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CAMPO REAL
Alberto Giordano
nació en Rufino en 1959
y reside en Rosario desde 1971.
Es ensayista, investigador
y docente universitario.
Entre 1990 y 2000 dirigió el Centro
de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
de la Universidad Nacional de Rosario
(institución bastante más interesante
y divertida que lo que sugiere su nombre)
y todavía dirige el Boletín de dicho Centro
(ídem el paréntesis anterior). Antes,
en años de productiva confusión,
codirigió con Juan B. Ritvo la revista Paradoxa.
Entre sus libros se encuentran:
Roland Barthes. Literatura y poder (1995);
Razones de la crítica (1999);
Manuel Puig. La conversación infinita (2001);
Modos del ensayo. De Borges a Piglia (2005)
y Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas (2006).
I
MANSALVA
CAMPO REAL
El giro autobiográfico
de la literatura argentina actual
Giordano, Alberto
El giro autobiográfico de la literatura argentina actual
Primera Edición
Mansalva. Colección Campo real
Buenos Aires, 2008
ISBN 978-987-1474-12-7
editorialmansalva@yahoo.com.ar
www.mansalva.com.ar
Alberto Giordano
El giro autobiográfico
de la literatura argentina actual
MANSALVA
Prólogo
8
tritura hasta que se vuelve completamente reducido, infame, comunicante
con todo.”2 Tal vez nunca antes los experimentos autobiográficos en
literatura corrieron tantos peligros como los que acechan detrás de los
valores que promueve la cultura de lo íntimo (lo dice alguien para quien
algunos de esos experimentos representan lo más vigoroso y prominente de
la actual literatura argentina). Confiese lo que quiera, expóngase
descarnadamente, con tal de que no tengamos dudas o podamos jugar sin
inquietudes a que el que vivió y el que se escribe son el mismo. Tan
seductora resulta la posibilidad ser triturado y consumido que, incluso entre
los escritores más interesantes, hay quienes no se oponen a la recepción
intimista de sus ficciones, incluso la promueven. Pienso en Guebel y su
Derrumbe, no en lo que ocurrió durante la escritura de la novela —la apuesta
a favor de la ambigüedad y el equívoco era considerable—, sino en los
exabruptos confesionales con los que el autor orientó violentamente, desde
las entrevistas que acompañaron la publicación, la interpretación en clave
autobiográfica del experimento. ‘Escribí una especie de diario de mi
separación porque si no lo hacía me moría’; ‘lo escribí para que, en caso de
no estar vivo, mi hija sepa dentro de quince años qué pensaba su padre’.
Sinceridad, honestidad, coraje e impudicia. ¿Qué más se puede pedir?
9
Aunque no es del todo cierto, me gusta pensar que escribí este libro
para conseguirle algún lector más al anterior. En todo caso, es una idea
con la que solía jugar mientras lo escribía. Se entenderá entonces por qué
decidí presentarlo y presentarme en el prólogo a través de la trascripción
fragmentaria de la entrevista que me hizo Gustavo Pablos para La voz del
interior cuando el año pasado publiqué Una posibilidad de vida.
10
su esquematismo y su frigidez, esta primera aproximación, aunque
atendible, revela cuán ajena resulta a la convicción y la emoción de quien
la enuncia. Nunca sentí como propio el problema de si determinado texto
pertenece o no a la literatura (como crítico-legislador, he sido un fracaso),
aunque desde que recuerdo siempre me interesó saber qué es la literatura,
qué se pone en juego por el hecho de que algo se me imponga como
literario. Lo curioso, lo raro de la literatura, es que se impone sin imponer
nada: a veces, mientras leo un texto que la reproducción cultural me ofrece
como literario, o, como en el caso de los diarios íntimos o los epistolarios,
de estatuto ambiguo, puede suceder que algo extraño se presentifique
sobre la superficie de la escritura y me haga señas, o me mire, sin intención
reconocible. La aparición de la desaparición de algo que concierne a mi
intimidad. Entonces, mezcla de goce e inquietud, me reconozco absorbido
por un acontecimiento al que, por pereza intelectual, o a falta de un mejor
nombre, llamo literatura. Como decía al principio, me gusta pensar que la
literatura es una experiencia en la que algo íntimo e inexpresable pugna
por ser dicho.
(...)
11
Link, Cozarinsky, Moreno, Gandolfo y algunos otros, dije que no, que no
me parecía, que en todo caso, si se quería ensayar una evaluación política
del fenómeno fundada en una ética literaria, habría que comenzar por
cuestionar la idea de “repliegue” y el uso acrítico de la noción de
“experiencia”. Para agotar los pocos caracteres con espacios que tenía
asignados, precipité la conclusión: no es a partir de la extensión de los
temas (mayor, menor o mínima, ya sea que comprometan las esferas
pública, privada o íntima), si no a partir de la intensidad con que la
escritura sobre cualquier tema imagina posibilidades de vida que hay que
pensar el nervio político de las experiencias literarias. Desde que
comenzaron los coqueteos con la prensa traté de mantenerla a raya, pero
estaba escrito que en cualquier momento la impostura profesoral tomaría
la palabra para arruinarme el juego. Así fue como de aquella respuesta
justa en su inevitable complejidad no quedó siquiera un vestigio cuando se
publicó la nota. Cómo no la iban a borrar. Lo triste de haber imaginado
las páginas de adn como un pequeño teatro a la medida de mis demandas
de reconocimiento es que en la comedia sobre las escrituras de la
intimidad me tocó un papel de reparto con poco lucimiento, el académico
sobrio y algo banal que interrumpe la locuacidad de un escritor para que
enseguida suba a escena la de otro.
12
Dos relatos porteños:
La vida nueva de Raúl Escari
14
afortunadamente poco tiene que ver con el Raúl Escari autobiográfico, el
“verdadero” según uno de los principios que habría guiado la composición
del “mosaico”, el real de acuerdo con la intensidad con que lo presenta una
escritura que, a fuerza de no pretender ser literaria, produce el más literario
de los efectos, “el efecto de ‘otra’ literatura”3. (Como algunos otros de los
que participan en lo que llamo giro autobiográfico, el libro de Escari se
sitúa en los márgenes ambiguos de la institución literaria y desde esa
posición inestable, menos por voluntad de confrontación que por sabia
indiferencia, ligeramente la impugna. En un ensayo resiente que circula
por Internet, Josefina Ludmer llama “literaturas postautónomas” a estas
que se instalan en un régimen de significación ambivalente y ocupan,
respecto de la institución literaria, una “posición diaspórica”: al mismo
tiempo, ya están fuera y todavía dentro. Estas escrituras del presente no se
dejarían leer (no se deberían leer) estéticamente porque sus modos de
existencia vuelven anacrónicas las distinciones entre buena y mala
literatura, entre lo que es y no literario y entre realidad y ficción. Como
advierto que en mi lectura de Dos relatos porteños intervienen criterios y
conceptos críticos que Ludmer juzgaría, con razón, estéticos, pienso que
en algún momento tendré que pensar cuáles son las razones de mi
perseverancia en el anacronismo.)
Cuenta Escari en el Prefacio que los primeros cinco o seis textos los
escribió independientemente sin una finalidad precisa y que recién cuando
entrevio la posibilidad de combinarlos elaboró un programa de trabajo que
no abandonó hasta terminar. La presencia de una voluntad constructora
reflexiva es perceptible tanto en el encadenamiento de cada texto con el
que lo sucede como en la articulación entre unidades mayores (las
secuencias temáticas del tipo: los recuerdos de infancia, los hábitos del
presente, las anécdotas de los amigos). Pero aunque la coherencia y el
ritmo de las asociaciones quedaron garantizados, el encanto de lo
involuntario, de lo que carece en principio de intenciones y se despliega a
partir de un impulso fortuito e inmanente, igual persiste a lo largo del
libro y le da a cada fragmento la apariencia feliz de lo inacabado (la
apariencia que toma la vida cuando es lo que nos sucede). La de Escari es
una prosa conversada y su arte, el de un causer que sabe mantener tenso el
hilo de la conversación porque aprendió, seguramente en la infancia, que
no basta con que la anécdota resulte curiosa o la reflexión ocurrente para
que el otro se divierta: lo esencial es haberse inventado un tono (que es
tanto como decir, haberse inventado uno mismo como diferente e
15
interesante) capaz de entrar a escena en cada charla para convertirla en una
performance. La presencia continua del tono de Escari, un tono en el que
coexisten la expansión y la reserva, la inocencia y la sabiduría, el tono de
una loca que quería vivir en las palabras y así fue como se convirtió en
princesa, transforma cada entrada del álbum personal en un experimento.
“Hoy les voy a contar a qué jugaba cuando era chico”; “Hoy, cómo
transcurren mis mañanas”; “Hoy, cómo fue que un día me peleé con
Copi”. Y si el lector responde siempre con la misma atención, no importa
qué tan significativo sea el tema de la charla, es porque sabe que la
anécdota resultará divertida y el recuerdo encantador, pero sobre todo
porque espera volver a entrar en el movimiento de esa voz.
El programa de trabajo que adoptó Escari cuando descubrió que lo
que estaba haciendo tenía futuro de libro, supone, por una parte, un
compromiso moral (en el sentido barthesiano de una “moral de la forma”)
y, por otra, la observancia de dos reglas éticas. La escritura tiene que ser
“plana”, neutra, como la de Pablo Pérez dice, para evitar la recaída en
imposturas literarias. A este despojamiento de cualquier convención que
pudiese funcionar como signo literario se asocia la voluntad declarada de
operar como los artistas pop: aplanando las diferencias culturales, para que
entre el relato de una conversación con Marguerite Duras y una reflexión
sobre la costumbre terapéutica de tomar diariamente tres litros de Coca-
Cola no se establezcan jerarquías. Aunque hay momentos en que el
compromiso pop deriva en pose camp, como cuando intercala el nombre
de Ben Molar en una serie de traductores talentosos que incluye también
los de Borges y Pezzoni, y aprovecha la ocasión para “rendir de paso un
sincero homenaje” a Gina María Hidalgo; aunque a veces tiene que
reestablecer la diferencia entre lo culto y lo masivo para jugar a suprimirla,
advertido como está de la dimensión política de esos juegos4, Escari
consigue que todos los temas de su conversación valgan más o menos lo
mismo y que ese valor no dependa de criterios trascendentes sino de la
fuerza con la que se imponen como vitales.
La primera regla ética, porque se deriva de lo anterior, también
procede de los ejercicios literarios de Pablo Pérez, maestro paradójico: la
escritura de la propia vida debe regirse por un criterio de verdad. “Todo lo
que escribí es cierto”, dice Escari, y no se trata de que no haya mentido
(problema moral), sino de que en ningún momento quiso hacer literatura
a costa de sí mismo y pasar por un “gran escritor”. En tiempos en que
todos repiten, como el otro Escari, que “una autobiografía es una ficción
¡6
entre muchas posibles”5, resulta prometedor que alguien vuelva a hablar de
la verdad sin apurarse a repetir el lugar común de que tiene estructura de
ficción. Abusamos tanto de la palabra “ficción” que terminamos
reduciendo su sentido al de artificio o artefacto retórico, y así fue como
nos olvidamos de la verdad, que es lo que realmente nos importa cuando
se trata de seguir el paso de la vida (que es siempre la de alguien
intransferible, aunque no le pertenezca) por las palabras. ¿Qué podría ser
un ejercicio de la verdad que no se redujese a la voluntad de querer decir
cosas verdaderas? Ahí está Dos relatos porteños para dar una respuesta en
acto: una experiencia de los límites de lo comunicable. Escari actúa como
si pudiese contarlo todo, porque responde al criterio de verdad que lo lleva
a no jerarquizar los temas: cuenta cómo acabó por primera vez pensando
en un tío, qué drogas prefiere y cuales detesta, lo que le contó Miguel
Abuelo cuando lo tuvo de huésped en su departamentito parisino y hasta
la fellatio desafortunada que una vez le practicó a Pablo Pérez. Lo único
que no cuenta, porque no puede, como si temiese que la escritura fuese a
revivir o incluso a intensificar las fuerzas destructoras, es el amor “terrible”
que lo ligó para siempre a Copi y el dolor por la muerte del hermano
mayor. Los dos acontecimientos quedan aludidos en su excepcionalidad,
pero como algo que todavía se resiste a ser abordado directamente.
Alrededor de ellos se suspende la asociación dichosa de reflexiones y
anécdotas y la impotencia queda señalada por el laconismo de algunas
frases: “siempre vivimos cerca Copi y yo”; “Sacarlo de quicio era un juego,
bastante insoportable, que le jugué mucho a mi hermano. Y lo lamento.”
Estas epifanías silenciosas, acaso los momentos más conmovedores del
libro, nos confrontan con lo que el autobiógrafo descubre por atenerse al
deseo de no convertir su vida en una historia literaria, ni siquiera
fragmentariamente: la no-verdad de los afectos íntimos, eso que no se
puede contar porque algo lo impide, es lo que cuenta6.
La otra regla que observó Escari para componer Dos relatos porteños
es la de escribir diariamente, estableciendo como referencia temporal de lo
que se cuenta cada día los sucesos o los estados de ánimo de ese mismo
día. Lo importante es no volver sobre un texto ya escrito para corregirlo si
en uno posterior se plantea una contradicción o un equívoco. Así es como
se evita el error de tantos relatos autobiográficos en el que la
reconstrucción lineal y coherente produce un deplorable efecto
necrológico: de tan idéntico al que llegará a ser, pongamos por caso, un
escritor consagrado, ese niño que juega en el patio de la casa familiar
17
parece sin vida. La apuesta de Escari tiene que ver, precisamente, con
mostrar la distancia actual consigo mismo para que el mosaico que va
componiendo no adquiera, por la imposición de un centro, rigidez e
inmovilidad. Por eso la regla no es meramente práctica, tiene un alcance
ético y se enuncia así: “respetar el transcurrir natural de una vida, con sus
contradicciones y vaivenes.” Más o menos lo que se puede leer en el Diario
de los hermanos Goncourt, cuando Edmond argumenta la superioridad de
este género sobre las memorias: sólo una escritura capaz de registrar cómo
cambian y se modifican las personas puede “representar la ondulante
humanidad en su verdad momentánea'7.
Aunque algunos textos adopten la forma de entradas (“Esta mañana,
martes primero de marzo, llamé a María Moreno...”; “Hoy, 15 de abril de
2006, murió Pablo Suárez.”), no se puede decir que Dos relatos porteños sea
un diario, pero sí que comparte con los diarios la orientación hacia el
presente más que hacia el pasado, porque se fue escribiendo como un
ejercicio de intensificación de la vida, indiferente a cualquier proyecto de
reconstrucción. Cuando Escari recuerda sus dramatizaciones infantiles, o el
juego de los inventos que un día le valió el elogio de un amigo de su
hermano, además de fijar en las páginas del álbum de la memoria algunos
episodios significativos, pone a prueba sus posibilidades de revivir hoy esas
experiencias, de vivirlas como nunca antes, bajo la presión de los afectos que
lo habitan y lo mueven mientras las escribe. La loca que no pudo realizar su
vocación teatral se reconoce en el histrionismo y las rabietas infantiles del
niño Scaricabarozzi porque le gusta pensar, sin ánimo de provocación, que
ya estaba presente en esos arrebatos (“No se llega a ser loca, dice: loca se
nace”). Pero al mismo tiempo, más acá de cualquier afirmación narcisista, se
descompone y se reinventa en la escritura de los recuerdos porque el tono
con el que rememora presentiza el misterio de la indeterminación original: lo
que todavía conmueve del niño que juega a seducir y a fastidiar a los
mayores, tan diestro en su métier, es que no sabe por qué lo hace, como el
que escribe no sabe ni podría saber de dónde llegan esas palabras planas
capaces de revivir lo que nunca ocurrió. ¿Llegarán de nuevo mañana, cuando
se disponga otra vez a escribir?
La vida de Escari, según lo que se puede reconstruir, es generosa en
desplazamientos, ocupaciones y encuentros. Están sus logros juveniles en el
Instituto Di Telia antes de viajar a Francia; los treinta años de residencia en
París, en los que trabajó como periodista en Radio Francia Internacional y
en algunos medios gráficos, años en los que, además de muchas otras
18
cosas, viajó a destinos exóticos y vivió su homosexualidad como no lo
hubiese podido hacer en Argentina; finalmente, está el regreso a Buenos
Aires y este presente de escritor con miras a convertirse “de culto”. Y
siempre, en todos los lugares y edades, amigos célebres (que no lo fueron
gracias, pero tampoco a pesar de esa condición): los de la juventud en
Buenos Aires, Ricardo Piglia y Pirí Lugones; los de París, Copi, Vila-
Matas, Marguerite Duras, Barthes, Sarduy y Antonio Seguí. A esta lista
larga y sorprendente se agregan, después del regreso, los nombres de Maria
Moreno y otros dos mentores literarios, Pablo Pérez y Daniel Link. No
cuesta imaginar qué memorias voluminosas se podrían haber escrito, con
un poco de disciplina y destrezas técnicas, desplegando y trenzando los
hilos de esta vida. Escari prefirió pulverizarla, para que la intensidad y el
encanto prevalezcan sobre el valor testimonial. Dos relatos porteños es una
“biografía pulverizada” (la expresión pertenece a Sarduy) en las que las
secuencias de la historia personal apenas si están esbozadas, presupuestas
como horizonte de inteligibilidad, para que los recuerdos y los apuntes del
día, bajo la apariencia de discretas “viñetas”, cobren fuerza de epifanías.
Como Proust (leerlo era a veces un ejercicio preparatorio), Escari supo
confiar en el olvido, no sólo no se le resistió, sino que se encomendó a su
labor aniquiladora. Así, los años de la infancia se disgregan en unos pocos
gestos y escenas y en un único espacio, la casa familiar de la calle Rivadavia
(el deseo de viajar lejos podría ser un correlato de este encierro voluntario).
La madre queda en un segundo plano, desplazada por la complicidad de
dos tías solteronas (¿siempre hay tías animando la infancia de las locas?)
que fueron las mejores espectadoras de las extravagancias del niño-dandy.
La ausencia del padre, muerto a sus siete años, es un vacío sin resonancias.
Del corazón secreto de esta edad mágica y terrible proceden el placer
infantil de hacer reír a los demás y una melancolía discreta, que ni se
nombra ni se dramatiza, pero que le da al conjunto de los textos una leve
coloratura sentimental. La perfomance cómica, que fue primero un modo
de expresar el amor al hermano (“Hacerlo reír era para mí uno de los
mayores placeres del mundo. Lo siguió siendo hasta su muerte.”), se
convirtió después en un don, un presente que alegra la vida de (y junto a)
los amigos (gracias a su transmutación en literatura, los lectores incógnitos
de Dos relatos porteños también recibimos este regalo). La melancolía es tal
vez una huella del desprecio y los rechazos que habría sufrido la loca desde
muy temprano, de sus luchas solitarias contra el resentimiento cuando
todavía no contaba con el escudo protector de la amistad. Según una
19
teoría de Escari (la clase de teoría que los heterosexuales suspicaces
tendemos a considerar una idealización, pero habría que ver), la “amistad
gay” es un vínculo sereno, una apertura al bienestar y la alegría, que
instaura un espacio liberado de las injurias y las agresiones que sufren los
homosexuales a lo largo de su vida8. Dos relatos porteños se propone como
la prueba autobiográfica de la consistencia de esta teoría.
Uno de los recursos más poderoso con los que contaba Escari para
componer unas memorias abultadas y llamativas es el acopio de amistades
célebres, un material tan excepcional como peligroso, porque si se lo
manipula con poca sutileza termina por aplastar el rostro del autobiógrafo
-eso que nunca se nos da del todo—bajo el peso de una máscara
deprimente, la del que pretende usufructuar de la fama ajena. El trabajo de
pulverización y aplanamiento que realiza la escritura sobre ese material tan
delicado es de una eficacia singular, si tenemos en cuenta la resistencia que
puede ofrecer: a través de unas pocas anécdotas íntimas o un gesto que
otros tal vez no hubiesen percibido, las personalidades del mundo
intelectual o artístico aparecen en primer lugar como personajes del
mundo de Raúl Escari porque el tono de su prosa conversada modula la
aparición. Así, Sarduy es el de la vez que se le abrieron las puertas de un
prostíbulo en Tánger porque mencionó el nombre de dos viejos amigos de
la casa, Foucault y Barthes. “—¿Cómo están los profesores?”, preguntó el
portero, vencida la desconfianza. La ocurrencia de Manolo es el verdadero
protagonista de esta anécdota que Lady S.S. contaba, seguramente, para
alegrar a los colegas. Copi es el despliegue infantil de un “espíritu
investigador” que podía entontecerlo, como cuando se quedó esperando
ver el crecimiento de unas flores, o llevarlo a conclusiones irrebatibles (“No
veo cuál es el interés de volverse adulto."). Y Barthes, siempre tan pudoroso,
el de la sorpresa y la alegría cuando una noche escuchó que lo citaban en
una película que, de no mediar la insistencia de los amigos, no hubiese ido
a ver. Desbordado por la dicha repentina, golpeó con la mano la rodilla
derecha de Sarduy y la izquierda de Escari, pues estaba sentado entre los
dos. El recuerdo de este gesto fugaz y amable de un cuerpo en estado de
felicidad potencia su encanto cuando se lo aproxima al de otro golpe de
mano sobre una rodilla amiga, el que una vez le dio Victoria Ocampo a
Mallea para descargar la crispación y la intolerancia que le provocaban las
“estupideces” de su hermana menor (ver “Los coros”).
En una reseña en la que destaca los valores literarios de su escritura,
dice Elvio Gandolfo que llamarla “plana” es un abuso de confianza que el
20
autor de Dos relatos porteños se permite para consigo mismo 9. Nadie puede
leer en el propio discurso el momento en el que las palabras de
desautorizan, ese acontecimiento que separa lo que se escribe del dominio
que ejerce el autor. La diferencia entre lo que Escari supone que hizo con
su vida mientras componía el “mosaico” autobiográfico y lo que transmite
el movimiento que recorre las “viñetas” y las hace aparecer como apuntes
de una experiencia en curso, se plantea nítida en el comienzo del último
texto, “Reflexiones escritas al día siguiente de terminar este libro”:
Después de terminar este libro, lo releí como una serie d ‘ états d ’ame. En este
sentido, gira en torno de un sentimiento único, padecido en circunstancias y
épocas diferentes de mi vida: una fuerte pulsión de rabia, de indignación o de
furias enceguecedoras, por grandes o chicos que fueran los problemas que siempre
volvía enormes.
N otas
1 Pablo Pérez: Un año sin amor. Diario del SIDA, Buenos Aires, Editorial Perfil, 1998;
Raúl Escari: Dos relatos porteños, Buenos Aires, Editorial Mansalva, 2006. Desde que escribí
este ensayo, el punto provisorio de llegada se corrió dos veces durante 2007: primero, hasta
marzo (María Moreno: Banco a la sombra, Editorial Sudamericana) y después, hasta
setiembre (Raúl Escari: Actos en palabras, Editorial Mansalva).
22
2 María Moreno: “La internacional argentina”, en Radar (Suplemento de Página!12),
Buenos Aire, 5 de noviembre de 2006.
3 César Aira: “El deseo de viajar”, en Fin de siglo 8, 1988.
4 Si bien Escari se anticipa a una lectura como ésta cuando declara “no quiero provocar.
No peco en absoluto de populismo, sino, gracias al cielo, de un sentido o un gusto, una
atracción dichosa por la cultura popular”, igual se puede reconocer en algunos de sus gestos
la estrategia doble de provocación y seducción que identifica lo camp, y en la declaración
que acabamos de citar -si se me disculpa la violencia interpretativa-, un acto denegatorio.
5 Enrique Vila-Matas: París no se acaba nunca, Barcelona, Editorial Anagrama, 2003.
6 Entre paréntesis, al final del texto titulado “Mi hermano Ricardo”, Escari anota: “Este
texto era una nota al pie de página del apartado anterior... La dimensión que tomó,
excesiva para una nota al pie, me hizo independizarla, pero comprobé que todavía, a tantos
años de su muerte, sólo me atrevo a hablar de mi hermano en una notícula aclaratoria al
pie de página.”
7 Julio y Edmundo Goncourt: Diario íntim o 1851-1895■ Memorias de la vida literaria,
Madrid, Ediciones Jasón, s/f. La cita pertenece al Prefacio firmado por Edmond.
8 Ver Raúl Escari: “La amistad gay: de Christopher Isherwood a Pablo Pérez”, en
Canecalón 1, 2004 (reproducido en: http://www.canecalon.com/canecalon01/amistad.htm).
9 Elvio Gandolfo: “La deriva”, en Noticias N° 1560, Buenos Aires, 18 de noviembre de
2006.
23
La actualidad de un ejercicio anacrónico
Sobre Confesionario. Historia de mi vida privada
26
contenidos y la forma del acto confesional, presupone la existencia de una
muy extendida y consistente “cultura de la intimidad” que a veces reproduce
alguna de las más viejas y más ingenuas supersticiones contra las que se
pronunció la literatura moderna desde su nacimiento, para comenzar, la
creencia en la autoridad de las intenciones. La compiladora recuerda que
uno de los invitados, la cantante y actriz Rosario Bléfari, decidió modificar la
pregunta propuesta por los organizadores del ciclo, “¿Qué es contar algo
personal?”, y se impuso responder a otra más exigente en términos de
autoexposición: “¿qué es lo que más vergüenza me daría leer en público?”
Como no duda de que la conversación entre dos amigas que escribió Bléfari
para lucir sus pesares y sus fantasías por la constante falta de dinero es
efectivamente un texto nacido de la voluntad de atravesar el fantasma de la
vergüenza, una prueba extraordinaria de coraje y autenticidad, Szperling
anuncia desde el prólogo que se trata, “por supuesto, [de] uno de los textos
más intensos y vividos de la colección” (el subrayado me pertenece). La
perplejidad que provoca este énfasis se despliega en dos direcciones. ¿Por qué
suponer que el recuento infantil de todo lo que le gustaría comprar y no
puede, lo mismo que la memoria de algunas penurias e incomodidades
debidas a la indigencia, podrían ser lo más vergonzoso de la intimidad de
una artista? Además de una chica que se sincera con una amiga, Bléfari, la
autora y el personaje de “¿Qué es lo que querés?”, es una artista, que en
tanto tal fue invitada a confesarse en público, y sabemos que en toda vida de
artista la pobreza también vale como signo de excepcional idad ya que
siempre la rodea el aura prestigiosa de la bohemia. Por otra parte, ¿no es
evidente que más allá de cuáles hayan sido sus intenciones, si realmente creía
o no que estaba exhibiendo algo vergonzoso, el personaje autobiográfico que
compone Bléfari resulta encantador? Frente a esa amiga que sí tiene plata, y
que por eso se incomoda cuando sale el tema (y que por eso podría
enredarse en estúpidos conflictos morales, como le ocurre a los que tienen
plata, cuando la arrebaten las ganas de comprarse todo), con la misma
naturalidad con la que confiesa sus temores y sus inseguridades, confiesa que
entre tantas cosas que deseó y no tuvo, sin desearlo siempre tuvo amor (“ser
amada siempre me pasó”). Está claro que esta otra fortuna no la compensa
de las insatisfacciones materiales, para qué engañarse, pero es tan auténtica la
inocencia con la que esta chica pasa de una cosa a otra mientras conversa, la
plasticidad de la voz hace tan sensible la ausencia de imposturas, que el
encanto de su tono compensa al lector por la falta de la intensidad dramática
que prometía el prólogo.
27
El texto de Bléfari es una reelaboración distendida, apacible, sin
aquellos regodeos miserables en la infelicidad ajena, de uno de los lugares
comunes de la literatura de Manuel Puig: la narración de lo que pasa
mientras dos mujeres conversan a solas en clave de juego y lucha de
lenguajes. Por esa apertura novelesca al entramado polifónico de los
enunciados triviales, es también el más interesante de la serie de textos
escritos por chicas-no-meramente-literatas (actrices, directoras o cantantes,
además de escritoras) que apuntala, a fuerza de seducción, el recorrido por
las páginas de Confesionario. Mas allá de las evidentes diferencias
compositivas y del muy diverso grado de eficacia (mientras que algunos se
agotan en el gesto testimonial, otros cortejan las ambigüedades de la
ficción), el rasgo común a todos estos textos es que parecen haber sido
escritos pensando en la puesta en escena no sólo de la subjetividad, sino
también de la voz y el cuerpo de las autoras, y por eso es posible que,
como sucede con cualquier perfomance, la sola reproducción del soporte
literario no haga justicia a la potencia de lo que pudo haber sido el
espectáculo en su heterogénea totalidad. Así como lo recibimos, despojado
de corporalidad histriónica, pero también de tensión moral, el movimiento
demasiado centrado de estas intervenciones nos recuerda el adolescente
enamoramiento de sí mismo del que habla Zambrano para evidenciar los
peligros de la auto-objetivación novelesca. (Claro que si se quiere
contemplar un caso de rigurosa autocomplacencia narcisista, ahí está el
texto en el que Laura Ramos celebra las humillaciones de su condición de
exfamosa identificándose nada menos que con John Travolta y David
Carradine antes de que los rescatase Quentin Tarantino.)
En tiempos en que la escritura confesional no podía siquiera
imaginar el suceso que iba a alcanzar cuando la absorbiese la cultura del
espectáculo, aunque ya era (lo fue siempre) una forma de exposición
privada sujeta a las expectativas de la esfera pública, su funcionamiento
estaba regulado por el principio del “querer-ser-sincero-consigo-mismd\ Para
Valéry, este es un principio inevitable de falsificación e impostura ya que
siempre se escriben “las confesiones de alguien más notable, más puro, más
sucio, más vivo, más sensible e incluso más yo que lo permitido”3. Antes
que en la verdad, que es informe e indistinta, el que se confiesa piensa en
el porvenir de su acto, por eso la expresión de una interioridad convulsa y
el cuidado en parecer sincero terminan rebelando un “temperamento de
comediante nato”. Mientras que un intimista como Stendhal, o como
28
Tolstoi, tenía que reservar algunas fuerzas de su arte autobiográfico para la
disimulación de esta naturaleza de falsario, los egotistas de la época de la
cultura de masas pueden jugar con ironía y humor a potenciar el atractivo
de su figura de comediantes, advertidos como están de que la sinceridad es
sólo un mito que se invoca para regular la circulación de los discursos.
Cuando Sergio Pángaro, ese dandy al filo de la autoparodia, le da a la
escena de su confesión pública la apariencia de una comedia de enredos en
la que desnuda con elegancia su egocentrismo maltrecho de músico al que
se le pasó la hora aunque nunca fue su momento, busca menos parecer
sincero que resultar divertido e inteligente. La eficacia del relato depende
del pacto autobiográfico que establece con el lector (así son efectivamente
los días en la vida de un artista decadente), pero sobre todo de su
deliberada artificiosidad (la vida de un cantante pop es una “juerga”
continua, como la de aquel playboy de historieta que excitó nuestra
infancia, Isidoro Cañones, sólo que varias décadas después y en versión
para adultos). Como en toda comedia que se precie, la trama está
compuesta de pérdidas, desencuentros y frustraciones: el contraste entre la
juventud que se va, la propia, y la de los que llegan para desplazar y ocupar
lugares; la indiferencia con que la “nueva sensación” responde a la
condescendencia del crooner experimentado; la envidia vergonzante por el
éxito de los colegas más afortunados (y acaso más talentosos). Seguramente
el momento que más divirtió al público sea ese del comienzo en el que
Pángaro imposta el recelo y los caprichos de una estrella para representar el
disgusto que le provoca tener que compartir la mesa con un “snob” como
Alan Pauls, que no conforme con escribir una novela de seiscientas
páginas, fue premiado en España por semejante disparate (“¿Quién se cree
que es? ¿Balzac? Debe ser aburridísimo. ¡Por favor! Ni pienso leer ese libro.
¿De qué hablará?”). Libre al fin de la obligación de enmascararse, el
comediante nato explora la dimensión teatral de la confesión pública a
través de una performance autoirónica que se sostiene, y también se agota,
en el gesto seductor.
Las intervenciones de los escritores, me refiero a los que sólo
escriben y saben que es necesario sustraerse de la escena discursiva para que
las palabras valgan por sí mismas como cuerpos en tensión, son por lo
general más discretas, incluso si el contenido confesional resulta
provocador, porque el interés está puesto en la búsqueda de un lenguaje
íntimo antes que en la conquista del público. Cuando el humor irrumpe,
porque es necesario que el comediante señale su máscara si además quiere
29
hacernos presentir la posibilidad de un rostro auténtico, lo hace menos
para despertar una adhesión repentina que para aligerar la carga
seductoramente dramática de los afectos que moviliza el examen de
conciencia. “Hago chistes para expresar mis temores”. Patricia Súarez
confiesa que desde que se convirtió en madre primeriza a veces se contrae
de miedo, un miedo provocado por la contundencia de una metamorfosis
en la que no siempre puede reconocerse, y que por eso tiene que reírse de
ella misma mientras cuenta los avatares domésticos de la nueva condición
(“Confieso que he vivido. Viernes/Retrato”). Los chistes la ayudan a no
desviarse del rumbo que le abre a sus palabras el llamado de algo que
desconoce pero que presiente instalado en el corazón ambiguo de su
intimidad. “Tengo terror de pensar que algo dentro de mí está
agonizando.” Ya lo piensa, y hasta es posible que de a ratos crea
efectivamente que con el nacimiento de su hija algo dentro suyo se
congeló para siempre. ¿Será entonces, suprema ironía, que el precio que
hay que pagar por dar a luz es la extinción progresiva de la “llama”
interior? Se lo pregunta una madre que todavía es hija y que a veces,
cuando la gana un sentimiento de completa irrealidad, fantasea con
regresar sola a su vieja casa, junto a la madre, como si nada hubiese
pasado. (Es curioso cómo su otra fantasía, casarse y convivir con el padre
de Gala, aunque suponemos que pudo haberla cumplido en la “vida real”
hace tiempo, desde el punto de vista de la realidad afectiva que inventa la
escritura parece menos ligada a la íntima ambigüedad de su devenir-madre
y, por lo tanto, menos realizable, que ésta imposible de la huida hacia un
pasado sin responsabilidades ni descendencia.)
Es cierto que la intimidad, que no es nada (nada que se pueda
decir, ni siquiera señalar directamente), es en sí misma inconfesable, pero
también que sólo resultan auténticas aquellas confesiones que se realizan
bajo la presión de algo íntimo en busca de un lenguaje que lo deje ser.
Aunque soy de los que siempre están dispuestos a dudar de la sinceridad
de una madre, la confesión de Suárez me resulta una de las más creíbles de
la compilación porque no busca ni justificación ni complicidad, sino algo
más simple y riesgoso: que la ambigüedad que no la deja realizar los ideales
maternos (y que por eso la mantiene, aunque inquieta, viva) se exponga en
su temible extrañeza. Hace falta coraje para reconocer los propios temores,
pero más, o un coraje de otra naturaleza, para dejar que los temores hablen
por sí mismos. “Tengo miedo de que mi amor sea dañino para aquellos
que amo. Tengo miedo de ser malinterpretada, tengo miedo a la
30
confusión...” Pero es precisamente a través de la confusión de registros
que estos apuntes imponen su apariencia de autenticidad, cuando la voz
en offc.leí drama psicológico interrumpe el encanto de la comedia
romántica. Después de sobreactuar torpeza y culpa frente a la autoridad
del pediatra, la madre inexperta descubre, a través de la mirada insistente
del chico del video, que todavía resulta deseable. Pero antes de que la
escena se cierre, la gracia se funde en estupidez (como quien dice, en algo
verdadero) por la enunciación de un malentendido irreductible: “Tengo
miedo de estar atada a un hombre; tengo miedo de estar atada
continuamente a un hombre distinto.” Posiblemente sea el recurso más
eficaz con que cuenta esta mujer para soportar el acecho de los fantasmas
de infelicidad y agonía que rodean la maternidad.
El paso de la vida a través de las palabras. Las resonancias sobre la
superficie del lenguaje de algo intimo que no puede, pero quiere ser dicho.
En cualquiera de las dos versiones, se trata de un acontecimiento
misterioso que nada garantiza que vaya a ocurrir, ni siquiera la retórica más
sofisticada. Así lo prueba la intervención de Alan Pauls, “Un diario
(fragmentos)”4. Pauls es quizá el escritor más dotado de su generación,
dueño de una prosa elegante que refleja, en la complejidad y la plasticidad
de sus articulaciones, la fuerza de una inteligencia superior, y sin embargo
a sus textos autobiográficos les falta a veces esa tensión sentimental que es
la huella del perseguido encuentro de la literatura con la vida. (Lo mismo
sucede con otros escritores de la familia de los hiperliterarios como Enrique
Vila-Matas y Sergio Pitol. No parece que se trate sólo de una
coincidencia.) En estos fragmentos de diario con apariencia de verdaderos5
conviven el apunte de algunos incidentes de la vida familiar con el esbozo
de una narración amorosa; reflexiones, en el estilo de las de Barthes, sobre
la naturaleza adictiva del enamoramiento con otras todavía más ocurrentes
sobre el genio paradójico de Peter Sellers; instantáneas de la vida artística y
la trascripción de un sueño inverosímil con Fogwill. Hay una entrada que
se desprende del conjunto en la que el diarista registra el encuentro, al que
asistió como testigo, de su mujer con una amiga de otras épocas. Desde
una exterioridad que sólo le permite hacer conjeturas, desenvolver en
suposiciones la incomodidad y la perturbación que habría sufrido V. ante
la reaparición de ese pasado inquietante, se asoma al borde de un abismo
por el que el sentido de lo familiar parece que va desbarrancarse: entra
secretamente en intimidad con la intimidad de ella. Pero es otra la entrada
31
que quería comentar, una que ilustra cómo los excesos de literatura
pueden, no sólo no favorecer, sino hasta obstruir el paso de la vida por
unas palabras que lo reclaman.
No resulta inverosímil que Pauls sueñe con Fogwill y que ese sueño
dramatice al mismo tiempo sentimientos de admiración y de odio,
muchos menos que la trama onírica (una charla en público) favorezca el
deseado ajuste de cuentas, pero se hace difícil aceptar que un ser
imaginario discurra con la misma inteligencia y elegancia con las que
escribe el autor de El pasado, “hay dos grandes pasiones que f. cultiva y
que conspiran contra su literatura: la inteligencia y la envidia, para f.,
lástima, a menudo son la misma cosa.” Con estas frases espléndidas
concluyen la charla y el sueño que la realiza. La precisión sintáctica y la
agudeza del juicio no dejan que perdamos de vista que son frases nacidas
para brillar en un ensayo, y que al contrabandearlas en los recuerdos de un
sueño ficticio, Pauls se valió de un truco literario legítimo, pero
decepcionante. Cuando la literatura se afirma como artificio, la vida y la
intimidad quedan reducidas a la deprimente condición de materiales para
el trabajo. El lector de diarios siempre espera más.
Sería injusto detenerse con semejante morosidad en el momento más
débil de un texto que ofrece otras varias posibilidades de lectura, si no fuese
que reencontramos el mismo gesto reductor en La vida descalzo, la
contribución más importante de Pauls a lo que llamo el giro autobiográfico
de la literatura argentina actual. Dos veces el recuerdo de una vivencia
personal sirve como pretexto para que el narrador se precipite resueltamente
por el camino de Proust, como si lo más interesante de una anécdota fuese
su disponibilidad para anticipar una referencia libresca. La primera vez,
después de recordar lo que le contó otro devoto de la playa: que una vez
quedó prendado amorosamente de la imagen de una mujer que entrevio
cerca del mar, rodeada de un grupo de amigas; que aunque la perdió de
vista en seguida no la pudo olvidar; pero que cuando la reencontró un
tiempo después en la ciudad, sola, aunque la reconoció se dio cuenta de
que, inexplicablemente, ya no sentía nada. “De haber leído a Proust
—interviene el cronista-autobiógrafo-, en particular la segunda parte de A la
sombra de las muchachas en flor, mi amigo no hubiera evitado la decepción
pero sí, al menos, el impacto de la sorpresa”6. Y sigue una paráfrasis
admirablemente escrita del encuentro de Marcel con Albertine en las playas
de Balbec que ya le sirvió a Deleuze, como ahora a Pauls, para explicar que
el grupo dentro del que la joven se recorta y se disgrega es algo así como
32
una condición de posibilidad para que se perciban los signos amorosos. La
cita literaria no ilumina de un modo inesperado el fragmento de vida al que
sirve de comentario, más bien lo anula, lo convierte en un artificio retórico
desencantador: ya no creemos en la existencia de aquel amigo sometido a
los vaivenes de la experiencia amorosa porque Pauls dejó de creer apenas se
reencontró con el universo de la Recherche.
La segunda vez el procedimiento opera con mayor sutileza, porque
la cita aparece sin comillas, absorbida y disimulada en el despliegue de la
última frase del libro, pero su efecto es acaso más descorazonador porque
lo que se desactiva es el poder de sugestión de un recuerdo infantil. Casi
diría que, después de reconocer el fragmento de “Sur la lecture” en el que
el movimiento de la rememoración se consuma7, también cuesta seguir
creyendo en la existencia de aquel mítico día en el que, gracias a un dolor
de garganta que lo privó de la playa, el niño Pauls descubrió una
modalidad nueva del placer y la enfermedad: la pasión de la lectura. Otra
vez parece que la narración autobiográfica desenvuelve las posibilidades de
un lugar común literario, y no que la escritura de los recuerdos, que es la
forma más intensa que puede tomar el paso de la vida a través de las
palabras, necesitó convocar a la literatura para sostenerse en ella un
instante antes de la interrupción.
Más que un género específico dentro de las llamadas “escrituras del
yo”, la confesión es un movimiento de búsqueda que se realiza a través de
distintas formas autobiográficas en el que un sujeto se confronta con la
necesidad de transformarse. “El discurso autobiográfico deviene
confesional cuando aparece el problema de la verdad”8. Por eso se puede
leer toda la literatura de Pablo Pérez, y no sólo su intervención en este
ciclo, como un continuo acto de confesión. ¿Qué cuentan Un año sin
amor y El mendigo chupapijas sino la necesidad que tiene el autor de
escribirlos, ateniéndose a la rigurosa verdad de los hechos, para probar si
ese ejercicio inocente de pretensiones literarias podría aumentar su amor
por la vida?9 En la tradición de los escritores menores, que inventan
recursos a la medida de sus necesidades espirituales porque se saben
incapaces de hacer “gran literatura”, Pérez compuso cada texto
ensamblando de una manera extraña fragmentos de su historia personal.
Lo que en un principio parecen resoluciones aleatorias, atribuibles a la
falta de dominio técnico sobre los materiales, se revelan después como
hallazgos formales dictados por la necesidad de no bloquear la deriva
33
múltiple (erótica, amorosa y mística) de la vida en estado de confesión.
Pérez fue el único de los invitados a confesarse en público que
respondió con un auténtico ejercicio espiritual (“Confesiones”), que si a
veces se vuelve escandaloso, por desprecio a la “cultura” o por la necesidad
de no traicionar el núcleo abyecto de algunas experiencias, siempre se
toma en serio como posibilidad de perfeccionamiento y purificación. Hay
en el horizonte los recuerdos de un pasado evangélico, pero sobre todo la
insistencia de un impulso místico que alimenta la búsqueda de
iluminación. “Confieso que tengo fe, aunque no sepa demasiado bien fe
en qué.” La incertidumbre respecto del objeto (a veces se trata del “Padre
Celestial”, a veces del fantasma de la hermana devenido ángel guardián)
fortalece la creencia en lo sobrenatural como una fuerza amorosa que se
invoca y convoca a través de la escritura para que cure las aflicciones del
alma piadosa o, supremo goce, la aniquile definitivamente. En esta
literatura la búsqueda mística se superpone y se confunde con la búsqueda
erótica, que se realiza en clave sadomasoquista y es búsqueda del placer en
el dolor, de protección en la entrega al peligro. Desde esta convergencia
hay que leer el momento en el que Pérez confiesa intempestivamente que
“si alguien [le] diera la opción entre vivir y morir, elegiría morir” como el
más intenso del ejercicio, el de mayor apertura al poder transformador de
la verdad, porque en esa afirmación de la muerte como una posibilidad
donada por Otro las figuras del creyente incierto y la del esclavo de las
prácticas sadomasoquistas se recubren sin resto.
Culpas (haberle contagiado VIH a un amante); pensamientos
estúpidos (que los ricos distribuyan su fortuna para acabar con las
injusticias sociales); fantasías eróticas que comprometen al conductor de
un programa sospechoso de homofobia; el trauma provocado por la
lectura prejuiciosa de un primer cuento. Entre tantas cosas que confiesa,
según una lógica metonímica indiferente a cualquier principio de
jerarquización, Pérez registra como al pasar algunas circunstancias de
escritura que podrían contribuir a que las búsquedas no se desorienten
rumbo a la satisfacción de un narcisismo que el examen de conciencia no
hace más que fortalecer. Primero anota que mientras escribe está tomando
vino y fumando una marihuana excelente: “Estoy en trance.” Un poco
después, que para tratar de escribir con el hemisferio derecho, el de las
percepciones no verbales, usa dos métodos de autosugestión con
reminiscencias de manual de autoayuda: el de “los dos minutos” y el de “la
mano que no para”. Por último, que para neutralizar el poder de la
conciencia y propiciar una forma de escritura automática, se concentra en
el trazado de una caligrafía standard (el mismo ejercicio que practicó
Mario Levrero para componer esa obra maestra de la literatura confesional
que es El discurso vacío). No hay verdadera transformación sin previo o
simultáneo olvido de uno mismo. La intervención de Pérez es
extraordinaria, diferente por completo del resto, porque él todavía cree en
las virtudes performativas de las escrituras íntimas y en la necesidad de
perderse (sin convertir la pérdida en espectáculo) para que se desobstruya
el advenimiento de la verdad. Gracias a esta creencia que lo expone a todos
los malentendidos (a veces parece que se volvió loco, otras, un poco
tonto), no cae en las imposturas de la comedia de la sinceridad ni corre los
peligros mortales de la autocomplacencia. Por lo demás, sabe mantenerse a
distancia de la literatura, ese “oficio de vanidosos”. Como cuando escribe
novelas.
N otas
35
una hija). “Mi vida como hombre” registra, en clave de comedia inteligente, algunas
anécdotas más o menos disparatadas que protagoniza un representante irónico de la “nueva
masculinidad” (la de los hombres sensibles, incómodos por las estrecheses del viejo punto
de vista genérico). Aunque el substrato ensayístico es en esta ocasión mínimo, lo que
recuerdo con más claridad no son los pormenores narrativos de algunas secuencias de
acciones, sino la enunciación de una idea con forma de máxima: la masculinidad no es más
que un don que sólo pueden conceder las mujeres.
6 Alan Pauls: La vida descalzo, Buenos Aires, Sudamericana, 2006.
7 “Quizá no haya habido días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos
que creíamos dejar de vivir, aquellos que pasamos con un libro...” En algunas
compilaciones de ensayos de Proust traducidos al castellano, “Sur la lectura” aparece con
otro título: “Días de lectura”.
8 Mónica B. Cragnolini: “Confesión y circuncisión: San Agustín en Derrida o ¿de qué
sirve el amor que no se confiesa?”, en Pensamiento de los confines 17, diciembre de 2005.
9 Para una lectura de Un año sin amor. Diario del SIDA en la dirección que señala esta
frase, ver: Alberto Giordano, “La contraseña de los solitarios”, en Una posibilidad de vida.
Escrituras íntimas (Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2006).
36
¿Elogio del pudor?
38
es que no sólo se puede hacer buena literatura con una maraña de
trivialidades, y sin necesidad de distanciarse críticamente de ese material
innoble, sino que además, como lo demuestran los textos de Pablo Pérez
—uno de nuestros héroes del giro autobiográfico-, algunas escrituras
confesionales se resisten a ser identificadas como literatura “buena”, es
decir, como literatura, precisamente a causa de su intensidad.
Además de la redención moral por la vía del distanciamiento
irónico y la inclusión de la perspectiva personal en un horizonte de debates
públicos, se puede pensar otra forma de superación del narcisismo y la
autocomplacencia, esos dos peligros inevitables que corren los escritores
del yo, en los términos de un ejercicio ético de autotransformación que en
lugar de negar la fuerza de las particularidades subjetivas la afirma, menos
para fortalecer la representación de lo privado que para tentar la
experiencia singular de su descomposición. En otra intervención sobre el
cine documental en primera persona, parafraseando a un realizador
norteamericano cuyo nombre olvidó, dice Andrés Di Telia que “el
documental personal, para tener legitimidad y no ser una simple expresión
de narcisismo, debe representar una especie de coming out del
documentalista, como se dice de los homosexuales que se atreven a salir
del ropero. Es decir, no debe ser un gesto gratuito para la persona del
cineasta, debe haber algún riesgo...”5 Para sortear los peligros de la
objetivación narcisista, hay que asumir los riesgos del acto confesional,
recrearse a través de la exploración de algo íntimo sin apariencia ni valores
definidos, aventurarse en la “propia” impersonalidad. Además del coraje
necesario para renunciar, en nombre de no se sabe qué, a la placentera
aniquilación de toda posibilidad de vida que no se identifique con una
disposición personal, el cumplimiento de este acto requiere de una virtud
que, sin retroceder ante el equívoco, algunos llaman pudor.
“No se trata de guardar celosamente un jardín secreto, tampoco de
pudibundez, sino del rechazo de la exhibición forzada o de la emoción de
encargo”6. Pudorosa es la escritura de Pablo Pérez7 cuando confiesa un
misticismo extravagante pero auténtico, con absoluta indiferencia de las
expectativas que no podía dejar de suponer en la audiencia (esas
expectativas a las que se rinde cuando desliza el nombre de una celebridad
internacional del mundo literario, partenaire ocasional de una performance
fallida, mientras hace el catalogo calculadamente obsceno de sus
preferencias sexuales). A riesgo de pasar por idiota o por loco, no sólo ante
los demás, sino ante sí mismo, Pérez expone sin distancia la fuerza de su
39
trato continuo con lo misterioso y el más allá, con la presencia tutelar de la
hermana suicida, que lo acompaña y acaso lo guía mientras escribe, y con
Dios, al que trata de respetar, aunque ignora qué y quién es. La exposición
es performativa, porque no interesa sólo mostrar, sino también poner a
prueba la intensidad de las creencias, fortalecer a través de la confesión los
lazos de familiaridad con lo desconocido. Frente a las demandas de la
cultura de la intimidad, el pudor es una fuerza de resistencia al mandato
de volverse espectáculo para poder ser. Espectáculo convencional, si se me
permite la redundancia, representación de lo privado como fetiche
público. En el caso de Pérez (insisto: uno de los más interesantes del giro
autobiográfico de la literatura argentina actual) el pudor y el deseo de
exposición coexisten y se refuerzan en contacto porque la escritura de sí
avanza no sólo con indiferencia de lo que esperan los otros, sino gracias al
olvido de que hay un sí mismo que reclama conservación. Para poder
cuidar de sí el sujeto de la confesión tiene que perderse y recrearse a partir
de la pérdida.
Antes de pensar esta frágil argumentación, experimenté la eficacia
ética del pudor, la fuerza silenciosa con que actúa sobre las emociones que
despierta una representación autobiográfica, al pasar de la intervención de
Edgardo Cozarinsky en Confesionario a otro texto del mismo autor
recogido en Idea crónica, “Terreno minado”. En la supuesta confesión
domina la impudicia, no porque se revele algo escandaloso u obsceno, sino
más bien porque no se revela demasiado por fuera de la voluntad de
convertir la exposición de algunas vivencias privadas en un espectáculo
sorprendente y divertido, la clase de espectáculo que podían esperar los
organizadores y los asistentes al ciclo. “Voy a confesar que lo pasé muy
bien durante mi servicio militar”, anuncia Cozarinsky, usufructuando de la
potencia aperitiva de un comienzo que se presta a equívocos. Después, la
rememoración se desenvuelve en dos secuencias sucesivas: una que
pertenece al mundo de la picaresca castrense y otra, al de la erótica
cuartelera. Gracias a su oficio de traductor, el colimba disfrutó de algunos
privilegios domésticos y de una iniciación no muy riesgosa en la práctica
de la corrupción (participó en el tráfico de cajones de champagne francés
para que un superior se beneficiase con la venta clandestina). Pudo acceder
secretamente en las noches de guardia a un despacho oficial, para
descansar algunas horas sobre un diván de cuero raído, lejos del pestilente
hacinamiento de la cuadra, y fue allí donde conoció a Anselmo, el
cocinero del Estado Mayor con el que intercambió cohabitación por
40
churrascos y milanesas. “Aquí es donde las cosas se pusieron más
interesantes”, dice Cozarinsky subrayando lo obvio, el esperable desvío. Lo
que sigue, casi hasta el final, es la reapropiación de algunos souvenires
eróticos desprovistos de tensión afectiva: coqueteos y exhibiciones que el
temor a la delación no dejó prosperar. La impresión con la quedamos al
concluir la lectura es la de haber asistido a una especie de outing
anacrónico, cuando ya no quedaba nada para destapar ni interés por el
destape. No creo que se pueda derivar una ley sobre las limitaciones de los
ejercicios confesionales a partir de esta intervención de Cozarinsky, pero
hay algo en su discurrir que invita a la generalización: rara vez la
publicación de intimidades sexuales (que no hay que confundir, claro, con
la experiencia de algo íntimo de una vivencia sexual) sirve para otra cosa
que el fortalecimiento del narcisismo, rara vez persigue algo más que el
reconocimiento, que la aprobación. Como el interés, por demasiado obvio,
está garantizado, en seguida se debilita, o desaparece.
Aunque su inclusión dentro de la antología lo asocia con la idea de
crónica, “Terreno minado” es una auténtica confesión, de una intensidad
performativa acorde con la indeterminación retórica y sentimental que
gobierna su realización. Se trata de uno de esos textos que parecen no
haber sido escritos pensando en alguien, como una exploración a través de
lo descocido de sí, menos para aclararse (la claridad es siempre un interés
de los Otros) que para reconocer la presencia de un núcleo ambiguo y
probar su resistencia. Es cierto que Cozarinsky comete varias infidencias y
publicita intimidades sexuales y familiares de otro, para colmo, alguien
muy conocido, pero igual se nota que escribió con pudor, respetando el
modo de ser (de aparecer sin darse) de lo ambiguo.
¿Por qué, por qué razones secretas, por el azar de qué
complicaciones afectivas, la amistad que durante un tiempo lo unió al
actor Rafael Ferro tuvo que ser “sinuosa, accidentada”? Para exponer la
trama pasional que envuelve la pregunta, Cozarinsky escribió unas
memorias de esa relación equívoca, que, como toda relación verdadera, es
equívoca porque es amorosa, y esto, en el sentido menos convencional del
término (el amor como la afirmación de un misterio capaz de transformar
simultáneamente al enamorado en hermano menor y en padre del amado).
El primer momento es el de la primera revelación: durante el casting para
Ronda Nocturna, apenas se ponen a conversar, Cozarinsky descubre que el
rostro, la voz y los gestos de Ferro son los del personaje que imaginó para
su film. El segundo momento es el de una revelación todavía más
41
poderosa: “con la inevitable certeza de las decisiones que se forman bajo la
superficie de nuestra conciencia”, vuelve a descubrir que Ferro es el actor
que está buscando, esta vez para representarse a sí mismo en el biodrama
que proyecta escribir (Squash. Escenas de la vida de un actor será el primer
biodrama interpretado por la persona cuya vida se dramatiza —a esta
variante Tellas la llama “teatro documental”). Después vienen los
momentos de complicidad, de mutua identificación, y el juego peligroso
de las confidencias que, cuando ya sea tarde, se sabrá que alimentaban de
recelo los desencuentros del final. Tal como las revive Cozarinsky, con
apasionada discreción, la agresividad y la distancia del último momento
son una consecuencia imprevista, que tal vez se hubiese podido prever, de
aquella seductora intimidad. “Rafael debe sentir que yo no le he retribuido
lo que él me entregó. Acaso confié demasiado en esas cualidades propias
de todo actor que son el narcisismo y el exhibicionismo. Acaso no tuve en
cuenta otra, la exacerbada vulnerabilidad.”
Una de las historias de amor más interesantes del giro
autobiográfico de nuestra literatura es esta en la que el amor ni se declara
ni se vive directamente, y no porque se lo niegue o se lo desconozca.
También sería aventurado derivar de esta otra intervención de Cozarinsky
una ley sobre la eficacia de los ejercicios confesionales en los que la
escritura de los recuerdos amorosos transmite lo que ningún hecho
evocado representa, pero si cediésemos al impulso generalizador,
seguramente tendríamos que comenzar planteando la equivalencia entre lo
íntimo y lo sentimental.
N otas
43
Daniel Link: El giro intimista
46
naturaleza: algo propio, porque intransferible, pero también impersonal,
íntimamente extraño. Se lo puede encontrar (sólo si se entra en intimidad
con el modo radicalmente ambiguo de su manifestación), no tanto en lo
que los pensamientos comunican, como en lo que se envuelve y se expone
silenciosamente en el acto de pensar. Los peligros coextensivos a la
experiencia de lo íntimo, experiencia, diría Agamben, de lo
“inexperimentable” de la constitución subjetiva, tienen que ver con que,
aunque no diga lo que piensa, incluso si no dice ni piensa nada, el sujeto
siempre muestra más de lo que sus palabras o sus silencios comunican, una
apariencia de sentido que se le escapa pero que otro podría interpretar
como la revelación de algo verdadero que lo individualiza.
Por la fuerza con que los recuerdos conservan y amplifican el interés y
la intensidad de lo que se puso en juego, me gustaría tomar la performance
confesional con la que Link cerró el seminario sobre El giro autobiográfico...
como una especie de campo de observación para especular sobre las formas
en que las figuraciones de lo íntimo sacuden e inquietan las
autorrepresentaciones que hacen posible la conversión de lo privado en
público. No voy a practicar un psicoanálisis in absentia del pefiormer, ni
mucho menos someter un acontecimiento discursivo a las intemperancias de
una hermenéutica degradante. Lo que está en juego no es la verdad de lo
que Link quiso hacer, y hacemos, con palabras, sino las razones de por qué
su actuación continúa dándonos que pensar. Aunque quizá se trate de algo
más simple: el deseo de conmemorar la agitación de aquellos días invernales
en los que la charla con los escritores me hacía creer que, además de
divertirme, seguía trabajando en la escritura de este libro.
Cuando coincidimos unas semanas antes en la mesa del Rojas, Link
me preguntó qué prefería para su intervención en el seminario rosarino, si
un texto teórico o un relato autobiográfico. Como se de su asombrosa
“grafomanía”5, no confundí disposición con alarde, y después de pensarlo
un poco, contra mis preferencias pero a favor de las que imaginaba en el
público, elegí la segunda opción. A los pocos días recibí un e-mail en el
que me anticipaba que estaba escribiendo una especie de “confesión
ladina” de recuerdo infantiles titulada “Yo fui pobre”. De inmediato pensé
en su intervención más reciente en el ciclo Confesionario, un relato sobre el
fin de la infancia y las metamorfosis morales de los niños en edad escolar.
“Yo fui un niño de ocho años” se podría llamar también “Cómo me hice
monstruo”, atendiendo a la historia que cuenta, la transformación de un
chico “pobre y responsable” en “un perverso dialéctico, o en un canalla”,
47
pero también a las resonancias del tono de una de las más extraordinarias
ficciones autobiográficas de Aira, Cómo me hice monja, en la voz que narra
el aprendizaje brusco del arte de la impostura y la traición 6.
Aunque todavía no conocía la poética que orienta los ejercicios
confesionales de Link, y soy de los que tienden a creer que lo que los
escritores cuentan en primera persona efectivamente les ocurrió, la
perfección literaria de “Yo fui un niño de ocho años” me hizo suponer que
en su composición la invención deliberada había cumplido un papel
importante. Sobre todo en el desarrollo de la última secuencia, la que
encadena los recuerdos de los juegos con Bernardo con la detallada
reconstrucción de la escena de la travesura, el robo de un libro imposible que
la conciencia del adulto, ávida de melodrama, revive como una canallada y
una oscura prueba de amor. El acabado de la sintaxis narrativa y la economía
de recursos con la que se consigue el efecto del final son los de un cuento.
“Confieso que confieso -dice Link en “La imaginación intimista”. Y
cuando lo hago, la mayoría de las veces sólo estoy tratando de recuperar
una sensación. Cuando confieso mi intimidad, invento, imagino.” Lo
mismo hace María Moreno, su maestra en el arte de confundir al lector,
que en uno de los relatos de Banco a la sombra cuenta la soledad y la
tristeza que vivió en La Plaza San Marcos, mientras las palomas le
arrebataban un panino, y nunca estuvo en Venecia. Los souvenirs del viaje
inventado resultan, además de creíbles, conmovedores, porque las vivencias
narradas son ficticias pero la experiencia que actualizan es auténtica. “Lo
que importa —concluye Link—no es tanto la verdad de lo dicho sino la
experiencia que se hace cada vez.” La imagen de la viajera que come una
papa ensartada en una birome mientras llora de puro cansancio, lo mismo
que la del niño de ocho años que moquea en silencio, cuando todo señala
su falta, y se niega el alivio de la confesión; esas dos imágenes de llanto son
reales, imponen su realidad de sensación encarnada en palabras, porque
remiten a una experiencia íntima de desasosiego, aunque las hayan
inventado. Las confesiones “ladinas” o engañosas son todavía confesiones,
una práctica de la verdad con potencia de transformación, si los juegos
retóricos también sirven para la realización imaginaria de ciertas
experiencias.
Cuando leí por primera vez “Yo fui pobre” en la pantalla de la
computadora tuve la impresión de que Link había preferido que este
segundo ejercicio confesional tramado con recuerdos de infancia tuviese
una estructuración fragmentaria, menos cerrada que la de un cuento, para
48
aproximarse a la forma en que se desenvuelve en la conciencia la
rememoración ocasional de acontecimientos y vivencias reales, pero que
sin embargo el efecto de cosa inventada (no me refiero a los hechos sino a
las sensaciones) era, por momentos, mayor que el que provoca el acabado
literario de “Yo fui un niño de ocho años”. Tenía pensado hacerle al autor
una pregunta cautelosa sobre este asunto en caso de que, como suele
ocurrir, nadie del público quisiese tomar la palabra después de que
concluyera la lectura, pero no hizo falta, o mejor, la pregunta perdió todo
sentido, ya que lo primero que dijo Link apenas terminó de leer fue que,
por supuesto, él nunca había sido pobre. En el tono ligeramente
provocador de esta confesión verdadera sobre el carácter ficticio de aquella
infancia triste y menesterosa, escuché una amonestación dirigida a mi
ingenuidad y mi obstinación: “¿No te había dicho que cuando me
confieso invento e imagino? ¿Hasta cuándo vas a seguir creyendo que lo
que cuento en primera persona realmente me ocurrió?” Lo que no pude
decirle a Link, porque su intervención tuvo una respuesta colectiva y
tumultuosa y porque en verdad nunca me preguntó nada, es que no sabría
qué responder.
Una parte del público festejó silenciosamente la revelación de que la
pobreza del niño era un invento del adulto devenido escritor (de esto nos
enteremos unos días después a través de algunos comments en Linkilló), la
otra, a la que me hubiese sumado de haber podido recuperar la posesión de
la palabra, dejó oír su decepción disimulada en un reproche: qué necesidad
había de aclarar lo que hubiese convenido que se mantenga ambiguo. A
nadie se le ocurriría impugnar la decisión literaria de falsificar la propia vida,
sobre todo teniendo en cuenta que, como leimos en “La imaginación
intimista”, de la invención depende muchas veces la posibilidad de que se
puedan revivir ciertas experiencias. Lo que el pequeño pero muy audible
coro de lectores susceptibles reclamaba era el derecho a seguir gozando de la
superstición realista. (Así como hay lectores a los que la certidumbre de un
mundo absolutamente inventado los exalta —recuerdo a Pizarnik, que en su
Diario registra la desazón que le provoca saber que el mundo prodigioso y
genial de la Recherche es en gran parte documental-, hay otros que se
abandonan a los derroteros de la ilusión referencial porque entonces sienten
con más fuerza.) En lugar de ensayar alguna solución conciliatoria (hubiera
bastado que aclarase que la ficción del estado de pobreza incluye también
recuerdos verdaderos), Link prefirió radicalizar el gesto disruptivo: con una
locuacidad exacerbada, que él atribuye a la timidez invencible pero que
49
parece la manifestación de un “querer asir” impetuoso, exhibió algunos
pormenores del funcionamiento “ladino” de su escritura confesional, por si
todavía quedaba alguna ilusión en pié. No por nada María Moreno, que
tanto y tan bien lo conoce, caracterizó el estilo de sus intervenciones
polémicas como “histeria textual’7.
El narrador supuestamente autobiográfico de “Yo fui pobre”
recuerda un truco infantil del que se valía para poder satisfacer su
compulsión a la lectura: “A los ocho años, cuando podía ya moverme solo
por el barrio y había alcanzado a ahorrar algunas moneditas (o las había
robado del fondo de alguna cartera o un abrigo), me iba al quiosco más
cercano, donde elegía una revistucha de historietas. Corría a mi casa y en
una hora o dos la liquidaba con la precaución de no arrugar las hojas ni la
tapa. Volvía entonces al quiosco y le pedía al quiosquero que me la
cambiara, porque mi papá acababa de traerme, al regreso del trabajo,
justamente la misma revista que había yo comprado, sin saberlo. No sé
cuántas veces repetí la maniobra, y me avergüenza haber pensado, cada
vez, que el adulto que aceptaba sin reparos mis mentiras era un tarado al
que yo estaba engañando y no una persona buena que se daba cuenta, en
la ansiedad de mi mirada, lo mucho que necesitaba evadirme de la realidad
que me rodeaba.” Todavía resonaba en nuestros oídos el patetismo
ligeramente folletinesco de esta rememoración cuando el autor se
desprendió intempestivamente de su identificación con el narrador-
protagonista: lo que en verdad ocurrió fue que el padre una vez le trajo la
misma revista que ya había comprado en el quiosco del barrio y él no se
animó a ir a cambiarla por temor a que el quiosquero creyese que lo estaba
engañando. El recuerdo fabricado transmitiría mejor que el verdadero la
mezcla de sensaciones, el modo irreflexivo en que coexisten el temor y la
excitación en la experiencia infantil de la vergüenza. Esto es lo que Link
comenzó a argumentar cuando lo interrumpió la desfachatez de alguien
que no estaba dispuesto a tragarse su profesión de fe realista y su
decepción: de las dos versiones, dijo, la verdadera le parecía mejor que la
inventada, en todo caso, era la que le gustaba más. Lejos de molestarse por
la impertinencia, Link respondió entusiasmado que tomaba nota de la
opinión —hizo la mímica de escribir en su libreta—ya que, al fin de
cuentas, lo que realmente importaba era la eficacia narrativa de la
confesión. Lo que se dice, un certero golpe de efecto para concluir.
Reducido casi al silencio por un diálogo sin interrupciones que
afligía mi narcisismo de orador pero alegraba mi vanidad de coordinador
50
del evento (es posible que no exista algo así como un giro autobiográfico
en la literatura argentina actual, pero no hay dudas de que da que hablar),
pude observar con atención el envidiable histrionismo del escritor-
performer. Nada me sorprendió tanto como la rapidez con la que lanzó la
última réplica, parecía que no lo había perturbado en absoluto tener que
escuchar que una de sus decisiones literarias era considera errónea, o
desafortunada. En esa pose instantánea de lucidez y frivolidad, otra huella
del impacto aireano sobre una conciencia estética que reivindica su
genealogía pop, se revela uno de los aspectos más interesante del personaje
que construye Link a través de sus performances confesionales e intimistas.
Porque al fin de cuentas se trata de eso, de la construcción de sí mismo
como personaje artístico. Es lo que me dio a entender el propio Link
cuando en uno de los e-mails que intercambiamos antes de su viaje a
Rosario se mostró perplejo por la seriedad con que me tomaba las
intervenciones de Confesionario. “Cuando nos subimos a ese escenario —me
escribió—somos como actores a los que las luces les derriten el maquillaje.”
La primacía del personaje por sobre la autenticidad del ejercicio
intimista que sirve para su construcción, esa idea atractiva pero difícil de
aceptar para quienes se acercan a las escrituras del yo en busca de intensidad
sentimental, me devuelve a las impresiones de la primera lectura de “Yo fui
pobre”, la que hice en soledad y silencio la tarde en que lo recibí por correo
electrónico. La pobreza se me apareció como un gran decorado,
homogéneo y continuo, sobre el que se recortaba con nitidez exacerbada la
figura novelesca del niño indigente. El registro de las carencias sufridas es
minucioso (no tenía televisión, ni tocadiscos, ni teléfono; no podían
comprarse golosinas ni helados; toda la ropa la heredaba de primos
mayores) y provoca un efecto de saturación que hace evidente la voluntad
falsificadora. Lo que resulta encantador en esta confesión “ladina” es que
nos parece estar leyendo los recuerdos de un niño de clase media que, para
divertirnos y parecer más interesante, se empeña en que creamos que es un
niño pobre. Hay que ver la astucia con que se las arregla para incorporar a
su autofiguración en clave miserabilista los recuerdos verdaderos que acaban
de llegar (“Cuando íbamos al cine, algunos sábados excepcionales...”). Pero
hay algo más, un premio para los que perseveramos en el deseo de verdad
autobiográfica: aquí y allá, puntuales, desprendidos de la puesta en escena e
incluso del personaje, algunos recuerdos que envuelven sensaciones íntimas
nos traen noticias de que la infancia (la del niño Link y la del niño
Giordano, la de los niños de clase media que a fines de los sesenta
51
aprendieron a escapar de las identificaciones familiares por la vía rara de la
lectura) podría recomenzar. Recuerdos como el de la incomprensible
felicidad con la que el padre seguía las desventuras del coyote persiguiendo
al estúpido correcaminos, fuente de eterna irritabilidad, o como el de la
iniciación en el placer supersónico del asceso por una escalera mecánica,
que celebra la disposición actual para el asombro y el ánimo festivo.
N otas
52
6 “Yo fui un niño de ocho años” y “Yo fui pobre” se pueden leer en
www.linkillo.bIogspot.com.
7 María Moreno: “Los años noventa”, en E lfin del sexo y otras mentiras, Buenos Aires,
Ed. Sudamericana, 2002.
53
María Moreno: La entrada a la cultura
55
Digo obra a propósito, porque es muy evidente la insistencia, en casi
todos los escritos ocasionales -reseñas, crónicas, presentaciones, entrevistas-,
de una misma forma de actuar la tensión entre subjetividad y cultura que le
da unidad al conjunto; pero lo digo también, y sobre todo, para que la
autora sepa, desde el comienzo, que esta vez no caímos en las trampas de su
gestualidad ladina. Cuando en los “Preliminares” a Elfin del sexo y otras
mentiras Moreno anticipa que en lo que hace “no [hay ni] habrá obra",
prolijas y bien iluminadas avenidas de sentido que conducen al centro, sino
un tránsito errático por los suburbios que llevan al ganapán, no miente pero
tampoco dice toda la verdad, y lo que la delata es el estilo. Con un ademán
espléndido que remite a la ética del despojamiento que profesaban los
dandis, esas criaturas admirables a las que su escritura rinde continuo
homenaje, dice que renuncia a la producción de bienes culturales
consistentes, de prestigio garantizado, para que se sepa que aspira a un
reconocimiento superior: la identificación de su nombre con un uso
diferenciado de las lenguas de la comunicación masiva, un uso proclive a las
mezclas de registros y temporalidades que saborea con la misma fruición un
tecnicismo de la jerga lacaneana como una expresión anacrónica {ganapán,
palurdo, panoplia) de procedencia encantadoramente imprecisa. Es lo mismo
que hace cuando propone la sorprendente equivalencia entre las secreciones
de las glándulas salivales y las de su oficio literario y pregunta, con irónica
modestia, “¿Por qué publicar la saliva?”, para poder arrogarse la falta de un
patrimonio simbólico actual y por venir (“Pues porque no habrá obra’), pero
sobre todo para poder escribir saliva, para mentar con deleite la viscosidad de
esta sustancia alcalina que tan eficaces servicios presta al polimorfismo
erótico y al arte de injuriar sin palabras. La obra de esta escritora
presumiblemente sin obra se sostiene en una experiencia de la sensualidad de
las palabras, la invención de una lengua que al mismo tiempo que sirve para
comunicar las visiones de un punto de vista oblicuo y facilitar la irrupción
de lo inesperado en el curso de una conversación apacible, puede dejarnos
prendidos de la evidencia corporal de una expresión o un giro infrecuentes
por la fuerza con que esa presencia extraña impacta en nuestra sensibilidad.
Si toda escritura supone un modo de pensar la realidad, la escritura de
Moreno piensa la realidad de las cosas de la cultura argentina con calculada
irresponsabilidad teórica, un fervor político que sabe conservarse alegre y,
sobre todo, o en principio, con voluptuosidad.
El recurso a la saliva para apreciar irónicamente el valor de las
escrituras por encargo y a término no deja dudas sobre la orientación
56
descendente que suele tomar el sensualismo en la obra del único dandy
mujer (¿la única dandy?) que dio hasta ahora el giro autobiográfico de la
literatura argentina actual. Al gusto por las “mitologías barriobajeras” que
Moreno confiesa en las primeras páginas de Banco a la sombra se
corresponde la atracción por lo bajo que sensibiliza su escritura hasta
volverla un instrumento idóneo para el registro de la acritud irresistible de
los sobacos, la pureza de las hemorragias menstruales o la sorprendente
afluencia de los “jugos de entrenalgas” (lo sorprendente no está en la
realidad nombrada, claro, sino en el deseo de nombrar con semejante
precisión). Detrás de esta fascinación por lo húmedo hay, entre otras que
no me aventuro a conjeturar, una razón política incontestable: la necesidad
de eludir la trampa, que siempre acecha a las escrituras femeninas, de la
pudorosa estatización de la carne. (Hay otra trampa complementaria a la
que el estilo de Moreno se resiste con idéntica resolución y eficacia: “la
papilla de la fina ironía femenina”2, esa forma elegante de ejercer la crítica
sin violentar las leyes del decoro, sin correr el riesgo de volverse
irreconocible o indeseable de acuerdo con lo que el orden patriarcal espera
de una mujer.) “No vale la pena entrar a la cultura sin nuestros cuerpos.
Pero tampoco que los tratemos como si fueran almas”3. Contra el prestigio
zonzo de la espiritualización (que puede tomar caminos no tan obvios,
como convertir al sexo en un valor para que la inmediatez del cuerpo se
sublime en fantaseo erótico), el elogio de la sobreabundancia física y el
humor escatológico, la atención dirigida a la gracia pantagruélica con la
que a veces se desbordan las carnes.
Poldy Bird era “un querubín maduro lleno de pulseritas”, pero
cuando cruzaba las piernas y reía, se volvía “sexy”. El rostro macilento del
gordo Porcel disfrazado de “la Tota” transmitía un dulzura y una
sensualidad sobrecogedoras4. Casi con la misma frecuencia que los dandis
de rara elegancia, por el mundo de Moreno pasan otros personajes
singulares, hijos de la curiosidad por las formas humanas que pueden tomar
el exceso y la desproporción: las ogros encantadoras, criaturas prodigiosas
que atraen no a pesar, sino a partir de su exhuberancia. La encarnación
perfecta de esta figura es Juana Bignozzi, un monumento a la contundencia
física y moral, sobre todo en esos instantes en que la interrupción de un
gesto deja entrever la presión que ejercen sobre la coraza de las opiniones
definitivas la inquietud y la fragilidad5. Lo que seduce de la ogra es que ni
siquiera cuando se conmueve enmienda los modales o atempera la
voracidad de sus apetitos. Sensible, a su manera, todavía sacude la rigidez y
57
la frigidez de los protocolos que ordenan la conversación cultural. Es muy
evidente que Moreno escribió algunas secuencias de la entrevista a Bignozzi
bajo el signo de la identificación, como que hay rasgos y hasta perfiles de la
figura de la ogra en las imágenes de sí misma que esbozan sus escritos
autobiográficos. Pienso en “Alcohol”, fragmento de un libro inédito
titulado La pasarela del alcohol, su intervención en Confesionario. En la
primera secuencia, está la “fuerza bruta” con que la nadadora pone a prueba
su corazón y su resistencia, después de atracarse con carne a la cacerola,
medio litro de vino y uno de ginebra, para dejar que fluya en lágrimas el
dolor por la muerte del padre. En la segunda, la parodia de match
sadomasoquista en la que su corpulencia, ataviada con el clásico “camisón
deformado de las deprimidas crónicas”, se impone a las trompadas sobre el
cuerpo esmirriado de un taxi-boy. También en la viajera contracultural de
Banco a la sombra hay algunos rasgos de graciosa ogritud, como correr sin
disimulo para terminar cuanto antes el recorrido por un museo o jugar en
público a exhibir el bolo alimenticio en la punta de la lengua, que se
confunden con el deseo de infantilizarse a una edad en la que se acaba de
descubrir que ya no se está para aventuras.
Le oímos decir a Moreno que Banco a la sombra es su libro menos
autobiográfico. Además del gusto por la enunciación paradójica, esta
declaración apunta a que el lector no pase por alto que esta vez la cronista
apostó fuerte a la narración. Entre los fans existe un consenso sobre lo exitosa
que resultó la jugada: “El loro de Forero. (Plaza Borda)” es el mejor cuento
que se publicó este año, y “En familia. (Plaza Djemá el F’ná)”, la mejor
nouvelle. Igualmente, como en esos diarios y memorias escritos con la soga al
cuello, las palabras que componen el relato de los viajes y las estadías “tienen
un efecto de verdad que se sitúa más allá de toda sinceridad y que debilita la
distancia hasta exigir una lectura autobiográfica"6. Por una infidencia de
Daniel Link sabemos que Moreno nunca estuvo en Venecia, lo que nos hace
temer que haya algunos otros destinos y peripecias inventados, pero qué
dudas caben sobre la verdad autobiográfica de las fobias y los temores que
acompañan a la viajera donde vaya, la irritación que le provoca sentirse
obligada a la felicidad o el asombro, la angustia inexplicable que desencadena
un percance trivial, o sobre las “rumias melancólicas” a las que se aplica
después de oír una broma que compromete su edad. Verdaderos, aun si no
ocurrieron en Taxco el Día de los Muertos, son esos recuerdos familiares que
restituyen la presencia del padre y borran, providencialmente, el recuerdo
ominoso de la mueca que deformaba su cara durante la agonía.
58
Bajé fácilmente entre las piedras y pronto volví a ver la torre iluminada de
Santa Prisca. Me acordé de mi padre. Mi padre con el guacamayo sobre el hombro,
dejando que le metiera el pico en la boca y le limpiara los dientes. Mi padre en una
foto fuera de foco en la que posa sentado junto a mi madre, haciéndole cuernitos
con los dedos, por sobre la cabeza. Mi padre llorando por la muerte de su propio
padre.7
59
interlocución paterna se vuele una sola vez, pero el sentido de la evocación
es claramente afirmativo. En un momento de temor, la viajera extraña la
eficacia paradójica de los chistes brutales con los que, en situaciones
parecidas, el padre conseguía tranquilizarla, exacerbando hasta el absurdo
las posibilidades de peligro.
(Este recuerdo me trae el de otra novela familiar. Mi amiga L., que
hasta ayer nomás mantenía con la madre un vínculo de simbiosis y
rivalidad simultáneas y exorbitantes, me contó una vez lo diferente que le
resultaban sus visitas a las del padre durante el año que estuvo presa en
Devoto a disposición del Poder Ejecutivo. Me contó, para mí fue una
sorpresa, porque siempre advertí entre ellos una gran distancia, cuánto más
la reconfortaban las visitas paternas. (Recién ahora se me ocurre que
semejante constatación, si bien no faltaba a la verdad de los hechos, era otra
de las formas en las que alimentaba la rivalidad mientras se ejercitaba, con
una dedicación olímpica, en la disciplina del reproche incesante.) Aunque
trataba de contenerse, la madre no podía evitar llorar mientras le repetía
todo lo que la extrañaba y lo mucho que la afligía que estuviese padeciendo
semejante injusticia. Por pudor, o por miedo a que el dolor se desbordara y
acabase con él, o porque no se le ocurría nada mejor, el padre le contaba
anécdotas graciosas de los compañeros de trabajo en el puerto y la hacía
reír. Durante años, hasta que nació mi hija, el relato de L. me inquietó,
porque no sabía si frente a una circunstancia semejante sería capaz de
reaccionar con la misma oportuna ligereza que su padre. Las seducciones
del sentimentalismo me hacían temer una declinación por el lado materno.)
La misma astucia y el mismo amor a las verdades paradójicas que la
llevaron a declarar que Banco a ¡a sombra es el menos autobiográficos de
sus libros, le hicieron escribir a Moreno, en el “Entre nos” que sirve de
prólogo, que Vidas de vivos es algo más que un libro de entrevistas:
también se lo puede leer como unas memorias, o una “autobiografía a
través de la mirada de los otros.” Fragmentaria y discreta, como ella lo
prefiere, la vida de la repórter se entredice en digresiones y apartes mientras
el entrevistado, celebridad “mistonga” que encarna a alguien que le hubiese
gustado ser, repasa la novela de sus días. Una versión más directa, aunque
igualmente fragmentaria, de la vida de la escritora es la que cuentan las
primeras seis páginas de “Entre nos”, texto prodigioso que articula
sabiamente la variación autobiográfica con los apuntes para una teoría de
la entrevista como ejercicio espiritual8. En esas páginas se puede encontrar
el mito de origen de la cronista fascinada por el pulular de lo diverso,
60
tramado a partir de la mitología del conventillo políglota como “cuna del
collage y la performance”9.
Desde el balcón descascarado del primer piso, la curiosidad infantil
asistía al deambular de una corte de los milagros populachera en la que
sobresalían la vendedora de pan enana y la niña gárgola. Hacia adentro,
por los pasillos ruinosos, la fortuna deparaba el encuentro con la dulzura y
la discreción de una sobreviviente del Holocausto, pero también con la
apatía del misterioso hombre sin piernas. Con ánimo de genealogista,
Moreno recuerda que jamás asoció esta constelación de raros “con la
tristeza, la discriminación y el genocidio, sino con la imaginación, la
variedad y la mascarada”. La disposición adulta, profesional, a dejarse
impresionar hasta el enamoramiento por las anomalías que crecen en los
márgenes de la cultura -ahí al lado- con vocación de descentramiento,
viene de aquella inocencia. Además, está lo que hay que agradecer a la
madre. La memoria filial la empuja a escena para que sobreactué las
necedades de una contrafigura propiciatoria. Bromatóloga de éxito,
además de gorila impenitente, desalentaba los encuentros contaminantes
con lo popular. Por eso la nena le salió dandy10.
Hay otro fragmento autobiográfico en el que Moreno evoca con
ironía las preferencias y las animosidades maternas para conmemorar los
aciertos de sus propias elecciones, nacidas de la indiferencia o la franca
oposición. La Dra. F, Doctora en Química, “despreciaba a los poetas, a los
periodistas, a todo aquel que usara las palabras para imprecisiones gozosas
y no para aseveraciones lógicas amparadas en fórmulas y experimentos
probados por grandes hombres...” 11 A la hija no le quedó más remedio
que definir sus gustos y oficios por el camino de la inversión y la irrisión
de ese paradigma crasamente positivista. La ironía señala el ánimo
vengativo que subyace a la rememoración del discurso y el tono de la
madre, bestias temibles, pero también la clave juguetona y hasta tierna
según la cual se realiza, ligero de resentimientos, el acto reparador. Gracias
a que Maria se dejó perder por las imprecisiones de la conversación y la
literatura, antes de que la perdiesen las luces de los bares del centro, la
Dra. F. vive en su escritura la existencia feliz de un personaje cómico (una
vez huyó del consultorio de un psicoanalista al grito de “¡No hay
inconsciente, hay microorganismos!”) o la muy conmovedora y terrible
existencia de una poeta involuntaria, otra escritora con la soga al cuello,
que inventa sin saberlo, mientras naufraga en el Alzheimer, una lengua en
la que la desposesión y el dolor hablan por sí mismos:
61
Ella, que odiaba a los poetas, sumergida en su lecho, durante una siesta
en la que se encontraba especialmente inquieta, quizá por haber perdido
las palabras que quería encontrar para decir mientras lanzaba una mirada
terrible, encontró las exactas: ‘'Lástima. Yo quería sery no cero’.
63
N otas
1 “Poética terminal”, recogido en E lfin del sexo y otras mentiras, Ed. cit.
2 “¿Qué hacer”, en Idem. Se trata del ensayo que abre la sección titulada “La mujer
pública”. Esta sección reúne casi todas las intervenciones de Moreno en la columna del
mismo título que tenía en la revista Babel a fines de los ochenta. Aunque estoy muy lejos
de ser un especialista en el tema, imagino que esta serie de ensayos, pero sobre todo “¿Qué
hacer?”, con su programa para una deconstrucción de las identidades culturales que no
reniegue de lo heredado para poder someterlo a otra vuelta de tuerca, no deberían faltar en
ninguna antología nacional de crítica feminista. En particular, en las que piensan el
feminismo como una experiencia política de impugnación de los principios binarios que
imponen la distribución de lugares dentro de una cultura y no sólo como una estrategia
para el posicionamiento y la ocupación.
3 “Señoras, ¡a las tripas!”, en ídem.
4 Ver “Poldy Bird. Llora, cebolla, llora” y “Jorge Porcel. Gardel a la Sinatra”, en Vidas
de vivos. Conversaciones incidentales y retratos sin retocar, Buenos Aires, Ed.
Sudamericana, 2005.
5 Ver “Juana Bignozzi. Toda Corrientes tiene su fotografía”, en ídem.
6 En “Poética terminal”, ed. cit.; pág. 147. Para una lectura de los efectos de verdad
autobiográfica en la escritura de Banco a la sombra, ver Nora Avaro: “El camello”, en los
Apéndices de este libro.
7 “El loro de Forero. (Plaza Borda)”, en Banco a la sombra, Buenos Aires, Ed.
Sudamericana, 2007.
8 Los apuntes exponen no tanto las técnicas como la ética del entrevistador que aspira a
que la conversación se transforme en una experiencia de la verdad. Para que la entrevista
suceda, hay que renunciar al saber o, en todo caso, a ejercer el poder que implica interrogar
de acuerdo con lo que se sabe. Se necesitan sí disposición, generosidad y algo de amor. Las
preguntas más eficaces son las que llegan, en el momento justo, no se sabe de dónde para
propiciar el encuentro sorpresivo del entrevistado con algo de sí mismo que hasta ese
momento desconocía, o había olvidado. Como en la interpretación psicoanalítica -Moreno
misma señala el parentesco-, la eficacia de la pregunta justa se demuestra únicamente apres-
coup.
9 En “Tributo a Niní Marshall”, en Babel 8, marzo de 1989. Ignoro las razones por las
que esta columna tan feliz no fue recogida en El fin del sexo y otras mentiras.
64
10 “El dandismo consiste, en gran medida, en poner en contacto contaminante la
cultura alta y baja despreciando la media.” (María Moreno: “Performances intelectuales
argentinas”, en E lfin del sexo y otras mentiras, ed. cit.).
11 En “Memorias”, en ídem.
12 “El puro yo”, en Idem.
13 “Lúcidas locuras”, en Idem.
14 “¿Qué hacer?”, ed. cit.; pág. 139.
15 Por Internet circula una entrevista frustrada que le hicieron dos estudiantes de
periodismo con vocación de discípulas, que es un documento invalorable de la
psicopatología moreniana. Las chicas se le acercan y ella comienza a huir. Las chicas tratan
de detenerla: “-María, queremos hablar con vos”, y ella, sin disminuir la marcha, pregunta
para qué. Las chicas: “Para hablar de tu último libro”; ella, definitivamente fuera de
alcance: “¡Ni loca!”. No me extrañaría que Moreno dijese que esta es la mejor entrevista
que le hicieron.
65
Una antropología de lo fugaz
Sobre Ómnibus de Elvio Gandolfo
68
convierte ahora el antiguo suplicio de viajar en ómnibus en una experiencia
serena “pero a la vez maleable, densa, cargada de algo”, algo real. Podríamos
decir, abusando del lugar común, que Gandolfo escribió este libro para
provocar o acechar la revelación, que presentía inminente, de ese misterio,
con la confianza en que, no importa con cuanta perseverancia y lucidez lo
contornease, sin embargo no ocurriría. Lo que más acá de su improbable
atribución genérica le da a Ómnibus un estatuto literario definitivo es la
intensidad con la que el estilo de Gandolfo, ese estilo que oscila entre el
lirismo y el golpe de humor deceptivo, como para que las fuerzas de la
emoción y las de la inteligencia no se subordinen unas a otras, explora
detalladamente los caminos que se abren a partir del diálogo con lo incierto
sin imponerles una dirección convencional. (Este libro no es testimonio
más que de la voluntad y el deseo de que se lo escriba. Dicho de otro
modo: el misterio que recorre lo que pasa durante los viajes de Gandolfo
entre Buenos Aires y Rosario los excede, pero no los convierte en símbolo
de alguna otra cosa.)
Ómnibus también nos hace pensar en un ensayo por la forma en
que su desarrollo, tentativo y fragmentario, se desvía de lo que foe el
proyecto originario del autor (escribir algo con “la unidad y la
contundencia de un cuento”) y, a fuerza de digresiones, se prolonga
bastante más allá de lo previsto, en busca de una textura y un ritmo que
convengan a la configuración de lo misterioso. Como la retórica que
modela esa búsqueda es la que corresponde a un ejercicio de
“autoinspección” insistente pero discontinuo, siempre en estado de
recomienzo, la sintaxis narrativa de Ómnibus nos hace pensar también en
las secuencias de un diario íntimo, ese género que produce un efecto de
vida incomparable porque presenta la sucesión de los días como un
proceso sin origen ni fin determinados, puro transcurrir que hoy adopta la
máscara rígida del cumplimiento de un destino y mañana la más ligera del
acontecimiento azaroso. Durante varios años Gandolfo viajó con
frecuencia (una frecuencia entre mensual y semanal, según los
compromisos laborales) de Buenos Aires a Rosario, ida y vuelta; en algún
momento también indeterminado de ese ir y venir, comenzó a “llevar” un
libro en el que se propuso registrar todo lo que pasaba en los viajes dentro
y a través de las ventanas de los ómnibus, desde la distribución de los
asientos al estado de los baños, pasando por el humor de los chóferes, las
comodidades de los servicios especiales y el espectáculo o el fantasma de
los accidentes trágicos. Para poder cumplir con ese programa de
69
“interrogación de lo habitual”, según la consigna que encontró en un texto
breve de Georges Perec, le exigió a su arte la precisión necesaria para fijar,
o al menos señalar, los matices imprecisos de algunas realidades triviales y
la belleza fugitiva del paisaje en los días de otoño. A sus ya probadas y
eficaces destrezas de narrador les reservó el registro de algunos encuentros
y algunas conversaciones con otros viajeros (dentro de este libro que
esquiva la linealidad del relato, porque quiere darse una forma semejante a
la de la vida, se pueden encontrar algunas historias extraordinarias, como
la del hombre del granizo, que seguramente se fijará en la memoria del
lector como la huella de un sobresalto). Ómnibus también nos recuerda el
discurrir espiralado de los diarios íntimos, en los que se vuelve siempre
más o menos sobre lo mismo, la fuga del sentido de la vida, porque su
andar reflexivo está pautado por la alternancia entre el deseo de continuar
y el de abandonar la escritura que se posesionó del Gandolfo apenas
comenzó a “llevarlo”. Los saltos temporales que quedan registrados sin una
explicación que los justifique (entre la escritura del segundo capítulo y la
del tercero pasaron más de un año; entre la del tercero y el cuarto, varios
meses) señalan claramente que cada recomienzo ha sido un triunfo sobra
la más peligrosa y placentera de las voluntades que mueven a quienes
llevan un registro periódico de sus vidas, la de diferir. Como todos ios
diarios de escritores, cuando Ómnibus expone, sin revelarlas, las razones
secretas de su composición, porque alimenta en el lector un deseo de
sentido irrealizable (¿qué pasó entre una secuencia y otra?, ¿por qué el
proyecto vaciló de tal manera?), se deja leer también como una novela.
La escritura de Ómnibus comparte con la del diario íntimo el
enraizamiento en el presente, la continua revisión del pasado de acuerdo con
los intereses actuales y el saberse abierto a lo desconocido. En este tiempo, o
esta dimensión del tiempo a la que accede por el acto de escribir, Gandolfo
procesa un saber sobre las cosas de la vida (que es, en principio, un saber
cambiante, provisorio, sobre lo que ocurre en los viajes a Rosario) fundado
en el reconocimiento del valor de la alternancia y la fugacidad. No importa
cuán significativo sea un momento, el que lo sigue podría devolvernos la
certidumbre de nuestra trivialidad porque, incluso si transcurre en su tiempo
preciso, todo momento termina, o mejor, todo momento recuerda, al
consumarse, su desaparición. Esta es la lección melancólica que Gandolfo
aprendió mientras escribía “Filial”, la que dice —entre lo que dicen las
palabras del relato- que la melancolía, la aceptación de la coexistencia de la
vida y la muerte, es el estado propicio para que la atención pueda fijarse en
70
ciertas realidades que de otro modo perderíamos, por incapacidad de
notarlas o de soportar su futilidad. El espíritu del tiempo en el que
transcurren y se escriben los viajes a Rosario, un tiempo de dispersión serena,
regida por un equilibrio precario, es el de una apertura a lo que la vida
puede tener de intenso (hablamos de una intensidad discreta, sin estridencias
melodramáticas) en razón de su inesensialidad. El escritor-viajero se presenta,
con humor, como alguien que acaba de entrar en “el otoño de la vida”, no
porque lo abrume un sentimiento de decadencia, sino más bien porque en
algo se identifica con los árboles otoñales que un día descubrió al costado de
la autopista: como en ellos, la certidumbre de la muerte y el recomienzo de
la vida a veces se enlazan en su espíritu con tranquilidad.
Hay en Ómnibus una imagen recurrente que remite al mundo del
que el escritor-viajero tuvo que apartarse, al que tuvo que renunciar, para
alcanzar la madurez que hoy le permite, no sólo tolerar a los otros, sino
reconocerse en ellos, la de la adolescencia. El mundo de los adolescentes
(Gandolfo piensa sobre todo en el que compartió con sus hermanos) es
tan fascinante como terrible y mezquino porque está gobernado por el
miedo a crecer. La figura que mejor lo representa es la del repliegue
paranoico (por eso se puede decir que la ciencia ficción es un género
“brutalmente adolescente, lo que constituye su límite y su encanto”). En
contraposición, el estado de madurez, que se sabe y se quiere provisorio,
está representado por la figura de la expansión serena, una disposición
activa a dejar “entrar lo que llega” que nunca está dada, que hay que
ejercitar. La escritura autobiográfica de Ómnibus es un ejercicio de
impersonalidad que deja abierta las puertas para que en el pensamiento
estalle la evidencia -a veces tan difícil de admitir—de que todo destino es,
de algún modo, colectivo, que las circunstancias en las que alguien viaja a
Rosario una vez por semana no son más excepcionales que las que rodean
el vuelo de un ave migratoria dentro de la bandada, en todo caso, no más
excepcionales que la de otros tantos viajeros frecuentes en los años 90.
Gandolfo incluyó como Apéndice de su libro el ensayo en el que
Perec esboza los fundamentos de una antropología de las “cosas comunes”
a través de la cual podríamos aproximarnos a “nuestra verdad” con mayor
fortuna que cuando interrogamos la espectacularidad de algunos
“acontecimientos extraordinarios”. Es indudable que el llamado a
interrogar lo trivial y lo fútil para acechar el corazón secretos de nuestros
hábitos encontró respuestas en los ejercicios literarios y espirituales que
recorren las páginas de Ómnibus. También, que Gandolfo tuvo que
71
desviarse por lo menos en tres ocasiones de ese eje programático para que
pudiesen entrar en el registro de sus vivencias de viajero los fragmentos de
una experiencia amorosa. Se sabe: ninguna historia de amor puede escapar
a la trama que construyen los hábitos sentimentales, pero el amor, que no
sabe más que de recomienzos, sin ser espectacular, ni siquiera perceptible
más que por sus efectos, es el más extraordinario de los acontecimientos
extraordinarios. En esa irrealidad fugaz, que es al mismo tiempo fuente de
encanto y perturbación, lo capturan las notas del escritor-viajero cuando
nos dejan entrever los afectos sin nombre que pasan por la conversación en
la que se sostienen, a veces con una naturalidad envidiable, otras con
esfuerzo, un hombre y una mujer que hasta hace poco eran amantes y que
ahora se reencuentran en el ómnibus que los lleva a Buenos Aires. Sin
adecuarse por completo a las convenciones de ninguno de esos géneros, el
último libro de Elvio Gandolfo se puede leer como un ensayo, un diario
íntimo, una novela, y también como una carta de amor. Una carta dirigida
a “la mujer de ojos marrones” que, a favor del amor, para que pueda
repetirse sin tentar siquiera la realización improbable, acaso no espera
respuesta.
N otas
72
Dos apéndices
Por N ora A varo
Alan Pauls:
La frase
76
De estas enseñanzas, ELpasada de Alan Pauls parece haber extraído
un propósito, un norte para la deriva de la frase brillante, la efectuación de
un espesor novelístico que revierta en investigación, como quiere Link, y en
ambiente —palabra un poco devaluada pero insustituible en el género— , y
no sólo en destello retórico. En la frase, los grados de búsqueda y de
precisión redundan en volumen temporal, hacen tiempo, tanto en el tanteo
argumentativo, provisorio, perfectible {Elpasado es una novela de ideas
lanzadas, ideas que van por más), como en el derrame anecdótico. Uno y
otro duran en pensamiento y peripecia gracias a la propulsión fraseológica
de Pauls. Y duran mucho, como las novelas duraban antes.
Es de considerar la longitud de ELpasado. En la literatura argentina
de las últimas décadas casi no conozco libros necesariamente largos e
indiscutiblemente grandes, El traductor de Salvador Benesdra es uno, La
grande de Saer es otro. Hay una tendencia a la brevedad narrativa muy
evidente y el modelo supremo de esa brevedad son las “novelitas” de César
Aira, aunque sumadas unas a otras alcancen ya la dimensión sistemática de
una obra magna y total. Elpasado es una novela larga en esa dirección bien
decimonónica, que es la de Benesdra y que es la de Saer, y que avanza hacia
las grandes novelas del siglo XX. Pauls dice: “Uno de mis escritores favoritos
es Stendhal; siempre lo fue, y lo fue incluso en el momento en el que yo era
más partidario de los experimentos formales en la literatura”2. Entonces,
incluso en el exaltación experimental, cierto anacronismo bastante atrevido
le es propicio, no sólo por recibir con buen talante, y aun a riesgo de ser
aplastado, la ascendencia enorme de la novela realista romántica sino
también por optar, frente a el fragmentarismo, la incorrección, y la
parquedad circundante, por la continuidad novelesca que, si no se tiene el
genio de Aira -quien promueve algunas catástrofes y fines del mundo aquí
y allá sólo para poder parar un rato pero siempre a sabiendas que lo único
importante es seguir- no hace más que traer más y más novela, agregar
novela a la novela. Pauls llama a esto “torrente continuo” o “corriente
continua” u “oceánica continuidad sentimental”, y El pasado reditúa muy
bien en este sentido. Su longitud total, sus casi seiscientas páginas, es el
resultado cuantitativo de una puesta en forma que tiene a la composición
de la frase como médula y como eyector, “como unidad de escritura”; una
frase trae, sostiene e impulsa la siguiente, investiga en acto todas sus
potencialidades y no finaliza, es decir no pone un punto, hasta agotarlas.
Pero aun el agotamiento es ilusorio, porque después del punto sólo queda
proseguir y, de hecho, cuando la novela termina lo hace extenuada, ya sin el
77
vigor necesario como para darse un buen final, quiero decir, un final a la
altura de sus ambiciones y favoritismos.
El tamaño también es consecuencia de un enfoque continente del
género, que redunda en empuje y totalización novelesca; “pensé Elpasado
como un territorio en donde pudiera meter absolutamente todo lo que se
me ocurriera”3 dice Pauls, y aunque todo lo que se le ocurre está signado
por el “orden superior del amor”, y de un amor que, en definitiva, todo lo
puede y todo lo logra, más que el desborde sentimental, con sus conjuros y
dogmas, es su fuerte inclinación culterana la que le marca perspectiva, y
tanto en el orden sintáctico como en su sistema de referencias.
(“Prepotencia formal en todos los niveles en los que ésta puede buscarse”,
dijo Martín Prieto en Rosario, cuando presentó Elpasado.)
Tomo un ejemplo —y la extracción ya la hizo Pauls cuando dio a
conocer adelantos de su novela—: el episodio en el que se vinculan
traducción y droga, o mejor, y ya que Pauls convierte todo en asunto: el
tema de la traducción y el tema de la droga, que corresponde, a su vez, al
“período más exaltado” de la vida de Rímini, protagonista de El pasado.
Casi no es necesario resaltar la complacencia de Pauls en el sumario oficial
de la alta tradición crítica, ya un estereotipo: la Traducción. El lema de
base ficcional es traducir es como drogarse, y de modo que acciones e ideas
giran estrictamente sobre ese cotejo: Rímini se droga y traduce, y también
se masturba si es cosa de estirar la figuración, y lo hace en arrebato
actitudinal y reflexivo. La comparación -un tropo muy privilegiado en el
fraseo de Pauls- sujeta todos los niveles y es matriz de la sintaxis, de la
conjetura y de la diégesis. Como figura retórica impone a la frase dos
mundos diferentes que, al homologarse en una analogía inédita, pero sin
perder su viraje de origen, provocan una inflación de contingencias:
cuando traducción y droga inician su proceso de comparación, cuando
además se vinculan en la peripecia que cumple el personaje, se abre un
dique que las convierte en un “torrente continuo” de asuntos a tratar: en
temas, en grandes temas.
En esta invariable de las frases de Pauls que, como unidades
mínimas, sostienen una estructura novelística del mismo alcance y tenor,
un término se anexa en línea a otro mediante el “como” y el lazo traza
cursos de puntos en similitud que no conceden su autonomía. Se trata,
más que de la condensación metafórica, de una fuerza distributiva en
superficie que crea capas narrativas de tiempo, estados de anécdota y de
reflexión. Una muestra breve: “[los planes amorosos de Sofía] para Rímini
78
eran sólo coincidencias ingratas, a lo sumo malévolas, pero tan desprovistas
de sentido como cualquier obra del azar, como la bala perdida que hiere al
soldado en el momento mismo que se aleja victorioso del campo de
batalla.” El curso, el “torrente” de la frase progresa término a término:
coincidencia / obra del azar / bala perdida, para saturar el contraste entre la
cruzada amorosa y su reverso de abandono; pero además, allí mismo, traza
otra línea alegórica, una victimaria y una víctima: el soldado absurdo que
muere en plena victoria es como el propio Rímini, atrapado nuevamente,
cuando se supone libre y fuera de combate, por Sofía, por la bala de Sofía,
que no es ya entonces una bala perdida, obra del azar o de la coincidencia,
sino una bala certera, obra del destino, que cumple su trayecto en pleno
acatamiento al orden superior del amor. La propia frase, en una figuración
comparativa que maximiza el rendimiento novelero, vuelca sus argumentos
y subraya, además, un rasgo de carácter de Rímini, su declive pusilánime,
su perpetuo retraso, su estupidez.
Hay una seriedad docta en la novela de Pauls que, pensando a su
favor, quizá se deba más al despotismo intrínseco de su tema principal que
a sus muchas veleidades ilustradas (si se vuelve a celar ¿cómo no hacerlo por
el lado de Proust?). Se trata de una creencia rara, firme y un poco
inoportuna en que el amor aún da mucho que pensar, pero a condición de
que se lo haga de forma monopólica. Esta creencia, sin la cual directamente
no hay El pasado, pone bajo recelo sus omisión de “lo político” o de “lo
público”, así: con “lo”, como si esa omisión, o mejor, esa prescindencia,
Riera deliberada, anterior al avance novelesco, y no se desprendiera de su
dogma vertebral: no hay afuera del amor, y, además, de modo tan pasmoso y
evidente que sólo esa hegemonía rescata la integridad de la novela de
cualquiera de sus derrapes finales (incluida la biografía del pintor Riltse, las
clases de tenis o la cargosa, abusiva sociedad de las Mujeres que Aman
Demasiado). Porque todo lo que El pasado contiene, temas y variaciones,
cuando ingresa, y para tener acceso, lo hace bajo la órbita imperiosa del
amor, y esto no sólo constituye el gran triunfo novelesco del lado-Sofía por
sobre el lado-Rímini, sino también la prueba de consistencia que un
universo absoluto está obligado a sortear en cada una de sus frases y en sus
territorios más débiles.
La frase de Pauls indaga y hace tiempo. Y en esa empresa, de
condición tentativa pero de culminación firme, genera espesos volúmenes
discursivos. La tracción de la frase larga, parentética y esmerada revela en
su límite cierta cualidad sabihonda, sabihonda a pesar de sí. Aunque la
79
calaña artística que quizá le simpatice es la del buscador de oro un poco a
ciegas, osado y titubeante, Pauls sabe siempre bien de qué habla y hasta
dónde se puede llegar con su habla. Conoce sus asuntos, conoce la
prosapia de sus asuntos, y parece conocer, con un convencimiento bastante
envidiable, sus asuntos más personales, la prosapia de sus asuntos más
personales, y el modo de volverlos a todos ellos, como dice Alberto
Giordano en este libro, hiperliterarios. No es accesoria, en este punto, la
opción por el narrador en tercera persona de El Pasado. Todo el planeta
reflexivo de la novela, la índole muy particular de ese planeta, su ciencia
propia, gravita alrededor de ese recurso inteligente.
Por aquí y por allá se escuchan anécdotas sobre lo que hay de
autobiográfico en la novela (el dato autobiográfico vital, antes de
dignificarse en el testimonio y en el archivo, necesita nutrirse en el
chisme); parte de la materia narrativa, por empezar, su personaje principal
-hablo, claro está, de Sofía—sale indemne del pasado de Alan Pauls para
ingresar a El pasado de Alan Pauls. Pauls recuerda su historia sentimental,
que es, por supuesto, un modo de inventarla, con una fruición digna de
Sofía (“¿Era posible recordar tanto, tan bien? ¿No estaría inventándolo
todo?”). El único dique que encuentra para contener las filtraciones de esa
exaltación invasiva como un líquido es el narrador en tercera persona.
Rímini jamás podría decir yo, y cargar ideas y peripecias, porque él es el
ciego por estupidez, el que no ve más allá de su nariz, el que ignora. Una
primera persona, un Rímini narrador, habría dado por resultado otra
novela, tan radicalmente distinta, tan monstruosamente inexperta, tan
poco avisada, que ya no sería una novela de Alan Pauls aunque resultara
una buena novela; y tan buena que uno hasta puede imaginarla (virtud
virtual y en absoluto secundaria de El pasado). La tercera persona narrativa,
aunque se contamine, en el indirecto, con la primera, le permite al autor
mantener cierta distancia innegociable, dar un paso atrás, tender
perspectivas y reservarse —reservarse aun de los albures del ridículo, porque
la ignorancia es, para Pauls, ante todo ridicula—para lograr lo que jamás
apostaría a riesgo de perder su universo literario: saber.
Pauls incluye al final de La vida descalzo una escena de iniciación,
cada escritor en algún momento ofrece la suya: ¿quién sobrevive sin
mitología? La de Pauls presenta la eminencia de uno entre los días de playa
y, aunque en todo el libro el impulso largo de la frase permite mechar aquí
y allá asuntos playeros de base fenomenológica con una primera persona
autobiográfica (lo que soñé en Cabo Polonio, la primera vez que fui a un
80
autocine, la primera vez que fui a Villa Gesell, cuando perdí la pelota en el
mar de Punta Mogotes, cuando ella y yo quisimos ser Dashiell Hammet y
Lilian Hellmann, cuando mi amigo quiso ser Marcel Proust y quiso ser
Gilíes Deleuze), y aunque es claro que el protagonista aquí es el niño Pauls,
Pauls adulto y escritor descarta de un plumazo al narrador en primera y
relata el episodio en tercera persona: “En la escena hay un chico”, escribe.
El chico ya no está en la playa ni está en el yo, el chico está en la
escena. La variación es portentosa, no sólo por la cortedad de la frase tan
impropia de Pauls, sino, y también a causa de esa variación, por el cambio
de tono. Es cierto que gran parte del encanto de La vida descalzo está,
justamente, en la miscelánea de inflexiones y puntos de vista, en la soltura
con que se pasa de unas a otros, en el ritmo especulativo y contenedor de
sus frases: de la didáctica divulgativa al relato intimista, de la crítica del
gusto a la sociología espontánea, del recuerdo personal a la enciclopedia al
paso, etc.; pero el salto, como se dice, cuantitativo y cualitativo que hay en
esa primera frase del último capítulo de La vida descalzo escenifica, para
decirlo estrictamente, un tipo muy otro de afectación.
El chico Pauls enfermo debe guardar cama y, mientras se lamenta
de la cantidad de playa que se pierde, busca con desgano entre las revistas
viejas el libro que demoró en favor de placeres más concretos y más típicos
del veraneo; cuando lo encuentra y comienza a leerlo, entonces sí, se
enferma crónica y verdaderamente. Se trata de un cuento de inicio que
incluye como mito, y como cualquier cuento de inicio, su vía virtual y
postrera: la lectura, como una actividad devoradora, magnifica sus
posibilidades vitales y literarias en la escritura, pero de tal modo que, de
una a otra, hay un corte, una defección que ya no es la propia del recuerdo
infantil, equívoco y precario, sino la del artificio sagaz. Me refiero al
encuadre, a la puesta en escena, al paso atrás, a la perspectiva que
configura, a convencional distancia -la convencional distancia narrativa
que brinda la tercera persona, tanto más inteligente que la primera, y tanto
menos ridicula- al chico lector Pauls para que el adulto Pauls se
transforme en escritor.
En octubre de 2007, César Aira estuvo en Rosario. En un
reportaje público que le concedió a Juan José Becerra contó que le había
escuchado decir a Alan Pauls algo que lo sorprendió mucho, que Pauls
“nunca ve las escenas de lo que escribe, trabaja solamente con el sonido de
las palabras, de las frases. No sé si él lo diría por provocación -dijo Aira—
por decir algo distinto y original pero, si es cierto, resulta mi contracara,
81
porque yo veo todo, y todo mi esfuerzo de trabajo artesanal, de hacer las
frases, es para que se vea lo que yo vi. A veces me voy un poco demasiado
lejos en descripciones, en descripciones de acciones, para que no se
confundan en lo más mínimo, para que los lectores vean exactamente lo
que yo vi cuando lo inventé”.
La discrepancia con Pauls que Aira subrayó en Rosario es la que
un narrador puede marcarle a un estilista. El narrador ve todo lo que
inventa e inventa todo lo que ve, su obsesión radica en preservar en sus
detalles la iconografía de su inventiva y de tal modo que, aunque reniegue
de la mimesis, el artesanado de la frase está al completo servicio de esa
visión. El estilista, el que trabaja, en cambio, sólo con el sonido de las
palabras, es remiso al sometimiento de su frase a territorios y andanzas
externos, reales o imaginarios; su peripecia es la de la sintaxis; su estatuto,
el de la modulación interna que domina cualquier traza temporal sea esta
la del pensamiento o la del relato. El estilista, el que trabaja sólo con el
sonido de las palabras, actúa, y así lo decía Daniel Link, como un poeta. Y
como uno modernista; como un dandy, con el garbo anacrónico de un
dandy, que tiene el talento escénico del artificio y que conoce, por ende,
cómo quedar a salvo de la realidad, del impulso visionario y del ridículo.
N otas
1 En http://linkillo.blogspot.com/2006/07/libros-recibidos.html.
2 En “Hay que producir valor”, entrevista a Alan Paus por María Eugenia Romero y
Julio Ariza,reproducida en
www.elhilodcariadna.org/amailos/voliimenl 1'artH letras completo.asp.
3 En Idem.
82
El camello 1
sobre Banco a la sombra de María Moreno
84
Entre ambos márgenes, pero sobre todo en la fuerza contradictoria que los
sostiene, y que provoca un arco de matices y perplejidades viajeras, María
Moreno viaja y carga, como si una bomba en vuelo, todos sus prejuicios. Y
para hacerlos detonar: “Yo recomiendo ir —escribe—, porque los hechos
disparan la imaginación”.
El viajero del relato de viajes tópico es un observador, pero uno
plano, sin densidad intimista. Las vivencias viajeras se graban sobre la
superficie de ese plano más que en los términos de la experiencia, en los de
la acumulación distributiva, como quien dice “en millajes”. El observador
se vacía de sí para que el mundo nuevo lo colme, en un barroquismo al
paso que opera por enumeraciones de rasgos y concluye en categoría y
costumbrismo, en abstracción y ecuanimidad, en hábito. Lo que el
observador viajero trae al mundo nuevo, su pasado sedentario, es decir, su
cultura (incluidos su paladar y todos los libros sobre viajes o sobre
ciudades -Paul Bowles sobre la localidad portugesa de Madeira, por
ejemplo- o sobre cualquier cosa) se limita a funcionar como punto de
comparación y, en ese reajuste a lo ya sabido, evaluar los grados de
contraste y exotismo para erigir, entonces, y con ese requisito, lo realmente
novedoso del mundo nuevo. Así, de diferencia en diferencia, de sorpresa
en sorpresa, el observador viajero, casi como un viejo y melancólico
formalista ruso, deja de sorprenderse.
Tengo mis malestares con los viajes y los relatos de viajes y, como
dice María Moreno, “soy impermeable al exotismo”. Es en este sentido que
Banco a la sombra deslumbra, me deslumbra por identificación, claro, pero
también, en un plano menos narcisista, por todo lo que no tiene de libro
de viaje ad usum, ya sea el viaje turístico o el esnob, el oficial o el opositor,
como los nivela el señor Kaiser, amigo del señor Plaza y de María Moreno,
a la hora de programar paseos, y “persuadido de que los viajes
antiturísticos constituían un lugar común no muy diferente de los
paquetes propuestos por las agencias de viajes”.
La viajera de Banco a la sombra, en cambio, reactiva atentísima a los
lugares comunes, a los estados de cristalización -aunque compruebe
pasmada que suele caer en ellos con más frecuencia que la que tolera-, vive
su periplo en tensión continua, una tensión a veces insoportable que
multiplica, a su vez, subclases de tensiones. Dentro del mandato general
que exige, en situación de viaje “agotarlo todo”, la viajera imputa sus
pequeños dilemas; es una resistencia frágil, hecha de interrogaciones más
que de certezas, y que, en lugar de procurarle libertad de acción y de miras,
85
la vuelve a avasallar: si por un lado se permite aburrirse en los museos, por
el otro, y de inmediato, teme quedar como frívola. Así, la legalidad o
ilegalidad del viaje va siendo minada, a poco de establecerse, por siguientes
códigos y prescripciones, que inciden en cada decisión viajera y que no
dejan de llegar, reglar y desaparecer: las instrucciones de la madre —“es de
rigor que recuerde a mi madre cuando emprendo cosas por encima de mis
posibilidades”—; las de los libros-, —“yo quería ver el espacio por donde
Colette desapareció hacia la tierra”; las de la idiosincrasia - “donde llegues
haz lo que vieres”—; las de la destreza intelectual —“me había creído una
lectora más sofisticada que la que, con sólo pisar México, ha pasado de no
creer en nada a creer en su versión más literal” en Las enseñanzas de Don
Juan—, las delprogresismo —“yo no podía sentirme como alguien que espera
el retorno de un muerto, sino como una progresista-; las de la identidad
- “por eso el mozo de Pizzapiazza no veía en mí a la integrante de una
minoría vanguardista”—; las de la melancolía —“Marrakech me confirmaba
en mis rumias melancólicas: estaba demasiado mayor para aventuras”-.
Lo que está bien o no está bien hacer en viaje se somete a una serie
cambiante de reglamentaciones que a veces se contradicen unas a otras, no
dejan salida (si no monto al camello soy timorata, si monto al camello soy
típica) y hienden el ánimo viajero, y lo hacen hasta el llanto, el miedo, la
vergüenza, el estupor. Porque en Marruecos hay que montar en camello, no
se va a Marruecos para no montar en camello, el camello de Marruecos, al
revés que los del Corán, es ineludible. Todo el viaje Africa —que, contra la
Europa cansada, constituye la verdadera odisea-, todo, los regateos en el
mercado, el oasis, incluso los guisos de camello en almuerzos solitarios,
suman cero si la viajera no monta en camello: “si no me animaba a subir al
camello —escribe María Moreno—, nada de ese viaje habría valido la pena y
tal vez daría un vuelco negativo a mi vida toda por haber sido incapaz de
asumir lo que cualquier turista septuagenaria asumía con liviandad y
soltura”. La tendencia a que la vida toda se juegue en una fallo viajero que,
incluso cuanto más trivial más trascendente, es característica de Banco a la
sombra, y desmantela el virtual costado “etnográfico” del libro; lo sabía muy
bien Levi Strauss cuando escribió en Tristes trópicos: “Odio los viajes y los
exploradores [...] la aventura no cabe en la profesión del etnógrafo”.
Llamada a la aventura, bajo la forma de la cita con lo nativo, por más
codificada que esta sea, la viajera accede, pero tan plena de tribulaciones
que el mundo nuevo, lejos de grabar claramente sus rasgos distintivos sobre
la superficie neutra de la observación, sufre un raudal de evoluciones
86
instantáneas. Presa de sus dilemas, la viajera actúa por prescripción, cumple
o no cumple montón de órdenes, sube o no sube, pero en ese vaivén, el
tránsito ya se ha transformado, y con él el mundo nuevo que pasa de
asombroso, o más o menos asombroso, en todo caso registrable y retórico, a
experimental.
María Moreno recuerda en Banco a la sombra el viaje de la droga en
El almuerza desnudo de Burroughs, donde “apenas hay paisaje” y “hay, en
cambio, ficción de visiones”. Su libro no le debe a Burroughs el repertorio
de imágenes, pero sí cierta constancia hacia “adentro”, “un adentro que es
tomado como un afuera amenazante”, escribe Moreno. Ella, a diferencia de
Borroughs, sí prodiga amenazas, camellos, del afuera, pero sólo para pensar
más, para presionarse en opciones, para maquinar al interior. Podría
afirmarse, como se estila en las valoraciones críticas, que la experiencia en
Banco a la sombra está del lado del experimento, pero sólo si se subraya la
vacilación de la viajera, su fragilidad, su antiheroísmo e incluso su
aprensión. Si toma riesgos, lo hace para no desentonar, no para escribirse a
sí misma la épica de la mujer solitaria en el choque con el extranjero, sino
para zafar del escarnio público. Hay que admirar este matiz porque está en
el núcleo mismo de la tentación ambulante de María Moreno, como si
gritara exaltada “¡allá voy!”, agregara por lo bajo: “pero no estoy muy segura
de querer ir”, y resolviera: “voy a pensarlo un poco”, y todo al mismo
tiempo. La anécdota del camello es también la anécdota del “miedo
máximo”, es la del pintoresquismo, sí, pero también la del horror; sobre, o
desde el camello, el camello repercute en metamorfosis, es copia de arena,
sus pestañas polvorientas actualizan un antepasado extinto del ciempiés, sus
movimientos un erotismo leve y sobresaltado. Sobre el camello, María
Moreno desguaza los beneficios del viaje exótico, está tan atenta a sí misma,
a su propio recelo, que no ve más allá de las pestañas del camello; en el
paseo sobre el camello, no hay ni asomo de un paseo en camello —la digna
experiencia del oriente: las ventajas de la altura, la milenaria oscilación del
desierto-, y tanto que María Moreno sólo “baja a tierra”, metafórica y
literalmente, cuando el camello se sienta sobre sus talones. Pero ni aún
entonces, dolorida, medrosa de no poder contar, o por inverosimilitud o
por snobismo, los motivos de su renguera, ceja en su tensión disciplinaria:
“A pesar de la renguera —escribe- aceleraba el paso con esa alegría zonza de
haber vencido en una prueba que nadie me había pedido”.
87
A lo largo de los años, en un lapso que va de 1979, cuando fue por
primera vez a Europa en primera persona, hasta 1997 que visitó La Habana
en tercera, Matilde Sánchez también hizo sus viajes y los contó en La
canción de las ciudades, libro que publicó en 1999. Como Moreno, Sánchez
revierte folklore y exotismo en experimentación pero, a diferencia de ella,
actúa todavía con algo de reportera, de enviada especial: tiene la convicción
típica de la observadora avezada en los detalles significativos, en los
indicadores propicios, en el encuadre, la que sabe qué y dónde mirar para
obtener la cifra extranjera. Aunque relate vivencias íntimas (su primera
visita a Europa, el trayecto cansino de sus padre anciano en Alicante o un
encuentro erótico y cubano) Sánchez no deja de acumular saber sobre “lo
otro” que, aunque “otro” y extraño, redunda en instrucción y certeza
propia; no en vano, en el prólogo al libro y con la intención de moldear su
tipología, Sánchez apela a la crónica, a la novela pero fundamentalmente “al
prestigio del Bildungsroman\ En un justo medio entre la generalidad —“los
uruguayos son indolentes”—y la minucia - “las manos del Azul no
pesaban”- la descripción de idiosincrasias se convierte, para Sánchez, en
experiencia equilibrada, es decir, en aprendizaje personal y político de la
jomadas viajeras, dos controles muy definidos de su curiosidad y cuyas
potencias narrativas y ensayísticas no se pone en duda.
A Sánchez, a diferencia de Moreno, el viaje no la amilana. Arma
series, ordena recuerdos, dispone recorridos, advierte, aprende, procede
con fortaleza y madura, le impone al mundo nuevo su pesquisa, su avidez
de extranjería, y no resigna su temperamento de reportera ni su afán
emancipatorio. Sánchez es una viajera liviana y metódica, carga lo
necesario —sabe qué es lo necesario—y sale de excursión; Moreno, en
cambio, es mucho más pueril, mucho menos expedita, una viajera con
menos equipaje, o mejor la metáfora contraria: con un equipaje excesivo,
agotador, que al cabo revela su completa inutilidad. Matilde Sánchez está
“en el corazón de los acontecimientos”, justo ahí donde María Moreno
brilla por su ausencia. Nada más distante de Banco a la sombra que el
satisfecho bildungsroman, nada más extranjero. Porque si algo se aprende
en situación de viaje no es, propiamente, a madurar.
La divisa “donde llegues haz lo que vieres” resulta insuficiente para
María Moreno pero le trae el amparo provisorio de un instructivo, un
recurso aprobado en las generales de la ley. Menos por temeridad, por arrojo
singular, que por timidez, hay en la viajera una urgencia de volverse
88
imperceptible, pero sin perder en el intento lo que resalta de sí misma en el
contexto extranjero: Moreno gusta de las paradojas. Que niños mexicanos,
vendedores ambulantes, la confundan en Taxco con cualquier gringa vulgar
y norteamericana, la llena de inseguridad, ¿pero acaso ella no es la que es?
“¿cómo no leían -escribe- en mis gestos y vestimentas a quien había
denunciado el racismo entre las motivaciones del patovica que mató a golpes
en el boliche Fantástico a un salsero boliviano habitante de una villa en Bajo
Flores? (...) ¿no debían encontrar en mi singularidad una excepción?”. Está
siendo irónica, claro, está subrayando una cualidad benéfica al contexto
social que transita en su carácter de viajera progre pero, en pleno progreso, se
impone una distancia de máxima. Como si saliera de sí, como si el viaje
revelara la tirantez de sus estereotipos personales, y se transformara, recién en
ese punto íntimo, en un verdadero viaje a lo desconocido, la afirmación de
un status de personalidad, de una identidad llevadera, e incluso bienvenida
para los niños vendedores, trae a la rastra e indefectiblemente la ironía y la
burla y con ellas, la evidencia de los clisés: “al escribir esto no hago más que
burlarme de mí misma”, escribe Maria Moreno.
No es verdad, entonces, que Venecia esté sin María Moreno cuando
María Moreno está en Venecia —aclaro que ella titula el capítulo dedicado
a la ciudad “Venecia sin mí”—. Hostigada por el consenso veneciano, sufre
una “vaga irritación contracultural” ante la belleza axiomática de la Plaza
San Marcos; puede describir, en perspectiva, es decir, aquí sin tanta ironía,
pero bien al comando de sus convicciones litigantes, la saturación de
estilos de la catedral e incluso recusar su campanil que no tiene más edad
que la de su casa; puede atender las advertencias de su madre contra las
aguas estancadas e incluso proponer una didáctica de escuelas
arquitectónicas con cartelitos identificatorios —la catedral de San Marcos
pintada de diversos colores y tapizada de rótulos para neófitos—; puede
estar al margen del influjo de Venecia y de su celebración, permanecer
jactanciosa e inmune ante sus atractivos oficiales; puede, en definitiva, no
estar en Venecia, mientras ordena una coca y un panino en el café Florian
de la Plaza San Marcos.
Como una viajera de su propia diferencia, antiturística,
antioficialista, autocomplacida, María Moreno no se deja persuadir por la
“pudridísima” Venecia, y opta por reafirmar su antagonismo con la
vanidad propia del disidente. Pero el viaje, tal como ella lo enseña y lo
relata en Banco a la sombra, sucede sólo en tirantez experimental y abjura
siempre, pero claro que después de procesarlos, de los planes y las
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petulancias del viajero. Porque si María Moreno logra su distancia crítica,
y tan atildada en su heterodoxia, con la Venecia de las postales, en cambio
no consigue dejar de caer y chapotear, como en un canal de agua podrida
y estancada, en otra Venecia, una Venecia tan absolutamente otra que no
hay guía de recorridos que la roce.
Sentada en el Café Florian, María Moreno sufre, cual Tippi Hedren,
una ataque de palomas que no se dejan cotejar en su hábitos a las bandadas
más discretas de la Plaza de Mayo; atrevidas, las de San Marcos aletean con
una familiaridad monstruosa sobre la mesa del bar, sobre la mochila de
María Moreno, sobre su panino, y no hay aspaviento ni indignación que las
aleje. Desde ahí, desde el trato indeseable con las palomas, comienza no
sólo otra Venecia —una rarísima, que órbita bien lejos del turismo, de las
apoyaturas culturales, pero también del mohín esnob, una ciudad de
mujeres fóbicas a los plumíferos y fóbicas a los árboles, una de calles por las
que se camina sosteniendo unas papas, una de hoteles donde llorar a
gritos-, otra Venecia comienza y, con ella, la vacilación de la viajera, de tal
modo que sólo la reciprocidad las provoca, a las dos, y a tal punto que la
ciudad no existe sino en dominio con la angustia: “ya me estaba
sobreviniendo -escribe María Moreno—esa angustia que me acomete en los
viajes y que, sin pensamientos especialmente negros, ni contratiempos
mayores, es desencadenada por un episodio trivial”. Claro que María
Moreno está finalmente en Venecia, aunque no en la ciudad plesbiscitada
sino en una más espinosa, menos retórica, más imprevisible, una en que la
tirria anticipa la “obsesión amorosa” y que permite, además, ponderar ese
avance emotivo y erigirlo en talante personal: “Me conozco” —escribe
Moreno-, y conozco Venecia, podría agregar y, aún más, adopto la perfecta
divisa de Sartre: “Desde esa noche me siento en Venecia como en mi casa.
Es la única manera de poseer un poco a una ciudad: haber arrastrado por
ella los problemas personales”.
Después de escribir esta parrafada me entero por un escrito de
Daniel Link que María Moreno nunca estuvo en Venecia, y quizá tampoco
en México, en Barcelona, en Marruecos: ¡chasco!, uno muy digno del del
señor apellidado Plaza. Daniel Link admira, como amigo de María
Moreno, como quien cuenta con información buena para no caer en sus
trampas, la capacidad de María Moreno en el arte de confundir al lector
("Venecia sin rní’): de acuerdo, yo soy aquí la evidencia viviente de esa
virtud. Podría, para zafar del escarnio, subirme al camello siempre bien
dispuesto de la verdad de la ficción y, como María Moreno, menos por
90
redoblar mi apuesta que por flaqueza (sé que hasta la más impulsiva
temeridad tiene su momento de inercia tímida). Subida entonces al camello
de la ficción yo podría afirmar ahora que no tiene ninguna importancia que
María Moreno haya estado “realmente” (¡ah! esas comillas) en Venecia, in
situ, como dice la colección a la que pertenece Banco a la sombra, porque en
una experimentación de máxima logró la ciudad como pocos, y sin
necesidad de visitarla o, tan melancólica como Sartre, pero más literal, logró
que “Venecia esté donde ella no está”, que parece ser el único modo
existencial de estar en Venecia (entre paréntesis me pregunto: ¿habrá estado
María Moreno en la plaza Miserere, en la plaza Dorrego?).
Debo aclarar que creo en la verdad de la ficción, es uno de los
lugares comunes más amables a mis hábitos de leer y de pensar (razón por
la cual debería empezar a revisarlo; en otro momento, quizá); creo que,
para merecer la realidad, hay que inventarla, como María Moreno inventa
Venecia, su propia desnudez, su vergüenza o la agonía de su padre. Lo
dicho. Ahora bien, en contra de mis creencias más firmes, y más
consensuadas, en contra de mi religión literaria, quiero hacer ahora, y para
terminar, una serie de preguntas muy básica y muy equívoca, y hasta muy
vergonzante: ¿cuánta amistad es necesaria, cuánta intimidad con la viajera,
con la diarista, con la autobiógrafa, con la memorialista, con la testigo para
que los géneros confesionales deslinden de su verosimilitud, o incluso de
su inverosimilitud, su grados de realidad? ¿de qué imposible cotejo con la
circunstancia es lícito concluir la autenticidad de los relatos testimoniales?,
¿cuánto hay de literatura en Banco a la sombra?, ¿cuánto de documento
íntimo y viajero?, ¿cuánto de imaginería?, ¿cuánto del “así fue”,
contundente, con el que Kurt Vonnegut cerraba párrafos de sus novelas?
Ya sé, no me digan, todo es ficción, pero ¿cuántas otras verdades sabe
Daniel Link?
N ota
91
ín d ice
Prólogo
...7...
Dos relatos porteños:
La vida nueva de Raúl Escari
... 13...
La actualidad de un ejercicio anacrónico.
Sobre Confesionario. Historias de la vida privada
. . . 25 . . .
¿Elogio del pudor?
. . . 37 . . .
Daniel Link:
El giro intimista
...45...
María Moreno:
La entrada a la cultura
...55...
Una antropología de lo fugaz.
Sobre Ómnibus de Elvio Gandolfo
...67...
Dos Apéndices
por Nora Avaro
...75...
Alan Pauls:
La frase
...75 ...
El camello:
Sobre Banco a la sombra
de María Moreno
.. . 83. ..
E l giro autobiográfico
de Alberto Giordano
se terminó de imprimir
en la Ciudad de
Buenos Aires
el 30 de noviembre
de 2008 con una tirada
de 700 ejemplares.
Jthn uno de sus extraordinarios ensayos sobre el modernismo,
dice Angel Rama que aquelfue un tiempo de desenfrenado egotismo
como no volvió a verse. El principio decadentista de la exaltación del sí
mismo potenció hasta la exacerbación el culto romántico al yo y los artistas,
concientes como nunca antes de su singularidad, se dedicaron, con disciplina
o liviandad, según el caso, a la transmutación de sus vidas en obras de arte.
Reflexionando sobre el marcado giro autobiográfico que tomó la
literatura argentina en los últimos años, un movimiento perceptible no sólo
en la publicación de escrituras íntimas (diarios, cartas, confesiones) y en la
proliferación de blogs de escritores, sino también en relatos, en poemas y hasta
en ensayos críticos que desconocen lasfronteras entre literatura y “vida real”,
nada cuesta imaginar que cuando los historiadores de la cultura tengan que
caracterizar nuestro presente podrán decir que fue un tiempo en el que se
volvió a ver un egotismo tan desenfrenado, y a veces tan productivo, como
el que signó al modernismo del otro entresiglos. Podrán decir también que
nuestros egotistas ya no tuvieron que posar de exquisitos y sofisticados para
resguardarse de la vulgaridad, porque después de décadas de cultura pop
habían aprendido que con banalidades extremas e irredimible mal gusto
también se pueden crear auténticas obras de arte (que la exhibición de
algunas vulgaridades íntimas puede servir muy bien a la empresa de convertir
en obra la propia vida). Y seguramente notarán que, como ocurrió con los
del modernismo, entre los dandys de la época de la cultura de masas hubo
quienes se limitaron a “p oner vanidad en el talento ”y otros que sí lograi'on
“poner talento en la vanidad”. Quede para eljuicio de la posteridad
la tarea de identificar los autores que pertenecerían al primer grupo.
Los del segundo se distribuyen en una secuencia temporal que se abre,
a mediados de los noventa, con Un año sin amor, de Pablo Pérez y llega,
por el momento, hasta Banco a la sombra de María Moreno, pasando
por Dos relatos porteños de Raúl Escari, Ó m nibus de Elvio Gandolfo
y los ejercicios confesionales de Daniel Link y Edgardo Cozarinsky, entre otros.
Alberto Giordano
MANSALVA
ISBN 978-987-1474-12-7
9 78987