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Masculino/femenino/neutro.

Vicisitudes de la identidad
sexual y de género en la adolescencia
Autor: López Mondéjar, Lola

Palabras clave

Adolescencia, Bisexualidad, Diferenciacion sexo- genero, Enfrentamiento entre los


sexos, Genero, Homosexualidad, Identidad sexual, Relaciones sexuales a temprana
edad, Rol de genero, Sexualidad.

Introducción

El adolescente moderno hay que “leerlo como una producción


social” (Douville, 2000), manifiestan las dimensiones reprimidas de la historia
infantil, familiar y social, lo todavía no inscrito.

Por otro lado, el discurso sobre el género y sobre la sexualidad, como


demostró Foucault, es uno de los mecanismos sociales de poder más
contundentes, y pasa a implantarse en los cuerpos, para manifestarse después
en diferentes modos de conducta.

Adolescencia y juventud son conceptos construidos socialmente que se definen


por su contenido cultural, de manera que la edad deja de ser un elemento
definidor (Nieto, 1993). En la actualidad, con el aumento de la esperanza de
vida, los cambios en el mundo laboral y la permanencia en el hogar familiar
(con la consecuente postergación de la maternidad/paternidad), hay quien
alarga el concepto de adolescencia, tomado también como sinónimo de
juventud, hasta los 35 años.

Para los padres, los adolescentes constituyen una hipérbole, una desagradable
caricatura de su fracaso educativo, que les llena de responsabilidad y culpa,
cuando no tratan de evitar estas con la negación y el abandono de sus
funciones parentales. Estas dimensiones reprimidas, se entrecruzan en una
resultante singular que hace a cada adolescente único. La clínica se ocupa de
ver qué se esconde bajo el rótulo adolescente que ellos, los adolescentes y
los padres, utilizan como un pivote identificatorio que da coherencia a la
labilidad de identificaciones que caracteriza esta etapa para ambos, dotándoles
de una identidad de grupo que les garantiza su inscripción en el conjunto
social. “Son cosas de adolescentes”, solemos decirnos para apaciguar nuestra
angustia.

Como tal producción social, el adolescente se construye en base a las


expectativas que le ofrece la sociedad postmoderna, por mediación de la
familia y sus otros significativos, de manera que no es igual el adolescente
actual que el de hace unas décadas. Paul Verhaeghe constata cómo en los
últimos cien años, todas las funciones que conformaban el corazón de la familia
han sido desplazadas hacia el exterior de esta: educación, cuidado de
ancianos, autoridad (Verhaeghe, 2001). Lo social afecta a todos los órdenes de
su construcción subjetiva, entre ellos el que aquí nos interesa: la sexualidad.

Los cambios en la conducta sexual y en el imaginario social sobre la misma


han sido sustanciosos en los últimos tiempos: tomemos como ejemplo la
aceptación mayoritaria de prácticas de relaciones sexuales prematrimoniales
completas, con mayoría entre las mujeres solteras de entre 18 a 29 años, que
eran tabú apenas hace una treintena de años.

Y, sin embargo, también hemos de tener en cuenta la convivencia en nuestra


sociedad de grupos humanos distintos desde el punto de vista religioso,
cultural, económico cuyos valores afectivos sexuales son diferentes. Cada
adolescente procede de un diferente tipo de familia (1), - convencional,
progresista, mixta- de los que configuran la compleja red de relaciones sociales
actuales.

Una objeción a tener en cuenta al hablar de la sexualidad en la adolescencia


es, según Nieto, la escasez de estudios sobre la homosexualidad, lo que
reduce la amplitud de las investigaciones sociológicas y antropológicas sobre la
sexualidad, en general, y nos habla del prejuicio todavía existente que conduce
a identificar sexualidad exclusivamente con las prácticas heterosexuales. Si la
homosexualidad masculina ha sido poco estudiada por la sociología, la
femenina lo ha sido menos.

Como asegura Fernández- Armesto (Fernández-Armesto, 2002), las


civilizaciones siempre están cambiando, pero de forma diferente y, a partir de la
segunda guerra mundial, el ritmo de las transformaciones sufridas no conoce
parangón en la historia En estos cambios no podemos encontrar ningún
modelo de progreso, ningún proyecto final. Las sociedades se transforman y
nosotros no podemos más que intentar explicar y contextualizar nuestra clínica
de acuerdo a sus modificaciones. Este trabajo pretende una modesta reflexión
al respecto.

Veamos sucintamente, en los aspectos que nos interrogan de un modo


particular: familia, sexualidad y trabajo, qué cambios han sido estos.

Para Ulrik Beck (2001, p. 20) la individualización es el proceso que


caracteriza nuestra sociedad contemporánea. Esta individualización se opone a
los modelos convencionales y significa que los seres humanos “son liberados
de los roles de género internalizados tal y como estaban previstos en el
proyecto de construcción de la sociedad industrial para la familia nuclear y, al
mismo tiempo, se ven obligados (y esto lo presupone y agudiza) a construirse,
bajo pena de perjuicios materiales, una existencia propia a través del mercado
laboral, de la formación y de las movilidad y, si fuera necesario, en detrimento,
de las relaciones familiares, amorosas y vecinales”. Se han disuelto muchos
referentes que daban al individuo una visión del mundo, un contexto productor
de sentido, un arraigo de la propia existencia dentro de un cosmos más global.
Factores todos ellos que contribuyen a la protección, fortaleza y estabilidad de
una identidad interior que se ve ampliamente devastada por la pérdida de esos
vínculos afectivos y esas certezas ideológicas perdidas.

Enrique Gil Calvo (2001) subraya el cambio como una característica central en
las sociedades postmodernas. Cambio laboral, familiar, ideológico, tecnológico,
que modifica las identidades, cambiantes, llevándonos a la formulación
de un yo múltiple (formado por yoes frágiles e inconstantes) cuya cualidad
esencial para su supervivencia es, precisamente, la de aprender a cambiar. En
este contexto la única identidad estable, dentro de sus propios cambios, es la
corporal. En el adolescente, ese cuerpo se vuelve un extraño, aumentando aún
más su desarraigo identificatorio.

Las actuales exigencias de la libertad de mercado laboral (movilidad,


disponibilidad, competencia) debeninternalizarse en los sujetos y chocan
abiertamente con la estructura familiar (basada en la presencia, el cuidado) y
con la división familiar del trabajo, cuyos modelos excluyen justamente esto,
generando contradicciones personales nuevas.

Esta individualización, así como la presión hacia el cambio, tan representada


en las recientes disposiciones sobre el paro, se expresan en diferentes
síntomas culturales:

1. Cuantos más referentes perdemos, el hombre y la mujer actuales más


se dirigen hacia la relación de pareja para cubrir la necesidad que sentimos de
dar sentido y arraigo a nuestra vida, lo que hace que el afán por el amor
representa el fundamentalismo de la modernidad, se convierte en la fuente
de satisfacción, pero un amor que está abocado al enfrentamiento de los
géneros ya que el igualitarismo como ideal trae consigo una lucha constante
en el interior de las parejas. Para Paul Verhaeghe (2001, p. 16), a pesar del
aumento de los divorcios “jóvenes y viejos siguen soñando con una relación
amorosa que dure toda la vida... mientras antiguamente el acento estaba
puesto sobre el sexo, ahora lo está sobre la seguridad” (p. 16). Observación
que hemos constatado cotidianamente en la clínica.

2. Coexiste esa nueva concepción de la igualdad y las viejas


situaciones de la división entre los géneros, adquiridas en las familias de
origen.

3. De manera que las mujeres jóvenes se unen con expectativas de


igualdad mientras que los jóvenes varones han adquirido una retórica de la
igualdad que no se demuestra en sus actos. Todo lo cual les aboca al
enfrentamiento.

4. En los últimos años, podríamos decir que se ha producido


una universalización de los ideales de la sexualidad masculina, difundida
en los modelos de los medios audiovisuales y la pornografía: la mujer debe
igualar al hombre, superarlo en todos los niveles, también en competencia
orgásmica y disponibilidad sexual, ignorando la diferencia entre el deseo del
hombre y de la mujer, y por tanto la negociación de dicha diferencia. Basta
echar un vistazo a las revistas dirigidas a las jóvenes para darse cuenta de que
el modelo propuesto es el de la chica independiente, promiscua, que lleva la
iniciativa, que no sufre el abandono... (2). Para Dio Bleichmar (2000), las
adolescentes actuales crecen bajo un imperativo a ser sexualmente activas,
denominado “la tiranía de la experimentación sexual”, afirmando que: “Las
chicas que no tienen romances o relaciones sexuales atraviesan crisis
importantes de malestar y microdepresiones”.

5. Se constata una ruptura comunicacional en la relación intersubjetiva


entre el hombre y la mujer(Hite, 1988), producto del enfrentamiento entre los
sexos, hombres y mujeres no encuentran fácilmente nuevos modos de
intercambio íntimo.

6. Por otro lado, esta búsqueda del amor a toda costa hace que se
produzca un aumento de los divorcios, cuando la relación no responde a las
expectativas buscadas. En la mayoría de las sociedades industrializadas hay
un elevado número de divorcios. En Alemania, uno de cada tres matrimonios
acaba en divorcio (Beck, 2001, p. 33), mientras que en los Estados Unidos se
disuelven 1 de cada dos uniones(3). Pero, puesto que el matrimonio ha dejado
de ser la institución que elige la pareja para regular su convivencia, las
estadísticas sobre divorcios han dejado de reflejar la realidad: las parejas de
hecho se separan sin registrar ni su unión ni su separación, por lo que el
porcentaje de rupturas no está nada claro. Todo esto hace que nos
encontremos en la realidad con una jungla de relaciones paternales, hijos de
diferente procedencia (4), padres adoptivos, parejas homosexuales con hijos,
con la amalgama de emociones que se ponen en juego.

7. Por otro lado, como ya dijimos, el valor otorgado por la sociedad


actual a la formación y la profesión es mayor que el concedido a la
maternidad y al matrimonio. Las adolescentes actuales ponen por delante la
independencia económica y el trabajo a la estabilidad en la pareja y la
maternidad, postergando la edad de inicio de esta última, una tendencia
instalada hace unos años que no hace más que consolidarse

8. En nuestra cultura postmoderna, la individualización ha elevado el valor


concedido al sujeto y colocado en segundo lugar la identidad genérica, de
manera que lo importante es la identidad (“yo soy yo”), vinculada a la
competencia profesional y social (Sennet, 2002), eficacia, productividad y
competitividad y, en segundo lugar, la identidad sexual “yo soy hombre”, “yo
soy mujer”.

9. Lo anterior nos conduce a la afirmación de que el género ha perdido


valor identificatorio, podemos decir, utilizando el símil economicista, que han
bajado los valores del yo erótico relacional, y aumentado los del yo
narcisista autoerótico. Como dice Jessica Benjamin: Narciso ha sustituido a
Edipo como mito representativo de la sociedad postmoderna, mientras
Edipo representaba la responsabilidad y la culpa, Narciso representa la
preocupación por uno mismo y la negación de la realidad. El malestar actual
no es el de padecer demasiada culpa, sino demasiado poca.

10. Dada la tolerancia sexual de nuestra sociedad, la libertad asociada a


ella, la frustración actual no es sexual, como en los tiempos de
Freud, sino existencial, de sentido, pues no todo el mundo es capaz de
encontrar respuestas propias tras la derrota de las ideologías de la edad
premoderna.

11. La inestabilidad es un rasgo del mundo laboral actual que, como


señala Sennett, requiere de los hombres y mujeres la capacidad de soportar la
incertidumbre, el constante cambio y la falta de apego que exige. El trabajo
actual no es una fuente de identidad como lo era en el pasado, sino de una
identidad fragmentada, que requiere personas con facilidad para desprenderse
de los vínculos anteriores y establecer otros nuevos. Este tipo de exigencias
modifican el carácter de los sujetos modernos también en el sentido de
laresponsabilidad que con anterioridad se fundaba en la idea de
interdependencia con otro que nos necesita, hoy, sin embargo, nadie depende
de nadie, el sistema social irradia indiferencia.

12. Por todo lo anterior, podemos inferir que el mecanismo de defensa más
apropiado para nuestra época no es la represión, sino la disociación, tomada
no como una lacra del yo sino como una ventaja competitiva. La disociación le
permite al yo desprenderse de sus vínculos, reconstruirse sin duelos, avanzar
en la jungla de asfalto. Los costes de esta falta de historia son obvios: negación
del pensamiento y del afecto, afectos de usar y tirar, vínculos funcionales, etc.

13. Si, como señala P. Jeammet (1997), la violencia surge como una
defensa ante la amenaza de la pérdida de identidad; podemos pensar, como
corolario, que las condiciones que impone nuestra sociedad a sus miembros
son las más apropiadas para el incremento de la violencia.

Los adolescentes que hoy recibimos en nuestras consultas viven inmersos en


este caldo de cultivo, en este imaginario relacional, viven en hogares donde sus
padres sufren la incertidumbre que la crisis de la masculinidad (Badinter, 1993)
(y consecuentemente de la paternidad) comporta; sus madres luchan por
encontrar un espacio para la feminidad fuera de la maternidad, y ambos sufren
el enfrentamiento en unas relaciones de pareja en las que se ha acabado con
la complementariedad entre los géneros para abocarse en una contienda sin fin
a favor de la igualdad. Además, estos padres sufren, tantas veces, la llamada
y extendida “paranoia de la educación”. Con esto último nos referimos a la
divulgación de los consejos psicopedagógicos que los padres y madres leen,
especialmente estas últimas, para hacerle frente a sus dificultades en el
ejercicio de una función parental cada día más confusa. Consejos que vienen a
cubrir el vacío de la tradicióneducativa, puesta en entredicho, y que, en
general, niega las contradicciones de los padres y levanta un ideal
omnipotente de educación sin tener en cuenta las características de la vida
familiar que antes señalamos.

 Sea como fuere, en el mundo actual, “al hijo cada vez se le debe aceptar
menos como es, con sus peculiaridades físicas y mentales o sus
posibles deficiencias. Se le convierte más bien en el objetivo de
múltiples esfuerzos” (Beck, 2001, p. 180). Es fruto de esta vocación
reformista hacia nuestros vástagos, convertidos en importante fuente
de orgullo narcisista, tanto la ortodoncia y las plantillas correctoras,
como la visita al psicólogo.
El orden social así descrito contribuye a la modelación del ideal del
yo (Vinocur, 1998) de nuestros adolescentes a través de las funciones
ejercidas por estas madres y estos padres, un ideal del yo cuya función se
torna fundamental en la adolescencia. Al mismo tiempo, las identidades son el
resultado de un contexto, el resultado de ciertas coordenadas biográficas y
sociales, de modo que, al cambiar estas, las identidades también se
transforman (Guasch, 2000).

Nos encontramos pues con tres conceptos problemáticos y en permanente


revisión: adolescencia, género e identidad, a los cuales debemos además,
incorporar otros tres no menos conflictivos y ambiguos: masculino, femenino, y
nuestro travieso “neutro”.

Algunas notas sociológicas sobre adolescencia y sexualidad

Enfrascados en la particularidad del uno a uno de la clínica, muchos


profesionales olvidamos que la adolescencia pasa sin síntomas en la mayor
parte de los casos, o se atraviesa con un malestar que disminuye al acabar la
adolescencia misma. Recurriremos a la interdisciplinaridad (5) para esbozar
un sucinto perfil de esta población.

El adolescente de hoy valora menos la familia que el de generaciones


pasadas, a pesar de que pocos abandonan el domicilio paterno antes de los 25
años. Justifican más que hace unos años las relaciones sexuales entre
menores de edad, la relación prematrimonial en la que ellos mismos se verán
implicados, pero no tanto la extramatrimonial (Calatayud y Serra, 2002). Una
adolescencia que aparece como abierta a toda suerte de experiencias
sensitivas y emocionales, con aceptación del “riesgo festivo” y con una
grandificultad para admitir cualquier tipo de límite, consecuencia de la crisis
a las que nos hemos referido. Nos encontramos en una sociedad que da un
valor extremo a la seguridad y, paradójicamente, o como reacción a esto,
nuestro jóvenes están más tentados que nunca por un jugueteo con conductas
de riesgo que incluyen la posibilidad de la muerte (6). Adolescentes
donde predomina la emoción sobre la razón, individualistas, conuna mayor
frecuencia de relaciones sexuales a temprana edad, estimuladas, sin duda
por la exposición a escenas sexuales en los medios de comunicación, el mayor
acceso a la pornografía y la tolerancia social hacia estos temas. Según algunos
estudios (Centerwall, 2000), baja sin cesar la edad de comienzo de las
primeras relaciones sexuales: a partir de los 15 años se incrementa el número
de adolescentes que se inician en ellas, hasta llegar a la mitad a los 16, y al
60% a los 17.

Sin embargo, mientras los niveles más superficiales -besos, caricias- de la


actividad sexual van aumentando a edades tempranas (“¿quieres rollo?”, se
preguntan en los lugares de encuentro para pasar, en caso afirmativo, a besos
y exploraciones no genitales que acaban al mismo tiempo que el encuentro),
los niveles más íntimos se van retrasando a edades posteriores (García
Blanco, 1994).

Muestran además un culto al placer por el placer, culto al


cuerpo, preocupación por la apariencia física, y reconocimiento de la igualdad
entre los géneros, si bien más difícilmente llevado a la práctica como dijimos.
En sus relaciones de amor, el componente amor-pasión es más acusado
que la comunicación e intimidad, afectadas estas por las dificultades de los
adolescentes por compartir su ocio e identificar y poder hablar de sus
problemas. Mientras que un 76,5% de las adolescentes tiene su primera
relación sexual porque dice estar enamorada, sólo un 47,3% de los chicos lo
hizo por el mismo motivo (Centerwall, 2000). Vemos aquí una diferencia de
género que se corresponde con los estereotipos tradicionales: la mujer une el
sexo a la afectividad, el hombre lo hace por placer exclusivamente.

Seis de cada diez adolescentes defiende que la homosexualidad no debe ser


reprimida, y el 26% de los varones españoles de entre 16 y 30 años fantasea
con celebrar un encuentro homosexual (datos del Informe
Mundial Dúrex 2002, publicados en el diario La Verdad de
Murcia, 27-11-2002).

Género y adolescencia

El adolescente que atendemos hoy tiene mucho que ver con el


niño/a preedípico que fue (las vicisitudes de sus vínculos de apego, del
reconocimiento intersubjetivo), con el tránsito edípico que atravesó, y con las
huellas que los diferentes episodios de su biografía fueron dejando en él
(López Mondéjar y cols., en prensa). Veamos sucintamente, puesto que
requeriría una extensa consideración en sí misma, los mojones fundamentales
que jalonan el trayecto de la subjetividad y la identidad de género, desde la
perspectiva del psicoanálisis actual.

El sujeto se construye en el encuentro con el otro. Otro que pasa


sucesivamente, de ser un objeto de necesidad, a un objeto de identificación y
de deseo.

Partiremos aquí de una concepción del inconsciente como histórico, surgido


de la relación sexualizante con el otro (Bleichmar, 1998), y de la diferenciación
sexo- género que tiene su origen en Money en 1.955 y queStoller recupera
para el psicoanálisis a partir de 1.968.

Entendemos que la identidad tiene que ver con la diferencia y corre paralela a
la línea de separación-individuación que caracteriza la adquisición de la
subjetividad, y a la adquisición de las normas éticas y la sujeción a la ley
(superyó, ideal del yo).

Además, y siguiendo con la perspectiva constructivista con la que iniciamos


este trabajo (7), comprendemos el género como una construcción social, el
modo particular en que una sociedad determinada gestiona la sexualidad de
sus miembros. Pretendemos, además, huir de la tentación binaria que ha
predominado en el encuentro del psicoanálisis con la sexualidad, que quiere al
sujeto identificado con un sexo y deseando al otro.

Cada ser humano, nacido en un tiempo y una geografía histórica determinada,


ha de incorporar los valores de su cultura y hacerlos suyos en un proceso lleno
de vicisitudes y de variantes. De esta apropiación se ocupa el psicoanálisis. Y
se ocupa con la inclusión de un concepto fundamental, como es el
de identificación, primer lazo afectivo con el otro, que quedará en nosotros,
una vez perdido ese otro, como un rasgo, e irá constituyendo nuestra identidad
de modo inconsciente.

Expondremos brevemente, a riesgo de ser demasiado reduccionistas, los


principales momentos del recorrido que conduce al infans humano a la
adquisición de una subjetividad que incluye una cierta identidad de género.

La primera identificación es la llamada Identificación primaria,


entendida como una impronta de humanidad: no genérica. “Soy humano”,
sería la afirmación resultante de ella. No creo que pueda hablarse de un sujeto
de enunciación, sino de un enunciado sin sujeto. En este momento no hay
separación del niño con la madre, no hay sujeto ni objeto. Es el origen del
narcisismo primario, del yo ideal, de la omnipotencia infantil. En el campo de
las pulsiones, nos encontramos en el estadio anobjetal y autoerótico. Las
pulsiones se apoyan en las necesidades biológicas (apuntalamiento) para ir
desprendiéndose progresivamente de ellas bajo la acciónsexualizante del otro
(seducción originaria). Esta identificación primaria
sería pregenérica o protogenérica, pues el bebé no conoce aún la dimorfismo
sexual. Nos encontraríamos en el territorio de la bisexualidad original freudiana.
A partir de ella se activan dos capacidades de la especie: el bipedismo y el
lenguaje articulado.

Simbiosis y narcisización del bebé por parte de la madre, o la figura de


apego y de cuidado; teoría de la seducción de Laplanche. El eje de la
sexualidad para ambos sexos pasa por la confirmación narcisista por parte de
la madre que libidiniza al hijo/a como objeto de amor y de deseo. En esta
investidura ya encontramos los inicios de la diferenciación sexual por parte de
la madre. Lo sexual aquí tiene que ver con su representación de la feminidad
y de la masculinidad, a partir de sus propias imágenes parentales ,
elinvestimiento de su propio sexo, su relación con el marido, su deseo de un
hijo o una hija, el erotismo que se pone en juego en su relación con su hijo/a,
entre otros muchos factores. Lo sexual materno se infiltra en los primeros
cuidados iniciando el reconocimiento del bebé como otro, proceso que corre
paralelo, en él, al de la separación del objeto primitivo y la constitución del
objeto interno. La posición del padre, de la pareja de la madre, comienza a
tener aquí enorme importancia. Este sexual implantado en el niño, es el inicio
del inconsciente, y será objeto de sucesivas interpretaciones, simbolizaciones y
traducciones, a lo largo de toda la vida.

Tanto lo masculino como lo femenino son el efecto de la conjunción de dos


linajes y de cuatro partes: lo masculino/femenino paterno, y lo masculino y
femenino materno (Birraux, 1992), implantados de forma inconsciente en los
primeros cuidados del niño y en su posterior proceso de educación y
socialización.

De la simbiosis ha de pasarse a lo que llama Mahler: proceso de separación-


individuación, cuya teorizaciónse enriquece con los conceptos acuñados por
Winnicott de objeto transicional (espacio de simbolizaciones), y los desarrollos
de Bollas sobre el objeto transformacional. Inicio de la subjetivación,
reconocimiento mutuo del otro entre el niño y la madre, deambulación y
lenguaje. Este proceso está regido por la diferenciación entre un yo y un no-yo
(que pasará a ser posteriormente un tu, un sujeto reconocido como tal por el
niño), un adentro y un afuera. Tránsito que ha de ser paralelo en la madre,
reconociendo al bebé como distinto a sus expectativas e ilusiones. En esta fase
se producen las identificaciones secundarias.

Stoller diferenciaba entre una identidad de género central, básica, libre de


conflicto (de acuerdo o no con el sexo anatómico), y el rol de género,
conflictivo y cambiante de acuerdo con las expectativas culturales. En
circunstancias “suficientemente buenas”, entre los 14 y los 18 meses de edad
se ha adquirido la identidad de género; a partir de ahí se tiene la convicción
sentida de que se es varón o mujer, mediante la representación de las
interacciones entre el sí mismo y el cuerpo, y el sí mismo y el cuerpo del otro.
Freud admitía una suerte de reconocimiento precastrador, preedípico, una
distinción entre hombre y mujer, entre padre y madre, que tiene enorme interés
para comprender el encuentro con la diferencia sin el prejuicio de la
desigualdad fálica.

Benjamin la llamará identificación genérica nominal porque hace hincapié


en el proceso. Para ella la representación del sí mismo con un género coexiste
con la representación del sí mismo sin género, incluso con la identificación con
el género opuesto (Benjamin, 1996, p. 143). De igual manera la identidad de
género se construye por identificación y por complementación con el diferente
(Money y Ehrhardt, 1982): “soy como papá, no soy como...”, o bien “soy como
mamá, no soy como...”

Nos encontramos en el territorio de las Identificaciones secundarias,


marcadas por el género. Constituyen primero un núcleo de identidad de
género no conflictivo, no jerárquico, donde masculino y femenino tienen el
mismo valor, donde la diferencia no es desigualdad, para pasar posteriormente,
en el Edipo y en la adolescencia, a signarse con un más y un menos, de
acuerdo a los valores sociales y familiares otorgados a la masculinidad y a la
feminidad en cada cultura.

Estas identificaciones secundarias tendrían que ver tanto con la identidad de


género central como con el rol de género, siempre son cruzadas, no
excluyentes, sino superpuestas entre sí, y proceden de los vínculos con los
progenitores y adultos significativos de ambos sexos. Las combinatorias de
estas aportaciones parentales son infinitas. En este momento, los progenitores
se representan por separado en la mente del niño: la madre fuente de lo bueno,
precursora del objeto de amor externo, el padre del reacercamiento, que no
prohíbe como el padre edípico, es representante del mundo exterior excitante,
precursor del amor identificatorio.

La identificación de la niña con la “masculinidad” no sería una reacción al


sentimiento de castración sino al amor y admiración sentido hacia este padre
diádico del reacercamiento, que le permite ir separándose de la madre. Para el
niño, el acercamiento a este padre promueve su identificación con la
masculinidad, este amor está fundado también en el narcisismo del padre
cuando se identifica con su hijo varón.
Provistos de todas ellas se llega al Complejo de Edipo: niños y niñas entran
en el Edipo con la identidad de género constituida y salen de él con la marca de
lo que será su futura elección de objeto, homo o heterosexual. En el
transcurso normal, para hacerse hombre, el niño deberá reprimir sus
identificaciones con la madre, que constituyen la homofobia masculina, el
miedo a su propia feminidad, pues “no tener nada de mujer” será un imperativo
cultural de la masculinidad que aparece muy pronto en los niños, y que está en
el origen de la unión entre iguales que observamos en las escuelas (8).

La niña se identificará con la madre y deseará tener un hombre e hijos como


ella. El descubrimiento de la sexualidad de la madre es, como
indica Laplanche (1998), un descubrimiento tardío para los niños, y para el
propio psicoanálisis, que negó la sexualidad de la madre durante mucho
tiempo, identificando feminidad con maternidad. Por fortuna, la niña tiene
oportunidad de identificarse con mujeres sexuadas a través de otras figuras
femeninas significativas, cuya sexualidad puede llegar a apreciar sin temor a
sus propios deseos incestuosos, y desvincular el sentimiento de pertenecer al
género femenino con el de ser madre.

Como pueden observar, nos separamos claramente de la concepción freudiana


de la sexualidad femenina pensada como “envidia de pene”. Hoy sabemos que
las niñas conocen su anatomía y que la envidia de pene, o su correlato de
hostilidad hacia la madre tomada como culpable de su “castración”, cuando se
presenta en la clínica, tiene que ver con la desventaja que en nuestra cultura va
ligada al hecho de ser mujer (9).

El rechazo de lo femenino está simbolizado en numerosos ritos de paso donde


queda una marca en el cuerpo del niño que se transforma en hombre,
abandonando el mundo de la madre. Mientras que en la niña, la menstruación
actúa en lo simbólico como la garantía de su pertenencia al género femenino y
su capacidad de reproducción, de manera más eficaz que las primeras
poluciones para el niño.

Si juzgamos por la incidencia y la distribución de las patologías donde está


involucrada la identidad de género (travestismo, transexualismo, transgénero),
más frecuentes entre los hombres (en una razón de 3,4 a 1 para el cambio de
sexo de hombre a mujer, en relación al de mujer a hombre, según Chiland,
1999), quizás podríamos decir que el varón tiene más dificultades que la mujer
para adquirir una identidad de género isomórfica (de acuerdo con su sexo
anatómico). Esta dificultad, señalada por numerosos autores, se concreta en la
separación o integración de la protofeminidad (Corsi, 1996) que forma parte
de todos los niños, consecuencia de su vínculo originario con la madre, y de la
ausencia de un modelo paterno con el que poder establecer el
amor identificatorio en la etapa del reacercamiento.

Vemos, pues, que los problemas de identidad sexual aparecen, de un modo u


otro, en la primera infancia.

Según Limentani (1991), “la literatura psiquiátrica y psicoanalítica más general


sobre desviaciones sexuales muestra convincentemente que la carencia de
una buena relación con el padre facilita el desarrollo de la homosexualidad
masculina y femenina, así como otras desviaciones sexuales” (p. 217). Los
trastornos de la identidad sexual tienen una estrecha relación con los deseos
de la madre sobre el género de su hijo/a. Un dato curioso es que las mujeres
que han deseado modificar su sexo anatómico de hembra a varón eran bebes
poco agraciados físicamente, mientras que los hombres que desean
posteriormente reasignar su sexo, de varón a hembra, eran niños muy
hermosos. No podemos eludir aquí la influencia del imaginario de la belleza
para un género y otro, y su enorme efecto, quirúrgico en este caso, en los
cuerpos.

Pero, cualquiera que sean las vicisitudes preedípicas y edípicas, el problema


de la identidad sexual surge con tintes nuevos y dramáticos en la
adolescencia, al añadirse, entre otros factores, la capacidad de actuación del
adolescente, así como su capacidad reproductiva.

En ella asistimos a una reactualización de todos los procesos descritos


anteriormente: separación/individuación, el duelo de los padres infantiles y de
la omnipotencia infantil a ellos ligada, ladesidealización de éstos, el pasaje del
Yo ideal al Ideal del Yo, el retorno de las dudas edípicas de elección de objeto.

Para Peter Blos (1992) el conflicto fundamental que atraviesa el varón en el


periodo de la adolescencia es el esfuerzo que realiza para poder alcanzar un
estado sin conflictos de su masculinidad, a través de la resolución del complejo
paterno en el período diádico y la renuncia de la necesidad infantil de
idealización del objeto y del self. Este periodo diádico se produjo cuando
intentó por primera vez romper los lazos de pasividad que le unían a la madre
simbiótica, transfiriendo lenta e intermitentemente su ligazón emocional al
padre, un objeto no contaminado por la fusión, y por tanto más tranquilizador
en ese momento, proveedor, como la madre, de la atención y del cuidado.
Para Joyce Mc Dougall (10), la capacidad del padre de mostrarle al hijo su fuerza
y su amor es determinante para el destino homosexual del hijo. Vemos aquí la
coincidencia con Blos en la importancia otorgada al padre en la adquisición de
la identidad sexual, tanto en la infancia como en la adolescencia.

En esta, el trauma se repetirá, volviendo a separarse del padre idealizado, con


quien establece una identificación de género. Para este autor, la hostilidad del
adolescente hacia el padre no es más que la vuelta en lo contrario de aquel
lazo de amor infantil al que se regresa en esta etapa. La importancia
que Blos otorga a este tránsito es tal que le lleva a declarar que ha suprimido
en su teorización el papel central del Edipo en el estadio final de la formación
de la masculinidad en la adolescencia. El mantenimiento de la idealización del
padre coagula en este periodo en desórdenes narcisistas de la personalidad.
Pero para que la desidealizaciónse produzca, el padre tiene que estar
presente, y esto dependerá a su vez de su propia identidad de género, puesto
que el padre utiliza al niño varón para reparar su propio complejo paterno.

Otro tanto podríamos decir de la relación de la adolescente con su madre, tanto


su propia aceptación de la feminidad, como el valor que el padre le otorga,
contribuirán a las vicisitudes de la identidad de la adolescente.
De manera que nos encontramos con articulaciones trigeneracionales, es
decir, en las que están involucradas tres generaciones, en la conformación de
la identidad de género, la identidad sexual, es decir, de la
masculinidad (11) o la feminidad.

Como resultado de la represión de estas constelaciones psico-afectivas, “lo que


queda son cicatrices en la persona, que aparecen bajo la forma del carácter. El
carácter produce personajes que unifican el yo y la cartografía del cuerpo
imaginario (prolongación y extensión del yo) clave del
proceso puberal” (Hartmann ycols., 2000).

Y de nuevo la sociedad actuará de modo diferenciado sobre los adolescentes


varones y mujeres, dejando en sus respectivos ideales las huellas de lo que la
cultura estima que es ser hombre o mujer: ideales de belleza corporal, morales,
las figuras del amor que se proponen, las de la familia, etc.

El adolescente percibe su cuerpo, pivote de la identidad, como extraño,


cambiado y con nuevos impulsos y sensaciones. Las funciones yoicas se
esmeran especialmente en discriminar, controlar y fluctuar entre objetos de
identificación, para tolerar las ansiedades que provocaría la no
identidad. Existe una presencia importante de
defensas esquizoparanoides (identificación proyectiva e introyectiva),
fluctuaciones entre apatía y actividad, y un estado confusional normal que tiene
que ver con una sensación de pérdida de continuidad del self y de la unidad
del mismo. La ambigüedad típica de la adolescencia tiene que ver con un tipo
de identidad y de organización del yo que se caracteriza por coexistir y
alternarse las identificaciones, sin que para el sujeto implique confusión o
contradicción.

Ante todo esto, es fundamental un yo embebido de omnipotencia, sin el cual el


adolescente sucumbiría ante semejante movilización de identidades
tempranas.

La mayoría de los autores que tratan sobre la adolescencia, sean de la


orientación que sean, señalan como propio del pasaje adolescente la
incorporación que estos deben hacer de algunas tareas irrenunciables, sin las
cuales no les será fácil encontrar su lugar en el mundo de los adultos.

Estas tareas son resumidas por Ricardo Rodulfo (1986, 1992) como los seis
trabajos del adolescente: pasaje de lo familiar a lo extrafamiliar, del Yo ideal al
Ideal del Yo, de lo fálico a lo genital (del autoerotismo a las experiencias
intersubjetivas), abandono del narcisismo infantil, pasaje del jugar al trabajar,
tensión entre el mundo regresivo familiar y el progresivo o social).

Masculino/femenino/neutro

En nuestra sociedad postmoderna, pensar el género no puede ser repetir los


eslóganes freudianos sobre la masculinidad y la feminidad, ni siquiera sobre el
logro de una sexualidad genital como síntoma de madurez psíquica, ni el
antropocentrismo y falocentrismo del complejo de Edipo (12).
Tradicionalmente, la teoría psicoanalítica postulaba que la adquisición de una
definitiva identidad de género y la elección del objeto de amor era una de
las principales tareas del adolescente, que debe pasar del niñopreedípico, al
niño edípico y de éste a la asunción de una identidad de género y la a elección
de objetos de amor homo o heterosexuales. En la mayoría de los casos la
identidad de género y el sexo anatómico coinciden. Algunos adolescentes
descubren su homosexualidad y hemos de felicitarnos de que la aceptación
social de la misma haya disminuido el sufrimiento psíquico de aquellos
adolescentes que experimentan esta orientación en sus relaciones erótico-
afectivas.

Existe un porcentaje universal de incidencia de la homosexualidad que


asciende al 10 %. A pesar de ladesculpabilización social de esta opción, los
adolescentes que se sienten “raros” (llamados “queer” para una cierta teoría
antropológica, ver Mérida Jiménez, 2002) tienen de 2 a 3 veces más
probabilidades de intentar suicidarse o de conseguirlo que otros jóvenes.

Sin embargo, hemos de objetar algunas cuestiones al concepto de “definitiva”


identidad sexual, elección de objeto de amor y de deseo.

En la actualidad nos encontramos cada vez más con personas que modifican
su elección de objeto amoroso de, hetero a homosexual, en años avanzados
de su vida. Se da sobre todo en mujeres, tenemos menos constancia de su
incidencia entre los hombres.

El fracaso de las relaciones afectivas con varones orienta a algunas mujeres


jóvenes, y algunas otras ya maduras, a establecer relaciones eróticas con sus
amigas, en una nueva elección de objeto que tiene en la motivación de apego
su fuente pulsional prioritaria. Además, según un reciente informe
norteamericano (Pereda, 2001), la mitad de los varones occidentales
mantienen o han mantenido relaciones homosexuales. Para muchos de ellos
es la mejor posibilidad de tener relaciones profundas y duraderas.

Estos datos nos conducen a la necesidad de diferenciar identidad de género


de identidad sexual (que tiene que ver con la práctica sexual), así como
la separación entre identificación y deseo: sentirse un hombre o una mujer –
identidad de género- no tiene que ver con desear a hombres o mujeres –
identidad sexual -. Si bien no podemos separar completamente ninguno de
estos cuatro conceptos, que están conectados de forma dinámica y recíproca.

La tarea prioritaria del adolescente es dotarse de una identidad separada


de la de los padres. Es lo quePeter Blos (1996) llamó segundo proceso de
individualización. Una identidad que está construida sobre las huellas de las
identificaciones con estos, y los otros significativos (muy importante señalar la
enorme influencia de los abuelos), identificaciones que contienen la marca de
sus pulsiones. Podríamos decir que el adolescente tiene que formular una frase
en negativo: “Yo no soy papá ni mamá”, cuya hipérbole sería el oposicionismo
adolescente, y otra en positivo: “Yo soy yo”, con la consecuente recuperación
narcisista y, simultáneamente, la carga de ambigüedad que ese yo contiene.
De este proceso de separación- diferenciación va a depender, en gran medida,
el destino de las identidades de género y de la identidad sexual.
Ahora bien, si la familia victoriana, a partir de la cual Freud formuló la teoría del
Complejo de Edipo, estaba fundada en la autoridad de un padre –
representante del orden simbólico patriarcal, por más que su debilidad efectiva
fuese notable -, y de una madre que asumía los valores tradicionales de la
maternidad –identificada con la feminidad, aún a costa de un abanico de
síntomas -; una familia en la que el niño tenía que vérselas con una diversidad
de identificaciones reducidas, claras y plenamente sancionadas por la totalidad
del orden social, al que tenía que acceder para separarse de esas primeras
figuras identificatorias. En la actualidad, por el contrario, nos encontramos con
que los padres han perdido valor como figuras de identificación, al entrar
desde el principio en escena otras figuras representativas: desde la escuela
infantil, la primaria, el instituto, las parejas nuevas de los padres, y los
personajes propuestos por la omnipresente televisión.

El individuo contemporáneo se desarrolla en un entorno mucho menos estable.


Si antes se era hombre o mujer –ambos ligados al ejercicio de la paternidad-
maternidad (13)-, sin grandes contradicciones internas en esas propuestas,
definidas y concretas, los puntos de anclaje actuales, ante la pluralidad de
sentidos que se proponen, se multiplican en significantes a veces
banales. Como señala Gil Calvo no se es ni varón ni nena, sino chico bien, hip-
hop, rap o rock, tranqui o rápido, skater o roller... A la falta de una
figura identificatoriadirecta el grupo de iguales toma cada vez más importancia.
Adoptando la identidad colectiva, afirma este autor, en plena coincidencia con
el psicoanálisis en este punto, los jóvenes confían en suplir la falta de identidad
propia por la que atraviesan (Gil Calvo, 2001).

Hemos de remitirnos pues a autores que han cuestionado los presupuestos


freudianos a la luz de los descubrimientos de las teorías evolutivas, las
primeras relaciones del bebé con la madre, la antropología y los estudios de
género, para poder dar cuenta de la realidad.

Tal y como señala Dio Bleichmar (2002), “se ha operado un cambio de


paradigma en la concepción de la psique humana....que puede contribuir a una
desmitificación del valor atribuido a la diferencia sexual como la condición
determinante para el establecimiento del sujeto psíquico”, pasando a ocupar un
lugar entre otros componentes que contribuyen a la construcción de la
subjetividad.

Entre ellos, nos parece relevante la revisión de Jessica Benjamin (1996), para
quien la identidad de géneroestá fundada en una tensión creativa, oscilante,
móvil, entre las identificaciones tradicionalmente femeninas y
masculinas. Ambas identificaciones construyen la subjetividad humana, y
se comunican entre sí de forma mutuamente enriquecedora. Para esta autora,
“el sentido nuclear de la pertenencia a un sexo no se ve comprometido por las
identificaciones con el otro o por las conductas características del otro. El
deseo de ser y hacer lo que el otro sexo es y hace no es patológico ni
necesariamente una negación de la propia identidad. La elección de objeto
amoroso, heterosexual u homosexual, no es el aspecto determinante de la
identidad genérica, idea ésta que la teoría psicoanalítica no siempre admite” (p.
144).
El psicoanálisis freudiano tuvo muy presente el carácter bisexual del
ser humano, (Freud, 1905)reconociendo en los individuos de ambos sexos
impulsos pulsionales tanto masculinos como femeninos, que pueden volverse
inconscientes por la represión. Groddeck (1931) postulaba una bisexualidad
no sólo física sino psíquica, la civilización reprime, mediante mecanismos más
arcaicos que la represión, una parte para imponer la otra, escindiendo al
individuo.

Para Ferenzci (1914), el recorrido de la bisexualidad normal del niño/a es la


represión: “el complejo homosexual sucumbe ante el rechazo”, y la
sublimación, su desplazamiento hacia la vida cultural, la amistad y la
camaradería homoerótica. Ferenzci pensaba que en el hombre permanece una
necesidad de ternurahomoerótica que está hoy muy reprimida en la cultura
occidental, esta represión hace que los hombres se vuelvan hacia las mujeres
como heterosexuales compulsivos, adoptanto el papel de un Don Juan, del
queLeporello lleva la cuenta de sus conquistas: “e in Spagna mille tre”.

En la clínica se muestra muy explícitamente el riesgo de que las


identificaciones consideradas como femeninas y las masculinas, estén
disociadas, lo que daría sujetos sobreadaptados a los roles convencionales de
género, tal y como es frecuente encontrar en parejas donde la mujer sufre
maltrato (López Mondéjar, 2001).

En la generación actual de adolescentes mujeres, nos encontramos con que lo


femenino convencional de sus madres choca frontalmente con las propuestas
culturales de identificación que reciben por medio de las revistas, música, y
medios de comunicación. Estas exponen modelos de adolescentes que llevan
la iniciativa sexual, practican una sexualidad libre, se desenvuelven con
eficacia en los estudios y saben cómo seducir, al mismo tiempo, al chico de sus
sueños. Se trata de un modelo de feminidad nuevo y complejo que escapa de
las propuestas convencionales. A pesar de la uniformidad en los eslóganes de
los mass media, tenemos que tener en cuenta, además, la diversidad de
medios culturales, y sus respectivos valores, que conviven en nuestras
sociedades desarrolladas, ampliando aún más el caos.

Como dijimos, estamos apostando por una concepción del género como
una construcción social que genera estereotipos cuyos rasgos se ven
modificados de una cultura a otra, teniendo como base el cuerpo no biológico,
sino metaforizado, en el que esos estereotipos se implantan, de ahí la
plasticidad y la versatilidad de las identidades humanas. El deseo erótico es
universal (Eibl-Eibesfeldt, 1995), atraviesa todas las culturas, y son estas
quienes se encargan de encauzarlo para eliminar su vertiente transgresora,
que escapa a las normas, mediante la gestión de la sexualidad humana y de
estereotipos de género cerrados (masculino, femenino), calificando de
desviación, de patológico, de raro o perverso, lo que se sitúa fuera de esa
distribución binaria.

Sin embargo, la identidad de género ha dejado de ser el pivote de la identidad


en nuestra era postmoderna que antepone el “yo soy”, es decir, un sentido de
la existencia y de la competencia, al soy hombre o soy mujer. Además, la
tolerancia sexual facilita la práctica de conductas sexuales antes reprimidas,
por lo que la bisexualidad aparece hoy con tintes nuevos. Lejos de la clásica
interpretación freudiana que la atribuía a una omnipotencia infantil de la que el
bisexual es incapaz de prescindir, interpretando la bisexualidad como un
síntoma neurótico o psicótico; el psicoanálisis actual tiende a plantearse la
salida bisexual de otro modo.

El tránsito por una bisexualidad platónica ha dejado de ser patrimonio de la


adolescencia, en sus primeros años, 13 a 16, para plantearse activamente en
los jóvenes de 18 a 25 años o más. Sin embargo, si comparamos el porcentaje
aceptado de homosexualidad, 10 al 20% de la población - dependiendo de las
diferentes fuentes- , con las manifestaciones de los adolescentes entre 14 y 17
años que declaran sentir atracción sexual hacia personas de su mismo sexo,
un 2,5% para las mujeres y un 3,0% para los hombres, hemos de pensar que la
elección homosexual tarda algún tiempo en manifestarse como afirmación
subjetiva (García Blanco, 1994).

A mi entender, la alternancia entre relaciones homo y heterosexuales de la que


somos testigos en la actualidad, tiene que ver con la búsqueda de
satisfacciones ligadas a un sistema motivacional complejo que trasciende la
mera sexualidad, e incluye las necesidades de reconocimiento y apego, las
necesidades narcisistas y de comunicación, a menudo difíciles de satisfacer
entre los jóvenes de un sexo con otros del sexo contrario (14).

Como hemos reiterado, el orden social contribuye a la modelación del ideal


del yo, que debe ir sustituyendo en la adolescencia al yo ideal; ideal del yo
cuya función se torna esencial para modelar tanto la intensidad de las
emociones y de los pensamientos constitutivos de las valoraciones (Roughton,
2002) intrapsíquicas como las concordancias y los desacuerdos que se
plasman en la interacción de los sujetos y que contribuyen a la constitución de
la autoestima y del sentimiento de sí (Vinocur, 1998). En nuestra cultura, y por
lo tanto en la construcción subjetiva que se propone a sus miembros, ha
cesado en gran medida la represión de la bisexualidad; por lo tanto, la
angustia bisexual, el terror al otro género interiorizado, que antes llevaba
consigo una dramática duda sobre la identidad de género, ha disminuido
considerablemente, de manera que lo bisexual, lo neutro de nuestro
provocador título, es hoy una apertura más del campo de las relaciones erótico-
afectivas entre los seres humanos.

Como apunta Anthony Giddens, “la decadencia de la perversión debe ser


considerada una batalla, en parte victoriosa, en el contexto del estado
democrático liberal. Las victorias han sido ganadas, pero las confrontaciones
continúan, y las libertades que han sido logradas podrían todavía ser barridas
probablemente por una marea reaccionaria” (Giddens, 2000).

El fenómeno social de dotar de un nombre, “bisexual”, a la experiencia


originalmente sin denominación, de un deseo ambiguo, confuso y, a menudo
aún por definirse, instala en lo “bi” a adolescentes que no sujetan sus ensayos
sexuales a ningún tipo de represión, al ver sancionada con la denominación
apropiada una atracción que los despista, cuestionándoles.
“Creo que soy bisexual”, me decía en una sesión una adolescente de catorce
años. En su grupo de amigos, la mayoría de las chicas realizaban ese tipo
de pruebas: “Hasta que no pruebas algo no sabes si te gusta o no”. La
posibilidad de nombrarlo, de incorporarse tras el nombramiento a un grupo de
pertenencia, el de los bisexuales, funciona como un fuerte rasgo de identidad.
Una identidad sexual nueva (15), que tendrá efectos estructurantes en el
psiquismo adulto. Chiland señala el poder de la palabra en los casos de cambio
de sexo estudiados (16).

En este sentido Roughton, R. E, tras un largo trabajo de treinta y cinco


años psicanalizando a hombres gays y bisexuales, señala la necesidad de
separar orientación sexual y salud mental, tratándolas como dimensiones
independientes. Postura que entronca con las propuestas de Stoller (1998) en
torno al sado-masoquismo consensuado, y que nos debe hacer reflexionar
como psicoanalistas.

Joyce Mcdougall cita en este sentido a Meltzer, quien subraya que la


sexualidad adulta, no neurótica y no perversa, es no obstante, profundamente
polimorfa.

Si la ternura permanece ligada al erotismo siempre, dado el origen de esos


afectos –cuidados físicos y amor hacia la persona que los realiza, y
despertar libidinal corren paralelos-, la actuación sexual de la ternura que la
adolescente, que se proclama bisexual siente hacia su amiga, encuentra una
legitimidad nueva en nuestro mundo tolerante y permisivo, donde el sexo ha
escapado a la represión, que se ciñe, por otra parte, a otros campos del placer
y la sensualidad. En el abrazo amoroso del encuentro homo femenino se
incorpora la ternura que a menudo está ausente en las relaciones entre los
géneros. La sexualidad hetero se sitúa, disociada, en el plano de las exigencias
heterosexuales de la actualidad (disponibilidad, pasión, rapidez, cambio) que
se rige por el modelo de la sexualidad genital masculina.

Tal y como se interroga Emilce Dio Bleichmar (2002) a propósito de la violencia


real y fantasmática ejercida sobre el cuerpo femenino como negada o reprimida
por la adolescente, que saca a primer plano el cuidado corporal y estético;
podríamos interrogarnos aquí sobre si estos ensayos bisexuales no tendrán
que ver también con una negación de la angustia que la sexualidad propuesta
a las adolescentes les produce, y una regresión hacia vínculos femeninos
vividos como menos peligrosos para su integridad física y psíquica.

Es en este sentido que debemos plantearnos, como hace Mitchell (1996), ¿Son
la masculinidad y la feminidad, como se definen tradicionalmente, ideales
todavía válidos? ¿Es necesario y deseable para un chico o una chica
consolidar un sentimiento firme de identidad sexual? ¿O es más deseable
y saludable esforzarse por trascender los roles de género, buscar unos
nuevos ideales de androginia o bisexualidad? Un paciente de 26 años con
una historia de ambigüedad sexual desde su adolescencia, se expresaba así:
“Ahora me siento un hombre, pero no en el sentido masculino, sino en el de ser
humano” ¿Cómo se enfrenta el clínico, con qué prejuicios, a las disyuntivas que
presentan los adolescentes en este proceso de construcción de su identidad de
género? ¿Qué ideales de salud proponemos, de modo consciente o
inconsciente, en nuestras psicoterapias?

Como hemos repetido varias veces, lo reprimido hoy, tanto en los hombres
como en las mujeres, no es la sexualidad, sino el sentimiento de la profunda
necesidad de una cierta dependencia afectiva, de reconocimiento
intersubjetivo; contrarios ambos al modelo de producción del capitalismo
avanzado que pretende que los seres humanos nos desprendamos de todos
nuestros lazos estables, pues precisa de hombres y mujeres móviles y
autónomos.

Ante todo este maremágnum, y para interrumpir momentáneamente unas


propuestas que sólo considero iniciadas, debemos volver la mirada a la ética.

Como clínicos, nuestra única posibilidad es la de situar la endeble construcción


de la frágil identidad adolescente, apelando a una necesaria autonomía ética y
creativa que le haga adulto y le permita “elegir” –sin prescindir de un cierto
determinismo inconsciente- entre identificaciones cruzadas y múltiples,
principios morales heterónomos (procedentes de sus otros significativos), y
propuestas culturales colonizadoras; elegir, decíamos, modos autónomos y
singulares de situarse frente a su sexualidad y frente a la del otro, conquistando
una posición de autor (ver Pescatore), de no sometimiento a las identidades
que le son atribuidas (ni familiar ni socialmente), si no es para reinterpretarlas
creativamente.

Este mismo proceso - autonomía teórica y subjetivación de su posición como


analista -, constituye la condiciónsine qua non que ha de desarrollar el
psicoanalista o psicoterapeuta que le acompañe en esos avatares.

Por último, señalar la dificultad que esta tarea de creación propuesta encuentra
en la sociedad moderna, cuyos iconos de uniformidad y no-pensamiento,
atraviesan cada una de las ofertas que - grupo de edad privilegiado por el
marketing-, se ofrecen a los adolescentes. La corriente imperante se establece
en el sentido opuesto, esto es, la construcción de clones psíquicos que
responden a fetiches identificatorios iguales, hombres y mujeres máquina –
cyborg (17)-, en los que el conflicto que constituye la subjetividad creadora, está
elidido.

NOTAS

(1) Mabel Burín distingue en la sociedad occidental tres tipos de uniones familiares que ella
clasifica como: moderna, tradicional y de transición. Los roles de padre y madre son diferentes
para cada una de ellas.

(2) A. Tobeña (2001) señala el incremento de la violencia física entre las adolescentes y las
mujeres, fruto de esta exposición a valores culturales igualitarios.

(3) American Academy of child & Adolescent Psychiatry “Los niños y el divorcio” nº 1 (revisado
8/98).www.aacap.org/publications.

(4) Según David M. Buss (1996, p. 283), “en los Estados Unidos, casi el 50% de los hijos no
viven con sus progenitores genéticos”.
(5) Stoller (1998), Volnovich (1997), Benjamin (1996, 1997), Fiorini, (1995, 2001), por citar sólo
algunos psicoanalistas actuales, insisten en la necesidad de recurrir a otras disciplinas
(filosofía, antropología, estudios de género, neurociencias o literatura) que comparten aspectos
del mismo objeto que trata el psicoanálisis. A mi juicio, renunciar a lo interdisciplinario, lo
complejo o lo transdisciplinario(Hornstein), nos encierra en un solipsismo improductivo que
pierde de vista aspectos de la complejidad de lo que se pretendeconceptualizar.

(6) EL PAIS, 24-11-2002, “Flirteando con la muerte”.

(7) El constructivismo se opone al positivismo y al esencialismo en la ciencia, al comprender la


realidad como producida socialmente (Berger, P. Y Luckmann, T., 1986), lo que permitiría el
análisis histórico de los conceptos, genealogía en términos
de Foucault, odeconstrucción en los de Derrida; es decir, el análisis de los materiales y las
condiciones históricas que contribuyeron a producir y naturalizar un tipo de realidad y no otro.

(8) Para abundar en el inicio de la identidad de género masculina pueden consultarse los
siguientes textos: Badinter (1993); Corsi (1996);Burin y Dio Bleichmar, E. (comp.) (1996).

(9) Un estudio excelente de la sexualidad femenina, y una crítica pormenorizada de la teoría


freudiana sobre la misma a la luz de los estudios de género, es el elaborado como tesis
doctoral por Dio Bleichmar (1997). Para comprender la identificación entre feminidad y
maternidad, el clásico de Chodorow: “El ejercicio de la maternidad” (1984).

(10) Citada por Limentani (1991) en el artículo al que antes nos referimos. En el mismo texto, el
autor hace referencia a distintos psicoanalistas que abundan en la exclusión del padre, la
desautorización que la madre hace de él, la pasividad del hombre, debida a sus conflictos con
la masculinidad propia, como rasgos de la constelación familiar, y edípica por tanto, de los
pacientes con desviaciones sexuales. Nosotros, aquí, pretendemos que entre en cuestión el
término desviación sexual, al apelar a una sexualidad normal y otra desviada.

(11) Blos distingue entre identidad de género, que se establece muy tempranamente,
comenzando en el primer año de vida, y laidentidad sexual, como
componente egosintónico del self, cuya adquisición determina el punto final de la adolescencia.
La identidad sexual comporta la elección de objeto sexual y la relación con el otro, esto es, la
actividad sexual propiamente dicha.

(12) Siguiendo una línea de pensamiento muy presente en el Psicoanálisis actual, tanto
Ricardo Rodulfo como Hugo Bleichmar, por citar sólo algunos ejemplos, cuestionan la
centralidad del Edipo (como ya lo hizo Kohut), y de la diferencia de los sexos en la constitución
del sujeto humano. Hoy, a la luz de los estudios de la relación del bebé con su madre y la
observación infantil (Stern), en la teoría psicoanalítica comparten pleno protagonismo con la
sexualidad tanto las necesidades de apego (Bolwby), como las de reconocimiento intersubjetivo
(Benjamin), así como otras motivaciones (narcisistas, de conservación; Bleichmar), lo
cual lleva a Rodulfo a hablar de una galaxia mítica, más que de un mito Edípico central y
excluyente.

(13) También la masculinidad tenía como atributo la paternidad en la sociedad rural tradicional,
como Joan Frigolé (1998) demuestra en su hermoso libro “Un hombre”. El soltero seguía
siendo definido como “hijo de”, y no era infrecuente la burla sobre lo “pegado a la madre”, que
se encontraba, es decir, la ausencia de separación del grupo familiar de origen que caracteriza
la vida adulta.

(14) Excepcional la caricatura que Verhaeghe hace del desencuentro entre hombres y mujeres,
de la asimetría de sus fantasmas sexuales, sus demandas y sus expectativas. Todo lo cual le
lleva a afirmar que las mujeres están más satisfechas con otras mujeres, puesto que comparten
el mismo fantasma de amor ideal.

(15) El carácter novedoso no está en su práctica, obviamente conocida desde la antigüedad,


sino en su aparición como propuestaidentificatoria.
(16) El nombre crea identidades. Una crítica apropiada al riesgo de totalitarismo implícito en la
denominación, es la que surge desde dentro del campo homosexual contra las identidades
propuestas como gays, que pasan a definir, no una orientación sexual concreta, sino la
totalidad de la persona, volviendo a establecer normas y desviaciones.

(17) El cyborg, tal y como fue concebido por Haraway (1995), es un híbrido de máquina y
humano que escapa a las dicotomías del pensamiento occidental, constituye una esperanza
para el mestizaje y un punto de referencia en la construcción de un proyecto de subjetividad
que no se somete a los parámetros del pensamiento patriarcal capitalista. Su aspecto siniestro,
su riesgo clónico, su carácter virtualmente seriado, fue señalado por mí (Lopez Mondéjar,
2000).

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