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La pareja y la esfera: metáforas fallidas de la

perfección

Daniel Castaño Zapata

Pt. 1

Comencemos con una joya de Jorge Luis Borges:

Religio medici, 1643

Defiéndeme, Señor. (El vocativo

no implica a Nadie. Es sólo una palabra

de este ejercicio que el desgano labra

y que en la tarde del temor escribo).

Defiéndeme de mí. Ya lo dijeron

Montaigne y Browne y un español que ignoro;

algo me queda aún de todo ese oro

que mis ojos de sombra recogieron.

Defiéndeme, Señor, del impaciente

apetito de ser mármol y olvido;

defiéndeme de ser el que ya he sido,

el que ya he sido irreparablemente.

No de la espada o de la roja lanza

defiéndeme, sino de la esperanza.

Hemos afirmado la imposibilidad de aspirar a la perfección a la que


nos obliga la idea del amor contemporánea occidental. Lo que espera la idea
del amor contemporáneo es una plenitud recuperada, una especie de
reencuentro de las partes que se perdieron. De aquí el relato de Aristófanes
en donde se relata que, en la historia primigenia, existieron dos partes,
una especie de unidades originales, que fueron divididas. En esa lógica,
lo que se ama, lo que se quiere, lo que se busca en el otro, es a ese otro
en tanto nos falta. Y cuando encontremos esa otra parte faltante, vamos a
alcanzar la complementariedad absoluta pérdida. Onfray, de nuevo, en
extenso, comenta este pasaje de El Banquete:

Desde Aristófanes hasta Lacan -que volvió a dorar el blasón del andrógino platónico
en sus seminarios, no lo olvidemos-, el deseo pasa por la energía de la reconquista
de la unidad primitiva, por la fuerza motriz de las restauraciones de la entidad
primera. Sería la electricidad que impulsa la luz amorosa. ¿Los hombres engañan a
las mujeres? ¿Las esposas desean otros compañeros distintos a sus maridos? ¿El
mundo vive de energías sexuales cruzadas? ¿Lo real se estructura en potencias
genésicas monstruosas? Aristófanes da la solución del enigma: cada uno busca a cada
una —o a su cada uno-, padece la necesidad libidinal ciega, prueba algo, no
encuentra nada, sigue buscando, pero fracasa siempre, experimentando perpetuamente
la reiteración de un deseo vivido como sufrimiento, dolor y castigo por una
hipotética falta que, sin embargo, no ha cometido ja- más. Desde entonces,
culpabilidad, enfermedad y deseo se representan unidos y se piensan conjuntamente
-y esto desde hace más de veinte siglos (…).

Leer el deseo como necesidad no impide el optimismo platónico. Pues si se cree


posible la restauración de la unidad primitiva se crea una formidable esperanza -
contra la cual, no obstante, se han estrellado y frustrado de hecho los sueños de
dos mil años de beatería occidental-. Aristófanes es culpable de asociar deseo y
falta porque su lectura implica una definición del amor como búsqueda cuando no
hay nada que encontrar. Devotos de su enseñanza, los sujetos se pierden en el deseo
de un objeto inencontrable porque inexistente, fantasmagórico, mítico. Dado su
carácter ficticio, la mitad perdida no se reencuentra jamás.

Continúa Onfray: “lejos de las identidades platónicas mutiladas, las


individualidades materialistas se bastan a sí mismas, y todas sin excepción
evolucionan en el cosmos, entre dos nadas, como planetas independientes y
cometas libres” (p. 81). Y añade que, “por tanto, nos encontramos con la
presencia del otro y a pesar de él, desesperadamente solos, trágicamente
aislados, pero enteramente autónomos: fin y medio, origen y resultado de
nosotros mismos” (p. 81). Así, el planteamiento materialista-hedonista
radical de Onfray se afirma en la soledad de la incompletud lacaniana.
Flaco consuelo el de pagar con una soledad irremediable una autonomía
estéril en su autocomplacencia. Onfray contradice en su planteamiento la
alternativa estética en la que cae cuando escribe: siempre se busca un
destinatario. Así, al habilitarlo como interlocutor le expresamos,
narrativamente, que resulta siendo, muy a su pesar, un platónico y lacaniano
del exceso, de la entrega, de la necesidad de engendrar en lo bello. El
libertino lucreciano que propone el filósofo es sabio porque “domina su
deseo sin ser poseído por él” (p. 86). Es decir, que Onfray no extrae
todas las consecuencias que él mismo asocia con el carácter expansivo, y
por tanto potencialmente indominable, del deseo. Si “desear es
experimentar el trabajo de una energía que obstruye y llama a la expansión”
(p. 82), entonces Onfray concuerda con la definición de Diótima y con las
elaboraciones de Freud respecto a esa potencia que nos habita y que nos
arrastra a desbordes acráticos que generan rompimientos, dolor, sufrimiento
y una enorme ganancia.

Señalamos en el capítulo anterior que lo que en realidad amamos no


es al otro en tanto otro sino en tanto la perfección de la unidad a la cual
nos permitiría acceder. Es decir, lo que amamos realmente es la idea de la
plenitud, en la que se encuentra el riesgo de convertir al otro inaccesible
en una superficie de reflejo. Así, a pesar de la común soledad verificada
empíricamente en tanto no podemos pasar del cuerpo del otro, a pesar de esa
incomunicación nos obsesiona la idea de la fusión, la idea del reencuentro,
la idea de que no exista más falta en nosotros. De que no exista más vacío.
Lo que amamos es la esperanza que depositamos en el otro: de ahí la súplica
de Borges cuando afirma “no de la espada o de la roja lanza / defiéndeme,
sino de la esperanza”.

El otro nos cura el vacío, el otro nos sana la herida. Aquella que
surgió en el proceso de represión originaria por medio del cual fuimos
separados de ese campo inicial de la plenitud, de ese campo previo a la
estructuración de nosotros como sujetos en el que éramos uno y todo con
nuestro complemente nutricial original. Antes de que llegara el aparato
cultural a hacer de nosotros esto que somos, sea como incompletudes
extraviadas, sea como unidades sustraídas a la accesibilidad por otro. Se
supone que fuimos plenos, en algún momento y toda la vida afectiva de un
sujeto es un intento por recuperar (por distintas formas, objetos, cuerpos,
actos) eso que se perdió. Restaurar el tiempo perdido, que no es el tiempo
cronológico, sino el tiempo fenomenológico de la experiencia con
significación.

Lo que el discurso de Aristófanes promete es precisamente encontrar


en otro cuerpo, es decir, en una exterioridad subjetiva que suponemos
abordable, penetrable, interiorizable, la plenitud, la compañía de una
unidad de la que fuimos desprendidos. Y lo que agrega la intervención de
Diotima, según Sócrates en El Banquete, es la idea de que en realidad esa
plenitud es una idea –o mejor una aspiración, una tendencia, una
insistencia por ir-hacia– porque la esfera perfecta no existe: no estamos
incompletos pero sí tenemos un déficit, una necesidad que no se debe
confundir con mutilación. Ese estado de plenitud existe solamente en
términos ideales, entendiendo la palabra idea como la propone Kant: se
trata de una realidad existente en nuestro pensamiento pero que carece de
correlatos empíricos. La unidad, la complementariedad con el otro no existe,
existe sólo en términos ideales: no es absurdo, por eso, llamarla también
necesidad metafísica.

El problema es que toda la dinámica afectiva en la que nosotros hemos


sido socializados nos lleva a esperar de una relación, con un individuo
imperfecto y diferente a nosotros, una esfera plena y recuperada en ese
desdoblamiento producido por el empuje de nuestra necesidad metafísica, de
ese sagrado engaño por el que, al mismo tiempo, somos capaces de cultura y
también profundamente desdichados. Así, la idea clásica de amor nos exige
la perfección trascendental en el campo de la imperfección inmanente. De
allí que la relación amorosa sea siempre una experiencia fracasada si lo
que estamos esperando de esa relación es una plenitud cuasi geométrica.

Anton Chejov escribió un cuento llamado “La dama del perrito”, en


donde un hombre veía pasear a una chica con un perrito. Y se enamoró. Se
hacen amantes porque ella está casada y él está casado. La vida ya está
jugada, las cartas ya fueron puestas, ya todo está hecho. Empiezan a verse
cuando ella saca al perrito. Están enamoradísimos, pero ¿qué pasa si el
ideal de la complementariedad llega tarde? ¿Qué pasa si la complementariedad
ideal parecía haber sido encontrada en otro? ¿Qué pasa si te “equivocas”
en la “elección” de tu pareja? Esas preguntas flotan en el ambiente de
la escena que leeremos a continuación: Escribe Chejov al final de ese
bellísimo cuento:

Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros
y en aquel momento se vio en el espejo. Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le
pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años.
Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y
calor, temblaban. Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan
encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo
amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como era en
realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su
imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar
su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El
tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca
había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor. Y he aquí que ahora, cuando
su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su
vida.

Interrumpamos la lectura para comentar algo breve. Si vinculamos este


fragmento con lo que hemos venido desarrollando, podemos decir que la vida
afectiva es creer que se ama a alguien y posteriormente darse cuenta que
no, que lo que se ama es la personificación imaginaria de ese sujeto creada
por uno mismo. Otro al que se le reviste con un montón de cualidades. Una
relación que obliga a actuar ritos muy específicos para seguir allí. Se
intenta cubrir la imperfección, pero ahora imaginariamente, buscando
envolver al otro con la idea de la complementariedad. Continuemos con
Chejov:

Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer,
como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué
ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir
en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse
en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.
Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo
con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía
profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno...

-No llores, querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos
un poco, arreglaremos algún plan.

Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir
en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel
intolerable cautiverio?... -¿Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba Gurov con la cabeza entre
las manos-. ¿Cómo?... Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a
solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían
claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte
más complicada y difícil no había hecho más que empezar.

Venimos hablando del inconsciente, del deseo amoroso. Pero cuando


hablamos de amor, dijimos, nos referimos a aquello que la cultura ha hecho
coincidir con lo que se siente: hay algo como un reduccionismo emotivo o
perceptivo, lo cual no es un expolio porque la estética se basa precisamente
en una experiencia en la que se percibe algo que emociona. Pero esa
vinculación directa entre amor y sentimiento genera inquietudes. Hagamos
una pregunta circular: ¿eso que decimos cuando decimos amor es lo que
sentimos cuando sentimos eso a lo que le decimos amor? De otro modo:
¿sentimos amor cuando lo decimos, cuando lo declaramos en el lenguaje? ¿El
amor existe solo si se le nombra como tal? Sentir es una función no
discursiva, pero ¿cómo determinar lo que sentimos si al devenir lenguaje
la sensación se aleja de su función no discursiva?

Existen la cultura, la sociedad y el lenguaje. Lo que nosotros somos


antes de la estructuración material, es todo aquello que se vivió, que se
sintió. Pero la única herramienta para que eso emerja a la realidad es
expresarlo en términos del lenguaje, es decir, a través de la cultura.
Usted siente algo y ese algo debe expresarse. Esa cosa extraña que le ocurre
al interior –es decir, al lugar donde se manifiestan los estímulos que
recibimos sin poder evadir ni filtrar– que necesita ser expresado en
palabra. Y el lenguaje, que siempre va a ser precario, va a traicionar la
complejidad de lo afectivo, de lo que usted siente. Por eso, la respuesta
a la pregunta por lo que decimos cuando decimos amor advierte de antemano
su insuficiencia. Haciendo necesario recurrir a discursos-otros, cuya
función no sea la de comunicar sentidos precisos y biunívocos, sino expresar
afectos. Discursos como los que hablan en el sueño, en el arte, en la
música. Es así que, nos dice Octavio Paz (1993: 9):

El testimonio poético nos revela otro mundo dentro de este mundo, el mundo otro
que es este mundo. Los sentidos, sin perder sus poderes, se convierten en servidores
de la imaginación y nos hacen oír lo inaudito y ver lo imperceptible. ¿No es esto
por lo demás, lo que ocurre en el sueño y en el encuentro erótico? Lo mismo al
soñar que en el acoplamiento, abrazamos fantasmas. Nuestra pareja tiene cuerpo,
rostro y nombre pero su realidad real, precisamente en el momento más intenso del
abrazo, se dispersa en una cascada de sensaciones que, a su vez, se disipan.
La cultura, el registro simbólico y su tráfico intersubjetivo, es la
única vía que el sujeto tiene para expresar aquello que le es más propio.
Pero lo que la cultura espera es que lo que sentimos coincida con la forma
que culturalmente se definió para ese sentimiento. El lenguaje traiciona
al afecto en tanto el afecto no es del sentido lógico y epistemológico. El
afecto es ilógico y contradictorio, o mejor, es paralógico, pues acontece
en regiones más extensas, profundas, oscuras e indeterminadas de nuestra
subjetividad:

El inconsciente - explicó Freud - nada sabe de contradicción, ni de tiempo, ni de


conclusividad. Beatíficamente y sin remordimiento alguno, no se cuida de las
exigencias de la realidad. En una radical subversión del mundo racional y del
sentido común, el quehacer de los impulsos libidinales sólo busca placer. El
inconsciente, señala Freud, no puede hacer otra cosa que desear (Eliot, 1995).

El lenguaje posee regularidades que le permiten ser un orden


clasificatorio muy específico. Lo que pasa al interior de cada uno de
nosotros es mucho más complejo que esa parrilla cognitiva, que esa
estructura clasificatoria. Cuando reducimos el lenguaje a ser vehículo de
lo que se asume de entrada como comunicable, estamos estancados en su zona
epistemológica y seguimos, oscuramente, asumiendo que es un medio de
representación y que carece de zonas turbias. Esa es una concepción del
lenguaje como simple medio. Estamos atrapados en el lenguaje, es cierto.
Damos cuenta de nosotros mismos a un Otro que nos dice cómo debemos dar
cuenta de nosotros mismos, es cierto. De manera que “siempre damos cuenta
de nosotros mismos a otro, sea inventado o existente (…) los propios
términos que utilizamos para dar cuenta, y de los que nos valemos para
volvernos inteligibles para nosotros mismos y para los otros (…) tienen
un carácter social” (Butler, 2009: 35).i

Pero ese Otro no puede dominar todo lo que puede acontecer dentro del
lenguaje: si el lenguaje fuera solo regularidades epistemológicas, no
podría tener su indudable aspecto creativo. ¿Qué espera la cultura entonces
que digamos del amor? ¿En qué términos y qué mensajes quiere que sea dicha
la relación amorosa? La cultura romántica contemporánea, la cultura Disney,
pone en nuestra boca el discurso de la media naranja, de las
complementariedades absolutas e ideales, de la esfera perfecta, de la
recuperación del andrógino. Pero, ya lo dijimos, esa perfección geométrica,
no existe más que como un modelo teórico, como una aspiración, como una
tendencia. Si el proyecto es encontrar la perfección, es decir, la plenitud
en el otro, la búsqueda está condenada al fracaso. Sin embargo, la cultura
Disney no admite jamás ese engaño terrible. Nadie nos dice que la cuota de
realidad del amor es la imperfección del otro. Nadie nos dijo que no puede
existir un cierre pleno cuando se compone una pareja, que las fisuras, las
fricciones, los baches y las oscuridades impiden el ensamblaje funcional
porque no somos piezas de una cadena de producción. Y esto no nos importaría
si no causara tristeza y decepción y, con ello, no nos habilitara para
otras interacciones y despliegues.

Pt. 2

Volvamos a Onfray:

En cuanto a la pareja, con la esfera como emblema, le queda por experimentar en lo


cotidiano el destino del autista, cerrado sobre sí mismo, prisionero de su
naturaleza, forzado a estar dando vueltas sobre sí, a multiplicar las repeticiones
onanistas y las reiteraciones solipsistas del animal enjaulado. La pareja inventa
el giro repetitivo del derviche tornero. Y proscribe cualquier otro movimiento
distinto de las rotaciones sobre el mismo lugar.

La consideración de la esfera como modelo de la pareja produce la mayoría de las


neurosis de Occidente en materia de amor, de sexualidad o de relación sexuada. Pues
buscar una perfección sustancialmente inexistente, enarbolar un señuelo, conduce
con seguridad al desengaño, a la desilusión, a ese momento en el que se acaban los
encantos e ilusiones artificiales del principio y empiezan las penalidades que los
siguen (Onfray, 2002: 60).

En este sentido, el problema de la forma de entender la relación


afectiva es un problema conceptual que hemos cargado libidinalmente, un
impulso libidinal que creemos resolver conceptualmente. Hemos albergado la
esperanza de creer que en el otro encontraremos plenitud. Hemos cargado una
idea con el peso de la esperanza de la recuperación de la plenitud perdida.
Le hemos cargado la responsabilidad al otro de que llene una falta que no
es más que propia, así que, cuando las cosas se echen a perder, como están
destinadas a serlo, lo responsabilizaremos de su incapacidad para llenar
la falta: consideramos imperdonable incumplir una tarea que está diseñada
para que no sea cumplida.

Esto es paradójico, pues en muchas formas de la existencia nos


conformamos con la idea de la imperfección. Es decir, exigimos la perfección
en muy pocas formas y en muy pocas situaciones. ¿Quién cuestiona seriamente
el sistema penal y su ingenua aspiración a resocializar mediante el castigo
a quien ha cometido un delito? Se trata de un sistema incuestionado que es
la imperfección total si miramos su nivel de impunidad: en efecto, si
tenemos en cuenta que de 100 casos solo logra juzgar un promedio de 4,
nadie dudaría en calificarlo de total fracaso, de institución inútil. Pero
nadie lo hace, o se hace poco. No le exigimos la perfección y aceptamos
como buena una institución que cumple cerca del 4% de lo que promete, es
decir, incumple en la casi totalidad de los casos que debe resolver. Ahora
bien, como esa institucionalidad no está regida por la idea de la
perfección, no se genera una neurosis colectiva al respecto: sus fallas y
su ineficiencia no se leen como fracaso. Esa tolerancia no la tenemos con
la relación afectiva. A esa institucionalidad sí la juzgamos a partir del
racero de la perfección: la más mínima contrariedad implica el completo
fracaso.

No somos capaces de naturalizar que el otro no encaje con nosotros


de manera plena, que el otro sea una individualidad que se nos sustrae a
pesar de todos los esfuerzos que pueda hacer por complacer el más mínimo o
absurdo de nuestros caprichos. Se trata de una institución social a la que
le exigimos la perfección ideal porque en ella depositamos la esperanza de
la felicidad como regreso a la plenitud que asumimos perdida, pero no
irremediablemente. Tenemos un espíritu trágico y lúcido respecto a esa
tragedia en el resto de las dimensiones de la vida. Excepto en el amor. Es
más sencillo sobrellevar una crisis mística en la que empezamos a dudar de
Dios que una crisis amorosa en la que empezamos a dudar de nuestra pareja.
Y si a usted le duele dudar más de su pareja que dudar de Dios, es porque
usted a su pareja le está exigiendo más de lo que le exige a Dios.

La idea con la que pensamos la relación amorosa es una idea que exige
la perfección radical del otro. Dios puede fracasar, la justicia puede
fracasar, el sistema económico todos los días fracasa, y el amor también,
pero solo a este último no se lo permitimos. El amor no puede fracasar. Por
eso es mucho más satisfactoria y libre la relación con su mejor amigo o
amiga que son su pareja: y esto se debe a que las relaciones de philia no
tienen la carga de la imposibilidad del fracaso. Esta idea del amor como
esfera perfecta, dice Onfray, es responsable de mucha tristeza, de mucha
neurosis. Fundamentalmente porque es inevitable sentirnos engañados cuando
se anuncia que hemos ganado un premio que no existe: la felicidad sostenida
en el tiempo. Y esta condena al fracaso no se debe a la fábula puesta por
Platón en boca de Aristófanes, sino al que podemos considerar el defecto
metafísico del individualismo.
Como celebración de un mundo ideal, no engendrado, incorruptible, inmóvil,
perfecto, la esfera ofrece un modelo teórico inaccesible, esto es, generador de
frustraciones y dolores. Al ser demasiado elevado, el ideal produce el desánimo y
el abatimiento, en lugar del estímulo excitante e incitativo. Haciendo de la pareja
y de la reconstitución de la unidad primordial el proyecto de toda tentativa
amorosa. (…) Lo absoluto no puede cumplir sus promesas. La aspiración a la
perfección genera más impotencia que satisfacción, la voluntad de pureza
proporciona más frustración que plenitud (Onfray, 2002: 60 – 61)

Esa sensación de soledad es común a todo amante. Podríamos decir que


es una estructura de la relación amorosa. El amante, como solitario que se
posee a sí mismo, jamás logrará dominar su deseo por la fuerza expansiva
que posee y su carácter mutante: el deseo crece, se apaga, crece y siempre
está transformándose, apropiándose de objetos, ideas y cuerpos nuevos.

Hemos repetido de manera insistente que el amor es precario en


términos de prometer demasiado y ser incapaz de cumplir con lo que promete.
Ahora establecemos un vínculo que era evidente pero no había sido explícito
en nuestra exposición: nuestra manera de comprender el deseo es responsable
de gran parte de ese fracaso. La idea de amor es una idea que tiende a ser
trascendente, está más allá de las posibilidades humanas, es como Dios, la
libertad y el alma para Kant. El amor está allá, es transcendente, no se
puede conocer porque es un nóumeno: podemos decir muchas cosas maravillosas
sobre él, pero jamás podremos probarlas. El deseo, por el contrario, no:
es inmanente, está hecho de la materialidad sangrante, sufriente, apetitiva
y apetitosa de la carne que experimenta, percibe y siente. El problema del
amor entonces es que, en tanto encarna la perfección y esta es puramente
teórica, no existe, no es terrenal, no está hecha de las materialidades
(transitorias pero tangibles) y sus delicias peligrosas. Lo que existe de
ese amor trascendente son copias baratas que quieren imitar esa idea de la
perfección y se presentan en cuerpos. Todo arte es una copia barata de una
copia barata del ideal. Pero eso es todo lo que tenemos: la manifestación
deficitaria de un déficit originario. “A copy of a copy. An echo of an
echo”.

La pareja y la esfera sirven como modelos, como formas puras que en la concepción
que la mayoría tiene en materia de relación sexuada provocan más malentendidos y
penas que sensaciones gozosas. Aspirar a la fusión es querer la confusión, perder
la identidad, renunciar a nosotros mismos en provecho de una figura alienante y
caníbal (Onfray, 2002: 61)

Lo que pasa es que, si usted desea, y desea plenamente, entonces


tiene que apartarse del ideal trascendente de la perfección que lo está
mirando desde allá arriba en las alturas de la trascendencia. En las alturas
de la moral. Desde donde mira Dios. Donde habitan los noúmenos y las
estrellas. Desear es entonces, nos dice Onfray, dejar de mirar las
estrellas, dejar de intentar alcanzar la perfección prometida en lo divino:

Dejar de contemplar la estrella, así dicen los étimos: de y sidere. Esto es tanto
como decir que el deseo rompe con lo celeste, lo divino, lo inteligible, el universo
de las ideas puras, ése donde danzan Saturno y Venus, Marte y Júpiter, la melancolía
y el amor, la guerra y el poder. Aquel que desea baja la mirada, renuncia a la Vía
Láctea, al azul apabullante y arraiga su voluntad en la tierra, en las cosas de la
vida, en los pormenores de lo real, en la pura inmanencia. Algunos celebran
acertadamente al animal que tiene siempre el hocico a ras de suelo y la mirada
incapaz de dirigirse a las estrellas. Desear supone menos buscar una unidad perdida
que preocuparse por la Tierra y apartar la vista del firmamento (Onfray, 2002: 62).

El deseo cambia de dirección: de lo trascendente a lo inmanente. Pero


eso no lo hace menos urgente. Este movimiento analítico no anula la
imposibilidad de una unidad recuperable, porque no hay ninguna unidad que
recuperar; pero tampoco anula el impulso hacia dicha unidad: la pretensión
de fusión persiste, es irrevocable. Lo que cambia es que dichas
exploraciones afectivas que siguen buscando la unidad ahora saben de la
profunda desconexión del yo y del otro. Le hemos quitado así el blindaje a
la esfera, la hemos vuelto porosa, imperfecta y lo que nos queda es algo
que ya no parece una esfera, sino más bien un amasijo: una componenda, un
arreglo. No hay nada remotamente parecido al autártico dueño de sí que
Onfray propone, pues afortunadamente, la ganancia en concreción material y
en promesas de dicha y placer que ofrece una relación amorosa sigue acechada
por esa necesidad de decir el otro según nuestros términos, es decir, se
sigue teniendo el déficit metafísico de la necesidad.

Deleuze define los agenciamientos como “acuerdos para ir tirando”.


Y nosotros proponemos entender la relación amorosa como tal cosa: un acuerdo
entre imperfecciones para poder ir tirando por la vida. Agenciar no es más
que el establecimiento de un arreglo imperfecto para poder aspirar a gozar
de nuestra imperfección originaria. En efecto, no estamos partidos ni somos
mútilos: nuestro décicit no es ontológico, porque entonces no podríamos
ser. Nuestra imperfección viene impuesta por la necesidad, que no es a su
vez, otra cosa que la manifestación más abierta, más general, de los
despliegues potenciales de nuestro deseo. La componenda es una manera de
pactar la cooperación con el otro, pues cuando hay cooperación no hay unidad
primordial y perfecta recuperada: hay unidad posterior e imperfecta
construida. Hay una potencialización de dos, no una aspiración ingenua de
hallar la perdida completud ontológica ni la sola autogratificación a través
de la imagen especulativa que se devuelve en el reflejo que el otro
posibilita.

Debemos entonces recalcar la necesidad de aceptar la imposibilidad,


la virtud de la soledad existencial, la soledad absoluta de cada uno de
nosotros como origen y destino de toda relación social. Pero sin valorar
dicha soledad e individualidad como una falta sino como una potencialización
de lo que nos hace bien a cada uno en su irrepetibilidad. En esto se juega
toda la virtud de la propuesta que estamos esbozando a lo largo de estas
páginas.
No te falta nada. No hay que buscar un otro para que te cure de una
herida que nadie te infringió. O te salve de una culpa que nunca cometiste.
No hay pecado original. Y sin embargo, toda la vida estás cargando una
culpa originaria. Justificando la ausencia de satisfacción en esta vida
porque es una forma de cumplir con la pena que se te impuso desde el inicio
mismo de la historia y que además garantiza tu retorno a ese paraíso del
que fuiste expulsado sin razón. Flagélate, reprime tu deseo con culpa y
duchas de agua fría. Es la forma en que te han dicho que debes transitar
este Valle de Lágrimas si quieres parecer virtuoso. Separémonos entonces
de la idea de la pareja contemporánea y empecemos a pensar composiciones
diferentes: nuevos agenciamientos del deseo.

"Cualquier forma de amor que encuentres, vívelo. Libre o no libre, casado o


soltero, heterosexual u homosexual, son aspectos que varían de cada persona.
Hay quienes son más expansivos, capaces de varios amores. No creo que exista
una única respuesta para todo el mundo".
Anaïs Nin

El cuerpo tal cual llega al mundo, el cuerpo que no tiene


configuraciones previas, no tiene moral, política ni catecismo. No hay
modales, no hay norma ni ley. Tampoco hay identidad de género para ese
cuerpo que surge. El “perverso polimorfo” deviene sujeto cuando es
producido por medio de los aparatos culturales. Lo que somos es una
reproducción de todos los dispositivos por los que hemos pasado. Nada viene
con nosotros, no hay sustancia en el origen, no hay ley, no hay Dios, no
hay nada. Todo es una construcción cultural que nos dice cómo deben ser las
cosas. Por eso Lacan en algún momento dijo: “la mujer no existe”. No
porque no exista la mujer sino porque no existe desde el origen. La mujer
es una construcción social, de los dispositivos de poder que van diciendo
cómo configurarse. La mujer no existe: se construye. Tampoco hay relación
sexual. Por supuesto que hay encuentro sexual, pero no hay relación si lo
que esperamos de dicho encuentro es la perfección de la fusión de dos
unidades, y dicha fusión es imposible en tanto ideal. No hay relación
sexual. Solo soledad común.

Lo que hay son unidades egoístas, narcisistas, que dicen acompañémonos


un ratito que puede ser toda la vida. Nos apartamos de la idea del amor
como perfección y nos adentramos en la noción del deseo como una energía
que opera en un plano terrestre inmanente, experimentable y no ideal. Hay
ganancia en el desprendimiento potencial de culpas y de rencores, pero
persiste la aperturidad de que somos sujeto de deseo.

De ahí que sostengamos una concepción radicalmente materialista del deseo: ni falta
ni aspiración a lo completo, sino exceso que tiende al desbordamiento. De manera
inducida, esta opción fisiológica supone una concepción particular del otro: no es
un pedazo identitario, un fragmento incompleto que espera la revelación de sí
mediante la superación de la alteridad y la reconstitución de la unidad primitiva,
sino una totalidad solipsista, una entidad integral, una mónada absoluta totalmente
semejante a mí. Ontológicamente, la igualdad absoluta triunfa entre los hombres y
las mujeres. Lejos de las identidades platónicas mutiladas, las individualidades
materialistas se bastan a sí mismas, y todas sin excepción evolucionan en el cosmos,
entre dos nadas, como planetas independientes y cometas libres (Onfray, 2002: 93)

Ya mencionamos algunos pasajes de esta cita. Onfray permite desmontar


la engañosa aspiración de hallar otro que nos complemente o que satisfaga
nuestro déficit porque estamos completos. Sin embargo, esta completud es
ontológica y no remedia nuestra necesidad existencial. Las individualidades
independientes y libres nunca se bastan a sí mismas a pesar de que no tienen
la herida ontológica propuesta por Aristófanes como una de las ocho
concepciones de Eros en El Banquete.

A todo le aceptamos la imperfección, menos al amor. A ese no sabemos


por qué no le aceptamos las individualidades, las inconsistencias, la baja
satisfacción, la inevitable tendencia al error. La opción egoísta de la
soledad solamente puede existir en tanto vulnera el resto de lógicas
sociales y pretende una unidad primordial que no respeta ninguno de los
otros procesos o relaciones que tenemos.

El amor es raro, dijimos. Aceptémoslo como tal. Como algo que está acá, a
nuestro alcance. Como construido sobre un plano inmanente en el que actúan
unidades imperfectas y solitarias imposibles de recomponerse en una unidad
primaria. Comencemos a entender que en él nos encontramos sin la presencia
del otro y a pesar de él, desesperadamente solos, trágicamente aislados,
pero enteramente autónomos: fin y medio, origen y resultado de nosotros
mismos. Entendamos además que amar es relacionarse con otro en su condición
de otro, no en su condición de espejo. Otro que “obedece como yo a las
mismas necesidades, a las mismas leyes, al mismo orden” (Onfray, 2002:
93): que es como yo, pero que no es yo. Onfray se convierte aquí en la
limadura de la lanza, o de la flecha, que hirió a Filoctetes: la pócima con
la que fue curado contenía el mismo elemento que lo hirió. Ayudémosle ahora
al filósofo a remediar su caída en el individualismo con las mismas
herramientas que nos ofrece. Porque admite que el deseo es expansivo, que
hay una ética erótica en reconocer que los otros tienen el mismo déficit
de necesidad y sometimiento y que por ello la aperturidad es una apuesta
tan riesgosa como inevitable. El sujeto materialista lucreciano resulta tan
ideal y tan insatisfactorio como el andrógino aristofánico y está igualmente
sometido a la pobreza recursiva, a la búsqueda incesante y al merodeo
ansioso de ese Eros demónico propuesto por Diótima.

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Judith Butler (Cleveland, 24 de febrero de 1956) es una filósofa posestructuralista estadounidense judía que
ha realizado importantes aportes en el campo del feminismo, la teoría queer, la filosofía política y la ética.
Autora de El Género en disputa. Feminismo y la subversión de la identidad (1990) y Cuerpos que importan. El
límite discursivo del sexo (1993), y traducida a 20 lenguas, ambos libros describen lo que hoy se conoce como
teoría queer. Otros trabajos de Butler tratan problemas relevantes para diversas disciplinas académicas, tales
como filosofía, derecho, sociología, ciencia política, cine y literatura.

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