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diario de un galeote

por ejercitarse
Clausurar la propia rutina como quien da un cerrojazo al mundo desde este lado de
la puerta, y, al cerrar el pequeño cosmos gris, industrioso y avaro por donde
transitan los días, descubrir que se ha dado portazo a todo término que no quede a
tiro de zapatilla.
Despertarse una mañana cualquiera de marzo, melliza de ayer, prima hermana de
mañana, y decidirse a añadir un grano a la montaña de tedio general, arrojando
sobre los incautos unas líneas más adecuadas a la propia penitencia que al castigo de
prójimos o extraños. Decidirse, quizá, a ensayar la necropsia de este tiempo muerto,
decretado del uno al otro confín. Obligarse, en fin, a ejercitarse mientras se cumple el
confinamiento. Espero, sepan perdonarme.

El enjambre
De cuando zangolotino en el teatro de aficionados, recuerda uno aquella obrucha
para los presos en la semana cultural de la cárcel. Los reclusos reaccionaban de
manera muy diferente a como lo habían hecho esas señoras (que serían según Fernán-
Gómez el público del teatro) de provincias ante los personajes estereotipados —el
pelota en libertad aparecía como el soplón en el escenario del trullo— y los gags
facilones, sobre la vida en una oficina, puestos en escena; y allí donde bullían las
carcajadas extramuros, solidificaba un silencio gélido entre rejas. En cierta escena, el
soplón y su jefe —“Es un madero”, quedó bautizado en su primera aparición—
espiaban, a través de una supuesta ventana en el proscenio, el estriptis involuntario
de una vecina que ocurriría en el horizonte de la platea. El diálogo rijoso y la mueca
lasciva de los mirones, cima cómica de la función, sumió a los convictos en una
solidaria indiferencia. Maldita la gracia.
Después, los funcionarios de la prisión explicaron que la única forma de flirteo entre
el módulo femenino y el masculino, era, precisamente, a través del ventanuco de la
celda. La necesidad del menesteroso juzgaba el vicio del voyeur como una
malversación inadmisible.
Recuerda uno esto, ahora, al asistir cada tarde a la eucaristía vecinal en las
balconadas españolas, dando gracias a los nuevos ángeles custodios, una bandada
de aplausos de vuelta al ruedo ibérico, para matasanos, enfermeras, celadores y
demás facultativos en la vanguardia de la contención de la peste.
La veda del encierro parece haber resucitado aquella mala traducción de Aristóteles
según la cual, el hombre era un animal social “muy más de verás que las abejas”, y el
personal anda mendicante de contacto social, de protección social, de gasto social y
de estado social y democrático de derecho. Afortunados, nosotros, que contamos con
un vice de lo social pertrechado de un Escudo social de dos cientos mil kilos de vellón
—Turrión dio su homilía demostrando que se puede estar en misa e implementando
—; escudo contra un enemigo que “no entiende de territorio, pero sí de clase social”.
Lo social como aditivo meliorativo. Sin el antídoto de lo social, será inevitable una
crisis social: “Los esfuerzos que no hagamos hoy serán las desgracias sociales de
mañana”. Caminemos todos, Turrión el primero, por la senda de lo social.
Pero ya nos advirtió el tutor de Alejandro que el hombre no se distinguía por ser
animal social, pues social era todo animal que vivía en grey, sino animal político (de
polis: ciudad) o civil (de civitas). Si el hombre que somos es el hombre que vive
(confinado) en la ciudad (estado), entonces, el virus no entenderá de territorio, pero la
única forma de hacerlo frente será mediante lo político. Políticas son las decisiones
de las polis alemana o francesa acaparando material médico —Europa viene siendo la
solución desde que la mentara Ortega—; política fue la promoción del 8M; política, la
aprobación del estado de alarma; político, el merecido reproche a la jefatura del
estado, a pesar de su interesada utilización como cabeza de turco; y políticas han de
ser la respuesta y la crítica de los actos del gobierno.
Toda esa campaña obscena, buenista y sentimental del ahora no es el momento, esa
acotación de un tiempo para las palmas previo a futuras lapidaciones, como si
fueran incompatibles los aplausos a los guardianes con los reproches a los arcontes,
ese confinamiento de las responsabilidades políticas bajo el cerrojo retórico de lo
social pone en duda nuestra condición de animales políticos, de ciudadanos. Si todo
el ímpetu ciudadano se reduce a evitar el abrazo que garantice los futuros, entonces,
voto a Dios, somos “ovejas y no hay gigante ni caballero ni escudos partidos ni
enteros”.
Sea todo por no agitar el enjambre.
Durante aquella función de cuando entonces, uno de los presos, sumando el de
género a sus delitos, gritó: “Morena, te pongo un piso”. Pobre morena a quien todo
un segundo C prisión ha sido.

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