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Llegamos al hotel a las 4:30 de la tarde, después de un día largo de viaje lo único que
queríamos en ese momento era llegar, comer y descansar hasta el día siguiente. Después de
un descanso bien merecido, fuimos a dar un paseo por el hotel, ¡era enorme!, tenía 3 piscinas
a lo largo de su terreno y contaba con un buffet bastante completo. Después de conocer
nuestros alrededores decidimos ir a nadar en el mar. Cabe resaltar que mi conocimiento en
natación no era del todo bueno, ya que viviendo en una zona gélida y sin acceso a una piscina
atemperada, era poco frecuente ir a nadar con mi familia. Llegamos a la playa, dejamos
nuestras cosas y fuimos directo al mar. Todo era risas y diversión, pero no nos dábamos cuenta
de un detalle importante: cada vez nos alejábamos mas de la playa. Gracias a las olas y lo
fuertes que eran te arrastraban mas adentro y como la zona en la que estábamos la superficie
fue rellenada con arena, porque era zona pesquera, las olas se llevaban esa arena y nos
dejaron sin un punto de apoyo. Cuando nos dimos cuenta ya nos habíamos alejado bastante
de la zona, sin un punto de apoyo y con olas bastante altas lo único que nos quedaba hacer era
intentar nadar hasta la playa. Aún con todas nuestras fuerzas no lográbamos avanzar casi
nada, las olas nos adentraban cada vez más hacia el océano dejándonos con la duda:
¿Lograremos salir de esta?. Como un ángel mandado del cielo, un señor estadounidense vino y
nos ayudó logrando así salir de esa amarga situación.
Apenas salimos fuimos por una toalla, recordando esos momentos de terror que
vivimos, después de tranquilizarnos un poco decidimos que lo mejor era irnos. Unas cuantas
personas se acercaron a preguntarnos si estábamos bien, a lo cual nosotros respondimos que
si. Después de todo, es mejor estar asustados que estar muertos. 30 minutos pasaron y luego
de recuperarnos aunque sea un poco decidimos que lo mejor seria ir a comer. Dejando atrás la
playa, pero siempre recordando lo que llegamos a pasar.