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Guerriero Leila - Los Malditos
Guerriero Leila - Los Malditos
Guerriero Leila - Los Malditos
Los malditos
ALAN PAULS | Jorge Baron Biza
PRÓLOGO
Leila Guerriero
El resultado son los diecisiete perfiles que integran este libro, que existe
porque Matías Rivas, director de publicaciones de la Universidad Diego Portales,
tuvo la idea.
Todos los escritores cuyos perfiles integran este libro son latinoamericanos
(excepto dos, uno nacido en Estados Unidos y otro en Polonia, que desarrollaron
su obra en Latinoamérica); están muertos (no antes del siglo XX pero sí después:
uno se arrojó al vacío en 2001, otro murió por sobredosis en 2010); tienen una obra
contundente (que, en la mayoría de los casos, aunque con notorias excepciones,
está olvidada y/o es inconseguible), y padecieron diversos grados de desdicha y de
devastación, ya sea por ejercer el sexo a contrapelo en el momento y el lugar
equivocados, por escribir en contra (de su época, de su circunstancia, de su
entorno), por vivir en contra (de su época, de su circunstancia, de su entorno), por
haber enfermado cuando no había cura, por no tener amor ni patria ni padres ni
hermanos ni casa ni rumbo ni consuelo. Vivieron en un mundo que les resultaba
demasiado incomprensible o demasiado despreciable o demasiado hostil, y se
enfrentaron a él con hostilidad, con desprecio, con fragmentación, con fragilidad,
con espanto.
Si, en efecto, todo buen periodista debería ser alguien capaz de entender lo
que dice el piano, maravillosamente o no, debería ser, sobre todo, alguien capaz de
entender cuándo es hora de abrir el cuadro e informar, también, sobre los
calcetines del pianista. Durante semanas, o meses, Merino, Fuguet, Costamagna,
Pauls, Solano, Muñoz, Titinger, Paz Soldán, Alemán, Ramos, Becerra, Vásquez,
Avilés, Enríquez, Contardo, Gumucio y Lemus leyeron, entrevistaron, hurgaron,
caminaron, preguntaron, fueron a ver. El resultado es este libro sobre lo que dice el
piano pero, también, sobre los calcetines del pianista. Porque los hechos son fáciles:
lo difícil es entender cómo llegaron las personas hasta allí.
“–En sus últimos años ella estaba muy interesada por la obscenidad, me
costaba seguirla. Siempre llamaba de madrugada, pero llegó un momento en que
se volvió demasiado demandante y podía ser agotadora”, le dijo el escritor
argentino Edgardo Cozarinsky a Mariana Enríquez, recordando a Alejandra
Pizarnik.
–¿Qué te regaló?
“Saenz era un ermitaño, pero eso no lo hacía antisocial y, de hecho, era muy
alegre, sociable, lleno de chistes, ceremonias y supersticiones (...) Para García
Pabón, era ‘carismático, generoso, jodido, insoportable’. (...) Podía ser un
energúmeno si las cosas no salían como quería, pero tenía una risotada franca y
ayudaba a los jóvenes con sus primeros libros”, escribe Edmundo Paz Soldán sobre
Jaime Saenz.
“Hasta ese momento había funcionado como un reloj la máxima que afirma
que la marca de una inteligencia superior es poder mantener dos ideas opuestas en
la cabeza sin dejar de funcionar. La inteligencia de Palacio podía reconocer que no
había salida posible y aun así intentar cambiar el mundo. Su militancia y su
escritura, pues, no se contradecían. Pero, por esos años, algo cambió y la vida
comenzó a presentarse como un continuo proceso de pérdidas y
resquebrajamientos. Quizás fue entonces cuando supo que había contraído sífilis,
una enfermedad que en ese momento sólo podía tratarse con mercurio. Ninguna
opción era alentadora: para curarse tendría que envenenarse con el remedio y, si la
cura no surtía efecto, esperar un deterioro general”, escribe Gabriela Alemán sobre
Pablo Palacio.
Jorge Baron Biza escribiendo una novela única y fulgurante que se lo tragó
vivo; Teresa Wilms Montt escribiendo libros de un lirismo oscuro que la crítica
saludó de pie; Gustavo Escanlar escribiendo una obra tan explícita como
insoportablemente autobiográfica que la crítica aún no saluda; Bernardo Arias
Trujillo escribiendo una novela cuya importancia se comparó con la de La vorágine
y que lo hizo famoso a los 33 años; Rafael José Muñoz escribiendo poemas que son
objeto de culto en Venezuela; Calvert Casey que fue, según Guillermo Cabrera
Infante, “el escritor ideal para una época ideal –mientras duraron ambas”; Rodrigo
Lira, que no publicó un solo libro en vida, que aun así despertó el interés de
Enrique Lihn y de Nicanor Parra, y cuya devoción se replica como si se tratara de
una estrella de rock; Martín Adán, a quien Allen Ginsberg escribía cartas en las que
decía “Quiero leer tus más sucios garabatos secretos, tu Esperanza, / en su más
obscena Magnificencia” y cuya obra, casi toda inédita, se guarda en un sótano de la
Universidad Católica de Lima; Pablo Palacio, que publicó artículos y libros que
dividieron las furias en el Ecuador de los años ’30; Joaquín Edwards Bello, cronista
chileno de éxito en su época y con lectores fieles hasta el día de hoy; Jaime Saenz,
de quien se dice que es el escritor boliviano más grande del siglo XX; Alejandra
Pizarnik, poeta de admiración, estudio y consumo en varios países a la redonda;
Jorge Cuesta, figura mítica de la literatura y la crítica mexicanas; Samuel Rawet,
que contribuyó a la construcción de Brasilia (era ingeniero) y escribió ensayos,
novelas y cuentos recibidos con elogios por la crítica y con indiferencia por los
lectores; Ignacio Anzoátegui, de una incorrección ideológica difícil de tragar,
admirado por intelectuales cuyas convicciones están en sus antípodas; Porfirio
Barba Jacob, dueño de la que fue, según Alfonso Reyes, “la mejor prosa
periodística en lengua castellana”; César Moro, de quien se dice que fue, junto a
César Vallejo, el poeta peruano más importante del siglo pasado pero cuyos libros
no se consiguen en ninguna parte.
¿Por qué, papá? ¿Estás enojado conmigo? (...) Te ruego me llames, yo iré a
verte y espero encontrarte. Créeme sinceramente que te quiero”. Alan Pauls, al
narrar el momento en que las colaboraciones de Jorge Baron Biza en el periódico La
Voz del Interior se vieron casi interrumpidas debido a la crisis económica, dice: “Es
un golpe duro para Baron Biza: económico (porque su confusa pero modesta
economía parece depender de la relación con el diario), pero también social (el
contacto que mantenía con el círculo de periodistas amigos se vuelve más
intermitente) y sobre todo anímico (está cada vez más fuera de lugar, más
desamparado). (...) Como le escribe a Juan Carlos González, editor de la sección
Cultura: “Mi agenda me dice que [el día en que iba al diario] es el día de la semana
en que estoy seguro que almuerzo (...) Y que mis notas serán publicadas y que
pagaré el alquiler a fin de mes. Y que si tengo algún lector atento, podrá entender
algo de lo que escribo”. “(...) Más de una vez, en medio de la tarde, suena el
teléfono de la sección y atienden y reconocen su voz, que vacila del otro lado, hasta
que se disculpa y dice haberse equivocado de número al marcar y se despide.
Recién cuando sea demasiado tarde sabrán hasta qué punto mentía”.
El malditismo es, quizás, una categoría difusa y evasiva pero, en todo caso,
no está reservada para siglos viejos: no es una categoría en extinción.
Con los cerebros revueltos por las convulsiones del electroshock, los estados
alterados por la pena, el alcohol o la morfina, perseguidores de patrias que no
encontraron nunca, extraviados en el amor, perdidos en el sexo, transidos por el
abandono: la forma de la muerte no los une. La muerte es sólo el puerto al que
llegaron todos.
Los une, a veces, esa materia que se llama olvido, esa cosa esquiva que se
llama genio, y una forma, muy humana, del desasosiego, de la insatisfacción y de
la rabia.
ALAN PAULS
El coup de théâtre es impactante aunque tal vez algo tardío. ¿Por qué no se le
ocurre treinta años antes, cuando viaja a Córdoba para cumplir la última voluntad
de su padre? Llega al campo de mañana, contempla el olivar que su padre plantó
otros treinta años atrás –muy cerca del monumento altísimo, con forma de ala,
donde enterró a su primera mujer, Myriam Stefford, una actriz austríaca con
veleidades de aviadora–, elige el árbol más hermoso o más digno y destapa la
urna. Cuando derrama las cenizas al pie del árbol, una ráfaga de viento se levanta.
La escena, de pronto, se mueve en cámara lenta: parte de las cenizas se esparce en
la tierra; la otra parte, como animada por una fuerza espectral, rencorosa y ávida,
le azota la cara y se le mete entre la ropa, en el pelo, en la boca, “haciéndome toser
cada vez más fuerte a medida que las partículas impalpables descendían por mis
pulmones”.
No encaja, nunca encajó, no encajará nunca. Nace en Buenos Aires pero todo
lo empuja a Córdoba, de donde son sus antepasados. No tiene ni tendrá jamás
acento alguno. Lo identifican con una clase que su padre ya había traicionado o
pervertido. Basta que pronuncie su apellido para que le atribuyan una fortuna de
la que, en rigor, cuando él está en edad de gastarla, ya queda muy poco. (Su padre
la ha derrochado en buena vida, excentricidades, monumentos funerarios,
asonadas políticas). Uno de sus primeros artículos, publicado en 1971 en la revista
dominical del diario Clarín, es un retrato de Isidoro Cañones, un personaje de
historieta que caricaturiza a los bon vivants que viven tirando manteca al techo en la
noche de Buenos Aires. El texto, que descifra al héroe cómico en clave trágica, bien
puede leerse como un autorretrato: “Con un pie en las ‘buenas familias’, sus
penurias económicas lo llevan a frecuentes incursiones por la trastienda de la
sociedad (...) Lo enrolaron en una clase que no disculpa el menor desfallecimiento
económico. (...) La burguesía menor o el proletariado no lo aceptarían pues
únicamente conciben y desean el ascenso social. Le queda el lumpen, suma de
seres desarraigados que no hacen cuestiones de principios. Pero no es una
categoría que haga felices a sus integrantes”.
No quiere ser invisible para burlar la ley sino para honrarla, imponerla,
ejecutarla al extremo. En Baron Biza, el anonimato no hace juego con la
transgresión sino con el culto de una promiscuidad reservada, sin épica ni glamour,
en la que sabe que puede perderse por completo. El alcohol, Baron Biza no lo busca
en el mundo nocturno y espectacular donde lo dilapidó su padre. Lo busca solo, en
sus departamentos-cueva, o en el subsuelo, junto a desconocidos, en los bares de
parado del pasaje que corre bajo la avenida 9 de Julio, justo debajo del Obelisco,
dos galerías sórdidas, malsanas, donde siempre es de noche y que de algún modo
le pertenecen. Tiene a su nombre acciones de la galería por valor de doscientos mil
pesos, un botín que su padre –que gana la licitación para explotarlas en 1960,
cuando se hacían llamar Grandes Galerías– le lega diez días antes de matarse.
*
Escribe un libro único, en todos los sentidos de la palabra. Un libro que sólo
él podía escribir, un libro fuera de serie, un libro que hace lo que él nunca pudo
hacer: inventarse un lugar en el mundo. Es una novela, se llama
(momentáneamente) Leyes de un silencio y ya está escrita y terminada en 1995,
cuando Baron Biza tiene más de cincuenta años. Ya vive en Córdoba, lejos del
cuartel general de decisiones que es Buenos Aires, de donde se ha llevado unos
pocos trofeos: un hígado exhausto, el recuerdo de las sesiones de terapia
electroconvulsiva –cuerpos sacudiéndose uno tras otro en camas vecinas, los
delantales blancos de los médicos acercándose a la suya– y cierta experiencia en un
mercado periodístico ruin pero versátil, donde gacetas barriales coexisten con
boletines de tarjetas de crédito y revistas soft porno disfrazadas de satíricas. Y muy
pocos contactos, por no decir ninguno, en el mundo literario. Se pasa dos años
repartiendo capítulos del manuscrito entre sus pocos amigos, algún familiar
confiable (Marcelo Scelso, su primo, que también escribe), escritores locales
(Antonio Oviedo), compañeros de La Voz del Interior, el diario para el que colabora
desde 1995. Con sus conocidos de Buenos Aires tiene una actitud precavida, de
una modestia sospechosa. Al ensayista Christian Ferrer, que lo contacta interesado
en escribir sobre su padre, le manda una copia anillada y le advierte que la novela
le parecerá “convencional”. Con Gastón Gallo (responsable de Simurg, una joven
editorial especializada en escritores excéntricos u olvidados de la literatura
argentina) reemplaza “convencional” por “costumbrista”, un estigma más a tono
con la imagen de provinciano primerizo que el mismo Baron Biza tiene de sí y que
le adjudica por anticipado a su interlocutor.
Todo lo que cae fuera de esa misión es patético y se lee en el registro de una
memoir lúcida y desolada. Su tema: el devenir lumpen de un caballero contrahecho,
que parodia su don de lenguas reivindicando el cocoliche. Bebe sin parar, callejea
como un mendigo, entra en contacto con una serie de mujeres pagas (azafatas,
enfermeras, una prostituta italiana cuyo rostro termina tajeando con una navaja),
hace de extra en un par de sórdidas ceremonias sexuales, oficia de guía para una
pareja de viejos viajeros americanos que lo mantienen. El narrador pormenoriza la
decadencia pero jamás la exalta. La degradación nunca es una causa (nada más
alejado de Baron Biza que un militante): es el colmo de los efectos. De ahí que lo
que brilla por su ausencia en la novela sea la satisfacción. Empezando por el sexo,
nunca nada se consuma del todo en El desierto y su semilla. Todo está frenado,
reprimido, pospuesto, incluso abortado por un déficit esencial: la imposibilidad de
desear.
El libro no fue la salvación que Baron Biza esperaba. Funcionó más bien al
revés, reabriendo llagas. Lo enemistó con su hermano Carlos (que había intentado
disuadirlo, amenazando incluso con cortarle la mensualidad que le pasaba en caso
de publicarlo), reflotó en la opinión pública las truculencias del pasado familiar y
exasperó la sensación de aislamiento que Baron Biza experimentaba. Córdoba no
está a la altura de sus ambiciones literarias, aunque le proporciona el amparo de la
pequeña red familiar Sabattini (su primo Marcelo, su prima Claudia –gran amor
platónico–, su tía María Luisa, una de las dedicatarias de El desierto y su semilla, que
le sale de garante cada vez que alquila un departamento), escapes esporádicos a La
Falda (donde se ve con un misterioso grupo de amigos de juventud que en
Córdoba nadie conoce) y la vida social que le ofrecen sus compañeros de La Voz del
Interior, para el que escribe crónicas urbanas y reseñas de muestras de artes
plásticas. Dos años y medio de trabajo en la Universidad de Córdoba, como
profesor en la cátedra “Movimientos estéticos de la Argentina”, le dejan un sabor
agridulce: la frustración, por un lado, de no haber podido conseguir un puesto
efectivo (no tiene título universitario), algo a lo que aspira al menos para tener un
seguro médico estable; por otro, cierto prestigio entre los estudiantes, sobre todo
los que están dispuestos a leer sus gestos anacrónicos (una de sus clases, “La loca
no se rinde”, postula la lírica como la única fuerza que ni el mercado, ni la
tecnología, ni la racionalidad instrumental son capaces de asimilar) como
posiciones de resistencia poética; Fernanda Juárez, por ejemplo, que firmará con
Baron Biza muchos de los artículos de arte que publica La Voz del Interior.
Pero la paga es miserable (ciento cuarenta pesos por las crónicas urbanas,
setenta por las notas de arte –por entonces ciento cuarenta y setenta dólares
respectivamente–, sumas que Baron Biza, además, reparte en partes iguales con
Juárez y Rosa Halac, sus dos asistentes), y lo que gana con las notas que envía a
Buenos Aires (Arte al día, “radarlibros”, la página de arte de La Nación) apenas
maquilla su situación. Todo es frágil y provisorio y cuelga de hilos que se
deshilachan. Cada tanto desaparece de golpe, sin aviso, durante dos o tres
semanas. En La Voz del Interior ya no se alarman: saben que “se tomó unas
vacaciones”, como llama Baron Biza a la decisión de internarse cada vez que “se
desordena” y no puede con su propio pellejo.
Muy estimada Fernanda:Quiero dejarle testimonio del aprecio que siento por
usted, por su carácter trabajador y animoso. En estos días incómodos para mí –creí
solucionar un problema y me metí en otros– usted (¿vos?) has sido una ayuda
insustituible y no puedo menos que expresarle la gran amistad que siento a pesar
de las décadas que nos separan. Estoy solo y mi proyecto de “cueva” ha salido mal.
En estas circunstancias azarosas usted se ha portado como una amiga de verdad.
Merece toda la felicidad del mundo, y la conseguirá.Jorge.*
Arranca las partes que prefiere de los libros y las reparte entre destinatarios
cuidadosamente elegidos. Cada vez que visita a su primo en el campo, saca de un
viejo portafolios que lleva en bandolera libros que ha desmembrado ad hoc y cuyos
restos regala a sus sobrinos. Partes enteras de su propia biblioteca están
compuestas sólo de libros mutilados. Siente una sola nostalgia: la biblioteca de su
madre en Buenos Aires. Apenas mudado al departamento de Obispo Trejo, llama a
Fernanda Juárez y le pide que vaya a verlo. Al llegar, afuera, junto a la puerta,
Juárez encuentra los cincuenta y dos tomos apilados de la Enciclopedia Británica.
Son para ella. A Rosita Halac (con quien acaba de publicar Los cordobeses en el fin del
milenio, una selección de los artículos que escribieron a dos manos para La Voz del
Interior) le tocan dos alfombras.
*
Jorge Baron Biza escribe El desierto y su semilla durante la primera mitad de
la década del ’90, pero el presente desde el que su narrador reconstruye la historia
es el presente inmediatamente posterior al suicidio de la madre: enero de 1979.
Mario Gageac vuelve al departamento de Esmeralda (“donde vivieron Arón y
Eligia pero no Arón con Eligia”) y descubre que se ha convertido en algo más que
una tumba. Ahora es un museo familiar. Muerto Arón, sus despojos fueron
conservados por Eligia. Muerta Eligia, todo –las reliquias paternas y maternas:
trajes gangsteriles, aguas de colonia, una máquina de afeitar con barbas de la
última afeitada, camisas amarillentas de cuello y puños duros que “ya eran un
anacronismo en los sesenta”, tailleurs, blusas severas, cremas para la piel, los
maquillajes que Eligia usaba para disimular los injertos– pasa a manos de Mario.
Encuentra también unas botellas abiertas del licor barato que Eligia usaba para
preparar postres y otra, casi terminada, del whisky escocés que tomaba su padre.
Decide que no vale la pena mudarlas y se las bebe. En un momento sale al balcón,
se asoma al jardín donde cayó su madre. “Una cadena parece tironear de mí hacia
el vacío”, escribe. Pero se le ocurre pensar que ni su madre ni su padre “parecían
libres después de sus suicidios” y renuncia a la tentación, y se deja invadir en el
acto por “una sensación rica de posibilidades”.
Las condenas que Gageac sufre en el cuerpo a los treinta y seis años son las
mismas que afligen a Baron Biza luego de publicar la novela, camino a los sesenta.
Al asma y los trastornos glandulares derivados del alcohol se han agregado
vómitos frecuentes, un sobrepeso que lo complica al caminar y una sensación
general de vulnerabilidad que arrastra desde 1999, cuando poco después de
mudarse a Obispo Trejo resbala en la calle y se rompe el brazo derecho. Por lo
demás, está más solo que nunca. Se ha separado de Marta Terrera, su última novia
(una de las pocas estables que se le conocen), y cada vez que vuelve a su
ensordecedor piso doce maldice el día en que decidió mudarse.
El 6 llama a Rosita Halac para avisarle que piensa mudarse de nuevo, esta
vez a un departamento que le ofrece su tía María Luisa.
*
Dejó una novela inédita, La mujer en lo alto. Contra la tesis que él mismo
había hecho circular (“Escribí El desierto y su semilla para sacarme de encima a mi
padre”), el libro sugiere desde el título algo que ya estaba presente en El desierto,
aunque escamoteado de algún modo por el encarnizamiento con que se lo exhibía:
hasta qué punto la Madre estaba tan encumbrada como el Padre en su panteón
atormentado y en qué medida esa idolatría filial oscilaba siempre entre el culto
estetizante y la obscenidad de la profanación. La historia transcurre en 1956,
cuando el narrador tiene catorce años y viaja al norte argentino con un grupo de
amigos –todos porteños, todos de clase acomodada– y una misión a la vez
hormonal y política: perder la virginidad con una “cabecita negra”, emblema de
esas clases populares del interior que el peronismo envalentonó a bajar a la capital,
y a lavarse “las patas en las fuentes”, y que la revolución militar que derroca a
Perón en el ’55 ha obligado a replegarse.
Hay mucho de Baron Biza en Lepré, o es mucho lo que Baron Biza lee de sí
en ese Bartleby del erotismo que es Lepré: la “osada precisión”, una “fina
amabilidad”, el gusto por los modales y la corrección formal, cierto culto de la
distancia y el pudor físicos, la asocialidad, el vicio incondicional de las putas, que
le viene del padre y lo resguarda de las amenazas del orden femenino general
(empezando por las de Magdalena de Gouvres, la mujer que intenta en vano
seducirlo a lo largo del relato). Pero si Lepré leído por Baron Biza no es un
minusválido ni un prodigio mezquino sino un héroe, el artífice de una hazaña
incomparable, es porque ha logrado aniquilar lo que aniquila a Baron Biza: la
angustia. Y el arma con que la ha aniquilado es la indiferencia, eso que para el
escritor es lo imposible por excelencia. La pasión de Baron Biza es la carne; y la
carne, como escribe en El desierto y su semilla, “no es indiferente”.
Baron Biza no se mata por el peso de una genética suicida, ni por fidelidad a
la tradición familiar, ni por las penurias económicas que –como el caballero
anacrónico que era– compartía con los hombres y escondía a las mujeres. Se mata
por agotamiento: porque su cuerpo no da más. Como escribe el poeta cordobés
Silvio Mattoni: “¿Quién afrontaría los traumas de la vejez, el asedio de la pobreza, la
decadencia de la memoria, cuando un solo paso lo libera de golpe?”. Aunque quizá
también se mate porque entiende algo insoportable: hasta qué punto ese libro
único que escribió, y que lo hizo un escritor, abole en él la posibilidad de escribir
cualquier otra cosa. Único, en ese sentido, no quiere decir sino letal. La novela lo
funda como escritor al mismo tiempo que lo aniquila, lo pone a brillar pero lo
consume entero, y para siempre, en el trance mismo en que deslumbra. Más que
una operación de conjura, El desierto y su semilla es una condena. El maldito aquí no
es Baron Biza (cuya existencia invisible es el reflejo invertido de la del padre) sino
su libro, que es extraordinario y se cierra sobre su autor como una trampa. El caso
de Jorge Baron Biza dramatiza la lógica mortífera de lo autobiográfico: no puede
escribir sino aquello que lo niega como sujeto; quiere liberarse, “cambiar de tema”,
ser alguien de una vez por todas, pero para eso deberá renunciar a escribir; pero
escribir (“ser sólo un texto”, como el mismo Baron Biza escribe en El desierto y su
semilla) es su única posibilidad de ser... En ese sentido, ¿quién sabe si la decisión
límite de quitarse la vida no equivale a quitársela a los que se la dieron, es decir: a
reapropiársela?
Hay muchas cosas excepcionales –es decir: irreproducibles– en la novela de
Baron Biza. La más espeluznante, la que corta literalmente el aliento, es el modo a
la vez crudo y elaborado, brutal y tortuoso, en que en sus páginas se intersectan
vida y literatura, dos órdenes acostumbrados por lo general al premio consuelo de
acompañarse, reflejarse, ser uno la metáfora o la versión falaz del otro. Cuando
Baron Biza pide que su novela sea leída “fuera de las redes familiares” y celebra a
los lectores que anteponen la obra literaria de su padre a su vida maldita, lo que
hace –por paradójico que suene– no es definir las condiciones de su “liberación”
(que le permitirían seguir viviendo y escribiendo) sino sentar las bases de su
autoaniquilación.
ALEJANDRA COSTAMAGNA
Las escaleras que conducen al balcón son cuatro o cinco peldaños rotos. Las
puertas de la despensa son palos improvisados donde pudo haber una reja. Hay
candados en todas las ventanas. Hay polvo, hay lagartijas y arañitas costeras que
trepan el damasco, el níspero, la encina. Hay frutos reventados en un colchón de
hojas.
Hay los últimos hilos de una enredadera que trepa los muros de esta casa
vacía, blanca, estilo inglés.
*
Pero esa casa alguna vez estuvo llena y fue un palacio. En la mansión de
Viana 301, que abarcaba una manzana completa entre jardines, bodegas y salones,
echaba raíces el matrimonio Wilms Montt: Federico Guillermo Wilms Brieba,
descendiente, dicen, de la realeza prusiana, y Luz Victoria Montt Montt,
emparentada con cuatro presidentes de la república (Manuel Montt, Jorge Montt,
Pedro Montt y Ramón Barros Luco). Siete hijas, además de una tropa de
institutrices, cocineros, matronas y choferes, llenaban la casa. Siete niñas de
melenas doradas, ojos glaucos y facciones de muñeca alemana, nacidas entre 1892
y 1899: Luz, Teresa, María, Carolina, Carmen, Ana y Victoria Wilms Montt
deslumbraban al vecindario. Tanto así que la calle Traslaviña era conocida como
Tras las Wilms. Y aunque cada parto desairaba los ánimos del patriarca Wilms, que
esperaba al retoño continuador del apellido, el hombre terminó por traspasar sus
aspiraciones a María Teresa de las Mercedes, la segunda del tropel, nacida el
viernes 8 de septiembre de 1893. Y la llamó, a falta de herederos varones, mi Tereso.
De masculino tenía muy poco Teresa Wilms Montt, pero el apodo acentuó la
diferencia con sus hermanas.
Más tarde ella misma acuñará otros nombres que serán seudónimos:
Thérèse, Tebal, Teresa de la †. Con ellos firmará artículos de prensa y cinco libros –
cuatro de prosa poética y uno de cuentos, redactados entre sus veintitrés y sus
veintiséis años– y prolongados diarios, escritos desde la adolescencia, que serán
rescatados a un siglo de su nacimiento en sus obras completas (Libro del camino,
Grijalbo, 1994) por la ensayista chilena Ruth González-Vergara, a cuyo trabajo
corresponde hoy la mayor parte de la información biográfica disponible sobre la
autora. Escudada en estos seudónimos escribirá, al principio, cosas como: “Morir
debe ser una cosa deliciosa, como hundirse en un baño tibio durante las noches
heladas”. O: “Se imagina que la muerte es un medio de transporte para alcanzar el
cielo, ese cielo que desea como un enorme pastel blanco”. O, llevando la aspiración
al límite: “Soñar, sin parar, encerrada entre las paredes de mármol, lisas y limpias,
de una tumba”. Pero la muerte soñada, esa cosa deliciosa, no llegará aún. No
mientras sea adolescente, no mientras viva en su mundo fantasioso.
“Sus libros son el más fiel espejo del hastío de su vida desolada (…).
¿Y cómo lo hizo? ¿Cómo escribe, en realidad, Teresa Wilms Montt? Así, por
ejemplo, en el libro Los tres cantos, de 1917:
Nada tengo, nada dejo, nada pido. Desnuda como nací me voy, tan ignorante de lo
que en el mundo había.
En aquella alma desconcertada, pervertida por lecturas absorbidas sin disciplina y
a destajo, se había producido una aridez muy poco femenina, un ateísmo de esos
desoladores y aplastantes.
Pero lo más triste era que hasta los instintos maternos aparecían en Ester como
atrofiados. Jamás la vio Mariano preocupada de los menesteres propios de su
estado. El ajuar del hijo, esa cosa que absorbe todas las facultades de la futura
madre, no logró sustraerla a sus lecturas ni a sus distracciones sociales.¡Cómo
habría gozado él si al volver por la tarde hubiese encontrado a su esposa, como
entre espumas, en medio de esa lencería delicada.
Esther, que poco a poco iba abandonando su actitud pasiva para volver a las
volubilidades imperiosas que eran el fondo de su naturaleza femenina, había
vuelto también a sus devaneos literarios. Tornaba a devorarse sin selección alguna
cuanto volumen pillaba a mano. Pero ya no se contentaba con leer, sino que ahora
escribía.
Es 1917 cuando Balmaceda publica Desde lo alto. Pero antes hubo días felices.
La acción comienza una noche de 1909, en el palacete de Viña del Mar. José
Ramón Balmaceda y Sara Valdés Eastman, padre y madrastra de Gustavo, son
invitados a una recepción de los Wilms-Brieva. El muchacho, de veintitrés años,
suele compartir trasnoches con su primo Vicente Balmaceda Zañartu y está
desilusionado de la vida. Ese día, para salir de la rutina, decide acompañar a su
familia. Y entonces ocurre:
“Llegó de lo alto el gorjeo de una voz femenina que insinuaba una romanza
sentimental. Mariano, lírico empedernido, se quedó escuchando con secreto
interés”, escribirá Balmaceda en su novela. Quien canta es la niña Teresa y lo que
entona es La Bohème, de Puccini. Al rato, Gustavo y la muchacha hablan de ópera,
de la tristeza provinciana de Viña, de las incomprensiones familiares, de la
orfandad. Teresa escucha a este hombre atormentado y ya lo quiere. Tiene dieciséis
años y le parece que esto es el cielo. Al día siguiente le lleva una flor. Ella a él; no él
a ella.Y no cualquier flor: un pensamiento. Lo demás viene solo: el noviazgo, las
promesas, soy tuya, soy tuyo, la idea de casarse, la oposición de las familias.
En los diarios de Teresa, Gustavo es “un canalla”, “el terrible lobo”, “un
indigno cobarde”, “el puerco de G.”. En la novela de Gustavo, Teresa es “una
pervertida”, “aquel bibelot tan bonito como falto de sesos”, “la histérica
neurótica”, “una demimondaine”. Y Vicente Balmaceda Zañartu, el primo de
Gustavo, ocupa un lugar primordial en las páginas de ambos. En las del hombre es
“aquel truhán”, “el terrible Fico”, “el brillante calavera”. En las de la mujer, en
cambio, es Jean, Vicho, “mi amante ídolo”.
Los celos del marido se disparan un verano de 1911, aunque aún sin
motivos, cuando el matrimonio visita a Vicente Balmaceda Zañartu en su hacienda
de la costa central. Es ahí donde el hombre cree ver señales peligrosas entre su
mujer y su primo, que se miran mucho, coquetean. Tanto así que adelanta el
regreso y viaja a Viña para entrevistarse con su suegro. Guillermo Wilms, que hace
rato ha olvidado a mi Tereso, apenas escucha los alegatos del yerno: “No me ofrece
ya garantía alguna de fidelidad”, se queja Gustavo. “No puedo seguir poniendo mi
dignidad en manos tan frágiles e inconscientes, y es indispensable buscar algún
arbitrio que ponga término honorable a una situación tan escabrosa”. La respuesta
del patriarca Wilms, que treinta años más tarde morirá por demencia senil, es
redonda: “Bótela usted a la calle si no puede hacer otra cosa”.
El sueldo que recibe como empleado del Servicio de Impuestos del Estado se
vuelve insuficiente, y entonces pide un traslado a alguna ciudad más llevadera. A
ver si ahora, con menos estímulos sociales, logra domar a Teresa. El destino es
Valdivia. Y el destino es también el deseo de Wilms Montt, a los dieciocho años, de
ser escritora y firmar Thérèse. Balmaceda no lo puede creer: “A aquella altura de
su vida fue cuando Ester, primero como en broma, consultando a su marido, y
luego con todo desenfado, intercaló una h entre las letras de su nombre y se firmó
Esther”. Y en el colmo de la angustia, la acusa de una infamia mayor e inventa una
escena de prostitución. “Esther lo había traicionado, y no a la manera vulgar,
cediendo a la seducción de un amante, dejándose llevar acaso por la sugestión
malsana de cierta literatura que dignificaba el adulterio, no, sino acudiendo a la
venta”, fantasea el marido. Y convoca a un consejo familiar en la casa de los
Balmaceda en Santiago, para ver si ahora lo escuchan. Pero no. Nadie le cree, nadie
le hace caso. “Demasiada tragedia en la familia, hijo: todavía hay quienes
pretenden enrostrarnos el suicidio histórico de tu pobre tío”, argumenta el padre,
refiriéndose a la muerte del presidente Balmaceda, ocurrida en un lejano 1891.
Vivíamos en un hotel de mala muerte, pero el mejor del puerto, rodeados de toda
clase de hombres extranjeros y chilenos, comerciantes, médicos, periodistas,
literatos, poetas, etc. Una vie de bohème, más o menos. La noche era para charlar, el
día para dormir, la tarde para escribir”, anotará en sus diarios. “Yo era la única de
sexo femenino en aquellas reuniones (…), abusaba del licor, de los cigarrillos, del
éter (…) Me gastaba ideas anarquistas y hablaba con el mayor desparpajo de la
religión –en contra– y participaba de las ideas de la masonería”.
En mayo de ese mismo año Gustavo envía a Teresa con sus hijas y la mama
Rosa a Santiago. Sabe que el desenlace está cerca; sólo le falta el remate. Deja pasar
unos meses, vuelve a la capital y así lo hace: “Entró al escritorio y encendió la luz.
Destacóse ante sus ojos la caja de fierro que tantos días atrás había observado con
la misma angustia del que está frente a su tumba (…). Lo que estaba haciendo era,
sin duda, una violación, y eso era horrible, indigno (…) ¿Violación? Y lo que había
allí dentro, ¿qué era entonces?”. Lo que hay allí dentro son las cartas entre su
primo y su mujer: “mi Jean”, “mi amor”, “mi Tejita”. Lo que hay allí dentro es la
prueba que necesita el hombre rabioso, caliente, deshonrado para convocar de
urgencia al tribunal familiar y, ahora sí, encerrar a la esposa adúltera. Por primera
y última vez a Gustavo Balmaceda, que morirá en Oruro nueve años más tarde, le
hacen caso.
A Teresa la animan estas visitas, pero su cabeza todavía está en otra parte.
Durante los primeros meses de reclusión intenta gestionar el divorcio, ver a sus
hijas que ahora viven con los abuelos Balmaceda y la mama Rosa, hablar con sus
padres, suicidarse con morfina. Todo fallido. Sólo logra escribir hasta el desgarro.
Los diarios de esta etapa están dedicados casi por completo, con apodos y licencias
poéticas, a Vicente Balmaceda Zañartu: “Tengo miedo, Jean, que esta nueva
felicidad sea también muy corta”, escribe al inicio. Y al final: “Toda el alma, toda,
toda te entrega en un beso tu quiltrilla huacha”. Pero deja ver que el amante no es
tan distinto al marido. Que el amante tampoco tolera sus lirismos. Ella trata de no
tomárselo en serio. Le dice: “Creo, Vichito mío, que si no fuera por mis rarezas, tú
no te habrías enamorado de mí”. Y luego: “La Thérèse será Tejita hasta que se
muera y tú serás un Tejo leso si no me quieres así”.
Está claro que Balmaceda Zañartu, Tejo leso, no la quiere así. Y Tejita
finalmente renuncia. Al octavo mes de reclusión acepta una idea de Huidobro –que
la admira como escritora aún inédita, que adora sus lirismos– y huye del convento
disfrazada de viuda. Huidobro y Wilms Montt han nacido el mismo año, son hijos
de la aristocracia, hablan varios idiomas, adoran París. Y en junio de 1916 toman el
tren en la Estación Mapocho y desembarcan en Retiro, Buenos Aires. El poeta
dictará una charla en el Ateneo Hispano el primero de julio, y en agosto regresará a
Chile para embarcarse a Europa con su esposa, Manuela Portales Bello. Teresa, en
cambio, nunca más pisará tierra chilena. La última mención que hace Gustavo
Balmaceda de su mujer en Desde lo alto alude precisamente a este acontecimiento:
“Su primera salida fue para escapar al extranjero. Un pobre diablo de poeta que
debió encontrar en el camino de su desesperada fuga, quedó prendido entre sus
redes y abandonó también su hogar, donde gemía una madre y una santa esposa”.
“–¿Qué hubiera usted querido ser? –Lo que soy –responde Teresa Wilms a
Sara Hübner en la entrevista publicada en Lo que no se ha dicho–. De cualquier otro
modo me habría aburrido más”.
Nada tengo, nada quiero; mi cabeza dolorida, enferma del extraño mal, se
abandona sobre la mesa, pesada como block de mármol. Mi espíritu es más de la
muerte que de la vida; aspira más a dormir que a estar despierto; se inclina a la
tierra donde encontrará su cama.
No soy feliz ni podría serlo; porque, entonces, no sería hermana de los miserables:
porque no tendría el alma ilimitada de indulgencia. Los sombreros me causan la
sensación de cabezas cortadas y momificadas, y aquellos de los cuales cuelgan
bridas de colores, se me antojan cabezas arrancadas por mano brutal, donde ha
quedado adherida una vena sanguinolenta.
Seré la novia casta que os dé toda la intensidad de su virgen dolor entre lápidas y
piedras (…) ¡Muertos míos, muertos míos! Las ondas de mi mar interior se llenan,
preñadas de dulzuras al borde de vuestros lechos.
No son días los que siguen a la muerte del amante. Son, para Teresa,
manchones de invierno en el cementerio de la Recoleta. Son pasar las horas entre
lápidas y escritura: “De la vida a tu tumba, de tu tumba a la vida, ése es mi
destino”. Son páginas borroneadas que luego cuajarán como ofrendas. Son, por
ahora, abandonar Argentina, huir del luto y partir a Nueva York para servir como
voluntaria en la Cruz Roja. La madrugada del 13 de diciembre de 1917 se embarca
en el buque Vestris con un baulito, algunos ejemplares de sus obras publicadas, y
la idea de ser distinta al mundo que la rodea. Una vez a bordo escribe: “Viajar, he
aquí el sueño de tantos burgueses panzudos. No saben que para estarse treinta
días en el mar hay que tener en la sangre infinito y ellos sólo tienen glóbulos rojos.
Yo soy comadre del lucero del alba”.
*
“Mi destino es errar”, escribe por esos días. Pero su destino es también la
bohemia y la intelectualidad de los años veinte en Madrid y París. A comienzos de
1918 se instala en una pensión madrileña. En la mesa de noche guarda una foto de
sus hijas Elisa y Sylvia, como un amuleto. Ahora, con otros aires, la noche vuelve a
ser para charlar, el día para dormir, la tarde para escribir. Entre tertulias y cafés
literarios, se reencuentra con Vicente Huidobro y Joaquín Edwards Bello. Y hace
amistad con escritores, dramaturgos y pintores españoles. Entre los más cercanos
están Ramón Gómez de la Serna, Jacinto Benavente, Julio Romero de Torres y
Ramón del Valle-Inclán. Sobre todo Valle-Inclán, con quien visita Toledo y Ávila.
En mayo de 1918, ya asumida como Thérèse Wilms Montt, publica En la quietud del
mármol, su tercer libro, con prólogo del crítico guatemalteco Enrique Gómez
Carrillo. Y pocos meses más tarde viene Anuarí, prologado por Valle-Inclán, quien
se pregunta “de qué mundo remoto nos llega esta voz extraña, cargada de siglos y
de juventud”.
Esta voz extraña de Wilms Montt llega, quizás, del mundo remoto del
amante inmolado. Con él habla en estas páginas: “Viniste a mí; yo no te esperaba”,
dice. Y luego: “Insulto al miserable destino que ha arrancado todos mis amores en
capullo”. Y al final: “Soy una niña vieja, Anuarí”. Y la herida, ésa al menos, se va
cerrando. A pesar del luto, a pesar del tormento de no ver a sus hijas, a pesar de los
recuerdos del claustro, de la indiferencia de sus padres, de la hondura de sus
escritos, es posible que estos sean los mejores años de la escritora. Los más libres.
“Esa noche se trataba de una cazuela chilena que prepararía Teresa en casa
de un pintor conocido. Recorrimos muchas tiendas de aves, de vinos y verduras y
llegamos a casa del pintor a las diez”, relata el cronista. Y acto seguido refiere la
singular solución de la cocinera para ablandar al animal: “A las once, Teresa
mandó poner bicarbonato, porque la gallina parecía de fierro; además había
echado un huevo y, todo junto, se pegó”. Los comensales terminan cenando en un
restaurante y Teresa canta para ellos La Bohème. La misma Bohème que tarareaba en
el palacete de Viña del Mar. La misma de Iquique y Buenos Aires.
*
En 1919 Wilms Montt vuelve a Buenos Aires para publicar su quinto y
último libro, Cuentos para los hombres que todavía son niños. Es un volumen de relatos
que firma como Teresa de la †, quizás haciéndose cargo de una cruz imaginaria.
Una rúbrica que será también su último seudónimo. Allí escribe, por ejemplo, una
versión de Caperucita roja en la que la niña se enamora del lobo. Y el desenlace no
es, no puede ser auspicioso: “Desde entonces todas las mujeres llevamos el corazón
cubierto por una caperucita roja de nuestra sangre. Porque todas hemos sido
heridas por el lobo de ojos brillantes, de gestos graciosos, de palabras melifluas”.
La obra recibe buenas críticas y Teresa tiene la posibilidad de quedarse en
Argentina. Pero la ausencia de Anuarí le pesa demasiado y regresa a Europa a
bordo del transatlántico Daryo. Después de un paso por Londres y Liverpool, se
establece otra vez en Madrid. Y algo cambia su rutina de golpe: Rosa Montes, la
criada de Iquique, le hace saber que José Ramón Balmaceda, para quien aún
trabaja, asumirá una misión diplomática y se instalará en Francia con toda la
familia. Y toda la familia para Teresa tiene dos nombres: Elisa y Sylvia, sus hijas. Sin
dudarlo, arma el baúl y toma el tren a París.
Dice Elisa, la mayor: “Nosotras éramos dos niñitas que no sabíamos que
teníamos una madre (…). No teníamos ningún contacto con mi mamá Teresa. Y
mediante esas almas caritativas de mi mama Rosa y algunos criados de los
Balmaceda pudimos encontrarnos con ella en los jardines. Fue un verdadero
complot. Estábamos sentadas entre flores, en el Trocadero, cuando apareció
nuestra madre, con una capa y un sombrerito con un alfiler, que casi se le caía. La
vi muy hermosa. Se me cerró todo: el estómago, el esófago porque era una emoción
biológica, era la emoción total”.
Dice Sylvia, la menor: “La primera vez que la vi, en París, fue una impresión
muy grande. Yo tenía seis o siete años. Con mi hermana y mi mamita íbamos por
Les Champs Elysées cuando se detuvo un taxi y nos hizo señas una mujer con una
capelina negra. Nos acercamos.
“En la noche de Pascua de Jesús del año 1921, cuando el Père Noël traía a la
tierra los más hermosos juguetes del cielo, se llevó el cielo el más hermoso juguete
de la tierra”, escribirá Vicente Huidobro en un homenaje póstumo, reproducido en
1976 en sus Obras completas. “Teresa Wilms es la mujer más grande que ha
producido la América. Perfecta de cara, perfecta de cuerpo, perfecta de elegancia,
perfecta de educación, perfecta de inteligencia, perfecta de fuerza espiritual,
perfecta de gracia”.
DANIEL TITINGER
TE VOY A CONTAR cómo conocí a Martín Adán. Era el año cincuenta y siete. Yo
tenía once y ya hacía mis poesías, pues, mis cojudeces. Llenaba un librito con un montón de
poesías y leía a mi tío Martín Adán. En la familia todo el mundo lee, hasta los perros leen.
Me acuerdo que un día salimos de la casa con mi tío Nica y él me dijo, te voy a presentar a
tu tío Rafael de la Fuente. Porque él por ratos era Rafael de la Fuente y por ratos era Martín
Adán. Yo estaba aterrado, carajo, de todo lo que uno oía sobre él. Nos fuimos a un bar al
costado de Palacio de Gobierno, que lo atendía un japonés. Ahí tomaba el tío todos los días.
Se ponía al costado de la puerta, en una mesa redonda de mármol antiguo. Lo recuerdo y lo
veo clarito. Se sentaba todo mugriento como siempre, con su sombrero sucio, la barba
crecida, los bigotes llenos de tabaco, amarillos, su cigarro, su sobretodo así, su corbata
desarreglada, una mierda, carajo. Sucio, sucio, sucio. Y tomaba vino con Inca Kola, un
trago de porquería al que le decían lija.
Decirle Carlos Miguel, en estas circunstancias, sería casi una falta de respeto.
Hay quienes incluso lo llaman Loco Cocoy, pero eso podría ser demasiado. Aunque
Cocoy me dice que en su familia todos tienen algo de locos. Su tío Martín Adán –
que de a ratos era Rafael de la Fuente–, pero también su propio padre que un día,
por leer tanto a Verne, construyó un avión de madera lo suficientemente grande
como para poner de piloto a un muchachito de trece años, subirlo a un segundo
piso, convencerlo de que se agarre fuerte del timón y arrojarlo al vacío. O aquella
tía borracha que tomaba leche con pisco, o el tío que voló con dinamita esta misma
terraza del club Pacasmayo, donde estamos.
Por ejemplo un día, cuenta Cocoy, alguien le preguntó a su tío poeta, oiga
señor, ¿usted es algo de los De la Fuente del Río de la Plata? En el Perú, una
pregunta como esa tiene que ver más con la alcurnia que con el simple parentesco.
De la Fuente suena a aristocracia, a buena familia, al menos hasta que aparece
Martín Adán en una recepción llena de políticos y modales inflados. Según la
leyenda, entonces, un ex presidente serio y ceremonioso se acercó y le dijo oiga
señor, ¿usted es algo de los De la Fuente del Río de la Plata? No, respondió Martín
Adán, nosotros somos los marqueses del Jequetepeque. ¿Y qué hacen con los
blasones? Martín Adán lo midió de arriba a abajo y contestó con una rima: nos
limpiamos el ojete.
Estalla Cocoy y su risa es una ola estrellándose contra la terraza del club.
–El ojete –repite, palmeando la mesa–, disculpa la palabra pero el tío era un
borracho pendejo. Esa historia hasta ahora la recordamos en la familia.
La casa de cartón siempre me había parecido, desde ésa, su primera línea, una
obra de ingenio desmesurado y maravilloso, sobre todo si había sido escrita por un
niño de dieciséis años. Me gustaba el ritmo: la música de las palabras.
Fue. Ya no será. Pero cuando Pacasmayo era, Martín Adán solía pasar
temporadas con los De la Fuente, su familia paterna, lejos de Lima, esa ciudad que
lo atormentaba y de la que había que huir: evaporarse.
Martín Adán huyó. Desde los veintisiete años, vivió la mayor parte de su
vida recluido en un manicomio por voluntad propia. Escribió La casa de cartón y
después se alejó del mundo. Soy un animal acosado por su ser, escribió casi cuarenta
años después de publicar ése, su primer libro. Excepto la poesía, ya nada parecía
importarle demasiado. Nunca se bañaba. Siempre llevaba la misma ropa y la barba
de varios días. Olía mal. No le preocupaba el dinero y se quedó sin nada. Salía del
manicomio para emborracharse y durante esas salidas era común verlo caminar
por el Centro de Lima con un sobretodo oscuro, su sombrero, sus anteojos
redondos y siempre una grosería en la punta de la lengua.
“En Lima tenemos muchos crepúsculos, uno de ellos soy yo”, dijo Martín
Adán.
–Te voy a contar cómo lo conocí –dice ahora el sobrino Cocoy, y enciende un
cigarro soft cherry vanilla para empezar su historia–. Era el año cincuenta y siete...
Hace unas horas, en un pueblo llamado San Pedro de Lloc, a diez minutos
de Pacasmayo, Lila de la Fuente, otra sobrina del poeta, me mostró una fotografía
de Martín Adán. Se lo ve joven y con bigote, vestido de blanco y de pie junto a
unos arbustos que cubren la fachada de una casa. “La casa es esta misma casa”, me
dice sosteniendo la foto decrépita con una mano y señalando el suelo de esta casa
con la otra. La vieja casa hacienda de los De la Fuente. O las ruinas bien cuidadas
de la casa hacienda. O Martín Adán que mira a la cámara, flaco y erguido como un
poste de luz, y hasta parece contento debajo del bigote. La fotografía tiene una
fecha en el reverso: 18 de febrero de 1944.
¿Y Rafael de la Fuente?
En febrero de 1944, cuando se tomó esa foto, Martín Adán ya vivía internado
en el manicomio Larco Herrera, de Lima. Tenía 35 años y había publicado La casa
de cartón (1927) y los libros de poemas Itinerario de primavera (1932), La campana
Catalina (1936), La rosa de la espinela (1939) y Sonetos a la rosa (1942). Ya escribía en
revistas poemas indescifrables, y su fama no crecía tanto como su leyenda de
bohemio sin rumbo: el alcohol la locura la pobreza la homosexualidad. En febrero
de 1944 ya había escrito “Aloysius Acker”, un poema que se volvió mítico porque
el propio autor lo destruyó luego de revelar algunos versos.
Primo y amigo querido:He esperado hasta hoy para escribirte porque quería darte
buenas noticias confirmadas y para comunicarte cosas edificantes que a doce días
pasados cerca de ti se deben: me tienes, desde que llegué a Lima, convertido en un
ángel, tomando solo chicha morada y corrigiendo libros míos por publicarse.
Nicanor está alarmado con mi santidad y me pregunta en la mañana y en la tarde
si mi presión sigue bajando.
Pienso que no es posible probar que esa maleta fuera suya, pero prefiero
creer que sí. Que Martín Adán empacaba y huía con esta maleta de Lima, donde ya
lo llamaban loco poeta maricón pobre genio borracho, y que a San Pedro de Lloc,
Pacasmayo, llegaba Rafael de la Fuente.
–No, no, no era maricón, ah, solo creo, o sea, a mi manera de ver, no le
gustaban ni las mujeres ni los hombres. Mi tío Rafael no nació para hacer familia,
sino para ser poeta.
Como te decía, no creo que Martín Adán fuera muy sociable. Claro que venía para
estar con la familia, pero era un gitano. Aparecía y desaparecía sin avisar. Ah, pero yo era
su sobrina querida, la chocha de mi tío aquí en Pacasmayo. Él me tenía cargada todo el día,
y como ves las fotos lo demuestran. Él es mi tío Rafael, mira qué joven y qué flaco.
En sus extravíos él venía por aquí con su gabán negro y su sombrero; incluso en
verano se vestía igualito y sudaba como un camote. Esa foto en la que sale de blanco es rara.
Recuerdo que mi mamá toda la vida paraba jalándole las orejas, que vístete, Rafael, que
báñate, Rafael, que cámbiate, Rafael. Venía por aquí porque era íntimo de mi tío Nicanor,
que era bohemio como él. Pobrecito, mi tío Nica, también era muy filósofo, muy profundo,
muy rayado, pues, muy loco. Bueno, se fue rayando con el tiempo y hasta se vestía como
Martín Adán. Como te habrás dado cuenta, hay hartos locos en la familia.
*
Unos días antes, en Lima, fui a buscar a quien me dijeron que más sabe
sobre Martín Adán. Tienes que entrevistar al profesor Luis Vargas Durand, me
dijeron. Sabía que en Pacasmayo vivían familiares directos, pero posponía ese viaje
temiendo no encontrar nada. Porque al comienzo de la investigación la constante
era esa: nadie sabía nada. Casi todo lo que se había escrito resultaban leyendas,
anécdotas que se repetían como una letanía de datos imprecisos: alguien me dijo
que alguien le dijo. Sus amigos están muertos. No tuvo hijos. Nunca se casó. Su
herencia ni siquiera es bibliográfica: salvo La casa de cartón, desenterrada en
algunos colegios, ya nadie lo lee. No hay calles ni plazas ni escuelas con su
nombre, los lugares en los que vivió se transformaron en una galería comercial de
paredes metálicas, en el Centro de Lima, y un bar llamado Zipango, en Barranco, y
tienes que entrevistar al profesor Luis Vargas Durand, me dijeron.
–Martín Adán no estaba enfermo, era un borracho de mierda –me dice Luis
Vargas Durand, biógrafo entrenado en las desdichas del poeta, autor de Martín
Adán (Editorial Brasa S.A. Lima, 1995) y experto en descifrar sus sonetos más
incomprensibles.
–Martín Adán vivía solo, no tenía a nadie, en la calle paraba tirado en las
veredas, tenía que vivir en un manicomio, pero no estaba enfermo.
Lucho no habla con desprecio, sino con una chocante familiaridad, como si
estuviésemos conversando sobre un amigo suyo de toda la vida. Martín Adán no
estaba enfermo, no estaba loco, ni siquiera está probada su mariconería, dice, “y a
nadie le importa la virginidad de su culo”. Supongo que es lo que pasa cuando lees
a alguien mucho tiempo y husmeas hasta debajo de su alfombra. Hace más de
veinte años que Lucho se obsesiona por Martín Adán. Pero ahora, dice, tiene que
hacerme una pregunta.
–¿Quieres un pollo a la brasa?
José Antonio Bravo es un hombre muy parecido a Günter Grass, pero sobre
todo es otro biógrafo de Martín Adán, autor de Biografía de Martín Adán
(Paramonga, Lima, 1988). Ya nadie lee a Martín Adán, así que conversar con los
interesados en su obra es sólo cuestión de un par de llamadas. Puede ser a Luis
Vargas Durand, que es Lucho, o también a José Antonio Bravo, a quien visité un
día en su casa con patio y una higuera y él me pidió que no grabara, que apuntara
nomás en mi libreta, que si había leído su libro, que él era el único biógrafo de
Martín Adán. Apunte, dijo.
–Joder, todo el mundo dice que conoció a Martín Adán, que entrevistó a
Martín Adán y que hasta se emborrachó con él –dice Lucho, que ahora ha
arrimado unos libros y se ha sentado a la mesa para mordisquear un pollo a la
brasa.
–Por favor, Martín Adán paraba solo, hecho una mierda en hoteluchos, en el
manicomio.
Pero ese Martín Adán de las leyendas es el más famoso y del que más se
habla y del que más se ha escrito. Yo vi a Martín Adán sentado en el Cordano, en el
bar Zela, en el Maury. Yo tomé con Martín en el bar del japonés. Yo levanté a
Martín Adán del suelo. Yo le dije la rosa no es la rosa. A mí me confesó que era
homosexual.
–Así como lo oyes, Titinger –me dice Lucho.
Así como lo oyes. A mí antes me decían el gato Titi, así que de alguna manera somos
parientes. Bueno, esa es otra historia. Te decía que no recuerdo el nombre del periodista que
escribió sobre la homosexualidad en la literatura, y ahí cuenta que Adán le había dicho que
era homosexual, y que su drama era que tenía un miembro muy grande, y que no
encontraba homosexuales pasivos que lo soportaran, imagínate, pues, Martín Adán era un
bromista y tenía esa clase de respuestas. Y otra vez, así como me has buscado tú, me buscó
otro periodista que era un loco de mierda, y me contó que Adán se había bajado los
pantalones delante de él y le había mostrado que era hermafrodita, o sea que tenía un pene y
una vagina. Y ese huevón después me buscó en la universidad y me dijo que estaba
escribiendo sobre eso, me dejó copia de sus papeles y desapareció.
–La tía era una mierda, no lo dejaba hacer nada –dice Lucho, un trago de
cerveza, un trozo de pollo.
De su vida en el año 1927 se sabe muy poco, salvo que Rafael de la Fuente
aún no era Martín Adán, pero que ya escribía La casa de cartón.
“Mi quinto amor fue una muchacha sucia con quien pequé casi en la noche,
casi en el mar”.
–Son cojudeces –dice Lucho–, Martín Adán era un tipo maravilloso en una
sociedad de mentira, una sociedad de hipocresía y falsedad.
–Es que era un bromista, le gustaba joder –me dice Lucho, apartando a su
perra–. Y ahora permiso que voy al baño.
*
Como dicen los gitanos, Martín Adán tuvo un mal fario, un mal destino, una
maldición. Primero murió su papá, luego su hermano César, su mamá, su tío retardado, y
lo pusieron en un colegio que le despertó la mente liberal, que lo sacó del clero en el que lo
había metido su tía desde niño. Y así perdió su tiempo, su juventud. Después murió su tía.
Tuvo mala leche, Martín Adán. Pobre, yo creo que fue una víctima. Y el mal fario no
queda ahí. Martín Adán se quedó sin casa, sin trabajo, y lo único que le quedó fue el
manicomio. Felizmente, porque no tenía adonde ir. Yo lo visité varias veces. Doctor Bravo,
me decía. Imagínese, él me decía doctor Bravo.
Lucho sale del baño sin camiseta y con el pecho algo mojado, como si se
hubiese pasado una esponja húmeda por el cuerpo. Dice que Martín Adán no se
bañaba y “esa afición yo tampoco la comparto”. Ahora lo recita de memoria.
Esa versión del hombre que quiso llamarse Martín Adán es el de los años
treinta, cuarenta, el que vivía en el manicomio Larco Herrera y escribía así, compás
de la bogada de Caronte. Caronte, por supuesto, es el barquero de la muerte, y el
poeta lo invoca para que lo salve de la vida. Lucho siempre tiene una explicación
para estas cosas. La vida es la sutileza. La muerte es Caronte, pero ni siquiera es
Caronte sino su barca; pero tampoco es su barca, sino el remar de Caronte; pero
tampoco es el remar, sino el compás de la bogada de Caronte.
–Tú libérame ya de sutileza... –un silencio cómodo– son poemas que hay que
traducir, como los de Góngora.
*
Martín Adán era un escritor. Rafael de la Fuente alguien que existía sólo
para la familia. Y el escritor no podía soportar la carga de ser un niño genio con un
libro excepcional. De modo que, después de La casa de cartón, empezó a refugiarse
en el alcohol, en un manicomio, a apartarse buscando la cordura que le hacía falta.
Empezó a escribir versos difíciles como los de “Leitmotiv”, tal vez de fines de los
años treinta.
Martín Adán era amigo del director del Larco Herrera, pero uno no se muda
a un manicomio sólo por ser amigo del director. ¿Qué lo llevó a ese encierro? ¿La
presión de haber escrito un solo libro y que ese libro fuera un libro genial? ¿El
alcohol? ¿El mal fario? ¿Su padre su hermano su madre su tía? Sólo se sabe que se
internó en el manicomio, a los 29 años, y que empezó escribir nada más que para sí
mismo. Ni siquiera era un paciente, más bien un hospedado ilustre gracias a la
amistad con el director.
Salía de ahí cuantas veces le daba la gana, a visitar bares para rodearse de
amigos esporádicos que le pagaban los vicios, a vagar por alguna librería, un
hostal sin brío, un amante, y viajar de tanto en tanto a Pacasmayo para ver a la
familia. Se convirtió en un bicho raro de la literatura peruana. Del autor de La casa
de cartón, salvo el seudónimo, quedaba muy poco. Regresaba siempre al Larco
Herrera, y siempre regresaba mal. A veces, incluso, acompañado por policías.
–La idea –dice Lucho– es que cuando ves la muerte cara a cara, quedas tan
mal que no vuelves a meterte trago nunca más.
Eran los años cincuenta y el poeta, que rondaba los 40 años, ya no escribía
nada. Había abandonado el Larco Herrera para vagar entre bares y hoteluchos,
completamente solo, y podía aparecer de pronto en la redacción de un diario, en
este caso El Comercio, y decirle a un grupo de periodistas reunidos ante él, la barba
crecida, el sombrero deforme: “Quiero seguir sufriendo y amando al Perú yo solo,
sin compañía de nadie”. O también: “Soy Martín Adán, así me bauticé yo mismo;
ahora resulta que soy más Martín Adán que Rafael de la Fuente”.
Además, Martín Adán no era cualquier hijo de vecino, y ese detalle encendía
aún más la hoguera de la chismografía: un De la Fuente Benavides había caído en
desgracia. Hasta un amigo de su infancia, Estuardo Núñez, con quien pude
conversar una tarde en su apacible casa de jardín y pileta, hombre que ya pasó los
cien años, decía que tal vez una operación al oído, que le habían hecho de niño
para salvarlo de la fiebre escarlata, le había dañado el cerebro. Que además esa
operación sólo se la hicieron a él y no a su hermano César, que por eso habría
muerto. La locura, la culpa, el Aloysius Acker como un mundo perfecto donde
César aún podía vivir.
Pero eran los años cincuenta y Martín Adán ya no escribía nada. Hubo
gente, contaba Lucho, que lo sacó de ese marasmo.
Esa verdad sacude a Martín Adán poco antes de que Allen Ginsberg, poeta
beat estadounidense, aparezca en Lima con sus lentes de carey y esa barba
hinchada y revuelta.
–Parece que es la única vez que se vieron –me cuenta Lucho–, pero Ginsberg
le dice déjate de cojudeces, Martín Adán, déjate de escribir lo que tú no eres.
¡Sus, huid, si la nada campea,pero antes me cobrad galgos hastíosalguna rosa que
la mía sea!
Déjate de poesías que nadie entiende, Martín Adán, de esos absurdos
sonetos a la rosa, etcétera.
Martín Adán sabía muy bien quién era Ginsberg. Pero quizá ya no sabía
muy bien quién era Martín Adán. Se conocieron esa tarde de arañas muertas. Se
escribieron cartas. Se hicieron amigos. Martín Adán diría de él: “Tiene talento, pero
el de Satanás”. Y Allen Ginsberg, sin embargo, siguió planeando una nueva vida
para su viejo poeta sudamericano: “Quiero leer tus más sucios garabatos secretos,
tu Esperanza, / en su más obscena Magnificencia. ¡Mi Dios!”.
–Hola –le digo–, vengo a hacerle una entrevista sobre Martín Adán.
–Sí.
–Usted estudió con Martín Adán en el Colegio Alemán, ¿qué recuerda de él?
–Bueno, él trataba siempre de ofrecer una versión personal de las cosas que
va viendo o que va sintiendo o que va, ehhh, promoviendo, ¿no? Su actitud
siempre era muy crítica.
–Sí, sí, daba siempre una versión muy personal de las cosas.
–Ya, pero en ese colegio todos eran muy críticos y muy inteligentes.
Quizá he llegado tarde a la entrevista con Estuardo Núñez. Unos años tarde.
Yo quería que él me hablara de la tía Tarsila, del tío loco amarrado en el sótano, del
hermano César, de Rafael de la Fuente Benavides. Cambio de estrategia, voy al
grano.
–¿Por qué cree que luego Martín Adán se recluyó, se alejó de todo?
–Él fue de una época en la que le tocó una apreciación distinta de la vida que
estaba viviendo, ehhh, siempre tuvo una versión muy particular del vivir.
Estuardo Núñez repetirá lo mismo durante diez o quince minutos, lo que
dure la entrevista: “Martín Adán siempre tuvo una versión muy especial de las
cosas, de la vida”. Parece algo muy sencillo, pero también puede ser una
afirmación llena de significado, sobre todo viniendo de quien viene: una forma de
darle la vuelta a la página. Limar lejanías. Decir, sin decir, me equivoqué contigo,
Rafael de la Fuente, sólo eras un tipo distinto a mí. Sólo querías ser Martín Adán.
Tal vez en Pacasmayo se dieron cuenta y me dijeron que si quería saber más,
cuando regresara a Lima tenía que hablar con Ramón de la Fuente, él sabe muchas
cosas del tío Rafael.
Te voy a ser sincero. Yo a Martín Adán lo conocí muy poco, en la librería de Juan
Mejía Baca, un chiclayano muy intelectual y famoso en esos años, pero que tenía muy poca
clientela. Recuerdo que Martín Adán se metía a la trastienda de la librería, donde tenía su
escritorio Mejía Baca, al fondo, y ahí se reunía con los que iban a escucharlo. En esa época
yo tenía unos veinte años, Martín Adán era de otra rama de la familia, pero era mi tío, y yo
iba con mis hermanos Pedro y José Cayetano, que sí eran sus amigos. Recuerdo que lo
primero que hacía Martín Adán cuando llegábamos era abrir una botellita de pisco. Juan
Mejía Baca le dejaba hacer lo que quisiera. Era su protector, y todo lo que Martín Adán
escribía se lo quedaba Mejía Baca. Libretas, lo que sea. Él le manejaba la vida, no sé, a veces
pienso que lo tenía casi preso. Cuando murió Martín Adán, Mejía Baca se quedó con toda la
obra, pero después la donó a la Universidad Católica. Fue un buen hombre, ¿no?
El nuevo despertar del poeta coincidió con los primeros años sesenta.
–Aquí están los tesoros –me dice Luis Vargas Durand–, bienvenido.
Han pasado un par de meses desde que lo vi por última vez, y hoy me ha
citado en la Universidad Católica, donde Lucho es el profesor Luis Vargas Durand,
qué ha sido de tu vida. Le cuento que estuve en Pacasmayo, con la familia paterna
de Martín Adán, los De la Fuente, gente muy buena, Lucho, pero todos están locos.
–Yo ya hice ese viaje –me dice mordaz, celoso, algo loco, y va abriendo
puertas hasta que llegamos al sótano de la biblioteca, donde se guardan las
ediciones especiales.
Aquí está toda la obra de Martín Adán, poeta maldito, escritor de culto.
Aquí están los tesoros, bienvenido.
Nicanor es el tío Nica, el primo más querido de Martín Adán, y a quien solía
visitar en Pacasmayo. Y estaba loco y lo internaron en el manicomio para tratarlo
con electroshocks.
Yo tengo muchas anécdotas que no tiene nadie. Un día mi tío Martín Adán me
cargó, yo era una niñita con cara de genio, y casi me tira al suelo. Mi papá le dijo, oye,
huevón, casi cagas al futuro Premio Nobel. Es que yo era índigo, y la gente mezquina,
envidiosa, dice que Gaviota está loca. Y la Lila jura que la niña de la foto es ella, pero yo voy
a ser presidenta del Perú, ¿ya?, la presidenta Gaviota y tú si quieres puedes ser mi
vicepresidente. Mira, mi papá tampoco estaba loco, sólo tenía rasgos, pero el noventa y
nueve por ciento de mi familia sí está loca, yo soy antropóloga y psicóloga y te lo puedo
decir, lo he analizado, la locura es hereditaria, está en los genes y mi papá me decía que
somos dscendientes de Juana la Loca. Mi mamá me decía Gaviota, yo nunca te pegué para
que no salgas loca como tu papá y tu tío Martín Adán. No, no te rías, mira, yo tengo una
mentalidad cosmopolita, soy como Martín Adán sólo que no soy borracha. Si tomara me
dirían Gaviota borracha, pero no tomo. También soy poeta y novelista y tengo una novela
que se llama Dios es gay. Pero antes, mira, volviendo a lo de la presidencia, te digo que soy
enemiga de la pena de muerte. Ya, ya, está bien, sobre Martín Adán lo que te puedo decir es
que nació para escribir. Yo soy como él, sólo que no estoy loca.
*
En 1961 llegó de visita a Lima Celia Paschero, asistente de Jorge Luis Borges,
y conoció a Martín Adán en el centro, en la librería de Juan Mejía Baca. Los
intelectuales y novelistas y poetas y etcétera solían conocerse ahí, en esa librería sin
mucha clientela que hoy es la marisquería y picantería K-bo Blanco, fachada roja
casi fosforescente. Ramón de la Fuente recuerda haberlo visto allí, con la botellita
de pisco y la misma anécdota. Todos dicen que han tomado con Martín Adán, me
dijo Lucho hace un par de meses, y el librero Juan Mejía Baca, dice ahora, se había
vuelto muy cercano al poeta, a tal punto que ya era el custodio de toda su obra.
Una vieja leyenda dice que Mejía Baca pagaba a los mozos de los bares para
que salvaran de la basura lo que manchaba Martín Adán con su lapicero, sus más
sucios garabatos: facturas, tarjetas, jiiiiii, todo lo que ves aquí.
–Todo eso está aquí en la Católica –dice el profesor Luis Vargas Durand.
Los años sesenta fueron, para Martín Adán, de mucha producción. “Escrito
a ciegas” es el poema en respuesta a Celia Paschero. Luego escribirá “La mano
desasida”, “La piedra absoluta”, todo en las libretas negras que empezó a
entregarle Juan Mejía Baca para que no desperdigara su malditismo por cualquier
parte. Lucho toma una libreta al azar. La abre. Estoy inquieto, nervioso.
Es una letra tímida en tinta azul, que invita a leer cada palabra con lentitud.
Una letra hermosa, como de alguien que recién está aprendiendo a escribir, o que
lo está olvidando.
Los dioses son eternos:Ignoran de conflicto:He de vivir sin treguaEternamente en
tanto que vivo.
–Ya, ya, deja de copiar –me dice Lucho en broma, pero cerrando la libreta.
Luego saca del armario cinco cuadernos anillados y escritos a máquina que
suman, en total, 1.205 páginas. Son las transcripciones de las libretas, recolectadas
por Juan Mejía Baca y que, según Lucho, permanecen inéditas casi en su totalidad.
–¿Y por qué no publican todo? –le pregunto, mientras reviso algunas
páginas.
Me explica que, de una u otra manera, todos sus libros son inventos de los
editores: una reunión de versos con un título que los unifica.
En 1973 Martín Adán será internado en una clínica psiquiátrica y luego otra
vez en el Larco Herrera, en un encierro tan corto que será casi imperceptible. Juan
Mejía Baca, amigo editor custodio de la obra, se hará cargo de él, le llevará ropa,
comida, se encargará de que le den sus medicinas. Pasará el tiempo y Martín Adán
dejará de beber, se recluirá en un asilo, volverá a ser Rafael de la Fuente Benavides,
perderá casi todo el pelo y no morirá como poeta maldito del Perú, como predijo
Ginsberg, sino de viejo, a los setenta y seis años.
–¿Así que en Pacasmayo todos están locos? Ya hemos salido del sótano de la
Universidad Católica y Lucho abre la puerta de su auto. Me pide que no entre, que
el sol está tan fuerte que hay que dejar que se ventile un poco.
Ya entonces sentía que la poesía era un acto inútil. En enero de 1984 salió del
Larco Herrera rumbo al hospital Santo Toribio de Mogrovejo. Lo operaron de
glaucoma y cataratas, y perdió la vista de un ojo. Un año después, el 29 de enero de
1985, sus problemas renales empeoraron y tuvo que ingresar al quirófano.
No se sabe si alguien lo esperaba afuera. Supongo que no. Sólo se sabe que
no soportó la cirugía y que murió a las once de la noche.
LA BRUMA, los ojos brillantes de un perro, un viejo rencor, nadie supo qué
lo distrajo. Lo cierto es que el carro azul-plata se estrelló contra la estatua del
general Santander y se convirtió en una flor de metal humeante. Dicen que había
salido de una fiesta en un club, que aún tenía una copa en la mano cuando se subió
a su Ford, al que llamaban “El pájaro azul”. Eran las cinco de la mañana de un
jueves de 1942 y faltaba poco para que en Manizales, una ciudad enclavada en las
montañas de Colombia, se empezaran a ver los picos nevados de la cordillera.
Cuentan que el monumento perdió la cabeza y que él, un médico orgulloso, se
quedó sin cara. Como pudo abandonó el carro y caminó hasta su consultorio, a
cuadra y media del lugar del accidente. Atravesó la Plaza Fundadores con el
pellejo colgando, con su traje bañado en sangre, con la muerte a cuestas. Hablan –
la gente, las señoras–, de la pila de papeles que quemó antes de inyectarse.
Encontraron las cenizas en una caneca de metal. Dicen que eran cartas de una
mujer casada, una amante. Otros dicen que era la novela donde contaba la historia
secreta de su mejor amigo, un escritor muerto cuatro años atrás a quien envolvió
una tragedia peor.
–Eso dicen.
No puede dejar de mirar a los ojos. Mira como si estuviera tasando el alma
del que lo escucha. Debió aprender a hacerlo durante sus correrías políticas por
valles, sabanas, desiertos. Nada lo distrae, ni siquiera el gran ventanal desde donde
se ve una plaza de toros, los edificios bancarios, los diminutos oficinistas, las
nubes. Tiene su despacho en el piso 19 de la torre más alta de Colombia, en el
centro de Bogotá.
–No puedo decir nada sobre ese libro –aclara tajante, con rigor de abogado.
A doña Emilia Trujillo le bastó tenerlo a su lado unos pocos años para saber
que Bernardo era una rara avis. En diciembre de 1946, casi una década después de
la muerte de su hijo, el periódico El Colombiano, de Medellín, la entrevistó. Por ese
tiempo la memoria de Arias Trujillo todavía estaba muy viva. En la entrevista,
doña Emilia lo describe como un niño “solitario y silencioso en medio de los
hermanos abundantes”.
Quizás por eso el joven taciturno, con un espíritu moldeado por el encierro
montañoso, fundador de un centro literario en el colegio, empacó de nuevo apenas
terminó su bachillerato. A los 19 años supo que huir era salvarse, que si
permanecía en Manizales se iba a diluir en el odio y el tedio. A pesar de las exiguas
finanzas de su familia, marchó a Bogotá a estudiar derecho en la Universidad
Externado, donde se formaban los mejores abogados del país. Como para muchos
otros de su generación, el derecho fue la carrera que resultaba más afín a las
humanidades. Empezó a tratar con políticos liberales influyentes que le ayudaron a
publicar en pequeños diarios sus primeros artículos y encontró tiempo para editar
en el folletín Novela Semanal tres historias sentimentaloides, con nombres como
Cuando cantan los cisnes, y un puñado de poemas que marcaron el nacimiento de
una tormentosa vocación literaria. Entre una cosa y otra, Arias Trujillo no
desatendía su carácter huraño: “Vivo solo, en un apartamento de dos piezas (...) Es
en un tercer piso que me da la ilusión de un castillo fabuloso o de esa torre de
marfil de la que hablan los poetas, en donde se pierde un poco el contacto con los
hombres y se vive mejor, más de acuerdo con uno mismo”, le decía por carta a su
madre, que fue siempre la destinataria de sus noticias. No hay cartas dirigidas a su
padre.
“Es un ser como extraño”, le decía doña Emilia a El Colombiano. Esa tarde
“fui obsequiado con un té en el Palace, uno de los salones más elegantes de
Bogotá”, le contaba a su madre por carta. Le regalaron un par de gemelos y un
cuadro que colgó en su pequeño apartamento. Era imposible para un joven de
provincia pensar en vivir como escritor, aunque el arrojo y la acidez de su estilo ya
despertaban asombro: “Bailarina política de infinitas tonalidades, que conoce la
escala cromática de todas las entregas” escribió acerca del recién nombrado
secretario de gobierno de Caldas en el diario El Universal, y el secretario era un
hombre de su mismo partido político. Esperó durante un tiempo un cargo público
que le habían prometido, pero el cargo nunca llegó. La pobreza empezó a morderle
los tobillos y tuvo que regresar a Manizales, donde se había instalado su madre ya
viuda con la numerosa prole, y donde el aspirante a novelista consiguió trabajo
como juez departamental de policía. Viviría tan sólo diez años más, una década
huracanada en la que escribiría dos novelas, un libro de crítica literaria, un libro de
ensayos políticos, varios poemas, un centenar de artículos, traduciría un clásico
moderno y encontraría en la morfina sosiego para su corazón, esa zarza ardiente.
No hay rastros de su bautizo con la droga. Quizás fue durante sus años en
Bogotá. Eduardo García Aguilar es un escritor manizalita. Vive en París, donde
trabaja para la A F P (Agence France-Press) desde hace tres décadas. A los 17 años
ganó un concurso con un ensayo sobre la obra de Bernardo Arias Trujillo. “Se sabe
que en Bogotá había antros de drogadicción, fumaderos de opio –dice. La
marihuana era moneda corriente en las barriadas, en los medios populares y en las
clases altas bohemias de la capital y en las zonas de tolerancia de las capitales de
provincias. Hay canciones, relatos, memorias que hablan de eso. Sin duda Arias la
tuvo que haber probado en Bogotá, donde había mucha droga entonces. O
después, en Buenos Aires”.
*
–Sus sentencias eran unas joyas, estaban muy bien escritas. Los abogados las
estudiaban con placer –dice Otto Morales Benítez, que llama a su secretaria dos
veces, pero ella aún no ha regresado con los buñuelos.
Una de esas sentencias se titula “La drogas heroicas” y fue reproducida por
la Revista Manizales en 1944. Bajo ese nombre se conocía a la morfina, la heroína y la
cocaína, que a finales del siglo XIX y principios del XX habían sido recetadas como
medicamentos y tónicos para curar todo tipo de males. Su uso era tan extendido
que el papa León XIII llegó a prestar su imagen para promocionar el vino de coca
Mariani y le concedió una medalla de oro a su creador, el corso Angelo Mariani, en
reconocimiento a la capacidad de la bebida para “apoyar el ascético retiro de Su
santidad”, como lo dice James Inciardi en su libro de 1992 The War on Drugs.
Dos años antes, había escrito una oración de cuatro hojas, llamada
“Aclamación a Cristo”. La hizo copiar a obreros, zapateros, ebanistas y otros
grupos cercanos a la Logia Masónica Nieves del Ruiz, perseguida por el presbítero
Darío Márquez, dueño y señor de las almas de la ciudad. Fue repartida a
mediodía, sin firma, a la salida de misa de la iglesia principal de Manizales. El cura
le declaró la guerra a Arias Trujillo desde el confesionario. Todos sabían que el
panfleto era de su autoría, porque nadie más se atrevería a reclamar el regreso de
un Cristo socialista: “Vuelve, Camarada Jesús”.
En junio de aquel año llegó a Buenos Aires. Viajó en barco hasta Santiago de
Chile, pasó a lomo de mula la frontera –un día, a las cuatro de la tarde, vio las
nieves perpetuas del Aconcagua acompañado por diez perros–, durmió en
Mendoza y, exultante, tomó el tren hacia la capital argentina, el sitio donde se
había publicado buena parte de los libros que había leído en su vida, entre ellos las
obras de Marcel Proust y Oscar Wilde. Lo recibió el jefe de la delegación, José
Camacho Carreño, que se encontró al abrir la puerta de su casa “con un radical
como se criaban antes, con azufrado lenguaje para Dios y sus ministros, con
sañudo antibolivarianismo, con espumante fobia a los godos”, como lo recordaría,
poco después de su muerte, en un artículo en el diario El Tiempo. José Camacho
Carreño tenía un buen sueldo y hacía vida diplomática a todo vapor, mientras que
Arias Trujillo estiraba los pocos pesos que le pagaban por artículos publicados en
los periódicos argentinos Crítica o La Razón, colaboraciones que le ayudó a
encontrar su jefe. Con frecuencia llegaban a su nombre esquelas de eventos
sociales, como una invitación al Jockey Club para celebrar el Gran Premio Nacional
en octubre de 1932, firmada por Ernesto A. Bullrich. Él iba a husmear pero prefería
descolgarse por los arrabales, como lo confirmó Camacho: “El tango lo escuchó, no
con languideces aristocráticas (...) sino lo vio brotar salobre, como puñal de sílabas
celosas en boca de los grumetes”.
Arias Trujillo vivía en una casa de familia, donde por fortuna “me quieren
mucho y no me apuran por dinero”, le contaba a su madre en una carta fechada el
26 de abril de 1933. Trabajaba como empleado de día, y en las noches recorría los
bares adyacentes al por entonces llamado Paseo de Julio, una zona de la ciudad
que el escritor argentino Roberto Arlt describió como “la recova canalla”. En esas
calles se realizaban los “saraos uranistas”, según definió en 1908 las fiestas
homosexuales el abogado criminalista argentino Eusebio Gómez en su libro La
mala vida en Buenos Aires. Arias Trujillo se movía en los bajos fondos en busca de
drogas. Y marineros. En uno de los extremos de aquel Paseo, justo en la estatua de
mármol blanco de Giuseppe Mazzini, lugar de encuentro de los homosexuales de
la época, Arias Trujillo seguramente vivió las noches descritas en Por los caminos de
Sodoma. Desde su escritorio en la delegación colombiana, entre fiebres opiáceas y
extravíos, Arias Trujillo contó la historia de David, un hombre de provincia que se
enamora de Charles Wills Evans, un trapecista de circo. La única persona a quien
se atreve a confesar su amor sin nombre, como lo llama, es a María Mercedes,
angelical heroínomana y aficionada a seducir niños. Pero el dueño del circo
descubre el romance entre los dos hombres y denuncia a David, que es sometido a
juicio y condenado a un año de prisión. Mientras está en la cárcel, su amiga muere
y Evans se va con el circo a otro país. Al salir de prisión, David sueña con irse a
Buenos Aires para apaciguar su dolor. La novela salió a las calles de Buenos Aires
en 1932 bajo el sello de la Editorial Pagana.
Varios hombres conversan a pocas cuadras del lugar donde murió Arias
Trujillo. Están sentados en un cuarto de una de las primeras edificaciones de
Manizales, una casa de techos altos que tiene por lo menos ciento veinte años,
donde funciona la secretaría de cultura de la ciudad.
–Con lo que le pagaron por esa novela vivió un año en Buenos Aires –dice
con aplomo Alfonso Valencia Llano, doctor en historia por la Universidad
Lomonósov de Moscú. Valencia Llano escribió Bernardo Arias Trujillo, el intelectual,
(Universidad de Caldas, 1997), hasta hoy la investigación más completa sobre el
escritor.
Por los caminos de Sodoma estuvo escondida durante 58 años. En 1990 Lucio
Michaelis, sobrino del escritor, la publicó por primera vez en Colombia en forma
independiente. Pagó de su bolsillo por una edición de mil ejemplares que llegó a
muy pocas manos y ni siquiera medio siglo después se atrevió a poner el nombre
de su verdadero autor. La única referencia a su tío es la editorial: BAT. Antonio
Ochoa, historiador y jefe de documentación del Museo Nacional de Colombia,
descubrió a Arias Trujillo por azar cuando alguien se refirió al escritor en una
conferencia como el primer defensor de los derechos de los gays en Colombia.
Ochoa escribió un corto ensayo sobre Por los caminos de Sodoma y trató de contactar
varias veces a Michaelis a través de un apartado aéreo, pero Michaelis nunca
respondió. Ochoa está seguro de que la novela es clave para comprender los
discursos médicos y criminalísticos que llevaron a penalizar el homosexualismo en
el año 1936 en Colombia. El código penal de ese año, en el Título XII. De los delitos
contra la libertad y el honor sexuales, capítulo IV. De los abusos deshonestos, dice
en su artículo 323 que incurrirán en prisión de seis meses a dos años aquellos “que
consumen acceso carnal homosexual”. Y también para entender por qué Arias
Trujillo escribió esta frase a su madre el 26 de abril de 1933 desde Buenos Aires:
“Al paso que iba yo moriría loco en ese terrible Manizales”.
–Mi suegro fue testigo de siete de sus sobredosis. Cuando terminaba la crisis
le preguntaba a Bernardo por qué lo hacía, por qué se drogaba de nuevo– dice
Valencia Llano, las cejas en alto.
Hubo otro escrito, tan encendido como Por los caminos de Sodoma, que Arias
Trujillo escribió en Buenos Aires. Es un poema de amor desmayado que lleva por
título “Roby Nelson”:
(...) Se llama Roby Nelson flor del barrio,que va de muelle en muelle, de vapor en
vapor,este chico vicioso de cabellos eslavovende cocaína y amor (...).
Pero también los intelectuales de la época, los obreros de los sindicatos, los
estudiantes del Instituto Universitario de Manizales: (...)
–Se le veía en las mañanas salir de la casa de los Michaelis hacia el Café El
Polo, donde se sentaba a solas. No permitía que nadie le hablara. Una o dos horas
conversaba consigo mismo.
En la tarde, después del almuerzo, Arias Trujillo se detenía a ver los cuatro
yarumos de hojas blancas, únicos árboles que dejaron en pie los colonizadores que
tumbaron aquel bosque donde se fundó Manizales. Una cerveza en el Café
Germania, al que llamaba “el muro de las lamentaciones”, y otra caminata lenta
hacia el Parque Caldas o la Plaza Fundadores, la misma que atravesaría su amigo
moribundo en medio de la bruma.
El periodista Luis “El indio” Yagarí lo vio por esos días, como cuenta en la
columna publicada el 6 de marzo de 1938 en La Patria: “¿Recuerdas la palidez y el
temblor de tus manos, cuando escribí sobre un papel, a manera de título, ‘Lo que
me dijo un esqueleto’? Aquel día nos dijimos adiós. Yo hablaba con un muerto”.
Ruth Peñaloza Arias, sobrina de Arias Trujillo, deja una caja sobre la mesa
del comedor de su casa en Manizales y se sienta. Saca un álbum de fotos. Mira el
retrato de Emilia Trujillo el día de la muerte del escritor. Ocho años después del
entierro los periódicos todavía la buscaban para saber la razón de la repentina
muerte de su hijo en aquella casona de los Michaelis, con su amigo Jaime Robledo
a los pies de la cama, y poco después de haber decidido regresar a Buenos Aires,
“donde hay un ambiente más favorable para mi temperamento”, como publicó en
La Patria el 5 de marzo de 1938.
–Corramos a don Bernardo –dice una de las hijas de Ruth para poder servir
el café y mueve la mascarilla.
El mismo diario publicó en los días que siguieron a la muerte su último
escrito. Se llama “Por los Valles de Apulo”. Describe un paseo por el campo y el
encuentro con una mujer, una campesina: “¿Y para qué seguir el catálogo de sus
gracias que no han de ser mías, sino que serán del goce del patrón que te ama?”.
Está dedicado a “Jaime Robledo Uribe, gentleman”, un médico apuesto, casado. Su
amigo entrañable.
En la fachada, junto a una ventana, hay una virgen con las manos juntas en
señal de oración, y una frase: “Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados y yo os aliviaré”.
El abogado José Camacho Carreño, el jefe del escritor en Buenos Aires, había
nacido en 1903, el mismo año en que nacieron Arias Trujillo y Robledo. El 31 de
diciembre de 1938 su cuñado, el hermano de su mujer, lo agredió en una fiesta. Al
parecer se había metido con su hombría y la ofensa fue tan grave que Camacho
Carreño lo mató. Le iniciaron, entonces, un proceso en el que se defendió a sí
mismo. Aunque ganó el juicio, al parecer no se repuso de haber asesinado a un
hombre y viajó a la costa, a un sitio llamado Puerto Colombia, para olvidar. Dicen
que se levantaba triste y se acostaba triste, y que un día de 1940 se emborrachó y se
metió al mar. No regresó vivo a la orilla. El ex ministro sugiere que, si Camacho
Carreño sabía algo acerca de Arias Trujillo, se lo llevó al fondo del océano.
Después se pone de pie y llama a su secretaria. Quiere su sombrero, su paraguas.
ÓSCAR CONTARDO
ANTES QUE TODO, antes que el artista, antes que el cadete, antes que el
estudiante mediano, mediocre, fatal, antes que el marihuanero, antes que el
jovencito vestido para una lluvia inglesa en medio del otoño reseco santiaguino,
antes que el hombre de voz engolada, antes, mucho antes, hubo una madre. Y la
madre se llamaba Elisa. “Para Elisa de su hijo Rodrigo”, reza la dedicatoria del
libro de ilustraciones, regalo de un cumpleaños.
–No me puso nada más, sólo eso “Para Elisa”. Me hubiera gustado algo más.
La madre de Rodrigo Lira abre los ojos, dos focos grises que no centellean.
Para reafirmar su opinión sobre la materia que nos convoca –la vida y la obra de su
hijo, poeta– hace una pregunta. La formula con una sonrisa severa, como si no
esperara una respuesta sino corroborar un hecho.
–Tú crees que si yo quisiera escribir sobre alguien, sobre una persona
conocida ¿podría hacerlo?
Lo que quiere decir con eso es que la vida de su hijo tuvo un principio y un
fin, y que ella fue testigo de eso el día en que él cumplió 32 años. Y aquí está,
sentada, mirando con sus ojos grises, negándose a hablar y queriendo, al mismo
tiempo, hacerlo.
A juzgar por una nota que su hijo dejó antes de suicidarse, él llegó a pensar
lo mismo: “(...) con respecto a mis textos y manuscritos, no sé si se podrá hacer
algo. Durante mucho tiempo les tuve mucho cariño y les atribuí importancia.
Ahora las cosas han cambiado, pero de todas maneras sentiría que se destruyeran
así no más”.
Sólo cuando la vida de Rodrigo terminó, su madre supo que había opiniones
muy diferentes con respecto a la calidad de su trabajo. Fue en el mismo funeral,
entre la navidad y el año nuevo de 1981, en una iglesia de la calle Manuel Montt,
cuando su punto de vista comenzó a cambiar. Allí vio caras desconocidas, rostros
de estudiantes, profesores y amigos de los que nunca había oído hablar, y algunos
de ellos, poco después, le hicieron saber que existía interés por publicar los poemas
de su hijo. Supo, incluso, que poetas de la talla de Enrique Lihn y de Nicanor Parra
lo respetaban.
La vida, a veces, es poco más que una serie de eventos desafortunados. Elisa
Canguilhem vuelve súbitamente a la pregunta inicial.
Entonces comenta que su poema predilecto es uno que dice algo así como
“yo soy poeta porque vivo a expensas de mis padres”.
–Se veía muy lindo de uniforme. En realidad era muy buen mozo. Después
ya no lo fue.
En la Escuela Militar Rodrigo ya era un hombre. Alto, delgado, de pelo
ligeramente más fino y claro en la parte superior de la cabeza y más oscuro en los
costados. La frente despejada, las cejas gruesas, los ojos oscuros. Era la primera vez
que vivía separado de su familia pero, excepto por haber ganado un premio de
artes plásticas, nada especial parece haberle ocurrido en la Escuela Militar donde
estuvo sólo dos años. El sexto, de humanidades, lo cursó en el Liceo 11, un
establecimiento fiscal, del que egresó en 1966. Su padre había pasado a retiro y la
familia se había instalado definitivamente en Santiago, en el vecindario
acomodado de Las Condes.
La generación de Rodrigo Lira, los nacidos poco antes y poco después de los
’50, entró en la juventud a tiempo para los cambios de los años ’60. El destino los
instaló en una etapa de transformaciones sociales que llevaron al país por una
curva que se fue cerrando cada vez más. El gobierno de derecha de Jorge
Alessandri fue reemplazado en 1964 por el del democratacristiano Eduardo Frei
Montalva, que se presentó como la alternativa moderada y confesional frente al
avance de la izquierda que proponía cambios más agresivos inspirados en la
revolución cubana. Su gobierno desarrolló diversas reformas que pretendían
modernizar la estructura social. La más importante fue la reforma agraria que
terminó quitando poder a los partidos conservadores.
Para las elecciones de 1970 los partidos de izquierda optaron por agruparse
en torno al candidato Salvador Allende, en una plataforma llamada Unidad
Popular. El triunfo de Allende –socialista y marxista– fue un desafío para el
sistema democrático chileno, pero el 11 de septiembre de 1973 un golpe de Estado
derrocó a su gobierno y una Junta Militar, encabezada por Augusto Pinochet,
asumió el poder. La generación de Rodrigo Lira –que había vivido su juventud en
una efervescente y conflictiva democracia– terminó resignándose a la dictadura. En
el poema “Inserción” escrito a fines de los ’70 y publicado en Declaración jurada,
Lira dice: “Hoy ha muerto la generación de mi padre –engendradora de nuestra
generación– / Poco hay que decir”.
Pero cuando Lira egresó del liceo, en 1966, la idea de “juventud” era un
cascabel que todos empezaban a agitar desde distintas esquinas.
Así, de un día para otro, decidió irse. Viajó por el desierto del norte de Chile
unos meses –no queda claro cuántos– y volvió a Santiago antes de que terminara el
año. El malestar de sus padres iba en aumento: el hijo que habían juzgado brillante
no tenía planes claros. Además, ya era evidente que tenía por costumbre fumar
marihuana, algo intolerable para una familia de clase media de esa época, sobre
todo para la de un militar. “Marihuana” era, por entonces, sinónimo de droga, más
aún que la cocaína, a la que sólo tenían acceso unos pocos, y que el LSD, que
apenas se conocía. Ser “marihuanero” era un estigma, incluso dentro de la
universidad. Entonces, su madre decidió hacer algo.
Eran los meses finales de 1971. Recién llegado de su viaje por el norte,
llevado por su madre, Rodrigo Lira fue por primera vez a ver a un psiquiatra:
Armando Roa, una eminencia de la psiquiatría local, reconocido por sus opiniones
conservadoras y por haber escrito un libro contra el consumo de la marihuana.
“Con Roa comenzó mi peregrinación psiquiátrica” le dijo años más tarde a su
amigo, el poeta y psicólogo Eduardo Llanos. Roa le habría sugerido dejar de fumar
marihuana, pero Lira no estaba dispuesto y en su poema “Testimonio de
circunstancias” (“Advierto / que no soy sicótico me dicen ‘loco’ pero a los que me
dicen ‘loco’ otros a su vez les dicen ‘flaco’/ tal como se dice ‘flaco’/–a veces me dicen
‘flaco’/ y un flaco re’flaco me dice gordo”), publicado en Proyecto de obras completas,
se desquita:
–Un día entramos a una sala a ver a los pacientes del pabellón.
Era una gran sala donde había treinta camas con pacientes de diferentes
patologías, diferentes formas de locura.
Eran cerca de diez alumnos los que rodearon una de esas camas. En el centro
del semicírculo, el doctor Dörr. Frente a ellos, postrado, un hombre con “unos ojos
negros que despedían relámpagos y una barba tupida”. Entonces el maestro le
habló al paciente.
–Me dijo que él llegó una noche a su casa, desesperado, angustiado y vio a
toda la gente reunida en torno a la televisión. Dijo “mamá” y lo hicieron callar; dijo
“papá” y lo hicieron callar. Vio el televisor y, enloquecido de rabia, le dio una
patada y lo hizo trizas. Era el caso más difícil del pabellón. Solía burlarse de los
médicos. A una placa de reuniones que decía “Psiquiatras” le agregó al final “SS”.
No hay precisión acerca de cuánto tiempo estuvo internado, pero debió ser
una hospitalización lo suficientemente extensa como para impedir que retomara la
universidad durante ese año y el siguiente.
–Me dejó una caja con material, textos, dibujos, en la puerta de mi casa antes
de navidad. Él se mató un 26 de diciembre, dice Gacitúa, que ilustró cada uno de
los dichos con un grabado que pensó publicar, pero la madre de Lira se lo prohibió
porque le parecieron obscenos.
–La noción de amistad puede ser relativa, pero creo que Lira tuvo pocos
amigos, muchos menos de los que tiene póstumamente. Su vida social era más o
menos intensa durante cortos períodos y muy limitada habitualmente –dice el
poeta Antonio de la Fuente, que conoció a Lira meses después del golpe de Estado,
saliendo de un recital de jazz en el centro de Santiago–. Fue en el otoño de 1974.
Con un grupo de amigos comunes pasamos frente a La Moneda, camino de algún
boliche. Frente a la guardia de carabineros, Lira se fue al suelo diciendo “Hache
hache, que vienen los rockets” –burlándose del bombardeo a La Moneda durante
el golpe de septiembre del ’73–. La autoridad lo miraba con estupefacción.
Nosotros también. Fue su tarjeta de presentación. Lira tenía 24 años, yo 19.
Rodrigo Lira tuvo amigos, pero no uno que lo haya conocido desde siempre
y en todas sus facetas, como niño, como joven, como adulto, como artista y como
enamorado, que supiera con certeza con quién celebraba la pascua, que tuviera la
confianza para contradecirlo. Eduardo Llanos y Óscar Gacitúa, por ejemplo, no
fumaban marihuana y eso, quizás, marcó una distancia: ninguno de los dos
conoció la casa de Lira. Entre Llanos y Lira todo era un poco formal, contenido, y a
Gacitúa lo visitaba en su casa. El doctor Arístides Rojas no recuerda que
mencionara a algún amigo en particular durante las sesiones de dos horas que los
convocaron, como médico y paciente, entre 1975 y 1977, pero sí dice que se
enorgullecía de haberle fracturado el brazo a un tipo en una riña. Y habla de su
tozudez:
Más que amigos, tuvo un puñado de testigos parciales a los que de cuando
en cuando abandonaba para refugiarse en un letargo que debió ser doloroso.
–Aparecía por la casa como esas tías empobrecidas de la familia que llegan a
la hora de comida –dice el pintor Óscar Gacitúa. En 1975, Arístides Rojas, le
recomendó a la familia que lo ayudaran a mudarse solo. Rodrigo tenía 25 años y el
lugar escogido fue un departamento, arrendado por sus padres, en calle Grecia
907. El departamento era el número 22 y quedaba en el segundo piso de un edificio
que tenía un total de cuatro, en un barrio familiar de clase media rodeado de
jardines descuidados y cerca del conjunto de bloques de departamentos conocidos
como Villa Olímpica.
A Lira le gustaban las flores, las plantas y los árboles. Su predilecto era el
ilang-ilang, el árbol que escogió su familia para plantar frente al mausoleo donde
depositaron sus restos cremados. La botánica podría ser interpretada como una
forma de desplegar su ansiedad por clasificar, como lo establece en el poema
“Testimonio de circunstancias”: “Pero preciso hacer notar que la yerba / proviene
de las matas de cáñamo y que las matas de cáñamo no son ANDRÓGINAS y lo que
funciona para la acupuntura esa los pitidos o piteadas, o las pipas son las
inflorescencias de las HEMBRAS”. Pero esa obsesiva organización mental no se
reflejaba en su propio hábitat, oscuro y descuidado. En su casa, que según sus
amigos solía estar muy sucia, había libros por todas partes, recortes, piezas de
bicicletas y, aunque nunca tuvo teléfono, pilas de guías telefónicas.
–¿Qué le dijo?
–Me dijo con esa voz plañidera de niño: “Puta la huevá, estoy aquí en la casa
de mi familia, me vine a refugiar aquí porque no tenía donde estar, estoy
refugiado”.
Dijo que el ambiente no era el mejor, que su padre apenas lo quería mirar. El
psiquiatra fue a verlo.
–Lo encontré en una atmósfera deplorable para él. Lo único que quería la
gente de su casa era que él estuviera fuera de su espacio, y él estaba buscando
refugio, acogida. Y en ese ambiente, que él conocía mejor que nadie, no podía
encontrar esa acogida pidiéndola como él la pedía. Porque no la pedía, la exigía. Él
despreciaba a su familia, tenía una relación muy difícil con su padre, lo
consideraba un idiota. Las relaciones familiares son ambivalentes, pero él no era
capaz de asumir la responsabilidad que le cabía. Siempre estaba, como la mayor
parte de los neuróticos, poniendo la responsabilidad de sus actos en los demás. O
sea, si él era mal recibido, era porque esta gente era egoísta, de corazón frío. Nunca
estaba al paso de decir “Sí, entiendo que no me quieran ver, me he ganado esta
reacción”. Siempre se estaba haciendo la víctima.
Arístides Rojas lo llevó desde la casa de sus padres a la Clínica del Carmen,
un establecimiento psiquiátrico. Lo ingresó y se marchó a su consulta donde,
apenas llegar, recibió una llamada desde la clínica: Lira había destrozado un
ventanal e intentado cortarse el cuello. Rojas regresó inmediatamente y Lira, que
estaba amarrado en el “pabellón de agitados”, le pidió que lo desatara.
–El prejuicio que hay respecto de Rodrigo es que fue maltratado por la
psiquiatría. Y eso hay que entenderlo en una perspectiva que no distorsione la
realidad. Yo fui el primer psiquiatra que determinó que él requería un
electroshock, después del incidente en la Clínica del Carmen.
La orden de Rojas fue una secuencia de tres electroshocks aplicados con una
inyección de pentotal. Luego de eso, y de una internación de varios meses, Rodrigo
Lira volvió a su consulta sólo para despedirse. Más tarde, incluiría los pormenores
de su diagnóstico y de los electroshocks en “Curriculum Vitae”, el texto escrito dos
meses antes de su muerte: “Con muy escasos ingresos, en un período nacional –y
mundial– de ‘estagnación’ y restricciones en el mercado ocupacional, mi situación
psicológica se deteriora bastante como para proceder a nuevas hospitalizaciones,
en la Clínica P.
En ese texto incluyó sus datos clínicos y, si bien no determina cuánto tiempo
estuvo internado, indica que fue en 1976: “Sólo a fin de año alcanzo un cierto nivel
de tranquilidad”.
Luego del tratamiento, interrumpió una vez más sus estudios. A mediados
de 1977 hizo un viaje de “reposo” a la región de Coquimbo, al norte de Santiago.
En “Declaración jurada” relata que volvió a Santiago el martes 30 de agosto y que
su primera actividad fue ir a contemplar la luna a la Villa Olímpica, el vecindario
de bloques de departamentos cercano a su casa. Allí un grupo de muchachos lo
invitó a compartir una botella de pisco y fumar marihuana. Él aceptó. Pero
entonces llegó una comisión civil de carabineros. “Yo estaba más interesado en la
Contemplación de la Luna majestuosa que en el inmediato entorno humano, de
modo que fui sorprendido cuando se me interpeló en forma amenazante, siéndome
solicitados mis documentos, los cuáles habíanseme quedado en el departamento”,
escribió en “Declaración jurada”, donde hizo una extensa relación de los hechos
que terminaron con él escapando de la policía y refugiándose en su departamento,
donde se cambió de ropa. Luego se fue a casa de sus padres, al otro lado de la
ciudad. “Al comunicar esta lamentable historia a mi señora madre, ella fue del
parecer de que lo mejor que podía hacer era volver al norte, puesto que ocurría que
había en Vicuña un giro para mí que yo no retirara. De modo que el miércoles
treintaiuno de agosto volví a pisar la tierra de la Cuarta Región, de dónde regresé
el jueves quince de septiembre, hace dos días”.
–Lírica, musical, era pegado con los ritmos, con la forma en que sonaba.
Teníamos debates infinitos sobre el significado de una expresión en inglés. Si
escuchábamos una canción del grupo Kansas, por ejemplo, nos deteníamos en la
frase “nothing last forever”, y particularmente en la palabra “last”. Sabíamos lo
que significaba, pero discutíamos sobre por qué significaba “durar” y no “último”,
cómo se llegaba a ese sentido, qué hacía que no se confundieran las expresiones.
No teníamos una buena teoría de la traducción para sostener nuestros puntos de
vista, pero debatíamos horas.
–¿Cómo lo describirías?
–Como una persona sensible que estaba dispuesta a cualquier cosa por
satisfacer las necesidades de otro que quisiera escuchar. Estaba ávido de ser
escuchado. Podía leerte veinte versos, 150 versos, y mientras tanto uno lo único
que podía hacer era fumar un cigarrillo.
Todo indica que, a fines de los ’70, Rodrigo Lira estaba lleno de planes.
Quiso reformar los jardines de su vecindario y plantar marihuana alrededor, una
idea que incluso presentó a la junta de vecinos del edificio.
–Ni era una idea tan descabellada –dice Eduardo Llanos–. Yo en el año 78
debí ganar unos diez premios. No era imposible, pero era evidente que se
necesitaba un trabajo sistemático y un nivel de frugalidad asombrosa. Porque no
suena igual decir “vivir de concursos” si lo que hay que reunir son unas cuantas
luquitas mensuales, porque el resto lo tenía más o menos asegurado por la familia,
que cuando hay que pagar grandes cuentas.
Rodrigo Lira se hizo acompañar por sus nuevos amigos en los patios de
Macul, en las casas, en las veladas que se extendían desde que comenzaba el toque
de queda instaurado por la dictadura de Pinochet hasta la mañana siguiente, en los
pocos lugares de una bohemia perdida: el Pushkin, Los Cisnes, Las Lanzas. Su
nombre comenzó a resonar en el opaco ambiente cultural de entonces. Asistía a
recitales de poesía en la Sociedad de Escritores, en la Corporación Cultural de Las
Condes y en el Instituto Goethe. Era “el loco Lira” que, a fin de cuentas, no lo era
tanto. Quienes lo conocieron durante esos años no recuerdan nada parecido a un
arranque violento.
“En cualquier caso advierto / que no tengo un gran futuro por delante / que
de repente puedo mandarme a cambiar en forma voluntaria” escribió en “Testimonio
de Circunstancia”.
–El lugar fue el salón de actos del Museo Vicuña Mackenna. Con música de
Weather Report de fondo y una especie de oficina como escenografía, Lira leyó en
una atmósfera oscura sus cautivantes poemas largos, entre las risas de los
asistentes, en esta ocasión decididamente parciales al autor.
Pero sí logró ser aceptado como parte de un círculo. Meses después Enrique
Lihn, que había sido convocado a un encuentro en Nueva York y quería llevar un
registro de lo que opinaba cierto sector acerca de la realidad nacional, lo invitó a
participar de una reunión de escritores jóvenes. Óscar Gacitúa grabó en video la
conversación. Era enero de 1981. Lira tenía 31 años. Vestía pantalón con
suspensores, una camisa de manga corta y patillas gruesas. El lugar era el
departamento de Lihn, que escuchaba desde un sillón de mimbre cuyo respaldo
tenía la forma de cola de pavorreal. Una vez finalizada la reunión, Óscar Gacitúa se
dio cuenta que quedaba algo de cinta y preguntó si alguien quería recitar algo.
Rodrigo se puso de pie, buscó lo que hubiera a mano para disfrazarse –un
sombrero bombín, una chaqueta oscura y un corbatín amarillo–, pidió sentarse en
el sillón del anfitrión y comenzó a declamar esparciendo el rollo de papel de
costumbre, impostando la voz, tal como lo haría después, en noviembre de ese año,
un mes antes de suicidarse, representando un fragmento de Otelo, de Shakespeare,
en Cuánto vale el show, un programa que se emitía a la hora de almuerzo y al que
acudían cantantes y humoristas aficionados que presentaban su espectáculo para
luego ser recompensados con una suma modesta de dinero.
En el poema “Ela, Elle, Ella, She, Lei, Sie” Lira hace una síntesis de las
mujeres que deseó y las que tuvo, como si fueran una misma. En ese poema,
incluido en el libro Declaración jurada, escribe: “Sé de buena fuente que hacia mí es
péndulo entre miedo y amor”. Al final anota un Postscriptum en el que menciona
con iniciales y nombres de pila a todas menos a una, la más importante según
Antonio de la Fuente, a la que sólo se refiere como ella, en cursiva.
–Si Lira prefirió no mencionarla, ¿por qué habría de hacerlo yo treinta años
después? –se excusa De la Fuente.
–Yo creo que a él le hubiera gustado una L.A. Woman, una mujer que deja
sus apósitos menstruales en cualquier sitio, pero ese tipo de mujer no existía en
Chile –dice Alicia Oportot, que fue su compañera en el Pedagógico y que era, en
aquellos años, estudiante de danza.
Oportot cree que Lira cargaba con un personaje que ella pasó por alto desde
el principio, desde el momento en que se toparon en clases de lingüística y él miró
su estampa de bailarina espigada, y después el anillo en su mano, y le dijo “Ah,
estás casada” y ella sonrío y le conversó y lo llevó a su casa y le presentó a su
marido y se hicieron amigos.
–Tenía una “amigocha” por ahí. Pero no andaba con ella. Era una onda
medio clandestina. A él le gustaba la fotógrafa Leonora Vicuña. Era “amigocha”
pero no se metió con él, no prosperó en el área chica como a lo mejor hubiera
querido Rodrigo.
–En esa época yo tenía una parcela en el campo, cerca de Santiago. Con mi
marido teníamos nuestras plantaciones: hilera de choclos, hilera de cannabis sativa
y por aquí y por allá un San Pedro. Para ese cumpleaños mío llegaba un invitado y
yo le daba un vaso de San Pedro, en lugar de una copa de pisco sour. Al ratito
andaban todos pegados al techo.
–Sí, la primera vez que lo probaban. Fue todo muy bonito, porque para ese
cumpleaños Rodrigo vendió la bombona de gas de su casa para poder hacerme un
regalo.
–¿Qué te regaló?
–Los Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, de Nicanor Parra. Eduardo Llanos
cree que a Rodrigo le pesaba no lograr establecer “pequeñas rutinas de
normalidad”. Tener una novia, un trabajo. En noviembre de 1981 ambos hablaron
del tema y Lira le pidió que le recomendara un especialista. Llanos le dijo que
intentara con el psiquiatra Marco Antonio de la Parra quien, como dramaturgo
además de médico, parecía el nombre apropiado. Lira apuntó la recomendación y
se lo comentó a su madre. Elisa Canguilhem llamó a la consulta del psiquiatra y
consiguió una hora para el 28 de diciembre. Durante esos días, Rodrigo habló del
“pozo oscuro” en el que se sentía. Cuando eso sucedía, se replegaba. En una de
esas oportunidades, Alicia Oportot lo visitó con una amiga.
–Hicimos Tai Chi, prendimos incienso, una limpieza de alma para que se
fuera la mala onda. Rodrigo estaba feliz.
–No recuerdo una fecha pero recuerdo que hablamos sobre un proyecto que
él tenía. Quería encadenarse frente a la sede de la Sociedad de Escritores y cortarse
la frente, porque es una zona que sangra mucho. La idea era hacer una
performance. Me dijo que se iba a encadenar y se iba a cortar la frente, e instalar
unos bastones de cambio de micro con motivos de colores.
–Sí.
–Llegó en bicicleta, la que se había comprado con lo que ganó en Cuánto vale
el show. Le habían dado un topón en la calle y decía que ya no se podía vivir en esta
ciudad, que nadie tenía la más mínima amabilidad. Estaba muy angustiado. Habló
de matarse. Traté de disuadirlo de la idea, le dije que esperara ir a la consulta con
De la Parra. Pero yo era muy pendejo, no sabía qué hacer.
–Hacía muchísimo calor. Como siempre, fui por detrás del edificio y silbé
hacia el balcón la melodía ritual, el inicio de los Cuadros de una exposición, de
Mussorgsky. Pero no se asomó, como hacía siempre, para intercambiar un gesto de
reconocimiento antes de ir a abrir la puerta. Entré al edificio y golpeé a la puerta.
Desde dentro, escuché ruidos y a una voz que formulaba una frase ininteligible.
Supongo que sería uno de sus hermanos. Salí a la calle y me di cuenta de que en la
esquina había una pareja de carabineros.
–Parecía una broma negra. Pocas semanas después me llamó por teléfono su
madre invitándome a tomar el té y a conversar. Esa tarde comprendí el drama de
esa familia. Ellos nunca creyeron que lo que Rodrigo escribía tuviese algún valor y
menos que le importara a tanta gente. Él les dejó una carta en la que hacía mención
a sus escritos y sus padres, aún incrédulos, empezaron a pensar en la necesidad de
publicar un libro.
Era un colombiano que vivió más tiempo fuera de Colombia que en ella. Era
un periodista mercenario que sólo escribía por dinero pero que produjo, según
Alfonso Reyes, la mejor prosa periodística de la lengua española. Era un defensor
de ideas liberales que, en algún momento, justificó los fascismos europeos. Era,
como lo escribió el poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda, “homosexual,
sifilítico y marihuanero” pero también un espíritu conservador que aconsejaba a
alguien en una carta: “Cuide su moral y su salud, no pierda todo el tiempo, lea
cuanto pueda”. Era un oportunista que llegó a escribir una biografía del
revolucionario mexicano Pancho Villa, a pesar de que años antes había tenido que
huir de México por sus escritos antirrevolucionarios.
Y era un poeta, un gran poeta que nunca publicó un libro en vida. Sus versos
aparecieron en revistas de mayor y menor prestigio, en periódicos, en cuadernillos,
pero si hubo libros fue porque los publicaron sus amigos, a veces sin consultárselo,
lanzando al mundo versiones muy diversas de los poemas, lo que le provocaba
grandes disgustos. En síntesis: la bibliografía de Barba Jacob es una contradicción
tozuda. Los libros que quiso publicar quedaron inéditos; los que se publicaron
durante su vida no tuvieron su participación cabal.
Libros que otros publicaron sin pedirle autorización o sin que él tuviera
oportunidad de dar el visto bueno sobre las versiones de los poemas o sobre su
organización: Rosas negras, publicado por sus amigos de Guatemala en 1932, sin su
consentimiento, usando como prólogo un escrito autobiográfico que Barba Jacob
había escrito en México años atrás. Canciones y elegías, publicado por sus amigos de
México en 1933. La canción de la vida profunda y otros poemas, publicada en Colombia
por Juan Bautista Jaramillo Meza en 1937. Y el que apareció después de su muerte:
Poemas intemporales. Se publicó en México, en 1944. El escritor colombiano
Fernando Vallejo, autor de El mensajero, la mejor biografía jamás escrita sobre
Barba Jacob, dice que se publicó en una “imprenta oficial y con papel regalado”.
Hay días que somos tan móviles, tan móviles, Como las leves briznas al viento y al
azar.
Paria o viajero, trashumante o exiliado, Barba Jacob hizo del desarraigo una
manera de vivir más que ningún otro poeta latinoamericano. ¿De dónde le venía
ese carácter? O, dicho de otra forma: ¿de qué huía?
–Los pocos años que pasó en Angostura –dice Roca– o en Santa Rosa de
Osos, este último un pueblo camandulero que tiene más iglesias que casas, sin
duda debieron marcarlo con un aire conventual que quiso exorcizar con azufre.
Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,como en las noches lúgubres
el llanto del pinar.
–Allá tenía todo –me dirá Vallejo–. Nombre, plata, amigos. Hasta el
presidente lo llamaba.
–No se entiende por qué –me dirá Vallejo–. Porque así era él.
Lo echaron de México.
Y lo echaron de Guatemala.
Y lo echaron de El Salvador.
Y luego:
“Era una llama al viento y el viento la apagó”.*
Recuerde usted aquel poeta Barba Jacob, que estuvo en La Habana hace pocos
meses, debe haber tomado su nombre de aquel heresiarca demoniaco del XVI, pues
no sólo tenía semejanza en el patronímico sino que era un homosexual
propagandista de su odio a la mujer. Tiene un soneto, que es su ars poética, en el
que termina consignando su ideal de vida artística, “pulir mi obra y cultivar mis
vicios”. Su demonismo siempre me ha parecido anacrónico, creía en el vicio y en
las obras pulidas, dos tonterías que sólo existen para los posesos frígidos.
–Y México lo adoptó.
–Barba Jacob amó a México y fue feliz en ese país, amaba su gente, su
comida, sus soles, su naturaleza, sus indios, su cultura, su capital metropolitana,
sus ciudades de provincia. Era su hábitat perfecto. Como todos los colombianos
que nos vamos, llega un momento en que queremos a Colombia, regresamos a
visitarla, pero la verdad, no es esencial para vivir. Por eso no creo que tuviera
nostalgia de ese ambiente tan asfixiante y atrasado y mucho menos de su
Antioquia natal. Por otro lado, por sus lecturas, creo que se consideraba una
especie de judío errante y su nombre muestra esa relación afectiva con la diáspora
sefardita y con la figura de ese hombre que va de país en país sin llegar jamás a un
destino. A él le gustaba esa errancia. No sólo de país en país sino de ciudad en
ciudad, pues en México iba de un lado para otro, a Monterrey, Guadalajara,
Morelia, la frontera norte, la frontera sur… Sí, era una versión del judío errante.
–Por desgracia casi todo lo que se ha escrito sobre Barba Jacob es una
recopilación de anécdotas que pasan de mano en mano aumentando y variando el
menú de las ocurrencias picarescas. Pura chismografía barata de época que llegaba
alterada, revisada y aumentada desde México a Colombia y viceversa. Esa leyenda
del maldito engominado, el sinvergüenza, homosexual, alcohólico, marihuano, que
presta y no paga, viene a dominar al verdadero Barba, que era un hombre de una
gran capacidad de trabajo. En mi recopilación figura sólo una parte de sus escritos.
Por fuera quedaron cajas y cajas con recortes de muchos otros artículos. Era una
máquina de trabajo que podía escribir él sólo un periódico entero. En Monterrey y
la Ciudad de México todas las personas que lo conocieron coinciden en esa
capacidad de trabajo desbordante del joven, en ese talento periodístico
extraordinario para encontrar títulos a los artículos, escribirlos al instante y armar
escándalos de la nada. Francamente no era un vago ni un borrachín. Es imposible
escribir todo eso si uno permanece borracho.
–Para ti, o según lo que has investigado, ¿cómo es su relación con Rafael
Delgado?
–Para mí es un joven al que quiso como un hijo. Sabemos que era mujeriego.
Cuando están en Manizales, al parecer tiene un lío de faldas complicado para la
gazmoña sociedad manizalita de esa lejana época y tiene que huir con Barba de la
ciudad.
Barba Jacob huyendo. De los que lo expulsaban, de los que lo querían fusilar
equivocadamente, de los que lo censuraban. Barba Jacob huyendo de sí mismo.
Barba Jacob, el eterno disfrazado, el que soñaba, como dijo cuando dejó de ser
Arenales, con forjarse su propia moral. En el poema “La balada de la loca alegría”,
escribió:
Y Vallejo sabe mucho de Barba Jacob. Le pido entonces que me hable de él.
O mejor: le pido que me hable de su muerte, ocurrida en Ciudad de México y en la
madrugada del 14 de enero de 1942.
–Desde el día anterior había estado bajando la temperatura –me dice–. Esa
noche estaban a seis grados bajo cero. El agua se congelaba en las tuberías.
–Le dijeron que Barba Jacob se estaba muriendo. Pellicer estaba dirigiendo
un ballet en el Palacio de Bellas Artes, y de ahí salió corriendo a ver a Barba Jacob.
Llegó justo a tiempo para verlo vivo.
Cuentan que se había acostado al revés, con los pies sobre la almohada, para
poder mirar un crucifijo que era el único adorno del cuarto. Cuentan que no quería
que le apagaran la luz, porque le daba pánico la oscuridad. Cuentan que miraba el
crucifijo y decía: “Ya, por Dios, ya, Señor”.
–No. Barba Jacob murió a las dos de la mañana. Rafael había bajado en ese
mismo momento a llamar por el teléfono público de la calle. ¿Sabes a quién estaba
llamando? A Jorge Zawadsky, el embajador de Colombia, para pedirle un tanque
de oxígeno.
Hay una sola foto de la escena mortuoria, de la cama, del crucifijo solitario
en la pared. Se publicó en El Universal Gráfico, me cuenta Vallejo, y en ella está
Rafael. También están Conchita, la mujer de Delgado; la enfermera; el embajador
Jorge Zawadsky y su mujer: todos vestidos de negro. El mismo periódico incluyó
una esquela fúnebre: “Su hijo adoptivo Rafael Delgado Ocampo y la Embajada de
Colombia, lo participan a usted con el más profundo dolor”.
Pero lo dijo de otro, no de sí mismo. Y, además, eso fue antes, mucho antes
de que la innoble muerte lo alcanzara.
“¿Adónde está la vida?”, le dijo Barba Jacob una vez a cierto entrevistador.
“No la vaya usted a buscar en los libros ni en las declamaciones falsas de los
poetas. La vida son dos partes que hay que saber dividir con astucia: una, para
engañar a los hombres –la Humanidad es otra cosa– y otra para servir a la Tierra
Futura que existe en el insignificante número de seres humanos y animales que nos
comprenden en el misterio de las cosas que queremos decir con palabras. Buscar lo
complejo y lo difícil de la vida real es caminar hacia la neurosis y el suicidio. Sea
usted el hombre vulgar de todos los días y con arreglo a un programa, diciendo a
cada circunstancia los lugares comunes más brillantes. Cuando termine su día
vulgar, se esconde en su cuarto y se hace usted su café. Y se sumerge en la
verdadera belleza de la vida leyendo y escribiendo en los libros que nadie lee”.
Yo, Rey del reino estéril de las lágrimas,Yo, Rey del reino vacuo de las rimas.
Aunque era hijo único de Genaro y Graciela, tuvo cuatro medios hermanos,
uno por parte de padre y tres por parte de madre (Yolanda, Elba y Nela). Pasó por
varios colegios de importancia: comenzó en La Salle, siguió en la Escuela México y
terminó en el Instituto Americano en 1938. Juan Capriles y Gregorio Taborga, dos
escritores conocidos, fueron sus profesores en la Escuela México. Su padre, Genaro
Saenz, no tuvo presencia en su vida; no sólo no vivió con él sino que nunca lo
conoció. En La piedra imán (1989), su texto más autobiográfico, Saenz recuerda a su
madre:
(...) y bebí agua y agua hasta reventar, y quien sabe qué cantidad
bebería;pero la verdad es que me hinchó la barriga como un tambor,y encima me
dieron una azotera. (La piedra imán)También cuenta que enseñó a robar a uno de
sus primos (plata, para comprar pólvora “y hacer volar la casa de un señor
Galindo”) y que se volvió tartamudo durante un tiempo. En “Artista”, un texto
publicado en 2010 en la revista boliviana La mariposa mundial, el poeta Sergio
Suárez Figueroa, íntimo amigo de Saenz, cuenta que este tenía un tío abuelo, el
coronel Alfredo Lazarte, que le llenaba la cabeza de historias siniestras de violencia
y muerte.
Era alta y rubia, era ingenua y sana; y sus ojos, de un color entre azul oscuro
y violeta pálido, eran en verdad muy claros.Una vez casado, fue a vivir por un
tiempo con su esposa a la casa de su madre. Luego se mudaron cerca de la plaza
España, en el barrio de Sopocachi. En la primera época del matrimonio hubo cierta
estabilidad, pero no duró mucho. Él volvió a su vida noctámbula en las cantinas y
Erika no aguantó: además de las borracherras, mientras ella estaba encinta Saenz
recibió como obsequio un cachorro de tigre que complicó las cosas. Sergio Suárez
Figueroa recuerda, en “Artista”, que el escritor (…)
muchas veces en que llegaba ebrio se tendía en cama –dormía con el tigre en
la misma habitación–, al día siguiente, al despertar de su sueño profundo
observaba en la fiera señales poco amigables porque esta rugía con las fauces
encrispadas. Entonces él se incorporaba y con una violencia mimetizante
acercábase al felino y rugía a su vez parodiando la furia del tigre, consiguiente
desagrado y alarma de los familiares. Verdaderamente, tales escenas no eran
bucólicas.Saenz reconoce sus culpas en La piedra imán:
A ese paso, mi mujer era hasta tal punto comprensiva, que no hacía
problema ni renegaba, sino cuando me tambaleaba y cometía atropellosde puro
borracho,cosa ésta que por desgracia sucedía con demasiada frecuencia.(…)Ahora
bien, mi vida de hogar discurrió bajo el signo de la violencia, de la discordia, del
miedo y la pesadumbre;A decir verdad, en mucha parte el culpable fui yo.Saenz y
Erika tuvieron un hijo en 1946, pero el chico murió tres días después del
nacimiento. Jourlaine, su segunda y única hija, nació en 1947; poco después Erika
pidió el divorcio, que se concretó en 1948, y decidió regresar a Alemania en 1949.
Eso produjo, en 1950, un intento de suicidio por parte de Saenz: se cortó las venas
y fue socorrido por su tía Esther y por su sobrina Silvia Mercedes Ávila, que sólo
tenía diez años.
Varios amigos recuerdan que durante esta época a Saenz le gustaba visitar la
morgue. En los días de la revolución del ’52 se robó el pie de un cadáver y lo
llevaba a todas partes para asustar a los amigos. El escritor boliviano Oscar Soria
señala en un texto llamado “Historias”, publicado en La mariposa mundial en 2010,
que “entraba Jaime con el paquete en la mano y saludaba. Descubría su paquete. Se
escuchaban gritos. Era una sorpresa desagradable, impresionante en todo caso.
Jaime agarraba el pie humano, lo envolvía y se despedía”. Todo siguió así hasta
que la esposa de Soria le reprochó su falta de respeto y le pidió devolver el pie a la
morgue. Jaime asintió pero no le hizo caso (tiró el pie al jardín de una de las casas
del vecindario).
García Pabón piensa que las visitas de Saenz a la morgue le servían para
saciar un interés más metafísico que morboso. Ver qué sensaciones físicas
experimentaba, enterarse a qué olían los cadáveres, estaba ligado a su obsesión por
comprender qué pasaba con el alma después de la muerte. En Felipe Delgado, el
protagonista de la novela también visita la morgue. Al observar el cadáver de su
padre dice: “El cuerpo estaba cansado. ¡Qué actividad abrumadora, la vida! Cada
cual, quieras que no, hacía lo posible por liberarse de la vida durante la vida (…)
Felipe Delgado volvió la cabeza. Sobrecogido por el enigma del cuerpo, no pudo
decir nada”.
Su tarea diaria, su ofrenda cotidiana, consistió en hacer todo aquello que demanda
la vida doméstica, más ir al correo, más pagar las facturas, del agua, de la luz (…)
Trabajos tantos para hacer y deshacer. Ellos fueron los que le otorgaban ese aire
vital, la soltura emocional y la libertad interior al sobrino, que gracias a ello,
lograba sobrevivir; sobrevivir, escribir y hacer su obra.*
En las casas en las que vivió (en el callejón Muñoz Reyes y en la calle
Estados Unidos en el barrio de Miraflores, en los barrios del Bosque de Bolonia y
de Achumani), solía apoderarse de un cuarto, la habitación-escritorio en la que
dormía, trabajaba y recibía a sus amigos. Los cuartos estaban llenos de los objetos
peculiares que le gustaba coleccionar: un telescopio de refracción, una mesa de
relojero regalada por un amigo uruguayo (Saenz arreglaba todo tipo de máquinas
y sabía mucho de relojería), una muñeca rubia de cera, un saco de aparapita, un
pino navideño seco. Las paredes estaban repletas de retratos de compositores
(Bruckner, Brahms), escritores (Lautréamont), estrellas y galaxias. Tenía un cuadro
con la frase “Es necesario navegar, vivir no es necesario”, y un letrero en alemán
que decía “Entrada al silencio”.
El poeta tarijeño Edgar Ávila Echazú rememora en “Lugar”, un texto
publicado en 2010 en La mariposa mundial, cómo Saenz, acompañado siempre por la
tía Esther, cambiaba de viviendas pero no de cuarto: “Se llevó consigo a las cosas
de su cuarto y al cuarto mismo en un largo peregrinaje (…)”. El chalet del callejón
Muñoz Reyes “conservaba cierto ordenamiento y el olor de las casas alemanas de
los años treinta. Saenz lo habitó durante muchos años; viviendo fuera de él sólo en
los espacios de tiempo en los cuales todavía se enfrentaba con los terrores de la
noche del alcohol”. En cuanto a los cuartos de las casas del Bosque de Bologna y la
de Achumani: “En la primera el cuarto se vio reducido a una inimaginable y avara
situación. Y de ahí, que ni siquiera se podía escuchar música, ni mucho menos
jugar al cacho. Así es que Saenz por entonces imaginaba consuelos en el arreglo de
viejos relojes. En Achumani tuvo a su disposición mucho más del espacio que
hubiese deseado. Pero no había allí vestigio alguno de los árboles y sí solamente el
calor infernal de un horno de ladrillos casi pegado a su dormitorio, el calor espeso
del polvo rojo y un silencio de páramo maligno. Sin embargo, haciendo de tripas
corazón, comenzó las inacabables copias de su primera novela”.
Wiethüchter recuerda que Saenz era muy ritualista y que los Talleres Krupp
eran una tertulia continua, “una larga conversación metafísica”. Se hablaba de
Blake, Villon y Dostoievski, aunque los libros que se prestaban eran de autores más
populares (Dumas, Chandler, Hammett). Alvaro Diez Astete añade otros nombres:
Vallejo, Arguedas, Céspedes, Hölderlin, Rilke, Eliot, Lovecraft, Poe, Stevenson,
Stapledon, Bradbury. No le interesaban ni el boom ni Borges. De la poesía
boliviana, rescataba sobre todo a Tamayo, Antonio Ávila Jiménez, Óscar Cerruto y
Edmundo Camargo.
García Pabón menciona que a Saenz los amigos le duraban dos o tres años.
Entonces se peleaba con ellos y volvía a formar otro grupo. Muchos jóvenes iban a
visitarlo, pero no soportaban por mucho tiempo la personalidad avasalladora del
poeta, que era muy exigente, no aceptaba que pensaran de forma distinta a la suya,
y les pedía todo lo que se le ocurría (cocaína, por ejemplo).
Si bien era cierto que Saenz recibía visitas a partir de las ocho de la noche y
tenía cartulinas negras en sus ventanas para que no entrara la luz, tampoco eludía
hacer cosas durante el día. De hecho, paradójicamente para un hombre al que no le
gustaba salir de su cuarto, uno de sus libros más representativos es Imágenes
paceñas (1979), crónicas sobre lugares y perfiles de personajes representativos de La
Paz, en las que trata de encontrar el alma profunda, indígena de la ciudad, y
aprehender lo tradicional que retrocede ante el avance incontenible de aquella
modernidad capitalista que él detestaba. En el libro se muestra como un gran
conocedor de la capital, alguien que ha recorrido todos sus vericuetos y
memorizado sus detalles más significativos.
Saenz era un ermitaño, pero eso no lo hacía antisocial y, de hecho, era muy
alegre, sociable, lleno de chistes, ceremonias y supersticiones (su amigo Alvaro
Diez Astete recuerda que llevaba en el pecho un escapulario y una calaverita de
cristal y que no salía de su casa sin persignarse). Para García Pabón, era
“carismático, generoso, jodido, insoportable”. Según Wiethüchter, cuidaba mucho
su vestir: arreglarse podía tomarle una hora. Era guapo, delgado, de nariz algo
respingada, labios carnosos y pómulos salientes; a mediados de los setenta, cambió
los bigotes por una barba crecida. Usaba perfume, tenía los zapatos lustrados,
masticaba pastillas de menta (sin embargo, le tenía miedo al dentista y fue
perdiendo los dientes). Era ceremonioso con las mujeres, las saludaba con venias, y
su lenguaje sonaba algo antiguo, ilustrado. Podía ser un energúmeno si las cosas
no salían como quería, pero tenía una risotada franca y ayudaba a los jóvenes con
sus primeros libros. En “Lugar”, Ávila Echazú recuerda las risotadas: “Estallaban
como un aluvión de granizo y hacían temblar a los objetos y derramaban una
alegría imposible de contener”. Diez Astete escribió que las tertulias de Saenz
tenían un “ambiente lúdico en que se ejercitaba un sentido del humor inigualable a
partir del versátil sentido del humor de Jaime”. García Pabón piensa que más que
un hombre oscuro aficionado a la magia negra, era un místico. De hecho, en Vidas y
muertes, Saenz se representa a sí mismo de esa forma:
Desde 1983 vivió en la Casa del Poeta, una vivienda de la alcaldía de La Paz,
y permaneció allí hasta el día de su muerte. En sus últimos años volvió a beber.
Estaba cansado y sentía que había dicho todo lo que tenía que decir. Llegó a tener
siete enfermedades diagnosticadas, desde la uremia hasta la neumonía. En Recorrer
esta distancia, escribió:
GRAÇA RAMOS
SZMIL URYS RAWET. Samuel Rawet. Szmur. Samuel. Rawet. Judío. Polaco.
Inmigrante. Brasileño. Hermano mimado. Hijo rebelde. Dramaturgo. Ingeniero.
Cuentista. Ensayista. Semi ángel semi demonio de las cuadras de Brasilia.
Esquizofrénico. Paranoico.
Forma parte del equipo que levantó toda esta ciudad, proyectándola en
tableros de arquitectura. Muestra gran afición por la geometría, aunque le gusta
afirmar que de matemática nada entiende. Cada vez que se retiran las estacas de
una obra es presa de una enorme preocupación y la seguridad que demuestra en el
rigor del cálculo es sustituida por crisis ansiosas. Suda frío, fuma más de lo mucho
que ya fuma, se embota con tazas de café. Pero sus cálculos siempre funcionan.
Desarrolló, solo, algunos de los más complicados cálculos que sostienen las
formas monumentales de Brasilia, la capital brasileña planeada y construida entre
fines de 1956 y comienzos de 1960 según el diseño urbanístico de Lucio Costa. Son
suyos los proyectos estructurales de las cúpulas del Congreso Nacional y los del
Palacio Itamaraty, edificios diseñados por Oscar Niemeyer, tarjetas postales de la
ciudad que Rawet eligió para vivir los últimos años. A los 50, escribió en el ensayo
“SQS 103, Bloque E, Ap 120 o La derrota de Le Corbusier” (1979): “Aunque no me
sienta tan viejo, un cansancio milenario me domina cuando abro la ventana de este
bloque de Supercuadra en Brasilia. Un resquicio de cielo, una hilacha de verde,
descargas de automóviles sufriendo de diarrea o utilizando sopa de repollo en vez
de gasolina, y unos gritos o gañidos de voces minerales”.
Vive entre dos mundos –el literario, el del cálculo– que insiste en mantener
separados. En el primero se siente cómodo. En el otro desempeña un papel
profesional de manera frenética, compulsiva, sin traerlo a colación en
conversaciones con amigos. Entre las dos instancias, cada una exigiendo lo máximo
de su capacidad, llevándolo a un esfuerzo exagerado, construye un mundo en el
que, de a poco, la capacidad de abstracción se vuelve desmedida. Y a pesar del
esfuerzo por mantener las dos esferas aisladas, su obra ficcional y ensayística
significa una amalgama asombrosa de un imaginario en el que lo autobiográfico se
instala como cicatriz para siempre dolorida.
Los primeros años de vida estuvieron marcados por la ausencia del padre,
Szapsa, comerciante, riguroso seguidor de la doctrina judaica. Entre 1931 y 1933,
Szapsa estuvo lejos de la ciudad, buscando mejores condiciones de supervivencia.
Al regresar a su casa, la grave crisis económica y las amenazas de persecuciones
étnicas diseminadas por Europa lo llevaron a emigrar fuera del continente.
El pequeño Rawet no entendió qué pasaba cuando, cerca de los cuatro años,
su padre partió pero esta vez llevando a Moisés, el hijo primogénito. El destino
elegido fue Río de Janeiro, entonces capital del Brasil.
En Polonia permanecieron él, su madre Sura-Lai –mujer de talla media,
rostro oval, cabellos negros y ojos grises, de quien heredó el interés por los libros,
el amor a la música y la inestabilidad mental–; Chasriel, hermano mayor, y Mindla,
su hermana de dos años. “Nuestra situación en Polonia era pésima. Vivíamos
prácticamente a la espera de un pasaje para el Brasil”, recordó en una entrevista
publicada en el periódico Correio da Manhã, en 1969. Vivían en la casa un primo
mudo y un pariente con deficiencia mental. En la ciudad estaba también la abuela
materna, que se negaría a ir al Brasil por considerar que era tierra impura. Ya
adulto, decía que su abuela era una mujer irritable, irritación que él también
experimentó después de los 30 años, en muchas disputas reales e imaginarias, y lo
hizo alardear de que eran grandes su agresividad verbal y su irreverencia:
“Además de eso, soy realmente maleducado”. Pero de adolescente y joven adulto
era distante, educado y gentil.
Criado entre judíos pobres, orgullosos de su legado cultural, a los siete años
finalmente partió desde el Puerto de Gdynia y llegó a Río de Janeiro dos semanas
más tarde, el 20 de julio de 1936, en compañía de su madre, su hermano y su
hermana, rebautizados Ezequiel y Clara en los trópicos. Era de noche, cerca de las
9, cuando avistaron las luces y la silueta de la ciudad que amaría ferozmente al
punto de llamarla “ciudad puta”. “Aquí conocí el dolor, el terror, la humillación, la
euforia, el gozo, la exaltación. Aquí amé y odié. Aquí cogí y me cogieron”, escribió
sobre Río de Janeiro poco después de cumplir 40 años, en 1969, cuando regresó
desde Brasilia para dar comienzo a una época en la que alardeaba un nuevo lema:
las cuatro “s”, de sal, sur, sol y suciedad.
Está sentada en el sofá del ático del edificio elegante donde vive, en el barrio
de Leblon, en Río de Janeiro. A los casi 80 años habla bajo y pausado. A su lado
David Apelbaum, su marido, la ayuda a completar informaciones.
–La imagen que quedó es triste. Él tenía tanto valor. Todavía siento una
profunda tristeza cuando pienso en él –dice–, pasando la mano por la reliquia que
sostiene en el regazo, la carpeta de plástico azul con documentos y objetos de su
hermano: la última goma, la lapicera, el documento de identidad, el certificado de
defunción.
–¿Tuvo novias?
–Si se hubiese casado con ella, tal vez su vida hubiese sido diferente –dice
Clara, su hermana.
Atribuye ese desorden al hecho de que Rawet hizo, durante toda su vida, un
excesivo esfuerzo para ser racional, para encarar la vida seriamente.
Escribía, ya desde los 15, piezas de teatro y cuentos, un género que trabajaría
con más énfasis al entrar en la facultad de ingeniería. Su amor al teatro creció
cuando, durante el curso de secundaria en el Colegio Santa Teresa, conoció a
Augusto Boal (1931-2009) quien, en la década del ’70, sería el creador del Teatro del
Oprimido, método pedagógico y movimiento teatral que alentaba la resistencia
política en plena dictadura militar. Augusto Boal, que también se formaría como
ingeniero, y Benjamin Benzon, Moyse Beiguelman e Ivan Batalha, eran algunos de
los amigos a quienes le gustaba llevar a su casa. Durante ese período leyó a
muchos dramaturgos clásicos pero también se divertía con espectáculos de revista,
riéndose de las construcciones de doble sentido. En la década del ’60 escribió la
parodia “Farsa de la pesca del pirarucu y de la caza del jacu”, censurada por la
dictadura: “Lo alto está en lo bajo Lo negro en lo blanco El derecho en el revés Lo
curvo en lo recto El macho en la hembra El día en la noche Lo vertical en lo
horizontal El sol en la luna El movimiento en el reposo Lo limpio en lo sucio Lo
villano en la virtud Lo nuevo en lo viejo ”.
De adolescente, adaptó “El Cuervo”, de Edgar Allan Poe, para la radio, pero
mucho de lo que escribió para teatro fue a parar a la basura y casi todo lo que
sobrevivió permanece inédito. Cuando asistió en 1957, a los 28 años, a la
representación de “Los amantes”, pieza de su autoría montada en el Teatro
Municipal de Río de Janeiro, tuvo una de sus primeras crisis de rabia. Le gustó la
dirección, apreció el trabajo de los actores, pero se sintió molesto con su
desempeño: le pareció que los diálogos no estaban bien estructurados y, al regresar
a su casa, rompió gran cantidad de piezas escritas.
–Fue un joven calmo, suave. Un joven sin preocupación por la vanidad, pero
siempre prolijo, limpio.
Pero él sintió que no era respetado. Después se quejaría también por una
discusión acerca de los gastos necesarios para mantener a su padre, Szapsa, que
trabajó casi hasta el día de su muerte, en 1975. Hasta hoy, Clara no acepta el
alejamiento de su hermano y muestra una discreta curiosidad por saber cómo
fueron sus últimos años de vida.
–Hubo períodos muy pesados en que todo se hizo muy difícil –cuenta Clara.
–Samuel paseaba con el carrito por una calle sin pavimento, el carrito se
volcó y el niño cayó y quedó totalmente lleno de barro.
–Al día siguiente, mucha fiebre, seguida de muerte –dice Clara, que resume
el estado de su hermano, después del accidente, con mayor economía aún–.
Samuel tuvo problemas cruciales.
–Él forma parte de una generación que a los veinte años ya había leído
mucho y construía un pensamiento consistente– decía Jardim, en su casa de
Brasilia, durante la entrevista concedida poco antes de morir.
Eligió ser ingeniero porque era bueno con las cuentas, porque tenía dominio
del dibujo y porque ése era el deseo de sus padres. Sin embargo, le gustaba hablar
sobre las diferencias entre vocación –ser escritor–, y carrera –ser ingeniero. En 1954,
poco después de graduarse en la Escuela Nacional de Ingeniería, fue contratado
por el estudio de Joaquim Cardozo (1897-1978), el más célebre proyectista de
hormigón armado que tuvo el país y quien, como Rawet, padecería al final de la
vida serios trastornos mentales, de carácter melancólico. Cardozo es también un
gran literato, poeta sensible, con pleno dominio de su arte. Rawet llegó al estudio
gracias a la recomendación del crítico literario Oswaldino Marques (1916- 2003),
con quien compartía departamento en la calle Santa Clara, en Copacabana. En ese
momento, antes de mudarse a Brasilia, había dejado la casa paterna porque no
soportaba más la persecución que su padre hacía de su hábito de fumar. En esa
época dejó de comer kosher y empezó a alimentarse en bares y restaurantes.
Trabajaba con cálculos durante el día, se divertía por la noche y escribía de
madrugada. Dormía poco pero, productivo y feliz, consiguió organizar la
publicación del mencionado Cuentos del inmigrante.
Había días en los que no hablaba con nadie en el estudio. Peleaba con las
personas sin que nadie entendiera el motivo y hacía las paces cuando quería.
–Llegó a decir que había comprado un arma para matar a Cardozo y a Fadul
–dice Carlos Magalhães.
Sin descanso entre una obra y otra, pasó a ser responsable por el desarrollo
de la proyección de otros edificios y, más adelante, del Palacio de Itamaraty.
–Su impacto como proyectista está allí, pues necesitó proyectar vanos de
concreto, entonces imposibles, inmensos en extensión y de pequeño ancho, todo
muy rápido –dice Carlos Magalhães.
Por aquellos años, obsesionado con los cálculos con los que se construía
Brasilia, Rawet sufría, dormía poco, se alimentaba mal, se quejaba de no encontrar
tiempo para escribir: “Pasé mucho tiempo sin escribir, haciendo sólo ingeniería,
pero llegué a la conclusión de que no era posible”, decía en una entrevista.
Aun así, 1963 fue un año de muchas novedades ya que publicó Diálogos y,
para espanto de ingenieros y arquitectos, imaginó un puente para unir Río de
Janeiro a Niterói.
–Era una belleza, en la parte más alta tenía mirador, tenía restaurante–,
detalla Jaime Dantas Campello al Archivo Público.
Ese primer exilio en Brasilia duró un año. Después, poco antes del golpe
militar que instaló a la dictadura en marzo de 1964, se fue a Lisboa, donde recorrió
la ciudad a pie, día y noche. Desde allá, aceptó la invitación de Niemeyer para
viajar a Israel e integrar el equipo que proyectaría los edificios de la Universidad
de Haifa y las torres Nórdia, en Tel Aviv. Pero Israel, la tierra prometida de sus
antepasados, la nación amada por la madre, sólo le generó frustración.
–Él sólo hacía el trabajo, no conversaba con nadie –dice el arquitecto Hans
Müller (1929), a quien no le gusta recordar la convivencia durante ese tiempo–.
Cuando hablaba, era incoherente y contradictorio. Comenzó a decir que iría a
comprar una jaula para colocar a todas las ratas en ella.
Por esos días, se negó a participar en el bar mitzvah de su sobrino Ariel, hijo
de Clara y David, niño que adoraba y que sería más tarde el único familiar
presente en su entierro.
*
Sus últimos diez años en Brasilia lo transformaron en uno de los primeros
personajes excéntricos de la ciudad que ayudó a fundar. Hecho un hombre en
ruinas, andaba por Sobradinho, un barrio a 22 kilómetros del Plano Piloto, tejiendo
en voz alta el sentido de las cosas. A veces pasaba la noche discutiendo con una
mujer imaginaria, repitiendo: “La culpa es tuya”. Se lo veía comiendo de ollas,
sentado en las esquinas del barrio. En los recuerdos de Esmeralda Fonseca da Silva
(1929), que alquiló para él la última vivienda, “estaba mal vestido y maltrecho”, las
ropas no combinaban, parecían estar siempre sucias.
–Evitaba el contacto con los vecinos –recuerda ella–. Pidió para depositar los
alquileres, que nunca se atrasaron, en una cuenta bancaria.
Se mudó a ese sitio después de muchas desavenencias con los vecinos del
Plano Piloto, donde había empezado a pasearse primero en ropa interior y después
desnudo. Los vecinos reclamaron, él persistió y la administradora llamó a la
policía. Llamado a dar explicaciones por estar cometiendo un acto de atentado al
pudor, Rawet dijo que se desvestía para saber qué reacciones provocaba el
personaje de un cuento que estaba escribiendo. Estuvo a punto de ir preso, pero
mostró el esbozo del texto a los policías, que le aconsejaron portarse como un
sujeto real y lo dejaron ir.
–A veces, salía de casa con el fondillo del pantalón sucio de sangre –dice el
portero del edificio de la SQS 103, Amaro Machado de Araújo, desde hace 33 años
en el puesto–. Cuando estaba más calmo, vestía una bermuda, se acostaba en la
reposera de lona extendida en el césped próximo al edificio. Se dejaba abrasar al
sol, leyendo y haciendo anotaciones.
GABRIELA ALEMÁN
EL PASADO SIEMPRE amenaza con desaparecer, sólo que nunca lo hace del
todo. Sigue ahí, a nuestras espaldas, tras una puerta sin candado pero con perilla
defectuosa. Únicamente al espiar por la cerradura podemos acercarnos a él. El
ángulo de visión es corto y lo que se distingue, fragmentado. Para narrarlo, para
elaborar una historia completa, hay que llenar los puntos ciegos basándonos en la
información que conocemos y unirla con hilos. Durante años el hilo que unió la
historia del ecuatoriano Pablo Palacio fue la locura: la explicación que se fijó, como
en las antiguas placas fotográficas, al momento de su muerte en 1947. Pero no fue
la única. Con cada nueva generación que buscó penetrar su obra surgieron otras
explicaciones, que retomaron otros hilos. Algunos quisieron interpretar sus textos
basándose en su temprana orfandad; otros, buscaron la clave en la sífilis que
padeció durante años.
Pero era circunspecto. No le gustaba estar en grupo, era muy solitario pero
era un gran revolucionario. Un hombre de gran talento, militante.
–¿Para qué?
Gonzalo Escudero escribió en Hélice una crítica al libro: “Un hombre muerto a
puntapiés se llamaba el brevario. ¿Cuentos? Sí. Cuentos amargos, acres, helados
como cocaína. Araña de doce garras su libro, puede convertirse en una clepsidra
de doce horas terribles. Escorpión que circundado por una elipse de fuego se
emponzoña con su propio elixir de veneno. Columpio batiente para los ahorcados.
Coz y latigazo a la vez. Jazz-band de la muerte (…)”. Raúl Andrade escribiría otra
reseña para Savia: “Yo le agradezco a Palacio por haber derramado el amoníaco de
su humor en la literatura que disfraza sus malos olores con polvo de arroz y
colonias baratas, expresamente fabricados por el Institute de Beauté para los climas
tropicales”.
(…)Tengo sobre la mesa dos pipas que no se fuman.Nubloso, como la llegada del
sueño.Voluntad de la parálisis, descendente, blanda, larga.¡Ay! –El salto en el
lecho, creyendo que se caía–.De nuevo la voluntad de la parálisis.Hasta la hora de
la vendimia de los espíritus, cuando en la ciudad han dejado de pensar sesenta mil
hombres. Cuando, en la ciudad, el silencio se ha enfundado en la inmovilidad de
los cuerpos.Cuando se ha hecho la tiniebla subjetiva (…).
Sin poder asistir a clases, la vida de Palacio se redujo. “De 1929 a 1932
Palacio desaparece, se oculta, no vive para nadie más que para sí mismo. El día y la
noche los pasa entre papeles y libros, trazando esquemas, dibujando teorías (…).
Este período es de desconcierto, de depresión moral, de inquietud y desconfianza
hasta en sí mismo. La vida le duele y le aflige. No encuentra la postura exacta de su
ser en el mundo. Se siente incómodo y vive con dificultad. Un día vende su
medalla de primer premio de literatura, otro (…) cambia por unas monedas sus
primeros trabajos de aprendiz de platero. (…) Se arroja de bruces en la
melancolía”, cuenta Jorge Reyes en la crónica que escribió en 1943 para la Revista
del Mar Pacífico.
Hasta ese momento había funcionado como un reloj la máxima que afirma
que la marca de una inteligencia superior es poder mantener dos ideas opuestas en
la cabeza sin dejar de funcionar. La inteligencia de Palacio podía reconocer que no
había salida posible y aun así intentar cambiar el mundo. Su militancia y su
escritura, pues, no se contradecían. Pero, por esos años, algo cambió y la vida
comenzó a presentarse como un continuo proceso de pérdidas y
resquebrajamientos. Quizás fue entonces cuando supo que había contraído sífilis,
una enfermedad que en ese momento sólo podía tratarse con mercurio. Ninguna
opción era alentadora: para curarse tendría que envenenarse con el remedio y, si la
cura no surtía efecto, esperar un deterioro general. El mercurio se podía
administrar por cuatro vías: en forma de ungüento, en baños de vapor, en pastillas
o en inyecciones intramusculares. Su aplicación, además de casi siempre inútil, era
una tortura y, aunque los médicos lo sabían, entre eso y no hacer nada, preferían
suministrarlo. Los efectos secundarios del tratamiento incluían cambios de
temperamento, depresión, temblores, pérdida de peso, fatiga, colapso de los
riñones y el sistema gástrico y, eventualmente, alucinaciones, delirio, ansiedad y
psicosis.
A pesar de todo, siguió con sus estudios y en 1931, cumplidos los 25 años, se
graduó como doctor en jurisprudencia. Siguió publicando, ahora en las revistas
Hontanar y Élan, mientras se transformaba en un brillante abogado. Pero el hombre
bueno que era empezó a retroceder, aunque todavía esporádicamente, detrás de un
personaje cruel.
–Creíamos que era la forma de ser de él. Había escrito esos libros tan llenos
de ironía y sarcasmo...
1932 sería un año clave para Pablo Palacio. Publicó su tercer y último libro
de ficción, la novela Vida del ahorcado y “recobra el ánimo. Se muestra otra vez ágil
y despierto. Readquiere su físico de nadador y gimnasta. Y una buena tarde,
recorriendo la política de esa hora en la que todo es duro y difícil (…) Palacio
resuelve que fundemos un periódico”, cuenta Jorge Reyes en la crónica ya citada.
El periódico era Cartel. Ya había abierto su estudio jurídico, en el mismo
departamento donde vivía, en la esquina de las calles Venezuela y Chile. Dictaba
clases en la universidad y era subsecretario de educación, convocado por Benjamín
Carrión, ministro de la cartera por entonces. Su humor permanecía intacto. En una
carta que le escribió a Carlos Manuel Espinosa, director de la revista lojana
Hontanar, resumía sus actividades de la siguiente manera: “Me pide que escriba
para Hontanar que aparecerá a fines de julio. No es verdad, Hontanar no aparecerá
a fines de julio, sino más tarde, en agosto o septiembre. Para entonces escribiré
gustoso. Hoy no porque estoy de sacha1 examinador (mal dicho está: sacha quiso
decir alguna vez salvaje) y tengo que preguntar a los niños. ‘Dígame, niño, ¿qué es
la patria potestad?: dígame, niño, ¿qué es la sociedad conyugal?’. También tengo
que sentarme en medio de unos caballeros tontos, tengo que oírles hablar y
apuntar las cosas que dicen, bien ordenaditas en especies de reseñas que llaman
actas. También tengo que interesarme porque uno que otro desgraciado pague sus
deudas al chulquero2 de la esquina. Y tengo también que dormir, que comer, que
hacer limpiar mis zapatos y salir a conversar al parque. Por último, tengo que
hacerme crecer los bigotes. ¡Qué soy un hombre atareado, doctor Espinosa! Pero
escribiré naturalmente. Ustedes han estado haciendo la revolución, pillos. Cuando
triunfen, me avisan. Antes no, porque soy un hombre ocupado”.
El acalorado debate giró en torno a los usos del realismo y la función del
escritor en la sociedad. Ese día el debate recién se iniciaba pero se prolongaría,
durante los últimos meses de 1932, en las reseñas que tanto Gallegos Lara como
Sánchez publicarían sobre Vida del ahorcado, el libro en el que Pablo Palacio escribió
cosas como esta: “(…) Mira la belleza del cadáver en manos del disecador
inexperto. Dócil, flexible, la piel lisa pegada al hueso, en las posiciones más
inverosímiles de su repertorio. Se puede hacer de él lo que en vida no pudo hacer
de sí mismo. Torturado su quietud para arrancarle aquella pequeña fibra
escondida. A la derecha, a la izquierda, tan pronto arriba el pecho como la espalda.
¡Nathanael! ¡Agripina! Si tus parientes pudieran meter las narices por la rendija
echaran sin vacilar una lagrimita! ¡Agripina! ¡Agripina! Mira su belleza descuidada
y donosa. Ten cuidado de ‘esos magníficos huesos de las caderas que tienen la
forma de una bacinilla’. Ahí está sin pasión, sin odio, como nunca logró estarlo. Sin
vergüenza, sin respeto (…)”.
“En Vida del ahorcado –escribió Luis Alberto Sánchez en El Día–, el disparate
se roza con lo trascendental y la polémica con la ironía. (…) Palacio se –¿cómo
decirlo en castellano sin ofender a nadie?– S’enfiche en el público y en los graves
magisters. Su ‘Junio 25’, sus ‘Románticas’, su ‘Rebelión del bosque’, su ‘Canto a la
esperanza’, denuncian a un lírico, a quien la desconfianza en el lirismo obliga a
volverse irónico (…) Así nos da esta colección de páginas ácidas, zumbonas,
elegíacas de cuando en cuando; y un acento suyo, propio, que es toda una
anunciación y, más aún, una confirmación”.
Agucé la razón
No moriré jamás:
¡estoy despierto!
XAVIER VILLAURRUTIA,
“EPITAFIO DE JORGE CUESTA”.
1905: Jorge Cuesta –entonces un bulto de año y medio y diez o doce kilos– es
dejado caer por la niñera y golpea su cabeza contra un buró. 1912: Es operado del
párpado izquierdo –el objetivo: retirarle un pequeño “tumor”, producto del
accidente– y adquiere su rasgo físico distintivo: una mirada dispareja, el ojo
derecho más abierto que el izquierdo. 1915: Se suscribe a las revistas literarias de la
ciudad de México y esboza sus primeros textos literarios –algún poema, algún
relato, un exasperado tributo a la labor de los profesores. 1921: Se muda a la capital
del país y se matricula en la Escuela de Ciencias Químicas de la Universidad
Nacional de México, tal vez para complacer –o tal vez para superar– a su
dominante padre, un hacendado venido a menos con la revolución que intenta
sortear la crisis improvisando abonos y fertilizantes. 1924: Publica su primer texto,
el cuento “La resurrección de Don Francisco”, y conoce en un café de la ciudad de
México a los también incipientes Gilberto Owen, Salvador Novo y Xavier
Villaurrutia, con los que muy pronto formará el grupo Contemporáneos, llamado a
renovar y avasallar la cultura mexicana. 1926: Se enamora de Lupe Marín, la mujer
de Diego Rivera. 1928: Se casa con Lupe Marín y firma y prologa una controvertida
antología de poesía mexicana armada por todos los miembros de Contemporáneos,
encontrando de ese modo su función dentro del grupo –será el crítico, el polemista,
el hombre de ideas. 1932: Se separa de Lupe Marín y funda Examen, una revista
literaria que durará apenas tres números y desde la que orquesta una rigurosa
campaña contra el nacionalismo cultural mexicano. 1934: Aparecen sus dos únicos
“libros”: las plaquetas El plan contra Calles y Crítica de la reforma al Artículo Tercero,
ambas en edición de autor. 1937: Migrañas, primeros delirios. 1938: Termina, pero
no publica, su poema mayor, “Canto a un dios mineral”; empieza a consumir las
sustancias enzimáticas que él mismo prepara en los laboratorios donde trabaja.
1940: Primer internamiento en un sanatorio psiquiátrico: se le aplican
electrochoques y se le inducen comas insulínicos. 1941: Se acuchilla los genitales;
en un hospital le detienen la hemorragia y le amputan los testículos. 1942: Es
internado por última vez en un sanatorio psiquiátrico, esta vez en el pueblo de
Tlalpan, a las afueras de la ciudad de México; se cuelga en su habitación; muere
horas más tarde a causa de la asfixia. Es allí y entonces que habría que terminar: el
13 de agosto de 1942, en ese sanatorio, ese cuarto, el cadáver de Jorge Cuesta
todavía tibio.*
UNO. Habría que empezar allá y terminar allí, pero la verdad es que uno
siempre escribe aquí y ahora.
Al final esto es todo lo que nos queda de Jorge Cuesta: algo de polvo bajo
esta lápida, algunos testimonios de segunda mano, un puñado de retratos
fotográficos y una obra pequeña y miscelánea, reunida en tres volúmenes del
Fondo de Cultura Económica y casi toda escrita en diarios y revistas, para reseñar
una novedad editorial, discutir un episodio apenas recordado o polemizar con otro
borroso fantasma tanto sobre la educación socialista impuesta por los gobiernos
posrevolucionarios como sobre la autonomía de la Universidad Nacional, el
“compromiso” literario, la imposibilidad de elaborar una literatura
específicamente “mexicana” o la estridente exclusión del modernista Manuel
Gutiérrez Nájera y el desdén a Amado Nervo en aquella Antología de la poesía
mexicana moderna (1928) preparada por todos los jóvenes del grupo de
Contemporáneos y firmada y defendida a solas por Cuesta (“Manuel Gutiérrez
Nájera y Amado Nervo son dos tristes, melancólicos, apesumbrados, neurálgicos y
pésimos poetas”). En total: cuarenta y pocos áridos poemas y ciento veintitantos
textos ensayísticos, en su mayoría breves y ocupados en demoler los cuatro o cinco
enemigos de siempre –el marxismo, el nacionalismo, el muralismo mexicano, la
mitología revolucionaria, los hábitos románticos. No mucho más que eso. Todo
eso.
En otro caso se diría: si se quiere conocer al escritor, hay que volver a sus
libros. No en el caso de Cuesta, autor de una obra ascética y compacta. Para ser
sinceros, pocos autores han dejado una huella tan ligera de sí mismos en su propia
escritura –un vaho apenas. Enemigo de la expresión romántica y afanado en
ocultarse debajo de una forma abstracta y clasicista, Cuesta evitó las confidencias,
aun en su poesía; practicó una prosa mecánica, casi desprovista de emoción, e
intentó realizar –como ha señalado el crítico Francisco Segovia en Jorge Cuesta: La
cicatriz en el espejo (Ediciones Sin Nombre/ Conaculta, México, 2004)– una “crítica
sin gusto”, convencido de que “pensar es olvidarse”. Además, hay que aceptar que
a estas alturas es ya imposible leer, de verdad leer, su obra. Sencillamente no hay
manera de volver atrás hasta toparse, de golpe, con esos textos tal como fueron
publicados por primera vez: nuevos, aislados, libres de su problemática condición
de clásicos. Hoy todos ellos están insertos en una abultada trama de lecturas,
críticas e interpretaciones que han reinventado su contenido. De hecho, es hora de
reconocer que hoy la obra de Cuesta es menos de Cuesta que de todos los que la
hemos leído –y que el rostro que se refleja en la página no es tanto el suyo como el
nuestro.
No extraña de este modo que Cuesta, alguna vez tan material, haya acabado
por convertirse en una figura mitológica de la cultura mexicana. Una presencia de
la que apenas se conserva alguna huella en este mundo y a la que persiguen
rumores, leyendas, literatura. Una vida cuyo desenlace –la locura, la emasculación,
el suicidio– parece más propio de una novela que de una biografía. Un mito –el
gran mito de la literatura mexicana. Como tantas veces se ha repetido: nuestro
escritor maldito –nuestro único escritor maldito.
*
TRES. En el primer retrato Cuesta tiene 27 años y mira fijamente la cámara
de Manuel Álvarez Bravo. ¿Fijamente? El ojo izquierdo, más o menos oculto por el
párpado, parece estar a punto de distraerse mientras las demás facciones –los
labios gruesos, la nariz ancha, el severo ojo derecho– se mantienen estáticas,
disciplinadas. Una sensación semejante, de fijeza y movimiento, despide la ropa
que lleva: traje oscuro y camisa clara, el cuello un poco ladeado, lo mismo que la
corbata. Cuesta no sonríe, y tampoco parece desafiante. Aunque luce joven, uno no
puede imaginarlo portándose como tal, quizá porque se sabe que entonces estaba
por convertirse en padre o porque se ha leído que jamás se permitió una actitud
infantil, ni siquiera cuando era niño.
Para decirlo pronto: hay algo a la vez solemne e informal en esta fotografía.
Uno podría emplear la imagen para respaldar los numerosos testimonios que
hablan de un Cuesta frío y reservado, erguido y alerta, elegante, jamás relajado,
siempre bien vestido y perfumado con una loción de lavanda que él mismo
preparaba, cerebral, hermético, casi inhumano. Uno podría usarla justo con el
propósito contrario: para sostener el caso de un Cuesta leve y más o menos
bohemio, nocturno y de risa fácil, cortés, retraído pero apacible, “profundamente
humano”, tal como lo describieron sus amigos Gilberto Owen y Rubén Salazar
Mallén o tal como aparece –bebedor y parlanchín– en una carta que Octavio Paz
envió a José Emilio Pacheco en septiembre de 1965: “Para mí (Cuesta) fue, ante
todo, una persona que pensaba en voz alta. Yo le oí decir ‘El clasicismo mexicano’
en un bar de la calle Madero. Sus interlocutores éramos una muchacha, que creo
que era su amante, y yo, que lo escuchaba boquiabierto. Le confieso que esa
versión verbal me parece, en el recuerdo, mejor y más viva que el texto escrito”.
Mejor y más viva que este texto escrito, la interpretación más singular de la
literatura mexicana:
No para el tiempo, sino pasa; muereNo para el tiempo, sino pasa; muerela
imagen de sí, que a lo que pasa aspiraa conservar igual a su mentiraNo para el
tiempo; a su placer se adhiere. Ni lleva al alma, que de sí difiere,sino al sitio
diverso en que se mira.El lugar de que el alma se retiraes el que el hueco de la
muerte adquiere. Tan pronto como el alma el cambio habita,no la abandona el
cambio en lo que dejani de la vida incierta la separa; se aventura y su riesgo sólo
imitaal tiempo entonces su razón perpleja,pues goza la razón, más no se
para.Entonces: a la mitad del romanticismo y el clasicismo, Cuesta permanece
incómodo, crítico de una tradición pero incapaz de acomodarse en la otra, en
tensión permanente, siempre inestable.
Inestable como su propio cuerpo, que alguna vez, se dice, amenazó con
deslizarse de un sexo a otro.
CINCO. Está Jorge Cuesta y están los demás críticos literarios. Ellos se
esfuerzan y a veces aciertan; comentan un libro y luego otro libro hasta adquirir
algo de carácter; redactan con pena, como si sospecharan que es mejor no escribir
nada o intentar, como los otros, un puñado de versitos. No Jorge Cuesta. Lo
primero que sorprende en Cuesta es su obvia vocación crítica. El hombre tiene
veintidós años cuando publica su primer texto crítico –una reseña de Santa Juana,
de George Bernard Shaw– y ya es entonces un crítico literario. Lo sigue siendo
meses, años después, cuando analiza obras, alienta polémicas, fulmina a autores,
firma una antología y escribe poemas que ejercen la crítica por otros medios. No
dejará de serlo, y con cuánto brillo, hasta el último de sus días. Si son muchos los
entusiastas que creen haber nacido para médicos o poetas, son pocos, casi ninguno,
los que nacen para críticos literarios. Cuesta fue uno de ellos, y qué fortuna: era la
inteligencia más potente de su generación.
Cuesta, está claro, no fue el poeta más fino ni el escritor más versátil de los
Contemporáneos. No dejó, como José Gorostiza, una obra maestra ni le compitió a
Salvador Novo el rol del escritor experimental y pionero. Fue otra cosa: el
pensador –literario, político, moral– de la generación. Mientras duró el grupo, no
hubo necesidad de firmar un manifiesto: Cuesta era el manifiesto. Muchos de sus
conceptos y prácticas (el elogio del cosmopolitismo, la censura del nacionalismo, la
crítica de las veleidades románticas, la atención con que pensaba la literatura, la
idea de que la creación debía ser ante todo crítica) son prácticas y conceptos que
hoy relacionamos con los Contemporáneos, a pesar de que algunos de sus
miembros –Jaime Torres Bodet, Bernardo Ortiz de Montellano– representaban casi
lo contrario. A la manera de los mejores críticos, Cuesta ofreció un programa a sus
vecinos y modificó de inmediato el panorama literario que pisaba: advirtiendo
aliados y enemigos, participando en y decidiendo las polémicas de su época,
aventurando en “El clasicismo mexicano” una interpretación general de la
literatura mexicana escrita hasta entonces.
NUEVE. ¿Un artista maldito? Más bien un personaje trágico. Hay que ver
nada más cómo se enfrenta una y otra vez a su destino y cómo su destino lo aplasta
todas las veces. Primero: intenta plantarse en una forma clásica y acaba escribiendo
una obra densa y fragmentaria que algo tiene ya de posmoderna. Después: se
esfuerza por distanciarse de todo estereotipo romántico y termina representando,
en el escenario de la literatura mexicana, el rol del poeta demente y suicida.
Además, y no menos importante, entre una derrota y otra se obstina en librarse del
México bronco –denunciando el nacionalismo, alabando la cultura francesa,
afirmándose como un intelectual independiente– y el México bronco lo atropella
no una ni dos sino tres veces.
El segundo encontronazo sucede en 1932, año en que Cuesta lanza por fin su
proyecto más deseado, la revista Examen, y anuncia otro, los Libros de Examen,
una pequeña editorial que habría de publicar, entre otras cosas, obras de los
Contemporáneos, sonetos del propio Cuesta y, claro, un título de André Gide, dios
tutelar del veracruzano. La revista es necesaria: aparece justo cuando las otras dos
publicaciones del grupo, Ulises y Contemporáneos, han terminado y cuando intensas
batallas intelectuales sacuden y reconfiguran el campo cultural mexicano. La
revista es inesperada: ya no una publicación literaria, como las otras de
Contemporáneos, sino cultural, a la vez poética y política, crítica e inventiva. La
revista es belicosa: se opone frontalmente a la hegemónica cultura nacionalista y –
como ha señalado el crítico Guillermo Sheridan en Malas palabras: Jorge Cuesta y la
revista Examen (Siglo XXI, México, en prensa)– se esfuerza por inventar en México
el rol del intelectual independiente, al margen del aparato estatal pero siempre
atento a los asuntos públicos. La revista es, ay, fugaz: dura sólo tres números,
aplastada por el bronco México de los años treinta. Ocurre que Cuesta publica en el
primer número un relato de Rubén Salazar Mallén, “Cariátide”, que contiene,
dirán sus enemigos, “malas palabras”. Ocurre que esos enemigos aprovechan la
oportunidad para condenar la calidad moral del grupo Contemporáneos
(“homosexuales”, “afrancesados”, “antirrevolucionarios”) y para exigir la censura
de la revista. Ocurre que una panda de burócratas atiende los reclamos y decide
que en un país como México, donde el poder se disputa a balazos y hasta los
diputados cargan pistolas, todo está permitido salvo que una revista cultural
imprima algún carajo, algún puta, algún mierda. Desde luego que Cuesta se despide
a su manera: en el tercer y último número de Examen publica un ensayo en que
critica “la mojigatería, la incultura y el más mediocre periodismo” y advierte sobre
el riesgo de “confundir y debilitar a las almas originales y libres, hasta el grado de
embarazar la originalidad y la libertad que son su privilegio”.
DIEZ. Ese año, 1940, empieza así, con esa golpiza, y continúa meses más
tarde con Cuesta en el consultorio del doctor Lafora, explicando vanamente cómo
su cuerpo se ha desplazado hacia un pliegue intersexual. El año no termina de
mejor manera: unos días después de su encuentro con Lafora, el mismo mes de
septiembre, Cuesta es internado por primera vez en un hospital psiquiátrico. Al
parecer delira. Al parecer amenaza con hacerse daño y arrancarse o quemarse los
ojos. Si es una cosa o la otra, al final da casi lo mismo; a los médicos del sanatorio
(el infame Manicomio General de La Castañeda, inaugurado con bombo y platillo
por Porfirio Díaz durante las fiestas del Centenario) les importan poca cosa los
detalles y deciden actuar como es su costumbre: choques eléctricos, comas
insulínicos. No se sabe cuándo abandona Cuesta el lugar, tal vez cinco o seis meses
después de haber ingresado. Esto es seguro: el Cuesta que sale de allí ya no es el
Cuesta de antes.
1940. ¿Es entonces cuando se jode Cuesta? Cómo saberlo. Tal vez la caída
empieza muchos años atrás, casi al principio, con una caída no metafórica, cuando
la niñera suelta al niño y el niño estrella su cabeza contra un mueble. Tal vez la
locura se desata bastante más tarde, con el consumo de ergotina y otras sustancias,
o aun después, con la publicación de la novelita de Lupe Marín, que vaya que atiza
la paranoia del veracruzano. Tal vez todo estalla de repente, en un instante, un
buen día de 1937, cuando los delirios irrumpen –Jorge cree ver serpientes en todas
partes, desea llenar la tina con cenizas y hundirse en ella. O quizá nada estalla
nunca y Cuesta va arrastrando su locura todo el tiempo, desde el primero hasta el
último día, siempre al tanto de ella, controlándola primero, siendo controlado
después, y quizá por ello es que, en un momento de plena lucidez, puede
asegurarle a Lupe que morirá joven y desquiciado.
1941.
*
CATORCE. Entonces, claro, la muerte. El martes 11 de agosto de 1942,
alrededor de las seis de la mañana, en un cuarto de un hospital psiquiátrico
ubicado en el entonces pueblo de Tlalpan, Jorge Cuesta se cuelga. Al parecer se
cuelga de los barrotes de la ventana, o tal vez de la manija de la puerta. Al parecer
se cuelga con los lazos de su propia camisa de fuerza, o tal vez con las sábanas o
con una cuerda conseguida no se sabe dónde. Lo cierto es que el más brillante de
los escritores mexicanos flota suspendido en la habitación de un sanatorio. Lo
cierto es que es descolgado aún con vida y trasladado a otro cuarto. Lo cierto es
que dos días más tarde, el jueves 13 de agosto, a las 3:25 de la madrugada, muere –
muere al fin Jorge Cuesta.
–Ya lo comunico.
Ahora, en el patio del colegio, bajo el mismo sol de ayer, espero que
aparezca. Un minuto después somos las dos únicas almas sobre los bloques de
cemento centenarios que cubren toda la superficie, excepto los huecos
rectangulares de los que brotan tres tilos, un modo disciplinario pero muy visible
por el que se ha decidido dejar que la naturaleza ingrese a los claustros.
–En esos años los maestros eran exclusivamente sacerdotes franceses que
hablaban español y enseñaban religión, pero también artes y ciencias. Anzoátegui
debió haber tenido su primera formación escolar con ese tipo de aprendizaje, que
además era muy severo. Ahora los alumnos discuten todo.
Sabemos a ciencia cierta que el día que Ignacio Anzoátegui cumplió trece
años vio pasar el coche fúnebre que llevaba el cadáver del poeta Carlos Guido y
Spano desde la esquina de Callao y Melo, en la ciudad de Buenos Aires, donde se
había mudado con su familia. Más tarde recordó el episodio y el lugar exacto en el
que estaba en uno de los capítulos de Vidas de muertos (1934), su libro más célebre,
y castigó a Guido y Spano, famoso por sus exclamaciones románticas traídas de los
pelos, con una breve biografía en tono de ofensa en la que lo considera un haragán
perfecto (“Yo creo que la parálisis de los últimos años fue nada más que un
pretexto para quedarse en la cama”) pero que, a la vez, describe su perfil social
como si se mirara al espejo: “Su hogar era el hogar porteño que andaba mal de
dinero y andaba bien de antepasados”.
Pero ¿que eran los Cursos de Cultura Católica, el otro foco de atención que
gravitó sobre la juventud de Ignacio Anzoátegui tanto o más que las novedades del
cine, el arte de la época? Jorge Norberto Ferro, investigador de literatura de la
Edad Media y autor de Ignacio B. Anzoátegui, una monografía publicada por
Ediciones Culturales Argentinas en 1983 en colaboración con Eduardo Allegri,
tiene que saber algo. Lo busco en la casa: está en el Instituto de Investigaciones
Bibliográficas y Crítica Textual del conicet (el prestigioso Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas), donde consume su vida laboral. Lo busco
allí: está en la casa. Finalmente aparece, luego de concluir la primera etapa de la
odisea cotidiana que lo trae desde Bella Vista, una localidad de casas bajas del
partido de San Miguel, situado a poco más de 30 kilómetros de la ciudad de
Buenos Aires.
La aparición de los textos de Anzoátegui en los años ’30 del siglo XX fue una
reacción histórica contra un orden moderno pero demasiado establecido, una
especie de ataque punk al progresismo conservador que había que desplazar por
antiguo. El nacionalismo católico, créase o no, alguna vez fue lo nuevo. “Esa pose
de enfant terrible, Anzoátegui la sostuvo toda la vida”, dice Ferro, buscando en la
memoria esas horas, que ya murieron, en las que Anzoátegui habló para el joven
que fue.
Más tarde me hice muy amigo de su hijo mayor, y el recuerdo que tengo es
el de una persona muy rigurosa consigo mismo pero no con los demás. Hay que
pensar que su generación fue la de esos católicos para quienes las mujeres eran un
talón de Aquiles.
Pero nada detiene a una persona que desea hablar. Entonces, luego de una
pausa de tipo moral, regresa al mundo con algunos detalles y una confesión
abstracta que describe la lucha interior de su suegro, la lucha clásica del virtuoso
contra las fuerzas íntimas que lo acechan para desviarlo del camino, con el
recuerdo de una conversación en la que Anzoátegui pudo identificar y señalar el
elemento que más le costaba conseguir a su identidad religiosa: el “propósito de
enmienda”, una de las condiciones de la confesión, por la que se le exige al
pecador la disposición a esforzarse para evitar la reincidencia.
–El propósito de enmienda. Eso era lo que más le costaba del catolicismo.
Lo que hace Anzoátegui es defender, sin que nadie las ataque, las
debilidades de Lope de Vega y de Juan Ruiz, además de desarrollar un ejemplo de
intríngulis moral protagonizado por él mismo donde quedan claras las diferencias
entre pensar y decir lo que se piensa: “Si yo pensara que la mujer del fabricante de
botones es más bella que mi mujer, no ofendería por eso a mi mujer ni al fabricante
de botones, ni pervertiría a la mujer de éste; pero si yo publicara ese pensamiento,
si se lo comunicara a mi mujer, al fabricante de botones y a su mujer, entonces yo
sería técnicamente un hombre inmoral”.
La cuadra de la calle Laprida que va desde French hasta Peña tiene una
forestación más antigua que los edificios sobre los que habitualmente echan
sombra y, en este momento, despiden una peste otoñal de hojas secas y polvos
alérgicos. Son plátanos australianos de más de ochenta años cuyas copas se
inclinan para rozarse en las alturas de vereda a vereda. Hay una Asociación de
Criadores de Holando Argentino, donde se reúnen los propietarios de ese petróleo
blanco que llamamos leche, una peluquería unisex, una plaza angosta y seca como
empotrada al borde de una esquina, una inmobiliaria, un laboratorio de análisis
químicos y lo que fue la casa de Ignacio Anzoátegui –un hueco, una cápsula de
aire, como todas las casas– convertida en un edificio de seis pisos donde se ignora
olímpicamente la estela que ha dejado mi personaje.
Casi todos los caminos son inconducentes, pero elijo uno que me lleva a
Rubén Savi, el supuesto ábrete sésamo del barrio. Me estrello contra la puerta
metálica de su almacén y, para disimular, espío borrando con mi cuerpo el efecto
de espejo que produce el sol al dar contra los vidrios. El interior es inverosímil.
Hay una verdulería, una carnicería, un kiosco y una rotisería. Cada boca de
expendio es una escenografía aparte y sospecho que hay una razón oculta: negar
los protocolos de uniformidad de los supermercados, incluso de los mini markets,
en los que las líneas de las góndolas se integran en una oferta común que sitúa en
el mismo estatus –a la misma altura– un preservativo escamado y un bife de
chorizo. Pero el negocio de Savi no se va a rebajar a la mezcla, por lo que mantiene
los rubros celosamente separados como planetas que, aún girando en la misma
órbita, se distinguen unos de otros por sus formas.
–La señora venía acá con los hijos, que eran un montón, y siempre pedía
bifes, pero se imagina que es difícil acordarse de algo que pasó hace tanto tiempo.
El Anzoátegui escritor murió en el ’87...
–En el ’78.
–En el ’78. Ahí está. Con más razón. Lo que sí me acuerdo de ellos era que se
la pasaban acá. Si no venía uno, venía otro. Y el Anzoátegui padre tomaba vino
blanco marca Arizu y andaba siempre de traje. Siempre.
El texto es una parodia muy lograda del discurso burocrático que las
dictaduras argentinas se afanaban en redactar apenas asaltaban el poder civil. Y de
todos ellos, hay uno, el artículo 5°, que parece pasar por encima de las ideas ultra
conservadoras de Anzoátegui, como si la experiencia de escritura y el amor al
chiste fuesen más importantes que cualquier meditación –pensado con frialdad,
Onganía venía de voltear a un gobierno democrático, la institución que Anzoátegui
más detestaba–, para adoptar un inesperado tono liberal: “Los tres poderes
obsoletos que hasta ahora venían acarreando la ruina del país con los nombres de
Poder Ejecutivo, Poder Legislativo y Poder Judicial recibirán de hoy en adelante
los nombre de On, Ga y Nía”. Pero la broma no gustó y Tía Vicenta salió de
circulación para convertirse en un hito, quizás el más famoso, de la censura de
Estado al humor político argentino. ¿Adónde estaba, entonces, Ignacio
Anzoátegui? Del otro lado.
Es una casa de las llamadas “chorizo”, con una puerta a la calle y una línea,
que podemos llamar pública o común, en la que se sucedían un zaguán, un
comedor para invitados, un patio central, un cuarto y, al fondo, una cocina y un
comedor diario. La línea más privada se sucedía del lado derecho, comenzando
por el escritorio de Ignacio Anzoátegui, su dormitorio, el dormitorio de su mujer y,
luego, los dormitorios en los que se acomodaban los hijos. ¿Vamos bien?
¿Anzoátegui y su mujer dormían en cuartos separados?
–Bueno, sí. Al menos desde que yo tengo memoria. Con esa idea de que era
un artista, el abuelo vivía como aislado en su propia casa. Cualquier problema, se
encerraba a escribir. Pero mejor preguntale a mi madre, Josefina Anzoátegui, una
de las mellizas del abuelo. Anotá los teléfonos...
Según Jauretche: “Después que nos balearon en la calle Florida, desde las
ventanas de ‘La Fronda’, Ignacio Anzoátegui, que acababa de publicar Vidas de
muertos, nos soltó un brulote. Homero [Manzi] contestó: ‘Usted, que se ha metido
con todos los próceres menos con uno: el que dejó un diario de guardaespaldas
(...)”.
Hitler habrá sido revisado, pero Franco no. En 1946, Anzoátegui viajó a
España invitado por dirigentes falangistas y fue recibido en la Academia Nacional
de Mandos e Instructores con el discurso de un tal José Antonio Elola Olaso,
Delegado del Frente de Juventudes que, hemos de suponer, no incluía a las
juventudes disidentes. En el tono altisonante y falsamente épico de la era
franquista, Elola Olaso leyó a su homenajeado: “Ignacio Anzoátegui, camaradas,
nos ha dicho que viene de regreso a España después de una ausencia de 400 años”;
y luego, refiriéndose al estilo del invitado, comprimió todos los elementos que en
Anzoátegui encarnaban el honor y el prestigio en una sola frase: “Tu voz fuerte de
soldado y de poeta”.
Ya antes de morir olía a podrido. Por eso algunos creen que todavía vive:
porque todavía huele”. La intervención, espectacular si se piensa que fue hecha
luego de la Conferencia de Yalta de 1945 en la que lo que se decretó fue la muerte
del nazifascismo estatal, tiene en la defensa de Franco y sus acólitos –únicos
sobrevivientes ideológicos del bando de los derrotados– varios componentes de
marginalidad y autismo pero, sobre todo, un cierta blandura que aparece en los
momentos en que Anzoátegui debía afrontar la experiencia mundana del
intercambio personal.
Masi Zapiola refuerza esa idea con el recuerdo de una anécdota de la vida
cotidiana. Anzoátegui, un fetichista del vestuario formal y los zapatos con
cordones, pasó por una conocida casa de ropa de la avenida Santa Fe, entró,
permaneció dos minutos y salió con cuatro camisas. ¿Por qué? Porque no pudo
decirle a la vendedora que no quería o no necesitaba llevarlas.
*
Llamo a la casa de Josefina Anzoátegui, madre de Facundo Landívar y,
según se cuenta en la familia, hija preferida de Ignacio Anzoátegui. Atiende y
conversamos amablemente. Está al tanto de mi entrevista con su hijo y acepta que
nos veamos mañana a las dos de la tarde en su casa de Vicente López y avenida
Pueyrredón. Llegó la hora señalada. Voy caminando por la avenida Alvear. Paso
por la puerta de la secretaría de cultura de la nación y recuerdo un episodio que
me contó María de los Angeles Marechal –hija del escritor Leopoldo Marechal– y
no me explico por qué todavía no me senté a evocarlo. Es un drama al que hay que
acostumbrarse: por cada palabra que se escribe, se pierden millones. Estamos en
1974. El presidente Juan Domingo Perón decidió nombrar en el cargo de ministro
de educación y cultura a Ignacio Anzoátegui. La noticia lo alegra y llama a María
de los Angeles para ofrecerle ser su secretaria privada. Pero detrás del rumor
comienza a moverse la izquierda peronista, que impugna la elección de
Anzoátegui y promueve la de Jorge Alberto Taiana, quien asume en su lugar. A la
decepción no la acompañó el resentimiento sino la resignación. Volvió a llamar a
su secretaria prometida y le resumió el asunto con una frase aplicable a miles de
circunstancias diferentes: “Son cosas de la vida”.
Las fechas, separadas por veinte años exactos y unidas por el mismo
escenario, tuvieron todos los ingredientes de la magia negra o los hechos
paranormales. El desenlace sorprendió a la familia que, aún así, lo juzgó natural.
Por supuesto, no fue un artificio, pero mucho menos un hecho ordinario. Josefina
Padilla se internó –escribo lo que me contó Martín Anzoátegui– por un problema
insignificante y murió sin conciencia de los peligros propios, rezando por los otros,
los desahuciados de la terapia intensiva.
RAFAEL GUMUCIO
“Calvert era el escritor ideal para una época ideal –mientras duraron ambas”
resume Guillermo Cabrera Infante en el retrato que le dedicó en su libro Vidas para
leerlas (Alfaguara, Madrid, 1992). Intentó Casey ser el puente entre las distintas
identidades que lo componían. Murió cuando sus contradicciones dejaron de ser
admisibles. Fue el fin de una época, El fin de la edad de plata como tituló, en 1973, el
poeta español José Ángel Valente el libro de poemas en prosa que le inspiró su
muerte; la señal de que había empezado otra era sin merced ni perdón, un
universo en el que la delicadeza de un tartamudo, de un escritor que escribía en la
frontera del silencio, ya no sería admitida.
La observación, que intenta ser irónica, tiene algo de cierta. Los últimos
meses ese solitario tartamudo vivió rodeado de amigos y conocidos, nuevos y
antiguos, a los que fue a visitar a distintos rincones de Europa. Barcelona, Madrid,
Ginebra y Roma. Guillermo Cabrera Infante, su jefe en los “Lunes de la
Revolución” (el suplemento literario del periódico cubano Revolución, que se
publicó entre 1959 y 1961); José Ángel Valente, su compañero de trabajo en
Ginebra; Juan Luis Panero y María Zambrano que le presentaron a Valente; Italo
Calvino, de quien fue guía privilegiado en la Cuba revolucionaria; Aquilino
Duque, que trabajó con él en la fao (Food and Agriculture Organization); Vicente
Molina Foix, de quien se hizo amigo en su último viaje a España. Calvert Casey,
como lo recuerdan sus amigos en ese último viaje de 1968, iba lleno de chucherías
hindúes, teorías sobre la trasmigración de las almas, chismes sobre escritores y
funcionarios cubanos. Tan vivo estaba el último Calvert Casey, viajando para
preparar la publicación de su novela corta Notas de un simulador en la editorial
barcelonesa Seix Barral, por entonces la más prestigiosa en lengua española,
hambrienta por publicar la nueva literatura de la revolución cubana (con nombres
como Cabrera Infante, Lisandro Otero, Antón Arrufat, Lezama Lima y Virgilio
Piñera, todos confundidos en la misma curiosidad político-literaria), tan vivo
estaba, decía, como para hablar pestes de Gianni, su amante italiano, tan joven, tan
cruel, que había negado su visible amor para casarse con alguna heredera o para
explotar a otro tan necesitado como él de algún abrazo. Tan vivo como para
prestarle a Cabrera Infante el dinero suficiente para salvarlo de la policía inglesa
que le exigía un pago sustancioso a cambio de los papeles necesarios para
regularizar su situación de inmigrante. Tan vivo que se enamoró platónicamente
de Felicidad Blanc, la madre de los hermanos Panero, poetas y dandies esquizoides
de Madrid. Tan vivo como para discutir con el poeta José Ángel Valente acerca de
cómo reeditar la obra de Miguel de Molinos, el gran teórico del quietismo español.
Cabrera Infante, con esa lucidez paranoide tan suya, lee en la muerte de
Casey una trama perversa. La burocracia norteamericana y la censura cubana
conjurando contra un Calvert Casey que se había vuelto incómodo para todo el
mundo. Estados Unidos, que tramitaba tan lentamente como podía su petición de
pasaporte –él había renunciado vistosamente a tenerlo, a comienzos de los sesenta
y como forma de solidarizarse con la revolución cubana–, y Cuba, que le negaba el
reconocimiento oficial necesario para renovar su puesto de traductor y editor de La
Gaceta de la FAO.
Una tercera foto es la que mejor explica la tímida evanescencia del personaje.
Calvert Casey en una calle cualquiera de La Habana. Los lentes que intentó no usar
en las dos fotos anteriores, el gesto de resignación delicada que también está
ausente de las otras pero que vuelve en los relatos de sus amigos y conocidos. El
delicado Calvert Casey que sabía escuchar, ayudar, prestar dinero, mover
contactos inverosímiles en la burocracia de Cuba para liberar a amigos de la cárcel
o conseguir un kilo de carne molida. En la foto la luz ahoga el objetivo, su cara está
a punto de borronearse, su silueta es apenas visible. Como también está siempre a
punto de desaparecer en los testimonios de los que lo conocieron.
Las visitas llenas de flores en el Potosí, el famoso cementerio cubano que era
también para las tías una especie de fiesta.
“Y ese año encontré otra lápida porque en vez de ir a la bóveda por donde
siempre voy, como la capilla está abierta y ese día dicen misa y yo fui, cuando
terminó salí por la derecha y encontré otra lápida que me gustó muchísimo porque
el epitafio es de lo más raro y se lo hizo a un hijo sordomudo un padre sordomudo
también y lo leí muchas veces y lo copié en la jaba”.
El joven Casey, que se sabe distinto, presiente que nada bueno le espera en
la Cuba católica y prostibularia de los años cuarenta. Recién cumplida la mayoría
de edad, se va a Montreal a aprender francés. Allí se especializa en traducir
documentos para organismos internacionales. Viaja a Ginebra, a Roma, a Nueva
York, donde trabaja para la recién creada onu. Es una etapa larga de la que queda,
apenas, su propio testimonio en “El regreso”, su cuento más famoso, de 1957, que
da título a la recopilación del mismo nombre, y que resulta un autorretrato apenas
velado de la vida que llevaba en Nueva York a mediados de los años cincuenta: el
amor contrariado por un argentino, que en el cuento llama Alejandro; la amistad a
medias romántica con una señora chilena; sus lecturas de D.H Lawrence, Kafka, y
Henry Miller.
Casey llegó a Cuba en 1957, sin aviso y después de diez años de ausencia,
cuando faltaban dos años para que se produjera la revolución en el año nuevo de
1959.
Ese cielo de una claridad que no puede ser verdad, en el que la miseria y el
olvido dan lo mismo. Ese algo contra natura que vuelve locos a los gringos que se
quedan demasiado tiempo en las islas fatales del Caribe. La trampa del trópico que
acaba por cerrarse sobre su víctima. Ese callejón sin salida, ese mundo
indescifrable al que Calvert Casey regresó por culpa de una tarde en Roma a
mediados de los años cincuenta.
“Esa vez –escribe José de la Colina en la revista Letras Libres en el año 2002–,
andando por la populosa Vía Barberini, dejando a sus espaldas el marmóreo
conjunto de delfines y dios Tritón, se le trastocaron tiempo y espacio: se vio en La
Habana, en un parque del Vedado donde el anfibio dios romano se volvía estatua
de un Neptuno cubano, y se creyó bajando por los soportales de la Calzada de la
Reina, entre bullicios de gente habanera, blanca, negra, mulata, mientras las
balconatas que se deslizaban por encima de su cabeza se transformaban en los
balcones desde los cuales, antaño, veía amanecer en el trópico”.
El círculo completo: Calvert Casey que abandona Nueva York, donde los
cementerios se esconden lejos de la ciudad en colinas de pasto perfectamente
recortadas, para volver a La Habana, donde la muerte es una fiesta llena de
cúpulas, ángeles, regresos, bailes, chismes y peleas entre espíritus. Lo que ató a
Calvert Casey a Cuba fue justamente esa relación especial con la muerte. Esos
mitos entrecruzados, donde los santos católicos enmascaran los dioses yoruba, los
espíritus que vio en la santería que le haría descubrir, ya en Cuba, Emilio Castillo,
su amante mulato, oficiante del rito. Un descubrimiento múltiple: la revolución, el
amor, la santería, todo confundido en una mezcla contradictoria de la que no
podrá separar elementos, comprender fronteras. El intelectual neoyorquino que
Calvert Casey seguía siendo enlazó esas ceremonias de cocineras y tías viejas, con
todo lo que había leído de D. H Lawrence, Henry Miller y el siquiatra alternativo
Wilhelm Reich, apóstoles de una liberación del cuerpo, de un retorno a lo pagano.
*
En Cuba fue un soldado perfecto del contingente del escritor Virgilio Piñera,
que lo presentaba como uno de sus descubrimientos más raros, y pudo usar en
beneficio propio todas sus extrañezas. Su conocimiento de varios idiomas (francés,
inglés, italiano), su estilo económico nacido de las lecciones de literatura que había
tomado con la gran cuentista norteamericana Katherine Anne Porter en los años
cuarenta, su sexualidad ambigua, todo esto estuvo al servicio de llenar –con
cualquier cosa: con ensayos que son cuentos, con artículos que son ensayos, con
declaraciones, con manifiestos– los “Lunes de la Revolución”, el suplemento
literario de Revolución, leído por escritores de todo el continente y donde él empezó
a trabajar.
Luego echó a andar, dando gritos agudos con la boca muy abierta, cantando,
tratando de hablar, aullando, meciendo el cuerpo sobre las piernas separadas,
logrando un equilibrio prodigioso sobre el afilado arrecife.
(…)
Donde primero hundió las tenazas el cangrejerío fue en los ojos miopes.
Luego entre los labios delicados”.
¿Fue una pelea amorosa lo que llevó a Casey a ahogar su manuscrito? ¿Por
qué se salvó ese capítulo? ¿Qué brujería, qué encantamiento, qué peligro escondía
la novela? ¿Fue eliminada por temor a que sus frases se hicieran realidad? El terror
al conjuro, el miedo ante ese territorio enorme que sugiere el texto mismo: “He
conseguido lo que todo sistema político o social siempre ha soñado, en vano,
conseguir: soy libre, completamente libre dentro de ti, por siempre libre de todas
las cargas y temores. ¡Ningún permiso de salida, ningún permiso de entrada,
ningún pasaporte, ninguna frontera, visado, carta de identidad, nada de nada!”.
Calvert Casey pasa de poseído a espíritu que posee, pedazo de nadie, virus
alojado en la esquina misma del flujo sanguíneo. Logra la esencia misma de los
ritos chamánicos, ser otro. Morir porque son los muertos los que más saben, mejor
viven, más comprenden. Porque los vivos son sólo sus reos, sus víctimas, sus
sombras en la tierra.
¿Fue el suicidio una suerte de premio que reservó para el final? ¿Una orgía
solitaria de la que tendría el implacable placer de no regresar? ¿Quiso convertirse
en su propio experimento, recorrer ese tránsito descrito en sus libros como algo
placentero, dulce y suave, inofensivo, sin sombra de morbo o de dolor?
Cerró los ojos en 1969, en una habitación cercada por el ruido de las
motonetas romanas. El frasco de barbitúrico hizo lo que le quedaba por hacer, el
viejo sueño que rodeó toda su vida: ser nadie, nada. Intentar el camino inverso: no
desde el tartamudeo hacia las palabras, sino hacia el silencio donde nadie se
equivoca.
BORIS MUÑOZ
Murió tres días más tarde, en el Hospital Clínico Universitario, ahogado por
el agua acumulada en sus pulmones, luchando por liberarse de una camisa de
fuerza. Tenía 53 años. Fue el 9 de noviembre de 1981, en Caracas. La noticia
apareció desplegada en el vespertino El Mundo y, al día siguiente, en las primeras
planas de los principales periódicos venezolanos: “Ha fallecido Rafael José Muñoz,
poeta y dirigente político contra la dictadura”. Esa misma noche, por la capilla
funeraria, pasó un desfile de amigos que contaban anécdotas de la resistencia
clandestina, de la prisión y la guerrilla, para terminar lamentando la gran pérdida
de “el poeta”. Así lo llamaba todo el mundo y yo estaba acostumbrado, aunque en
aquel entonces no había leído una sola de sus páginas. Apenas tenía doce años y
no sabía nada de la muerte.
Mi padre vivió bajo la sombra del alcohol casi toda su vida. Hizo lo que
pudo para dejarlo, pero terminó vencido. Cuando yo era niño muchos de nuestros
encuentros transcurrían en la barra o en alguna mesa del bar La Giralda, a una
cuadra del céntrico bulevar de Sabana Grande, en Caracas. Era a principios de los
setenta y las autoridades no le prestaban la menor atención a la presencia de niños
en los bares. Recuerdo esa enorme casona como un sitio umbrío, pero no carente
de atmósfera. Tras la barra solían estar Antonio o Manolo, los hermanos Gallardo,
unos españoles republicanos que habían huido de Cuba cuando comenzaron las
expropiaciones en los inicios de la revolución. Jamás le preguntaban qué iba a
beber, sino que destapaban una cerveza muy fría y se la servían en una jarra
congelada. A mí, en cambio, siempre me preguntaban. “¿Y qué quieres hoy?”.
“Una Orange Crush”, respondía invariablemente, acomodándome en un taburete
alto junto a mi padre para poder alcanzar el pitillo en la botella. Él abría su libreta
y tomaba apuntes que después abandonaba, como éste, que llevé muchos años
doblado en mi billetera:
En los ojos del loro está el secreto del soly de la formación del mundo sideral.—En
la madera está todo. Contémplala.Allí encontrarás los misterios de la arquitecturay
el secreto de las catedrales.—El universo lo hizo el hombre.Nadie osaría hablar de
Cirio o del Alfa del Centaurosi antes no hubiese estado consubstanciado con su
ambiente.Todo lo que soy es lo que es el mundo.*
No estoy muy seguro de las causas que lo empujaron a beber desde muy
joven, pero sí tengo alguna idea de dónde y cuándo descubrió el alcohol. “Cuando
llegué a vivir a Puerto Píritu, al año siguiente que tu papá, él ya había comenzado
a beber con Julián Saume, que era un muchacho encargado del bar” –me contó mi
tío Alí Muñoz–. “Al cerrar, terminaban con todo lo que había quedado en las
botellas y se emborrachaban a muerte mientras recogían y ordenaban”.
Rafael José madrugaba para llevar leche fresca a la mesa, cortaba la leña
para el fogón, daba de comer a las aves del corral, preparaba las alambradas,
llevaba las vacas a los establos al caer la tarde. Era un peón más en las tierras de
don Agustín. “Cuando mi papá veía un hombre trabajador se enamoraba de él. De
ahí su relación especial con Rito. A pesar de la distancia que imponía el viejo, Rito
lograba estar cerca del padre a través del trabajo”, decía Tom.
Rafael José abandonó sin aspavientos la casa de los López. Sin embargo, en
1943, Agustín enfermó de cáncer en la garganta y, ya moribundo, tomó su caballo
y atravesó la densa sabana por el camino de las recuas de mulas hasta el pueblo
costero de Puerto Píritu, donde había mejor atención médica y donde estaba su hijo
que, por entonces, tenía sólo 15 años. Rafael José cuidó a su padre durante muchos
días, hasta que murió, asfixiado y en sus brazos, intentando decirle algo. De
aquella tentativa de reconciliación nació, 20 años más tarde, la “Elegía a mi padre
Agustín”, que cierra El círculo de los 3 soles, su segundo libro, publicado en 1969.
Allí, Agustín no es una figura hosca y desaprensiva sino un padre brahmánico, con
una estatura imponente y magnánima, como si la desazón experimentada en la
infancia pudiera ser reparada por la imaginación.
A los 16 años, Rafael José ya escribía poemas. “La pasión política y la pasión
poética se manifestaron en tu papá desde muy joven – decía mi tío Tom–. La
primera, le venía de don Agustín que como ferviente admirador de Rómulo
Betancourt siempre debatía sobre los problemas políticos del país y era, además,
un hombre muy atento al acontecer internacional. Nuestra casa era la única de
Guanape donde había un afiche de la fuerza aérea británica durante la segunda
guerra mundial. Papá seguía los acontecimientos cada día en la radio de un vecino.
En la poesía, Rafael José comenzó escribiendo unas cartas de amor que eran la
envidia de sus amigos, por lo efectivas. Sin ser muy apuesto, conseguía con las
cartas la atención de las damas hermosas. Empezó a escribir sonetos eróticos que
luego lo metieron en más de un problema. De hecho, no pudo terminar el
bachillerato en el liceo Fermín Toro porque cuando le tocaba presentar exámenes
de historia, en vez de contestar qué había caracterizado al Siglo de Pericles o como
se había llevado a cabo la Independencia de España, se dedicaba a escribirle
poemas eróticos a la profesora Eunice Gómez”.
Por esa misma época, la familia López se estableció en Caracas. Rafael José
encontró, al mudarse con sus medio hermanos, el calor familiar que había perdido
desde Guanape. Pasaba mucho tiempo escuchando tocar el piano a Titina, una de
sus hermanas, a quien adoraba. La casa donde vivían quedaba en la parte más baja
de La Pastora, justo detrás del Palacio de Miraflores. En el saloncito había un
tocadiscos. Tom todavía recuerda que Rafael José era un gran melómano. “No le
gustaba ir a conciertos pero le fascinaba la música. Nos sentábamos junto con
Titina todos los domingos y escuchábamos la sinfonía Patética, que es la número 6
de Tchaikovsky, o la 5ta de Beethoven, que tanto le gustaba. Cuando no oíamos
música, se encerraba muy temprano en la oficina del fondo con sus libros de poesía
y una botella de ron. Todavía puedo oírlo recitar con enorme exaltación:
“Desembarqué en Picasso a las seis de los días de otoño / recién el cielo anunciaba
su desarrollo”. La poesía realmente lo tomaba, producía un rapto en él. “Soy feliz”,
decía.
Por esos mismos tiempos se acercó a los maestros metafísicos como George
Gurdjieff, Piotr Ouspensky, Madame Blavatsky y Paul Burton, descubiertos gracias
a la equipada biblioteca de temas esotéricos de Juan Liscano. En su doctrina del
Cuarto Camino, Gurdjieff planteaba que la trascendencia era el resultado del
desarrollo interior individual, de un conocimiento que podía llevar a la
comprensión del lugar propio en el universo. Pero, de acuerdo con Gurdjieff, esa
sabiduría sólo podía lograrse a partir de una cuidadosa exploración de la
conciencia que llevara a la mente al límite. Esos pensamientos dejaron una huella
permanente en su obra y en su manera de concebir su lugar en el mundo.
“La tortura fue algo terrible. Era muy difícil de resistir y casi todo el mundo
terminaba cantando” –recordaba mi tío Alí Muñoz, quien también fue encarcelado
y torturado–. “No porque quisieran traicionar, sino porque te sometían a una
violencia brutal. Tu papá era muy jodido, porque a cuenta de que él no delataba, le
exigía a todos la misma verticalidad. Una vez se sospechaba que yo había cantado.
Estábamos presos y él me increpó. ‘Eres sospechoso de delación’. Le respondí que
no lo había hecho. ‘Tienes que probarlo porque si no serás un soplón hasta que
demuestres lo contario’. ¿Crees que soportar más torturas te hace mejor?, le
respondí. Carajo, no faltaba más, mi hermano, mi verdugo”.
Suele decirse que la poesía de mi padre nació tardíamente, tras una vida de
zozobra, y que disputó su lugar con la política hasta, finalmente, imponerse. El
ensayista y poeta Jesús Sanoja Hernández insiste en que su obra era la de un
desorbitado que, en medio del delirio alcohólico, cabalgó al borde de los abismos
demoníacos, la revelación divina, el disparate matemático, la dislocación del
lenguaje y la locura, reinventando el idioma. Esta enumeración caótica, sintetizada
por el crítico Guillermo Sucre como la búsqueda de un “esperanto poético”, no da
cuenta, sin embargo, de la transformación que sufrió mi padre y que lo llevó de
una crisis existencial profunda al descubrimiento de una desconcertante
imaginación.
En 1959, Rómulo Betancourt, líder de ad, hizo llamar a los dirigentes jóvenes
a su despacho para amenazarlos con una sanción disciplinaria por haber apoyado
una precandidatura que no era la suya. Cuando Betancourt hablaba muy pocos
osaban rebatirlo pero mi padre lo tomó por la corbata y comenzó a zarandearlo.
“Vamos a hablar claro. Usted está conspirando contra la unidad”, dijo,
advirtiéndole que su eventual elección traería el riesgo de un nuevo golpe militar.
“Los militares no lo quieren, los demás partidos no lo apoyan, los empresarios no
le tienen confianza. Carece de respaldos. Si usted es electo, todo se va al carajo.
Entonces, ustedes se irán nuevamente al exilio y los que nos joderemos aquí somos
nosotros como nos jodimos durante 10 años”. La cosa quedó allí, pero el divorcio
entre el líder histórico y los dirigentes jóvenes era ya efectivo. Un año después, en
abril de 1960, ya electo Rómulo Betancourt como presidente, se consumó la
expulsión del partido de casi todo el buró juvenil. Betancourt estaba dispuesto a
pagar ese precio para consolidar su proyecto político con el apoyo de Estados
Unidos y la expresa misión de contener el contagio de la revolución cubana, que
amenazaba con regarse como un incendio por el continente.
La primera vez que Fidel Castro salió de Cuba, en 1959, viajó a Caracas. El
motivo secreto era extender, en Latinoamérica, la emancipación de Estados Unidos
y su idea era que Betancourt lo apoyara. Pero éste le volvió la espalda y se
convirtió en su más encarnizado antagonista. Sin embargo, Castro se reunió con los
izquierdistas que ya se mostraban inconformes con las alianzas del nuevo gobierno
con la oligarquía y el clero. Rafael José Muñoz fue uno de los principales
promotores del debate sobre la lucha armada y la posibilidad de seguir la vía
cubana.
“Al poeta le tocó poner orden en esa situación” –recuerda Domingo Alberto
Rangel, ideólogo fundador del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria)–.
“Era un hombre muy singular. No he visto ser más nervioso. Sostenía los pañuelos
en sus manos sudorosas y los rompía a causa de la impaciencia. Para él no existían
los plazos en el tiempo. Quería que todas las tareas se cumplieran inmediatamente
y pedía celeridad en todo. Era ideal para la organización, pero en el MIR
abundaban los bohemios y él solía pelear con quienes eran desmañados con el
tiempo. Eso no impidió que fuera el gran secretario de organización del MIR.
Tomó el dictamen de la dirección nacional del partido y se dedicó a recorrer el país
para recomponer y compactar las fuerzas de la izquierda, dispersas en el momento
de la división de Acción Democrática”.
Rafael José se había casado, en 1959, con Nelly Olivo, mi mamá. Vivieron
desde el principio en un matrimonio contrariado, que duró hasta su muerte, y tuvo
un distanciamiento de ocho años. No podía haber seres más distintos. Ella era
bióloga y él poeta, pero la verdadera diferencia radicaba en el carácter: él era
ordenado, puntual y socialdemócrata; ella soñadora, revolucionaria y tan abstracta
que sus conversaciones, salpicadas de una profusa jerga médica y biológica,
resultaban incomprensibles. Sin embargo, eran buenos compañeros y se guardaban
respeto.
Su mente, agotada con las luchas internas del MIR, producía febriles
imágenes de la vida en el campo junto a su padre, que funcionaban como un alivio
a la perturbación. Pasaba las madrugadas en vela y un reumatismo que había
empezado a padecer gastaba sus horas con dolores atroces. Las rachas alcohólicas
se hicieron más largas y constantes, y tuvo ataques cada vez más funestos de
reumatismo, que el alcohol ya no lograba apaciguar. Sin embargo, pese a su
desencanto, estaba decidido a unirse a la guerrilla.
La noche en que iba a hacerlo llegó temprano a casa a preparar lo poco que
iba a llevarse. Estaba exhausto y tenía los nervios a flor de piel. Lo aguijoneaba la
duda acerca de lo que iba a hacer. ¿Tenía sentido? Llevaba tres años sin tomar un
respiro de la actividad partidaria y de las persecuciones y, además, mi mamá
estaba embarazada de su tercera hija. Él le había hablado vagamente de un viaje de
trabajo, pero ella sospechó. Estaban a punto de cenar cuando empezaron a discutir
acaloradamente. “Sabía que me ocultaba algo –decía mi mamá–. Yo tenía una jarra
de agua y le iba a servir. Pero me detuve y lo miré fijamente para que me dijera
qué pensaba hacer”.
De pronto, mi padre se puso de pie, hizo a un lado las pocas cosas que
preparaba para llevarse, y farfulló algunas palabras para sí mismo. Mi mamá vio
en él una mirada angustiada que no había visto nunca antes. Sacó una cerveza de
la nevera y volvió a la mesa, luchando por recuperar la compostura. Marla y Yuri,
sus hijos de tres y dos años, mis hermanos, lo miraban en silencio, sentados frente
a los platos de comida humeante. Mi padre iba a sentarse otra vez, pero se detuvo.
Entonces sobrevino el ataque. Con una energía inesperada, volteó la mesa echando
al suelo toda la vajilla.
En las heladas caminatas por los jardines del sanatorio y por los bosques del
parque Kolomenskoe, en Moscú, el agotamiento cedió y él empezó a dedicar
tiempo y energía a la escritura. Regresó a Caracas en abril de 1963, pocas semanas
antes del nacimiento de Valentina, su tercera hija, cuyo nombre exaltaba la hazaña
de la cosmonauta Valentina Tereshkova, la primera mujer en el espacio. Este
nacimiento lo acercó de nuevo a la vida familiar. Alejado del alcohol, vivió uno de
sus mejores momentos. Los conflictos y peleas con mi mamá habían disminuido
aunque, por causa de la difícil personalidad de ambos y del carácter enamoradizo
de mi padre, la relación nunca llegó a ser armónica. Fue un período de
extraordinaria fecundidad para su obra. Al cabo de unos meses comenzó a escribir
poemas en cuadernos escolares, con una letra llena de picos, siempre nítida. Eran
versos extraños, en nada parecidos a su obra anterior, en los que intentaba reflejar
en palabras lo que, decía, le había “llegado” en imágenes.
El círculo de los 3 soles está poblado por una zoología, una geología y una
botánica de ciencia ficción. En un poema habla de las “cuevas de Epsilón”, en otro
menciona “la cola de Andrómeda bajo sudores de platino”, en otro se refiere a las
“grutas de Osiris”. Los animales reales o imaginarios también están presentes: “el
loro de Alejandría”, “la garza No. 1”, “el Venado de ojo de lucero”, “las Dos
Hormigas Negras Evangelistas del Círculo”, “el Pez Austral”, “la Tortuga
Argentorati”. A su exaltada memoria emocional y a la capacidad de evocar paisajes
que no conocía, añadía el soplo de la fábula y la proporción del absurdo. Fue capaz
de imaginar su propia gestación, en una revuelta y una burla contra su historia
familiar.
Sus dos críticos principales, Juan Liscano y Guillermo Sucre, tenían visiones
antagónicas sobre su obra. Liscano dice que Rafael José Muñoz recreó las
vanguardias sin conocerlas a fondo. Guillermo Sucre, en La máscara, la
transparencia, toma con pinzas esta tesis. Sin ocultar su desdén por Liscano y con
abierto desaire hacia Rafael José, se pregunta si éste es un “poeta realmente
complejo o simplemente complicado”. Dice, severo: “Este poeta venezolano
transgrede todos los límites expresivos en insalvables criptogramas (…) El lenguaje
de Muñoz, en gran medida, deja de ser un sistema de símbolos compartidos con el
lector real o virtual”. Reconoce que la obra es el producto de “una gran tensión
interior, de un inconsciente trabajado por las más duras pruebas personales”. Sin
embargo, advierte: “El peligro de Muñoz, y se percibe mucho en su libro, es el de
(re) caer en lo eneguménico: que ‘el humilde del sinsentido’ de que habla Lezama
recordando a San Juan de la Cruz, derive en la arrogancia del furor destructivo”.
Pero reconoce al poeta versátil y diestro que está detrás de lo que él llama la
“arrogancia del furor destructivo”, tanto del lenguaje como de su propia persona.
La confusión babélica, que por momentos recuerda la “cristalina mezcolanza” de
Rimbaud, hace a Sucre hablar de una desmesura y una mitología personal que
elevan a Rafael José Muñoz de rango, salvándolo de un anacrónico vanguardismo.
Se trata de un “esperanto poético en el que caben diversos idiomas
deliberadamente falseados”. Sin embargo, prefiere el lado mesurado de su poesía.
“Así, hay otra cara de su libro (además de las mil que el tiempo irá revelando) en la
que el lenguaje, sin perder su visión y su búsqueda extrema, vuelve por sus
propios poderes, luminosos o oscuros, pero ya no abandonados al egotismo del
poeta vidente (yo soy un elegido, es una de las convicciones de Muñoz). En ese
otro plano es donde la experiencia sin duda mística de este poeta se ahonda y
esclarece a sí misma; donde su mitología personal, adquirida o inconsciente, parece
coincidir con un logos necesario”.
Durante estos años su relación con el alcohol empezó a ser otra vez
tormentosa. Vivía torturado por la dipsomanía, que lo llevaba a pasar largos
períodos de abstinencia, alternados con otros en los que el consumo de alcohol era
incontrolable. Mi tío Alí Muñoz dice que su vínculo se resintió a causa de las
hospitalizaciones, porque le tocaba ser el malo de la película. “En varias ocasiones
tuve que hacerlo hospitalizar. Tu mamá quedaba inconsolable. ¿Pero qué iba a
hacer yo? ¡Era mi hermano! Una vez le monté una trampa para llevarlo bajo
engaño a la clínica. Al descubrirla, me insultó y se resistió de mil maneras. Como él
era muy persuasivo, casi convence al doctor para que lo dejara ir. Entonces tuve
que plantármele diciéndole: “Doctor, yo lo respeto mucho a usted, pero el poeta no
saldrá de aquí bajo ningún respecto a menos que esté sobrio”.
Cuando Rafael José salía de las hospitalizaciones quedaba con los sentidos
embotados, desconectado del mundo, en un pliegue del tiempo y el espacio donde
sólo cabían él y sus demonios. Mientras tanto, el matrimonio se iba a la deriva. “El
poeta era luz en la calle y oscuridad en la casa”, solía quejarse mi mamá, porque mi
padre seguía siendo un amigo entregado a sus amigos pero un hombre complejo
en su propia casa. Aunque mi mamá reconocía sus esfuerzos desesperados para
superar el alcoholismo, sentía que sus hijos –Marla, Yuri, Valentina– ya habían
sufrido suficiente durante una infancia trastornada por ausencias inexplicables,
mudanzas repentinas y el acecho de los cuerpos de seguridad que, en busca de
armas y propaganda, dejaban la casa patas arriba y el aire infectado de terror.
Además, estaban las crisis recurrentes, marcadas por estallidos nerviosos y delirios
que culminaban en hospitalizaciones.
Nadie ignora que, para llenar una ausencia, la memoria inventa recuerdos
benévolos o disimula aquellos que resultan dolorosos. Durante mucho tiempo, mi
imaginación volaba hasta la habitación del Hospital Clínico Universitario, donde
murió mi papá y que yo nunca conocí. Allí, junto a la cama, veía su cuerpo
atrapado por la camisa de fuerza. Escuchaba su voz llamando a mi mamá: “Nelly,
Nelly, Nelly…”. Y sentía su respiración arrinconada. Después, esas imágenes
terribles daban paso a otras en las que mi papá emergía de su lecho de muerte y se
instalaba de nuevo en el mundo, sobrio y curado por siempre jamás. Esas fantasías
lograban anular mi desdicha pero, tarde o temprano, la ilusión estallaba para dar
paso al verdadero recuerdo de los días que compartimos entre 1978 y 1981, los
únicos años en que, desde mi nacimiento, vivimos en familia.
Durante los tres años que vivimos juntos, la vida fue tumultuosa para todos.
En los períodos de sobriedad parecía disfrutar de cierto sosiego, a pesar de que los
temblores de la abstinencia le sacudían el cuerpo. En esos raros momentos,
vivíamos la ilusión de la normalidad. Se levantaba temprano, se bañaba y leía el
periódico antes de sentarse a su máquina. Si tenía que salir, pasaba a recogerlo un
taxi o se iba caminando, pues le encantaba recorrer distancias que, para mi
imaginación, eran inabarcables. Una vez caminamos tomados de la mano hasta la
Plaza Venezuela. Luego de un buen trecho nos detuvimos a comer hamburguesas
en un puesto callejero. No he olvidado que al ordenar las llamó “hamburger”, con
pronunciación inglesa. Después atravesamos avenidas llenas de concesionarios de
autos, hasta que giramos a la altura de la calle de los hoteles. Cuando por fin
llegamos a la Torre Polar de Plaza Venezuela, me dejó en el cine mientras él se
sentaba a conversar con su viejo amigo, el cantante puertorriqueño Daniel Santos,
que no era adicto al alcohol sino a la cocaína. Ese día vi la película Can’t Stop the
Music, una fabulación infantilizada sobre la formación de la banda gay Village
People. Recuerdo todo con gran nitidez porque fui intensamente feliz durante el
paseo. Pero al salir del cine encontré a mi papá con los ojos enrojecidos y el
inconfundible aliento de los tragos.
Aunque José Agustín Catalá, su fiel amigo y editor, aún se lamenta por
haberle hecho más fácil la tarea de destruirse prestándole un apartamento para
escribir fuera de casa, no es del todo exacto que se encerrara allí sólo para beber. El
24 de abril de 1980 entregó en MonteÁvila Editores un libro inédito titulado
“Poemas”. Este manuscrito desapareció en el laberinto de archivos muertos de esa
editorial. Pero también escribió su “Homenaje a Neruda”, ciento veinte folios de
un desmesurado poema en el que la voz poética conversa con Neruda, llamándolo
por su nombre o “el hondero entusiasta”. Allí mi padre mezcla referencias de la
vida y obra del poeta chileno con la suya propia. Largos pasajes cabalgan hacia la
incoherencia y, aunque siempre retoma el nombre de Neruda, por momentos
refiere episodios y anécdotas políticas de sus años militantes, mencionando tanto a
sus amigos como a sus adversarios y torturadores.
Es imposible precisar cuándo comenzó a beber de nuevo, pero debe haber
sido a mediados de aquel año, poco después de enterarse de que un cáncer de
pulmón devoraba a su hermano Ludgerio. Jesús Sanoja Hernádez escribió que
cuando mi padre le entregó los originales de “Homenaje a Neruda”, cargaba “la
muerte pintada en el rostro y metida en el alma”. Eso debe haber sido en
septiembre u octubre de 1981.
Algunas semanas antes del día en que murió fueron a entrevistarlo unos
periodistas del suplemento cultural “Papel Literario”, del periódico El Nacional.
Sus respuestas fueron tan absurdas que nunca pudieron publicar el artículo. El
fotógrafo Vasco Szinetar le hizo varios retratos esa mañana. Muestran a un hombre
envejecido que aparenta al menos 20 años más de los 53 que tenía. A fines de
septiembre llegó la noticia de la muerte de Rómulo Betancourt en Nueva York que
lo hizo murmurar durante días, como si hubiese muerto un familiar muy cercano.
A principios de octubre murió Ludgerio.
Mi papá no paraba de beber. Tenía las manos desconchadas por las cirrosis,
estaba flaco y la cabeza se le había vuelto completamente blanca. Desde su
habitación, que permanecía casi todo el día con la persiana baja, se filtraba un
fuerte olor a bilis y alcohol. Sin embargo, entre nosotros la relación seguía estando
llena de ternura.
ROBERTO MERINO
Habría que decir que, más que maldito, fue un individuo incómodo e
incomodante, un crítico permanente e impredecible de las costumbres nacionales,
muchas veces caprichoso, motivado por traumas personales y convicciones
arbitrarias, pero siempre dueño de un estilo veloz que a veces chispeaba como una
fusta. Además, a raíz de lo mismo, fue políticamente inubicable, oscilando según el
tiempo entre el socialismo y el nacismo (a la distancia y con “c”, porque así se
conoció la réplica chilena del nazismo alemán), pero mayormente inclinado a cierto
conservantismo individualista. Si bien muchas de sus opiniones podrían
considerarse democratizantes, el mismo que las suscribió declaró alguna vez –en
una de sus crónicas de la madurez– no votar en las elecciones porque su voto “vale
lo mismo que el de un cogotero del Callejón del Guanaco”. También este amante
del pueblo podía, si lo pillaban con el ánimo virado, redactar frases como “ese
renacuajo fétido llamado el chileno” (ésta era, eso sí, una afirmación privada:
aparece en una carta de los años 20 a su amiga María Letelier del Campo).
Entre tanto publicó novelas que casi nunca pasaron inadvertidas. En ellas
siempre se perfila un conflicto social vinculado a la separación de clases,
preponderante en la sociedad chilena (es más: una preocupación distintivamente
nacional). Las que más se recuerdan hoy son El inútil (1910, una sulfúrica crítica a
la clase alta que finaliza no obstante en una especie de redención), El roto (1919, la
historia naturalista y fatal de un tipo nacido en un nido prostibulario y delictual),
La chica del Crillón (1935, el prolongado drama de una joven venida a menos que
logra recuperar su lugar social y reivindicar a su padre), En el viejo Almendral (1934,
una sucesión de reflejos autobiográficos: el aprendizaje existencial de un
adolescente de clase alta de Valparaíso).
Recuerdo bien la mañana de febrero del ’68 en que Edwards Bello se suicidó
de un balazo. La noticia la dieron en la radio de la cocina. Yo tenía siete años y fue
la primera vez que escuché su nombre. Como mi abuelo había sido su amigo, o
más bien su contertulio, mi mamá exclamó: “¡Oh, tu Tata se va a morir!”. Entonces
me subí a un monopatín y me fui a la parte de delante de la casa gritando: “¡Se
suicidó Joaquín Edwards Bello!”. Mi abuelo no dijo nada, simplemente me miró
serio con una expresión de ausencia.
De ahí no supe más. Mucho después, en el ’75, una tarde más bien triste de
vacaciones de invierno, mientras se hacía de noche, paramos con mi papá en la
vitrina iluminada de una librería de la calle Morandé, de Santiago, mirando los
libros en silencio. Había uno de Joaquín, amarillo, con una foto suya en la tapa, en
la que aparecía muy atildado. Mi papá sacó el habla y me confesó su admiración
por el escritor, me habló un poco de su neurosis, de sus mañas, y agregó una frase
que no se me olvidó jamás: “Le tomó gran odio a su clase”.
“Mi barrio es un barrio con sentido común”, se lee en una de las páginas de
su libro El marqués de Cuevas. “Diría que todos viviríamos bien si no se metiera el
centro, la gente de allá arriba. Es un barrio de personas que han querido vivir como
clase media, sin lujos. Aquí nadie quiere parecer príncipe. Por la noche se adivina
la pobreza del barrio en las luces eléctricas de los pisos altos, sin pantallas, ni
lámparas. Nada produce tanta idea de pobreza como esas bombillas (ampolletas)
colgadas en un cuarto desnudo, sin visillos en las ventanas. Es la luz ahorcada”.
Alguien me dice que siempre hay en Chile viejos como Edwards Bello y que
uno simplemente no los conoce por falta de notoriedad. La figura es, no obstante,
compleja. Se podría decir que era orgulloso, anti intelectual, socialmente fregado,
observador de costumbres, individualista, escéptico, feroz en la descalificación,
crítico de su clase y aventajado rotólogo, esto es, experto en la psicología del roto, el
hombre popular. Sus observaciones en este rubro son innumerables, y las fue
registrando en sus novelas, por boca de sus personajes, y en sus crónicas. Estas son
de sus crónicas de La Nación de los años ’30: “El tipo popular actualmente puede
definirse como desperdicio de una selección violenta y rápida”. “El chileno, según
lo he visto, come, se divierte y baila, no por orden cotidiano, sino a golpe de
excesos: hoy panzada, mañana vientre vacío; hoy borrachera y mañana agua; hoy
gritadera infernal y mañana silencio fúnebre”. “El roto es un príncipe mugriento,
apenas iniciado por el sombrío vestíbulo de la muerte. Si le damos limosna, nos
larga un discurso y se va a tomar a nuestra salud”.
Pero Valparaíso era más que eso. En una crónica de finales de los años ’20
cuenta su asombro al observar, en la noticia de un evento social femenino en Viña
del Mar (conurbado con Valparaíso), una mayoría increíble de apellidos alemanes,
italianos, escoceses, franceses. Para él era claro que los no criollos constituirían
algún día la nueva oligarquía, por su tendencia al trabajo sistemático en el
comercio, y por no considerar denigrantes algunos trabajos menores. Ya en su
infancia, se sintió parte de un mundo ampliado y diverso. Por un lado estaba la
vieja clase alta y por otro el bajo pueblo, cuya cercanía experimentó en el Liceo de
Valparaíso, donde su padre lo trasladó en un arranque democratizador. Pero
además estaban los extranjeros, que irrigaban la vida porteña con estímulos
adicionales. “Oscilaba mi niñez entre cambiantes direcciones internacionales”,
escribió cuarenta años más tarde en una de sus crónicas, “porque si mis juguetes
eran del germano Burmeister, mis ropas eran de la Casa Simon, mis escenarios
eran de Madrid y Roma, y mis conocimientos del Colegio de Mister MacKay. ¡Qué
guirigay! ¡Qué guirigay! En casa nuestros padres nos mantenían en la línea de
chilenismo que el liceo completó en la adolescencia. Pero quedarían para toda la
vida esas oscilaciones de carácter que no encuentra el verdadero y profundo
rumbo, como ocurriría con niños ingleses, españoles o franceses”.
Este último punto es relevante. Cuenta en alguna parte que cuando era niño
vio una vez a su padre hacerle “las tremendas” a unas señoras que lo miraron a los
ojos al cruzarse con él en una calle del centro de Santiago. Por “las tremendas”
tenemos que entender el gesto que se efectúa –para insultar a alguien– con las
palmas hacia arriba y los dedos curvados. Esto significa: bolas, testículos. Lo
curioso es que rememora este exabrupto paterno con admiración. Pensaba que las
miradas –al menos las que se prodigaban en el centro hacia comienzos del siglo
XX– estaban hechas para zaherir o para taladrar.
La suya no era en absoluto una rama pobre, pero carecía del esplendor de
aquellas que le han dado al apellido una resonancia plutocrática. El padre, Joaquín
Edwards Garriga, trabajaba en el banco que sus parientes habían fundado en
Valparaíso y observó durante toda su vida una especie de rigor victoriano. Se
desprende de las palabras del hijo, siempre encomiásticas, que el padre era un
hombre que había renunciado a la imaginación a favor de las responsabilidades
prácticas de la existencia; metódico y carente de ambigüedades, basaba sus
principios de vida en el ahorro, la confiabilidad de la palabra empeñada y la
austeridad (“hizo su fortuna con una herencia y el esfuerzo de su trabajo”). No
gastaba en peluquerías: él mismo les cortaba el pelo a sus cinco hijos los domingos,
y luego les daba a cada uno una chaucha o un penique.
(Vicho era el más caracterizado de sus cercanos: muy alto, imponente, dueño
de una hacienda gigantesca entre Melipilla y Rancagua, medio huaso por lo
mismo, amante de Teresa Wilms, la escritora que hizo perder la cabeza a medio
mundo, incluido Vicente Huidobro. El mismo Joaquín tuvo una cercana relación
con Teresa. Coincidieron en Madrid, en 1918. La cercanía con Joaquín se terminó
en una estación de trenes. Teresa se molestó por las maletas que él llevaba,
excesivamente ordenadas a su entender, y consideró que éste era más el equipaje
de un burgués antes que el de “su Arlequín”. El sueño se rompió como una
burbuja de champagne, para expresarlo en su retórica. “Usted no es mi Ideal”, fue
lo último que le dijo).
Pero además, en ciertas noches lúgubres, el joven Edwards Bello enfilaba los
pasos por las barriadas peligrosas –Bandera hacia Mapocho, San Pablo hacia
Matucana– y se sumergía en “bohemias pestíferas”, según la expresión de Gabriela
Mistral. Sus ojos aceitunados registraban lo que después supo tan bien describir:
las tenebrosas diversiones alcohólicas del bajo pueblo, cuyas tradiciones, a su
entender, fueron arrasadas por el espíritu nacional, imitativo incondicional de lo
extranjero. Como nadie dio el tono del escenario nocturno de extramuros: las calles
iluminadas por pálidos faroles, el ayayay de la cueca en los lupanares y el grito de
algún acuchillado cuyo cuerpo se desploma sobre el huevillo de la calzada.
“En la sala del casino Joaquín es el hombre más popular. Todo el mundo lo
conoce, y se para a mirarlo cuando pasa. Entra repartiendo billetes de 100 francos y
puñados de luises. Para qué decirte el séquito de mujeres que lo rodea. Mientras él
está jugando hay dos mozos que se ocupan en destapar champagne para todos los
que se acercan a él y otros dos para recoger el dinero que se le cae de la mesa”.
“Está con una suerte que espanta. Es el Napoleón de la gran mesa. Todos le
temen y desde que él llega los jugadores empiezan a dejar sus asientos y los
curiosos a agruparse a su alrededor comentando sobre su figura, su modo de jugar,
etc., etc., etc. Ayer, después de una recogida fuerte, repartió ochocientos francos de
pourboire entre los croupiers y los mozos de la mesa. Por supuesto él fue el que más
gozó. Anoche ganó 15.000 y sumas iguales recoge todos los días desde que llegó.
Tiene depositados de las ganancias 70.000 francos”. (Andrés Balmaceda Bello, Bajo
el polvo de los años, Dibam, Santiago, 2000).
Un año después de esta escena vino la gran guerra y con ella un cambio
radical en la vida parisina, que se volvió desconfiada y hostil para los extranjeros.
El propio Edwards Bello divide la experiencia de París entre el antes y el después
de la guerra. Como descendiente de ingleses fue llamado a las armas y deportado
como desertor a un regimiento de zuavos, pero movió los hilos diplomáticos que le
permitieron evadir el bulto. Lo lamentó más tarde porque pensaba que un escritor
se alimenta, más que de los libros, de una existencia cuanto más aventurera mejor.
Así consigna este episodio, entre otros de su vida de los que tuvo tiempo de
arrepentirse: “En 1910 un brasileño amigo me convidó a Manaos, donde el
gobernador Bittencourt acababa de sublevarse. Debíamos ir juntos en un barco de
180 toneladas, llamado Livramento. Estuve titubeando hasta la noche antes, y al fin
preferí quedarme entre la concurrencia del High Life Club. La vida nocturna de
Río era muy agradable entonces. Perdí la oportunidad de conocer el Amazonas y
las regiones del oro negro. En 1912 un potentado inglés me pidió que le
acompañara como secretario a Angola y al África del Sur, donde tenía negocios de
minas. Rehusé. En 1916 una ley de Clemenceau hizo que fueran al frente, en
regimientos disciplinarios, todos los residentes en París de ascendencia británica,
francesa, italiana, rumana o serbia. Yo fui preso como desertor en el Hotel
Friedland, llevado a Saint Denis y enrolado en 5º regimiento de zuavos.
En 1968, tras su suicidio, el crítico literario Hernán Díaz Arrieta (Alone), que
antiguamente había sido su amigo, escribió: “Y acaso ahora solamente, reducido a
perpetuo silencio, empiece a aclararse el misterio de una de las personalidades más
complejas, aunque parece difícil que alguna vez se llegue al fondo”.
Lo que más intrigaba a Alone era la relación de Edwards Bello con sus hijos
Joaquín y Bernardo, un capítulo de triste desenlace. En las miles de crónicas que
escribió –que abundaban en ataques a la educación y en referencias a la vida
diaria– los menciona, como mucho, un par de veces. Los tuvo a principios de los
años ’20 con su primera mujer, Angeles Dupuy, una española de la que poco se
sabe y con la que se casó in articulo mortis. Hay mucha cortina neblinosa en este
punto. Se subentiende que, aparte de un acto de contrición tardía, aquel
matrimonio fue una forma de darles a los niños el apellido Edwards. Ellos
crecieron en Santiago, en la quinta de Montolín, con su abuela Ana Luisa Bello,
pero por motivos que el psicoanálisis puede indagar carecieron del afecto de su
padre. Daniel Cádiz, hijastro de Joaquín, considera que él recibió cuando niño las
amorosas atenciones que éste había denegado a sus hijos biológicos.
Las cartas de los hijos ya adultos, reveladas en Cartas de ida y vuelta, son
tristísimas. Dan cuenta de las constantes demandas que Bernardo y Joaquín
remitían a su padre: demandas materiales, declaraciones de afecto, además de
pasajes que dejan ver una situación dramática de pobreza. En una carta no
fechada, Joaquín hijo escribe desde Valparaíso: “Querido papá: te escribo casi
inmediatamente de separarme de ti para rogarte me perdones por el estúpido
gesto que he tenido, debido al mal estado de mi sistema nervioso. Mis sentimientos
hacia ti son y serán siempre del más profundo respeto y sincero cariño”. En otra,
despachada desde el pueblo de Las Cabras, se despide diciendo: “Si hallo ocasión
te enviaré de acá un regalo pero no sé qué te pueda agradar, por ejemplo un chuico
de los ricos vinos que hay por acá, un pavo o un lechoncito”.
En sus crónicas, Edwards Bello siempre escogió los hechos biográficos que
afianzaban el personaje que hablaba en ellas. Su sentido del decoro le impedía
entrar en confesiones, que cuando aparecen dan la impresión de haber sido
encriptadas. En las entrevistas –que trataba de eludir lo más posible– tampoco iba
mucho más allá del personaje y podían despertar en él la paranoia más galopante.
Pedía las pruebas y sufría ante sus propias declaraciones. Lo que se sabe de su vida
junto a Marta Albornoz, la relación más perdurable de todas las que tuvo, ha sido
gracias a entrevistas muy posteriores realizadas al constructor civil Daniel Cádiz,
el hijo que ésta aportó al matrimonio.
Daniel es además quien maneja las llaves del mausoleo donde está la tumba
de Joaquín Edwards Bello, donde éste comparte espacio con el prócer Martínez de
Rosas, uno de sus innumerables ancestros de prosapia. Por los Rosas y los Pinto y
los Mendiburu estaba vinculado a familias argentinas. Por lo Bello a Venezuela.
Por lo Dunn y lo Edwards a Gran Bretaña.
Si se pudiese armar con ella una figura, la vida de Joaquín Edwards Bello
aparecería ante nuestros ojos partida en dos: una juventud esplendorosa, bohemia
dorada, “parisitis”, despilfarro de la fortuna, en un período que va desde 1906
hasta 1920; y un extenso corolario –la madurez, la vejez– en el cual su inteligencia
estuvo siempre vigilante, aún a riesgo de sobreinterpretar los hechos, de cargar las
tintas de las opiniones, de desconfiar profundamente del prójimo. “Tuvo
esperanzas hasta 1932”, dijo alguna vez Alfonso Calderón. Ese fue el año en que
dejó por única vez de escribir en La Nación porque –a raíz de la coerción del
presidente de facto Carlos Ibáñez– el diario había pasado a ser un ministerio.
Una vez, en 1951, la revista Ercilla puso en la tapa una foto suya a página
completa: él aparecía en escorzo, con un sombrero un poco gangsteril y una
gabardina, sosteniendo un diario doblado sobre el pecho. No era una mala foto,
pero Edwards Bello reaccionó con furia: consideró que su aspecto en la imagen era
patibulario, que figuraba con dos corridas de papada y dientes de tiburón. Les
echó la culpa a los peruanos del APRA (Alianza Popular Revolucionaria
Americana), que por entonces, con Raúl Haya de la Torre a la cabeza, vivían en
Chile. Eso que años antes, sobre todo en su libro de ensayos Nacionalismo
continental (1925), había suscrito y saludado los principios del APRA.
“Esa noche comí en el hotel; mis oídos, mis pies, mis ojos, todo mi cuerpo
estaba rendido. No sé cuánto daría por volver a un estado espiritual parecido al de
entonces, aunque fuera por unas pocas horas. Todo eso se refugió en la región de
las quimeras y los sueños”.
Pero quizás la obra mayor de Edwards Bello esté cifrada en sus crónicas. Son
miles y vivió de ellas y para ellas la mayor parte del tiempo. Trabajaba con un
enorme archivo de recortes, una especie de prolongación de la memoria, donde
iban a parar las notas de prensa que pesquisaba todas las mañanas y páginas de
libros de los cuales guardaba sólo lo que le producía interés: el resto iba a la
basura.
“La idea de esa novela me la dio Ortega y Gasset, a quien siempre tuve por
un poco tenorio”, declaró en una entrevista de 1962. “Me contó una vez que luego
de estar embelesado ante el interés que le demostraba una joven santiaguina,
escuchó, de muy buen talante, esta confesión: ‘Usted me gusta. ¿Sabe por qué? ¡Se
parece tanto a mi papá!’. Ortega decía que le hubiera agradado, de tener tiempo,
escribir una novela traduciendo en palabras y hechos el modo de pensar de las
muchachas santiaguinas, tan bellas, tan distinguidas, tan llenas de personalidad y
de secretos. El asunto me dio vueltas en la cabeza hasta que terminé escribiéndola
yo”.
Sería muy difícil llevar a buen término una biografía de Edwards Bello, en la
medida en que él mismo fue muy selectivo al momento de deslizar hechos de su
vida en sus escritos. En las novelas apela a la prerrogativa común del narrador: el
expediente de la imaginación, el “cualquier coincidencia con personajes reales no
es más que eso: pura coincidencia”. En las crónicas es extremadamente selectivo.
Escribió mucho sobre su padre, un poco menos sobre su madre y casi nada sobre
sus hijos. En cuanto a sus amores, solamente esbozó algunas escenas de los del
pasado remoto, aventuras con jóvenes humildes de Londres, de París, de Ginebra.
Nadie identificable en la pequeña sociedad chilena, “el gallinero”, “el eriazo”
donde finalmente todos nos reconocemos las caras.
MARCO AVILÉS
CÉSAR MORO.
CÉSAR MORO existe. Hay que alimentar esta teoría después de salir de las
librerías de Lima donde los vendedores dicen lo contrario.
–Nada más venden las lápidas, les borran el nombre y las vuelven a usar
para otros muertitos –explica Izaguirre.
Cuando dejes de estar muerto serás una brújula borrachaUn cabestro sobre el
lecho esperando un caballero moribundo de las islas del Pacífico que navega en
una tortuga musical cretina y divina Serás un mausoleo a las víctimas de la peste o
un equilibrio pasajero entre dos trenes que se chocan.
Tomás Moro fue un sacerdote inglés que imaginó una isla donde se le rendía
culto a la filosofía. En el cementerio de Lima, el panteonero Izaguirre no conoce esa
historia pero sabe que Moro era un poeta importante: durante la década que lleva
trabajando en el Presbítero Maestro, al menos media docena de veces estudiantes u
hombres con aspecto de intelectuales le han pedido ayuda para encontrarlo. Todos
se paran frente a la tumba con fervor, leen algo, quizás un poema. Y tocan el nicho.
Siempre tocan el nicho. Seis visitas en una década es una estadística importante en
este lugar donde a otros muertos –ex presidentes, sacerdotes, militares o artistas–
no los visita nadie.
Sobre una piedra se ve la huella de una placa ausente. Allí está enterrado
Abraham Valdelomar, un famoso escritor de principios del siglo XX al que se lee
mucho en las escuelas del Perú. Izaguirre habla con la amargura de quien ha
perdido una batalla importante.
–¿Ya ve lo olvidado que está todo esto? ¿Ya ve?
César Moro era virgo. Era tímido. Delicado. Pero una ironía violenta lo
volvía temible a la hora de escribir. Huidobro de mierda, truquero, poeta al escape
–le dijo al poeta chileno Vicente Huidobro, que se burlaba de los surrealistas–.
Lima la horrible, charco natal –escribió sobre esa ciudad, donde nació el 19 de
agosto de 1903. Era apasionado. Odiaba y amaba con intensidad. Le gustaba
imponer sus ideas. Lo expulsaron del colegio siendo adolescente y nunca terminó
sus estudios. No trabajaba. Detestaba tener que hacerlo para ganar dinero. Su
padre, que era un médico reconocido, murió cuando él tenía cuatro años y le dejó a
su esposa algunas propiedades. Su madre, María Elvira Más, era una viuda muy
católica (recibía misa en casa todos los días), que fomentaba el espíritu artístico de
sus cuatro hijos. César tomó clases de pintura y aprendió a bailar siendo
adolescente. Quería ser bailarín clásico. También quería ser pintor. Escribía
poemas. Era esbelto, bajito, de frente amplia y cabello crespo. Siempre iba bien
peinado. Tenía el rostro anguloso, los ojos azules algo hundidos y una mirada que
parecía burlarse permanentemente de todo. Le gustaba poner apodos. Adoraba
broncearse en la playa. En las fotos aparece de traje y corbata, o en traje de baño
con el torso desnudo. Siempre tenía novios. Le gustaban los hombres sencillos; los
militares, por ejemplo. Pero lo asfixiaba la Lima de los años veinte, una sociedad
religiosa que vivía en la calma vigilada de una dictadura. Moro, que leía mucho en
francés, quería irse del país. Su madre tenía amigos importantes. Uno de ellos era
el dictador Augusto Leguía, presidente por entonces, un déspota generoso. Él le
ofreció a esa amiga becas para sus hijos. Carlos, el mayor, se fue a España a
estudiar pintura. Moro se marchó a París. Llevaba varias pinturas suyas en la
maleta. Quería ser pintor. Quería ser bailarín clásico. Quería ser poeta. Tenía
veintitrés años y muchas ideas para su futuro. Faltaban treinta años para que los
muchachos de un colegio de Lima le escupieran en la espalda y le gritaran
maricón.
Había que tomar con cuidado las palabras del profesor Ortega, no sólo
porque su pesimismo podía ser una maldición sobre esta historia, sino porque en
el fondo tenía razón. Hurgar en la vida de Moro es arrojarse a un universo de
personas que ya murieron, que dejaron poco o nada escrito o que, si aún viven,
sólo conservan anécdotas vagas. En la guía telefónica figuran dos sobrinos del
poeta. Uno lo recuerda. El otro no.
José Quíspez Asín es sobrino de César Moro. Tiene ochenta y dos años, el
bigote blanco bien recortado, la camisa dentro del pantalón y la cintura del
pantalón sobre el ombligo. Y pasa las tardes en una salita llena de elefantes. Papá
elefante, mamá elefante y bebé elefantito. Nueve familias de elefantes de cerámica
dispersas por toda la sala de su casa, en un tranquilo barrio de clase media de
Lima.
César Moro se llamaba Alfredo Quíspez Asín Más hasta que decidió
cambiarse de nombre. Lo hizo en el Registro Civil de Lima, cuando tenía unos
veinte años. El sobrino recuerda que en su familia solían contarse durante la
sobremesa algunas historias sobre ese hermano de su padre que vivía en el
extranjero. Decían que siempre le había molestado su nombre verdadero porque le
parecía de indio.
José Quíspez Asín dice que no sabe qué nombre figura en la lápida del
cementerio, porque nunca ha visitado el nicho de su tío.
Sólo tres veces tuvo contacto con él. La última fue en el funeral. La segunda,
cuando Moro regresó de México, en 1948. Entonces José Quíspez Asín era un joven
teniente del ejército, y acompañó a su madre a visitar al pariente. No se dijeron
nada.
Moro era homosexual. Era tímido. Era irónico. Era reservado. Dicen que
hablaba mejor con las mujeres que con los hombres.
En París, una amiga que a veces lo alojaba lo presentó a los surrealistas. Ella
cantaba en un cabaret del que era asiduo el poeta André Breton, el fundador del
movimiento, a quien Moro leía y admiraba. El grupo siempre estaba en busca de
nuevos adherentes y rodeado de escándalo. Habían publicado la revista La
revolución surrealista, un panfleto contra el escritor Anatole France, titulado “Un
cadáver”, y gritaban vivas a favor de Alemania, cuando Alemania era enemiga de
Francia. Tenían largas sesiones de creación donde experimentaban la escritura
automática hasta llegar al trance, y habían decretado que el año 1925, el año del
surgimiento del grupo, era el fin de la era cristiana. Moro se les unió hacia 1928.
Para entonces ya escribía en francés con fluidez y enviaba algunos poemas al Perú.
Un día se disgustó por la forma en que tres de ellos salieron publicados en Amauta,
una célebre revista de Lima que difundía a los autores de vanguardia, y escribió
una queja: “Gerente: Has publicado mis poemas de una manera infame (…)
Merecías… Pero es que mereces algo?”. “Señora –escribió otra vez a un personaje
limeño–, a pesar de ser usted un mastuerzo muy delicado le decimos: Mierda”.
En la casa de los elefantes, José Quíspez Asín recuerda la primera vez que
vio a su tío. Fue más o menos durante los años treinta, poco después del regreso de
Moro al Perú como profeta del surrealismo.
–Esa vez fue muy curiosa. Yo era un niño. Recuerdo que él me explicó un
rasgo de los hombres de la familia. Eran cuatro hermanos: Carlos, Jesús, Alfredo,
que era él, y José Luis, mi padre. Me dijo que todos tenían el pelo ondulado. Lo
mismo ocurría con los sobrinos, mis primos. Menos conmigo. Yo tengo el pelo muy
lacio y grueso. Vea. Era muy gracioso mi tío.
Tan pronto llegas y te fuisteY quieres poner a flote mi vidaY sólo preparas mi
muerteY la muerte de esperarY el morir de verte lejosY los silencios y el esperar
del tiempoY los silencios y el esperar el tiempoPara vivir cuando llegasY me
rodeas de sombraY me haces luminosoY me sumerges en el mar fosforescente
donde acaece tu estarY donde sólo dialogamos tú y mi noción oscura y pavorosa
de tu ser.
Antonio es un joven díscolo. Falta a la escuela por beber con sus amigos.
El amor en la noche. Un tumulto se anuncia, un tumulto como de sangre que se
vierte. Las alas del mundo empiezan a dormir, y sólo tus ojos iluminan el silencio,
el gran silencio que reina a tu llegada. Y te desprendes como un árbol o como la
noche, a pasos callados, como el gran caballero que aparece en los sueños. Con tu
rostro severo, con el misterio y la distancia y con el gran silencio.Yo no podré
besarte, a veces dices, yo no podré besarte (…).
Antonio hace y dice cosas hirientes. Un día en que Moro no puede darle
dinero, amenaza con conseguirlo de otras personas. Le deja una nota: “¿Verdad
que no te importa? –tú eres el único ser capaz de hacerme caer en actos que con
otros jamás…”.
Antonio, en 1944, tiene un hijo. Moro intenta quererlo como si fuera suyo.
El que sí llegó a salvo al Perú, en aquel viaje, fue Pacho. Pacho era un perro.
Un salchicha juguetón a quien Moro menciona en algunas cartas desde México.
Algunos testigos recuerdan haberlo visto. Uno de ellos dijo que murió atropellado
por un coche. André Coyné, un amigo y amante de Moro, negó esa noticia. Como
la de su dueño, la de Pacho también es una biografía difícil.
“Bebé de Venus Bebé vuelto ojo Bebé de Navidad / Bebé tigre / Bebé tallo
Bebé beso Bebé tírame Bebé Bebé para mí”. Ese poema es uno de los últimos que
Moro escribió en Lima, y Bebé tigre, el personaje, puede ser un hombre. Un hombre
joven, con un diente filoso como un colmillo de tigre, que se llama André Coyné.
En sus últimos años, Moro empezó a explorar en el lenguaje, en los sonidos, en las
reiteraciones. Pero esta es su etapa menos valorada. La angustia de sus años
anteriores “parece haber desgastado su drama vital”, ha dicho el crítico peruano
Ricardo Silva-Santisteban. ¿México lo había consumido? “En todos los temas de su
obra –escribió Mirko Lauer, otro crítico peruano–, Moro parece al borde del crimen
pasional”. En México, en medio del amor-desamor de Antonio, Moro escribía: “Te
veo en una selva fragorosa y yo cerniéndome sobre ti Con una fatalidad de bomba de
dinamita Repartiéndome tus venas y bebiendo tu sangre”. Pero el hombre que
llegó a Lima ya no tenía esa fuerza. O, en todo caso, ya no se sentía así. “Bebé
beso / Bebé tírame Bebé Bebé para mí”.
Moro publicó, en vida, sólo tres libros: Le château de grisou, Lettre d’amour y
Trafalgare Square. Coyné se encargo de encontrar al menos una decena de inéditos
más. “Si yo no hubiera estado ahí en su muerte –dijo en una entrevista que le
hicieron en 2003–, Moro sería un nombre dentro de la literatura peruana pero un
poeta casi sin poemas. Tengo a veces la sensación de haberlo inventado”.
Después de él, Moro tuvo otros amantes. Hombres sencillos, “sin intereses
poéticos o artísticos”. Coyné recuerda a un militar de bigotes gruesos y a otro que
alquilaba carpas en la playa. Coyné vive ahora en Francia, en compañía de un
enfermero que lo ayuda. Es difícil hablarle. Se le entiende muy mal a través del
teléfono. Visitó el Perú por última vez en 2008 para un homenaje a Vallejo. Se lo
veía bastante cansado y afectado por la edad, recuerda Walter Espinoza, un amigo
suyo que lo acompañó. Esa vez, Coyné trajo consigo una maleta llena de
documentos importantes para cualquier biógrafo de Moro. Al regresar a Francia ya
no la llevaba consigo.
–La vida de Moro está repartida por todos lados, no está en los libros –dice
mientras escarba en una montaña de papeles protegidos en sobres y bolsas de
plástico–. Con decirte que hace unos diez años casi nadie lo conocía.
En la sala de su casa, Espinoza abre un sobre y lee una carta que le envió
Coyné: “Walter: te mando una primera entrega de cartas de Moro, las dirigidas a
su hermano Carlos, el pintor Carlos Quíspez Asín. Hasta más. Un abrazo”.
Espinoza tiene unas ochenta cartas que Moro envió a familiares, amigos, y quizá
pronto publique una selección. Dice que tiene, también, manuscritos originales de
Moro, primeras ediciones de sus libros, pero prefiere no mostrarlos por temor a
perderlos, a que se malogren o a que se los roben. “Valen mucho dinero”.
Se toma su tiempo mientras sigue escarbando entre papeles. Busca una foto.
Dice que en Lima, Moro salía con “un hombre cobrizo, de bigotes, seguro pobre”, y
al que probablemente, como a Antonio en México, le daba dinero.
Espinoza recuerda lo que Coyné le contó una vez. Era principios de los años
cincuenta, y Coyné tenía que viajar a París para visitar a su familia. Moro le pidió
que buscara a André Breton y le entregara una escultura de madera de la cultura
Chancay. Durante el viaje, Coyné debía sacar el artefacto a la intemperie para
evitar que la humedad lo deteriorase, pero se olvidó y la escultura llegó podrida.
–Moro se molestó, pero después se le pasó. Igual es una hipótesis. Moro iba
mucho a la playa de Ancón con amigos. En Ancón hay arte Chancay bajo la arena.
–En todas ellas Antonio empezaba diciéndole que estaba arrepentido –dice
Espinoza–. Antonio disculpándose. Amando.
Poco antes de regresar a Francia, Coyné le dejó esas cartas a otro amigo
suyo, un reconocido especialista en Vallejo llamado Jorge Kishimoto. A Espinoza,
en cambio, le dejó treinta cartas originales escritas por la viuda de Vallejo. Algo de
Vallejo para el especialista en Moro. Algo de Moro para el especialista en Vallejo.
Espinoza no puede ocultar la contrariedad ante esta decisión que pareció un error,
aunque estima mucho a Coyné y dice que le gustaría reunir dinero para traerlo a
vivir sus últimos años al Perú.
–Allá está olvidado –dice–. Quién sabe si la enfermera que lo cuida se esté
quedando con los libros o los documentos que él tiene.
*
La última fotografía que Moro se dejó tomar en Lima es una rareza de
coleccionista. Walter Espinoza la guarda entre sus papeles y sólo me la mostró
durante unos segundos. En ella, Moro está sentado en un sofá en la sala de una
casa. Los ojos hundidos. El rostro demacrado. Un esbozo de sonrisa. Parece un
niño enfermo. El saco lo envuelve como si fuera un manto.
“En las clases solíamos ‘batirlo’ como se batía a los huevones –recuerda el ex
cadete Mario Vargas Llosa, en El pez en el agua, su libro de memorias–. Le
tirábamos bolitas de papel o lo sometíamos a ese concierto de hojitas de afeitar
aseguradas en la ranura de la carpeta y animadas con los dedos (…) Veo, una
tarde, al loco Bolognesi, caminando detrás de él y meneándole el brazo a la altura
del trasero como una monstruosa verga. Era muy fácil batir al profesor César Moro
porque, a diferencia de sus colegas, no llamaba nunca al oficial de turno para que
pusiera orden, echando un carajo (…) Ahora estoy seguro de que, de algún modo,
lo divertía estar allí. Debía ser uno de esos juegos arriesgados a los que los
surrealistas eran tan propensos, una manera de ponerse a prueba y explotar los
límites de su propia fortaleza”.
Llamé a Max Silva Tuesta, otro ex alumno de ese colegio que ahora también
es escritor y psicoanalista. “Vargas Llosa ya lo ha dicho todo”, me dijo por teléfono
y se excusó de responder más preguntas.
Moro llegaba a su casa fatigado después del trabajo. Sacaba una tumbona y
se recostaba a fumar en el balcón. Era un balcón compartido con otros vecinos, en
la Bajada de los Baños, una calle arbolada que desciende al mar en el barrio de
Barranco. Una niña de seis años solía esperar a ese vecino amable que le leía
cuentos y le enseñaba a escribir.
Isabel Álvarez es ahora una mujer de sesenta y dos años, cabello corto, y
gafas en la punta de la nariz. Su esposo está enfermo y ella pasa los días
cuidándolo. Viste una camisa azul sin mangas y ha salido a tomar el sol al mismo
balcón donde Moro le dio sus primeras lecciones, cuando aquél era un lugar
tranquilo, bueno para descansar. Ahora la Bajada de los Baños es un río de
cebicherías bulliciosas que se pelean los clientes que suben desde la playa.
Moro alquilaba dos habitaciones que tenían acceso a un patio y a una terraza
interior que miraba el mar. Allí había una buganvilla. Álvarez, que entonces sólo
era una inquilina más de esa casa, ahora es la dueña y, mientras me acompaña a
recorrerla, habla de un juicio que les ganó a los propietarios originales.
–Ay, eso ahora es de la vecina del costado. Todavía está en juicio, creo.
La vecina del costado tiene mal humor y un perro rabioso, de modo que sólo
es posible mirar la terraza desde la calle donde caminan los bañistas. A lo lejos, se
ven una pared en ruinas y rastros de una buganvilla seca.
–¿Quién es Pacho?
–Ayyy, lindo era, todo chiquito. Parecía un alumnito más. ¿Qué habrá sido
de él, pues?
–¿Y Cretina?
–¿Cómo dijo?
En Lima, en 1952, Moro publicó su tercer libro de una manera propicia para
que nadie lo leyera. Los poemas de Trafalgare Square –doscientos ejemplares
numerados–, al igual que sus dos libros anteriores, estaban escritos en francés.
Imprimé au Pérou.
Carlos Germán Belli era un joven poeta peruano que estudiaba francés y
había conseguido un ejemplar de Le château de grisou, en una librería pequeña de
Lima que vendía libros en ese idioma. Era fines de 1955 y ese poemario que Moro
había publicado en México en 1943, en una edición de apenas cincuenta
ejemplares, era una extraña presencia en la capital de Perú. Belli lo leía con ayuda
de un diccionario, “Je parle aux sourds oreilles tuméfiées Aux muets plus imbéciles
que leur silence impuissant Je fuis les aveugles car ils ne pourront me comprende
Tout le drame se passe dans l’oeiln et loin du cerveau”, y apuntaba con un lápiz el
significado de las palabras desconocidas. “Hablo a los sordos de orejas tumefactas a los
mudos más imbéciles que su silencio impotente Huyo de los ciegos pues no podrán
comprenderme Todo el drama sucede en el ojo y lejos del cerebro”. Un día su madre
lo encontró estudiando el librito y le contó que ella conocía a ese poeta. Era
farmacéutica en el Instituto del Cáncer, un hospital público donde Moro había sido
internado –y que ya no existe–, y prometió que le conseguiría una cita. Belli
recuerda ese momento más de medio siglo después, mientras hojea el libro en la
sala de su casa.
Moro estaba demacrado. Belli dice que su madre le había dicho que tenía
leucemia, pero que él no podría afirmarlo. Cuando le mostró el ejemplar de Le
château de grisou, Moro le obsequió un ejemplar de Trafalgar Square, su tercer libro,
editado en Lima con un dibujo de la artista española Remedios Varo. El suyo es el
exemplaire 181, un volumen frágil de hojas amarillentas donde Belli ha subrayado
algunas palabras. No está dedicado.
Un día Moro recibió a una amiga en su habitación del hospital. Ella lo invitó
a dar un paseo. Él parecía tener buen ánimo y le pidió unos minutos para vestirse.
Ella volvió un rato después y lo encontró abatido. Moro se había asomado a la
ventana y, al otro lado, había visto a una mujer que compraba naranjas. Aquella
escena corriente, le dijo a su amiga, le había hecho sentir que ya no tenía fuerzas
para nada.
Meses después del funeral, Szyzslo y André Coyné organizaron en Lima una
exposición con los cuadros que Moro había pintado hacia el final de su vida, los
mismos que cubrían todas las paredes de su casa. En la exposición se vendieron
muchas de las obras y el dinero se usó para imprimir sus primeros libros
póstumos, ambos en 1958: Los anteojos de azufre, una colección de artículos y
ensayos; y La tortuga ecuestre, aquel libro que había escrito en México, inspirado
por el amor-desamor de Antonio, y que salió en una edición de apenas cincuenta
ejemplares. Szyzslo me muestra ese libro. Lo ha empastado en cuero. En el interior
hay un grabado abstracto que él compuso para cada uno de los ejemplares. Son
unos trazos azules, amarillos y negros, que se superponen.
–El atractivo de la plata –dice Szyzslo–. Pero también hay una gran
inseguridad en los archivos nacionales.
Sobre el papel resalta un mechón de cabello negro sujeto con una cinta
delgada y blanca.
16 de junio de 1948Deberías venir otra vez a México, tengo tantos deseos de verte,
estar contigo.
MARIANA ENRÍQUEZ
–Es ella –susurra Fernando Noy, y apunta a la llama de la vela, que tiembla
tocada por una súbita brisa.
–El encuentro tuvo algo extraño: los dos estábamos muy drogados y los
espejos de las paredes hacían un aleph calidoscopal. Le dije: “¿Sabés que te
confundí con un Rolling Stone? Con Brian Jones.” Y ella: “Y yo te confundí con una
prostituta alemana”. Así fue nuestro primer encuentro, una carcajada de ella, que
era de tamboriles y de llamas.
Su forma de hablar era extraña. Ella decía que era tartamuda, pero no está
claro qué producía su dicción personalísima, su forma de arrastrar las palabras con
esa voz gruesa, hipnótica.
Juan Jacobo Bajarlía era poeta, narrador, ensayista, abogado, y uno de los
intelectuales más peculiares de la Argentina, gran conocedor del ocultismo y las
vanguardias europeas, especialista en literatura de horror y vampirismo. En 1954
tenía 36 y era profesor de literatura moderna en la escuela de periodismo. Durante
el mes de abril, después de una clase sobre el dadaísmo y Tristan Tzara, reparó en
su alumna Alejandra Pizarnik, que se sentaba en la primera fila. Una tarde,
después de clase, ella se acercó para preguntarle si era posible conseguir el libro Le
surrealism et l’aprés-guerre, de Tzara, que Bajarlía traducía y del que hablaba en
clase. Se lo prestó –era imposible encontrarlo en Buenos Aires– y la invitó a tomar
un café a la Confitería Real, cerca de allí, en Corrientes y Talcahuano. Alejandra le
contó que su padre era “joyero a domicilio” y su madre “una vieja rezongona”.
Que tenía escoliosis, que eso le provocaba dolores de espalda y que estos, a su vez,
no le permitían respirar bien. Por eso debía consumir analgésicos, cosa que hacía
constantemente. Bajarlía se sintió atraído, tempranamente fascinado. Se ofreció a
acompañarla hasta su casa. En la puerta prolongaron la despedida, él contando
anécdotas insólitas de Tzara, ella riendo. El encuentro fue interrumpido por la
madre, que los obligó a separarse gritando “¡Buma, Buma, hasta cuándo!”.
Alejandra y Bajarlía comenzaron una relación de un año. Cuando tenían
dinero comían en el restaurant Edelweiss, un bodegón alemán tradicional. Después
de la cena se quedaban hasta tarde en el estudio jurídico de Bajarlía, frente al
Obelisco. Él le hablaba de Artaud, de Joyce, de Breton, de Lautréamont, de Trakl;
ella fumaba, calentaba café y consumía analgésicos. Él la recuerda cambiante,
melancólica: “En Alejandra las reacciones se generaban sorpresivamente. Era
obsesiva e inestable. Diría que era circular. Estar exaltada o deprimida era cuestión
de segundos”. (J.J Bajarlía, Alejandra Pizarnik, anatomía de un recuerdo, Ed.
Almagesto, 1998)
A esa altura, la relación entre ambos era íntima. Cuando se les hacía tarde
para volver a Avellaneda, dormían en el estudio de él. Una vez, alrededor de las
cuatro de la madrugada, Bajarlía se despertó con los gritos de Alejandra.
“Debatiéndose entre la asfixia y la taquicardia, lloriqueando, Alejandra sólo
atinaba a decir ‘me muero, me muero’”. Asustado, fue a buscar al portero y a su
mujer, que lograron tranquilizarla. Cuando se sintió mejor, le contó la pesadilla
que la había angustiado: en una montaña rodeada de un laberinto de laderas,
buscaba la salida y no la encontraba. Aparecía entonces un ser extraño con una
capucha que la miraba y se reía a carcajadas. Le decía: “Los que suben aquí sólo
bajan cuando yo lo ordeno”. Asustada, ella se arrojaba al vacío. Entonces despertó.
Las pesadillas eran frecuentes y después de esos terrores nocturnos solía
deprimirse y llenarse de miedos y preguntas sobre la muerte.
Otras jornadas en el estudio eran más gratas. Allí corrigieron los poemas del
que sería su primer libro, en una noche literalmente en vela a causa de un apagón.
De los cuarenta y cinco poemas originales quedaron veintiocho, y Bajarlía habló
con su amigo Arturo Cuadrado, editor de Botella al mar, una editorial prestigiosa
que solía interesarse en poetas jóvenes. A Cuadrado le gustó el libro, y decidió
cobrarle a Alejandra sólo el 50% del costo de edición. El gasto lo cubrió el padre de
ella.
Para entonces aún vivía con sus padres y se relacionaba con otros grupos de
poetas, como el Grupo Equis, donde conoció a Roberto Juarroz, que reseñaría muy
elogiosamente La última inocencia en el diario La Gaceta de Tucumán. También en
estos años conocería, en el bar La Fantasma, a Olga Orozco. A pesar de las muchas
diferencias personales serían inseparables. Orozco era una poeta enorme, la gran
representante del surrealismo argentino que estaba en su mejor momento. Ella, con
su enorme prestigio, le presentó muchos poetas y editores a Alejandra y fue
enormemente comprensiva cuando debió escuchar sus angustias, su miedo a la
locura y a la muerte.
En 1958 publicó Las aventuras perdidas (1958), dedicado al poeta Rubén Vela,
de quien también estaba enamorada, platónicamente hasta donde registra la
memoria de quienes los conocieron. En Las aventuras perdidas ya estaba claramente
demarcado su universo poético y personal: el epígrafe de Georg Trakl que nombra
a “la ardiente enamorada del viento”; el hermoso poema para Olga Orozco,
“Tiempo”: “Yo no sé de la infancia más que un miedo luminoso y una mano que me
arrastra a mi otra orilla”; “Exilio” dedicado a su editor Raúl Gustavo Aguirre; “El
despertar” para su analista León Ostrov: “¿Cómo no me extraigo las venas y hago con
ellas una escala para huir al otro lado de la noche? ... Señor La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo”.
Sin embargo, sentía que le faltaba completarse como poeta. Y soñaba con
que esa culminación sucedería en París. Su fascinación por Francia no es extraña
entre los jóvenes de su generación.
–No hay un mango que no venga de los padres –dice Cristina Piña–. Ella no
tiene ningún tipo de ayuda económica. En París se mantuvo con el dinero que le
mandaron. No hay ninguna ayuda oficial ni extra oficial, ni una beca ni nada.
Alejandra nunca había trabajado, ni nunca va a trabajar, salvo por algunas
colaboraciones en revistas.
Las primeras semanas las pasó en casa de sus tíos, pero aguantó muy poco y
alquiló una pequeña habitación frente a la iglesia de St. Sulpice. En ese barrio, en
un pequeño restaurant, conoció a Ivonne Bordelois, que cuenta:
Entre los fascinados estaban sus dos amigos más famosos: Julio Cortázar y
Octavio Paz. Cortázar la invitaba a comer, la protegía, la hacía escuchar jazz y
blues, la llamaba amorosamente “bicho”.
–En París no solamente había argentinos– dice Cristina Piña. Estaba todo el
boom latinoamericano, estaba García Márquez, Vargas Llosa, todos divinamente
muertos de hambre. Comían tarde, mal y nunca. En una época, lo único que
tomaba Alejandra era té. Los papás le mandaban una pequeña cantidad de plata
con la que se moría de hambre, pero en París.
A pesar de que era famosa por su humor, sus angustias seguían siendo
muchas.
Sin embargo, en esa ciudad fue feliz y se convirtió en una poeta madura. En
París escribió el que para muchos es su mejor libro, Árbol de Diana. En 1962 lo
publicó en Buenos Aires Editorial Sur, el sello asociado con la revista Sur, dirigida
por Victoria Ocampo, gracias a que el libro tenía un prólogo de Octavio Paz, que
hubiera abierto las puertas del infierno. Escribía Paz: “El producto no contiene una
sola partícula de mentira”. Fue un gran triunfo. Árbol de Diana guarda sus líneas
más populares, “una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo la
rebelión consiste en mirar una rosa / hasta pulverizarse los ojos”, y un mapa de sus
afectos. Le gustaba homenajear a sus amigos y, de paso, exhibirlos: Aurora
Bernárdez y Julio Cortázar o Ester Singer, que sería la esposa de Italo Calvino. Sus
años parisinos no podían ser mejores: había crecido como poeta, era amiga querida
de los más importantes escritores latinoamericanos. Pero los miedos, la angustia y
el sufrimiento psíquico la atormentaban. En una carta a su psicoanalista León
Ostrov escribe: “Aquí me asalta y me invade muchas veces la evidencia de mi
enfermedad, de mi herida. Una noche fue tan fuerte mi temor a enloquecer, fue tan
terrible, que me arrodillé y recé y pedí que no me exiliaran de este mundo que
odio, que no me cegaran a lo que no quiero ver, que no me lleven adonde siempre
quise ir”.
–Yo lamento que haya trascendido con el halo trágico. Suicidarse se suicida
mucha gente: ella era distinta, era una visionaria. Su humor tenía cantidad de
matices y hacía cosas preciosas cuando conversaba –dice Ivonne Bordelois.
–Divertía mucho a sus amigos, aunque les hacía cosas terribles. Una vez, por
ejemplo, llamó a las 4 de la madrugada a casa de Enrique Pezzoni –uno de los
editores de Sur y Sudamericana, su gran amigo–, atendió la madre y Alejandra le
dijo: “Su hijo es puto”.
–Era muy difícil caminar con ella por la calle, porque se fascinaba
constantemente. Era como llevar a un niño de la mano, porque para ella en la calle
todo era un orgasmo. ¡Esa sombra! ¡Ese árbol! ¡Esa esquina! Todo desfalleciendo.
No se podía avanzar –dice Fernando Noy.
–Podía ser muy linda y podía ser muy fea, cambiaba muchísimo.
Era muy seductora. Tenía una mirada muy rara, ojos de un color
perturbador, violáceo; andrógina, parecía un niño de catorce años, un poco
cabezona y chiquita de hombros –dice Ivonne Bordelois.
–Alejandra tenía ojos violetas, verdes, a veces rojos, el fuego sagrado de esa
cara, era un hombre hermoso, era Orlando, era un niño, era una mujer bella –dice
Fernando Noy.
–No era bonita. Era fea. Creo que eso era parte de su tragedia. Y que por eso
era tan graciosa. Pero una mujer con esa gracia no tenía por qué deprimirse por su
físico, a menos que se encontrara con idiotas. Y generalmente ocurría eso. Como
mucha gente que tiene un complejo con su físico desarrolló una actitud mental que
le hacía gracia a todo el mundo, para seducir a los demás y ocultar lo que le pasaba
–dice Elvira Orphèe.
–Le quedaban muy bien las faldas pero siempre usaba pantaloncitos. Yo le
pedía que usara falda porque tenía unas piernas preciosas. Tenía un pullover
grandote para el invierno todo manchado de Coca-Cola porque tomaba
directamente de la botella, y se le caía sobre la ropa, era un enfant sauvage –dice
Arturo Carrera.
–Cuando Alejandra volvió tenía una aura. Se sabía que ella había estado con
Octavio Paz y Julio Cortázar. Volvía con mucho prestigio, pero ella no se daba
corte con eso. No había ninguna arrogancia de su parte, nunca sacaba el tema de
París, solamente si le preguntaban. Una vez le pregunté: “¿Cómo es Calvino?”. Y
me dijo, sencillamente, “Muy divertido” –recuerda Edgardo Cozarinsky.
Alejandra volvía a circular por las mismas calles, librerías y bares que la
habían visto nacer como poeta en los años ’50, pero estaban cambiados, eran más
de su gusto.
En 1966 ganó el Premio Municipal de Poesía por Los trabajos y las noches, su
libro de 1965 editado por Sudamericana. Festejó en un salón privado del Edelweiss
junto a Girondo, Lange, Orozco, Manuel Mujica Láinez. Colaboraba habitualmente
con la revista Sur, a través de la que se relacionó con intelectuales extranjeros como
Evgeni Evtouchenko o el alemán Hans Magnus Enzenzberger. Por estos años
también se empezaron a conocer sus relaciones amorosas con mujeres.
–Había una chica, Daniela, que después nadie volvió a ver, muy misteriosa,
linda y seca, muy desafiante –recuerda Edgardo Cozarinsky–. Siempre silenciosa,
midiendo a la gente. Pero su pareja más constante y larga fue con Marta Moia, una
fotógrafa y traductora. También estaba Ana Becciú, que ahora es su albacea, pero
no fue pareja de Alejandra, era una amiga. Alejandra no ocultaba su lesbianismo,
pero tampoco lo ponía en primer plano.
Becciú no fue pareja ni una de sus amigas más cercanas –así lo afirman, al
menos, quienes las conocieron– pero estuvo muy presente en sus últimos meses de
vida, incluso oficiando como asistente, de modo que, por persistencia, quedó
encargada de su obra. Pero Marta Moia sí fue su compañera de 1970 a 1971 y la
ayudó a mudarse sola por primera vez al departamento donde iba a morir, en la
calle Montevideo. También le hizo una entrevista célebre, publicada en El deseo de
la palabra (Barcelona), en 1972. Allí, Alejandra le confiesa que escribe “para que no
suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo... Escribir
un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos
estamos heridos”.
A pesar del éxito y la intensa vida social en Buenos Aires, su deseo más
ferviente era volver a París, a sus años felices. Pero en 1966 ese sueño se
resquebrajó: el 18 de enero murió su padre de un infarto, en el departamento que
la familia tenía en la ciudad balnearia de Miramar. Desde entonces idealizó a su
padre, que se convirtió en un personaje de sus poemas. (“Ojos azules, ojos
incrustados en la tierra fresca de las fosas vacías del cementerio judío”, escribió en
“Los muertos y la lluvia”, 1970). Pero, en realidad, la relación con sus padres
siempre había sido compleja. Dependía de ellos en extremo, como si estuviera
incapacitada, y se resentía por eso. Escribe en su diario: “Debo repetir por
milésima vez que mis padres se esmeraron en arruinarme. Y lo lograron. Por
ignorancia, por estupidez y por falta de afecto”. Ivonne Bordelois cree que
Alejandra fue injusta con ellos:
–Le llevé Gitanes y una tortuga de juguete que no le gustó nada. A partir de
ahí fuimos muy amigos y ella fue generosa: me presentaba a sus amigos literarios
como “el poeta adolescente”.
A fines de los ’60 y principios de los ’70 el deterioro de Alejandra era claro.
La crisis tan temida explotaba lentamente. Desde la muerte de su padre la
situación económica de la familia había empezado a ser más endeble y ella seguía
sin trabajar y recibiendo ayuda de su madre. En 1968 ganó la beca Guggenheim,
que la alivió. No sólo tenía dinero propio por primera vez, sino que podía
demostrar que era capaz de ganarse la vida con la poesía. Por algún motivo
decidió ir a Estados Unidos a recibirla –algo muy poco habitual: no es necesario
viajar para recibir la beca– pero duró muy poco en Nueva York: la ciudad la
horrorizó. No conocía a nadie, se sentía perdida, no hablaba inglés. Tenía
intenciones de visitar a Ivonne, que estaba estudiando su doctorado en lingüística
en el MIT –Massachusetts Institute of Technology– pero no logró reunirse con ella
porque no pudo soportar y huyó a París. Ivonne, que la estaba esperando en el
campus donde residía, se sintió aliviada. Estaba en temporada de exámenes, y
sabía la dificultad que implicaba la compañía de Alejandra.
–Era como estar con un niño de tres años. Era terriblemente demandante.
Cuando me anunció que no venía fue un alivio. También me sentí mal, culpable,
porque yo la adoraba.
–Yo no sé qué diagnóstico se podría haber hecho. Si era bipolar... Para mí era
un genio. Pero sí era una persona con problemas de convivencia y aterrizaje en la
realidad, y eso con el tiempo se fue acentuando. Alejandra sentía que no encajaba.
Hasta con los mejores amigos la relación se resquebrajaba. Todos estaban más o
menos anclados en la tierra, o flotaban por momentos. Ella flotaba todo el tiempo.
–En sus últimos años ella estaba muy interesada por la obscenidad, me
costaba seguirla –cuenta Cozarinsky–. Siempre llamaba de madrugada, pero llegó
un momento en que se volvió demasiado demandante y podía ser agotadora.
(Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio
–que fracasó, hélas) PS En el hospital aprendo a convivir con los últimos desechos.
Mi mejor amiga es una sirvienta de 18 años que mató a su hijo. Empecé a leer
Diarios. Te apruebo mucho políticamente. Tu poema de Panorama es grande
porque me hizo bien (lo leí en el hospital)”.
Los relatos que los amigos hacen de estos años son fragmentarios, están
llenos de zonas oscuras y de silencios. Se habla del desenfreno sexual de Alejandra,
que tenía relaciones con el florista de la cuadra, con empleados de comercios del
barrio y con perfectos desconocidos. Fernando Noy cuenta que con frecuencia
quería tener sexo con él, y se sentaba sobre sus rodillas. Cuando Fernando no
podía aplacar su deseo más que con algunas caricias, ella se enojaba. Es posible,
sólo posible, que esta hipersexualidad estuviera estimulada por el consumo de
Artane, nombre comercial del trihexifenidilo, un medicamento que se usa para el
Parkinson y la depresión psicótica, y que en combinación con anfetaminas –así lo
usaba, mezclado con benzedrina o fenacetina– provoca alucinaciones y un efecto
afrodisíaco caracterizado por la desinhibición y la euforia. Pero quizá su voracidad
fuera anterior. Después de todo, La condesa sangrienta apareció originalmente en
1965, en la revista Diálogos, de México, así que debió haber escrito el texto en París.
Explorar la sexualidad de Pizarnik es casi imposible sin tener acceso a esa parte de
los diarios que no ha sido publicada, y a una serie de manuscritos en prosa que
continúan inéditos.
–Ella me ocultaba a sus amantes, amigas y novias mujeres, tenía ese pudor.
Era una pavada. Nuestro amigo en común Enrique Pezzoni decía que estaba
enamorada de mí, pero yo jamás me di cuenta: si fue así, nunca me lo dejó saber.
El último tiempo estuvo marcado, además, por una gran pasión: la que vivió
con Silvina Ocampo. Alejandra había conocido a la narradora y poeta en 1967, a
través de su participación en la revista Sur, que dirigía Victoria, hermana de
Silvina. Tenían muchos gustos e intereses en común: la infancia, los juegos de
palabras, el misterio, el erotismo. Silvina era la esposa de Adolfo Bioy Casares e
íntima amiga de Jorge Luis Borges. Alejandra le enviaba cartas acompañadas de
litografías de Odilon Redon, dibujos de niñas en la nieve, niñas llevando flores y
cometas, cartas escritas con tinta verde y turquesa. Hay mucho de juego en ellas, y
de un amor dedicado, cuidadoso. Escribe Cristina Piña: “Si bien se veían y se
visitaban, la relación utilizaba la mediación del teléfono como factor de escamoteo
y fetiche central. En esas conversaciones se leían mutuamente textos, se reían de sí
mismas y de los demás, jugaban a ser crueles entre sí. A veces, en el período de
mayor frecuentación, una de ellas se limitaba a respirar del otro lado del
auricular”. Fernando Noy recuerda una visita a Silvina; fue la única vez que
Alejandra lo llevó a casa de los Bioy:
¿La relación llegó a ser sexual? Nadie parece poder afirmarlo. Era una
relación sin dudas erótica. Alejandra envió su última carta a Silvina ocho meses
antes de suicidarse, el 31 de enero de 1972. Es una carta de furiosa despedida: “...
Silvine, mi vida (en el sentido literal) le escribí a Adolfito para que nuestra amistad
no se duerma. Me atreví a rogarle que te bese (poco: 5 o 6 veces) de mi parte y creo
que se dio cuenta de que te amo SIN FONDO... Te dejo: me muero de fiebre y
tengo frío. Quisiera que estuvieras desnuda, a mi lado, leyendo tus poemas en voz
viva. Sylvette mon amour, pronto te escribiré. Sylv, yo sé lo que es esta carta. Pero
te tengo confianza mística. Además la muerte tan cercana a mí (tan lozana!) me
oprime (…) Sylvette, no es una calentura, es un re-conocimiento infinito de que sos
maravillosa, genial y adorable. Haceme un lugarcito en vos, no te molestaré. Pero
te quiero, oh no imaginás cómo me estremezco al recordar tus manos... Silvina
curame, ayudame, no es posible ser tamaña supliciada. Silvina, curame, no hagas
que tenga que morir ya”. (Correspondencia Pizarnik, Ivonne Bordelois, Seix Barral,
1998). No es extraño que amigos como Fernando Noy estén convencidos de que
Alejandra murió por amor.
–Ella lo escribió: “La que no supo morirse de amor y por eso nada
aprendió”. Fue la imposibilidad de concretar esa relación fantástica, maldecida por
todos los biógrafos de su época. Para los que fuimos testigos, la supresión de ese
amor es un asesinato de Alejandra. Demonizan su sexualidad. Todo poeta es
hermafrodita. Hay una conjura en contra de la verdad. Ella se mató por amor, no
porque estaba cansada, aburrida y loca.
Durante los días que siguieron, sus amigas Olga Orozco, Ana Becciú y Elvira
Orphée se encerraron en el departamento para preservar y ordenar sus papeles. A
pesar de la fiel custodia, alguien se llevó una caja de fotos y otras personas
tomaron objetos y libros. Los diarios y las obras inéditas tuvieron un recorrido
accidentado: Aurora Bernárdez, la esposa de Cortázar, los tuvo durante un tiempo
en París, con la excepción de un cuaderno que Marta Moia decidió conservar. Por
pedido de Miryam Pizarnik, hermana de Alejandra, Ana Becciú se convirtió en la
albacea literaria y los papeles y diarios se depositaron, finalmente, en Princeton.
Y, aunque ya estaba muerta, Fernando Noy vio a su amiga todavía una vez
más, en París.
–Yo estaba muy deprimido porque había perdido un amor. Decidí morir por
él. Fui al Bois de Boulogne y colgué una soga de una rama, a modo de horca. Pero
me quedé dormido y en el sueño llegó la Pizarnik con su gamulán verde. Me dijo:
“Fernando, no te suicides. Estos son los pasadizos secretos de la desesperación,
aún peores que los de la vida. Si te matás, vas a sufrir diez veces más. Y yo te
imploro que no”. Le vi bigote y barba, la vi masculina. Me desperté y ya estaban el
patrullero y la ambulancia. Estuve nueve meses internado, pero ella me salvó la
vida. Alejandra era una capitana de vuelo, una exigente astronauta del alma, y
muy dulce. Era bravísima y dulce.
ALBERTO FUGUET
–Siempre usaba traje negro con corbata negra, en general camisa blanca o
celeste clarita. Le gustaba mucho vestirse formal, aunque no lo creas –dice,
mientras come un chivito en un local del barrio de Pocitos, en Montevideo.
Cuando se casaron, Eleonora Navatta tenía trece años menos que él, un
primer matrimonio y un hijo de ocho años llamado Gaspar. Él nunca se había
casado.
–Ofertas hubo. Gustavo ya era más que un personaje público: era una
estrella mediática.
–Él se mató, se mataba. Digamos que estaba vivo, que es lo que se necesita
para morir –me dice el escritor Gabriel Peveroni–. No se llevaba bien con él mismo,
y le costaba relacionarse con los demás.
No debía ser fácil su vida. Debía sufrir por no poder escribir más, por ser tan
inadaptado.
–¿La foto preferida de su infancia…? Estoy en el Parque Rodó con (...) cara
de culo dándole de comer a las palomas. Veo esa foto hoy y me descubro (...)
idéntico a mí mismo (...): la exacta mezcla de soledad, indefensión, tozudez y
fuerza.
Una noche antes de partir hacia Montevideo, donde no había estado desde
1996, cuando conocí al ya por entonces notorio y mediático Gustavo Escanlar, tomé
mi bicicleta y, en el frío y la neblina de un Santiago azotado por una ola polar
innoble, pedaleé hasta la Plaza Uruguay, un sitio algo escondido que asocio a
epifanías e intimidad cinematográfica. En esta plaza es donde se me han ocurrido
cierres de libros, comienzo de crónicas, escenas de películas. Pero esto no es acerca
de mí: es acerca de alguien que apenas conocí, con quien estuve unas horas en dos
momentos y dos continentes distintos en un lapso de tres años. Alguien a quien vi
por última vez en mayo de 1999, en un congreso literario organizado por Casa de
América, en Madrid, en el que, de alguna manera, él robó el show y, al mismo
tiempo, lo destrozó. Aquella tarde calurosa en Casa de América entendí que, entre
toda la grasa, el pelo, el talento y las pulsaciones de Escanlar, había un ser que no
era capaz de contenerse. Debajo de su máscara de chico
travieso/encantador/seductor había una bestia cuya meta era clara: destrozarlo.
Destrozarse. No salir vivo de allí.
En la plaza saqué una libreta y anoté los nombres de uruguayos que conocía.
Este viaje, esta búsqueda, esta posibilidad de ir detrás de un muerto reciente y
poder conversar con sus amigos y amores, me parecía un regalo del cielo. ¿Qué
mejor que pasar una semana conversando de libros y de escritores y releyendo la
obra de alguien que pudo ser tu amigo? No partía a Montevideo tras un
desconocido; iba en busca de trozos de vida de un compañero de ruta a quien
siempre sentí cercano. Partía a Uruguay, pensé, a buscar la historia de un escritor
que tuvo menos suerte que muchos de sus contemporáneos. Quizás en
Montevideo me encontrara con un libro sin terminar. Quizás pudiera acceder a sus
diarios, cartas, moleskines. Ese era mi plan: una agenda literaria, mucho abrigo y
bufanda, recorriendo librerías de viejo, conversando con escritores de todas las
edades.
Me equivoqué.
Rotundamente.
Gabriel Peveroni es menos tajante, entre otras cosas porque era amigo y lo
admiraba: –Acá Escanlar es el personaje, lo que hizo en la tele, el que puteaba y
tomaba pis. Lo interesante es sacarlo del contexto de Uruguay. Tengo mis reparos
en algunas cosas, pero en lo que tiene que ver con la prosa, tenía un gran manejo
técnico y un estilo propio. Hay una mirada diferente de Uruguay, que es también
otra de las cosas que no se bancan en el pueblo chico. Es un buen cronista del
borde, de lo marginal. Y la tele le hizo daño, pero también en la tele él hizo una
serie de informes, en programas como Zona Urbana e Insomnio, sobre ese otro
Montevideo que no aparece ni en las novelas ni en la tele.
Escanlar era gordo, torpe, asmático, pero amaba los deportes. A Carlos
Muñoz esto no le parece nada raro. Cree que a Gustavo le hubiera gustado ser un
campeón de box o un jugador destacado de basquetbol.
–Admiraba a los jugadores, a los lúmpenes, a los chorros, a los que no tienen
trancas físicas o sicológicas. Como muchos artistas, escribía o se fascinaba con lo
que no podía ser. Le gustaba el olor del club de box. Me decía cosas terribles:
“Nunca nadie puede confiar en mí, amigo; tené cuidado: te puedo cagar, te voy a
traicionar si tengo la ocasión”. Se sentía identificado con esa frase del mito del
escorpión, esa que dice que el escorpión te va a clavar no porque sea malo sino
porque es un escorpión. Lo loco es que yo sentía que podía confiar con él porque
me decía todo eso. Le gustaba coquetear con el desastre. Todo lo hacía buscando
historia y creo que por eso armó en los ochenta lo de Arte en la Lona, en el club de
box, porque sabía que haría historia. Queríamos celebrar el regreso de la
democracia. Fue una semana en el sótano del club donde pasó de todo:
performances rarísimas (una chica con una araña enorme metida en un cuartucho
durante toda la semana), peleas de catch y box. Abríamos a las seis de la tarde y
seguíamos hasta las seis o siete de la mañana. Un grupo de escritores de las
revistas under leyeron poesía en pelotas. Salíamos de la dictadura y esto era como
un grito de libertad. Todo el mundo apretado, transpirado, borracho, drogado. Por
eso, creo que buena parte de lo que hizo fue para tener historias y para que
contaran historias de él.
Vamos en auto con Danilo Arbilla, que fue dueño y director del semanario
Búsqueda, un tabloide intelectual y al que muchos tildan de ser de derecha. En
Búsqueda, Arbilla fue jefe de Escanlar, que llegó a la revista en 2004, después de
haber pasado por buena parte de los medios de Montevideo, como Relaciones,
Marcha, Punto y Aparte, Lea, El día, el suplemento “Qué pasa” del diario El País.
–Para ser un tipo tan grande, el pibe andaba buscando padres y me gustó
poder ayudarlo, acogerlo. Lo quise, lo admiré. Era un tipo brillante, sin filtro. Vivía
y decía todo lo que le daba la gana. Yo estaba en un noventa por ciento de acuerdo
con las locuras que escribía. Muchos de los que leían su columna cada jueves
también, aunque no lo admitieran. Lo leía incluso la gente que lo odiaba o que
sentía asco por lo que Búsqueda representa. Casi todos estaban de acuerdo con lo
que decía porque se atrevía a pensar lo que la izquierda pensaba pero jamás
admitiría. Se le iba la mano, es cierto, pero esa era su gracia. Me hacía reír y era
muy, muy inteligente.
Pero, para decir la verdad, todos me han hablado mal de todo el mundo:
“ojo, ten cuidado: es turbio”; “no le creas”; “es un hijo de puta”. Por ejemplo: le
escribo a un escritor que conozco, un tipo encantador, aunque otros me dicen que
no lo es. Me responde que estará feliz de verme y me invita a su casa. Le respondo
aceptando y diciéndole que estoy intentando saber más de Gustavo Escanlar. No
vuelve a escribirme. Imagino que porque Escanlar lo consideraba un enemigo. Pero
Escanlar también descalificó a Benedetti y se mofaba de Galeano y se burlaba del
dramaturgo y novelista Mauricio Rosencof (que estuvo varios años preso y fue
torturado por la dictadura en la cárcel de Punta Carretas, hoy un shopping), que lo
acusaba de falta de ética y caradurismo.
–No sé si quiero hablar de él. Fuimos amigos, confié en él. Sé que murió
odiándome. Yo no lo odio, no lo odié. Quise odiarlo.
–Gustavo no era facho, que seguro ya te lo han dicho, ¿o no?; ¿Qué más te
han dicho? –me dice Danilo Arbilla.
–Yo creo que era de izquierda más que derecha –insiste Arbillo–. Su tema
era más generacional; más un asunto de estética que, digamos, de ética.
En las columnas de Búsqueda, Escanlar escribía cosas como estas: “…lo peor
va a ser estético (...). Si gana el Frente Amplio, ya lo estoy viendo, va a haber
estatuas vivientes, y teatro en las ferias, y malabaristas en las esquinas, y clowns y
acróbatas y gente arriba de zancos por todos lados, y mucha gente aprendiendo a
tocar el tambor y bailando candombe y formando comparsas en toditos los barrios.
Mauricio Rosencof va a seguir siendo casi dueño del canal municipal”. O estas,
tomadas de una columna donde intenta analizar “lo peor” del 2008: “Los
alcahuetes de siempre hablando de los 50 años de la ‘revolución’ cubana y
titulando ‘rara como encendida’, refiriéndose a una dictadura. Fidel Castro,
convertido en un muñeco de cera con equipo Adidas, fue suplantado en el poder
por su hermano bobo… (...) Néstor Kirchner en la selva vestido con uniforme caqui
esperando rescatar a los rehenes de las farc y quedar en la historia. (...) Hugo
Chávez diciendo ‘no hay chavismo sin Chávez’, intentando una vez más
perpetuarse en el poder. El mono con navajas venezolano siguió teniendo tontos
que lo festejan en América Latina –y en todo el mundo… (...) Jorge Drexler
dedicándole una canción al plan Ceibal. Una canción tan, pero tan, pero tan
horrible que le debe haber dado vergüenza al mismísimo Nicholas Negroponte”.
Fue en Búsqueda donde Escanlar vivió el que quizás fue el mayor de todos
sus escándalos, exceptuando sus resonadas internaciones en clínicas a las que
llegaba por exceso de cocaína (“se metía piedras enteras, ni las picaba”, me aseguró
un amigo muy cercano, con el cual compartían dealer), donde los propios
enfermeros le tomaban fotos y las subían a internet.
–Cuando llegó a Búsqueda –dice Arbilla–, ya había pasado por buena parte
de los medios. Era un periodista y un columnista famoso, un hombre de radio, un
experto en rock y un escritor under publicado en el extranjero. Además de
medicina había estudiado letras y había sido profesor un par de años en la
Facultad de Comunicaciones. O sea, se hacía el salvaje pero no lo era. Pero creo que
con sus columnas en Búsqueda y el programa de televisión, logró que su notoriedad
aumentara en forma exponencial. Hasta que a mediados de esta década todo lo
que hacía era público.
Así fue como uno de sus mayores escándalos empezó en Búsqueda pero,
debido a su fama, se derramó por todas partes. En 2005, reseñó la novela El curioso
incidente del perro a medianoche de Mark Haddon y publicó la reseña en la revista. Y
empezaron a llegar mails, no sólo a Búsqueda sino a otros medios, donde se
denunciaba que la columna era un plagio. En efecto, Escanlar la había copiado de
El Mercurio, de Chile, googleando desesperado una noche de insomnio cuando la
merca no lo dejaba expresar sus puntos de vista, favorables al libro de Haddon.
–¿Sos un provocador?
Sting. (2) jubilados, pensionistas y pasivos en general, mirá vos qué denominación:
pasivos (3) la cerdos y la ortodoxia de enrique symns. (4) eric clapton (5) los
neohippies, los paleohippies, los hippies (6) cutcsa y el transporte colectivo todo (7)
mi madre (8) jorge denegri… (11) todo ser llamado ángel (cazá que name). (12) los
ecologistas en general… (15) los beatles (16) los ascensores llenos (17)… (24) los
intelectuales que aman a los lumpen (25) los que toman vino tinto (26) los
vegetarianos que se creen que son una vaca para andar comiendo pasto… (38) las
(los) groupies que se creen talentosas (39) toda persona que se crea talentosa pero
jamás se esfuerce por demostrarlo (40) los sociólogos (41) coger (42) los amigos (43)
el teatro (44) el teatro experimental (45)… (51) los taxistas que te hablan (52) los
mozos de los bares que se toman confianza …las murgas y el carnaval del uruguay
todo… el yoghurt (64) el parque rodó (65) el bar mincho (66) los gauchos en
particular y la gente del interior en general (67) peñarol (68) los que andan en
bicicleta (69) la oreja cortada (70) yo mismo.
–No, era un chico desordenado, como todos los chicos, pero tenía su orden.
Yo limpiaba pero no cambiaba de lugar sus cosas. Era un caos ordenado. Era un
chico que estudió, inteligente, preparado. Siempre leyó mucho.
Mabel es viuda desde hace unos años. Su marido, Demetrio, que trabajó
para la empresa de petróleo estatal, murió después de mucho tiempo de estar
postrado. Cuando Gustavo iba a verlo, se encerraba en el baño a jalar cocaína para
enfrentarse con esa muerte lenta. Mabel exuda energía y buen humor. Se ve bien
para sus más de setenta, teñida, entusiasta. Me cuenta que un tipo del barrio la
invitó a salir pero que jamás saldría con él “porque es un viejo, tiene como
ochenta”. Fue costurera y trabajó para “algunas de las mejores modistas de
Montevideo”. Le gustaban Sandro y las películas melodramáticas. Dice que casi
nunca paga los taxis cuando va al centro porque cuando les hace saber que es la
madre de Gustavo Escanlar, los taxistas no le cobran.
Le pregunto si cree que tuvo enemigos, gente que le haya hecho daño.
–Claro: fue un gran profesional, hacía lo que le pedían y sabía que eso le
gustaba al pueblo; se contactaba con la gente. Imaginate lo complicado que era los
últimos años salir con él. Lo tocaban, lo miraban, le tomaban fotos.
Con respecto a su muerte, Mabel me dice que “la tercera fue la vencida”.
Gustavo tuvo tres episodios, uno tras otro, entre 2008 y 2010, en los que, por abuso
de drogas, terminó en el hospital. Uno de esos episodios fue en su casa, delante de
su padre. Mabel me cuenta que ella sabía que en algún momento se iba a morir por
“la cosa del consumo” y que, por un lado, es una pena enorme pero que, por otro,
“él sufría y quizás ahora descansa y todos sabemos donde está: de alguna manera
estamos más tranquilos”. Dice que lo que le duele es que se pelearon, justo ese día
de noviembre, unas horas antes de que muriera.
–Gustavo venía a casa todos los días. Después del laburo –la radio, el
periódico, la revista, siempre tenía mil cosas– o antes de ir a la televisión pero
siempre: nos daba dinero, remedios, me llevaba al cine. Cuando ya era periodista,
me llevaba todos los jueves a los cines del centro, para que pudiera entrar gratis. A
veces me iba a buscar y comíamos algo. A veces veíamos cosas de terror juntos,
unas cosas llenas de sangre. Era un loco.
–Es privado –me dice–. Pero es una pena porque peleábamos mucho, nos
gritábamos. Él era muy osado y siempre decía que yo tenía una doble vida, que
tenía otros hombres, que con quién sabe cuántos pibes salí antes que con Demetrio.
Igual, siempre al día siguiente de esas peleas nos reconciliábamos. Era el mejor hijo
del mundo: tan culto, escritor, publicaba en el extranjero.
–Todos, sí.
–La vida es fuerte. Pero esas son cosas de chico. Era joda. A Gustavo le
gustaba joder.
*
Una foto de mi padre a los 25se ríe, tiene pintano se imagina que le esperanuna
mujer histéricaun hijo maricónun trabajo sin éxitosuna amante frígida y asmáticala
madre que lo abandonó pidiéndole cariñono se imagina todo eso porque tiene
solamente veinticinco–mi edad ahora–y tiene la fuerza del recién llegadola fuerza
del galleguito dispuesto a todo la fuerza del enamorado no se imagina nadaporque
está peinado a la gominay tiene puesta su mejor corbatay pide que le retoquen la
fotoy “de noche cuando me acuesto rezo a la virgen de lamacarena” retumba en su
cabezay ríeno se imagina naday veinte años despuésperderá esa sonrisa
Pero fue en 1987 cuando llegó el momento que marcó un antes y un después.
Porque una cosa es publicar en folletines a mimeógrafo y otra salir en una revista
seria atacando al escritor más prestigioso del país. Suena poco creíble, pero así
sucedió. En 1987, el semanario político-cultural Aquí publicó una entrevista con el
escritor uruguayo Mario Benedetti, en la que decía algunas cosas contras los
jóvenes. Benedetti había marchado al exilio durante la dictadura (que en Uruguay
comenzó en 1973 y terminó en 1985), y sus libros habían sido prohibidos durante
ese período. Escanlar que, como muchos, los había consumido secretamente, se
sintió traicionado por esa visión escandalizada ante una juventud que “estaba en
otra”, y envió una carta de lectores. Y, a pesar de que en ese momento su nombre y
su apellido no significaban nada, se la publicaron. Porque, al parecer, alguno de los
editores estaba de acuerdo con lo que decía y porque, tal como sucedería después
con otros editores, preferían que fuera él quien se inmolara. Ese diciembre de 1987,
cuando Gustavo Escanlar tenía 25 años, salió publicada, en Aquí, una carta contra
Mario Benedetti que decía:
Lo confieso: en una época supe ser un ávido lector de Benedetti. Dije bien: en una
época. Otra. Otra época que ya fue, que ya no está. El exilio, la prohibición, su
condición lejana y legendaria de dirigente político, sus polémicas en el viejo
continente, colaboraron para que –idealización de don Mario, el “abuelo bueno”
mediante– cientos de jóvenes universitarios nos compenetráramos con tregua y
geografías. Pero todo sabe tener una esquina rota: había algo en aquella literatura
(no podríamos decir qué) que no acababa de convencernos; había algo en aquel
espejo que no alcanzaba a reflejarnos… Algo se había roto… Y Benedetti un día
dejó de gustarnos. Benedetti ya no era “lo nuestro”. En vez de pasarnos una noche
entera leyendo La tregua, la pasábamos mejor y más placenteramente con
Bukowski… (...) La mastodónica bestia llamada Cultura-Oficial-Tradicional-De-
Izquierda está muriendo. Pero está muriendo sola; ni parricidio ni resentimiento
mediante. Está muriendo de aislamiento. A los jóvenes nos queda la conciencia de
la orfandad, la que nos deja las manos libres para hacer lo que queramos. ¿Es
mucho pedir, don Mario, o tengo que comprar patente de intelectual?
Todo el país leyó la carta porque ¿qué hacía un semanario serio, progresista,
anti-dictatorial, publicando un ataque así? Nada fue igual después. La “teoría de la
bisagra” de Gustavo Escanlar (“Un tipo a lo largo de su vida tiene siete bisagras.
La teoría es esa. Que somos como los gatos, y que tenemos siete chances para
cambiar. A veces se cambia por voluntad muy propia, y otras veces los cambios se
dan por circunstancia que te vienen de arriba…”) funcionó. Y, en marzo de 1988,
tres meses después, él, que seguía escribiendo gratis para fanzines pero que ahora
estudiaba Letras, apareció en Marcha, la respetada revista tótem de la izquierda,
respondiendo a los alegatos y enojos de un sobregirado Benedetti que, tal como lo
insinuaba Escanlar, no estaba dispuesto a que un muchacho le faltara el respeto y
había renunciado a seguir formando parte del consejo editorial de Aquí. Y esto fue
lo que escribió Escanlar:
¿…entendés que como generación no somos ni del silencio ni de la crisis, sino que
sólo somos la generación de la llovizna, porque jode pero no moja? ¿sabés que
estoy podrido de escribir cartas y cartas y cartas a seminarios? ¿entendés que la
cuestión de las generaciones no pasa por la edad? ¿que la juventud o la vejez se
manifiestan en las actitudes estéticas, en las posturas frente a lo nuevo, en la
creación de alternativas? (...) ¿ves que llego al final y todavía y todavía no tengo
una propuesta? ¿qué esperabas? ¿una declaración de principios? ¿una incitación al
aporte constante y a la lucha militante? (...) ¿entendés que no puedo hacer nada de
eso? ¿que me invade la desesperanza? ¿que desesperanza no es resignación? ¿que
esto que acabo de escribir también es un acto de fe? ¿cuándo vamos a empezar a
vivir? Ante tanta duda, ante tanta incertidumbre, ante tanto patrullaje, a los
jóvenes sólo nos queda una certeza: “siempre seremos prófugos”.*
Empiezo por el final: mis comienzos en la vida fueron en 1962. Alguien dijo
alguna vez que toda vida tiene siete bisagras, siete momentos en los que cambia
radicalmente. Yo ya voy por el tercero. (...) Mi primera vida fue normal y
ordenada. Aunque niño rebelde, con Martín Lasarte, eximio futbolista y director
técnico, nos turnábamos y competíamos a ver quién era el mejor de la clase.
Jugando al fútbol, eso sí, él era mucho mejor que yo. Fui a los Talleres Don Bosco.
Escribía bastante bien, leía de todo –Billiken, Anteojito, Charoná– y veía
muchísima televisión, pero nunca los productos para niños (...) En los actos de fin
de año, me encantaba actuar y recitar y cantar. Era uno de los líderes del coro.
Después fui al liceo Seminario. La censura cruel de los adolescentes hizo que dejara
de cantar y que me dedicara al estudio y a enamorarme en secreto de compañeras
todas más altas que yo. También hizo que dejara de escuchar a Sandro para
empezar con Beatles y terminar con Yes. El último casete que me compré, cuando
terminé preparatorios, fue The Wall. La vi en Buenos Aires y tenía miedo que la
policía me estuviera esperando a la salida del cine para llevarme preso. (...)
Cuando terminé preparatorios no sabía qué hacer. Ya no era el mejor alumno. Era
el rebelde, el guionista de la clase. Edité dos periódicos. Uno contaba, con mucha
ironía, los partidos de fútbol de salón de la clase. Era el Superdeportivo. El otro
publicaba fotos de compañeras, profesores y profesoras trucadas. (...) Como no
sabía qué hacer me metí a estudiar medicina. No tenía nada que ver conmigo. Pero
duré seis años. Aproveché esa especie de “moratoria adolescente”, ese “changüí”,
para leerme todo, para ir al cine casi todas las noches, para autoeducarme, para
hacer lo que el liceo no hizo. Y en esos tiempos descubrí lo que quería: escribir.
Usaba barba larga. Mis compañeros de medicina creían que estaba loco. El
periódico del gremio se negaba a publicar mis artículos anarcos y cuestionadores.
El punto de inflexión, la bisagra, el comienzo de mi segunda vida, fue durante y
después de la lectura de Rayuela que me recomendó una amiga anarca de la que
estaba enamorado y nunca me dio pelota. Rayuela hizo que largara todo.
Simultáneamente, el semanario Aquí publicó una entrevista a Benedetti donde
decía no se qué de los jóvenes, medio que los puteaba, decía que estaban en otra. Y
yo, que había leído al viejo en libros forrados para que los milicos no supieran que
lo leía, que me había emocionado con La tregua y con Montevideanos, esperaba que
el viejo se hubiera vuelto un poco más generoso con nosotros, con los pendejos que
lo llegamos a adorar y no tuvimos más remedio que comérnosla acá y que
tratábamos de conseguir todo lo que hacía en Buenos Aires, o con algún amigo que
viajara a Europa. Me calentó esa soberbia de don Mario y escribí una carta a Aquí
diciendo todas las cosas que estaban haciendo los jóvenes y que los viejos
ninguneaban, desde Brecha, sobre todo. (...) Y Benedetti se enojó tanto con que Aquí
publicara mi carta de lector que renunció a seguir en el consejo editor del
semanario. “¿Esto es lo que don Mario entiende como tolerancia y pluralismo?”,
pensé yo. Y escribí otra carta de lectores, esta vez más larga, para Marcha. (...)
Después organicé, con Carlos Muñoz y Rosario González, Arte en la lona.
Averiguá qué fue eso. En su momento, año 1988, tuvo su importancia. Y cuando
estaba a punto de irme a España me llamó Alejandro Bluth para decirme que
escribiera en Punto y Aparte. Desde ahí no paré. Pasé por mil publicaciones. Estuve
en Lea, en Relaciones, en Aquí, en Búsqueda, en Tres, y ahora estoy en Búsqueda de
nuevo. Y en Galería, que me encanta. En radio empecé hace dos o tres años. Jamás
pensé que podría llegar a irme bien. Y en tele, después de dos intentos que más
vale no acordarse, el año pasado, con Zona urbana. Y escribí cuatro libros. Hay dos
que todavía podés conseguirlos en librerías, o fotocopiarlos. La primera parte de tu
pregunta no la entiendo. No sé qué es “despechante”. Supongo que te referís a que
soy terminante, soberbio. O algo por el estilo. Y no tengo respuesta. Es parte de mi
personalidad. Creo en lo que digo. Soy vehemente.
N., una ex novia que Gustavo Escanlar tuvo a comienzos de los ’90, me
escribió esto después de hablar por teléfono y explicarme que, “por un tema de
integridad moral”, prefería no dar muchos datos: “Vos sabés lo que implica
Gustavo en este país”: “Cuando volví del extranjero, a mediados del ’94, me
encontré con un Gustavo que no conocía. Por eso no quise mantener ningún tipo
de vínculo con él. Podía seguirlo a través de los medios, pero no quise. No lo podía
mirar, me dolía, sentía que se iba matando de a poco. Tampoco me gustaba
escucharlo en la radio (sobreactuado, exagerado) o leerlo (sentía que no había nada
nuevo). Hasta que la vida me lo plantó en el ómnibus dos meses antes de su
muerte, dieciséis años después. Y me encontré con el Gustavo que yo había
conocido. ¿Conocés el show Titanes en el ring? Era una programa de lucha libre,
pero para niños. Gustavo amaba todo lo que tenía que ver con la lucha, el boxeo, el
basquetbol. Bueno, pensé que te podría servir esta cancioncita. Se me ha estado
repitiendo todo el día desde que supe que estabas en Montevideo. Es de su
personaje favorito, el Mercenario Joe. ‘Mercenario Joe, Mercenario Joe, no te quiere
ni tu padre ni tu madre; Mercenario Joe, no tendrás amor, es el Mercenario Joe, Joe,
Joe’. Se la sabía de memoria y la cantaba”.
Sólo a dos preguntas puedes decir paso ¿estás listo? La primera pregunta,
¿Gustavo Escanlar es un personaje?
GE: Paso
Sí. Todos.
No.
Paso.
No.
Sí. Pensé que me moría. Sobre todo, me dio un ataque de pánico cuando
llegó la ambulancia. Ataque de pánico es lo peor que te puede pasar.
Menor de edad. No. No. Que yo supiera, no. Ella dijo que tenía 18.
Porque él creó una sistema, una ficción, que es el mundo de los buenos y el
mundo de los malos y en función de eso hace toda su obra. Estamos acá, de este
lado estamos los buenos, que son ellos, y al otro lado están los malos, que son los
imperialistas, el norte, etc. Y eso es una mentira, el mundo es mucho más ambiguo
que eso. Pero en base a ese esquema, el loco ha fijado una obra y se ha hecho
millonario con los dólares que tanto desprecia.
Sí, por supuesto. El hijo único es un ser mucho más solitario, más jodido.
No, sexópata no. Yo pienso el 90 por ciento de mi vida en el sexo, como todo
el mundo. Eso no es ser sexópata.
No. No. Me sorprendí, pero cuando pensé que me moría que yo dije “soy
tan hijo puta que voy a invocar a dios en el momento de mi muerte después de
haber renegado de él toda la vida” pero no, no. Me mantuve incólume.
¿Por qué?
Sí, siempre.
No.
–Sobre un telón aparece la cara de Escanlar y dos fechas: 1962- 2008 –dice
Gustavo Fernández Insúa, mientras toma mate–. La gente aplaude. Era como ese
momento de los Oscars donde pasan las imágenes de los muertos, que le fascinaba
al Cabeza.
Más tarde aparece Escanlar, cantando un tango que dice “Se dice de mí”,
adaptado: “Se dice que soy falopero, que plagio, que soy puto, que…”.
(...) Hay solamente dos cosas en la vida que son para siempre, que no tienen vuelta
atrás, de las que no podés arrepentirte: tener un hijo y matar a alguien. Yo, que
siempre le rajé a las seguridades, a las definiciones, a los compromisos, sé que
jamás voy a tener un hijo. Por eso me cagué tanto cuando maté a alguien… Tener
un hijo te genera responsabilidades: tenés que darle de comer, que pasarle guita a
la madre, que elegirle la escuela. Si es mujer, además, tenés que cuidarle la concha.
Ahora, matar a un tipo lo que te genera es una especie de vacío, una cosa rara que
nunca había sentido y que solo se me fue, por un rato, con el ácido (...). (...) Yo
estoy convencido que el lugar donde nacés te determina para siempre.Que hay
lugares que te condenan. Si nacés en Uruguay ya estás cagado.*
Gracias a ti, Alberto, por recordarlo. Te explico por qué nadie quiere dar su
nombre. (...) la imagen de Gustavo a través de los medios era atroz para Uruguay.
Es muy difícil explicar que lo querías y que era un gran tipo. Su imagen en la
televisión era la de un ser demente, endemoniado. Lo mío viene más por un tema
con mi esposo. Yo confiaba en Gustavo y lo quería muchísimo y estaré siempre
agradecida por haberlo conocido.
Fue hace dos años, y fue la verdadera despedida de mi padre. Aunque al final
demoró en morirse, ese fue el real momento de la pérdida. “Vamos a abandonar el
tratamiento”, me dijo la tipa. “El cáncer ya avanzó por todo el cuerpo. Cualquier
cosa que hagamos va a ser inútil”. (...) Se notaba que yo no le caía simpático a la
doctora. Me lo decía todo así, sin anestesia, con una fingidísima amabilidad
demasiado sobreactuada. Hasta parecía que se sonreía. No estaba tratando de
consolarme. Estaba disfrutando. (...) Mi padre no sufrió dolores óseos ni fracturas,
como decía la doctora al borde del orgasmo. Simplemente, se fue apagando. Dejó
de reírse, dejó de cantar, dejó de oír, dejó de caminar. De a poco se fue olvidando
de las cosas. Terminó en una cama, sin poder hacer nada. Pasamos tres semanas en
terapia intensiva, recibiendo informes diarios de los médicos que no sabían por
qué carajo seguían prolongándole la vida. (...) La muerte en la terapia intensiva
tiene una ventaja respecto a las demás muertes: uno se acuerda, exactamente, cómo
fue la última vez que vio con vida al otro. La última vez que vi a mi padre vivo lo
que más me impresionó fueron las llagas que tenía en las comisuras de los labios.
“Son hongos provocados por el respirador”, me dijo la enfermera. (...) Mi padre se
murió el 9 de octubre. Lo enterraron en la tumba 1113. Cuando salí del cementerio,
entré en un quiosco y le jugué a la quiniela. No gané nada. Buscando coincidencias
estúpidas, me acordé que desde el 9 de abril yo no pruebo una línea.*
Converso de nuevo con Carlos Muñoz, que dirigió algunas de las obras de
teatro que ambos adaptaron a partir de cuentos de Escanlar. En 2005, después de
que Gustavo saliera de su primera estadía en una clínica por sobredosis, le
propuso a Carlos Muñoz filmar un documental acerca de su vida como ex adicto.
–Yo creo que estaba devastado pero no lloró. Creo que lo que más le daba
terror era quererlo y demostrarle a su padre que lo quería. Sé que se metía merca
para enfrentarlos. Escondía sus emociones y adicciones pero escribía sobre esas
cosas. Era, antes que nada, un actor.
Me junto con Natacha López, amiga muy cercana de Escanlar durante los
noventa. Es productora de cine, y su centro de operaciones –LaVorágine Films–
está lleno de afiches y ordenadores Mac.
–No sé si debería hablar contigo. Gustavo una vez me pidió que no hablara
de él, que no contara nada de las cosas que hablamos como amigos. Pero nunca me
dio instrucciones de qué hacer cuando ya estuviera muerto. Podía decir y hacer las
cosas más desinhibidas en público, podía desnudarse y arriesgarse a hacer el
ridículo, pero le costaba mucho más la intimidad, hablar con otros de sus
fragilidades.
–No creo que le importase ser respetado. Sí quería ser famoso, sí quería ser
idolatrado, sí quería ser alguien importante. Por sobre todo ser admirado u odiado,
no ser indiferente. Él quería salir del gris.
En sus últimos años, el plan era escribir un libro: Cuarenta y otros cuentos.
Escribió uno de los relatos que quería incluir, llamado “40”, cuando cumplió
cuarenta años, en 2002. El texto apareció en la revista argentina La Mano en 2005.
Eleonora me deja ver la biblioteca de Gustavo, que está en una casa a la que
se ha mudado hace poco, pero casi no hay libros. Hay una copia de McOndo, varios
de Rubem Fonseca. Los demás son libros de Eleonora ¿Y el resto? Le pregunto si
están embalados.
–No. Los vendía. Deben estar por ahí en librerías usadas o en casas de la
gente que los compró. Gustavo siempre necesitaba plata. Gastaba más de lo que
ganaba, siempre, ganara bien o no. Acá salir en la tele no es como en Hollywood.
Te pagan tres mangos. Vendía los libros para comprarse otros, qué sé yo, para
comer hamburguesas y para transar.
–¿Transar?
–Merca.
9 de abril. Seis de la tarde. Estaba en casa de mis viejos. Le había preparado los
remedios a mi padre. Como todas las tardes, esperé a Martín, mi motor psico por
aquella época. Apenas me dejó la bolsa y se fue, me serví un gramo entero, de una,
sin repetir y sin soplar. (...) Nunca me di cuenta en qué momento la merca me dejó
de provocar placer. Seguramente fue una cosa progresiva. Pero la euforia del
principio dio paso, poco a poco, a una paranoia bastante jodida. (...) Aquella tarde,
la de la terapia intensiva, el 9 de abril, me metí en un supermercado. Los tipos que
me perseguían se movían entre las góndolas. Me querían agarrar. Estaba
desesperado. No sabía por qué no me agarraban de una vez y me mataban y se
dejaban de joder. Me tenían rodeado. Estaban ahí. Ahí. En la góndola de duraznos
en almíbar que tiré a la mierda. En los envases de cerveza que rompí mientras
gritaba. Entre las pilchas que intenté descuartizar porque ocultaban los bultos de
los cuerpos de los que me perseguían. Ahí. Ahí estaban. Ahí venían a agarrarme. A
preguntarme qué había tomado. A meterme en un patrullero. A llevarme al
hospital.
Trataré de decirte más o menos las cosas, hay muchas cosas que no las sé
porque obviamente no estábamos juntos todo el tiempo. Y aunque hubiéramos
estado juntos todo el tiempo, tampoco lo sabría todo. El paro cardíaco lo hizo el
jueves 11 de noviembre, de mañana, en casa. El miércoles había cerrado la edición
de Búsqueda, que era una edición especial, por los 25 años del semanario, y escribió
una columna tremenda. (...) Un resumen de la cultura de los últimos 25 años
(apareces tú, además). (...) más allá de la adrenalina del cierre, él, como era muy
organizado para laburar, el martes ya tenía todo cerrado. El miércoles sólo ajustó
detalles. Estaba orgulloso de cómo había quedado.
El miércoles (...) me fui a una cena que tenía con mis amigas (...) Volví de la
cena y me dormí y él quedo despierto, pero no era algo raro porque siempre se
dormía más tarde, miraba películas y a veces escribía. Le gustaba la noche, siempre
se encendía con la noche (...) De mañana (...) sentí un ruido horrible y fui a ver. Se
habían caído todos los libros de una biblioteca (...) él se había caído sobre la
biblioteca. Yo supuse que estaba drogado, porque no reaccionaba. Estaba en el piso
y sólo se sentía un ronquido. (…) ahí me di cuenta que estaba en paro. Llamé a la
ambulancia y también llamé a mi hermana que trabaja en ambulancias. Llegó
primero mi hermana y empezó con la reanimación y después llegaron los de la
ambulancia y lo intubaron y se lo llevaron al sanatorio y estuvo 24 horas en el CTI,
pero ya sin actividad cerebral. El viernes (a la mañana) me llama un compañero de
Búsqueda que había ido por el sanatorio (...) para avisar que había fallecido. (...)
Finalmente el sábado 13 a las 3 de la tarde pudieron llevar el cuerpo a la casa
velatoria, y [el velatorio] duró sólo una hora y media (...). Hubo mucha gente,
muchísima. Periodistas, políticos de diferentes partidos, amigos, conocidos,
también desconocidos. (...) Yo creo que ya lo sabía, pero eso terminó de
confirmarme cuánto se lo quería y se lo valoraba (...) Creo que no hay nada más
para contar.
Eleonora N.
Me dicen que fue el primer día; yo creo que fue la clausura. Da lo mismo.
Los organizadores optaron por darle la palabra a un invitado de honor: Mario
Benedetti. La sala estaba repleta, no sólo de escritores sino de periodistas, de
diplomáticos. Yo estaba sentado en el hemiciclo. Después de unos aplausos
apareció Benedetti y empezó a dar su charla. Según encuentro en la red, el autor de
Primavera con una esquina rota recibió a más de treinta autores nóveles con palabras
de aliento: “Algunos exquisitos dicen que las grandes utopías ya no tienen
vigencia, pero ¿y las pequeñas?”. Abogó también –según un sitio de noticias
culturales– por la recuperación de la ética: “Los artistas, los intelectuales, los
escritores, los poetas tenemos que ser resistentes ante el lavado de memoria.
Tenemos que volver a los valores éticos”.
Escanlar y Mella aparecieron en la entrada del teatro. Estaban los dos sin
camisas, sudados. Escanlar, gordo, peludo, mojado; Mella, dorado como un
muñeco Ken, lampiño. “Mira, –me dijo Edmundo Paz Soldán entonces–, va a decir
algo”. Y, en efecto, Escanlar empezó a chillar: “¡Cómo se atreve a aconsejar a los
jóvenes si usted nunca lo fue. Usted cree que la vida se divide en blanco y negro,
usted escribe puras mentiras!”. Algo así.
Creo que lo sacaron los de seguridad, pero según Daniel Mella, que ahora es
un hombre y padre de familia, fue él quien lo sacó y lo subió a un taxi para llevarlo
hasta el hotel. Mella me aclara las cosas y las ordena: Escanlar, unos años antes,
había sido su profesor en Comunicaciones (algo que hizo por un tiempo, mientras
escribía mil notas y publicaba sus primeros libros), y lo hacía leer a Bukowski y le
ponía buenas notas y le decía que era un genio y que con su pinta podía triunfar.
Mella ni siquiera lo conocía mucho, sólo como un profesor desordenado que les
llenaba la cabeza de “malas ideas pero también de una seguridad de que podíamos
escribir como queríamos, que uno podía escribir sin pensar en qué era correcto o
en estar preocupado por la crítica”.
–En rigor, no fuimos nunca amigos; era mi profesor. Nunca tuve un lazo
fuera de clases en Montevideo.
Aún no logro saber si soy un consumidor, que necesita consumirlo todo, o soy
alguien que necesita producir. Creo que más bien soy un consumidor que se
apasiona con todas las cosas que se pueden consumir en el mundo. Yo me
dedicaría sólo a consumir (...) Uno consume dvds, libros, música, gente. Ir
conociéndolos, ir chupándoles, robándoles, sacándoles historias. Uno es un
vampiro. También me apasiona –y quizás está mal que lo diga– criar a una
persona. Me apasiona ver todo el proceso de crecimiento de mi hija Violeta. Capaz
que la tuve exclusivamente para consumirla, no lo sé…
Fui al baño. En la tapa del inodoro había un sobre con un gramo de cocaína.
Yo ya no le hacía, pero jalé. Y me guardé el resto.
Después fue al baño y, cuando volvió, me preguntó si quería otra línea. Así
que fui otra vez al baño. Esa noche nos fuimos caminando de Pocitos al Centro,
que es un trecho. No recuerdo de qué, pero hablamos mucho. Creo que él citaba
cada tanto a algún director o actor o escritor, porque la trivia era una forma de
hermanarse. Me pareció que no se sentía parte de un grupo, que estaba un poco a
la deriva.
Den gracias a Dios que Escanlar escribe y no mata inocentes. Nadie arma líneas
como este talento uruguayo. Sus libros deberían tocarse en la radio. Y muy, muy
tarde.
Apareció en la contratapa, con una foto suya en la que aparece rapado, más
joven, más flaco, aferrado a una Coca-Cola. ¿Para qué contribuir a hacerlo más
maldito de lo que ya era? Si ni siquiera leí el libro. Pero yo también era joven.
Después de eso, casi nunca más nos escribimos. Durante 2001 me envió Crónica
roja, que me decepcionó, así que nunca le dije nada. Me molestó que se llamara tan
parecido a Tinta roja, que publiqué en 1996, pero después pensé: “Si ese título me lo
dio él”. Reapareció en mi vida hace un año, por mail, cuando se topó con mi novela
Missing:
Me emocionaste. Me hiciste pensar que para algo sirve esto de escribir. Volví a
pensar en nuestra hermandad cósmica más allá del tiempo y la distancia (¡¡¡no
puede ser que nos gusten los mismos libros!!! quiero darle un abrazo a Ellroy por
mis rincones oscuros!!!) y, sobre todo, te agradezco porque leyéndote me dieron
ganas de escribir, de cerrar cuentas, de mirar el pasado familiar.
Me contó que estaba escribiendo cuentos, que quería hacer algo con su padre
y su familia de Galicia. Me dijo que pronto iba a publicarse La alemana. Quedó en
enviármela pero no me llegó. Me dijo que quizás coincidiéramos en una feria del
libro, pero no coincidimos. Después, me llegó una invitación a un festival
organizado por la revista española Eñe, en Montevideo, que se hizo en agosto de
2009. Escanlar era uno de los que iban a participar. Yo quería ir, pero estaba por
estrenar mi segunda película y me tocaba corregir las pruebas de una novela
nueva, así que no fui.
RAFAEL LEMUS nació en 1977 en la ciudad de México. Es ensayista y
crítico literario. Editó las revistas mexicanas Cuaderno Salmón y Letras Libres y ha
colaborado en diversas publicaciones de su país, como La Tempestad, Luvina y El
Ángel, y en las españolas Quimera, Cultura/s entre otras. Es autor de la colección de
cuentos Informe (Tusquets, 2008) y del ensayo Contra la vida activa (Tumbona, 2009).
LOS MALDITOS
ISBN 978-956-314-151-1
Santiago – Chile
Fotografías de portada:
Martín Adán (Foto archivo Pontificia Universidad Católica del Perú) Jorge
Baron Biza (Foto de Gabriel Fernando Díaz)