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Tan fantástico como la ficción

Texto leído durante la Feria del libro de Bogotá, publicado en El


Malpensante, Colombia, junio de 2008

Para empezar por alguna parte, me gustaría decir que la cosa


más importante que sé acerca de cómo contar historias me la
enseñó una película llamada Lawrence de Arabia, que vi más de
siete veces, a lo largo de un invierno helado, en la ciudad donde
nací.
Yo tenía apenas 11 años y aquel invierno, mientras mis amigos
jugaban o se iban a pescar, me encerré en el cine con obsesión de
psicópata a ver, siete días, siete veces, a razón de cuatro horas por
vez, esa película que llegué a conocer tanto como conocía los
rincones de mi cuarto. Y cada una de las siete veces entré al cine
con el mismo entusiasmo y esperé con idéntico fervor las mismas
escenas: aquella en la que Ornar Sharif brota de las dunas
dispuesto a defender su pozo de agua; aquella en la que Lawrence
camina sobre el tren, enloquecido, sintiendo ya en su corazón una
lámina de luto por la vida que tiene que dejar; aquellas batallas,
aquellos caballos, aquel desierto, aquella túnica blanca, aquellos
ojos.
Pero si uno busca el argumento de Lawrence de Arabia en,
digamos, Wikipedia, se topa con una frase que dice así: «Esta
película narra la historia de Thomas Edward Lawrence, un oficial
inglés que durante sus años en Arabia logró agrupar a las tribus
árabes para luchar contra los turcos por su independencia».
La frase es cierta, y sólo es eso: cierta. Porque nada dice del
desierto amarillo, ni del ulular de sus bravos guerreros, ni de la
túnica helada de Lawrence, ni de sus ojos siempre presos de una
sombra enfurecida. Porque Lawrence de Arabia es «la historia de un
oficial inglés que durante sus años en Arabia», etcétera, pero, de
muchas y muy variadas formas, no es eso en absoluto.
Y ahí radica aquello que les decía que sé y que es simple y que
es esto: una historia, cualquier historia, tiene como destino posible la
gloria o el olvido. Y la clave no está en el cuento que la historia
cuenta sino en eso que la hace arribar con toda pompa a un puerto
majestuoso o hundirse en el mar de la indiferencia. Lo que sé,
decía, es simple y es esto: lo que importa no es el qué, sino el
cómo.
No la historia, sino los vientos que la empujan.
El cronista argentino Martín Caparros dijo alguna vez que, cada
vez que le preguntan si hay alguna diferencia entre periodismo y
literatura, no sabe qué contestar. «Mi convicción es que no hay
diferencia —dijo—. ¿Por qué tiene que haberla? ¿Quién postula que
la hay? Aceptemos la separación en términos de pactos de lectura:
el pacto que el autor le propone al lector: voy a contarle una historia
y esa historia es cierta, ocurrió y yo me enteré de eso. Y ese es el
pacto de la no ficción. Y el pacto de la ficción: voy a contarle una
historia, nunca sucedió, pero lo va a entretener, lo va a hacer
pensar. Pero no hay nada en la calidad intrínseca del trabajo que
imponga una diferencia».
Hablamos, claro, de crónicas sólidas que encierran una visión
del mundo y se reconocen como una forma del arte, y no de pegotes
amasados sin entusiasmo para llenar dos columnas del diario de
ayer. Estas crónicas toman del cine, de la música, del cómic o de la
literatura todo lo que necesitan para lograr su eficacia. El tono, el
ritmo, la tensión argumental, el uso del lenguaje, y un etcétera largo
que termina exactamente donde empieza la ficción. Porque la única
cosa que una crónica no debe hacer es poner allí lo que allí no está.
Hace un tiempo escribí la historia de un grupo de antropólogos
forenses cuyo trabajo consiste en exhumar, de fosas clandestinas,
restos óseos de personas ejecutadas por diversas dictaduras, para
identificarlos y devolverlos a sus familiares. La crónica empezaba
así:
No es grande. Cuatro por cuatro apenas, y una ventana por la
que entra una luz grumosa, celeste. El techo es alto. Las paredes
blancas, sin mucho esmero. El cuarto —un departamento antiguo en
pleno Once, un barrio popular y comercial de la ciudad de Buenos
Aires— es discreto: nadie llega aquí por equivocación. El piso de
madera está cubierto por diarios y, sobre los diarios, hay un suéter a
rayas —roto—, un zapato retorcido como una lengua negra —rígida
—, algunas medias. Todo lo demás son huesos.
Tibias y fémures, vértebras y cráneos, pelvis, mandíbulas, los
dientes, costillas en pedazos. Son las cuatro de la tarde de un
jueves de noviembre. Patricia Bernardi está parada en el vano de la
puerta. Tiene los ojos grandes, el pelo corto. Toma un fémur lacio y
lo apoya sobre su muslo.
—Los huesos de mujer son gráciles.
Y es verdad: los huesos de mujer son gráciles.
Apenas después, el texto revelaba que ese no era el cuarto de
juegos de un asesino serial sino la oficina del Equipo Argentino de
Antropología Forense, que Patricia Bernardi era uno de sus
miembros, y que los huesos esparcidos eran los de tres mujeres,
exhumados el día anterior de un cementerio de la ciudad de La
Plata. Pero aun cuando ese párrafo tiene un tono calculado, una
métrica medida y cada palabra está puesta con intención, no hay
nada en él que no sea verdad: todo eso estaba allí aquel jueves de
noviembre a las cuatro de la tarde: el suéter a rayas —roto—, el
zapato retorcido como una lengua rígida, los huesos, costillas en
pedazos, y, por supuesto, Patricia Bernardi, que tomó un fémur y se
lo apoyó en el muslo y dijo lo que dijo: «Los huesos de mujer son
gráciles».
Por cosas como esas me gusta la realidad: porque si uno
permanece allí el tiempo suficiente, antes o después ella se ofrece,
generosa, y nos premia con la flor jugosa del azar.
Yo encuentro cierta belleza en que las cosas sucedan —
absurdas, contradictorias, a veces irreales— y me gusta entrar en la
realidad como a un bazar repleto de cristales: tocando apenas y sin
intervenir.
En 2006 publiqué un libro que se llama Los suicidas del fin del
mundo, que cuenta la historia de Las Heras, un pueblo de la
Patagonia argentina donde, a lo largo de un año y medio, doce
mujeres y hombres jóvenes decidieron volarse la cabeza de un
disparo, o ahorcarse con un cinturón en el cuarto de su casa, o
colgarse en la calle a las seis de la mañana del día 31 de diciembre
de 1999. Durante un tiempo viajé a ese pueblo, hablé con
peluqueros y con putas, con madres y con novios, con hermanas y
amigos de los muertos, y, cuando creí que había terminado, empecé
a buscar un editor para eso que, pensé, podía ser un libro. Muchos
retrocedieron espantados ante tanto muerto joven, pero uno de
ellos, con ojos luminosos de entusiasmo, me preguntó «¿Por qué
mejor no lo escribís como si fuera una novela?».
No tengo ninguna respuesta para explicar por qué dije que no,
salvo que, en el fondo, no le encuentro sentido a transformar en
ficticia una historia que se ha tomado el trabajo de existir así, tan
contundente. Que cuando doce personas deciden suicidarse en un
año y medio en plena calle o en casa de su mejor amigo, en fechas
tan significativas como el día de cambio de milenio, en un pueblo
petrolero con más putas que automóviles, no siento que mi
imaginación pueda agregar, a eso, mucho.
El libro, finalmente, fue publicado como una crónica y, taunque
todo lo que cuenta es real, está plagado de recursos literarios.
Incluida su música de fondo: la chirriante música del viento.
En su novela Las vírgenes suicidas, donde narra la historia de
las cinco lesivas hermanitas Lisbon, el norteamericano Jeffrey
Eugenides utiliza un recurso que enrarece el clima desde el principio
y remite a la idea de corrupción y podredumbre de las cosas vivas.
Dice Eugenides: «Esto ocurría en junio, en la época de la mosca del
pescado, cuando, como todos los años, la ciudad se cubre de tan
efímeros insectos. Se levantan entonces nubes de moscas de las
algas que cubren el lago contaminado y oscurecen las ventanas,
cubren los coches y la farolas, [...] y cuelgan como guirnaldas de las
jarcias de los veleros, siempre con la misma parda ubicuidad de la
escoria voladora».
Yo no tenía las moscas del pescado, pero tenía el viento.
En los días de viento, y eso es casi siempre, en Las Heras no
se puede salir a la calle. En esos días puertas y ventanas trepidan
con temblores frenéticos, y los habitantes permanecen encerrados,
sitiados por el aullido de esa fuerza maligna. Madres y novias,
hermanos y amigos de los suicidas hablaban con odio y con temor
de eso que doblegaba a la ciudad con alaridos de bruja y la envolvía
como un presagio ominoso: el viento, decían, es peor que nada:
peor que la soledad, peor que la distancia, peor que el frío y que la
nieve.
A la hora de escribir pensé que tenía que reproducir ese clima
enloquecido y lograr que el viento se levantara del libro como un
enjambre. Así, en las primeras páginas, el viento sopla tímido,
balanceando apenas el ómnibus que me llevaba a Las Heras. Un
poco más adelante arroja ceniceros al piso, se cuela por las
hendijas, empuja polvo hasta el fondo de la garganta de las casas.
Al final, el viento ya es un monstruo negro, una bestia con
voluntad(propia. «Afuera —dice el libro— el viento era un siseo
oscuro, una boca rota que se tragaba todos los sonidos: los besos,
las risas. Un quejido de acero, una mandíbula».
Si todo texto está afinado en un tono, yo quiero pensar que Los
suicidas delfín del mundo está afinado en el chirrido del viento. Y no
por gusto ni por capricho, sino para pintar, sobre su alarido
interminable, un pasado de sangre y un presentí de horror en el que
todo —las muertes, la pura desgracia, los suicidios— seguía
sucediendo.
Porque aun cuando fuera un personaje, aun cuando fuera una
metáfora, un puro recurso literario, el viento no era —no podía ser—
un adorno. El viento era —tenía que ser— parte de la información.
En su libro El empampado Riquelme (la historia de un hombre
que sube a un tren pero nunca llega a destino y cuyos huesos
aparecen en el desierto de Atacama medio siglo más tarde) el
chileno Francisco Mouat dice que, para escribirlo, leyó a Paul
Auster, a Richard Ford, a Juan Rulfo, a Kafka. «Todas estas lecturas
—dice Mouat— están desparramadas por este libro y tienen mucho
que ver con estas páginas».
Yo siempre sospeché que los buenos cronistas tienen nutridas
bibliotecas de ficción y que van más seguido al cine que a talleres
de escritura. Que no aprendieron a describir personajes en una
clase de la universidad, sino leyendo a John Irving. Que no saben
narrar con exquisita parquedad por haber participado en un taller de
producción de mensajes, sino porque se conocen hasta el solfeo la
prosa de Lorríe Moore. Que son rigurosos con la información pero
creativos en sus textos no porque hayan estudiado Metodología de
la Investigación, ni Planificación de Procesos Comunicacionales,
sino porque saben quién es John Steinbeck.
Y pienso todas esas cosas porque en los grandes cronistas
encuentro ecos de Richard Ford y de Scott Fitzgerald, de Góngora y
de la Biblia, de José Martí y de Gonzalo Rojas, de Flaubert y de
Paul Bowles, de Salinger y de Alice Munro, de Nabokov y de
Pavese, de Bradbury y de Martin Amis, de Murakami y David Foster
Wallace.
Claro que, si vamos a ser sinceros, no suele haber, en los
grandes escritores de ficción, ecos de cronistas majestuosos.
Pero hay que ser pacientes.
Porque tiempos vendrán en que eso también suceda.

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