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cuadernos mexicanos

Juan ¡DILES QUE NO


Rulfo ME MATEN!
¡Diles que no me maten!
¡Diles que no me maten!, de Juan Rulfo, señala la indispensable
presencia de éste en Cuadernos Mexicanos. Porque Rulfo es uno
de nuestros grandes escritores y el que mejor ha sabido referirse
al medio del cual proviene en su inmensa mayoría la población de
este país.
El enorme éxito popular de Rulfo, prolongado durante cerca de
treinta años, se debe, claro está, a sus cualidades literarias unáni­
memente reconocidas, pero también a que deben ser pocos los
mexicanos que no encuentran en sus narraciones ecos de las his­
torias familiares trasmitidas de generación en generación.
Publicado en 1953, El llano en llamas, libro al que pertenecen
los tres cuentos que ofrecemos, conserva intactas su novedad y
su frescura. Rulfo elabora el habla de los campesinos jaliscienses
y la convierte en una forma de poesía que hace más hondo el dra­
matismo de sus relatos.
La continua lucha por la tierra, las muertes y la venganza de
esas muertes ("¡Diles que no me maten!"); los pueblos fantasmas
que dejan de existir por la sequía y el abandono de sus habitantes
en busca de trabajo en las grandes ciudades o en los Estados
Unidos ("Luvina” ); los curanderos que explotan el fanatismo, la
ignorancia y la mojigatería de los pobres ("Anacleto Morones"),
son los temas de Rulfo en estos cuentos que, leídos, no se olvi­
darán, y que releídos, mostrarán siempre nuevos aspectos que no
habíamos advertido en la primera lectura.
Juan Rulfo nació en Sayula, Jalisco, en 1918. Quedó huérfano
durante la guerra cristera. Tuvo una gran variedad de empleos, en­
tre ellos vendedor en toda la República. Los cuentos de El llano
en llamas y su novela Pedro Páramo (1955) se ha traducido a
más de quince idiomas. En 1980, Rulfo recibió un homenaje na­
cional organizado por el INBA.

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¡Diles que no me maten!
¡Diles que no me maten, Justino! Justino apretó los dientes y mo­
Anda, vete a decirles eso. Que por vió la cabeza diciendo:
caridad. Así diles. Di les que lo ha­ —No.
gan por caridad. Y siguió sacudiendo la cabeza
— No puedo. Hay allí un sargen­ durante mucho rato.
to que no quiere oír hablar nada — Di le al sargento que te deje
de ti. ver al coronel. Y cuéntale lo viejo
— Haz que te oiga. Date tus ma­ que estoy. Lo poco que valgo.
ñas y dile que para sustos ya ha ¿Qué ganancia sacará con matar­
estado bueno. Dile que lo haga me? Ninguna ganancia. Al fin y al
por caridad de Dios. cabo él debe de tener un alma.
— No se trata de sustos. Parece Dile que lo haga por la bendita
que te van a matar de a de veras. salvación de su alma.
Y yo ya no quiero volver allá. Justino se levantó de la pila de
—Anda otra vez. Solam ente piedras en que estaba sentado y
otra vez, a ver qué consigues. caminó hasta la puerta del corral.
— No. No tengo ganas de ir. Se­ Luego se dio vuelta para decir:
gún eso, yo soy tu hijo. Y, si voy —Voy, pues. Pero si de perdida
mucho con ellos, acabarán por me afusilan a mí también, ¿quién
saber quién soy y les dará por cuidará de mi mujer y de los hijos?
afusilarme a mí también. Es mejor — La Providencia, Justino. Ella
dejar las cosas de este tamaño. se encargará de ellos. Ocúpate
—Anda, Justino. Diles que ten­ de ir allá y ver qué cosas haces
gan tantita lástima de mí. Nomás por mí. Eso es lo que urge.
eso diles. Lo habían traído de madrugada.
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Y ahora era ya entrada la mañana volvía a abrir, mientras el ganado
y él seguía todavía allí, amarrado estaba allí, siempre pegado a la
a un horcón, esperando. No se cerca, siempre esperando; aquel
podía estar quieto. Había hecho ganado suyo que antes nomás se
el intento de dormir un rato para vivía oliendo el pasto sin poder
apaciguarse, pero el sueño se le probarlo.
había ido. También se le había ido Y él y don Lupe alegaban y vol­
el ham bre. No tenía ganas de vían a alegar sin llegar a ponerse
nada Sólo de vivir. Ahora que de acuerdo.
sabía bien a bien que lo iban a Hasta que una vez don Lupe le
matar, le habían entrado unas ga­ dijo:
nas tan grandes de vivir com o — Mira, Juvencio. otro animal
sólo las puede sentir un recién más que metas al potrero y te lo
resucitado. mato.
Quién le iba a decir que volve­ Y él contestó:
ría aquel asunto tan viejo, tan — Mire, don Lupe, yo no tengo
rancio, tan enterrado como creía la culpa de que los animales bus­
que estaba. Aquel asunto de cuan­ quen su acomodo. Ellos son ino­
do tuvo que matar a don Lupe. No centes. Ahí se lo haiga si me los
nada más por nomás como qui­ mata.
sieron hacerle ver los de Alima, "Y me mató un novillo.
sino porque tuvo sus razones. Él "Esto pasó hace treinta y cinco
se acordaba: años, por marzo, porque ya en
Don Lupe Terreros, el dueño
de la Puerta de Piedra, por más
señas su com padre. Al que él,
Juvencio Nava, tuvo que matar
p oreso: por se re í d u e ñ o d e la
Puerta de Piedra y que, siendo
también su compadre, le negó el
pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro
compromiso. Pero después, cuan­
do la sequía, en que vio cómo se
le morían uno tras otro sus ani­
males hostigados por el hambrey
que su compadre don Lupe se­
guía negándole la yerba de sus
potreros, entonces fue cuando se
puso a romper la cerca y a arrear
la bola de animales flacos hasta
las paraneras para que se harta­
ran de comer. Y eso no le había
gustado a don Lupe, que mandó
tapar otra vez la cerca para que él,
Juvencio Nava, le volviera a abrir
otra vez el agujero. Así. de día se
tapaba el agujero y de noche se
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Juan Rulfo

abril andaba yo en el monte, co­ muchachitos se los llevaron lejos,


rriendo del exhorto. No me valie­ donde unos parientes. Así que,
ron ni las diez vacas que le di al por parte de ellos, no había que
juez, ni el embargo de mi casa tener miedo.
para pagarle la salida de la cárcel. "Pero los demás se atuvieron a
Todavía después se pagaron con que yo andaba exhortado y enjui­
lo que quedaba nomás por no ciado para asustarme y seguir ro­
perseguirme, aunque de todos bándome. Cada que llegaba al­
modos me perseguían. Por eso guien al pueblo me avisaban:
me vine a vivir junto con mi hijo a "— Por ahí andan unos fuereños,
este otro terremto que yo tenía y Juvencio.
que se nombra Palo de Venado. Y "Y yo echaba pal monte, entre­
mi hijo creció y se casó con la verándome entre los madroños y
nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. pasándome los días comiendo
Así que la cosa ya va para viejo, y sólo verdolagas. A veces tenía
según eso debería estar olvidada. que salir a la medianoche, como
Pero, según eso, no lo está. si me fueran correteando los pe­
"Yo entonces calculé que con rros. Eso duró toda la vida. No fue
unos cien pesos quedaba arre­ un año ni dos. Fue toda la vida."
glado todo. El difunto don Lupe Y ahora habían ido por él, cuan­
era solo, solamente con su mujer do no esperaba ya a nadie, con­
y los dos muchachitos todavía de fiado en el olvido en que lo tenía
a gatas. Y la viuda pronto murió la gente: creyendo que al menos
también dizque de pena. Y a los sus últimos días los pasaría tran­
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quilo. "Al menos esto — pensó—
conseguiré con estar viejo. Me
dejarán en paz."
Se había dado a esta esperanza
por entero. Por eso era que le
costaba trabajo imaginar morir
así, de repente, a estas alturas de
su vida, después de tanto pelear
para librarse de la muerte; de ha­
berse pasado su mejor tiempo
tirando de un lado para otro arras­
trado por los sobresaltos y cuando
su cuerpo había acabado por ser
un puro pellejo correoso curtido
por los malos días en que tuvo
que andar escondiéndose de
todos.
Por si acaso, ¿no había dejado
hasta que se le fuera su mujer?
Aquel día en que amaneció con la
nueva de que su mujer se le había
ido, ni siquiera le pasó por la ca­
beza la intención de salir a bus­
carla. Dejó que se fuera sin inda­ to siempre que veía de cerca la
gar para nada ni con quién ni para muerte y que le sacaba el ansia
dónde, con tal de no bajar al pue­ por los ojos, y que le hinchaba la
blo. Dejó que se fuera como se le boca con aquellos buches de
había ido todo lo demás, sin me­ agua agria que tenía que tragarse
ter las manos. Ya lo único que le sin querer. Y esa cosa que le ha­
quedaba para cuidar era la vida, y cía los pies pesados mientras su
ésta la conservaría a como diera cabeza se le ablandaba y el cora­
lugar. No podía dejar que lo ma­ zón le pegaba con todas sus fuer­
taran. No podía. Mucho menos zas en las costillas. No, no podía
ahora. acostumbrarse a la idea de que lo
Pero para eso lo habían traído mataran.
de allá, de Palo de Venado. No Tenía que haber alguna espe­
necesitaron amarrarlo para que ranza. En algún lugar podría aún
los siguiera. Él anduvo solo, úni­ quedar alguna esperanza. Tal vez
camente maniatado por el miedo. ellos se hubieran equivocado.
Ellos se dieron cuenta de que no Quizá buscaban a otro Juvencio
podía correr con aquel cuerpo Nava y no al Juvencio Nava que
viejo, con aquellas piernas flacas era él.
como sicuas secas, acalambradas Caminó entre aquellos hom ­
por el miedo de morir. Porque a bres en silencio, con los brazos
eso iba. A morir. Se lo dijeron. caídos. La madrugada era oscura,
Desde entonces lo supo. Co­ sin estrellas. El vie nto soplaba
menzó a sentir esa comezón en el despacio, se llevaba la tierra seca
estómago, que le llegaba de pron- y traía más, llena de ese olor como
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de orines que tiene el polvo de los sólo los veía. Podía hasta imaginar
caminos. que eran sus amigos: pero no
Sus ojos, que se habían ape­ quería hacerlo. No lo eran. No sa­
ñuscado con los años, venían bía quiénes eran. Los veía a su
viendo la tierra, aquí, debajo de lado ladeándose y agachándose
sus pies, a pesar de la oscuridad. de vez en cuando para ver por
Allí en la tierra estaba toda su vida. dónde seguía el camino.
Sesenta años de vivir sobre de Los había visto por primera vez
ella, de encerrarla entre sus ma­ al pardear de la tarde, en esa hora
nos, de haberla probado como se desteñida en que todo parece
prueba el sabor de la carne. chamuscado. Habían atravesado
Se vino largo rato desmenuzán­ los surcos pisando la milpa tierna.
dola con los ojos, saboreando Y él había bajado a eso: a decirles
cada pedazo como si fuera el últi­ que allí estaba comenzando a
mo, sabiendo casi que sería el crecer la milpa. Pero ellos no se
último. detuvieron.
Luego, como queriendo decir Los había visto con tiempo.
algo, miraba a los hombres que Siempre tuvo la suerte de ver con
iban junto a él. Iba a decirles que tiempo todo. Pudo haberse es­
lo soltaran, que lo dejaran que se condido, caminar unas cuantas
fuera: "Yo no le he hecho daño a horas por el cerro mientras ellos
nadie, muchachos", iba a decirles, se iban y después volver a bajar.
pero se quedaba callado. "Más Al fin y al cabo la milpa no se
adelantito se los diré", pensaba. Y lograría de ningún modo. Ya era

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tiempo de que hubieran venido Entonces pensó que no tenía
las aguas y las aguas no aparecían nada más que decir, que tendría
y la milpa comenzaba a marchi­ que buscar la esperanza en algún
tarse. No tardaría en estar seca otro lado. Dejó caer otra vez los
del todo. brazos y entró en las primeras ca­
Así que ni valía la pena de haber sas del pueblo en medio de aque­
bajado; haberse m etido entre llos cuatro hombres oscurecidos
aquellos hom bres com o en un por el color negro de la noche.
agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía ju n to a ellos, — Mi coronel, aquí está el hombre.
aguantándose las ganas de decir­ Se habían detenido delante del
les que lo soltaran. No les veía la boquete de la puerta. Él, con el
cara; sólo veía los bultos que se sombrero en la mano, por respeto,
repegaban o se separaban de él. esperando ver salir a alguien.
De manera que cuando se puso a Pero sólo salió la voz:
hablar, no supo si lo habían oído. —¿Cuál hombre? —preguntaron.
Dijo: El de Palo de Venado, mi coro­
—Yo nunca le he hecho daño a nel. El que usted nos mandó a
nadie —eso dijo. Pero nada cam­ traer.
bió. Ninguno de los bultos pareció — Pregúntale que si ha vivido
darse cuenta. Las caras no se vol­ alguna vez en Alima —volvió a
vieron a verlo. Siguieron igual, decir la voz de allá adentro.
com o si hubieran venido d or­ — ¡Ey, tú! ¿Que si has habitado
midos. en Alima? — repitió la pregunta el

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sargento que estaba frente a él. tado a machetazos, clavándole
— Sí. Di le al coronel que de allá después una pica de buey en el
mismo soy. Y que allí he vivido estómago. Me contaron que duró
hasta hace poco. más de dos días perdido y que,
— Pregúntale que si conoció a cuando lo encontraron, tirado en
Guadalupe Terreros. un arroyo todavía estaba agoni­
—Que dizque si conociste a zando y pidiendo el encargo de
Guadalupe Terreros. que le cuidaran a su familia.
—¿A don Lupe? Sí. Dile que sí "Esto, con el tiempo, parece ol­
lo conocí. Ya murió. vidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo
Entonces la voz de allá adentro que no se olvida es llegar a saber
cambió de tono: que el que hizo aquello está aún
—Ya sé que murió —dijo— . Y vivo, alimentando su alma podri­
siguió hablando como si platicara da con la ilusión de la vida eterna.
con alguien allá, al otro lado de la No podría perdonar a ése, aunque
pared de carrizos: no lo conozco: pero el hecho de
"— Guadalupe Terreros era mi que se haya puesto en el lugar
padre. Cuando crecí y lo busqué donde yo sé que está, me da áni­
me dijeron que estaba muerto. Es mos para acabar con él. No puedo
algo difícil crecer sabiendo que la perdonarle que siga viviendo. No
cosa de donde podemos aga­ debía haber nacido nunca.”
rrarnos para enraizar está muerta. Desde acá, desde afuera, se
Con nosotros, eso pasó. oyó bien claro cuanto dijo. Des­
"Luego supe que lo habían ma­ pués ordenó:
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— ¡Llévenselo y amárrenlo un para que no le duelan los tiros.
rato, para que padezca, y luego
fusílenlo! Ahora, por fin, se había apaci­
— ¡M íram e, coronel! — pidió guado. Estaba allí arrinconado al
él— . Ya no valgo nada. No tardaré pie del horcón. Había venido su
en morirme solíto, derrengado de hijo Justino y su hijo Justino se
viejo. ¡No me mates...! había ido y había vuelto y ahora
— ¡Llévenselo! —volvió a decir otra vez venía.
la voz de adentro. Lo echó encima del burro. Lo
— ...Ya he pagado, coronel. He apretaló bien apretado al aparejo
pagado muchas veces. Todo me para que no se fuese a caer por el
lo quitaron. Me castigaron de camino. Le metió la cabeza den­
muchos modos. Me he pasado tro de un costal para que no diera
cosa de cuarenta años escondido mala impresión. Y luego le hizo
como un apestado, siempre con pelos al burro y se fueron, arre­
el pálpito de que en cualquier rato batados, de prisa, para llegar a
me matarían. No merezco morir Palo de Venado todavía con tiem ­
así, coronel. Déjame que, al me­ po para arreglar el velorio del di­
nos, el Señor me perdone. ¡No funto.
me mates! ¡Diles que no me maten! —Tu nuera y los nietos te extra­
Estaba allí, como si lo hubieran ñarán — iba d icié n d o le — . Te
golpeado, sacudiendo su som­ mirarán a la cara y creerán que no
brero contra la tierra. Gritando. eres tú. Se les afigurará que te ha
En seguida la voz de allá aden­ comido el coyote, cuando te vean
tro dijo: con esa cara tan llena de boque­
—Amárrenlo y dénle algo de tes por tanto tiro de gracia como
beber hasta que se emborrache te dieron.

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Luvina
De los cerros altos del sur, el de cas suben los sueños; pero yo lo
Luvina es el más alto y el más pe­ único que vi subir fue el viento, en
dregoso. Está plagado de esa pie­ tremolina, como si allá abajo lo
dra gris con la que hacen la cal, tuvieran encañonado en tubos de
pero en Luvina no hacen cal con carrizo. Un viento que no deja
ella ni le sacan ningún provecho. crecer ni a las dulcamaras: esas
Allí la llaman piedra cruda, y la lo­ plantitas tristes que apenas si
ma que sube hacia Luvina la pueden vivir un poco untadas a la
nombran cuesta de la Piedra Cru­ tierra, agarradas con todas sus
da. El aire y el sol se han encargado m anos al despeñadero de los
de desmenuzarla, de modo que la m ontes. Sólo a veces, allí d on­
tierra de por allí es blanca y bri­ de hay un poco de sombra, escon­
llante como si estuviera rociada dido entre las piedras, florece el
siempre por el rocío del amane­ chicalote con sus amapolas blan­
cer; aunque esto es un puro decir, cas. Pero el chicalote pronto se
porque en Luvina los días son tan marchita. Entonces uno lo oye
fríos como las noches y el rocío rasguñando el aire con sus ramas
se cuaja en el cielo antes que lle­ espinosas, haciendo un ruido
gue a caer sobre la tierra. como el de un cuchillo sobre una
...Y la tierra es empinada. Se piedra de afilar.
desgaja por todos lados en ba­ —Ya mirará usted ese viento
rrancas hondas, de un fondo que que sopla sobre Luvina. Es pardo.
se pierde de tan lejano. Dicen los Dicen que porque arrastra arena
de Luvina que de aquellas barran­ de volcán; pero lo cierto es que es
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un aire negro. Ya lo verá usted. Se eso: aquellos cerros apagados
planta en Luvina prendiéndose como si estuvieran muertos y a
de las cosas como si las mordiera. Luvina en el más alto, coronán­
Y sobran días en que se lleva el te­ dolo con su blanco caserío como
cho de las casas como si se llevara si fuera una corona de muerto...
un sombrero de petate, dejando Los gritos de los niños se acer­
los paredones lisos, descobija­ caron hasta meterse dentro de la
dos. Luego rasca como si tuviera tienda. Eso hizo que el hombre se
uñas; uno lo oye a mañana y tarde, levantara, fuera hacia la puerta y
hora tras hora, sin descanso, ras­ les dijera: "¡Váyanse más lejos!
pando las paredes, arrancando ¡No interrumpan! Sigan jugando,
tecatas de tierra, escarbando con pero sin armar alboroto."
su pala picuda por debajo de las Luego, dirigiéndose otra vez a
puertas, hasta sentirlo bullir den­ la mesa, se sentó y dijo:
tro de uno como si se pusiera a — Pues sí, como le estaba di­
remover los goznes de nuestros ciendo. Allá llueve poco. A media­
mismos huesos. Ya lo verá usted. dos de año llegan unas cuantas
El hombre aquel que hablaba tormentas que azotan la tierra y la
se quedó callado un rato, miran­ desgarran, dejando nada más el
do hacia afuera. pedregal flotando encima del te­
Hasta ellos llegaban el sonido petate. Es bueno ver entonces
del río pasando sus crecidas cóm o se arrastran las nubes,
aguas por las ramas de los cami- cómo andan de un cerro a otro
chines; el rumor del aire moviendo dando tumbos como si fueran ve-
suavemente las hojas de los al­
mendros. y los gritos de los niños
jugando en el pequeño espacio
iluminado por la luz que salía de
la tienda.
Los comejenes entraban y re­
botaban contra la lámpara de pe­
tróleo, cayendo al suelo con las
alas chamuscadas.
Y afuera seguía avanzando la
noche.
— ¡Oye. Cam ilo, m ándanos
otras dos cervezas más! —volvió
a decir el hombre. Después aña­
dió:
—Otra cosa, señor. Nunca verá
usted un cielo azul en Luvina. Allí
todo el horizonte está desteñido;
nublado siempre por una mancha
caliginosa que no se borra nunca.
Todo el lomerío pelón, sin un ár­
bol, sin una cosa verde para des­
cansar los ojos; todo envuelto en
el catín ceniciento. Usted verá
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jigas infladas: rebotando y pegan­ te. Usted que va para allá se dará
do de truenos igual que si se que­ cuenta. Yo diría que es el lugar
braran en el filo de las barrancas. donde anida la tristeza. Donde no
Pero después de diez o doce días se conoce la sonrisa, com o si a
se van y no regresan sino al año toda la gente le hubieran entabla­
siguiente, y a veces se da el caso do la cara. Y usted, si quiere pue­
de que no regresen en varios años. de ver esa tristeza a la hora que
"...Sí, llueve poco. Tan poco o quiera. El aire que allí sopla la re­
casi nada, tanto que la tierra, ade­ vuelve, pero no se la lleva nunca.
más de estar reseca y achicada Está allí com o si allí hubiera naci­
com o cuero viejo, se ha llenado do Y hasta se puede probar y
de rajaduras y de esa cosa que allí sentir, porque está siempre enci­
llaman ‘pasojos de agua', que no ma de uno, apretada contra de
son sino terrones endurecidos uno, y porque es oponiente como
com o piedras filosas, que se cla­ una gran cataplasma sobre la
van en los pies de uno al caminar, viva carne del corazón.
com o si allí hasta a la tierra le h u ­ "...Dicen los de allí que cuando
bieran crecido espinas. C om o si llena la luna, ven de bulto la figura
así fuera." del viento recorriendo las calles
Bebió la cerveza hasta dejar de Luvina, llevando a rastras una
sólo burbujas de espuma en la cobija negra: pero yo siempre lo
botella y siguió diciendo: que llegué a ver, cuando había
— Por cualquier lado que se le luna en Luvina, fue la imagen del
mire, Luvina es un lugar m uy tris­ desconsuelo... siempre.
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"Pero tómese su cerveza. Veo siquiera que descansaran las bes­
que no le ha dado ni siquiera una tias. En cuanto nos puso en el
probadita. Tómesela. O tal vez no suelo, se dio media vuelta:
le guste así tibia como está. Y es "—Yo me vuelvo — nos dijo.
que aquí no hay de otra. Yo sé "— Espera, ¿no vas a dejar ses­
que así sabe mal; que agarra un tear tus animales? Están muy
sabor como a meados de burro. aporreados.
Aquí uno se acostumbra. Afe que ”—Aquí se fregarían más — nos
allá ni siquiera esto se consigue. dijo— . Mejor me vuelvo.
Cuando vaya a Luvina la extrañará. "Y se fue, dejándose caer por la
Allí no podrá probar sino un mez­ cuesta de la Piedra Cruda, espo­
cal que ellos hacen con una yerba leando sus caballos como si se
llamada hojasé, y que a los pri­ alejara de algún lugar endemo­
meros tragos estará usted dando niado.
de volteretas como si lo chaca- "Nosotros, mi mujer y mis tres
motearan. Mejor tómese su cer­ hijos, nos quedamos allí, parados
veza. Yo sé lo que le digo." en mitad de la plaza, con todos
Allá afuera seguía oyéndose el nuestros ajuares en los brazos.
batallar del río. El rumor del aire. En medio de aquel lugar donde
Los niños jugando. Parecía ser sólo se oía el viento...
aún temprano, en la noche. "Una plaza sola, sin una sola
El hombre se había ido a aso­ yerba para detener el aire. Allí nos
mar una vez más a la puerta y quedamos.
había vuelto. "Entonces yo le pregunté a mi
Ahora venía diciendo: mujer:
— Resulta fácil ver las cosas
desde aquí, meramente traídas
por el recuerdo, donde no tienen
parecido ninguno. Pero a mí no
me cuesta ningún trabajo seguir
hablándole de lo que sé, tratán­
dose de Luvina. Allá viví. Allá dejé
la vida... Fui a ese lugar con mis
ilusiones cabales y volví viejo y
acabado. Y ahora usted va para
allá... Está bien. Me parece recor­
dar el principio. Me pongo en su
lugar y pienso... Mire usted, cuan­
do yo llegué por primera vez a
Luvina... ¿Pero me permite antes
que me tome su cerveza? Veo que
usted no le hace caso. Y a mí me
sirve de mucho. Me alivia. Siento
como si me enjuagaran la cabeza
con aceite alcanforado... Bueno,
le contaba que cuando llegué por
primera vez a Luvina, el arriero
que nos llevó no quiso dejar ni
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"—¿En qué país estamos. Agri-
pina?
"Y ella se alzó de hombros.
" — Bueno, si no te importa, ve a
buscar dónde comer y dónde
pasar la noche. Aquí te aguarda­
mos — le dije.
"Ella agarró al más pequeño de
sus hijos y se fue. Pero no regresó.
"Al atardecer, cuando el sol
alumbraba sólo las puntas de los
cerros, fuimos a buscarla. Andu­
vimos por los callejones de Luvi-
na, hasta que la encontramos
metida en la iglesia: sentada mero
en medio de aquella iglesia soli­
taria, con el niño dormido entre
sus piernas.
" —¿Qué haces aquí, Agripina?
" — Entré a rezar — nos dijo.
" —¿Para qué? — le pregunté yo.
"Y ella se alzó de hombros.
"Allí no había a quién rezarle.
Era un jacalón vacío, sin puertas,
nada más con unos socavones " — Entré aquí a rezar. No he
abiertos y un techo resquebraja­ terminado todavía.
do por donde se colaba el aire " —¿Qué país es éste, Agripina?
como por un cedazo. "Y ella volvió a alzarse de
" —¿Dónde está la fonda? hombros.
" — No hay ninguna fonda. "Aquella noche nos acomoda­
" —¿Y el mesón? mos para dormir en un rincón de
" — No hay ningún mesón. la iglesia, detrás del altar des­
" —¿Viste a alguien? ¿Vive al­ mantelado. Hasta allí llegaba el
guien aquí? —le pregunté. viento, aunque un poco menos
" — Si, allí enfrente... Unas m u­ fuerte. Lo estuvimos oyendo pa­
jeres... Las sigo viendo. Mira, allí sar por encima de nosotros, con
tras las rendijas de esa puerta veo sus largos aullidos: lo estuvimos
brillar los ojos que nos miran... oyendo entrar y salir por los hue­
Han estado asom ándose para cos socavones de las puertas:
acá... Míralas. Veo las bolas bri­ golpeando con sus manos de
llantes de sus ojos... Pero no aire las cruces del viacrucis: unas
tienen qué darnos de comer. Me cruces grandes y duras hechas
dijeron sin sacar la cabeza que en con palo de mezquite que col­
este pueblo no había de comer... gaban de las paredes a todo lo
Entonces entré aquí a rezar, a largo de la iglesia, amarradas con
pedirle a Dios por nosotros. alambres que rechinaban a cada
"—¿Por qué no regresaste allí? sacudida del viento como si fuera
Te estuvimos esperando. un rechinar de dientes.
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nosotros. De m urciélagos de
grandes alas que rozaban el sue­
lo. Me levanté y se oyó el aletear
más fuerte, como si la parvada de
murciélagos se hubiera espan­
tado y volara hacia los agujeros
de las puertas. Entonces caminé
de puntitas hacia allá, sintiendo
delante de mí aquel murmullo
sordo. Me detuve en la puerta y
las vi. Vi a todas las mujeres de
Luvina con su cántaro al hombro,
con el rebozo colgado de su
cabeza y sus figuras negras sobre
el negro fondo de la noche.
" —¿Qué quieren? — les pregun­
té— . ¿Qué buscan a estas horas 7
"Una de ellas respondió:
" —Vamos por agua.
"Las vi paradas frente a mí,
mirándome. Luego, como si fue­
ran sombras, echaron a caminar
calle abajo con sus negros cán­
"Los niños lloraban porque no taros.
los dejaba dormir el miedo. Y mi "No, no se me olvidará jamás
mujer, tratando de retenerlos a esa primera noche que pasé en
todos entre sus brazos. Abrazan­ Luvina.
do su manojo de hijos. Y yo allí, "...¿No cree usted que esto se
sin saber qué hacer. merece otro trago? Aunque sea
"Poco antes del amanecer se nomás para que se me quite el
calmó el viento. Después regresó. mal sabor del recuerdo."
Pero hubo un momento en esa
madrugada en que todo se quedó — Me parece que usted me pre­
tranquilo, como si el cielo se guntó cuántos años estuve en
hubiera juntado con la tierra, Luvina, ¿verdad.,.? La verdad es
aplastando los ruidos con su que no lo sé. Perdí la noción del
peso... Se oía la respiración de los tiempo desde que las fiebres me
niños ya descansada. Oía el re­ lo enrevesaron; pero debió haber
suello de mi mujer ahí a mi lado: sido una eternidad... Y es que allá
" —¿Qué es? — me dijo. el tiempo es muy largo. Nadie
" —¿Qué es qué? —le pregunté. lleva la cuenta de las horas ni a
”— Eso, el ruido ese. nadie le preocupa cóm o van
”— Es el silencio. Duérmete. am ontonándose los años. Los
Descansa, aunque sea un poqui­ días comienzan y se acaban.
to, que ya va a amanecer. Luego viene la noche. Solamente
"Pero al rato oí yo también. Era el día y la noche hasta el día de la
como un aletear de murciélagos muerte, que para ellos es una
en la oscuridad, muy cerca de esperanza.
18
"Usted ha de pensar que le gratitud del hijo... Solos, en aque­
estoy dando vueltas a una misma lla soledad de Luvina.
idea. Y así es, sí señor... Estar "Un día traté de convencerlos
sentado en el umbral de la puerta, de que se fueran a otro lugar,
mirando la salida y la puesta del donde la tierra fuera buena. '¡Vá­
sol, subiendo y bajando la cabe­ monos de aquí! — les dije— . No
za, hasta que acaban aflojándose faltará modo de acomodarnos en
los resortes y entonces todo se alguna parte. El gobierno nos
queda quieto, sin tiempo, como si ayudará.'
se viviera siempre en la eternidad. "Ellos me oyeron, sin parpa­
Eso hacen allí los viejos. dear, mirándome desde el fondo
"Porque en Luvina sólo viven de sus ojos de los que sólo se
los puros viejos y los que todavía asomaba una lucecita allá muy
no han nacido, como quien dice... adentro.
Y mujeres sin fuerzas, casi tra­ " —¿Dices que el gobierno nos
badas de tan flacas. Los niños ayudará, profesor? ¿Tú no cono­
que han nacido allí se han ido... ces al gobierno?
Apenas les clarea el alba y ya son "Les dije que sí.
hombres. Como quien dice, pe­ " —También nosotros lo cono­
gan el brinco del pecho de la cemos. Da esa casualidad. De lo
madre al azadón y desaparecen que no sabemos nada es de la
de Luvina. Así es allí la cosa. madre del gobierno.
"Sólo quedan los puros vie­ "Yo les dije que era la Patria.
jos y las mujeres solas, o con un Ellos movieron la cabeza dicien­
marido que anda donde sólo Dios do que no. Y se rieron. Fue la
sabe dónde... Vienen de vez en
cuando como las tormentas de
que le hablaba; se oye un m ur­
mullo en todo el pueblo cuando
regresan y uno como gruñido
cuando se van... Dejan el costal
del bastimento para los viejos y
plantan otro hijo en el vientre de
sus mujeres, y ya nadie vuelve a
saber de ellos sino al año siguien­
te, y a veces nunca... Es la cos­
tumbre. Allí le dicen la ley, pero es
lo mismo. Los hijos se pasan la
vida trabajando para los padres
como ellos trabajaron para los
suyos y como quién sabe cuán­
tos atrás de ellos cumplieron con
su ley...
"M ie n tra s tanto, los viejos
aguardan por ellos y por el día de
la muerte, sentados en sus puer­
tas, con los brazos caídos, movi­
dos sólo por esa gracia que es la
19
única vez que he visto reír a la Usted va a ir a San Juan Luvina.
gente de Luvina. Pelaron sus dien­ En esa época tenía yo mis fuerzas.
tes molenques y me dijeron que Estaba cargado de ideas... Usted
no, que el gobierno no tenía sabe que a todos nosotros nos
madre. infunden ideas. Y uno va con esa
"Y tienen razón, ¿sabe usted? El plasta encima para plasmarla en
señor ese sólo se acuerda de todas partes. Pero en Luvina no
ellos cuando alguno de sus m u­ cuajó eso. Hice el experimento y
chachos ha hecho alguna fecho­ se deshizo...
ría acá abajo. Entonces manda "San Juan Luvina. Me sonaba a
por él hasta Luvina y se lo matan. nombre de cielo aquel nombre.
De ahí en más no saben si existe. Pero aquello es el purgatorio. Un
" —Tú nos quieres decir que lugar moribundo donde se han
dejemos Luvina porque, según muerto hasta los perros y ya no
tú, ya estuvo bueno de aguantar hay ni quien le ladre al silencio;
hambres sin necesidad — me di­ pues en cuanto uno se acostum­
jeron— . Pero si nosotros nos va­ bra al vendaval que allí sopla, no
mos, ¿quién se llevará a nuestros se oye sino el silencio que hay en
muertos? Ellos viven aquí y no todas las soledades. Y eso acaba
podemos dejarlos solos. con uno. Míreme a mí. Conmigo
''Y allá siguen. Usted los verá acabó. Usted que va para allá
ahora que vaya. Mascando baga­ comprenderá pronto lo que le
zos de mezquite seco y tragán­ digo...
dose su propia saliva para en­ "¿Qué opina usted si le pedi­
gañar el hambre. Los mirará pa­ mos a este señor que nos matice
sar como sombras, repegados al unos mezcalitos? Con la cerveza
muro de las casas, casi arrastra­ se levanta uno a cada rato y eso
dos por el viento. interrum pe m ucho la plática.
" —¿No oyen ese viento? — les ¡Oye, Camilo, mándanos ahora
acabé por decir— . Él acabará con unos mezcalesl
ustedes. "Pues sí, como le estaba yo
" — Dura lo que debe de durar. diciendo..."
Es el mandato de Dios — me
contestaron—. Malo cuando deja Pero no dijo nada. Se quedó
de hacer aire. Cuando eso suce­ mirando un punto fijo sobre la
de, el sol se arrima mucho a mesa donde los comejenes ya sin
Luvina y nos chupa la sangre y la sus alas rondaban como gusam-
poca agua que tenemos en el tos desnudos.
pellejo. El aire hace que el sol se Afuera seguía oyéndose cómo
esté allá arriba. Así es mejor. avanzaba la noche. El chapoteo
"Ya no les volví a decir nada. del río contra los troncos de los
Me salí de Luvina y no he vuelto ni camichines. El griterío ya muy le­
pienso regresar. jano de los niños. Por el pequeño
"...Pero mire las maromas que cielo de la puerta se asomaban
da el mundo. Usted va para allá las estrellas.
ahora, dentro de pocas horas. Tal El hombre que miraba a los co­
vez ya se cumplieron quince años mejenes se recostó sobre la mesa
que me dijeron a mí lo mismo: y se quedó dormido.
20
Anacleto Morones
¡Viejas, hijas del demonio! Las vi sentado allí con los pantalones
venir a todas juntas, en procesión. caídos, para que ellas me vieran
Vestidas de negro, sudando como así y no se me arrimaran. Pero sólo
muías bajo el mero rayo del sol. di¡eron: "¡Ave María Purísima!" Y
Las vi desde lejos como si fuera se fueron acercando más.
una recua levantando polvo. Su ¡Viejas indinas! ¡Les debería
cara ya ceniza de polvo. Negras dar vergüenza! Se persignaron y
todas ellas. Venían por el camino se arrimaron hasta ponerse junto
de Amula, cantando entre rezos, a mí, todas juntas, apretadas
entre el calor, con sus negros es­ como en manojo, chorreando su­
capularios grandotes y renegri­ dor y con los pelos untados a la
dos sobre los que caía en gotero­ cara como si les hubiera lloviz­
nes el sudor de sus caras. nado.
Las vi llegar y me escondí. Sabía —Te venimos a ver a ti, Lucas
lo que andaban haciendo y a Lucatero. Desde Amula venimos,
quién buscaban. Por eso me di sólo por verte. Aquí cerquita nos
prisa a esconderme hasta el fon­ dijeron que estabas en tu casa:
do del corral, corriendo ya con pero no nos figuramos que esta­
los pantalones en la mano. bas tan adentro; no en este lugar
Pero ellas entraron y dieron ni en estos menesteres. Creimos
conmigo. Dijeron: "¡Ave María que habías entrado a darle de co­
Purísima!" mer a las gallinas, por eso nos
Yo estaba acuclillado en una metimos. Venimos a verte.
piedra, sin hacer nada, solamente ¡Esas viejas! ¡Viejas y feas como
21
pasmadas de burro! carte a lo que venimos.
— ¡Díganme qué quieren! — les —¿No quieren ni siquiera un
dije, mientras me fajaba los pan­ jarro de agua? — les volví a pre­
talones y ellas se tapaban los ojos guntar.
para no ver. — No te molestes. Pero ya que
—Traemos un encargo. Te he­ nos ruegas tanto, no te vamos a
mos buscado en Santo Santiago desairar.
y en Santa Inés, pero nos infor­ Les traje una jarra de agua de
maron que ya no vivías allí, que te arrayán y se la bebieron. Luego
habías mudado a este rancho. Y les traje otra y se la volvieron a be­
acá venimos. Somos de Amula. ber. Entonces les arrimé un cán­
Yo ya sabía de dónde eran y taro con agua del río. Lo dejaron
quiénes eran; podía hasta haber­ allí, pendiente, para dentro de un
les recitado sus nombres, pero rato, porque, según ellas, les iba a
me hice el desentendido. entrar mucha sed cuando comen­
— Pues sí, Lucas Lucatero, al fin zara a hacerles la digestión.
te hemos encontrado, gracias a Diez mujeres, sentadas en hile­
Dios. ra, con sus negros vestidos puer­
Las convidé al corredor y les cos de tierra. Las hijas de Poncia-
saqué unas sillas para que se sen­ no, de Emiliano, de Crescenciano,
taran. Les pregunté que si tenían de Toribio el de la taberna y de
hambre o que si querían aunque Anastasio el peluquero.
fuera un jarro de agua para remo­ ¡Viejas carambas! Ni una si­
jarse la lengua. quiera pasadera. Todas caídas
Ellas se sentaron, secándose el
sudor con sus escapularios.
— No, gracias —dijeron—. No
venimos a darte molestias. Te trae­
mos un encargo. ¿Tú me conoces,
verdad, Lucas Lucatero? — me
preguntó una de ellas.
—Algo — le dije— . Me parece
haberte visto en alguna parte.
¿No eres, por casualidad. Pancha
Fregoso, la que se dejó robar por
Homobono Ramos?
—Soy, sí, pero no me robó na­
die. Ésas fueron puras maledicen­
cias. Nos perdimos los dos bus­
cando garambullos. Soy congre­
gante y yo no hubiera permitido
de ningún modo...
—¿Qué, Pancha?
— ¡Ah!, cómo eres mal pensa­
do, Lucas. Todavía no se te quita
lo de andar criminando gente.
Pero, ya que me conoces, quiero
agarrar la palabra para comum-
22
por los cincuenta. M architas Quería ir otra vez al corral. Oía el
como floripondios engarruña­ cacareo de las gallinas y me da­
dos y secos. Ni de dónde escoger. ban ganas de ir a recoger los hue­
—¿Y qué buscan por aquí7 vos antes que se los comieran los
—Venimos a verte. conejos.
—Ya me vieron. Estoy bien. Por —Voy por los huevos — les dije.
mí no se preocupen. — De verdad que ya comimos.
—Te has venido muy lejos. A No te molestes por nosotras.
este lugar escondido. Sin domici­ —Tengo allí dos conejos suel­
lio ni quién dé razón de ti. Nos ha tos que se comen los huevos.
costado trabajo dar contigo des­ Orita regreso.
pués de mucho inquirir. Y me fui al corral.
— No me escondo. Aquí vivo a Tenía pensado no regresar. Sa-
gusto, sin la moledera de la gen­ lirme por la puerta que daba al
te. ¿Y qué misión traen, si se puede cerro y dejar plantada a aquella
saber? — les pregunté. sarta de viejas canijas.
— Pues se trata de esto... Pero Le eché una miradita al montón
no te vayas a molestar en darnos de piedras que tenía arrinconado
de comer. Ya comimos en casa en una esquina y le vi la figura de
de la Torcacna. Allí nos dieron a una sepultura. Entonces me puse
todas. Así que ponte en .
ju ic io a desparramarlas, tirándolas por
Siéntate aquí enfrente de nosotras todas partes, haciendo un regue­
para verte y para que nos oigas. ro aquí y otro allá. Eran piedras de
Yo no me podía estar en paz. río, boludas, y las podía aventar
23
lejos. ¡Viejas de los mil judas! Me
habían puesto a trabajar. No sé
por qué se les antojó venir.
Dejé la tarea y regresé. Les re­
galé los huevos.
—¿Mataste los conejos? Te vi­
mos aventarles de pedradas.
Guardaremos los huevos para
dentro de un rato. No debías ha­
berte molestado.
—Allí en el seno se pueden em­
pollar, mejor déjenlos afuera.
— ¡Ah, cómo serás!, Lucas Lu­
catero. No se te quita lo hablantín.
Ni que estuviéramos tan calientes.
— De eso no sé nada. Pero de
por sí está haciendo calor acá
afuera.
Lo que yo quería era darles lar­
gas. Encaminarlas por otro rum ­
bo, mientras buscaba la manera
de echarlas fuera de mi casa y
que no les quedaran ganas de
volver. Pero no se me ocurría
nada. suelo había allí lugar y petates de
Sabía que me andaban bus­ sobra para todas. Todas dijeron
cando desde enero, poquito des­ que eso sí no, porque qué iría a
pués de la desaparición de Ana- decir la gente cuando se entera­
cleto Morones. No faltó alguien ran de que habían pasado la no­
que me avisara que las viejas de che sólitas en mi casa y conmigo
la Congregación de Amula anda­ allí dentro. Eso sí que no.
ban tras de mí. Eran las únicas La cosa, pues, estaba en hacer­
que podían tener algún interés en les larga la plática, hasta que se
Anacleto Morones. les hiciera de noche, quitándoles
Y ahora allí las tenía. la idea que les bullía en la cabeza.
Podía seguir haciéndoles plá­ Le pregunté a una de ellas.
tica o granjeándomelas de algún —¿Y tu marido qué dice?
modo hasta que se les hiciera de —Yo no tengo marido. Lucas.
noche y tuvieran que largarse. No ¿No te acuerdas que fui tu novia?
se hubieran arriesgado a pasarla Te esperé y te esperé y me quedé
en mi casa. esperando. Luego supe que te
Porque hubo un rato en que se habías casado. Ya a esas alturas
trató de eso: cuando la hija de nadie me quería.
Ponciano dijo que querían acabar —¿Y luego yo? Lo que pasó fue
pronto su asunto para volver tem ­ que se me atravesaron otros pen­
prano a Amula. Fue cuandoyo les dientes que me tuvieron muy
hice ver que por eso no se preo­ ocupado: pero todavía es tiempo.
cuparan, que aunque fuera en el — Pero si eres casado, Lucas, y
24
nada menos que con la hija del ré nada en hacerla. Espérenm e
Santo Niño. ¿Para qué me alboro­ nomás.
tas otra vez? Yo ya hasta me olvidé Y me fui otra vez al corral a cor­
de ti. tar arrayanes. Y allí me entretuve
— Pero yo no. ¿Cómo dices que lo más que pude, mientras se le
te llamabas? bajaba el mal humor a la mujer
— Nieves... Me sigo llamando aquella.
Nieves. Nieves García. Y no me Cuando regresé ya se había
hagas llorar, Lucas Lucatero. Nada ido.
más de acordarme de tus melo­ —¿Se fue?
sas promesas me da coraje. —Sí, se fue. La hiciste llorar.
— Nieves... Nieves. Cómo no —Sólo quería platicar con ella,
me voy a acordar de ti. Si eres de nomás por pasar el rato. ¿Se han
lo que no se olvida... Eras suave- fijado cómo tarda en llover? ¿Allá
cita. Me acuerdo. Te siento toda­ en Amula ya debe haber llovido,
vía aquí en mis brazos. Suavecita. no?
Blanda. El olor del vestido con —Sí, anteayer cayó un agua­
que salías a verme olía a alcanfor. cero.
Y te arrejuntabas mucho conm i­ — No cabe duda de que aquél
go. Te repegabas tanto que casi es un buen sitio. Llueve bien y se
te sentía metida en mis huesos. vive bien. A fe que aquí ni las nu­
Me acuerdo. bes se aparecen. ¿Todavía es Ro-
— No sigas diciendo cosas, Lu­ gaciano el presidente municipal?
cas. Ayer me confesé y tú me es­ — Sí, todavía.
tás despertando malos pensa­
mientos y me estás echando el
pecado encima.
— Me acuerdo que te besaba
en las corvas. Y que tú decías que
allí no, porque sentías cosquillas.
¿Todavía tienes hoyuelos en la
corva de las piernas?
— Mejor cállate, Lucas Lucate­
ro. Dios no te perdonará lo que
hiciste conmigo. Lo pagarás caro.
—¿Hice algo malo contigo? ¿Te
traté acaso mal?
— Lo tuve que tirar. Y no me ha­
gas decir eso aquí delante de la
gente. Pero para que te lo sepas:
lo tuve que tirar. Era una cosa así
como un pedazo de cecina. ¿Y
para qué lo iba a querer yo, si su
padre no era más que un vaque­
tón?
—¿Conque eso pasó? No lo
sabía. ¿No quieren otra poquita
de agua de arrayán? No metarda-
25
—Buen hombre ese Rogaciano. que lo hubiera tratado de cerca y
— No. Es un maldoso. conocido de tiempo atrás, antes
— Puede que tengan razón. ¿Y que se hiciera famoso por sus m i­
qué me cuentan de Edelmiro, to­ lagros Y quién mejor que tú, que
davía tiene cerrada su botica? viviste a su lado y puedes señalar
—Edelmiro murió. Hizo bien en mejor que ninguno las obras de
morirse, aunque me esté mal el misericordia que hizo. Por eso te
decirlo; pero era otro maldoso. necesitamos, para que nos acom­
Fue de los que le echaron infa­ pañes en esta campaña.
mias al Niño Anacleto. Lo acusó ¡Viejas carambas! Haberlo di­
de abusionero y de brujo y de en­ cho antes.
gañabobos. De todo eso anduvo —No puedo ir — les dije— . No
hablando en todas partes. Pero la tengo quien me cuide la casa.
gente no le hizo caso y Dios lo —Aquí se van a quedar dos
castigó. Se murió de rabia como muchachas para eso, lo hemos
los huitacoches. prevenido. Además está tu mujer.
— Esperemos en Dios que esté —Ya no tengo mujer.
en el infierno. —¿Luego la tuya? ¿La hija del
—Y que no se cansen los dia­ Niño Anacleto?
blos de echarle leña. —Ya se me fue. La corrí.
— Lo mismo que a Lirio López, — Pero eso no puede ser. Lucas
el juez, que se puso de su parte y Lucatero. La pobrecita debe an­
mandó al Santo Niño a la cárcel. dar sufriendo. Con lo buena que
Ahora eran ellas las que habla­ era. Y lo jovencita. Y lo bonita.
ban. Las dejé decir todo lo que
quisieran. Mientras no se metie­
ran conmigo, todo iría bien. Pero
de repente se les ocurrió pregun­
tarme:
—¿Quieres ir con nosotras?
—¿Adonde?
—A Amula. Por eso venimos.
Para llevarte.
Por un rato me dieron ganas de
volver al corral. Salirme por la
puerta que da al cerro y desapa­
recer. ¡Viejas infelices!
—¿Y qué diantres voy a hacer
yo a Amula?
— Queremos que nos acompa­
ñes en nuestros ruegos. Hemos
abierto, todas las congregantes
del Niño Anacleto, un novenario
de rogaciones para pedir que nos
lo canonicen. Tú eres su yerno y
te necesitamos para que sirvas de
testimonio. El señor cura nos en­
comendó le lleváramos a alguien
26
¿Para dónde la mandaste, Lucas?
Nos conformamos con que si­
quiera la hayas metido en el con­
vento de las Arrepentidas.
— No la metí en ninguna parte.
La corrí. Y estoy seguro de que no
está con las Arrepentidas; le gus­
taba mucho la bulla y el relajo.
Debe de andar por esos rumbos,
desfajando pantalones.
— No te creemos, Lucas, ni así
tantito te creemos. A lo mejor está
aquí, encerrada en algún cuarto
de esta casa rezando sus oracio­
nes. Tú siempre fuiste muy men­
tiro s o y hasta levantafalsos.
Acuérdate, Lucas, de las pobres
hijas de Hermelindo, que hasta se
tuvieron que ir para El Grullo por­
que la gente les chiflaba la can­
ción de "Las güilotas” cada vez
que se asomaban a la calle.ysólo
porque tú inventaste chismes. No
se te puede creer nada a ti, Lucas
Lucatero. — Es que ustedes no lo cono­
— Entonces sale sobrando que cieron.
yo vaya a Amula. — Lo conocimos como santo.
—Te confiesas primero y todo — Pero no como santero.
queda arreglado. ¿Desde cuándo —¿Qué cosas dices, Lucas?
no te confiesas? — Eso ustedes no lo saben; pero
— ¡Uh!, desde hace como quin­ él antes vendía santos. En las fe­
ce años. Desde que me iban a rias. En la puerta de las iglesias. Y
fusilar los cristeros. Me pusieron yo le cargaba el tambache.
una carabina en la espalda y me "Por allí íbamos los dos, uno
hincaron delante del cura y dije detrás de otro, de pueblo en pue­
allí hasta lo que no había hecho. blo. Él por delante y yo cargándo­
Entonces me confesé hasta por le el tambache con las novenas
adelantado. de San Pantaleón, de San Am ­
— Si no estuviera de por medio brosio y de San Pascual, que
que eres el yerno del Santo Niño, pesaban cuando menos tres
no te vendríamos a buscar, conti- arrobas.
más te pediríamos nada. Siempre "Un día encontramos a unos
has sido muy diablo, Lucas Luca­ peregrinos. Anacleto estaba arro­
tero. dillado encima de un hormiguero,
— Por algo fui ayudante de enseñándome cómo mordiéndo­
Anacleto Morones. Él sí que era el se la lengua no pican las horm i­
vivo demonio. gas. Entonces pasaron los pere­
— No blasfemes. grinos. Lo vieron. Se pararon a
27
ver la curiosidad aquella. Pregun­
taron: ¿Cómo puedes estar enci­
ma del horm ig uero sin que te
piquen las hormigas?
"Entonces él puso los brazos
en cruz y comenzó a decir que
acababa de llegar de Roma, de
donde traía un mensaje y era por­
tador de una astilla de la Santa
Cruz donde Cristo fue crucificado
"Ellos lo levantaron de allí en
sus brazos. Lo llevaron en andas
hasta Amula. Y allí fue el acabóse:
la gente se postraba frente a él y
le pedía milagros.
"Ése fue el comienzo. Y yo no­
más me vivía con la boca abierta,
mirándolo engatusar al montón
de peregrinos que iban a verlo.
—Eres puro hablador y de so­
bra hasta blasfemo. ¿Quién eras
tú antes de conocerlo? Un arrea-
puercos. Y él te hizo rico. Te dio lo
que tienes. Y ni por eso te acomi­
des a hablar bien de él. Desagra­ do el retrato de Anacleto Morones.
decido. Eran las tres de la tarde.
—Hasta eso, le agradezco que Aproveché ese ratito para me­
me haya matado el hambre, pero terme en la cocina y comerme
eso no quita que él fuera el vivo unos tacos de frijoles. Cuando salí
diablo. Lo sigue siendo, en cual­ ya sólo quedaban cinco mujeres.
quier lugar donde esté. —¿Qué se hicieron las otras?
— Está en el cielo. Entre los án­ — les pregunté.
geles. Allí es donde está, más que Y la Pancha, moviendo los cua­
te pese. tro pelos que tenía en sus bigotes
—Yo sabía que estaba en la me dijo:
cárcel. —Se fueron. No quieren tener
—Eso fue hace mucho. De allí tratos contigo.
se fugó. Desapareció sin dejar —Mejor. Entre menos burros
rastro. Ahora está en el cielo en más olotes. ¿Quieren más agua de
cuerpo y alma presentes. Y desde arrayán?
allá nos bendice. Muchachas, Una de ellas, la Filomena, que se
¡arrodíllense! Recemos el "Peni­ había estado callada todo el rato y
tentes somos, Señor", para que el que por mal nombre le decían la
Santo Niño interceda por nos­ Muerta, se culimpinó encima de
otras. una de mis macetas y, metiéndo­
Y aquellas viejas se arrodillaron, se el dedo en la boca, echó fuera
besando a cada Padre Nuestro el toda el agua de arrayán que se
escapulario donde estaba borda- había tragado, revuelta con peda­
28
zos de chicharrón y granos de — ...Se fue con uno de ellos.
huamúchiles: Que dizque la quería: Sólo le dijo:
—Yo no quiero ni tu agua de "Yo me arriesgo a ser el padre de
arrayán, blasfemo. Nada quiero tu hijo." Y se fue con él.
de ti. — Era fruto del Santo Niño. Una
Y puso sobre la silla el huevo niña. Y tú la conseguiste regalada.
que yo le había regalado— : ¡Ni Tú fuiste el dueño de esa riqueza
tus huevos quiero! Mejor me voy. nacida de la santidad.
Ahora sólo quedaban cuatro. — iMonsergas!
—A mí también me dan ganas —¿Qué dices?
de vomitar — me dijo la Pancha— , —Adentro de la hija de Anacle­
Pero me las aguanto. Te tenemos to Morones estaba el hijo de Ana­
que llevar a Amula a como dé cleto Morones.
lugar. — Eso tú lo inventaste para
"Eres el único que puede dar fe achacarle cosas malas. Siempre
de la santidad del Santo Niño. Él has sido un invencionista.
te ha de ablandar el alma. Ya he­ —¿Sí? Y qué me dicen de las
mos puesto su imagen en la igle­ demás. Dejó sin vírgenes esta
sia y no sería justo echarlo a la parte del mundo, valido de que
calle por tu culpa. siempre estaba pidiendo que le
— Busquen a otro. Yo no quiero velara su sueño una doncella.
tener vela en este entierro. — Eso lo hacía por pureza. Por
—Tú fuiste casi su hijo. Here­ no ensuciarse con el pecado.
daste el fruto de su santidad. En ti Quería rodearse de inocencia
puso él sus ojos para perpetuarse.
Te dio a su hija.
— Sí, pero me la dio ya perpe­
tuada.
—Válgame Dios, qué cosas
dices, Lucas Lucatero.
—Así fue, me la dio cargada
como de cuatro meses cuando
menos.
— Pero olía a santidad.
— Olía a pura pestilencia. Le dio
por enseñarles la barriga a cuan­
tos se le paraban enfrente, sólo
para que vieran que era de carne.
Les enseñaba su panza crecida,
amoratada por la hinchazón del
hijo que llevaba dentro. Y ellos se
reían. Les hacía gracia. Era una
sinvergüenza. Eso era la hija de
Anacleto Morones.
—Impío. No está en ti decir esas
cosas. Te vamos a regalar un es­
capulario para que eches fuera al
demonio.
29
para no manchar su alma. se fue. Yo mismo le abrí la puerta.
— Eso creen ustedes porque no — ¡Hereje! Inventas puras here­
las llamó. jías.
—A mí sí me llamó —dijo una a Ya para entonces quedaban
la que le decían Melquíades— . solamente dos viejas.
Yo le velé su sueño. Las otras se habían ido yendo
—¿Y qué pasó? una tras otra, poniéndome la cruz
— Nada. Sólo sus milagrosas y reculando y con la promesa de
manos me arroparon en esa hora volver con los exorcismos.
en que se siente la llegada del frío. —No me has de negar que el
Y le di gracias por el calor de su N iño A nacleto era m ilagroso
cuerpo; pero nada más. — dijo la hija de Anastasio— . Eso
— Es que estabas vieja. A él le sí que no me lo has de negar.
gustaban tiernas; que se les que­ — Hacer hijos no es ningún m i­
braran los güesitos; oír que trona­ lagro. Ése era su fuerte.
ran como si fueran cáscaras de —A mi marido lo curó de la sí­
cacahuate. filis.
— Eres un maldito ateo, Lucas — No sabía que tenías marido.
Lucatero. Uno de los peores. ¿No eres la hija de Anastasio el
Ahora estaba hablando la Huér­ peluquero? La hija de Tacho es
fana. la del eterno llorido. La vieja soltera, según yo sé.
más vieja de todas. Tenía lágrimas — Soy soltera, pero tengo ma­
en los ojos y le tem blaban las rido. Una cosa es ser señorita y
manos: otra cosa es ser soltera. Tú lo sa-
—Yo soy huérfana y él me alivió
de mi orfandad; volví a encontrar
a mi padre y a mi madre en él. Se
pasó la noche acariciándome
para que se me bajara mi pena.
Y le escurrían las lágrimas.
—No tienes, pues, por qué llo­
rar — le dije.
— Es que se han muerto mis pa­
dres. Y me han dejado sola. Huér­
fana a esta edad en que es tan
difícil encontrar apoyo. La única
noche feliz la pasé con el Niño
Anacleto, entre sus consoladores
brazos. Y ahora tú hablas mal de
él.
— Era un santo.
—Un bueno de bondad.
— Esperábamos que tú siguie­
ras su obra. Lo heredaste todo.
— Me heredó un costal de vi­
cios de los mil judas. Una vieja
loca. No tan vieja como ustedes;
pero bien loca. Lo bueno es que
30
bes. Y yo no soy señorita, pero
soy soltera.
—A tus años haciendo eso, M i­
caela.
—Tuve que hacerlo. Qué me
ganaba con vivir de señorita. Soy
mujer. Y una nace para dar lo que
le dan a una.
— Hablas con las mismas pala­
bras de Anacleto Morones.
— Sí, él me aconsejó que lo hi­
ciera, para que se me quitara lo
hepática. Y me junté con alguien.
Eso de tener cincuenta años y ser
nueva es un pecado.
—Te lo dijo Anacleto Morones.
— Él me lo dijo, sí. Pero hemos
venido a otra cosa; a que vayas
con nosotras y certifiques que él
fue un santo.
—¿Y por qué no yo?
—Tú, no has hecho ningún m i­
lagro. Él curó a mi marido. A mí
me consta. ¿Acaso tú has curado
a alguien de la sífilis? — Él te trató como si fueras su
— No, ni la conozco. hijo. Y todavía te atreves... Mejor
— Es algo así como la gangrena. no quiero seguir oyéndote. Me
Él se puso amoratado y con el voy. ¿Tú te quedas. Pancha?
cuerpo lleno de sabañones. Ya — Me quedaré otro rato. Haré
no dormía. Decía que todo lo veía la última lucha yo sola.
colorado com o si estuviera aso­
mándose a la puerta del infierno. — Oye, Francisca, ora que se fue­
Y luego sentía ardores que lo ha­ ron todas, te vas a quedar a dor­
cían brincar de dolor. Entonces mir conmigo, ¿verdad?
fuimos a ver al Niño Anacleto y él — Ni lo mande Dios. ¿Qué pen­
lo curó. Lo quemó con un carrizo saría la gente? Yo lo que quiero es
ardiendo y le untó de su saliva en convencerte.
las heridas y, sácatelas, se le aca­ — Pues vámonos convencien­
baron sus males. Dime si eso no do los dos. Al cabo qué pierdes.
fue un milagro. Ya estás revieja, como para que
—Ha de haber tenido saram­ nadie se ocupe de ti, ni te haga el
pión. A mí también me lo curaron favor.
con saliva cuando era chiquito. — Pero luego vienen los dichos
— Lo que yo decía antes. Eres de la gente. Luego pensarán mal.
un condenado ateo. —Que piensen lo que quieran.
— Me queda el consuelo de Qué más da. De todos modos
que Anacleto Morones era peor Pancha te llamas.
que yo. — Bueno, me quedaré contigo;
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pero nomás hasta que amanezca. arregláramos de una vez. Para
Y eso si me prometes que llega­ quedar de una vez a mano.
remos juntos a Amula, para yo — No estoy para estar jugando
decirles que me pasé la noche ahorita — me dijo— . Dame lo mío.
ruéguete y ruéguete. Si no, ¿cómo ¿Cuánto dinero tienes guardado?
le hago? —Algo tengo, pero no te lo voy
— Está bien. Pero antes córtate a dar. He pasado las de Caín con
esos pelos que tienes en los bigo­ la sinvergüenza de tu hija. Date
tes. Te voy a traer las tijeras. por bien pagado con que yo la
— Cómo te burlas de mí, Lucas mantenga.
Lucatero. Te pasas la vida miran­ Le entró el coraje. Pateaba el
do mis defectos. Déjame mis bi­ suelo y le urgía irse...
gotes en paz. Así no sospecharán. "¡Qué descanses en paz, Ana­
— Bueno, como tú quieras. cleto Morones!", dije cuando lo
Cuando oscureció, ella me enterré, y a cada vuelta que yo
ayudó a arreglarle la ramada a las daba al río acarreando piedras
gallinas y a juntar otra vez las pie­ para echárselas encima: "No te
dras que yo había desparramado saldrás de aquí aunque uses de
por todo el corral, arrinconándo­ todas tus tretas."
las en el rincón donde habían Y ahora la Pancha me ayudaba
estado antes. a ponerle otra vez el peso de las
Ni se las malició que allí estaba piedras, sin sospechar que allí
enterrado Anacleto Morones. Ni debajo estaba Anacleto y que yo
que se había muerto el mismo día hacía aquello por miedo de que
que se fugó de la cárcel y vino se saliera de su sepultura y viniera
aquí a reclamarme que le devol­ de nueva cuenta a darme guerra.
viera sus propiedades. Con lo mañoso que era, no duda­
Llegó diciendo: —Vende todo y ba que encontrara el modo de
dame el dinero, porque necesito revivir y salirse de allí.
hacer un viaje al Norte. Te escribi­ — Échale más piedras, Pancha.
ré desde allá y volveremos a hacer Amontónalas en este rincón, no
negocio los dos juntos. me gusta ver pedregoso mi corral.
—¿Por qué no te llevas a tu hija?
— le dije yo— . Eso es lo único que Después ella me dijo, ya de ma­
me sobra de todo lo que tengo y drugada:
dices que es tuyo. Hasta a mí me — Eres una calamidad, Lucas
enredaste con tus malas mañas. Lucatero. No eres nada cariñoso.
— Ustedes se irán después, ¿Sabes quién sí era amoroso con
cuando yo les mande avisar mi una?
paradero. Allá arreglarem os —¿Quién?
cuentas. —El Niño Anacleto. Él sí que sa­
— Sería mucho mejor que las bía hacer el amor.

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