags.
108 y ss.
46
política. Esta teoría/doctrina fue un arma fundamental para
expropiar el poder al Sacro Emperador y al Papa además de
absorber los vestigios del poder feudal.
La segunda de las notas se refiere a la capacidad del Estado de
controlar la información como insumo esencial de las relaciones
políticas. Como consecuencia de esa hegemonía no existieron
prácticamente centros externos que pudieran influir efectivamente
sobre lo que ocurría dentro de los límites de la unidad política.
Por último la tercer nota tiene que ver con la relación vertical e
imperativa que existía entre el poder estatal y las instancias
subestatales.
La crisis antes aludida se patentiza en el cuestionamiento que se
formula a estos tres atributos clásicos del Estado.
Así pues, el Estado ha dejado de ser estrictamente hablando
soberano por las siguientes mutaciones:
a) Transferencia de potestades normativas hacia instancias
supranacionales.
b) Transferencia de potestades jurisdiccionales hacia instancias
supranacionales.
c) Tendencia a la desterritorialización de sus facultades punitivas.
d) Progresivo abandono del principio de no intervención en aras
del de “ingerencia humanitaria”.
e) Dificultad para hacer la guerra por si mismos.
El Estado ha dejado de ser contenedor pues la revolución de las
Técnicas de la Información y la Comunicación (TICs) ha hecho
que las fronteras estatales se vean superadas por los flujos
informáticos, económicos, financieros y culturales. Estos avances
científicos y tecnológicos han transformado a las fronteras en
“porosas” o “permeables”, transformando en obsoletas la
delimitaciones jurídicas y físicas del ámbito territorial
determinado del Estado.
47
Por último, el Estado ha dejado de ser piramidal al ceder
funciones y tareas a organimos supraestatales, subestatales y
transestatales. Se ha transformado en un actor estratégico
relevante pero no único obligado a presionar, regatear, inducir, en
definitiva, a negociar.
En estas condiciones el Estado no puede garantizar seguridad y
defensa, identidad nacional colectiva y el bienestar general.
Si bien el futuro es incierto el Estado ha demostrado tener una
extraordinaria capacidad de adaptación.
Ello así porque como afirma Luhmann “el Estado tuvo que
ocuparse de resolver la gran paradoja derivada de la
simultaneidad de estabilidad y cambio”.8
De allí que es difícil predecir si el Estado que conocemos será
reemplazado por otra forma política nueva que no conocemos o
por alguna premoderna, como ser el regreso a formas
organizativas neofeudales o imperiales
Regsitrar esta tendencia no implica suscribir la tesis de la
desaparición del Estado. Es probable que este subsista como nodo
significativo en una red global compartiendo el escenario mundial
con otras organizaciones no estatales.
Lo que si está claro es que el conjunto de transformaciones
operadas en los ’70 y ’90 causaron una situación por la que no se
puede predicar de la mayoría de los Estados Nacionales los
atributos que los caracterizaron por más de tres centurias ni
tampoco puede reducirse la política mundial a un sistema
interestatal.
Al igual que lo advertido en el caso de la decadencia de la polis,
en el caso en análisis también los cambios institucionales
repercuten en el plano de las ideas. Nuestra era se caracteriza

8
Vallespín Fernando, El futuro de la política, Madrid, Taurus, 2000, p.92
48
también por el florecimiento de un pensamiento de crisis asociado
a grandes cambios de paradigmas y a la desaparición de los
grandes relatos que intentan entender y explicar al mundo y al
hombre desde lo social y lo político en su totalidad y de una
manera sistemática. Este último intento fue encarado en los siglos
XIX y XX por el marxismo y después de él no se registra ningún
intento similar. Hay interpretaciones aisladas y parciales de la
realidad socio-política pero no con pretensiones de abarcar la
totalidad de la problemática humana. Se encuentra en esta
situación una semejanza con el pensamiento desarrollado por las
escuelas que aparecieron durante el período de declinación de la
Polis. El escepticismo, el relativismo, las invocaciones a nuevas
formas de individualismo y contractualismo, etc. están presentes
en el pensamiento político contemporáneo como en el de la época
antigua.
Desde otra perspectiva hay que resaltar que, del mismo modo que
en la antigüedad las escuelas helenísticas descubrieron el derecho
natural y del derecho de gentes, en la actualidad se asiste a la
imposición y expansión de los derechos humanos y más
contemporáneamente de los denominados derechos
fundamentales. Esta nueva categoría de derechos en realidad
reconoce como antecedentes a aquellos, puesto que, en el fondo se
trata de un mismo género de derechos, esto es, los que le
corresponde al hombre por el solo hecho de ser tal.
Por último resta exponer el último parangón que se observa entre
los fenómenos en comparación. De igual modo que, la caída de la
polis abrió paso a una instancia imperial el proceso de declinación
del Estado-Nación descripto precedentemente apuntaría a la
emergencia de una nueva configuración imperial, un
“hiperpoder”, “Leviatán mundial”-úsese la expresión que se
prefiera-, el cual supone una diferencia cualitativa con los Estados
49
nacionales conocidos. En este sentido EEUU se ha transformado
en el hegemonía que reivindica para sí la soberanía global. Se
puede afirmar que la mayoría de los Estados hoy representados en
la ONU son menos que Estados mientras que los EEUU son más
que un Estado. “En tales condiciones y desde un punto de vista
estrictamente empírico, puede sugerirse la idea de que, hasta el
presente, el imperio resulta la forma política de la globalización”9

5. El cosmopolitismo como resultante de la crisis de las


organizaciones políticas de base territorial.
Llegados a esta instancia cabe exponer la tesis sustentada en este
artículo y que de manera sintética se expresa en el título de este
acápite. En efecto, de la comparación y análisis efectuados se
desprende que el cosmopolitismo ha acompañado a los procesos
de descomposición de las unidades políticas de base territorial.

5. a. El cosmopolitismo. El ciudadano cosmopolita


El Diccionario de la Real Academia Española define al
cosmopolitismo como: “la doctrina y género de vida de los
cosmopolitas” y define al cosmopolita como;”(del griego
ciudadano de mundo). adj. Dicho de una persona que considera
todos los lugares del mundo como patria suya. 2. Que es común a
todos los países o a los más de ellos”. El Diccionario citado no
registra la palabra cosmópolis. Aventurando una definición se
podría decir que la cosmópolis es una ciudad u organización
política abierta al mundo. El cosmopolitismo es la ideología
vinculada a la ciudadanía universal. El cosmopolita es el
“ciudadano del mundo”. La definición puede parecer paradojal

9
Iribarne Miguel A. ob.cit. p.113. Conf. Hardt Michael y Negri Antonio,
Imperio, Buenos Aires, Ed. Paidós, 2002.
50
porque la condición de ciudadanía está asociada a la pertenencia
de alguna organización política de base territorial. Pero lo cierto
es que, por los cambios operados sobre la organización política
actualmente en crisis que he relevado precedentemente aparecen
una serie de derechos que son atribuibles a las personas sin
necesidad de pertenecer a una unidad política territorialmente
determinada.
Lo que tienen de común las visiones cosmopolitas es la idea de
que todos los seres humanos, sin distinciones de nación o de
cualquier otro tipo, pertenecen a una única comunidad, y de que
esta comunidad debe ser cultivada. Las diferentes versiones del
cosmopolitismo se figuran esta comunidad poniendo énfasis en
aspectos distintos, tales como instituciones políticas, normas
morales, mercado económico y cultura.
Ya Sócrates habría mostrado una sensibilidad que lo identificaba
con todos los seres humanos por ser tales. Al menos Platón
sostuvo que Sócrates estaba de acuerdo en aplicar el método
socrático a todas las personas, sean atenienses o no. Sin embargo
el primer filosofo occidental en darle pleno sentido a la palabra
cosmopolitismo habría sido el cínico Diógenes en el siglo IV a.C.,
discípulo de Sócrates, el que al ser interpelado por su
nacionalidad él decía “Yo soy un ciudadano del mundo”. Sin
embargo no se puede encontrar mayor desarrollo de este
sentimiento en este autor o una afirmación más acabada respecto
de su sentido profundo. Si se puede apuntar que la forma de vida
cínica ya era en un sentido cosmopolita, por cuanto vivían en
armonía con la naturaleza y rechazaban lo convencional.10

10
Bobbio Norberto, Mateucci Nicola, Pasquino Gianfranco Diccionario de
Política, voz cosmopolitismo, a cargo de Ricuperati Giuseppe pag. 379 a
388, Madrid, Siglo XXI, 9na Ed. 1995.
51
Quienes sí exploraron más profundamente el sentido del
cosmopolitismo, fueron los estoicos del siglo III a.c, quienes
sostuvieron que el cosmos era una polis, por que el cosmos se
encuentra en perfecta armonía producto de la Ley, Ley que era
asimilada a la razón divina. La idea que subyace al pensamiento
de los estoicos era servir a los seres humanos en tanto cuales, sin
distinciones de ningún tipo.
El pensamiento estoico y su concepción del cosmopolitismo tuvo
enorme influencia en el periodo Greco Romano. Esta influencia se
puede explicar en parte porque imperios como el romano y el de
Alejandro Magno, colocaron a enormes extensiones de terreno,
que albergaban distintas culturas y pueblos, bajo la misma unidad
política, de ahí el impulso a que las personas se concibieren como
ciudadanos del mundo, aglutinados bajo la misma autoridad.
En la tradición cristiana el término tomó relevancia, pero de una
manera diferente, en cuanto los cristianos distinguían entre la
polis terrena y ultraterrena. Todos los habitantes de un territorio
determinado pertenecían a la polis terrena, pero sólo los que
habrían conquistado la voluntad celestial podrían ingresar a la
polis divina.
En este sentido el Cristianismo situaba la cosmópolis en dominios
diferentes, “Dar al cesar lo que es del César y a Dios, lo que es de
Dios” (Mateo 22:21). A veces estos dos órdenes entran en
conflicto, cuando las polis se alejaban de los inmutables
principios de justicia divina. En general, el cristianismo traslada el
énfasis de la ciudadanía en la Tierra, a la ciudadanía divina, con lo
que los cristianos se alejan de la vida y la nación política. No
obstante esta constatación teológica el Cristianismo, cuenta entre
sus principios fundamentales la igual valía de todos los seres
humanos, a la vez que exhorta a sus fieles a practicar la
compasión y caridad para con todas las personas sin distinciones
52
de fronteras, raza o sexo, lo que antes de significar una manera de
dividir a los hombres, significa más bien una forma de
cosmopolitismo, en tanto a la creencia de radical unidad y mismo
propósito de la raza humana.
El cosmopolitismo empezó a retornar al pensamiento político con
el renacimiento, en consecuencia del renovado interés en el
estudio de los textos clásicos de cínicos y estoicos, sin embargo el
punto de vista cosmopolitismo no fue mayormente desarrollado
por los humanistas, a excepción de quienes como Erasmo de
Rótterdam abogaban por la unidad de la humanidad.
El contexto en que se produce el resurgimiento del término
cosmopolitismo explica en gran parte su creciente difusión, esto
en consideración de que se había avanzado bastante en la
exploración de todo el globo, existía un incipiente comercio
internacional e ideas como los derechos humanos se expandían.
Sin embargo, fueron las revoluciones francesa y americana
quienes dieron el más fuerte impulso al cosmopolitismo, en
cuanto reforzaron el sentido de pertenencia a la raza humana,
porque sus ideales se plantearon sin consideración a fronteras
estatales, sino que se extendían a la humanidad toda.
El mismo Kant se podría situar, de algún modo, dentro de la
corriente del cosmopolitismo, en el sentido de que planteó que la
paz mundial solo se podía alcanzar cuando los Estados se
organizaren internamente como republicas, construyeren
externamente una liga de Naciones para salvaguardar la paz y
respetaren los derechos de las personas, tanto de ciudadanos
como de extranjeros11. Kant también introdujo el concepto de
Derecho Cosmopolita, que implicaba una tercera rama del
derecho público, además del Derecho Constitucional e

11
Kant Emmanuel, Sobre la paz perpetua. Madrid, Editorial Alianza. 2002.
53
Internacional, en el cual tanto las personas como los Estados
tienen derechos, y las personas son titulares de ellos en cuanto a
ciudadanos del mundo y no de una asociación política en
particular.
En alguna forma los principios de la paz perpetua de Kant
inspiraron a la Sociedad de las Naciones y actualmente al régimen
de Naciones Unidas, en el aspecto de que su implementación
implica un concierto de naciones en miras a mantener la paz y
unidad mundiales. Una especie de cosmopolitismo económico es
el que han sugerido teóricos como Friedman y Hayek, para
quienes el vínculo de toda la humanidad estaría representado por
la pertenencia a un gran mercado único.
Por otra parte el marxismo también tuvo una inspiración
cosmopolita, en tanto el mensaje estaba dirigido a “los proletarios
del mundo”, quienes derrocando a la burguesía (también mundial)
debían imponer los ideales del marxismo en todo el orbe. Por
tanto, también es el marxismo una forma de cosmopolitismo en
cuanto importa un planteamiento mundial dirigido a todas las
gentes del mundo, sin distinciones de fronteras, y con el objeto de
construir una sociedad también sin fronteras.
Dentro del cosmopolitismo político más actual, encontramos
bastantes matices, así tenemos quienes defienden la idea de
instituciones internacionales con mayores competencias, pero
dentro de la lógica actual, otros que postulan variantes de un
federalismo mundial, o un único estado mundial y otros que
defienden la idea de Democracia Cosmopolita.

5. b. La democracia cosmopolita
Tal como lo ha planteado David Held, la democracia cosmopolita
representa una respuesta, en el plano de la organización político-
jurídica a nivel global, a un mundo crecientemente complejo e
54
interdependiente y carente de formas efectivas de articulación de
las políticas a nivel planetario.12
En la argumentación de ese autor esta forma democrática se
asienta sobre dos bloques conceptuales, ellos son: el principio de
autonomía y la noción de Derecho Público Democrático.
La autonomía se vincula directamente con la forma democrática
de organización política, ya que esta supone que los miembros de
la comunidad política son libres y capaces para determinar su
curso, De esta forma, la autonomía está en la base de la
democracia, en cuanto la democracia reposa necesariamente en la
capacidad de autodeterminarse de los miembros de la comunidad.
Siguiendo a Held, la autodeterminación se refiere a que los
ciudadanos deben poder elegir libremente las condiciones de su
asociación, constituyendo así sus decisiones la dirección de la
comunidad política13.El principio de autonomía es definido por
Held de la siguiente forma14:“Las personas deben gozar de los
mismos derechos, y por consiguiente, cargar con los mismos
deberes, en el momento de especificar el marco político que
genera y limita las oportunidades a su disposición; es decir, deben
ser libres e iguales en la determinación de las condiciones de sus
propias vidas, siempre y cuando no dispongan de este marco para
negar los derechos de los demás”.
Así pues, y de acuerdo con Held, el principio de autonomía
contiene dos ideas básicas: que los individuos deben
autodeterminarse y que el gobierno democrático debe estar sujeto
a ciertos límites. En esta línea podríamos encuadrar el concepto

12
Para este apartado ver Held David, La democracia y el orden global, Ed.
Paidós, Barcelona, 2002.
13
Held David, Op. Cit. p. 182
14
Ídem. p. 183.
55
de autonomía de Held en la tradición democrática- liberal. Los
fundamentos de este concepto son políticos y no metafísicos, en el
sentido en que se basa sobre “ideas intuitivas” (consenso
superpuesto) subyacentes a una cultura publica determinada. Esas
ideas subyacentes, preferencias arraigadas en la comunidad, son
las que han acompañado al surgimiento y establecimiento de la
forma de gobierno democrática, en su vertiente liberal,
encontrándose en su base. De esta forma todos los individuos que
se encuentren inmersos en una cultura de valores democráticos y
liberales coincidirían, en principio, en sus juicios valorativos
básicos, coincidiendo así en el principio de autonomía.Para Held
el concepto de autonomía, envuelve a su vez seis nociones. Estas
no son más que un mayor desarrollo del sentido e implicancias
políticas del concepto de autonomía, tan central en Held. Ellas
son15:

1. El principio de autonomía procura articular la base sobre


la cual pueda justificarse el poder público, en este sentido
representa una condición de legitimidad democrática.
2. La noción de que las personas debieran ser libres e iguales
para determinar el curso de sus vidas, significa que deben
disponer de una estructura común de acción política para
poder promover sus proyectos –tanto individuales como
colectivos-como agentes libres e iguales. Una estructura
de acción política seria en principio para Held “una base
neutral de relaciones e instituciones que pueden ser
consideradas imparciales o justas con respecto a las metas,
expectativas y aspiraciones personales”, siendo

15
Ídem. p. 190-193.
56
incoherente esta estructura con aquellos fines, metas que
atenten contra la estructura misma.
3. El concepto de “derechos” connota garantías o facultades
garantizadas, es decir, otorgan al portador un poder de
exigir ya una acción o una abstención. En este sentido es
que también los derechos conllevan la imposición de
deberes u obligaciones correlativas. En este sentido los
derecho constituirían una igualdad de status ante las
instituciones básicas de la sociedad, constituyendo una
autorización tanto para alegar, como para ser alegado.
4. Los derechos y deberes comprendidos en el principio son
los necesarios para proteger el interés por la autonomía,
que cada persona manifestaría por igual. Así los derechos
y obligaciones consagrados, vendrían siendo el soporte
estructural, que posibilitaría una efectiva realización de la
participación política ciudadana. Estos derechos, que
constituyen el fundamento y restricción a la esfera
pública, constituyen lo que el autor denomina derecho
público democrático.
5. El que las personas deban ser libres e iguales en la
determinación de sus propias vidas, la disposición de una
estructura común de acción política, implica que las
personas tienen el poder de participar en un proceso de
deliberación, igual y libremente abierto a todos, en que se
discutan los temas de interés público. La idea es que este
proceso de deliberación se centre únicamente en el
argumento, de forma tal que se excluyan los elemento y
fuerzas no discursivas.
6. El último aspecto del concepto de autonomía, esta
relacionado con el límite liberal a las decisiones de la
mayoría, traducido en un conjunto de derechos
57
constitucionales inalienables de los que los sujetos
disponen para salvaguardar su integridad frente a las
decisiones tomadas dentro del marco democrático.

En esta línea es que no corresponde caracterizar al principio de


autonomía como un principio individualista de
autodeterminación, sino como un principio orientador de la
autodeterminación de la propia comunidad, materializado en la
estructura desde la cual se toman las decisiones políticas
relevantes.
Estos alcances que hace Held del principio de autonomía, se
relacionan con la teoría democrática desde un punto de vista, más
bien teórico. Sin embargo a Held le preocupan también las
condiciones materiales prácticas que deben tener lugar para una
efectiva implantación de la autonomía en una comunidad. Para
Held, el concepto de autonomía tiene una base tanto empírica
como normativa; la primera estaría relacionada con la historia y la
base filosofía política del establecimiento del gobierno
democrático liberal, y la base normativa podría derivarse de un
ejercicio de reflexión acerca de cuáles son las condiciones que
deben tener lugar para la eficacia del concepto de autonomía.
Por otro lado, el derecho público democrático que es el otro pilar
sobre el que se asienta la democracia cosmopolita es el “marco o
metamarco que puede circunscribir y delimitar de forma legítima
la interacción política, económica y social”. Así para Held, el
Derecho público democrático cumple al menos dos funciones.
Una de ser fuente de legitimidad democrática y la otra de servir
como criterio de medición de la legitimidad democrática en un
sistema político determinado, en cuanto que la capacidad que
tengan los individuos de participar en un pie de igualdad en el

58
proceso político de toma de decisiones condiciona la real
existencia de una democracia.
En esta línea, para Held la autonomía es antes que nada un ideal,
alcanzable y urgente. De este modo el Derecho público
democrático no realiza inmediatamente la autonomía en una
comunidad política determinada, sino que por el contrario, el ideal
de autonomía le da una dirección, orientando su contenido en
busca de la realización de la democracia, puesto que la
consagración plena de la autonomía en una sociedad, requeriría no
sólo de buena voluntad y consenso político, sino que también de
un sustrato económico, lo que no es cuestión de dictar una ley,
sino de una creación/reorientación de recursos siempre escasos.
Aclarados los conceptos de autonomía y de Derecho Público
Democrático, se puede considerar el significado de la democracia
cosmopolita.
La responsabilidad (accountability) de los líderes por sus
decisiones ante la comunidad, y la total simetría entre las
decisiones de estos y sus electores, son supuestos del pensamiento
democrático liberal de los siglos XIX y XX16. Hoy por hoy, esta
situación dista mucho de la realidad, en cuanto a que en la
sociedad global o “red17”, las estructuras clásicas de relaciones
entre quienes toman las decisiones y los afectados parecen
haberse difuminado. Por lo demás tampoco es claro que alguna
vez las comunidades políticas hayan respondido a la forma de
“sistemas cerrados”, que parece inspirar la reflexión en torno a
supuestos de accountability y simetría entre “imputs” y “outputs”
en el marco del Estado Nación.

16
Held David, Op. Cit. p.268.
17
Concepto en Castells Manuel, La Sociedad Red. Editorial Alianza,
Madrid 1997.
59
Según Held, hoy en día ninguna de esas condiciones se cumplen.
Por un lado la accountability nunca ha sido más puesta en duda
por los siguientes puntos. En primer lugar, existen lideres
(políticos y no) que dirigen asociaciones cuyas decisiones están
ajenas de control de parte de los que son afectados por ellas. En
este caso este líder solo va a responder frente a una pequeña
porción del universo afectado (sus connacionales), quedando libre
de todo control político frente a los demás, o no va a responder en
absoluto, caso de los directores de compañías multinacionales.
En segundo lugar, el territorio que controla la asociación política
no contiene los efectos de las decisiones de esta (outputs). Es
decir las decisiones que se toman en una comunidad política
determinada, asentada sobre la idea de soberanía tradicional
conceptualmente territorial, tienen repercusiones que exceden el
marco dentro del cual debieran obrar (el territorio). De esta forma,
lo que hace Held es constatar la obsolescencia del principio de
soberanía tradicional, el que supone un ente político que controla
un territorio hermético, y del concepto de democracia asentado
sobre este. En relación a lo anterior, pierde también su efectividad
el control democrático. Esta pérdida de efectividad está dada por
la erosión de su supuesto de adecuada retroalimentación
informacional, si bien es posible que nunca haya tenido lugar.
En un contexto de adecuada retroalimentación informacional, el
ente político reabsorbe todas las consecuencias de sus decisiones,
en cuanto a que tomará razón de los efectos que ellas produjeron
en las partes, produciéndose así un óptimo de correspondencia
que tiene como resultado la eficacia del control democrático, al
menos en teoría. En la realidad, la asociación política no obtiene
contestación respecto a la totalidad de sus outputs, y por tanto no
puede ajustarse a las consecuencias de estos.

60
De esta forma la democracia cosmopolita vienen a ser un intento
por hacer más fluida el tránsito de información en el sistema
internacional, optimizando el funcionamiento de las instituciones
por la vía de la extensión de la rapidez y magnitud de la
retroalimentación comunicacional que suponen las formas
democráticas.
Pues bien, volviendo al planteamiento del autor, recordemos que
este plantea que el concepto de Estado soberano y la idea de
gobierno democrático sobre unidades herméticas nunca se ha
ajustado a la realidad, y menos hoy en día, donde la complejidad
relacional ha llegado a niveles inauditos. De esta manera, para el
autor las comunidades políticas deben ser pensadas no como
centros “unidimensionales” de organización, sino como
estructuras formadas por redes de interacción superpuestas18.
De esta forma, el proceso democrático que parte de la base de que
las comunidades políticas responden a estructuras lineales de
poder, deja fuera todas las formas y redes que no responden a ese
modelo, en cuanto a que es imposible, según Held, explicar la
naturaleza y las posibilidades de la comunidad política haciendo
exclusiva referencia a las estructuras y mecanismos nacionales de
poder político19, coincidiendo con la postura que plantea la
incapacidad del nacionalismo metodológico, o de “contenedor de
la sociedad20 de explicar de manera acabada los fenómenos
sociales de una comunidad determinada, y por ende la necesidad
de su superación. De acuerdo a estas consideraciones, es que el
principio de autonomía no será efectivo mientras las diversas

18
Held David, Op. Cit. p. 269
19
Ídem. p. 270.
20
Ulrich Beck, ¿Que es la Globalización? p.99. Barcelona, Editorial Paidós
1998.
61
estructuras de toma de decisiones que afectan a las personas se
mantengan ajenas a la posibilidad de diálogo democrático, sin esta
posibilidad de dialogo se ve truncada la posibilidad de crear y
acceder al debate sobre temas de interés público y con ello la
disponibilidad de una estructura de común acción política.
Plantea Held, que en el contexto actual de interconectividad
regional y planetaria, el compromiso con los ideales de autonomía
y democracia en una comunidad política se hace extensible a
todas “las comunidades cuyas acciones, políticas y leyes estén
interrelacionadas y entremezcladas”21. El argumento es que en las
condiciones socio-políticas actuales es imposible argumentar a
favor del control democrático y de la autonomía en una
comunidad sin pretender extenderlo al resto de las redes
planetarias imbricadas, lo que tiene bastante sentido en cuanto
tenemos que decisiones tomadas en el ámbito externo de una
comunidad política, ya sea un gobierno, ONG o compañía
transnacional, pueden, y de hecho tienen bastante frecuentemente,
un poder de influencia mayor que aquellas tomadas en el seno del
sistema político de una comunidad determinada. De esta forma la
Democracia Cosmopolita puede ser vista como una extensión del
control democrático con la consiguiente apertura de instituciones
tanto políticas como económicas a ese control
Por cuanto el Derecho público democrático es susceptible de
verse minado en su efectividad por redes, o esferas de poder de
alcance global, es que este necesita de una estructura legal
supranacional que Held conceptualiza como Derecho democrático
cosmopolita22, expresión que ya había utilizado Kant en la paz
perpetua, aunque para él el derecho cosmopolita equivalía más

21
Held David, Op. Cit. p. 276.
22
Held David, Op. Cit. p. 271.
62
bien a un deber de hospitalidad universal, en virtud del cual
ningún sujeto podía ser tratado con hostilidad en el extranjero23.
Este es un Derecho que debe ser concebido “como un dominio del
Derecho diferente del Derecho de los Estados y de las leyes que
vinculan a un Estado con otro –el Derecho internacional-24. Es en
consecuencia una esfera del dominio legal extendida entre
ciudadanos, ya no de Estados, sino que del mundo.
Ahora bien, el Derecho cosmopolita en Held, no debe concebirse
en términos de una estructura rígida, de un solo nivel que impone
derechos y obligaciones a los ciudadanos, sino como un marco
legal donde tienen cabida diversas redes de regulación, ya en el
plano local, nacional o regional. Sin embargo lo que deben tener
en común todas estas redes es su respeto por el principio de
autonomía y coherencia con el Derecho Cosmopolita. De esta
forma la persona ya no respondería a una sola forma de
ciudadanía, sino a varias25, con los correspondientes derechos y
obligaciones y sustratos identitarios, en la línea con la concepción
que la identidad en la globalización ya no responde al esquema de
la cultura que se presenta en un estado nación determinado, sino
que es una construcción que se recrea y desarrolla a través de las
diversas redes o flujos identitarios de alcance global, lo que para
Beck constituye un “motivo ulterior para el socavamiento de la
soberanía del Estado nacional y la obsolescencia de la sociología
nacional estatal (nacionalismo metodológico)26”.
Ahora bien, para Held este entramado de relaciones no implica la
muerte del Estado nación, sino que estos “dejarían de ser los

23
Kant Emmanuel, Sobre la paz perpetua. Madrid, Editorial Alianza. 2002.
24
Held David. Op cit. p. 272.
25
Held David Op. Cit. p. 278.
26
Beck Ulrich, ¿Qué es la globalización?
63
únicos centros de poder legítimos dentro de sus propias
fronteras”, lo que vendría a ser además el ajuste del ius al facto,
esto debido a la constatación de la efectiva pérdida de influencia
del Estado aún dentro de sus fronteras27. De esta forma “el
reconocimiento de que ciertas tareas y funciones son y deben ser
desempeñadas en y a través de diferentes niveles políticos –local
nacional, regional e internacional- no implica que la misma idea
de Estado moderno deba extinguirse; implica en todo caso, que
esta idea requiere de adecuaciones para poder estirarse a través de
las fronteras”28.
En definitiva lo que Held propone es avanzar sobre las siguientes
tres líneas29:

1- Extender los sistemas de accountability más allá de las


instituciones políticas propiamente tales, y someter a este
control a flujos que actualmente se mueven en la
irresponsabilidad política.
2- Re-articular los focos de poder político, ya sea a nivel
nacional, regional o global, para hacerlos más sensibles a
temas de interés público.
3- Integrar al proceso democrático a los grupos, agencias,
asociaciones y organizaciones de la economía y de la
sociedad civil.

La propuesta concreta de Held para instaurar/promover el


Derecho cosmopolita va desde su consagración “dentro de la
27
En esta línea también Falk Richard, La Globalización Depredadora.
Buenos Aires, Editorial Siglo XXI, 2002 y Habermas Jurgen, La
Constelación posnacional. Editorial Paidós, Barcelona 2000.
28
Held David, Op. Cit. p. 279.
29
Held David, Op. Cit. p. 318
64
constituciones de los parlamentos y asambleas a nivel nacional e
internacional; y la extensión de la influencia de las cortes
internacionales de manera que los grupos e individuos dispongan
de los medios efectivos para controlar que las autoridades
políticas respeten, y hagan respetar los derechos y obligaciones
clave, dentro y fuera de las asociaciones políticas” pasando por
“la creación de un poder ejecutivo y legislativo transnacional,
efectivos tanto en el plano regional como en el global, sujetos por
las disposiciones del derecho público democrático. Esto
implicaría la creación de parlamentos regionales y la afirmación
de los existentes, para que “sus decisiones sean reconocidas como
fuentes independientes y legítimas de la regulación regional e
internacional” hasta la posibilidad de efectuar referéndums
internacionales, donde la población se pronunciaría sobre
discrepancias que pueden existir entre las prioridades en la
implementación del Derecho democrático cosmopolita y los
objetivos del gasto público. Además se abrirían las organizaciones
internacionales y los cuerpos funcionales internacionales a la
accountability. Sería también necesaria la implementación de
“una asamblea que reuniera a todos los Estados y agencias
democráticas” dotada de una real capacidad de acción política,
donde sus miembros sean elegidos y controlados directamente por
la población.
Esta asamblea, una vez constituida, sería el centro de discusión y
de decisión política de todos los problemas globales como las
enfermedades, la desnutrición, la deuda del tercer mundo, los
problemas medioambientales, etc.30.
Respecto a la ejecución del Derecho, Held plantea que una parte
de las fuerzas militares de cada Estado nación podrían ser

30
Ídem. p. 324-325
65
asignadas a la autoridad trasnacional, conformando todas las
unidades un bloque coherente de mando centralizado. Otra
posibilidad que plantea es la creación de una fuerza militar
independiente conformada por voluntarios de todos los países. De
esta manera Held salva la objeción que apunta a que las normas
sin coerción no son jurídicas y le da el sustrato coercitivo
necesario al modelo cosmopolita, bajo la premisa que toda
estructura jurídica, al menos hoy por hoy, requiere la
potencialidad de la fuerza para su implementación y eficacia.
A este respecto el mismo autor tilda las propuestas de gobierno
internacional que no cuenten con el auxilio de la fuerza como
“equivocadas y peligrosamente optimistas”31, lo cual no deja de
ser cierto repito, bajo las condiciones actuales. Sin embargo creo
que el cumplimiento del propósito de la creación de una fuerza
transnacional, dotar de coercibilidad al Derecho cosmopolita,
requeriría que la capacidad bélica de esta fuerza, fuera superior a
la más poderosa de las fuerzas armadas estatales, por cuanto la
existencia de una fuerza superior anula la efectiva coerción, al
menos, sobre el espectro al cual ella protege. Está demás apuntar
todas las dificultades e inconvenientes de implementar tamaña
fuerza, al menos bajo las condiciones estratégico-militares
existentes hoy por hoy.
Desde otro punto de vista en el campo de la economía global se
deben adoptar medidas que permitan la consolidación de la
Democracia Cosmopolita pues encauzar su desenvolvimiento es
central para la efectiva realización del ideal cosmopolita, tanto por
su capacidad configuradora del orden político, como por
constituir un eje articulador de la vida social, o como sostuviera

31
Held David. Op. Cit. p. 327.
66
Polanyi32, su único eje, esto cuando el mercado pierde toda
orientación desde la política pública, alcanzando así su
“autorregulación”. De esta forma es imposible soslayar la
relevancia de esta esfera en todo proyecto político, que más aún
pretenda una reconfiguración del orden internacional, sobre todo
en un contexto de globalización que se produce desde esta esfera.
Pues bien, la intervención de la política en la economía tiene por
objeto “que se cumplan las condiciones de la regulación
democrática en todas las esferas de poder”33. De esta forma para
Held, la legitimidad de la intervención en la economía estará dada
por asegurar la vigencia del principio de autonomía en una
comunidad política determinada, vigencia siempre dependiente
de la forma de manifestarse y ubicuidad de las estructuras de
poder en una sociedad
De este modo Held se hace cargo de la crítica a la globalización
neoliberal de hoy de estar al margen de todo cauce, de beneficiar
principalmente a grandes corporaciones, de ser insustentable
ambientalmente y de aumentar, o al menos mantener, el estado de
desigualdad entre los pueblos del mundo.

5 c. Los desafíos del cosmopolitismo. Críticas y Debate.


Las críticas que se han formulado al cosmopolitismo en general y
a la concepción de la democracia cosmopolita de Held, pueden
reagruparse en cinco posturas.
En primer lugar la que cuestiona el supuesto de la tesis de Held de
un mundo donde el Estado a dejado de ser el actor único y por
excelencia en las relaciones internacionales.

32
Polanyi Karl. La gran Transformación. México, Editorial FCE 2003.
33
Ídem. p. 297.
67
En segundo lugar la que plantea la inviabilidad política del
proyecto de Held.
En tercer lugar y relacionada con la anterior la que se centra en la
dificultad de establecer un ideal cosmopolita/ solidaridad
transnacional.
En cuarto lugar la que apunta a la conveniencia de un
geogobierno central.
En quinto lugar, aquella efectuada al cosmopolitismo en general,
de acomodar la historia y de sostener una visión particular del
nacionalismo metodológico.
1- Preeminencia incuestionable del Estado como actor en la
esfera de las relaciones internacionales.
Esta crítica es propia de la postura que sostiene la escuela
realista34, que se constituyó como una respuesta al “idealismo” en
la esfera de las relaciones internacionales, de acuerdo a la cual el
Sistema internacional está compuesto principalmente por Estados,
que compiten entre sí por la supervivencia/acrecentamiento del
poder nacional dentro de un contexto anárquico, carente de reglas
de gran similitud al estado de naturaleza Hobbesiano y la escisión
total entre el actuar moral y el actuar político, orientado a la
consecución de mayor poder para la nación.
Esta postura sostiene que a pesar de todos los cambios acaecidos
principalmente a partir del término de la 2º Guerra Mundial como
el desarrollo de los Derechos Humanos, Globalización y creciente
interdependencia, emergencia de actores internacionales no
estatales, el Estado sigue controlando de forma consistente el
proceso político global. Así se señala que la merma de la

34
Sostenida, con diversos e importantes matices, por autores como Hans
Morgenthau, Hedley Bull, John Vincent, George Kennan, Henry Kissinger,
Kenneth Waltz, Robert Keohane y Joseph Nye
68
soberanía estatal es, si bien apreciable desde un punto de vista
estadístico, la estructura estatal sigue siendo el eje articulador de
la vida en comunidad además de constituir una fuente importante
de la identidad de los ciudadanos. Afirman que el Estado es el
mayor detentador de poder a nivel mundial y el responsable de la
coerción nacional y de la homogeneidad cultural y religiosa de
una comunidad determinad.
De esta manera, si el Estado retiene sus competencias y soberanía,
aún en un mundo altamente complejo e interconectado, de forma
tal que puede obrar sobre su territorio de manera eficaz y
autónoma, no sería en consecuencia necesaria una estructura
supranacional de gobierno que cumpliera funciones que el Estado
de por sí puede ya asumir.
2. Inviabilidad Política.
Esta crítica, que puede o no concordar con la postura anterior y
sostener o no la deseabilidad/necesidad de una estructura de
gobierno supranacional, sostiene que la conformación de una
estructura supranacional de gobierno es muy difícil, cuando no
imposible.
Esta dificultad deriva del mismo concepto de Estado soberano, en
tanto que la soberanía apunta hacia el poder de influencia e
imposición que tiene el Estado sobre un territorio y población
determinados. Por tanto es contradictorio conceptualmente para la
estructura estatal, tal y cual se ha concebido hasta hoy, delegar
competencias propias e instituir nuevas a un ente supranacional,
limitando su soberanía, ya que el Estado, recordemos la posición
de la escuela realista, está abocado a atender las necesidades de su
propia población y debe, dentro de un contexto anárquico, luchar
por acrecentar su propio poder geopolítico, excluyéndose así de
plano la posibilidad de delegar poder en una instancia
supranacional.
69
Ello es particularmente cierto respecto de los países que ostentan
el mayor peso geopolítico, en tanto que ocupando una posición de
privilegio en el sistema internacional, que les permite acrecentar
su poder e influencia y obtener solo ventajas de su status quo
geopolítico, es difícil que quieran renunciar a esa posición y no
habiendo mecanismos para obligarlos a ello, no cabria más que
conformarse con la actual situación por más inicua y
estructuralmente deficiente que sea.
3. Dificultad de establecer un ideal cosmopolita/solidaridad
transnacional.
Ya concluimos que el establecimiento de una Democracia
Cosmopolita tiene que pasar por el convencimiento de los
ciudadanos de los distintos países de la necesidad, conveniencia o
deseabilidad de su implementación.
De acuerdo a esta crítica, la solidaridad más allá de las fronteras
es un ideal de poco arraigo en la realidad, por varias razones.
En primer lugar se sostiene35que nuestra capacidad para ser
generoso con el otro pasa primero por que podamos imaginarnos
esa alteridad, y de que podamos hacerlo de forma tal que aliente
esos sentimientos. Esta imaginación de otros seria un hecho en
caso de los connacionales, con quienes compartimos un pasado,
raza y cultura en común. Pero el ejercicio de imaginar al otro, de
acuerdo a Scarry, sería mucho más difícil respecto de pueblos con
razas, culturas y pasados tan diversos al nuestro.
Otra crítica que recibe el cosmopolitismo, es que en verdad
corresponde a una visión occidental del mundo, es más, de la
parte de occidente que tiene acceso a viajes por el mundo y
cultura universal (elitismo). Lo que sostiene esta postura es que

35
Scarry Elaine, “La dificultad de imaginar a otras gentes”. En Los límites
del patriotismo. Buenos Aires, Editorial Paidós, 1999.
70
las buenas intenciones de los cosmopolitas no tienen
correspondencia fuera del primer mundo. Así es como se cita36 al
fundamentalismo islámico, la intolerancia religiosa, los gobiernos
despóticos y sistemas de castas, como algunos de los atentados a
los principios, de igualdad y solidaridad humana que informan al
cosmopolitismo, fenómenos todos, que tienen lugar en culturas
no occidentales.
La crítica respecto de la insuficiencia de solidaridad mundial es
acertada en cuanto si consideramos las circunstancias actuales, no
existe ella de manera tal para permitir la constitución de un
gobierno cosmopolita, con todas las renuncias que ello implica.
Sin embargo es igualmente cierto que esa solidaridad global es un
fenómeno creciente de la mano de la misma globalización de la
cultura y comunicaciones.
4. Cuestionable Idoneidad de un gobierno mundial.
Esta postura es la que sostiene que a pesar de ser acertados el
diagnostico y fundamentos del cosmopolitismo democrático, la
solución que propone -creación de supraestructura de gobierno
global- no es la respuesta más adecuada. Esto por:
A) Falta de legitimidad democrática.
Se sostiene que el cosmopolitismo democrático no explicita, ni
asegura el cómo la democracia va a tener lugar sobre esta
supraestructura de gobierno. Por qué razón descartar que los
vicios que tiene la democracia a nivel nacional, no se transferirán
a esta supraestructura, sobre todo teniendo en cuenta que la
extensión del territorio constituye uno de los problemas

36
En particular Himmelfarb Gertrude, "Las ilusiones del
cosmopolitanismo" en Los límites del Patriotismo. Buenos Aires, Editorial
Paidós, 1999.
71
fundamentales para la efectividad de la democracia representativa
hoy en día.
Algunos de estos vicios de la democracia serían el cómo hacer
efectiva la responsabilidad de los líderes electos, el potencial de
que tenga lugar una oligarquía democráticamente electa y el
surgimiento de estructuras jerárquicas de formación de
consentimientos. En definitiva, es razonable el temor a que los
problemas de la democracia a nivel nacional, se reproduzcan, en
la instancia supranacional con el agravante de que ya no podría
existir un poder externo que lo confrontara o urgiera a corregir, a
nivel global.
B) Potencial tiránico asociado a la supraestructura mundial.
Se ha argumentado también que la formación de un gobierno
cosmopolita sería peligroso en cuanto a que una vez formado, no
habría posibilidad de contestarlo si se vuelve tiránico. Es el temor
que nos asalta cuando imaginamos un Estado único despótico con
poder ilimitado sobre los ciudadanos, al más puro estilo del orden
mundial que tiene lugar en la conocida novela 1984 de George
Orwell.
5. Desfiguración de parte de los Cosmopolitas de la Teoría Social
e historia del Estado.
Esta crítica es la que sostiene que el cosmopolitismo presenta una
visión del Estado Moderno, como una institución sólida e
incuestionada, descartando así su carácter de contingente y en
constante recreación. Esta flexibilidad y ductilidad le permitió al
Estado adaptarse a las cambiantes circunstancias históricas que le
tocó vivir. Como prueba de esa adaptabilidad basta citar las
diferentes adjetivaciones que se han usado para tratar de definirlo:
Estado posmoderno (R. Cooper), Estado red (M. Castells), Estado

72
catalítico (M. Lindt), Estado Transnacional (U. Beck), Estado
poshistórico (H.Wilke).37

6. Conclusión
A tenor de lo desarrollado precedentemente cabe concluir que ha
quedado demostrada la hipótesis planteada al comienzo de este
trabajo, en el sentido, de que las experiencias cosmopolitas que se
han vivido en la historia de la humanidad están asociadas al
fenómeno de la transformación de las unidades políticas en donde
el poder se ejerce sobre una comunidad asentada sobre una base
territorial delimitada. Asimismo y consecuentemente se puede
observar que estas tendencias se presentan acompañando formas
de organización de tipo imperialistas, Desde ya que, la relación
que se aprecia entre el cosmopolitismo y la desintegración de la
Polis y del Estado Nación, como así también, el futuro del
primero sugiere otros interrogantes que serían motivo de otras
indagaciones que transcienden a la actual.

Bibliografía

Aristóteles, Política, Edición Bilingüe y traducción por Julián


Marías y María Araujo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos,
1951.
Beck Ulrich, ¿Que es la Globalización? Falacias del Globalismo,
respuestas a la globalización, Bs. As., Ed. Paidós, 2004.
-La Sociedad del Riesgo. Bs. As., Editorial Paidós,
2002.

37
Vallespin Fernando, ob.cit. p.91
73
Bobbio Norberto, Mateucci Nicola, Pasquino Gianfranco
Diccionario de Política, voz cosmopolitismo, a cargo de
Ricuperati Giuseppe, Madrid, Siglo XXI, 9na Ed. 1995
Castells Manuel, La Sociedad Red. Madrid, Editorial Alianza,
1997.
Falk Richard, La Globalización Depredadora. Buenos Aires,
Editorial Siglo XXI, 2002.
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Hardt Michael y Negri Antonio, Imperio. Buenos Aires, Editorial
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intelectuales e implicancias políticas de la Doctrina Bush, Bs.
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Editorial Taurus. 2002.
74
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Vallespín Fernando, El futuro de la política, Madrid, Taurus,
2000
Widow Juan A. El ocaso de la Polis, comunicación en la XXX
Semana Tomista, Congreso Internacional sobre Política
Contemporánea y Globalización, Bs. As. Septiembre, 2005.

75
76
¿HAY QUE REGULAR LA GLOBALIZACIÓN?

La reinvención de la política

David HELD*

Las comunidades políticas se encuentran en proceso de cambio.


Claro está que el cambio no supone novedad alguna en este
ámbito. La historia de las comunidades políticas está repleta de
formas y estructuras en desarrollo (y en descomposición): desde
imperios a naciones–Estado, y de éstas a estructuras regionales
incipientes y organismos de gobierno global. Pero sólo un tipo de
transformaciones importa a este ensayo: el engranaje
significativo, si bien irregular, de las comunidades humanas entre
sí a lo largo del tiempo, y la forma en que la trayectoria y el
destino colectivos de los pueblos están cada vez más
determinados por procesos complejos que rebasan sus fronteras.
Es sobre este telón de fondo donde quisiera plantear la pregunta:
¿puede regularse la globalización?
Formular la pregunta de esta manera supone ya arriesgarse a ser
mal entendido. La globalización connota la ampliación e
intensificación de relaciones sociales, económicas y políticas a
través de regiones y continentes. Es un fenómeno
multidimensional que abarca muchos procesos diferentes y opera
en múltiples escalas temporales (véase Held y McGrew, et al.,
1999). Algunos de estos procesos (por ejemplo, la expansión y

*
David Held es profesor de Política y Sociología, actualmente co-director
del Centre for the Study of Global Governance en el London School of
Economics and Political Science. Artículo publicado en la Revista Claves
de Razón Práctica nº 99 de enero de 2000. Traducción de Eva Rodríguez.
77
desarrollo de relaciones comerciales entre países muy diversos, o
la multiplicación y difusión de armas de destrucción masiva entre
los regímenes mundiales más importantes) exigen ya una intensa
vigilancia, supervisión y regulación políticas. Hay entidades
públicas y privadas, operando a nivel nacional, regional y global,
que están profundamente implicadas en la toma de decisiones y la
acción regulatoria dentro de éstas y otras muchas esferas. Así
pues, hay que acotar mejor la cuestión que aborda este ensayo
desde un principio. Como mínimo, ha de estar atento a las formas
cambiantes de regulación y las alteraciones del equilibrio entre
poder privado y poder público, autoridad y gobierno. Otra forma
de expresar los temas de este ensayo sería preguntar qué
posibilidades hay de llevar a cabo una regulación pública y exigir
responsabilidad democrática en el contexto de una intensificación
de interconexiones regionales y globales, y de los cambios en el
equilibrio entre poder público y poder privado y en los
mecanismos regulatorios locales, nacionales, regionales y
globales.
Los mapas convencionales del mundo político revelan una
concepción muy particular de la geografía del poder político. Con
sus nítidas líneas fronterizas y sus bien definidas manchas de
colores, delimitan áreas territoriales en cuyo interior decimos que
reside un Estado soberano indivisible, ilimitable y exclusivo con
fronteras internacionalmente reconocidas. Sólo las regiones
polares parecen quedar fuera de este rompecabezas, aunque
algunos mapas resaltan también las pretensiones de algunos
estados sobre ellas. Conviene recordar que al comenzar el
segundo milenio esta cartografía habría resultado prácticamente
incomprensible. Una inspección somera de los limitados
conocimientos cartográficos de la época nos muestra que ni
siquiera las civilizaciones más viajeras habrían podido extraer
78
alguna conclusión clara de los pormenores del mundo conocido
en la actualidad. A finales del primer milenio las civilizaciones
antiguas más profundamente arraigadas, particularmente la china,
la japonesa y la islámica, eran en buena medida “mundos
discretos” (Fernández–Armesto, 1995: 15-51). Pese a que se
trataba de mundos altamente refinados y complejos, los contactos
entre ellos eran relativamente escasos. Había algunas formas de
intercambio directo; por ejemplo, el comercio fluía entre culturas
y civilizaciones distintas, ligando entre sí las contingencias
económicas de sociedades diferentes y actuando, además, como
conducto de ideas y prácticas tecnológicas (Mann, 1986; Watson,
1992; Fernández–Armesto, 1995; Ferro, 1997). Sin embargo, las
civilizaciones antiguas se formaron en gran medida a
consecuencia de fuerzas y presiones “internas”; eran
civilizaciones diferenciadas y, en grado considerable, autónomas,
configuradas por sistemas imperiales que abarcaban poblaciones y
territorios dispersos.
Las formas cambiantes de dominio político estuvieron
acompañadas de un desarrollo lento y en su mayoría aleatorio de
la política territorial. La aparición de la nación–Estado moderna y
la incorporación de todas las civilizaciones al sistema inter–
Estados acabó con esta situación; porque con ello se creó un
mundo organizado y dividido en espacios nacionales y
extranjeros: el “mundo interior” de la política nacional
territorialmente delimitada y el “mundo exterior” de los asuntos
diplomáticos, militares y de seguridad. Pese a que estos espacios
no eran en modo alguno herméticos, formaron los cimientos sobre
los que las modernas naciones–Estado construyeron sus
instituciones políticas, legales y sociales. La cartografía moderna
registró y afirmó estos hechos. Desde comienzos del siglo XX
(aunque la fecha exacta es cuestión debatible), esta división se
79
tornó más frágil, y quedó gradualmente mediada por flujos y
procesos regionales y globales.
En el período contemporáneo se han producido cambios en
ámbitos sociales y económicos diversos que en su conjunto han
creado formas singulares de interconexión regional y global que
son más extensas e intensas que nunca, y que están poniendo en
cuestión y reconfigurando nuestras comunidades políticas y, en
particular, algunos aspectos del Estado moderno. Dichos cambios
entrañan una serie de hechos que pueden considerarse
transformaciones profundas, sintomáticas y estructurales. Entre
ellas figura la aparición de fenómenos tales como los organismos
de derechos humanos, que han conseguido que la soberanía por sí
sola sea cada vez menos garantía por sí sola sea cada vez menos
garantía de la legitimidad del Estado en el derecho internacional;
la internacionalización de la seguridad y la transnacionalización
de una gran cantidad de programas de defensa y logística, que
significa, por ejemplo, que algunos sistemas armamentísticos
clave dependen de componentes de muchos países distintos; las
alteraciones del medio ambiente, ante todo la reducción de la capa
de ozono y el calentamiento del globo, que ponen de relieve las
limitaciones crecientes de una política puramente Estado–
céntrica; la revolución en la tecnología de las comunicaciones y la
información, que ha incrementado masivamente la extensión e
intensidad de todo tipo de redes socio–políticas dentro y a través
de las fronteras estatales; y la desregulación de los mercados de
capital, que ha alterado el poder del capital al crear un gran
número de opciones “de salida” en relación tanto al trabajo como
al Estado.
Las implicaciones generales de estos fenómenos para la capacidad
reguladora de los Estados es una cuestión muy debatida. Se
sostiene a menudo que al intensificarse la globalización han
80
disminuido las competencias de los Estados. Según esta opinión,
los procesos sociales y económicos operan predominantemente a
nivel global y los Estados nacionales han pasado en buena medida
a ser “entidades decisorias” (véase, por ejemplo, Ohmae, 1990;
Gray, 1998). Por otra parte, hay quienes son muy críticos con esta
postura, alegando que el Estado nacional, sobre todo en las
economías avanzadas, se encuentra tan robusto e integrado como
siempre (véase, por ejemplo, Hirst y Thompson, 1996). ¿Cómo se
ha modificado el Estado ante la globalización? ¿Se ha producido
una reconfiguración del poder político?

1. Formas cambiantes del poder político y económico


La actual globalización está transformando el poder del Estado y
la naturaleza de la comunidad política, pero cualquier descripción
de este hecho en términos simples de pérdida o disminución de
competencias nacionales distorsiona lo ocurrido. Porque, aunque
la globalización esté alterando la relación entre los Estados y los
mercados, esto no se produce claramente a expensas del Estado.
Fueron los Estado y las autoridades públicas los que iniciaron
muchos de estos cambios fundamentales; por ejemplo, la
desregulación del capital en los años ochenta y comienzos de los
noventa. También en otras esferas de actuación han sido los
Estados decisivos para dar cabida a nuevos tipos de colaboración
transnacional, desde la creación de formas diferentes de alianza
militar hasta el fomento de las entidades de derechos humanos.
Lo cierto es que, según muchos indicadores fundamentales, el
poder del Estado (desde la capacidad para elevar impuestos y
rentas hasta la posibilidad de emplear una fuerza militar
concentrada contra un enemigo) sigue siendo, al menos en la
mayor parte del mundo que comprende la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), tan poderoso
81
como sus predecesores, si no más (Mann, 1997). Por otra parte,
también han aumentado enormemente las presiones sobre el
Estado. En estas circunstancias, tiene más sentido hablar de la
transformación del poder del Estado en el contexto de la
globalización, en lugar de calificar lo ocurrido de simple
decadencia (Held y McGrew, et al., 1999, en la Conclusión). El
poder, la autoridad y las operaciones de los Gobiernos nacionales
están cambiando, pero no siempre en una misma dirección. El
derecho de los Estados a gobernar dentro de unos territorios
delimitados (soberanía) dista mucho de estar al borde de la
desaparición, aunque el carácter práctico de este derecho (la
capacidad real de los Estados para gobernar) esté cambiando de
perfil. Está surgiendo un nuevo régimen de gobierno y de acción
gubernativa que está desplazando la concepción tradicional el
poder del Estado como forma de poder público indivisible y
territorialmente excluyente. La globalización, lejos de generar “el
fin del Estado”, está estimulando toda una variedad de estrategias
de mandato y gobierno y, en ciertos aspectos fundamentales, un
Estado más activista.
Donde mejor se aprecia este hecho es en el contexto político de la
globalización económica. Paralelamente al cambio económico
mundial se han producido una serie de cambios políticos que
modifican el alcance del poder político y las formas de gobierno.
Pese a que tanto gobiernos como Estados siguen siendo actores
poderosos, ambos han contribuido a la creación de toda una
diversidad de agencias y organizaciones con las que hoy
comparten la arena global. Frente al Estado ha surgido un
sinnúmero de organizaciones intergubernamentales, agencias y
regímenes internacionales que operan en el ámbito de diferentes
demarcaciones espaciales, y de instituciones cuasi
supranacionales como la Unión Europea (Held, 1995, caps. 5 y 6).
82
Existen asimismo entidades no estatales y organismos
transnacionales que también participan intensamente en la política
global. Todos estos hechos ponen en cuestión las versiones
convencionales de un orden mundial basado en el Estado, y
generan un panorama mucho más complejo de ordenamiento
regional y global. En este mundo complejo, los Estados presentan
su soberanía y autonomía como bazas a su favor en las
negociaciones en que se tratan asuntos de coordinación y
colaboración entre redes cambiantes transnacionales e
internacionales (Keohane, 1995).
Lo que parecen indicar los hechos que se producen en esferas
como la política, el derecho y la economía es que la globalización
dista mucho de ser un fenómeno singular. Pese a ser, como se
observaba anteriormente, un fenómeno multidimensional, que
trasluce un giro general en la organización de la actividad humana
y un desplazamiento del poder hacia pautas transcontinentales o
intrarregionales, dicho cambio puede adoptar formas distintas y
seguir trayectorias diversas a través del espacio económico,
político o de otra índole. Puede también crear tendencias
conflictivas así como complementarias en la determinación de las
relaciones de poder y autoridad.
Por ejemplo, la economía global es más abierta, más fluida y más
volátil que nunca; las economías están menos protegidas, y los
mercados internacionales reaccionan rápidamente a la alteración
de cualquier indicador político y económico (véase Perraton,
Goldblatt, Held y McGrew, 1997). Actualmente resulta más
difícil resistirse a las tendencias económicas internacionales de lo
que fue en los anteriores decenios de los años de posguerra.
Debido a que los mercados son más líquidos, constituyen una
mayor fuente de inestabilidad. El capital financiero e industrial
goza de mayores alternativas de salida de las comunidades
83
políticas, alterando con ello el contexto económico de los
mercados de trabajo nacionales. Más aún, en un “mundo
cableado” toda perturbación se transmite rápidamente a otros
mercados y sociedades, ramificando los efectos del cambio. En
consecuencia, los costes y beneficios de emprender determinadas
políticas se tornan más borrosos, y esto genera cautela política,
“políticas de adaptación” y medidas económicas precautorias en
el lado de la oferta.
Pese a todo ello, se ha producido un crecimiento ingente de un
tipo de acción gubernativa regional y global que en medida
creciente estudia, media y administra todos estos cambios.
Además, aumenta la exigencia de mayores niveles de regulación
internacional –desde George Soros a la Organización Mundial del
Comercio (OMC) y las Naciones Unidas–. Cada vez son más las
personas que reconocen la necesidad de mayor grado de
responsabilidad política, de transparencia y claridad en la toma de
decisiones dentro de los espacios internacionales social y
económico; aunque hay que decir que la forma y el lugar
indicados para esta clase de iniciativas no son en modo alguno
claros.

2. La transformación de la democracia
La globalización contemporánea ha contribuido a la
transformación del carácter y las perspectivas de la comunidad
política democrática en una serie de aspectos claros. Conviene
dedicar unas reflexiones a este hecho. En primer lugar, no puede
ya suponerse que el locus del poder político efectivo sea el
gobierno nacional; el poder efectivo es compartido y pactado por
fuerzas y entidades diversas en los niveles nacional, regional e
internacional. En segundo lugar, la idea de comunidad de destino
–de colectividad autodeterminada– en sentido político no puede
84
ya situarse coherentemente dentro de los límites de una sola
nación–Estado, como era razonable hacer cuando estaban
forjándose dichas naciones. Algunas de las fuerzas y los procesos
más fundamentales, entre los que determinan la naturaleza de las
oportunidades de vida dentro y entre las comunidades políticas,
quedan hoy día fuera del alcance de las diferentes naciones–
Estado. El sistema de comunidades políticas nacionales sigue
vigente, pero hoy día se articula con complejas redes y procesos
económicos, organizativos, administrativos, legales y culturales
que limitan y reducen su eficacia. Si dichos procesos y estructuras
no se reconocen y se insertan en el proceso político, pueden dejar
de lado o circunvalar el sistema de Estados democráticos (véase
Sassen, 1998).
Tercero, en la actualidad, la soberanía nacional, aun en regiones
con estructuras políticas fuertemente superpuestas y divididas,
está muy lejos de haber sido socavada del todo. Ahora bien, el
hecho de que el Estado tenga que operar dentro de sistemas
globales y regionales cada vez más complejos incide tanto en su
autonomía (alterando el equilibrio entre costes y beneficios de las
diversas políticas) como en ciertos aspectos de su soberanía
(alterando el equilibrio entre marcos legales nacionales y prácticas
administrativas, regionales e internacionales). Pese a que una
ingente concentración de poder sigue caracterizando a muchos
Estados, está a menudo inscrita y articulada con otros dominios de
autoridad política, regional, internacional y transnacional.
Cuarto, la última parte del siglo XX se caracteriza por una serie
significativa de nuevos tipos de “problemas fronterizos” que
ponen en cuestión las distinciones entre asuntos domésticos y
extranjeros, entre cuestiones de política interior y exterior, entre
intereses soberanos de la nación–Estado y consideraciones de tipo
internacional. Los Estados y los gobiernos se enfrentan a
85
problemas como el de la BSE (encefalopatía espongiforme
bovina), la propagación de la malaria, el uso de recursos no
renovables, la admiración de residuos nucleares y la proliferación
de armas de destrucción masiva, que no es fácil categorizar en los
tradicionales términos políticos de nacional e internacional.
Además, asuntos como la ubicación y las estrategias de inversión
de las corporaciones multinacionales, la regulación de los
mercados financieros globales, el desarrollo de la Unión
Monetaria Europea (UME), la amenaza a la base fiscal de los
diversos países generada por la división de la mano de obra a
escala global y la ausencia de controles sobre el capital, plantean
todos ellos interrogantes sobre la posible eficacia de algunos de
los instrumentos tradicionales de política económica nacional. De
hecho, en todos los grandes sectores de la política gubernamental,
la participación de las comunidades políticas nacionales en los
procesos regionales y globales las involucra en una intensa acción
de coordinación y control transfronterizo. El espacio político para
el desarrollo y la práctica de un gobierno eficaz y de un poder
político que responda de sus actos no son ya colindantes con un
territorio nacional delimitado.
El aumento de los problemas transfronterizos crea lo que yo
calificaría como “comunidades de destino superpuestas”; esto es,
un estado de cosas en que la suerte y las perspectivas de las
diversas comunidades políticas son cada vez más
interdependientes (véase Held, 1995; 1996; y también Archibugi,
Held y Köhler, 1998). La comunidades políticas están engranadas
en una serie de procesos y estructuras que se configuran dentro y
entre ellas, ligándolas y fragmentándolas en constelaciones
complejas. Además, las propias comunidades nacionales en modo
alguno toman y formulan decisiones y políticas exclusivamente
para sí cuando se trata de cuestiones tales como la regulación de
86
la sexualidad, la salud y el medio ambiente; los gobiernos
nacionales en modo alguno establecen simplemente lo que es
justo o apropiado para sus propios ciudadanos exclusivamente. La
idea de que es posible comprender el carácter y las posibilidades
de la comunidad política en relación simplemente a estructuras y
mecanismos de poder político de orden nacional es claramente
anacrónica. En consecuencia, surgen interrogantes tanto sobre el
destino de la idea de comunidad política como sobre el locus
apropiado para la formulación de lo que constituye el bien
político. Si el agente que reside en el fondo del discurso político
moderno, ya sea persona, grupo o gobierno, se inscribe dentro de
una diversidad de comunidades y jurisdicciones superpuestas,
resulta difícil encontrar la “sede” apropiada para la política y la
democracia.
Este hecho es máximamente evidente en Europa, donde la
creación de la Unión Europea (UE) ha generado un intenso debate
sobre el futuro de la soberanía y la autonomía dentro de las
diversas naciones–Estado. Pero este tipo de cuestión no sólo es
importante para Europa y Occidente, sino también para países de
otras zonas del mundo, por ejemplo, para el Este asiático. Los
países de Asia oriental tienen que reconocer que han aparecido
una serie de problemas -relativos, por ejemplo, al sida, la
emigración y los nuevos retos para la paz, la seguridad y la
prosperidad económica- que sobrepasan los límites de las
naciones-Estado. Más aún, se están gestando en el contexto de
una creciente interconexión entre las grandes regiones del mundo,
y una de las mejores ilustraciones seria la crisis económica de
1997-1998 (véase Held y MacGrew, 1998, y más adelante). Dicha
interconexión es considerable en una serie de espacios, desde el
medio ambiente y los derechos humanos hasta cuestiones de
criminalidad internacional. En otras palabras, el Este asiático
87
forma parte por necesidad de un orden más global y está
engranado con una diversidad de sedes de poder que conforman y
determinan su destino colectivo.

Las transformaciones globales han influido en nuestra forma de


concebir la comunidad política y, en particular, la comunidad
política democrática. Muy pocas veces se reconoce que el carácter
y la forma apropiados de las comunidades políticas se desdibujan
a causa de la multiplicidad de interconexiones existentes entre
ellas. ¿En qué sentido exactamente?
Las políticas electorales y las urnas se encuentran en el núcleo del
proceso mediante el cual se otorga consentimiento y legitimidad a
un Gobierno en las democracias liberales. Sin embargo, las
nociones de que el consentimiento legitima al gobierno y de que
el voto es el mecanismo indicado por el cual se confiere autoridad
periódicamente a un Gobierno se tornan problemáticas en el
momento en que se analiza la naturaleza de una "comunidad
relevante" (Held, 1995). ¿Cuál es la circunscripción apropiada, y
el debido ámbito de jurisdicción, para elaborar y poner en práctica
políticas relativas a cuestiones como la persecución y
procesamiento de la pedofilia, el mantenimiento de la seguridad
militar, la explotación de la selva tropical, el uso de recursos no
renovables, la inestabilidad de los mercados financieros globales,
la persecución de los que han cometido crímenes contra la
humanidad y la gestión y control de ingeniería genética en
animales y seres humanos? En buena parte de los últimos
doscientos años se ha dado por sentado que las fronteras
nacionales constituyen la base mejor para demarcar la población
que queda incluida o excluida de participar en decisiones que
afectan a sus vidas; pero si muchos procesos socioeconómicos, y
las consecuencias de decisiones que inciden en ellos, se extienden
88
más allá de las fronteras nacionales, entonces las implicaciones de
este hecho son serias, no sólo para los conceptos de
consentimiento y legitimidad, sino para todas las ideas esenciales
de la democracia. Lo que está en cuestión es la naturaleza de la
comunidad política y cómo trazar los límites de dicha comunidad
política; el significado de la representación y el problema de quién
debe representar a quién y con qué criterios, así como la forma
mejor de participación política: quién debe participar en qué
esferas y de qué manera. A medida que fundamentales procesos
de gobernación se sustraen a las categorías de la nación-Estado,
las tradicionales soluciones de carácter nacional de las cuestiones
clave de la teoría y la práctica democrática aparecen cada vez más
gastadas.
La idea de gobierno o de Estado, democrático o no, no puede ya
defenderse simplemente como idea apropiada para una
determinada comunidad política o nación-Estado en particular. La
idea de comunidad política de destino -de colectividad
autodeterminada- no puede ya situarse exclusivamente dentro de
los límites de una sola nación-Estado. Estamos obligados a
reconocer que la extensión, intensidad e impacto de los procesos
económicos, políticos y medioambientales plantean una serie de
interrogantes sobre cuáles son los espacios más indicados para su
tratamiento. Si no queremos que las más poderosas fuerzas
geopolíticas y económicas resuelvan muchos asuntos apremiables
simplemente en términos de sus propios fines y en virtud de su
poder, es forzosa una reconsideración de las actuales instituciones
y mecanismos de responsabilidad pública. En mis escritos de los
últimos años he intentado presentar dicha reconsideración
formulando una concepción cosmopolita de gobernación.

89
3. El proyecto cosmopolita
En esencia, el proyecto cosmopolita aspira a especificar los
principios y las medidas institucionales necesarios para poder
exigir responsabilidad a las sedes y formas de poder que
actualmente operan más allá del alcance de un control
democrático (véase Held, 1995; Held, Archibugi y Köhler, 1998;
y cfr. Linklater, 1998). Lo que dicho proyecto sostiene es que en
el próximo milenio todo ciudadano de un Estado tendrá que
aprender a ser también "ciudadano cosmopolita": es decir, una
persona capaz de mediar entre tradiciones nacionales,
comunidades de destino y estilos de vida alternativos. Ser
ciudadano de un sistema político democrático en el futuro
probablemente exija una función mediadora cada vez mayor:
función que abarca un diálogo con las tradiciones y discursos de
los demás con el fin de expandir los horizontes del propio marco
referencial de significados y prejuicios. Las entidades políticas
que puedan "argumentar desde el punto de vista de otros" podrían
estar mejor equipadas para resolver, y hacerlo con justicia, las
nuevas y desafiantes cuestiones y procesos transfronterizos que
están creando comunidades de destino superpuestas. Además, el
proyecto cosmopolita sostiene que, si queremos exigir
responsabilidad a muchas formas de poder contemporáneas y si
queremos que una serie de complejos problemas que nos afectan a
todos -local, nacional, regional y globalmente- se regulen
democráticamente, las personas han de poder acceder, y
participar, en muchas comunidades políticas diversas. Para
expresarlo de otro modo, una comunidad política democrática del
nuevo milenio implica por necesidad un mundo en que los
ciudadanos gocen de ciudadanía múltiple. Ante una situación de
comunidades de destino que se solapan no sólo necesitan ser
ciudadanos de su propia comunidad, sino también de las regiones
90
más amplias donde viven, y del orden global general. Sin duda
tendrán que criarse instituciones que reflejen la multiplicidad de
asuntos, cuestiones y problemas que ligan a las personas entre si
al margen de la nación-Estado donde hayan nacido o se hayan
criado.

Es por todo esto por lo que la posición cosmopolita mantiene que


es necesario replantearse la democracia como un "proceso de dos
vertientes". Lo que viene a significar la expresión proceso de dos
vertientes, o un proceso de doble democratización, es una
profundización de la democracia dentro de una comunidad
nacional, que implica la democratización de los Estados y las
sociedades civiles en un periodo de tiempo determinado, unido a
la extensión de formas y procesos democráticos por encima de los
límites territoriales (Held, 1996). La democracia para el nuevo
milenio debe permitir que el ciudadano cosmopolita pueda
acceder, mediar y exigir responsabilidades en los procesos y
flujos sociales, económicos y políticos que sobrepasan y
transforman los límites tradicionales de la comunidad. Lo esencial
de este proyecto supone una reconceptualización de la autoridad
política legítima de tal modo que ésta quede desligada de su
anclaje tradicional en fronteras lijas y territorios delimitados, y
quede formulada, por el contrario, como un atributo de medidas
democráticas elementales o derecho democrático esencial que
pueda, en principio, afianzarse y ser utilizado por asociaciones
autorreguladas de carácter diverso, desde ciudades y regiones
subnacionales a naciones-Estado, regiones y redes más amplias de
carácter global. Es evidente que el proceso de desconexión se ha
iniciado ya, dado que autoridad política y formas legítimas de
gobierno empiezan a extenderse "por debajo", "por encima" y
"paralelamente" a la nación-Estado.
91
El siglo XX abarca muchas formas diferentes de globalización; la
aparición de esa desregulación neoliberal que tanto relieve ha
cobrado desde mediados de los años setenta, por ejemplo. Pero
también la formación de grandes instituciones mundiales y
regionales, desde la Organización de las Naciones Unidas (ONU)
a la UE. Éstas suponen una extraordinaria innovación política en
el contexto de la historia de los Estados. La ONU sigue siendo un
producto del sistema inter-Estados; pero, no obstante todas sus
limitaciones, ha creado un innovador sistema de gobierno global
que produce importantes bienes públicos internacionales, desde el
control del tráfico aéreo y la gestión de las telecomunicaciones
hasta el control de enfermedades contagiosas, la ayuda
humanitaria a los refugiados y alguna protección a los espacios
medioambientales comunes. La UE, en un período de tiempo
notablemente corto, ha llevado a Europa desde la confusión de la
era posterior a la II Guerra Mundial a un mundo en que la
soberanía es compartida en un número creciente de áreas de
interés común. Una vez más, pese a sus muchas limitaciones, la
UE representa una forma de gobierno profundamente n novadora
que crea un marco de colaboración para abordar cuestiones
transfronterizas.
Es importante, además, reflexionar sobre el aumento de alcance y
contenido del derecho internacional en este siglo. Las formas del
derecho internacional del siglo XX (desde las leyes que rigen la
guerra hasta las que tratan sobre crímenes contra la humanidad,
problemas medioambientales y derechos humanos) han sentado
las bases de lo que puede considerarse un marco incipiente de
derecho cosmopolita, un derecho que circunscribe y delimita el
poder político de los diversos Estado. En principio, los Estados no
pueden ya tratar a sus ciudadanos como crean oportuno porque los
valores inscritos en estas leyes inciden de manera fundamental en
92
la naturaleza y forma del poder político, y sientan criterios y
límites esenciales que no debiera permitirse traspasar a ningún
agente (político o económico).
Más aún, el siglo XX ha presenciado el inicio de un significativo
esfuerzo para reconfigurar los mercados: para utilizar legislación
con el fin de modificar las condiciones y operaciones de las
empresas dentro del mercado. Pese a que los esfuerzos en este
sentido han fracasado en lo relativo al acuerdo de la Zona de
Libre Comercio del Atlántico Norte (NAFTA), el Capitulo Social
del Tratado de Maastricht, por ejemplo, encarna principios y
normas compatibles con la idea de una reestructuración de ciertos
aspectos de los mercados. De entrar en vigor. el Capítulo Social
podría, en principio, modificar las condiciones de trabajo (por
ejemplo, respecto a la provisión de información y formas de
consulta a los empleados) en varios aspectos definidos. Aunque
las estipulaciones del acuerdo de Maastricht se quedan cortas para
lo que en última instancia sería necesario si juzgáramos según los
criterios de la concepción cosmopolita de democracia, establecen
no obstante nuevas formas de regulación a partir de las cuales es
posible constituirla (Held, 1995: 239-266).
Estos ejemplos de los cambios experimentados en política y
regulación global sugieren que, pese a ser la globalización un
fenómeno muy contestado, éste ha abarcado en el siglo XX
importantes iniciativas de colaboración en política, derecho y
economía. En conjunto, todas ellas han creado un anclaje a partir
del cual construir una forma más responsable de globalización. El
proyecto cosmopolita es favorable a una radical ampliación de
este tipo de acción siempre que quede circunscrito por un derecho
público democrático, es decir, por el afianzamiento de una serie
de derechos y obligaciones democráticos de gran alcance. El
derecho público democrático fija unas normas -derechos y
93
limitaciones- que especifican una igualdad de status con respecto
a las instituciones y organizaciones básicas de una comunidad, y
de comunidades de destino superpuestas. El proyecto cosmopolita
ahoga por su puesta en práctica por medio de una serie de
medidas a corto y a largo plazo, en la convicción de que, a través
de un proceso de cambio progresivo y gradual, las fuerzas
geopolíticas quedarán inscritas, y socializadas, en normas y
prácticas democráticas (véase Held, 1995, III parte).
¿Qué significa esta visión en el contexto del tipo de crisis
económica en que se han sumido Indonesia, Rusia y muchos otros
países en 1997-1998? Quisiera abordar esta cuestión brevemente
considerando algunas de las cuestiones económicas y políticas
subyacentes implicadas en la crisis, así como algunos de los
interrogantes que plantean sobre la regulación política y la
ubicación apropiada de una responsabilidad pública democrática.
Ello tendría como objeto demostrar que el cosmopolitismo, según
lo entiendo yo, tiene implicaciones para la práctica política, aquí y
ahora, y no solamente allí y entonces.
El explosivo crecimiento de la actividad financiera global y la
expansión de los mercados financieros también a escala global
desde la década de 1980 han transformado el contexto de las
economías nacionales (véase Held y MacGrew, et al., 1999: caps.
3-5). Las finanzas globales en el momento actual se caracterizan,
como ya se dijo anteriormente, por su gran extensión e intensidad
y por la volatilidad de los tipos de cambio, los tipos de interés y
otros precios de activos financieros. A consecuencia de ello, las
políticas macroeconómicas nacionales se tornan vulnerables a
todo cambio en las condiciones financieras globales. Los flujos
especulativos pueden tener consecuencias domésticas rápidas y
drásticas, y las dificultades financieras de una sola institución o
sector de un país pueden tener importantes implicaciones para el
94
resto de la esfera financiera a nivel global. El derrumbamiento de
la moneda tailandesa en 1997 contribuyó a las fuertes caídas de
valor de diversas monedas en todo el este asiático y afectó a las
monedas de otros mercados incipientes. El acelerado flujo de
salida del capital a corto plazo de estas economías afectó también
a los mercados de valores del mundo entero. Dado el carácter
volátil de los mercados financieros, y la difusión instantánea de
información financiera entre los grandes centros económicos del
mundo, se generaron riesgos con implicaciones para la totalidad
del sistema financiero global, y que ningún gobierno por sí sólo
pudo neutralizar ni quedarse al margen de sus efectos (Held y
McGrew, 1998: 229-30).
Un enfoque político cosmopolita de las crisis económicas y
financieras se diferencia tanto de la solución liberal de mercado,
con su constante énfasis en descargar o desregular los mercados
con la esperanza de que puedan así funcionar mejor en el futuro,
como de las estrategias nacionales intervencionistas, que
defienden la primacía de la gestión económica nacional sin prestar
la debida atención a las opciones e iniciativas de políticas
regionales y globales. ¿Qué objetivos podría perseguir un
planteamiento cosmopolita?
En primer lugar, hace falta una ampliación de la legislación para
reestructurar los mercados con el fin de contrarrestar su
indeterminación y los inmensos costes sociales y
medioambientales que en ocasiones generan. Las reglas básicas
del mercado libre y el sistema comercial deben modificarse de
manera sutil y menos sutil. En última instancia, esto exige que se
afiancen nuevos términos reguladores para el trabajo infantil, la
actividad sindical, ciertos asuntos sociales -como la atención a los
niños y los permisos de maternidad o paternidad- y la protección
del medio ambiente) en los artículos de asociación y los términos
95
de referencia de las organizaciones económicas y las agencias
comerciales. Sólo mediante la introducción de nuevas condiciones
de potenciación y responsabilidad en todo el sistema económico
global, como suplemento y complemento de los convenios
colectivos y las medidas de bienestar social en los contextos
nacional y regional, puede crearse un nuevo tipo de acuerdo entre
el poder económico y la democracia.

En segundo lugar, son indispensables nuevas formas de


coordinación económica. Las organizaciones como el Fondo
Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, la OCDE y el
G-7 operan todas con agendas distintas. La adopción de políticas
se fragmenta. Es necesaria la creación de una nueva agencia
económica coordinadora que funcione tanto en el nivel regional
como en el global. Esto no es tan imposible como pudiera parecer
a primera vista, especialmente a la luz de la constitución de
nuevos organismos multilaterales a raíz de la II Guerra Mundial, y
en fecha más reciente, de la OMC. Es cuestión a debatir dónde
deba ubicarse exactamente una agencia económica coordinadora
(en Naciones Unidas o en otra entidad). Pero el punto primordial
es reconocer la necesidad de una nueva autoridad económica
transnacional capaz de deliberar sobre situaciones económicas de
emergencia, la dinámica de los mercados internacionales de
capital y el equilibrio general entre prioridades de inversión y
formas de gasto públicos. El cometido de dicho organismo sería
llenar un vacío; es decir, erigirse en coordinador de políticas
económicas formuladas para los niveles regional y global o no
formuladas en modo alguno; no, al menos, por las autoridades
públicas.
En tercer lugar, es importante desarrollar medidas que regulen la
volatilidad de los mercados financieros internacionales y su
96
búsqueda especulativa de beneficios a corto plazo. Los impuestos
sobre las rentas generadas por los mercados de cambio exteriores,
el mantenimiento de controles sobre el capital como opción
política y un sustancial incremento de la regulación y la
transparencia en la contabilidad bancaria y de otras instituciones
financieras, constituyen medidas necesarias si queremos que los
mercados internacionales de capital a corto plazo se abran a la
intervención democrática.
Este tipo de intervenciones debe entenderse como un paso hacia
un nuevo sistema Bretton Woods, un sistema que introduciría
responsabilidad pública y regulación en una serie de mecanismos
institucionales para la coordinación de inversión, producción y
comercio. Si todo esto se liga -en cuarto lugar- a medidas
destinadas a aliviar los casos más urgentes de malestar económico
evitable (reduciendo radicalmente la deuda de muchos países en
vías de desarrollo, generando nuevos productos económicos en
organizaciones como el FMI y el Banco Mundial para fines de
desarrollo, y quizá -como ha sugerido George Soros- creando
nuevos fondos internacionales crediticios de aseguración), se
habría creado la base para insertar el capitalismo en un conjunto
de mecanismos y procedimientos democráticos.
Pero ninguna de estas medidas puede poner por si sola los
cimientos de una buena regulación democrática si no están, en
quinto lugar, firmemente ligadas a medidas para la ampliación de
formas y procesos democráticos por encima de las fronteras
territoriales. Una política positiva de democratización de esta
índole podría iniciarse en regiones clave con la creación de mayor
transparencia y responsabilidad en importantes centros de toma de
decisiones. En Europa ello implicaría incrementar los poderes del
Parlamento Europeo y reducir el déficit democrático en todas las
instituciones de la UE. En otras regiones, supondría la rees-
97
tructuración del Consejo de Seguridad de la ONU para otorgar a
los países en vías de desarrollo voz significativa en la toma de
decisiones; ahondar los mecanismos de responsabilidad pública
de las principales agencias internacionales y transnacionales;
reforzar la capacidad ejecutiva de los organismos de derechos
humanos tanto socio-económicos como políticos, y crear, a su
debido tiempo, una segunda cámara democrática en la ONU.
Estos objetivos apuntan hacia la construcción de una base para dar
vía a la responsabilidad pública a escala global. En pocas
palabras: son elementos necesarios de lo que antes he enunciado
como concepción cosmopolita de la democracia. Ante
comunidades de destino que se solapan, los ciudadanos del futuro
no sólo deben ser ciudadanos activos de sus propias comunidades,
sino también de las regiones en las que viven y de un amplio
orden global.

4. Conclusión
Si con globalización nos referimos a los procesos que subyacen a
una transformación en la organización de los asuntos humanos, a
una vinculación y expansión de la actividad humana que abarca
marcos de cambio y desarrollo interregional e intercontinental
entonces muchas de nuestras más preciadas ideas políticas -que
anteriormente se centraban en las naciones-Estado- han de ser
reformuladas. Sobrepasa el cometido de este ensayo el examinar
estas cuestiones con detalle. Pero si vivimos en un mundo
caracterizado por la intensificación de determinadas formas de
política global y gobierno plural la eficacia de las tradiciones
democráticas y las tradiciones legales nacionales queda
fundamentalmente alterada. Por mucho que se especifique este
reto de manera precisa, se fundamenta, al fin y a la postre, en el
reconocimiento de que existe una interconexión entre la
98
naturaleza y calidad de la democracia dentro de una comunidad
determinada y la naturaleza y calidad de las relaciones
democráticas entre comunidades, y que hay que crear nuevos
mecanismos legales y organizativos si queremos que prosperen la
democracia y las propias comunidades políticas. Sería totalmente
falaz concluir a partir de esto que la política de las comunidades
locales, o las comunidades democráticas nacionales, vaya a
quedar (o deba quedar) enteramente eclipsada por las nuevas
fuerzas de globalización política. Suponer que es así significaría
no entender el impacto altamente complejo, variable y desigual de
los procesos regional y global sobre la vida política. Es claro que
ciertos problemas y medidas tendrán que seguir siendo
responsabilidad de los gobiernos locales y los Estados nacionales;
pero habrá otros que se reconocerán como propios de regiones
especificas, y se entenderá que hay otros más (como ciertos
aspectos del medio ambiente cuestiones de seguridad global, de
salud mundial y regulación económica) que exigen nuevas
disposiciones institucionales para abordarlos. Se pueden aplicar
pruebas de extensión, intensidad y eficiencia comparativa para
contribuir a adaptar y guiar determinadas medidas en diferentes
niveles de gobierno (véase Held, 1995: 236 y 237). Pero al
margen de la exactitud con que se adapten dichas políticas, la
agenda de la teoría política ante los cambios que se producen a
escala regional y global está ya claramente definida.
La historia del pensamiento y de la práctica políticos
democráticos se ha caracterizado por dos grandes transiciones. La
primera produjo la afirmación de mayor participación y
responsabilidad públicas en las ciudades de la antigüedad y,
después, de la Italia renacentista; y la segunda, la instauración de
la democracia en grandes territorios y periodos de tiempo
mediante la invención de la democracia representativa. Desde los
99
comienzos de la edad moderna hasta Fines del siglo XIX, era
posible, en principio, vincular la geografía claramente con los
centros de poder y autoridad política. Hoy nos encontramos en la
cúspide de una tercera gran transición (cfr. Dahl, 1989). La
democracia podría afianzarse en ciudades, naciones-Estado y
foros regionales y globales más amplios o, por el contrario, llegar
a ser considerada como aquella forma de gobierno que fue
haciéndose gradualmente anacrónica en el siglo XXI. Por fortuna,
las alternativas siguen estando en nuestras manos.

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101
102
REALISMO Y COSMOPOLITISMO

Barry BUZAN y David HELD*

Una preocupación muy común de la literatura contemporánea


sobre la política internacional gira en torno a la relación dinámica
que existe entre la continuidad y el cambio. El final de la guerra
fría, la intensificación de la globalización y el «giro
postmoderno» han supuesto grandes retos para la ortodoxia del
realismo. Entre los más significativos de estos retos destaca el
enfoque cosmopolita que defienden David Held y Andrew
Linklater, entre otros. En oposición al realismo, que defiende una
estricta separación analítica entre la política dentro de los Estados
y entre los mismos, el enfoque cosmopolita profesa un concepto
más unificado de la vida política. En este debate, Barry Buzan, un
prominente abogado del realismo, y David Held, defienden los
aspectos positivos de sus respectivas posturas y aportan
argumentos a favor y en contra del realismo y el cosmopolitismo
en tanto marcos para comprender la política general contem-
poránea y su potencial de cambio. Señor Buzan, ¿cómo des-
cribirla las bases del realismo contemporáneo. ¿Cuáles son sus
elementos constitutivos?

Barry Buzan: La clave del realismo es que se trata de una teoría


política aspecto que es preciso entender primero y ante todo. Los
títulos de los dos trabajos más conocidos sobre el tema. Politics
among Nations de Morgenthau y Theroy of International Politics
de Walts, lo dejan muy claro. El realismo proporciona una

*
Debate publicado en la Revista Leviatán: Revista de hechos e ideas nº 75
año 1999. Traducción de Miriam Cana

103
perspectiva particular sobre el sistema mundial, pero se trata de
una perspectiva limitada, centrada en la política del poder. Ahora
bien, existe naturalmente un problema sobre la forma de definir el
«poder», concepto que cuenta con distintos enfoques, la mayor
parte de los cuales pueden incluirse de alguna u otra forma dentro
del realismo. El poder puede hacer referencia a la capacidad de las
unidades para realizar cosas, a las fuerzas relativas de distintas
unidades comparadas entre sí, o incluso a los intereses de dichas
unidades y la forma en que los definen; puede asimismo hacer
referencia a la estructura del poder, la manera según la cual el
propio sistema, esto es, la organización del mismo, da forma al
comportamiento de las unidades que lo componen. El poder puede
estar localizado en la estructura del sistema, pero el realismo se
centra principalmente en las unidades; aun cuando alude a la
estructura del sistema lo hace refiriéndose a las unidades. Y ello
sobre todo basándose en el Estado, puesto que naturalmente éste
representa la unidad política clave del sistema internacional. Por
consiguiente. el realismo es una teoría política, la teoría del
Estado.
El realismo es una teoría que divide el globo en dos campos: el
campo dentro del Estado, que a menudo se califica como
progresivo y en el que la política actúa y la sociedad puede
evolucionar, y el campo fuera del Estado o entre Estados -el
campo de las Relaciones Internacionales- que no se considera
progresivo sino estático. Este es el campo en el que funciona la
política del poder, en el que siempre ha funcionado y en el que,
según los realistas más convencidos, siempre funcionará. Por lo
tanto, mientras el sistema internacional esté dividido en Estados,
las relaciones entre los mismos se caracterizarán por la política
del poder.

104
– Cuando alude a la política del poder, ¿a qué se refiere
exactamente?

B.B.: Me refiero a una perspectiva del sistema internacional


basada en el conflicto. El realismo da por sentado que los Estados
se cierran en sí mismos para sobrevivir y lograr alcanzar sus
propios intereses; que estos intereses entrarán en conflicto en
distintos momentos y lugares y por distintos motivos, y que
puesto que no existe ningún gobierno definitivo en el sistema el
uso de la fuerza siempre será una posibilidad en las relaciones
entre los Estados. El poder en la perspectiva realista, por lo tanto,
tiene un fuerte componente militar. No creo que el realismo esté
necesariamente unido a esto, pero tradicionalmente, el poder y lo
militar siempre han estado estrechamente relacionados en el
realismo porque en el sistema internacional nunca ha mediado
ningún tipo de autoridad universal. Para la consecución de sus
propios intereses. o en defensa de los mismos, los Estados pueden
recurrir a la fuerza para relacionarse entre sí. porque la fuerza es
una especie de prueba del poder en última instancia.

– ¿Es por este motivo por el que la soberanía resulta fundamental


para la perspectiva realista del mundo?

B.B.: La soberanía es fundamental porque define lo que es el


Estado. La idea de soberanía, tal y como la entiendo, es la
exigencia de un autogobierno exclusivo, lo que significa que el
Estado se define en función de su capacidad para ejercer una
autoridad política absoluta sobre un territorio y un pueblo
determinados. Esta no es la forma en que el sistema internacional
ha estado siempre organizado; es la forma europea moderna de
organización política impuesta al resto del mundo como condición
de la descolonización. Los poderes europeos dejaron tras de sí un
105
mundo reformado según su propia imagen política en cuanto
Estados soberanos. Por consiguiente. la soberanía es lo que
proporciona una distinción política fuerte y precisa entre el campo
nacional dentro de los Estados y el campo de las relaciones entre
éstos.

– David, en el concepto cosmopolita, la separación entre la esfera


nacional y la externa ya no es algo sagrado, especialmente en una
época de intensa internacionalización. ¿Es ésta su opinión?

David Held: Creo que la «división» ciertamente se pone en duda,


pero estoy de acuerdo con gran parte de lo que ha dicho Barry. El
enfoque realista del poder político ha tenido una enorme
importancia a la hora de definir las relaciones dinámicas entre los
Estados, la naturaleza del desarrollo de las relaciones entre los
Estados y la importancia de la guerra en los siglos XIX y XX.
Después de todo, el siglo XX, a pesar de todos sus llamamientos a
la civilización, ha sido uno de los siglos más violentos, si no el
más. Pero la perspectiva que defiendo, la «perspectiva
cosmopolita» a efectos de este debate, resalta una serie de
aspectos clave. Uno de ellos es que el enfoque del poder político y
el Estado, tan central para el realismo, no es suficiente para
examinar la complejidad del mundo en el que vivimos. Lo que
defiende la perspectiva cosmopolita es que si el poder es
importante, y eso es cierto, lo es no sólo en las relaciones dentro
de los Estados y entre ellos, sino también en otras dimensiones de
la vida social. Por esta razón me atrevería a decir que el concepto
de la estructura del poder debe ser un concepto con varias
dimensiones que tenga en cuenta fenómenos económicos,
políticos, sociales, tecnológicos, culturales y de otro tipo. El
poder, los sistemas de poder y los conflictos de poder se
encuentran en todos estos campos. En contra del realismo
106
afirmaría que el poder estatal es sólo una, aunque importante, de
las dimensiones del poder y que es preciso entender los distintos
aspectos de todas ellas para captar satisfactoriamente la naturaleza
y las perspectivas de la política de Estado.

– ¿Cuál es la relación entre este concepto con varias dimensiones


y la importancia que los defensores de la idea cosmopolita, como
tú mismo, otorgan a la internacionalización? ¿Acaso ésta está
transformando ti Estado y el poder estatal?

D.H.: El tema de la internacionalización hace que surjan


preguntas concretas acerca del poder político y las naciones-
Estado. Por un lado, muchas personas consideran que vivimos en
un mundo universal; a ellos los denomino los
«hiperuniversalizadores», son los que afirman que la nación-
Estado ya no es fundamental para el mundo moderno: ha quedado
desplazada. Ha quedado cerrada en una gran variedad de procesos
complejos, su poder ha sido absorbido por los mercados
internacionales, el desarrollo de las regiones, la legislación
internacional en continuo cambio, los procesos medioambientales,
etcétera. Creo que esta perspectiva exagera la naturaleza de los
cambios generales que vivimos. Atravesamos un momento que se
puede caracterizar como «la era universal», pero los
hiperuniversalizadores no han comprendido la naturaleza de esta
era. Por otro lado, están aquellos que piensan que prácticamente
nada ha cambiado en los últimos cien años, que el mundo no es
más internacional de lo que lo era, por ejemplo, en la era del
patrón oro, y que las relaciones entre los Estados son, en cierto
sentido, menos complejas que durante el Imperio británico.
Después de todo, el Imperio británico fue un sistema político
extraordinario que estrechó las relaciones entre numerosas
regiones y territorios del mundo. Creo que esta perspectiva
107
escéptica también es errónea, pero, para poder explicarle el
motivo, antes debo describir brevemente la internacionalización y
lo que representa para mí.
En mi opinión, la internacionalización supone un cambio en la
forma espacial de la actividad y organización humanas hacia
modelos transcontinentales o interregionales de actividad,
interacción y ejercicio del poder. No se puede decir que no haya
habido antes internacionalización, y que ahora sí la hay. Se trata
más bien de examinar y distinguir distintas formas históricas de
internacionalización en función de la extensión de las diferentes
redes de relaciones y conexiones sociales, de la intensidad de los
flujos y enlaces dentro de esas redes y del impacto de esos
fenómenos en comunidades concretas. (Al hacer estas distinciones
estoy describiendo conceptos que tanto mis colegas como yo
hemos estado desarrollando durante algún tiempo en la
investigación sobre la internacionalización)1. Creo que si dentro
de este marco se realiza un seguimiento de la estructura (en
continuo cambio) del comercio, las finanzas y las empresas
multinacionales, por sólo mencionar tres ejemplos, se puede ver
que en los últimos años del siglo XX hemos vivido en un mundo
en el que los Estados están más sumergidos que nunca en flujos y
procesos internacionales. En otras palabras, el poder político está
tomando nuevas posiciones, se está situando en nuevos contextos
y, hasta cierto punto, se está transformando debido a la
importancia cada vez mayor de otros sistemas de poder menos
dependientes del territorio.

1
Véase David Goldblatt y Jonathan Perraton, Global Transformation:
Politics, Economics and Culture, Cambridge, 1998.
108
– ¿Supone esta visión cosmopolita un reto importante para el
concepto realista del poder político y la centralidad del Estado
soberano en la política internacional?

B.B.: Esta visión plantea cuestiones interesantes y creo que nos


hace volver a la advertencia que hice al principio con respecto al
realismo: se trata de una teoría política. Al ser puramente una
teoría política, queda limitada a un campo relativamente estrecho.
Por este motivo estoy de acuerdo con gran parte de lo que ha
dicho David, porque si se piensa en términos realistas, el
problema es que la frontera que rodea el Estado, la que separa el
interior del exterior, ha sido cruzada por muchos elementos: las
comunicaciones, el comercio y en especial las finanzas. Los
realistas no están preparados para pensar en estos elementos. Así,
nos encontramos con que el sector político y militar, como yo lo
llamarla y en el que se basa principalmente la teoría realista, ha
pasado a ser menos importante en relación con lo que ocurre en el
mundo, al menos para algunos Estados. Más tarde hablaré sobre
esto. En relación con la aparición de una economía mundial, y
hasta cierto punto del desarrollo de una sociedad mundial, incluso
respecto a los sistemas de comunicación y transporte, sería muy
ingenuo pensar en un mundo formado por Estados soberanos que
«contuvieran» de todo.

En el pensamiento realista tradicional, y también desde el punto


de vista histórico, se daba cierta validez a la idea de que el Estado
contenía una economía y una sociedad. El concepto de nación-
Estado presupone que el Estado abarca una sociedad y una cultura
particulares. El mercantilismo presuponía que una sociedad
contenía más o menos su propia economía, aunque podía haber
cierto comercio. Actualmente, todas estas presunciones se vienen
abajo porque la economía se está internacionalizando claramente.
109
Muy pocos Estados, si es que los hay, pretenden hoy en día ser
autárquicos o contar con una economía autosuficiente. Y aunque
numerosas sociedades siguen deseando conservar su propia
identidad y utilizar el Estado para ello, existe más intercambio,
más migración, más pluralidad de culturas y elementos para que
surja una sociedad mundial. Se plantean muchas preguntas acerca
de todas estas cosas, pero el problema es que caen ligeramente
fuera de la teoría realista, porque ésta se centra en el Estado y
estas cosas tienen lugar, al igual que antes, en otros sitios. En
otras palabras: no es que crea que el realismo sea un concepto
equivocado: es un error pensar que el Estado desaparece. El
Estado sigue estando ahí, y por tanto hasta cierto punto, la lógica
realista se sigue aplicando. Pero otras cosas han pasado a ser más
importantes y es preciso considerar el realismo en relación con su
importancia.

– ¿Puede el realismo incorporar este mundo que cambia?

B.B.: Sí y no. Opino que en aquellas partes del mundo en las que
el antiguo modelo del Estado relativamente cerrado y sellado ha
desaparecido, gran parte de la teoría realista ya no nos dice nada.
Quiero con ello decir que si los Estados han pasado a estar tan
interconectados como, por ejemplo, los miembros de la Unión
Europea, entonces ¿cuál es la frontera entre lo «nacional» y lo
«internacional»? Muchas políticas europeas parecen más
nacionales que internacionales y en ese sentido todo el modelo
realista se encuentra en una posición difícil para afrontar ese tipo
de desarrollo. En los casos en los que los Estados han pasado a ser
abiertos e interdependientes, parte de la teoría realista acerca del
equilibrio del poder (y demás) es claramente menos relevante. En
esas circunstancias, no sirve de ayuda pensar en los Estados en
términos de la tradicional política del poder.
110
Pero en mi opinión el mundo no se desarrolla en ese sentido.
Existen muchas partes del mundo en las que las normas realistas
siguen vigentes. Si se observan, por ejemplo, las relaciones en el
Este de Asia, entre China y Taiwan. entre Corea del Norte y
Corea del Sur, o las de Japón con China y las dos Coreas, está
claro que sigue habiendo mucho que se parece al pensamiento
realista. Por todo ello, creo que sería un error asumir que todo el
mundo se ha reformado de la misma manera que lo han hecho las
regiones más avanzadas. Creo que en realidad el mundo está
dividido en dos o tres esferas en las que las reglas del juego son
bastante diferentes porque el nivel de internacionalización está
distribuido de forma distinta.

– David, a la luz de la defensa que ha hecho Barry del realismo,


¿debería entenderse la internacionalización básicamente como un
fenómeno occidental?

D.H.: Bueno, creo que no hay duda de que el desarrollo de las


relaciones internacionales y la progresiva imbricación de los
Estados en los flujos económicos, culturales y sociales recibió un
enorme impulso de la expansión de Europa desde los siglos XVII
y XVIII. Y si pensamos por un momento en el Imperio Británico,
éste supuso un gran impulso para la expansión de determinadas
ideas y prácticas occidentales. La propia idea de soberanía, los
conceptos seculares de la ley, la noción de los derechos y
obligaciones individuales y el concepto de la propia nación-
Estado, como ya ha indicado Barry, eran todas ellas ideas que
siguieron al despertar del poder occidental, a medida que se
expandía y se abría camino por el mundo. No hay duda de que
cabe pensar que los elementos del proceso de internacionalización
forman parte del desarrollo básico occidental. No obstante, una
vez dicho esto, es necesario aclarar esta observación. La
111
internacionalización está esencialmente cuestionada. Se cuestiona
en distintas regiones del mundo. Creo que Occidente nunca ha
podido «dirigir» el mundo de acuerdo con sus ideas, sus «reglas
del juego». Estas reglas se han cuestionado en regiones de África,
en Latinoamérica y en Asia, y actualmente se siguen cuestionando
en numerosas regiones. El tema ha girado siempre en torno a la
forma que deberían adoptar las relaciones internacionales y las
formas de responsabilidad legal que deberían regir las relaciones
entre los Estados. Se trata de un aspecto fundamental, y creo que
es más importante de lo que opina Barry; me gustaría conocer su
opinión acerca de ello.
Se puede hacer hincapié en la urgencia del problema si volvemos
a un aspecto al que hemos hecho referencia anteriormente: la
cuestión de qué es un asunto nacional y qué uno internacional. Se
trata, en mi opinión, de un problema que tiene actualmente un
carácter más crónico que el que solía tener. En la era en la que se
formaban los Estados, era comprensible para ellos pensar que
existía una división clara entre lo nacional y lo internacional,
entre lo interno y lo externo. Pero ahora que hemos establecido
naciones-Estado con unas relaciones densas y complejas entre sí,
definir qué es y qué no es un asunto nacional es algo
problemático. Déjenme darles sólo unos ejemplos: la crisis de las
vacas locas: ¿es un asunto inglés? ¿Británico? ¿Europeo?
¿Internacional? ¿O universal? Tiene claramente implicaciones en
todo el mundo. ¿Cuál es la jurisdicción competente para resolver
este problema? Otro ejemplo básico para el futuro de nuestra
salud es el sida. ¿Debe tratarse el problema del sida dentro de los
Estados? Claramente, el sida no puede tratarse sólo
individualmente dentro de los Estados, puesto que la enfermedad
tiene ramificaciones en las poblaciones de todo el mundo. O bien,
tomemos el ejemplo del consumo de energía en el mundo. La
utilización de la energía en las zonas fuertemente industrializadas
112
de Occidente tiene implicaciones directas en el clima, la
agricultura, el desarrollo industrial en, digamos, Zimbabwe. ¿Es
entonces un asunto de ese país? Un último ejemplo: el tema de los
pedófilos británicos que se reúnen en Praga o Bangkok para
abusar de los menores. ¿Se trata de un problema británico, checo
o tailandés? ¿O se trata de un asunto con implicaciones
mundiales?
Este tipo de cuestiones conlleva ramificaciones complejas con
implicaciones para la noción misma de lo que es actualmente un
tema adecuado para que lo trate un Estado soberano. Y creo que
se debe a que se ha producido un «cambio universal». Los
Estados se han sumergido en relaciones más complejas, en
modelos más densos de interconectividad. En este sentido, creo
que Barry tiene toda la razón y que la parte «realista» del mundo
se encuentra ahora atrapada entre sistemas de poder más
complejos que han adquirido más importancia en relación con el
poder estatal.

– ¿Pero acaso no sería una respuesta realista decir que los temas
que David Intenta resaltar están muy al margen de las cuestiones
centrales de la política mundial? Los temas centrales de la guerra
y la paz, la vida y la muerte...

B.B.: De nuevo, se trata de una pregunta difícil para el realismo,


porque en el realismo tradicional existía una clara distinción entre
la política «de alto nivel» y la política de «bajo nivel»: la primera
se encargaba de la diplomacia y de la guerra, y la segunda de la
economía, la sociedad y otros aspectos como el clima y las
enfermedades. Debido al cambio en la importancia de los distintos
factores antes mencionados, se transforma en algo problemático
para el realismo.

113
No obstante, los realistas han sido muy hábiles: la línea de
defensa realista seria que en la mayor parte de las áreas de la
política mundial (de nuevo el énfasis en la política), los Estados
siguen siendo la autoridad principal. Y no existe nada que les
impida cooperar entre sí. Por consiguiente, los realistas, o al
menos gran parte de ellos, pueden vivir tranquilos con la idea de
los regímenes internacionales en los que los Estados, en tanto que
poseedores principales de la autoridad política del sistema, se
unen de vez en cuando con otros actores, algunas veces
simplemente con otros Estados, para discutir aspectos de interés
común, y otras para elaborar un conjunto de políticas, una serie de
reglas que les permitan coordinar su comportamiento. Pero esto
claramente no parece el realismo de la política de poder
tradicional. Puede pensarse en ello en términos de política del
poder analizando la importancia de los asuntos: ¿quiénes son los
jugadores importantes en relación con los asuntos importantes?
¿Quiénes son los que detentan algún tipo de control? ¿Quiénes
son los que pierden, etcétera?
Existe, por lo tanto, un elemento de política de poder en la noción
de régimen, y tiene una fuerte connotación de centrismo estatal.
Creo que el realista diría: si se elimina el Estado, ¿dónde queda la
política? ¿Dónde se ubica? No se puede eliminar la política, como
algunos liberales parecen hacer a veces. El hecho de desear que
desaparezcan el Estado y la política no va a generar resultados.
Un buen realista argumentaría que la política del poder es una
condición humana permanente. Tendrá una forma u otra, estará en
un campo u otro, tendrá relación con un tema u otro, pero siempre
estará ahí. Estará la política y se situará en torno al poder relativo.
Y por el momento, el Estado sigue siendo un jugador importante
en el campo.

114
– Esto nos lleva a una de las diferencias clave entre el realismo y
el cosmopolitismo. Para los realistas, seguramente la centralidad
del poder estatal y la política del poder implican que, desde el
punto de vista normativo, la política y las prácticas democráticas
no tienen lugar en la dirección del orden mundial, mientras que
para los defensores del cosmopolitismo, la democratización del
orden mundial es una idea central. ¿Acaso el realismo no asume
que los regímenes y las estructuras de la autoridad mundial no se
pueden democratizar de manera eficaz, precisamente porque están
dominados por los Estados, los intereses estatales y la política del
poder?

B.B.: Si. Pero ¿qué queremos decir cuando hablamos de de-


mocratización en este contexto? (La famosa pregunta «¿qué
quiere decir con eso?»). Puedo contestar de dos formas. Si se
piensa en la democracia como algo basado en los derechos
individuales, el derecho a votar y a decidir la forma del universo
político, todo el enfoque realista resulta problemático, porque,
para los realistas, el campo político correcto en el que se sitúan
los individuos es el Estado. Existe un problema acerca de cómo se
traduce esta noción en dirección ascendente, y existe asimismo
otro problema, y David tiene razón: a medida que el Estado pierde
el control sobre aspectos relativos a su economía y su sociedad,
los elementos de la democracia pasan a ser irrelevantes; el Estado
ya no controla los aspectos de la vida para los que las personas
establecieron el control democrático. En este contexto, existe un
problema acerca de la eficacia y la relevancia de la democracia.
Pero si nos centramos en el principio de la votación democrática y
pensamos sobre la forma en que las Naciones Unidas y muchas
otras agencias internacionales están organizadas actualmente, es
importante reconocer que han sido formadas por Estados
democráticos Y que reflejan principios democráticos. Hasta cierto
115
punto, en la mayoría de estas agencias existen reglas de votación
que son muy parecidas a las reglas de procedimiento
democráticas. Existe, por así decirlo, una especie de democracia
internacional entre los Estados que se basa en la noción de
soberanía, que a su vez considera a todos los Estados iguales
desde el punto de vista legal, aunque no sean autoridades iguales.
Puede aducirse que se trata de una tontería, pero en cierto sentido
existe un elemento de democracia en la visión realista del sistema
internacional, en el sentido de que los Estados se relacionan entre
sí como iguales legalmente.

– Entonces, el orden mundial está ya parcialmente democratizado.


¿Está de acuerdo?

D.H.: El orden mundial incluye ciertamente elementos


significativos de democracia. Los últimos años del siglo XX han
visto una etapa de democratización masiva en todo el mundo; hay
ahora más Estados democráticos que nunca. A mediados de los
años setenta, más de las dos terceras partes de los Estados se
podían considerar autoritarios. Este porcentaje ha caldo de forma
impresionante; menos de una tercera parte de los Estados son
actualmente autoritarios, y el número de democracias aumenta
rápidamente. Además, la aparición de bloques regionales,
especialmente la Unión Europea, señala el comienzo del
desarrollo de relaciones democráticas entre los Estados que no
tiene precedente en la historia. Las Naciones Unidas, además, es
una organización sorprendente en la medida en que reúne, al
menos en principio, a los Estados en igualdad de condiciones.
Estos y otros desarrollos relacionados (como los regímenes de los
derechos humanos) han alterado en ciertos aspectos el equilibrio y
la naturaleza de las relaciones entre los Estados y la forma en que
los representantes de los pueblos del mundo negocian y se tratan
116
entre sí. En este sentido son muy importantes. Pero opino al
mismo tiempo que se trata de logros parciales y que tienen
muchas desventajas y límites bien definidos. Todos son, como
antes, sistemas organizativos basados en general en los Estados y
que dan prioridad a intereses estatales particulares. Además, crean
su jerarquía de relaciones internacionales e intereses geopolíticos
dentro de sus estructuras. Por ello, las Naciones Unidas pueden
ser en principio un foro democrático, pero en la práctica, gran
número de sus asuntos están dirigidos por los intereses
dominantes de Estados Unidos y el Reino Unido, con
aportaciones considerables, por supuesto, de otras poderosas
naciones-Estado. Los procedimientos del Consejo de Seguridad
llevan incorporados el derecho de veto de los «cinco grandes»
Estados.
Pero hay algo más importante que esto. En un mundo que ha
atravesado un cierto cambio y se ha alejado de la nación-Estado
soberana (por la internacionalización de la economía, el desarrollo
de mercados financieros internacionales, nuevas infraestructuras
de comunicación -Internet, por ejemplo- la elaboración de las
leyes sobre los derechos humanos y el desarrollo de importantes
problemas que van más allá de las fronteras, como el
calentamiento de la Tierra) la pluralidad de intereses democráticos
se puede representar de forma sistemática sólo en un tipo
fundamentalmente diferente de orden mundial. Esto se puede
basar en algunos de los aspectos más positivos de las instituciones
existentes: la democratización de la nación-Estado, las relaciones
de colaboración de determinadas regiones, y algunas instituciones
como la ONU. Pero aunque el proceso de democratización será
largo, no nos debemos desanimar por ello.
La democracia no es sencillamente un concepto fijo. Se creó por
primera vez en la Antigüedad en relación con las ciudades-Estado.
Se elaboró de nuevo durante el Renacimiento en relación con
117
algunas de las ciudades dominantes de la Italia renacentista. Se
inventó de nuevo con el desarrollo de las naciones-Estado, como
democracia representativa liberal. Y hoy estamos al borde de una
nueva transformación democrática fundamental. Los historiadores
pueden mirar cien años atrás y decir que la democracia
representativa liberal fue la forma de gobierno que surgió en los
siglos XVII y XVIII para convertirse en una especie de
anacronismo en los siglos XX y XXI a medida que, cada vez más,
los recursos y actividades fundamentales del mundo se organizan
por encima de las fronteras de las naciones-Estado. Algunas
personas creen que la democracia no funciona en un mundo
dominado por procesos y estructuras regionales e internacionales
(por ejemplo, el teórico alemán Niklas Luhmann). No obstante,
creo que en el mundo contemporáneo es preciso reinventar la idea
de democracia y no renunciar a ella. El proyecto de la democracia
cosmopolita, que implica la inserción profunda de la democracia
en las naciones-Estado y su extensión más allá de las fronteras
políticas, no es ni optimista ni pesimista en relación con estos
desarrollos. Es una postura de defensa.

– Me gustaría volver más tarde sobre la esencia del ideal


cosmopolita. Barry, ¿cómo responderla a la noción cosmopolita
de una democracia cada vez más profunda entre y dentro de los
Estados? O bien, ¿cómo respondería un realista más ortodoxo a
este argumento cosmopolita?

B.B.: Me alegra que haga esa distinción. En muchos sentidos,


creo que existe claramente un problema. y no sólo para los
realistas, acerca de la forma en que el mundo está estructurado
políticamente. Tal y como yo lo veo, la internacionalización es
primeramente un fenómeno económico. También se trata en parte
de un fenómeno logístico que tiene que ver con el transporte y la
118
comunicación, así como con la capacidad de mover bienes,
personas, ideas, etcétera, por todo el mundo de forma más rápida
y sencilla que antes. Pero no queda clara cuál es la estructura
política alternativa para el Estado, o cómo haríamos la transición
desde el orden actual hacia otro. Por lo tanto, puede que el Estado
se encuentre en crisis debido a la internacionalización, pero no
existe aún una alternativa clara disponible. Incluso en caso de que
se pueda buscar un modelo para el futuro, y estoy pensando en la
Unión Europea, sigue siendo una construcción política muy
problemática. No sabemos cuál es la relación política cuando se
intenta disgregar la soberanía en distintos niveles. Parece una
buena idea, pero la cuestión de lo que se va a hacer para que
funcione es problemática, y por supuesto, uno de los temas clave
es el denominado «déficit democrático».
¿Cómo se puede mover la «representación» hacia arriba y hacia
abajo en distintos niveles y mantener al mismo tiempo algo de
soberanía como base del orden político y legal internacional?
Creo que se puede decir que el sistema internacional o universal
es ciertamente más pluralista que nunca. No dudo de ello. Pero ya
no estoy tan seguro sobre si es más democrático o si puede llegar
a serlo. Estaría de acuerdo en el sentido de que cada vez hay más
Estados democráticos, lo que conlleva un efecto de
desbordamiento y por lo tanto consecuencias democratizadoras
para el sistema mundial, pero esto no es siempre ni
necesariamente una buena solución. Un realista observarla las
consecuencias de la política exterior de la democracia y diría que
bastantes democracias actuales no dan muy buenos resultados en
cuanto a su política exterior. Si se toma como ejemplo a los
Estados Unidos, se observa que existe un grave problema de
inconsistencia y aislacionismo; las políticas democráticas pueden
adquirir una visión centrada en sí mismas y enfocada hacia dentro
y rechazar la gestión del resto del sistema internacional. Los
119
realistas actualmente consideran esto un problema. Me refiero
ahora a Norteamérica, Europa y Japón. Todos ellos miran más
bien hacia su interior. No les gusta perder, no les gusta gastar
dinero en asuntos extranjeros. Para ganar las elecciones
americanas, los candidatos ahora tienen que decir «no voy a ser
un presidente que haga política exterior», porque si demuestran
ese tipo de interés, probablemente perderán las elecciones. La
forma de replantear la estructura política global dejando fuera el
Estado, ya sea democráticamente o de cualquier otra forma, es un
problema que sencillamente aún no se ha solucionado. Puede que
tengamos que cargar con los Estados per se.

– La esencia, por lo tanto, de la postura realista puede ser que no


existe alternativa, como decía la famosa sigla, TINA2, de la era
Tatcher.

D.H.: Tengo al menos dos cosas que decir acerca de eso. La


primera es, por supuesto, que las democracias no son
necesariamente nobles o sabias. Son un conjunto de procesos e
instituciones que pueden fallar. Pero si nos vamos a lo contrario
de lo que Barry ha sugerido, se podría pensar que decimos que las
regiones no democráticas del mundo serían más nobles o sabias
en determinadas circunstancias y, por consiguiente, se podrían
considerar como una alternativa válida. El problema de los siglos
XIX y XX es que no contamos con otro principio de legitimidad
alternativo para los asuntos políticos que no sea el principio de la
democracia. Es el principio de la autoridad legítima, que se ha
convertido rápidamente en el único que está aceptado de forma
general, si no universal, aunque, por supuesto, existen distintas

2
TINA, There Is No Alternative (no hay alternativa) (N. de la T.)
120
opiniones acerca de lo que esto significa realmente en la teoría y
en la práctica.
Pero lo segundo que quería resaltar es lo siguiente: cuando surgió
por primera vez la idea del Estado secular, de la mano de Bodin,
Hobbes y otros, tenía como telón de fondo un pasado de
circunstancias históricas nada prometedoras. Y doscientos años
más tarde se había convertido en el elemento dominante de la
organización de las naciones-Estado. Si aceptamos, por contraste
y como excepción, que vivimos ahora en un mundo en el que el
Estado ha pasado a estar descentralizado y a estar fragmentado e
inmerso en procesos transnacionales complejos de poder cultural,
político, económico, legal, tecnológico, etcétera, debemos
empezar a considerar el significado político de vivir en otro punto
fundamental de transición. Y la pregunta que me surge ahora es la
siguiente: ¿cómo puede la idea del Estado moderno, tan
fundamental para la ley, la democracia, las finanzas, etcétera,
formarse y redefinirse mejor en un mundo más transnacional?
Como respuesta, el argumento que desearía emplear es que esto
sólo se puede lograr a través del concepto cosmopolita de la
democracia, que intenta desarrollar la idea del Estado moderno en
una concepción de gobierno perfilada y limitada por la «ley
democrática», y adaptada a las distintas condiciones e
interconexiones de los pueblos y las naciones.
La noción de democracia cosmopolita tiene en cuenta nuestro
mundo, complejo e interconectado. Tiene en cuenta, por supuesto,
determinados problemas y políticas característicos de los
gobiernos locales y los Estados nacionales; pero también tiene en
cuenta otros que son característicos de regiones específicas, e
incluso otros, como los aspectos relativos al medio ambiente, la
seguridad internacional. la salud mundial y la normativa
económica que necesitan instituciones nuevas para gestionarlos.
Los organismos de deliberación encargados de adoptar decisiones
121
de carácter político que van más allá de los territorios nacionales,
están justificados cuando los grupos transnacionales o
transfronterizos se ven en gran medida afectados por asuntos de
carácter público, cuando la adopción de decisiones de «nivel
inferior» no puede resolver estos asuntos y cuando el tema de la
responsabilidad sólo puede entenderse y tratarse en un contexto
transnacional o transfronterizo.
Las nuevas e innovadoras soluciones políticas no son sólo una
necesidad, sino también, desde mi punto de vista, una posibilidad
a la luz de la organización, en continuo cambio, de los procesos
regionales e internacionales, que hacen evolucionar a los
organismos encargados de la adopción de decisiones políticas
(como la Unión Europea) y crecer la demanda política de nuevas
formas de deliberación política, solución de conflictos y adopción
de decisiones. En este mundo emergente, las ciudades, los
parlamentos nacionales, las asambleas regionales y las
autoridades internacionales podrían tener todos funciones distintas
pero relacionadas entre sí, dentro de un marco de responsabilidad
democrática y adopción de decisiones públicas.
Si debe ser posible reclamar responsabilidades a numerosas
formas de poder contemporáneas y si muchos de los asuntos
complejos que nos afectan a todos (local, nacional, regional e
internacionalmente) deben ser regulados de forma democrática,
las personas deben poder tener acceso y ser miembros de distintas
comunidades políticas. En otras palabras, la democracia del nuevo
milenio debe describir un mundo en el que los ciudadanos puedan
disfrutar de varias nacionalidades. Deben poder ser ciudadanos de
sus propias comunidades, de las regiones más amplias en las que
viven y de una comunidad internacional cosmopolita.
Necesitamos desarrollar instituciones que reflejen los distintos
aspectos, cuestiones y problemas que relacionan a las personas

122
entre sí independientemente de las naciones-Estado en las que
nacieron o se educaron.
La objeción inmediata que se podría hacer es que esto es una
utopía. Pero diría que no es más utopía de lo que lo era la idea del
Estado moderno en los siglos XVII y XVIII. Era (y es) una idea
con implicaciones a corto y largo plazo, exactamente igual que la
democracia cosmopolita. No se trata del todo o nada. Por ejemplo,
a nivel internacional, existen pequeños elementos que supondrán
una diferencia: la reforma del Consejo de Seguridad, que mejora
la capacidad de aplicación de las leyes de los derechos humanos,
la creación de una fuerza de instauración y mantenimiento de la
paz en las Naciones Unidas menos dependiente de los intereses
geopolíticos existentes. El compromiso por un programa de
democracia cosmopolita es un compromiso por la ampliación y
adaptación de la idea del Estado democrático moderno y de la
idea de responsabilidad democrática respecto a las nuevas
circunstancias internacionales en las que vivimos.

– Barry, he observado que su argumento acerca de la


internacionalización y democratización del orden mundial no es
únicamente una cuestión de viabilidad, sino que también implica
aspectos normativos muy importantes. La democracia
cosmopolita o internacional, aunque fuera viable, puede no ser la
mejor forma de actuar en cuanto a la organización política
humana. ¿Es ésta una representación correcta de su postura?

B.B.: Es una pregunta muy difícil. Creo que David tiene razón y
que plantear los hechos en contra requiere que defina las
implicaciones de mi postura. No estoy defendiendo un mundo
formado por Estados fascistas, totalitarios o similares, faltaría
más. Estoy sencillamente señalando que la democratización no
debe considerarse como una especie de bien universal; también
123
conlleva una serie de problemas. No pretendo tener la respuesta a
estos problemas, pero me gustaría comentar un poco la imagen
que describe David. Me parece (y me quito el sombrero realista
porque en este punto dejo atrás el gran grupo de realistas) que hay
que decir dos cosas. Primero, a medida que el proceso de
internacionalización se despliega, profundiza y refuerza (y no
niego que éste es el mundo en el que vivimos y que por lo tanto es
un tiempo de transformaciones), van a surgir serias preguntas
respecto a la estructura política. Creo que estas preguntas se van a
contestar de distinta forma en distintas partes del sistema mundial.
Mi opinión es que en las partes más desarrolladas y democráticas
del sistema, como Europa occidental y Norteamérica, va a haber
probablemente una estratificación de poder, de forma que existirá,
en cierto modo, una disgregación de soberanía. La autoridad
política se desplazará hacia arriba y hacia abajo, y estará presente
al mismo tiempo en distintos niveles. Hedley Bull definió esto
como neo-medievalismo, y no es una mala metáfora.
Esto, sin embargo, sólo es aplicable a las partes más desarrolladas
del sistema, porque lo que aquí se: ¿considera es la interrelación
entre las unidades políticas del sistema y el propio sistema. Y lo
que la internacionalización nos demuestra es que el sistema es
cada vez más fuerte en relación con las unidades políticas
antiguas dentro del mismo. Actualmente, las unidades políticas
fuertes dentro del sistema pueden sobrevivir adaptando y
adoptando una especie de marco neo-medieval, pero, ¿y el resto?
Hay muchos Estados débiles en el sistema internacional y éstos
van a tener muchas más dificultades para vivir en un sistema
fuerte. Algunos de ellos ya se están despedazando y no me
sorprendería, mirando hacia el futuro, que ciertas zonas inestables
se abrieran y se convirtieran en elementos semi-permanentes del
sistema: quizás Afganistán, África occidental o África central. Se
puede imaginar que no existen estructuras estatales ni absoluta-
124
mente ninguna estructura política efectivas en esos lugares,
excepto algún tipo de señorío de guerra, tribalismo o
gangsterismo, o combinaciones de los mismos. Este es ya el caso
en algunos lugares, y no me extrañaría que este fenómeno se
expandiera, de forma que se obtuviera una parte del mundo
altamente organizada, incluso postmoderna, partes colapsadas
políticamente y luego situaciones intermedias como China o
India, el denominado mundo moderno en desarrollo. No tengo
muy claro qué es lo qué va a suceder con estos últimos. Tienen un
duro camino por delante.
Mirando un poco más lejos e intentando defender un poco más la
postura de David, puedo imaginarme un mundo en el que no haya
absolutamente ningún Estado en el sentido en el que lo
entendemos ahora. No obstante, se puede seguir defendiendo la
postura realista y decir, está bien, puede que estemos en un
mundo post-estatal, pero seguirán existiendo numerosas políticas
de poder. Puede ser pluralista, puede ser democrática, puede estar
estructurada en todo tipo de formas extrañas, pero la lógica de la
política del poder continuará y en ese sentido la tradición realista
permanecerá intacta.

– Entonces, las circunstancias de la democracia cosmopolita no


son muy favorables que digamos.

D.H.: Bueno, no creo que eso sea precisamente un resumen exacto


de lo que se ha dicho... En cualquier caso, lo que se ha dicho es
razonablemente precavido, ¿y quién puede estar en desacuerdo
con un elemento de precaución? Incluso quizás se puede ser aún
más precavido de lo que se ha sugerido hasta ahora. Me parece de
extrema importancia tener en cuenta que el propio Occidente hace
cincuenta años casi destruye la democracia. El fascismo, el
nazismo y el estalinismo casi destruyen esta «civilización
125
democratizadora». La contingencia e imprevisibilidad de la
política están siempre presentes; por consiguiente, no se puede ser
complaciente con la continua democratización tanto de Occidente
como de cualquier otra parte del mundo.
Teniendo en cuenta estos antecedentes, se pueden anticipar otras
amenazas importantes, y no sólo las de las naciones-Estado que
son frágiles, como las del África subsahariana, sino de nuevo
también las del propio Occidente. Uno de los retos fundamentales
que puede surgir el próximo siglo puede derivarse perfectamente
del intento por parte de numerosas regiones del mundo de imitar
el estilo de vida, la utilización de recursos, modelos de consumo,
etcétera, de los sistemas occidentales. Existirán obstáculos
medioambientales muy importantes que limitarán su extensión
Podrá llegar un momento en el que el interés occidental en
defender sus condiciones de vida entre en grave conflicto con
otras partes del mundo. Los costes medioambientales de los
estilos de vida occidentales pueden perfectamente hacer imposible
su consecución en otras partes. Puede que Occidente piense que la
creciente demanda de materias primas y nuevas fuentes de
energía, la extensión de la industrialización y la degradación
medioambiental, así como el aumento incontrolado de la
población en numerosas partes del mundo, no beneficia
necesariamente sus propios intereses, y eso puede causar graves
conflictos.
Atravesamos una transición. Muchas de las antiguas ideologías
políticas están cargadas de dificultades. El liberalismo desconoce
la forma de regular los mercados para transformar
sistemáticamente los problemas medioambientales en fuerzas de
mercado. Las teorías socialistas del Estado se están agotando, si
no han desaparecido. Muchas de nuestras ideologías políticas
están en la bancarrota. La tarea del teórico político, por tanto,
consiste en redefinir nuestros conceptos políticos y en crear
126
nuevas fuentes conceptuales que se puedan aplicar al mundo
contemporáneo. La idea de la soberanía estatal, tal y como era,
fue elaborada por teóricos políticos y aplicada a las nuevas
estructuras de los Estados de los siglos XVIII, XIX y XX. Creo
que ideas como la de la democracia cosmopolita (y como ella
muchas otras similares) son contribuciones a nuevos debates
acerca del aspecto que tendrán estas estructuras. Siempre que
estos debates permanezcan abiertos será posible establecer nuevos
recursos y conceptos normativos que podrán tener importancia
cuando las personas piensen sobre cómo un sistema de autoridad
con múltiples niveles, en un mundo de múltiples dimensiones,
puede empezar a instaurarse de forma que sea consistente con el
principio de la legitimidad democrática.

127
128
GOBERNABILIDAD ¿PARA QUÉ?

Josep COLOMER – Salvador GINER*

Suele suponerse que las sociedades poseen un orden porque


alguien las gobierna. Para algunos, son portadoras de relaciones
humanas intrínsecamente peligrosas y perversas que habría que
sustituir por la obligación política. Para otros, tienen algo así
como un orden natural, pero éste es precario y, por tanto,
necesitan una entidad política central para que lo mantengan y
dirijan. La tarea de gobernar ha sido objeto, desde tiempo
inmemorial, de especulación, conjetura, estudio y debate. Posee
fascinación para las gentes que la contemplan. Pero en los últimos
tiempos tal fascinación se ha redoblado con la aparición, en las
sociedades democráticas liberales –las occidentales y algunas
otras de parecido corte–, de serias dificultades en lo que respecta a
la capacidad de sus gobiernos para gestionarlas adecuadamente.
Dícese que sufren una crisis de gobernabilidad.
Tenemos la impresión de que en las constantes referencias que se
hacen hoy día a la gobernabilidad existe una medida de confusión.
Proliferan las invocaciones a la gobernabilidad en situaciones
postelectorales, como la vivida en España a partir de las
elecciones de junio de 1993, en las que la expresión se confina,
estrictamente, a la cuestión de la viabilidad del gobierno que
pueda salir de las urnas. Pero la gobernabilidad, en rigor, es algo
que va más allá de que sea factible una coalición de partidos, o
que lo sea un gobierno en minoría parlamentaria. Es una

*
Josep M. Colomer es profesor de investigación en ciencia política en el
Consejo Superior de Investigaciones Científicas y docente de economía en
la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Publicado en la Revista Claves
de Razón Práctica nº 35 de enero de 1993.
129
condición del poder y la autoridad que atañe también a aspectos
de mayor alcance que el de la viabilidad parlamentaria
gubernamental, aunque ésta no esté ausente ni sea
menospreciable. Al contrario, la gobernabilidad parlamentaria es
una faceta del fenómeno más amplio de la gobernabilidad
democrática de la sociedad.

1. El buen gobierno y el malo


Todas las politeyas –es decir, todos los órdenes políticos que
poseen las sociedades– se gobiernan de algún modo. Algunas son
acéfalas y muchas, sobre todo las más complejas, poseen
gobiernos. Con notables excepciones históricas, la mayor parte se
enfrenta con problemas de gobernabilidad. En resolverlos consiste
la tarea del gobierno. Mandar, dar órdenes, es poner orden,
crearlo. Las sociedades democráticas se caracterizan, frente a
todas las demás, por vivir con peculiar intensidad y apertura su
propia gobernabilidad. Poseen gran capacidad de ir generando su
propio orden político, que es en apariencia precario, pero más
resistente que otros por su flexibilidad. Hay que distinguir, por
tanto, entre la aparente ingobernabilidad endémica de ciertos
sectores de toda politeya democrática –sus ciudadanos son
“díscolos” por definición– y su buen gobierno en condiciones de
pluralismo, diálogo, consenso y demás rasgos de toda comunidad
política libre.
Las democracias de nuestra era deben enfrentarse con una tarea
cada vez más compleja: hallar un núcleo que rija eficazmente un
gran aparato estatal, una vasta administración pública, un ingente
fisco, una amplia redistribución de recursos, además de la salud,
seguridad y educación de los ciudadanos, y el control y guía de
algunas de sus emociones colectivas. Y ello debe realizarse en un
medio tecnológico mediático y de intensa mudanza social, que no
queda confinado al ámbito territorial del Estado.
130
En condiciones de democracia liberal, la gobernabilidad puede
definirse como la cualidad de una comunidad política según la
cual sus instituciones actúan eficazmente de un modo considerado
como legítimo por la ciudadanía, permitiendo así el libre ejercicio
de la voluntad política del poder ejecutivo merced a la obediencia
cívica del pueblo. Esto significa que la gobernabilidad posee por
lo menos dos dimensiones: la legitimidad y la eficacia, ambas,
claro está de naturaleza democrática. La primera quiere decir que
la inmensa mayoría de los ciudadanos cree o acepta que el
gobierno (tenga o no razón, haya o no sido votado por todos) tiene
el derecho y el deber de mandar según las facultades que la
Constitución le otorgue y que las gentes tienen que obedecerle. La
segunda dimensión entraña que esa misma mayoría exija del
gobierno y de sus órganos un cumplimiento de sus funciones: el
pensionista espera el pago mensual de su pensión; el viajero, la
circulación regular de los trenes; el transeúnte que la vía pública
esté libre de malhechores, y así sucesivamente. A un nivel más
exigente, que el comedimiento nos aconseja no calificar de
utópico, la eficacia significa también un cumplimiento estricto de
las promesas políticas.
La causa principal de la ingobernabilidad contemporánea, suele
decirse, es la sobrecarga estatal. El incesante crecimiento del
aparato estatal ha obedecido a una masiva transferencia de tareas
por parte, de la sociedad civil a la sociedad política. La elevación
del Estado a la categoría de caja de Pandora de soluciones
societarias crea efectos perversos: inflación burocrática,
administrativa y política, que anquilosa el aparato público y
bloquea la acción de gobierno. Ello a su vez genera escepticismo
(y hasta cinismo) en la ciudadanía y distanciación del Estado, que
es visto como algo hostil o peligroso.
Este argumento habitual parece correcto. Pero hay más. Según el
ideal liberal, todo gobierno es una entidad costosa que existe para
131
disolverse en un distante futuro a través de su capacidad de sanar
todos los males que lo hacen necesario. Un gobierno
perfectamente legítimo y eficaz trabaja, en principio, para su
propia obsolescencia. Es un ente emancipatorio. Los gobiernos se
incautan de una parte de la renta y los recursos de los ciudadanos,
al menos para eliminar males que éstos por sí mismos no sabrían
resolver o que resolverían mal. El inconveniente es que no
siempre realizan bien la operación: sus propios recursos humanos
son incompetentes o se sumen en la indolencia. Además los
gobernantes lo hacen no sólo para servir, sino, con harta
frecuencia, para gozar del mando. Mandar, para muchos, es un
placer. Pero aunque no lo fuera, resultaría muy difícil saber cuál
es el tamaño adecuado de las clases de servicio que es menester
reclutar para su incorporación a las huestes públicas: dónde acaba
y dónde empieza el parasitismo. Más difícil aún es medir la
eficacia de los servicios públicos a la ciudadanía. Como saben,
por ejemplo, los más enjundiosos especialistas en política social,
es muy arduo medir sus beneficios.
No implicamos con esto que la solución de los problemas de
gobernabilidad dependa del desgobierno, en el sentido del
desmantelamiento del aparato estatal y su núcleo decisorio
central. Sólo que el expansionismo gubernamental ha producido
unos efectos perversos a los que no es ajena casi ninguna
ideología. Hasta los candidatos que prometen mayor inhibición
del gobierno, y hablan de privatizar empresas y servicios
estatales, atribuyen poderes taumatúrgicos esplendorosos al centro
de poder al que desean acceder. Mientras que, por otra parte,
asumen para el sector privado una inocencia moral del que
también está notoriamente desprovisto.
La tenaza dialéctica entre “liberales” y “socialdemócratas” en la
consideración de la supuesta ingobernabilidad de las sociedades
modernas debe desecharse. Hay que imponer otros criterios de
132
análisis. Convendría, para empezar, aceptar la noción de que la
mudanza estructural de las sociedades modernas ha sido de tal
envergadura que los gobiernos las gobiernan menos de lo que
pretende. Una gran parte de los grandes cambios técnicos,
demográficos, económicos y comunicativos escapan a su
previsión y control. Si en los últimos años la vida de tantas
personas se ha alterado por razón de fenómenos como la escasez
de ciertos recursos energéticos y su sustitución por otros, las
migraciones masivas, la aparición de nuevas enfermedades, el
retraso de la edad de los matrimonios y la reducción del número
de hijos, la mundialización del comercio, el uso masivo de los
ordenadores, la proliferación de satélites de comunicación y la
expansión del inglés como lingua franca, no es debido
principalmente a la acción de los gobiernos. Más bien son éstos
los que tienen que adaptarse continuamente a procesos sociales
como los mencionados (meramente a título de ejemplos), a
menudo contradiciendo sus episódicos planes anteriores de guía y
dirección de la sociedad.

2. La sociedad ingobernable
Una gran parte de la teoría social contemporánea se ha
desarrollado bajo el impacto de los “teoremas de la
imposibilidad” (desde el primero y más célebre, formulado pro
Kenneth Arrow en 1951). Según esta línea de pensamiento, en
una sociedad en la que los individuos forman sus preferencias de
un modo libre –análogamente a lo que podemos suponer que
ocurre en sociedades complejas como las nuestras– resulta
imposible garantizar una agregación colectiva de tales
preferencias que sea coherente, eficiente y estable y no sea una
mera imposición dictatorial. Ciertamente, la fuerza teórica de este
teorema es impresionante, sobre todo porque permite desvelar lo
que de aleatorio y convencional contienen muchas de las
133
“agregaciones” colectivas realmente existentes en democracia, es
decir, muchas de las decisiones políticas y formaciones de centros
vinculantes de decisión con que son regidas nuestras sociedades.
Es un teorema que, de hecho, refleja una intuición muy antigua de
la ciencia social según la cual toda sociedad necesita una fuente
cultural de cohesión (como la que puede conferirle, por ejemplo,
un culto ideológico a sí misma o una religión civil). En su
ausencia, la mera agregación de intereses diversos no puede
producir orden y concierto. La alternativa sería, como decimos, la
dictadura. Y no hay que olvidar que incluso esta fórmula política
suele inculcar su propia religión ideológica o sobrenatural con el
fin de gobernar con menos uso de la siempre costosa violencia
directa.
El sugestivo “teorema de la imposibilidad” ha sufrido, con su
amplia divulgación, algún grave malentendido. La cuestión a la
que los teoremas de la imposibilidad apuntan no es tanto la
“ingobernabilidad” de la sociedad cuanto la insuperable dificultad
de ciertas pretensiones de los gobiernos. El origen del problema
no está en la multiplicidad y la aleatoriedad de los conflictos de
intereses divergentes, ante cuya realidad, por otra parte, no cabría
más que la ciega violencia unificadora o la melancólica
resignación. El problema que los teoremas de la imposibilidad
desvelan es la naturaleza misma de la agregación, es decir, su
pretensión de producir una única orientación colectiva de asuntos
sociales muy diversos entre sí que conlleve una obligación de
obediencia universal.
De hecho, los individuos privados y los grupos son muy capaces
de gestionar por sí mismos muchos de sus conflictos. Para tal
gestión resultaría deseable enunciar un “teorema de la
posibilidad”: en condiciones de modernidad democrática, las vías
de resolución colectiva de los conflictos al margen de la política
son el intercambio y la negociación. Con respecto a la imagen de
134
una sociedad unificada y regida desde un único centro, estas vías
implican la fragmentación de las líneas de conflicto en las que
están insertos los diversos individuos, la sectorialización de la
vida colectiva mediante la formación de los más diversos haces de
intereses, eludiendo los frentes comunes y la bipolarización; los
intercambios en mutuo beneficio para producir resultados con
suma positiva o distinta de cero; la concepción generalizada del
poder como algo difuso y compartido aunque no siempre
simétrico; la continua formación y disolución de las más diversas
coaliciones entre grupos sociales, y la anonimidad de los acuerdos
entre las partes, que limita las consecuencias externas de los
mismos sobre el resto de la sociedad.
Se obtienen así numerosos equilibrios –como las asignaciones de
recursos guiadas por los precios del mercado, las conductas
cooperativas inducidas por normas sociales convencionales, o los
repartos de poderes entre grupos organizados después de una
negociación–. Cada uno de estos equilibrios puede ser
considerado eficiente, en el sentido de que remunera a las partes
interesadas de acuerdo con sus diversas intensidades de
preferencias, los esfuerzos y sacrificios que cada una está
dispuesta a asumir y sus disposiciones iniciales de recursos. Las
sociedades verdaderamente modernas son muy capaces de atribuir
facultades de arreglo y negociación a sus componentes, y permitir
así que se produzca un proceso perenne de resolución plural –de
gestión colectiva– de sus conflictos. Son muy capaces de
arreglárselas por su cuenta, como en el fondo sabe toda persona
que conviva en ellas pacífica y cotidianamente con los demás.

3. La agregación imposible
Una de las principales causas de la ingobernabilidad de las
sociedades contemporáneas es la pretensión de los gobiernos de
imponer una agregación imperativa, no sólo en cuestiones en las
135
que la sociedad misma no es capaz de garantizar la consecución
de sus propios intereses, sino sobre todo en aquellas en las que
cabría el autogobierno social. Como la teoría posterior a los
teoremas arrowianos ha subrayado, la manufactura de tal
agregación política conlleva siempre algún reduccionismo de la
pluralidad social. La gobernabilidad sólo es posible mediante una
simplificación de las dimensiones de los conflictos, una selección
procedimental de los temas que son considerados relevantes, y la
imposición de fuertes barreras de entrada a la competición entre
las diversas alternativas.
Piénsese, por ejemplo, en la ambición de los gobiernos de
promover un “pacto social” entre “fuerzas sociales” –como los
sindicatos y las patronales, por ejemplo– en los que ellos harían
sólo de árbitros. Más allá de los temas sectoriales en los que estos
acuerdos pueden ser viables, quizá puedan tener una cierta
función simbólica y ejemplar para estimular otras negociaciones y
pactos entre diversos sectores sociales. Aun siendo esto así, sin
embargo, no cabe duda tampoco sobre la capacidad de
encauzamiento de las relaciones socioeconómicas de muchos
otros acuerdos que tienen lugar con enorme frecuencia entre
asociaciones, empresas y gremios de toda índole y que suelen
quedar al margen de la explícita intervención gubernamental.
Estos reciben muy poca atención por parte de prensa, radio y
televisión, atraídos siempre por el teatro político de los forcejeos
públicos entre diversas “fuerzas sociales”.
Existe, pues, un problema –bastante bien identificado– que se
refiere al carácter arbitrario e ineficiente de muchas instituciones,
procedimientos administrativos y reglas de decisión mediante las
cuales se trata de imponer una coordinación imperativa externa de
los conflictos, para usar la expresión de Max Weber. Ahí se
origina, sin duda, una parte del malestar con los resultados de la
democracia que se expresa en un gran número de países en los
136
que, no obstante, el principio democrático no se pone en tela de
juicio ni se ve amenazado por enemigos peligrosos.
Pero el problema sobre el que queremos llamar la atención no es
sólo el de la arbitrariedad de las fórmulas políticas vigentes en
una u otra circunstancia, con respecto a las cuales caben y son
convenientes propuestas concretas de reforma, sino otro, y más
sustancial.
Como decimos, es imposible que la decisión gubernamental
sustituya a la negociación social o al mercado con su misma
eficiencia, porque necesariamente conlleva un elemento de
coerción que éstos no tienen. Por su propia naturaleza, los
gobiernos tienden a concentrar y sumar las líneas de conflicto
social, a simplificar opciones. De este modo, a menudo acentúan
su confrontación en vez de disminuirla.
Ello es debido al monopolio de legitimación del que gozan y al
hecho de que cualquier decisión tomada por votación vinculante
produce necesariamente ganadores y perdedores. Sea la regla de
decisión cual sea –la mayoría simple, sus propias cualificaciones
creadas por ciertos sistemas electorales o una mayoría más
amplia– toda decisión democrática es un juego de poder de suma
cero, mediante el cual se impone la voluntad de una parte y se
excluye a los demás. Ello contrasta con la tendencia societaria a
desarrollar, como hemos señalado más arriba, relaciones de suma
positiva. No hay en el juego democrático un reparto de las
satisfacciones de las preferencias de cada individuo según su
intensidad y el precio que cada uno está dispuesto a pagar, como
en el mercado económico o en una negociación libre, sino la
victoria de unos que produce consecuencias externas negativas
sobre el resto. Si hay que decidir, pongamos por caso, sobre la
intervención militar en un país extranjero y hay diversas
opiniones, al final siempre habrá unos que verán su preferencia
satisfecha y otros que la verán defraudada. No cabe distribuir las
137
ganancias de la decisión entre los diversos contribuyentes, ya que
éstos son todos los ciudadanos y tienen preferencias diversas al
respecto, e incompatibles entre sí.
Ya hemos dicho que no es indiferente cuál sea la regla de
decisión, por ejemplo el sistema electoral mayoritario o el
proporcional o sus variantes. En general, es conveniente
decantarse por reglas más inclusivas –es decir, que requieren
mayorías más amplias y más consenso– cuanto más importantes
son para los ciudadanos los temas sobre los que tienen que
decidir. No es lo mismo si la decisión la impone una minoría o
una mayoría. Pero, como señaló John Stuart Mill, aun en este
último caso habrá una tiranía de la mayoría al fin.
Se comprueba así que la útil metáfora que, al menos desde Joseph
Schumpeter, ha presentado la democracia como un mercado
político, como una concurrencia de empresarios del poder por
satisfacer las diversas demandas ciudadanas, conlleva unos límites
en la comparación. El equilibrio del mercado económico en
competencia perfecta produce, por definición, una óptima
asignación de recursos y una máxima satisfacción. En cambio, el
equilibrio del mercado político nunca puede ser resultado de una
competencia política perfecta y, cuando existe, no define más que
una política ganadora que implica la derrota de las demás
alternativas.

4. La gestión de la cosa pública


La agregación colectiva, es decir, la constitución de un núcleo
director de la sociedad, es necesaria por lo que respecta a la
politeya o constitución de la comunidad política. Pero las
decisiones que se toman en los demás ámbitos de la vida social no
son más que el reflejo de las opiniones de las mayorías o los
grupos seleccionados por el propio proceso institucional de
decisión. De una decisión a otra pueden variar los elementos que
138
determinan el resultado (incluidas, por ejemplo, las estrategias o
los programas de los partidos), por lo que no cabe esperar en ellas
coherencia ni eficiencia. Lo único que cabe es aproximarse a crear
las condiciones que produzcan decisiones que, en conjunto y a
medio o largo plazo, den satisfacción a los diversos grupos
sociales de acuerdo con sus intereses y demandas.
Entre estas condiciones se encuentran las siguientes:
En primer lugar, la delimitación de los ámbitos de intervención
gubernamental a aquellos en los que la sociedad no pueda
arreglárselas por su cuenta; la promoción de los marcos legales de
libre entrada en los mercados e igualdad de oportunidades de
negociación para estimular el autogobierno de la sociedad, y la
creación de las instituciones de intermediación, arbitraje y justicia
independiente que permitan a las partes sociales, facciones,
gremios y asociaciones, alcanzar pacíficamente resultados que se
acerquen en la medida de lo posible a lo deseado por cada cual.
En segundo lugar, un mercado electoral abierto, pluripartidista,
con representación proporcional, posibilidad de alternancia y
reglas que incentiven el consenso, incluidas las coaliciones entre
partidos y los pactos entre instituciones.
Por último, la descentralización y la división de competencias
entre instituciones, facilitando la adopción de decisiones por
temas y circunscribiendo el peligro de una excesiva concentración
de cuestiones en un único núcleo decisorio central.
Estos criterios implican una abierta renuncia a la pretensión
dirigista de homogeneizar la sociedad que late bajo algunas de las
inquietudes que a veces se expresan sobre su ingobernabilidad.
Implican, por ejemplo, el reconocimiento de sectores sociales y
competencias autónomas o independientes de la jurisdicción de
todo gobierno central. O la feliz aceptación de coaliciones de
gobierno cambiantes, aun cuando se produzcan a partir de unas
preferencias políticas estables de los ciudadanos. O la fecunda
139
coexistencia de orientaciones políticas distintas en diversas
instituciones, aunque ello comporte una cierta tensión o discordia
entre ellas.
Estas propuestas, ajenas a todo dogmatismo, apuntan hacia las
condiciones más favorables para el buen orden civil de la
comunidad política, la legitimación de la democracia y la mejor
gobernación de la cosa pública.

140
¿CANSANCIO DE LA DEMOCRACIA O ACOMODO DE
LOS POLÍTICOS?
*
José RUBIO CARRACEDO

En los últimos meses se ha acentuado entre nosotros y se ha


elevado el tono contra el deterioro que han alcanzado las
instituciones y las prácticas de la democracia liberal
representacional, que cualquier observador aprecia por doquier, y
que alcanza ya a los países anglosajones y hasta a los nórdicos. Se
trata de un fenómeno psicosocial muy complejo, que recibe
diversas denominaciones, entre las que me quedo con la de
"desafección a la democracia" y que podría enunciarse así: aun
reconociendo que la democracia es insustituible, un número
creciente de ciudadanos se desentiende de la democracia
realmente existente, en diferentes grados y niveles de
aborrecimiento. Y si continúan participando en los procesos
electorales, lo hacen a pesar del sistema (tapándose oídos y nariz).
Todo parece indicar que esta situación está llegando en España al
nivel de la observación que Flores D'Arcais establece para Italia:
"los italianos, en su grandísima mayoría, sienten que su mayor
enemigo es la partidocrada, es decir, los políticos profesionales y,
como consecuencia, la política misma" (El País, 20-4-2000).
Sin embargo, no faltan los defensores del sistema, aunque sea
bajo la modalidad de la lógica del mal menor, ya que cualquier
reforma del mismo entrañaría mayores riesgos. Y porque, en
definitiva, la raíz del problema no está tanto en la clase Política
cuanto en el "demos", la masa popular ignorante y embrutecida,

*
José Rubio Carracedo es catedrático de Filosofía Moral y Política en la
Universidad de Málaga.
141
que arrastra a los Políticos. Tal es el tono y la argumentación con
que Francisco J. Laporta ha presentado en un ensayo reciente1, en
el contexto español, la crisis generalizada del modelo democrático
liberal, que diagnostica como cansancio o hastío de la
democracia". Laporta registra "una cierta atmósfera de
descalificación implícita o explícita de todo aquello que suene a
representación electoral, a actividades de partido o a militancia
política" (20). Y ello le parece "de cierta gravedad". Tanto que
cree necesario hacer sonar las alarmas.
En efecto, Laporta comienza por evocar la ilusión que suscitaba el
papel democrático de los partidos políticos en la época anterior a
la transición, para seguidamente lamentar la ligereza con la que se
los condena actualmente, proponiendo alternativas a los mismos
que tienen con frecuencia más carácter de receta" o de
"sahumerio" que de propuestas sensatas. Y es que la crítica actual
a la democracia de partidos llega a cuestionar el concepto mismo
de representación para apelar con harta ligereza a alternativas
tales como las "elecciones primarias", etcétera. Y aquí es donde
Laporta quiere poner el énfasis: tales alternativas se revelan como
"incógnitas peligrosas cuando se las somete a un análisis objetivo.
Y se propone demostrarlo al examinar "cuatro manifestaciones de
ese mal": la apelación a la democracia "participativa", la
exigencia de la "democracia paritaria", la alternativa de los
"nuevos movimientos sociales" y la llamada a "la apertura a la
sociedad" de los partidos políticos. Esta selección de alternativas a
enjuiciar no deja de ser discutible, pero puede aceptarse dada su
intención ilustrativa. Lo que resulta decepcionante, sin embargo,
es la cortedad de horizontes, la falta de imaginación política y. en
definitiva, al acomodo con que presenta su análisis

1
El cansancio de la democracia, Claves de Razón Práctica, núm. 99, págs.
20-25, enero-febrero de 2000.
142
pretendidamente realista de las mismas. Pero examinémoslas
paso a paso, una por una.

1. Los engaños de la participación


Está claro que a Laporta le irritan las apelaciones genéricas que
tan frecuentemente se hacen en pro de una democracia más
participativa, en la que los ciudadanos intervengan en los procesos
deliberativos, sin ofrecer indicaciones mínimamente precisas
sobre cuestiones como quién participa, cómo, dónde, en qué
cuestiones (¿también en las decisiones?). La parece inevitable
que, fuera de los concejos abiertos" de núcleos municipales muy
pequeños, habrá que contar con alguna organización que fije la
agenda, presente y modere los debates, etcétera. Deja patente su
rechazo de las asambleas "vociferantes y caóticas" y considera
infantiles y peligrosas las apelaciones a la teledemocracia o a la
vía Internet. También el referéndum es descartado desdeñosa y
genéricamente, así como los procedimientos de democracia
directa que atribuye a la "democracia griega" (en realidad, sólo
Atenas) y al "ideal rousseauniano" (no es así, Rousseau rechaza
expresamente la democracia directa) en cuanto "democracias de
señoritos". Por lo demás, estas apelaciones a una mayor
participación ciudadana en la deliberación presuponen lo que no
existe ni se puede inventar: unos "ciudadanos informados y con
vocación civil". Lo que realmente existe es la "sociedad
deliberante" de los medios de comunicación, con su filtro
selectivo de temas y enfoques. Habría que regular previamente los
medio y el diseño educativo. Pero "nadie naturalmente tiene claro
cómo se hace eso, ni si es deseable que se haga" (20-22).

Hasta cierto punto es comprensible la irritación que provocan las


apelaciones excesivamente genéricas a una mayor participación
ciudadana en las instituciones democráticas. Pero ello no puede
143
ocultar que existen importantes contribuciones o propuestas
concretas que pudieran ponerse en marcha de inmediato o de
modo paulatino, seguir los casos, si hubiera voluntad política para
hacerlo en quienes tienen la llave de las reformas, esto es, en los
partidos políticos. Ahí están desde hace muchos años las
propuestas por Barber (1984), algunas de ellas existentes ya en
Estados Unidos a nivel intraestatal y que sólo sería preciso
potenciar en otros casos. Y más recientemente cabe citar las
contribuciones de autores como Cronin (1989), Fishkin (1992),
Budge (1996), etcétera. Por lo demás, asistimos hoy a un
renacimiento vigoroso de los enfoques de republicanismo
democrático en todo el mundo, entre cuyos defensores moderados
me sitúo, como es bien sabido.
Por supuesto, nadie -incluso los que hablan de democracia
"directa"- quiere resucitar la democracia asamblearia ateniense,
desacreditada convincentemente desde Tucídides. Se trata, más
bien, de corregir las graves de-formaciones oligocráticas del
modelo liberal de representación indirecta, por una parte, y de
realizar ciertos implantes del modelo republicano en las
instituciones actualmente existentes, por la otra. ¿Por qué esa
descalificación global de la institución referendaría cuando sirve
excelentes servicios cuando es correctamente aplicada como su-
cede en nuestro contexto europeo más cercano, tanto más cuanto
que resulta necesaria para legitimar la solución de las cuestiones
de especial trascendencia política nacional (¿qué demócrata cree
realmente que cumple una función meramente consultiva, incluso,
pese a la letra -sonrojante- de la Constitución Española?). ¿Por
qué se descarta una reforma en profundidad de la ley electoral de
modo que se aligeren las exigencias para la participación de los
diversos colectivos y, sobre todo, para desbloquear las listas
electorales previamente elegidas por las cúpulas burocráticas de
los partidos, y que se presentan a los electores como un trágalas?
144
¡Eso sí que es fomentar la información y el espíritu cívico! Más
adelante volveré sobre ello, pero me importa subrayar que, en
efecto, en la educación democrática de los ciudadanos está el
eslabón estratégico. Lamento tanto como Laporta el bajísimo
nivel informativo, así como la pasividad democrática de los
ciudadanos. Verdaderamente, tenemos la democracia que nos
merecemos. Pero Laporta no parece ser consciente de que es el
modelo liberal representacional (que no realmente representativo)
el gran responsable de tener el demos que tenemos. ¿Quién ha
persuadido a los ciudadanos durante los dos últimos siglos para
que dejasen los asuntos públicos al cuidado de una clase
profesional y se dedicasen enteramente a los negocios y al disfrute
de la vida privada, porque cada cuatro años serian libres para
reelegir o no a sus representantes?

2. Democracia paritaria
Advierto de antemano que en este punto estoy de acuerdo con
Laporta, aunque no exactamente por las mismas razones. Para él
se trataría, ante todo, de un intento para corregir la reproducción
del machismo social en las listas electorales: por un tiempo, al
menos, se presentarían listas paritarias de varones y mujeres. Pero
Laporta, pese a ver la idea con simpatía, encuentra obstáculos
para salvar la pureza de la representación Política, que pasaría a
ser más bien una "representación-reflejo" de la presión social
hacia la paritaridad, cambiando a tal fin el procedimiento normal,
con lo que se limitaría la libertad del elector. La consecuencia es
que ello obligaría a que las listas permaneciesen cerradas y
bloqueadas, con lo que se contradice otra de las aspiraciones
reformistas: las listas abiertas o, al menos, el desbloqueo de las
listas cerradas. Los reformadores entran, pues, en contradicción
consigo mismos.
145
Otra razón para la cautela es la consabida objeción de "pendiente
deslizante": si se admite aquí la discriminación inversa, esto es, el
privilegio ("acción positiva", según el eufemismo al uso), seria a
partir de considerar a las mujeres como un colectivo "marginado y
ninguneado", con lo que habría que conceder también
discriminación inversa a todos los colectivos infrarrepresentados;
entrarían en liza las razas, las edades, las religiones, los
discapacitados, etcétera: todos tendrían derecho a que la
proporcionalidad social se reflejase en el Parlamento. Y, por
último, Laporta remacha su argumentación invocando la falta de
respeto y de confianza que tales imposiciones implicarían sobre el
demos. La solución correcta no es imponerle valores que no
comparte, sino educarle previamente para ello (22-23).
La primera razón me parece certera, pero un tanto tramposa,
porque sólo es válida para los reformistas que comparten el
postulado de la paritaridad. Para la mayoría de ellos, entre los que
me cuento, la presión por la "democracia paritaria" (expresión
autocontradictoria y hasta ridícula) es, en realidad, efecto de una
contaminación de la mentalidad sindicalista en la práctica
democrática. Porque resulta obvio que tal distribución paritaria
cabe únicamente en la organización interna de los partidos
políticos. Y aun así le alcanzaría también la objeción de la
"pendiente deslizante", pero sería cuestión privada de cada
partido. Pero la actitud sindicalista de reparto de puestos y de
cargos choca frontalmente con la exigencia democrática de mérito
y de competencia como únicos criterios. Ahora resultaría que ser
de uno u otro sexo podría ser decisivo para ser elegido diputado,
consejero o ministro. Y pronto se exigirá que el próximo
presidente del Gobierno sea una mujer. La lógica sindicalista es la
misma (sin embargo, desde ahora apuesto a que la primera mujer
presidente del Gobierno no saldrá de las filas paritarias). Y
siguiendo la misma lógica, también se exigirá que la concesión
146
del Premio Nobel respete la paritaridad. La lógica es siempre la
misma: se trata de compensar la discriminación machista de la
mujer y estimular su participación en condiciones de igualdad.
Pero es manifiesto que la discriminación positiva sólo tiene
sentido en la EGB, acaso en la ESO, quizá hasta en el
Bachillerato, pero nunca debe alcanzar la Universidad ¿O es que
se puede llegar a obtener el título profesional gracias a un
privilegio? Flaco favor, por otra parte, porque ¿quién confiaría en
tales profesionales? ¿Qué decir entonces de los diputados o
ministros, que son inconcebibles sin una idoneidad real y
presente? Sobre toda mujer caerá la duda de si es o no una mujer-
cuota. Pero ya se sabe, el sindicalismo es otra cosa: sólo le
interesa el acceso garantizado al reparto de los cargos.
Es obvio que la paritaridad mujeres-varones desvirtúa gravemente
las reglas del juego democrático. Y, en efecto, obligaría a otras
proporcionalidades con la misma (in)justicia: la más clara es la
variable de edad. ¿Cuántos grupos de edad habría que formar? Me
parece que no menos de cuatro (de nuevo reunidos los sexos): la
juventud, la primera madurez, los adultos y la tercera edad. Y
luego vendrían las cuotas de los grupos minoritarios, las
religiones, los discapacitados, etcétera. ¿Cómo podría evitarse?.

3. ¿Movimientos sociales?
Laporta advierte que mientras que a los partidos políticos se les
niega la confianza y la credibilidad, éstas le son otorgadas sin
reservas a las organizaciones no gubernamentales y a los
movimientos sociales. Sólo puede entenderlo como una moda que
sigue al prestigio del término "movimiento", que connota una
presunta espontaneidad y flexibilidad, autenticidad y vitalidad",
por contraste precisamente con los viejos partidos. Nuestro autor
no ve ningún fundamento en tal presunción y hasta evoca los ecos
de la retórica reaccionaria del franquismo contra los partidos. Los
147
movimientos sociales denotan una realidad muy heterogénea
("pacifistas, ecologistas, feministas, tercera edad, etcétera"), y
hasta "fantasmagórica", lo que les incapacita para ser
"interlocutores sociales", ya que no tienen líderes ni se conocen
sus "propuestas". Su idea es que "deben organizarse" al modo de
los partidos. Justamente, lo que ellos rechazan por principio como
condición de autenticidad y de supervivencia. Pero Laporta tic-nc
todavía otro reproche: a diferencia de los partidos, ellos persiguen
un objetivo único, y esto es mucho más un defecto que una virtud.
Eso sí, reconoce que muchos movimientos sociales son "un
acicate para la dinamización de la vida política y un instrumento
para situar en la agenda política temas y problemas que, de no ser
por ellos, no se plantearían con tanta convicción". Pero carecen de
"legitimación para participar en decisión política alguna", porque
"no toman par-te en el proceso electoral". Si se les admitiera, seria
al modo de grupos de presión, lo que daría alas a la "democracia
corporativa". En efecto, "¿no estaremos envalentonando a unas
organizaciones a entrar en el intercambio de negociaciones y
presiones con el resto de la sociedad corporatista para satisfacer
sus intereses peculiares al margen del interés general?". Lo que,
en último término, sería también una desconsideración
imperdonable para con los ciudadanos que no forman parte de
ninguno de esos movimientos.

Me resulta difícil entender estas valoraciones fuera del contexto


de la retórica partidista. Porque es obvio que no es oro todo lo que
reluce en los nuevos movimientos sociales y en las organizaciones
no gubernamentales. Pero si algo es patente es que huyen como de
la peste de todo lo que pueda asimilarles a los partidos políticos y
a las organizaciones gubernamentales. ¿Por qué será? Explicarlo
como mero electo de la presión de modas y corporatismos resulta
por lo menos muy subjetivó y objetivamente injusto. Y no es que,
148
en unos y en otros, no aparezcan defectos de enfoque (es cierto, el
objetivo único también puede ser peligroso) y desviaciones
corporatistas y sindicalistas (ahí está el movimiento internacional
de emancipación femenina actuando en muchas organizaciones,
en especial de la izquierda, con mentalidad sindicalista: primero el
poder, después la revolución, ¿no les suena? En otros casos se han
convertido en grupos oficiales de presión). Pero reducir tal
eclosión sociopolítica a sus desviaciones puntuales parece más
efecto de una ceguera profesional que de un análisis critico.
Porque se trata de una eclosión social de alcance político; pese a
su voluntad, se trata de una alternativa a los partidos políticos,
aunque sus miembros lo nieguen porque no quieren verse
contaminados por "la política". Pero su acción social, incluso a su
pesar, tiene proyección política directa. No pretenden sustituir a
los partidos políticos (aunque éstos se sienten amenazados: de ahí
su reacción defensiva-agresiva), sino pasar de ellos. Pese a todo,
los políticos sigilen repitiendo: da-do que tenemos los partidos
políticos, ¿quién necesita movimientos sociales ni ONGs?
Pero, ¿por qué no pueden ser sujetos coadyuvantes del proceso
electoral"? Simplemente, porque la ley electoral, al servicio de los
partidos políticos. lo impide. Pero todo es cuestión de cambiar la
ley electoral y de ser fieles a la Constitución, que en su artículo 6
reconoce a los partidos políticos ser instrumento fundamental para
la participación política" (no "el" instrumento fundamental ni el
exclusivo, como tradujo la ley electoral consensuada por los
partidos), pero a condición de que "expresen el pluralismo político
y concurran a la formación y manifestación de la voluntad
popular" y de que "su estructura interna y funcionamiento deberán
ser democráticos". Lamentablemente los partidos funcionan como
meras organizaciones oligocráticas y no cumplen la primera
condición (la inmensa mayoría de sus iniciativas han sido

149
vampirizadas de las agendas de los movimientos sociales) como
tampoco la segunda (¿hace falta probarlo?).

4. Partidos cerrados y partidos abiertos


Está claro que Laporta se muestra lacerado por el descrédito
abrumador de los partidos políticos. No comprende en qué puede
basarse esta especie de conjura universal contra ellos. Y aunque
me consta sobradamente que no es un intelectual orgánico", su
reacción recuerda objetivamente el cometido asignado a tales
intelectuales. Ahí queda su denuncia de que los partidos sean
presentados como "la bestia negra" del cansancio de la
democracia, que se les atribuyan todas las perversiones
"partidistas" (si, de ahí procede el término), que sean presentados
como "un verdadero obstáculo a la 'auténtica' democracia
entendida como proceso libre y total de información, debate y
decisión. De ahí que denuncie que la militancia, y hasta la mera
cercanía a los mismos sea vista con extrema desconfianza, como
una suerte de contagio o infección". Y que se dé por supuesto que
sólo fuera de los partidos puede "haber competencia,
independencia, objetividad. honestidad, generosidad e interés
general". ¿Por qué será? Un liberal sincero como B. Manin (1997)
recoge y apunta estos defectos con pasmosa sinceridad.

Laporta apela también a la ley de Michels sobre el inevitable


deslizamiento de los partidos hacia la oligarquización. Pero
enseguida aduce, con razón, que dicha ley afecta a "toda
organización humana que persiga fines" (en realidad, a toda
organización que compita por el poder). Y aduce, también con
toda razón, que las "cúpulas sindicales son tan rígidas e
inamovibles", así como las organizaciones religiosas,
empresariales, las grandes corporaciones, los clubes de fútbol,
etcétera. Pero los partidos tendrían, a su juicio, una ventaja única:
150
sólo ellos se someten periódicamente al voto ciudadano, mientras
que los demás "se blindan" frente a este voto (y a veces hasta
contra sus asociados). Pero la realidad es que tampoco los
partidos se someten al voto ciudadano, al menos en cuanto de
ellos depende: se limitan a ofrecer a los electores unas listas de
candidatos previamente elegidos, y las ofrecen en forma cerrada y
bloqueada, como un simple lo tomas o lo dejas. Y a los
ciudadanos no les queda otra alternativa que votar a unos o a
otros. Excepto el voto en blanco o la abstención.
Por último, me resulta llamativo el escepticismo y hasta la
cerrazón con que Laporta examina las cuatro propuestas
principales que, a su juicio, se han presentado para abrir los
partidos a la sociedad: el debate interno, el sistema proporcional,
la incorporación de independientes y simpatizantes, y las
elecciones primarias.
El "debate interno" puede tener efectos saludables, pero se
pervierte fácilmente en un "debate incesante", en el que
insensatamente se pone todo en cuestión y se termina en un
"cúmulo de desacuerdos internos en lugar de "sintetizar en un
mensaje coherente un programa de acciones políticas para
enfrentar problemas reales". Pero de esto último se trata
precisamente, y para esto se postula el debate interno, en lugar de
dejar a los dirigentes el monopolio del saber y del decir. Y si se
llega al "debate incesante" y al cuestionamiento de todo, ¿no será
síntoma de hasta dónde había llegado la desviación? No hay
madurez sin crisis y la crisis bien resuelta suele conducir a la
madurez.
Al examinar la segunda propuesta, la del sistema proporcional en
las votaciones internas, revela Laporta una de las razones de su
escepticismo a la primera: el debate interno es "el disfraz que
adopta a veces algún descontento sectorial", y de aquí esta
segunda apelación. Pero entonces el partido se configurará como
151
un conjunto de "facciones" o "sensibilidades". No necesariamente.
¿O es que son tan irracionales los miembros de los partidos
políticos? Precisamente, la ley de Michels no es inexorable si se
toman las oportunas precauciones: una de ellas es la de evitar el
monolitismo y las mayorías aplastantes, y el voto proporcional
puede ser un buen antídoto contra ello. Aunque todo puede tener
efectos perversos, claro está.
Tampoco la tercera propuesta le parece seria, ya que presupone
que los meros simpatizantes y los independientes no compartirían
los defectos partidarios. Y ello le parece a la vez irreal y ofensivo
para tantos militantes, que de un modo tan abnegado como
legitimo (o una cosa o la otra, pero no las dos al mismo tiempo)
tienen derecho a "incentivos selectivos" (¡vaya eufemismo!) para
escalar puestos de responsabilidad en el partido. Efectivamente,
ese es el problema.
La cuarta propuesta tampoco le merece crédito alguno. El
concepto de "elecciones primarias" es una importación artificial y
ajena a nuestro sistema. Su lógica le parece poco clara y puede
conllevar "aspectos negativos", ya que pueden "forzar las
cuadernas de la organización de un modo insensato". Obviamente,
han de limitarse a los cargos del partido. Pero aun así se estaría
poniendo en juego una doble legitimidad: la del voto del congreso
del partido y la del voto directo de los militantes. Y si ambas no
coinciden se daría paso a la fragmentación, no a la apertura. Pero
es que Laporta no parece ser consciente de que en este caso, como
en del referéndum, no puede darse esa doble legitimidad: cuando
hay apelación directa al voto ciudadano, los representantes, por
electos que sean, quedan por definición de lado en tal asunto.
Finalmente, Laporta encuentra al verdadero culpable de todo este
desaguisado: las propuestas de reforma son soluciones vacías o
problemáticas porque el demos es "vulgar y absentista", actúa
"muchas veces inspirado en prejuicios viejos e insostenibles" y
152
"cuando ingresa en las instituciones y los partidos reproduce
dentro de ellos las viejas taras hereditarias y las antiguas rutinas".
Por tanto, se trata de un diagnóstico equivocado. El verdadero
cansancio no es el de la democracia de partidos, sino el cansancio
de semejante demos Y el problema no tendrá remedio hasta que
cal-gamos en la cuenta de que la democracia representativa de
partidos no es lo que funciona mal ni tiene ningún déficit
intrínseco, sino que es el propio demos y sus comportamientos lo
que no nos gusta". Por tanto, lo que nos hace falta es "un pueblo
adulto" (Giner de los Rios) y "de esto es de lo que debemos
empezar a hablar".
Por fin se comprenden sus espesas reticencias a admitir ninguna
de las propuestas de reforma de los partidos políticos. Resulta que
los partidos políticos funcionan bien en realidad y lo único que
pasa es que el pueblo no está a su altura y resulta una carga para
los partidos. Y quienes tienen razón para estar cansados son los
líderes de los partidos, que tienen que bregar, abnegados ellos,
con la plebe ignorante y díscola. ¿A quién suena más, a Felipe
González o a Julio Anguita? No estoy de acuerdo, profesor
Laporta, con su diagnóstico: después de más de dos siglos de
democracia liberal ilustrada y de legitimación representacional, el
pueblo no puede ser el culpable, porque de eso se trataba justa-
mente: de mantener a los ciudadanos en minoría de edad política
permanente. Tal fue el designio de la burguesía ilustrada
triunfante en las revoluciones liberales, y tal lo ha seguido siendo
hasta hoy desde que se adoptó el sistema de partidos en la
segunda mitad del siglo XX. La exposición sería muy extensa y,
por lo demás, de sobra conocida.
En lo que si estoy de acuerdo es en la cita de Giner de los Ríos y
en que, en efecto, hemos de empezar a hablar de contribuir a la
construcción de un "pueblo adulto". Pero discrepamos
enteramente en el cómo. Educar ciudadanos es la clave que abrirá
153
las puertas a la regeneración de la democracia liberal, pero la vía
hacia la misma no puede ser la de cerrarles a los ciudadanos una
mayor participación. Justamente, la gran demanda actual se dirige
a ese objetivo, aunque no todas las propuestas sean acertadas.
Pero algunas de ellas me parecen objetivamente claras e
indispensables para iniciar el proceso que permitirá a la vez
regenerar el demos y la democracia. Porque se trata de un proceso
de retroalimentación: basta un mínimo de espíritu cívico para
iniciar la reforma porque la misma regeneración de las
instituciones y de las leyes promueve el aumento del espíritu
cívico. Y así sucesivamente, sin término, porque nunca se
alcanzarán los niveles óptimos. Ahí van algunas propuestas-
indicaciones, aunque sea de forma rápida.

5. Cinco propuestas
a) Educar ciudadanos. Comencemos por recordar una evidencia:
el demócrata no nace, se hace. El mito de Prometeo en la versión
del Protágoras platónico ilustra perfectamente esta realidad: la
especie es naturalmente insociable y pendenciera. Zeus hubo de
echarle una mano, incluso después de las mejoras introducidas por
Prometeo: hubo de otorgarle los "dones divinos" del pudor y de la
justicia (ética y política, para entendernos) como condición de la
supervivencia de los humanos. Además, Hermes recibió el
encargo expreso de cuidarse de que cada hombre (¡genérico!)
recibiese su parte, porque de otro modo sería considerado
inhumano y arrojado como tal de la sociedad. En efecto, no
nacemos naturalmente demócratas; la democracia es una
conquista decisiva de la humanidad, peto el contrato social ha de
renovarse en cada generación, porque no es hereditario. M
contrario, el naturalismo político (el impulso de dominación)
resurge con cada individuo que nace. Se precisa, pues, una
educación ciudadana, incesante y sistemática, una auténtica
154
educación democrática, capaz de superar el naturalismo político
espontáneo.
Y esto es lo que el modelo liberal representacional deja
enteramente de lado. Un país sin apenas tradición democrática
como España pasó, por conversación espontánea (al parecer), del
franquismo sociológico mayoritario a la democracia. Y eso que la
Constitución responsabiliza a "los poderes públicos" de
«promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del
individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas;
remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y
facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida
política, económica, cultural y social" (art. 9.2). Pero nuestros
gobernantes y partidos han interpretado este mandato en clave fe-
minista; de hecho, se han limitado a crear el Organismo
Autónomo Instituto de la Mujer (1983). Y cuando más adelante
(art. 48) se repite el mandato para la juventud ("los poderes
público promoverán las condiciones para la participación libre y
eficaz de la juventud en el desarrollo político, social, económico y
cultural") se han limitado a crear el inoperante Organismo
Autónomo Consejo de la Juventud de España (1983); aunque, eso
sí, cada partido político ha organizado su rama juvenil, es decir, se
ha dotado de una cantera propia. No se ha regulado, en cambio,
con la mínima seriedad una materia académica autónoma, con
profesorado específicamente preparado, por el absurdo complejo
de repetir la franquista "educación del espíritu nacional". ¿Cómo
lamentarse después de que el pueblo carezca de cultura y de
sensibilidad democrática?
¿Dónde está la escuela de democracia de los españoles? En la
práctica, en los medios de comunicación. Pero estos medios se
limitan a reflejar acríticamente los usos de la democracia
realmente existente. Entre otras cosas, porque tampoco en las
facultades de Ciencias de la Información se imparte una materia
155
que estudie seriamente la Constitución española. Y de sobra es
sabido que el neoliberalismo predomina ampliamente, sobre todo
en los medios audiovisuales. Y, sin embargo, un libro como el de
R. Dahl La democracia. Una guía para los ciudadanos debería
ser familiar para la mayoría de los españoles si efectivamente
recibiesen una educación política.
Con la reflexión democrática mínimamente educada los
ciudadanos dejan de ser los entes pasivos y resignados que
reflejan las encuestas que intentan medir el nivel de interés
participativo en la política. Porque se sobrentiende -¿cómo no?-
que se trata de participar en la política realmente existente, la
única que conocen. Pero tampoco se precisan niveles máximos de
espíritu cívico para hacer posibles las re-formas imprescindibles
para devolverle a la democracia su sentido, como falazmente
argumentan los defensores del statu quo liberal representacional.
Lo decisivo es comenzar el proceso de reformas del sistema con
la sensibilización democrática, por dos razones: primera. porque
sin sentido democrático no es posible ser demócrata ni exigir
democracia y, por tanto, resulta imposible iniciar reforma alguna
si los ciudadanos son incapaces de entenderla y apoyarla; y
segunda, porque una vez iniciado el proceso se produce una retro-
alimentación incesante entre la cultura y la participación, como
luego apuntaré.
b) ¿Por qué no un código ético para políticos demócratas? Cada
vez me parece más obvio que la situación actual de los partidos
políticos demanda con urgencia un código ético de conducta
similar al que está vigente, con aceptables resultados, pese a todo,
en el ámbito de la publicidad o del periodismo, como en toda
profesión seria. ¿Por qué va a ser la política, y más la
democrática, el único campo en que se legitima el "todo vale" con
tal de conseguir el éxito? El mal llamado realismo político que, en
realidad, es naturalismo prepolítico ha venido exigiendo tan
156
dudoso privilegio, que encontró en Schumpeter a uno de sus más
influyentes y estimados portavoces al asimilar el método
democrático al método económico, aunque otorgándole al primero
una permisividad casi total, con exclusión de la violencia,
pretendidamente a causa de su naturaleza especial. Esta nefasta
herencia schumpeteriana, pese a su tufillo maquiavélico, ha
pesado decisivamente en la legitimación de modos y
comportamientos repelentes en cualquier otra actividad humana
digna de tal nombre.
Precisamente, ahí radica el error. Es muy frecuente considerar los
códigos éticos, sobre todo los profesionales, como una serie de
cortapisas externas a la propia profesión, que vienen a limitar su
libertad de movimiento y de acción. Y, sin embargo, los códigos
éticos se limitan a señalar la lógica de la acción profesional a
medio y largo plazo, permitiendo iluminar decisivamente las
confusiones y desvaríos que provocan la mera consideración del
presente y del corto plazo, en los que el "todo vale" parece el
enfoque más eficiente. Justamente, el código ético de la
publicidad comercial ilustra elocuentemente cómo sus pautas
aceptadas por el colectivo como un autocontrol consensuado no
sólo señalan la lógica de la acción publicitaria, sino que significan
la salvaguarda de la profesión: ¿para qué serviría una publicidad
sin autocontrol? ¿Quién le daría el menor crédito? El "todo vale",
que podría parecer exitoso por un momento, conduciría
directamente a su desaparición.
Pues bien, mi tesis es que la política democrática sufre un
gravísimo deterioro justamente porque carece de un código ético
de conducta democrática. Ello ha sido posible porque se ha
venido confundiendo la Política cruda con la política democrática.
La primera traza las reglas de la adquisición y mantenimiento del
poder como realidad natural (poder como dominación), ajena a
todo contrato social; pero la segunda traza las reglas del poder
157
consensuado, esto es, del poder democrático, el único legitimo
entre nosotros. Las constituciones democráticas marcan las reglas
del juego y todo lo que se haga al margen de tales reglas es juego
sucio, desleal e ilegal (aunque el nuevo Código Penal de la
democracia tampoco lo sancione).
No es éste el lugar para formular el código político del político
demócrata, pero bastará una aproximación desde el código de la
publicidad comercial. ¿Qué les parecerían a nuestros políticos
demócratas, y no sólo en campaña electoral, las normas de
veracidad (información no engañosa), de autolimitación al propio
producto, de buena fe, de no explotación del miedo de los
ciudadanos, de no incitación al error al referirse a la competencia,
de respetar el buen gusto, de evitar la propaganda discriminatoria,
del derecho al honor de los adversarios (que no enemigos), de
garantía de demostrabilidad de lo afirmado, de evitación del
plagio y/o de la distorsión de la competencia, de evitación de las
comparaciones inexactas o malévolas..., todo ello sometido a un
jurado (o un arbitraje) institucional y con capacidad sancionadora
real?
Ahora bien, ¿cómo sería posible formular y hacer vigente tal
código? Esto es ya una cuestión técnica. Podría recogerse en la
propia ley de partidos políticos o en la ley electoral. Pero quizá
filera preferible una ley específica, obviamente aprobada por las
cámaras, en la que se fijaría el código democrático y la institución
encargada de implementarlo. Incluso podría pensarse en que los
propios partidos se encargasen del código en términos de
autocontrol consensuado, puesto que nadie debería estar más
interesado que ellos mismos en su credibilidad. Pero me temo que
eso sería pedirle peras al olmo.
La puesta en marcha de tal Código de Conducta Democrática
podría ser un buen comienzo, como lo ha sido en términos
generales la vigencia del Código de Conducta Publicitaria para los
158
consumidores, ya que con ello se pondría en marcha un
mecanismo de realimentación democrática incesante. En este
sentido, tal código democrático podría desempeñar, además, un
papel primordial para educar ciudadanos exigentes y
responsables, contando con la base mínima antes postulada,
porque de poco servirían unos dictámenes institucionales sobre las
violaciones del código democrático si la ciudadanía es incapaz de
apreciarlos y valorarlos. También la clase política terminaría por
sensibilizarse paulatinamente o seria forzada al retiro.
c) EI Consejo de Control de los Partidos. Desde hace algún
tiempo se viene insistiendo, sobre todo en los países anglosajones
(aunque también José Maria Maravall simpatiza con la misma
idea: véase su colaboración en el libro recientemente coordinado
por Przeworski, Stokes y Manin), en la necesidad de crear
institucionalmente un "Consejo de Control de los Partidos" como
un remedio eficaz para combatir su creciente descontrol. Se
trataría de una institución de rango estatal, independiente de los
partidos políticos, formada por expertos de reconocido prestigio
profesional y personal (¿al modo del Consejo de Estado?), que
emitiría de modo periódico informes regulares relativos al
funcionamiento de los partidos políticos y, en especial, sobre el
grado de coherencia de cada uno de ellos en el mantenimiento de
las promesas electorales tanto en el ejercicio del poder como en el
de la oposición. El valor de tales informes seria a la vez científico
y político, en cuanto fuente fiable de información para la opinión
pública, con las presumibles consecuencias electorales por parte
de los ciudadanos. Obviamente, la nueva institución no vendría a
suplantar a ninguna de las ya existentes, sino a llenar un vacío y
cumplir una función que hasta ahora realizan los propios partidos
mediante acusaciones mutuas pero carentes de credibilidad a
causa precisamente de su partidismo, esto es, de la retórica falsa y

159
profundamente desleal que todos ellos practican en mayor o
menor medida.
Encuentro, en cambio, difícil de aplicar en España la propuesta
anglosajona de instaurar unos "Jurados de Ciudadanos", también
con diseño institucional, para favorecer el desarrollo de una
"democracia deliberativa", con los que se han realizado ya
prácticas prometedoras (Held, 1996; G. Smith-C. Wales, 2000),
ya que presupone la tradición y la práctica de los jurados
judiciales. En España, como en la mayoría de los países europeos,
podría intentarse la organización y planificación de debates entre
expertos independientes con aptitudes didácticas en los medios
públicos (y privados, si éstos lo desean) de comunicación, en
horarios fijos, aunque evitando el formato de las actuales tertulias.
Soy algo escéptico respecto a los resultados, dado el actual
contexto de cultura de masas, pero habría que intentarlo.
d) El partido del voto en blanco es ya el quinto partido (o el
tercero). Casi no es preciso insistir en que la vigente ley electoral
es un reflejo fiel de la partidocracia, incompatible con la
autodefinición de "democracia avanzada" de nuestra Constitución.
Un buen número de disposiciones no tienen otra finalidad que
asegurar el monopolio de los grandes partidos y, en especial, de
las cúpulas burocráticas de los mismos. Y algo parecido cabe
decir del estatuto del diputado y del mismo reglamento del
Congreso.
Me voy a limitar, sin embargo, a denunciar el mantenimiento a
toda costa del bloqueo de las listas electorales cerradas, pese a las
repetidas protestas de los ciudadanos que se ven obligados a
ejercer su derecho-deber de votar siguiendo la mera lógica del mal
menor..., o que se vean abocados a votar en blanco (y terminan
por abstenerse). Es intolerable que el votante se vea forzado a
refrendar simplemente la elección previa de las oligocracias de los
partidos. Pero está claro que sin el bloqueo (y no digamos la
160
opción de listas abiertas) los líderes de los partidos y sus
burócratas de turno tendrían dificultades para mantener su
hegemonía indiscutible para cortar por lo sano todo intento de
discrepancia. Porque una cosa es la disciplina y otra muy distinta
es la mordaza bajo el temor a ser arrojado de las listas ("quien se
mueva no sale en la foto", en efecto; los "gusanos votantes" se
limitan a seguir la consigna). ¿Quién puede imaginar que en el
Parlamento español pudiera producirse el espectáculo del Senado
norteamericano con republicanos votando en contra del
enjuiciamiento de Clinton y demócratas a favor del mismo?

Pero volvamos a las listas electorales bloqueadas. No hace mucho


llegó a abrirse paso en algunos miembros de la clase política la
idea de adoptar el sistema alemán del doble voto como una
solución aceptable para todos. Pero pronto se comprendió que su
efecto era equivalente al desbloqueo de las listas cerradas. Y se
cortó en seco esta posibilidad. Así, la comisión nombrada al
efecto, tras varios años de estudiar las reformas a introducir, no
encuentra ninguna que no venga a complicar el perfecto control
actual (ya se sabe: ¡las posibles tachaduras de candidatos
complicarían mucho el recuento de votos!). Un efecto directo es
el incesante aumento de los votos en blanco, que en las elecciones
generales alcanzó el 1,58%, es decir, fue el quinto colectivo, con
mayor número de votos que el PNV (1,53%). Es de notar que el
voto en blanco es el voto de quien acude a votar y no puede
hacerlo, por lo que expresa directamente una protesta. Claro está
que la intención de lo que supone el voto en blanco es muy
superior: unos prefieren escribir su protesta, por lo que su voto se
computa como nulo (0,67%); y otros, mucho más numerosos,
sienten demasiado hastío como para acercarse siquiera a su
distrito electoral, siendo computados en el cajón de sastre de la
abstención. En realidad, son muchos los electores que ni siquiera
161
conocen la posibilidad de votar en blanco y otros tantos que no
saben que consiste en entregar el sobre vacío. Y quedan todavía
los que prefieren votar más bien por despecho a partidos
testimoniales o pintorescos, como otra forma más de protesta.
Computado lo cual es muy probable que supere en realidad a los
porcentajes de CiU (4,20%) y de IU (5,46%), por lo que resultaría
ser ya el tercer partido. Obviamente, un colectivo especialmente
denostado por los partidos políticos, mucho más que la
abstención. Pero muy significativo. ¿Hasta qué porcentaje tendrá
que subir el voto en blanco para que la clase política de es-te país
se dé por aludida?
e) ¿Quién necesita un líder carismático? También aquí colea la
dudosa herencia de Schumpeter, que fue quien labró el mito de
que la democracia moderna, al igual que el mundo empresarial,
precisaba de líderes (aunque, en realidad, es más que apreciable la
contaminación de los Führer y los Duce). Pero el impacto
creciente de los medios de comunicación de masas y, sobre todo,
el influjo del modelo presidencia-lista americano, con toda su
parafernalia, hizo el resto. Y el mito perdura por doquier, pese a la
nefasta experiencia de los caudillajes (tal es la traducción
castellana de Leader, lo siento) democráticos, que terminan casi
siempre cargándose por un tiempo a su partido (¿recuerdan los
nombres de De Gaulle, Mitterrand, Thatcher, Andreotti, Felipe
González y el mismísimo Kohl?). La mayoría de los Estados, al
menos, han puesto plazo a sus mandatos, a diferencia de otros
como España (aunque Aznar lo haya prometido a título particular,
¡quizá porque no se siente líder carismático!). Porque resulta
obvio que si la oligarquía es incompatible con la deliberación
democrática y con la decisión colectiva, ¡qué decir de los
monarcas populistas que gobiernan a golpe de carisma!
Se insiste en que un líder resulta necesario para movilizar el
electorado. Que se lo digan a Jesús Gil. Para ello ha de ser
162
carismático. Pero, ¿no habíamos quedado en que Aznar no tenía
carisma? La existencia de líderes justifica también los ridículos,
pero muy costosos, mítines y actos electorales. Pero al mismo
tiempo sabemos que éstos sirven solamente para satisfacer a los
propios militantes, mientras que los indecisos no pisan jamás un
mitin. Estos se justifican también porque permiten elaborar los
espacios electorales para los medios de comunicación, esto es,
para elaborar una propaganda generalmente deleznable con un
presupuesto exagerado. ¡Qué caros nos cuestan estos festivales a
los contribuyentes! Y todo ¿para qué? Supuestamente, para captar
al pequeño porcentaje de indecisos. Pero éstos suelen ser
ciudadanos reflexivos, que pasan en buena medida de la
propaganda. Casi todo queda en la prescindible tarea de animar o
enardecer al propio electorado.
Porque nunca se toma suficientemente en consideración que la
mayoría de los votantes son electores fijos, que votan a "los
míos", por identificación ideológica genérica, o por simple
tradición familiar. En efecto, si de los aproximadamente 28
millones de electores españoles restamos los seis millones de
votantes fijos que tiene el PSOE, y otros tantos el PP más el
millón y medio de IU y los dos millones y medio de votos
nacionalistas, y eliminamos también los que se abstienen (seis
millones y medio) y los que votan en blanco (cerca de medio
millón), quedan unos seis millones de votantes (es decir, poco
más del 20%) cuyo voto fluctúa según la situación y decide el
resultado electoral. Para estos votantes la propaganda electoral al
uso sólo sirve para aumentarles su indecisión, de modo que han de
decidirse finalmente por la lógica del mal menor. Por lo que
también son candidatos potenciales al voto en blanco.
Buena parte de estos votantes reflexivos votaría, si pudiera, por
teledemocracia; en el futuro inmediato, sobre todo por Internet.
Esta es una realidad que no está tan lejana como parece. En
163
efecto, en el Estado de Arizona se ha realizado ya a título
experimental, y con todas las garantías exigibles, la primera
cibervotación legalmente válida en las elecciones primarias de
Estados Unidos, con casi un 10% de los votos. Y para 2006 está
previsto extender la cibervotación a todos los Estados y a todos
los efectos, calculándose que en 2008 EE.UU. pueden "estar
preparados para celebrar una elecciones exclusivamente on line"
(Muy Interesante", núm. 228, mayo 2000, pág. 122), quedando el
actual sistema como mero complemento. Este votante cibernauta
supone todo un desafío para la actual propaganda basada, sobre
todo, en los medios y las técnicas audiovisuales espectaculares.
Ello obligará también a replantear muchos conceptos en el
funcionamiento de la democracia actual.

Bibliografía

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Madrid, Taurus, 1999.
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Madrid, Aguilar, 1971.
Smith, Graham y Wales, Corrine, ‘Citizens Juries and
Deliberative Democracy’, Political Studies, 2000.

165
166
LA DEMOCRACIA Y EL PODER DE LOS PARTIDOS

Roberto L. BLANCO VALDÉS*

Hace casi 20 años, y en un libro que de inmediato iba a


convertirse en un texto clásico sobre teoría de la democracia, C.
B. Macpherson afirmaba la notable trascendencia de las opiniones
políticas de la sociedad en la dinámica de funcionamiento de los
sistemas políticos: "Lo que cree la gente acerca de un sistema
político no es algo ajeno a éste sino que forma parte de él",
escribía. Y añadía, incidiendo en esa idea: "Esas creencias.
cualquiera que sea la manera en que se formen, determinan
efectivamente los limites y las posibilidades de evolución del
sistema; determinan lo que puede aceptar la gente y lo que va a
exigir" (C. B. Macpherson, 1981. págs. 15 y 16).
Los acontecimientos que han venido sucediéndose en la vida
política de una buena parte de las democracias europeas desde
finales de la década de los ochenta y, sobre todo, desde comienzos
del presente decenio, intensificados hasta el paroxismo en los dos
(últimos años, han influido de tal forma en la generalización de
una conciencia social contraria a los partidos políticos que bien
podría decirse que un nuevo fantasma, el del "antipartidismo",
recorre en la actualidad nuestro continente. Ese fenómeno de la
parece que irrefrenable desconfianza hacia los partidos como
sujetos vertebradores de los regímenes de tipo democrático' ha
acabado por incidir directamente, demostrando la certeza de las
reflexiones de Macpherson, en la propia crisis de funcionamiento

*
Roberto L. Blanco Valdés es catedrático de Derecho Constitucional en la
Universidad de Santiago de Compostela. Artículo publicado en la Revista
Claves de razón práctica, Nº 63, 1996.
167
de algunas de las principales democracias representativas
existentes en Europa, y ello con relativa independencia de la
tradición de aquellas y de su correlativo nivel de consolidación1.

1. Los síntomas de la crisis de las organizaciones partidistas


Las múltiples expresiones de la progresiva desconfianza social
hacia las organizaciones partidistas están hoy bien a la vista.
Comenzando por la que resulta ser la más transparente, por ser,
obviamente, la más elemental: esa desconfianza ha generado una
creciente apatía respecto de las fuerzas políticas tradicionales que
han venido conformando los más importantes sistemas de partidos
europeos, apatía cuyas manifestaciones esenciales se han
concretado en un descenso lento, pero generalizado, de la
'participación electoral y en la paralización, cuando no en la
inversión, de la tendencia hacia el crecimiento de la afiliación de
la que se habían beneficiado los partidos. en términos globales,
desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Pero la apatía no se
ha detenido ahí, sino que ha influido también en la propia
persistencia electoral de algunas de las principales organizaciones
partidistas configuradoras de democracias europeas dotadas de un
alto nivel de solidez. Así, frente a la notable capacidad de
persistencia demostrada por los partidos históricos hasta
comienzos de la presente década, a partir de los años noventa las
cosas parecen haber comenzado a cambiar de forma significativa
(M. Cotta, 1992, págs. 218-240). Aunque el caso más llamativo
ha sido el italiano, también en otras latitudes, aunque en menor

1
Aunque el autor es el único responsable del contenido del presente texto,
éste es fruto de múltiples conversaciones con los profesores Javier Pérez
Royo y Julián Santamaría, y de preocupaciones que los tres compartimos
con numerosas personas progresistas de este país. Es de pura honestidad
intelectual dejar constancia de ello desde el principio.
168
medida, se han sufrido las consecuencias de ese alejamiento del
cuerpo electoral respecto de los partidos en los que había venido
confiando a lo largo de decenios.
La crisis ha afectado con especial intensidad a algunas de las más
añejas organizaciones de la izquierda, desde la socialdemocracia a
la familia comunista: baste con recordarlo acontecido con el
Partido Socialista Italiano (prácticamente desaparecido de la
escena tras las elecciones de marzo de 1994), con el Partido
Socialista Francés (sometido a un durísimo proceso de división
interna y de crisis electoral tras el desastre de las generales de
marzo de 1993) o, finalmente, con el PSOE, desalojado del
Gobierno por el PP, tras las recientísimas elecciones del pasado
mes de marzo, e inmerso desde comienzos de la década en un
proceso de crisis que ha llegado a amenazar a su posición
absolutamente hegemónica dentro de la izquierda española. Por lo
que se refiere a los Partidos Comunistas, su evolución allí donde
habían conseguido mantener un significativo grado de influencia
tras la Segunda Guerra Mundial (en 'la Europa del Sur) demuestra
que aquellos sólo han sido capaces de resistir el vendaval
anticomunista derivado de la caída del muro de Berlín y de la
desaparición de los regímenes del Este europeo en aquellos
lugares (España e Italia) donde los antiguos PC se transforman, en
el tránsito de la década de los ochenta a la de los noventa, en algo
diferente, quedando en los restantes casos reducidos a comparsas
cada vez más patéticos de un mundo que a los comunistas se les
ha hundido balo los pies.
En todo caso, este proceso de pérdida de apoyos no se ha detenido
en la frontera de las organizaciones entroncadas con la tradición
marxista. Además del ya mencionado caso Italiano, donde las
legislativas de 1994 reducen a cenizas a las pequeñas fuerzas
laicas del centro (Partido Republicano. Partido Socialdemócrata y
Partido Liberal) y dejan prácticamente pulverizada a la
169
Democracia Cristiana, retrocesos también muy significativos se
han producido en otros países en varias de las elecciones
celebradas desde comienzos de la década. Aun sin pretensión de
ser exhaustivo, pueden mencionarse a ese respectó, para Francia,
las generales de marzo de 1993, las europeas de junio de 1994 o la
primera vuelta de las presidenciales de 1995. en las que se
consolidan o emergen fuerzas no tradicionales, como el derechista
Frente Nacional, el Movimiento de los Radicales de la izquierda o
la lista La Otra Europa; para Alemania, las generales de octubre
de 1994, en las que los verdes experimentan un avance
impresionante frente a un retroceso muy significativo de las
fuerzas del centro derecha (CDU/CSU y FDP) que pierden
muchos más escaños de los que gana el SPD, o las elecciones
regionales para la elección de los Parlamentos de Renania del
Norte-Westfalia y Bremen, en las que el ascenso de los verdes
contrasta con el descalabro del Partido Liberal (FDP) que no
consigue llegar a la barrera del 5% en ninguno de los Estados;
para Austria, las generales de octubre de 1994, en las que el
avance espectacular de la extrema derecha -el FPOE de Jörg
Haider, que consigue superar todas las barreras previas de los
movimientos extremistas de derecha en Europa- y los resultados,
más discretos, de los verdes y del Foro Liberal, se producen a
costa de los dos partidos tradicionales conformadores de la
coalición gobernante; o, finalmente, para Suecia, las elecciones
generales de septiembre de 1994, en las que los verdes se
configuraron como la gran revelación de los comicios.

La conclusión provisional que podría obtenerse de la lectura de


estos datos no es otra, en mi opinión, que la de que la quiebra en
la persistencia electoral de las organizaciones más tradicionales
producida desde comienzos de la década se ha operado en general
en beneficio de movimientos políticos que se presentan ante la
170
opinión pública pretendiendo superar el marco burocratizado de
los partidos históricos. concebidos así como tos partidos por
antonomasia, es decir, como organizaciones inservibles para hacer
frente a los nuevos retos de la sociedad. Eso es lo que tienen en
común por encima de sus abismales diferencias ideológicas y
políticas las ligas, los foros y los movimientos que han venido
recogiendo el descontento sembrado por los partidos a lo largo de
decenios. La diagnosis realizada por Salvatore Lupo para Italia
tras las elecciones de 1994 resulta así extensible en mayor o
menor medida a otros países en los que también han acabado por
brotar movimientos para los que la lucha contra la partidocracia
se ha convertido en una de sus principales banderas de combate:
"En esta situación, el partido puede parecer de hecho una
propiedad exclusiva de la clase política un aparato sordo a las
demandas de la colectividad. El nombre mismo de partido se
vuelve obsoleto, como lo demuestra la definición de movimiento
que se atribuye la Lega y la otra novedad política menor: la Rete,
naturalmente, por movimiento se entiende algo diferente incluso
opuesto a lo que se entendía en los años sesenta" (S. Lupo, 1994,
pág. 180).

2. Financiación partidista y corrupción: la agudización


extrema de la crisis
"El ya de por sí pobre capital de confianza del que disfrutaban los
partidos políticos establecidos se redujo todavía más a causa del
affaire Flick". Es probable que ni el propio Claus Offe que –
escribía estas palabras a comienzos de 1990 - fuera del todo
consciente en esas fechas de las incontrolables turbulencias que
aparecerían con la década en relación con la problemática de la
financiación de los partidos y de su vinculación con fenómenos de
corrupción. Aunque también aquí el paradigma ha de volver a ser
Italia el vendaval ha ido afectando en dominó a una buena parte
171
de los sistemas democráticos, por encima incluso de las
regulaciones diferentes establecidas a los efectos de hacer frente
legalmente a la necesidad de financiar a los partidos. En la
república italiana la serie ininterrumpida de escándalos
relacionados con casos de financiación ilegal desembocará en la
conocida como "Operación Manos Limpias", tras la que la
magistratura se colocó en primera línea en la lucha contra una
corrupción vinculada también, aunque no sólo a la financiación de
los partidos. Pero como antes apuntaba, Italia ha estado
acompañada en este poco honorable pelotón por muchos otros
países europeos: por España donde desde 1989 se han sucedido
las denuncias de casos de financiación ilegal y corrupción, lo que
ha contribuido al desprestigio no sólo de cada uno de los partidos
afectados sino también al de los partidos en cuanto formas de
organización de la sociedad civil instituciones cuya valoración por
la opinión pública venia ya estando por los suelos antes de la
aparición de los escándalos vinculados con su financiación
irregular (CIS, 1989) por Francia, país en el que la corrupción –
que marcó ya la última época de la mayoría socialista (casos
Pechiney o Urba) y que fue determinante de su fin estrepitoso–
reapareció en toda su crudeza durante el período de gestión del
centro derecha en los últimos meses de 1994 fueron constantes
los casos de diligentes políticos manchados por sospechas de
corrupción (desde el caso Longuet hasta los casos Méry o Noir),
viéndose afectados por ellas incluso varios ministros del Gobierno
de Edouard Balladur y no ha tardado en salpicar al nuevo primer
ministro francés designado por Jacques Chirac tras las
presidenciales, Alain Juppé por el Reino Unido después de que en
junio de 1993 saltaran a los medios de comunicación las
acusaciones de que el Partido Conservador se había visto
favorecido por financiación ilegal, acusaciones que han vuelto a
producirse a finales de 1994 por Alemania en donde la Unión
172
Social Cristiana en el poder en el land de Baviera desde poco
después de la creación de la República Federal se ha visto
mezclado a lo largo de 1994 en una larga cadena de escándalos
que implican al partido en el que Der Spiegel consideraba como
uno de los mayores episodios de evasión fiscal de "la historia del
land y finalmente por Bélgica, en donde, en abril de 1995, ha
dimitido Frank Vandenbroucke, ministro de Asuntos Exteriores y
viceprimer ministro, tras reconocer su implicación cuando era
presidente del partido Socialista Flamenco en la operación de
limpieza del dinero negro cobrado por su partido en concepto de
comisiones ilegales derivadas de la compra de helicópteros
italianos Augusta.
Aunque probablemente es aún demasiado pronto para obtener
conclusiones definitivas, no parece exagerado afirmar que esta
cascada de acontecimientos ha acabado por tener un efecto
demoledor sobre la percepción de la opinión pública respecto de
su sistema políticos o, por retomar la formulación de Macherson
respecto de lo que cree la gente acerca del modo en que es
gobernada nada tiene de extraño, entonces que algunos autores
hayan ya hablado de una auténtica metamorfosis en la sociedad
civil: “Somos testigos” -afirma por ejemplo Helmut Dubiel- de
dramáticas perdidas de reputación de la ciase política de la
erosión a corto plazo de partidos enteros con casi medio siglo de
un alto grado de abstención electoral y de apatía política en
general de la disolución de antiguos electorados fieles del brusco
crecimiento de electores de protesta en su mayoría de extrema
derecha”. Metamorfosis que no se ha traducido en un rechazo in
toto al sistema democrático sino que se ha centrado, sobre todo en
la institución que, por protagonizar el funcionamiento del sistema
ha sufrido de manera más aguda las consecuencias de lo que se ha
denominado, justamente el “tedio por la democracia”, es decir en
los partidos: “Las modernas formas de una deserción civil” -
173
concluye Dubiel- “no apuntan en absoluto al sistema democrático
en su totalidad. Más bien se refieren a esas organizaciones de la
democracia liberal que se encuentran entre Estado y sociedad
civil y cuya tarea consistiría en aunar la formación social de
opinión y la formación de intereses traduciéndola a la lógica del
sistema político los partidos. Su situación interna y su dramática
pérdida de credibilidad son los síntomas más claros de un
profundo "tedio por la democracia que ha afectado a todas las
sociedades occidentales” (H. Dubiel, 1994, pág. 114).
Llegados a este punto cabria preguntarse ¿qué es lo que piensa "la
gente" de los partidos?, ¿cómo se ha traducido ese "tedio por la
democracia" al que acabo de aludir? El politólogo Julián
Santamaría ha resumido con suma claridad los elementos
esenciales que, según los científicos sociales, definen la
percepción mayoritaria respecto de las organizaciones partidistas:
"Hay una amplia coincidencia en torno a la idea de que el
funcionamiento interno de los partidos no es suficientemente
democrático y en reconocer que si nos preocupa es porque esa
insuficiencia podría afectar al sistema democrático debilitando su
legitimidad y empobreciendo su rendimiento" (CESCO, 1994,
pág. 116). En efecto, si una idea ha acabado por calar en la
opinión pública, (condicionando una ideología difusamente
antipartidista en que de modo paradójico resulta compatible la
afirmación de la indispensabilidad de los partidos y el claro
desafecto hacia los mismos) es la de que aquellos son
organizaciones cerradas, oligárquicas y profundamente
burocratizadas que presentan una marcada tendencia a secuestrar
-valga la expresión- una buena parte de las formas de
manifestación de la pluralidad política y social. La razón última
de esta percepción no es otra, a fin de cuentas, que la propia
certeza de la misma, es decir, que la coincidencia más o menos
efectiva entre lo que los ciudadanos piensan sobre cómo
174
funcionan los partidos y la forma real en que vienen haciéndolo
en todos los países. Lo que pone de relieve la necesidad de situar
en primer plano la cuestión, siempre central por lo demás, de la
"democracia interna" en los partidos.

3. Crisis partidistas y legitimidad del sistema democrático: la


‘democracia interna’ en los partidos
La quiebra de los sistemas de partidos vigentes en Europa desde
la posguerra ha tenido tal influencia sobre la representatividad y la
consiguiente legitimidad de la democracia que nadie parece ya
poner en duda la estrecha conexión existente entre crisis partidista
y pérdida de legitimidad del sistema democrático. La razón de esa
conexión resulta fácil de explicar: Si los partidos se comportan
como grupos alta-mente burocratizados y oligárquicos, que
controlan, muchas veces de forma claramente monopolística,
algunos de los fundamentales procesos del mecanismo
democrático (la proposición de candidatos, las campañas
electorales, los canales de reproducción de las élites políticas)
resulta poco convincente no reconocer que su falta de democracia
interna habrá de traducirse en un claro déficit en el propio
funcionamiento del régimen político representativo lo que
contribuye claramente a su deslegitimación. En tal sentido Claus
Qffe apuntaba ya en 1982 que "en cuanto se expresa la voluntad
popular a través de los instrumentos del partido competitivo que
trata de acceder al Gobierno, lo que se expresa deja de ser la
voluntad popular, transformándose en un artefacto que cobra la
forma y desarrolla una dinámica de acuerdo con los imperativos
de la competencia política" (C. Offe, 1988. pág. 62). En efecto,
los problemas que pone en primer piano la reconocida ausencia de
funcionamiento democrático en el interior de las organizaciones
partidistas no son otros que los relativos a la propia posibilidad de
que los partidos (organizaciones estables, burocratizadas y con
175
una tendencia general a la oligarquización en el proceso interno
de toma de decisiones) puedan cumplir adecuadamente su papel,
es decir, puedan actuar como sujetos organizadores de casi todas
las fases del funcionamiento del sistema democrático.
Y a ese respecto parece haberse ido asentando progresivamente la
idea de que ello no resulta ya posible. Las preguntas, claro está,
surgen de inmediato: ¿por qué ya no es posible? ¿Por qué el cuasi
monopolio partidista de la dinámica de funcionamiento del
mecanismo democrático ha sido socialmente aceptado sin
problemas de mayor envergadura durante varias décadas, ¿y por
qué hoy día esto ha de lado de ocurrir? ¿Es qué los partidos han
incrementado sus niveles de oligarquización? ¿Son hoy las
organizaciones partidistas mucho menos democráticas de lo que
lo han, venido siendo en el pasado? La respuesta a estos
interrogantes no parece que deba buscarse mirando a los partidos
sino mirando a la propia sociedad, pues son los cambios que
aquélla ha experimentado, y no los de los partidos que la
representan (que mantienen una práctica similar a la que los
caracterizó en los últimos 20 o 30 años) los que explican que en
muy diversas latitudes, y de forma sospechosamente simultánea,
hoy resulte socialmente insoportable lo que durante mucho tiempo
se consideró el modo más normal de funcionamiento democrático.
Como acertadamente ha apuntado Javier Pérez Royo, "la sociedad
de nuestros días, con una población mucho más rica y totalmente
alfabetizada, con una enseñanza secundaria generalizada y una
escolarización universitaria del 30% en las cohortes de entre 18 y
25 años, que va a ser del 50% a finales de siglo, con una lomada
laboral mucho más reducida y con mucho más volumen de
información, difícilmente puede considerar satisfactorio limitarse
a optar entre lo que se le ofrece sin participar en la definición de
la oferta. Y por eso es por lo que resulta insoportable la conducta
del partido político. En el pasado, la sociedad delegaba en el
176
partido político la tarea de hacer frente al primero de los
momentos esenciales de todo proceso electoral democrático, y
entendía que el partido político era un instrumento útil en el
ejercicio de dicha función, Hoy considera que el partido político
ha secuestrado una función esencial de la democracia, que ha
pasado a considerarla como propia y la ha sustraído a todo control
de la sociedad. No se trata de que el partido político se esté
comportando de manera sustancialmente distinta a como se ha
comportado en el pasado. Al contrario. Hace lo mismo: continúa
siendo un instrumento de control de la oferta electoral, mediante
el cual un número relativamente reducido de ciudadanos sustituye
a la sociedad en la definición de un momento esencial del proceso
de legitimación democrática del Estado y la fuerza a optar por
alternativas cerradas. Esto es lo que cada vez resulta más
insoportable en la sociedad contemporánea" (J. Pérez Royo,
1994).
Estoy persuadido de que ésta es una inteligente descripción del
panorama en que nos encontramos. Pero creo que, junto a la
naturaleza oligárquica del proceso de definición de la oferta
electoral, debe tenerse en cuenta también la influencia que en la
presente crisis ha acabado por tener el rechazo social ante las cada
vez más insoportables consecuencias de lo que podríamos
denominar el congelamiento burocrático de las élites
representativas (congelamiento favorecido por sus posibilidades
casi ilimitadas de permanencia y de acumulación de cargos),
factor éste que ha contribuido a la generalización de algunos de
los vicios más nefastos de la profesionalización política y a un
desprestigio del oficio político que probablemente no tiene fácil
parangón en el periodo democrático posterior a la Segunda Guerra
Mundial. Consciente de la concisión de esta diagnosis, entraré ya,
pese a ello, en el debate sobre las posibles vías de salida a la crisis
partidista. Pues, con ocasión de tal exposición, habré de tratar de
177
nuevo, y en algún caso con mayor profundidad. los problemas que
hasta ahora tan sucintamente se han diagnosticado.

4. Los caminos del futuro: de la oferta oligárquica a la oferta


democrática, del monopolio a la pluralidad
4.1. Mirando hacia los partidos
A) Algunos autores han sostenido que la crisis partidista en la que
estamos hoy inmersos debería entenderse como el redoble de
campanas que anuncia el comienzo del proceso de progresiva
desaparición de los viejos partidos nacidos con el siglo. Frente a
esas arcaicas organizaciones, la nueva centuria traería de la mano
la alternativa a los partidos, los "nuevos movimientos sociales",
que se habrían ido incoando de modo paulatino en los últimos 20
años. Las previsiones de Claus Offe han destacado en esta línea:
ya en un trabajo de l982 señalaba el sociólogo alemán la
posibilidad de "una desintegración del partido político como la
forma dominante de la representación democrática de las masas"
y la probabilidad de "su sustitución gradual por otras formas que
posiblemente sean menos indicadas que la competencia entre
partidos para 'usar consecuentemente' el poder del Estado". Para
Offe, las formas de participación política la sociedad civil
canalizadas a través de los tradicionales sistemas de partidos
habrían "agotado mucha de su eficacia para reconciliar el
capitalismo con la política de masas", lo que haría "plausible que
el declive del sistema de partidos dé paso a que surjan prácticas
menos encorsetadas y reguladas de participación y conflicto
político, de las que podría resultar el potencial con el que desafiar
eficazmente y superar los supuestos institucionales de la forma
capitalista de organización social y económica" (C. Offe, 1988,
págs. 66-70). Tales prácticas menos encorsetadas estarían
representadas, según Offe, por los nuevos movimientos sociales
(feminismo, ecologismo, pacifismo, movimientos juveniles,
178
etcétera), formas organizativas que estarían permitiendo la
recuperación de las "identidades colectivas" que la consolidación
de los que Otto Kircheimer llamara catch-all people’s party había
contribuido decisivamente a disolver.
Frente a estas previsiones, y por más que sea indudable la
importancia creciente de ciertos movimientos soda les en el
desarrollo de la vida política. sus éxitos parecen haberse
concretado más en el hecho de haber sido capaces de transmitir
sus reivindicaciones a las fuerzas políticas tradicionales que en su
capacidad para desplazar a tales fuerzas de forma duradera del
primer plano de la mecánica de la representación. La experiencia
histórica del ecologismo sueco o alemán que desaparece y
reaparece sin que su presencia haya supuesto un cambio de
irreversibles consecuencias para las organizaciones políticas
históricas, constituye buena prueba de ello. También contribuye a
apoyar esta impresión el hecho de que en el único caso en el que
las fuerzas antipartidistas parecen haber sido capaces de
desplazar de forma definitiva a las fuerzas tradicionales en el de
Italia), los beneficiarios del derrumbe no hayan sido en caso
alguno organizaciones encuadrables dentro del conjunto de los
nuevos movimientos sociales. No parece, en suma, que este vaya
a acabar por ser el camino para superar la actual crisis partidista.
B) Como tampoco parece que lo sea el consistente en introducir
modificaciones en el sistema electoral dirigidas a debilitar a los
partidos por medio de reformas tendentes, bien a abrir las listas
allí donde son cerradas -o a desbloquearías, donde son
bloqueadas, bien a superar las propias listas mediante la
Introducción de sistemas de tipo mayoritario con distrito
uninominal. Se trataría de aumentar las "posibilidades de elegir"
del elector que el sistema proporcional con listas de partido habría
secuestrado. Este tipo de reformas ha acabado por encontrar
aceptación entre muchos especialistas, Quienes ven en ellas una
179
especie de panacea para solucionar los males de la partitocracia
y, entre ellos, el más fundamental: el monopolio de los partidos en
todas las operaciones destinadas a la selección de las élites
representativas; monopolio que desaparecería -se dice- si los
electores pudieran elegir dentro de las listas (combinando los
candidatos de un partido con los de otro o, cuando menos.
alterando su orden de colocación) o pudieran elegir entre
candidatos individualmente considerados a través de regímenes
electorales con distritos uninominales y no plurinominales (M.
Jiménez de Parga, 1993: M. Ramírez, 1994).
No parece, desgraciadamente, que la experiencia permita ser
demasiado optimista en este terreno. En lo que se refiere a la
apertura de las listas tiende a olvidarse que allí donde el sistema
ha venido funcionando no ha mejorado sustancialmente la
capacidad de selección del elector. bien porque sus posibilidades
no han sido masivamente utilizadas, bien porque lo han sido sólo
para favorecer redes de voto clientelar. Si Italia ofrece ejemplos
claros de lo segundo, el Senado español es muestra indiscutible de
lo primero: nuestra Cámara alta se elige por un sistema de lista
abierta, lo que no se ha traducido en la mejora de la capacidad de
opción del elector que, en la mayoría de los casos, se limita a
marcar los nombres de los candidatos del partido y no a componer
una lista propia (J. R. Montero y R. Gunther, 1994, págs. 63-72).
Elio ha dado lugar a que la posición del partido a la hora de
designar a sus candidatos no se haya visto limitada por la
eventualidad de que los electores eligieran en función de la
personalidad los designados y no de su adscripción partidista, lo
que podría reducir el margen de maniobra de la organización, que
no debería tener en cuenta, a la hora de seleccionar los candidatos,
sólo consideraciones de orden interno derivadas de la dinámica
organizativa sino que habría de atender también a la posibilidad
de que, dependiendo de quien fuera el designado, pudiesen
180
mejorar o empeorar los propios resultados electorales. Aunque es
cierto que la situación podría ser diferente en comicios en que el
mayor conocimiento de los candidatos por parte del cuerpo
electoral (en las elecciones municipales) es susceptible de actuar
como factor de discriminación de la opción de voto de los
electores, no parece, sin embargo, que sea realista esperar que tal
posibilidad se produzca en elecciones de ámbito territorial
superior al local.
El panorama no difiere radicalmente, a mi juicio, en lo relativo a
la propuesta de introducir distritos uninominales con la finalidad
de favorecer el control de los elegidos por los electores. A este
respecto, los estudios realizados hasta ahora han venido a
demostrar la centralidad de los partidos en el proceso de selección
de candidatos, tanto en los sistemas basados en fórmulas
electorales proporcionales (en donde el papel de los partidos es
más palpable) como en los que operan con fórmulas de tipo
mayoritario y distrito uninominal, sistemas éstos donde la
selección partidista predomina también en términos globales
sobre la realizada por los ciudadanos (C. Rossano, 1978, págs.
140-156). No creo, en resumen, que sea tampoco en el ámbito de
la ingeniería electoral en donde debamos centrarnos para hacer
frente a nuestros problemas.
C) A continuación intentaré justificar por qué el tercero de los
acercamientos referidos (corregir las consecuencias
disfuncionales para la democracia de las tendencias oligárquicas
de las Organizaciones partidistas, incidiendo directamente en su
disciplina legal) resulta igualmente insuficiente y podría conducir
a la frustración. En ese sentido, la falta de flexibilidad de los
partidos desde el punto de vista del funcionamiento "interno", es
decir, su escasísima capacidad para organizarse y funcionar
democráticamente, contrasta con su notable versatilidad externa
para concurrir en las muy cambiantes condiciones de competición
181
en el mercado político y electoral, como lo 'ha venido a demostrar
el tránsito, operado a partir de la década de los sesenta, del
modelo que Maurice Duverger llamará "partido de masas" al que
Otto Kircheimer denominará, por su parte, Catch all “people’s”
party. Este proceso de adaptación de los primigenios partidos de
masas a las condiciones de la competición política en las
sociedades industriales avanzadas ha culminado en la aparición
del que Angelo Panebianco ha denominado "partido profesional
electoral": en el nuevo partido -escribe Panebianco- son tos
profesionales (los 'expertos' los técnicos que dominan una serie de
conocimientos especializados) los que desempeñan un papel cada
vez más importante y que son tanto más útiles cuando más se
desplaza el centro de gravedad de la organización de los afiliados
a "los electores" (A. Panebianco, 1990, pág. 491).
Aunque las consecuencias de la aparición de estos nuevos
modelos de partido son muy notables desde el punto de vista de la
dinámica organizativa. lo cierto es, pese a ello, que ni los cambios
descritos en su día (1972) por Kircheimer ni los delineados más
recientemente (1982) por Panebianco han favorecido un proceso
de democratización de las organizaciones partidistas. Por el
contrario, se han traducido, en términos generales, en un
reforzamiento de las tendencias a la oligarquización que ya fueran
denunciadas por Michels u Ostrogorski en las primeras décadas
del siglo. Ello debe ser tenido en cuenta a la hora de abordar la
cuestión de la democracia interna en los partidos y, sobre todo, a
la hora de plantearse los medios a que puede y/o debe recurrirse
para intentar corregir el peso excesivo de sus maquinarias en el
funcionamiento del sistema democrático. Porque la verdad es que
la idea de que la crisis en la que están inmersos los partidos puede
-y debe- solucionarse recurriendo a la aprobación de normas
legales que tos compelan a actuar de forma democrática está muy
extendida y sigue gozando de una gran aceptación, tanto entre los
182
líderes políticos (sobre todo, entre los caídos en desgracia
internamente) como entre algunos científicos sociales (M.
Satrústegui, 1993). Pero tampoco en este ámbito existen, a mi
juicio, demasiadas razones para el optimismo.
Ciertamente, la experiencia europea ha demostrado que incluso en
aquellos casos en que el legislador optó por establecer normas
reguladoras del funcionamiento interno tales normas han obtenido
un escaso nivel de cumplimiento. El ejemplo más paradigmático
ha sido el alemán, donde la apuesta rotunda del legislador por
obligar a los partidos a regular su vida interna de una forma
democrática, que se contiene en la Parteiengesetz de 1967,
determinó que los estatutos de los partidos alemanes respondiesen
a las exigencias contenidas en una ley que, sin embargo, demostró
tener una eficacia real más que relativa a la hora de determinar, de
lacto, la vida interna de los partidos alemanes. Así las cosas, los
episodios de aplicación en sede judicial de la Parteiengesetz han
sido hasta la fecha muy escasos, de forma que la magistratura ha
tendido a evitar la deliberación sobre el fondo de las cuestiones y
a reenviarla los órganos internos de los partidos la solución de las
controversias que le han sido planteadas (C. Pinelli, 1984 y J. F.
Cárdenas Gracia, 992). El caso español, cuya legislación es
incomparablemente menos rigurosa y detallada que la germánica,
confirma esta impresión. Pese a la exigencia constitucional de que
la estructura interna y funcionamiento de los partidos deberán ser
democráticos, pese a las previsiones (ciertamente muy laxas)
contenidas en 'la Ley de Partidos de 1978 y pese a que se han ido
produciendo algunos pronunciamientos judiciales que han
anulado actos internos de órganos dirigentes de organizaciones
partidistas por suponer una vulneración de alguno de los derechos
fundamentales consagrados en la Constitución, lo cierto es que,
también en España, los partidos han funcionado en general de
forma escasamente democrática.
183
¿Por qué las leyes han fracasado en su tentativa de introducir la
democracia en los partidos? La respuesta a tal interrogante, por
descarnada que pueda parecer, creo que se encuentra en el hecho
de que los partidos son, por su propia naturaleza y por la de sus
funciones, organizaciones bastante resistentes a la
democratización. Respuesta ésta que no es, en modo alguno,
original. Max Weber apuntaba ya en 1917 cómo era la propia
naturaleza de los partidos, es decir, su carácter de asociaciones
voluntarias, o que dificultaba el éxito de cualquier medida de
disciplina legal (M. Weber, 1919). Robert Michels, por su parte, y
en fechas muy cercanas (1911) insistía en la naturaleza de las
funciones de tas organizaciones partidistas -máquinas destinadas a
la competencia- como un claro obstáculo a su funcionamiento
democrático: "Los esfuerzos hechos para cubrir las disensiones
internas con un veto piadoso son un resultado inevitable de la
organización basada en criterios burocráticos, ya que, puesto que
el fin principal de tal organización es conseguir el mayor número
de miembros y/o votos, cualquier conflicto a través de las ideas,
dentro de los límites de la organización, es necesariamente
contemplado como un obstáculo para la realización de sus fines.
Un obstáculo, por tanto, que debe ser evitado "por todos los
medios" (R. Michels, 1991, Vol. II, pág. 18). Resulta difícil
expresarlo más descarnadamente pero lo es, igualmente. hacerlo
de una forma comparable en claridad. Aunque no me atrevería a
afirmar rotundamente, en suma, que toda medida de disciplina
legal resulte inútil (piénsese, por ejemplo, en la exigencia de que
los acuerdos en los órganos de dirección se tomen por voto
secreto o en la de que las decisiones fundamentales para la vida
del partido tengan que ser sometidas a consulta del conjunto de
los afiliados), lo cierto es que debe reconocerse, siendo realistas,
que sus efectos tienden a ser muy limitados. Ello pone en primer
plano la necesidad de intervenir en otros ámbitos y dirigir la
184
atención a la sociedad, aunque se siga, de algún modo,
observando de "reojo" -valga la expresión- a los partidos.

4.2. Mirando hacia la sociedad


Y ello porque es 'la sociedad la que Llene que recuperar algunos
de los espacios que han venido ocupando los partidos: "La
solución al malestar social con los partidos no puede venir de la
reforma interna de éstos, sino que tiene que pasar por el
desapoderamiento de los partidos y la progresiva recuperación,
por otra parte, de la sociedad de alguna de las tareas que se hablan
delegado en ellos" (J. Pérez Royo, 1994}. Siendo así, creo que las
medidas a adoptar deberían dirigirse en un doble sentido: caminar
desde la definición oligárquica de las ofertas electorales que los
partidos canalizan hacia una definición de tipo democrático y
abrir el monopolio de unas élites políticas cerradas y
burocráticamente congeladas hacia la pluralidad.

A) De la oferta oligárquica a la oferta democrática


Si queremos que tos electores no se limiten a optar entre las
candidaturas que los partidos han decidido en sus aparatos, sin
participación efectiva de nadie más que de los núcleos dirigentes,
(y hemos visto que ni la apertura de las listas, cuando menos en
ámbitos superiores al local, ni el establecimiento de un sistema de
distritos uninominales parecen poder ser capaces de producir esa
mejora en la dinámica participativa), quizá deberíamos pensar en
que la solución podría venir por la vía de disponer que las
candidaturas para los distintos procesos electorales hayan de ser
elegidos por todos los afiliados al partido a través de un sistema
de primarias. Solución que podría no sólo mejorar el nivel de
consenso respecto de las élites representativas sino también
contribuir a favorecer el proceso de afiliación a los partidos, en la
medida en que los ciudadanos percibieran que su adhesión estaría
185
en condiciones de ofrecerles una oportunidad real de participar en
la selección de los líderes políticos de la que carecerían fuera de
un partido. Soy plenamente consciente de que ésta medida plantea
problemas de muy diverso tipo, entre los cuales el de la eventual
oposición de los partidos a aceptarla no es el menor de los
'posibles. Sin embargo, existen ya muestras indicativas de que por
aquí puede estar abriéndose un camino de futuro: las que
suministran, ,por ejemplo, el italiano Partido Democrático de la
Izquierda, que recurrió en el verano de 1994 a una especie de
referéndum (bien que informal y atropellado) para dar solución a
la crisis abierta por la dimisión de su secretario general, Achille
Occhetto; el Partido Socialista Francés, que ratificó en su
congreso de febrero de 1995 la decisión, adoptada inicialmente de
forma directa por los militantes, de designar a Lionel Jospin como
candidato a la presidencia de la República; o, finalmente, el
PSOE, que decidió en su último congreso federal, al parecer con
resultados desiguales en la práctica, que la designación de sus
candidatos municipales debían llevarla a cabo los propios
afiliados a través de unas primarias.

B) Del monopolio a la pluralidad


Junto a la necesidad de corregir la definición oligárquica de la
oferta, creo que estamos en presencia de una segunda necesidad
no menos apremiante: la de poner los medios que nos permitan,
superando el congelamiento burocrático de las élites políticas.
impulsar su proceso de circulación, pues tal congelamiento ha
sido favorecido por las posibilidades legalmente ilimitadas de
permanencia de las élites desde el punto de vista temporal y de
acumulación de cargos representativos por parte de las mismas.
En realidad, esta tendencia hacia la profesionalización del oficio
político en las modernas sociedades industriales es probablemente
inevitable. Pero el carácter diferente que la misma ha ido
186
adquiriendo tras la consolidación del llamado partido
"profesional-electoral" permite, en mi opinión, adoptar medidas
legales que puedan corregir algunos de sus vicios más palpables:
me estoy refiriendo a las dirigidas a recortar el tiempo de
permanencia en los cargos representativos y a impedir la
acumulación de cargos de esa naturaleza (por medio de un rígido
sistema de incompatibilidades) por un grupo reducido de
dirigentes de partido, siempre el mismo, y durante períodos
cronológicos que pueden llegar a ser muy dilatados.

Panebianco lo ha expuesto con acierto: "Los afiliados (y los


funcionarios) cuentan menos, ya sea desde el punto de vista
financiero, ya sea en cuanto lazo de unión con los electores. Y
ello acarrea un declive del peso político de los dirigentes del
partido (cuyo poder organizativo se basaba en el intercambio
desigual con los funcionarios y los afiliados) mientras crece
simétricamente el peso de los representantes públicos que ocupan
cargos electivos" (A. Panebianco, 1990, pág. 496). Cualquiera que
conozca el funcionamiento de un partido en la actualidad sabe que
el desplazamiento de los centros de decisión de las manos de los
profesionales que controlan el aparato del partido a los que
controlan los cargos de representación suele ser una realidad
indiscutible; realidad que nos exige, y al tiempo nos permite, que
la corrección de ciertas tendencias negativas de la
profesionalización se opere directamente sobre los cargos
representativos del partido, mucho más importantes a estos
efectos que los miembros profesionalizados del aparato
organizativo. ¿Cómo? Reduciendo la posibilidad de permanencia
de las élites e impulsando su circulación y constriñendo su
capacidad de reparto y acumulación. ¿Por qué? Esta última
pregunta, con cuya respuesta pondré el punto final a estas
reflexiones, exige algunas precisiones centradas en un tema que
187
generalmente es olvidado al hacer frente al tipo de cuestiones que
aquí se están tratando.
En efecto, si la necesidad de establecer medidas que impidan la
acumulación y favorezcan el reparto no parece ofrecer dudas, sin
embargo sí parece necesario explicar por qué se han de establecer
otras tendentes a impedir la permanencia indefinida de las élites y
a impulsar su circulación, elemento nerval hoy de la democracia
participativa. En mi opinión, porque es la única forma por medio
de la cual podremos evitar la burocratización y sus efectos
devastadores sobre el comportamiento de los líderes políticos. A
esos efectos (que han sido objeto de un reciente estudio por Piero
Rocchini (1993)) se refería Hans Magnus Enzensberger hace
varios años (1992). Su punto de partida era el de presuponer, ante
la visión social derogatoria de la actividad política y de los
políticos, que "es improbable, aunque sólo sea por razones
estadísticas, que un sector de población x, en este caso la clase
política, esté aquejado, en cierto sentido por naturaleza, por
defectos de los que está libre el resto de la población". Tampoco
los vicios que luego se describirán pueden explicarse, según el
filósofo alemán, como consecuencia de los medios de
reclutamiento propios del oficio: "Aunque reclutamiento y carrera
pueden hacer comprensibles ciertas desviaciones de la norma
estadística, esos mecanismos de selección no lo explican, sin
embargo, todo". No siendo la naturaleza de los miembros de la
clase ni su forma de reclutamiento las que explican su
comportamiento, aquél se justificará por la propia naturaleza del
oficio que los políticos están llamados a desempeñar. Un oficio;
"la política" que supone el adiós a la vida, el beso de la muerte":
el político profesional y altamente burocratizado "se entera sólo
de aquello que el filtro que está para protegerlo deja pasar", sufre
una "pérdida del lenguaje", pues sólo en círculos muy 'íntimos
puede decir realmente lo que piensa (y ello en un oficio
188
consistente, en gran medida, en hablar en público de modo casi
permanente), y pierde igualmente de forma casi plena la soberanía
sobre su propio tiempo. En conjunto, y ésta sería una de las
conclusiones de Enzensberger, todas estas circunstancias se
traducen en el "total aislamiento social" de los políticos, en un
autismo social que es mayor cuanto más se progresa en la
jerarquía del oficio: "Ese aislamiento es el que fundamenta su
típico enajenamiento de la realidad y el que explica porque él es
normalmente, y con total independencia de sus capacidades
intelectuales, el último que se percata de qué es lo que está
pasando en la sociedad". Este diagnóstico se completa con una
última pieza, pues el oficio político se caracteriza por la extrema
dificultad que los profesionales del mismo tienen para
abandonarlo: "La carrera política funciona como una nasa. Tan
fácil como resulta entrar en ella, tan escasa es la posibilidad de
escaparse de ella. Al que se haya dejado atrapar tiene que
parecerle como si sólo tuviera una salida: el camino hacia arriba".
'Este tipo ideal del "político profesional", que Enzensberger nos
describe, y el eventual mantenimiento de sus pautas de
comportamiento, puede dar lugar a la consolidación 'de una
concepción de la actividad política en segmentos muy
significativos de la opinión pública, según la cual sobre cualquier
otro cleavage ideológico (izquierda/derecha,
conservadores/progresistas) acabe primando el que el sociólogo
Inglehart caracterizó en su día como
establishment/antiestablishment (R. Inglehart, 1979): frente a los
políticos (todos instalados, iguales, socialmente aislados y
obsesionados por permanecer), la sociedad. No es necesario decir
lo peligrosa que puede acabar resultando tal visión para la
democracia. Por eso, pese a que de nuevo aquí, y como antes en
relación con la posibilidad de introducción de un sistema de
primarias las propuestas de caminar del monopolio de la actividad
189
política por un grupo reducido de profesionales hacia la pluralidad
(reduciendo las posibilidades de permanencia ilimitada y
estableciendo sistemas de incompatibilidades entre cargos de
naturaleza representativa) pueden resultar sorprendentes, existen
otra vez indicios de que, algunas de las reflexiones que están en la
base de tales propuestas se van abriendo camino: piénsese, si no,
en la oferta para reducir la duración del mandato presidencial
francés que hicieron tanto el candidato socialista como Balladur:
o en la realizada en nuestro país, con motivo de la presentación de
su programa electoral, por José María Aznar para la campaña de
1996, en el sentido de limitar el número de mandatos
presidenciales a dos legislaturas; o en, las declaraciones de
alguien que bien pudiera personificar ese político profesional que
Enzensberger describía, Giulio Andreotti, quien afirmaba, a punto
de sentarse en el banquillo: "No es malo que el cambio se
produzca como está ocurriendo en Estados Unidos a través de la
limitación del número de legislaturas que uno puede desempeñar".
El tiempo dirá si los acontecimientos discurren por alguno de los
caminos apuntados o si, por el contrario, seguimos empeñados en
la rutina de lo conocido; rutina que, hoy más que nunca, pudiera
ser la de la muerte lenta, por pura consunción, de las energías para
la renovación. Y ello porque, a estas alturas de la crisis, parece ya
difícilmente discutible que la archiconocida ley de bronce ha
acabado generando, por muy paradójico que ello pueda resultar,
auténticos partidos de hojalata.

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194
REPRESENTACIÓN, SELECCIÓN, PARTICIPACIÓN.

Ricardo Sebastián PIANA*

1. A modo de introducción.
Tomar decisiones en contextos participativos es complejo. No
sólo porque en el ámbito de la intervención política no tenemos
posibilidad de predecir el resultado de nuestras acciones, sino
también, porque como proceso requiriere organización y
coordinación.
Supongamos que debemos tomar una decisión en conjunto. Esa
decisión ¿debe surgir por unanimidad, consenso o mayoría,
mayorías simples o calificadas? ¿Cómo expresamos esa decisión?,
¿personalmente o por medio de un representante? Y en este
último caso, ¿cómo lo elegimos? y ¿qué representa, mi condición
de ciudadano o mi condición socioeconómica o laboral? ¿Es mi
participación un derecho, un deber o una obligación? ¿Todos
deben expresar su voluntad? Quien no está de acuerdo con una
decisión, ¿debe acatarla, siempre? ¿Puede cuestionarse una
decisión tomada por la mayoría? Y, en ese caso, ¿quién decide (y
toma la decisión final)? ¿Sobre qué temas o problemas podemos
debatir? ¿Hay temas, decisiones o leyes sagradas o privilegiadas
que no se pueden debatir ni modificar? ¿Se deben proteger a las
minorías? Y en ese caso, ¿cómo? ¿Pueden tomarse decisiones en
conjunto entre distintos Estados? En caso afirmativo, ¿sobre qué
base? Y si la cantidad de electores de uno y otro Estado, son
radicalmente distintas, ¿qué hacer?

*
Docente de derecho político la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales
de la UNLP.
195
El orden de las preguntas no es caprichoso: históricamente, como
sociedad, hemos ido avanzando, poco a poco, aprendiendo de los
errores, generando nuevas preguntas que nos plantean nuevos
problemas y retos. Resulta evidente que estas preguntas pueden
tener varias respuestas pero no resulta tan evidente que,
cualquiera fuese la respuesta, si hemos decidido tomar una
decisión en forma participativa también debemos haber acordado
en forma previa cómo llegaremos a esa decisión, cuáles son los
alcances que podemos darle y qué consecuencias tiene.
Es así que requerimos de ciertas pautas que regulen la
participación y es también por ello que la participación en la cosa
pública no puede ser equiparada a la acción directa. La
participación puede ser una práctica natural de una comunidad
pero siempre está institucionalizada.
Decir que la participación está institucionalizada no quiere decir
que deban existir normas jurídicas positivas que regulen esa
participación; pero siempre hay normas, formales e informales,
que nos guían en el proceso de toma de decisión.
Si las decisiones se toman en forma participativa, todos los
actores deben conocer y acatar las mismas reglas de juego. Quien
no cumple las reglas, no participa. Pero también quien impone, no
hace participar. Si bien no podemos ahondar en este lugar el
problema de la libertad, debe quedarnos en claro que la libertad
(física, psíquica y emocional) es un componente central del
proceso de participación tanto como es un requisito sine qua non
para que pueda haber manifestación de nuestra voluntad, una
voluntad que no debería ser antojadiza. También en el ámbito
público usamos (o debemos usar) nuestra libertad considerando
las posibilidades y consecuencias de nuestras acciones. En efecto,
libertad en política es ausencia de determinismos; no significa
ausencia de condicionantes. Entre esos condicionantes, está el
Otro: en este sentido, actúa políticamente quien coparticipa.
196
Buscaremos en este artículo dar cuenta de la creciente
preocupación en establecer mecanismos de participación, tanto su
faz política, como más recientemente, en la gestión pública. Nos
detendremos en los aspectos normativos. Si bien reconocemos la
brecha existente entre la dimensión normativa-discursiva y las
prácticas, estos textos se constituyen en un parámetro y modelo
insoslayable para orientar las futuras reformas, normativas y de
prácticas, para reconocer, propiciar y garantizar los resultados de
la participación ciudadana en la cosa pública.

2. La participación política
La participación en el debate político no es, ciertamente, un
fenómeno de la modernidad. En verdad, pueden encontrarse
ejemplos en la democracia griega. Pero entendida como un
derecho universal, sí lo es.
El constitucionalismo, como producto inicial de la ideología
liberal que buscó promover la libertad de los gobernados
estableciendo las normas que distribuyan las funciones estatales
entre los diferentes detentadores del poder (gubernaculum), por
un lado, reconociendo a los ciudadanos derechos inviolables
(jurisdictio), por el otro, es una construcción que nace con la
Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789
y con la Constitución de los Estados Unidos de Norte América de
1787 con sus diez primeras enmiendas.
Es necesario recordar que las primeras constituciones liberales
fueron más republicanas que democráticas. Si bien la soberanía
popular fue (y es aún) el fundamento que legitimó el poder frente
a la entonces legitimación monárquica, lo cierto es que la
participación política restringida y la representación política
limitaron y mediatizaron, respectivamente, esa soberanía popular.
Existía en la ascendiente burguesía una marcada desconfianza a la

197
opinión del pueblo que, como categoría política, aún no estaba
formada.
Si bien la ampliación de la base de participación electoral fue de
la mano de la aparición de los partidos políticos de masa, a nivel
mundial, entre los años 20 y 40 del siglo pasado, debemos esperar
recién al constitucionalismo de segunda generación, para ver
plasmada una nueva confianza en la decisión popular con la
incorporación a las Constituciones de los institutos de democracia
semidirecta que, luego de la experiencia del bonapartismo, habían
sido rechazados como instrumentos de manipulación de la
voluntad popular1.
Pero el fenómeno de la democracia del último cuarto de siglo y
comienzos del presente, es totalmente nuevo. Globalización,
tecnologías, amenaza de guerra nuclear, la ideología del «fin de
las ideologías», megaciudades, terrorismo, choque cultural,
calentamiento global, nuevos nacionalismos y matanzas étnicas,
migraciones, etcétera, han modificado el contexto de la
democracia. Aun cuando compartamos el postulado básico según
el cual el demos gobierna (o debe gobernar), la complejidad del

1
Sin embargo, “En el ámbito latinoamericano, aún antes de la Primera
Guerra, el Uruguay sería pionero en la consagración de instrumentos de
democracia directa en el nivel nacional. En efecto, el 28 de febrero de 1912
se produjo una revisión constitucional que consistió, precisamente, en que
el procedimiento reformador incluya, por primera vez, un instrumento de
democracia semidirecta: la reforma de la Constitución era realizada por
una Convención Constituyente, elegida ad-hoc por el pueblo, pero el texto
sólo entraría en vigencia si lo aprobaba el pueblo. (…) La Constitución
chilena de 1925 -ratificada popularmente el 30 de agosto de ese año-
preveía el "referéndum de arbitraje" para que el Presidente pudiera
convocarlo en caso de desacuerdo con el Parlamente similar al modelo de
Weimar y al de otras constituciones de la época” (Cenicacelaya, 2008:37-
38).
198
mundo actual ha puesto en crisis todos los otros supuestos
(Corbetta y Piana, 2009:7). Estamos urgidos por traducir y
adaptar tanto la teoría como la práctica de la democracia liberal
clásica a las nuevas realidades económicas, sociales y técnicas.
No es éste el lugar para desarrollar un listado de los diversos
significados (muchas veces demasiados contradictorios) que se le
ha dado a la democracia aunque desde ya podemos señalar que la
participación ciudadana ocupa, cada vez más, un aspecto
fundamental del debate mientras que otros elementos, antaño
centrales, como la representación, los partidos políticos o la idea
del bien común, son menos relevantes (ver, entre otros, Dahl,
1989; Sartori, 1989, Barber, 1984, Offe, 1988, Dworkin, 2006;
Schmitter, 1994, entre muchos otros).
Así, Robert Dahl (1989), partiendo del principio de la igualdad
política (como la capacidad de los ciudadanos para influir
igualmente en las políticas del Estado) enumera algunos criterios
que todo orden democrático debería satisfacer:

a) la participación efectiva;
b) la igualdad de voto en la etapa decisoria;
c) la comprensión esclarecida, es decir, la posibilidad de
un entendimiento informado;
d) el control del programa de acción, es decir, el ejercicio
del control final sobre la agenda; y
e) la inclusión, que supone que una proporción sustancial
de los adultos están calificados y, por tanto, son miembros
plenos (ciudadanos) del demos.2

2
Para este autor, la democracia o, más bien, poliarquía, implica la búsqueda
de un difícil y precario equilibrio entre la necesaria autonomía de los grupos
políticos y el necesario control que sobre ellos debe ejercerse para evitar sus
199
Barber (1984), por tomar otro caso, sostiene que la actual
sociedad heterogénea y compleja exige una transformación
participativa de la democracia; ésta se vería facilitada
extraordinariamente por el desarrollo tecnológico y de los medios
de comunicación cada vez más poderosos y plurales3. Dworkin
(2006), por su parte, es clave en la distinción entre dos formas de
entender la acción colectiva: mientras que la visión liberal
concibe la acción colectiva en términos “estadísticos”, es decir,
como mera suma de voluntades individuales aisladas, la otra
visión, más comunitaria y que encuentra antecedentes en
Rousseau, entiende que la suma de voluntades individuales, aún
mayoritaria, no puede desconocer la realidad de los grupos o
comunidades, por lo que cabe establecer disposiciones limitativas
a las decisiones de las mayorías, circunstanciales o estables,

tendencias oligárquicas. Comienza así a ponderarse el rol y los derechos del


ciudadano informado y activo.
3
Barber (1984) distingue nítidamente tres fases del proceso democrático,
con sus instituciones características: 1. Fase de conversación política, esto
es, de discusión y deliberación, de negociación y afiliación, con vistas a la
construcción de una comunidad de intereses públicos, bienes comunes y
ciudadanos activos. Entiende que esta es la fase decisiva y generalmente
menos atendida del proceso y apela a las nuevas posibilidades que ofrece la
tecnología electrónica para desarrollar planes de educación cívico–política
(“asamblea de televisión ciudadana”, “servicio cívico de teletexto”, “acción
postal”, etcétera). 2. Fase de toma de decisiones, esto, de aplicación de los
juicios políticos en cuanto procedimientos de decisión o de voluntad
pública. A los procesos electorales clásicos añade la utilización de otras
instituciones como el referéndum, la “votación electrónica”, sector público
voluntario a nivel local y regional, sistema de concesionarios, etcétera. 3.
Por último, fase de acción democrática, esto es, de realización de las
decisiones adoptadas.
200
limitaciones éstas que se sustentan en valores superiores
compartidos (derechos humanos, por ejemplo)4.
En el ámbito normativo, el sistema representativo resultó
altamente restrictivo a las pretensiones de participación
ciudadana. Cerrado el ciclo de las revoluciones liberales, el
principio de la soberanía popular fue limitado por el republicano
del “imperio de la ley”. La limitación a la participación popular
directa fue un patrón en todas las Constituciones liberales5.
Es así que ningún individuo ni grupo particular de individuos
tiene, por derecho propio, la facultad de regir a la comunidad,
pero ésta, a su vez, carente de concreta e individualizada voluntad
propia, sólo se expresa a través de complejas técnicas jurídicas.

4
No obstante ello, es necesario no caer en la tentación de desvirtuar la
realidad so pretexto de favorecer un ideal de democracia participativa
inexistente. Como ha dicho Laporta, “La forma de presentar las cosas suele
ser ésta: se sugiere la imagen de una sociedad efervescente, en plena y
constante deliberación, habitada por unos ciudadanos afanosos que se
entregan sin tasa a solventar asuntos de interés general y están
pertrechados de una gran vocación cívica. Comparada con este modelo de
ficción, la vida cotidiana en la democracia representativa se nos aparece
no sólo lánguida y aburrida sino carente de la virtud civil más elemental, y
los partidos y los representantes políticos no pueden sino resultar puras
interferencias que sólo interceptan esa “participación” o amenazan con
desvirtuar la “verdadera” democracia. Pero (…) no me parece posible
articular participación alguna en el proceso de toma de decisiones que no
esté mediada por algún tipo de organización, sea ésta política, profesional,
social, cultural o de cualquier otra índole”. (Laporta, 2000:22). Volvemos
así, pues, a la idea de una necesaria regulación de los procesos y ámbitos de
participación en los espacios políticos.
5
Tan es así, que en Constituciones como la de Argentina, toda “reunión de
personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticiones a nombre de
éste, comete delito de sedición” (Conf. artículo 22 de la Constitución
Nacional argentina).
201
Si el sufragio aparece como una de las técnicas específicas para la
participación, otro de los institutos, también clásico, es el derecho
de peticionar a las autoridades, en forma individual o colectiva,
el que aparece como contrapeso teórico de la prohibición de
peticionar en nombre del pueblo.6
Como señalábamos, el derecho a peticionar a las autoridades es
un derecho clásico de las constituciones del liberalismo y su
desarrollo en el Constitucionalismo, a lo largo de todo el siglo
XIX y hasta el comienzo de la primera guerra mundial (1914-
1918), fue cada vez mayor hasta la aparición de los derechos
sociales.7

6
El derecho es amplio y por ello la petición siempre procede, aún cuando lo
pedido sea improcedente y absurdo. Ello no implica que existe derecho
alguno a obtener lo peticionado; debe entenderse que sí existe el derecho a
obtener respuesta. Es sujeto pasivo del derecho de peticionar a las
autoridades cualquiera de los órganos del Estado; se adoptan distintas
regulaciones según cuál sea su destinatario y objeto. Así, cuando está
dirigido a los órganos del Poder Judicial se vincula con el derecho a la
jurisdicción; cuando está dirigido al Poder Legislativo y relacionado con un
proyecto normativo, se enmarca en el instituto de la iniciativa popular y
cuando está dirigido a la Administración Pública (o al Poder Legislativo o
Judicial en una función administrativa) adopta las pautas procesalmente
articuladas en los Códigos o leyes procesales administrativas. Estas últimas,
prevén remedios contra la inactividad de la Administración como el amparo
por mora o recursos contra la resolución contraria a la petición (recursos
administrativos) que suelen adoptar los mismos esquemas, pautas,
requerimientos, derechos y obligaciones que existen ante la Justicia. Sin
embargo, la jurisdicción administrativa, producto de un Derecho
Administrativo extremadamente rígido, ha sido criticada por obstaculizar la
flexibilización de la Administración Pública. Esta afirmación está en la
Carta Iberoamericana de Participación Ciudadana en la Gestión Pública.
7
Los pactos internacionales de derechos humanos, también reconocieron el
derecho de participación, reproduciendo los esquemas de las constituciones
202
Pero hay que esperar a la introducción de los institutos de
democracia seminderacta en las Constituciones del siglo pasado,
que se dio en muy diferente períodos, para que la participación
fuera organizada, canalizada y direccionada. Aún los sectores más
conservadores de la sociedad comprendieron que sin la regulación
de esa participación, la movilización podía generar inestabilidad
en los sistemas políticos.
Con la introducción de los mecanismos de democracia
semidirecta no sólo se buscó generar mayores consensos en temas
fundamentales o controversiales, en lo normativo, o apoyo
popular a decisiones gubernamentales; se buscó también
estabilizar el sistema político.8

liberales representativas y ampliándolos, previendo la posibilidad de


participación directa. Ver Anexo 1.
8
Con la democracia semidirecta se produce una coincidencia momentánea,
pero directa, entre la titularidad y el ejercicio del poder por parte de la
ciudadanía para tomar decisiones políticas o crear normas jurídicas
(Cenicacelaya, 2008). Sus defensores argumentan que son, a priori, de
superior calidad pues las decisiones tomadas por el pueblo son, por esencia,
más democráticas que las adoptadas por los representantes de éste, gozando
de mayor legitimidad. Por otro lado, alientan a los ciudadanos a tener más
interés en los asuntos públicos, fomentan la educación política y estimulan
la participación popular en la toma decisiones, cuyo proceso se transparenta.
Aunque democráticas en la teoría, la práctica da muestras de un uso que
puede ser distorsionado por gobiernos poco democráticos. Por ello, para sus
detractores, el carácter dicotómico de la decisión, sobre todo cuando es
presentada con opciones excluyentes (SI/NO; aceptar / rechazar), su falta de
matices, alienta la división y la polarización de las opciones y llevaría a la
adopción de decisiones forzadas. Sin embargo también la elección de
representantes adolece de ese reduccionismo en torno a preferencias
electorales, basadas en genéricos programas de actuación que exigen una
enorme simplificación del lenguaje electoral sobre las opciones políticas
que se presentan muchas veces a través del voto a una lista cerrada.
203
Ahora bien, para casi todos los teóricos de la democracia, la
participación ciudadana ha estado vinculada con la idea de una
intensa intervención directa y/o a través de organizaciones
intermedias en la iniciativa política o legislativa, esto es, para las
grandes decisiones colectivas. Habrá que esperar a que, en el
contexto de los estudios sobre Reforma del Estado y de la
Administración Pública post Consenso de Washington,
recuperada la tesis del Estado como actor central de la política,
haga su aparición la idea de participación en la gestión pública
como un derecho específico.

3. Representación política y representación funcional.


La participación supone, además de institucionalización, algún
grado mayor o menor de mediación. La técnica más común de
esta mediación es la de la representación.
No existe, como ha hecho notar Dalla Via (2006), un correlato
exacto entre democracia y representación política. Sin embargo, y
más allá de las justificaciones teóricas y críticas que ha recibido,
la representación política nos acompaña desde las vísperas de la
Revolución francesa.
¿Quién y cómo ha de ejercer el poder que, como principio, le
corresponde al pueblo, a la nación o como quiera se llame el
titular de la soberanía? Las discusiones acerca de la
representación son intentos de respuesta a una pregunta
fundamental que nos deriva en la cuestión de las técnicas de
representación, a veces distinguidas y a veces confundidas con las
técnicas de participación (López, 1982). En la Carta
Iberoamericana de Participación en la Gestión Pública la palabra
representación y distintas variantes (subrepresentación,
representación funcional, representación social, representación
territorial, etc.) aparece varias veces.

204
La palabra representación gramaticalmente significa la acción de
re-presentar y, etimológicamente, presentar de nuevo. Por
extensión, entre los significados del verbo representar, se
encuentran los de "ocupar el lugar de otro”, y el de "ser imagen de
una cosa”. Así, las dos características definitorias de este
concepto, según Sartori (1999) son: a) una sustitución en la que
una persona habla y actúa en nombre de otra; b) bajo la condición
de hacerlo en interés del representado. Pero, como ha sostenido el
mismo autor en otro obra, la idea de representación se desarrolla
en tres líneas opuestas según se la asocie a la idea de mandato, de
representatividad o de responsabilidad (Sartori, 1992).
Según el primer significado, la representación tiene un
componente jurídico, asimilable a la delegación, y por el cual los
miembros de un grupo humano jurídicamente organizado
("representado") se vinculan con un órgano ("representante"), en
virtud de la cual la voluntad de este último se considera como
expresión de la voluntad de aquéllos. Debe haber, en este sentido
de la representación, técnicas por las cuales, la voluntad del
representado se expresan; obligaciones del representante para que
exprese fielmente la voluntad del representado; y por último,
imputación de lo manifestado por uno al otro. Pero esta primera
idea de representación, propia del derecho privado, no es
aplicable directamente a la representación política: a partir de la
Revolución francesa el mandato imperativo (de un grupo o de un
territorio) se transforma en libre (de toda la Nación). Es que la
soberanía es única y no admite divisiones. Además, mientras la
representación jurídica es directa, la representación política
implica inevitablemente una relación de muchos con uno, y esos
muchos pueden ser miles. Más adelante volveremos sobre este
punto.
El segundo significado, el de representatividad, es sociológico o
más bien, existencial. Quien es representativo personifica alguna
205
de las características esenciales y compartidas de un grupo, clase
o profesión a la cual representa. Se es representativo cuando se
refleja en los órganos colectivos de decisión la complejidad de la
sociedad con la mayor fidelidad posible. Esta semejanza no
requiere, necesariamente, de técnicas de selección. Muchas veces
los representados se identifican espontáneamente con una persona
(o grupo de personas) que reúne ciertas particulares (sean o no
reales) y es objeto de anhelos y esperanzas por parte del grupo
representado, generando vínculos afectivos que, también
espontáneamente, pueden quebrarse cuando esas expectativas no
se cumplen.
Por último, la idea de representación que se vincula con la de
responsabilidad, nos lleva a entender el gobierno representativo
como gobierno responsable. Considerando que en un sistema
democrático los candidatos deben poner su cargo a consideración
periódicamente, la representación electiva implica la necesidad
del representante de ser receptivo a los reclamos de sus electores;
de rendir cuentas de sus actos, y eventualmente, ser destituidos.
Caso contrario, sus representados no reiterarán esa confianza en él
depositada.
Es importante comprender el cambio operado en el principio de la
representación política desde las revoluciones liberales pues la
crítica más viva a la actual democracia representativa de partidos
tiene dos puntos centrales: en primer lugar, una explícita
insatisfacción con la idea de la representación política, que lleva a
algunos a propugnar una democracia más participativa (o bien,
desde otro lugar, con menos intervención de los partidos políticos)
y a otros a tratar de corregir y mejorar los resultados del proceso
representativo (esto es, a modificar las técnicas de representación,
ya sea modificando los sistemas electorales de forma que reflejen
otra nueva imagen social, ya sea incorporando elementos no
políticos o funcionales a la representación). La otra crítica está
206
centrada en el funcionamiento de los partidos político como
actores intermediarios que ha derivado en la emergencia de los
nuevos actores y movimientos sociales que reclaman esa función.
La representación política, sustentada doctrinariamente en Francia
por Sieyes, pero que surgió pragmáticamente también en
Inglaterra con Burke y en Estados Unidos de Norteamérica con
los autores de El Federalista siguiendo iguales parámetros, derivó
en la forma de democracia representativa. Como sostuvo Sieyes
en el seno de la Asamblea Nacional en 1789, el pueblo no puede
hablar ni puede obrar sino por medio de sus representantes
porque éstos no lo son de quienes los han elegido, sino de la
Francia entera. Se asume una representación total de la totalidad
de la Nación.
¿Por qué debe formarse la asamblea representativa? El propio
Sieyes sostiene: "Los asociados son demasiado numerosos y están
dispersos en una superficie demasiado extensa para ejercitar
fácilmente ellos mismos su voluntad común. ¿Qué hacen?
Separan todo lo que es necesario para velar y proveer a las
atenciones públicas, y confían el ejercicio de esta porción de
voluntad nacional y por consiguiente de poder a algunos de entre
ellos" (Sieyes en Prieto, 1989:186) Consecuentemente, y sobre
esta necesidad de hecho, no es ya la voluntad común real la que
obra, es una voluntad común representativa, una delegación
parcial del ejercicio de la voluntad nacional.
Ahora bien, la base de representación no puede ser otra que la
ciudadana. Si el objeto de una asamblea representativa es
expresar la voluntad de una Nación y la finalidad de la Nación es
distinta de la de los individuos para que prevalezca el interés
común, el derecho a hacerse representar pertenece a los
ciudadanos sólo en su calidad de tales y no en cuanto a su
pertenencia profesional o territorial. Es que la representación

207
aparecía, a ojos de los revolucionarios, como el instrumento de
unificación de la voluntad nacional.
Pero la consecuencia lógica –y no siempre explicitada– es que
dado que el representante no representa fragmentariamente a
grupos aislados, sino a la Nación entera, y ésta, la Nación, no
tiene voz (debe ser reconstruida entre el “murmullo” de una
opinión pública irreflexiva y caprichosa), no sólo el mandato es
libre, sino que el diputado es independiente e irresponsable
jurídicamente. Todos estos elementos, conforman la doctrina de
la representación política.
A más de dos siglos de práctica, nos son por todos conocidas las
críticas al sistema de representación política (excesivo elitismo y
poca representatividad económico social) y a los resultados de la
democracia en sí: formalismo, distanciamiento, burocracia,
opacidad y asimetría conspiran contra una democracia eficaz y
eficiente (Bobbio, 2000). Estas promesas incumplidas de la
democracia nos lleva a enfrentar una de las patologías más
comunes de las democracias occidentales: la desafección a la
democracia.
Esa insatisfacción por el monopolio representativo de los partidos
políticos ha derivado en la escasa participación en esos órganos
tradicionales de intermediación y en el fortalecimiento de
estructuras paralelas, que defendiendo intereses sectoriales, hacen
política aunque en su discurso manifiesten lo contrario. Pero sin
articulación de intereses, el ámbito público pierde espacio y se
vacía de contenido común: cuando las demandas políticas
provienen directamente de los actores socioeconómicos, es más
probable que los más poderosos, con mayor capacidad de presión
o lobby, o aquellos que actúen con menos ética o ilegalmente,
tengan mayor posibilidad de éxito.
Justamente, la necesidad de crear nuevas estructuras articuladoras
de intereses ha vuelto el interés en la representación funcional. El
208
modelo corporatista de intermediación de los intereses por
negociación del conflicto o democracia corporatista fue expuesto
contemporáneamente por Schmitter (1994). Pero, la idea ya estaba
presente antes de la aparición de la representación política:
durante la Edad Media, se reunían en los Parlamentos, Dietas o
Asambleas los distintos estamentos de la sociedad a negociar sus
intereses contrapuestos como etapa previa para negociar con el
Rey quien generalmente los convocaba para la creación de nuevos
impuestos (que aquellos aportarían) en el marco de las incipientes
políticas de expansión territorial (Conf. Poggi, 1997, Portinaro,
2003, Fioravanti, 2004, entre otros)
Para Schmitter (1994), la cooperación es un rasgo característico
de la democracia, pero que no exige necesariamente
representantes políticos, sino que pueden ser también
representantes funcionales, esto es, agencias administrativas,
sindicatos, patronal, etcétera. En verdad, las cúpulas burocráticas
de las organizaciones empresariales y sindicales se han ido
imponiendo como los gestores de la intermediación de los
intereses de sus representados funcionales, desplazando cada vez
más a los diputados parlamentarios y hasta adquiriendo en la
práctica su estatuto de inmunidad. Naturalmente, desde esta
visión, se reconoce el conflicto intrínseco en lo social (la visión
liberal de partidos no puede reconocerlo, por entender a la ley
como expresión de una voluntad general, evidente por sí misma).
En efecto, las asociaciones empresarias y sindicales y los grupos
de presión toman la iniciativa política (y otras veces deciden por
sí). Por eso Schmitter entiende que en el modelo corporativista,
reconociendo esta realidad, el Estado asume el carácter de
promotor y árbitro de la negociación de intereses buscando el
pacto de las soluciones (Schmitter, 1994).
Ahora bien, si el corporatismo democrático pretende devolver el
protagonismo político a los ciudadanos, no lo hace en cuanto
209
ciudadanos individuales, sino como miembros o integrantes de las
asociaciones organizadas y especializadas, públicamente
reconocidas y autorizadas estatalmente para negociar. Vuelve a
aparecer aquí la intermediación. Por ello, si bien es otra categoría,
seguimos hablando de suplantación, de representación.

4. Formas de participación ciudadana en el sistema


democrático: el sufragio.
La democracia es tanto una práctica como un ideal a alcanzar en
constante transformación. Muchas de nuestras frustraciones se
producen cuando no se distingue la democracia que tenemos
respecto de la que deseamos. Desgraciadamente no existe ningún
término genérico que englobe la totalidad de los procedimientos
que tienen como base la selección política hecha en nombre de
una opinión: elección, votación, escrutinio, consulta, aclamación,
sufragio y otros suelen usarse, en el sentido corriente, como
sinónimos (Freund ,1968).
Las elecciones son técnicas de selección. Proceder a una elección
es someter a la apreciación de la opinión una cuestión de interés
público o de un candidato a ocupar un cargo público, quedando
entendido que cada elector está reputado como poseedor de un
juicio recto y lúcido, y de una competencia y conocimiento
indudable acerca de la cuestión sometida a su consideración. Esta
hipótesis se presta sin duda a ser criticada por falaz, aunque el
sistema democrático exige un autoaprendizaje moral y cívico
constante del ciudadano además de sustentarse en un principio
ético según el cual, si una decisión concierne a todos, es más justo
que todos decidan aún cuando el juicio pueda ser erróneo.
La aclamación tiene como fundamento el principio del acuerdo y
el rechazo, aunque como veremos más adelante, los institutos de
democracia semidirecta suelen estar redactados también en forma
de selección de dos alternativas. El sufragio, por su parte, es un
210
“derecho público de naturaleza subjetiva que consiste en el
derecho que tienen los ciudadanos de elegir y ser elegidos y
participar en la organización y actividad del poder en el Estado”
(Dalla Vía, 2006:173) y que tiene por finalidad concurrir a la
formación de una voluntad colectiva por medio de la
manifestación de voluntad individual, que, en cuanto acto, es
denominado voto.
Algunos afirman que el concepto de sufragio es genérico y neutro
ya que, con razón, puede ser utilizado, tanto para elegir como
decidir, con fines públicos o privados o, por último, puede ser
utilizado bajo representación política como funcional. Pero
también es cierto que es la técnica específica de la participación
ciudadana en el sistema de democracia representativa (léase de
representación política) por cuanto es siempre manifestación de
voluntad individual y ciudadana y en este sentido está
íntimamente vinculado con el liberalismo.
En efecto, como Hegel ya lo había hecho notar en su Filosofía del
Derecho (1968), existe en el acto de votar una tensión dialéctica
entre lo privado y lo público: no hay opinión de carácter
puramente política porque no existe, en nuestras sociedades
contemporáneas, un ciudadano ciento por ciento político,
imbricado totalmente en la cosa pública. El ámbito de libertad del
ciudadano moderno es su espacio privado, no el público donde,
desde la óptica liberal, ve restricciones, coacción y violencia
(Conf. Constant, 1995). Hay por ello, inevitablemente, en este
acto público, consideraciones de orden privado, basadas, sea en
una valoración de los intereses, en motivos profesionales, en
convicciones religiosas, o en la preferencia acerca del programa
de un partido. Ninguna decisión, consecuentemente, está exenta
de referencias a lo privado.
Ahora bien, ¿cuál es la vinculación entre sufragio y régimen
representativo? Sin elecciones y, por tanto, sin sufragio, no puede
211
haber régimen representativo propiamente dicho y de ahí que
cuán representativo es un régimen depende, en términos
generales, de cuán amplia sea su base electoral. A partir de la
universalización de la base electoral, como seguidamente
veremos, democracia, elecciones-sufragio y representación
conforman la tríada del régimen representativo (al que habrá que
agregarle, para cerrar el círculo, la intermediación de los partidos
políticos, aunque éste es ya otro tema).9
Ya hemos señalado que el sufragio, en el régimen de
representación política, tiene base individual y ciudadana. Ello
significa que el individuo es la base a los fines de computar la
conformación de la voluntad general. También señalamos que,
bajo el régimen de representación política, no hay otra categoría
que la de ciudadano, al margen de cualquier pertenencia. La
categoría de ciudadano se encuentra definida y regulada, según las
leyes electorales, de forma genérica. La única división que se
admite, a los efectos de tales cómputos, es la de carácter
territorial. Así, aún sin estar organizados federalmente, una
Provincia o Estado local es una circunscripción electoral a los
fines de la elección de diputados aunque, como vimos, ese
diputado no represente a ese territorio sino a toda la Nación.
No hay sufragio si no hay reglamentación y ésta adopta, según los
países, variadas estipulaciones (y consecuentes clasificaciones)
que dependen, más de la experiencia y trayectorias de cada
sistema de que modelos teóricos, aunque han tendido a

9
A partir de la universalización de la base electoral, con la identificación
del derecho político a elegir y ser elegido con la ciudadanía y ésta con los
términos amplios de la Ley de Ciudadanía, el régimen político argentino es
un régimen representativo amplio (Conf. Ley Nº 346, en especial art. 7º,
restituida su vigencia por Ley Nº 23.059 y arts. 1, 2 y cc. del Código
Nacional Electoral). Y es por ello que, también, es democrático.
212
equipararse en lo que hace a su universalización y al secreto de su
emisión para asegurar mayor representatividad y mayor libertad
de expresión de la voluntad, respectivamente.
De hecho, la extensión del sufragio a universal permitió que los
partidos políticos se conviertan en un sistema: los partidos entran
de ese modo en una configuración nueva y se ven a su vez
configurados por ella.
Ahora bien, el sufragio no termina de delinear aún la forma
representativa del régimen. Resta todavía determinan el modo en
que los votos se transforman en escaños o cargos, y por
consiguiente afectan la conducta del votante, esto es, el sistema
electoral. En efecto, tenemos la sumatoria de sufragios por un
lado, y la cantidad de cargos a ocupar por el otro: el sistema
electoral refiere tanto al principio de representación que subyace
al procedimiento técnico de la elección como al procedimiento
mismo, por medio del cual los electores expresan su voluntad
política en votos, que a su vez, se convierten en escaños o poder
público (Nohlen, 1994).
Es muy grande y diversa la literatura referente a los sistemas
políticos y cómo su regulación influye sobre el sistema de
partidos y sobre el sufragio en sí. Por ejemplo, en sistemas a doble
vuelta, se dice que con incertidumbre de resultados, en la primera
vuelta los electores votan por convicción (voto sincero) mientras
que hay voto estratégico en la segunda vuelta entre las alternativas
que se presentan, o como dice el refrán, en la primera vuelta se
escoge, en la segunda se elimina.
Basta conocer los tres grandes sistemas de asignación de cargos
en los cuerpos representativos de los sistemas electorales que
pueden ser clasificados en de representación mayoritario, de
representación de las minorías y de representación proporcional.
El sistema electoral es mayoritario cuando se otorgan la totalidad
de los cargos al candidato o lista de candidatos que obtiene mayor
213
número de votos; el sistema es de representación de las minorías
cuando, por lo menos, a una de las minorías se le otorgan cargos
con prescindencia de la cantidad de votos que efectivamente
hayan obtenido; generalmente, se utiliza el sistema de dos tercios
de los cargos a la lista con mayor cantidad de votos y un tercio de
los cargos para la lista que ocupe el segundo lugar. Por último, el
sistema de representación es proporcional cuando, mediante un
medio matemático (cociente electoral, D' Hont, etc.), se
distribuyen los cargos de forma que coincidan con la mayor
justeza (o proporcionalidad) a la cantidad de votos obtenidos.
Resulta obvio que este último, el proporcional, genera Cámaras
de representantes más representativas de todo el arco electoral
aún cuando algunos partidos queden fuera de la distribución (sea
porque se haya establecido un piso o porcentaje mínimo de votos
necesarios o porque no llegan a tener el mínimo porcentaje a
partir del cual se reparten los cargos) mientras que los sistemas
mayoritarios son menos representativos. Pero, desde otro análisis
que no se puede soslayar, los sistemas más representativos
derivan en gobiernos menos eficaces, sobre todo cuando no hay
claras mayorías, por cuanto cada decisión debe negociarse hasta
obtener consensos. Es más difícil tomar decisiones cuanto mayor
el número y la heterogeneidad de los actores.
También resulta obvio que tener que tomar una decisión
consensuada no es intrínsecamente malo; muy por el contrario,
como hemos visto, las decisiones tomadas por consenso tienen
mayor estabilidad y legitimidad. Pero puede suceder que los
negociadores (gobierno y oposición) jueguen a todo o nada, esto
es, hagan política irresponsablemente como si fuera un juego de
suma cero, sin querer conceder nada, sin ceder posiciones. En
estos casos, donde hay muchos veto players, es decir, actores
políticos con capacidad de paralizar el proceso de toma de

214
decisión, la crisis institucional puede ser un resultado más que
factible.
Pero entendemos que la antítesis entre gobiernos efectivos y
gobiernos representativos es falsa. Un gobierno efectivo, de
mayoría, también tiene que considerar a las minorías y no
imponer decisiones; en un gobierno representativo, tanto gobierno
como oposición deben actuar responsablemente, no adoptando
posiciones absolutas, sabiendo negociar y consensuar.
Sigue siendo necesario más aún, dentro de los esquemas actuales,
las verdaderas opciones de participación del electorado: apertura
de las listas bloqueadas, sistemas de tachas o preferencias,
democratización interna de los partidos políticos mediante
internas abiertas.

5. Formas de participación en el sistema democrático: del


derecho a peticionar a las autoridades a los institutos
de democracia semidirecta.
Como hemos mencionado, el sistema representativo resultó
altamente restrictivo a las pretensiones de participación
ciudadana. Cerrado el ciclo de las revoluciones liberales, el
principio de la soberanía popular fue limitado, por otro lado, por
el republicano del “imperio de la ley”. La limitación a la
participación popular directa fue un patrón en todas las
Constituciones liberales. Tan es así, que en Constituciones como
la de Argentina, toda “reunión de personas que se atribuya los
derechos del pueblo y peticiones a nombre de éste, comete delito
de sedición” (Conf. artículo 22 de la Constitución Nacional
argentina).
Es así que ningún individuo ni grupo particular de individuos
tiene, por derecho propio, la facultad de regir a la comunidad,
pero ésta, a su vez, carente de concreta e individualizada voluntad
propia, sólo se expresa a través de complejas técnicas jurídicas.
215
Como hemos visto más arriba, el sufragio aparece como una de
las técnicas específicas para la manifestación de la voluntad
individual. Otro de los institutos, también clásico, es el derecho
de peticionar a las autoridades.
El derecho de peticionar a las autoridades, en forma individual o
colectiva, aparece como contrapeso de la prohibición de
peticionar en nombre del pueblo. Como se ha dicho, el derecho es
amplio y por ello la petición siempre procede, aún cuando lo
pedido sea improcedente y absurdo. Ello no implica que existe
derecho alguno a obtener lo peticionado; debe entenderse que sí
existe el derecho a obtener respuesta.
Como decíamos, el derecho es amplio y es sujeto pasivo de él
cualquiera de los órganos del Estado adoptando distintas
regulaciones según cuál sea su destinatario y objeto; cuando está
dirigido a los órganos del Poder Judicial se vincula con el derecho
a la jurisdicción; cuando está dirigido al Poder Legislativo y
relacionado con un proyecto normativo, como veremos más
adelante, se denomina iniciativa popular y cuando está dirigido a
la Administración Pública (o al Poder Legislativo o Judicial en
una función administrativa) adopta las pautas procesalmente
articuladas en los Códigos o leyes procesales administrativas.
Estas últimas, prevén remedios contra la inactividad de la
Administración como el amparo por mora o recursos contra la
resolución contraria (recursos administrativos) que suelen adoptar
los mismos esquemas, pautas, requerimientos, derechos y
obligaciones que existen ante la Justicia. Sin embargo, la
jurisdicción administrativa, producto de un Derecho
Administrativo extremadamente rígido, ha sido criticada por
obstaculizar la flexibilización de la Administración Pública.
El derecho a peticionar a las autoridades es un derecho clásico de
las constituciones del liberalismo y su desarrollo en el
Constitucionalismo, a lo largo de todo el siglo XIX y hasta el
216
comienzo de la primera guerra mundial (1914-1918), fue cada vez
mayor.
Pero a partir de la terminación de la primera guerra, el
Constitucionalismo sufre las consecuencias de un doble proceso:
uno de avance y otro de retroceso. Por una parte, se transforma en
cuanto al carácter y contenido de los derechos fundamentales que
busca proteger, dando lugar así al llamado Constitucionalismo
social, paralelo al concepto del Estado Social de Derecho. Por la
otra, aparecen nuevos regímenes políticos, totalitarios y
autoritarios, que dejan de lado los derechos clásicos y el principio
de la división de poderes, y que dan lugar a lo que se ha llamado
la "descontitucionalizción" del Estado.
El Constitucionalismo social se caracterizó por agregar a los
clásicos derechos individuales – civiles y políticos – los derechos
sociales, a la vez que limitó el derecho de propiedad
reglamentando su ejercicio en función social. Las normas
consagran, que el orden social se sustenta en el trabajo,
fundamento y base de la organización del Estado; que el capital
industrial surge del esfuerzo humano y quienes participan con su
esfuerzo tienen derecho al goce de una vida digna; que todos los
seres humanos tienen, sin distinción de ningún tipo, el derecho de
perseguir su bienestar material y su desarrollo espiritual en
condiciones de libertad y dignidad en el orden espiritual, social,
económico y cultural, esto es, la realización plena de su
personalidad humana. En algunos casos, las Constituciones que se
sujetaban a los nuevos principios, incluían también alguna
modificación en la estructura de los órganos estatales (la creación
del Consejo Económico – con el carácter de representación
funcional – en la Constitución de Weimar, por ejemplo). El
Constitucionalismo social no reniega de los postulados anteriores
sino que sigue siendo válida la limitación del poder y el
sometimiento de los gobernantes y gobernados al principio de
217
legalidad, sólo que adiciona un régimen de derechos sociales
orientado a cumplir las metas de la justicia distributiva, partiendo
entonces, no sólo del supuesto liberal de la libertad, sino que
además aspira a la igualdad de oportunidades reales.
Ciertamente, la aparición de los derechos sociales fue
consecuencia de la movilización social y de los reclamos de los
partidos políticos de masa. Pero hay que esperar a la introducción
de los institutos de democracia seminderacta en las Constituciones
del siglo pasado, que se dio en muy diferente períodos, para que
esa participación fuera organizada, canalizada y direccionada.
Aún los sectores más conservadores de la sociedad
comprendieron que sin la regulación de esa participación, la
movilización podía generar inestabilidad en los sistemas políticos.
Es así que con la introducción de los mecanismos de democracia
semidirecta no sólo se buscó generar mayores consensos en
temas fundamentales o controversiales, en los normativo, o apoyo
popular a decisiones gubernamentales; se buscó también
estabilizar el sistema político.
Si bien institutos de democracia seminderacta conocen sus
antecedentes en los pequeños cantones germanoparlantes de
Suiza, tal como hoy los conocemos, complementarios y
mejoradores de los sistemas representativos, sus antecedentes son
recientes.
Con la democracia semidirecta se produce una coincidencia
momentánea, pero directa, entre la titularidad y el ejercicio del
poder por parte de la ciudadanía para tomar decisiones políticas o
crear normas jurídicas (Cenicacelaya, 2008).
Sus defensores argumentan que son, a priori, de superior calidad
pues las decisiones tomadas por el pueblo son, por esencia, más
democráticas que las adoptadas por los representantes de éste,
gozando de mayor legitimidad. Por otro lado, alientan a los
ciudadanos a tener más interés en los asuntos públicos, fomentan
218
la educación política y estimulan la participación popular en la
toma decisiones, cuyo proceso se transparenta.
Aunque democráticas en la teoría, la práctica da muestras de un
uso que puede ser distorsionado por gobiernos poco democráticos.
Por ello, para sus detractores, el carácter dicotómico de la
decisión, sobre todo cuando es presentada con opciones
excluyentes (SI/NO; aceptar / rechazar), su falta de matices,
alienta la división y la polarización de las opciones y llevaría a la
adopción de decisiones forzadas.
Sin embargo también la elección de representantes adolece de ese
reduccionismo en torno a preferencias electorales, basadas en
genéricos programas de actuación que exigen una enorme
simplificación del lenguaje electoral sobre las opciones políticas
que se presentan muchas veces a través del voto a una lista
cerrada.
La casuística de la regulación de cada uno de estos institutos, país
por país, es muy variada. Daremos unas breves notas de cada uno
de ellos.

5.1. El referéndum
Es el procedimiento mediante el cual el cuerpo electoral es
convocado a expresar, mediante votación popular, su opinión o
voluntad en relación a una medida que la autoridad piensa tomar
(de consulta) o ha tomado (de ratificación).
5.2. El plebiscito
Su voz está reservada para las manifestaciones populares de
confianza personal al hombre que ocupa un cargo de alta
dirección y para las apelaciones al pueblo que no reconocen más
que dos alternativas.
5.3. La iniciativa popular
Medida mediante la cual el cuerpo electoral moviliza el
procedimiento electoral para generar proposiciones o abrogar
219
decisiones siendo las autoridades sólo órganos auxiliares y con
pretensión, en términos teóricos, de introducir temas no tratados
por éstos o para poner freno a sus acciones o decisiones.
5.4. La revocación de mandato o recall
Procedimiento a través del cual, a partir de una petición popular,
los electores pueden destituir a un funcionario público antes de la
finalización legal de su mandato.
5.5. Revocatoria de sentencias
Procedimiento por el cual, el cuerpo electoral, convocado o por su
iniciativa, expresa su opinión para revocar o mantener una
sentencia judicial.

6. Reflexiones finales
El derecho a participar no genera per se ciudadanos activos. Pero
sin el reconocimiento de esos derechos y sus garantías, la
participación es un obstáculo que debe ser superado caso por
caso.
La participación no se opone a la representación ni la selección
de candidatos a través del voto es su único instrumento. La
democracia participativa es una forma más compleja y no ausente
de riesgos que implica una dinámica en constante tensión.
Sin embargo, las decisiones tomadas en conjunto, canalizadas a
través de las distintas formas de participación, dan lugar a mejores
resultados. La integración que se logra canalizando la
movilización, mediante instrumentos de participación ciudadana,
da lugar a ciudadanos más comprometidos con las decisiones de
la cosa pública, más informados y más activos en el control.
Dejan de ser ciudadanos espectadores: el ciudadano que participa
en la gestión sabe que va a influir en el contenido de la decisión
política como un miembro más (pero no menos importante) junto
con los otros instrumentos de participación ciudadana (sufragio
universal efectivo, libertad de expresión, libertad de asociación y
220
organización, etcétera); el ciudadano que participa en la gestión
sabe que su interés es igual y recíproco (no exclusivo ni
excluyente) al de los demás y por ello, no acepta la imposición de
la mayoría; el ciudadano que participa en la gestión, no sólo es
corresponsable sino también solidario con los resultados de la
decisión.
Quienes sostienen que un exceso de participación ciudadana torna
ingobernable el sistema político ignoran que los problemas de
gobernabilidad van de la mano de la crisis de representación y de
los partidos políticos. Ello no significa menos política, sino todo
lo contrario: más política.
Hemos expuesto sólo los aspectos normativos. La distancia entre
la norma y la práctica es grande. Pero como hemos dicho al inicio,
estos textos se constituyen en un parámetro y modelo insoslayable
para orientar las futuras reformas, normativas y de prácticas.
La democracia que deseamos exige como requisito imprescindible
una participación de los individuos y de la sociedad organizada
pues es la mejor garantía de una política, a la vez, eficaz y
respetuosa de los derechos humanos.

Bibliografía

Barber, Benjamin, Strong Democracy. Participatory Politics for a


New Age. Univ. of California Press, Berkley, 1984.
Cenicacelaya, María de las Nieves, Participación ciudadana.
Teoría y práctica de la democracia semidirecta. La Plata, Edulp,
2008.
Corbetta, Juan Carlos y Piana, Ricardo Sebastián., Coord.,
Ensayos sobre la democracia contemporánea. La Plata, Edulp,
2009.
Dahl, Robert 1989, La poliarquía. Participación y oposición,
Tecnos, Madrid
221
Dworkin, Ronald, Is Democracy Possible Here? Principles for a
New Political Debate. New Jersey Princeton University Press,
2006
Laporta Francisco. J., “El cansancio de la democracia” en Claves
de Razón Práctica nº 99, Madrid, 2000
Sartori, Giovanni (). Teoría de la Democracia: El debate
contemporáneo. México, Editorial Alianza Universidad, 1989.
Schmitter, Philippe C. , “¡El corporatismo ha muerto! ¡Larga vida
al corporatismo!” en Revista Zona abierta nº 67-68, 1994,
Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 1994.

222
DEL ESTADO LIBERAL AL ESTADO SOCIAL

Juan Carlos CORBETTA*

1. Liberalismo y Estado liberal


En la consideración de las grandes ideologías políticas, no es
posible reducir ninguna de ellas a un conjunto de rasgos únicos,
nítidamente predeterminados, ya que necesariamente exhiben
distintas variantes según las circunstancias sociales e históricas,
que resultan siempre cambiantes.
Estas ideologías traen consigo concepciones, si bien residuales, de
los principios formulados en el mundo anterior, unidas a una
imprescindible flexibilidad que les permite adaptarse a la realidad
mutante de la dinámica social y política.
En este sentido el liberalismo no es original; pero logró mantener
un núcleo de principios que de modo continuo entrelazados a su
filosofía y que proyectan un cuerpo institucional específico1 al
que se denominó Estado liberal, cuya definida concreción se
materializó entre comienzos del siglo XIX y la primera guerra
mundial (1914 – 1918)2.
El Estado liberal proviene de los resultados políticos, económicos
y sociales, de las tres grandes revoluciones: la “gloriosa
revolución” de 1688 en Gran Bretaña, la revolución
norteamericana de 1776 – independentista y republicana – y la
revolución francesa de 1789, que inauguran las tres grandes

*
Es profesor titular de Derecho Político de la Nacional de La Plata. El
presente artículo constituye parte de su tesis doctoral en Ciencias Políticas.
1
Vallespín, Fernando, ed., (1991) Historia de la Teoría Política. Madrid.
Alianza Editorial. Vol. 3º, pág. 7 y ss.
2
Burdeau, Georges (1983) El Liberalismo Político. Buenos Aires. p. 101.
223
corrientes del pensamiento liberal, que hicieron posible el
surgimiento del sistema político capitalista y el ascenso de la
burguesía principalmente asentada en los centros urbanos:
comerciantes, manufactureros, banqueros, funcionarios
administrativos en su mayoría abogados, médicos e intelectuales3.
Las consecuencias políticas de la nueva situación se plantearon en
términos irreductibles; ya que las críticas, y el accionar de la
burguesía se concentraron en una férrea oposición al Estado
absolutista y la nobleza; provocando la ruptura del poder
predominante de la aristocracia, la mayoría de las veces por
medios violentos.
La manifestación intelectual de la burguesía fue la Ilustración, que
contrapuso el principio de la razón al de la tradición y el
insnaturalismo racionalista, a los principios legitimistas y a los
privilegios propios de los estamentos; sin dejar de conceder,
consecuentemente, derechos naturales a todas las personas como
tales4.
Esta simple caracterización es útil para afirmar las características
básicas del liberalismo, como una ideología nueva que tiene
capacidad suficiente para captar y racionalizar las aspiraciones
concretas de una época que comienza.
El liberalismo, en tanto idea – fuerza, tenía capacidad innovadora
y eficacia para quebrar la cosmovisión imperante; rompió con la
tradición para enaltecer a la razón como su propia identidad; a la
vez que la burguesía adquirió plena conciencia de su
protagonismo.
Es cierto que el Estado absolutista o despótico ya se debilitaba de
modo progresivo por dos razones gravitantes; en primer lugar

3
Kühnl, Reinhard (1971) “El Liberalismo”; en Wolfgang Abendroth y Kurt
Lenk (1971) Introducción a la ciencia política. Barcelona. Anagrama. p. 61
4
Kühnl, Reinhard (1971) “El Liberalismo”… cit. págs. 62 y ss.
224
porque la sociedad no se había acostumbrado a ser gobernada en
detalle desde un centro de poder y, a su vez, porque carecía de
una auténtica ideología legitimadora ya que el proceso de
secularización del Estado resultaba incompatible con la doctrina
del derecho divino de estas monarquías5. Pero la activa progresión
de las ideas liberales aceleraron esta ruptura.
El soberano dejó de ser el fin del Estado, que se transformó
radicalmente en beneficio directo de los ciudadanos, lo que
derivó, por propia gravitación, en que debía ser la burguesía en
ascenso, la que ejerciera el poder político, según las normas
preestablecidas en una Constitución6. Surge, así, la expresión
Estado de Derecho; que en síntesis, traduce la idea de subordinar
todo el poder estatal y sus actividades a un orden jurídico.
Básicamente, ampliando sus alcances se pretendió afianzar por el
derecho las libertades individuales, “tuteladas por la
Administración”7.
Así, la idea del constitucionalismo moderno es un aporte liberal8
que traduce sus contenidos fundamentales en determinados
principios: declaraciones, derechos y garantías; separación de
poderes; supremacía de la Constitución; igualdad ante la ley, entre

5
Negro, Dalmacio (1995) La Tradición Liberal y el Estado. Madrid. Unión
Editorial. p. 185.
6
Ampliar en: Portinaro, Pier Paolo (2003) Estado. Léxico de política.
Buenos Aires. Ediciones Nueva Visión. págs. 113 y ss.
7
Lucas Verdú, Pablo (1975) La lucha por el Estado de Derecho. Bolonia.
Publicaciones del Real Colegio de España. p. 13; para una breve síntesis
histórica acerca del estado de Derecho: Lucas Verdú, Pablo (1975) La
lucha… cit. pp. 14 – 16; García Pelayo, Manuel (1959) Derecho
Constitucional Comparado. Madrid. Revista de Occidente, 3ª ed., pp. 157 y
ss.
8
Matteucci, Nicola (1998) Organización del poder y libertad. Historia del
constitucionalismo moderno. Madrid. Ed. Trotta. pp. 259 y ss.
225
otros. Sin perjuicio de la pluralidad de visiones ideológicas,
concuerden o no, resulta evidente que la ideología creadora que
sustenta las normas reguladoras de los sistemas democráticos
actuales, es el liberalismo9. Naturalmente, este proceso histórico
político institucional se afianzó, cuando fue aceptado por la
sociedad a través de la consolidación de la victoria de la
burguesía, alcanzando, entonces, prestigio y vigencia.
La idea liberal plasmó de diversos modos según las características
culturales de los distintos países y no en todos lo hizo con la
misma intensidad y alcances. Sin embargo el liberalismo, pese a
estas variantes, puede sistematizarse según una correlación de
ideas e instituciones que lo caracterizan de acuerdo con sus
realizaciones en la realidad política y sus repercusiones en las
dimensiones económicas y sociales10.
La lucha por el poder llevó necesariamente a la burguesía a
confrontar, en todos los terrenos, contra el Estado absoluto;
exigiendo sin tregua la delimitación legal y la máxima
racionalidad en la limitación de toda autoridad, con la finalidad
expresa de abolir definitivamente el poder del absolutismo.
El Estado liberal cumple dos funciones: una ordenadora y otra de
servicio para la sociedad; a fin de que todos los individuos puedan
desarrollarse libremente, sin perturbar las libertades ajenas. Es así
que en la idea del Estado liberal, éste puede cumplir
exclusivamente funciones ordenadoras y nunca de regulación,
configuración, protección o promoción; ya que pondría en riesgo

9
Vallespín, Fernando (1997) “El Estado liberal”, en: Rafael del Aguila, ed.,
(1997) Manual de Ciencia Política. Madrid. Editorial Trotta. págs. 53 y ss;
García Pelayo, Manuel (1959) Derecho Constitucional Comparado… cit.
pp. 169 y ss.
10
Kühnl, Reinhard (1971) “El Liberalismo”; en: Wolfang Abendroth y Kurt
Lenk… Introducción… cit. p. 67.
226
la preservación de los derechos fundamentales individuales que en
estas constituciones constituyen el núcleo ideológico, que
fundamenta la existencia del orden jurídico liberal.
En la concepción liberal, toda la actividad específica del Estado
debía sujetarse a cumplir y hacer cumplir la ley. En este sentido
puede afirmarse que los fines del liberalismo debían alcanzarse en
una república parlamentaria, en la que el poder ejecutivo y el
poder judicial se limitaran a cumplir la voluntad normativa
emanada del poder constituído por los representantes del pueblo;
de igual modo sucedió con las repúblicas presidencialistas
sustentadas en un orden jurídico liberal, con menor predicamento
por parte del Congreso11.
El orden liberal necesita para su funcionamiento de un
ordenamiento jurídico previsible y eficaz, para asegurar con
antelación que el sistema económico pudiera desarrollarse sin
interferencias. Necesariamente los titulares del poder debían
observar y cumplir con las leyes fundamentales arquitectónicas
del Estado liberal; consecuentemente “la autoridad de la ley había
de sustituir a la autoridad del soberano; la voluntad debía dar paso
a la razón”12.
En la dimensión cultural de la realidad social, el liberalismo
postuló la libertad intelectual en sus más amplios aspectos:
libertad de pensamiento, de fe, de conciencia, de investigación y
de enseñanza. Es decir, la práctica de la tolerancia y de las
libertades ante todas las convicciones basadas en la razón13.
Para el pensamiento liberal, Estado e Iglesia debían separarse,
debiendo la Iglesia, o las Iglesias, tener la libertad de
autodeterminarse sin depender de las instancias estatales. De igual
11
Vallespín, Fernando (1997) “El Estado liberal”; en:… cit. p. 76).
12
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”… cit. p. 74).
13
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”… cit. p. 77.
227
modo sucedió con la enseñanza religiosa que debía pasar a
depender de cada culto religioso, con independencia de la
enseñanza escolar que, a su vez, debía propender exclusivamente
a desarrollar el progreso intelectual y la libertad de los individuos.
Asimismo, promovía la libertad matrimonial civil, el derecho de
emigrar o inmigrar, las libertades profesionales y la liberalidad
como modo de vida.14.
El capitalismo liberó las fuerzas de la economía, del comercio y
del cambio que unidos a los rápidos avances tecnológicos,
convirtieron a los antiguos Estados agrarios europeos, en Estados
comerciales e industriales; la burguesía logró no sólo la primacía
económica, sino también el poder político15.
La burguesía actuó en nombre de la libertad y de la igualdad de
derechos para todos los hombres, con la manifiesta intención de
construir un sistema económico liberal con la misma finalidad.
Los sujetos económicos serían iguales y libres. El Estado liberal
sólo debía garantizar los cimientos de esta sociedad de
propietarios particulares, por medio de libertades básicas:
comercio, propiedad, herencia y contratación.
En definitiva, en la teoría liberal, todos los hombres debían tener
idénticas posibilidades de convertirse en propietarios, adquiriendo
las condiciones necesarias para ejercer la posesión y la formación
necesaria que caracterizan al “hombre liberal”, que no es más que
aquél “económicamente independiente y políticamente
emancipado”16.

14
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”… cit. p. 78.
15
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”… cit. p. 68.
16
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”; en: Wolfang Abendroth y Kart
Lenk… Introducción … cit. p. 80.
228
2. Legitimación popular y constitucionalismo
Una vez imperantes las ideas de la Ilustración, el Estado se
materializó en una institución propia de los hombres, cuya
legitimidad radicaba en la voluntad del pueblo y cuya finalidad
última era el bien común de todos y cada uno de sus integrantes.
El soberano, en adelante, sólo era un mandatario del pueblo –
renovable – dentro del Estado; ya que el liberalismo observó el
Estado desde la afirmación de los derechos y libertades
individuales fundamentales17.
A medida en que se afianzó el pensamiento liberal, las
Constituciones incluyeron las “declaraciones de derechos” como
su parte dogmática. Los primeros antecedentes se encuentran en la
historia constitucional de Gran Bretaña, como “límites” o
“frenos” a la posible expansión de las atribuciones de la Corona,
como “declaración de derechos humanos”: así, la Petición de
Derechos de 1628, la Ley de Habeas Corpus de 1679 o la
Declaración de Derechos de 1689. Recién con los “Bill of Rights”
de los estados norteamericanos y con la Declaración de Derechos
de Estados Unidos incluidos en la Constitución de 1787, y en
Francia, en 1789, con la Declaración de los Derechos del Hombre
y del Ciudadano, incorporada a la Constitución de 1791, que
perdura vigente en la Constitución actual de 195818.
La división de poderes fue un principio sustancial en el empeño
de desarticular los poderes absolutos congregados en el monarca.
En este sentido, el parlamento constituyó el más importante y, por
lo tanto, el primero de los objetivos de la burguesía. En el Estado
liberal el parlamento es la institución central. Si bien, se lo

17
Lucas Verdú, Pablo (1975) La lucha… cit. p. 13; Vallespín, Fernando
(1997) “El Estado liberal”; en: Rafael del Aguila, ed., (1997) Manual… cit.
p. 71.
18
Vallespín, Fernando (1997) “El Estado liberal”… cit. pp. 71 y ss.
229
concibió no como instancia de poder, sino como la representación
de la razón en la discusión pública, excluyendo todos los intereses
y la vía del empleo de la fuerza. De cualquier modo, este primer
modelo de liberalismo no dejaba de partir del supuesto que en el
Parlamento, razón mediante, no existirían conflictos ni
contradicciones sociales profundas, sino simples discrepancias
superables por la discusión libre y pública. De igual modo
sucedería en las Repúblicas presidencialistas, como en los Estados
Unidos y en los Estados que habían adoptado, al menos en teoría,
este modelo. El Congreso ejercía funciones deliberativas y de
control del Poder Ejecutivo.
En el Estado liberal, el Parlamento, constituido por los
representantes del pueblo, tiene como función esencial el control
de los actos del Poder Ejecutivo. Con el advenimiento de la
república parlamentaria se consolida y adquiere forma política
institucional la vida liberal; ya que es el parlamento, en principio,
la institución que intervenía en la composición y designación de
los principales funcionarios del soberano o de quién ejercía las
atribuciones ejecutivas. Las funciones específicas del parlamento
“idealmente representante de la razón general y sociológicamente
de la burguesía”,19 tienen directa correspondencia con la situación
de los diputados, con determinadas capacidades de los votantes y
una organización específica de los partidos políticos.20
Consecuentemente estos diputados eran representantes de todo el
pueblo y no de grupos o sectores. Pero no dejaban de poseer
similitudes en lo cultural y en lo social. Este modelo de
representación se estableció, más allá del régimen político
específico, en todas las constituciones liberales del siglo XIX y se

19
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”… cit. p. 68.
20
Sobre la interpretación parlamentaria: Vallespín, Fernando (1997) “El
Estado liberal”; en… cit. pp. 77 y ss.
230
proyectó en las del siglo XX, con la obvia exclusión de los
ordenamientos jurídicos dictatoriales o totalitarios21. A partir del
siglo XIX y comienzos del siglo XX, en los sistemas
parlamentarios o presidencialistas, la prensa escrita contribuyó en
la difusión de los debates legislativos que abordaban las
principales cuestiones de interés público, por cuanto las
iniciativas tenían generalmente origen parlamentario (estado
legislador); quedando sus integrantes sometidos a un relativo
control difuso por parte de corrientes restringidas de la opinión
pública.
Como consecuencia de la industrialización y el surgimiento
consiguiente del proletariado, en el seno de los parlamentos se
plantearon complejos problemas, crisis y conflictos de diversa
naturaleza y magnitud, que superaron el modelo del
parlamentarismo según este primer estadio del pensamiento
liberal. Ello obligó posteriormente a un replanteo de la estructura
del Estado y de sus fines y funciones.
En gran medida, el parlamento se convirtió posteriormente en
representante del público (pueblo) en discusión. Nació entonces,
la forma política moderna de la representación burguesa, ya que la
opinión pública, cada vez más potenciada por la revolución
tecnológica comunicacional, resultó – como adelantamos – una de
las fuerzas políticas gravitantes del Estado de derecho liberal.
Los fundamentos del Estado de Derecho liberal, no consisten más
que en los resultados obtenidos por los individuos, libres e iguales
en derechos, mediante contratos o acuerdos pacíficos, que son los
cimientos de toda arquitectura institucional y privada.

21
Taibo, Carlos (1997) “Rupturas y críticas al Estado Liberal: socialismo,
comunismo y fascismos”; en: Rafael del Aguila, ed. (1997) Manual de
Ciencia Política. Madrid. Ed. Trotta. pp. 81 y ss.
231
Cuando el Estado liberal de Derecho, se subsumió en el Estado
Constitucional, se establecieron los principios de orden político –
institucional siguientes: supremacía de la constitución reguladora
de toda la actividad estatal; declaraciones, derechos y garantías
incorporados a la constitución; igualdad de los ciudadanos ante la
ley; legalidad de la administración; separación de poderes;
reconocimiento de la personalidad jurídica del Estado;
independencia del poder judicial: control de constitucionalidad de
las leyes22.
Las funciones de los representantes parlamentarios comenzaron a
cambiar en la medida en que el derecho al voto se fue ampliando,
haciendo posible el ingreso a las luchas políticas de amplios
sectores sociales excluidos hasta fines del siglo XIX y que
representaban intereses opuestos y en muchos aspectos
inconciliables con aquellos de los que provenían los
parlamentarios hasta entonces. Esta realidad que progresó,
particularmente después de la primera guerra mundial, produjo la
necesidad de replanteos profundos de las ideas liberales23.
Los partidos políticos debieron afrontar las nuevas realidades y
readaptar sus estructuras y la composición de sus miembros. La
prensa escrita y después oral se convirtió en un relevante

22
Lucas Verdú, Pablo (1975) La lucha por el Estado de Derecho… cit. pp.
23 y 24. Zippelius, Reinhold (1989) Teoría General del Estado. México.
Porrúa. pp. 276 y ss. Vallespín, Fernando (1997) “El Estado liberal”; en: …
cit. pp. 79 y ss. García - Pelayo, Manuel (1959) Derecho Constitucional
Comparado… cit. pp. 141 y ss. Negro, Dalmacio (1995) La Tradición
Liberal y el Estado. Madrid. Unión Editorial. pp. 185 y ss. Ver también
Corbetta, J.C. y Piana, R.S. “Constitución Política de la República
Argentina. Dimensiones normativas y jurisprudenciales de la realidad
política argentina”, La Plata, Ed. Scotti, 2005.
23
Kühnl, Reinhard (1971) “El liberalismo”; en: Wolfang Abendroth y Kart
Lenk… Introducción… cit. pp. 70 – 74.
232
instrumento de lucha política: informativa, crítica y partidaria. En
consecuencia, la opinión pública adquirió el rol de una fuerza
política, si bien no organizada y difusa, en plena expansión y
fuerte gravitación social por sí misma. Sin embargo, la
concepción liberal no justificaba la expansión del poder, siempre
peligroso para las libertades individuales; sino la preservación de
sus fundamentos filosóficos integrados por la moral y la razón en
aras de un humanismo general y comprensivo24.

3. Hacia el Estado social


Naturalmente las causas teóricas del surgimiento del estado Social
responden a distintas concepciones filosóficas, sumadas a diversas
circunstancias históricas. Haremos una breve referencia a seis de
ellas para conformar un sencillo esquema expositivo.
El Estado liberal y sus teóricos, encontraron su crítica más radical
y acentuada en el marxismo, en la medida en que éste denuncia
que el liberalismo convirtió al trabajo en una mercadería que está,
como todas, sujeta a la oferta y la demanda; sus concepciones del
valor, de la plusvalía y del Estado como instrumento de
dominación y explotación de las clases que detectan el poder; y su
finalidad de lograr, por medio de la revolución, una sociedad sin
clases y consecuentemente la abolición del Estado25.
Lorenz von Stein, expuso su teoría sobre la monarquía social a
mediados del siglo XIX. Su idea central consistía en la necesidad
de que el Estado liberal asumiera contenidos sociales a fin de
soslayar y evitar la acción de las masas revolucionarias. Su
propuesta pragmática y social-conservadora intentaba convertirse
en una alternativa pacífica a los planteos revolucionarios. Es

24
Aranguren, José Luis (1965) Etica y Política. Madrid. Guadarrama. p. 97.
25
Gallegos Méndez, María Teresa (1997) “Estado Social y Crisis del
Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual cit. p.108
233
decir, no consistía en un planteo ético, sino de adaptación a una
realidad histórica; que de intentarse necesitaría de un Estado
estructuralmente fuerte y estable26.
La monarquía social resultaba para von Stein el mejor modo de
gobierno por su capacidad integradora de los diferentes intereses
sociales.
Ante los postulados revolucionarios de Marx, Louis Blanc, desde
una postura socialista consideró imprescindible el empleo de una
vía reformista para firmar la igualdad socio-económica. En este
sentido, el Estado debía asumir la responsabilidad de intervenir
para implantar, en beneficio del interés general, la justicia social.
Según Blanc el mercado por sí mismo, no podía ser garantía de
equilibrio y ecuanimidad; por esta razón correspondía al Estado
asumir estas funciones, creando nuevos organismos encargados,
junto a una nueva organización del trabajo, de realizar un
programa social, propuesto por Blanc, que si bien no intentaba
destruir el capitalismo aceptaba la realización pacífica de una
revolución social, sobre la base del sufragio universal afirmara la
democracia política. Es decir, Blanc proponía una profunda
transformación social que requería el concurso de todos los
sectores, incluso los privados, teniendo al Estado como el factor
preponderante en el más amplio sentido27.
También derivadas del marxismo, se encuentran las propuestas de
la socialdemocracia europea, en autores como Lasalle y Bernstein,
entre otros. El programa del Partido Socialdemócrata alemán,
fundado en 1875, es representativo de estas corrientes
revisionistas; ya que su diferencia básica con los postulados

26
Gallegos Méndez, María Teresa (1997) “Estado Social y Crisis del
Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual… cit. pp. 108 y 109.
27
Gallegos Méndez, María Teresa (1997) “Estado Social y Crisis del
Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual… cit. p. 108.
234
marxistas, constituye el abandono de la revolución como método
para adoptar las vías reformistas28.
Siguiendo esta última propuesta, el Estado no debe desaparecer,
por el contrario, se convierte en un instrumento de los cambios y
transformaciones necesarias para alcanzar la emancipación de las
clases trabajadoras; a lo que debemos sumar la unión entre
democracia política y democracia social ya que ambas,
simultáneamente, podían asegurar el imprescindible equilibrar
entre libertad e igualdad. Es decir, la socialdemocracia no planteó
una lucha abierta contra el Estado liberal sino en relación con
determinadas modalidades y contenidos específicos del mismo.
Entre otras reformas proponía la participación y el control de los
trabajadores en todo este intenso proceso de reformas. De igual
modo los representantes mayoritarios del socialismo inglés: Shaw,
Wells o los Webb, sostenían similares ideas políticas29.
Asimismo el catolicismo social, adquirió un particular relieve en
el planteo de la cuestión social frente al Estado liberal. La primera
figura importante es la del Obispo de Maguncia, von Ketteler, a
partir de 1864, si bien un cuestionamiento y el de sus seguidores
tuvo un carácter teórico ya que no plantearon la posibilidad de
crear un “movimiento obrero cristiano”30; sus críticas se
dirigieron contra el liberalismo y el socialismo; a partir de un
programa en el que solicita la intervención del Estado, y que será
una constante en el catolicismo social hasta León XIII.

28
Cole, G.D.H. (1964) Historia del pensamiento socialista. III. La segunda
Internacional (1889 – 1914) Primera Parte. México. F.C.E. (2ª ed. en
español). pp. 240 y ss.
29
Gallegos Méndez, María Teresa (1997) “Estado Social y Crisis del
Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual… cit. p. 110.
30
Berna, Angel – Guix, José M. – Oses, José M. – Sierra, Alejandro (1966)
Doctrina Social Católica. Madrid. Instituto Social León XIII. 2ª ed. pp. 47 y
48.
235
En 1891, en sus grandes esfuerzos por reconciliar la Iglesia con el
mundo y después de otras importantes encíclicas, León XIII
proclama su encíclica “Rerum Novarum”31; en la que describe la
injusta distribución de los bienes, como asimismo el derecho y el
deber de la Iglesia de intervenir en la cuestión social. En lo
referente al Estado, León XIII enfrenta la corriente católica que
sostiene que el Estado debe inhibirse en estas cuestiones. Por el
contrario, el Papa da una definición auténtica del bien común, que
es función esencial del poder público, demostrando la obligación
del Estado en intervenir en ayuda de los obreros; de igual modo
afirma el derecho de contribuir con eficacia en la solución de los
problemas sociales que asiste a todos los hombres, en tanto es un
derecho natural que el Estado debe favorecer y proteger32.
Esta encíclica fue el punto inicial de una corriente de doctrina y
acción permanentes de la Iglesia frente a los problemas sociales33.
La consiguiente profundización y madurez de los estudios sobre
la doctrina social, la preocupación de los católicos, la crisis
económica que se inicia en 1929. unidos a la conveniencia y
necesidad de actualizar la doctrina de la “Rerum Novarum”,
llevaron al Papa Pío XI, en oportunidad de la conmemoración del
cuarenta aniversario de esta encíclica, para dar al mundo un
documento de mayor proyección que el de León XIII, que
reivindicó al proletariado; Pío XI se propuso “la restauración del

31
Encíclica “Rerum Novarum”; en: Ocho grandes mensajes. (1977). B.C.A.
(10ª. ed.) pp. 15 y ss.
32
Berna, Angel – Guix, José M. – Oses, José M. – Sierra, Alejandro (1966)
Doctrina Social Católica… cit. p. 50.
33
Strubbia, Mario (1983) Doctrina Social de la Iglesia. Buenos Aires.
Ediciones Paulinas. pp. 711 y ss
236
orden social y su perfeccionamiento con la ley evangélica”34.
Tampoco Pío XI, dejó de enjuiciar y enfrentar los totalitarismos
del siglo XX, en 1937, en su encíclica “Divini Redemporis”35;
condena el régimen totalitario soviético y pocos días antes había
condenado el régimen totalitario nacional – socialista de la
Alemania de Hitler36.
En estas referencias a la Doctrina Social de la Iglesia nos hemos
detenido de algún modo, dentro de la sencillez de lo expuesto, por
cuanto tienen particular relevancia en el estudio de las vicisitudes
del gobierno militar de facto de 1943 – 1946 y las exposiciones
sobre la cuestión social que realizó el entonces coronel Juan D.
Perón a partir de su designación como Secretario de Estado de
Trabajo y Previsión a fines de 1943 y que continuarán hasta al
menos los dos o tres primeros años de su gobierno constitucional;
prédica y acción que le sumarán adhesiones y el voto de amplios
sectores católicos.
Hermann Heller fue quien expresó la idea del Estado Social de
Derecho a fines de la década del ’2037. Al abordar la grave tensión
y la dicotomía existente entre Estado de derecho y dictadura.
Heller no dejó de preguntarse el por qué de los cambios
repentinos y de neto corte radical que ya progresaban en esta

34
Encíclica “Quadragesimo Anno”; en: Ocho grandes mensajes… cit. pp.
57 y ss. Berna, Angel – Guix, José M. – Oses, José M. – Sierra, Alejandro
(1966) Doctrina Social Católica… cit. pp. 55 y ss.
35
Encíclica “Divini Redemporis”; en: Doctrina Pontificia. II Documentos
Políticos por José Luis Gutiérrez García. (1958). Madrid. B.A.C. pp. 666 y
ss.
36
Encíclica “Mit brennender Sorge”; en: Doctrina Pontificia. II Documentos
Políticos… cit. pp. 642 y ss. En relación con el régimen fascista: Encíclica
“Non abbiamo bisogno”; en: Doctrina Pontificia. II Documentos
Políticos… cit. p. 524.
37
Heller, Hermann (1985) Escritos Políticos. Madrid. Alianza. p. 283.
237
época: Italia, España, Austria y los incipientes intentos totalitarios
en la misma Alemania, además de las vicisitudes verificables en
otros países; se interrogaba acerca de cuáles eran los
“deslizamientos sociales” que expresan estas transformaciones
políticas, económicas y espirituales en la realidad social38.
Sin duda Heller, tratadista de teoría política y del Estado, advierte
con claridad que se deben resolver dos problemas acuciantes: la
crisis de la democracia y del Estado de Derecho, que deben ser
preservados de la dictadura fascista, de la cristalización que
produjo el positivismo jurídico formal y, además, de las presiones
e intereses de los sectores dominantes, que han vaciado de valores
y sentido al Estado de Derecho, convirtiéndolo en un instrumento
formal, carente de posibilidades y eficacia. La solución que
proponía Heller consistía en no abandonar el Estado de derecho,
sino por el contrario, otorgarle nuevos contenidos sociales y
económicos, generando una nueva distribución de bienes y un
nuevo orden laboral. Es decir, no desdeñar ninguno de los
principios fundamentales del Estado de derecho liberal, sino
perfeccionarlos por medio de una manifiesta apertura a la
recepción de la cuestión social, incorporándola a los textos
constitucionales vigentes, en los cuales, necesariamente, se
incorporarían estos preceptos y se introducirían reformas en las
funciones y fines del Estado. La única alternativa posible, frente a
la dictadura fascista (y bolchevique) o ante la anarquía
económica, fue concebir e institucionalizar el Estado Social de
Derecho.
Estas afirmaciones de Heller, en su base, resultan sumamente
sugestivas para develar las incógnitas argentinas que tienen
eclosión en 1943 y se proyectan durante el gobierno de facto, pese
a sus vaivenes, que abordamos en el primer período de este

38
Heller, Hermann (1985) Escritos Políticos… cit. p. 284.
238
trabajo, en donde las hipótesis de solucionar las posibilidades de
graves conflictos sociales al finalizar la segunda guerra mundial,
fueron expuestos por el coronel Juan D. Perón y, con diferencias,
por sectores partidarios de la Unión Cívica Radical, del Partido
Demócrata Progresista, el Partido Socialista, por quienes adherían
a la Doctrina Social de la Iglesia y por otros sectores sociales e
intelectuales de distintos signos ideológicos; sin olvidar el
importante movimiento sindical emergente.

4. Las funciones del Estado social


Históricamente, el Estado social resulta de distintos niveles de
renovación y readaptación del Estado liberal (tradicional) a las
nuevas realidades de la creciente sociedad industrial,
postindustrial y de los países en vías de desarrollo, aquejados de
un creciente complejo de problemas, pero que no dejan de tener
recursos técnicos, económicos y organizativos para asumirlos39.
Se realizaron cambios profundos de orden cualitativo, sin dejar de
lado la expansión cuantitativa, impulsados por corrientes
ideológicas, a fines del siglo XIX y los comienzos del XX, que
intentaron entonces, la regularización de algunos aspectos
parciales de la sociedad, para pasar a sufrir después un proceso de
“generalización, integración y sistematización”40. Estas políticas
sociales, ya no tienden a solucionar o remediar aspectos
determinados de algunos sectores extremadamente carenciados,
como lo fueron en sus comienzos las políticas “sectoriales”, sin
que extienda y amplíen su acción a las clases medias y de modo
indirecto a toda la población. Se trató de una política social

39
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
18.
40
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
18.
239
generalizada, planificada y sistemática41. Lo mismo sucede en la
dimensión económica; por cuanto en un comienzo liberal se
adoptaron algunas medidas protectoras de determinadas áreas
económicas relacionadas con el comercio exterior; asimismo, en
determinados casos, fundados en la necesidad de hacer primar
intereses de orden nacional, se recurrió al empleo de políticas de
subsidios estatales que posibilitaran, transitoriamente, el
desarrollo de actividades económicas que debían fomentarse; sin
dejar de considerar algunas intervenciones estatales directas
consideradas imprescindibles. Del mismo modo sucedió con lo
relacionado a los derechos sociales y su incorporación al orden
jurídico liberal42.
En las incumbencias del Estado social, por el contrario, existen
políticas estatales permanentes, resultado de trabajos de
planeamiento y programación sociales, en los que el Estado no
posee atribuciones discrecionales, sino dentro de los límites que
imponen las estructuras económicas existentes, que ya no son ni
socialistas ni capitalistas; sino que corresponden, según diversas
manifestaciones, a vertientes neocapitalistas.
Los condicionantes históricos que hicieron posibles estas “nuevas
funciones del Estado” constituyen un desafío para resolver nuevos
problemas, donde no son suficientes las anteriores estructuras

41
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
19; Forsthoff refiriéndose al Estado Social de Derecho y a la Constitución
de Weimar de 1919, afirma: “Apenas texto Constitucional alguno habrá
expresado la idea de lo social con tanta insistencia y tan ampliamente como
lo hizo la Constitución de Weimar”; V. Forsthoff, Ernst (1986) “Concepto y
esencia del Estado Social de Derecho”; en: W. Abendroth… cit. p. 75
42
Forsthoff, Ernst (1986) “Concepto y Esencia del Estado Social de
Derecho”; en: W. Abendroth… cit. p. 74.
240
estatales por una parte, y por otra, las posibilidades que ofrece el
desarrollo tecnológico y cultural de la época industrial43.
En esta cuestión es importante destacar la teoría formulada por
Keynes, en 1936, en relación con la posibilidad de mantener con
modificaciones el sistema económico capitalista y resolver, por
métodos democráticos, problemas acuciantes: la “cancelación del
paro” acudiendo a un “aumento de la capacidad adquisitiva de las
masas”, que repercutiría en el necesario crecimiento de la
producción y, en consecuencia, de una mayor oferta de empleo.
Esta propuesta de generar un nuevo circuito económico, se
lograría mediante la orientación y el control por parte del Estado;
sin abandonar el sistema de la propiedad privada de los medios de
producción44.
En realidad se replanteaba a fondo la necesidad de introducir
cambios de relevancia en las estructuras capitalistas. Hubo
quiénes advirtieron con lucidez que el malestar y las tensiones
socioeconómicas existentes no eran transitorios.
John Maynard Keynes, lo había enunciado en 1919, cuando con
gran lucidez advirtió sobre las consecuencias que producirían las
cláusulas del Tratado de Versailles veinte años después; de igual
modo en 1926 y con mayor precisión en 1936 afirmó que el
capitalismo no podía regularse a sí mismo, y que debía y podía ser
regulado. Estas ideas claves en la comprensión de la situación
imperante en la época, provocaron intensas reacciones y debates.
Sin embargo, las otras ideas en progresión llevaban a la acción
violenta y a los sistemas totalitarios de distintos signos
ideológicos.

43
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
19.
44
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
20.
241
Sus ideas superadoras, fueron receptadas para hacer frente a la
crisis y la gran depresión de alcances globales.45 En síntesis, las
medidas propuestas por Keynes eran claras: a) regular las tasas de
interés para incentivar la toma de créditos para nuevas
inversiones; b) aumentar la totalidad de la demanda rompiendo el
atascamiento existente; c) que el Estado ejerciera directamente
funciones empresariales (sustento de las obras públicas estatales).
Así, Keynes se propuso encontrar una nueva forma de equilibrio a
las funciones del capitalismo.
Si bien en otra línea de pensamiento, Kart Mannheim, afirmaba en
1942 que la organización de las sociedades que poseen un grado
de desarrollo suficiente no podían dejarse al azar. En los inicios
de los ’40, Mannheim había comprobado la realidad de las
tendencias ideológicas, políticas, sociales y económicas que
producían la desintegración de las sociedades democrático –
liberales. En primer lugar, el fracaso de la República de Weimar;
en la que un orden liberal sin planes, posibilitó la anarquía y ésta
generó, a su vez, el umbral totalitario entre mediados de 1932 y
enero de 1933.
El problema consistía en resolver o compaginar las libertades y
garantías del orden liberal con las imperiosas necesidades de la
sociedad moderna de masas. Para Mannheim, la solución reside
en adoptar una planificación democrática, ya que posibilitará
evitar los efectos negativos de la impostergable transformación
del Estado.
En el fondo, si bien por vías distintas, Keynes y Mannheim, se
proponían la transformación y modernización de las democracias
capitalistas liberales. En este sentido Mannheim no es ajeno, a las
necesarias reorganizaciones institucionales. Es decir, establece

45
Ampliar: Rondo Camerón (2000) Historia económica mundial. Madrid.
Alianza Editorial. pp. 439 – 504.
242
una imprescindible interrelación entre la reformulación
económico – social, la planificación y la correlativa
transformación de las estructurales estatales.
Los dos autores proponen sin más, la necesidad de implementar
un nuevo tipo de Estado; ambos convergen en reorganizar un
Estado intervencionista y regulador de la economía y de las
actividades derivadas, evitando el desequilibrio socioeconómico y
en el plano social, el caos. Keynes sostenía la intervención del
Estado para el salvataje del sistema económico. Mannheim,
afirmaba esta intervención para salvar el sistema democrático en
un sentido más amplio y abierto que el liberal.
En definitiva, el Estado liberal, los valores, básicos pueden
sintetizarse del siguiente modo: libertad, garantías individuales,
propiedad individual, seguridad jurídica, supremacía de la
constitución, igualdad, y la participación de los ciudadanos por
medio del sufragio en la formación de la voluntad estatal46.
El Estado social, asume estos valores, y fundamenta sus fines en
la obtención de una mayor eficacia, a partir de un contenido y una
base más material y abarcativa; “partiendo del supuesto de que
individuo y sociedad no son categorías aisladas y contradictorias,
sino dos términos en implicación recíproca”; no pueden realizarse
uno sin el otro47. Las libertades y las garantías específicas del
Estado liberal, sólo pueden actualizarse ampliándolas con
condiciones existenciales suficientes que aseguren la posibilidad
real de su cumplimiento. La seguridad (formal) debe
46
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
26. Lucas Verdú, Pablo (1975) La lucha por el Estado de Derecho… cit. pp.
23 y ss.
47
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
26; Lucas Verdú, Pablo (1975) La lucha por el Estado de Derecho… cit. pp.
95 y ss; Gallegos Méndez, María teresa (1997) “Estado Social y Crisis del
Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual… cit. p. 107.
243
profundizarse con la seguridad material: salarios mínimos,
empleo, atención médica, educación; la propiedad privada
individual cede ante los intereses generales de la sociedad y de
todos aquellos que con su trabajo participan en hacerla
productiva. De igual modo, la seguridad jurídica y la igualdad
ante la ley, deben complementarse con “condiciones vitales
mínimas” y la “nivelación de las desigualdades económico –
sociales”. Asimismo estos postulados deben complementarse con
una participación en el producto bruto nacional por medio de
prestaciones sociales y una efectiva participación democrática48.
Ahora bien, en cuanto al núcleo, desde el punto de vista histórico
del Estado social, lo constituyen los “seguros sociales”. Así
sucedió en Inglaterra; sin perjuicio de quiénes lo adjudican a las
políticas sociales del Canciller Bismarck en Alemania; sin
perjuicio de la polémica que suscitó entre las funciones y fines a
cumplir por el Estado y “las contradicciones entre capital y
trabajo, autoritarismo y democracia”49.
En 1914, los distintos sistemas de seguros obligatorios y
voluntarios, se habían establecido prácticamente en toda Europa,
reemplazando la diversidad de modos existentes de ayuda a los
más necesitados. Pese a algunas resistencias de orden sindical,
ante el control ejercido por el Estado, ya que aquellos perdían esta
gestión de autoayuda, simultáneamente progresaba la convicción
de que el sistema de seguros sociales por su expansión debía estar
a cargo del Estado.

48
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
26.
49
Gallegos - Méndez, María Teresa (1997) “Estado Social y Crisis del
Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual… cit. pp. 110 – 111.
244
Estas ideas se concretaron en las normas constitucionales de la
República de Weimar de 1919, la constitución austríaca de 1920 y
la constitución de la IIª República Española de 1931.
El sistema de seguros sociales se extendió a otros países, pese a la
crisis de 1929 y del establecimiento alemán como consecuencia
de la primera posguerra mundial; en general por influencia
socialdemócrata como en los países escandinavos: Dinamarca en
1929, Suecia en 1932 y Noruega en 1935. El fundamento de estas
medidas se traducía en la convicción que a toda sociedad le
corresponde asegurar a sus miembros una situación mínima de
seguridad económica y social; para lo que se requiere una
educación imprescindible en lo que hace a la solidaridad y la
cooperación social. el complemento necesario debía estar a cargo
de los servicios públicos.
La crisis de 1929, no dejó de mostrar la inestabilidad e
inseguridad de los modos y de las relaciones capitalistas de
producción, que tuvo alcances profundamente graves y negativos
por las repercusiones económicas y sociales en todos los países
que, en distinta medida, fueron alcanzados. Sus gobiernos
adoptaron medidas de intervención estatal para intentar equilibrar
las situaciones existentes.
La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, a partir de la
revolución bolchevique de 1917 y la guerra civil subsiguiente
había adoptado un sistema político y socioeconómico
radicalmente diferente al de los países occidentales. Italia a partir
de 1922 había optado por un régimen corporativo, populista y
autoritario; mientras que Alemania, desde fines de 1933, con el
partido nacionalsocialista en el poder adoptó rápidamente un
régimen racista y totalitario, especialmente a partir de la sanción
de las leyes de Nüremberg de 1935.
En el plano de las realizaciones, el “New Deal” del Presidente
Franklin D. Roosevelt, tuvo dos objetivos principales: obtener un
245
mercado equilibrado y lograr el pleno empleo; con la doble y
simultánea intención de paliar la desocupación y obtener la
reactivación de la organización productiva por medio del aumento
de la demanda. Por supuesto, en primer término lograr la
estabilidad de la moneda. En síntesis el “New Deal” implicó la
apertura, en los Estados Unidos, hacia la intervención del Estado
en su economía, en lo que no están ausentes las teorías
keynesianas.50
A su vez, Suecia adoptó un sistema de concertación entre
gobierno, empresarios y sindicatos. Los Estados adoptaron
distintos modelos pero con una solución en común, la
intervención estatal, en la mayoría de los casos como medida
coyuntural y transitoria, lo que dió lugar a lo que denominamos
intervencionismo defensivo. Fue Keynes, como ya viéramos,
quien realizó el aporte de su fundamentación científica.
En Inglaterra, el Informe Beveridge de 1942 proponía, en
definitiva, una política económica del Estado que sumada a una
política social, tuviera como finalidad alcanzar el pleno empleo.
Su diferencia con los postulados de Keynes consistían en que
mientras éste se refería a la demanda de los consumidores, el Plan
de Beveridge hacía hincapié en un sistema completo de seguridad
social, asistencia social y una política de redistribución del

50
Perkins, Dexter (1967) La era revolucionaria de Franklin Roosevelt.
Buenos Aires. Marymar. pp. 15 y ss. Hockett, H.C. y Schlesinger (1954)
Evolución Política y Social de los Estados Unidos. 1492-1951. Buenos
Aires. Kraft. (2 ts). II, 471 y ss. Schlesinger, Arthur M. (19682) La Era de
Roosevelt. La llegada del Nuevo Trato. México. U.T.E.H.A. II, pp. 83 y ss.;
491 y ss. Morison, Samuel Elliot, Commager, Henry Steele y Leuchtenburg,
William E. (1997) Breve historia de los Estados Unidos. México. F.C.E. (4ª
ed.) pp. 718 y ss.
246
trabajo51. Políticas que llevaron parcialmente a la práctica los
Laboristas cuando asumieron el gobierno en 1945, siguiendo
políticas de nacionalización. Francia, desde su primer plan de
modernización de 1947, adoptó de un modo sistemático la
planificación. Así, la industria pesada, la agricultura, el transporte,
el desarrollo de las regiones marginales; las políticas públicas:
educación, sanidad, obras… fueron objeto de sucesivos trabajos
de planificación.
En los Estados Unidos, dos instrumentos confluían en un mismo
objetivo: pleno empleo y el mantenimiento del sistema económico
en rendimiento.
En 1950, Europa occidental volvió a lograr sus niveles anteriores
a la guerra; doce años después los había duplicado. Sin duda el
Plan Marshall había sido la plataforma fundamental de esta rápida
recuperación. No sólo la ideología, sino las circunstancias y el
pragmatismo para adecuarse y aprovecharlas fueron los factores
que llevaron al Estado de Bienestar.

5. Algunas ideas finales


Conceptualmente Estado social se refiere a la intervención
reguladora y distribuidora de bienes y servicios que debe cumplir
el Estado en la sociedad con el objeto de afianzar la justicia social
y promover el bienestar general desde concepciones superadoras
de lo individual que pueden corresponder a distintos fundamentos
filosóficos. Es en verdad, un concepto mensurable, en la medida
en que pueden verificarse la distribución realizada en educación,
sanidad, condiciones laborales, vivienda, jubilaciones y otros

51
Ritter, G. A. (1991) El Estado social, su origen y desarrollo en una
comparación internacional. Madrid. Ministerio de Trabajo y Seguridad
Social. cit. en: Gallegos - Méndez, María Teresa (1997) “Estado Social
y…”, … cit. p. 115.
247
servicios sociales; mensurables en las proporciones
presupuestarias destinadas a estos fines, con una verdadera
capacidad económico – financiera para sostener estos costos y las
imprescindibles para su continuidad y reproducción.
En definitiva los objetivos básicos del Estado social fueron dos,
incrementar el consumo y el bienestar social; lo que hacía
imprescindible la intervención, la planificación y la coordinación.
El Estado social lo encuentra en la justicia distributiva; mientras
el primero es básicamente un Estado legislador, el Estado social
es un estado administrador que condiciona las modalidades de la
legislación para afirmar su acción destinada a asegurar la vigencia
de los valores sociales; lo que necesariamente genera la expansión
de los organismos estatales, una mayor cantidad de normas
sancionadas por el poder legislativo y el ejercicio de sus
atribuciones legislativas por parte del poder ejecutivo52.
En el orden liberal se pretendía proteger a la sociedad de la acción
del Estado considerada restrictivas de las libertades individuales,
mientras que en los fines del Estado social se encuentra la
protección de la sociedad, precisamente, por la acción del Estado;
el Estado se realiza – no por su inhibición – sino por su acción “en
forma de prestaciones sociales, dirección económica y
distribución del producto nacional”53.
La consolidación en la posguerra del Estado social, fue el
resultado de hechos y decisiones políticas, realizadas para
salvaguardar, con sus diferencias, el sistema democrático, ante las
experiencias extremas de los totalitarismos que asolaron el siglo
XX.

52
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
27.
53
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. p.
27.
248
Sin duda pudieron obtenerse los requisitos básicos para que el
estado social pudiera progresar, una base constitucional
suficiente, un pacto político como sustento, la existencia de un
Estado intervencionista y regulador para asegurar la redistribución
de rentas, el crecimiento económico sostenido y el pleno empleo
como objetivos centrales e interdependientes. Asimismo, se
cumplieron las pautas de actuación consideradas necesarias:
selección y jerarquización de objetivo, racionalización política,
administrativa, económica y social; planificación e información54.
En todos los casos, con independencia de los modos y resultados,
esta proyección de lo público sobre lo privado, trajo aparejado la
ampliación de los organismos y el crecimiento de la complejidad
estatal55.

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Eudeba, 1983.

54
Gallegos - Méndez, María Teresa (1997) “Estado Social y Crisis del
Estado”; en: Rafael del Aguila: Manual… cit. pp. 122 – 123. Asimismo,
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit. pp.
73 y ss.
55
García – Pelayo, Manuel (1991) Las transformaciones del Estado… cit.
pp. 170 y ss.
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251
252
EL OCASO DE LA NACIÓN–ESTADO

Enrique GIL CALVO*

En el año 1992 se cumplen quinientos años de la integración del


Estado español. Pero a juzgar por el vendaval independentista que
ha soplado en Cataluña y el País Vasco al final del verano de
1991, se diría que este estado no fuera a poder celebrar su quinto
centenario. Lo cual, con independencia del destino particular de
nuestro país, bien pudiera resultar simbólico, como si constituyese
un ominoso presagio del próximo declive del estado moderno tal
como hasta ahora lo conocemos, que es en su forma de estado–
nación. ¿Es posible que, igual que ya se cumplió el apogeo y
declive de la ciudad–estado, también ahora se aproxime a su fin el
ciclo de vida útil de la nación–estado, tras esta trayectoria de
aproximadamente quinientos años?
Es lo que quizá podría sospecharse a juzgar por la coincidencia
actual de tres factores íntimamente relacionados. Me refiero ante
todo al hundimiento de los estados comunistas, que prueban el
fracaso histórico del despotismo ilustrado en su intento jacobino
de inducir la modernización mediante el autoritarismo. Después a
la emergencia incontenible de nuevos nacionalismos, así como al
renacimiento de los anteriormente irredentos, que reivindican su
derecho a poseer su propio estado independiente. Y por último a
la finalización de la guerra fría, que ha disuelto el hasta aquí
vigente sistema de relaciones internacionales, basado en el
equilibrio bipolar.

*Enrique Gil Calvo es profesor titular de sociología de la Universidad


Complutense. Ensayo publicado en la Revista Claves de razón práctica, Nº
17, 1991.
253
1. La impotencia del poder absoluto
La desintegración política de la Unión Soviética ha venido a
confirmar esperpénticamente aquella vieja profecía de Marx: con
el advenimiento de la sociedad sin clases, el estado se derrumbará
tras perder su razón de ser. Se trata, por supuesto, de una
caricatura, pues la desaparición de las clases es mucho más
imaginaria que real: pues haberlas, haylas. Pero el desprestigio del
propio marxismo ha hecho que ya nadie las utilice como unidades
de análisis o de acción colectiva, pues se prefiere otras unidades
que parecen más verosímiles, como la nación, la lengua, la etnia o
la fe. En cambio, la desaparición del estado soviético es un hecho
incuestionable, a pesar de que se lo percibiera subjetivamente
como una entidad prácticamente indestructible. Y es que, como
observó Marx, el efecto de la modernidad hace que todo lo sólido
se desvanezca en el aire.
En principio, la caída del estado soviético se debe a su
incapacidad para movilizar suficientes recursos internos
(humanos, tecnológicos y financieros) con los que poder
neutralizar el desafío exterior planteado por los norteamericanos.
El imperio soviético se derrumbó porque perdió la tercera guerra
mundial (la guerra fría), al igual que su antepasado el imperio
zarista se derrumbó porque perdió la I Guerra Mundial: las
consecuencias, entonces y ahora, han sido sendas revoluciones,
protagonizadas por Lenin y Yeltsin. Pero profundizando algo más,
la incapacidad de ambos imperios, zarista y soviético, para
movilizar suficientes recursos, se debió en ambos casos a su
fracaso modernizador. Sencillamente, el despotismo ilustrado no
puede lograr por decreto la modernización de la sociedad, que, o
surge espontáneamente, por propia iniciativa de su tejido social, o
no surge en absoluto más que como simulacro.

254
No hace tanto, en los recientes años sesenta, las cosas no parecían
así. En aquel tiempo, por el contrario, y a consecuencia en parte
del propio éxito aparente del ejemplo soviético por todas partes
las naciones recién descolonizadas iniciaban programas de
desarrollo basados en la estatalización de la economía y en la
planificación imperativamente centralizada. E incluso en los
países ya desarrollados el keynesianismo socialdemócrata del
estado del bienestar creía poder gestionar desde el sector público
todo el conjunto de la economía. Pero la crisis económica iniciada
en los años setenta desvaneció todas estas expectativas cifradas en
el liderazgo estatal. El estado keynesiano de bienestar, anegado
por la inflación, quebró, la socialdemocracia se descafeinó y tomó
la iniciativa un neoliberalismo rampante que abogaba por el
estado mínimo, la privatización del sector público, la
desregulación de la economía y el más libre desenvolvimiento de
la iniciativa privada.
Paralelamente, el crecimiento de la deuda externa arruinó todos
los proyectos de desarrollo basados en la planificación central que
los países del Tercer Mundo abordaban. El estatalismo de la
economía, con su ciega confianza en las nacionalizaciones, cayó
en el descrédito, a causa de su mismo fracaso. Y en cambio, el
ejemplo de los cuatro dragones del Pacífico (Corea, Taiwan,
Singapur y Hong–Kong), liderados por Japón, demostró el éxito
increíble de un modelo de crecimiento basado en dejar las manos
libres a la iniciativa empresarial capitalista. El propio estado, en
suma, pasó a verse privado de cualquier clase de iniciativa en el
protagonismo de la modernización económica, fuera de su papel
garante de la propiedad y la estabilidad.

Tanto es así que incluso los mismos estados del entonces llamado
socialismo real se vieron obligados, para no perder
definitivamente el tren de la modernidad, a hacerse la perestroika,
255
según el modelo chino de Ten–Hsiao–Ping, que trataba de
combinar autoritarismo político con revolución empresarial. Pero
ésta fórmula, que es de nuevo la reedición del despotismo,
ilustrado, parece también condenada a fracasar, como ha
demostrado el callejón sin salida en el que introdujo Gorbachov a
la Unión Soviética.
De hecho, la libertad es indivisible y, como probó el final del
franquismo, no se puede otorgar libertades económicas negando
las políticas. Pero esto no siempre es bien percibido así, pues se
parte de la base de que la prosperidad económica precisa
estabilidad política para inspirar confianza a los inversores. Lo
cual es cierto, pero también lo es que la estabilidad obtenida a
base de autoritarismo es ficticia, por lo que resulta
contraproducente. Por tanto parece más conveniente coger el toro
por los cuernos y desencadenar de una vez todas la libertades
(según el modelo de la transición española), aún a costa de tener
que soportar inicialmente un período de caos y desorden, con
graves pérdidas económicas, cuyo cáliz hay que apurar hasta las
heces.
Este parecer ser, en definitiva, el significado histórico de los
acontecimientos de Moscú. En un comienzo, algunos gobernantes
y bastantes comentaristas saludaron el intento de golpe de estado
del 19 de agosto casi como un mal menor, necesario por
inevitable, de cuya necesidad podría hacerse virtud. Al respecto se
observaba que, tras Tian–An–Men (cuyo coste en vidas humanas
se lamentaba amargamente), las autoridades absolutas de Pekín
estaban consiguiendo tasas de crecimiento económico superiores
al 15% anual, mientras que en cambio la Unión Soviética estaba
reduciendo su producto interior a un ritmo similar expresado en
tasas negativas. Por tanto, la argumentación de estos observadores
venía a corresponder a las fases absolutistas del inicio del estado
moderno: primero obténgase el suficiente orden público para que
256
se produzca la modernización económica, que después ya caerá la
democracia política por su propio peso. Sin embargo, no estamos
en el siglo XVII sino en el XX, en una aldea global
instantáneamente comunicada y con unos recursos humanos en
Rusia y China plenamente instruidos y escolarizados. Parece
lícito, por tanto, dudar sobre la viabilidad actual del despotismo
ilustrado.
Muy bien pudiera tener razón el último Informe sobre el
desarrollo del mundo en 1991, del Banco Mundial, cuando
concluye que, a pesar de coyunturales episodios de crecimiento, el
autoritarismo político se ha revelado más como un freno que
como un catalizador del desarrollo; y que, en este sentido, lo que
más favorece la modernización es la conjunción de tres factores:
la educación de las poblaciones, la libertad política y la autonomía
de las instituciones. Viene a ser, una vez más, el reconocimiento
del acierto de Tocqueville, cuando afirmaba: “La democracia no
proporciona el más capaz de los gobiernos sino aquello que ni el
más habilidoso (de los autoritarios) consigue hacer, que es
desplegar por toda la sociedad una actividad incansable, una
fuerza sobreabundante y una energía inusitada que, por poco
favorecidas que estén por las circunstancias, pueden producir
maravillas; éstas son sus verdaderas ventajas”.

2. El ciclo vital del estado


En la vieja polémica sobre quién partió primero la iniciativa
modernizadora, si fue el estado el agente que la protagonizó, o fue
la sociedad civil, el paradigma anglosajón, basado en la
experiencia histórica británica y norteamericana, siempre ha
sostenido que la modernización sólo puede producirse como
consecuencia de la movilización de las iniciativas privadas que,
libre y espontáneamente, desencadenan procesos tales como la
revolución industrial, la revolución científica, la revolución
257
capitalista, etcétera. Es la sociedad civil, es el mercado, es la
iniciativa privada quienes deben iniciarla, liderarla y desarrollarla.
Pues, de no ser así, si el estado ocupa su lugar, suplantando el
papel de la iniciativa privada, la modernización se frustra y
fracasa al carecer de su alimento esencial, que es la libre
espontaneidad de las iniciativas privadas.
Este planteamiento unilateral resulta por supuesto discutible. Por
una parte, existen casos históricos, como el de Japón, donde la
modernización surgió por iniciativa del estado y no de la sociedad
civil. Y por otra parte, si nos remontamos al pasado preindustrial,
hizo falta que primero se consolidase el estado moderno para que
después, gracias al orden impuesto por su seguridad jurídica,
pudiera producirse la aparición del capitalismo, la revolución
industrial y la modernización social. Esta es, por ejemplo, la tesis
de Eric Jones sobre los orígenes del capitalismo, de neta
raigambre weberiana. Y a partir de un planteamiento semejante,
bien pudiera proponerse el siguiente esquema (no por obvio
menos groseramente simplificador) del ciclo vital del estado
moderno, como partero del desarrollo modernizador.
Como condición a priori para que el ciclo pueda iniciarse, algún
primus inter pares debe dominar y someter a sus competidores,
expropiándoles sus medios coactivos de destrucción e imponiendo
en un territorio circunscrito por fronteras defendibles su
monopolio de la violencia legítima. Entonces, ese princeps se
halla en condiciones de fundar un estado absoluto, capaz de
establecer, mantener y garantizar el orden social mediante el
imperio de la ley. Y una vez alcanzado un nivel suficiente de
orden social, en el interior del territorio circunscrito por las
fronteras del estado, ya están creadas las condiciones para que
aparezca la cooperación espontánea entre los actores sociales.
Axelrod lo ha ilustrado con elegante rigor formal. Sin una
autoridad central capaz de imponer el orden, las interacciones
258
estratégicas entre los actores sociales degeneran en círculos
viciosos de conflictos recurrentes en espiral, según el modelo de
la escalada de la violencia (ojo por ojo y diente por diente). Pero
una vez creadas las condiciones iniciales por la autoridad central,
capaz de excluir el recurso a la violencia, ya puede surgir
espontáneamente la cooperación entre los actores que, a través de
la norma de reciprocidad (favor con favor se paga), instituyen
automáticas relaciones de intercambio generalizado. Así, esta fase
inicial del estado absoluto parece necesaria para crear un orden
social donde sea posible que surjan espontáneamente las
relaciones de mercado, basadas en la reciprocidad de los
intercambios.
Más adelante, conforme las relaciones de mercado se extienden y
generalizan, creciendo en frecuencia e intensidad dentro del
territorio circunscrito por las fronteras estatales, aparece la
sociedad civil, entendiendo por tal la existencia de un número
suficiente de actores privados (es decir, no dependientes del
estado) dotados de iniciativa propia y capaces de establecer entre
sí un tejido social de relaciones voluntarias que se reproducen a sí
mismas con autonomía propia. Y más pronto o más tarde, a
medida que el mercado y la sociedad civil van cobrando creciente
capacidad de iniciativa, la forma absoluta del estado pasa a ser
disfuncional, en tanto que frene y obstaculice el progresivo
desarrollo del mercado y la sociedad civil. Entonces, por
parafrasear a Marx, “se inicia una época de revolución social”: la
inviabilidad de las relaciones entre el estado absoluto y su
sociedad civil, una vez suficientemente desarrollada ésta,
determina la necesidad de la caída del ancien régime y la
emergencia de alguna forma representativa de estado
democrático.
No hay que tomarse al pie de la letra la legitimación ideológica
con la que tratan de justificarse los estados absolutos. El
259
despotismo ilustrado (“todo para el pueblo pero sin el pueblo”) no
es producto de la intención filantrópica del gobernante benefactor,
desinteresadamente entregado a la causa del progreso social. Por
el contrario, si al estado absoluto (que en un comienzo era una
corona patrimonial) le interesa que la sociedad civil por él
gobernada progrese y se modernice, no es por el bien de ésta sino
por su propio bien: por la egoísta razón de estado que le mueve a
competir con el resto de estados vecinos tratando de superarles.
Durante el siglo XVII europeo se ventiló la cuestión de qué
estados absolutos adquirían primacía sobre los demás. Y quienes
lo lograron fueron aquellos estados que en mayor medida lograron
catalizar, movilizar y desarrollar las potencialidades internas de su
propia sociedad civil, con Holanda e Inglaterra a la cabeza. En
cambio, aquellos otros que, como España, fracasaron en la
modernización de su pueblo, entraron en un ciclo de decadencia
irreversible.
Por una parte, la movilización de su sociedad civil acrecentaba el
poder esgrimido por el estado absoluto en la escena internacional.
Pero, al mismo tiempo, también tenía para él un efecto perverso,
contraproducente para los intereses de su razón de estado: y era el
de suscitar la resistencia de la sociedad civil contra el absolutismo
del estado. En efecto, cuanto más crece y se desarrolla su mercado
interno, más poderoso internacionalmente se hace el estado: pero
también más fuerte, autónoma y dotada de iniciativa propia se
vuelve su sociedad civil. Tanto que, en el pulso entre uno y otra,
siempre termina por imponerse a la larga ésta sobre aquél. El año
1648, cuando los holandeses se independizan de la Corona
española y triunfa en Inglaterra la revolución puritana, marca la
señal de salida, consolidada más de un siglo después por las
revoluciones norteamericanas (1776) y francesa (1789). A partir
de ahí, con sobrevivencias residuales del despotismo ilustrado que
todavía se prolongan hasta los más recientes acontecimientos de
260
Berlín (1989) y Moscú (1991), la definitiva abolición del antiguo
régimen del estado absoluto, incapaz de vencer la superior
resistencia que le opone la sociedad civil, determina el triunfo
irreversible de la forma democrática del estado de derecho, en el
que el poder público pasa a depender de la iniciativa privada de la
sociedad civil, soberanamente capaz de autodeterminarse y darse
las fronteras territoriales que libremente desee.

3. La paradoja del Estado


De tal modo, vistas las cosas a esta luz, ya podremos advertir otro
sentido muy distinto a la vieja profecía de Marx: un sentido en el
que sí se cumple, en cierta forma, la desaparición del estado como
tendencia final de la presente fase histórica. No en el sentido
hegliano, donde es el estado el que realiza finalmente el espíritu
absoluto, sino poniendo cabeza abajo a Hegel: es la sociedad civil
quien reasume al estado, se adueña de sí y alcanza su
emancipación más plena. Ahora bien, para ello, la sociedad civil
ha debido ser previamente obligada por el estado, pues sin la
coacción de éste, aquélla nunca alcanzaría por sí sola a
emanciparse.
Ésta es la paradoja del estado moderno. Su única función es la de
crear las condiciones que hagan posible el que la sociedad por él
regulada llegue finalmente a emanciparse por entero. Y en cuanto
esta función se cumple y queda coronada, el poder regulador del
estado carece ya de sentido, pues una sociedad civil plenamente
emancipada es aquella capaz de autorregulación espontánea. Por
ello, la función del estado es como la función del padre o la
función del maestro, que sólo actúan transitoriamente, hasta tanto
el discípulo aprenda o el hijo se eduque; pues en cuanto uno y
otro se emancipan, padre y maestro quedan sin función que
ejercer. Lo cual es paradójico, pues consiste en tener fijado como
objetivo último una meta (la emancipación del hijo, del discípulo
261
o de la sociedad) que, de alcanzarse con éxito, implica la cesación
de funciones por parte del agente inductor de la emancipación,
cuya necesidad misma desaparece. Así, la función del estado,
como la del padre o maestro, está destinada a autodestruirse, pues
su culminación implica su cese.

4. Efectos del nacionalismo


Una vez emancipada, la sociedad civil ya sólo necesita al estado
como mero administrador de las cosas. La soberanía popular
adquiere el poder de sustituir pacíficamente a los gobernantes que
se alternan tras someterlos a enjuiciamiento electoral. Y el estado
pasa a ser un mero mecanismo de respuesta a las demandas
plurales que formula soberanamente la ciudadanía. Pero antes de
adquirir esa rutina democrática, en el acto mismo por el que la
sociedad civil se emancipa de la tutela estatal, debe producirse la
discontinuidad histórica del acontecimiento de la revolución. Y tal
gesto puede ir acompañado por alguna destrucción del cuerpo del
estado: a veces en la persona de su titular (según la fórmula
freudiana de que hay que matar al padre para emanciparse de él),
sea física (como el zar o Ceaucescu), sea jurídica (como el partido
único); otras en la definición de su integridad territorial, lo que
implica la eclosión del nacionalismo desintegrador: una de las
formas más dramáticas con que se manifiesta la plena
emancipación de la sociedad.
El principio de soberanía de la sociedad civil sobre el estado
democrático incluye como una de sus expresiones políticas el
legítimo ejercicio del derecho a la autodeterminación de las
nacionalidades, por costoso, caótico y conflictivo que resulte. En
España tenemos una desgraciada experiencia al respecto. Y
también ahora, en Moscú, la primera consecuencia de las
libertades políticas logradas tras el fracaso del intento de golpe de
estado del 19 de agosto ha sido la del estallido de la integridad
262
territorial de la Unión Soviética, cuya vieja unidad imperial se
disgrega y disuelve por la desordenada entropía de los
nacionalismos que la integraban y que ahora se subdividen y
multiplican, proliferando por doquier. Así, paradójicamente, una
entidad como la nación, definida por Gellner como respuesta
cultural a la entropía social generada por la modernización,
produce, a su vez, mayor entropía política, al aplicarse sobre la
forma democrática del estado. Y con ello se confirman y
sobrepasan con creces los peores temores de ingobernabilidad
que asaltaban a aquellos observadores que añoraban un Tian–An–
Men en Moscú (aunque rechazasen su coste social).
¿Estamos obligados a ser pesimistas? Si nos resistimos a caer en
el catastrofismo apocalíptico, advertiremos que cabe albergar
alguna esperanza, pues de la necesidad nacionalista también se
puede hacer virtud modernizadora. Avisaré previamente que mi
postura personal respecto a la cuestión nacional es el escepticismo
agnóstico. Igual que en la polémica escolástica sobre los
universales yo hubiera adoptado el partido nominalista frente al
realista, tampoco puedo atribuirle al concepto de nación otra
realidad que no sea la de una presunta hipóstasis nominal. Sin
embargo, dicho esto, también debo reconocer, como el sociólogo
clásico, que las entidades de ficción existen en la realidad por sus
consecuencias. ¿Qué funciones, positivas o negativas, desempeña
el nacionalismo en los procesos de desarrollo político, y cuáles
son sus efectos sobre la modernización social? A partir de autores
como Deutsch y Gellner, cabe reconocer en el nacionalismo
efectos catalizadores, articuladores, legitimadores, estabilizadores
y desestabilizadores.
La función catalizadora del nacionalismo es su virtud de actuar de
ignición del arranque, despegue y ascenso en las primeras fases de
los procesos de modernización, sobre todo por cuanto hace a
estimular el encendido de la sociedad civil, movilizando toda su
263
ingente capacidad de oposición y resistencia contra el poder
absoluto del totalitarismo. En este sentido, el nacionalismo actúa
como la voluntad de poder de la sociedad civil, en su desigual
pulso contra el poder del estado: Yeltsin subido a un tanque y
levantando su puño contra el Kremlin, rodeado por un coro de
diputados ante el decorado del parlamento ruso, es la última
imagen que tenemos de esta fuerza latente que es capaz de
despertar el nacionalismo, logrando que supere con éxito fuerzas
muy superiores.
Pero, más allá de la inducción de los acontecimientos
insurreccionales, la misión del nacionalismo, como catalizador del
tejido social de la sociedad civil, es mucho más sostenida y
prolongada, pero no menos esencial. Como se sabe, los problemas
políticos y económicos que aquejan a las poblaciones del este de
Europa, para construir sus democracias y edificar sus mercados,
se ven extraordinariamente agravados por la inexistencia de un
tejido social articulador de la sociedad civil (en forma de
suficiente densidad y espesor de asociaciones voluntarias
intermedias) que, como sabemos desde Montesquieu y
Tocqueville, es condición necesaria para que puedan establecerse
las libertades democráticas y puedan desarrollarse los mercados.
Pero, tras setenta años de totalitarismo soviético, creador de un
terrible vacío social entre los individuos y el estado absoluto, ¿qué
otra fuerza ciudadana, si no es el nacionalismo, podría articular
esa necesaria pero todavía inexistente sociedad civil, en ausencia
de asociaciones libres de trabajadores, profesionales, propietarios
o comerciantes? También durante la transición española a la
democracia jugaron nuestros nacionalismos este papel catalizador
y articulador: pero aquí no resultaban tan imprescindibles e
insustituibles como lo parecen hoy en el este de Europa, pues
España ya contaba, al menos, con asociaciones de vecinos y
sindicatos clandestinos, además de corporaciones profesionales,
264
cámaras de comercio y asociaciones patronales, para poder
articular suficientemente nuestra sociedad civil.
Esta función catalizadora de la articulación social debe verse
acompañada por otra no menos importante para el éxito del
proceso modernizador, que es la legitimación moral del poder
político democráticamente emergente. Como ha observado
Veyne, la naturaleza de la autoridad pública es dual: tanto
instrumental (capacidad de hacerse obedecer contra toda
resistencia, mediante incentivos o amenazas) como expresiva
(capacidad de hacerse respetar, logrando que los sujetos al poder
deseen obedecer espontáneamente por propia voluntad). Un poder
ya constituido y consolidado puede desentenderse quizá de su
autoridad expresiva legitimadora, en tanto no surjan carismáticas
alternativas internas, capaces de oponer suficiente resistencia
expresiva. Pero en épocas de crisis política, y sobre todo cuando
un nuevo poder emergente triunfa y trata de imponer su autoridad,
entonces los factores de legitimación expresiva resultan
esenciales, pues, sin autoridad moral ni tradicional, un nuevo
poder fáctico, por poderoso que sea, difícilmente logrará hacerse
obedecer: por tanto, la probabilidad de que se incumplan reglas,
leyes y normas aumenta sobremanera, reforzándose todavía más
la ingobernabilidad. Ahora bien, en los países del este de Europa,
sin una tradición democrática de cultura cívica, sólo acumulable
tras generaciones de experiencia parlamentaria, ¿qué otra fuerza,
si no e la del nacionalismo, podría proporcionar legitimidad y
autoridad moral a las nuevas autoridades políticas que surjan?
Precisamente, el mayor fracaso de la transición española a la
democracia residió en no saber lograr que los nacionalismos
prestaran acatamiento y respeto moral ante la nueva autoridad
pública que se institucionalizaba.
En fin, el tercer tipo de funciones que puede desempeñar el
nacionalismo, aparte de la articulación social y la legitimación
265
política, es la de las económicas, tan potencialmente
estabilizadoras como desestabilizadoras. Desde el Occidente
capitalista ya desarrollado sólo prestamos ahora atención a éstas
últimas, pues, en efecto, nos asustan los efectos negativos que
sobre nuestros mercados y nuestras economías tienen los
nacionalismos del este de Europa, con la enorme incertidumbre de
futuro que provocan. Y si a veces se añora un Tian–An–Men no
es preocupados por la estabilidad de las economías china o rusa,
como se afirma, sino aterrados por la estabilidad de nuestras
propias economías, que le temen a la incertidumbre como a la
peste y, dada la creciente interdependencia de los mercados, saben
que cualquier acontecimiento desestabilizador provoca pánicos
bursátiles y coyunturales recesiones depresivas. Pues,
efectivamente, todos los nacionalismos resultan
extraordinariamente perjudiciales para las economías de mercado
ya plenamente desarrolladas. Y el mejor ejemplo, además de
Irlanda, puede ser el del nacionalismo vasco (no tanto el catalán,
gracias a Tarradellas), cuya desestabilización económica es
responsable no sólo del directo empobrecimiento de la cornisa
cantábrica (con ingentes destrozos en el empleo y en el tejido
industrial vasco) sino, indirectamente, de los graves problemas
que aquejan al conjunto de la economía española, con las tasas de
ocupación más bajas de Europa.
Sin embargo, en situaciones de despegue económico, con el
mercado insuficientemente desarrollado, el nacionalismo puede
ser funcional, como mecanismo integrador y estabilizador del
mercado. Ernest Gellner es el autor que mejor ha explicado cómo
el nacionalismo es capaz de crear, mediante la instrucción pública
y la alfabetización en la lengua nacional, una red de comunicación
susceptible de facilitar los intercambios impersonales y anónimos,
que deben producirse en los modernos mercados urbanos. Por
tanto, muy bien pudiera ser que, dada la inexcusable necesidad
266
que tienen los países del este de Europa de crear y consolidar sus
mercados internos, debiesen utilizar para ello esa fuente de
potenciación que son los nacionalismos, como único recurso
disponible al efecto. ¿No es éste, acaso, el papel tradicional que la
historiografía ha reservado al nacionalismo, como evidencian los
propios casos catalán y vasco?

5. La paradoja de la nación
No obstante, por muy funcional que pueda en ocasiones resultar el
nacionalismo, no deja por ello de basarse en una contradicción
insalvable: la de precisar un estado con el que identificarse
biunívocamente para poder existir realmente, pues, sin él, la
nación sólo posee una entidad exclusivamente imaginaria, de
hipóstasis nominalista. Adviértase que, si bien la nación precisa
un estado propio para existir a través de él, no sucede lo mismo a
la inversa, pues el estado puede existir sin nación, con nación o
con varias nacionalidades internas. De ahí que el nacionalismo
posea compulsivamente una ineludible vocación secesionista: la
de hacerse con un estado propio e intransferible, sin querer
compartirlo con nadie; pues sólo así, gracias a la sucedánea
existencia transferida por el estado cautivo, puede la nación, como
un cangrejo ermitaño, presumir que posee existencia propia.
Ahora bien, esta avidez nacionalista por revertirse con la forma de
un estado no supondría mayores problemas si hubiera tantos
estados posibles como naciones potenciales. Pero no es así. El
estado es una entidad real, material, finita y observable: hecha de
jueces, funcionarios, gobernantes, policías y militares. Por lo
tanto, el estado es un bien escaso, con ingentes costes de
construcción y mantenimiento, que impiden que el número de
estados posibles pueda crecer indefinidamente. En cambio, la
nación es una entidad ideal, espiritual, imaginaria, ilimitada e
indefinible: sin principio ni fin claramente reconocibles. Y así,
267
existe un número potencialmente infinito de naciones posibles,
pues la nación no es un bien escaso y costoso sino algo excedente
y sobreabundante: un lujo gratuito y desbordante. Con lo cual, la
consecuencia de esta diferente naturaleza del estado (escaso,
costoso y finito) y de la nación (excedente, gratuita e infinita) es
que mientras son muchas las naciones llamadas a poseer su propio
estado, son muy pocas las escogidas que logran obtenerlo.
En suma, como advierte Gellner, el número de estados posibles
resulta necesariamente muy inferior al número de naciones
potenciales. Por lo tanto, la vocación estatal de la mayor parte de
los nacionalismos deberá frustrarse indefectiblemente. De tal
suerte, la pasión nacionalista es tan absurda, paradójica e inútil
como la del cartógrafo de Borges, obligado a dibujar un mapa del
imperio a escala uno por uno. Y así es de kafkiana la voluntad
nacionalista de construir estados–naciones a escala uno por uno.
No sólo resulta físicamente imposible multiplicar el número de
los estados hasta hacerlo coincidir con el número potencialmente
infinito de naciones, sino que, además, incluso en el caso de que
fuese factible, dejaría de tener sentido alguno, pues, al igual que
un mapa idéntico a la realidad no permitiría orientarse en ella,
tampoco un estado idéntico a su nacionalidad permitiría
gobernarla.
Por definición, toda entidad reguladora debe exhibir menor
variedad y mayor constancia que la entidad por ella regulada. Esta
es la esencia misma de toda institución: la de restringir la variedad
de la conducta regulada por ella. Para que los estados puedan
regular institucionalmente a las nacionalidades hace falta que
haya menor número y variedad de estados que de naciones. Por
eso, al igual que cada padre puede educar a varios hijos y cada
maestro enseñar a varios discípulos, también cada estado puede
regular institucionalmente a varias nacionalidades. A fin de
cuentas, esta es la regla de oro de Bertrand Russell para resolver
268
las paradojas de inclusión y pertenencia (como la del cretense
mentiroso, que decía “todos los cretenses mentimos siempre”, sin
que pueda determinarse la veracidad de su afirmación): una clase
no puede ser miembro de sí misma, ni el continente identificarse
con su contenido. Y bien, de igual modo, tampoco el estado, que
es la clase continente, puede nunca llegar a identificarse ni
confundirse con la nacionalidad o nacionalidades que en él se
incluyan como su propio contenido.
Esta naturaleza lógicamente contradictoria del concepto de
nación–estado, que es en sí mismo un absurdo sin sentido, se
traduce, a efectos prácticos, en el irresoluble problema de cómo
trazar fronteras políticas entre los distintos estados que puedan ser
respetuosas con las muchas más numerosas nacionalidades que en
ellos se contienen. Y si la cuestión resulta irresoluble es porque,
además del problema derivado del número ilimitado de
nacionalidades que pueden establecerse (dado el derecho de
autodeterminación que posee la sociedad civil), aparece otro
nuevo asociado al hecho de que, si bien las fronteras jurídicas
entre los estados son siempre nítidas, precisas, claras y distintas
(como las líneas que forman dos planos al cortarse), las fronteras
culturales entre las naciones, por el contrario, son siempre
indistintas, borrosas, imprecisas y difusas (como la mezcla que
forman dos nubes al coincidir). En efecto, la seguridad jurídica
exige que se esté bajo una u otra jurisdicción estatal, sin sombra
posible de duda alguna, y nunca bajo dos jurisdicciones a la vez o
bajo ninguna jurisdicción estatal. En cambio, frente a esta
discontinuidad entre los estados, la continuidad entre unas y otras
nacionalidades es total, pues nunca se sabe dónde deja de influir
una y comienza su acción la próxima, tal es el solapamiento con
que se interpenetran: por ello, siempre aparecen
plurinacionalismos, hibridación, mestizaje y doble o aún triple
nacionalidad. E incluso puede darse el vacío nacional, la ausencia
269
total de identidad nacional (mientras que, en cambio, no puede
haber huecos vacíos, entre unos y otros estados). ¿A qué lado de
qué frontera entre qué naciones puede situarse una persona que
carezca de conciencia nacional alguna?: ¿en la jurídicamente
inexistente tierra de nadie inter–nacional, es decir, en las junturas
o costuras de las fronteras entre las naciones?
Esta confusión intrínseca, que impide definir con precisión las
fronteras entre las naciones, se ve agravada por dos tendencias
actualmente vigentes. Por un lado, como acabamos de ver, crece
el número de irredentas nacionalidades potenciales, que desean
emanciparse. Las afiliaciones étnicas y las identidades nacionales
se van subdividiendo cada vez más, hasta llegar al conocido
fenómeno de las muñecas rusas (matriochkas) que se van
encerrando unas dentro de otras: destapas una nación y te salen de
dentro varias nacionalidades nuevas, que a su vez encierra cada
una de ellas a otras varias subnacionalidades más. Pero por el otro
extremo, en el nivel estatal, y al menos en los países
desarrollados, se produce la tendencia opuesta: los estados tienden
a integrarse en estructuras interestatales del tipo de la Comunidad
Económica Europea, a las que ceden una parte creciente de sus
respectivas soberanías nacionales. Por tanto, el efecto resultante
de ambas tendencias es la progresiva reducción en el número de
estados mientras crece indefinidamente el de nacionalidades, con
lo que se hace más compleja cada vez la pirámide jerárquica de
los niveles de inclusión y pertenencia en que se articulan las
relaciones entre los estados y las naciones. Y dada esta nueva
complejidad, ¿cómo aplicar con claridad y distinción suficientes
la regla de oro de Bertrand Russell, que exige separar
cuidadosamente las naciones contenidas de los estados
continentes, cuidando que jamás una clase llegue a ser miembro
de sí misma? Como resultado de tan kafkiano absurdo, crece la
arbitrariedad bajo la que son percibidas las fronteras entre las
270
naciones–estado, fronteras que ya no parecen responder a criterios
coherentemente justificables. Pero ¿cómo no habrían de resultar
arbitrarias las fronteras, si deben a la vez dividirse y multiplicarse,
ser rígidas y elásticas, indefinidas y finitas, únicas y plurales?

6. La ficción fronteriza
La cuestión de las fronteras pueden llegar a constituir el gran
debate que marque el ocaso de la nación–estado. Pues, en efecto,
las fronteras se están quedando cada vez más sin criterios
rigurosos e indudables que las puedan justificar. El mercado
capitalista, conforme crece y se desarrolla, sobrepasa cualquier
posible frontera que antaño lo contuviera, haciéndolas estallar casi
todas, a medida que la internacionalización de los intercambios se
extiende y se intensifica. De hecho, dada la libre circulación de
capitales, de mercancías y de profesionales cualificados que se ha
generalizado por todo el occidente capitalista (y no sólo por la
CEE), el único mercado que continúa contingentado y necesitado
de fronteras es el mercado del trabajo sin cualificar.
En efecto, la desigualdad salarial del precio de la mano de obra,
entre el centro y la periferia del capitalismo, hace que exista un
ingente potencial de emigración de los trabajadores manuales
desde las zonas deprimidas (América Latina, África subsahariana,
los países árabes, el sur de Asia y el este de Europa) hacia los
espacios septentrionales más urbanizados e industrializados. De
acuerdo a las leyes del mercado, si tal circulación potencial de
trabajadores llegase a realizarse de hecho efectivamente, los
salarios del centro capitalista bajarían inmediatamente (al menos
en términos reales, medidos en precios relativos), en función del
exceso de mano de obra originado por la inmigración atraída. Y a
ello se oponen rotundamente todos los trabajadores empleados en
el centro privilegiado, especialmente los más y mejor sindicados.
En consecuencia, la oposición política de las clases trabajadoras
271
impide que se abran las fronteras a la libre inmigración de los
desheredados tercermundistas, que deben resignarse a los seguros
peligros de la emigración ilegal.
De esta manera, puede que las vigentes fronteras sí conserven
intacta una espuria función económica, que es la de impedir la
libre circulación de la mano de obra. Pero esta justificación
resulta ineficiente (porque impide actuar a las leyes del mercado)
e ilegítima (porque discrimina laboralmente a los trabajadores
excluidos en beneficio de los privilegios residentes, atentando
claramente contra el principio de igualdad de oportunidad), por lo
que parece claramente arbitraria. De tal modo, su alegación para
justificar la necesidad de las fronteras suele merecer severas
críticas dado su evidente cinismo insolidario. Y, para evitarlo,
suele disfrazarse ocultándola bajo maquillajes más aceptables por
la opinión pública, como son el nacionalismo, el racismo y la
xenofobia. Ahora bien, si tratamos de escoger la nacionalidad
como un criterio capaz de justificar la sobrevivencia de fronteras,
advertiremos (como ya hemos visto) que, dada su indefinición
cultural, la nación, por sí misma, resulta incapaz de trazar
fronteras claras y distintas, a causa de su difusa borrosidad. Por
ello necesita revertirse de precisas formas estatales y jurídicas,
susceptibles de justificar y definir la digitalidad de las fronteras.
Con ello llegamos al corazón mismo del estado, como único
argumento capaz de justificar la necesidad de que sobrevivan las
fronteras. Pero ¿por qué habría de necesitar por sí mismo el estado
unas concretas fronteras físicas, en lugar de cualesquiera otras,
dada su abstracta racionalidad formal? Desde el punto de vista
jurídico del derecho administrativo, no existe ningún problema en
alterar, suprimir o multiplicar las fronteras (al margen de razones
de coste económico y eficacia técnica), pues las leyes son
convenciones modificables a voluntad, con tal de que
proporcionen la suficiente seguridad jurídica al discriminar a qué
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jurisdicción estatal pertenece cada unidad territorial. Por tanto, la
sobrevivencia de las actuales fronteras tampoco puede basarse en
la naturaleza jurídica del estado. Entonces ¿qué nos queda, como
razón que explique la arbitrariedad de las fronteras?: subsiste la
desnuda fuerza militar, que no sólo se halla en el origen
fundacional del estado moderno sino que es, además, la directa
responsable del actual trazado de las fronteras, tras la finalización
de la II Guerra Mundial.
De hecho, lo que decide a qué lado de la frontera pertenece un
territorio o un grupo social no es su nacionalidad o su jurisdicción
administrativa, sino su dependencia última de una u otra autoridad
militar. A fin de cuentas, las fronteras entre los estados siguen
siendo una cuestión de divisorias entre cada vecina soberanía
militar. Sin embargo, algo ha cambiado ya. Hasta hace muy poco,
cada autoridad militar independiente podía creerse auténticamente
soberana, por su capacidad de resistir con éxito suficiente (en
términos disuasorios) cualquier posible agresión externa. Pero en
los últimos tiempos, dos novedades han hecho posible que el
concepto de soberanía militar, consustancial al estado nacional,
haya pasado a la historia. Estas dos innovaciones son la capacidad
de disuasión ilimitada del arma nuclear y el advenimiento de un
sistema internacional unipolar, liderado por la hegemonía
indiscutida de una sola potencia nuclear.
Desde que existen las armas nucleares, la guerra ya ha dejado de
ser un medio racional para defender los propios intereses, porque
siempre, necesariamente, los costes superan con creces a los
beneficios incluso para el claro vencedor de la contienda. Lo cual
ya quita mucho peso al concepto de soberanía militar, dada su
muy limitada aplicabilidad. Pero, al menos, antes, durante la
guerra fría, el equilibrio del terror entre las dos grandes potencias
permitía que localmente siguiera teniendo sentido el concepto de
soberanía militar, ya que el temor a la posible respuesta del otro
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bloque neutralizaba la capacidad de intervención de cada
potencia, permitiendo una relativa independencia limitada. Y
ahora ya no es así. Una vez que la Unión Soviética perdió la
carrera de armamentos a causa de su inferioridad económica, el
campo ha quedado libre para el liderazgo mundial de una sola
potencia militar suprema, que es, como se ha demostrado en el
caso de la guerra de Irak, la norteamericana (única que posee la
suficiente capacidad de decisión política para movilizar un
ejército profesional de mercenarios anglosajones capaz de ejercer
el monopolio mundial de la violencia legítima). A partir de aquí,
ya carece por completo de sentido el concepto de soberanía
militar nacional y, en consecuencia, los ejércitos nacionales se
tornan inservibles y los jóvenes se niegan a prestar gratuitamente
un servicio militar obligatorio carente de soberanía que
salvaguardar.
De hecho, asistimos a una situación internacional análoga a la
vigente en cada territorio nacional durante la fundación de su
respectivo estado moderno: un primus inter pares que pasa a
monopolizar el control de la violencia legítima para poder
imponer por todo el territorio planetario el imperio de la ley
fundada en el derecho internacional. La diferencia es que, ahora,
el ámbito territorial sobre el que se ejerce esa soberanía jurídica
ya no es el circunscrito por unas fronteras defendibles, que acotan
los límites de la nacionalidad, sino el conjunto entero de la
sociedad mundial. Ya no hay, por tanto, fronteras que valgan. Así
se acerca hacia su ocaso la nación–estado, sin auténtica soberanía
militar que justifique la sobrevivencia de sus propias fronteras,
carentes ya de toda posible defensa.
A partir de aquí, los optimistas pueden creer que, gracias al
paraguas militar norteamericano, puede fundarse un nuevo orden
mundial que imponga planetariamente la seguridad jurídica del
imperio de la ley internacional (lo que incluye la supresión del
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principio de no injerencia en los asuntos internos): y bienvenida
sería esta pax americana, si fuese capaz de favorecer el
surgimiento y desarrollo de una nueva era modernizadora, basada
en el progreso económico y democrático del actual Tercer Mundo,
pero conducida no ya por el estado nacional, que ha
protagonizado la modernización de estos últimos quinientos años,
sino ahora que un inédito y kantiano estado mundial de derecho.
Los escépticos, en cambio, puede que ya no podamos llegar a
esperar tanto. Deberemos, pues, conformarnos con el consuelo de
saber que, en cualquier caso, ya carecen por completo de sentido
las actuales fronteras entre las naciones–estado.

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