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Karen Lord
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Título original: The Best of All Possible Worlds
Karen Lord, 2013
Traducción: Rafael Marín Trechera, 2013
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PARA DEBORAH, GRETCHEN Y RUTHY.
SABÉIS POR QUÉ.
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Antes
Siempre reservaba doce días de su retiro anual para acabar informes y estudios, y eso
le dejaba otros doce para todo lo demás. En otros tiempos, había intentado
inútilmente marcharse a lugares con los que pudieran contactar desde su lugar de
trabajo, pero no había servido de nada. Siempre había alguna crisis, algo para lo que
se precisaba su ayuda. A medida que su salario y su sentido común aumentaron, se
fue de retiro cada vez más lejos, hasta que por fin se encontró fuera del planeta en
templos lejanos donde la regla del silencio y la soledad no podían ser interrumpidas
por las tecnologías al uso.
En esa ocasión había escogido Gharvi, un lugar con pequeños edificios de madera
dispersos en torno a un enorme templo de piedra, al lluvioso socaire de una
cordillera. Un océano interminable, tanto en vistas como en inspiración, corría
paralelo a las montañas, y una playa situada entre ambos ofrecía largos paseos a
ninguna parte por cada lado. Era un lugar con dos desiertos, decían algunos, pues el
mar y la tierra se unían, uno sin límites, el otro estrecho, y ambos sedientos.
En casa había un lugar muy parecido, lo cual probablemente había influido su
decisión, pero el cielo era único. La atmósfera tenía el nuboso azul lavanda de un
planeta bioformado no hacía mucho tiempo, y el sol era de una brillantez abrasadora.
Era tan diferente de los fríos y fuertes azules y de la suave luz solar de su mundo natal
que, durante los primeros días, mantuvo la cabeza gacha y la puerta cerrada hasta la
puesta de sol.
Al duodécimo día, cogió su palmar, repleto de tareas ya terminadas, y lo metió en
la caja ante la puerta de su ermita. Cocinó y se comió unas lentejas para la cena,
durmió a pierna suelta durante toda la noche, y se despertó para prepararse las gachas
matutinas. Quedaba un poco de agua del día anterior (siempre había sido frugal),
pero para disponer de la suficiente para lavarse tuvo que recurrir al suministro de
aquel día que había en la caja. Los jóvenes acólitos del templo siempre ponían
suficientes agua y comida en la caja de cada ermitaño antes del amanecer. Les
alcanzaba para lavarse, llenar la olla solar con gachas o potaje, y para beber y saciar la
constante sed que era la consecuencia natural del aire seco y el silencio. Los acólitos
también se llevaban sus palmares y transmitían los contenidos de estos a sus lugares
de trabajo.
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Pero su palmar estaba todavía allí.
Se detuvo, confuso por aquella desconexión en el orden inmaculado de la rutina
del templo. Se quedó mirando la caja intacta. Alzó la cabeza y frunció el ceño
mientras contemplaba aturdido la forma achaparrada del templo, vagamente visible a
través del calor, la arena impulsada por el viento, y el rocío marino.
Entonces se encogió de hombros y continuó con su trabajo, un poco más sucio, y
un poco más sediento, pero convencido de que tarde o temprano tendría una
explicación.
A la mañana siguiente, mucho antes del alba, el sonido que hacía la tapa de la caja
al cerrarse lo despertó de un sueño inquieto que le había ocasionado la sequedad.
Esperó un poco, y luego fue a recoger los suministros y a beber agua en abundancia.
Su palmar había desaparecido, y en su lugar había una ración doble de comida. Ni
siquiera se asomó a la oscuridad para ver al acólito rezagado. El orden imperaba de
nuevo.
«Dllenahkh, con tu nivel de sensibilidad y fuerza, debes acudir a retiros con
frecuencia —le había dicho, hacía mucho tiempo, el hospedero de su monasterio—.
Siempre buscas enderezar las cosas, incluso dentro de ti. Un retiro te enseñará una y
otra vez que no eres ni indispensable ni autosuficiente».
Por expresarlo de una manera burda: aprende a dejar de entrometerte. El
compromiso es importante, pero el despegue también. Se felicitó por la habilidad que
había desarrollado para mantener la curiosidad a raya, y se pasó los siguientes días
sumido en meditaciones y reflexiones, sin que lo molestaran.
Un día, después de una larga mañana de meditación, sintió sed y decidió coger
más agua de su caja de suministros. Salió con el cuenco de cristal en la mano, y lo
colocó en el borde de la caja mientras inclinaba la media tapa y buscaba dentro. Con
mano firme, sirvió agua de la pesada jarra de cuello estrecho. Con movimientos
lentos, se irguió y dedicó un momento de ocioso descanso, con la jarra al descubierto
cerca de sus pies, para contemplar el brillo del sol sobre la playa desierta y el océano
desierto, y para sentir el frío del agua que se filtraba hacia sus palmas mientras
sujetaba el cuenco y esperaba para beber. Sostener un cuenco de agua y marcar el
aumento de la sed con placer masoquista era un gesto infantil, pero a veces lo hacía.
Se llevó el cuenco a la boca y disfrutó con la visión de un perfecto instante de
océano celeste, de cristal azul brillante y de agua clara antes de parpadear, sorber y
tragar.
Cuando trataba de recordarlo después, su mente se detenía muchas veces en ese
vivido recuerdo, en la claridad con la que destacaban los colores y en la calmante
frialdad del cristal, y perdía las ganas de continuar. Fue poco después de ese momento
cuando el día se volvió horriblemente desordenado.
Un hombre salió del océano, con un brillo oscuro de agua de mar y luz solar en la
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cabeza. Llevaba un traje de piloto, iridiscente, lustroso y permeable, que se secó tan
rápidamente como la piel desnuda con la brisa caliente; pero se recogió el pelo con las
manos mientras se acercaba. Chorreaba agua y se lo envolvió en la coronilla con una
cinta que llevaba en la muñeca.
Dllenahkh lo reconoció poco a poco. Al principio, cuando apareció la figura, era
un piloto; luego, cuando empezó a caminar, se convirtió en un piloto familiar y, por
último, con aquel movimiento añadido de las manos en el pelo, vio que era Naraldi,
un hombre a quien conocía bien, pero no tanto como para que ello justificase una
interrupción tan temprana de su retiro. Abrió la boca para reprochárselo. ¡Seis días
más, Naraldi! ¿Qué cosa podía ser tan importante como para que no pudiera esperar
seis días más? Eso era lo que pretendía decir, pero lo asaltó otro pensamiento. Incluso
para tratarse de un planeta pequeño sin estación de atraque en órbita, era muy poco
común que una nave mental se acercara tanto a tierra de modo que un piloto pudiera
llegar nadando a la orilla. Aunque conocía a Naraldi, no eran tan íntimos como para
concederle una visita a esas horas y en ese lugar.
El piloto redujo el paso y lo miró inseguro con ojos que lloraban por la irritación
del agua salada.
—Ha sucedido algo terrible —se limitó a decir Dllenahkh.
Naraldi se frotó la cara mojada y no respondió.
—¿Mi madre? —Dllenahkh se apresuró a romper el silencio. El miedo se volvió
frío y pesado en su estómago.
—Sí, tu madre —confirmó Naraldi con brusquedad—. Tu madre, y mi madre, y…
Todo el mundo. Nuestro hogar ya no existe. Nuestro mundo ha…
—No. —Dllenahkh sacudió la cabeza, más incrédulo que inquieto por la
amargura y la premura de las palabras de Naraldi—. ¿Qué estás diciendo?
Recordó que todavía tenía sed y trató de alzar de nuevo el cuenco, pero las manos
se le habían quedado heladas y entumecidas. El cuenco resbaló. Lo agarró, pero solo
consiguió desviarlo, de modo que golpeó con fuerza contra el costado de la jarra y se
rompió justo a tiempo de lastimarle los dedos extendidos.
—Oh —fue todo lo que pudo decir. El corte fue tan limpio que no sintió nada—.
Lo siento. Déjame…
Se agachó y trató de recoger los fragmentos más grandes, pero no pudo evitar
resbalar hacia un lado y apoyarse en una rodilla.
Naraldi se apresuró a ayudarlo. Agarró la ensangrentada mano derecha de
Dllenahkh, se quitó la cinta del pelo y envolvió con la tela el puño de Dllenahkh.
—Sujeta fuerte —ordenó, mientras guiaba la mano derecha de Dllenahkh para
que atenazara su muñeca—. No lo sueltes. Iré a buscar ayuda.
Echó a correr por la playa, hacia el templo. Dllenahkh se sentó con cuidado, lejos
de los trozos rotos de cristal, y sujetó obediente. La cabeza le daba vueltas, pero
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experimentó un pequeño consuelo. Al menos, durante el tiempo que Naraldi tardara
en regresar, recordaría las palabras del hospedero: no sería curioso, no buscaría el
conocimiento, y no se preocuparía por cómo enderezar su mundo demolido.
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El mejor de todos los mundos
posibles
Recuerdo cuando llegaron los sadiri. Nos congregamos en la puerta para saludar su
llegada y, a decir verdad, para curiosear un poco. Los sadiri se consideraban a sí
mismos la cúspide de la civilización humana. ¡Imagínenlos asentándose en Cygnus
Beta, un estercolero galáctico para pioneros y refugiados! Bueno, parecía que éstos, al
menos, estaban dispuestos a romper el molde. Pero claro, muchas cosas se habían
roto sin que fuera posible repararlas, y a veces tiene más sentido crear algo nuevo.
Casi parecían cygnianos (los ojos, el pelo y la piel pertenecían más o menos al
espectro del marrón), a excepción de la brillante iridiscencia del cabello y un brillo
más sutil en la piel que solo se advertía a plena luz del día. Como era la estación seca,
había luz de sobra. Salían al sol y parecían aliviarse con el calor. No me digan que no:
ese estereotipo de los «impasibles sadiri» no es más que una chorrada. Tienen
lenguaje corporal. Tienen expresiones. El que no expresen a gritos sus emociones,
como hace la mayoría de la gente, no quiere decir que no las tengan.
Los parlamentarios les dieron la bienvenida, formal pero breve, y los llevaron a
sus mansiones con buen estilo diplomático. Todo el mundo sentía lástima de los
sadiri en aquellos primeros días, y tal vez todos estábamos demasiado orgullosos de
nosotros mismos por darles cobijo. Cygnus Beta no es una colonia rica, ni mucho
menos, pero comprendemos los desastres de la huida de la guerra y la enfermedad, y
de luchar por encontrar un lugar donde te quieran. Mucha gente actúa como si la
desgracia fuera contagiosa. No quieren exponerse a ella demasiado tiempo. Te
aceptan y hacen todos los gestos y sonidos adecuados, pero cuando pasan los meses y
siguen todavía en su casa o en su ciudad o en su mundo, la bienvenida empieza a
difuminarse un poco.
Eso lo comprendíamos, y quizá también estábamos haciendo una declaración de
intenciones. No hay ningún grupo en Cygnus Beta que no pueda rastrear el origen de
su familia y relacionarlo con alguna catástrofe de alcance mundial. Sin tierras, sin
parientes, no deseados… En teoría, los sadiri encajarían bien.
Eso era lo que yo creía el día en que llegaron los sadiri. Apenas presté atención
cuando mi amiga Gilda me dijo:
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—¿Pero dónde están las mujeres?
Tendría que haber prestado atención.
No es que no vengan a Cygnus Beta grupos compuestos solo por varones. La
gente envía muchas veces a los más fuertes e intrépidos para establecer cierto nivel de
comodidad en los asentamientos antes de traerse al resto de la familia; en algunas
culturas, eso quiere decir solamente hombres. La realidad de la sociedad cygniana es
que esos hombres suelen asentarse con alguien que ya está allí, porque, permítanme
que lo diga, no hay ninguna relación a larga distancia que sea como la interestelar,
sobre todo cuando estás aislado en una roca donde comunicarte con el resto de la
galaxia implica que las transmisiones tengan una tardanza de varias semanas en el
espacio real desde el satélite de largo alcance más cercano. Pero… ¿hombres sadiri?
¿El epítome de la moralidad y la tradición, eruditos demasiado absortos en sus
ejercicios mentales como para sucumbir a los instintos más primarios? Era difícil
imaginarlos volviéndose nativos como la mayoría de los chicos de frontera.
Por suerte para mi curiosidad, estaba en situación de averiguar algunas cosas
sobre ellos. Soy segunda ayudante de la biotécnico jefe de la provincia de Tlaxce, lo
que significa que puedo viajar mucho porque se trata de la provincia más grande, y
también la que tiene mayor número de asentamientos nuevos. Hay muchas colonias
sadiri en otros mundos. Además (y mantengan esto en secreto, por favor), siento una
especial debilidad por los lenguajes. Lenguajes antiguos, lenguajes nuevos, lenguajes
inventados… Lo que sea: esa es mi afición. Además, ya chapurreaba el sadiri, así que
era inevitable que me encargaran el trabajo de enlace de los departamentos de Salud
Pública y Agricultura.
Mi homólogo era la alegría de la huerta. Nada de chismes, nada de perder el
tiempo. Yo aparecía en su despacho, él repasaba brevemente conmigo el orden del
día, y allá que íbamos en un vehículo de tierra, a realizar nuestras inspecciones. No
hace falta decir que su dominio del idioma estándar era mejor que mi sadiri, así que
muchas veces yo me dedicaba a escuchar mientras él hablaba con los granjeros, y
después me hacía un resumen para que no me perdiera nada. Yo no esperaba que
hablaran estándar conmigo. Cuando han estado a punto de exterminarte, el lenguaje
es la primera cosa a la que te aferras, una de las principales señas de identidad.
Un día, mientras volvíamos a su despacho, tuvo lugar una conversación muy
interesante.
—Dllenahkh —le dije (aprender a pronunciar su nombre había sido todo un
desafío, pero cuando utilicé una «di» zulú y una «ch» escocesa le pillé el truco)—,
cuénteme cómo podemos ayudarlos a largo plazo. ¿Qué tipo de asentamiento planean
establecer? Comprendemos que su objetivo es mantener viva tanto de Sadira como
sea posible. ¿Necesitan plantas sadiri? ¿Variantes resistentes cruzadas con la flora
indígena, o especialidades de invernadero en biodomos? Podemos pedirles todo lo
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que queramos a los bancos de semillas galácticos, o incluso comprobar con Nueva
Sadira qué cepas están desarrollando.
—Gracias, segundo ayudante Delarua, pero de momento nos basta con ajustamos
al entorno y ser autosuficientes con lo que tenemos a mano. Examinaremos con más
atención nuestros objetivos a largo plazo cuando terminemos la fase inicial.
He de confesar que me gustaba escuchar a Dllenahkh. Tenía una voz muy suave,
grave, lenta y muy precisa. Era una voz que cuadraba con su meticulosidad y
profesionalismo. Ojalá yo tuviera una voz que cuadrara con lo que hago. Me han
dicho que hablo como un gallo demasiado nervioso cuando empiezo a hablar de mi
trabajo.
—No obstante, hay un tema en el que pueden ayudarnos —continuó Dllenahkh
—. Nuestra comunidad está relativamente aislada, y se ha sugerido que sería
adecuado que aprovecháramos la oportunidad para conocer otras culturas de Cygnus
Beta. Para participar. Para… mezclarnos.
Empleó el estándar para decir esto último, pues no había ningún equivalente
exacto en sadiri capaz de expresar la frívola intención que ocultaba esa palabra.
—¿Mezclarse? —repetí con incredulidad.
—Sí. Mezclarnos. Aunque queda mucho por hacer, empezamos a sufrir la falta de
estímulo mental. Cygnus Beta es célebre por tener algunas de las culturas más
complejas y vibrantes de la galaxia. Sería adecuado estudiarlas.
Lo miré de reojo. Llevaba con los sadiri el tiempo suficiente para saber que, cada
vez que empiezan a decir que algo es «adecuado», se trata o bien de algo que no van a
decirte, o bien de algo que no admiten ante sí mismos. Dllenahkh había dicho
«adecuado» ya dos veces.
Él me miró del mismo modo, con lo que he aprendido que es su tipo de humor.
—¿Y bien? ¿Tiene alguna recomendación?
—¿Tengo alguna recomendación para que los muchachos sadiri pasen una noche
fuera? —me encogí de hombros, sonreí, y me permití una carcajada—. Ya se me
ocurrirá algo.
Y así fue. El Ministerio de Cultura tiene todo tipo de programas, y conseguí que
alguien preparara un paquete que incluso los sadiri pudieran disfrutar. Pero, gente,
esto es Cygnus Beta. Sí, tenemos unas cuantas ciudades grandes y varias medianas (no
somos todos unos palurdos campesinos, vagabundos y aventureros), pero hay pocos
artistas y actores profesionales, y pocos museos y teatros de nivel galáctico. Tan solo
no podemos permitírnoslos. Es cierto que la mayor parte de la acción sucede en el
cinturón urbano, pero a menudo hay grupos de artistas que van de gira y tientan su
suerte. En algunos sitios les pagan en créditos, y en otros, en especie. Hablé con uno
de los actores que alababa la dicha del camino, y cómo había hecho un mapa cuyas
localizaciones marcaba en función de la excelencia de sus productos particulares: los
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mejores vinos y licores, por supuesto; los mejores panes; la mejor carne curada y el
mejor pescado ahumado, y las hierbas más fragantes para usarlas como incienso y
para fumar. Le dabas un nombre y podía decirte dónde conseguirlo.
Debería señalar que «aficionado» o «semiprofesional» no significa «de baja
calidad». Significa «calidad variable». Te encuentras actores serios junto a aspirantes
diletantes porque las compañías de teatro tienen que aceptar la gente que vayan
encontrando. El mejor rey Lear puede ser el guardia de seguridad de una pequeña
sucursal de un banco de pueblo. Solo disfruta de dos o tres semanas libres para sus
representaciones, y luego vuelve el suplente…, que es el muy diligente pero no tan
buen actor amigo del director, y ya retirado.
Le ofrecí dos opciones: o bien una serie de excursiones de un día al cinturón
urbano, o bien visitas a las granjas sadiri por parte de algunas de las compañías que
estaban de gira.
—Ambas —dijo Dllenahkh.
—¿Ambas? —repetí, alzando una ceja, mi tono de voz más seco que sorprendido.
Él alzó a su vez una ceja.
Pues ambas.
He mencionado antes a mi amiga Gilda. La quiero con dulzura, pero juro que es
una mala influencia para todo el mundo. Sospecho que tres de sus cuatro hijos no son
de su marido, y que él lo sabe pero no le importa. Lo tiene tan sometido que debe de
contar con más de un zhinuviano entre sus antepasados. Frecuenta tres grupos
principales, y trata de molestarlos a todos. Aburre al grupo de las amas de casa con su
investigación científica, cabrea a sus amigos de bebida con sus historias domésticas, y
escandaliza a sus colaboradores (y ahí entro yo) con sus escabrosas escapadas
sexuales.
De modo que Gilda se alegró al enterarse de que los sadiri iban a salir, porque
también quería «la oportunidad de conocer otras culturas», si entienden lo que quiero
decir. Insistió en ser la coordinadora y guía. Al principio me alegré cuando me quitó
ese peso de encima, porque así podría volver a asuntos corrientes, pero se trataba de
Gilda, y algo me dijo que investigara más a fondo.
—Bueno —le pregunté en la oficina cuando estableció las primeras giras teatrales
—, ¿cuál es la cartelera de este viaje?
—Grease: el musical espacial, Tito Andrónico y ese nuevo monólogo de Li Chen
donde se pasa los diez primeros minutos caminando de un lado a otro del escenario
en silencio, y luego se sienta en un sillón de inspiración Bagua en el centro y se pone a
tocar las flautas uilleannas.
—Aie-yi-yi —canturreé con tristeza—. ¿Quieren que nos pongan verdes?
—Nos pondrán verdes de todas formas. Ellos son sadiri, y nosotros terrestres…
Bueno, terrestres en la mayor parte. Juzgar a otros humanos y considerar que son
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inferiores es lo que hacen los sadiri.
Y eso no le molestaba lo más mínimo.
Al principio no dije nada. Estrictamente hablando, era cierto. Los sadiri y sus
flotas de naves mentales habían sido el núcleo duro de la ley galáctica, la diplomacia y
los descubrimientos científicos durante siglos. Aunque otros humanos les guardaban
cierto rencor, yo sabía que no era la única persona que esperaba para sus adentros que
la versión reducida de su gobierno fuera igual de efectiva dirigiendo la flota. A nivel
personal, no había advertido ninguna actitud de superioridad en Dllenahkh, pero
cuando se tenía en cuenta que su planeta natal estaba envenenado por sus propios
primos cercanos, los ainya, bueno… Eso no les dejaba mucho terreno para mirar con
desprecio a los demás, ¿no? Antes de que pudiera expresar en voz alta ese
pensamiento, tosieron con suavidad en mi puerta.
—¡Dalenak! —saludó Gilda, jovial. ¿Cómo conseguía Dllenahkh no dar un
respingo ante la atroz pronunciación de esa mujer?—. ¿Viene al viaje inaugural?
Dllenahkh le dio las gracias con cortesía, y dijo que no, que solo había venido a
hacerme una consulta referida a los cultivos hidropónicos de las granjas de la zona
suroccidental, que habían experimentado algunas dificultades. Ella captó la indirecta
y se marchó para que yo pudiera cerrar la puerta y hablar con Dllenahkh en privado.
—Creía que mentir no era propio de los sadiri —empecé a decir. Entonces lo miré
con más atención—. ¿Dllenahkh? ¿Quién le ha golpeado?
—Es un asunto interno que ya está resuelto —respondió él.
Fruncí el ceño, pero no podía decir nada al respecto. Parecía… deprimido.
—Parece usted distraído. ¿Qué le trae a la ciudad si no es la gira teatral de Gilda?
—Hay un emisario del gobierno de Nueva Sadira que viene de visita. Hemos
concertado una reunión para mañana.
Eso seguía sin explicar qué hacía Dllenahkh en mi oficina.
—¿Le gustaría venir conmigo al Museo de Historia? —pregunté.
—Sí —respondió él, algo ausente—. Eso sería muy interesante.
Fuimos caminando. Yo guardé silencio, esperando que Dllenahkh me hablara.
Él esperó hasta que pasamos los expositores geológicos y entramos en la Sala de
Nombres antes de empezar a hablar.
—¿Sabe por qué vinimos a Cygnus Beta? —preguntó.
Lo miré. Sus ojos miraban al frente, a los escritos grabados en la pared de granito.
—Vinimos a buscar a los tasadiri —volvió ligeramente la cabeza y me miró—.
¿Sabe de quiénes hablo?
—Sadiri que no practican las disciplinas mentales —repliqué de inmediato—.
Dejaron Sadira y fundaron Ain, y unos pocos se asentaron en otras partes de la
galaxia. Pero no fundaron Cygnus Beta. Ya estaba aquí.
—He oído hablar de los seres a quienes llaman ustedes los Cuidadores.
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Lo dijo con neutralidad, y me alegré de la pequeña cortesía. Hay quien piensa que
el concepto de los Cuidadores es solo otro de esos mitos de guardianes salvadores con
los que sueñan las sociedades primitivas para enfrentarse a la incertidumbre del
universo.
—Sí —dije con firmeza—, son los auténticos fundadores de Cygnus Beta, pero
reconocemos a otros pobladores anteriores; sobre todo terrestres, es cierto, pero
también ntshune, zhinuvianos y tasadiri.
—Hay fuertes cepas psiónicas y protopsiónicas en sus antepasados —advirtió él—.
Fue otro de los motivos por los que decidimos venir aquí.
Me pregunté adonde quería ir a parar.
—¿Entonces qué ocurre, Dllenahkh?
Él se encogió de hombros. Estaba claro que se trataba de asuntos privados.
—Existe una falta de consenso en lo referente a nuestro rumbo. Lo que más nos
preocupa es, por supuesto, asegurar el futuro de nuestro pueblo, pero hay disputas
acerca de cuál es el mejor modo de lograrlo. Hay quien considera que el curso de
acción más efectivo sería preservar el poso genético y la integridad cultural. Con tan
pocos supervivientes, cada uno de nosotros sería necesario para que esta empresa
tuviera éxito. Otros creen que la mejor opción sería negociar con los ainya con la
mirada puesta en la futura integración de nuestras tribus.
—Pero tal vez ese fue su motivo para… hacer lo que hicieron —dije con torpeza
—. Nunca tuvieron el nivel de influencia galáctica del que gozaron ustedes. ¿No sería
la integración una manera de darles lo que quieren?
Él hizo una pausa.
—Sí —dijo por fin—. Muchos de nosotros lo vemos así. Sin embargo, desde la
perspectiva ainya, expulsamos a sus antepasados y les negamos sus derechos de
nacimiento; de ahí el orgullo con el que reclaman su parte de responsabilidad en
nuestra caída. Tal vez no deseen vernos solo humillados, sino también destruidos por
completo. —Suspiró y continuó.
»Se ha propuesto una tercera vía: colonias de híbridos seleccionados para las
tendencias físicas y las habilidades mentales sadiri, y educados según los valores y
tradiciones sadiri.
Una sonrisa amarga asomó a mis labios. Terrestres: el caldo de pollo de todas las
sopas genéticas humanas de la galaxia. La Tierra era el más reciente de los mundos
creados, y los terrestres, la raza de humanos más joven de la galaxia, pero lo que les
faltaba de tecnología y desarrollo mental lo suplían con su puro potencial evolutivo.
Otros humanos los despreciaban y los miraban por encima del hombro, pero bastaba
con mencionar el vigor híbrido para que, de repente, los terrestres se volvieran muy
populares. Por supuesto, dado que la misma Tierra estaba todavía sometida a
embargo, Cygnus Beta recibía toda la atención.
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—Y entonces ¿qué tipo sadiri es usted? —le pregunté—. ¿De la segunda vía, o de
la tercera?
Su rostro se detuvo en ese gesto que yo había aprendido a interpretar como de
profunda incertidumbre.
—No se ha tomado ninguna decisión todavía. Somos una reserva.
Ladeé la cabeza y lo miré con el ceño fruncido, sin entender.
Me lanzó una breve mirada, y entonces parpadeó y volvió a apartar la mirada
como si se sintiera profundamente avergonzado.
—Como muchos de nuestros puestos extraplanetarios están ocupados por
hombres, sobrevivieron al desastre más varones sadiri que hembras. Esto ha creado
algunas… perturbaciones en nuestras habituales costumbres en materia de vínculos.
Por este motivo, el exceso de varones se envió a esta colonia. El Consejo de Ciencia de
Nueva Sadira considerará prioritario que nazca el mayor número de hembras lo antes
posible. Dado nuestro lapso de vida, es posible que puedan ser nuestras futuras
esposas.
Reflexioné sobre lo que acababa de decir, y advertí la verdad que encerraban sus
palabras. La mayoría de los sadiri de Cygnus Beta eran, para sus baremos, muy
jóvenes. ¡Pero qué inquietante y extraño era pasarse décadas en una especie de remoto
estante genético esperando el turno de contribuir clínicamente a la expansión de la
especie!
Le dije a Dllenahkh algo por el estilo. Él me hizo saber que mis puntos de vista
eran inadecuados. Me callé la boca.
La Sala de Nombres es un lugar muy complicado. La parte obvia son las paredes
con los nombres de las mil naciones moribundas que vinieron o fueron traídas aquí,
pero también hay un grave susurro de mil lenguajes extintos, la ocasional vaharada de
humo, incienso o perfume de diversos rituales medio olvidados, el gemido lejano y el
sonido agudo de antiguos instrumentos que nadie sabe fabricar ya. Es un lugar muy
adecuado para reflexionar sobre el futuro de todo un mundo, pero también es un
poco deprimente.
—¿Qué cree que va a decir el emisario? —pregunté.
Dllenahkh no dijo nada. Tal vez no lo sabía. O tal vez lo sabía, pero no me lo iba a
decir.
—Vayamos a almorzar —dije.
Después de eso volvimos a nuestra rutina habitual, lo que quiere decir que todo fue
trabajo. Yo sabía que los granjeros sadiri continuaban con su exploración cultural,
visitando las ciudades y otras provincias y permitiendo a su vez que los visitaran.
Parecía que, en efecto, tomaban nota de cómo se habían adaptado diversas culturas a
las condiciones sociales de Cygnus Beta. De este modo, incluso lo que parecía tener
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fines recreativos tenía también algún elemento de estudio antropológico. No
profundicé en el tema, y aunque el emisario sadiri regresó para realizar otra visita
unos meses más tarde, no le pregunté a Dllenahkh al respecto.
Gilda, por otro lado, fue una fuente de información. Me llamó a mi mesa un día,
demasiado nerviosa e impaciente para recorrer los pocos metros que la separaban de
mi oficina.
—¿Te has enterado de la noticia? Han puesto a Ain en cuarentena. Nada entra,
nada sale.
Eso me llamó la atención. Lo dejé todo y me acerqué más al monitor.
—¿Qué? ¿Ha dado ya el tribunal su veredicto?
Gilda parecía muy tranquila, algo que en ella era enormemente inusitado.
—El juicio no ha terminado, pero Ain está incomunicada.
—Eso es imposible —repliqué—. El embargo terrestre funciona porque podemos
ver todo lo que hacen, y mostrarles lo que queremos que vean. La tecnología de Ain es
demasiado avanzada. Tal vez lo hayan hecho ellos mismos. Tal vez se estén ocultando.
Ella hizo una mueca de desdén.
—No están tan avanzados. La gente dice que han sido los Cuidadores.
Personalmente, me alegro. Sadira no va a ser más que roca estéril durante mucho
tiempo.
Abrí mucho los ojos y sentí un escalofrío de emoción. ¡Los Cuidadores! Era como
si los ángeles hubieran bajado para vengar a los sadiri.
—Supongo que no les gusta que la gente deshaga su obra. ¿Cómo les ha sentado a
los ainya que están fuera del planeta?
Gilda mostró una sonrisa irónica.
—Ahí está la gracia. Sabes que solo hay dos flotas con naves capaces de viajar
hasta Ain.
Me reí a desgana. Ella se refería a los zhinuvianos, que te cobraban un ojo de la
cara por el pasaje, y los sadiri, que… bueno… no tenía muy claro qué harían, pero
muchas agallas debería tener cualquier ainya para acercarse ahora a un piloto sadiri.
El secuestro de Ain era un cambio importante en más de un sentido. Aunque hay
mala sangre entre Ain y Sadira (mucha mala sangre), yo tenía la vaga esperanza de
que pudieran unirse después de una generación o dos, aunque solo fuera por
necesidad. Parecía que las opciones se habían reducido de tres a dos, y no tenía ni idea
de dónde dejaba eso a los sadiri. Nueva Sadira era un planeta pequeño, un antiguo
puesto de avanzada científico que había obtenido un inesperado ascenso de categoría.
Serviría para cobijar a una población que había experimentado una reducción
drástica, pero como no tenía ni los recursos ni el tamaño necesarios para sustituir
adecuadamente a Sadira, los sadiri se verían obligados a decidir sobre su futuro más
pronto que tarde.
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Era difícil saber qué planeaban hacer. Algunos de los sadiri estaban mezclándose
sin tapujos: de hecho, dada su juventud, incluso se podría decir que estaban
experimentando. A juzgar por la severidad de la expresión de Dllenahkh cuando
escuchaba algunos de los relatos más divertidos, detecté que los sadiri mayores del
grupo apenas toleraban aquella conducta. Pero ¿qué podían hacer? ¿Expulsar a los
más jóvenes? Todo sadiri capaz de procrear era precioso, y cualquiera de ellos podía
regresar al redil más tarde, sin que importara qué decisión tomaran con respecto a su
tragedia compartida.
Dicho esto, apenas un par de meses después de que se cumpliera un año de su
llegada me encontré en la nada envidiable tesitura de que mi jefa me enviara a
«averiguar qué está pasando con esos sadiri». Decidí hacer un largo viaje por carretera
para abordar el tema con Dllenahkh, razonando que si estábamos en mitad de
ninguna parte, no tendría ningún sitio adonde huir. Para protegerme, desconecté el
autopiloto y navegador y conduje el vehículo de tierra.
—Tengo entendido que hay un pequeño boom de natalidad entre los sadiri —dije
con delicadeza, manteniendo la vista puesta en la carretera mientras maniobraba
entre los primeros baches, que eran el resultado del fuerte inicio de la estación de las
lluvias.
Los dientes de Dllenahkh chasquearon cuando rebotamos por el terreno en mal
estado.
—Eso parece —acabó por decir, con las mandíbulas apretadas.
—¿Supone una indicación…? —empecé a decir. Luego me corregí—: ¿Significa
eso que se ha escogido una vía?
El silencio continuó tanto tiempo que llegué a la triste conclusión de que había
tentado demasiado mi suerte. Entonces Dllenahkh habló, como si estuviera algo
dolido.
—Ha habido pocas opciones en lo que se refiere a esos nacimientos. Tres de los
padres han sido incapaces de conseguir nada más que derechos de visita, mientras
que un cuarto ha perdido la custodia única. Dos están en una situación
particularmente difícil: sus hijos han sido reconocidos por otros hombres y los están
criando sin que se reconozca su herencia. Solo en un caso se ha formado algo
parecido a un vínculo, y a ese hombre lo han secuestrado para trasladarlo a la casa de
la madre de su hijo, donde vivirá, sin duda, según la cultura del pueblo de ella.
Silbé. Si aquellas historias se añadían a las que ya había escuchado, aquello
suponía más nacimientos y muchos menos matrimonios de lo que esperaba.
—Lo que me está usted diciendo es que los están manipulando, utilizando y
rechazando. Son buenos para echar un polvo, pero no lo suficientemente buenos
como para casarse. Sangre nueva. La nueva moda en la ciudad. Los…
—Sus observaciones —dijo Dllenahkh, en tono tranquilo pero aplastante— no
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son particularmente bienvenidas en este momento.
Sentí auténtico rubor.
—Lo siento. Me he dejado llevar. El caso es que… siempre hemos sido una
sociedad matriarcal. Los padres cygnianos tienen poco que decir en lo relativo a los
niños. Creía que eran conscientes de ello.
Continuamos en silencio mientras yo me concentraba en una desagradable parte
resbaladiza de la carretera. En un momento determinado, Dllenahkh tuvo que bajarse
y empujar el coche a través de un charco de barro antes de que yo pudiera encontrar
asidero en terreno más firme. Volvió a subir, y colocó las botas de trabajo llenas de
barro en el centro de la alfombrilla con fastidiosa precisión. Había sido una diversión
trivial pero bien recibida que había aliviado parte de la tensión del ambiente.
Mis pensamientos vagaron mientras trataba de pensar en qué decir, y entonces,
por supuesto, mi subconsciente se hizo cargo.
—«Eran morenos, y de ojos dorados» —cité con tono ensoñador.
—La referencia se me escapa.
—Es una obra clásica de ciencia ficción que trata de unos terrestres que van a
colonizar Marte. Pero… Marte los coloniza a ellos. Los convierte en marcianos
morenos de ojos dorados que son idénticos a los extintos pueblos indígenas. Le digo
que si creen que pueden colonizar Cygnus Beta y convertirlo en Sadira, siglos más
tarde todo lo que tendrán es una leve tendencia a lucir un pelo brillante y la forma de
hablar pedante en el tronco común cygniano. Oh, Dllenahkh, lo siento mucho.
Intenté advertirlos.
—No recuerdo…
El asunto era demasiado serio como para hacer varias tareas a la vez. Aparqué a
un lado, corté el contacto del vehículo de tierra y lo miré a la cara.
—Le pregunté qué querían a largo plazo. ¿Quieren ser todo-sadiri o sadiri-
cygnianos? Porque si lo que quieren es lo primero, están haciendo justo lo contrario.
Él inclinó la cabeza, abatido, que es lo más cerca que un sadiri puede estar de
expresar un gemido de angustia.
—No sé qué queremos. Solo deseamos sobrevivir, e intentamos hacerlo por todos
los medios posibles.
Cerré los ojos, sintiendo una puñalada de soledad. Si puedo burlarme de Gilda
diciendo que tiene un gen zhinuviano dominante en su composición, entonces
también he de admitir que puede haber demasiado ntshune en mis orígenes. Y
Dllenahkh se sentía solo, no era ningún error. Brotaba de él como bruma y se posaba
en mis huesos con un dolor tan insistente como el de una vieja herida. Era muy
inquietante.
—Muy bien. Tienen que coordinarse con el Ministerio de Planificación y
Mantenimiento Familiar. Pero, Dllenahkh, tienen que partir de cero, nada de estos
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pudores juveniles… perdón, condicionamientos culturales sobre los detalles del
matrimonio y las costumbres afectivas sadiri, y nada de planes encubiertos para
seducir y adoctrinar a mujeres sobre el estilo de vida sadiri. Sea sincero. Quiero decir
que han elegido el lugar adecuado. Ya tenemos una mentalidad de ordenar esposas a
la carta, y llevamos siglos fecundando de manera selectiva. ¿En qué otros lugares se
podrían producir tantos nacimientos en tan corto espacio de tiempo?
—Eso es verdad —dijo Dllenahkh, con lo que pareció un atisbo de esperanza.
—Además, pueden quedarse con las dos cosas: tomar una esposa cygniana de
corta vida durante la primera parte de esa larga vida suya, y luego irse a casa con sus
niñas-esposas y fundar una nueva familia de pura sangre sadiri. Solo sean…
respetuosos. Sinceros. ¡Y dejen de pensar que son los superiores! ¡Solo son otra gota
en nuestra laguna genética! Todos descendemos de pueblos que se creían reyes y
dioses, y que al final descubrieron que no eran casi nada. No permitan que les pase a
ustedes.
Él permaneció sumido en escarmentado silencio durante un rato, y luego dijo con
humildad:
—Lo que dice tiene su mérito. Discutiré las posibilidades con nuestro consejo
local y abordaré al ministerio tal como ha sugerido.
Suspiré con alivio. Si tan solo supieran lo cerca que habían estado de agotar
nuestra paciencia… Si hay algo que los cygnianos no pueden soportar son los aires de
superioridad. Demasiado a menudo han precedido atrocidades y excusas racionales
para la opresión. Los sadiri no cambiarían de la mañana a la noche, pero al menos era
un comienzo.
—«Eran morenos, y de ojos dorados» —dijo Dllenahkh en voz baja.
—Mis ojos son marrones —respondí, sorprendida de oír a un sadiri decir algo tan
absurdo.
—Tengo entendido que en la Tierra, el oro se considera un metal raro y precioso.
Ser dorado es ser especial, valorado —me miró—. Para mí, sus ojos son dorados,
porque han percibido quiénes somos en realidad.
No dije nada. Abrí la boca, fui incapaz de respirar y bajé la vista para apartarme de
aquella intensa mirada. Era muy dolorosa, como un sol brillante sobre una piel tierna,
brillante y cegador con la belleza de lo que se ha perdido y lo que queda. Durante un
momento, la sangre de mis antepasados lanzó un grito de empatía y casi me puse en
evidencia llorando delante de un sadiri.
Me mordí los labios, me recuperé, y el momento pasó. Entonces puse el coche en
marcha, y viajamos hasta la siguiente granja lejana.
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Casamentero, casamentero
—¿Qué es esto?
El correo y secretario del departamento se volvió a mirar el sobre que había
arrojado sobre mi mesa.
—¿Cómo voy a saberlo?
Lo miré de arriba abajo. Gilroy era un joven delgaducho, demasiado alto aunque
aún estaba creciendo, y asolado por una cojera resultado de una mala rotura en una
granja lejana, a días de distancia de unas atenciones médicas avanzadas. Dedicó todas
las energías que debería haber invertido en marcar ganado al chismorreo…, lo siento,
a recopilar información. Cogí el sobre y tiré de los extremos de los lazos del sello,
mientras lo miraba de modo significativo.
—Bueno… de acuerdo —dijo él. Hizo su habitual gesto precursor de un chisme
jugoso: una rápida mirada alrededor para asegurarse de que nadie podía enterarse—.
Tengo entendido que le has causado una buena impresión a alguien. Y que vas a tener
un ligero cambio de trabajo.
Fruncí el ceño, con temor ahora. La primera asistente biotécnica era nueva en su
puesto. A menos que fuera a pillarse un permiso por maternidad o la hubieran
despedido, era imposible que yo ocupara su puesto… Ni tampoco lo quería. Solo
puedo soportar una cantidad limitada de papeleo antes de sentir la necesidad
desesperada de salir a visitar las granjas. Y era absolutamente imposible que me
nombraran jefe. ¿Qué otros giros eran posibles en el rumbo de mi carrera?
Advertí que Gilroy me estaba mirando, y sonreía al ver el pánico que yo no me
había molestado en ocultar.
—Bien, gracias, cierra la puerta al marcharte —dije, mientras lo despedía con
brusquedad.
Cerré los ojos y giré en mi asiento una vez más, tal vez intentando aliviar mi
ansiedad, tal vez intentando algún extraño ritual inventado para atraer la suerte.
Entonces rompí el sello y saqué mis órdenes.
—¿Qué quieren que haga qué?
Como si siguiera una pista, mi monitor trinó y lanzó un destello. Miré con
irritación la bandeja de mensajes, y luego mis ojos se abrieron como platos y abrí el
canal.
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—Aquí Delarua.
—Segunda ayudante Delarua, imagino que ya habrá abierto su correspondencia.
Mi jefa intenta salirse con la suya haciéndose la simpática. Es bajita y gruesa, con
grandes mofletes redondos y profundos hoyuelos. No engaña a nadie. Cuantos más
hoyuelos, más seguro estás de que te ha jodido.
—Jefa, no me puedo creer que no discutiera esto conmigo primero. ¿Qué pasó
con el Departamento de Guía de Relaciones Humanas y Vocacionales? ¿Se han
muerto todos de peste allí? ¿Están en coma? ¿Tienen amnesia?
Mientras expresaba mi frustración me contuve un poco. Por peligrosos que fueran
los hoyuelos, era peor si decías algo que los hiciera desaparecer por completo. Mi jefa
no permitía que los subordinados se tomaran libertades.
—Lo siento, encanto. Esto ha venido de arriba. —Se encogió de hombros—. Es
solo durante un año. ¿Por qué no lo ves como una oportunidad para ampliar tu
curriculum vítae?
—¡Mi especialidad es la biotécnica! ¡Cuanto más me aleje de mi campo, más sufre
mi currículo…! ¡Usted lo sabe bien! —Entorné los ojos—. Espere un momento.
¿Alguien por encima de usted medró con la estructura del personal de su
departamento, y sigue sonriendo?
Sentí que me moría. Mi estómago estaba todavía en caída libre.
—¿Quería deshacerse de mí? ¿Por qué no dijo…?
—¡Delarua, relájese! No tengo ningún problema con usted ni con su trabajo. Y, sí,
no estoy destrozada, pero es por quién va a ser su sustituta.
Entonces pronunció el nombre de la doctora Freyda Mar, un nombre que no
significará nada para ustedes ni, seamos sinceros, para la mayoría de los cygnianos,
pero para aquellos que conocen las últimas investigaciones en el campo de la
biotécnica, era casi como si Albert Einstein hubiera decidido tomarse un año sabático
como investigador y, en su lugar, dedicarse a enseñar ciencias en secundaria.
—¿Ella? ¿Para qué quiere mi trabajo de mierda…? Lo siento, jefa, pero incluso
usted debe admitir que el trabajo menos glamuroso del departamento me cae encima.
Quiero decir…, cultivos hidropónicos, e inspecciones de sanidad, y alcantarillado, y
conducir cientos de kilómetros, y a veces dormir en graneros si tienes suerte y en el
coche si no la tienes. Quiero decir, sí, me gusta, pero todo el mundo me conoce por
mis rarezas.
—Bueno, tal vez ella sea rara también. Quiere escribir un libro sobre las
aplicaciones prácticas de su investigación. Más poder para ella, digo yo. Siempre he
dicho que los académicos deberían mancharse un poco las botas de barro de vez en
cuando.
Inspiré profundamente. Si Freyda Mar venía a ocupar mi puesto durante un año,
era imposible que me librara de aquélla.
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—Bien. Veo que aún me quedan dos meses por delante. ¿Cuándo viene la doctora
Mar?
—Dentro de un mes. Tendrá usted el honor de mostrarle la situación.
La idea de que yo (yo) le enseñara a la doctora Freyda Mar cómo hacer mi trabajo
durante un mes entero llenó de tanta emoción mi alma técnica que me olvidé por
completo de que tenía que marcharme durante un año entero para ir… ¿adónde? ¿A
buscar una aguja en un pajar entre la antropología y la diplomacia?
Pasó la segunda mitad de la semana y me dirigí a la oficina de Dllenahkh a la hora
habitual para discutir los horarios de inspecciones. Me detuve un momento ante su
puerta, preguntándome cómo reaccionaría ante la noticia de mi nuevo destino, pero
fue durante un momento. El secretario de Dllenahkh era de la escuela Gilroy: joven,
delgaducho y más que curioso ante mi vacilación.
—El consejero Dllenahkh la está esperando —informó con amabilidad.
—Gracias, Joral —murmuré. Y entré.
Intenté explicarle a Dllenahkh lo que creía que iba a suceder: mi traslado, mi
sustitución y todo eso. Mantuve un tono neutral: no creo que haya que comportarse
con enfado ni alegría en asuntos relacionados con el trabajo, sobre todo con la gente
que no pertenece a mi departamento. Él se inclinó hacia delante, colocó los codos
sobre la mesa y se miró los dedos en silencio durante un rato. En ese intervalo, me di
cuenta por fin de que no estaba sorprendido en lo más mínimo.
—Oh. Oh, no. Oh…
Empecé a maldecir. Una de las ventajas de que los idiomas sean tu afición es que
puedes tardar un buen rato en quedarte sin imprecaciones. Ni siquiera había agotado
mi lista de las lenguas muertas que conocía cuando me detuve a tomar aire y
Dllenahkh intervino, al parecer dirigiéndose todavía a sus dedos.
—¿Es posible que esté enfadada conmigo, segunda ayudante Delarua?
—¿Podría ser que esté usted riéndose de mí, consejero Dllenahkh? ¿Es usted el
motivo de esta complicación en mi vida? ¡Por favor, explíqueme esta locura!
Su entrecejo se unió durante un instante, borrando la leve sugerencia de diversión
contenida que tanto me había irritado, y por fin me miró a la cara.
—Temo que todavía no la hayan informado del todo. Sin duda su superiora le
habrá comunicado todo lo que sabe, y un dossier más detallado sobre la misión
vendrá de camino. Le aseguro que esto no es ninguna locura.
Se levantó y se acercó al arcaico mapa que mostraba la provincia de Tlaxce y las
regiones que la rodeaban. Se colocó delante, se llevó las manos a la espalda y soltó un
gran suspiro que me cogió por sorpresa.
—Antes de comenzar, no le he agradecido adecuadamente su recomendación de
que buscáramos la ayuda del Ministerio de Planificación y Mantenimiento Familiar.
Como resultado, algunos de los casos de custodia están siendo revisados, y se ofrece
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asesoramiento a los padres y las familias implicadas. Aunque es improbable que todos
los casos se resuelvan de manera amistosa, la situación es menos tensa que antes. Es
más, cualquier futuro intento de asociación intercultural se canalizará a través de los
programas del ministerio para ese propósito.
—No está mal —dije, con satisfacción y calma—. Llevan estableciendo y
manteniendo uniones desde hace generaciones. Son bastante buenos en lo que
hacen… No son perfectos, pero siempre es mejor que nada.
Volvió a lanzarme una mirada furtiva, y luego alzó una mano para indicar las
provincias.
—Tlaxce, que es la más grande, es también una de las provincias más homogéneas
desde el punto de vista genético, debido a la presencia de la capital y del espaciopuerto
principal. Nos han aconsejado que si buscamos cygnianos con un alto porcentaje de
herencia genética tasadiri, deberíamos ir a las regiones exteriores de las provincias
vecinas.
—¿Todavía aferrándose a su concepto de pureza? —dije en voz baja.
Dllenahkh se volvió y me miró de un modo que interpreté que quería decir:
«Cuando pierdas tu hogar y todo lo demás menos un pequeño resto de tu pueblo,
podrás sentirte libre para dar consejos sobre la ética de la pureza».
Bajé la mirada.
—Bien, la misión es encontrar grupos cygnianos que sean más tasadiri que la
media —parafraseé mansamente.
—Su facilidad para los lenguajes de Cygnus Beta es lo que me llevó a recomendar
que fuera nuestro enlace. Eso, y su capacidad de reflexión.
Primero el palo y luego la zanahoria. Había desarrollado bastante talento
manipulando a los cygnianos con unos cuantos halagos, pensé con amargura.
—¿Y qué papel desempeñará usted?
—Tengo autorización para evaluar los asentamientos y la gente a la que
encontremos, y decidir si nos resultaría más eficaz unirnos a esos asentamientos o
animar a las potenciales esposas a mudarse al que tenemos aquí en Tlaxce.
Aunque Dllenahkh nunca caería en la petulancia, había en su tono cierta
certidumbre que sugería que ya sabía cuál sería la decisión obvia.
Echó un último vistazo al mapa y volvió a sentarse tras su escritorio.
—La primera ayudante de la biotécnica jefa es un año más joven que usted y es
probable que sirva en su puesto al menos otros cinco años. La biotécnica jefa no se
retirará hasta al menos dentro de otros doce años. Todos los puestos superiores del
departamento requieren mayor experiencia en la gestión y menos capacidades
técnicas. Calculé que había pocas probabilidades de que su carrera resultara dañada,
y… he advertido que nuestros viajes de campo le proporcionan cierta cantidad de
diversión. Espero no haber malinterpretado el caso.
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Había un levísimo atisbo, una mínima sugerencia de humildad y de preocupación
en su mirada.
Me encogí de hombros.
—Lamento haber maldecido de esa forma. Estaba en estado de choque. Tengo la
seguridad de que todo saldrá bien.
Él asintió.
—Excelente. Entonces comencemos nuestras rondas, y le iré hablando sobre el
resto del personal que compone la misión.
¡Lo que no me dijo, lo que habría sido más útil, fue el nombre del pez gordo que
había conseguido aumentar los hoyuelos de las mejillas de mi jefa con el soborno de
Freyda Mar! Porque, déjenme que les diga, quiero besar a esa persona. Ya estábamos
deslumbrados y deseando darle la bienvenida a la profesora más excéntrica, abstraída,
bebedora de oporto y capaz de enfundarse calcetines hasta las rodillas que jamás
hubiera salido de la Universidad de Tlaxce. Pero Freyda Mar vestía como una persona
normal, bebía agua, se acordaba de todo y… bueno, era un poco excéntrica, pero de
un modo que todo el mundo podía apreciar.
Tenía un sorprendente parecido a una alta y madura Malvada Bruja del Oeste,
aunque, por supuesto, no era verde. Unos pocos días antes de nuestro primer viaje de
campo, miré su largo y ondulado pelo negro, y todo lo que pude decir fue:
—¿Está segura?
Ella echó un vistazo a mis cabellos, que llevo muy cortos.
—¿Sabe? Tiene razón.
Entonces me voy a buscar café para la pausa de media mañana y, cuando vuelvo,
las tijeras están fuera del cajón y sobre la mesa, y la papelera está a rebosar de un
metro de cabellos. Ya les digo, me quedé con la boca abierta, pero ella tan solo se rio
de mí y me quitó las tazas de la mano antes de que se me cayeran.
A pesar de todo eso, parecía un poco nerviosa por trabajar con los sadiri, así que le
ofrecí una rápida y casual puesta al día mientras ella, apurada, apuntaba notas en su
palmar.
—Confíe en mí: causará sensación. No charlan de nimiedades y tienen una
constante necesidad de datos intelectuales, así que siéntase libre de discutir su trabajo
en detalle. Deje que ellos hagan las tareas pesadas: tienen la constitución adecuada
para ello, que da la alta gravedad, y les encanta alardear de su fuerza física. No intente
estrecharles la mano. No le toque la cabeza a nadie, sobre todo el pelo. Eso es un gran
no-no.
—¿Costumbre? ¿O algo más? —preguntó ella, deteniéndose a media frase.
—Muy sagaz por su parte —dije, con gesto aprobador—. No lo sé con seguridad,
pero creo que puede tener algo que ver con la telepatía.
Ella asintió. Parecía pensativa y mucho más relajada.
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—Hace años me pasé algún tiempo investigando en una universidad del sistema
Punartam. Allí conocí a un piloto de nave mental sadiri. Siempre llevaba guantes, y
siempre tenía la cabeza cubierta. Al principio pensé que era algo cultural, pero tal vez
sea otra cosa.
Freyda acababa de demostrar que era la típica técnica. Pídele que recuerde algunas
reglas arbitrarias de etiqueta extranjeras, y se echará a temblar. Dale una posible
explicación científica para una conducta social, y estará encantada.
Los viajes de campo son una auténtica prueba de carácter, y yo no tenía ni idea de
cómo soportaría los largos y a veces aburridos trayectos. Pronto descubrí que podía
hacerle cantar cualquier musical o cualquier ópera, en voz muy alta, mientras el coche
avanzaba, y a veces yo me unía, aunque con menos chorro de voz y habilidad. El
pobre Dllenahkh, que estaba acostumbrado a viajes mucho más tranquilos, nos
miraba de reojo con expresión de horror. Pero incluso Dllenahkh acabó por
apreciarla cuando pasó a modo técnico. La escuchaba con mucha, mucha atención,
sus estaturas casi parejas, asintiendo una y otra vez mientras ella soltaba una perorata
sobre algún aspecto de su última teoría. En un momento dado, pude jurar que lo veía
mirarla casi embobado, como si hubiera dejado de escuchar el contenido de sus
palabras y estuviera pensando en otra cosa.
Estaba preparándome para burlarme de él diciéndole que estaba colgado de ella
para rivalizar con mi cuelgue profesional, pero entonces me pilló por sorpresa la
semana siguiente. Esperaba que Kavelan lo sustituyera como enlace, pues era un joven
pero sereno subordinado a quien había tratado varias veces el año pasado o así. En
cambio, apareció un rostro completamente nuevo. Era difícil calcular su edad, pero
por su aura de madurez supuse que estaba más cercano a la edad de Dllenahkh que a
la del varón sadiri medio de las granjas.
Dllenahkh hizo las presentaciones.
—Este es mi sustituto, el doctor Lanuri. A partir de ahora nos acompañará en las
inspecciones.
El doctor Lanuri inclinó la cabeza, y Freyda y yo hicimos lo propio. Tenía arrugas
en la cara que daban toda la impresión de ser producto de la risa, pero, si lo eran,
hacía mucho tiempo que no se ejercitaban. Seguía teniendo una expresión
ligeramente vacía de profunda depresión que había caracterizado a Dllenahkh y a
muchos otros sadiri durante los primeros días de asentamiento.
Ojalá pudiera decir que tuve la oportunidad de conocerlo mejor, pero después de
un rápido repaso al calendario de inspecciones, Dllenahkh nos condujo no a un
vehículo de tierra, sino a dos.
—Como nuestros vehículos deben servir ocasionalmente como refugios
temporales —dijo—, no juzgué demasiado aconsejable ser demasiado estrictos con el
límite de pasajeros. Por tanto, cada equipo irá en su propio vehículo de tierra. Los
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sistemas de navegación están enlazados. Les deseo un viaje agradable y seguro, doctor
Lanuri, doctora Mar.
Y entonces se encaminó hacia un coche con lo que parecía una prisa antinatural y
poco digna, para tratarse de un sadiri. Lo seguí, con cierta perplejidad ante su formal
e innecesaria despedida del doctor Lanuri (al fin y al cabo, el primer tramo de
nuestras rondas solo llevaba dos horas de viaje), y preguntándome si me había
imaginado un brillo exasperado en los ojos del doctor Lanuri, como el que
habitualmente me dirige mi madre cuando empieza a insinuar que no estaría mal que
le diera un segundo yerno y más nietos.
—¿Sabe? —le dije cuando nos pusimos en marcha—. Estoy pensando que el
Ministerio de Planificación y Mantenimiento Familiar sería más sutil que usted. Tal
vez debería dejar que sean ellos los casamenteros.
Dllenahkh se hizo el ofendido, pero su conducta olía demasiado a satisfacción
como para resultar convincente.
—No comprendo qué quiere decir con eso. Es más conveniente que la doctora
Mar y el doctor Lanuri vayan juntos en un vehículo, para que puedan iniciar el
proceso de «construcción de equipo» que es tan importante para los cygnianos.
—Ajá —repliqué con profundo sarcasmo.
La doctora Mar, como cualquier urbanita, era suficientemente culta para reducir
su entusiasmo natural a un volumen y una frecuencia que su nuevo colega pudiera
apreciar, lo que quiere decir que parecían tener una buena conexión al final de las dos
primeras horas. Con todo, cuando a la semana siguiente partimos a nuestro destino
un poco por delante de los demás tuve la impresión de que oíamos cantar (ópera, en
voz alta) en el segundo vehículo de tierra. Por supuesto, para cuando el coche se
detuvo y las puertas se abrieron, solo había una tranquila charla profesional entre
ambos.
Miré sorprendida a Dllenahkh. Él se limitó a alzar las cejas de un modo que
equivalía a «Ya se lo dije».
—¿Cómo lo ha logrado? —pregunté cuando los otros no pudieron oírme.
—¿Lograr qué? —preguntó él con frío tono burlón.
—¿Cómo sabía que conectarían? Eso requiere un nivel de intuición que no me
parece probable en la metódica mente sadiri.
—Extrapolé a partir de lo que sabía de la difunta esposa del doctor Lanuri. Se
parecía mucho a la doctora Mar, en modales y aspecto. Lanuri lo ha tenido… difícil
desde la muerte de su esposa. Esperaba que pudiera encontrar solaz en compañía de la
doctora Mar, y, permítame que lo admita, quizás incluso considerar la posibilidad de
volver a casarse.
Cualquier otro día eso habría significado más burlas sobre si era un casamentero,
pero ese día estaba de un humor de perros.
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—Así que incluso los hombres sadiri consideran que las mujeres son
intercambiables —rezongué entre dientes.
—No he dicho eso —murmuró él, mirándome extrañado.
Agité la mano, intentando descartar las palabras.
—Perdóneme. Estaba pensando en otra cosa, algo irrelevante. Bien, así que la
segunda esposa es a menudo muy parecida en temperamento y aspecto a la primera
esposa.
—Sí. La primera relación, en cierto modo, no se rompe nunca y busca
constantemente al compañero ausente. Casarse con alguien similar atenúa parte del
choque, y ayuda con el proceso del duelo.
—Hay quien cree que los sadiri viudos se marchitan y mueren —observé,
refiriéndome a un tropo común en la literatura y el drama cygnianos.
—Eso sería inadecuado —respondió Dllenahkh, infundiendo a la palabra un tono
de disgusto que era nuevo—. Hay grados de profundidad de relación. Todos los sadiri
experimentan un vínculo con los demás, y hay rituales que profundizan la conexión.
La ceremonia del matrimonio es solo uno de ellos. Sin embargo, puedes estar
conectado telepáticamente con alguien con quien es difícil vivir en paz. La capacidad
de conocer la mente de otro no excluye la posibilidad de no comprenderla.
—Buen argumento —repliqué. No se dijo, pero quedó sobrentendido, que ningún
sadiri se tomaría el egoísta lujo de elegir la muerte como vía de escape al dolor
emocional. Todos eran deudos, y ahora la vida era la prioridad.
Las inspecciones de la semana siguiente fueron mera rutina. El doctor Lanuri
parecía ligeramente menos deprimido, y Freyda se mostraba tan alegre y profesional
como siempre. No era gran cosa. Pillé a Dllenahkh con expresión preocupada.
—Solo acaban de conocerse —le dije—. ¿De verdad que esperaba amor a primera
vista?
—Hum —respondió él—. ¿Ha dado la doctora Mar alguna indicación…? —Fue
incapaz de completar la frase, pero comprendí lo que estaba preguntando.
Yo estaba horrorizada. Solo levemente horrorizada, en realidad, pero le seguí la
corriente porque escasean las ocasiones en que Dllenahkh se comporta de un modo
diferente del consumado sabio sadiri.
—No me puedo creer que me haya preguntado eso. Es grosero incluso para los
baremos cygnianos.
Él frunció un poco más el ceño y cambió de tema.
Pero lo averigüé. No preguntando (no soy tan inquisitiva), sino gracias al alcohol,
y ni siquiera mi alcohol, así que en realidad no fue culpa mía. El último día de
nuestras inspecciones juntos, Freyda me mostró una botella de una fuerte cosecha
cygniana que tenía oculta en la mochila. Cogimos un vehículo de tierra para nosotros
y pusimos el piloto automático y la navegación al mando.
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Entonces comenzamos a charlar. Le conté lo que pensaba de la misión, que era
esencialmente una pérdida de tiempo, pero que al menos me pagaban por recorrer el
mundo durante un año, y los sadiri tendrían la satisfacción de saber que habían
investigado todas las posibilidades. Ella me contó que estaba harta del mundo
académico y que tomarse un año sabático para escribir un libro parecía un poco
blando, pero de ese modo estaría fuera durante un año y conservaría el sabático para
escribir, con lo que no se mantendría alejada de la universidad durante un año, sino
dos.
El vino entró suavemente. Descubrí que había un poco de tasadiri en sus
ancestros. Ella descubrió que yo tenía suficiente ntshune en los míos para que
empezara a darnos la risa. ¿Han oído decir que la risa es contagiosa? Bueno, muchos
cygnianos de origen ntshune tienen el don de hacer reír a la gente con ganas, lo que
probablemente sea algún tipo de retroalimentación emocional inintencionado.
Pasamos la siguiente inspección conteniendo la risa mientras los sadiri nos
miraban sorprendidos.
El siguiente viaje estuvo dedicado a charlas más sobrias. Ella dijo que había estado
prometida, pero que tomaron la decisión mutua de no casarse después de que su
carrera académica despegara, lo que la dejó atada a la ciudad y a su prometido
deseando todavía vivir la vida del colono. Le conté que yo también había estado
prometida, y que también rompimos de mutuo acuerdo, aunque mi carrera no era en
modo alguno tan ilustre como la suya.
—Todavía tienes tiempo —dijo con generosidad.
Al principio pensé que estaba hablando de mi carrera, y me sentí halagada, pero
luego me di cuenta de que se refería a tener una familia, y me sentí un poco menos
halagada.
—Bueno, ¿y tú? ¿Has pensado en retirarte pronto y volver a ser ama de casa en
una colonia?
Ella pareció cohibida.
—Supongo que podría registrar mi nombre en el Ministerio de Planificación y
Mantenimiento Familiar, pero sigo enamorándome de los hombres equivocados y me
distraigo.
Las palabras eran generales, pero había algo en la culpa que cruzó su rostro que
me hizo contener el aliento y farfullar:
—¿Lanuri?
Por primera vez, oí amargura en su risa.
—¡Espero no ser tan obvia!
—¡No! No, no lo eres. Es que…, bueno, parece que os lleváis bien, y… hmm…
Por cierto, ¿cómo muestran los sadiri qué les importa?
Ella se echó hacia atrás los ásperos rizos de su pelo corto y frunció el ceño.
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—¡Bueno, estoy segura de que no mencionan a todas horas lo hermosas,
inteligentes y completamente irreemplazables que son sus difuntas esposas!
—Oh —dije con tristeza.
—Sí, soy una persona triste y enferma, celosa de una mujer que murió en el mayor
ataque genocida desde…, bueno, desde que se fundó Cygnus Beta. Y si dices una
palabra de esto… —concluyó bruscamente, y llegó la hora de cambiar de tema.
Volvimos un poco antes que los otros dos, y en vez de sentarnos y esperar fuera
convencimos a Joral de que nos dejara trasladar la fiesta de despedida al despacho de
Dllenahkh. El resto del lugar estaba vacío (los viajes de inspección a menudo nos
ocupaban hasta mucho después de que acabara la jornada laboral), así que dejamos la
puerta abierta, pusimos los pies sobre su mesa en una especie de acto de rebelión
contra todas las sensibilidades sadiri y nos pusimos a terminar con el vino.
Después de que pasara una breve media hora, oímos la voz entre susurros de Joral
a través de la puerta abierta.
—La doctora Mar y la segunda ayudante Delarua parecen enzarzadas en algún
tipo de ritual femenino.
—¿En mi despacho? —fue la divertida respuesta de Dllenahkh. Creo que ambas
estábamos imaginando la expresión de su rostro, porque nos lanzamos a otro ataque
de risas que puso fin a cualquier ilusión de profesionalidad.
Por fortuna, esa no fue la despedida final. Tuvimos una bonita, sobria y adecuada
despedida una semana más tarde en la principal estación de tren de la ciudad. Gilda
estaba allí, y el doctor Lanuri y Freyda. Abracé a Gilda con fuerza, tomando nota
mental de enviarles muchas baratijas de recuerdo a sus niños, y recibí besos en la
mejilla por parte de Freyda, mientras no paraba de pensar: «¡Soy colega de copas de
Freyda Mar! ¡Qué fuerte!». Nos dimos la mano brevemente e intercambiamos
miradas. La de ella decía: «No le digas a nadie lo patética que soy». Y la mía decía:
«Tranquila, no eres patética. Lo harás bien».
Los tres hombres sadiri, Lanuri, Dllenahkh y Joral, se mantenían un poco
apartados, haciendo sus sombrías despedidas, mucho más absortos en el significado
de la misión y sus esperanzas de éxito que ninguna trivial tristeza por la ausencia
temporal de un colega. Sentí un pequeño sobresalto cuando los miré, una súbita
consciencia de la loca realidad que los había traído aquí, un destello de reflexión sobre
cómo la muerte y la devastación había reformado por completo sus vidas y destinos.
Como Freyda, de repente me sentí tonta por molestarme con ellos por un pequeño
asunto de amor no correspondido.
Subimos a bordo del tren y encontramos nuestros asientos. Apoyé la cabeza
contra la ventanilla, mirando a Freyda mientras ella se entretenía para darnos un
último adiós, conteniendo las lágrimas. Tonterías casamenteras… Y ahora ella tendría
un año para sufrirlo, fingiendo que sus sentimientos no existían. Me sentía enfadada
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con Dllenahkh. Ponerle delante a un varón sadiri que estaba emocionalmente fuera de
su alcance (ja, eso sí que era una tautología, si alguna vez hubo una) era más que
cruel: era irresponsable. Pensé en los fallidos intentos de cortejo que habían dejado
marañas que ni siquiera el Ministerio podría soltar. ¿Sería alguno de ellos capaz de
formar uniones formales, uniones basadas en algo más que la desesperada necesidad
de mantener viva su herencia cultural y genética? ¿Admitirían alguna vez los sadiri
que necesitaban terapia?
Mi lucha con mis emociones no pasó desapercibida.
—Echará mucho de menos a la doctora Freyda —dijo Joral, examinando mi
rostro con curiosidad.
—Sí —dije, con tono firme, calmado y neutral—. Ojalá pudiera haber tenido más
tiempo para trabajar con ella.
Joral asintió, comprensivo.
—El doctor Lanuri habla a menudo de ella. Creo que casi la considera sadiri por
su claridad y profundidad de pensamiento. Es más, dice que su aspecto es muy
agradable, y que en muchos aspectos le recuerda a su difunta esposa…
—¡Joral! —le reprendió Dllenahkh.
—Pero si es cierto. Solo estoy repitiendo lo que el doctor Lanuri ha dicho en
varias…
Lo miré, y de repente todos los fragmentos que conocía se unieron en una Gestalt
que no se parecía a nada de lo que había asumido al principio.
—Joral —dijo Dllenahkh con severidad—, no es apropiado discutir…
—¡Joral, tiene usted más sentido que ninguno de nosotros! —exclamé. Me levanté
de un salto y corrí hacia la puerta, me detuve resbalando, volví a agarrar al
sorprendido joven por la cara y plantarle un beso en la frente, y luego eché de nuevo a
correr. Freyda acababa de darse la vuelta para marcharse del andén. Le pegué un grito
y ella se volvió a mirarme sorprendida.
—¡Te quiere, le recuerdas a su esposa, nunca lo admitirá, es una estúpida cosa
sadiri, depende de ti! ¡Vamos, vamos, VAMOS!
Ella me miró boquiabierta, sus ojos se fueron abriendo gradualmente cada vez
más durante mi susurrado galimatías y acabaron llenándose de lágrimas, y la boca
abierta se convirtió en una amplia sonrisa. Le di un rápido abrazo y corrí para
escabullirme entre las puertas de mi vagón antes de que se cerrasen.
Regresé a mi asiento con una sonrisita de triunfo agridulce. Dllenahkh me miró
con una expresión extraña que no pude interpretar del todo, pero no me importó.
Estaba pensando en el año que teníamos por delante y esperaba que al menos hubiera
un final feliz para una amiga.
Joral se inclinó hacia delante y dijo, muy serio:
—Parece muy triste por tener que marcharse. No importa si quiere llorar, primera
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oficial Delarua. No pensaremos mal de usted. Comprendemos que es una conducta
común en muchas mujeres terrestres.
—Bueno, soy cygniana —repliqué—. Y no iba a llorar.
Lo juro, nada me irrita más que ponerme demasiado emotiva delante de un sadiri.
Hacen que te sientas como una tonta.
Dllenahkh tosió, casi pidiendo disculpas.
—Primera oficial Delarua, sugirió usted en una ocasión que yo le había
complicado la vida al pedir que la asignaran a esta misión. ¿Se da ahora el caso de que
empieza a disfrutar de las complicaciones?
—Eso que muestra es una veta de hijoputez casi cygniana, Dllenahkh —le advertí
con una sonrisita de reconocimiento.
Él se irguió levemente, y sus cejas se alzaron una fracción ante el taimado insulto.
Entonces el tren arrancó y nos marchamos para comenzar nuestra gran aventura, dar
la vuelta al mundo en un año estándar.
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informes y apuntes, como si deseara que creasen el mundo que quería que existiera.
A puerta cerrada, el Consejo había debatido sobre la propuesta de la misión con
una mezquindad y falta de dirección que rivalizaba con los inmaduros jóvenes a
quienes decían representar y gobernar. Pero claro, por lo que había visto y oído, el
gobierno de Nueva Sadira tampoco lo estaba haciendo mucho mejor, algo que le
parecía tranquilizador y desazonador a partes iguales. Si la respuesta del gobierno
cygniano hubiera sido algo tibia, la misión habría sido cancelada, pero se habían
mostrado entusiastas, ofreciendo especialistas, fondos y recursos hasta que el proyecto
ganó un impulso imparable, e incluso los consejeros más cínicos se ablandaron.
Esperanza: esa era la clave. Todos se aferraban a clavos ardiendo, desesperados y
ahogándose, y luego lo hacían a un nuevo grupo de clavos. Era agotador. Era todo lo
que tenían. Naraldi decía que era importante seguir avanzando: sí, avanzando,
agarrándose a un clavo cada vez. Era un consejo enormemente irónico, pero útil, y
algo a lo que aferrarse, ahora que Naraldi estaba fuera en su propia misión, más allá
del alcance de ningún comunicador o mensajero. ¿Sus últimas palabras, tal vez? No,
eso nunca. Esperaba que Naraldi tuviera un buen viaje y un buen regreso. ¿Qué era un
clavo más que añadir al resto?
—La primera oficial Delarua no es lo que esperaba —musitó Joral.
Dllenahkh mantuvo la cabeza inclinada sobre el calendario de la misión. A veces
era mejor no picar cuando Joral caía en su costumbre de pensar en voz alta.
—Me besó.
Dllenahkh miró al joven. Como declaración era inocua, pero el rostro de Joral
tenía ese gesto de ansiosa reflexión que usaba cada vez que se hablaba de mujeres.
—Es demasiado mayor para ti —replicó con tono firme, aunque no desagradable
—. Ahora repasemos de nuevo los informes de Acora, Sibon y Candirú. Me gustaría
que estuviéramos completamente preparados cuando nos reunamos con nuestros
nuevos colegas.
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Un medio para alcanzar otros fines
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junto a mí y se puso las manos sobre las rodillas con aire resuelto.
—Primera oficial Delarua, ¿Lian es varón o hembra?
Miré a Joral con absoluta sorpresa.
—Ese tipo de preguntas solo deberían hacérselas a Lian. De hecho, creo que ni
siquiera debería preguntarle a Lian. ¿Por qué necesita saberlo?
—Lian es muy inteligente y posee rasgos agradables a la vista, pero no sé si sería
adecuado…
—Joral, ¿de verdad es necesario que calibre el potencial como esposa de todas las
hembras a las que conoce?
Él pareció levemente abatido.
—Esos asuntos me los habrían resuelto antes, pero ahora, con las cosas tal como
están, me parece sensato revisar todas las opciones posibles. —Empezó a marcar con
los dedos sobre su rodilla, llevando la cuenta—. Nasiha tiene ya una relación, usted es
demasiado mayor (al menos, demasiado mayor para mí), no cabe duda de que la
doctora Daniyel es demasiado vieja y, por un simple proceso de eliminación, eso deja
a Lian… si es que, en efecto, Lian es una hembra.
—Joral —dije en voz baja—, déjame que te dé un consejo. Lo mejor es que evites
utilizar la expresión «demasiado vieja» para describir a una mujer, sea cual sea el
asunto de la discusión. Y segundo, no es recomendable confraternizar con los
miembros del equipo de la misión. Tendremos que vivir como una familia y
mantener un elevado nivel de profesionalidad. Las complicaciones no serían útiles.
Joral me miró con aprensión. Ya había aprendido que el que yo hablara despacio y
en voz baja no era buena señal.
—Seguiré su consejo, primera oficial Delarua.
—Bien. Ahora, Lian es… Lian. Ha decidido vivir al margen del género. Esto puede
significar o no que Lian sea asexual, aunque muchos de los que están registrados
como de género neutro lo son. Sin embargo, eso no importa, porque no tiene nada
que ver con nuestra misión y, por tanto, no es asunto nuestro. Ahora vamos. Nos
están esperando. Mi pequeño tropezón nos ha retrasado a todos.
Era una exageración. Las cosas se desarrollaban como de costumbre fuera de la
lanzadera. Nasiha y Tarik, la pareja sadiri casada que nos había cedido el Consejo
Científico Interplanetario, aseguraba el equipo en el palé donde llevábamos nuestros
suministros. La doctora Daniyel hablaba con Lian, y él tomaba notas en un ordenador
palmar con un punzón. Dllenahkh también tenía un palmar, y parecía estar
registrando un informe con un grave murmullo. Luego estaba Fergus, que ajustaba
algún último tornillo en una de las bateas, y Joral y yo, que ocupábamos la parte
trasera con la última caja de suministros que necesitaríamos para este viaje. Éramos
un grupo heterogéneo, con dos sadiri con sus uniformes azul marino del Consejo
Científico, los funcionarios cygnianos de gris y verde (ropa semiformal pero digna,
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cortesía de la División de Bosques y Valles), y los dos sadiri restantes con ropas civiles
beis y marrón oscuro.
Fergus, nuestro especialista en seguridad y supervivencia, atrajo nuestra atención
aclarándose la garganta, y comenzó a informarnos.
—Dicen que trae mala suerte orinar en las aguas de Candirú —dijo—. Es cierto.
Hay un pez parásito en el río que nada por la uretra y se enquista. Muy doloroso. No
se arriesguen, pero, si deben hacerlo, la directora podría quitarlo sin llamar a un
equipo de evacuación médica.
La sonrisita que había aparecido en mi rostro al oír la palabra «orinar» se
transformó poco a poco en una expresión de horror supremo, y mi risa contenida
acabó en un jadeo asqueado.
—Oh. No está bromeando, ¿verdad?
Fergus me miró con mala cara desde sus más de dos metros de altura.
—Yo no bromeo. Mi trabajo no es cosa de broma.
—De acuerdo —murmuré mansamente. Plantas con púas y peces parásitos
pervertidos. Ya decía yo que este lugar iba a ser encantador.
Por fortuna, no tuve que recurrir a mi fuerte brazo derecho para que nos llevara a
nuestro destino antes de que oscureciera. El resto del equipo llevó nuestros tres
pequeños aparatos hasta una plataforma central en medio de los marjales rodeados de
árboles, y los atracaron allí. Fergus se subió a bordo del primero y ayudó a la doctora
Daniyel a hacer lo mismo. Mientras nos reuníamos en la plataforma, contemplamos
las casas: sencillas estructuras sobre pilares, algunos con escalones que conducían a
pequeños navíos atracados debajo de ellos, y otras residencias más grandes
conectadas con la plataforma principal mediante unas pasarelas de madera. El agua
estaba en calma y era rica en musgo y maleza, que teñían las imágenes reflejadas de las
casas de una pátina de cristal verde. El lugar estaba en silencio, como si todo el
mundo estuviera en medio de una siesta.
—¿Los llamamos? ¿Habrá algún timbre? —preguntó Lian, con incertidumbre.
—No —respondió Tarik—. Nos han visto.
Su voz sonaba un poco extraña, pero cuando vi la canoa y la gente que remaba, lo
comprendí todo. Hasta entonces habíamos visitado dos asentamientos, y ambos
habían registrado una cantidad significativa de herencia tasadiri según las pruebas
genéticas de la doctora Daniyel, pero la cultura y la apariencia de sus habitantes se
parecían tanto a las de un cygniano medio que eran indistinguibles. Pero estos de
ahora tenían pelo.
Emplazamos nuestros refugios suministrados por el gobierno en una plataforma
libre, pues los funcionarios no pueden aceptar ninguna hospitalidad cuando están de
servicio; de este modo se evitan conflictos de intereses y partidismos. Era bastante
cómodo. El pantano se alimentaba sobre todo por los afluentes del Candirú, y no
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llovió durante el tiempo que estuvimos allí. Las pantallas y los repelentes mantenían a
raya a los insectos, y los filtros hacían que el hecho de recoger agua potable fuera tan
sencillo como inclinarse por el borde de la plataforma. Su sistema de tratamiento de
residuos era excelente, y las tuberías se perdían tras las columnas y bajo las
plataformas para llegar a una zona de tratamiento en tierra seca, que estaba algo más
lejos. Tomé nota. Pretendía mantenerme al día en mi propio campo lo máximo
posible.
Cuando la doctora Daniyel terminó de tomar las muestras de sangre y tejidos que
necesitábamos, la acompañé a nuestro lugar de desembarco y trabajamos en el mini
laboratorio de la misión que había sido incluido en la lanzadera. En realidad no se
trataba de mi campo, pero algunas capacidades analíticas son bastante elementales,
así que acabé ayudando bastante. Además, era buena cosa. Observé a la doctora
Daniyel y advertí que algo no iba bien. Ella se inclinaba sobre su trabajo de un modo
que no indicaba concentración, sino agotamiento.
—Si no se anda con cuidado, contaminará las muestras con su propio ADN —le
dije, animosa—. ¿No debería descansar un poco?
La doctora Daniyel se echó los grises cabellos al hombro con una lentitud que
resultó extrañamente grácil, y luego dio un paso atrás para permitirme que la ayudara
con el análisis.
—Ya habrá tiempo de descansar cuando la misión esté terminada. Llevo años
insistiendo en hacer un registro genético global. Tal vez esto pueda ser el inicio.
—La misión no ha hecho más que empezar. No se olvide de que tiene que
dosificarse —dije, expresando mi preocupación con cuidado. No quería que pareciera
que le estaba diciendo a mi jefa que no parecía adecuada para el mando.
—Oh, ¿esto? —ella sonrió, señalándose con una mano—. Es crónico. Se mantiene
dentro de los parámetros permitidos, pero padezco una enfermedad que me hace muy
propensa al cansancio. Por eso tengo a Lian para que me ayude con las cargas
pesadas, pero en cuanto a lo demás, soy la única persona con la capacidad y la
experiencia necesarias para este trabajo.
Ajusté los indicadores y conecté los últimos interruptores.
—Ya está. Eso debería valer —la miré—. Con el debido respeto, señora, puedo
cotejar los resultados más tarde y guardarlos en sus archivos.
Ella pareció divertida y agradecida por mi solicitud, que era buena porque podría
haber sido cualquier cosa, pero entonces su rostro cambió.
—Datos agregados —dijo, la voz súbitamente alerta y firme—. No hacemos
escaneos individuales. Esto es un análisis antropológico, no un informe médico.
—Sí, señora. Estoy familiarizada con la sección de bioética del Código Científico
—respondí con tranquilidad.
Ella sonrió una vez más, sin ofenderse porque le seguía la corriente.
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—Va a ser una misión larga. Puedes llamarme Qeturah cuando estemos fuera de
servicio.
—Yo soy Grace —respondí—. Pero todo el mundo me llama Delarua, de todas
formas.
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fama de imparcialidad y diligencia. Incluso ahora, los sadiri siguen dirigiendo
nuestros sistemas judicial y científico. Pero aquí vivimos vidas más sencillas, y apenas
hay perturbaciones para nuestras mentes. Solo necesitamos el suficiente autocontrol
para mantener una sociedad armoniosa.
Extendió los brazos, abarcando la vista de su asentamiento y de su pueblo como
un padre orgulloso.
Dllenahkh vaciló antes de responder.
—Su asentamiento es, en efecto, una empresa organizada y eficiente. Pero hay
más cosas en el mundo, en el universo, que este agua. Tal vez ustedes no deseen
explorar la galaxia, pero ¿y sus hijos?, ¿y los hijos de sus hijos? Cuanto antes se
enseñen algunas cosas…
El consejero jefe sacudió la cabeza e interrumpió con amabilidad.
—Espero que no esté dando a entender que limitamos a nuestros hijos con lo que
enseñamos o dejamos de enseñar. Tenemos nuestra propia versión de las disciplinas,
y no carecen de rigor. Lo único que pasa es que nuestros objetivos difieren. ¿Tan
inadecuado es?
A estas alturas, yo casi me resbalaba hacia el agua de puro aburrimiento mientras
ellos continuaban debatiendo acerca de la magnitud y el propósito de las disciplinas
sadiri. Comprendía el punto de vista de Darithiven. A decir verdad, aquel era uno de
los asentamientos más aburridos que había visto jamás. La gente se mostraba recluida
en sí misma, pero no lo hacían con hostilidad, sino como si nuestra presencia no les
interesara para nada. Los veíamos ir y venir, los hombres al río a pescar, las mujeres a
los campos de arroz cercanos y las otras cosechas al sur de los marjales, los demás
ocupados en casa con sus artes, artesanías, estudios o lo que eligieran hacer para
entretenerse. Fuera cual fuese la forma de disciplina mental que empleaban, estaba
claro que les funcionaba. El asentamiento tenía la misma atmósfera de medida
eficiencia que había encontrado en las granjas sadiri de mi propia provincia.
—¿Cómo van las conversaciones? —le pregunté a Dllenahkh.
Se le iluminaron los ojos.
—Ha sido de lo más intrigante. Ellos, por supuesto, están de lo más apegado a su
simplificada variante de las disciplinas, pero creo que con el tiempo se podría
convencer a alguno de que regresen a los métodos ortodoxos que practica la mayoría
de los sadiri.
Lo miré.
—Aaajá. Bien, ¿así que ustedes vendrán aquí, o ellos acudirán a ustedes?
—Ellos van a animar a los varones de nuestras granjas a venir aquí y, a cambio,
están dispuestos a enviar grupos compuestos sobre todo por hembras.
—Parece razonable. Bien hecho —lo felicité.
A decir verdad, me sentía un poco fastidiada. Me había mostrado muy cínica con
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respecto a esta misión, y allí estábamos, afortunados por tercera vez. No era perfecto
como en una novela (me daba cuenta de que seguirían debatiendo durante las
siguientes generaciones), pero al menos se habían establecido unas bases.
La doctora Daniyel nos dijo en nuestra reunión vespertina que ya era hora de hacer
las maletas y dedicarnos a explorar otras zonas. Dllenahkh, Nasiha y Tarik lo
aceptaron reacios. Cuando los miré a la cara, me acordé de que Dllenahkh me había
dicho que todos los sadiri compartían un vínculo telepático de bajo nivel. Si ese era el
caso, visitar los marjales de Candirú debió de ser como sumergirse en un zumbido
constante de conexiones sutiles. Pude comprender por qué no querían marcharse.
Joral no quería irse de ninguna manera.
—En los cinco días que hemos estado aquí, ya he identificado a las dos candidatas
potenciales para el compromiso. Sin duda merecerá la pena que me quede y reúna
más datos antropológicos. Esto podría ayudar a nuestros colonos a tomar decisiones
informadas con respecto a si deberían mudarse aquí o no.
La doctora Daniyel le dirigió una brusca mirada a Dllenahkh, que él no advirtió
porque estaba mirando a Joral con el ceño fruncido. Sonreí para mis adentros,
esperando oírle decir al joven sadiri que fuera paciente, mantuviera la disciplina y se
concentrara en la misión.
—Joral, no.
—Pero consejero Dllen…
—He dicho que no.
Lian y yo nos miramos el uno al otro, con los ojos ridículamente muy abiertos de
sorpresa y diversión. La doctora Daniyel torció los labios, pero no dijo nada.
Fue entonces cuando se produjo una conmoción fuera: gritos, el ruido de pasos a
la carrera sobre la madera de las pasarelas y un grito de mujer.
Fergus fue el primero en salir, y Lian detrás, pero todos corrimos para ver a qué se
debía el alboroto. Todavía había luz a esa hora, aunque las largas sombras de los
árboles y casas oscurecían las aguas. Un pequeño bote de pesca se acercaba a una de
las pasarelas. El hedor que procedía de él no era el del pescado destripado, sino el
fuerte olor metálico de la sangre. Una mano asomaba descuidadamente sobre la borda
hacia el agua, y el feo tono gris que nublaba la piel era visible incluso desde donde nos
encontrábamos. La gente se congregó alrededor y los gritos se hicieron más fuertes.
—¿Qué está pasando? —dijo la doctora Daniyel, a mi lado.
—Han atacado la barca —dije, escuchando y traduciendo las conversaciones
fragmentadas y solapadas para darles una explicación coherente—. Hay otro
asentamiento junto a un afluente río arriba, y llevan algún tiempo discutiendo por los
derechos de pesca, según parece… Yo… creo que ese hombre está muerto. Están
hablando de ir al otro asentamiento para…
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Me detuve. No me podía creer la palabra que acababa de oír. Había escuchado las
palabras en sadiri por separado pero nunca juntas, y por eso, con una mirada de
pánico hacia Dllenahkh, dije:
—¿Precio de sangre? ¿Precio por sangre? ¿Precio en sangre?
Dllenahkh me dirigió una mirada que no pude comprender. ¿Pesar? ¿Vergüenza?
Pero no me corrigió.
—Allí está Darithiven —dijo Nasiha de pronto.
En efecto, era el consejero jefe del asentamiento, y tuvo que pasar ante nosotros
para llegar al bote de pesca. Su mirada se posó sobre nosotros, vaciló, luego pareció
tomar una decisión y vino hacia nosotros.
—¿Podemos ayudarlo en algo, consejero jefe Darithiven? —preguntó la doctora
Daniyel de inmediato.
Él estaba ya negando con la cabeza.
—Se trata de un pequeño asunto, un asunto local. No es nada nuevo. Podemos
apañárnoslas sin interferencias externas.
Agarré el duro músculo del brazo de Fergus. Un apagado brillo de metal afilado
había aparecido entre la multitud… y luego otro, una hoja en una mano, una lanza en
otra.
—Lo veo —dijo Fergus entre dientes. Intercambió una mirada con Lian, y los vi
soltar los cierres de las fundas de sus armas y ajustar sus pistolas en posición alta pero
no letal.
Darithiven lo vio también, y su expresión mostró resignación pero también
aprobación.
—Tienen ustedes su propia seguridad. Muy inteligente. Ahora he de dejarlos. Hay
mucha furia aquí, y debo dirigirla de la manera adecuada. Hemos sufrido demasiadas
incursiones en nuestras aguas, y es hora de tratar a los culpables con severidad.
—Hay otras formas, civilizadas, de tratar con el asunto —insistió Dllenahkh.
Darithiven lo miró con piedad.
—Entonces, según su definición, esto no puede ser civilización.
Se dirigió hacia la multitud.
Nasiha lanzó un profundo suspiro y empezó a hablar con Tarik entre susurros. Su
expresión corporal cambió de la quietud relajada a la tensión defensiva a medida que
se fueron acercando el uno al otro.
—¿Qué sucede? —pregunté. Su conducta me irritaba. Tal vez era debido a que
ambos eran esposos y colegas, pero parecían una molesta unidad contenida en sí
misma. Mis sadiri, como había etiquetado para mis adentros a Dllenahkh y Joral,
comprendían la sencilla cortesía de explicarse de vez en cuando.
—Se están enfureciendo unos a otros —murmuró Dllenahkh, profundamente
perturbado, mientras contemplaba a la multitud cada vez mayor—. Han bajado sus
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escudos mentales, y proyectan y aumentan un deseo de combatir y matar.
De repente su cabeza se volvió hacia Joral, que estaba allí de pie, respirando
entrecortadamente, abriendo y cerrando los puños espasmódicamente.
—¡Joral! ¡Recuerda tus disciplinas!
—Es… difícil, consejero Dllenahkh —admitió Joral.
—Quédate con la comandante Nasiha y el teniente Tarik —ordenó Dllenahkh.
Antes de que pudiera preguntarle por qué no seguía su propio consejo, miró en
dirección a la multitud y dijo:
—Tengo que detener esto.
—¡No! —gritó la doctora Daniyel.
Para mi sorpresa, Dllenahkh la ignoró y siguió caminando. Vacilé, mirándola,
esperando su permiso para seguirlo, aunque fuera sutilmente oculto. En cambio, ella
hizo lo sensato y siguió los protocolos de nuestra misión.
—Lian, Fergus, carguen todo lo esencial en las bateas. Tenemos que prepararnos
para partir lo antes posible. Delarua, búsqueme a Darithiven. Tengo que decirle unas
cuantas cosas.
Advertí que no le daba órdenes a Tarik y Nasiha, pero les dirigió una de sus
bruscas miradas. Eso pareció sacarlos de sus crisálidas, porque empezaron a ayudar a
Lian y Fergus mientras miraban a Joral, que los siguió mansamente, todavía con
aspecto tembloroso.
Eché a correr por el camino, sabiendo ya adónde iba. Darithiven no estaba muy
lejos. Se encontraba en el balcón de su residencia y observaba la escena de abajo con
expresión inquietante. No era pacífica exactamente, sino de… ¿satisfacción? ¿La
sensación de que sucedía algo que había planeado durante mucho tiempo? Mientras
me detenía a mitad de las escaleras, me miró con desdén, como si yo fuera algo
pequeño y sin importancia que había venido a molestarlo. Le devolví la mirada. No
estaba dispuesta a permitirle que olvidara que fuera cual fuese el rango que ostentaba
en este pequeño trozo de pantano, la doctora Daniyel y yo representábamos al
gobierno que le permitía ejercer ese rango.
—La directora desea hablar con usted —gruñí—. Ahora mismo.
La doctora Daniyel estaba esperando en la plataforma central. Meditaba cruzada
de brazos, con la cabeza ligeramente inclinada. Parecía tranquila y decidida. Yo sabía
que estaba cansada.
—Gracias, primera oficial Delarua. Por favor, informe al consejero Dllenahkh que
estamos preparados para marcharnos. Lian, vaya con Delarua.
Mientras nos marchábamos, oí que empezaba a hablar con Darithiven con el tono
lento y decepcionado de un padre regañón.
—Como parece que ya no pueden garantizar la seguridad de mi equipo…
—¿Dónde está Dllenahkh? —dijo Lian, mirando alrededor con nerviosismo.
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Me detuve. No pude verlo tampoco, y no me apetecía meterme en medio de
aquella masa ruidosa y nerviosa.
—¡Allí! —señalé hacia el filo de la muchedumbre.
Se había subido a un balcón bajo y hablaba con dos hombres mayores. Sus rostros
eran máscaras de amarga furia, el suyo una muestra de intensa determinación, como
si esperara persuadirlos por pura fuerza de voluntad. Le grité, la voz débil y lejana con
todo el ruido, y él me oyó, pero me miró con una breve mirada de desprecio y
continuó con su discusión.
—Maldición —dije.
—Déjame a mí —dijo Lian sombríamente.
Con largas zancadas de soldado, Lian estuvo junto a Dllenahkh en cuestión de
segundos. Yo fui detrás.
—Venga con nosotros, consejero Dllenahkh. Órdenes de la directora —se limitó a
decir Lian.
—Todavía no, Lian, debo…
—No es una petición, consejero Dllenahkh —replicó Lian.
Fue entonces cuando vio a Dllenahkh dar un respingo tan leve que advertí que
Lian le había clavado la pistola en las costillas. Apretó los labios, el único signo de
furia en un rostro que incluso en ese momento se negaba a perder el control.
—Comprendo —fue todo lo que dijo.
—Vamos —chillé, agitada por la atmósfera que nos rodeaba, y echamos a andar a
paso rápido, sin que nos desafiaran ni molestara nadie de la creciente vorágine de ira
que, afortunadamente, no iba dirigida hacia nosotros.
Pareció una retirada. Todo se hizo según los protocolos, pero pareció una
retirada. Lian envió un boletín preliminar al puesto de avanzada gubernamental más
cercano para que las autoridades adecuadas pudieran controlar la situación. La
doctora Daniyel envió un informe más detallado en el momento en que regresamos a
nuestra lanzadera. Nasiha, Tarik y el pobre Joral mostraban su alivio a las claras, y su
estado fue mejorando cuando más nos alejamos de los marjales. Fergus estaba
contento porque la estrategia de «salir pitando» en la que había insistido se hubiera
puesto en práctica al principio de la misión y hubiera salido tan bien. Dllenahkh…
No me atreví a mirar a Dllenahkh. Cuando finalmente, de manera furtiva, lo miré,
cuando la lanzadera despegaba, su rostro parecía impasible, la conducta tan tranquila
y controlada como siempre. Sabía que sentía mi mirada, pero no me miró a los ojos.
Volamos durante poco menos de una hora antes de aterrizar cerca de nuestro
siguiente destino, una zona de sabana al sur. Fergus emplazó alarmas en el perímetro
mientras cansinamente preparábamos nuestros refugios e intentábamos dormir. Lo
hicimos todo bien. Pero siguió pareciendo una retirada.
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Cuando desperté a la mañana siguiente, la emoción llegó antes que el recuerdo, así
que mi primer pensamiento coherente fue preguntarme si era la resaca lo que me
hacía sentirme tan mal. Entonces recordé el día anterior y me sentí absolutamente
asqueada. Me recuperé, me refresqué y fui a ver si la doctora Daniyel me necesitaba
para algo, pero Lian dijo que estaba durmiendo todavía, así que me marché con la
vaga idea de ir a ver a Joral. El muchacho estaba sentado en postura meditativa en la
puerta del refugio que compartía con Dllenahkh. Vacilé al verlo, pues no quería
molestarlo, sobre todo tras el torbellino mental que había experimentado
recientemente. Sin embargo, debí de hacer algún ruido, porque abrió los ojos y me
miró.
—Primera oficial Delarua —dijo.
—Joral. ¿Se encuentra bien? —pregunté, formalmente y en sadiri.
—Me encuentro bien —respondió con voz firme. Antes de que yo pudiera
suspirar aliviada, continuó—: Pero el consejero Dllenahkh no quiere levantarse.
—¿Cómo dice? —pregunté en estándar, verdaderamente confundida con respecto
a lo que quería decir.
Todavía hablando en sadiri, Joral intentó ser más preciso.
—Es posible que esté despierto, pero no tiene los ojos abiertos, no se mueve y su
mente… Su mente está cerrada.
Me quedé quieta, completamente perdida.
—¿Qué quiere que haga?
—No lo sé —respondió él con sencilla honestidad.
—Nasiha, Tarik…
—Él no querría que lo vieran así.
Algo en la forma en que lo dijo me dio una pista.
—Esto le ha sucedido antes —lo acusé. Era una aseveración, no una pregunta.
Él asintió, se levantó y se hizo a un lado, con lo que me permitió el paso. Lo miré y
luego entré lentamente, sin saber qué esperar.
Dllenahkh yacía de costado en el estrecho camastro, en una postura no del todo
fetal pero claramente enroscado en sí mismo, la manta hasta el hombro desnudo.
Había signos de que estaba despierto. La firme tenaza de su mano izquierda sobre su
muñeca derecha, la tensión alrededor de sus ojos mientras sus párpados se apretaban
con fuerza y la respiración entrecortada e irregular hablaban de inquietud.
Me arrodillé junto a su cabeza, demasiado sorprendida como para sentirme
inoportuna.
—¿Dllenahkh? ¿No va a levantarse?
Fue débil, lo sé, pero, para mi sorpresa, obtuve una respuesta.
—Estoy cansado —dijo lentamente—. Déjeme en paz.
—Por algún motivo, creo que no podría —repliqué. Para mis propios e incrédulos
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oídos, mi voz sonó tan corriente como si estuviera discutiendo una lista de inspección
—. Creo que debería levantarse y venir a dar un paseo conmigo.
Él permaneció inmóvil durante un rato, pero sus ojos se abrieron, aunque seguían
mirando sin verme. Busqué alrededor algo que me ayudara a reiniciar la
conversación, y vi una camiseta interior y una túnica perfectamente dobladas cerca.
Un sadiri puede tener un colapso nervioso pero no pasará por alto los pequeños
rituales domésticos.
—Aquí tiene su camisa —dije como una tonta—. Vamos a ponérnosla, ¿de
acuerdo?
Todavía con la mirada perdida, él suspiró profundamente y se sentó muy
despacio. Me permitió que le colocara la camiseta sobre la cabeza, y luego movió
pesadamente los brazos para terminar de ponérsela. Tenía el pelo revuelto, y resistí la
urgencia de colocárselo en su sitio.
—¿Qué le ha sucedido? —susurré.
—Me excedí —murmuró—. Había tanta furia allá… Resultaba tan agotador
controlarla…
Supe que había más que eso, pero no dije nada. Me limité a entregarle la túnica y
miré alrededor para buscar sus botas.
—Ya está —dije por fin, con un débil intento por mostrarme alegre—. Ya está
listo. Vamos.
Joral se reunió con nosotros cuando salimos, ignorando discretamente el
lamentable aspecto de su superior… o eso pensé yo. Entonces advertí que estaba
distraído con Lian, que pasaba con un biosensor en la mano.
—Algo ha disparado una de las alarmas del perímetro —explicó Lian—. Fergus
está trabajando en ello, pero queríamos una lectura del sensor para asegurarnos.
Me alegré por la distracción. Podíamos fingir que todavía éramos capaces de
trabajar mientras saltábamos de crisis en crisis: eran los momentos de tranquilidad e
introspección lo que resultaban peligrosos. Corrimos detrás, siguiendo a Lian por una
pequeña colina hasta el lugar donde Fergus estaba medio arrodillado, con la pistola
preparada aunque apuntando al suelo. Nos indicó que nos acercáramos con cautela.
No vi nada al principio contra el color rubio de la hierba, pero entonces se movió;
un animal de pelo corto parecido a un perro salvaje en tamaño y forma. La criatura
olisqueó brevemente, alzó la cabeza al aire como si estornudara por el polvo y luego se
dio media vuelta para bajar por el otro lado de la colina.
Joral fue el primero en reaccionar. Mudo e inexpresivo, se limitó a darse la vuelta,
y rápidamente volvió por donde habíamos venido. Lo observé, frunciendo el ceño,
asombrada.
—¿Un perro salvaje? —le pregunté a Lian entre susurros.
—Un perro de las sabanas. Nunca había visto ninguno, pero he oído que a veces
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aparecen por esta región —dijo Fergus—. No deberían causar ningún problema
mientras no molestemos a sus cachorros.
Los dos oficiales del Consejo Científico subieron corriendo la colina con Joral, los
biosensores preparados. Los seguimos mientras se adelantaban para hacer sus
lecturas, hasta la cima de la colina y nos agazapamos allí, obedeciendo sus silenciosas
y frenéticas señales manuales. Me asomé entre la áspera hierba que rodeaba el borde
desmoronado y los vi: una pequeña camada de perros cómodamente instalados en la
madriguera que habían hecho, a cubierto y a salvo en la hondonada de un pequeño
valle.
—No —dijo Dllenahkh.
Su voz sonó tan extraña que lo miré bruscamente, temerosa de que estuviera
sumergiéndose de nuevo en aquella gélida depresión. Él notó mi mirada preocupada y
se volvió hacia mí.
—No —repitió con la sonrisa más brillante y hermosa que yo hubiera visto jamás
en un sadiri—. No es un perro de las sabanas… Mire.
Contempló el valle, y uno a uno, primero los adultos, luego los cachorros, pasaron
de una conducta relajada y jadeante a una pose de alerta, las mandíbulas apretadas.
Sus morros apuntaron curiosos al aire. ¿Quién? ¿Quién? Entonces miraron
directamente a Dllenahkh, a través de la maleza y la hierba. Sus mandíbulas se
relajaron una vez más como si sonrieran dando la bienvenida y sus cortas colas como
látigos golpearon el suelo y agitaron la hierba en una lenta y cautelosa muestra de
aprobación.
—Perros sadiri, tan lejos de casa —murmuró Dllenahkh—. Los tasadiri debieron
de traerlos. Ahora quedan tan pocos… El Consejo Científico los mantiene bajo
protección.
Nasiha y Tarik no apartaron inmediatamente los ojos de la escena que tenían
delante, ni soltaron sus biosensores, pero sus manos libres se encontraron y se
unieron con silenciosa pasión que era como una promesa. El rostro de Joral mostraba
un conflicto más intenso: sutiles sombras de furia y pesar mezcladas con asombro y
gratitud. Dllenahkh… El primer brillo se había desvanecido, templado con una
apenada aceptación, pero de todas formas sonreía.
No sé cuánto tiempo permaneció el grupo en la colina: los cygnianos
contemplando a los sadiri, y los sadiri contemplando a los perros. Los dejé allí y fui a
dar un pequeño paseo y a llorar antes de volver al campamento. Quería ser la primera
en contárselo todo a la doctora Daniyel cuando se despertara.
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Familias felices
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regresaran para elaborar un informe sobre la situación en Candirú, que seguía siendo
volátil. El día después de nuestra huida nos marchamos a Ophir, la ciudad más
cercana que disponía de instalaciones plenas para establecer una teleconferencia.
Dllenahkh dio su breve testimonio el primero. Entre los investigadores había un
sabio sadiri, y aunque habló poco, miró a Dllenahkh como si estuviera catalogando
todos y cada uno de los pequeños signos de conducta desusada. En la superficie, me
parecía que Dllenahkh estaba bien, aparte de un aire de constante preocupación, y sin
embargo yo era consciente de que encontrar de forma inesperada una amada raza de
fauna local no era lo que podríamos llamar una cura completa. Aquél sabio sadiri
debió de ver algo que a mí se me pasó por alto, porque durante la pausa para el té
Qeturah tuvo que mantener una breve consulta privada que luego se tradujo en
órdenes para mí.
—Delarua, ¿conoce bien la región de Montserrat? —me preguntó en cuanto salió
de la sala de reuniones.
—Tengo algunos familiares allí… ¿Por qué? —pregunté. El instinto afinado por
años de experiencia como funcionaria me hizo apurar mi taza de té y buscar un trozo
más de tarta que añadir a mi servilleta. La tarta estaba buena, y no quería que una
cosita como el deber se interpusiera en mi disfrute.
—Quiero que vaya con el consejero Dllenahkh al monasterio benedictino de
Montserrat. Tienen un sacerdote sadiri y unos cuantos monjes alojados allí, y ellos la
ayudarán a realinear sus nódulos o invertir su polaridad o lo que necesite que le
hagan. Fergus los llevará hoy y los recogerá el domingo por la tarde.
La serendipia y la culpa golpearon a la vez mi consciencia.
—Hum… Es un monasterio con voto de silencio. ¿Necesita que me quede allí con
él, o solo que lo lleve?
Qeturah frunció levemente el ceño.
—Creía que era su amigo. Quiero tener a alguien cerca para controlarlo, y usted es
un rostro familiar. No podemos encargárselo a Joral: tiene todos los informes de sus
reuniones.
Me sentí aún más culpable.
—No, no quería decir… Lo que quería decir es si no le importa que me tome un
par de días libres para visitar a mi hermana. Me aseguraré de que Dllenahkh pueda
estar en contacto conmigo en cualquier momento, y le pediré a mi hermana que me
lleve al monasterio el día antes de nuestra partida.
Me mordí la lengua. Esperé que no pensara que me estaba aprovechando, aunque
en cierto modo así era, pero se trataba de una buena causa, incluso de una causa
adecuada.
Su rostro se despejó.
—Por supuesto. Toda mi familia vive en Tlaxce, y siempre se me olvida cómo es
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que tus parientes estén lejos. Tómese un par de días libres. Pero no pierda esa
lanzadera.
—No, señora —respondí aliviada.
Ella miró mi porción de tarta con una sonrisa.
—Y, sí, quiero que se marchen de inmediato.
La media hora de viaje fue bastante tranquila. Me pasé los diez primeros minutos
mentalizándome, y luego me excusé para ir a un monitor emplazado al fondo de la
lanzadera y llamar a mi hermana. Para asegurarme, llamé primero a su comunicador
personal, no al de su casa. Ella respondió en cuestión de segundos, solo audio.
—Identifíquese —dijo, el tono casual y ligeramente apurado.
Ah, claro. La estaba llamando desde un comunicador gubernamental, así que mi
identidad no aparecía.
—María, soy Grace. ¿Cómo estás? ¿Y los niños?
Hubo una leve pausa sorprendida y el vídeo se conectó. María no había cambiado
demasiado. La cara un poco más redonda, tal vez, pero no iba a decirle eso.
—¿Grace? ¡Cómo estás! Santo cielo, no es ningún cumpleaños ni ninguna ocasión
especial… ¿Qué sucede?
Sonreí. Al menos, parecía feliz de verme.
—Cosas de trabajo. Estaré en Montserrat unos cuantos días. ¿Crees que podría
pasarme para una visita rápida?
—¡Sí! —Su respuesta fue sin aliento, completamente sincera—. Los niños se
alegrarán muchísimo de verte, sobre todo Rafi, y Ioan siempre se queja de que no nos
visitas.
Mi corazón se animó. Todo iba a salir bien.
—¡Bueno, entonces no se lo digas, que sea una sorpresa! No te importará si
aterrizo en el patio trasero dentro de… eh… ¿unas tres horas?
Ella empezó a reírse.
—¡Claro! ¡Oh, qué sorpresa! No me lo puedo creer. ¡Oh! -Sonó una voz al fondo.
Ella se dio de pronto la vuelta, extendiendo una mano para cubrir el vídeo.
—¡Nada, querido! ¡Voy en un momento!
Y susurró rápidamente, solo en audio:
—¡Tengo que irme! ¡Nos vemos! ¡Adiós!
Y entonces la conexión murió.
Suspiré, sonriendo levemente. La sangre es la sangre, ¿saben? Hay demasiada
historia compartida y demasiados vínculos interconectados para alejarte del todo de
esa red que medio te ahoga y medio te apoya llamada familia.
Hablando de lo cual…
—Dllenahkh —dije, volviendo a mi asiento en la parte delantera de la lanzadera
—. Voy a abandonarlo durante un par de días, pero tiene mi dirección de
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comunicador y puede llamarme cuando quiera. Lo sabe, ¿verdad?
Él me dirigió una mirada levemente divertida.
—Tengo las direcciones de comunicador de todos los miembros del equipo de la
misión. Sin embargo, puesto que voy a un monasterio, las probabilidades de que
durante los próximos días me suceda algo de lo que tenga que informar son…
—Lo sé, lo sé —interrumpí con una sonrisa—. Por insignificantes que le parezcan
esas probabilidades, puede llamarme, ¿de acuerdo?
Él vaciló y pareció recordar algo. Luego dijo, afable:
—Gracias. Y usted puede llamarme también, si desea hacerlo.
Me sentí emocionada por su torpe intento de charlar de nimiedades por bien de la
cortesía.
Cuando aterrizamos, una parte de mí casi esperaba que el sacerdote sadiri llegara
corriendo, agarrara a Dllenahkh por la cabeza, lo mirara profundamente a los ojos y
exclamara: «¡Dios mío, llévense a este hombre a una sala de meditación, rápido! ¿No
pueden ver que su rudimentario integumento telepático está a punto de
desintegrarse?».
O no. Pero la imagen casi me hizo reír, lo cual habría sido algo muy
desafortunado.
Naturalmente, todo fue muy tranquilo y adecuado. Me sorprendió que los monjes
sadiri no parecieran muy diferentes de los benedictinos. Sus hábitos eran distintos,
pero no había ningún edificio separado, ninguna línea divisoria invisible que dijera:
«Aquí están los sadiri». El hospedero cygniano y su contrapartida sadiri nos
mostraron el alojamiento de Dllenahkh, nos llevaron al refectorio para tomar un
tentempié y luego nos acompañaron a Fergus y a mí a la puerta, donde nos
despedimos de Dllenahkh.
El vuelo hasta la granja nos llevó menos de diez minutos. Le pedí a Fergus que me
soltara un poco lejos de la casa principal para que el ruido de los motores no los
alertara. Y por supuesto, eso significó que tuve la oportunidad de encontrarme con
una de mis personas favoritas del mundo, mi sobrino Rafi, de trece años. Volvía del
huerto, cargando con un cubo de melocotones. Al principio se me quedó mirando de
una forma muy rara, luego el reconocimiento le transfiguró el rostro y soltó un
asombrado grito de felicidad mientras soltaba el cubo y corría hacia mí. Su
exuberante cariño brotó incontrolado como una vaharada caliente de viento de la
sabana, chamuscándose con una energía ardiente pero benigna que encajaba con su
áspero abrazo de chico.
Rafi había sido siempre un niño precioso, con la piel marrón ambarina de su
madre, el pelo rizado, castaño y veteado de rubio de su padre, y los grandes ojos
marrones de ambos progenitores. También es mi ahijado y lo adoro. Me escribía
largas cartas llenas de dibujos e historias, y las enviaba por correo y tardaban al menos
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una semana en llegar. Yo siempre le respondía de inmediato, y solía enviarle un
pequeño disco de memoria con juegos y otras diversiones que sabía que le iban a
gustar.
Dudaba que sus padres fueran conscientes de la frecuencia con que nos
escribíamos. Él me había suplicado que no se lo dijera, y yo le seguí la corriente, alegre
en secreto de ser su tía favorita. Soñaba que viajaríamos juntos cuando fuera mayor y
yo estuviera jubilada y fuera adecuadamente excéntrica. Cabalgaríamos elefantes en la
sabana, o nos uniríamos a la tripulación de un barco velero, o algo por el estilo.
Parecía tonto decirlo, así que nunca lo hice, pero siempre me pareció que no
querría tener hijos propios mientras tuviera a Rafi.
—Hace siglos que no vienes a verme —se quejó, tirándome de la mano para
llevarme a la casa principal.
—Bueno, estoy aquí —reí—. Chico, ve a por esa fruta. No puedes dejar el cubo
tirado en el camino.
Me sonrió y volvió a recoger rápidamente la fruta caída. Cogí una del cubo
cuando volvió. Había mangos bajo los melocotones, y yo no había comido un mango
de Montserrat como Dios manda desde hacía años. Cuando me lo llevé a la mejilla, lo
noté cálido y fragante.
—Ahh —suspiré.
—Si vinieras a visitarme más a menudo, podrías tomar tantos como quisieras —
recalcó Rafi.
Le sonreí, complacida por su clara y sincera indignación, su burlesca capacidad de
convicción, y su sarcasmo adolescente.
—Yo también te quiero, chico.
—Tal vez debería mudarme a Tlaxce —sugirió mientras nos encaminábamos
hacia la casa.
—Tal vez deberías —respondí, aún más complacida. Como si María fuera a
perder de vista a su niño dorado, pero al menos él lo había pensado.
María salió al porche. Llevaba un vestido azul de algodón, y tenía un aspecto muy
maternal y tranquilo con la pequeña Gracie agarrada a su costado, todavía
chupándose un dedo. Parecía mayor que yo, mayor en un sentido que solo dos hijos y
una vida en la granja pueden conseguir, pero feliz, tanto por verme como en general.
La abracé con fuerza y alboroté afectuosamente el pelo de Gracie. Parecía un poco
demasiado tímida para abrazarme todavía. En realidad no me conocía.
—Oh, Grace —suspiró María sonriendo mientras me conducía al interior—. ¿Solo
dos días?
—Y da gracias de que sea siquiera eso —dije, dejando que Rafi cogiera mi
pequeña maleta. El salón estaba lleno de recuerdos, todas las cosas que mi madre
había dejado cuando renunció a la granja tras la muerte de mi padre y se retiró a un
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piso en el lago Tlaxce.
—¡Mira quién está aquí, Ioan! —llamó María.
Él entró en la sala, sucio y sudoroso por el trabajo al aire libre. Tenía el pelo más
largo, rozándole los hombros, las tiras doradas en el tono marrón aún más
ferozmente blanqueadas por el sol. Seguía siendo delgado, guapo y dorado. En
tiempos, había sido mi prometido. Me dio un vuelco el corazón cuando una riada de
ansia medio recordada pareció brotar de él y envolverme. Sus ojos brillaban con un
calor inhumano y me pareció oír un susurro en su voz… Shadi. Un fuerte recuerdo
que resonaba.
—Hola, Ioan —dije, y sonreí orgullosa de lo tranquila que parecía.
—Shadi —respondió él, mostrando una enorme y radiante sonrisa. Siempre me
había llamado por mi segundo nombre. Con unos cuantos rápidos pasos llegó junto a
mí y me abrazó, alzándome medio metro del suelo con su fervor—. Has vuelto. Sabía
que volverías.
—Bueno —dije sin aliento, mirando de reojo el rostro sonriente de María—, solo
por poco tiempo.
Él dio de pronto un paso atrás y miró ansiosamente mi uniforme.
—Joder, estoy sucio. Lo siento. —Frotó unas cuantas manchas rojizas de mi
camisa y pantalones, donde el barro había dejado sus marcas.
—No te preocupes. Tengo que cambiarme de todas formas —dije, apartando sus
manos con amabilidad.
Después de cambiarme de ropa, me dirigí a la cocina, donde se oía el ruido
familiar de los preparativos de la comida. Al pasar ante la puerta para dirigirme a la
pequeña despensa, algo me hizo volver la cabeza. Allí estaba Gracie, de pie en una
escalerita, mirando el estante superior donde un frasco de galletas quedaba justo fuera
de su alcance.
—¿Qué estás haciendo ahí arriba? —pregunté.
Ella saltó de la escalerita a mis brazos extendidos para darme un abrazo. Apreté su
flaco armazón de cuatro años con una sonrisa de alegría. Puede que no fuera mi
favorita, pero se llamaba como yo y era muy pequeña. Tal vez si aprendía a escribir
cartas largas…
—Eh, vosotras dos.
La voz sonó tan cerca que me hizo dar un respingo, Ioan estaba detrás de mí y nos
rodeó a las dos con sus brazos, pasando ante mi mejilla para plantar un beso en la
frente de su hija. La perilla sin afeitar me arañó la piel. Di medio paso hacia un lado,
tratando de evitar que nuestros cuerpos se rozaran. Él no pareció advertirlo, o
importarle, porque se movió conmigo en un lento balanceo, como si saboreara el
largo abrazo.
—Dos de mis chicas favoritas —murmuró, y finalmente se soltó.
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Me di media vuelta y deposité a Gracie en sus brazos.
—Voy a ver a María por si necesita ayuda con la cena.
Él puso a Gracie en el suelo.
—Cariño, ve a ver si tu madre necesita ayuda.
La niña se marchó en silencio.
—Es muy obediente —dije, acusadora—. ¿No ha pasado siquiera por la fase de los
«terribles dos años»?
—No, en realidad no —respondió Ioan, mirándola con una sonrisa.
—Entonces no es como su madre. Me volvía loca cuando tenía esa edad.
—Shadi —dijo él, y eso fue todo, pero algo en su tono me hizo agachar la cabeza y
dirigirme hacia la puerta, lo que, por desgracia, significaba pasar junto a él.
Me agarró por la muñeca.
—Shadi, mírame.
—No, Ioan. Eso no funciona conmigo, ¿recuerdas?
Me zafé la mano y seguí caminando, tratando de hacer caso omiso del eco que
resonaba en mi cabeza. Shadi… Shadi…
En la cena, María no paró de hablar de cuánto tiempo había pasado. Las primeras
veces fue enternecedor, pero luego amenazó con convertirse en un fastidio. Para
cuando empezó a decir que debería haberme quedado en la granja en vez de ir a la
universidad, Rafi y yo intercambiamos miradas de hartazgo, con los ojos en blanco.
María no se dio cuenta y cometió el error de intentar recabar la ayuda de Rafi.
—Rafi siempre habla de lo mucho que te echa de menos, ¿verdad, cariño? ¿No te
gustaría que la tía Grace viviera con nosotros en la granja?
Me quedé de una pieza. ¿Cómo pasábamos de «visítanos más a menudo» a «vente
a vivir aquí»?
—Creo que debería vivir su propia vida —murmuró Rafi.
María se enfureció.
—¡Rafi! ¡Pídele disculpas a tu tía ahora mismo!
—No importa, María, él…
Ioan anuló mis protestas.
—Tu madre tiene razón. Discúlpate.
Rafi le puso mala cara.
—Siempre lo estás estropeando todo. ¡Te odio! -Y entonces fui yo quien se
escandalizó.
—¡Rafi!
Se levantó de la mesa y me dirigió una mirada que era a la vez de angustia y de
reproche. Entonces sacudió la cabeza con frustración y salió corriendo de la
habitación.
La pequeña Gracie miró a sus padres con los ojos muy abiertos, boquiabierta, el
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último bocado todavía hinchando sus mejillas.
—Adolescentes —dijo Ioan con una sonrisa tranquilizadora, mientras le
acariciaba el pelo a su hija—. Odian a todo el mundo a esa edad.
Me miró, sin dejar de sonreír. Su pie chocó con el mío por debajo de la mesa y
durante un segundo no me sentí inclinada a retirarme. Entonces algo zumbó en mi
muñeca, y me distrajo. Le di un golpecito ausente y se apagó.
Mantuve bastante bien mi máscara de indiferencia, pero esa noche Ioan me acosó en
sueños como no lo había hecho en años. Los recuerdos y lo que podría haber sido se
mezclaron en una loca maraña. Recordé cómo era cuando nuestros corazones y
mentes se unían, en una época en la que pensaba que «te quiero» significaba «para
siempre». Soñé que no me había marchado nunca, que estaba en el lugar de María y
que Rafi era de verdad mi hijo. Eso me hizo sentirme furiosa y confundida. La
capacidad de conocer la mente de otro no impide la probabilidad de comprenderla mal.
Eso era cierto. Lo sabía demasiado bien, y por eso no me había casado con Ioan.
Entonces ¿por qué volvía a soñar con él?
Evité su presencia pasando más tiempo con María. Al fin y al cabo, era a ella a
quien había ido a ver.
Si alguien me hubiera preguntado qué estaba buscando, no habría sabido qué
responderle. Algunas cosas las sabes más por intuición que por razonamiento. Me
dije a mí misma que solo quería confirmar que María era feliz, y que Ioan se estaba
comportando, pero, para ser sinceros, su felicidad sin fisuras empezaba a molestarme.
Con eso y los sueños, me sentí culpable y enfadada conmigo misma. Entonces, una
tarde, después de un gran almuerzo dominical, con los niños desparramados por la
alfombra jugando a las cartas, Ioan se esforzó demasiado.
—¿Sabes?, nos vendría bien otro par de manos en la granja —dijo María—. Estás
ayudando a esos sadiri con las suyas. ¿No te parece que la familia es lo primero? —Su
sonrisa era extrañamente fija.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué dices eso? Sabes que no es así.
—Entonces explícamelo. ¡Aquí tienes gente que te ama, que quiere que seas parte
de la familia, y actúas como si apenas pudieras soportar vernos!
Se le quebró la voz. Rafi se envaró, sin mirarla, pero escuchando con atención.
Gracie se levantó y fue a mirar por la ventana. Ioan se enderezó en su asiento e hizo
un movimiento como si fuera a posar una mano conciliadora sobre el hombro de su
esposa, pero luego pareció cambiar de opinión.
—¡María, lo que dices no tiene sentido! —dije, asombrada porque parecía a punto
de echarse a llorar—. ¿Se puede saber qué te pasa?
—Puedes quedarte con él si quieres, ¿sabes? Es lo único que te mantiene alejada.
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Puedes quedarte con Ioan —exclamó, delante de los niños y todo.
Me quedé anonadada. Entonces, cuando por fin estalló en lágrimas, lo supe. Ioan
se acercó a ella y le habló en voz baja. Ella se levantó y salió de la habitación sin mirar
a nadie y, después de un momento, todavía silenciosa e inexpresiva, Gracie la siguió.
Rafi se quedó, los ojos muy abiertos con algo parecido al miedo mientras miraba a su
padre.
Supe cómo se sentía, pues yo también miré a Ioan.
—Has sido tú. Sé que has sido tú.
Me levanté y me aparté de él.
—No pretendía que se lo tomara así. Siempre ha sido un poquito susceptible —
replicó Ioan con una sonrisa triste y dulce.
—Hijo de puta —dije—. ¡Ya te advertí de que si le hacías daño, si le hacías daño a
cualquiera de mi familia, te las verías conmigo!
—No les estoy haciendo daño —protestó él—. Los cuido. Son felices.
—Marionetitas felices —escupí, agarrándome la muñeca derecha en un esfuerzo
por no abofetearlo—. Debería denunciarte a las autoridades.
—No lo harás —se limitó a decir—. Me quieres. Nunca has dejado de quererme.
—No ha colado, Ioan. Nunca lo hizo, y por eso no pudiste conservarme. Eso, y un
pequeño problema que tienes con la sinceridad. Te gusta que la vida sea sencilla,
¿verdad?, con todo y con todos, justo como quieres.
—Fue solo un error, Shadi, pero te quiero. No debería haber renunciado a lo
nuestro. Quiero que te quedes. Todos lo hacemos. ¿O acaso es que no lo ves?
Me estaba suplicando. Tan solo usaba palabras y gestos, desesperado y sin
práctica.
Posé la mirada en la única persona presente en la habitación en quien confiaba. Él
me miró, indefenso.
—Rafi me quiere tanto que está dispuesto a dejarme marchar —dije—. Eso es lo
que veo.
Rafi se puso en pie de un salto y me agarró la mano y salimos corriendo de la casa.
No supe adonde se suponía que íbamos a ir, ni por qué, pero me pareció una buena
idea alejarnos de Ioan todo lo posible. Por desgracia, cuando miré hacia atrás, vi que
estaba justo detrás de nosotros, con movimientos tranquilos, sabedor de que no
podíamos ir a ninguna parte.
Pero Rafi sabía adónde ir y, poco después, una creciente y zumbante vibración
que había estado resonando en mis oídos se convirtió en un ruido reconocible. Era la
lanzadera, que aterrizaba una vez más en el prado cerca del huerto. Fergus
desembarcó, con aspecto taciturno y receloso como de costumbre. Dllenahkh lo
seguía. Vestía una túnica de novicio con la capucha puesta, cosa que me pareció que
le cuadraba y le daba un aire muy pacífico. Se acercaron a nosotros caminando a buen
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paso entre la hierba.
Dllenahkh casi pareció aliviado al verme.
—Llevamos un buen rato llamándola. ¿Se olvidó de la fecha de nuestra partida?
Miré el comunicador de mi muñeca. Catorce llamadas perdidas… ¿Cuándo
demonios había sucedido eso? ¿Y de verdad que ya era domingo?
—¡Fergus, Dllenahkh, lo siento! Mi comunicador debe de estar estropeado, y
luego me olvidé… No sé qué decir.
Ioan acudió a mi rescate.
—Lo siento. La recepción aquí va y viene. Y la hemos estado monopolizando por
completo… No es de extrañar que se le olvidara.
—No hay problema —dijo Fergus—. Tenemos unas horas de margen. La
directora no nos espera hasta la noche.
Lo miré con ansiedad. Su rostro estaba relajado, e incluso sonriente. De hecho,
aquello no era nada común en él.
—Puedo marcharme ahora, si quiere —dije, frenética de pronto.
Fergus agitó una mano.
—No hay problema. Quédese un rato con su familia. Puedo llevar al consejero a
Ophir ahora, y recogerla cuando quiera. Es solo media hora de viaje.
—Una hora, ida y vuelta —traté de recordarle, con una firmeza en la voz que no
sentía. Me sentía acorralada y asustada.
—No querría hacer esperar al consejero —apuntó Ioan, solícito.
Dllenahkh, que había permanecido en silencio todo el rato, se echó atrás la
capucha y miró a Ioan.
—No. No lo creo.
Ioan se tambaleó, literalmente, y dio un paso atrás. Dllenahkh continuó
mirándolo fijamente, luego posó una mano sobre el hombro de Fergus, un gesto táctil
que no era nada característico en él.
—Sargento Fergus, ¿sería tan amable de ir a poner en marcha la lanzadera?
Fergus parpadeó, asintió lentamente y volvió al interior del aparato.
Rafi miró a Dllenahkh con expresión de inmenso alivio y gratitud.
—Iré a traer sus cosas.
—Gracias —dijo Dllenahkh, inclinando la cabeza. Su mirada siguió al niño
cuando este echó a correr, y luego volvió a clavarse en Ioan con frialdad.
Rafi no tardó en regresar, sin aliento, con mi maleta. La recogí e hice una promesa
imposible.
—No pasará nada. Yo me encargaré de que no pase nada. Te lo juro.
Él asintió, los ojos brillantes de lágrimas, y volvió corriendo a la casa. Le dirigí a
Ioan una mirada, y luego me retiré a la lanzadera seguida por Dllenahkh.
El consejero le dio a Fergus la orden de despegar, y luego me miró con expresión
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muy sombría.
—Le pido disculpas. Tendría que haberme dado cuenta antes de que necesitaba
ayuda.
Respiré más tranquila mientras miraba por la ventanilla y veía la granja alejarse
más y más.
—No importa. Ioan sabe que no puede afectarme. Ojalá pudiera hacer algo por
María. No está bien el modo en que la trata.
—Entonces debería denunciarlo —dijo Dllenahkh, con tono inflexible—. Tengo
entendido que hay procedimientos para tratar con los cygnianos que tienen fuertes
habilidades psíquicas y las usan de la manera inadecuada.
—La ama —murmuré—. Y podrían quitarles a Rafi y Grace… Eso sería horrible.
—De todas formas —dijo Dllenahkh con amabilidad—, estaba dispuesto a
obligarla a quedarse con ellos. ¿Puede pasar eso por alto?
—Sabe que no puede afectarme —repetí, hosca—. Habría salido de allí… y no es
que me sienta desagradecida por su ayuda ni nada. Es que no creo que sea lo bastante
serio como para hacer una denuncia.
Por el rabillo del ojo, vi que Fergus le dirigía a Dllenahkh una rápida mirada de
reojo.
—Delarua, míreme. —La voz de Dllenahkh seguía siendo amable, pero había en
ella un atisbo de acero.
Lo miré, enfadada.
—¡Déjese de «Delarua»! ¡Le he dicho que puedo manejarlo!
—Entonces vamos a asegurarnos. Déjeme entrar en contacto con su mente, tan
solo un breve contacto, para estar seguros de que él no ha influido en usted.
Una sensación enfermiza me abrumó. Me levanté y me dirigí dando tumbos a la
parte trasera de la lanzadera.
—Aléjese de mí —murmuré, volviendo la cabeza para que no pudieran ver que
empezaba a llorar.
—Delarua… —dijo de nuevo Dllenahkh, implacable.
—No me toque, no se atreva a acercarse a mí…
—¡Delarua!
Esta vez fue Fergus, que se volvió para gritar desde el asiento del piloto.
—¡No es usted! ¿No lo ve? ¡Tiene que confiar en el consejero, porque no voy a
posar esta lanzadera hasta que sepa que está en su sano juicio! —Contuvo un suspiro
de frustración y continuó—: Me he entrenado para este tipo de cosas, he aprendido a
reconocer cuándo alguien juega con sus pensamientos. Y déjeme decirle que ese
hombre de allí atrás es sutil. Es bueno. Nunca he conocido a ningún cygniano que
pudiera hacer lo que él acaba de hacer ahora mismo. No lo subestime.
Me desplomé en el suelo. Quería que todo siguiera encerrado en mi mente: los
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sueños, mis ansias secretas… Pensé en la vergüenza que caería sobre mi familia si
todo eso trascendiera. Me llevé las rodillas al pecho y los puños a los ojos, luchando
por permanecer en calma, respirar profundamente, pensar con claridad.
Cuando bajé las manos y abrí los ojos, Dllenahkh estaba arrodillado delante de
mí. Su rostro era neutral, sin ningún atisbo de juicio de valor en él.
Hablé en voz baja.
—¿Solo será un contacto breve? ¿No mirará mis pensamientos, mis recuerdos?
Él asintió.
—Un contacto breve. No será una invasión, ni un vínculo. Solo lo que usted
permita.
Incliné la cabeza. Un momento más tarde, sentí que las yemas de sus dedos me
rozaban la frente y apretaban con firmeza, como si quisiera dejar allí marcadas sus
huellas. Entonces se retiraron. Eso fue todo.
Alcé la cabeza, aliviada.
—¡Ya está! Tema resuelto…
Entonces todo volvió, como una riada. Todas las veces que había silenciado mi
comunicador, la urgencia forzada de una antigua pasión largamente dormida, sueños
que no había creado mi mente, y todas las miradas de decepción y desesperación que
el pobre Rafi me había dirigido.
—Ese hijo de puta —estallé—. ¡Ese hijo de puta!
Dllenahkh se levantó y retrocedió con suavidad. La adrenalina me puso en pie y le
di un puñetazo a la pared de detrás.
—Fergus, ¿cuánto falta para llegar a Ophir?
—Doce minutos, señora —respondió él. Las palabras sonaron como si se
estuvieran abriendo paso a través de una mueca salvaje.
Regresé a mi asiento.
—Que sean cinco. Tengo que hablar con la directora lo antes posible.
Dllenahkh regresó a su asiento junto a mí. Lo miré con firmeza, sintiendo todavía
aquella capa de vergüenza por mis pensamientos pero negándome a ceder ante ellos.
—Y Dllenahkh… Gracias.
Su única respuesta consistió en una inclinación de cabeza, pero en aquel gesto
neutral me pareció ver un atisbo de aprobación. No supe por qué era tan generoso.
Había acudido directamente al corazón de una revuelta sin otra cosa que sus
principios como arma y escudo. Yo me enfrentaba por fin a la verdad después de
haber desperdiciado quince años en el error.
Sí, el error. Seguía siendo mi terreno, mi responsabilidad. Si hubo una cosa que
me estremeció después de que la influencia de Ioan quedara borrada de mi mente, era
la comprensión de que nunca manipulaba una emoción que no estuviera ya presente
hasta cierto punto, no importaba lo pequeña que fuese.
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Recordé aquello cuando fui a ver a Qeturah. Me ayudó a mantener mi furia y mi
motivación. Fui directamente a donde estaba sentada en la sala de reuniones,
repasando las últimas notas con Joral, Nasiha y Tarik.
Alzó la cabeza para mirarme.
—He venido a hablar con usted directamente. —Se me cerró la garganta, lo que
hizo que mi voz se quebrara, pero apreté los dientes y empujé las palabras más allá de
la barrera—. Tengo un problema, y necesito su ayuda.
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pero incluso el sencillo poder de convencer y que te convenzan puede ser una
habilidad psíquica. Somos muy buenos engañando a los demás… y a nosotros
mismos. —Sacudió la cabeza, pensativa durante un momento, y luego añadió—: Me
gustaría que le echara usted un ojo, no solo en el plano profesional, sino también en el
personal.
Él no ocultó su sorpresa.
—Ella confía en usted —dijo la doctora Daniyel.
Dllenahkh la miró de frente.
—¿Y confía en usted?
La doctora Daniyel dejó pasar la pregunta retórica, y apartó la mirada como si
hubiera tocado su consciencia. Él se habría retirado una vez más a su silenciosa
cortesía, pero el pequeño atisbo de vulnerabilidad le hizo presionar con más fuerza.
—Dígame, directora, ¿ha tenido esta misma conversación con Delarua? ¿Le ha
pedido que me eche un ojo? ¿Le ha dicho que confío en ella?
Ella se relajó y se echó a reír.
—Por supuesto que no, consejero. No sea tonto. Tuve esa conversación con Joral.
Él sonrió a su pesar, concediendo el punto.
—Consejero —dijo ella, graciosa en la victoria, y se marchó, dejándolo disfrutar
de la vista de la mañana.
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Bacanal
—¿Por qué yo? —pregunté—. Quiero decir, lo sé, me lo ha dicho, pero dígame de
nuevo por qué se supone que esto es una buena idea.
Tarik me dirigió una mirada que sugería que encontraba absurdo mi nerviosismo.
—Su perfil psi puesto al día sugiere que ha desarrollado una capacidad por encima
de la media para discernir y reprimir las emociones impuestas.
—El Comité de Investigación ha recomendado que añadamos los datos del perfil
psi a nuestros datos genéticos y antropológicos —continuó Nasiha, que pasaba una
especie de escáner por los diminutos sensores adheridos a mis diversos puntos de
pulso y nódulos nerviosos y todo lo demás.
—Necesitamos datos cygnianos además de sadiri para calibrar nuestras lecturas —
continuó Tarik—. Usted es la única cygniana con nivel operativo de habilidad
psiónica del equipo. Por tanto, ha sido asignada a nuestros propósitos evaluadores.
—Gracias, Qeturah —murmuré con sarcasmo—. ¿Para qué son éstos? —Agité
una mano para señalar a cuatro inyectores colocados ordenadamente en una bandeja
de instrumentos.
—Informarle de sus contenidos y efectos comprometería la neutralidad de las
pruebas —dijo Nasiha en un tono que casi era tranquilizador, lo cual solo sirvió para
aumentar mi preocupación.
—Intente relajarse —añadió Tarik, y colocó la mesa de reconocimiento de una
posición vertical a otra casi horizontal con una rapidez que casi me hizo agarrarme a
los bordes.
Los dos sadiri contemplaron las lecturas durante un rato, luego se miraron el uno
al otro y asintieron. Nasiha cogió el primer inyector y me lo aplicó en el brazo. Tragué
saliva en silencio mientras vertía entre susurros su contenido en mi corriente
sanguínea. Pasaron los segundos.
—Bien —dije, ligeramente aliviada—. No estoy segura de qué…
Entonces grité.
Después de una hora en la que tan pronto reía como me ponía a llorar, grité y
murmuré: «¡Qué fuerte!», y fui a Qeturah para quejarme. Ella se negó a ceder.
—Los resultados de capacidades psiónicas son producto de una combinación de
naturaleza y entorno. No se puede medir usando solo los datos genéticos, y son una
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parte intrínseca de lo que significa ser sadiri. Necesitamos esta información.
—Sí, ¿pero por qué yo? —pregunté, quejumbrosa—. Nunca he dado una
puntuación particularmente alta en los tests psi. ¿No pueden usar lecturas medias de
la base de datos?
Qeturah se encogió de hombros.
—Este método concreto de evaluación no se ha hecho hasta ahora. No hay ningún
dato.
—Magnífico —repliqué.
Solo habían pasado unos pocos días desde lo de Ophir y volvíamos ya al país de la
sabana, esta vez a puestos de avanzada establecidos en bosques y llanuras que ofrecían
un poco más de consuelo que un campamento temporal. La intención era impedir
otro fiasco como el de Candirú, además de estar mejor preparados, y eso significaba
que debíamos tomarnos una semana extra o dos para afinar el sentido de nuestra
misión antes de continuar hacia la siguiente asignación planeada. Qeturah trabajaba
febrilmente en la documentación con la ayuda de Lian, Fergus adquiría todo tipo de
nuevo y excitante equipo de supervivencia y consejos adecuados sobre las regiones
por parte de los rangers, Dllenahkh y Joral parecían pasar una extraordinaria cantidad
de tiempo meditando, y Nasiha y Tarik me torturaban.
Entonces Dllenahkh apareció para la siguiente sesión.
—Por favor, dígame que no ha venido a hacerme sentir más miserable —dije con
falsa alegría.
Él les dirigió a Nasiha y Tarik una mirada que no me hizo ninguna gracia, y luego
se sentó junto a la mesa de reconocimiento.
—¿Le ha parecido intolerable la experiencia hasta ahora?
Me lo pensé bien antes de contestar.
—Podría haber sido peor, pero la verdad es que no poder controlar tus emociones
es bastante triste, sí.
Él torció la mueca. ¡Juro que lo vi! Pero su rostro mostró absoluta calma un
momento más tarde, y añadió:
—Pedimos disculpas por no haberle detallado antes la naturaleza del experimento.
Sin embargo, contábamos con la aprobación de la directora para… —Guardó
silencio, constreñido por la costumbre de decir la verdad, y corrigió—: La directora
nos transmitió el permiso del gobierno para llevar a cabo estas pruebas.
—Gracias por eso —dije en voz baja—. Tenía la impresión de que a Qeturah no le
hace mucha gracia mi relación con todo esto. Cree que deberían someterme a terapia.
Dllenahkh sostuvo mi mirada el tiempo necesario para advertirme que debería
tomar sus siguientes palabras muy, muy en serio.
—Y usted se ha negado a someterse a ella.
Igualé su tono neutral.
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—Para eso tendría que dejar la misión. Además, quince años de funcionamiento
no se vendrán abajo en unos pocos meses. Puede esperar.
—Creo que esperaban aconsejarlos y tratarlos a usted, a su hermana y a los hijos
de esta como una unidad familiar.
—Puede esperar —repetí—. Algunas cosas tal vez vayan mejor si no estoy allí.
Ahora, ¿no iba a decirme qué está pasando aquí?
Apartó la mirada, replegándose por un momento, y recogió un inyector.
—Le bastará con un resumen. Los contenidos de estos inyectores han sido
diseñados para estimular o suprimir una de las dos ramas del sistema límbico que
ayudan a generar la emoción. Una rama tiene la satisfacción en un extremo, y la
disforia en el otro. La otra rama varía del frenesí al letargo. La primera rama se
complica, además, por el hecho de que en realidad consiste en dos escalas separadas
de placer y dolor que se solapan en los valores inferiores. Por ejemplo, la emoción que
categorizamos como expectación consiste en pequeños elementos de placer que causa
el anhelo del momento de la satisfacción; o el dolor, causado por el hecho de la
ausencia actual de satisfacción; o el frenesí, que se manifiesta como la urgencia por
buscar la mencionada satisfacción.
Parpadeé.
—Eso es fascinante. Somos unos cabroncetes complicados, ¿eh?
—En efecto. A propósito, esto no lo experimentan solo los de origen terrestre o
ntshune, sino que, por el mecanismo psicológico que sea, parece común a todos los
humanos.
Llegados a ese punto, creo que sentí un cosquilleo de leve placer, dolor y frenesí.
Era el primer fragmento de información específica que me había dado sobre la
neurología sadiri, y esperaba que dijera algo más.
No lo hizo.
—En este momento, las pruebas de perfil psi cygnianas están diseñadas para
detectar niveles de habilidad que podrían impactar de modo significativo en la
capacidad de una persona para arreglárselas en una sociedad mayoritariamente no
psiónica. A los telépatas y émpatas fuertes se les proporciona entrenamiento y un
sistema ético con los que regular el uso de sus habilidades. La mayoría de los
cygnianos no alcanzan un nivel que haga esto necesario.
—Y eso me incluye a mí —dije, frunciendo el ceño—. Entonces ¿por qué me
tienen aquí en esta mesa llenándome de diferentes tipos de zumo enloquecido?
—Porque hay otros aspectos de la capacidad psiónica que no tocan las pruebas —
interrumpió Nasiha—. Por ejemplo, después de estudiar nuestras propias reacciones
hemos descubierto que es usted capaz de efectuar fuertes proyecciones empáticas en
dos áreas muy concretas.
Hice una mueca.
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—Apuesto a que puedo adivinar una. El placer, ¿cierto?
—Sí. Esa es la más fuerte. Cuando su centro de placer fue estimulado, Nasiha y yo
experimentamos un fuerte deseo de reír que solo fue mitigado aumentando los
escudos de nuestros receptores telepáticos.
Mientras admitía eso, el rostro de Tarik estaba tan mortalmente serio, casi
quejumbroso, que casi tuve que reprimir una carcajada.
—Menos intensa, pero de todos modos significativa, fue la proyección del letargo
—continuó Nasiha.
Le miré, sorprendida.
—¿Aburro a la gente?
—La calma —dijo Dllenahkh, diplomático—. Pero es un efecto mucho más sutil.
Contemplé el techo durante un rato, procesando lo que acababa de oír.
—De acuerdo. Entonces, ¿cómo casa eso con «discernir y reprimir las emociones
impuestas»? Porque déjeme que le diga que estuve completamente a merced de esos
inyectores.
Dllenahkh se explicó un poco más.
—Es difícil, si no imposible, detener la acción de los productos químicos que se
han introducido directamente en el cuerpo. No obstante, es posible protegerse de los
intentos externos de alterar la química corporal y cerebral. Ese es el objetivo de la
sesión de hoy.
Los tres sadiri que rodeaban la mesa de reconocimiento parecieron de repente
alzarse amenazantes.
—¿Van a tratar de influir en mis pensamientos y emociones? —gemí.
—Con su permiso —dijo Dllenahkh.
Me lo pensé. Tardé unos cuantos minutos, mientras ellos permanecían allí en
silencio, esperando una respuesta. Pensé en lo que Ioan había podido y no había
podido hacerme. Pensé en Rafi que, sospechaba, poseía un talento similar al de su
padre, y me pregunté qué podría ser de él en el futuro.
—El conocimiento es poder —dije por fin—. Hagámoslo.
Primero, porque ya estaba allí presente para trabajar con él, Dllenahkh trató de
aumentar mi sentido de la inquietud. Funcionó. Me erguí de repente, tosiendo como
si hubiera salido de arenas movedizas, pero entonces, con un indignado «¡Ja!» saqué
mi auténtica tensión, el temor se convirtió en simple descontento, y descarté la falsa
sensación con una impresión de triunfo.
—Por las estrellas, es fuerte —susurré rápidamente, mirándolo con ojos muy
abiertos—. Menos con las patas de elefante, por favor.
Él estaba examinando las lecturas del monitor junto a mi cabeza.
—Mis disculpas —dijo, ausente—. ¿Cómo se encuentra? Por favor, use las escalas
que hemos discutido para describir sus emociones.
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—¿Sinceramente? Tenía muy alta la escala del frenesí, y un poco más alta todavía
la del placer. Intentó usted proyectar disforia, y esta se combinó con el frenesí para
producir miedo. Así que aparté el frenesí y contuve la euforia. Y ahora me siento muy
arriba en la escala del placer. Muchísimas gracias.
—Notable —dijo Dllenahkh.
En cierto modo, aquello era mejor que la terapia. Mientras los sadiri obtenían sus
datos y creaban sus nuevas pruebas, yo descubría cuáles eran mis fuerzas. Por
ejemplo, parecía que incluso era capaz de controlar mis verdaderas emociones mucho
mejor que lo que cabría esperar por cómo me comporto normalmente. Rara vez había
tenido necesidad de hacerlo así, pero la prueba de ello era cómo había podido no solo
repeler los intentos de Ioan por hacerme sentir cómoda con él, sino también contener
mi propia inclinación a sentir esa comodidad. Sin embargo, desde el punto de vista
telepático, yo no tenía ningún tipo de talento. Podía ser influenciada para que hiciera
todo tipo de cosas triviales y absurdas y racionalizarlas luego, como la vez que cogí un
inyector al azar y apunté con él a Nasiha quien, por fortuna, era ágil y fue lo
suficientemente consciente para apartarse de un salto. Si no le hubiera dirigido a
Dllenahkh una mirada muy desagradable por esa triquiñuela, yo habría jurado que
todo fue idea mía.
Lo cual me lleva a otro tema. Nunca veía a los sadiri como lo hacen los demás, al
control total de sus expresiones faciales. Me había quedado claro que aunque nunca
tendría el nivel de telepatía para sentirlos plenamente como hacían entre sí, sí tenía
un nivel de empatía para detectar las emociones que no expresaban, aunque las
interpretaba como una expresión física. Una vez tuve una fuerte discusión con Lian
acerca de la sencilla premisa «Joral te sonríe todo el tiempo». Lian juró que yo estaba
loca, yo le dije que se mostraba demasiado sensible al ser objeto de un
enamoramiento sadiri. Ahora comprendo que Lian, siendo sincero, no podía ver ese
leve atisbo de sonrisa que yo me había convencido de que estaba allí para explicar mi
certeza de que Joral encontraba placentera la compañía de Lian.
Otra cosa buena de las pruebas fue que para cuando estábamos ya listos para
partir, había aprendido a respetar en cierto modo a Nasiha y Tarik. Estaban muy
unidos. El suyo era uno de los pocos vínculos que no había roto el desastre, y se
merecían celebrarlo. Pero su profesionalismo y capacidad eran incuestionables, y su
dedicación a reconstruir la cultura sadiri, absoluta. Eso me parecía admirable.
Como el asentamiento que íbamos a visitar estaba formado por granjas muy
separadas entre sí, igual que las de los sadiri de Tlaxce, habíamos alterado nuestro
calendario para llegar en una de sus fiestas. La gente se reuniría en una zona pública
llamada Gran Sabana durante un periodo de dos días. En un primer momento,
habíamos planeado visitar una de las granjas principales y concluir nuestra visita con
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el festival, pero como llevábamos retraso decidimos hacerlo al revés.
Nuestra primera visión de la Gran Sabana fue un largo y alto terraplén de tierra
con una entrada en arco tallada en el centro. Bajo el arco se extendía una calzada.
Llegamos en vehículos del gobierno con un vagón de carga, tras haber dejado la
lanzadera en la avanzadilla. Dentro de las paredes había un enorme prado con una
ciudad de tiendas, los colores tan brillantes y los diseños tan variados que parecían un
puñado de cometas dispersas por el suelo esperando remontar el vuelo. Había rangers
actuando como comisarios, y estos nos señalaron un espacio donde poder establecer
nuestro campamento. No llevábamos allí más de quince minutos cuando llegó un
visitante.
—¡Bienvenidos a la Gran Sabana! ¿Tengo el honor de dirigirme a la doctora
Qeturah Daniyel, jefa de esta misión gubernamental y renombrada académica por
derecho propio?
Las palabras eran medidas, incluso majestuosas, pero había una burla oculta en el
tono. Cuando vi a quien hablaba, y la sonrisa contenida y el medio guiño que pasó
entre Qeturah y él, tuve la impresión instantánea de que habían compartido algún
encuentro en el pasado. Era un hombre alto y notable, pero había algo irreverente en
el brillo de sus ojos que anunciaba amor a la diversión. Qeturah, en cambio, parecía
inusitadamente tímida y coqueta. Debió de ser todo un encuentro.
—Leoval —dijo ella, y su voz sonó más rica y resonante mientras extendía la
mano para que la besara—. ¿No eres demasiado viejo para esto todavía?
Leoval le dirigió una mirada de burlón dolor.
—¡Qeturah! ¡Qué cosas sugieres!
Se hicieron las presentaciones. Al principio, cuando se inclinó también para besar
mi mano, temí que fuera un seductor incorregible, pero cuando estrechó los brazos
con Fergus y Lian y se inclinó gravemente ante los sadiri con la frase adecuada en un
sadiri de acento perfecto, me di cuenta de que estaba en presencia de un diplomático
consumado. Y tenía razón. Era un funcionario jubilado que en tiempos fue uno de los
primeros antropólogos en revisitar y poner al día las investigaciones sobre la zona. Le
hizo a Qeturah prometerle que iría a visitarlo, diciéndole que le enviara un mensaje
por medio de un comisario, y que tendría preparado un palanquín para ella.
Entonces, con aquel sentido de la cortesía tan cuidadosamente modulado, se despidió
y se marchó.
—Qué hombre tan interesante —dije con inocencia.
Qeturah me miró con mala cara.
—Sí —replicó con firmeza—. Lo es. Y un caballero. Siempre encontró la forma de
ayudarme sin mencionar ni una vez la temible expresión «síndrome de Dalthi».
Como eso de ofrecerme un palanquín… Es así de amable.
Vacilé antes de decidirme a expresar mis pensamientos en voz alta.
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—¿Síndrome de Dalthi? ¿No es una enfermedad genética que puede tratarse?
—Sí que lo es, pero nunca me ha gustado la idea de empezar a toquetear mis
propios genes —dijo Qeturah como quien no quiere la cosa—. Me parece que es
como hacer trampas.
Me sorprendí muchísimo al oír esto. Era como enterarte de que tu carnicero es
vegetariano.
—Además —continuó Qeturah tranquilamente—, durante algún tiempo tuve
problemas sin resolver porque era la débil de la familia. Mis hermanos se burlaban de
mí y decían que ningún colono se casaría conmigo porque cuidar de mí costaría tanto
trabajo como llevar adelante la granja, y lo más probable sería que mis hijos también
fueran débiles. Cuando empiezas a pensar en ti misma como en un producto
defectuoso, emplazas tus defensas para asegurarte de que nadie tenga la oportunidad
de rechazarte. Así pues, me dije que no me casaría nunca, que nunca tendría hijos y
que nunca haría nada para cambiar quién era. Solo cuando tuve mi propio estatus, mi
propio dinero y los beneficios contraceptivos de la menopausia empecé a permitirme
tener un punto de vista diferente. Jugar las cartas que me habían tocado en suerte fue
mi medalla de honor, no una carga.
Guardé silencio durante un rato, casi sorprendida por la sinceridad y la
brusquedad que mostraba conmigo, pero entonces entorné los ojos y mi mandíbula se
tensó ligeramente.
—No me había dado cuenta de que estábamos en sesión.
—Solo hago lo que puedo. Delarua, ¿has tenido alguna relación seria durante los
últimos quince años?
Una cálida y repentina rabia me asaltó, pero mantuve el control y me limité a
lanzarle una mirada de reproche antes de alejarme y perderme entre la multitud.
—Cíñete a la genética —le dije mirando hacia atrás—. Tus consejos están un poco
fuera de tono hoy.
—Ah, mira, un logro —respondió ella con una sonrisa burlona, pero me dejó
marchar.
Gilda siempre se burlaba de mí diciendo que tenía talento para rodearme de
hombres seguros o no disponibles. Yo solía decirle que si comprendiera el significado
de la palabra «profesionalidad» no tendría que especular sobre la vida amorosa que yo
tuviera o dejara de tener. Pero entonces Qeturah me hizo dudar. ¿Qué era mi historia
con Ioan? Cuando me marché por primera vez, ¿colocó algo en mi mente, en un gesto
egoísta, para asegurarse de que nunca me relacionara con otra persona? ¿O era cosa
mía? ¿Temía que el hecho de haber atraído a un hombre como Ioan una vez podría
significar que estaba condenada a enamorarme de ese tipo para siempre? Tal vez yo
volví a los hombres posesivos y manipuladores, porque me parecía que Ioan no había
sido tan malo quince años antes. Odiaba al último en particular, porque ahora tenía
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pruebas empíricas que podía proyectar de manera significativa en la escala del placer.
¿Era yo como una mala droga, estropeando a hombres buenos?
Empezaba a disgustarme con mi autocompasión.
Por fortuna, en seguida se produjo una distracción. Pasó junto a mí
pavoneándose, una botella en cada mano y en los ojos un brillo que no comprendería
el concepto de rechazo aunque se lo explicaran en nueve idiomas y catorce dialectos.
Entonces se detuvo y se dio media vuelta.
—Voy a escuchar las bandas de música. ¿Te gustaría venir, guapa?
Lo miré. Lo que le faltaba en aspecto lo compensaba con autoconfianza.
—Sí. ¿Por qué no? —respondí. Y, sí, en mi decisión había un poco de «¡Yo les
enseñaré a todos!».
La música era buena. El líquido de la botella era bueno. Contenía alcohol, pero
sobre todo aplacaba de manera sorprendente la sed con el calor, aunque exigía más al
mismo tiempo. La multitud estaba llena de energía y se bailaba mucho. Perdí a mi
primer conocido y encontré a varios amigos más en sucesión, y al final me quedé con
un joven bastante mono llamado Tonio que parecía…, bueno, que tal vez se parecía
un poco a Ioan, pero solo un poco, ¿vale?
Me olvidé por completo del resto del equipo hasta que Joral apareció donde yo
estaba tumbada en el empinado ángulo de un terraplén, todavía escuchando los
tambores y gaitas en el prado, y con Tonio roncando a mi lado. Joral parecía un poco
aprensivo, y se movía como si esperara preservar una pequeña zona de exclusión a su
alrededor. Vi con una sonrisa cómo dos jóvenes rompían esa zona, bailaban
frotándose contra él y seguían su camino, dejándolo inmovilizado, como si no
estuviera seguro de alegrarse o escandalizarse. Al final, recuperó el control y se acercó
a donde yo estaba sentada.
—¿Te diviertes, Joral? —le pregunté, tendiéndole la botella.
Él la miró sin comprender durante un momento y luego, en respuesta a mis
gestos, vertió cuidadosamente parte del contenido en su boca. Sus ojos se
ensancharon levemente e hizo una mueca apreciativa.
—Picante y refrescante —proclamó, y me devolvió la botella—. La experiencia me
está pareciendo muy instructiva. La directora me informó de que ya tiene una
cantidad importante de datos genéticos de este asentamiento, y que aunque el
fenotipo es mayoritariamente terrestre, hay suficientes genes tasadiri en la población
como para que resulte fácil que una combinación de selección e intercambio
produzca un niño de aspecto y psicología sadiri. Es más, los datos antropológicos
muestran claramente que se han conservado bastantes tradiciones sadiri.
—¿Este festival es una tradición sadiri? —pregunté, tras beber y pasarle de nuevo
la botella.
Él tomó un buen trago, olvidada la timidez, y me la devolvió.
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—En realidad, no. Aunque parece tener unas cuantas características de fiestas
antiguas…, eso sí, con menos sangre, y… um… otras actividades. Su origen es
terrestre; en concreto, la fiesta de Carnaval.
—Adiós a la carne —dijo burlona la lingüista que hay en mí—. Tiene que ser
seguida por el ayuno para cumplirse, no precedida por tal.
—Yo… No comprendo.
Le pasé la botella una vez más como disculpa y respuesta. Él la apuró.
—Esta bebida es deliciosa. ¿Puedo tomar otra?
Pesqué otras dos botellas de una nevera cercana y le di una. La abrió y se tomó un
trago de inmediato.
Yo contemplé la Sabana.
—Si nos quedamos aquí durante un par de horas más, podremos ver la danza del
fuego. Debe de estar bien. Oh, me olvidé preguntarlo… ¿Has venido a buscarme por
algún motivo concreto?
Silencio. Me volví hacia Joral. Estaba observando la botella medio vacía ya en su
mano con una sonrisita extraña.
—Oh. Sí. El consejero Dllenahkh desea que le diga que después del festival
tendremos una reunión con algunos de los ancianos de la colonia.
—Joral, ¿te encuentras bien? —pregunté, preocupada por la expresión de su
rostro.
Él se volvió hacia mí y sonrió de oreja a oreja, cosa que me sorprendió del todo.
—Me siento bien, Delarua, muy bien. Me pregunto si debería bajar y bailar un
poco. No parece tan difícil.
Pulsé mi comunicador de inmediato.
—¡Nasiha! ¡A Joral le pasa algo! Está sonriendo. Creo que está borracho.
Nasiha habló con su habitual calma.
—¿Cuánto ha bebido?
—Unos cuatrocientos mililitros de… algo —tartamudeé, buscando la ayuda de la
etiqueta de mi botella—. Contiene alcohol. Seis por ciento.
—Es demasiado poco para afectar a un sadiri —musitó ella—. ¿Puede andar
todavía?
—Sssí… No estoy segura. Joral, levántate.
Él lo hizo, en la inclinación del terraplén con una estabilidad que apuntaba al
menos a que estaba sobrio.
—¡Me encuentro bien! Estoy de pie. ¡Dile que estoy de pie!
—Hum —dijo Nasiha—. Joral, vuelve al campamento de inmediato.
Lo escolté de regreso al campamento, lo que quiere decir que lo acompañé como
si fuera un inexperto perro pastor mientras él daba tumbos entre la multitud,
bailando de pareja en pareja. Nasiha y Tarik estaban esperando, y en cuanto lo vieron
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aparecer lo cogieron por los codos y se lo llevaron a uno de los refugios. Los seguí a
tiempo de verlos acostarlo a la fuerza en un jergón, mientras seguía protestando que
se encontraba bien. Le tomaron rápidamente una muestra de sangre, examinaron su
aliento y lo miraron a los ojos.
Entonces me miraron con gesto acusador.
—Esto no es embriaguez —dijo Tarik.
—Bueno, a mí no me miren —gemí—. ¡Miren esto! —les agité la botella.
—Sí, eso valdrá.
Di un respingo. Era Tonio. Estaba tan preocupada con Joral que no me había
dado cuenta de que se había despertado y nos había seguido. Estaba allí en la entrada
del refugio, completamente ajeno a la escena que tenía ante sí.
—Eso valdrá —repitió—. Tiene zumo de baya de fuego.
—¿Y qué es la baya de fuego? —preguntó Nasiha con severidad.
—Es como otra especie de alcohol, ¿sabe? Quita la preocupación de tus emociones
y calma tus pensamientos, pero no te afecta a las piernas ni se te sube a la cabeza. Las
madres se lo dan a sus hijos para tranquilizarlos y acabar con las preocupaciones.
Funciona muy bien con los chicos adolescentes, sobre todo cuando empiezan a… ya
saben —se encogió de hombros y alzó expresivamente una ceja mientras volvía a
colocar bien la entrepierna de sus pantalones con un gesto practicado de la mano.
Nasiha y Tarik se miraron el uno al otro, y luego miraron a Tonio.
—Háblenos más del zumo de baya de fuego —dijo Tarik.
—Bueno, pruebe un poco.
El emprendedor Tonio se sacó un frasquito del bolsillo y se lo tendió a Tarik. Este
abrió el frasco con cautela, sirvió una pequeña cantidad en un vaso de muestras
limpio y lo probó.
—Intrigante —dijo.
Nasiha le quitó el vaso y apuró el resto.
—Muy intrigante —convino con él.
—Pero esto no tiene sentido —me quejé—. ¿Por qué hizo a Joral más emotivo?
—Oh, olvídate de eso —dijo Tonio, servicial—. También elimina las inhibiciones,
como el alcohol. Es una pequeña paradoja. Sientes menos, pero expresas más.
Los dos sadiri que estaban aún en pie lo miraron con curiosidad.
—Esto exige más investigaciones —dijo Nasiha—. ¿Puede llevarnos a alguien que
fabrique esta bebida?
—¡Claro! —respondió Tonio alegremente.
Salió, seguido por Tarik y Nasiha, y justo cuando yo iba a cerrar la marcha Nasiha
se volvió hacia mí y me dijo:
—Alguien debería quedarse con Joral.
Hice una mueca.
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—Vale.
Vigilar a Joral se convirtió casi de inmediato en verlo dormir. Lo coloqué en
posición de recuperación, por si se producía alguna reacción desagradable, y luego me
enrosqué en un jergón cercano, mientras escuchaba con amargura los gritos y
aplausos y tambores del espectáculo de la danza del fuego que me estaba perdiendo.
Una sombra apareció en la entrada.
—¿Tarik? —pregunté, encendiendo una luz.
—No —respondió la voz de Dllenahkh—. Nasiha acaba de informarme del estado
de Joral. ¿Cómo está?
Me incorporé y bostecé y miré a Joral.
—Parece que sigue durmiendo tan tranquilo. ¿Dónde están Nasiha y Tarik?
Una expresión muy extraña cruzó el rostro de Dllenahkh. Era la expresión de un
hombre que había visto cosas que no podía dejar de ver.
—Bailando —dijo sin más.
Me quedé boquiabierta.
—¿Cómo?
—Decidieron probar los efectos de primera mano catando las diversas bebidas
que contienen el ingrediente activo. Ahora están… mezclándose. —Un leve y frío
tono de desaprobación tiñó su voz.
—Bueno, pues mejor para ellos, digo yo. Después de toda esa locura por la que me
han hecho pasar, me alegra que tengan agallas para probar consigo mismos. Pero sigo
sin comprenderlo. ¿Qué tiene de importante ese brebaje?
Dllenahkh se acercó a recoger un palmar y se sentó junto a mí en el jergón.
—Tal vez un vistazo a los datos le aclare las cosas. Aquí hay un resumen de los
datos recopilados por los sensores durante su experimento. Y aquí —dio un golpecito
y dividió la pantalla— está el resumen de los datos sadiri. Por supuesto, Nasiha era el
sujeto de pruebas, para mantener el sexo como una variable constante cuando se
compararan las lecturas.
—Estas son lecturas sadiri —dije, siguiendo la línea de datos.
—Estos son los marcadores de las reacciones bioquímicas que experimentamos
durante el impulso y el procesamiento sensorial, sí.
—Y estos son los míos —dije, mirando un conjunto de valores mucho más bajos
—. ¿Cómo viven con eso? —pregunté con mudo asombro.
—Con cuidado. Con meditación y estricta adherencia a las disciplinas —replicó él
—. Pero sin esta alta sensibilidad neural, no podríamos ser quienes somos. No
podríamos pilotar las naves mentales, ni podríamos sentirnos unos a otros,
comunicarnos unos con otros, formar vínculos telepáticos unos con otros.
Asentí lentamente, llena de admiración.
—Ahora que han descubierto las propiedades de la baya de fuego, ¿la usarán
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como una alternativa a la meditación?
—Puede servir para usos recreativos, pero no creo que tenga importancia a la
larga. Podemos encontrarnos en una situación en que los ingredientes no estén
disponibles. Sin embargo, las disciplinas pueden llevarse a donde vaya la mente. —Me
miró de arriba abajo—. ¿Recomendaría este supresor de sentidos para su uso regular?
Me lo pensé. Reflexioné sobre el comentario de Qeturah respecto a cómo jugar la
mano que le había tocado en suerte se convirtió para ella en una medalla de honor.
—Eso solo puede ser una decisión individual —esquivé.
—Entonces pongamos un ejemplo concreto. ¿Me lo recomendaría a mí, por
ejemplo?
—No —dije después de pensármelo—. Como dijo usted, se trata de quien es. Yo
no querría que fuera otra cosa sino usted mismo. No sé si tiene sentido, pero es así.
Hubo un rumor en la entrada, y Nasiha y Tarik entraron. Rebosaban de energía,
pero sonreían muy poquito. Me sentí aliviada. Temía que volvieran riendo o haciendo
algo sorprendente. Nasiha llevaba un pequeño cuenco en las manos.
—Primera oficial Delarua —dijo con cierta agitación—, pedimos disculpas por
haberle hecho perderse la fiesta al pedirle que vigilara a Joral. Por favor, acepte este
plato regional tradicional como muestra de nuestro pesar.
Lo acepté con una sonrisa y un retortijón de ansiedad, pero cuando lo miré me
resultó familiar. Una sonrisa auténtica se extendió por mi rostro.
—¡Gracias, Nasiha! ¡Me encanta el pastel de chocolate Decadence!
Arranqué un pedazo y me lo metí en la boca. Eso sí que era una droga que
merecía la pena probar. Mis papilas gustativas canturrearon alegremente por aquella
cremosa exquisitez. Cerré los ojos y gemí.
Hubo un extraño eco. Abrí los ojos y pillé a Nasiha y Tarik mirándome con
avidez, las palmas levemente unidas en un pobre intento de intimidad. En la cara de
Nasiha había una expresión algo culpable, que estropeó al instante con una risita
contenida. Los dos intercambiaron entonces una ardiente mirada y se marcharon a
toda prisa.
Mi bocado se convirtió en cenizas. Lo engullí con dificultad y solté el cuenco.
—Pervertidos —dije con hostilidad—. Ahora he perdido el apetito.
—Cómase la tarta —dijo Dllenahkh, y había un claro tinte de diversión en el tono
de su voz—. Ya se han ido, Joral está dormido y mis escudos son fuertes.
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Nunca olvides
Odiaba hablar con Qeturah sobre ciertas cosas, pero para ciertas cosas era la única
fuente de información.
—Ella ha llegado a la conclusión de que me odia, ¿verdad?
Qeturah miró su palmar.
—No tengo acceso a las notas sobre este caso.
Mentirosa.
—¿Le ha dicho a Rafi que no me escriba?
Por fin me miró a los ojos.
—No lo sé. Pero sé que si le escribe, nos aseguraremos de que él lo vea.
Asentí y me marché antes de que volviera a empezar conmigo. Podía escribirle a
mi ahijado. Eso era todo lo que necesitaba saber. Eso hacía las cosas más fáciles.
Querido Rafi…
Tenía que escribir. No podía llamar, porque todos estaban bajo protección hasta
que el lento y concienzudo proceso de la valoración y el juicio de Ioan hubiera
concluido. Fergus tenía razón: las autoridades no habían visto nada como Ioan en
Cygnus Beta, y no estaban dispuestos a correr ningún riesgo.
Querido Rafi,
¿Cómo estás? ¿Cómo va la terapia?
Hice una mueca y miré el palmar. Después de varios intentos, lo único que no
cambió del mensaje fue «Querido Rafi» y «Te quiere, tía Grace». Tal vez debería
enviar solo eso. Tal vez era demasiado pronto. Podía intentarlo de nuevo la semana
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siguiente después de regresar.
Guardé el palmar en mi mochila y la cerré.
—¿Listos, Lian? —pregunté.
Lian, que estaba asegurando nuestro refugio a una mochila militar mucho más
grande, me dirigió una mirada con los ojos entornados.
—Esto es una cita, ¿no?
—¿Por qué me acosas, Lian? —suspiré.
—¿Desquite? —replicó Lian, manejando la mochila con la facilidad que dan años
de práctica.
—Al menos no se me puede acusar de confraternización.
—Ni a mí tampoco. Ni de asaltar cunas —dijo Lian, subiendo un poco el pique.
—¡Tonio no es tan joven! —repliqué a la defensiva.
—No es tan viejo —contraatacó Lian, que se estaba divirtiendo.
—Vale. Lamento que interpretaras mi intento completamente profesional de
advertirte de que te mostrabas demasiado amistosa con Joral como una demostración
de interés frívolo e inadecuado en tu vida social. Creía que actuaba en el mejor interés
de mis colegas. ¿Podemos tener ahora una pequeña détente?
Lian se inclinó hacia delante, me cogió la cara con las dos manos y me lanzó una
mirada intensa mientras hacía esfuerzos por no reír.
—Llevas kohl para una excursión de campo. Ropa de camuflaje, botas y kohl.
¿Para qué, humm? ¿Para impresionar a los elefantes?
Entonces Lian retrocedió, sonriendo, y se marchó antes de que yo pudiera pensar
una réplica mordaz.
Habíamos dividido el equipo de manera temporal. Qeturah, Fergus, Nasiha y
Tarik iban a continuar con los asentamientos de las llanuras usando la lanzadera. ¿Y
recuerdan a Tonio, el tipo que se parecía un poco a Ioan, aunque no demasiado?
Resulta que era ranger, y estaba fuera de servicio durante el festival, pero todavía
miembro del funcionariado. Qeturah parecía pensar que sería buena idea pedirle a
Leoval que tirara de unos cuantos hilos y nos lo asignara como guía y seguridad extra.
Una de esas cosas casuales que yo había aprendido a no cuestionar. Así pues, Lian,
Dllenahkh, Joral y yo viajamos con Tonio en una segunda expedición por los bosques
montañosos del norte. Era un lugar demasiado poblado de árboles para las
lanzaderas, y demasiado cambiante como para construir carreteras, así que íbamos a
usar una forma de transporte tradicional, eficaz y probada: el elefante.
Me entusiasmaba la perspectiva, pero cuando llegué a la aldea de los mahouts, me
sorprendí.
—Son un poco… pequeños —dije, asombrada y decepcionada, apoyando una
mano cautelosa en el hombro del elefante que me habían asignado. No era mucho
más grande que un caballo de tiro de tamaño grande. Agitó las orejas de modo
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amistoso y guiñó su ojillo ámbar de largas pestañas.
Lian sonrió al ver mi expresión.
—Son elefantes del bosque. Los elefantes de la sabana son la especie más grande, y
los que más se ven en los holovídeos.
Yo seguía entusiasmada. Grandes o pequeños, los elefantes son elefantes al fin y al
cabo. Justo antes de montar, cuando estaba segura de que nadie podía verme, besé
rápidamente el hombro de mi bestia y murmuré:
—Hola, cariño.
—Hola, querida.
Era Tonio, que apareció de pronto a mi lado. Me dirigió una mirada risueña que
sugería que le divertían o le atraían las mujeres que besan a los elefantes por ningún
motivo. O ambas cosas.
No estábamos bajo la influencia del alcohol ni la de la baya de fuego, y Tonio era
ingenioso, alegre y agudo con una especie de energía eléctrica reprimida. Todavía
mejor: cada vez se me parecía menos a Ioan. Llevaba una capa corta con capucha que
no era de uso estándar pero resultó muy útil bajo los goteantes árboles, y de vez en
cuando, cuando volvía la cabeza de cierta manera, enmarcaba su fuerte perfil de un
modo que llamaba la atención hacia su boca. Bien definida, curvada, con una plenitud
en el labio inferior que pedía a gritos un beso de bocado… Una distracción muy
agradable.
Y entonces yo retiraba de nuevo la mirada, y veía a Lian mirándome y riéndose
para sí.
Además de burlarse claramente de mí, Lian solía mostrarse con más ganas de
hablar que de costumbre.
—Mi madre es de por aquí. Hay leyendas de monasterios remotos donde los
monjes caminan sobre las aguas y vuelan a través de las copas de los árboles.
Tonio puso los ojos en blanco, no con sarcasmo, sino de pura maldad.
—El pueblo de mi padre es de por aquí, y se cuentan historias de enormes estatuas
de piedra que apuntan, usando un apéndice u otro, a las entradas secretas de antiguos
templos. También hay informes de intrincadas tallas anatómicamente correctas en las
paredes de esos templos que demuestran las sesenta y dos posturas sexuales
aprobadas del Código Matrimonial.
Aparté rápidamente la mirada, mordiéndome los labios para no reír. Lian se
burlaría diciendo que siempre me reía de las cosas que decía Tonio.
Cruzamos nuestro primer río pocos minutos más tarde. Por suerte, los elefantes,
excelentes nadadores, cruzaron solitos, usando sus largas trompas para respirar a
través de las profundas aguas. Los de dos patas pasamos secos por un pequeño puente
de cuerda y madera, y aparte de la dudosa alegría de cabalgar un elefante mojado,
salió bastante bien.
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Cruzar el segundo río no se pareció en nada al primero.
—¿De dónde sale toda esta agua? —preguntó Lian, mirando con desazón la
cascada.
Era demasiado plana para considerarla una catarata, pero demasiado empinada
para ser un lecho fluvial corriente. Había dos puentes: uno alto sobre las aguas,
tendido de árbol a árbol corriente arriba; y otro inferior cuyas tablas estaban
ominosamente mojadas y que se apoyaba directamente en las riberas. El agua fluía
con más placidez allí, más profunda y con menos rocas, pero cuando me acerqué,
tuve que tragar saliva. El puente no era un puente en absoluto: era un mirador sobre
una enorme cascada.
—Tomaremos el puente alto —anunció el mahout.
Joral miró el puñado suelto de cuerdas oscilantes y despeluchadas.
—Parece que no han cuidado el puente alto desde hace algún tiempo —advirtió.
—El puente bajo es demasiado peligroso —insistió el mahout—. Nadaremos con
los elefantes.
En otras circunstancias, yo habría dicho que escucharan al hombre. Su tierra, su
río, sus elefantes, ¿no? Pero aquella corriente turbulenta no resultaba muy
tranquilizadora.
Tonio se encogió de hombros.
—Prefiero estar seco —anunció, y pasó rápidamente al puente bajo, que osciló un
poco, revelando que no era madera sino cuerda lo que conectaba el puente a las
riberas, pero llegó al otro lado sin dificultad. Joral y Lian siguieron veloces su ejemplo.
A estas alturas, el mahout había hecho caso omiso de la rebelión generalizada contra
su consejo y nadaba con los elefantes, chapoteando fácilmente cerca de la cabeza de su
propia bestia. Dllenahkh me miró, alzando las cejas con una expresión de «Bueno,
¿no viene?». Con cierto recelo todavía, crucé el puente antes que él.
Apenas habíamos llegado a la mitad cuando lo oímos venir, como un trueno.
Los rápidos pasos de Dllenahkh hicieron oscilar el puente, de modo que tropecé.
Me cogió el brazo un instante para sujetarme, y luego me instó a seguir con un ligero
empujón. El agua blanca corría por la pendiente con aterradora velocidad, hacia
nosotros. El pánico puso mis pies en movimiento mientras las tablas de madera
empezaban a temblar bajo mi peso. Sin renunciar a avanzar, vi con indefensa
fascinación cómo el agua rebasaba el puente, retorciéndolo y poniéndolo en vertical.
Recuerdo la caída. El peso de mi mochila me tiró inmediatamente de espaldas y
en horizontal. Miré entre mis pies la espuma blanca del agua que rompía, y vi a
Dllenahkh moverse a toda prisa, intentando cogerme, los dedos deslizándose por mi
pierna izquierda y deteniéndose por fin alrededor de mi tobillo. En su rostro no se
notaba ni el menor atisbo de ansiedad o sorpresa, así que tardé un momento en
advertir que también estaba cayendo, con un gran peso de agua a su espalda. Tiró de
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mí, agarró mi cinturón con la otra mano y tiró de nuevo, haciéndome girar. Entonces
miró más allá con expresión de intensa concentración y protegió mi cabeza
arrimándola contra su hombro.
Caímos. El agua está dura. Perdí el aliento, la memoria y, finalmente, la
consciencia.
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Él me miró adormilado, y luego contempló la habitación. Había una mesita baja
junto a una pared cercana con dos platos cubiertos, dos tazas y una olla. Lentamente
consiguió mover las piernas para sentarse sobre sus talones ante la mesa, sirvió las
tazas hasta arriba y me tendió una.
—Beba. Su cuerpo necesita agua y energía.
Cogí la taza con manos algo temblorosas y bebí en abundancia, apoyada en un
codo. Era un líquido amargo y dulce; no se parecía a nada que yo soliera beber, pero
lo apuré como si fuera la bebida más deliciosa del mundo.
Dllenahkh bebió despacio. Sus ojos escrutaron mi rostro y me miraron de arriba
abajo, como si me estuvieran catalogando.
—¿Cómo se encuentra? ¿Le duele algo?
Solté mi taza, me toqué la cicatriz de la mejilla, me palpé los brazos y costillas,
arqueé la espalda y flexioné los dedos de los pies.
—Creo que funciona todo. Un poco dolorida, pero es lo que cabe esperar cuando
recibes una paliza de agua y roca. ¿Y usted?
—Estoy bien —replicó él.
—¿Es a usted a quien debo darle las gracias por la rápida curación?
—En parte. Los adeptos me mostraron cómo establecer un vínculo con usted y
guiar su cuerpo en el proceso de curación.
Los adeptos. Interesante. Investigaría el tema a conciencia… después de aumentar
el nivel de azúcar en mi sangre. Apuré mi taza y me volví hacia la mesa para servirme
más, pero pronto me distrajeron los platos cubiertos. Cuando eché un vistazo no
encontré nada familiar, pero los aromas eran sutilmente tentadores. Descubrí un
plato y se lo ofrecí a Dllenahkh, en parte cortesía, en parte soborno.
—Cuéntemelo todo.
No podía recordar mucho después de aquel primer chapuzón helado, lo cual tal
vez fuese lo mejor, porque cuando Dllenahkh empezó a describir, aunque fuera de
forma concisa y carente de emoción, cómo nos había engullido la corriente
embravecida, empecé a estremecerme. No me cabe ninguna duda de que fueran
cuales fuesen mis heridas, habría acabado mucho peor si él no me hubiera protegido
de los impactos más duros. En cuanto a los adeptos, al parecer habíamos acabado en
uno de los legendarios templos a través de alguna caverna subterránea o un pasaje o
camino secreto que se ocultaba detrás o debajo de las cascadas. Quise sentirme
emocionada por qué un tópico tan hermoso cobrara vida, pero sobre todo sentía
hambre, estaba preocupada y muy insegura sobre el lugar donde habíamos
terminado. Esto no era un holovídeo clásico de Indiana Jones: era la vida real.
Dllenahkh no compartía esos resquemores.
—No entiendo cómo lo han conseguido, pero estos sabios poseen conocimientos
que superan los de la época en que los tasadiri debieron de llegar a Cygnus Beta.
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—¿Desarrollo paralelo de teorías y prácticas, tal vez? ¿Una especie de efecto
Newton-Leibniz?
Él reflexionó.
—Es una burda simplificación en exceso comparar el descubrimiento del cálculo
con la evolución de algunas de las técnicas de mente y meditación más sofisticadas
que ha visto la galaxia, pero comprendo su punto de vista. Tal vez ambas ramas de las
disciplinas ejemplifiquen una progresión natural del pensamiento sadiri.
—¿Cómo es que sabe ya tanto de ellos? —pregunté.
Dllenahkh apartó la mirada. No quería mentir, pero se notaba a la legua que no
quería responderme. Al final me dio una pista.
—¡Telepatía! Y tan fuerte que no se necesita el contacto físico para conversar. Eso
sí que es algo.
Dllenahkh sorbió su té e hizo un ruido que casi indicaba satisfacción.
—Han avanzado las disciplinas a un nivel que está aún más allá de lo que
conseguimos en los monasterios de Sadira.
—¿Irán a la colonia de sadiri que hay aquí, o a Nueva Sadira? —pregunté
taimadamente.
Él entornó un poco los ojos, aplacado su silencioso entusiasmo.
—No desean revelarse. Ni siquiera ahora.
—Bueno, eso no ayuda a nadie —suspiré, sintiéndome muy cansada—. ¿Hablarán
conmigo, o soy demasiado tonta como para que el esfuerzo merezca la pena?
Dllenahkh sonrió ante eso.
—Creo que saben cómo se encuentra. Estaba inconsciente cuando llegamos, y
apenas acaba de despertarse.
—Muy amable por su parte. Bueno, hágales saber de mi parte que una luz es más
útil en una montaña alta que debajo de un celemín. Y después de darles las gracias
por su hospitalidad, pregúnteles cuándo podemos volver a casa.
Hablé como si el equipo de la misión fuera «casa», y supongo que en eso se había
convertido a aquellas alturas.
Pasé en cama la mayor parte de ese día. Mientras dormía, Dllenahkh dejó la
habitación para alojarse en otra parte, así que me desperté sola en la oscuridad. Me
quedé acostada y en paz, escuchando el sonido del agua de lluvia (o tal vez fuera un
rocío nocturno muy intenso) que goteaba desde los aleros de fuera hasta que salió el
sol y llenó la habitación de luz. Minutos más tarde, llegó alguien: una chiquilla vestida
con una ligera túnica de lana, y el pelo tan corto que era una mera sombra sobre su
cuero cabelludo.
—Buenos días —dije en sadiri.
Ella parecía confusa y tímida.
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—Buenos días —respondió vacilante en mi dialecto local—. Le traeré agua para
que se lave, y su ropa para que pueda vestirse.
Comprendí que mi mochila debía de haber viajado conmigo cuando vi que la
ropa que me proporcionó no era la que llevaba puesta, sino la que había en el
equipaje. Cuando terminé mis sencillas abluciones con agua fría y me vestí, me llevó
varias cosas en cestas, las colocó ordenadas junto a una pared y se marchó.
—¡Magnífico! —dije primero, reconociendo los contenidos de mi mochila, ilesos
tras el chapuzón. Esos tipos del bosque sabían cómo diseñar el equipo adecuado.
—Maldita sea —dije a continuación. Había un bulto cuidadosamente envuelto
que, al desliarlo, reveló los múltiples fragmentos de mi palmar. Nada de enviar
mensajes rápidos. Hablando de lo cual, ¿dónde estaba mi comunicador?
Dllenahkh entró en mi habitación, sin duda en respuesta a mi grito de desazón.
—Eh, Dllenahkh —dije con alegría—. ¡Hay mujeres aquí! No puede ocultar este
tesoro a los otros sadiri. Pero me sorprende que sea una comunidad mixta. ¿Este tipo
de grupos no separan los sexos para que no se distraigan a la hora de filosofar, o algo
por el estilo?
Dllenahkh metió las manos por dentro de sus mangas, una acción que me llamó la
atención sobre el hecho de que ahora llevaba puesta una túnica muy similar a las de
estilo local.
—Como rara vez emplean los escudos entre sí, son conscientes de las mentes de
los otros, y la separación física no serviría a ningún propósito. En cambio, tienen una
sociedad integrada (célibes, solteros, parejas casadas y niños), todos en plena
comunicación telepática.
—¡Vaya forma de vivir! —exclamé—. Apuesto a que algunas zonas están
protegidas, como las viviendas de las parejas.
Antes de que pudiera reírme de mis propias palabras, vi que los labios de
Dllenahkh se torcían de un modo que me resultaba demasiado familiar.
—Comprendo —dije con sobriedad—. Tengo que dejar de reírme de las cosas.
Resultan ciertas con demasiada frecuencia como para resultar cómodas. Por cierto,
¿les ha preguntado cómo vamos a regresar?
—¿Ha desayunado ya? —preguntó.
—No —respondí, frunciendo el ceño—. ¿Acaba de esquivar mi pregunta?
—Preferiría discutirlo mientras desayunamos —replicó.
Él se sabía el camino. Mientras lo seguía, advertí que a pesar del silencio casi
absoluto del lugar, las pocas personas con las que nos encontramos nos saludaron de
manera verbal, a veces en sadiri, y a veces en mi propio dialecto. Los hombres
llevaban la cabeza rapada, y las mujeres solo se permitían una sombra, como la chica
que yo había visto antes. No todos llevaban túnicas, pero toda la ropa era de colores
vivos y de estilo sencillo. En contraste con esta uniformidad superficial, sus rostros y
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cuerpos eran sorprendente y variablemente expresivos, un recordatorio constante de
los miles de conversaciones en marcha que yo no podía oír.
Después de atravesar una especie de refectorio comunitario y recoger una bandeja
con fruta, cereales, guiso y té, nos dirigimos a un balcón que asomaba a un verde
barranco con una ventanita de cielo azul al fondo. Los árboles rezumaban humedad,
aunque la bruma del amanecer se disipaba rápidamente a medida que el día se
calentaba. La brisa era fresca, la vista asombrosa y la compañía… enigmática.
Dllenahkh hizo caso omiso de mis miradas inquisidoras y me instó a comer. Solo
cuando apenas quedaba en la mesa algo de té tibio se echó atrás ligeramente sobre sus
talones y pareció reflexionar.
—Una vez estuve íntimamente conectado con un monasterio de Sadira, lo que
ustedes llamarían un oblato. Aunque trabajaba como funcionario del gobierno y vivía
en una sociedad seglar, dedicaba el tiempo libre al estudio de la mente y su potencial.
Me olvidé de mi té ya frío y escuché con avidez. Nunca me había atrevido a
preguntar a mis sadiri sobre sus vidas antes del desastre, y aunque conocía a
Dllenahkh mejor que a ningún otro, todo mi conocimiento era reciente, de apenas un
año de antigüedad.
—He pasado el tiempo en Cygnus Beta del mismo modo. Trabajo en el gobierno
local de las colonias, y enseño las disciplinas a diversos niveles. Y, sobre todo porque
no puedo estar en todas partes, enseño a otros a enseñar.
—Me parece —dije en voz muy baja, odiando interrumpirlo— que es usted uno
de los sabios más avanzados de Cygnus Beta.
Él pareció reflexionar un instante.
—Diría que su afirmación es correcta, con una excepción. No he alcanzado los
niveles superiores, el desarrollo de la habilidad necesaria para pilotar una nave
mental.
—¿Puedo preguntar por qué no?
Él me miró como si la respuesta fuera obvia.
—Al contrario que los zhinuvianos, que se conectan y desconectan de su
tecnología con facilidad, los pilotos sadiri se vinculan tan solo con sus naves. No
deseo negarme el profundo vínculo que podría experimentarse en la conexión entre
mentes humanas.
Hizo una pausa y contempló el lejano trozo de cielo enmarcado por hojas y
enredaderas.
—Para mí, el haber encontrado este lugar es como haber encontrado un tesoro.
He preguntado si podemos marcharnos. No nos ponen ningún problema. Solo
requieren que dejemos atrás todo recuerdo de este lugar, para que pueda continuar
oculto.
Arrugué los labios. Por motivos obvios, los agujeros en la memoria no me hacían
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sentir cómoda, y sin embargo comprendía que mantener la seguridad de esa
comunidad era más importante que mis asuntos personales.
—Muy bien. ¿Cuándo podemos irnos?
Él me lanzó una mirada intensa.
—Pero ¿debemos irnos?
Me quedé de una pieza. Hablaba en serio.
—Dllenahkh, no puedo quedarme. Yo… Hay gente que depende de nuestro
regreso.
Él habló con brusquedad, casi interrumpiéndome.
—Aunque aprecio el hecho de que los cygnianos sean capaces de formar lazos en
un corto periodo de tiempo, creo que Tonio…
Lo interrumpí a mi vez, molesta por su estupidez.
—Estaba hablando de Rafi. Creo que incluso los sadiri comprenden las
responsabilidades familiares. ¿Y no cree que Joral depende también de usted?
—Joral comprende que puede confiar en la guía de cualquier sadiri mayor de
nuestra comunidad…
—Sí —dije, impaciente—, pero no será usted. Ustedes dos son como una familia,
¿sabe?
—Quedamos tan pocos que a todos los sadiri se nos puede considerar familia —
respondió él, tozudo.
—Entonces ¿por qué causarle dolor haciéndole creer que está muerto? —pregunté
con amabilidad.
Dllenahkh no dijo nada, pero vi un destello en su mirada que sugería que me
había anotado un punto. Tras un breve silencio, dijo:
—Como insiste usted en regresar, puede decirle que estoy vivo.
—¿Después de que me borren la memoria? —dije con sarcasmo.
Su expresión era decidida, y tal vez un poquito irritada.
—No olvidará esto. Yo me encargaré de ello.
Regresé a mi habitación y empaqueté mis cosas, incluso los trozos de palmar roto.
Cuando volví a salir, Dllenahkh estaba allí con un monje mayor que miró mi
disposición y sonrió con suavidad.
—Pocos eligen quedarse con nosotros. Es de esperar. No es una vida que pueda
comprender todo el mundo.
Sentí que algo más que la simple cortesía me obligaba a responder, y lo hice con
mi mejor sadiri ceremonial.
—Pocos están verdaderamente libres de las obligaciones y responsabilidades ante
los demás. De lo contrario se quedarían, aunque solo fuera durante un tiempo,
porque su armónica sociedad tranquiliza tanto la mente como el espíritu.
Él inclinó la cabeza en amable reconocimiento ante las palabras y la sinceridad.
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—Y sin embargo, me pregunto —continué, envalentonada por su amabilidad—
por qué su secreto es tan importante…, tanto como para alterar la mente de una
persona.
Dllenahkh empezó a fruncir el ceño, pensando sin tapujos que mis palabras eran
una falta de educación, pero el monje inclinó la cabeza a modo de disculpa, aceptando
la seriedad de la pregunta.
—Intentamos, una vez, abrirnos al mundo. Los efectos en la comunidad fueron
inquietantes. Verá, mucha gente creyó que nosotros éramos los Cuidadores y
empezaron a pedirnos más de lo que podíamos proporcionarles.
—Y no son ustedes…
—No somos los Cuidadores. No lo somos ahora, ni lo hemos sido nunca —
declaró él con solemnidad.
Contuve un suspiro de decepción. No tenía ningún sentimiento firme con
respecto al tema, pero sí la habitual curiosidad.
—Sus poderes son muy superiores a los nuestros —continuó.
—Entonces ¿los han visto? —pregunté rápidamente.
Él sonrió.
—Lo cierto es que no podría decirlo.
Nos condujo fuera del edificio, hasta un ordenado jardín de hierba verde, roca
oscura y bajos macizos de flores doradas. Un sendero de grava en el centro conducía a
un estanque liso como el cristal que parecía no tener más límite que el horizonte azul.
Sentí un pequeño arrebato de preocupación.
—¿No hay ningún otro camino más seguro? —preguntó Dllenahkh con
brusquedad.
—Ninguno que los de fuera puedan ver —fue la plácida respuesta.
Los monjes caminan sobre las aguas y vuelan a través de las copas de los árboles.
—Así que esto es lo que creo que es —dije con voz grave.
—Acaba de recuperarse. ¿Cómo pueden estar seguros de que es lo bastante fuerte?
—Dllenahkh se volvió de improviso hacia mí—. Delarua, quédese.
—No, Dllenahkh. Rafi, ¿recuerda? Joral. Qeturah. Incluso mi hermana María, que
tal vez querría verme muerta. Y, sí, incluso Tonio, a quien conozco desde hace dos
semanas.
—Entonces voy con usted —declaró.
—No —sacudí la cabeza—. No haga esto, no me haga sentir que me interpongo
entre usted y su sueño.
Su mirada resuelta me dijo que ya se había decidido.
—Si se me permite, regresaré algún día, después de haber completado mi misión.
Tenía razón, Delarua. Hay gente que depende de nuestro regreso, y fue un error por
mi parte convencerme de lo contrario.
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Miré al monje. Estaba allí de pie, observándonos, tan poco sorprendido como si
hubiera conocido la decisión final de Dllenahkh antes que él mismo. Solté un gran
suspiro de alivio.
—Bueno, entonces ¿a qué estamos esperando? —dije con una sonrisa—. Vaya a
por sus cosas.
Recorrí el jardín con el monje mientras Dllenahkh se marchaba. Sé que tuvimos
una buena y profunda conversación, porque me sentí animada al final, y he aprendido
a confiar en mis emociones. Debió de cuidarse particularmente de eliminar todo
rastro de mi presencia de su mente, porque no puedo recordar nada de lo que
hablamos. Sí me acuerdo de cuando regresó Dllenahkh, ataviado una vez más como
un miembro de la misión. Mi mente sentía un claro, como si alguien hubiera tocado
una sola gota de aceite y esta se hubiera extendido, y hecho retroceder a las demás
influencias.
Miré al monje, consciente de ello, pero necesitando oír que lo dijera. Sonrió y
señaló el estanque.
—Camine sobre las aguas. Vuele a través de las copas de los árboles. Adiós.
Fans de los holovídeos de Indiana Jones, moríos de envidia. No caminamos:
corrimos. Nuestros pies golpearon firmemente el agua, se posaron de forma
imposible y nos impulsaron hasta el horizonte al otro lado del estanque. Nos topamos
con un elemento que debería de habernos destruido: aire con una brisa demasiado
ligera para que los que no tenemos alas podamos esperar nada.
Y, sin embargo, volamos.
Surcamos el estrecho valle, siguiendo la línea del río como si fuera una flecha
hasta nuestro destino. Me sentí tentada de mirar atrás para ver si había una fila de
figuras ataviadas con túnicas más allá del borde del estanque, dirigiéndonos
suavemente hacia casa, pero supe que era solo una tonta imagen cinematográfica, tal
vez un recuerdo de algún antiguo holovídeo. Así que miré hacia delante asombrada,
viendo la clase de vista a ojo de pájaro del paisaje que ni siquiera una lanzadera puede
proporcionar.
Algunas personas, por supuesto, tienen que demostrar que no hay nada capaz de
asombrarlas.
—La telequinesis es una consecuencia natural del desarrollo psiónico intensivo —
observó después de un par de minutos.
—¡Cállese! ¡Lo está estropeando! —grité. (Puede que también chillara «uaaala» en
algún momento. No admito nada).
Por suave que fue nuestro descenso, mientras nos acercábamos al agua empecé a
advertir algo.
—Creo que vamos a mojarnos otra vez… ¡Aughhhhh!
Pero solo fue hasta las rodillas, y la corriente era suave en comparación con la
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anterior. Mientras chapoteábamos hasta la orilla más cercana, pesados y anclados en
la tierra una vez más, oí el sonido más hermoso del mundo, el trino de mi
comunicador perdido, que surgía milagrosamente del bolsillo de Dllenahkh. Tuvo la
decencia de parecer ligeramente avergonzado mientras lo sacaba de su escondite y
respondía a la llamada de emergencia automática. Cuando desconectó, tendí
acusadora la mano, pensando en mi palmar convenientemente destrozado. Él me
puso el comunicador en la mano con una sonrisita de pesar que me hizo aplacarme.
—Él tenía razón. No había ningún motivo para preocuparse por mí. Podría
haberse quedado allí —admití.
—Creo que actué de la manera adecuada —replicó él, la sonrisa y el pesar
borrados de sus rasgos—. A estas alturas no serviría de nada tener una dualidad de
lealtades.
Quise creerlo, así que dejé correr el asunto antes de que pudiera convencerme de
lo contrario. Después de eso, lo único que hizo falta fue encontrar un claro adecuado
para las lanzaderas y sentarnos a esperar.
La reunión estuvo muy bien. Nos dimos los abrazos de rigor (¡algunos de
nosotros, al menos!), y sentimos el alivio mutuo y la felicidad de estar en casa sanos y
salvos. Solo Qeturah parecía sombría y casi al borde de las lágrimas, y me dio la
impresión de que debía de haberse convencido a sí misma de que era la responsable
de habernos enviado a la muerte. Le dirigí un pequeño gesto con la cabeza, para
castigarla por haber pensado esas tonterías. Sin embargo, resultó que tenía otras cosas
en mente.
—Alguien espera para hablar contigo por el comunicador de la lanzadera —me
dijo.
Me animé aún más. ¡Rafi! Di una excusa apresurada, corrí a la lanzadera y encendí
rápidamente el monitor.
—Grace.
Los ojos de María parecían hinchados, como si hubiera estado llorando y pudiera
empezar a hacerlo de nuevo de un momento a otro.
—Hola, María —dije vacilante. En realidad no tenía ni idea de qué decir.
Ella sonrió débilmente.
—Me alegro de verte viva y bien.
Le dirigí una pequeña sonrisa que no era del todo amable.
—¿Creías que estaba muerta?
La aflicción que asomó en su rostro me convenció: lo había deseado. Suspiré y
aparté la mirada, las lágrimas picándome en los ojos.
—Mira, yo…
—Grace, por favor…
Dejamos de hablar.
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—Tú primero —dije por fin.
—De acuerdo —respondió ella, y tomó una gran bocanada de aire, preparándose
—. Yo… Todavía nos queda un largo camino por delante, a Gracie y a mí. La
influencia duró tanto tiempo que no pueden volver a poner las cosas tal como
estaban. Pero Rafi está bien. Él es… más parecido a ti. Grace, tienes que prometerme
que si no puedo cuidar de él, si intentan quitármelo, te encargarás de cuidarlo. Serás
su tutora. Firmaré lo que haga falta. Solo quiero que esté con la familia.
—Por supuesto, María —dije. Las lágrimas corrían ahora libremente—. Por
supuesto.
Hablamos durante unos cuantos minutos más. Le dije que le enviaría muy pronto
un mensaje a Rafi. Le pedí disculpas por no haber hecho más. Ella me dijo que no
fuera tonta, e incluso pareció que lo decía en serio.
Dejé el monitor con los ojos rojos pero la cara seca. Entonces vi a Tonio fuera y
comprendí que tenía que prepararme para otro encuentro.
Él se comportó a la perfección. Me cogió de la mano y me llevó a un lugar
apartado bajo el dosel del bosque. Se sentó en un tronco caído y me colocó
amablemente sobre su regazo. De manera inesperada, en contraste con su rostro
tranquilo, sus emociones cantaron contra las mías en una cacofonía mutua de alegría
y pesar entremezclados. Tal vez los dos estábamos un poco mareados, un poco
susceptibles al melodrama del momento. O tal vez no.
—Eh, para —dije, tragándome mis propias lágrimas—. Haces tanto ruido que los
sadiri te van a oír.
Él me dirigió una mirada de inocencia, los ojos muy abiertos.
—Tal vez estás proyectando tus sentimientos hacia mí.
—Si eso es cierto, entonces deja el «tal vez» y dímelo directamente —lo desafié—.
Hum. No lo creo —añadí mientras él apartaba la mirada un instante con una sonrisa
triste.
—Hemos tenido demasiado poco tiempo, tú y yo —dijo en voz baja—. Y ahora tú
te vas por ahí —señaló el bosque—, y yo regreso por allí —y miró en dirección de la
sabana—. Y eso es todo.
—¿No hay ningún chiste? —dije sin aliento—. ¿Ningún comentario animado para
hacerlo más fácil?
Me dirigió una media sonrisa, tocando mi mejilla suavemente con el dorso de la
mano.
—No quiero que sea fácil. Quiero la verdad.
—Entonces… esto —y le di un suave beso en los labios— no es fácil, pero es
verdad.
Apretó su frente contra la mía, y luego me besó, con un beso tan breve como
había sido el mío, pero mucho más intenso.
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—Merece la pena —dijo con un suspiro.
Lo sé. Tal vez no fue una gran pasión según los baremos habituales, pero ¿puede
comprender alguien lo que significó para mí? Captar, aunque fuera un momento, el
interés y la atención de un hombre que era lo bastante fuerte como para alejarse de
mí, y lo bastante fuerte como para dejar que me alejara de él… Tal vez sea exagerado
decir que curó algo en mí, pero por algo se empieza.
Esta aventura tiene un pequeño epílogo. Dos semanas más tarde, después de que
dejáramos la zona, Qeturah les informó a Dllenahkh y Joral de que una remota aldea
de las tierras altas del bosque había hecho un esfuerzo inaudito por contactar con las
autoridades del Gobierno Central.
—Parece que se han enterado de la existencia de su misión para hallar esposas
tasadiri para sus colonos, y les impresiona su valor. Han enviado muestras genéricas
como prueba de su disponibilidad y desean enviar una delegación de mujeres al
asentamiento de Tlaxce.
—¡Eso es maravilloso! —exclamé—. No me sorprendería si…
Sí, iba a decirlo. Iba a empezar a hablar del lugar en el que había estado y de la
gente que había visto, y las cosas que se suponía que debía mantener en secreto. En
cambio, mi voz se apagó y me atraganté, la boca se me cerró y los dientes se cerraron
tan rápido que me mordí la punta de la lengua. Lian me dirigió una mirada extrañada,
pero por lo demás nadie más reparó en mi extraño arrebato de tos. Dllenahkh, que
advirtió con preocupación y compasión mi súbito silencio y las lágrimas en mis ojos,
se me acercó después de la reunión.
—Puede que se me haya pasado por alto mencionar que la orden que nos han
dado de no decirle nada a los demás sobre este asunto es demasiado tajante como
para que yo pueda eliminarla —dijo en voz baja.
—No me diga —respondí, y traté de mirarme la lengua extendida.
—Pero su deducción es correcta. Me alegra que hayan encontrado un modo de
reconocer nuestra necesidad sin comprometer su modo de vida.
Las palabras eran neutrales, y el tono tranquilo, pero sus ojos chispeaban de
triunfo.
Le sonreí.
—Tengo algo para usted.
Busqué en uno de mis bolsillos. Estaba en un puñado de tonterías que había
cogido para los hijos de Gilda, pero por algún motivo no lo había enviado con el
resto.
—Nunca he llegado a agradecerle como es debido el hecho de que me salvara la
vida y me curara y me trajera a salvo de regreso. Así que… tome.
Divertido, cogió el pequeño objeto marrón. Entonces su gesto se torció.
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—Altamente inadecuado. Le doy las gracias. Es bueno tener a alguien con quien
pueda recordar esto.
Se colocó gravemente el elefante de teca en el cuello de su túnica y le dio una
palmadita de satisfacción que me recordó mi propia forma de tratar con las versiones
de tamaño natural de la vida real.
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extrañamente cerca al filo de la culpa. Curar a Delarua había sido inesperadamente
abrumador, debido en parte, sin duda, a la emoción de aprender una nueva habilidad,
casi milagrosa, pero también quizá debido a la trascendencia de vincularse con una
nave mental y sentir los huesos, tendones y nervios de otro ser, no como un amo de
marionetas, sino como un bailarín en sincronía con una pareja, capaz de sugerir el
movimiento con una leve presión de comunicación silenciosa e invisible.
—Yo le enseñaré —dijo Nasiha con una firmeza que fue casi tan buena como un
juramento.
—Gracias, comandante. Si puedo hacerle una sugerencia, sea sutil. Puede que
Delarua parezca intrépida, pero no le cuesta nada dar marcha atrás si se siente
presionada.
—Tendré cuidado, consejero —prometió Nasiha.
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La reina hada
Su cabello era una nube de gomaespuma plateada que crecía desde las sienes en rizos
diminutos y suaves, y luego se expandía hacia arriba y hacia fuera con feroz gloria.
Pocas coronas de estilo tradicional podían abarcarlo, pero no hacía falta ninguna
cuando los diamantes de todos los colores, rosas y blancos y dorados, chispeaban
libremente a través de sus trenzas, y transformaban la nube en una nebulosa
estrellada. Sus cejas eran doradas y de forma perfecta, cada una un arco gentil y
delicado. Oscuras pupilas destacaban en unos iris de color gris mar; largas pestañas
marrón claro lo enmarcaban todo con una humedad ensoñadora. Su expresión era
ajena a lo que pudiera haber de corriente en los demás, y comprendía su deseo natural
de adorarla. Los esbeltos miembros conferían elegancia a su pose: la misma finura de
sus huesos atraía la mirada hacia sus líneas y sutiles curvas. Su piel desafiaba el
sentido común, pues combinaban la transparencia con un tinte ambarino, y revelaban
una intrincada red de venas bajo la piel más pálida del interior de su brazo. Habría
hecho llorar a un artista, porque ni el pincel ni la pintura le habrían hecho justicia.
Un catálogo de mis propios defectos empezó a desplegarse en mi mente. La
textura irregular de mi pelo, cuya incapacidad para decidir si rizarse u ondular
significaba que un rapado bien corto era la mejor de un puñado de malas opciones. El
mundano marrón de ese mismo pelo. Cejas anchas y planas que enmarcaban con
fuerza mi cara, y ojos que necesitaban la ayuda del kohl para resaltar. Huesos gruesos
y músculos que hablaban más de robustez que de gracia (¡ah, la ironía!). Piel marrón
cedro que podría haber sido aceptable de no ser por la leve sombra de pecas en mi
nariz y mejillas.
Ah, eso es. Me consolé. Teníamos más o menos la misma nariz, un feliz término
medio que no era ni grande ni pequeña, ni ancha ni puntiaguda, solo bien
proporcionada y unida armoniosamente a la frente con una suave depresión. Me
aferré a la imagen de mi nariz y traté de sentir confianza mientras la miraba con
altanería… en la medida en que era posible mirar con altanería a alguien que está
sentada en un trono elevado en un estrado.
—La Misión de Visita de Tlaxce del Gobierno Central de Cygnus Beta le da las
gracias a Su Majestad por su amable invitación, y desea aprovechar la oportunidad
para renovarle a la Corte Bendita la confirmación de su más alta consideración.
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Lo impresionante no era el elevado lenguaje diplomático. Era el hecho de que
pudiera resucitar lo suficiente de mi cymraeg para decir todo aquello sin que hubiera
pausas ni tartamudeos.
La Reina Hada inclinó graciosamente la cabeza.
—Sed bienvenidos —dijo.
Todo había sido maravillosamente mundano durante casi tres semanas, justo lo
que yo necesitaba después de la emoción que me había producido la caída por la
cascada. Habíamos volado al sur con la lanzadera y habíamos recorrido las granjas,
visitando asentamientos con poca humanidad y abundancia de rumiantes. Puede que
incluso mirara un par de veces hacia la gris linde de las montañas boscosas al oeste.
Puede que incluso dudara un poco, pero cuando Qeturah me dijo que habíamos
obtenido permiso para ir a Faerie, mi reacción inmediata fue que se trataba de una
Mala Idea con M e I mayúsculas, porque que me zurzan si iba a explicarles a los sadiri
cómo una comunidad de los suyos había renunciado del todo a su propia cultura para
actualizar un oscuro mito terrestre. Pero el trabajo era el trabajo, así que acepté e hice
lo que buenamente pude.
—Los informes son difusos. Faerie lleva cerrada más de un siglo porque los
visitantes la trataban como si fuera un parque temático —los visitantes listos, pensé
cínicamente para mí—. Pero dicen que, durante siglos, poblaron esta tierra dos clanes
tasadiri que estaban en guerra constante. Habían soportado una racha
particularmente mala de hostilidades cuando un extraño cygniano apareció con una
intrigante solución a su problema. Como la causa principal de su guerra era la
cuestión de qué rituales y dialectos de qué clan deberían tomar precedencia, se
alcanzó el compromiso de que ambos clanes aprendieran una identidad
completamente nueva.
Tarik se mostró incrédulo.
—Esto no tiene sentido. ¿Quiere decir que dos tribus tasadiri abandonaron
milenios de tradición a cambio de convertirse en una sociedad extraída de cuentos y
escritos ficticios?
—Me temo que así es —respondí, intentando no sonreír ante su expresión de
asombro.
En realidad, resultaba una creencia bastante seductora. Longevos, superiores y
mentalmente dominantes sobre los más débiles terrestres, los elfos eran claramente
un indicativo de alguna visita sadiri encubierta a la Tierra antes del embargo. Si estás
algo chalado, claro.
—¿Quién fue el cygniano que les enseñó esto? —preguntó Dllenahkh.
—Un académico mochales descendiente de los druidas de Ynys Môn que se
dedicó a conocer todas las manifestaciones antiguas y modernas de la cultura celta.
Dicen que sus antepasados fundaron Nueva Camelot. No lo sé. A decir verdad, todo
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esto me parece un poco tonto, pero han oído hablar de nosotros y nos han invitado,
así que no podemos decir que no.
Por suerte, había hecho que sus expectativas fueran tan bajas que cuando la
lanzadera se posó en el calvero de una colina rodeada de árboles, nos sentimos
aliviados al ser recibidos por cygnianos corrientes vestidos de forma contemporánea y
con el pelo solo ligeramente brillante, congregados como comité de bienvenida
alrededor del trono de la reina. Sin embargo, se aferraron con firmeza a su propio
lenguaje, hasta que Tarik pudiera poner en marcha un programa traductor. Eso
significa que solo su segura servidora podía ser el principal conducto de
comunicación de nuestro bando.
La Reina Hada era elocuente pero algo loca, y eso dificultaba la traducción.
Después de descender del estrado para saludar a la directora con solemnidad, dedicó
su atención al resto del equipo a medida que se iban haciendo las presentaciones. Al
principio, asintió rutinariamente ante cada nombre, pero luego empezó a caminar
entre nosotros, su alta y esbelta figura a la vez imponente y frágil. Lian se ganó una
mirada atenta, y Nasiha otro grave asentimiento, pero ante Fergus se detuvo a
reflexionar. Con una mirada de reojo a Qeturah, murmuró: «Probablemente de ella»,
y continuó hacia Joral. Tomó al pobre joven por la barbilla, lo examinó y proclamó:
—Joven.
Y pasó a Tarik. Nasiha, que era más rápida para estas cosas que ninguno de
nosotros, cogió la mano de su marido y miró desafiante a la mujer, que se limitó a
sonreír y se detuvo ante Dllenahkh. Sin dejar de mirarlo, me llamó.
—¿Representas a los sadiri recién llegados a Cygnus Beta? —le preguntó.
Yo traduje, y Dllenahkh asintió.
—Así es, majestad.
Ella era unos tres centímetros más alta que él, sin contar los quince centímetros
que eran solo cabello, pero él era tres veces más ancho, e igual de pagado de sí mismo.
De pronto la reina sonrió majestuosa, como si se dignara a reconocerlo como un
igual.
—Os hablaré —declaró—. Y tú —se dirigió a mí, todavía sin mirarme—
traducirás. Los demás tenéis libertad para instalaros en la Corte Bendita hasta que
hayamos terminado de debatir.
Repetí sus palabras en estándar para beneficio del equipo, mirando ansiosa a
Qeturah. Ella sonrió tranquila, pero sus ojos indicaron cautela cuando dijo:
—Dígale que de acuerdo con las prácticas del gobierno nos gustaría establecer
nuestro refugio cerca de la lanzadera.
La reina se escandalizó ante la idea.
—¡Tonterías! —dijo, mirando a Qeturah como si estuviera a la vez loca y fuera
descortés—. Es demasiado peligroso alojarse en el suelo de noche. Os hemos
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preparado alojamientos.
La mirada de Qeturah siguió la mano con la que señalaba, para ver las pasarelas en
las alturas de los enormes árboles donde plataformas de madera abarcaban ramas y
rodeaban troncos en una enorme ciudad arbórea.
—Transmita nuestro agradecimiento, primera oficial Delarua —dijo, sin aliento.
Nuestra plataforma (o t’bren, como la llamaban) no tenía barandillas, algo que no
parecía preocupar a nadie más que a nosotros, pero nos ofrecieron unas redes de
cuerdas para atarlas sobre y alrededor de nuestras camas, quizá como forma de
contener a los sonámbulos. Tuve cuidado con la mía esa primera noche, la enganché a
una rama superior y la até bajo la cama.
Eso hizo que despertarme de pronto en mitad de la noche fuera aún más
emocionante cuando me vi atrapada en la red.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
El grave murmullo de respuesta de Fergus fue lento y tranquilizador.
—Alguien intenta entrar en la lanzadera. Lian y yo vamos a comprobarlo.
Vacilé, luego me zafé de la red con un último esfuerzo y me abrí paso hasta el
borde. Una mano se posó sobre mi espalda, otra contuvo mi sobresalto y mi grito y
una voz susurró en cymraeg:
—Quédese.
Tal vez se tratase de alguien a quien habíamos visto durante el día, pero la noche
era oscura y todas las caras difusas. Tal vez la única persona que destacaría sería la
reina, con su pelo brillante.
—¿Qué es? —susurró—. ¿Lo sabe?
—Malignos —fue la respuesta, en un susurro.
Durante un segundo me sentí aturdida, y luego sonreí.
—Ah. Los malos.
—Sí. Dominan la tierra de noche, y se meten bajo tierra al amanecer. No suben a
las copas de nuestros árboles, y nosotros no descendemos a sus cuevas. Así
conservamos cierta medida de paz.
—Creía que el objetivo de convertirse en elfos era detener el conflicto.
La mano en mi espalda cambió, como si vibrara de risa.
—Ya se lo contaré mañana. Es una buena historia.
—Pero ¿quién es usted? ¿Cómo lo reconoceré a la luz del día?
—Soy el contador de cuentos y el cantor de canciones. Usted será una buena
canción, puedo sentirlo. ¿Cuál es el suyo?
La desconexión de pensamiento y habla parecía ser una tendencia élfica, pero lo
comprendí cuando una mano en sombras señaló a los del resto del grupo, que estaban
despiertos y hablaban en voz baja por sus comunicadores y entre sí.
—Tarik y Nasiha son marido y mujer. El resto… solo nos pertenecemos a
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nosotros mismos.
—Ah —hubo un atisbo de humor en la respuesta, y me pregunté demasiado tarde
hasta qué punto eran fuertes aquellos elfos en telepatía y empatía. Me senté y puse
algo de distancia entre mí misma y el extraño elfo de mano demasiado amistosa.
—Ahí vienen sus guardias —dijo el cantor y contador de historias y, en efecto,
Fergus y Lian regresaban.
—Las alarmas del perímetro los espantaron —dijo Fergus—. Alguien probó un
débil truco mental con nosotros, pero no prendió.
Expliqué rápidamente lo poco que había aprendido.
—Eso no resulta tranquilizador —dijo Qeturah con tono preocupado en la voz—.
¿Recuerdan la leyenda del encantamiento de los elfos? Permanezcamos juntos todo lo
que sea posible y estemos alerta ante su influencia.
Terminado el peligro inmediato, los sadiri no tardaron en dedicarse a descansar
con su habitual parquedad. Qeturah se llevó aparte a Lian para conversar en privado.
Había pocas posibilidades de que yo me durmiera de inmediato, con toda la
adrenalina que había corrido en los últimos minutos, así que me acerqué a Fergus.
Estaba guardando parte de su equipo y, como de costumbre, me hacía caso omiso con
amabilidad. Hacía tiempo que había descubierto que para un hombre como él, que no
hablaba a menos que fuera necesario, yo era una pesadilla ambulante.
—Estoy un poco sorprendida —empecé a decir, ajustando mi voz para que
cuadrara con su medida cadencia, esperando no sobresaltarlo ni molestarlo—.
Algunos de los tasadiri con quienes nos hemos encontrado… Bueno, una cosa es no
tener las disciplinas mentales, pero parecen casi… incivilizados.
Hubo un momento de silencio mientras él se detenía un momento en su trabajo.
—¿Está bromeando? —dijo por fin, cauto.
Yo me sorprendí.
—No. ¿Qué he dicho?
—Ahora tienen todo tipo de maneras de reformar a los criminales, pero ¿qué cree
que solían hacer los sadiri con sus delincuentes en los viejos tiempos?
Me quedé muda. La idea de que hubiera sadiri capaces de quebrantar la ley no se
me había pasado por la cabeza. El perpetuo estereotipo del sadiri superior y juicioso
estaba demasiado arraigado, incluso en mí.
—Los expulsaban del planeta, rápido y lejos. Un montón de sus supuestas
avanzadillas científicas y retiros religiosos no eran más que sitios donde arrojar a los
indeseables, gente que no encajaba. Lo irónico es que funcionó para bien. Lástima que
la demografía esté tan torcida.
Resoplé muy despacio.
—¿Me está diciendo que entre los sadiri que sobrevivieron hay diplomáticos y
jueces, pilotos y científicos, monjes y monjas y… presidiarios?
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—Sí. Casi dan ganas de echarse a reír, ¿verdad?
Me sentí como una idiota. Cierto, mi especialidad era la cultura y el lenguaje
cygniano, pero llevaba unos meses orgullosa de estar convirtiéndome en una especie
de experta en asuntos sadiri.
—¿Cómo es que sabe todo esto? —pregunté, algo picada.
—Trabajé en la Patrulla Galáctica —replicó él—. He estado en muchos sitios,
incluido Ain. Hay un montón de historias interesantes sobre cómo se fundó Ain, pero
creo que está claro.
—¿Ah, sí?
Me pareció saber lo que iba a decir. Las diferencias políticas surgen, siguen los
conflictos y la facción más aventurera se marcha a un nuevo mundo de su elección…
o la perdedora es expulsada. Esa era la historia de Punartam, y qué versión conocías
dependía de que la persona que te contara la historia fuera de Punartam o de
Ntshune.
—Prisión colonial para los peores delincuentes. Tal vez gente como su… —se
detuvo y se envaró.
—Como Ioan —dije, mientras mi estómago se hundía como si el árbol hubiera
quitado de pronto su apoyo bajo nuestros pies.
—Algo así —respondió él, de nuevo cauto. Tal vez temía que yo fuera a darle
confianza o a echarme a llorar—. Váyase a dormir —concluyó con brusquedad—. No
puedo hacer guardia si la gente me da la lata toda la noche.
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un favor. En cuanto tenga ocasión, pregúntele por la Corte Maligna.
Esa noche nos invitaron a una cena formal. No pude evitar sonreír ante la
disposición de los asientos. A Qeturah le ofrecieron un diván en un estrado más
pequeño con Lian y Fergus cerca, y los elfos que la atendían eran sobre todo
masculinos y… bueno… muy apuestos. Nasiha recibió el estrado más pequeño con
Tarik a su lado, Joral un poco más abajo y, de nuevo, algunos asistentes muy apuestos.
Yo no tuve esa suerte. Tal vez esa sociedad matriarcal requería que tuviera al menos
un varón propio para recibir tratamiento especial, o quizás era todavía demasiado útil
como traductora. Estaba un poco por detrás de Dllenahkh, que se sentaba a la derecha
de la reina. Por el lado positivo, parecía que los asistentes más atractivos habían sido
reservados para el estrado de la reina, así que durante las pausas en la conversación
me entretuve clasificándolos. Uno de ellos, un ocho con cinco en mi escala, tañía
tranquilamente un instrumento de cuerda que parecía una cítara. Me vio y sonrió.
Mis ojos se ensancharon y le dio al sorprendido Dllenahkh un codazo en las costillas.
—¡Rápido! ¡Pregúntele por la Corte Maligna! —susurré.
Así lo hizo él, formando solo una mueca de desaprobación con la comisura de los
labios para reprenderme por mi conducta, y yo traduje con diligencia. Los ojos de la
reina pasaron de la pereza a la furia durante un instante, pero al momento recuperó la
calma.
—Es cierto —dijo—. Parece que la guerra, cuando se la priva de una razón, se
limita a buscarse otra. Seguimos siendo un pueblo dividido, tras haber seleccionado
diferentes aspectos de la leyenda para encarnarlos. Y sin embargo, es mejor que antes.
—¿Cómo es eso, majestad? —preguntó Dllenahkh.
Con una palmada, ella llamó la atención del trovador.
—Cuéntales una historia de los Días Antiguos, la de la mujer de los tres hijos.
El trovador soltó su instrumento, se puso en pie y se dirigió a la corte con una
meliflua voz de tenor.
—Una mujer tenía tres hijos, y cuando estos crecieron, el primero se dirigió a ella
y le dijo: «Mamá, amo a una chica y quiero casarme con ella». Ella le respondió:
«Hijo, eso alegra mi corazón, pero ¿a qué linaje pertenece?». «Ay, mamá», le dijo él,
«es medio terrestre». La madre se encogió de hombros y sacudió la cabeza y dijo: «Es
una tragedia, pero lo soportaré».
»El segundo hijo fue a verla poco después para informarla de su deseo de casarse
y, peor todavía, de que la esposa que había elegido era medio terrestre y medio
ntshune, sin nada de tasadiri en ella. Pero una vez más la madre se encogió de
hombros, sacudió la cabeza y dijo: “Es una tragedia, pero lo soportaré”.
»Por último, el tercer hijo fue a verla, y le dijo que estaba prometido. Cuando ella
le preguntó por el linaje de la chica, él respondió ufano: “Es toda sadiri, mamá”.
“Maravillosa noticia”, exclamó la madre. “¿De qué familia?”. “Es del Otro clan”,
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confesó él. Y entonces su madre se levantó con un cuchillo y lo mató sin mediar
palabra.
El bardo esperó a que yo terminara de traducir, y luego dijo en voz baja, solo para
que yo pudiera oírlo:
—Espero que lo hayas traducido bien. Es una de mis mejores historias, heredada
de mi abuela.
—¿Cuento, o historia familiar? —murmuré burlona como respuesta.
Él se limitó a sonreír de manera enigmática.
—Los conflictos son menos intensos y menos sangrientos que antes. Algunos lo
achacan a la mezcla de nuestra sangre, y otros a nuestras nuevas tradiciones —dijo la
reina.
—Y algunos dicen que hay un tercer motivo —murmuró el bardo mientras
regresaba a su instrumento.
—Paz, niño, todo a su debido tiempo. Lo que mi impertinente bisnieto desea que
os cuente es que algunas de las mujeres de la Corte Maligna son longevas, sobre todo
las mujeres de mi Casa. —La reina miró a sus ayudantes. De repente, su devoción y su
aire divino habían dejado de parecer gratuitos.
—En muchas culturas se considera descortés preguntarle la edad a una mujer —
dijo Dllenahkh—. Si puedo pedirle perdón de antemano, ¿querría satisfacer mi
curiosidad?
Tuve cuidado de traducir el elegante entramado de la pregunta de Dllenahkh.
Creo que lo conseguí, pues la reina le sonrió y dijo con donaire:
—Tengo casi trescientos cuarenta y siete años estándar.
—La ley cygniana prohíbe extender el lapso de la vida por medios genéticos —
advirtió Qeturah—. Es una proposición arriesgada, con resultados irregulares.
La reina se encogió de hombros.
—Lo que se hizo, se hizo hace mucho tiempo. ¿Pretendíamos quizá restaurar los
años que la mezcla de nuestra sangre nos ha quitado? Y, sí, los resultados son
irregulares, como pueden atestiguar. Pero ha proporcionado un núcleo de estabilidad
en nuestra sociedad.
—Es una tierra de auténticas matriarcas. ¿Por eso no hay ningún rey en su corte?
—inquirió Dllenahkh.
La reina pareció encantada con aquella pregunta.
—Hubo dos en el pasado, pero ahora sigo el ejemplo de otras mujeres de mi Casa,
y me contento con mis ayudantes.
Hubo un leve sonido atragantado mientras Fergus inhalaba su bebida, sin duda
porque acababa de darse cuenta de por qué lo habían colocado a los pies de la
directora. Qeturah sonrió y le dio una palmadita en el hombro.
—Silencio, querido, nada de explicaciones. No es momento para avergonzarse.
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—Esto no es vida —me dijo Lian después—. Nunca he visto a ninguna mujer con
un harén que se tenga tan bien merecido. Espero que no le quite el ojo de encima a su
árbol genealógico. Sería muy embarazoso que sedujera a uno de tus propios bisnietos.
—Son una población pequeña —coincidí—. No me sorprendería si hubiera
secuestros mutuos con los otros elfos.
—Sí. Todo por la carne fresca —dijo Lian.
Fruncí el ceño, sin saber del todo por qué.
Las discusiones continuaron. Lo que hacía que todo fuera particularmente difícil
era el hecho de que la reina se entusiasmaba con el sonido del lenguaje sadiri y
acuciaba a Dllenahkh para que solo hablara en ese idioma. El cymraeg es muy poético,
incluso romántico, y el estándar lo es algo menos, aunque resulta bastante útil. El
sadiri es absolutamente perfecto como lenguaje de programación, pero cuando se
trata de asuntos del corazón se queda un poco corto. Esto quedó claro cuando el tono
de la conversación empezó a cambiar.
—¿Por qué no me dices que soy hermosa? —dijo ella de pronto un día.
—Sería adecuado que hicieras algún comentario sobre la estética de mi persona —
le comuniqué a Dllenahkh. Las cejas de Dllenahkh se alzaron solo una fracción.
—El hecho de que sea usted una mujer enormemente atractiva es tan obvio que
no es necesario que yo lo repita.
—¿Tengo que decirle lo que tantos han dicho antes? —le respondí a ella.
La reina soltó una risita. Me mordí los labios llena de frustración.
—¿Algún progreso con ese traductor? —le pregunté a Tarik enfurruñada mientras
él trabajaba en su palmar, cómodamente sentado en el borde del t’bren con las piernas
colgando sobre el alto y verde infinito.
Él me miró fijamente.
—No estará listo antes de que concluya nuestra estancia aquí.
—Rayos —murmuré—. Estoy tan cansada de esto…
El último día de nuestra estancia, la reina parecía meditabunda. Nos llevó a
Dllenahkh y a mí al t’bren más alto de todos, cuya vista se extendía más allá de los
árboles, a través del valle y hasta el horizonte de sombras grises con sus altas y lejanas
montañas. Un grupito de asistentes nos siguió, como de costumbre, y su trovador
tocaba la cítara al fondo, cantando en alguna variante del cymraeg que me resultaba
desconocida. El asunto del intercambio entre elfos y sadiri había concluido ya, con el
resultado de que la última conversación entre ellos consistió en puro chismorreo.
Dllenahkh advirtió, con grave estilo sadiri, que la música era agradablemente
armoniosa.
—Es una canción de amor —le dijo la reina, pero sus ojos me miraban a mí, la
sonrisa burlona aunque no del todo cruel—. ¿Te la traduzco?
Señaló al trovador con un lánguido movimiento de la mano y él empezó de nuevo,
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cantando suavemente al compás de la compleja melodía mientras ella traducía en
perfecto estándar:
¿Y por qué le había divertido llevarme todo el tiempo como una intérprete
imperfecta cuando no le habría costado nada hablar por sí misma en estándar? Nunca
comprenderé qué entienden los elfos por humor.
Ahí había un bonito giro de la frase. El eco de una sonrisa… Eso me recordó la
sutileza de las expresiones faciales sadiri.
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Concluyó los versos con un amable gesto con la muñeca y los dedos.
—Tengo mucho tiempo, y muchos de donde escoger —me dijo con una sonrisa
maravillosamente condescendiente—. No me puedo permitir ser generosa.
Entonces inclinó graciosamente la cabeza, reunió a su séquito con una mirada
casual e imperativa y se retiró. Nos dejó solos en el mirador con el trovador, que
todavía tocaba cerca con suavidad.
Me ardían las orejas. Era imposible fingir que no comprendía a quién se refería la
canción, y lo que la reina acababa de insinuar.
Dllenahkh se aclaró la garganta.
—He recibido hace poco algunas nuevas proyecciones referidas a las mejoras de
infraestructura planeadas para los asentamientos de Tlaxce. ¿Le importaría repasarlas
conmigo? Creo que hay algunos puntos que podrían resultarle de interés.
—Sí, claro. Parece fascinante —accedí de inmediato, y volvimos a nuestro t’bren
sin nuevos incidentes.
Esa tarde, nos despedimos y volamos hacia nuestra nueva misión, deteniéndonos a
pasar la noche en otra avanzadilla en el bosque. Sentía curiosidad por saber qué les
parecía a los sadiri la solución élfica a la lucha de los tasadiri, así que los abordé
cuando estaban sentados al aire libre al atardecer, hablando entre sí en sadiri.
—Sé que ya hemos tenido nuestra reunión formal de evaluación —dije con
cuidadosa cortesía—, pero me preguntaba qué pensaban de los elfos de la Corte
Bendita, y qué recomendaciones con respecto a ellos podrían hacerle a la colonia
sadiri.
—Fue un encuentro interesante, pero no aspiro a convertirme en miembro de un
harén —dijo Dllenahkh. Por lo que podía decir, se estaba burlando de mí, pero estaba
demasiado mortificada para apreciar el esfuerzo de un tono humorístico, sobre todo
porque Joral, Nasiha y Tarik mostraban diversas expresiones de contenida diversión,
lo que, para ellos, era el equivalente de una carcajada estentórea.
—Sí, respecto a eso —murmuré, mientras examinaba mis botas—. Lamento que
ella tuviera una impresión equivocada sobre nosotros. Juro que traduje lo mejor que
pude, pero…
—Estaba inquieta —dijo él, con auténtica sorpresa—. Pero sin duda no creerá que
esta es la primera vez que la gente especula sobre la naturaleza de nuestra relación.
Por fin pude levantar la cabeza, la mandíbula desencajada de asombro.
—¿Qué?
—Es cierto —confirmó Joral—. Fue una de las primeras cosas que me preguntó
Tonio cuando se unió al equipo.
—Tarik y yo hemos discutido la posibilidad más de una vez —admitió Nasiha.
Miraron a Dllenahkh, quien confesó a regañadientes:
—¿La formación con Nasiha va bien? —preguntó Qeturah con tono ausente, mientras
daba golpecitos a un informe con un practicado ritmo staccato.
Estábamos trabajando en un lugar llamado Crue, una ciudad de tamaño medio
que se ubicaba a caballo de varias rutas comerciales. La población era apreciable pero
en constante cambio: comerciantes, turistas en tránsito a lugares más interesantes, y
por supuesto nuestros amigos funcionarios que mantenían en marcha los engranajes
del gobierno (o, citando a Gilda en su vena más cínica, manteniendo a los holgazanes
del gobierno a costa de las engrasadas ruedas del comercio). Tenía poco que ofrecer
en términos de cultura tasadiri, pero estábamos allí para una teleconferencia de tipo
más agradable. El objetivo central de la misión era la aproximación, y los medios
querían ofrecernos un poco de atención. Habían entrevistado a Qeturah y a
Dllenahkh, y el resto del equipo también salió en las noticias. Era un buen momento
para ponerse al día con el papeleo y los informes en oficinas de verdad con escritorios
de tamaño natural, cortesía de la rama local del Gobierno Central.
—Muy bien —respondí, sin ocultar mi complacida sorpresa—. Se muestra casi
paciente conmigo, pero no demasiado. Me mantiene en tensión, ¿sabes?
—Esos madrugones deberían mantenerte en tensión por sí solos —dijo ella con
sequedad.
Por supuesto, Nasiha no sacrificaba por mí su propio tiempo de meditación, así
que yo tenía el dudoso honor de levantarme aún más temprano que los sadiri para mi
entrenamiento.
—Bueno, más vale que me deje un poco a mi aire por esta vez, porque esta noche
nos acostaremos tarde.
Íbamos a salir por la ciudad. Había descubierto que tanto Dllenahkh como Joral
habían conseguido evitar las visitas culturales de Gilda, y Qeturah creía necesario un
pequeño cambio de ritmo. Nasiha, Fergus y ella optaron por algo contemporáneo en
la forma de un holovídeo en el cineplex local, y los demás íbamos a arriesgarnos a ver
una producción teatral de una compañía itinerante. Era rústico, desde luego, incluido
el programa de papel y el brillante póster pegado fuera del teatro.
—El final de la risa, la reconozco —dijo Joral—. ¿Es la adaptación de Basta, el
relato tasadiri de un hombre que mata a su esposa infiel y su amante?
Yo esperaba que se tratase de una misión rutinaria. Las islas Kir’tahsg eran famosas
por su lejanía e inaccesibilidad, y como tales eran el equivalente genético y cultural a
un envase sellado al vacío. Siempre esperábamos con interés los informes de
seguridad de Fergus sobre la flora y la fauna y la estrategia de salida de emergencia,
pero en aquella ocasión fue la charla de la directora lo que llamó nuestra atención.
—El protocolo deber ser cumplido estrictamente —dijo.
—¿Es uno de esos sitios estirados y formales? ¿Aún más formal que la Corte
Bendita? —pregunté.
Ella se cruzó de brazos de un modo que reconocí como un intento de preparación
antes de decir algo difícil.
—Más que eso. Quiero que todos se vistan con uniforme de gala. Hay que usar los
títulos en todo momento. Es una sociedad que se fundamenta en claves externas para
determinar el rango de una persona y cómo hay que tratarla.
Nos miró uno por uno para recalcar su argumento.
—Consejero. Primera oficial. Comandante. Teniente. Sargento. Cabo Lian, le
asciendo temporalmente a ayuda de campo, lo que infla tanto su importancia como la
mía. Consejero, le recomiendo que se refiera a Joral como su primer secretario.
Nos volvió a mirar, como si pretendiera hacerlo con objetividad.
Nuestras corteses pero frías despedidas por la mañana no dieron ninguna indicación
de lo que iba a suceder. De hecho, no fue hasta la reunión de evaluación de nuestra
misión en una posada en el puerto del continente cuando algunos miembros del
equipo se hicieron una idea completa de lo que había ocurrido y de lo que iba a
hacerse al respecto. Incluso Fergus pareció sorprendido cuando Qeturah dijo que
quedaba relevada de mi puesto a efectos inmediatos. A Lian, que lo sabía todo, se le
notaba la furia. Joral parecía confundido y empezó a susurrarle algo a Dllenahkh,
quien se limitó a asentir y pronunció unas cuantas palabras que parecieron
satisfacerlo. Los dos oficiales del Consejo Científico parecían graves, pero Nasiha me
vio mirarla y asintió. Mantuve mis escudos levantados y la expresión neutra. Debí de
parecer más sadiri que los sadiri.
Por supuesto, en el momento en que Qeturah nos despidió dejé de inmediato la
sala de reuniones de la posada y salí a caminar entre la bruma marina del crepúsculo.
Estaba demasiado furiosa como para llorar, así que eché a correr, pisoteando con mis
Bajé a desayunar vestida con unos pantalones propios y una camiseta interior, y una
túnica sadiri que me había prestado Nasiha. Me serví un plato de comida y un tazón
de chocolate caliente, pero antes tuve que prepararme para enfrentarme a la mesa
donde estaban sentados Qeturah, Fergus y Lian. Dllenahkh me murmuró al lado:
—Hace una mañana soleada y cálida. Deberíamos sentarnos fuera.
Lo seguí, ocultando mi cara en el tazón para tomar un sorbo mientras pasábamos
ante mis antiguos colegas. Fuera, el día era glorioso y empezaba a ser ya sofocante,
pero con un viento fresco llegado del mar que suavizaba la humedad. Nos sentamos
cerca de Nasiha y Tarik, y no tardó en unírsenos Joral. Comí y bebí, ligeramente
consciente de la conversación en sadiri, pero sin prestar atención a lo que se estaba
diciendo.
—¿Son ustedes sadiri? ¿Sadiri de verdad?
La pregunta, algo sorprendida, procedía de un chiquillo de unos siete años que
estaba de pie en la acera delante de nosotros. Tenía el pelo marrón oscuro, liso y de
punta, brillando al sol de la mañana.
—Los he visto en los holos.
Todos dejaron de hablar y se concentraron en el niño, los rostros casi sonrientes.
—Sí —respondió Dllenahkh, inclinándose levemente hacia él—. Todos somos
sadiri. ¿Tú también lo eres?
Comprar ropa nueva fue catártico. Reuní todo el material que me habían asignado, lo
Despedirme de los sadiri fue difícil porque tenía que aparentar estoicismo. Nasiha
tenía todos mis detalles, y yo sabía que volvería a verla de nuevo, junto a Tarik, y
quizá como madrina también. En cuanto a Joral y Dllenahkh…, ¿había algún motivo
profesional para que volviéramos a asociarnos? No estaba segura. Me despedí de ellos
al final de la tarde. Se relajaron lo suficiente como para estrecharme la mano, y Joral
incluso pareció un poco preocupado. Pero Dllenahkh se mostró bastante frío e
imperturbable, y por algún motivo eso me molestó. Puse la excusa de que tenía que
hacer las maletas y me di la vuelta para volver a mi habitación.
—Delarua, ¿podríamos hablar un momento?
Me di media vuelta. Para ser completamente sinceros, el hecho de despedirme no
era lo único que me hacía sentirme extraña cerca de Dllenahkh. Había una vocecita en
mi cabeza que decía, burlona: «No encuentro objetable al consejero de ninguna forma
El centro de conferencias era tecnología punta: tenía que serlo, para ofrecer una
recepción tan clara de Karaganda a Ciudad Tlaxce. Eso significó que tuve que
recordarme que no debía menear los pies ni retorcer los dedos con la errada creencia
de que no me veían del todo. Me hallaba de pie y sola en la cabecera de la mesa de
reuniones, esperando a que apareciera el holo de mi entrevistador. Cuando lo hizo, vi
que ya se había sentado, e indicó con un gesto con la cabeza y un amable movimiento
con la mano que hiciera lo mismo. Me senté con toda la elegancia que pude y esperé
con paciencia a que hablara primero, como corresponde a una persona mayor.
Pues era mayor, envejecido por los años y más, con una pena atemporal en los
ojos que hablaba de la pérdida galáctica de mucho más que un solo planeta. Me
recordó a los monjes de las tierras del bosque, pues mantenía las manos dentro de las
largas y anchas mangas de su túnica y llevaba la cabeza rapada. No sonreía ni fruncía
el ceño, pero había una extraña relajación en su rostro que me hizo preguntarme si la
dignidad sadiri se templaba después de largos años de uso.
—Grace Delarua —dijo, pronunciando mi nombre no a modo de saludo, sino
musitando para sí—. Hábleme de usted.
—Trabajé para el Gobierno Central, señor —dije—. Soy biotécnica de formación,
pero de un tiempo a esta parte he estado haciendo trabajo de enlace con los sadiri. Así
es como acabé en esta misión, ayudando a los sadiri mientras investigan distintas
sociedades cygnianas para comprobar si ha sobrevivido algo de Sadira. Pero creo que
ya lo sabe usted, señor.
Al consejero Dllenahkh
con mi agradecimiento
Lian
Bostecé con ganas, llevándome el palmar a la cara para ocultar mi debilidad a mis
colegas sadiri. Acostarme tan tarde me estaba matando.
Había tenido la vaga idea de que puesto que era en efecto una adición al equipo
sadiri, tendría menos trabajo que hacer que cuando estaba con el gobierno. Al fin y al
cabo, allí estaba Joral, Nasiha seguía fuerte, Tarik se mostraba tan diligente como
siempre y Dllenahkh los dirigía como siempre. Sin duda el trabajo no iba a
multiplicarse para acomodar al número de personas disponibles.
Sí. Lo sé. Parece como si nunca hubiera trabajado en el Servicio Civil.
Cuando Dllenahkh dijo que me tenía en la mayor consideración, no era solo un
cumplido con el que consolarme. Eran montones de informes y manuales
descargados en mi palmar para que conociera el trasfondo de los temas, asistir a todas
las reuniones dirigidas por los sadiri, escribir mi propia contribución al informe de la
misión que se estaba recopilando para el gobierno sadiri, y hablar el lenguaje sadiri en
todas las ocasiones posibles para «reforzar la comprensión de los matices del
vocabulario».
¿Saben que hay unas diez variantes de la palabra sadiri para «hacer lo que es
adecuado»? Luego está lo que hay que hacer porque es beneficioso para todos los
implicados. Lo que es adecuado hacer porque se ha hecho así durante las siete últimas
generaciones. Luego, incluso, está lo que es adecuado porque impresionará a tu
superior. Y lo traducen casi siempre por, lo han acertado, «adecuado». Creo que hay
una inflexión concreta que significa «esto puede ser o no lo adecuado, pero si yo digo
que lo es, tú podrías callarte y seguir adelante». Supe que tenía problemas el día en
que Dllenahkh me dijo:
—Sería adecuado si completara el módulo de gramática avanzada a finales del mes
próximo.
Y consiguió combinar dos variantes, y aquella puñetera inflexión con solo tres
sílabas, elevando un poco el tono y mostrando una sonrisita de ánimo.
No he trabajado más duro en toda mi vida.
Por supuesto, no estaba dispuesta a decepcionarlos. Habían corrido un riesgo al
traerme de vuelta al equipo con un gesto ante las narices del Gobierno Central;
aunque, para ser sinceros, era menos un gesto ante las narices y más un «vamos a
Asistí a la reunión de evaluación de Piedra (lo que quiere decir que me senté allí y
nadie me hizo marcharme), pero la conversación a menudo pareció esquivarme como
si fuera una simple observadora. Como de costumbre, tomé notas para mis propios
informes, pero algo me hizo tomarlas más a conciencia que de costumbre:
grabaciones de audio y vídeo, varios archivos adjuntos y también pequeñas notas
personales para todo lo que me parecía extraño o significativo.
Por primera vez en mi vida, experimenté un fuerte deseo de permanecer despierta
hasta tarde con los sadiri.
—Bien —le pregunté a Joral—, ¿qué hacéis cuando los demás estamos dormidos?
—El consejero y yo estamos estudiando la cultura cygniana —respondió—.
Literatura, arte, cine, historia… Es muy interesante. Anoche empezamos una serie
sobre cine pre holo.
—Oooh, ¿clásicos?
—Remasterizados, en su mayor parte —admitió Joral.
—¿Remasterizados? —Me llevé la mano al corazón con una agonía que era fingida
solo a medias—. Filisteos. Entonces bien puedo irme a dormir —dije, y bostecé por
quinta vez en otros tantos minutos.
Por si acaso, le di a Lian el diario sobre los sueños y señalé qué carpetas de mi
palmar contenían mis notas más recientes. Luego me fui a la cama, y me quedé
dormida mucho antes de lo que esperaba. Por supuesto, aquello significó que pude
despertarme lo bastante temprano como para despedirme de Dllenahkh en el
aeropuerto para tomar una lanzadera, aunque se me escapa por qué tuve que salir con
aquella niebla húmeda e insana. Para empeorar las cosas, iba vestido de forma extraña
y solo decía tonterías.
—Yo también tengo un trabajo que hacer. Allá adónde voy, no puede seguirme.
No puede participar en lo que tengo que hacer. Grace, no se me da bien ser noble,
pero…
—¿Pero? —insté, con verdadera curiosidad—. No fueron así las cosas, ¿no?
Como solo había una mesa de reconocimiento y espacio limitado, pusieron un jergón
extra en la lanzadera y nos rodearon de sensores para grabar el inaudito hecho. Luego
conectaron los controles medioambientales, apagaron las luces y cerraron la puerta.
Durante un momento, se vio el brillo del palmar de Dllenahkh mientras se sentaba en
el camastro y hacía algunas anotaciones de última hora. Al final lo apagó, y la
oscuridad fue absoluta. Oí el jergón crujir levemente cuando se sentó.
Recuperé la memoria, brillante y afilada como un cuchillo, pero extraña como un déjà
vu en un salón de espejos rotos.
—A veces se nos olvida que la mayoría de los cygnianos necesitan al menos ocho
horas de sueño —dijo Dllenahkh a modo de disculpa mientras soltaba la última
maleta en el vestíbulo del hotel—. En el futuro, intentaremos que nuestras reuniones
se produzcan a una hora más conveniente y en un marco de tiempo más breve.
—No haga promesas que no pueda cumplir, consejero —dije con una sonrisa
burlona. Entonces, para mi desazón, vi a Qeturah mirar en mi dirección como si
estuviera pensando si hablar conmigo en público o no. Decidí no darle la
oportunidad. Fue cuestión de un instante escabullirme del hotel con Nasiha, con la
excusa de hacer una rápida parada en la ciudad para echar un vistazo al mercado de
artesanía cercano.
No había reparado en el grado de protección que otorga la ropa. En circunstancias
normales, Nasiha habría llevado puesto su uniforme azul del Consejo Científico y yo
uno de mis uniformes del Servicio Civil, pero las dos nos habíamos puesto ropas de
civil que habíamos comprado en esa región. Por eso debieron de pensar que éramos
presa fácil.
En un momento caminábamos por la calle y al siguiente desaparecimos,
arrastradas a un callejón, con asfixiantes trapos empapados en algún sedante sobre la
cara. Nasiha era demasiado fuerte y demasiado rápida para ellos. Vi como el hombre
que la agarró salía volando por encima de su cabeza. En ese punto, perdí por
completo el conocimiento.
Cuando recuperé el sentido, mi cuerpo estaba paralizado. Pude sentir la vibración
de un coche aéreo, pero no fui capaz de abrir los ojos ni de moverme. Oí gritos y el
sonido de pies a la carrera, y entonces sentí la súbita presión de un rápido despegue.
Me debatí y al final abrí los ojos, justo cuando me cogían por los tobillos y las
muñecas y me sacaban por la puerta abierta del coche que se elevaba.
El coche aéreo no se había elevado mucho, quizá no más de cinco metros. Si
hubiera podido mover los miembros, habría temido como mucho alguna contusión, o
una muñeca rota, quizá. Pero estaba flácida e impotente, y esperé sentir mis huesos
romperse y mi cráneo aplastarse contra el duro suelo.
Pero no fue eso lo que sucedió.
Choqué, no contra el implacable suelo, sino con un par de fuertes brazos y un
amplio pecho, todo ello conectado a una forma y una cara que conocía bien.
Algo cambió. Fue extraño. Habíamos estado el uno al lado del otro en la oscuridad,
nuestras manos tocándose, nuestras mentes tocándose, algo de esa intimidad se
contagió al habla y el silencio compartido, pero yo seguía sin poder encontrar un
modo de preguntarle directamente por su pesadilla. Cierto, gran parte de nuestro
tiempo juntos lo pasamos en un entorno puramente profesional, pero incluso así no
estaba segura de haberme ganado ese derecho. En cambio, leí con voracidad, y mi
deseo de impresionar dio paso a una insaciable curiosidad hacia la antigua Sadira, la
Nueva Sadira y el desastre intermedio.
El motivo que se ocultaba tras mi nueva obsesión no era profesional, sino
personal. Durante nuestra íntima comunicación, me había visto a mí misma a través
de los ojos de Dllenahkh. Había sido desconcertante, e incluso extraño. Me pregunté
cómo me veía el sadiri medio, algo que apenas me había preocupado cuando visitaba
la colonia. Los baremos de cortesía y profesionalidad no pueden ser lo mismo que los
baremos de… amistad. Besarse era un detalle menor. No soy Gilda: no quiero
experimentar. Quería hacer las cosas bien, y no tenía ni idea de cómo lograrlo.
Me planté ante el espejo, me detuve y reflexioné, una barra de kohl entre los
dedos. Todo lo demás era como de costumbre. Llevaba una larga falda negra y una
túnica blanca de mangas cortas con cinturón. Mi chal se quedó en la cama de mi
habitación del hotel. Esa noche iría con la cabeza descubierta y vería si podía
acostumbrarme al revoltijo largo como un pulgar en que se había convertido mi pelo
después de casi cuatro meses sin cortarlo. Una cinta lo apartaba de mi frente en un
intento de parecer elegante. Tenía buen aspecto. No me expulsarían de la sala de
conciertos.
Una llamada a la puerta me sobresaltó. Lian entró en el cuarto de baño
compartido y en dos segundos captó mi leve expresión de culpa y la barra de kohl,
que intentaba hacer desaparecer detrás de mi espalda.
—No te preocupes —me dijo Lian con una sonrisa amable y comprensiva—.
Algunas cosas son demasiado importantes para tomárselas a broma.
—Estás muy elegante esta noche —repliqué a toda prisa, en un intento de desviar
la atención.
Lian se acercó al espejo y echó una mirada profesional a cada arruga y cierre, cada
Teníamos más de dos horas hasta medianoche, tiempo de sobra para caminar por
todo lo largo y ancho del parque antes de hacer una pausa para visitar el pequeño
paseo del lago y, una vez allí, encender varias velas. Dllenahkh se las quedó mirando
mientras se alejaban flotando para chispear entre una creciente constelación de luces
diminutas en el centro del lago, y luego miró las estrellas. Me pareció saber qué estaba
buscando. Los recién llegados lo hacían siempre: buscaban la luz, real o imaginada, de
su estrella natal.
—Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que la luz de las estrellas vuelva a
brillar en Sadira una vez más —dijo en voz baja.
Dejé de respirar durante un momento. Un arrebato de compasión me atenazaba el
corazón. En Cygnus Beta es tabú dar detalles sobre un desastre reciente. Se menciona
de manera oblicua, con delicadeza, con términos genéricos como «la gran guerra» o
«la gran ola». Los sadiri habían aceptado y agradecido esa costumbre, y ni una sola
vez los había oído especificar cómo se había destruido Sadira. No hasta ese momento,
cuando Dllenahkh miró al cielo y reconoció la nube venenosa que cubría todo el
planeta de noche perpetúa.
Caminamos, descansamos y volvimos a caminar, pero justo antes de medianoche
volvimos al lago y esperamos a que apagaran las luces. Cuando así se hizo, fue tan
notable como los holos que había visto, y más. La noche sin lunas presionaba los ojos
como si fuera un fieltro grueso y denso, haciendo que las pequeñas llamas quemaran
la visión mientras bailaban sobre las oscuras aguas. Las estrellas añadían su frío fuego
en lo alto, y sin embargo la noche seguía siendo lo bastante oscura para ocultar mis
intentos de espantar las lágrimas. Por supuesto, lo estropeé sonándome la nariz, pero
había otros suspiros y susurros y ruidos similares en el respetuoso pero imperfecto
silencio, así que no me sentí sola del todo. Dllenahkh permaneció completamente
silencioso y quieto, aunque se aclaró la garganta en un momento dado.
Cuando volvieron a encender las luces, salimos del parque y encontramos
transporte hasta el hotel. Se despidió de mí en mi puerta y, sin pensármelo dos veces
ni avergonzarme, me estiré para darle un beso fugaz en la mejilla. Él me miró con
curiosidad, luego pasó suavemente su índice por mis pómulos hasta el rabillo de cada
ojo, limpiando la leve humedad que mis frotes furtivos habían pasado antes por alto.
El tierno gesto casi me hizo volver a llorar.
Debería ser obvio que no acepto bien los cambios. Me había acostumbrado a mi
nueva función en el equipo de la misión. Probablemente sabía más sobre los sadiri del
planeta y de fuera del planeta que cualquier otro cygniano. Mi amistad con Dllenahkh
era tan fuerte, cómoda e íntima como libre de besos (lo cual quiere decir
completamente, pero como decía, besarse no lo es todo). Por fin había devuelto un
nivel de rutina a mi vida, y no podía distraerme pensando que la misión terminaría
dentro de un par de semanas. Todos los demás tenían un trabajo y una vida a los que
regresar. Yo debería haber estado haciendo planes para mi futuro. No los hice. Me
ocultaba de la inseguridad sumergiéndome en la emoción de nuestra última visita.
Habíamos reservado lo más extraño para el final. Los tasadiri se habían asentado
sobre todo en las regiones ecuatorial y tropical, y se habían quedado en los climas
cálidos si era posible. Era a lo que mejor se adaptaban, y los sadiri no son sino
tradicionales y prácticos. La última colonia del calendario era la más lejana, y estaba
situada en una península que frisaba las regiones polares. Volamos hasta allí y nos
posamos cerca de un fiordo a la sombra de un gran volcán de baja intensidad. Cuando
bajé, preparada para lo peor con mi chaqueta aislante y mi capucha, me detuve
sorprendida.
—Apesta —dijo Lian, que salía detrás de mí.
—Hace calor —dije, completamente sorprendida, mientras me bajaba la capucha
y me abría la chaqueta.
Y así era. Las aguas del fiordo desprendían vapor y la atmósfera era una curiosa
mezcla de aire cálido y pesado y ráfagas de viento afilado y helado. El paisaje carecía
de árboles y se extendía hacia una estrecha cala en forma de cuenco que alternaba
entre el verde liquen y el negro basalto. Nasiha, Tarik y Joral salieron del avión de
despegue vertical con expresión ambivalente: no les impresionaba ni el fluctuante
calor ni la humedad, pero sentían curiosidad por la idea de que los sadiri hubieran
elegido vivir en semejante lugar.
Fergus, que había estado pilotando, asomó la cabeza y olfateó el aire, receloso.
—¿Seguro que saben adónde van?
—Seguro, sargento —dijo Nasiha con tranquilidad, haciendo lentos movimientos
en redondo con su geosensor—. Todo lo que necesitamos es encontrar la entrada.
Así, dos días después de que el cónsul pidiera ayuda, fui a visitar a mi sobrino en su
internado. Por fortuna, lo de Rafi no era tanto una terrible infelicidad como el estrés
natural por el nuevo entorno y el hecho de haber llegado en mitad del curso escolar,
cuando las amistades ya se han sellado y las lealtades de grupo están formadas.
También veía que el hecho de estar allí era una especie de sentencia en vez de un
privilegio, y una marca de distinción con respecto al cygniano medio. Paseamos por
los inmaculados terrenos del colegio, y traté de animarlo lo mejor que supe.
—Todos alardean demasiado. Hablan de mente a mente. Incluso levantan bolas
de papel —me dijo, sombrío y reacio al consuelo.
Lo miré de arriba abajo, advirtiendo sus seis centímetros más de altura y un rostro
Transferir el alquiler de mi apartamento y gastarme una suma tan grande por impulso
implicó que tuviera que pararme a pensar en mi futuro más pronto que tarde. Por eso,
tres días después del voto de confianza del cónsul fui a ver a Nasiha en su despacho
provisional en el consulado sadiri y le pregunté a quemarropa:
—¿Quieres trabajar conmigo?
Ella alzó una ceja.
—Parece que has hecho ciertas suposiciones sobre mis planes futuros.
—O tal vez estoy intentando influir en ellos.
Ella sonrió entonces, pero solo un poquito.
—¿Cómo lo sabías? —le pregunté cuando las dos nos hubimos recuperado.
Ella sonrió con tristeza.
—Lanuri dice que cuando quiero un abrazo, pero tengo miedo de pedirlo, me uno
las manos a la espalda. Tú llevas ya una hora sujetándote las muñecas.
Había estado intentando incluso ver a Dllenahkh, temerosa de preguntarle si tenía
alguna noticia, temerosa de atisbar algo en sus ojos que pudiera destruir mi
esperanza, pero cuando ella dijo aquello, sentí la necesidad de ir a buscarlo. Él pareció
darse cuenta de que lo necesitaba porque en el momento en que miré en su dirección
se apartó de un grupito de consejeros de rostro sombrío y acudió a mi encuentro.
—Delarua —dijo con brusquedad—, ¿dónde te alojas?
—En la residencia de la doctora Lanuri. Volveré a la ciudad con Freyda mañana,
cuando ella haya terminado sus rondas —respondí.
—Vuelve conmigo ahora.
—De acuerdo —dije inmediatamente.
Por el camino me explicó lo que había que hacer.
—Naraldi no desea implicarse directamente, ni que el consulado se implique en
modo alguno. Tengo el comunicador reestructurado. Quiere que te lo lleves y esperes
en tu apartamento. Alguien irá a verte a la hora acordada.
Lo miré, lo miré adecuadamente, y me atreví a permitirme sentir.
—¿Cuándo dormiste por última vez? —pregunté en voz baja.
Él apartó la mirada con la forma que tenía de hacerlo cuando dudaba si decir la
verdad.
—Yo…
¿Cuántas veces habíamos dormido en un vehículo de tierra con piloto
automático? Demasiadas veces. Toqué los controles, oscureciendo las ventanas y
ajustando los asientos.
—Échate una siesta. Podremos hablar cuando lleguemos a la ciudad.
Nos tendimos el uno al lado del otro. Dllenahkh empezó a moverse, vaciló y luego
colocó la mano amablemente en un lado de mi cara, recordándome la ocasión en que
ayudó a curarme. Un fuerte calor se vertió en mi cerebro, en vez del roce delicado que
me había esperado. No se pareció a nada que hubiera experimentado con él antes.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, quedándome muy quieta.
—Asegurándome de que no se te olvide nada —replicó él con un susurro.
Le habría hecho más preguntas, pero antes de poder hacerlo, me quedé
profundamente dormida.
—Muy bien, ahora que ya se han acabado todas las cosas desagradables, puedo hablar
contigo sobre algo importante —dijo Gilda con silenciosa emoción.
Entorné un poco los ojos, recelosa, tomé un sorbo de mi cóctel y esperé.
—¿Y bien? Tú. Él. ¿Cómo va?
Me detuvo cuando yo empezaba a abrir la boca.
—Y no te atrevas a decir ni «¿quién?» ni «¿cómo va qué?», ni ninguna tontería por
el estilo.
Los últimos informes ya se habían enviado, y la ceremonia del fin de la misión y la
recepción por fin tenía lugar con todos los miembros del equipo presentes y a salvo.
Los medios habían prestado un poco de atención idiota por cosas como los intentos
de convertir la historia de Lian y Joral en un holo romántico, pero cuando Lian se
volvió a declarar firmemente como de género neutro, y Joral afirmó que solo eran
colegas, el asunto volvió a enfriarse, y les dejó a los dos libertad para salir juntos y
evaluar potenciales esposas para Joral. Había habido una experiencia vinculante
durante aquella aventura subterránea, pero no de las que buscaban los medios.
—Va bien —dije con dignidad, y lamí meditabunda una porción de sal del borde
de mi copa.
—¿Pero qué es lo que hacéis? Él es tan… correcto.
Le dirigí una mirada exasperada. No servía de nada intentar decirle a Gilda que
algunas personas no divulgan esos detalles íntimos, porque ella lo hacía siempre,
quisieras oírlo o no, y esperaba lo mismo de sus amistades. Hasta aquel momento, yo
había quedado milagrosamente al margen debido a mi aburrido estilo de vida. Acabé
por encogerme de hombros.
—Nos damos la mano —confesé, bajando la voz.
—¿Eso es todo? —dijo ella, con enorme decepción.
—Bueno, es más complicado que eso. Una especie de cosa telepática. Oh, y a veces
dormimos juntos.
Debería cultivar mi vena vengativa más a menudo. La cronometré perfectamente,
de modo que se atragantó con la bebida.
—¿Que hacéis qué? —susurró en cuanto pudo volver a respirar.
Di marcha atrás.
Incluso con el navegador y el piloto automático, el vehículo de tierra tardó unas dos
horas en llegar a la granja, lo cual no fue suficiente para que mi sangre se enfriara.
Después de que el coche atravesara las puertas principales, pero mucho antes de que
llegara a las residencias, vi algo en un campo que me hizo pisar los frenos.
Era la primera vez que los veía, pero resultó fácil deducir qué eran: perros sadiri.
Había tres, algo más grandes y gruesos que los perros salvajes de las sabanas, todavía
adaptados para una gravedad más pesada que la nuestra. Era evidente en la forma que
saltaban y corrían, probando su nueva fuerza y velocidad. Los acompañaban tres
hombres que en ocasiones corrían junto a ellos y en ocasiones se detenían a
observarlos con atención. Pensé que estaban jugando con ellos, y entonces me di
Por una feliz coincidencia, también lo necesitaba Freyda. Primero la coaccioné para
que me ayudara a meter mis cosas en mi habitación, y luego nos tomamos una bien
merecida pausa en su salón. Ella ya había completado su traslado y, mientras yo
alababa su gusto, ella contempló feliz la decoración y los muebles.
—Cuánto me alegro de que Lanuri estuviera de acuerdo con mi plan de mudarnos
antes y organizar las cosas antes de nuestra boda —dijo—. Hace que pareciera obvio,
ahora que hay una nueva biotécnica en mi puesto y tengo libertad para comenzar a
escribir mi libro, pero creo que él conoce mi verdadero motivo.
—¿Y cuál es? —pregunté, repantigándome contra los cojines mientras ella servía
el vino.
—Me estoy escondiendo —confesó a media voz—. De Zhera.
Repasé el nombre en mi cerebro unas cuantas veces.
—¿No es una de las ancianas que llegaron hace poco?
—Parece ser la jefa de todas ellas, y es aterradora. Pensé que iban a ser mimosas
abuelas y tías sustitutas para los jóvenes de la colonia. Pero ella parece pensar que su
Conseguí fingir durante un tiempo. Había tanto que hacer en la granja durante
aquellos primeros días que no quedó tiempo para volver a sacar a colación el tema del
vínculo con Dllenahkh. Esa fue mi excusa, y era una excusa buena y sincera, pero al
final el destino me quitó el asunto de las manos. Dllenahkh siguió entrenando a otros
en las disciplinas mentales, y había una sala de meditación en la granja a tal efecto. Yo
no la utilicé. Podía meditar sin problemas en mi propia habitación, y también había
una sala para meditar en la casa principal. Pero me pasaba por allí de vez en cuando, y
una vez que estaba paseando con Freyda oímos una voz llena de furia.
Intercambiamos miradas de sorpresa, y luego nos acercamos a escuchar qué estaba
pasando.
—¡Te guardas más de lo que enseñas! Solo te preocupan tu propio estatus y tu
poder en esta comunidad.
—No me guardo nada —contestó con calma la voz de Dllenahkh—. Lo único que
digo es que no es aconsejable basarse solo en la meditación.
—Sin embargo, lo conseguiste durante décadas. Tuviste éxito. ¿Por qué otro no?
—Nunca se pretendió que fuera una solución permanente a la soledad, como
intentas que sea. El Ministerio puede ayudarte a seleccionar a una esposa adecuada, y
también dispones de represores químicos para aliviar el dolor de tu pérdida. Te
recomiendo que elijas algún remedio, y lo hagas rápido.
Hubo un sonido de estrépito, y Freyda y yo nos abrazamos por instinto y nos
apartamos. Menos mal que no estábamos justo delante de la ventana, o de otro modo
nos habría golpeado la pesada silla de madera que la atravesó. Pero sí quedamos
cubiertas de añicos de cristal. Entonces oímos una pelea en el interior de la sala. Al
asomarnos a los postigos rotos vimos el comienzo de una refriega. Dllenahkh
intentaba contener más que herir, pero su estudiante parecía decidido a causarle
algún daño. Los otros estudiantes no sabían qué hacer, y se quitaban de en medio y
apartaban los muebles, pero por lo demás miraban ansiosos, esperando que les
Estimados lectores, me casé con él. Unas… oh, tres veces, creo. Primero fue la firma
del documento del Ministerio, que hicimos en nuestra granja con Qeturah como
testigo y rodeados por unos cuantos amigos íntimos. Luego, mi madre, bahá’i
semipracticante, insistió en una ceremonia matrimonial bahá’i. Le advertí de que ya
había pasado con creces la edad establecida por el Ministerio para un permiso paterno
obligatorio, pero para mi sorpresa y secreto placer, a Dllenahkh le atrajo la idea. La
celebramos en las riberas del lago Tlaxce, con la asistencia de más amigos de la
ciudad, e incluso unos pocos de las otras provincias. Dllenahkh le ofreció a mi madre
el precio optativo de la esposa en oro puro, al que había dado la forma de un colibrí.
A ella le encantó.
—Por supuesto, te lo dejaré en mi testamento, pero qué gesto tan bonito —me
dijo—. Esto demuestra que realmente te valora como a un tesoro.
La tercera vez fue en secreto. Fuimos a los bosques de las tierras altas, a cierto
templo, y allí nos unimos por ley, religión y mente en una silenciosa ceremonia con
unos pocos asistentes físicos, y varios cientos más que lo hicieron mentalmente. Yo…
No me apetece añadir gran cosa al respecto, lo siento. No es un secreto, pero es
demasiado íntimo, creo. Me pongo un poco llorona solo al recordarlo. ¡Respira
hondo! ¡Pasa página!
Sí que tuvimos un momento dramático, algo parecido al «que hable ahora o calle
para siempre». Tendría que haberme imaginado que tarde o temprano, con todas las
entrevistas a las prometidas, la célebre Zhera encontraría a una mujer del templo y le
sonsacaría sus secretos usando nada más que la pura fuerza de su presencia. O, para
hablar en términos más caritativos, que habrían reconocido su valor y le habrían
extendido una invitación. Fuera cual fuese el motivo, el caso es que apareció al final
de nuestro enlace matrimonial, ricamente vestida y escoltada por dos monjas jóvenes
como si ya fuera la dueña del lugar. Su mirada me recordó la del hada mala que se
enfada porque no la han invitado al bautizo real y decide lanzar una maldición que
afligirá no solo a la pobre bebé inocente, sino también a todo el reino.
—Así que, Dllenahkh, has vuelto a establecer un vínculo.
Hablaba con una forma muy antigua y estilizada de sadiri que apuntaba a
«Dorado», el poema que se cita en el capítulo «La Reina Hada», es una obra inédita de
Dvorah Simón y se usa con permiso de la autora.
El tsunami del 26 de diciembre de 2004 en el océano Índico será largamente
recordado por la devastación que causó en muchas comunidades costeras. Meses más
tarde, la BBC informó de un inquietante efecto secundario del desastre: con el
tsunami murieron más mujeres que hombres, hasta un ochenta por ciento en algunas
de las zonas más castigadas. Estas mujeres estaban en casa con sus hijos ese domingo
mientras sus maridos pescaban en el mar o hacían recados tierra adentro; había
mujeres esperando en la playa a que los pescadores regresaran, y mujeres que no
tuvieron la suficiente fuerza física como para aguantar mientras la ola lo barría todo a
su paso. Los representantes de las organizaciones humanitarias comentaron el
impacto social de este desequilibrio de géneros, incluyendo los traumas psiquiátricos
de varios hombres recién enviudados, e «informes de violaciones, acoso y
matrimonios forzosos en campamentos de emergencia por toda la zona». El profesor
Sivathamby, de la Universidad Colombo (Sri Lanka), declaró: «Los hombres solo son
los que procuran el sustento. Las mujeres son la columna vertebral de la familia. Sin
ellas, solo hay inestabilidad».
Para mí el Caribe es la nueva cuna de la humanidad. Me resultó fácil imaginar un
planeta entero así, con gente de todos los rincones del mundo. También me
influyeron las historias reales de las Aldeas Pestalozzi y las Aldeas Infantiles SOS que
se fundaron después de la Segunda Guerra Mundial para los huérfanos de guerra de
todas las nacionalidades. Una tercera fuente de inspiración vino de Ray Bradbury, no
solo por su historia «Eran morenos, y de ojos dorados», que se cita en el primer
capítulo, sino también por «Un camino a través del aire» y «El otro pie», que
describen a los afroamericanos de los años cincuenta que huyen de la segregación y
fundan una colonia en Marte.
BRADBURY, RAY
— (1950), «Un camino a través del aire», en Crónicas marcianas, Barcelona,
Minotauro, 2008.
— (1950), «El otro pie», en Crónicas marcianas, Barcelona, Minotauro, 2008.
— (1950), «Eran morenos, y de ojos dorados», en Remedio para melancólicos,
Barcelona, Minotauro, 2006.
«Loss of women haunts fishermen», publicado el 21 de marzo de 2005, en
news.bbc.co.uk/ (consultado el 10 de julio de 2014).
«Most tsunami dead female - Oxfam», publicado el 26 de marzo de 2005, en
news.bbc.co.uk/ (consultado el 10 de julio de 2014).
SIMON, DVORAH, Mercy,
— Santa Cruz (California), Hanford Mead, 2008.