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La

humanidad se ha extendido y diversificado por el universo creando


sociedades y culturas diferenciadas que colaboran y recelan entre ellas. Un
ataque por sorpresa destruye el planeta de una sociedad orgullosa y
reservada, cuyos supervivientes no tienen más remedio que entrar en
contacto con la cultura del mundo que los ha acogido y con la que están
lejanamente emparentados. Su deseo más profundo es preservar su forma
de vida pero acabarán descubriendo que para conservar su cultura es
posible que tengan que cambiarla para siempre.
Un hombre frío y cerebral y una mujer apasionada e intuitiva deberán trabajar
juntos para salvar a esta raza en vías de desaparición, mientras descubren
misterios del pasado con grandes implicaciones para el futuro.

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Karen Lord

El mejor de los mundos posibles


ePub r1.1
epublector 11.06.14

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Título original: The Best of All Possible Worlds
Karen Lord, 2013
Traducción: Rafael Marín Trechera, 2013

Editor digital: epublector


Corrección de erratas: sorprenent
ePub base r1.1

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PARA DEBORAH, GRETCHEN Y RUTHY.
SABÉIS POR QUÉ.

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Antes

Siempre reservaba doce días de su retiro anual para acabar informes y estudios, y eso
le dejaba otros doce para todo lo demás. En otros tiempos, había intentado
inútilmente marcharse a lugares con los que pudieran contactar desde su lugar de
trabajo, pero no había servido de nada. Siempre había alguna crisis, algo para lo que
se precisaba su ayuda. A medida que su salario y su sentido común aumentaron, se
fue de retiro cada vez más lejos, hasta que por fin se encontró fuera del planeta en
templos lejanos donde la regla del silencio y la soledad no podían ser interrumpidas
por las tecnologías al uso.
En esa ocasión había escogido Gharvi, un lugar con pequeños edificios de madera
dispersos en torno a un enorme templo de piedra, al lluvioso socaire de una
cordillera. Un océano interminable, tanto en vistas como en inspiración, corría
paralelo a las montañas, y una playa situada entre ambos ofrecía largos paseos a
ninguna parte por cada lado. Era un lugar con dos desiertos, decían algunos, pues el
mar y la tierra se unían, uno sin límites, el otro estrecho, y ambos sedientos.
En casa había un lugar muy parecido, lo cual probablemente había influido su
decisión, pero el cielo era único. La atmósfera tenía el nuboso azul lavanda de un
planeta bioformado no hacía mucho tiempo, y el sol era de una brillantez abrasadora.
Era tan diferente de los fríos y fuertes azules y de la suave luz solar de su mundo natal
que, durante los primeros días, mantuvo la cabeza gacha y la puerta cerrada hasta la
puesta de sol.
Al duodécimo día, cogió su palmar, repleto de tareas ya terminadas, y lo metió en
la caja ante la puerta de su ermita. Cocinó y se comió unas lentejas para la cena,
durmió a pierna suelta durante toda la noche, y se despertó para prepararse las gachas
matutinas. Quedaba un poco de agua del día anterior (siempre había sido frugal),
pero para disponer de la suficiente para lavarse tuvo que recurrir al suministro de
aquel día que había en la caja. Los jóvenes acólitos del templo siempre ponían
suficientes agua y comida en la caja de cada ermitaño antes del amanecer. Les
alcanzaba para lavarse, llenar la olla solar con gachas o potaje, y para beber y saciar la
constante sed que era la consecuencia natural del aire seco y el silencio. Los acólitos
también se llevaban sus palmares y transmitían los contenidos de estos a sus lugares
de trabajo.

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Pero su palmar estaba todavía allí.
Se detuvo, confuso por aquella desconexión en el orden inmaculado de la rutina
del templo. Se quedó mirando la caja intacta. Alzó la cabeza y frunció el ceño
mientras contemplaba aturdido la forma achaparrada del templo, vagamente visible a
través del calor, la arena impulsada por el viento, y el rocío marino.
Entonces se encogió de hombros y continuó con su trabajo, un poco más sucio, y
un poco más sediento, pero convencido de que tarde o temprano tendría una
explicación.
A la mañana siguiente, mucho antes del alba, el sonido que hacía la tapa de la caja
al cerrarse lo despertó de un sueño inquieto que le había ocasionado la sequedad.
Esperó un poco, y luego fue a recoger los suministros y a beber agua en abundancia.
Su palmar había desaparecido, y en su lugar había una ración doble de comida. Ni
siquiera se asomó a la oscuridad para ver al acólito rezagado. El orden imperaba de
nuevo.
«Dllenahkh, con tu nivel de sensibilidad y fuerza, debes acudir a retiros con
frecuencia —le había dicho, hacía mucho tiempo, el hospedero de su monasterio—.
Siempre buscas enderezar las cosas, incluso dentro de ti. Un retiro te enseñará una y
otra vez que no eres ni indispensable ni autosuficiente».
Por expresarlo de una manera burda: aprende a dejar de entrometerte. El
compromiso es importante, pero el despegue también. Se felicitó por la habilidad que
había desarrollado para mantener la curiosidad a raya, y se pasó los siguientes días
sumido en meditaciones y reflexiones, sin que lo molestaran.
Un día, después de una larga mañana de meditación, sintió sed y decidió coger
más agua de su caja de suministros. Salió con el cuenco de cristal en la mano, y lo
colocó en el borde de la caja mientras inclinaba la media tapa y buscaba dentro. Con
mano firme, sirvió agua de la pesada jarra de cuello estrecho. Con movimientos
lentos, se irguió y dedicó un momento de ocioso descanso, con la jarra al descubierto
cerca de sus pies, para contemplar el brillo del sol sobre la playa desierta y el océano
desierto, y para sentir el frío del agua que se filtraba hacia sus palmas mientras
sujetaba el cuenco y esperaba para beber. Sostener un cuenco de agua y marcar el
aumento de la sed con placer masoquista era un gesto infantil, pero a veces lo hacía.
Se llevó el cuenco a la boca y disfrutó con la visión de un perfecto instante de
océano celeste, de cristal azul brillante y de agua clara antes de parpadear, sorber y
tragar.
Cuando trataba de recordarlo después, su mente se detenía muchas veces en ese
vivido recuerdo, en la claridad con la que destacaban los colores y en la calmante
frialdad del cristal, y perdía las ganas de continuar. Fue poco después de ese momento
cuando el día se volvió horriblemente desordenado.
Un hombre salió del océano, con un brillo oscuro de agua de mar y luz solar en la

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cabeza. Llevaba un traje de piloto, iridiscente, lustroso y permeable, que se secó tan
rápidamente como la piel desnuda con la brisa caliente; pero se recogió el pelo con las
manos mientras se acercaba. Chorreaba agua y se lo envolvió en la coronilla con una
cinta que llevaba en la muñeca.
Dllenahkh lo reconoció poco a poco. Al principio, cuando apareció la figura, era
un piloto; luego, cuando empezó a caminar, se convirtió en un piloto familiar y, por
último, con aquel movimiento añadido de las manos en el pelo, vio que era Naraldi,
un hombre a quien conocía bien, pero no tanto como para que ello justificase una
interrupción tan temprana de su retiro. Abrió la boca para reprochárselo. ¡Seis días
más, Naraldi! ¿Qué cosa podía ser tan importante como para que no pudiera esperar
seis días más? Eso era lo que pretendía decir, pero lo asaltó otro pensamiento. Incluso
para tratarse de un planeta pequeño sin estación de atraque en órbita, era muy poco
común que una nave mental se acercara tanto a tierra de modo que un piloto pudiera
llegar nadando a la orilla. Aunque conocía a Naraldi, no eran tan íntimos como para
concederle una visita a esas horas y en ese lugar.
El piloto redujo el paso y lo miró inseguro con ojos que lloraban por la irritación
del agua salada.
—Ha sucedido algo terrible —se limitó a decir Dllenahkh.
Naraldi se frotó la cara mojada y no respondió.
—¿Mi madre? —Dllenahkh se apresuró a romper el silencio. El miedo se volvió
frío y pesado en su estómago.
—Sí, tu madre —confirmó Naraldi con brusquedad—. Tu madre, y mi madre, y…
Todo el mundo. Nuestro hogar ya no existe. Nuestro mundo ha…
—No. —Dllenahkh sacudió la cabeza, más incrédulo que inquieto por la
amargura y la premura de las palabras de Naraldi—. ¿Qué estás diciendo?
Recordó que todavía tenía sed y trató de alzar de nuevo el cuenco, pero las manos
se le habían quedado heladas y entumecidas. El cuenco resbaló. Lo agarró, pero solo
consiguió desviarlo, de modo que golpeó con fuerza contra el costado de la jarra y se
rompió justo a tiempo de lastimarle los dedos extendidos.
—Oh —fue todo lo que pudo decir. El corte fue tan limpio que no sintió nada—.
Lo siento. Déjame…
Se agachó y trató de recoger los fragmentos más grandes, pero no pudo evitar
resbalar hacia un lado y apoyarse en una rodilla.
Naraldi se apresuró a ayudarlo. Agarró la ensangrentada mano derecha de
Dllenahkh, se quitó la cinta del pelo y envolvió con la tela el puño de Dllenahkh.
—Sujeta fuerte —ordenó, mientras guiaba la mano derecha de Dllenahkh para
que atenazara su muñeca—. No lo sueltes. Iré a buscar ayuda.
Echó a correr por la playa, hacia el templo. Dllenahkh se sentó con cuidado, lejos
de los trozos rotos de cristal, y sujetó obediente. La cabeza le daba vueltas, pero

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experimentó un pequeño consuelo. Al menos, durante el tiempo que Naraldi tardara
en regresar, recordaría las palabras del hospedero: no sería curioso, no buscaría el
conocimiento, y no se preocuparía por cómo enderezar su mundo demolido.

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El mejor de todos los mundos
posibles

Recuerdo cuando llegaron los sadiri. Nos congregamos en la puerta para saludar su
llegada y, a decir verdad, para curiosear un poco. Los sadiri se consideraban a sí
mismos la cúspide de la civilización humana. ¡Imagínenlos asentándose en Cygnus
Beta, un estercolero galáctico para pioneros y refugiados! Bueno, parecía que éstos, al
menos, estaban dispuestos a romper el molde. Pero claro, muchas cosas se habían
roto sin que fuera posible repararlas, y a veces tiene más sentido crear algo nuevo.
Casi parecían cygnianos (los ojos, el pelo y la piel pertenecían más o menos al
espectro del marrón), a excepción de la brillante iridiscencia del cabello y un brillo
más sutil en la piel que solo se advertía a plena luz del día. Como era la estación seca,
había luz de sobra. Salían al sol y parecían aliviarse con el calor. No me digan que no:
ese estereotipo de los «impasibles sadiri» no es más que una chorrada. Tienen
lenguaje corporal. Tienen expresiones. El que no expresen a gritos sus emociones,
como hace la mayoría de la gente, no quiere decir que no las tengan.
Los parlamentarios les dieron la bienvenida, formal pero breve, y los llevaron a
sus mansiones con buen estilo diplomático. Todo el mundo sentía lástima de los
sadiri en aquellos primeros días, y tal vez todos estábamos demasiado orgullosos de
nosotros mismos por darles cobijo. Cygnus Beta no es una colonia rica, ni mucho
menos, pero comprendemos los desastres de la huida de la guerra y la enfermedad, y
de luchar por encontrar un lugar donde te quieran. Mucha gente actúa como si la
desgracia fuera contagiosa. No quieren exponerse a ella demasiado tiempo. Te
aceptan y hacen todos los gestos y sonidos adecuados, pero cuando pasan los meses y
siguen todavía en su casa o en su ciudad o en su mundo, la bienvenida empieza a
difuminarse un poco.
Eso lo comprendíamos, y quizá también estábamos haciendo una declaración de
intenciones. No hay ningún grupo en Cygnus Beta que no pueda rastrear el origen de
su familia y relacionarlo con alguna catástrofe de alcance mundial. Sin tierras, sin
parientes, no deseados… En teoría, los sadiri encajarían bien.
Eso era lo que yo creía el día en que llegaron los sadiri. Apenas presté atención
cuando mi amiga Gilda me dijo:

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—¿Pero dónde están las mujeres?
Tendría que haber prestado atención.
No es que no vengan a Cygnus Beta grupos compuestos solo por varones. La
gente envía muchas veces a los más fuertes e intrépidos para establecer cierto nivel de
comodidad en los asentamientos antes de traerse al resto de la familia; en algunas
culturas, eso quiere decir solamente hombres. La realidad de la sociedad cygniana es
que esos hombres suelen asentarse con alguien que ya está allí, porque, permítanme
que lo diga, no hay ninguna relación a larga distancia que sea como la interestelar,
sobre todo cuando estás aislado en una roca donde comunicarte con el resto de la
galaxia implica que las transmisiones tengan una tardanza de varias semanas en el
espacio real desde el satélite de largo alcance más cercano. Pero… ¿hombres sadiri?
¿El epítome de la moralidad y la tradición, eruditos demasiado absortos en sus
ejercicios mentales como para sucumbir a los instintos más primarios? Era difícil
imaginarlos volviéndose nativos como la mayoría de los chicos de frontera.
Por suerte para mi curiosidad, estaba en situación de averiguar algunas cosas
sobre ellos. Soy segunda ayudante de la biotécnico jefe de la provincia de Tlaxce, lo
que significa que puedo viajar mucho porque se trata de la provincia más grande, y
también la que tiene mayor número de asentamientos nuevos. Hay muchas colonias
sadiri en otros mundos. Además (y mantengan esto en secreto, por favor), siento una
especial debilidad por los lenguajes. Lenguajes antiguos, lenguajes nuevos, lenguajes
inventados… Lo que sea: esa es mi afición. Además, ya chapurreaba el sadiri, así que
era inevitable que me encargaran el trabajo de enlace de los departamentos de Salud
Pública y Agricultura.
Mi homólogo era la alegría de la huerta. Nada de chismes, nada de perder el
tiempo. Yo aparecía en su despacho, él repasaba brevemente conmigo el orden del
día, y allá que íbamos en un vehículo de tierra, a realizar nuestras inspecciones. No
hace falta decir que su dominio del idioma estándar era mejor que mi sadiri, así que
muchas veces yo me dedicaba a escuchar mientras él hablaba con los granjeros, y
después me hacía un resumen para que no me perdiera nada. Yo no esperaba que
hablaran estándar conmigo. Cuando han estado a punto de exterminarte, el lenguaje
es la primera cosa a la que te aferras, una de las principales señas de identidad.
Un día, mientras volvíamos a su despacho, tuvo lugar una conversación muy
interesante.
—Dllenahkh —le dije (aprender a pronunciar su nombre había sido todo un
desafío, pero cuando utilicé una «di» zulú y una «ch» escocesa le pillé el truco)—,
cuénteme cómo podemos ayudarlos a largo plazo. ¿Qué tipo de asentamiento planean
establecer? Comprendemos que su objetivo es mantener viva tanto de Sadira como
sea posible. ¿Necesitan plantas sadiri? ¿Variantes resistentes cruzadas con la flora
indígena, o especialidades de invernadero en biodomos? Podemos pedirles todo lo

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que queramos a los bancos de semillas galácticos, o incluso comprobar con Nueva
Sadira qué cepas están desarrollando.
—Gracias, segundo ayudante Delarua, pero de momento nos basta con ajustamos
al entorno y ser autosuficientes con lo que tenemos a mano. Examinaremos con más
atención nuestros objetivos a largo plazo cuando terminemos la fase inicial.
He de confesar que me gustaba escuchar a Dllenahkh. Tenía una voz muy suave,
grave, lenta y muy precisa. Era una voz que cuadraba con su meticulosidad y
profesionalismo. Ojalá yo tuviera una voz que cuadrara con lo que hago. Me han
dicho que hablo como un gallo demasiado nervioso cuando empiezo a hablar de mi
trabajo.
—No obstante, hay un tema en el que pueden ayudarnos —continuó Dllenahkh
—. Nuestra comunidad está relativamente aislada, y se ha sugerido que sería
adecuado que aprovecháramos la oportunidad para conocer otras culturas de Cygnus
Beta. Para participar. Para… mezclarnos.
Empleó el estándar para decir esto último, pues no había ningún equivalente
exacto en sadiri capaz de expresar la frívola intención que ocultaba esa palabra.
—¿Mezclarse? —repetí con incredulidad.
—Sí. Mezclarnos. Aunque queda mucho por hacer, empezamos a sufrir la falta de
estímulo mental. Cygnus Beta es célebre por tener algunas de las culturas más
complejas y vibrantes de la galaxia. Sería adecuado estudiarlas.
Lo miré de reojo. Llevaba con los sadiri el tiempo suficiente para saber que, cada
vez que empiezan a decir que algo es «adecuado», se trata o bien de algo que no van a
decirte, o bien de algo que no admiten ante sí mismos. Dllenahkh había dicho
«adecuado» ya dos veces.
Él me miró del mismo modo, con lo que he aprendido que es su tipo de humor.
—¿Y bien? ¿Tiene alguna recomendación?
—¿Tengo alguna recomendación para que los muchachos sadiri pasen una noche
fuera? —me encogí de hombros, sonreí, y me permití una carcajada—. Ya se me
ocurrirá algo.
Y así fue. El Ministerio de Cultura tiene todo tipo de programas, y conseguí que
alguien preparara un paquete que incluso los sadiri pudieran disfrutar. Pero, gente,
esto es Cygnus Beta. Sí, tenemos unas cuantas ciudades grandes y varias medianas (no
somos todos unos palurdos campesinos, vagabundos y aventureros), pero hay pocos
artistas y actores profesionales, y pocos museos y teatros de nivel galáctico. Tan solo
no podemos permitírnoslos. Es cierto que la mayor parte de la acción sucede en el
cinturón urbano, pero a menudo hay grupos de artistas que van de gira y tientan su
suerte. En algunos sitios les pagan en créditos, y en otros, en especie. Hablé con uno
de los actores que alababa la dicha del camino, y cómo había hecho un mapa cuyas
localizaciones marcaba en función de la excelencia de sus productos particulares: los

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mejores vinos y licores, por supuesto; los mejores panes; la mejor carne curada y el
mejor pescado ahumado, y las hierbas más fragantes para usarlas como incienso y
para fumar. Le dabas un nombre y podía decirte dónde conseguirlo.
Debería señalar que «aficionado» o «semiprofesional» no significa «de baja
calidad». Significa «calidad variable». Te encuentras actores serios junto a aspirantes
diletantes porque las compañías de teatro tienen que aceptar la gente que vayan
encontrando. El mejor rey Lear puede ser el guardia de seguridad de una pequeña
sucursal de un banco de pueblo. Solo disfruta de dos o tres semanas libres para sus
representaciones, y luego vuelve el suplente…, que es el muy diligente pero no tan
buen actor amigo del director, y ya retirado.
Le ofrecí dos opciones: o bien una serie de excursiones de un día al cinturón
urbano, o bien visitas a las granjas sadiri por parte de algunas de las compañías que
estaban de gira.
—Ambas —dijo Dllenahkh.
—¿Ambas? —repetí, alzando una ceja, mi tono de voz más seco que sorprendido.
Él alzó a su vez una ceja.
Pues ambas.
He mencionado antes a mi amiga Gilda. La quiero con dulzura, pero juro que es
una mala influencia para todo el mundo. Sospecho que tres de sus cuatro hijos no son
de su marido, y que él lo sabe pero no le importa. Lo tiene tan sometido que debe de
contar con más de un zhinuviano entre sus antepasados. Frecuenta tres grupos
principales, y trata de molestarlos a todos. Aburre al grupo de las amas de casa con su
investigación científica, cabrea a sus amigos de bebida con sus historias domésticas, y
escandaliza a sus colaboradores (y ahí entro yo) con sus escabrosas escapadas
sexuales.
De modo que Gilda se alegró al enterarse de que los sadiri iban a salir, porque
también quería «la oportunidad de conocer otras culturas», si entienden lo que quiero
decir. Insistió en ser la coordinadora y guía. Al principio me alegré cuando me quitó
ese peso de encima, porque así podría volver a asuntos corrientes, pero se trataba de
Gilda, y algo me dijo que investigara más a fondo.
—Bueno —le pregunté en la oficina cuando estableció las primeras giras teatrales
—, ¿cuál es la cartelera de este viaje?
—Grease: el musical espacial, Tito Andrónico y ese nuevo monólogo de Li Chen
donde se pasa los diez primeros minutos caminando de un lado a otro del escenario
en silencio, y luego se sienta en un sillón de inspiración Bagua en el centro y se pone a
tocar las flautas uilleannas.
—Aie-yi-yi —canturreé con tristeza—. ¿Quieren que nos pongan verdes?
—Nos pondrán verdes de todas formas. Ellos son sadiri, y nosotros terrestres…
Bueno, terrestres en la mayor parte. Juzgar a otros humanos y considerar que son

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inferiores es lo que hacen los sadiri.
Y eso no le molestaba lo más mínimo.
Al principio no dije nada. Estrictamente hablando, era cierto. Los sadiri y sus
flotas de naves mentales habían sido el núcleo duro de la ley galáctica, la diplomacia y
los descubrimientos científicos durante siglos. Aunque otros humanos les guardaban
cierto rencor, yo sabía que no era la única persona que esperaba para sus adentros que
la versión reducida de su gobierno fuera igual de efectiva dirigiendo la flota. A nivel
personal, no había advertido ninguna actitud de superioridad en Dllenahkh, pero
cuando se tenía en cuenta que su planeta natal estaba envenenado por sus propios
primos cercanos, los ainya, bueno… Eso no les dejaba mucho terreno para mirar con
desprecio a los demás, ¿no? Antes de que pudiera expresar en voz alta ese
pensamiento, tosieron con suavidad en mi puerta.
—¡Dalenak! —saludó Gilda, jovial. ¿Cómo conseguía Dllenahkh no dar un
respingo ante la atroz pronunciación de esa mujer?—. ¿Viene al viaje inaugural?
Dllenahkh le dio las gracias con cortesía, y dijo que no, que solo había venido a
hacerme una consulta referida a los cultivos hidropónicos de las granjas de la zona
suroccidental, que habían experimentado algunas dificultades. Ella captó la indirecta
y se marchó para que yo pudiera cerrar la puerta y hablar con Dllenahkh en privado.
—Creía que mentir no era propio de los sadiri —empecé a decir. Entonces lo miré
con más atención—. ¿Dllenahkh? ¿Quién le ha golpeado?
—Es un asunto interno que ya está resuelto —respondió él.
Fruncí el ceño, pero no podía decir nada al respecto. Parecía… deprimido.
—Parece usted distraído. ¿Qué le trae a la ciudad si no es la gira teatral de Gilda?
—Hay un emisario del gobierno de Nueva Sadira que viene de visita. Hemos
concertado una reunión para mañana.
Eso seguía sin explicar qué hacía Dllenahkh en mi oficina.
—¿Le gustaría venir conmigo al Museo de Historia? —pregunté.
—Sí —respondió él, algo ausente—. Eso sería muy interesante.
Fuimos caminando. Yo guardé silencio, esperando que Dllenahkh me hablara.
Él esperó hasta que pasamos los expositores geológicos y entramos en la Sala de
Nombres antes de empezar a hablar.
—¿Sabe por qué vinimos a Cygnus Beta? —preguntó.
Lo miré. Sus ojos miraban al frente, a los escritos grabados en la pared de granito.
—Vinimos a buscar a los tasadiri —volvió ligeramente la cabeza y me miró—.
¿Sabe de quiénes hablo?
—Sadiri que no practican las disciplinas mentales —repliqué de inmediato—.
Dejaron Sadira y fundaron Ain, y unos pocos se asentaron en otras partes de la
galaxia. Pero no fundaron Cygnus Beta. Ya estaba aquí.
—He oído hablar de los seres a quienes llaman ustedes los Cuidadores.

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Lo dijo con neutralidad, y me alegré de la pequeña cortesía. Hay quien piensa que
el concepto de los Cuidadores es solo otro de esos mitos de guardianes salvadores con
los que sueñan las sociedades primitivas para enfrentarse a la incertidumbre del
universo.
—Sí —dije con firmeza—, son los auténticos fundadores de Cygnus Beta, pero
reconocemos a otros pobladores anteriores; sobre todo terrestres, es cierto, pero
también ntshune, zhinuvianos y tasadiri.
—Hay fuertes cepas psiónicas y protopsiónicas en sus antepasados —advirtió él—.
Fue otro de los motivos por los que decidimos venir aquí.
Me pregunté adonde quería ir a parar.
—¿Entonces qué ocurre, Dllenahkh?
Él se encogió de hombros. Estaba claro que se trataba de asuntos privados.
—Existe una falta de consenso en lo referente a nuestro rumbo. Lo que más nos
preocupa es, por supuesto, asegurar el futuro de nuestro pueblo, pero hay disputas
acerca de cuál es el mejor modo de lograrlo. Hay quien considera que el curso de
acción más efectivo sería preservar el poso genético y la integridad cultural. Con tan
pocos supervivientes, cada uno de nosotros sería necesario para que esta empresa
tuviera éxito. Otros creen que la mejor opción sería negociar con los ainya con la
mirada puesta en la futura integración de nuestras tribus.
—Pero tal vez ese fue su motivo para… hacer lo que hicieron —dije con torpeza
—. Nunca tuvieron el nivel de influencia galáctica del que gozaron ustedes. ¿No sería
la integración una manera de darles lo que quieren?
Él hizo una pausa.
—Sí —dijo por fin—. Muchos de nosotros lo vemos así. Sin embargo, desde la
perspectiva ainya, expulsamos a sus antepasados y les negamos sus derechos de
nacimiento; de ahí el orgullo con el que reclaman su parte de responsabilidad en
nuestra caída. Tal vez no deseen vernos solo humillados, sino también destruidos por
completo. —Suspiró y continuó.
»Se ha propuesto una tercera vía: colonias de híbridos seleccionados para las
tendencias físicas y las habilidades mentales sadiri, y educados según los valores y
tradiciones sadiri.
Una sonrisa amarga asomó a mis labios. Terrestres: el caldo de pollo de todas las
sopas genéticas humanas de la galaxia. La Tierra era el más reciente de los mundos
creados, y los terrestres, la raza de humanos más joven de la galaxia, pero lo que les
faltaba de tecnología y desarrollo mental lo suplían con su puro potencial evolutivo.
Otros humanos los despreciaban y los miraban por encima del hombro, pero bastaba
con mencionar el vigor híbrido para que, de repente, los terrestres se volvieran muy
populares. Por supuesto, dado que la misma Tierra estaba todavía sometida a
embargo, Cygnus Beta recibía toda la atención.

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—Y entonces ¿qué tipo sadiri es usted? —le pregunté—. ¿De la segunda vía, o de
la tercera?
Su rostro se detuvo en ese gesto que yo había aprendido a interpretar como de
profunda incertidumbre.
—No se ha tomado ninguna decisión todavía. Somos una reserva.
Ladeé la cabeza y lo miré con el ceño fruncido, sin entender.
Me lanzó una breve mirada, y entonces parpadeó y volvió a apartar la mirada
como si se sintiera profundamente avergonzado.
—Como muchos de nuestros puestos extraplanetarios están ocupados por
hombres, sobrevivieron al desastre más varones sadiri que hembras. Esto ha creado
algunas… perturbaciones en nuestras habituales costumbres en materia de vínculos.
Por este motivo, el exceso de varones se envió a esta colonia. El Consejo de Ciencia de
Nueva Sadira considerará prioritario que nazca el mayor número de hembras lo antes
posible. Dado nuestro lapso de vida, es posible que puedan ser nuestras futuras
esposas.
Reflexioné sobre lo que acababa de decir, y advertí la verdad que encerraban sus
palabras. La mayoría de los sadiri de Cygnus Beta eran, para sus baremos, muy
jóvenes. ¡Pero qué inquietante y extraño era pasarse décadas en una especie de remoto
estante genético esperando el turno de contribuir clínicamente a la expansión de la
especie!
Le dije a Dllenahkh algo por el estilo. Él me hizo saber que mis puntos de vista
eran inadecuados. Me callé la boca.
La Sala de Nombres es un lugar muy complicado. La parte obvia son las paredes
con los nombres de las mil naciones moribundas que vinieron o fueron traídas aquí,
pero también hay un grave susurro de mil lenguajes extintos, la ocasional vaharada de
humo, incienso o perfume de diversos rituales medio olvidados, el gemido lejano y el
sonido agudo de antiguos instrumentos que nadie sabe fabricar ya. Es un lugar muy
adecuado para reflexionar sobre el futuro de todo un mundo, pero también es un
poco deprimente.
—¿Qué cree que va a decir el emisario? —pregunté.
Dllenahkh no dijo nada. Tal vez no lo sabía. O tal vez lo sabía, pero no me lo iba a
decir.
—Vayamos a almorzar —dije.

Después de eso volvimos a nuestra rutina habitual, lo que quiere decir que todo fue
trabajo. Yo sabía que los granjeros sadiri continuaban con su exploración cultural,
visitando las ciudades y otras provincias y permitiendo a su vez que los visitaran.
Parecía que, en efecto, tomaban nota de cómo se habían adaptado diversas culturas a
las condiciones sociales de Cygnus Beta. De este modo, incluso lo que parecía tener

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fines recreativos tenía también algún elemento de estudio antropológico. No
profundicé en el tema, y aunque el emisario sadiri regresó para realizar otra visita
unos meses más tarde, no le pregunté a Dllenahkh al respecto.
Gilda, por otro lado, fue una fuente de información. Me llamó a mi mesa un día,
demasiado nerviosa e impaciente para recorrer los pocos metros que la separaban de
mi oficina.
—¿Te has enterado de la noticia? Han puesto a Ain en cuarentena. Nada entra,
nada sale.
Eso me llamó la atención. Lo dejé todo y me acerqué más al monitor.
—¿Qué? ¿Ha dado ya el tribunal su veredicto?
Gilda parecía muy tranquila, algo que en ella era enormemente inusitado.
—El juicio no ha terminado, pero Ain está incomunicada.
—Eso es imposible —repliqué—. El embargo terrestre funciona porque podemos
ver todo lo que hacen, y mostrarles lo que queremos que vean. La tecnología de Ain es
demasiado avanzada. Tal vez lo hayan hecho ellos mismos. Tal vez se estén ocultando.
Ella hizo una mueca de desdén.
—No están tan avanzados. La gente dice que han sido los Cuidadores.
Personalmente, me alegro. Sadira no va a ser más que roca estéril durante mucho
tiempo.
Abrí mucho los ojos y sentí un escalofrío de emoción. ¡Los Cuidadores! Era como
si los ángeles hubieran bajado para vengar a los sadiri.
—Supongo que no les gusta que la gente deshaga su obra. ¿Cómo les ha sentado a
los ainya que están fuera del planeta?
Gilda mostró una sonrisa irónica.
—Ahí está la gracia. Sabes que solo hay dos flotas con naves capaces de viajar
hasta Ain.
Me reí a desgana. Ella se refería a los zhinuvianos, que te cobraban un ojo de la
cara por el pasaje, y los sadiri, que… bueno… no tenía muy claro qué harían, pero
muchas agallas debería tener cualquier ainya para acercarse ahora a un piloto sadiri.
El secuestro de Ain era un cambio importante en más de un sentido. Aunque hay
mala sangre entre Ain y Sadira (mucha mala sangre), yo tenía la vaga esperanza de
que pudieran unirse después de una generación o dos, aunque solo fuera por
necesidad. Parecía que las opciones se habían reducido de tres a dos, y no tenía ni idea
de dónde dejaba eso a los sadiri. Nueva Sadira era un planeta pequeño, un antiguo
puesto de avanzada científico que había obtenido un inesperado ascenso de categoría.
Serviría para cobijar a una población que había experimentado una reducción
drástica, pero como no tenía ni los recursos ni el tamaño necesarios para sustituir
adecuadamente a Sadira, los sadiri se verían obligados a decidir sobre su futuro más
pronto que tarde.

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Era difícil saber qué planeaban hacer. Algunos de los sadiri estaban mezclándose
sin tapujos: de hecho, dada su juventud, incluso se podría decir que estaban
experimentando. A juzgar por la severidad de la expresión de Dllenahkh cuando
escuchaba algunos de los relatos más divertidos, detecté que los sadiri mayores del
grupo apenas toleraban aquella conducta. Pero ¿qué podían hacer? ¿Expulsar a los
más jóvenes? Todo sadiri capaz de procrear era precioso, y cualquiera de ellos podía
regresar al redil más tarde, sin que importara qué decisión tomaran con respecto a su
tragedia compartida.
Dicho esto, apenas un par de meses después de que se cumpliera un año de su
llegada me encontré en la nada envidiable tesitura de que mi jefa me enviara a
«averiguar qué está pasando con esos sadiri». Decidí hacer un largo viaje por carretera
para abordar el tema con Dllenahkh, razonando que si estábamos en mitad de
ninguna parte, no tendría ningún sitio adonde huir. Para protegerme, desconecté el
autopiloto y navegador y conduje el vehículo de tierra.
—Tengo entendido que hay un pequeño boom de natalidad entre los sadiri —dije
con delicadeza, manteniendo la vista puesta en la carretera mientras maniobraba
entre los primeros baches, que eran el resultado del fuerte inicio de la estación de las
lluvias.
Los dientes de Dllenahkh chasquearon cuando rebotamos por el terreno en mal
estado.
—Eso parece —acabó por decir, con las mandíbulas apretadas.
—¿Supone una indicación…? —empecé a decir. Luego me corregí—: ¿Significa
eso que se ha escogido una vía?
El silencio continuó tanto tiempo que llegué a la triste conclusión de que había
tentado demasiado mi suerte. Entonces Dllenahkh habló, como si estuviera algo
dolido.
—Ha habido pocas opciones en lo que se refiere a esos nacimientos. Tres de los
padres han sido incapaces de conseguir nada más que derechos de visita, mientras
que un cuarto ha perdido la custodia única. Dos están en una situación
particularmente difícil: sus hijos han sido reconocidos por otros hombres y los están
criando sin que se reconozca su herencia. Solo en un caso se ha formado algo
parecido a un vínculo, y a ese hombre lo han secuestrado para trasladarlo a la casa de
la madre de su hijo, donde vivirá, sin duda, según la cultura del pueblo de ella.
Silbé. Si aquellas historias se añadían a las que ya había escuchado, aquello
suponía más nacimientos y muchos menos matrimonios de lo que esperaba.
—Lo que me está usted diciendo es que los están manipulando, utilizando y
rechazando. Son buenos para echar un polvo, pero no lo suficientemente buenos
como para casarse. Sangre nueva. La nueva moda en la ciudad. Los…
—Sus observaciones —dijo Dllenahkh, en tono tranquilo pero aplastante— no

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son particularmente bienvenidas en este momento.
Sentí auténtico rubor.
—Lo siento. Me he dejado llevar. El caso es que… siempre hemos sido una
sociedad matriarcal. Los padres cygnianos tienen poco que decir en lo relativo a los
niños. Creía que eran conscientes de ello.
Continuamos en silencio mientras yo me concentraba en una desagradable parte
resbaladiza de la carretera. En un momento determinado, Dllenahkh tuvo que bajarse
y empujar el coche a través de un charco de barro antes de que yo pudiera encontrar
asidero en terreno más firme. Volvió a subir, y colocó las botas de trabajo llenas de
barro en el centro de la alfombrilla con fastidiosa precisión. Había sido una diversión
trivial pero bien recibida que había aliviado parte de la tensión del ambiente.
Mis pensamientos vagaron mientras trataba de pensar en qué decir, y entonces,
por supuesto, mi subconsciente se hizo cargo.
—«Eran morenos, y de ojos dorados» —cité con tono ensoñador.
—La referencia se me escapa.
—Es una obra clásica de ciencia ficción que trata de unos terrestres que van a
colonizar Marte. Pero… Marte los coloniza a ellos. Los convierte en marcianos
morenos de ojos dorados que son idénticos a los extintos pueblos indígenas. Le digo
que si creen que pueden colonizar Cygnus Beta y convertirlo en Sadira, siglos más
tarde todo lo que tendrán es una leve tendencia a lucir un pelo brillante y la forma de
hablar pedante en el tronco común cygniano. Oh, Dllenahkh, lo siento mucho.
Intenté advertirlos.
—No recuerdo…
El asunto era demasiado serio como para hacer varias tareas a la vez. Aparqué a
un lado, corté el contacto del vehículo de tierra y lo miré a la cara.
—Le pregunté qué querían a largo plazo. ¿Quieren ser todo-sadiri o sadiri-
cygnianos? Porque si lo que quieren es lo primero, están haciendo justo lo contrario.
Él inclinó la cabeza, abatido, que es lo más cerca que un sadiri puede estar de
expresar un gemido de angustia.
—No sé qué queremos. Solo deseamos sobrevivir, e intentamos hacerlo por todos
los medios posibles.
Cerré los ojos, sintiendo una puñalada de soledad. Si puedo burlarme de Gilda
diciendo que tiene un gen zhinuviano dominante en su composición, entonces
también he de admitir que puede haber demasiado ntshune en mis orígenes. Y
Dllenahkh se sentía solo, no era ningún error. Brotaba de él como bruma y se posaba
en mis huesos con un dolor tan insistente como el de una vieja herida. Era muy
inquietante.
—Muy bien. Tienen que coordinarse con el Ministerio de Planificación y
Mantenimiento Familiar. Pero, Dllenahkh, tienen que partir de cero, nada de estos

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pudores juveniles… perdón, condicionamientos culturales sobre los detalles del
matrimonio y las costumbres afectivas sadiri, y nada de planes encubiertos para
seducir y adoctrinar a mujeres sobre el estilo de vida sadiri. Sea sincero. Quiero decir
que han elegido el lugar adecuado. Ya tenemos una mentalidad de ordenar esposas a
la carta, y llevamos siglos fecundando de manera selectiva. ¿En qué otros lugares se
podrían producir tantos nacimientos en tan corto espacio de tiempo?
—Eso es verdad —dijo Dllenahkh, con lo que pareció un atisbo de esperanza.
—Además, pueden quedarse con las dos cosas: tomar una esposa cygniana de
corta vida durante la primera parte de esa larga vida suya, y luego irse a casa con sus
niñas-esposas y fundar una nueva familia de pura sangre sadiri. Solo sean…
respetuosos. Sinceros. ¡Y dejen de pensar que son los superiores! ¡Solo son otra gota
en nuestra laguna genética! Todos descendemos de pueblos que se creían reyes y
dioses, y que al final descubrieron que no eran casi nada. No permitan que les pase a
ustedes.
Él permaneció sumido en escarmentado silencio durante un rato, y luego dijo con
humildad:
—Lo que dice tiene su mérito. Discutiré las posibilidades con nuestro consejo
local y abordaré al ministerio tal como ha sugerido.
Suspiré con alivio. Si tan solo supieran lo cerca que habían estado de agotar
nuestra paciencia… Si hay algo que los cygnianos no pueden soportar son los aires de
superioridad. Demasiado a menudo han precedido atrocidades y excusas racionales
para la opresión. Los sadiri no cambiarían de la mañana a la noche, pero al menos era
un comienzo.
—«Eran morenos, y de ojos dorados» —dijo Dllenahkh en voz baja.
—Mis ojos son marrones —respondí, sorprendida de oír a un sadiri decir algo tan
absurdo.
—Tengo entendido que en la Tierra, el oro se considera un metal raro y precioso.
Ser dorado es ser especial, valorado —me miró—. Para mí, sus ojos son dorados,
porque han percibido quiénes somos en realidad.
No dije nada. Abrí la boca, fui incapaz de respirar y bajé la vista para apartarme de
aquella intensa mirada. Era muy dolorosa, como un sol brillante sobre una piel tierna,
brillante y cegador con la belleza de lo que se ha perdido y lo que queda. Durante un
momento, la sangre de mis antepasados lanzó un grito de empatía y casi me puse en
evidencia llorando delante de un sadiri.
Me mordí los labios, me recuperé, y el momento pasó. Entonces puse el coche en
marcha, y viajamos hasta la siguiente granja lejana.

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Casamentero, casamentero

—¿Qué es esto?
El correo y secretario del departamento se volvió a mirar el sobre que había
arrojado sobre mi mesa.
—¿Cómo voy a saberlo?
Lo miré de arriba abajo. Gilroy era un joven delgaducho, demasiado alto aunque
aún estaba creciendo, y asolado por una cojera resultado de una mala rotura en una
granja lejana, a días de distancia de unas atenciones médicas avanzadas. Dedicó todas
las energías que debería haber invertido en marcar ganado al chismorreo…, lo siento,
a recopilar información. Cogí el sobre y tiré de los extremos de los lazos del sello,
mientras lo miraba de modo significativo.
—Bueno… de acuerdo —dijo él. Hizo su habitual gesto precursor de un chisme
jugoso: una rápida mirada alrededor para asegurarse de que nadie podía enterarse—.
Tengo entendido que le has causado una buena impresión a alguien. Y que vas a tener
un ligero cambio de trabajo.
Fruncí el ceño, con temor ahora. La primera asistente biotécnica era nueva en su
puesto. A menos que fuera a pillarse un permiso por maternidad o la hubieran
despedido, era imposible que yo ocupara su puesto… Ni tampoco lo quería. Solo
puedo soportar una cantidad limitada de papeleo antes de sentir la necesidad
desesperada de salir a visitar las granjas. Y era absolutamente imposible que me
nombraran jefe. ¿Qué otros giros eran posibles en el rumbo de mi carrera?
Advertí que Gilroy me estaba mirando, y sonreía al ver el pánico que yo no me
había molestado en ocultar.
—Bien, gracias, cierra la puerta al marcharte —dije, mientras lo despedía con
brusquedad.
Cerré los ojos y giré en mi asiento una vez más, tal vez intentando aliviar mi
ansiedad, tal vez intentando algún extraño ritual inventado para atraer la suerte.
Entonces rompí el sello y saqué mis órdenes.
—¿Qué quieren que haga qué?
Como si siguiera una pista, mi monitor trinó y lanzó un destello. Miré con
irritación la bandeja de mensajes, y luego mis ojos se abrieron como platos y abrí el
canal.

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—Aquí Delarua.
—Segunda ayudante Delarua, imagino que ya habrá abierto su correspondencia.
Mi jefa intenta salirse con la suya haciéndose la simpática. Es bajita y gruesa, con
grandes mofletes redondos y profundos hoyuelos. No engaña a nadie. Cuantos más
hoyuelos, más seguro estás de que te ha jodido.
—Jefa, no me puedo creer que no discutiera esto conmigo primero. ¿Qué pasó
con el Departamento de Guía de Relaciones Humanas y Vocacionales? ¿Se han
muerto todos de peste allí? ¿Están en coma? ¿Tienen amnesia?
Mientras expresaba mi frustración me contuve un poco. Por peligrosos que fueran
los hoyuelos, era peor si decías algo que los hiciera desaparecer por completo. Mi jefa
no permitía que los subordinados se tomaran libertades.
—Lo siento, encanto. Esto ha venido de arriba. —Se encogió de hombros—. Es
solo durante un año. ¿Por qué no lo ves como una oportunidad para ampliar tu
curriculum vítae?
—¡Mi especialidad es la biotécnica! ¡Cuanto más me aleje de mi campo, más sufre
mi currículo…! ¡Usted lo sabe bien! —Entorné los ojos—. Espere un momento.
¿Alguien por encima de usted medró con la estructura del personal de su
departamento, y sigue sonriendo?
Sentí que me moría. Mi estómago estaba todavía en caída libre.
—¿Quería deshacerse de mí? ¿Por qué no dijo…?
—¡Delarua, relájese! No tengo ningún problema con usted ni con su trabajo. Y, sí,
no estoy destrozada, pero es por quién va a ser su sustituta.
Entonces pronunció el nombre de la doctora Freyda Mar, un nombre que no
significará nada para ustedes ni, seamos sinceros, para la mayoría de los cygnianos,
pero para aquellos que conocen las últimas investigaciones en el campo de la
biotécnica, era casi como si Albert Einstein hubiera decidido tomarse un año sabático
como investigador y, en su lugar, dedicarse a enseñar ciencias en secundaria.
—¿Ella? ¿Para qué quiere mi trabajo de mierda…? Lo siento, jefa, pero incluso
usted debe admitir que el trabajo menos glamuroso del departamento me cae encima.
Quiero decir…, cultivos hidropónicos, e inspecciones de sanidad, y alcantarillado, y
conducir cientos de kilómetros, y a veces dormir en graneros si tienes suerte y en el
coche si no la tienes. Quiero decir, sí, me gusta, pero todo el mundo me conoce por
mis rarezas.
—Bueno, tal vez ella sea rara también. Quiere escribir un libro sobre las
aplicaciones prácticas de su investigación. Más poder para ella, digo yo. Siempre he
dicho que los académicos deberían mancharse un poco las botas de barro de vez en
cuando.
Inspiré profundamente. Si Freyda Mar venía a ocupar mi puesto durante un año,
era imposible que me librara de aquélla.

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—Bien. Veo que aún me quedan dos meses por delante. ¿Cuándo viene la doctora
Mar?
—Dentro de un mes. Tendrá usted el honor de mostrarle la situación.
La idea de que yo (yo) le enseñara a la doctora Freyda Mar cómo hacer mi trabajo
durante un mes entero llenó de tanta emoción mi alma técnica que me olvidé por
completo de que tenía que marcharme durante un año entero para ir… ¿adónde? ¿A
buscar una aguja en un pajar entre la antropología y la diplomacia?
Pasó la segunda mitad de la semana y me dirigí a la oficina de Dllenahkh a la hora
habitual para discutir los horarios de inspecciones. Me detuve un momento ante su
puerta, preguntándome cómo reaccionaría ante la noticia de mi nuevo destino, pero
fue durante un momento. El secretario de Dllenahkh era de la escuela Gilroy: joven,
delgaducho y más que curioso ante mi vacilación.
—El consejero Dllenahkh la está esperando —informó con amabilidad.
—Gracias, Joral —murmuré. Y entré.
Intenté explicarle a Dllenahkh lo que creía que iba a suceder: mi traslado, mi
sustitución y todo eso. Mantuve un tono neutral: no creo que haya que comportarse
con enfado ni alegría en asuntos relacionados con el trabajo, sobre todo con la gente
que no pertenece a mi departamento. Él se inclinó hacia delante, colocó los codos
sobre la mesa y se miró los dedos en silencio durante un rato. En ese intervalo, me di
cuenta por fin de que no estaba sorprendido en lo más mínimo.
—Oh. Oh, no. Oh…
Empecé a maldecir. Una de las ventajas de que los idiomas sean tu afición es que
puedes tardar un buen rato en quedarte sin imprecaciones. Ni siquiera había agotado
mi lista de las lenguas muertas que conocía cuando me detuve a tomar aire y
Dllenahkh intervino, al parecer dirigiéndose todavía a sus dedos.
—¿Es posible que esté enfadada conmigo, segunda ayudante Delarua?
—¿Podría ser que esté usted riéndose de mí, consejero Dllenahkh? ¿Es usted el
motivo de esta complicación en mi vida? ¡Por favor, explíqueme esta locura!
Su entrecejo se unió durante un instante, borrando la leve sugerencia de diversión
contenida que tanto me había irritado, y por fin me miró a la cara.
—Temo que todavía no la hayan informado del todo. Sin duda su superiora le
habrá comunicado todo lo que sabe, y un dossier más detallado sobre la misión
vendrá de camino. Le aseguro que esto no es ninguna locura.
Se levantó y se acercó al arcaico mapa que mostraba la provincia de Tlaxce y las
regiones que la rodeaban. Se colocó delante, se llevó las manos a la espalda y soltó un
gran suspiro que me cogió por sorpresa.
—Antes de comenzar, no le he agradecido adecuadamente su recomendación de
que buscáramos la ayuda del Ministerio de Planificación y Mantenimiento Familiar.
Como resultado, algunos de los casos de custodia están siendo revisados, y se ofrece

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asesoramiento a los padres y las familias implicadas. Aunque es improbable que todos
los casos se resuelvan de manera amistosa, la situación es menos tensa que antes. Es
más, cualquier futuro intento de asociación intercultural se canalizará a través de los
programas del ministerio para ese propósito.
—No está mal —dije, con satisfacción y calma—. Llevan estableciendo y
manteniendo uniones desde hace generaciones. Son bastante buenos en lo que
hacen… No son perfectos, pero siempre es mejor que nada.
Volvió a lanzarme una mirada furtiva, y luego alzó una mano para indicar las
provincias.
—Tlaxce, que es la más grande, es también una de las provincias más homogéneas
desde el punto de vista genético, debido a la presencia de la capital y del espaciopuerto
principal. Nos han aconsejado que si buscamos cygnianos con un alto porcentaje de
herencia genética tasadiri, deberíamos ir a las regiones exteriores de las provincias
vecinas.
—¿Todavía aferrándose a su concepto de pureza? —dije en voz baja.
Dllenahkh se volvió y me miró de un modo que interpreté que quería decir:
«Cuando pierdas tu hogar y todo lo demás menos un pequeño resto de tu pueblo,
podrás sentirte libre para dar consejos sobre la ética de la pureza».
Bajé la mirada.
—Bien, la misión es encontrar grupos cygnianos que sean más tasadiri que la
media —parafraseé mansamente.
—Su facilidad para los lenguajes de Cygnus Beta es lo que me llevó a recomendar
que fuera nuestro enlace. Eso, y su capacidad de reflexión.
Primero el palo y luego la zanahoria. Había desarrollado bastante talento
manipulando a los cygnianos con unos cuantos halagos, pensé con amargura.
—¿Y qué papel desempeñará usted?
—Tengo autorización para evaluar los asentamientos y la gente a la que
encontremos, y decidir si nos resultaría más eficaz unirnos a esos asentamientos o
animar a las potenciales esposas a mudarse al que tenemos aquí en Tlaxce.
Aunque Dllenahkh nunca caería en la petulancia, había en su tono cierta
certidumbre que sugería que ya sabía cuál sería la decisión obvia.
Echó un último vistazo al mapa y volvió a sentarse tras su escritorio.
—La primera ayudante de la biotécnica jefa es un año más joven que usted y es
probable que sirva en su puesto al menos otros cinco años. La biotécnica jefa no se
retirará hasta al menos dentro de otros doce años. Todos los puestos superiores del
departamento requieren mayor experiencia en la gestión y menos capacidades
técnicas. Calculé que había pocas probabilidades de que su carrera resultara dañada,
y… he advertido que nuestros viajes de campo le proporcionan cierta cantidad de
diversión. Espero no haber malinterpretado el caso.

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Había un levísimo atisbo, una mínima sugerencia de humildad y de preocupación
en su mirada.
Me encogí de hombros.
—Lamento haber maldecido de esa forma. Estaba en estado de choque. Tengo la
seguridad de que todo saldrá bien.
Él asintió.
—Excelente. Entonces comencemos nuestras rondas, y le iré hablando sobre el
resto del personal que compone la misión.
¡Lo que no me dijo, lo que habría sido más útil, fue el nombre del pez gordo que
había conseguido aumentar los hoyuelos de las mejillas de mi jefa con el soborno de
Freyda Mar! Porque, déjenme que les diga, quiero besar a esa persona. Ya estábamos
deslumbrados y deseando darle la bienvenida a la profesora más excéntrica, abstraída,
bebedora de oporto y capaz de enfundarse calcetines hasta las rodillas que jamás
hubiera salido de la Universidad de Tlaxce. Pero Freyda Mar vestía como una persona
normal, bebía agua, se acordaba de todo y… bueno, era un poco excéntrica, pero de
un modo que todo el mundo podía apreciar.
Tenía un sorprendente parecido a una alta y madura Malvada Bruja del Oeste,
aunque, por supuesto, no era verde. Unos pocos días antes de nuestro primer viaje de
campo, miré su largo y ondulado pelo negro, y todo lo que pude decir fue:
—¿Está segura?
Ella echó un vistazo a mis cabellos, que llevo muy cortos.
—¿Sabe? Tiene razón.
Entonces me voy a buscar café para la pausa de media mañana y, cuando vuelvo,
las tijeras están fuera del cajón y sobre la mesa, y la papelera está a rebosar de un
metro de cabellos. Ya les digo, me quedé con la boca abierta, pero ella tan solo se rio
de mí y me quitó las tazas de la mano antes de que se me cayeran.
A pesar de todo eso, parecía un poco nerviosa por trabajar con los sadiri, así que le
ofrecí una rápida y casual puesta al día mientras ella, apurada, apuntaba notas en su
palmar.
—Confíe en mí: causará sensación. No charlan de nimiedades y tienen una
constante necesidad de datos intelectuales, así que siéntase libre de discutir su trabajo
en detalle. Deje que ellos hagan las tareas pesadas: tienen la constitución adecuada
para ello, que da la alta gravedad, y les encanta alardear de su fuerza física. No intente
estrecharles la mano. No le toque la cabeza a nadie, sobre todo el pelo. Eso es un gran
no-no.
—¿Costumbre? ¿O algo más? —preguntó ella, deteniéndose a media frase.
—Muy sagaz por su parte —dije, con gesto aprobador—. No lo sé con seguridad,
pero creo que puede tener algo que ver con la telepatía.
Ella asintió. Parecía pensativa y mucho más relajada.

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—Hace años me pasé algún tiempo investigando en una universidad del sistema
Punartam. Allí conocí a un piloto de nave mental sadiri. Siempre llevaba guantes, y
siempre tenía la cabeza cubierta. Al principio pensé que era algo cultural, pero tal vez
sea otra cosa.
Freyda acababa de demostrar que era la típica técnica. Pídele que recuerde algunas
reglas arbitrarias de etiqueta extranjeras, y se echará a temblar. Dale una posible
explicación científica para una conducta social, y estará encantada.
Los viajes de campo son una auténtica prueba de carácter, y yo no tenía ni idea de
cómo soportaría los largos y a veces aburridos trayectos. Pronto descubrí que podía
hacerle cantar cualquier musical o cualquier ópera, en voz muy alta, mientras el coche
avanzaba, y a veces yo me unía, aunque con menos chorro de voz y habilidad. El
pobre Dllenahkh, que estaba acostumbrado a viajes mucho más tranquilos, nos
miraba de reojo con expresión de horror. Pero incluso Dllenahkh acabó por
apreciarla cuando pasó a modo técnico. La escuchaba con mucha, mucha atención,
sus estaturas casi parejas, asintiendo una y otra vez mientras ella soltaba una perorata
sobre algún aspecto de su última teoría. En un momento dado, pude jurar que lo veía
mirarla casi embobado, como si hubiera dejado de escuchar el contenido de sus
palabras y estuviera pensando en otra cosa.
Estaba preparándome para burlarme de él diciéndole que estaba colgado de ella
para rivalizar con mi cuelgue profesional, pero entonces me pilló por sorpresa la
semana siguiente. Esperaba que Kavelan lo sustituyera como enlace, pues era un joven
pero sereno subordinado a quien había tratado varias veces el año pasado o así. En
cambio, apareció un rostro completamente nuevo. Era difícil calcular su edad, pero
por su aura de madurez supuse que estaba más cercano a la edad de Dllenahkh que a
la del varón sadiri medio de las granjas.
Dllenahkh hizo las presentaciones.
—Este es mi sustituto, el doctor Lanuri. A partir de ahora nos acompañará en las
inspecciones.
El doctor Lanuri inclinó la cabeza, y Freyda y yo hicimos lo propio. Tenía arrugas
en la cara que daban toda la impresión de ser producto de la risa, pero, si lo eran,
hacía mucho tiempo que no se ejercitaban. Seguía teniendo una expresión
ligeramente vacía de profunda depresión que había caracterizado a Dllenahkh y a
muchos otros sadiri durante los primeros días de asentamiento.
Ojalá pudiera decir que tuve la oportunidad de conocerlo mejor, pero después de
un rápido repaso al calendario de inspecciones, Dllenahkh nos condujo no a un
vehículo de tierra, sino a dos.
—Como nuestros vehículos deben servir ocasionalmente como refugios
temporales —dijo—, no juzgué demasiado aconsejable ser demasiado estrictos con el
límite de pasajeros. Por tanto, cada equipo irá en su propio vehículo de tierra. Los

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sistemas de navegación están enlazados. Les deseo un viaje agradable y seguro, doctor
Lanuri, doctora Mar.
Y entonces se encaminó hacia un coche con lo que parecía una prisa antinatural y
poco digna, para tratarse de un sadiri. Lo seguí, con cierta perplejidad ante su formal
e innecesaria despedida del doctor Lanuri (al fin y al cabo, el primer tramo de
nuestras rondas solo llevaba dos horas de viaje), y preguntándome si me había
imaginado un brillo exasperado en los ojos del doctor Lanuri, como el que
habitualmente me dirige mi madre cuando empieza a insinuar que no estaría mal que
le diera un segundo yerno y más nietos.
—¿Sabe? —le dije cuando nos pusimos en marcha—. Estoy pensando que el
Ministerio de Planificación y Mantenimiento Familiar sería más sutil que usted. Tal
vez debería dejar que sean ellos los casamenteros.
Dllenahkh se hizo el ofendido, pero su conducta olía demasiado a satisfacción
como para resultar convincente.
—No comprendo qué quiere decir con eso. Es más conveniente que la doctora
Mar y el doctor Lanuri vayan juntos en un vehículo, para que puedan iniciar el
proceso de «construcción de equipo» que es tan importante para los cygnianos.
—Ajá —repliqué con profundo sarcasmo.
La doctora Mar, como cualquier urbanita, era suficientemente culta para reducir
su entusiasmo natural a un volumen y una frecuencia que su nuevo colega pudiera
apreciar, lo que quiere decir que parecían tener una buena conexión al final de las dos
primeras horas. Con todo, cuando a la semana siguiente partimos a nuestro destino
un poco por delante de los demás tuve la impresión de que oíamos cantar (ópera, en
voz alta) en el segundo vehículo de tierra. Por supuesto, para cuando el coche se
detuvo y las puertas se abrieron, solo había una tranquila charla profesional entre
ambos.
Miré sorprendida a Dllenahkh. Él se limitó a alzar las cejas de un modo que
equivalía a «Ya se lo dije».
—¿Cómo lo ha logrado? —pregunté cuando los otros no pudieron oírme.
—¿Lograr qué? —preguntó él con frío tono burlón.
—¿Cómo sabía que conectarían? Eso requiere un nivel de intuición que no me
parece probable en la metódica mente sadiri.
—Extrapolé a partir de lo que sabía de la difunta esposa del doctor Lanuri. Se
parecía mucho a la doctora Mar, en modales y aspecto. Lanuri lo ha tenido… difícil
desde la muerte de su esposa. Esperaba que pudiera encontrar solaz en compañía de la
doctora Mar, y, permítame que lo admita, quizás incluso considerar la posibilidad de
volver a casarse.
Cualquier otro día eso habría significado más burlas sobre si era un casamentero,
pero ese día estaba de un humor de perros.

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—Así que incluso los hombres sadiri consideran que las mujeres son
intercambiables —rezongué entre dientes.
—No he dicho eso —murmuró él, mirándome extrañado.
Agité la mano, intentando descartar las palabras.
—Perdóneme. Estaba pensando en otra cosa, algo irrelevante. Bien, así que la
segunda esposa es a menudo muy parecida en temperamento y aspecto a la primera
esposa.
—Sí. La primera relación, en cierto modo, no se rompe nunca y busca
constantemente al compañero ausente. Casarse con alguien similar atenúa parte del
choque, y ayuda con el proceso del duelo.
—Hay quien cree que los sadiri viudos se marchitan y mueren —observé,
refiriéndome a un tropo común en la literatura y el drama cygnianos.
—Eso sería inadecuado —respondió Dllenahkh, infundiendo a la palabra un tono
de disgusto que era nuevo—. Hay grados de profundidad de relación. Todos los sadiri
experimentan un vínculo con los demás, y hay rituales que profundizan la conexión.
La ceremonia del matrimonio es solo uno de ellos. Sin embargo, puedes estar
conectado telepáticamente con alguien con quien es difícil vivir en paz. La capacidad
de conocer la mente de otro no excluye la posibilidad de no comprenderla.
—Buen argumento —repliqué. No se dijo, pero quedó sobrentendido, que ningún
sadiri se tomaría el egoísta lujo de elegir la muerte como vía de escape al dolor
emocional. Todos eran deudos, y ahora la vida era la prioridad.
Las inspecciones de la semana siguiente fueron mera rutina. El doctor Lanuri
parecía ligeramente menos deprimido, y Freyda se mostraba tan alegre y profesional
como siempre. No era gran cosa. Pillé a Dllenahkh con expresión preocupada.
—Solo acaban de conocerse —le dije—. ¿De verdad que esperaba amor a primera
vista?
—Hum —respondió él—. ¿Ha dado la doctora Mar alguna indicación…? —Fue
incapaz de completar la frase, pero comprendí lo que estaba preguntando.
Yo estaba horrorizada. Solo levemente horrorizada, en realidad, pero le seguí la
corriente porque escasean las ocasiones en que Dllenahkh se comporta de un modo
diferente del consumado sabio sadiri.
—No me puedo creer que me haya preguntado eso. Es grosero incluso para los
baremos cygnianos.
Él frunció un poco más el ceño y cambió de tema.
Pero lo averigüé. No preguntando (no soy tan inquisitiva), sino gracias al alcohol,
y ni siquiera mi alcohol, así que en realidad no fue culpa mía. El último día de
nuestras inspecciones juntos, Freyda me mostró una botella de una fuerte cosecha
cygniana que tenía oculta en la mochila. Cogimos un vehículo de tierra para nosotros
y pusimos el piloto automático y la navegación al mando.

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Entonces comenzamos a charlar. Le conté lo que pensaba de la misión, que era
esencialmente una pérdida de tiempo, pero que al menos me pagaban por recorrer el
mundo durante un año, y los sadiri tendrían la satisfacción de saber que habían
investigado todas las posibilidades. Ella me contó que estaba harta del mundo
académico y que tomarse un año sabático para escribir un libro parecía un poco
blando, pero de ese modo estaría fuera durante un año y conservaría el sabático para
escribir, con lo que no se mantendría alejada de la universidad durante un año, sino
dos.
El vino entró suavemente. Descubrí que había un poco de tasadiri en sus
ancestros. Ella descubrió que yo tenía suficiente ntshune en los míos para que
empezara a darnos la risa. ¿Han oído decir que la risa es contagiosa? Bueno, muchos
cygnianos de origen ntshune tienen el don de hacer reír a la gente con ganas, lo que
probablemente sea algún tipo de retroalimentación emocional inintencionado.
Pasamos la siguiente inspección conteniendo la risa mientras los sadiri nos
miraban sorprendidos.
El siguiente viaje estuvo dedicado a charlas más sobrias. Ella dijo que había estado
prometida, pero que tomaron la decisión mutua de no casarse después de que su
carrera académica despegara, lo que la dejó atada a la ciudad y a su prometido
deseando todavía vivir la vida del colono. Le conté que yo también había estado
prometida, y que también rompimos de mutuo acuerdo, aunque mi carrera no era en
modo alguno tan ilustre como la suya.
—Todavía tienes tiempo —dijo con generosidad.
Al principio pensé que estaba hablando de mi carrera, y me sentí halagada, pero
luego me di cuenta de que se refería a tener una familia, y me sentí un poco menos
halagada.
—Bueno, ¿y tú? ¿Has pensado en retirarte pronto y volver a ser ama de casa en
una colonia?
Ella pareció cohibida.
—Supongo que podría registrar mi nombre en el Ministerio de Planificación y
Mantenimiento Familiar, pero sigo enamorándome de los hombres equivocados y me
distraigo.
Las palabras eran generales, pero había algo en la culpa que cruzó su rostro que
me hizo contener el aliento y farfullar:
—¿Lanuri?
Por primera vez, oí amargura en su risa.
—¡Espero no ser tan obvia!
—¡No! No, no lo eres. Es que…, bueno, parece que os lleváis bien, y… hmm…
Por cierto, ¿cómo muestran los sadiri qué les importa?
Ella se echó hacia atrás los ásperos rizos de su pelo corto y frunció el ceño.

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—¡Bueno, estoy segura de que no mencionan a todas horas lo hermosas,
inteligentes y completamente irreemplazables que son sus difuntas esposas!
—Oh —dije con tristeza.
—Sí, soy una persona triste y enferma, celosa de una mujer que murió en el mayor
ataque genocida desde…, bueno, desde que se fundó Cygnus Beta. Y si dices una
palabra de esto… —concluyó bruscamente, y llegó la hora de cambiar de tema.
Volvimos un poco antes que los otros dos, y en vez de sentarnos y esperar fuera
convencimos a Joral de que nos dejara trasladar la fiesta de despedida al despacho de
Dllenahkh. El resto del lugar estaba vacío (los viajes de inspección a menudo nos
ocupaban hasta mucho después de que acabara la jornada laboral), así que dejamos la
puerta abierta, pusimos los pies sobre su mesa en una especie de acto de rebelión
contra todas las sensibilidades sadiri y nos pusimos a terminar con el vino.
Después de que pasara una breve media hora, oímos la voz entre susurros de Joral
a través de la puerta abierta.
—La doctora Mar y la segunda ayudante Delarua parecen enzarzadas en algún
tipo de ritual femenino.
—¿En mi despacho? —fue la divertida respuesta de Dllenahkh. Creo que ambas
estábamos imaginando la expresión de su rostro, porque nos lanzamos a otro ataque
de risas que puso fin a cualquier ilusión de profesionalidad.
Por fortuna, esa no fue la despedida final. Tuvimos una bonita, sobria y adecuada
despedida una semana más tarde en la principal estación de tren de la ciudad. Gilda
estaba allí, y el doctor Lanuri y Freyda. Abracé a Gilda con fuerza, tomando nota
mental de enviarles muchas baratijas de recuerdo a sus niños, y recibí besos en la
mejilla por parte de Freyda, mientras no paraba de pensar: «¡Soy colega de copas de
Freyda Mar! ¡Qué fuerte!». Nos dimos la mano brevemente e intercambiamos
miradas. La de ella decía: «No le digas a nadie lo patética que soy». Y la mía decía:
«Tranquila, no eres patética. Lo harás bien».
Los tres hombres sadiri, Lanuri, Dllenahkh y Joral, se mantenían un poco
apartados, haciendo sus sombrías despedidas, mucho más absortos en el significado
de la misión y sus esperanzas de éxito que ninguna trivial tristeza por la ausencia
temporal de un colega. Sentí un pequeño sobresalto cuando los miré, una súbita
consciencia de la loca realidad que los había traído aquí, un destello de reflexión sobre
cómo la muerte y la devastación había reformado por completo sus vidas y destinos.
Como Freyda, de repente me sentí tonta por molestarme con ellos por un pequeño
asunto de amor no correspondido.
Subimos a bordo del tren y encontramos nuestros asientos. Apoyé la cabeza
contra la ventanilla, mirando a Freyda mientras ella se entretenía para darnos un
último adiós, conteniendo las lágrimas. Tonterías casamenteras… Y ahora ella tendría
un año para sufrirlo, fingiendo que sus sentimientos no existían. Me sentía enfadada

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con Dllenahkh. Ponerle delante a un varón sadiri que estaba emocionalmente fuera de
su alcance (ja, eso sí que era una tautología, si alguna vez hubo una) era más que
cruel: era irresponsable. Pensé en los fallidos intentos de cortejo que habían dejado
marañas que ni siquiera el Ministerio podría soltar. ¿Sería alguno de ellos capaz de
formar uniones formales, uniones basadas en algo más que la desesperada necesidad
de mantener viva su herencia cultural y genética? ¿Admitirían alguna vez los sadiri
que necesitaban terapia?
Mi lucha con mis emociones no pasó desapercibida.
—Echará mucho de menos a la doctora Freyda —dijo Joral, examinando mi
rostro con curiosidad.
—Sí —dije, con tono firme, calmado y neutral—. Ojalá pudiera haber tenido más
tiempo para trabajar con ella.
Joral asintió, comprensivo.
—El doctor Lanuri habla a menudo de ella. Creo que casi la considera sadiri por
su claridad y profundidad de pensamiento. Es más, dice que su aspecto es muy
agradable, y que en muchos aspectos le recuerda a su difunta esposa…
—¡Joral! —le reprendió Dllenahkh.
—Pero si es cierto. Solo estoy repitiendo lo que el doctor Lanuri ha dicho en
varias…
Lo miré, y de repente todos los fragmentos que conocía se unieron en una Gestalt
que no se parecía a nada de lo que había asumido al principio.
—Joral —dijo Dllenahkh con severidad—, no es apropiado discutir…
—¡Joral, tiene usted más sentido que ninguno de nosotros! —exclamé. Me levanté
de un salto y corrí hacia la puerta, me detuve resbalando, volví a agarrar al
sorprendido joven por la cara y plantarle un beso en la frente, y luego eché de nuevo a
correr. Freyda acababa de darse la vuelta para marcharse del andén. Le pegué un grito
y ella se volvió a mirarme sorprendida.
—¡Te quiere, le recuerdas a su esposa, nunca lo admitirá, es una estúpida cosa
sadiri, depende de ti! ¡Vamos, vamos, VAMOS!
Ella me miró boquiabierta, sus ojos se fueron abriendo gradualmente cada vez
más durante mi susurrado galimatías y acabaron llenándose de lágrimas, y la boca
abierta se convirtió en una amplia sonrisa. Le di un rápido abrazo y corrí para
escabullirme entre las puertas de mi vagón antes de que se cerrasen.
Regresé a mi asiento con una sonrisita de triunfo agridulce. Dllenahkh me miró
con una expresión extraña que no pude interpretar del todo, pero no me importó.
Estaba pensando en el año que teníamos por delante y esperaba que al menos hubiera
un final feliz para una amiga.
Joral se inclinó hacia delante y dijo, muy serio:
—Parece muy triste por tener que marcharse. No importa si quiere llorar, primera

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oficial Delarua. No pensaremos mal de usted. Comprendemos que es una conducta
común en muchas mujeres terrestres.
—Bueno, soy cygniana —repliqué—. Y no iba a llorar.
Lo juro, nada me irrita más que ponerme demasiado emotiva delante de un sadiri.
Hacen que te sientas como una tonta.
Dllenahkh tosió, casi pidiendo disculpas.
—Primera oficial Delarua, sugirió usted en una ocasión que yo le había
complicado la vida al pedir que la asignaran a esta misión. ¿Se da ahora el caso de que
empieza a disfrutar de las complicaciones?
—Eso que muestra es una veta de hijoputez casi cygniana, Dllenahkh —le advertí
con una sonrisita de reconocimiento.
Él se irguió levemente, y sus cejas se alzaron una fracción ante el taimado insulto.
Entonces el tren arrancó y nos marchamos para comenzar nuestra gran aventura, dar
la vuelta al mundo en un año estándar.

Hora cero más once meses y veintiocho días


El tiempo estándar lo inventaron los pilotos sadiri. La mayoría de los
procedimientos y cualificaciones sadiri seguían líneas rectas y progresiones lineales,
creadas para la conveniencia de los diez dedos. Pero el tiempo…, el tiempo pertenecía
a un reino superior. No podía ser transportado en manos humanas, no mientras
llevara constantemente mentes humanas. Era todo círculos, ruedas dentro de ruedas,
un año estándar de trescientos sesenta y seis días estándar enroscados en doce meses,
que a su vez estaban compuestos por los pequeños torbellinos de doce horas de día y
doce horas de noche, diminutos minutos y segundos giratorios, continuos alientos y
parpadeos y latidos.
Ser descrito como poseedor de una mente de piloto era a la vez una maldición y
un cumplido: podía significar que eras incapaz de notar la diferencia entre profecía,
recuerdo y mero déjà vu.
Dllenahkh sabía que había pasado casi un año estándar desde la destrucción de su
hogar y su vida. Lo sabía, pero no como un recuerdo, sino como el vago temor de una
muerte posible, una muerte que aún estaba por venir. Dejó a un lado el pensamiento y
la sensación mientras aún podía respirar y, en cambio, se concentró en el presente. El
tren vibraba suavemente, las ventanillas llenas del rico color negro de una noche sin
luna en mitad de la campiña. Delarua ya se había retirado al coche-cama, y los había
dejado para que continuaran con su trabajo. Dllenahkh miraba la tranquilizadora
oscuridad, luego se obligó a examinar una vez más la pantalla de su palmar. La luz
ambiental era demasiado tenue y la pantalla demasiado brillante… pero admitió que
tal vez no era ahí donde residía la culpa. La pequeña tensión que había alrededor de
sus ojos podía estar causada por el hecho de que miraba con demasiada intensidad los

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informes y apuntes, como si deseara que creasen el mundo que quería que existiera.
A puerta cerrada, el Consejo había debatido sobre la propuesta de la misión con
una mezquindad y falta de dirección que rivalizaba con los inmaduros jóvenes a
quienes decían representar y gobernar. Pero claro, por lo que había visto y oído, el
gobierno de Nueva Sadira tampoco lo estaba haciendo mucho mejor, algo que le
parecía tranquilizador y desazonador a partes iguales. Si la respuesta del gobierno
cygniano hubiera sido algo tibia, la misión habría sido cancelada, pero se habían
mostrado entusiastas, ofreciendo especialistas, fondos y recursos hasta que el proyecto
ganó un impulso imparable, e incluso los consejeros más cínicos se ablandaron.
Esperanza: esa era la clave. Todos se aferraban a clavos ardiendo, desesperados y
ahogándose, y luego lo hacían a un nuevo grupo de clavos. Era agotador. Era todo lo
que tenían. Naraldi decía que era importante seguir avanzando: sí, avanzando,
agarrándose a un clavo cada vez. Era un consejo enormemente irónico, pero útil, y
algo a lo que aferrarse, ahora que Naraldi estaba fuera en su propia misión, más allá
del alcance de ningún comunicador o mensajero. ¿Sus últimas palabras, tal vez? No,
eso nunca. Esperaba que Naraldi tuviera un buen viaje y un buen regreso. ¿Qué era un
clavo más que añadir al resto?
—La primera oficial Delarua no es lo que esperaba —musitó Joral.
Dllenahkh mantuvo la cabeza inclinada sobre el calendario de la misión. A veces
era mejor no picar cuando Joral caía en su costumbre de pensar en voz alta.
—Me besó.
Dllenahkh miró al joven. Como declaración era inocua, pero el rostro de Joral
tenía ese gesto de ansiosa reflexión que usaba cada vez que se hablaba de mujeres.
—Es demasiado mayor para ti —replicó con tono firme, aunque no desagradable
—. Ahora repasemos de nuevo los informes de Acora, Sibon y Candirú. Me gustaría
que estuviéramos completamente preparados cuando nos reunamos con nuestros
nuevos colegas.

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Un medio para alcanzar otros fines

—Tenemos una doctora en este equipo —dije rechinando los dientes.


Dllenahkh alzó la cabeza para mirar un momento.
—Tenemos una directora que es antropóloga y genetista. No hace falta tanta
experiencia para tratar heridas triviales.
La única experiencia que la doctora Daniyel tenía, y que yo quería, era la habilidad
de comprender mi necesidad de aullar a todo pulmón mientras me quitaban las largas
púas de la palma de la mano. Me retorcí y apreté los dientes mientras las pinzas de
Dllenahkh sondeaban demasiado profundamente. Me dirigió una mirada cansada,
colocó con firmeza mi muñeca entre sus rodillas y apretó. Entonces me sujetó las
yemas de los dedos y aplicó las pinzas con decisión. Me retorcí en mi asiento, giré la
cabeza para apoyarla en el hueco del codo de mi brazo ileso y la mantuve allí.
—Puede llorar si eso la hace sentirse más cómoda —dijo él con amabilidad—. Era
el movimiento lo único que resultaba problemático.
—Estoy bien —gemí.
Después de unos cuantos minutos más de tortura, hizo a un lado las bárbaras y
antiguas pinzas, y un moderno escáner médico me repasó la mano. Tras comprobar
que las heridas estaban limpias de residuos, Dllenahkh cogió otro instrumento y
empezó a sellar los pinchazos y laceraciones. Emergí de mi escondite, suspirando por
la bendición que suponía la ausencia de dolor, y flexioné la mano poco a poco.
—Le recomendaría que se mantuviera alejada de esa planta concreta en el futuro.
—No seré yo quien le lleve la contraria en eso —dije con firmeza.
—Solo lo ha hecho para librarse de su turno de arrimar el hombro —le dijo Lian a
Joral con una carcajada. Estaban al fondo de la lanzadera, descargando los últimos
suministros.
—Bueeeno. Ese elegante viaje y la caída formaron parte de mi astuto plan —dije
con distraída alegría mientras pasaba con cautela unos dedos exploradores sobre mi
piel curada.
Lian y Joral salieron, cargando una caja entre ambos. Dllenahkh salió al cabo de
unos pocos minutos, tras haber recogido y guardado el equipo médico. Le eché una
última ojeada a mi mano y estaba a punto de reunirme con ellos cuando Joral volvió a
la lanzadera, con una expresión levemente furtiva en el rostro. Ocupó un asiento

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junto a mí y se puso las manos sobre las rodillas con aire resuelto.
—Primera oficial Delarua, ¿Lian es varón o hembra?
Miré a Joral con absoluta sorpresa.
—Ese tipo de preguntas solo deberían hacérselas a Lian. De hecho, creo que ni
siquiera debería preguntarle a Lian. ¿Por qué necesita saberlo?
—Lian es muy inteligente y posee rasgos agradables a la vista, pero no sé si sería
adecuado…
—Joral, ¿de verdad es necesario que calibre el potencial como esposa de todas las
hembras a las que conoce?
Él pareció levemente abatido.
—Esos asuntos me los habrían resuelto antes, pero ahora, con las cosas tal como
están, me parece sensato revisar todas las opciones posibles. —Empezó a marcar con
los dedos sobre su rodilla, llevando la cuenta—. Nasiha tiene ya una relación, usted es
demasiado mayor (al menos, demasiado mayor para mí), no cabe duda de que la
doctora Daniyel es demasiado vieja y, por un simple proceso de eliminación, eso deja
a Lian… si es que, en efecto, Lian es una hembra.
—Joral —dije en voz baja—, déjame que te dé un consejo. Lo mejor es que evites
utilizar la expresión «demasiado vieja» para describir a una mujer, sea cual sea el
asunto de la discusión. Y segundo, no es recomendable confraternizar con los
miembros del equipo de la misión. Tendremos que vivir como una familia y
mantener un elevado nivel de profesionalidad. Las complicaciones no serían útiles.
Joral me miró con aprensión. Ya había aprendido que el que yo hablara despacio y
en voz baja no era buena señal.
—Seguiré su consejo, primera oficial Delarua.
—Bien. Ahora, Lian es… Lian. Ha decidido vivir al margen del género. Esto puede
significar o no que Lian sea asexual, aunque muchos de los que están registrados
como de género neutro lo son. Sin embargo, eso no importa, porque no tiene nada
que ver con nuestra misión y, por tanto, no es asunto nuestro. Ahora vamos. Nos
están esperando. Mi pequeño tropezón nos ha retrasado a todos.
Era una exageración. Las cosas se desarrollaban como de costumbre fuera de la
lanzadera. Nasiha y Tarik, la pareja sadiri casada que nos había cedido el Consejo
Científico Interplanetario, aseguraba el equipo en el palé donde llevábamos nuestros
suministros. La doctora Daniyel hablaba con Lian, y él tomaba notas en un ordenador
palmar con un punzón. Dllenahkh también tenía un palmar, y parecía estar
registrando un informe con un grave murmullo. Luego estaba Fergus, que ajustaba
algún último tornillo en una de las bateas, y Joral y yo, que ocupábamos la parte
trasera con la última caja de suministros que necesitaríamos para este viaje. Éramos
un grupo heterogéneo, con dos sadiri con sus uniformes azul marino del Consejo
Científico, los funcionarios cygnianos de gris y verde (ropa semiformal pero digna,

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cortesía de la División de Bosques y Valles), y los dos sadiri restantes con ropas civiles
beis y marrón oscuro.
Fergus, nuestro especialista en seguridad y supervivencia, atrajo nuestra atención
aclarándose la garganta, y comenzó a informarnos.
—Dicen que trae mala suerte orinar en las aguas de Candirú —dijo—. Es cierto.
Hay un pez parásito en el río que nada por la uretra y se enquista. Muy doloroso. No
se arriesguen, pero, si deben hacerlo, la directora podría quitarlo sin llamar a un
equipo de evacuación médica.
La sonrisita que había aparecido en mi rostro al oír la palabra «orinar» se
transformó poco a poco en una expresión de horror supremo, y mi risa contenida
acabó en un jadeo asqueado.
—Oh. No está bromeando, ¿verdad?
Fergus me miró con mala cara desde sus más de dos metros de altura.
—Yo no bromeo. Mi trabajo no es cosa de broma.
—De acuerdo —murmuré mansamente. Plantas con púas y peces parásitos
pervertidos. Ya decía yo que este lugar iba a ser encantador.
Por fortuna, no tuve que recurrir a mi fuerte brazo derecho para que nos llevara a
nuestro destino antes de que oscureciera. El resto del equipo llevó nuestros tres
pequeños aparatos hasta una plataforma central en medio de los marjales rodeados de
árboles, y los atracaron allí. Fergus se subió a bordo del primero y ayudó a la doctora
Daniyel a hacer lo mismo. Mientras nos reuníamos en la plataforma, contemplamos
las casas: sencillas estructuras sobre pilares, algunos con escalones que conducían a
pequeños navíos atracados debajo de ellos, y otras residencias más grandes
conectadas con la plataforma principal mediante unas pasarelas de madera. El agua
estaba en calma y era rica en musgo y maleza, que teñían las imágenes reflejadas de las
casas de una pátina de cristal verde. El lugar estaba en silencio, como si todo el
mundo estuviera en medio de una siesta.
—¿Los llamamos? ¿Habrá algún timbre? —preguntó Lian, con incertidumbre.
—No —respondió Tarik—. Nos han visto.
Su voz sonaba un poco extraña, pero cuando vi la canoa y la gente que remaba, lo
comprendí todo. Hasta entonces habíamos visitado dos asentamientos, y ambos
habían registrado una cantidad significativa de herencia tasadiri según las pruebas
genéticas de la doctora Daniyel, pero la cultura y la apariencia de sus habitantes se
parecían tanto a las de un cygniano medio que eran indistinguibles. Pero estos de
ahora tenían pelo.
Emplazamos nuestros refugios suministrados por el gobierno en una plataforma
libre, pues los funcionarios no pueden aceptar ninguna hospitalidad cuando están de
servicio; de este modo se evitan conflictos de intereses y partidismos. Era bastante
cómodo. El pantano se alimentaba sobre todo por los afluentes del Candirú, y no

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llovió durante el tiempo que estuvimos allí. Las pantallas y los repelentes mantenían a
raya a los insectos, y los filtros hacían que el hecho de recoger agua potable fuera tan
sencillo como inclinarse por el borde de la plataforma. Su sistema de tratamiento de
residuos era excelente, y las tuberías se perdían tras las columnas y bajo las
plataformas para llegar a una zona de tratamiento en tierra seca, que estaba algo más
lejos. Tomé nota. Pretendía mantenerme al día en mi propio campo lo máximo
posible.
Cuando la doctora Daniyel terminó de tomar las muestras de sangre y tejidos que
necesitábamos, la acompañé a nuestro lugar de desembarco y trabajamos en el mini
laboratorio de la misión que había sido incluido en la lanzadera. En realidad no se
trataba de mi campo, pero algunas capacidades analíticas son bastante elementales,
así que acabé ayudando bastante. Además, era buena cosa. Observé a la doctora
Daniyel y advertí que algo no iba bien. Ella se inclinaba sobre su trabajo de un modo
que no indicaba concentración, sino agotamiento.
—Si no se anda con cuidado, contaminará las muestras con su propio ADN —le
dije, animosa—. ¿No debería descansar un poco?
La doctora Daniyel se echó los grises cabellos al hombro con una lentitud que
resultó extrañamente grácil, y luego dio un paso atrás para permitirme que la ayudara
con el análisis.
—Ya habrá tiempo de descansar cuando la misión esté terminada. Llevo años
insistiendo en hacer un registro genético global. Tal vez esto pueda ser el inicio.
—La misión no ha hecho más que empezar. No se olvide de que tiene que
dosificarse —dije, expresando mi preocupación con cuidado. No quería que pareciera
que le estaba diciendo a mi jefa que no parecía adecuada para el mando.
—Oh, ¿esto? —ella sonrió, señalándose con una mano—. Es crónico. Se mantiene
dentro de los parámetros permitidos, pero padezco una enfermedad que me hace muy
propensa al cansancio. Por eso tengo a Lian para que me ayude con las cargas
pesadas, pero en cuanto a lo demás, soy la única persona con la capacidad y la
experiencia necesarias para este trabajo.
Ajusté los indicadores y conecté los últimos interruptores.
—Ya está. Eso debería valer —la miré—. Con el debido respeto, señora, puedo
cotejar los resultados más tarde y guardarlos en sus archivos.
Ella pareció divertida y agradecida por mi solicitud, que era buena porque podría
haber sido cualquier cosa, pero entonces su rostro cambió.
—Datos agregados —dijo, la voz súbitamente alerta y firme—. No hacemos
escaneos individuales. Esto es un análisis antropológico, no un informe médico.
—Sí, señora. Estoy familiarizada con la sección de bioética del Código Científico
—respondí con tranquilidad.
Ella sonrió una vez más, sin ofenderse porque le seguía la corriente.

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—Va a ser una misión larga. Puedes llamarme Qeturah cuando estemos fuera de
servicio.
—Yo soy Grace —respondí—. Pero todo el mundo me llama Delarua, de todas
formas.

Los resultados fueron interesantes. El porcentaje de genes tasadiri de aquellos


cygnianos no era mayor que los de los dos últimos asentamientos y, si dejábamos
aparte su aspecto (la genética puede ser una lotería curiosa, se lo aseguro), tenían una
sorprendente cantidad de integridad cultural. Tarik y Nasiha se dedicaron a hablar
con la gente, y registraron palabras, historias, mitos y costumbres de una forma
mucho más detallada y directa de lo que los antropólogos cygnianos habían
conseguido todavía. Naturalmente, tenían algo que nosotros no teníamos: el
conocimiento de algunos de los dialectos sadiri más oscuros y antiguos, y con eso
podían hacer muchas más conexiones y descubrimientos que nosotros.
Cuando los exámenes biológicos concluyeron, no me quedó gran cosa por hacer,
pero nuestra estancia se prolongó para que la doctora Daniyel pudiera conseguir más
datos antropológicos y los sadiri pudieran explorar el potencial para establecer
relaciones entre sus asentamientos. Durante unos cuantos días, me relajé y observé. A
veces contemplaba a Joral, que ayudaba ostensiblemente a los enviados por el Consejo
Científico o se reunía con Dllenahkh durante minutos, pero… ¿era sincero? Sobre
todo, miraba a las chicas. Era toda una enciclopedia del flirteo sadiri. Una en concreto
debía de ser su favorita, porque desmontó uno de los biosensores para poder pasarse
un buen rato explicándole su funcionamiento. Los rituales de apareamiento sadiri
parecían consistir en exhibir brillantes plumajes mentales a su objeto de deseo de la
forma más fría y desinteresada posible.
Por lo demás, me quedaba sentada al filo de un balcón contemplando el hipnótico
y lento curso de las verdes aguas y oyendo (de manera subrepticia, en realidad) a
Dllenahkh debatir algún principio filosófico sadiri con el consejero jefe del
asentamiento, Darithiven.
—De todos los humanos de la galaxia, los sadiri somos los que hemos
desarrollado mayor capacidad mental —explicaba Dllenahkh—. Hemos conseguido
ese potencial a través del uso de las disciplinas que nos permiten controlar nuestros
pensamientos, emociones y necesidades, y mejorar nuestra capacidad para procesar
datos. Sin esas disciplinas tal vez seguiríamos siendo poderosos, pero careceríamos de
timón.
Darithiven mostró la sonrisa ligeramente condescendiente del hombre que está
dispuesto a seguirle la corriente a su oponente, pero no a ceder en la discusión.
—Sus disciplinas son realmente impresionantes. Sus pilotos las usan para dirigir
las naves por las rutas interestelares, y gracias a ellas todos los sadiri han adquirido

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fama de imparcialidad y diligencia. Incluso ahora, los sadiri siguen dirigiendo
nuestros sistemas judicial y científico. Pero aquí vivimos vidas más sencillas, y apenas
hay perturbaciones para nuestras mentes. Solo necesitamos el suficiente autocontrol
para mantener una sociedad armoniosa.
Extendió los brazos, abarcando la vista de su asentamiento y de su pueblo como
un padre orgulloso.
Dllenahkh vaciló antes de responder.
—Su asentamiento es, en efecto, una empresa organizada y eficiente. Pero hay
más cosas en el mundo, en el universo, que este agua. Tal vez ustedes no deseen
explorar la galaxia, pero ¿y sus hijos?, ¿y los hijos de sus hijos? Cuanto antes se
enseñen algunas cosas…
El consejero jefe sacudió la cabeza e interrumpió con amabilidad.
—Espero que no esté dando a entender que limitamos a nuestros hijos con lo que
enseñamos o dejamos de enseñar. Tenemos nuestra propia versión de las disciplinas,
y no carecen de rigor. Lo único que pasa es que nuestros objetivos difieren. ¿Tan
inadecuado es?
A estas alturas, yo casi me resbalaba hacia el agua de puro aburrimiento mientras
ellos continuaban debatiendo acerca de la magnitud y el propósito de las disciplinas
sadiri. Comprendía el punto de vista de Darithiven. A decir verdad, aquel era uno de
los asentamientos más aburridos que había visto jamás. La gente se mostraba recluida
en sí misma, pero no lo hacían con hostilidad, sino como si nuestra presencia no les
interesara para nada. Los veíamos ir y venir, los hombres al río a pescar, las mujeres a
los campos de arroz cercanos y las otras cosechas al sur de los marjales, los demás
ocupados en casa con sus artes, artesanías, estudios o lo que eligieran hacer para
entretenerse. Fuera cual fuese la forma de disciplina mental que empleaban, estaba
claro que les funcionaba. El asentamiento tenía la misma atmósfera de medida
eficiencia que había encontrado en las granjas sadiri de mi propia provincia.
—¿Cómo van las conversaciones? —le pregunté a Dllenahkh.
Se le iluminaron los ojos.
—Ha sido de lo más intrigante. Ellos, por supuesto, están de lo más apegado a su
simplificada variante de las disciplinas, pero creo que con el tiempo se podría
convencer a alguno de que regresen a los métodos ortodoxos que practica la mayoría
de los sadiri.
Lo miré.
—Aaajá. Bien, ¿así que ustedes vendrán aquí, o ellos acudirán a ustedes?
—Ellos van a animar a los varones de nuestras granjas a venir aquí y, a cambio,
están dispuestos a enviar grupos compuestos sobre todo por hembras.
—Parece razonable. Bien hecho —lo felicité.
A decir verdad, me sentía un poco fastidiada. Me había mostrado muy cínica con

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respecto a esta misión, y allí estábamos, afortunados por tercera vez. No era perfecto
como en una novela (me daba cuenta de que seguirían debatiendo durante las
siguientes generaciones), pero al menos se habían establecido unas bases.

La doctora Daniyel nos dijo en nuestra reunión vespertina que ya era hora de hacer
las maletas y dedicarnos a explorar otras zonas. Dllenahkh, Nasiha y Tarik lo
aceptaron reacios. Cuando los miré a la cara, me acordé de que Dllenahkh me había
dicho que todos los sadiri compartían un vínculo telepático de bajo nivel. Si ese era el
caso, visitar los marjales de Candirú debió de ser como sumergirse en un zumbido
constante de conexiones sutiles. Pude comprender por qué no querían marcharse.
Joral no quería irse de ninguna manera.
—En los cinco días que hemos estado aquí, ya he identificado a las dos candidatas
potenciales para el compromiso. Sin duda merecerá la pena que me quede y reúna
más datos antropológicos. Esto podría ayudar a nuestros colonos a tomar decisiones
informadas con respecto a si deberían mudarse aquí o no.
La doctora Daniyel le dirigió una brusca mirada a Dllenahkh, que él no advirtió
porque estaba mirando a Joral con el ceño fruncido. Sonreí para mis adentros,
esperando oírle decir al joven sadiri que fuera paciente, mantuviera la disciplina y se
concentrara en la misión.
—Joral, no.
—Pero consejero Dllen…
—He dicho que no.
Lian y yo nos miramos el uno al otro, con los ojos ridículamente muy abiertos de
sorpresa y diversión. La doctora Daniyel torció los labios, pero no dijo nada.
Fue entonces cuando se produjo una conmoción fuera: gritos, el ruido de pasos a
la carrera sobre la madera de las pasarelas y un grito de mujer.
Fergus fue el primero en salir, y Lian detrás, pero todos corrimos para ver a qué se
debía el alboroto. Todavía había luz a esa hora, aunque las largas sombras de los
árboles y casas oscurecían las aguas. Un pequeño bote de pesca se acercaba a una de
las pasarelas. El hedor que procedía de él no era el del pescado destripado, sino el
fuerte olor metálico de la sangre. Una mano asomaba descuidadamente sobre la borda
hacia el agua, y el feo tono gris que nublaba la piel era visible incluso desde donde nos
encontrábamos. La gente se congregó alrededor y los gritos se hicieron más fuertes.
—¿Qué está pasando? —dijo la doctora Daniyel, a mi lado.
—Han atacado la barca —dije, escuchando y traduciendo las conversaciones
fragmentadas y solapadas para darles una explicación coherente—. Hay otro
asentamiento junto a un afluente río arriba, y llevan algún tiempo discutiendo por los
derechos de pesca, según parece… Yo… creo que ese hombre está muerto. Están
hablando de ir al otro asentamiento para…

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Me detuve. No me podía creer la palabra que acababa de oír. Había escuchado las
palabras en sadiri por separado pero nunca juntas, y por eso, con una mirada de
pánico hacia Dllenahkh, dije:
—¿Precio de sangre? ¿Precio por sangre? ¿Precio en sangre?
Dllenahkh me dirigió una mirada que no pude comprender. ¿Pesar? ¿Vergüenza?
Pero no me corrigió.
—Allí está Darithiven —dijo Nasiha de pronto.
En efecto, era el consejero jefe del asentamiento, y tuvo que pasar ante nosotros
para llegar al bote de pesca. Su mirada se posó sobre nosotros, vaciló, luego pareció
tomar una decisión y vino hacia nosotros.
—¿Podemos ayudarlo en algo, consejero jefe Darithiven? —preguntó la doctora
Daniyel de inmediato.
Él estaba ya negando con la cabeza.
—Se trata de un pequeño asunto, un asunto local. No es nada nuevo. Podemos
apañárnoslas sin interferencias externas.
Agarré el duro músculo del brazo de Fergus. Un apagado brillo de metal afilado
había aparecido entre la multitud… y luego otro, una hoja en una mano, una lanza en
otra.
—Lo veo —dijo Fergus entre dientes. Intercambió una mirada con Lian, y los vi
soltar los cierres de las fundas de sus armas y ajustar sus pistolas en posición alta pero
no letal.
Darithiven lo vio también, y su expresión mostró resignación pero también
aprobación.
—Tienen ustedes su propia seguridad. Muy inteligente. Ahora he de dejarlos. Hay
mucha furia aquí, y debo dirigirla de la manera adecuada. Hemos sufrido demasiadas
incursiones en nuestras aguas, y es hora de tratar a los culpables con severidad.
—Hay otras formas, civilizadas, de tratar con el asunto —insistió Dllenahkh.
Darithiven lo miró con piedad.
—Entonces, según su definición, esto no puede ser civilización.
Se dirigió hacia la multitud.
Nasiha lanzó un profundo suspiro y empezó a hablar con Tarik entre susurros. Su
expresión corporal cambió de la quietud relajada a la tensión defensiva a medida que
se fueron acercando el uno al otro.
—¿Qué sucede? —pregunté. Su conducta me irritaba. Tal vez era debido a que
ambos eran esposos y colegas, pero parecían una molesta unidad contenida en sí
misma. Mis sadiri, como había etiquetado para mis adentros a Dllenahkh y Joral,
comprendían la sencilla cortesía de explicarse de vez en cuando.
—Se están enfureciendo unos a otros —murmuró Dllenahkh, profundamente
perturbado, mientras contemplaba a la multitud cada vez mayor—. Han bajado sus

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escudos mentales, y proyectan y aumentan un deseo de combatir y matar.
De repente su cabeza se volvió hacia Joral, que estaba allí de pie, respirando
entrecortadamente, abriendo y cerrando los puños espasmódicamente.
—¡Joral! ¡Recuerda tus disciplinas!
—Es… difícil, consejero Dllenahkh —admitió Joral.
—Quédate con la comandante Nasiha y el teniente Tarik —ordenó Dllenahkh.
Antes de que pudiera preguntarle por qué no seguía su propio consejo, miró en
dirección a la multitud y dijo:
—Tengo que detener esto.
—¡No! —gritó la doctora Daniyel.
Para mi sorpresa, Dllenahkh la ignoró y siguió caminando. Vacilé, mirándola,
esperando su permiso para seguirlo, aunque fuera sutilmente oculto. En cambio, ella
hizo lo sensato y siguió los protocolos de nuestra misión.
—Lian, Fergus, carguen todo lo esencial en las bateas. Tenemos que prepararnos
para partir lo antes posible. Delarua, búsqueme a Darithiven. Tengo que decirle unas
cuantas cosas.
Advertí que no le daba órdenes a Tarik y Nasiha, pero les dirigió una de sus
bruscas miradas. Eso pareció sacarlos de sus crisálidas, porque empezaron a ayudar a
Lian y Fergus mientras miraban a Joral, que los siguió mansamente, todavía con
aspecto tembloroso.
Eché a correr por el camino, sabiendo ya adónde iba. Darithiven no estaba muy
lejos. Se encontraba en el balcón de su residencia y observaba la escena de abajo con
expresión inquietante. No era pacífica exactamente, sino de… ¿satisfacción? ¿La
sensación de que sucedía algo que había planeado durante mucho tiempo? Mientras
me detenía a mitad de las escaleras, me miró con desdén, como si yo fuera algo
pequeño y sin importancia que había venido a molestarlo. Le devolví la mirada. No
estaba dispuesta a permitirle que olvidara que fuera cual fuese el rango que ostentaba
en este pequeño trozo de pantano, la doctora Daniyel y yo representábamos al
gobierno que le permitía ejercer ese rango.
—La directora desea hablar con usted —gruñí—. Ahora mismo.
La doctora Daniyel estaba esperando en la plataforma central. Meditaba cruzada
de brazos, con la cabeza ligeramente inclinada. Parecía tranquila y decidida. Yo sabía
que estaba cansada.
—Gracias, primera oficial Delarua. Por favor, informe al consejero Dllenahkh que
estamos preparados para marcharnos. Lian, vaya con Delarua.
Mientras nos marchábamos, oí que empezaba a hablar con Darithiven con el tono
lento y decepcionado de un padre regañón.
—Como parece que ya no pueden garantizar la seguridad de mi equipo…
—¿Dónde está Dllenahkh? —dijo Lian, mirando alrededor con nerviosismo.

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Me detuve. No pude verlo tampoco, y no me apetecía meterme en medio de
aquella masa ruidosa y nerviosa.
—¡Allí! —señalé hacia el filo de la muchedumbre.
Se había subido a un balcón bajo y hablaba con dos hombres mayores. Sus rostros
eran máscaras de amarga furia, el suyo una muestra de intensa determinación, como
si esperara persuadirlos por pura fuerza de voluntad. Le grité, la voz débil y lejana con
todo el ruido, y él me oyó, pero me miró con una breve mirada de desprecio y
continuó con su discusión.
—Maldición —dije.
—Déjame a mí —dijo Lian sombríamente.
Con largas zancadas de soldado, Lian estuvo junto a Dllenahkh en cuestión de
segundos. Yo fui detrás.
—Venga con nosotros, consejero Dllenahkh. Órdenes de la directora —se limitó a
decir Lian.
—Todavía no, Lian, debo…
—No es una petición, consejero Dllenahkh —replicó Lian.
Fue entonces cuando vio a Dllenahkh dar un respingo tan leve que advertí que
Lian le había clavado la pistola en las costillas. Apretó los labios, el único signo de
furia en un rostro que incluso en ese momento se negaba a perder el control.
—Comprendo —fue todo lo que dijo.
—Vamos —chillé, agitada por la atmósfera que nos rodeaba, y echamos a andar a
paso rápido, sin que nos desafiaran ni molestara nadie de la creciente vorágine de ira
que, afortunadamente, no iba dirigida hacia nosotros.
Pareció una retirada. Todo se hizo según los protocolos, pero pareció una
retirada. Lian envió un boletín preliminar al puesto de avanzada gubernamental más
cercano para que las autoridades adecuadas pudieran controlar la situación. La
doctora Daniyel envió un informe más detallado en el momento en que regresamos a
nuestra lanzadera. Nasiha, Tarik y el pobre Joral mostraban su alivio a las claras, y su
estado fue mejorando cuando más nos alejamos de los marjales. Fergus estaba
contento porque la estrategia de «salir pitando» en la que había insistido se hubiera
puesto en práctica al principio de la misión y hubiera salido tan bien. Dllenahkh…
No me atreví a mirar a Dllenahkh. Cuando finalmente, de manera furtiva, lo miré,
cuando la lanzadera despegaba, su rostro parecía impasible, la conducta tan tranquila
y controlada como siempre. Sabía que sentía mi mirada, pero no me miró a los ojos.
Volamos durante poco menos de una hora antes de aterrizar cerca de nuestro
siguiente destino, una zona de sabana al sur. Fergus emplazó alarmas en el perímetro
mientras cansinamente preparábamos nuestros refugios e intentábamos dormir. Lo
hicimos todo bien. Pero siguió pareciendo una retirada.

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Cuando desperté a la mañana siguiente, la emoción llegó antes que el recuerdo, así
que mi primer pensamiento coherente fue preguntarme si era la resaca lo que me
hacía sentirme tan mal. Entonces recordé el día anterior y me sentí absolutamente
asqueada. Me recuperé, me refresqué y fui a ver si la doctora Daniyel me necesitaba
para algo, pero Lian dijo que estaba durmiendo todavía, así que me marché con la
vaga idea de ir a ver a Joral. El muchacho estaba sentado en postura meditativa en la
puerta del refugio que compartía con Dllenahkh. Vacilé al verlo, pues no quería
molestarlo, sobre todo tras el torbellino mental que había experimentado
recientemente. Sin embargo, debí de hacer algún ruido, porque abrió los ojos y me
miró.
—Primera oficial Delarua —dijo.
—Joral. ¿Se encuentra bien? —pregunté, formalmente y en sadiri.
—Me encuentro bien —respondió con voz firme. Antes de que yo pudiera
suspirar aliviada, continuó—: Pero el consejero Dllenahkh no quiere levantarse.
—¿Cómo dice? —pregunté en estándar, verdaderamente confundida con respecto
a lo que quería decir.
Todavía hablando en sadiri, Joral intentó ser más preciso.
—Es posible que esté despierto, pero no tiene los ojos abiertos, no se mueve y su
mente… Su mente está cerrada.
Me quedé quieta, completamente perdida.
—¿Qué quiere que haga?
—No lo sé —respondió él con sencilla honestidad.
—Nasiha, Tarik…
—Él no querría que lo vieran así.
Algo en la forma en que lo dijo me dio una pista.
—Esto le ha sucedido antes —lo acusé. Era una aseveración, no una pregunta.
Él asintió, se levantó y se hizo a un lado, con lo que me permitió el paso. Lo miré y
luego entré lentamente, sin saber qué esperar.
Dllenahkh yacía de costado en el estrecho camastro, en una postura no del todo
fetal pero claramente enroscado en sí mismo, la manta hasta el hombro desnudo.
Había signos de que estaba despierto. La firme tenaza de su mano izquierda sobre su
muñeca derecha, la tensión alrededor de sus ojos mientras sus párpados se apretaban
con fuerza y la respiración entrecortada e irregular hablaban de inquietud.
Me arrodillé junto a su cabeza, demasiado sorprendida como para sentirme
inoportuna.
—¿Dllenahkh? ¿No va a levantarse?
Fue débil, lo sé, pero, para mi sorpresa, obtuve una respuesta.
—Estoy cansado —dijo lentamente—. Déjeme en paz.
—Por algún motivo, creo que no podría —repliqué. Para mis propios e incrédulos

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oídos, mi voz sonó tan corriente como si estuviera discutiendo una lista de inspección
—. Creo que debería levantarse y venir a dar un paseo conmigo.
Él permaneció inmóvil durante un rato, pero sus ojos se abrieron, aunque seguían
mirando sin verme. Busqué alrededor algo que me ayudara a reiniciar la
conversación, y vi una camiseta interior y una túnica perfectamente dobladas cerca.
Un sadiri puede tener un colapso nervioso pero no pasará por alto los pequeños
rituales domésticos.
—Aquí tiene su camisa —dije como una tonta—. Vamos a ponérnosla, ¿de
acuerdo?
Todavía con la mirada perdida, él suspiró profundamente y se sentó muy
despacio. Me permitió que le colocara la camiseta sobre la cabeza, y luego movió
pesadamente los brazos para terminar de ponérsela. Tenía el pelo revuelto, y resistí la
urgencia de colocárselo en su sitio.
—¿Qué le ha sucedido? —susurré.
—Me excedí —murmuró—. Había tanta furia allá… Resultaba tan agotador
controlarla…
Supe que había más que eso, pero no dije nada. Me limité a entregarle la túnica y
miré alrededor para buscar sus botas.
—Ya está —dije por fin, con un débil intento por mostrarme alegre—. Ya está
listo. Vamos.
Joral se reunió con nosotros cuando salimos, ignorando discretamente el
lamentable aspecto de su superior… o eso pensé yo. Entonces advertí que estaba
distraído con Lian, que pasaba con un biosensor en la mano.
—Algo ha disparado una de las alarmas del perímetro —explicó Lian—. Fergus
está trabajando en ello, pero queríamos una lectura del sensor para asegurarnos.
Me alegré por la distracción. Podíamos fingir que todavía éramos capaces de
trabajar mientras saltábamos de crisis en crisis: eran los momentos de tranquilidad e
introspección lo que resultaban peligrosos. Corrimos detrás, siguiendo a Lian por una
pequeña colina hasta el lugar donde Fergus estaba medio arrodillado, con la pistola
preparada aunque apuntando al suelo. Nos indicó que nos acercáramos con cautela.
No vi nada al principio contra el color rubio de la hierba, pero entonces se movió;
un animal de pelo corto parecido a un perro salvaje en tamaño y forma. La criatura
olisqueó brevemente, alzó la cabeza al aire como si estornudara por el polvo y luego se
dio media vuelta para bajar por el otro lado de la colina.
Joral fue el primero en reaccionar. Mudo e inexpresivo, se limitó a darse la vuelta,
y rápidamente volvió por donde habíamos venido. Lo observé, frunciendo el ceño,
asombrada.
—¿Un perro salvaje? —le pregunté a Lian entre susurros.
—Un perro de las sabanas. Nunca había visto ninguno, pero he oído que a veces

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aparecen por esta región —dijo Fergus—. No deberían causar ningún problema
mientras no molestemos a sus cachorros.
Los dos oficiales del Consejo Científico subieron corriendo la colina con Joral, los
biosensores preparados. Los seguimos mientras se adelantaban para hacer sus
lecturas, hasta la cima de la colina y nos agazapamos allí, obedeciendo sus silenciosas
y frenéticas señales manuales. Me asomé entre la áspera hierba que rodeaba el borde
desmoronado y los vi: una pequeña camada de perros cómodamente instalados en la
madriguera que habían hecho, a cubierto y a salvo en la hondonada de un pequeño
valle.
—No —dijo Dllenahkh.
Su voz sonó tan extraña que lo miré bruscamente, temerosa de que estuviera
sumergiéndose de nuevo en aquella gélida depresión. Él notó mi mirada preocupada y
se volvió hacia mí.
—No —repitió con la sonrisa más brillante y hermosa que yo hubiera visto jamás
en un sadiri—. No es un perro de las sabanas… Mire.
Contempló el valle, y uno a uno, primero los adultos, luego los cachorros, pasaron
de una conducta relajada y jadeante a una pose de alerta, las mandíbulas apretadas.
Sus morros apuntaron curiosos al aire. ¿Quién? ¿Quién? Entonces miraron
directamente a Dllenahkh, a través de la maleza y la hierba. Sus mandíbulas se
relajaron una vez más como si sonrieran dando la bienvenida y sus cortas colas como
látigos golpearon el suelo y agitaron la hierba en una lenta y cautelosa muestra de
aprobación.
—Perros sadiri, tan lejos de casa —murmuró Dllenahkh—. Los tasadiri debieron
de traerlos. Ahora quedan tan pocos… El Consejo Científico los mantiene bajo
protección.
Nasiha y Tarik no apartaron inmediatamente los ojos de la escena que tenían
delante, ni soltaron sus biosensores, pero sus manos libres se encontraron y se
unieron con silenciosa pasión que era como una promesa. El rostro de Joral mostraba
un conflicto más intenso: sutiles sombras de furia y pesar mezcladas con asombro y
gratitud. Dllenahkh… El primer brillo se había desvanecido, templado con una
apenada aceptación, pero de todas formas sonreía.
No sé cuánto tiempo permaneció el grupo en la colina: los cygnianos
contemplando a los sadiri, y los sadiri contemplando a los perros. Los dejé allí y fui a
dar un pequeño paseo y a llorar antes de volver al campamento. Quería ser la primera
en contárselo todo a la doctora Daniyel cuando se despertara.

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Familias felices

—Resulta que tengo un amigo que… —le dije a Qeturah.


Ella me sonrió. Era la clásica línea de apertura de cualquier sesión de
asesoramiento.
—Continúe —dijo.
—Bueno, tiene una ética bastante estricta y cosas como… telepatía y control
emocional y tal. Sus sentimientos al respecto son muy intensos. El caso es que ha
tenido que tratar con una situación donde alguien actuaba sin esa ética.
—Comprendo. ¿Se sintió vulnerable en esta situación?
—Tal vez sí. Tal vez consideró que era lo bastante fuerte como para manejar
cualquier ataque directo. Pero creo que lo peor es que se sintió responsable por los
daños que esta persona les pudiera causar a los demás.
—La persona sin los baremos éticos —dedujo ella.
—Sí. Porque nadie más parecía pensar que había nada malo en el
comportamiento de esa persona. Tal vez no podía verlo, o tal vez pensaba que era
normal. No lo sé. Creo que me da miedo preguntarlo.
—¿Qué le desea a su amigo? —preguntó ella tranquilamente.
—Quiero que sienta… que no siempre tiene que ser responsable de los demás.
Que no importa no ser el fuerte todo el tiempo. Que tal vez incluso esté bien pedir
ayuda.
Ella guardó silencio durante un rato.
—Bien —dijo eligiendo las palabras con cuidado—, puede hacerle saber que si
alguna vez quiere pedir ayuda, estoy aquí para ayudar, no lo juzgaré, y dispongo de
los medios para conseguir que se hagan las cosas sin quebrantar la confidencialidad.
Tragué saliva, sintiendo espesa la garganta.
—Sí, señora. Gracias. Espero poder conseguir que mi amigo venga a hablar con
usted directamente.
Habrá quien piense que es extraño que tu jefe sea también tu médico y tu
psiquiatra, pero nosotros éramos un grupo pequeño, y Qeturah era una excelente jefa
de equipo. Se interesaba por todo el mundo, y sabía instintivamente qué «voz» usar y
qué sombrero ponerse según qué contexto. Hubo un montón de sombreros que
ponerse en los días siguientes. El gobierno central quería que los sadiri y la directora

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regresaran para elaborar un informe sobre la situación en Candirú, que seguía siendo
volátil. El día después de nuestra huida nos marchamos a Ophir, la ciudad más
cercana que disponía de instalaciones plenas para establecer una teleconferencia.
Dllenahkh dio su breve testimonio el primero. Entre los investigadores había un
sabio sadiri, y aunque habló poco, miró a Dllenahkh como si estuviera catalogando
todos y cada uno de los pequeños signos de conducta desusada. En la superficie, me
parecía que Dllenahkh estaba bien, aparte de un aire de constante preocupación, y sin
embargo yo era consciente de que encontrar de forma inesperada una amada raza de
fauna local no era lo que podríamos llamar una cura completa. Aquél sabio sadiri
debió de ver algo que a mí se me pasó por alto, porque durante la pausa para el té
Qeturah tuvo que mantener una breve consulta privada que luego se tradujo en
órdenes para mí.
—Delarua, ¿conoce bien la región de Montserrat? —me preguntó en cuanto salió
de la sala de reuniones.
—Tengo algunos familiares allí… ¿Por qué? —pregunté. El instinto afinado por
años de experiencia como funcionaria me hizo apurar mi taza de té y buscar un trozo
más de tarta que añadir a mi servilleta. La tarta estaba buena, y no quería que una
cosita como el deber se interpusiera en mi disfrute.
—Quiero que vaya con el consejero Dllenahkh al monasterio benedictino de
Montserrat. Tienen un sacerdote sadiri y unos cuantos monjes alojados allí, y ellos la
ayudarán a realinear sus nódulos o invertir su polaridad o lo que necesite que le
hagan. Fergus los llevará hoy y los recogerá el domingo por la tarde.
La serendipia y la culpa golpearon a la vez mi consciencia.
—Hum… Es un monasterio con voto de silencio. ¿Necesita que me quede allí con
él, o solo que lo lleve?
Qeturah frunció levemente el ceño.
—Creía que era su amigo. Quiero tener a alguien cerca para controlarlo, y usted es
un rostro familiar. No podemos encargárselo a Joral: tiene todos los informes de sus
reuniones.
Me sentí aún más culpable.
—No, no quería decir… Lo que quería decir es si no le importa que me tome un
par de días libres para visitar a mi hermana. Me aseguraré de que Dllenahkh pueda
estar en contacto conmigo en cualquier momento, y le pediré a mi hermana que me
lleve al monasterio el día antes de nuestra partida.
Me mordí la lengua. Esperé que no pensara que me estaba aprovechando, aunque
en cierto modo así era, pero se trataba de una buena causa, incluso de una causa
adecuada.
Su rostro se despejó.
—Por supuesto. Toda mi familia vive en Tlaxce, y siempre se me olvida cómo es

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que tus parientes estén lejos. Tómese un par de días libres. Pero no pierda esa
lanzadera.
—No, señora —respondí aliviada.
Ella miró mi porción de tarta con una sonrisa.
—Y, sí, quiero que se marchen de inmediato.
La media hora de viaje fue bastante tranquila. Me pasé los diez primeros minutos
mentalizándome, y luego me excusé para ir a un monitor emplazado al fondo de la
lanzadera y llamar a mi hermana. Para asegurarme, llamé primero a su comunicador
personal, no al de su casa. Ella respondió en cuestión de segundos, solo audio.
—Identifíquese —dijo, el tono casual y ligeramente apurado.
Ah, claro. La estaba llamando desde un comunicador gubernamental, así que mi
identidad no aparecía.
—María, soy Grace. ¿Cómo estás? ¿Y los niños?
Hubo una leve pausa sorprendida y el vídeo se conectó. María no había cambiado
demasiado. La cara un poco más redonda, tal vez, pero no iba a decirle eso.
—¿Grace? ¡Cómo estás! Santo cielo, no es ningún cumpleaños ni ninguna ocasión
especial… ¿Qué sucede?
Sonreí. Al menos, parecía feliz de verme.
—Cosas de trabajo. Estaré en Montserrat unos cuantos días. ¿Crees que podría
pasarme para una visita rápida?
—¡Sí! —Su respuesta fue sin aliento, completamente sincera—. Los niños se
alegrarán muchísimo de verte, sobre todo Rafi, y Ioan siempre se queja de que no nos
visitas.
Mi corazón se animó. Todo iba a salir bien.
—¡Bueno, entonces no se lo digas, que sea una sorpresa! No te importará si
aterrizo en el patio trasero dentro de… eh… ¿unas tres horas?
Ella empezó a reírse.
—¡Claro! ¡Oh, qué sorpresa! No me lo puedo creer. ¡Oh! -Sonó una voz al fondo.
Ella se dio de pronto la vuelta, extendiendo una mano para cubrir el vídeo.
—¡Nada, querido! ¡Voy en un momento!
Y susurró rápidamente, solo en audio:
—¡Tengo que irme! ¡Nos vemos! ¡Adiós!
Y entonces la conexión murió.
Suspiré, sonriendo levemente. La sangre es la sangre, ¿saben? Hay demasiada
historia compartida y demasiados vínculos interconectados para alejarte del todo de
esa red que medio te ahoga y medio te apoya llamada familia.
Hablando de lo cual…
—Dllenahkh —dije, volviendo a mi asiento en la parte delantera de la lanzadera
—. Voy a abandonarlo durante un par de días, pero tiene mi dirección de

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comunicador y puede llamarme cuando quiera. Lo sabe, ¿verdad?
Él me dirigió una mirada levemente divertida.
—Tengo las direcciones de comunicador de todos los miembros del equipo de la
misión. Sin embargo, puesto que voy a un monasterio, las probabilidades de que
durante los próximos días me suceda algo de lo que tenga que informar son…
—Lo sé, lo sé —interrumpí con una sonrisa—. Por insignificantes que le parezcan
esas probabilidades, puede llamarme, ¿de acuerdo?
Él vaciló y pareció recordar algo. Luego dijo, afable:
—Gracias. Y usted puede llamarme también, si desea hacerlo.
Me sentí emocionada por su torpe intento de charlar de nimiedades por bien de la
cortesía.
Cuando aterrizamos, una parte de mí casi esperaba que el sacerdote sadiri llegara
corriendo, agarrara a Dllenahkh por la cabeza, lo mirara profundamente a los ojos y
exclamara: «¡Dios mío, llévense a este hombre a una sala de meditación, rápido! ¿No
pueden ver que su rudimentario integumento telepático está a punto de
desintegrarse?».
O no. Pero la imagen casi me hizo reír, lo cual habría sido algo muy
desafortunado.
Naturalmente, todo fue muy tranquilo y adecuado. Me sorprendió que los monjes
sadiri no parecieran muy diferentes de los benedictinos. Sus hábitos eran distintos,
pero no había ningún edificio separado, ninguna línea divisoria invisible que dijera:
«Aquí están los sadiri». El hospedero cygniano y su contrapartida sadiri nos
mostraron el alojamiento de Dllenahkh, nos llevaron al refectorio para tomar un
tentempié y luego nos acompañaron a Fergus y a mí a la puerta, donde nos
despedimos de Dllenahkh.
El vuelo hasta la granja nos llevó menos de diez minutos. Le pedí a Fergus que me
soltara un poco lejos de la casa principal para que el ruido de los motores no los
alertara. Y por supuesto, eso significó que tuve la oportunidad de encontrarme con
una de mis personas favoritas del mundo, mi sobrino Rafi, de trece años. Volvía del
huerto, cargando con un cubo de melocotones. Al principio se me quedó mirando de
una forma muy rara, luego el reconocimiento le transfiguró el rostro y soltó un
asombrado grito de felicidad mientras soltaba el cubo y corría hacia mí. Su
exuberante cariño brotó incontrolado como una vaharada caliente de viento de la
sabana, chamuscándose con una energía ardiente pero benigna que encajaba con su
áspero abrazo de chico.
Rafi había sido siempre un niño precioso, con la piel marrón ambarina de su
madre, el pelo rizado, castaño y veteado de rubio de su padre, y los grandes ojos
marrones de ambos progenitores. También es mi ahijado y lo adoro. Me escribía
largas cartas llenas de dibujos e historias, y las enviaba por correo y tardaban al menos

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una semana en llegar. Yo siempre le respondía de inmediato, y solía enviarle un
pequeño disco de memoria con juegos y otras diversiones que sabía que le iban a
gustar.
Dudaba que sus padres fueran conscientes de la frecuencia con que nos
escribíamos. Él me había suplicado que no se lo dijera, y yo le seguí la corriente, alegre
en secreto de ser su tía favorita. Soñaba que viajaríamos juntos cuando fuera mayor y
yo estuviera jubilada y fuera adecuadamente excéntrica. Cabalgaríamos elefantes en la
sabana, o nos uniríamos a la tripulación de un barco velero, o algo por el estilo.
Parecía tonto decirlo, así que nunca lo hice, pero siempre me pareció que no
querría tener hijos propios mientras tuviera a Rafi.
—Hace siglos que no vienes a verme —se quejó, tirándome de la mano para
llevarme a la casa principal.
—Bueno, estoy aquí —reí—. Chico, ve a por esa fruta. No puedes dejar el cubo
tirado en el camino.
Me sonrió y volvió a recoger rápidamente la fruta caída. Cogí una del cubo
cuando volvió. Había mangos bajo los melocotones, y yo no había comido un mango
de Montserrat como Dios manda desde hacía años. Cuando me lo llevé a la mejilla, lo
noté cálido y fragante.
—Ahh —suspiré.
—Si vinieras a visitarme más a menudo, podrías tomar tantos como quisieras —
recalcó Rafi.
Le sonreí, complacida por su clara y sincera indignación, su burlesca capacidad de
convicción, y su sarcasmo adolescente.
—Yo también te quiero, chico.
—Tal vez debería mudarme a Tlaxce —sugirió mientras nos encaminábamos
hacia la casa.
—Tal vez deberías —respondí, aún más complacida. Como si María fuera a
perder de vista a su niño dorado, pero al menos él lo había pensado.
María salió al porche. Llevaba un vestido azul de algodón, y tenía un aspecto muy
maternal y tranquilo con la pequeña Gracie agarrada a su costado, todavía
chupándose un dedo. Parecía mayor que yo, mayor en un sentido que solo dos hijos y
una vida en la granja pueden conseguir, pero feliz, tanto por verme como en general.
La abracé con fuerza y alboroté afectuosamente el pelo de Gracie. Parecía un poco
demasiado tímida para abrazarme todavía. En realidad no me conocía.
—Oh, Grace —suspiró María sonriendo mientras me conducía al interior—. ¿Solo
dos días?
—Y da gracias de que sea siquiera eso —dije, dejando que Rafi cogiera mi
pequeña maleta. El salón estaba lleno de recuerdos, todas las cosas que mi madre
había dejado cuando renunció a la granja tras la muerte de mi padre y se retiró a un

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piso en el lago Tlaxce.
—¡Mira quién está aquí, Ioan! —llamó María.
Él entró en la sala, sucio y sudoroso por el trabajo al aire libre. Tenía el pelo más
largo, rozándole los hombros, las tiras doradas en el tono marrón aún más
ferozmente blanqueadas por el sol. Seguía siendo delgado, guapo y dorado. En
tiempos, había sido mi prometido. Me dio un vuelco el corazón cuando una riada de
ansia medio recordada pareció brotar de él y envolverme. Sus ojos brillaban con un
calor inhumano y me pareció oír un susurro en su voz… Shadi. Un fuerte recuerdo
que resonaba.
—Hola, Ioan —dije, y sonreí orgullosa de lo tranquila que parecía.
—Shadi —respondió él, mostrando una enorme y radiante sonrisa. Siempre me
había llamado por mi segundo nombre. Con unos cuantos rápidos pasos llegó junto a
mí y me abrazó, alzándome medio metro del suelo con su fervor—. Has vuelto. Sabía
que volverías.
—Bueno —dije sin aliento, mirando de reojo el rostro sonriente de María—, solo
por poco tiempo.
Él dio de pronto un paso atrás y miró ansiosamente mi uniforme.
—Joder, estoy sucio. Lo siento. —Frotó unas cuantas manchas rojizas de mi
camisa y pantalones, donde el barro había dejado sus marcas.
—No te preocupes. Tengo que cambiarme de todas formas —dije, apartando sus
manos con amabilidad.
Después de cambiarme de ropa, me dirigí a la cocina, donde se oía el ruido
familiar de los preparativos de la comida. Al pasar ante la puerta para dirigirme a la
pequeña despensa, algo me hizo volver la cabeza. Allí estaba Gracie, de pie en una
escalerita, mirando el estante superior donde un frasco de galletas quedaba justo fuera
de su alcance.
—¿Qué estás haciendo ahí arriba? —pregunté.
Ella saltó de la escalerita a mis brazos extendidos para darme un abrazo. Apreté su
flaco armazón de cuatro años con una sonrisa de alegría. Puede que no fuera mi
favorita, pero se llamaba como yo y era muy pequeña. Tal vez si aprendía a escribir
cartas largas…
—Eh, vosotras dos.
La voz sonó tan cerca que me hizo dar un respingo, Ioan estaba detrás de mí y nos
rodeó a las dos con sus brazos, pasando ante mi mejilla para plantar un beso en la
frente de su hija. La perilla sin afeitar me arañó la piel. Di medio paso hacia un lado,
tratando de evitar que nuestros cuerpos se rozaran. Él no pareció advertirlo, o
importarle, porque se movió conmigo en un lento balanceo, como si saboreara el
largo abrazo.
—Dos de mis chicas favoritas —murmuró, y finalmente se soltó.

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Me di media vuelta y deposité a Gracie en sus brazos.
—Voy a ver a María por si necesita ayuda con la cena.
Él puso a Gracie en el suelo.
—Cariño, ve a ver si tu madre necesita ayuda.
La niña se marchó en silencio.
—Es muy obediente —dije, acusadora—. ¿No ha pasado siquiera por la fase de los
«terribles dos años»?
—No, en realidad no —respondió Ioan, mirándola con una sonrisa.
—Entonces no es como su madre. Me volvía loca cuando tenía esa edad.
—Shadi —dijo él, y eso fue todo, pero algo en su tono me hizo agachar la cabeza y
dirigirme hacia la puerta, lo que, por desgracia, significaba pasar junto a él.
Me agarró por la muñeca.
—Shadi, mírame.
—No, Ioan. Eso no funciona conmigo, ¿recuerdas?
Me zafé la mano y seguí caminando, tratando de hacer caso omiso del eco que
resonaba en mi cabeza. Shadi… Shadi…
En la cena, María no paró de hablar de cuánto tiempo había pasado. Las primeras
veces fue enternecedor, pero luego amenazó con convertirse en un fastidio. Para
cuando empezó a decir que debería haberme quedado en la granja en vez de ir a la
universidad, Rafi y yo intercambiamos miradas de hartazgo, con los ojos en blanco.
María no se dio cuenta y cometió el error de intentar recabar la ayuda de Rafi.
—Rafi siempre habla de lo mucho que te echa de menos, ¿verdad, cariño? ¿No te
gustaría que la tía Grace viviera con nosotros en la granja?
Me quedé de una pieza. ¿Cómo pasábamos de «visítanos más a menudo» a «vente
a vivir aquí»?
—Creo que debería vivir su propia vida —murmuró Rafi.
María se enfureció.
—¡Rafi! ¡Pídele disculpas a tu tía ahora mismo!
—No importa, María, él…
Ioan anuló mis protestas.
—Tu madre tiene razón. Discúlpate.
Rafi le puso mala cara.
—Siempre lo estás estropeando todo. ¡Te odio! -Y entonces fui yo quien se
escandalizó.
—¡Rafi!
Se levantó de la mesa y me dirigió una mirada que era a la vez de angustia y de
reproche. Entonces sacudió la cabeza con frustración y salió corriendo de la
habitación.
La pequeña Gracie miró a sus padres con los ojos muy abiertos, boquiabierta, el

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último bocado todavía hinchando sus mejillas.
—Adolescentes —dijo Ioan con una sonrisa tranquilizadora, mientras le
acariciaba el pelo a su hija—. Odian a todo el mundo a esa edad.
Me miró, sin dejar de sonreír. Su pie chocó con el mío por debajo de la mesa y
durante un segundo no me sentí inclinada a retirarme. Entonces algo zumbó en mi
muñeca, y me distrajo. Le di un golpecito ausente y se apagó.

Mantuve bastante bien mi máscara de indiferencia, pero esa noche Ioan me acosó en
sueños como no lo había hecho en años. Los recuerdos y lo que podría haber sido se
mezclaron en una loca maraña. Recordé cómo era cuando nuestros corazones y
mentes se unían, en una época en la que pensaba que «te quiero» significaba «para
siempre». Soñé que no me había marchado nunca, que estaba en el lugar de María y
que Rafi era de verdad mi hijo. Eso me hizo sentirme furiosa y confundida. La
capacidad de conocer la mente de otro no impide la probabilidad de comprenderla mal.
Eso era cierto. Lo sabía demasiado bien, y por eso no me había casado con Ioan.
Entonces ¿por qué volvía a soñar con él?
Evité su presencia pasando más tiempo con María. Al fin y al cabo, era a ella a
quien había ido a ver.
Si alguien me hubiera preguntado qué estaba buscando, no habría sabido qué
responderle. Algunas cosas las sabes más por intuición que por razonamiento. Me
dije a mí misma que solo quería confirmar que María era feliz, y que Ioan se estaba
comportando, pero, para ser sinceros, su felicidad sin fisuras empezaba a molestarme.
Con eso y los sueños, me sentí culpable y enfadada conmigo misma. Entonces, una
tarde, después de un gran almuerzo dominical, con los niños desparramados por la
alfombra jugando a las cartas, Ioan se esforzó demasiado.
—¿Sabes?, nos vendría bien otro par de manos en la granja —dijo María—. Estás
ayudando a esos sadiri con las suyas. ¿No te parece que la familia es lo primero? —Su
sonrisa era extrañamente fija.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué dices eso? Sabes que no es así.
—Entonces explícamelo. ¡Aquí tienes gente que te ama, que quiere que seas parte
de la familia, y actúas como si apenas pudieras soportar vernos!
Se le quebró la voz. Rafi se envaró, sin mirarla, pero escuchando con atención.
Gracie se levantó y fue a mirar por la ventana. Ioan se enderezó en su asiento e hizo
un movimiento como si fuera a posar una mano conciliadora sobre el hombro de su
esposa, pero luego pareció cambiar de opinión.
—¡María, lo que dices no tiene sentido! —dije, asombrada porque parecía a punto
de echarse a llorar—. ¿Se puede saber qué te pasa?
—Puedes quedarte con él si quieres, ¿sabes? Es lo único que te mantiene alejada.

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Puedes quedarte con Ioan —exclamó, delante de los niños y todo.
Me quedé anonadada. Entonces, cuando por fin estalló en lágrimas, lo supe. Ioan
se acercó a ella y le habló en voz baja. Ella se levantó y salió de la habitación sin mirar
a nadie y, después de un momento, todavía silenciosa e inexpresiva, Gracie la siguió.
Rafi se quedó, los ojos muy abiertos con algo parecido al miedo mientras miraba a su
padre.
Supe cómo se sentía, pues yo también miré a Ioan.
—Has sido tú. Sé que has sido tú.
Me levanté y me aparté de él.
—No pretendía que se lo tomara así. Siempre ha sido un poquito susceptible —
replicó Ioan con una sonrisa triste y dulce.
—Hijo de puta —dije—. ¡Ya te advertí de que si le hacías daño, si le hacías daño a
cualquiera de mi familia, te las verías conmigo!
—No les estoy haciendo daño —protestó él—. Los cuido. Son felices.
—Marionetitas felices —escupí, agarrándome la muñeca derecha en un esfuerzo
por no abofetearlo—. Debería denunciarte a las autoridades.
—No lo harás —se limitó a decir—. Me quieres. Nunca has dejado de quererme.
—No ha colado, Ioan. Nunca lo hizo, y por eso no pudiste conservarme. Eso, y un
pequeño problema que tienes con la sinceridad. Te gusta que la vida sea sencilla,
¿verdad?, con todo y con todos, justo como quieres.
—Fue solo un error, Shadi, pero te quiero. No debería haber renunciado a lo
nuestro. Quiero que te quedes. Todos lo hacemos. ¿O acaso es que no lo ves?
Me estaba suplicando. Tan solo usaba palabras y gestos, desesperado y sin
práctica.
Posé la mirada en la única persona presente en la habitación en quien confiaba. Él
me miró, indefenso.
—Rafi me quiere tanto que está dispuesto a dejarme marchar —dije—. Eso es lo
que veo.
Rafi se puso en pie de un salto y me agarró la mano y salimos corriendo de la casa.
No supe adonde se suponía que íbamos a ir, ni por qué, pero me pareció una buena
idea alejarnos de Ioan todo lo posible. Por desgracia, cuando miré hacia atrás, vi que
estaba justo detrás de nosotros, con movimientos tranquilos, sabedor de que no
podíamos ir a ninguna parte.
Pero Rafi sabía adónde ir y, poco después, una creciente y zumbante vibración
que había estado resonando en mis oídos se convirtió en un ruido reconocible. Era la
lanzadera, que aterrizaba una vez más en el prado cerca del huerto. Fergus
desembarcó, con aspecto taciturno y receloso como de costumbre. Dllenahkh lo
seguía. Vestía una túnica de novicio con la capucha puesta, cosa que me pareció que
le cuadraba y le daba un aire muy pacífico. Se acercaron a nosotros caminando a buen

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paso entre la hierba.
Dllenahkh casi pareció aliviado al verme.
—Llevamos un buen rato llamándola. ¿Se olvidó de la fecha de nuestra partida?
Miré el comunicador de mi muñeca. Catorce llamadas perdidas… ¿Cuándo
demonios había sucedido eso? ¿Y de verdad que ya era domingo?
—¡Fergus, Dllenahkh, lo siento! Mi comunicador debe de estar estropeado, y
luego me olvidé… No sé qué decir.
Ioan acudió a mi rescate.
—Lo siento. La recepción aquí va y viene. Y la hemos estado monopolizando por
completo… No es de extrañar que se le olvidara.
—No hay problema —dijo Fergus—. Tenemos unas horas de margen. La
directora no nos espera hasta la noche.
Lo miré con ansiedad. Su rostro estaba relajado, e incluso sonriente. De hecho,
aquello no era nada común en él.
—Puedo marcharme ahora, si quiere —dije, frenética de pronto.
Fergus agitó una mano.
—No hay problema. Quédese un rato con su familia. Puedo llevar al consejero a
Ophir ahora, y recogerla cuando quiera. Es solo media hora de viaje.
—Una hora, ida y vuelta —traté de recordarle, con una firmeza en la voz que no
sentía. Me sentía acorralada y asustada.
—No querría hacer esperar al consejero —apuntó Ioan, solícito.
Dllenahkh, que había permanecido en silencio todo el rato, se echó atrás la
capucha y miró a Ioan.
—No. No lo creo.
Ioan se tambaleó, literalmente, y dio un paso atrás. Dllenahkh continuó
mirándolo fijamente, luego posó una mano sobre el hombro de Fergus, un gesto táctil
que no era nada característico en él.
—Sargento Fergus, ¿sería tan amable de ir a poner en marcha la lanzadera?
Fergus parpadeó, asintió lentamente y volvió al interior del aparato.
Rafi miró a Dllenahkh con expresión de inmenso alivio y gratitud.
—Iré a traer sus cosas.
—Gracias —dijo Dllenahkh, inclinando la cabeza. Su mirada siguió al niño
cuando este echó a correr, y luego volvió a clavarse en Ioan con frialdad.
Rafi no tardó en regresar, sin aliento, con mi maleta. La recogí e hice una promesa
imposible.
—No pasará nada. Yo me encargaré de que no pase nada. Te lo juro.
Él asintió, los ojos brillantes de lágrimas, y volvió corriendo a la casa. Le dirigí a
Ioan una mirada, y luego me retiré a la lanzadera seguida por Dllenahkh.
El consejero le dio a Fergus la orden de despegar, y luego me miró con expresión

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muy sombría.
—Le pido disculpas. Tendría que haberme dado cuenta antes de que necesitaba
ayuda.
Respiré más tranquila mientras miraba por la ventanilla y veía la granja alejarse
más y más.
—No importa. Ioan sabe que no puede afectarme. Ojalá pudiera hacer algo por
María. No está bien el modo en que la trata.
—Entonces debería denunciarlo —dijo Dllenahkh, con tono inflexible—. Tengo
entendido que hay procedimientos para tratar con los cygnianos que tienen fuertes
habilidades psíquicas y las usan de la manera inadecuada.
—La ama —murmuré—. Y podrían quitarles a Rafi y Grace… Eso sería horrible.
—De todas formas —dijo Dllenahkh con amabilidad—, estaba dispuesto a
obligarla a quedarse con ellos. ¿Puede pasar eso por alto?
—Sabe que no puede afectarme —repetí, hosca—. Habría salido de allí… y no es
que me sienta desagradecida por su ayuda ni nada. Es que no creo que sea lo bastante
serio como para hacer una denuncia.
Por el rabillo del ojo, vi que Fergus le dirigía a Dllenahkh una rápida mirada de
reojo.
—Delarua, míreme. —La voz de Dllenahkh seguía siendo amable, pero había en
ella un atisbo de acero.
Lo miré, enfadada.
—¡Déjese de «Delarua»! ¡Le he dicho que puedo manejarlo!
—Entonces vamos a asegurarnos. Déjeme entrar en contacto con su mente, tan
solo un breve contacto, para estar seguros de que él no ha influido en usted.
Una sensación enfermiza me abrumó. Me levanté y me dirigí dando tumbos a la
parte trasera de la lanzadera.
—Aléjese de mí —murmuré, volviendo la cabeza para que no pudieran ver que
empezaba a llorar.
—Delarua… —dijo de nuevo Dllenahkh, implacable.
—No me toque, no se atreva a acercarse a mí…
—¡Delarua!
Esta vez fue Fergus, que se volvió para gritar desde el asiento del piloto.
—¡No es usted! ¿No lo ve? ¡Tiene que confiar en el consejero, porque no voy a
posar esta lanzadera hasta que sepa que está en su sano juicio! —Contuvo un suspiro
de frustración y continuó—: Me he entrenado para este tipo de cosas, he aprendido a
reconocer cuándo alguien juega con sus pensamientos. Y déjeme decirle que ese
hombre de allí atrás es sutil. Es bueno. Nunca he conocido a ningún cygniano que
pudiera hacer lo que él acaba de hacer ahora mismo. No lo subestime.
Me desplomé en el suelo. Quería que todo siguiera encerrado en mi mente: los

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sueños, mis ansias secretas… Pensé en la vergüenza que caería sobre mi familia si
todo eso trascendiera. Me llevé las rodillas al pecho y los puños a los ojos, luchando
por permanecer en calma, respirar profundamente, pensar con claridad.
Cuando bajé las manos y abrí los ojos, Dllenahkh estaba arrodillado delante de
mí. Su rostro era neutral, sin ningún atisbo de juicio de valor en él.
Hablé en voz baja.
—¿Solo será un contacto breve? ¿No mirará mis pensamientos, mis recuerdos?
Él asintió.
—Un contacto breve. No será una invasión, ni un vínculo. Solo lo que usted
permita.
Incliné la cabeza. Un momento más tarde, sentí que las yemas de sus dedos me
rozaban la frente y apretaban con firmeza, como si quisiera dejar allí marcadas sus
huellas. Entonces se retiraron. Eso fue todo.
Alcé la cabeza, aliviada.
—¡Ya está! Tema resuelto…
Entonces todo volvió, como una riada. Todas las veces que había silenciado mi
comunicador, la urgencia forzada de una antigua pasión largamente dormida, sueños
que no había creado mi mente, y todas las miradas de decepción y desesperación que
el pobre Rafi me había dirigido.
—Ese hijo de puta —estallé—. ¡Ese hijo de puta!
Dllenahkh se levantó y retrocedió con suavidad. La adrenalina me puso en pie y le
di un puñetazo a la pared de detrás.
—Fergus, ¿cuánto falta para llegar a Ophir?
—Doce minutos, señora —respondió él. Las palabras sonaron como si se
estuvieran abriendo paso a través de una mueca salvaje.
Regresé a mi asiento.
—Que sean cinco. Tengo que hablar con la directora lo antes posible.
Dllenahkh regresó a su asiento junto a mí. Lo miré con firmeza, sintiendo todavía
aquella capa de vergüenza por mis pensamientos pero negándome a ceder ante ellos.
—Y Dllenahkh… Gracias.
Su única respuesta consistió en una inclinación de cabeza, pero en aquel gesto
neutral me pareció ver un atisbo de aprobación. No supe por qué era tan generoso.
Había acudido directamente al corazón de una revuelta sin otra cosa que sus
principios como arma y escudo. Yo me enfrentaba por fin a la verdad después de
haber desperdiciado quince años en el error.
Sí, el error. Seguía siendo mi terreno, mi responsabilidad. Si hubo una cosa que
me estremeció después de que la influencia de Ioan quedara borrada de mi mente, era
la comprensión de que nunca manipulaba una emoción que no estuviera ya presente
hasta cierto punto, no importaba lo pequeña que fuese.

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Recordé aquello cuando fui a ver a Qeturah. Me ayudó a mantener mi furia y mi
motivación. Fui directamente a donde estaba sentada en la sala de reuniones,
repasando las últimas notas con Joral, Nasiha y Tarik.
Alzó la cabeza para mirarme.
—He venido a hablar con usted directamente. —Se me cerró la garganta, lo que
hizo que mi voz se quebrara, pero apreté los dientes y empujé las palabras más allá de
la barrera—. Tengo un problema, y necesito su ayuda.

Hora cero más un año, un mes y nueve días


Dllenahkh se encontraba en el balcón principal del hotel y contemplaba las calles
de la ciudad y los distantes suburbios de Ophir, envueltos en una bruma ensoñadora
de húmedo aire de la mañana. Respiraba con suavidad, no solo por evitar la humedad,
sino también para conservar en sus pulmones los últimos restos del aire
tranquilizador del monasterio de Montserrat. Había sido inusitadamente difícil
quitarse el hábito de novicio la noche antes.
Sonaron pasos que se acercaban, pero no se volvió. Al cabo de un rato, la doctora
Daniyel se detuvo a su lado y apoyó las manos en la piedra mojada de rocío de la
balaustrada. Consciente de que su gesto denotaba falta de confianza, se limitó a
saludar con un asentimiento y esperó a que ella hablara.
—Gracias por ayudarla —dijo en voz baja—. No lo sabíamos.
Él frunció levemente el ceño al mirarla.
—A todos nos han hecho daño alguna vez, aparezca o no en nuestros historiales
médicos.
Ella aceptó el amable reproche con una sonrisa triste.
—He retirado mi recomendación de que le aparten de la misión —le informó—.
Ahora comprendo que las circunstancias no fueron normales, y confío en su
capacidad para rendir en el futuro.
Él inclinó la cabeza y bajó la mirada. No quería parecer grosero, pero tampoco
deseaba parecer agradecido. Se puso de nuevo a contemplar el paisaje.
—La primera oficial Delarua insiste en que también ella es capaz de desempeñar
sus funciones. —La doctora Daniyel se encogió de hombros—. No estoy del todo
convencida, pero no me gusta cometer el mismo error dos veces. También está la
cuestión de su perfil psíquico.
Él frunció el ceño.
—Lo he visto. No encaja con las habilidades que ha demostrado.
—A la luz de los acontecimientos recientes, no. Los cygnianos siempre han sido
difíciles de calibrar. Se puede esperar algo con ancestros ntshune, sadiri y
zhinuvianos, pero algunas de las cosas más extrañas salen de la tierra… Una pizca de
segunda visión aquí, un pequeño milagro allá. La mayoría son charlatanes, cierto,

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pero incluso el sencillo poder de convencer y que te convenzan puede ser una
habilidad psíquica. Somos muy buenos engañando a los demás… y a nosotros
mismos. —Sacudió la cabeza, pensativa durante un momento, y luego añadió—: Me
gustaría que le echara usted un ojo, no solo en el plano profesional, sino también en el
personal.
Él no ocultó su sorpresa.
—Ella confía en usted —dijo la doctora Daniyel.
Dllenahkh la miró de frente.
—¿Y confía en usted?
La doctora Daniyel dejó pasar la pregunta retórica, y apartó la mirada como si
hubiera tocado su consciencia. Él se habría retirado una vez más a su silenciosa
cortesía, pero el pequeño atisbo de vulnerabilidad le hizo presionar con más fuerza.
—Dígame, directora, ¿ha tenido esta misma conversación con Delarua? ¿Le ha
pedido que me eche un ojo? ¿Le ha dicho que confío en ella?
Ella se relajó y se echó a reír.
—Por supuesto que no, consejero. No sea tonto. Tuve esa conversación con Joral.
Él sonrió a su pesar, concediendo el punto.
—Consejero —dijo ella, graciosa en la victoria, y se marchó, dejándolo disfrutar
de la vista de la mañana.

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Bacanal

—¿Por qué yo? —pregunté—. Quiero decir, lo sé, me lo ha dicho, pero dígame de
nuevo por qué se supone que esto es una buena idea.
Tarik me dirigió una mirada que sugería que encontraba absurdo mi nerviosismo.
—Su perfil psi puesto al día sugiere que ha desarrollado una capacidad por encima
de la media para discernir y reprimir las emociones impuestas.
—El Comité de Investigación ha recomendado que añadamos los datos del perfil
psi a nuestros datos genéticos y antropológicos —continuó Nasiha, que pasaba una
especie de escáner por los diminutos sensores adheridos a mis diversos puntos de
pulso y nódulos nerviosos y todo lo demás.
—Necesitamos datos cygnianos además de sadiri para calibrar nuestras lecturas —
continuó Tarik—. Usted es la única cygniana con nivel operativo de habilidad
psiónica del equipo. Por tanto, ha sido asignada a nuestros propósitos evaluadores.
—Gracias, Qeturah —murmuré con sarcasmo—. ¿Para qué son éstos? —Agité
una mano para señalar a cuatro inyectores colocados ordenadamente en una bandeja
de instrumentos.
—Informarle de sus contenidos y efectos comprometería la neutralidad de las
pruebas —dijo Nasiha en un tono que casi era tranquilizador, lo cual solo sirvió para
aumentar mi preocupación.
—Intente relajarse —añadió Tarik, y colocó la mesa de reconocimiento de una
posición vertical a otra casi horizontal con una rapidez que casi me hizo agarrarme a
los bordes.
Los dos sadiri contemplaron las lecturas durante un rato, luego se miraron el uno
al otro y asintieron. Nasiha cogió el primer inyector y me lo aplicó en el brazo. Tragué
saliva en silencio mientras vertía entre susurros su contenido en mi corriente
sanguínea. Pasaron los segundos.
—Bien —dije, ligeramente aliviada—. No estoy segura de qué…
Entonces grité.
Después de una hora en la que tan pronto reía como me ponía a llorar, grité y
murmuré: «¡Qué fuerte!», y fui a Qeturah para quejarme. Ella se negó a ceder.
—Los resultados de capacidades psiónicas son producto de una combinación de
naturaleza y entorno. No se puede medir usando solo los datos genéticos, y son una

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parte intrínseca de lo que significa ser sadiri. Necesitamos esta información.
—Sí, ¿pero por qué yo? —pregunté, quejumbrosa—. Nunca he dado una
puntuación particularmente alta en los tests psi. ¿No pueden usar lecturas medias de
la base de datos?
Qeturah se encogió de hombros.
—Este método concreto de evaluación no se ha hecho hasta ahora. No hay ningún
dato.
—Magnífico —repliqué.
Solo habían pasado unos pocos días desde lo de Ophir y volvíamos ya al país de la
sabana, esta vez a puestos de avanzada establecidos en bosques y llanuras que ofrecían
un poco más de consuelo que un campamento temporal. La intención era impedir
otro fiasco como el de Candirú, además de estar mejor preparados, y eso significaba
que debíamos tomarnos una semana extra o dos para afinar el sentido de nuestra
misión antes de continuar hacia la siguiente asignación planeada. Qeturah trabajaba
febrilmente en la documentación con la ayuda de Lian, Fergus adquiría todo tipo de
nuevo y excitante equipo de supervivencia y consejos adecuados sobre las regiones
por parte de los rangers, Dllenahkh y Joral parecían pasar una extraordinaria cantidad
de tiempo meditando, y Nasiha y Tarik me torturaban.
Entonces Dllenahkh apareció para la siguiente sesión.
—Por favor, dígame que no ha venido a hacerme sentir más miserable —dije con
falsa alegría.
Él les dirigió a Nasiha y Tarik una mirada que no me hizo ninguna gracia, y luego
se sentó junto a la mesa de reconocimiento.
—¿Le ha parecido intolerable la experiencia hasta ahora?
Me lo pensé bien antes de contestar.
—Podría haber sido peor, pero la verdad es que no poder controlar tus emociones
es bastante triste, sí.
Él torció la mueca. ¡Juro que lo vi! Pero su rostro mostró absoluta calma un
momento más tarde, y añadió:
—Pedimos disculpas por no haberle detallado antes la naturaleza del experimento.
Sin embargo, contábamos con la aprobación de la directora para… —Guardó
silencio, constreñido por la costumbre de decir la verdad, y corrigió—: La directora
nos transmitió el permiso del gobierno para llevar a cabo estas pruebas.
—Gracias por eso —dije en voz baja—. Tenía la impresión de que a Qeturah no le
hace mucha gracia mi relación con todo esto. Cree que deberían someterme a terapia.
Dllenahkh sostuvo mi mirada el tiempo necesario para advertirme que debería
tomar sus siguientes palabras muy, muy en serio.
—Y usted se ha negado a someterse a ella.
Igualé su tono neutral.

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—Para eso tendría que dejar la misión. Además, quince años de funcionamiento
no se vendrán abajo en unos pocos meses. Puede esperar.
—Creo que esperaban aconsejarlos y tratarlos a usted, a su hermana y a los hijos
de esta como una unidad familiar.
—Puede esperar —repetí—. Algunas cosas tal vez vayan mejor si no estoy allí.
Ahora, ¿no iba a decirme qué está pasando aquí?
Apartó la mirada, replegándose por un momento, y recogió un inyector.
—Le bastará con un resumen. Los contenidos de estos inyectores han sido
diseñados para estimular o suprimir una de las dos ramas del sistema límbico que
ayudan a generar la emoción. Una rama tiene la satisfacción en un extremo, y la
disforia en el otro. La otra rama varía del frenesí al letargo. La primera rama se
complica, además, por el hecho de que en realidad consiste en dos escalas separadas
de placer y dolor que se solapan en los valores inferiores. Por ejemplo, la emoción que
categorizamos como expectación consiste en pequeños elementos de placer que causa
el anhelo del momento de la satisfacción; o el dolor, causado por el hecho de la
ausencia actual de satisfacción; o el frenesí, que se manifiesta como la urgencia por
buscar la mencionada satisfacción.
Parpadeé.
—Eso es fascinante. Somos unos cabroncetes complicados, ¿eh?
—En efecto. A propósito, esto no lo experimentan solo los de origen terrestre o
ntshune, sino que, por el mecanismo psicológico que sea, parece común a todos los
humanos.
Llegados a ese punto, creo que sentí un cosquilleo de leve placer, dolor y frenesí.
Era el primer fragmento de información específica que me había dado sobre la
neurología sadiri, y esperaba que dijera algo más.
No lo hizo.
—En este momento, las pruebas de perfil psi cygnianas están diseñadas para
detectar niveles de habilidad que podrían impactar de modo significativo en la
capacidad de una persona para arreglárselas en una sociedad mayoritariamente no
psiónica. A los telépatas y émpatas fuertes se les proporciona entrenamiento y un
sistema ético con los que regular el uso de sus habilidades. La mayoría de los
cygnianos no alcanzan un nivel que haga esto necesario.
—Y eso me incluye a mí —dije, frunciendo el ceño—. Entonces ¿por qué me
tienen aquí en esta mesa llenándome de diferentes tipos de zumo enloquecido?
—Porque hay otros aspectos de la capacidad psiónica que no tocan las pruebas —
interrumpió Nasiha—. Por ejemplo, después de estudiar nuestras propias reacciones
hemos descubierto que es usted capaz de efectuar fuertes proyecciones empáticas en
dos áreas muy concretas.
Hice una mueca.

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—Apuesto a que puedo adivinar una. El placer, ¿cierto?
—Sí. Esa es la más fuerte. Cuando su centro de placer fue estimulado, Nasiha y yo
experimentamos un fuerte deseo de reír que solo fue mitigado aumentando los
escudos de nuestros receptores telepáticos.
Mientras admitía eso, el rostro de Tarik estaba tan mortalmente serio, casi
quejumbroso, que casi tuve que reprimir una carcajada.
—Menos intensa, pero de todos modos significativa, fue la proyección del letargo
—continuó Nasiha.
Le miré, sorprendida.
—¿Aburro a la gente?
—La calma —dijo Dllenahkh, diplomático—. Pero es un efecto mucho más sutil.
Contemplé el techo durante un rato, procesando lo que acababa de oír.
—De acuerdo. Entonces, ¿cómo casa eso con «discernir y reprimir las emociones
impuestas»? Porque déjeme que le diga que estuve completamente a merced de esos
inyectores.
Dllenahkh se explicó un poco más.
—Es difícil, si no imposible, detener la acción de los productos químicos que se
han introducido directamente en el cuerpo. No obstante, es posible protegerse de los
intentos externos de alterar la química corporal y cerebral. Ese es el objetivo de la
sesión de hoy.
Los tres sadiri que rodeaban la mesa de reconocimiento parecieron de repente
alzarse amenazantes.
—¿Van a tratar de influir en mis pensamientos y emociones? —gemí.
—Con su permiso —dijo Dllenahkh.
Me lo pensé. Tardé unos cuantos minutos, mientras ellos permanecían allí en
silencio, esperando una respuesta. Pensé en lo que Ioan había podido y no había
podido hacerme. Pensé en Rafi que, sospechaba, poseía un talento similar al de su
padre, y me pregunté qué podría ser de él en el futuro.
—El conocimiento es poder —dije por fin—. Hagámoslo.
Primero, porque ya estaba allí presente para trabajar con él, Dllenahkh trató de
aumentar mi sentido de la inquietud. Funcionó. Me erguí de repente, tosiendo como
si hubiera salido de arenas movedizas, pero entonces, con un indignado «¡Ja!» saqué
mi auténtica tensión, el temor se convirtió en simple descontento, y descarté la falsa
sensación con una impresión de triunfo.
—Por las estrellas, es fuerte —susurré rápidamente, mirándolo con ojos muy
abiertos—. Menos con las patas de elefante, por favor.
Él estaba examinando las lecturas del monitor junto a mi cabeza.
—Mis disculpas —dijo, ausente—. ¿Cómo se encuentra? Por favor, use las escalas
que hemos discutido para describir sus emociones.

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—¿Sinceramente? Tenía muy alta la escala del frenesí, y un poco más alta todavía
la del placer. Intentó usted proyectar disforia, y esta se combinó con el frenesí para
producir miedo. Así que aparté el frenesí y contuve la euforia. Y ahora me siento muy
arriba en la escala del placer. Muchísimas gracias.
—Notable —dijo Dllenahkh.
En cierto modo, aquello era mejor que la terapia. Mientras los sadiri obtenían sus
datos y creaban sus nuevas pruebas, yo descubría cuáles eran mis fuerzas. Por
ejemplo, parecía que incluso era capaz de controlar mis verdaderas emociones mucho
mejor que lo que cabría esperar por cómo me comporto normalmente. Rara vez había
tenido necesidad de hacerlo así, pero la prueba de ello era cómo había podido no solo
repeler los intentos de Ioan por hacerme sentir cómoda con él, sino también contener
mi propia inclinación a sentir esa comodidad. Sin embargo, desde el punto de vista
telepático, yo no tenía ningún tipo de talento. Podía ser influenciada para que hiciera
todo tipo de cosas triviales y absurdas y racionalizarlas luego, como la vez que cogí un
inyector al azar y apunté con él a Nasiha quien, por fortuna, era ágil y fue lo
suficientemente consciente para apartarse de un salto. Si no le hubiera dirigido a
Dllenahkh una mirada muy desagradable por esa triquiñuela, yo habría jurado que
todo fue idea mía.
Lo cual me lleva a otro tema. Nunca veía a los sadiri como lo hacen los demás, al
control total de sus expresiones faciales. Me había quedado claro que aunque nunca
tendría el nivel de telepatía para sentirlos plenamente como hacían entre sí, sí tenía
un nivel de empatía para detectar las emociones que no expresaban, aunque las
interpretaba como una expresión física. Una vez tuve una fuerte discusión con Lian
acerca de la sencilla premisa «Joral te sonríe todo el tiempo». Lian juró que yo estaba
loca, yo le dije que se mostraba demasiado sensible al ser objeto de un
enamoramiento sadiri. Ahora comprendo que Lian, siendo sincero, no podía ver ese
leve atisbo de sonrisa que yo me había convencido de que estaba allí para explicar mi
certeza de que Joral encontraba placentera la compañía de Lian.
Otra cosa buena de las pruebas fue que para cuando estábamos ya listos para
partir, había aprendido a respetar en cierto modo a Nasiha y Tarik. Estaban muy
unidos. El suyo era uno de los pocos vínculos que no había roto el desastre, y se
merecían celebrarlo. Pero su profesionalismo y capacidad eran incuestionables, y su
dedicación a reconstruir la cultura sadiri, absoluta. Eso me parecía admirable.

Como el asentamiento que íbamos a visitar estaba formado por granjas muy
separadas entre sí, igual que las de los sadiri de Tlaxce, habíamos alterado nuestro
calendario para llegar en una de sus fiestas. La gente se reuniría en una zona pública
llamada Gran Sabana durante un periodo de dos días. En un primer momento,
habíamos planeado visitar una de las granjas principales y concluir nuestra visita con

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el festival, pero como llevábamos retraso decidimos hacerlo al revés.
Nuestra primera visión de la Gran Sabana fue un largo y alto terraplén de tierra
con una entrada en arco tallada en el centro. Bajo el arco se extendía una calzada.
Llegamos en vehículos del gobierno con un vagón de carga, tras haber dejado la
lanzadera en la avanzadilla. Dentro de las paredes había un enorme prado con una
ciudad de tiendas, los colores tan brillantes y los diseños tan variados que parecían un
puñado de cometas dispersas por el suelo esperando remontar el vuelo. Había rangers
actuando como comisarios, y estos nos señalaron un espacio donde poder establecer
nuestro campamento. No llevábamos allí más de quince minutos cuando llegó un
visitante.
—¡Bienvenidos a la Gran Sabana! ¿Tengo el honor de dirigirme a la doctora
Qeturah Daniyel, jefa de esta misión gubernamental y renombrada académica por
derecho propio?
Las palabras eran medidas, incluso majestuosas, pero había una burla oculta en el
tono. Cuando vi a quien hablaba, y la sonrisa contenida y el medio guiño que pasó
entre Qeturah y él, tuve la impresión instantánea de que habían compartido algún
encuentro en el pasado. Era un hombre alto y notable, pero había algo irreverente en
el brillo de sus ojos que anunciaba amor a la diversión. Qeturah, en cambio, parecía
inusitadamente tímida y coqueta. Debió de ser todo un encuentro.
—Leoval —dijo ella, y su voz sonó más rica y resonante mientras extendía la
mano para que la besara—. ¿No eres demasiado viejo para esto todavía?
Leoval le dirigió una mirada de burlón dolor.
—¡Qeturah! ¡Qué cosas sugieres!
Se hicieron las presentaciones. Al principio, cuando se inclinó también para besar
mi mano, temí que fuera un seductor incorregible, pero cuando estrechó los brazos
con Fergus y Lian y se inclinó gravemente ante los sadiri con la frase adecuada en un
sadiri de acento perfecto, me di cuenta de que estaba en presencia de un diplomático
consumado. Y tenía razón. Era un funcionario jubilado que en tiempos fue uno de los
primeros antropólogos en revisitar y poner al día las investigaciones sobre la zona. Le
hizo a Qeturah prometerle que iría a visitarlo, diciéndole que le enviara un mensaje
por medio de un comisario, y que tendría preparado un palanquín para ella.
Entonces, con aquel sentido de la cortesía tan cuidadosamente modulado, se despidió
y se marchó.
—Qué hombre tan interesante —dije con inocencia.
Qeturah me miró con mala cara.
—Sí —replicó con firmeza—. Lo es. Y un caballero. Siempre encontró la forma de
ayudarme sin mencionar ni una vez la temible expresión «síndrome de Dalthi».
Como eso de ofrecerme un palanquín… Es así de amable.
Vacilé antes de decidirme a expresar mis pensamientos en voz alta.

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—¿Síndrome de Dalthi? ¿No es una enfermedad genética que puede tratarse?
—Sí que lo es, pero nunca me ha gustado la idea de empezar a toquetear mis
propios genes —dijo Qeturah como quien no quiere la cosa—. Me parece que es
como hacer trampas.
Me sorprendí muchísimo al oír esto. Era como enterarte de que tu carnicero es
vegetariano.
—Además —continuó Qeturah tranquilamente—, durante algún tiempo tuve
problemas sin resolver porque era la débil de la familia. Mis hermanos se burlaban de
mí y decían que ningún colono se casaría conmigo porque cuidar de mí costaría tanto
trabajo como llevar adelante la granja, y lo más probable sería que mis hijos también
fueran débiles. Cuando empiezas a pensar en ti misma como en un producto
defectuoso, emplazas tus defensas para asegurarte de que nadie tenga la oportunidad
de rechazarte. Así pues, me dije que no me casaría nunca, que nunca tendría hijos y
que nunca haría nada para cambiar quién era. Solo cuando tuve mi propio estatus, mi
propio dinero y los beneficios contraceptivos de la menopausia empecé a permitirme
tener un punto de vista diferente. Jugar las cartas que me habían tocado en suerte fue
mi medalla de honor, no una carga.
Guardé silencio durante un rato, casi sorprendida por la sinceridad y la
brusquedad que mostraba conmigo, pero entonces entorné los ojos y mi mandíbula se
tensó ligeramente.
—No me había dado cuenta de que estábamos en sesión.
—Solo hago lo que puedo. Delarua, ¿has tenido alguna relación seria durante los
últimos quince años?
Una cálida y repentina rabia me asaltó, pero mantuve el control y me limité a
lanzarle una mirada de reproche antes de alejarme y perderme entre la multitud.
—Cíñete a la genética —le dije mirando hacia atrás—. Tus consejos están un poco
fuera de tono hoy.
—Ah, mira, un logro —respondió ella con una sonrisa burlona, pero me dejó
marchar.
Gilda siempre se burlaba de mí diciendo que tenía talento para rodearme de
hombres seguros o no disponibles. Yo solía decirle que si comprendiera el significado
de la palabra «profesionalidad» no tendría que especular sobre la vida amorosa que yo
tuviera o dejara de tener. Pero entonces Qeturah me hizo dudar. ¿Qué era mi historia
con Ioan? Cuando me marché por primera vez, ¿colocó algo en mi mente, en un gesto
egoísta, para asegurarse de que nunca me relacionara con otra persona? ¿O era cosa
mía? ¿Temía que el hecho de haber atraído a un hombre como Ioan una vez podría
significar que estaba condenada a enamorarme de ese tipo para siempre? Tal vez yo
volví a los hombres posesivos y manipuladores, porque me parecía que Ioan no había
sido tan malo quince años antes. Odiaba al último en particular, porque ahora tenía

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pruebas empíricas que podía proyectar de manera significativa en la escala del placer.
¿Era yo como una mala droga, estropeando a hombres buenos?
Empezaba a disgustarme con mi autocompasión.
Por fortuna, en seguida se produjo una distracción. Pasó junto a mí
pavoneándose, una botella en cada mano y en los ojos un brillo que no comprendería
el concepto de rechazo aunque se lo explicaran en nueve idiomas y catorce dialectos.
Entonces se detuvo y se dio media vuelta.
—Voy a escuchar las bandas de música. ¿Te gustaría venir, guapa?
Lo miré. Lo que le faltaba en aspecto lo compensaba con autoconfianza.
—Sí. ¿Por qué no? —respondí. Y, sí, en mi decisión había un poco de «¡Yo les
enseñaré a todos!».
La música era buena. El líquido de la botella era bueno. Contenía alcohol, pero
sobre todo aplacaba de manera sorprendente la sed con el calor, aunque exigía más al
mismo tiempo. La multitud estaba llena de energía y se bailaba mucho. Perdí a mi
primer conocido y encontré a varios amigos más en sucesión, y al final me quedé con
un joven bastante mono llamado Tonio que parecía…, bueno, que tal vez se parecía
un poco a Ioan, pero solo un poco, ¿vale?
Me olvidé por completo del resto del equipo hasta que Joral apareció donde yo
estaba tumbada en el empinado ángulo de un terraplén, todavía escuchando los
tambores y gaitas en el prado, y con Tonio roncando a mi lado. Joral parecía un poco
aprensivo, y se movía como si esperara preservar una pequeña zona de exclusión a su
alrededor. Vi con una sonrisa cómo dos jóvenes rompían esa zona, bailaban
frotándose contra él y seguían su camino, dejándolo inmovilizado, como si no
estuviera seguro de alegrarse o escandalizarse. Al final, recuperó el control y se acercó
a donde yo estaba sentada.
—¿Te diviertes, Joral? —le pregunté, tendiéndole la botella.
Él la miró sin comprender durante un momento y luego, en respuesta a mis
gestos, vertió cuidadosamente parte del contenido en su boca. Sus ojos se
ensancharon levemente e hizo una mueca apreciativa.
—Picante y refrescante —proclamó, y me devolvió la botella—. La experiencia me
está pareciendo muy instructiva. La directora me informó de que ya tiene una
cantidad importante de datos genéticos de este asentamiento, y que aunque el
fenotipo es mayoritariamente terrestre, hay suficientes genes tasadiri en la población
como para que resulte fácil que una combinación de selección e intercambio
produzca un niño de aspecto y psicología sadiri. Es más, los datos antropológicos
muestran claramente que se han conservado bastantes tradiciones sadiri.
—¿Este festival es una tradición sadiri? —pregunté, tras beber y pasarle de nuevo
la botella.
Él tomó un buen trago, olvidada la timidez, y me la devolvió.

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—En realidad, no. Aunque parece tener unas cuantas características de fiestas
antiguas…, eso sí, con menos sangre, y… um… otras actividades. Su origen es
terrestre; en concreto, la fiesta de Carnaval.
—Adiós a la carne —dijo burlona la lingüista que hay en mí—. Tiene que ser
seguida por el ayuno para cumplirse, no precedida por tal.
—Yo… No comprendo.
Le pasé la botella una vez más como disculpa y respuesta. Él la apuró.
—Esta bebida es deliciosa. ¿Puedo tomar otra?
Pesqué otras dos botellas de una nevera cercana y le di una. La abrió y se tomó un
trago de inmediato.
Yo contemplé la Sabana.
—Si nos quedamos aquí durante un par de horas más, podremos ver la danza del
fuego. Debe de estar bien. Oh, me olvidé preguntarlo… ¿Has venido a buscarme por
algún motivo concreto?
Silencio. Me volví hacia Joral. Estaba observando la botella medio vacía ya en su
mano con una sonrisita extraña.
—Oh. Sí. El consejero Dllenahkh desea que le diga que después del festival
tendremos una reunión con algunos de los ancianos de la colonia.
—Joral, ¿te encuentras bien? —pregunté, preocupada por la expresión de su
rostro.
Él se volvió hacia mí y sonrió de oreja a oreja, cosa que me sorprendió del todo.
—Me siento bien, Delarua, muy bien. Me pregunto si debería bajar y bailar un
poco. No parece tan difícil.
Pulsé mi comunicador de inmediato.
—¡Nasiha! ¡A Joral le pasa algo! Está sonriendo. Creo que está borracho.
Nasiha habló con su habitual calma.
—¿Cuánto ha bebido?
—Unos cuatrocientos mililitros de… algo —tartamudeé, buscando la ayuda de la
etiqueta de mi botella—. Contiene alcohol. Seis por ciento.
—Es demasiado poco para afectar a un sadiri —musitó ella—. ¿Puede andar
todavía?
—Sssí… No estoy segura. Joral, levántate.
Él lo hizo, en la inclinación del terraplén con una estabilidad que apuntaba al
menos a que estaba sobrio.
—¡Me encuentro bien! Estoy de pie. ¡Dile que estoy de pie!
—Hum —dijo Nasiha—. Joral, vuelve al campamento de inmediato.
Lo escolté de regreso al campamento, lo que quiere decir que lo acompañé como
si fuera un inexperto perro pastor mientras él daba tumbos entre la multitud,
bailando de pareja en pareja. Nasiha y Tarik estaban esperando, y en cuanto lo vieron

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aparecer lo cogieron por los codos y se lo llevaron a uno de los refugios. Los seguí a
tiempo de verlos acostarlo a la fuerza en un jergón, mientras seguía protestando que
se encontraba bien. Le tomaron rápidamente una muestra de sangre, examinaron su
aliento y lo miraron a los ojos.
Entonces me miraron con gesto acusador.
—Esto no es embriaguez —dijo Tarik.
—Bueno, a mí no me miren —gemí—. ¡Miren esto! —les agité la botella.
—Sí, eso valdrá.
Di un respingo. Era Tonio. Estaba tan preocupada con Joral que no me había
dado cuenta de que se había despertado y nos había seguido. Estaba allí en la entrada
del refugio, completamente ajeno a la escena que tenía ante sí.
—Eso valdrá —repitió—. Tiene zumo de baya de fuego.
—¿Y qué es la baya de fuego? —preguntó Nasiha con severidad.
—Es como otra especie de alcohol, ¿sabe? Quita la preocupación de tus emociones
y calma tus pensamientos, pero no te afecta a las piernas ni se te sube a la cabeza. Las
madres se lo dan a sus hijos para tranquilizarlos y acabar con las preocupaciones.
Funciona muy bien con los chicos adolescentes, sobre todo cuando empiezan a… ya
saben —se encogió de hombros y alzó expresivamente una ceja mientras volvía a
colocar bien la entrepierna de sus pantalones con un gesto practicado de la mano.
Nasiha y Tarik se miraron el uno al otro, y luego miraron a Tonio.
—Háblenos más del zumo de baya de fuego —dijo Tarik.
—Bueno, pruebe un poco.
El emprendedor Tonio se sacó un frasquito del bolsillo y se lo tendió a Tarik. Este
abrió el frasco con cautela, sirvió una pequeña cantidad en un vaso de muestras
limpio y lo probó.
—Intrigante —dijo.
Nasiha le quitó el vaso y apuró el resto.
—Muy intrigante —convino con él.
—Pero esto no tiene sentido —me quejé—. ¿Por qué hizo a Joral más emotivo?
—Oh, olvídate de eso —dijo Tonio, servicial—. También elimina las inhibiciones,
como el alcohol. Es una pequeña paradoja. Sientes menos, pero expresas más.
Los dos sadiri que estaban aún en pie lo miraron con curiosidad.
—Esto exige más investigaciones —dijo Nasiha—. ¿Puede llevarnos a alguien que
fabrique esta bebida?
—¡Claro! —respondió Tonio alegremente.
Salió, seguido por Tarik y Nasiha, y justo cuando yo iba a cerrar la marcha Nasiha
se volvió hacia mí y me dijo:
—Alguien debería quedarse con Joral.
Hice una mueca.

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—Vale.
Vigilar a Joral se convirtió casi de inmediato en verlo dormir. Lo coloqué en
posición de recuperación, por si se producía alguna reacción desagradable, y luego me
enrosqué en un jergón cercano, mientras escuchaba con amargura los gritos y
aplausos y tambores del espectáculo de la danza del fuego que me estaba perdiendo.
Una sombra apareció en la entrada.
—¿Tarik? —pregunté, encendiendo una luz.
—No —respondió la voz de Dllenahkh—. Nasiha acaba de informarme del estado
de Joral. ¿Cómo está?
Me incorporé y bostecé y miré a Joral.
—Parece que sigue durmiendo tan tranquilo. ¿Dónde están Nasiha y Tarik?
Una expresión muy extraña cruzó el rostro de Dllenahkh. Era la expresión de un
hombre que había visto cosas que no podía dejar de ver.
—Bailando —dijo sin más.
Me quedé boquiabierta.
—¿Cómo?
—Decidieron probar los efectos de primera mano catando las diversas bebidas
que contienen el ingrediente activo. Ahora están… mezclándose. —Un leve y frío
tono de desaprobación tiñó su voz.
—Bueno, pues mejor para ellos, digo yo. Después de toda esa locura por la que me
han hecho pasar, me alegra que tengan agallas para probar consigo mismos. Pero sigo
sin comprenderlo. ¿Qué tiene de importante ese brebaje?
Dllenahkh se acercó a recoger un palmar y se sentó junto a mí en el jergón.
—Tal vez un vistazo a los datos le aclare las cosas. Aquí hay un resumen de los
datos recopilados por los sensores durante su experimento. Y aquí —dio un golpecito
y dividió la pantalla— está el resumen de los datos sadiri. Por supuesto, Nasiha era el
sujeto de pruebas, para mantener el sexo como una variable constante cuando se
compararan las lecturas.
—Estas son lecturas sadiri —dije, siguiendo la línea de datos.
—Estos son los marcadores de las reacciones bioquímicas que experimentamos
durante el impulso y el procesamiento sensorial, sí.
—Y estos son los míos —dije, mirando un conjunto de valores mucho más bajos
—. ¿Cómo viven con eso? —pregunté con mudo asombro.
—Con cuidado. Con meditación y estricta adherencia a las disciplinas —replicó él
—. Pero sin esta alta sensibilidad neural, no podríamos ser quienes somos. No
podríamos pilotar las naves mentales, ni podríamos sentirnos unos a otros,
comunicarnos unos con otros, formar vínculos telepáticos unos con otros.
Asentí lentamente, llena de admiración.
—Ahora que han descubierto las propiedades de la baya de fuego, ¿la usarán

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como una alternativa a la meditación?
—Puede servir para usos recreativos, pero no creo que tenga importancia a la
larga. Podemos encontrarnos en una situación en que los ingredientes no estén
disponibles. Sin embargo, las disciplinas pueden llevarse a donde vaya la mente. —Me
miró de arriba abajo—. ¿Recomendaría este supresor de sentidos para su uso regular?
Me lo pensé. Reflexioné sobre el comentario de Qeturah respecto a cómo jugar la
mano que le había tocado en suerte se convirtió para ella en una medalla de honor.
—Eso solo puede ser una decisión individual —esquivé.
—Entonces pongamos un ejemplo concreto. ¿Me lo recomendaría a mí, por
ejemplo?
—No —dije después de pensármelo—. Como dijo usted, se trata de quien es. Yo
no querría que fuera otra cosa sino usted mismo. No sé si tiene sentido, pero es así.
Hubo un rumor en la entrada, y Nasiha y Tarik entraron. Rebosaban de energía,
pero sonreían muy poquito. Me sentí aliviada. Temía que volvieran riendo o haciendo
algo sorprendente. Nasiha llevaba un pequeño cuenco en las manos.
—Primera oficial Delarua —dijo con cierta agitación—, pedimos disculpas por
haberle hecho perderse la fiesta al pedirle que vigilara a Joral. Por favor, acepte este
plato regional tradicional como muestra de nuestro pesar.
Lo acepté con una sonrisa y un retortijón de ansiedad, pero cuando lo miré me
resultó familiar. Una sonrisa auténtica se extendió por mi rostro.
—¡Gracias, Nasiha! ¡Me encanta el pastel de chocolate Decadence!
Arranqué un pedazo y me lo metí en la boca. Eso sí que era una droga que
merecía la pena probar. Mis papilas gustativas canturrearon alegremente por aquella
cremosa exquisitez. Cerré los ojos y gemí.
Hubo un extraño eco. Abrí los ojos y pillé a Nasiha y Tarik mirándome con
avidez, las palmas levemente unidas en un pobre intento de intimidad. En la cara de
Nasiha había una expresión algo culpable, que estropeó al instante con una risita
contenida. Los dos intercambiaron entonces una ardiente mirada y se marcharon a
toda prisa.
Mi bocado se convirtió en cenizas. Lo engullí con dificultad y solté el cuenco.
—Pervertidos —dije con hostilidad—. Ahora he perdido el apetito.
—Cómase la tarta —dijo Dllenahkh, y había un claro tinte de diversión en el tono
de su voz—. Ya se han ido, Joral está dormido y mis escudos son fuertes.

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Nunca olvides

Odiaba hablar con Qeturah sobre ciertas cosas, pero para ciertas cosas era la única
fuente de información.
—Ella ha llegado a la conclusión de que me odia, ¿verdad?
Qeturah miró su palmar.
—No tengo acceso a las notas sobre este caso.
Mentirosa.
—¿Le ha dicho a Rafi que no me escriba?
Por fin me miró a los ojos.
—No lo sé. Pero sé que si le escribe, nos aseguraremos de que él lo vea.
Asentí y me marché antes de que volviera a empezar conmigo. Podía escribirle a
mi ahijado. Eso era todo lo que necesitaba saber. Eso hacía las cosas más fáciles.

Querido Rafi…

Tenía que escribir. No podía llamar, porque todos estaban bajo protección hasta
que el lento y concienzudo proceso de la valoración y el juicio de Ioan hubiera
concluido. Fergus tenía razón: las autoridades no habían visto nada como Ioan en
Cygnus Beta, y no estaban dispuestos a correr ningún riesgo.

Querido Rafi,
¿Cómo estás? ¿Cómo va la terapia?

Probablemente leerían todo lo que escribiera. Lo analizarían también, por el bien


de ambos.

¿Cómo te va? Yo estoy bien,

Hice una mueca y miré el palmar. Después de varios intentos, lo único que no
cambió del mensaje fue «Querido Rafi» y «Te quiere, tía Grace». Tal vez debería
enviar solo eso. Tal vez era demasiado pronto. Podía intentarlo de nuevo la semana

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siguiente después de regresar.
Guardé el palmar en mi mochila y la cerré.
—¿Listos, Lian? —pregunté.
Lian, que estaba asegurando nuestro refugio a una mochila militar mucho más
grande, me dirigió una mirada con los ojos entornados.
—Esto es una cita, ¿no?
—¿Por qué me acosas, Lian? —suspiré.
—¿Desquite? —replicó Lian, manejando la mochila con la facilidad que dan años
de práctica.
—Al menos no se me puede acusar de confraternización.
—Ni a mí tampoco. Ni de asaltar cunas —dijo Lian, subiendo un poco el pique.
—¡Tonio no es tan joven! —repliqué a la defensiva.
—No es tan viejo —contraatacó Lian, que se estaba divirtiendo.
—Vale. Lamento que interpretaras mi intento completamente profesional de
advertirte de que te mostrabas demasiado amistosa con Joral como una demostración
de interés frívolo e inadecuado en tu vida social. Creía que actuaba en el mejor interés
de mis colegas. ¿Podemos tener ahora una pequeña détente?
Lian se inclinó hacia delante, me cogió la cara con las dos manos y me lanzó una
mirada intensa mientras hacía esfuerzos por no reír.
—Llevas kohl para una excursión de campo. Ropa de camuflaje, botas y kohl.
¿Para qué, humm? ¿Para impresionar a los elefantes?
Entonces Lian retrocedió, sonriendo, y se marchó antes de que yo pudiera pensar
una réplica mordaz.
Habíamos dividido el equipo de manera temporal. Qeturah, Fergus, Nasiha y
Tarik iban a continuar con los asentamientos de las llanuras usando la lanzadera. ¿Y
recuerdan a Tonio, el tipo que se parecía un poco a Ioan, aunque no demasiado?
Resulta que era ranger, y estaba fuera de servicio durante el festival, pero todavía
miembro del funcionariado. Qeturah parecía pensar que sería buena idea pedirle a
Leoval que tirara de unos cuantos hilos y nos lo asignara como guía y seguridad extra.
Una de esas cosas casuales que yo había aprendido a no cuestionar. Así pues, Lian,
Dllenahkh, Joral y yo viajamos con Tonio en una segunda expedición por los bosques
montañosos del norte. Era un lugar demasiado poblado de árboles para las
lanzaderas, y demasiado cambiante como para construir carreteras, así que íbamos a
usar una forma de transporte tradicional, eficaz y probada: el elefante.
Me entusiasmaba la perspectiva, pero cuando llegué a la aldea de los mahouts, me
sorprendí.
—Son un poco… pequeños —dije, asombrada y decepcionada, apoyando una
mano cautelosa en el hombro del elefante que me habían asignado. No era mucho
más grande que un caballo de tiro de tamaño grande. Agitó las orejas de modo

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amistoso y guiñó su ojillo ámbar de largas pestañas.
Lian sonrió al ver mi expresión.
—Son elefantes del bosque. Los elefantes de la sabana son la especie más grande, y
los que más se ven en los holovídeos.
Yo seguía entusiasmada. Grandes o pequeños, los elefantes son elefantes al fin y al
cabo. Justo antes de montar, cuando estaba segura de que nadie podía verme, besé
rápidamente el hombro de mi bestia y murmuré:
—Hola, cariño.
—Hola, querida.
Era Tonio, que apareció de pronto a mi lado. Me dirigió una mirada risueña que
sugería que le divertían o le atraían las mujeres que besan a los elefantes por ningún
motivo. O ambas cosas.
No estábamos bajo la influencia del alcohol ni la de la baya de fuego, y Tonio era
ingenioso, alegre y agudo con una especie de energía eléctrica reprimida. Todavía
mejor: cada vez se me parecía menos a Ioan. Llevaba una capa corta con capucha que
no era de uso estándar pero resultó muy útil bajo los goteantes árboles, y de vez en
cuando, cuando volvía la cabeza de cierta manera, enmarcaba su fuerte perfil de un
modo que llamaba la atención hacia su boca. Bien definida, curvada, con una plenitud
en el labio inferior que pedía a gritos un beso de bocado… Una distracción muy
agradable.
Y entonces yo retiraba de nuevo la mirada, y veía a Lian mirándome y riéndose
para sí.
Además de burlarse claramente de mí, Lian solía mostrarse con más ganas de
hablar que de costumbre.
—Mi madre es de por aquí. Hay leyendas de monasterios remotos donde los
monjes caminan sobre las aguas y vuelan a través de las copas de los árboles.
Tonio puso los ojos en blanco, no con sarcasmo, sino de pura maldad.
—El pueblo de mi padre es de por aquí, y se cuentan historias de enormes estatuas
de piedra que apuntan, usando un apéndice u otro, a las entradas secretas de antiguos
templos. También hay informes de intrincadas tallas anatómicamente correctas en las
paredes de esos templos que demuestran las sesenta y dos posturas sexuales
aprobadas del Código Matrimonial.
Aparté rápidamente la mirada, mordiéndome los labios para no reír. Lian se
burlaría diciendo que siempre me reía de las cosas que decía Tonio.
Cruzamos nuestro primer río pocos minutos más tarde. Por suerte, los elefantes,
excelentes nadadores, cruzaron solitos, usando sus largas trompas para respirar a
través de las profundas aguas. Los de dos patas pasamos secos por un pequeño puente
de cuerda y madera, y aparte de la dudosa alegría de cabalgar un elefante mojado,
salió bastante bien.

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Cruzar el segundo río no se pareció en nada al primero.
—¿De dónde sale toda esta agua? —preguntó Lian, mirando con desazón la
cascada.
Era demasiado plana para considerarla una catarata, pero demasiado empinada
para ser un lecho fluvial corriente. Había dos puentes: uno alto sobre las aguas,
tendido de árbol a árbol corriente arriba; y otro inferior cuyas tablas estaban
ominosamente mojadas y que se apoyaba directamente en las riberas. El agua fluía
con más placidez allí, más profunda y con menos rocas, pero cuando me acerqué,
tuve que tragar saliva. El puente no era un puente en absoluto: era un mirador sobre
una enorme cascada.
—Tomaremos el puente alto —anunció el mahout.
Joral miró el puñado suelto de cuerdas oscilantes y despeluchadas.
—Parece que no han cuidado el puente alto desde hace algún tiempo —advirtió.
—El puente bajo es demasiado peligroso —insistió el mahout—. Nadaremos con
los elefantes.
En otras circunstancias, yo habría dicho que escucharan al hombre. Su tierra, su
río, sus elefantes, ¿no? Pero aquella corriente turbulenta no resultaba muy
tranquilizadora.
Tonio se encogió de hombros.
—Prefiero estar seco —anunció, y pasó rápidamente al puente bajo, que osciló un
poco, revelando que no era madera sino cuerda lo que conectaba el puente a las
riberas, pero llegó al otro lado sin dificultad. Joral y Lian siguieron veloces su ejemplo.
A estas alturas, el mahout había hecho caso omiso de la rebelión generalizada contra
su consejo y nadaba con los elefantes, chapoteando fácilmente cerca de la cabeza de su
propia bestia. Dllenahkh me miró, alzando las cejas con una expresión de «Bueno,
¿no viene?». Con cierto recelo todavía, crucé el puente antes que él.
Apenas habíamos llegado a la mitad cuando lo oímos venir, como un trueno.
Los rápidos pasos de Dllenahkh hicieron oscilar el puente, de modo que tropecé.
Me cogió el brazo un instante para sujetarme, y luego me instó a seguir con un ligero
empujón. El agua blanca corría por la pendiente con aterradora velocidad, hacia
nosotros. El pánico puso mis pies en movimiento mientras las tablas de madera
empezaban a temblar bajo mi peso. Sin renunciar a avanzar, vi con indefensa
fascinación cómo el agua rebasaba el puente, retorciéndolo y poniéndolo en vertical.
Recuerdo la caída. El peso de mi mochila me tiró inmediatamente de espaldas y
en horizontal. Miré entre mis pies la espuma blanca del agua que rompía, y vi a
Dllenahkh moverse a toda prisa, intentando cogerme, los dedos deslizándose por mi
pierna izquierda y deteniéndose por fin alrededor de mi tobillo. En su rostro no se
notaba ni el menor atisbo de ansiedad o sorpresa, así que tardé un momento en
advertir que también estaba cayendo, con un gran peso de agua a su espalda. Tiró de

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mí, agarró mi cinturón con la otra mano y tiró de nuevo, haciéndome girar. Entonces
miró más allá con expresión de intensa concentración y protegió mi cabeza
arrimándola contra su hombro.
Caímos. El agua está dura. Perdí el aliento, la memoria y, finalmente, la
consciencia.

Encontré de nuevo la consciencia en un sueño. Cabalgaba mi elefante a través de las


pobladas marismas, la seca sabana y un oscuro bosque verde. El animal se movía
lentamente, con fuerza, cada paso golpeando el suelo con solidez pero con
amabilidad. Bamboleándome con su paso, me incliné hacia delante de modo que mi
boca quedó cerca de la gigantesca oreja, que abanicaba lánguida.
«Eres morena, y de ojos dorados», le susurré a la bestia.
Me tendí boca abajo sobre la ancha espalda y le palmeé la enorme cabeza. Él alzó
la trompa y encontró mi cara sin verla para acariciar mis mejillas y mi frente con
suavidad. La piel de la punta de la trompa era suave, y se movía con destreza, como si
fuera una mano. Su aliento rodeó mi cara como una cálida brisa tropical. Sonreí. Me
sentía muy cómoda. Entonces el suave roce contra mi piel vibró extrañamente como
si se arrastrara sobre una zona más áspera que la piel de elefante, como si rascara un
rasguño desagradable. ¿Cuándo sucedió eso?
Me desperté, y quiero decir que desperté porque mis ojos estaban ya abiertos y
esperando que regresara la consciencia. En mi pómulo había una cicatriz a medio
curar. También había una mano cálida sobre mi cara. La agarré por instinto con la
mano izquierda y parpadeé y traté de enfocar. A menos de un metro de distancia,
tendido como yo en un fino camastro en el suelo, estaba Dllenahkh. Nos habían dado
túnicas de burdo lino y mantas ligeras de algún otro tejido que no pude identificar.
Dllenahkh tenía los ojos cerrados, su rostro completamente inexpresivo, pero era su
mano la que reposaba en mi cara. Cuando empecé a retirarme, en mi mente creció la
impresión de un ojo dorado que parpadeaba y se desvanecía.
—Espere.
Los ojos de Dllenahkh estaban todavía cerrados pero era su voz la que hablaba, la
voz de alguien cuyas cuerdas vocales llevaban horas sin utilizarse.
—Quédese quieta.
Dejé de moverme, dócil en mi modorra. Cálidos tentáculos se desenmarañaron de
mi sistema nervioso, y se retiraron suavemente pero con rapidez, como hojas de
sobresaltada mimosa. Fruncí el ceño, sintiendo su ausencia como el dolor acuciante
de un nombre familiar pero olvidado.
Dllenahkh se aclaró la garganta, se sentó poco a poco y dijo:
—Gracias.
Traté de hablar, me ahogué con la garganta seca y me limité a asentir.

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Él me miró adormilado, y luego contempló la habitación. Había una mesita baja
junto a una pared cercana con dos platos cubiertos, dos tazas y una olla. Lentamente
consiguió mover las piernas para sentarse sobre sus talones ante la mesa, sirvió las
tazas hasta arriba y me tendió una.
—Beba. Su cuerpo necesita agua y energía.
Cogí la taza con manos algo temblorosas y bebí en abundancia, apoyada en un
codo. Era un líquido amargo y dulce; no se parecía a nada que yo soliera beber, pero
lo apuré como si fuera la bebida más deliciosa del mundo.
Dllenahkh bebió despacio. Sus ojos escrutaron mi rostro y me miraron de arriba
abajo, como si me estuvieran catalogando.
—¿Cómo se encuentra? ¿Le duele algo?
Solté mi taza, me toqué la cicatriz de la mejilla, me palpé los brazos y costillas,
arqueé la espalda y flexioné los dedos de los pies.
—Creo que funciona todo. Un poco dolorida, pero es lo que cabe esperar cuando
recibes una paliza de agua y roca. ¿Y usted?
—Estoy bien —replicó él.
—¿Es a usted a quien debo darle las gracias por la rápida curación?
—En parte. Los adeptos me mostraron cómo establecer un vínculo con usted y
guiar su cuerpo en el proceso de curación.
Los adeptos. Interesante. Investigaría el tema a conciencia… después de aumentar
el nivel de azúcar en mi sangre. Apuré mi taza y me volví hacia la mesa para servirme
más, pero pronto me distrajeron los platos cubiertos. Cuando eché un vistazo no
encontré nada familiar, pero los aromas eran sutilmente tentadores. Descubrí un
plato y se lo ofrecí a Dllenahkh, en parte cortesía, en parte soborno.
—Cuéntemelo todo.
No podía recordar mucho después de aquel primer chapuzón helado, lo cual tal
vez fuese lo mejor, porque cuando Dllenahkh empezó a describir, aunque fuera de
forma concisa y carente de emoción, cómo nos había engullido la corriente
embravecida, empecé a estremecerme. No me cabe ninguna duda de que fueran
cuales fuesen mis heridas, habría acabado mucho peor si él no me hubiera protegido
de los impactos más duros. En cuanto a los adeptos, al parecer habíamos acabado en
uno de los legendarios templos a través de alguna caverna subterránea o un pasaje o
camino secreto que se ocultaba detrás o debajo de las cascadas. Quise sentirme
emocionada por qué un tópico tan hermoso cobrara vida, pero sobre todo sentía
hambre, estaba preocupada y muy insegura sobre el lugar donde habíamos
terminado. Esto no era un holovídeo clásico de Indiana Jones: era la vida real.
Dllenahkh no compartía esos resquemores.
—No entiendo cómo lo han conseguido, pero estos sabios poseen conocimientos
que superan los de la época en que los tasadiri debieron de llegar a Cygnus Beta.

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—¿Desarrollo paralelo de teorías y prácticas, tal vez? ¿Una especie de efecto
Newton-Leibniz?
Él reflexionó.
—Es una burda simplificación en exceso comparar el descubrimiento del cálculo
con la evolución de algunas de las técnicas de mente y meditación más sofisticadas
que ha visto la galaxia, pero comprendo su punto de vista. Tal vez ambas ramas de las
disciplinas ejemplifiquen una progresión natural del pensamiento sadiri.
—¿Cómo es que sabe ya tanto de ellos? —pregunté.
Dllenahkh apartó la mirada. No quería mentir, pero se notaba a la legua que no
quería responderme. Al final me dio una pista.
—¡Telepatía! Y tan fuerte que no se necesita el contacto físico para conversar. Eso
sí que es algo.
Dllenahkh sorbió su té e hizo un ruido que casi indicaba satisfacción.
—Han avanzado las disciplinas a un nivel que está aún más allá de lo que
conseguimos en los monasterios de Sadira.
—¿Irán a la colonia de sadiri que hay aquí, o a Nueva Sadira? —pregunté
taimadamente.
Él entornó un poco los ojos, aplacado su silencioso entusiasmo.
—No desean revelarse. Ni siquiera ahora.
—Bueno, eso no ayuda a nadie —suspiré, sintiéndome muy cansada—. ¿Hablarán
conmigo, o soy demasiado tonta como para que el esfuerzo merezca la pena?
Dllenahkh sonrió ante eso.
—Creo que saben cómo se encuentra. Estaba inconsciente cuando llegamos, y
apenas acaba de despertarse.
—Muy amable por su parte. Bueno, hágales saber de mi parte que una luz es más
útil en una montaña alta que debajo de un celemín. Y después de darles las gracias
por su hospitalidad, pregúnteles cuándo podemos volver a casa.
Hablé como si el equipo de la misión fuera «casa», y supongo que en eso se había
convertido a aquellas alturas.

Pasé en cama la mayor parte de ese día. Mientras dormía, Dllenahkh dejó la
habitación para alojarse en otra parte, así que me desperté sola en la oscuridad. Me
quedé acostada y en paz, escuchando el sonido del agua de lluvia (o tal vez fuera un
rocío nocturno muy intenso) que goteaba desde los aleros de fuera hasta que salió el
sol y llenó la habitación de luz. Minutos más tarde, llegó alguien: una chiquilla vestida
con una ligera túnica de lana, y el pelo tan corto que era una mera sombra sobre su
cuero cabelludo.
—Buenos días —dije en sadiri.
Ella parecía confusa y tímida.

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—Buenos días —respondió vacilante en mi dialecto local—. Le traeré agua para
que se lave, y su ropa para que pueda vestirse.
Comprendí que mi mochila debía de haber viajado conmigo cuando vi que la
ropa que me proporcionó no era la que llevaba puesta, sino la que había en el
equipaje. Cuando terminé mis sencillas abluciones con agua fría y me vestí, me llevó
varias cosas en cestas, las colocó ordenadas junto a una pared y se marchó.
—¡Magnífico! —dije primero, reconociendo los contenidos de mi mochila, ilesos
tras el chapuzón. Esos tipos del bosque sabían cómo diseñar el equipo adecuado.
—Maldita sea —dije a continuación. Había un bulto cuidadosamente envuelto
que, al desliarlo, reveló los múltiples fragmentos de mi palmar. Nada de enviar
mensajes rápidos. Hablando de lo cual, ¿dónde estaba mi comunicador?
Dllenahkh entró en mi habitación, sin duda en respuesta a mi grito de desazón.
—Eh, Dllenahkh —dije con alegría—. ¡Hay mujeres aquí! No puede ocultar este
tesoro a los otros sadiri. Pero me sorprende que sea una comunidad mixta. ¿Este tipo
de grupos no separan los sexos para que no se distraigan a la hora de filosofar, o algo
por el estilo?
Dllenahkh metió las manos por dentro de sus mangas, una acción que me llamó la
atención sobre el hecho de que ahora llevaba puesta una túnica muy similar a las de
estilo local.
—Como rara vez emplean los escudos entre sí, son conscientes de las mentes de
los otros, y la separación física no serviría a ningún propósito. En cambio, tienen una
sociedad integrada (célibes, solteros, parejas casadas y niños), todos en plena
comunicación telepática.
—¡Vaya forma de vivir! —exclamé—. Apuesto a que algunas zonas están
protegidas, como las viviendas de las parejas.
Antes de que pudiera reírme de mis propias palabras, vi que los labios de
Dllenahkh se torcían de un modo que me resultaba demasiado familiar.
—Comprendo —dije con sobriedad—. Tengo que dejar de reírme de las cosas.
Resultan ciertas con demasiada frecuencia como para resultar cómodas. Por cierto,
¿les ha preguntado cómo vamos a regresar?
—¿Ha desayunado ya? —preguntó.
—No —respondí, frunciendo el ceño—. ¿Acaba de esquivar mi pregunta?
—Preferiría discutirlo mientras desayunamos —replicó.
Él se sabía el camino. Mientras lo seguía, advertí que a pesar del silencio casi
absoluto del lugar, las pocas personas con las que nos encontramos nos saludaron de
manera verbal, a veces en sadiri, y a veces en mi propio dialecto. Los hombres
llevaban la cabeza rapada, y las mujeres solo se permitían una sombra, como la chica
que yo había visto antes. No todos llevaban túnicas, pero toda la ropa era de colores
vivos y de estilo sencillo. En contraste con esta uniformidad superficial, sus rostros y

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cuerpos eran sorprendente y variablemente expresivos, un recordatorio constante de
los miles de conversaciones en marcha que yo no podía oír.
Después de atravesar una especie de refectorio comunitario y recoger una bandeja
con fruta, cereales, guiso y té, nos dirigimos a un balcón que asomaba a un verde
barranco con una ventanita de cielo azul al fondo. Los árboles rezumaban humedad,
aunque la bruma del amanecer se disipaba rápidamente a medida que el día se
calentaba. La brisa era fresca, la vista asombrosa y la compañía… enigmática.
Dllenahkh hizo caso omiso de mis miradas inquisidoras y me instó a comer. Solo
cuando apenas quedaba en la mesa algo de té tibio se echó atrás ligeramente sobre sus
talones y pareció reflexionar.
—Una vez estuve íntimamente conectado con un monasterio de Sadira, lo que
ustedes llamarían un oblato. Aunque trabajaba como funcionario del gobierno y vivía
en una sociedad seglar, dedicaba el tiempo libre al estudio de la mente y su potencial.
Me olvidé de mi té ya frío y escuché con avidez. Nunca me había atrevido a
preguntar a mis sadiri sobre sus vidas antes del desastre, y aunque conocía a
Dllenahkh mejor que a ningún otro, todo mi conocimiento era reciente, de apenas un
año de antigüedad.
—He pasado el tiempo en Cygnus Beta del mismo modo. Trabajo en el gobierno
local de las colonias, y enseño las disciplinas a diversos niveles. Y, sobre todo porque
no puedo estar en todas partes, enseño a otros a enseñar.
—Me parece —dije en voz muy baja, odiando interrumpirlo— que es usted uno
de los sabios más avanzados de Cygnus Beta.
Él pareció reflexionar un instante.
—Diría que su afirmación es correcta, con una excepción. No he alcanzado los
niveles superiores, el desarrollo de la habilidad necesaria para pilotar una nave
mental.
—¿Puedo preguntar por qué no?
Él me miró como si la respuesta fuera obvia.
—Al contrario que los zhinuvianos, que se conectan y desconectan de su
tecnología con facilidad, los pilotos sadiri se vinculan tan solo con sus naves. No
deseo negarme el profundo vínculo que podría experimentarse en la conexión entre
mentes humanas.
Hizo una pausa y contempló el lejano trozo de cielo enmarcado por hojas y
enredaderas.
—Para mí, el haber encontrado este lugar es como haber encontrado un tesoro.
He preguntado si podemos marcharnos. No nos ponen ningún problema. Solo
requieren que dejemos atrás todo recuerdo de este lugar, para que pueda continuar
oculto.
Arrugué los labios. Por motivos obvios, los agujeros en la memoria no me hacían

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sentir cómoda, y sin embargo comprendía que mantener la seguridad de esa
comunidad era más importante que mis asuntos personales.
—Muy bien. ¿Cuándo podemos irnos?
Él me lanzó una mirada intensa.
—Pero ¿debemos irnos?
Me quedé de una pieza. Hablaba en serio.
—Dllenahkh, no puedo quedarme. Yo… Hay gente que depende de nuestro
regreso.
Él habló con brusquedad, casi interrumpiéndome.
—Aunque aprecio el hecho de que los cygnianos sean capaces de formar lazos en
un corto periodo de tiempo, creo que Tonio…
Lo interrumpí a mi vez, molesta por su estupidez.
—Estaba hablando de Rafi. Creo que incluso los sadiri comprenden las
responsabilidades familiares. ¿Y no cree que Joral depende también de usted?
—Joral comprende que puede confiar en la guía de cualquier sadiri mayor de
nuestra comunidad…
—Sí —dije, impaciente—, pero no será usted. Ustedes dos son como una familia,
¿sabe?
—Quedamos tan pocos que a todos los sadiri se nos puede considerar familia —
respondió él, tozudo.
—Entonces ¿por qué causarle dolor haciéndole creer que está muerto? —pregunté
con amabilidad.
Dllenahkh no dijo nada, pero vi un destello en su mirada que sugería que me
había anotado un punto. Tras un breve silencio, dijo:
—Como insiste usted en regresar, puede decirle que estoy vivo.
—¿Después de que me borren la memoria? —dije con sarcasmo.
Su expresión era decidida, y tal vez un poquito irritada.
—No olvidará esto. Yo me encargaré de ello.
Regresé a mi habitación y empaqueté mis cosas, incluso los trozos de palmar roto.
Cuando volví a salir, Dllenahkh estaba allí con un monje mayor que miró mi
disposición y sonrió con suavidad.
—Pocos eligen quedarse con nosotros. Es de esperar. No es una vida que pueda
comprender todo el mundo.
Sentí que algo más que la simple cortesía me obligaba a responder, y lo hice con
mi mejor sadiri ceremonial.
—Pocos están verdaderamente libres de las obligaciones y responsabilidades ante
los demás. De lo contrario se quedarían, aunque solo fuera durante un tiempo,
porque su armónica sociedad tranquiliza tanto la mente como el espíritu.
Él inclinó la cabeza en amable reconocimiento ante las palabras y la sinceridad.

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—Y sin embargo, me pregunto —continué, envalentonada por su amabilidad—
por qué su secreto es tan importante…, tanto como para alterar la mente de una
persona.
Dllenahkh empezó a fruncir el ceño, pensando sin tapujos que mis palabras eran
una falta de educación, pero el monje inclinó la cabeza a modo de disculpa, aceptando
la seriedad de la pregunta.
—Intentamos, una vez, abrirnos al mundo. Los efectos en la comunidad fueron
inquietantes. Verá, mucha gente creyó que nosotros éramos los Cuidadores y
empezaron a pedirnos más de lo que podíamos proporcionarles.
—Y no son ustedes…
—No somos los Cuidadores. No lo somos ahora, ni lo hemos sido nunca —
declaró él con solemnidad.
Contuve un suspiro de decepción. No tenía ningún sentimiento firme con
respecto al tema, pero sí la habitual curiosidad.
—Sus poderes son muy superiores a los nuestros —continuó.
—Entonces ¿los han visto? —pregunté rápidamente.
Él sonrió.
—Lo cierto es que no podría decirlo.
Nos condujo fuera del edificio, hasta un ordenado jardín de hierba verde, roca
oscura y bajos macizos de flores doradas. Un sendero de grava en el centro conducía a
un estanque liso como el cristal que parecía no tener más límite que el horizonte azul.
Sentí un pequeño arrebato de preocupación.
—¿No hay ningún otro camino más seguro? —preguntó Dllenahkh con
brusquedad.
—Ninguno que los de fuera puedan ver —fue la plácida respuesta.
Los monjes caminan sobre las aguas y vuelan a través de las copas de los árboles.
—Así que esto es lo que creo que es —dije con voz grave.
—Acaba de recuperarse. ¿Cómo pueden estar seguros de que es lo bastante fuerte?
—Dllenahkh se volvió de improviso hacia mí—. Delarua, quédese.
—No, Dllenahkh. Rafi, ¿recuerda? Joral. Qeturah. Incluso mi hermana María, que
tal vez querría verme muerta. Y, sí, incluso Tonio, a quien conozco desde hace dos
semanas.
—Entonces voy con usted —declaró.
—No —sacudí la cabeza—. No haga esto, no me haga sentir que me interpongo
entre usted y su sueño.
Su mirada resuelta me dijo que ya se había decidido.
—Si se me permite, regresaré algún día, después de haber completado mi misión.
Tenía razón, Delarua. Hay gente que depende de nuestro regreso, y fue un error por
mi parte convencerme de lo contrario.

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Miré al monje. Estaba allí de pie, observándonos, tan poco sorprendido como si
hubiera conocido la decisión final de Dllenahkh antes que él mismo. Solté un gran
suspiro de alivio.
—Bueno, entonces ¿a qué estamos esperando? —dije con una sonrisa—. Vaya a
por sus cosas.
Recorrí el jardín con el monje mientras Dllenahkh se marchaba. Sé que tuvimos
una buena y profunda conversación, porque me sentí animada al final, y he aprendido
a confiar en mis emociones. Debió de cuidarse particularmente de eliminar todo
rastro de mi presencia de su mente, porque no puedo recordar nada de lo que
hablamos. Sí me acuerdo de cuando regresó Dllenahkh, ataviado una vez más como
un miembro de la misión. Mi mente sentía un claro, como si alguien hubiera tocado
una sola gota de aceite y esta se hubiera extendido, y hecho retroceder a las demás
influencias.
Miré al monje, consciente de ello, pero necesitando oír que lo dijera. Sonrió y
señaló el estanque.
—Camine sobre las aguas. Vuele a través de las copas de los árboles. Adiós.
Fans de los holovídeos de Indiana Jones, moríos de envidia. No caminamos:
corrimos. Nuestros pies golpearon firmemente el agua, se posaron de forma
imposible y nos impulsaron hasta el horizonte al otro lado del estanque. Nos topamos
con un elemento que debería de habernos destruido: aire con una brisa demasiado
ligera para que los que no tenemos alas podamos esperar nada.
Y, sin embargo, volamos.
Surcamos el estrecho valle, siguiendo la línea del río como si fuera una flecha
hasta nuestro destino. Me sentí tentada de mirar atrás para ver si había una fila de
figuras ataviadas con túnicas más allá del borde del estanque, dirigiéndonos
suavemente hacia casa, pero supe que era solo una tonta imagen cinematográfica, tal
vez un recuerdo de algún antiguo holovídeo. Así que miré hacia delante asombrada,
viendo la clase de vista a ojo de pájaro del paisaje que ni siquiera una lanzadera puede
proporcionar.
Algunas personas, por supuesto, tienen que demostrar que no hay nada capaz de
asombrarlas.
—La telequinesis es una consecuencia natural del desarrollo psiónico intensivo —
observó después de un par de minutos.
—¡Cállese! ¡Lo está estropeando! —grité. (Puede que también chillara «uaaala» en
algún momento. No admito nada).
Por suave que fue nuestro descenso, mientras nos acercábamos al agua empecé a
advertir algo.
—Creo que vamos a mojarnos otra vez… ¡Aughhhhh!
Pero solo fue hasta las rodillas, y la corriente era suave en comparación con la

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anterior. Mientras chapoteábamos hasta la orilla más cercana, pesados y anclados en
la tierra una vez más, oí el sonido más hermoso del mundo, el trino de mi
comunicador perdido, que surgía milagrosamente del bolsillo de Dllenahkh. Tuvo la
decencia de parecer ligeramente avergonzado mientras lo sacaba de su escondite y
respondía a la llamada de emergencia automática. Cuando desconectó, tendí
acusadora la mano, pensando en mi palmar convenientemente destrozado. Él me
puso el comunicador en la mano con una sonrisita de pesar que me hizo aplacarme.
—Él tenía razón. No había ningún motivo para preocuparse por mí. Podría
haberse quedado allí —admití.
—Creo que actué de la manera adecuada —replicó él, la sonrisa y el pesar
borrados de sus rasgos—. A estas alturas no serviría de nada tener una dualidad de
lealtades.
Quise creerlo, así que dejé correr el asunto antes de que pudiera convencerme de
lo contrario. Después de eso, lo único que hizo falta fue encontrar un claro adecuado
para las lanzaderas y sentarnos a esperar.
La reunión estuvo muy bien. Nos dimos los abrazos de rigor (¡algunos de
nosotros, al menos!), y sentimos el alivio mutuo y la felicidad de estar en casa sanos y
salvos. Solo Qeturah parecía sombría y casi al borde de las lágrimas, y me dio la
impresión de que debía de haberse convencido a sí misma de que era la responsable
de habernos enviado a la muerte. Le dirigí un pequeño gesto con la cabeza, para
castigarla por haber pensado esas tonterías. Sin embargo, resultó que tenía otras cosas
en mente.
—Alguien espera para hablar contigo por el comunicador de la lanzadera —me
dijo.
Me animé aún más. ¡Rafi! Di una excusa apresurada, corrí a la lanzadera y encendí
rápidamente el monitor.
—Grace.
Los ojos de María parecían hinchados, como si hubiera estado llorando y pudiera
empezar a hacerlo de nuevo de un momento a otro.
—Hola, María —dije vacilante. En realidad no tenía ni idea de qué decir.
Ella sonrió débilmente.
—Me alegro de verte viva y bien.
Le dirigí una pequeña sonrisa que no era del todo amable.
—¿Creías que estaba muerta?
La aflicción que asomó en su rostro me convenció: lo había deseado. Suspiré y
aparté la mirada, las lágrimas picándome en los ojos.
—Mira, yo…
—Grace, por favor…
Dejamos de hablar.

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—Tú primero —dije por fin.
—De acuerdo —respondió ella, y tomó una gran bocanada de aire, preparándose
—. Yo… Todavía nos queda un largo camino por delante, a Gracie y a mí. La
influencia duró tanto tiempo que no pueden volver a poner las cosas tal como
estaban. Pero Rafi está bien. Él es… más parecido a ti. Grace, tienes que prometerme
que si no puedo cuidar de él, si intentan quitármelo, te encargarás de cuidarlo. Serás
su tutora. Firmaré lo que haga falta. Solo quiero que esté con la familia.
—Por supuesto, María —dije. Las lágrimas corrían ahora libremente—. Por
supuesto.
Hablamos durante unos cuantos minutos más. Le dije que le enviaría muy pronto
un mensaje a Rafi. Le pedí disculpas por no haber hecho más. Ella me dijo que no
fuera tonta, e incluso pareció que lo decía en serio.
Dejé el monitor con los ojos rojos pero la cara seca. Entonces vi a Tonio fuera y
comprendí que tenía que prepararme para otro encuentro.
Él se comportó a la perfección. Me cogió de la mano y me llevó a un lugar
apartado bajo el dosel del bosque. Se sentó en un tronco caído y me colocó
amablemente sobre su regazo. De manera inesperada, en contraste con su rostro
tranquilo, sus emociones cantaron contra las mías en una cacofonía mutua de alegría
y pesar entremezclados. Tal vez los dos estábamos un poco mareados, un poco
susceptibles al melodrama del momento. O tal vez no.
—Eh, para —dije, tragándome mis propias lágrimas—. Haces tanto ruido que los
sadiri te van a oír.
Él me dirigió una mirada de inocencia, los ojos muy abiertos.
—Tal vez estás proyectando tus sentimientos hacia mí.
—Si eso es cierto, entonces deja el «tal vez» y dímelo directamente —lo desafié—.
Hum. No lo creo —añadí mientras él apartaba la mirada un instante con una sonrisa
triste.
—Hemos tenido demasiado poco tiempo, tú y yo —dijo en voz baja—. Y ahora tú
te vas por ahí —señaló el bosque—, y yo regreso por allí —y miró en dirección de la
sabana—. Y eso es todo.
—¿No hay ningún chiste? —dije sin aliento—. ¿Ningún comentario animado para
hacerlo más fácil?
Me dirigió una media sonrisa, tocando mi mejilla suavemente con el dorso de la
mano.
—No quiero que sea fácil. Quiero la verdad.
—Entonces… esto —y le di un suave beso en los labios— no es fácil, pero es
verdad.
Apretó su frente contra la mía, y luego me besó, con un beso tan breve como
había sido el mío, pero mucho más intenso.

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—Merece la pena —dijo con un suspiro.
Lo sé. Tal vez no fue una gran pasión según los baremos habituales, pero ¿puede
comprender alguien lo que significó para mí? Captar, aunque fuera un momento, el
interés y la atención de un hombre que era lo bastante fuerte como para alejarse de
mí, y lo bastante fuerte como para dejar que me alejara de él… Tal vez sea exagerado
decir que curó algo en mí, pero por algo se empieza.

Esta aventura tiene un pequeño epílogo. Dos semanas más tarde, después de que
dejáramos la zona, Qeturah les informó a Dllenahkh y Joral de que una remota aldea
de las tierras altas del bosque había hecho un esfuerzo inaudito por contactar con las
autoridades del Gobierno Central.
—Parece que se han enterado de la existencia de su misión para hallar esposas
tasadiri para sus colonos, y les impresiona su valor. Han enviado muestras genéricas
como prueba de su disponibilidad y desean enviar una delegación de mujeres al
asentamiento de Tlaxce.
—¡Eso es maravilloso! —exclamé—. No me sorprendería si…
Sí, iba a decirlo. Iba a empezar a hablar del lugar en el que había estado y de la
gente que había visto, y las cosas que se suponía que debía mantener en secreto. En
cambio, mi voz se apagó y me atraganté, la boca se me cerró y los dientes se cerraron
tan rápido que me mordí la punta de la lengua. Lian me dirigió una mirada extrañada,
pero por lo demás nadie más reparó en mi extraño arrebato de tos. Dllenahkh, que
advirtió con preocupación y compasión mi súbito silencio y las lágrimas en mis ojos,
se me acercó después de la reunión.
—Puede que se me haya pasado por alto mencionar que la orden que nos han
dado de no decirle nada a los demás sobre este asunto es demasiado tajante como
para que yo pueda eliminarla —dijo en voz baja.
—No me diga —respondí, y traté de mirarme la lengua extendida.
—Pero su deducción es correcta. Me alegra que hayan encontrado un modo de
reconocer nuestra necesidad sin comprometer su modo de vida.
Las palabras eran neutrales, y el tono tranquilo, pero sus ojos chispeaban de
triunfo.
Le sonreí.
—Tengo algo para usted.
Busqué en uno de mis bolsillos. Estaba en un puñado de tonterías que había
cogido para los hijos de Gilda, pero por algún motivo no lo había enviado con el
resto.
—Nunca he llegado a agradecerle como es debido el hecho de que me salvara la
vida y me curara y me trajera a salvo de regreso. Así que… tome.
Divertido, cogió el pequeño objeto marrón. Entonces su gesto se torció.

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—Altamente inadecuado. Le doy las gracias. Es bueno tener a alguien con quien
pueda recordar esto.
Se colocó gravemente el elefante de teca en el cuello de su túnica y le dio una
palmadita de satisfacción que me recordó mi propia forma de tratar con las versiones
de tamaño natural de la vida real.

Hora cero más un año, dos meses y veinticuatro días


Algunas mañanas, inspirados por el buen tiempo y el excepcional escenario, los
cuatro meditaban juntos. En los días inmediatamente posteriores al regreso del
monasterio oculto, las sesiones comunales se hicieron más frecuentes, quizá por el
alivio y la gratitud por haber regresado. Para Dllenahkh, era más: ahora podía sentir
las conexiones latentes que los llevarían a esa comunicación más profunda
compartida por la gente del monasterio. Eliminaba la nostalgia agridulce del antiguo
ritual familiar y la sustituía por la nueva emoción de que esto es en lo que nos
convertiremos.
Un día, la comandante Nasiha se quedó a hablar con él después de la meditación.
—He estado pensando —dijo—. Delarua podría beneficiarse de algunas de las
técnicas de las disciplinas básicas.
Encantado de que ella hubiera expresado sus propios pensamientos más íntimos,
Dllenahkh respondió al momento:
—Es una sugerencia excelente. ¿Cuándo empezarán?
Ella asintió brevemente, reconociendo a regañadientes el cumplido y el truco, le
dirigió su habitual mirada ceñuda e insistió.
—Los dos sabemos que está usted mucho mejor cualificado para entrenarla.
—Eso podría considerarse un conflicto de intereses —observó él.
Ella no mostró ninguna expresión en su rostro, algo tan malo como una risotada
estentórea.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso?
Dllenahkh se explicó con paciencia.
—No quiero que se me considere otro Ioan.
Ella parpadeó, sorprendida.
—¡Consejero! Yo no pretendía…
Ni yo tampoco. Dllenahkh trató de explicarse sin comprometer la seguridad de su
lengua domada.
—Por supuesto, pero sigue quedando el hecho de que ella puede confiar en mí
mientras sigamos siendo colegas e iguales. Convertirme en su maestro cambiaría el
equilibrio de poder, y preferiría no perder su amistad.
Pues ya he hecho demasiado para alterar ese equilibrio. Se sintió aliviado por no
poder decir lo que había hecho, porque pese a todas sus buenas intenciones, se notaba

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extrañamente cerca al filo de la culpa. Curar a Delarua había sido inesperadamente
abrumador, debido en parte, sin duda, a la emoción de aprender una nueva habilidad,
casi milagrosa, pero también quizá debido a la trascendencia de vincularse con una
nave mental y sentir los huesos, tendones y nervios de otro ser, no como un amo de
marionetas, sino como un bailarín en sincronía con una pareja, capaz de sugerir el
movimiento con una leve presión de comunicación silenciosa e invisible.
—Yo le enseñaré —dijo Nasiha con una firmeza que fue casi tan buena como un
juramento.
—Gracias, comandante. Si puedo hacerle una sugerencia, sea sutil. Puede que
Delarua parezca intrépida, pero no le cuesta nada dar marcha atrás si se siente
presionada.
—Tendré cuidado, consejero —prometió Nasiha.

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La reina hada

Su cabello era una nube de gomaespuma plateada que crecía desde las sienes en rizos
diminutos y suaves, y luego se expandía hacia arriba y hacia fuera con feroz gloria.
Pocas coronas de estilo tradicional podían abarcarlo, pero no hacía falta ninguna
cuando los diamantes de todos los colores, rosas y blancos y dorados, chispeaban
libremente a través de sus trenzas, y transformaban la nube en una nebulosa
estrellada. Sus cejas eran doradas y de forma perfecta, cada una un arco gentil y
delicado. Oscuras pupilas destacaban en unos iris de color gris mar; largas pestañas
marrón claro lo enmarcaban todo con una humedad ensoñadora. Su expresión era
ajena a lo que pudiera haber de corriente en los demás, y comprendía su deseo natural
de adorarla. Los esbeltos miembros conferían elegancia a su pose: la misma finura de
sus huesos atraía la mirada hacia sus líneas y sutiles curvas. Su piel desafiaba el
sentido común, pues combinaban la transparencia con un tinte ambarino, y revelaban
una intrincada red de venas bajo la piel más pálida del interior de su brazo. Habría
hecho llorar a un artista, porque ni el pincel ni la pintura le habrían hecho justicia.
Un catálogo de mis propios defectos empezó a desplegarse en mi mente. La
textura irregular de mi pelo, cuya incapacidad para decidir si rizarse u ondular
significaba que un rapado bien corto era la mejor de un puñado de malas opciones. El
mundano marrón de ese mismo pelo. Cejas anchas y planas que enmarcaban con
fuerza mi cara, y ojos que necesitaban la ayuda del kohl para resaltar. Huesos gruesos
y músculos que hablaban más de robustez que de gracia (¡ah, la ironía!). Piel marrón
cedro que podría haber sido aceptable de no ser por la leve sombra de pecas en mi
nariz y mejillas.
Ah, eso es. Me consolé. Teníamos más o menos la misma nariz, un feliz término
medio que no era ni grande ni pequeña, ni ancha ni puntiaguda, solo bien
proporcionada y unida armoniosamente a la frente con una suave depresión. Me
aferré a la imagen de mi nariz y traté de sentir confianza mientras la miraba con
altanería… en la medida en que era posible mirar con altanería a alguien que está
sentada en un trono elevado en un estrado.
—La Misión de Visita de Tlaxce del Gobierno Central de Cygnus Beta le da las
gracias a Su Majestad por su amable invitación, y desea aprovechar la oportunidad
para renovarle a la Corte Bendita la confirmación de su más alta consideración.

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Lo impresionante no era el elevado lenguaje diplomático. Era el hecho de que
pudiera resucitar lo suficiente de mi cymraeg para decir todo aquello sin que hubiera
pausas ni tartamudeos.
La Reina Hada inclinó graciosamente la cabeza.
—Sed bienvenidos —dijo.
Todo había sido maravillosamente mundano durante casi tres semanas, justo lo
que yo necesitaba después de la emoción que me había producido la caída por la
cascada. Habíamos volado al sur con la lanzadera y habíamos recorrido las granjas,
visitando asentamientos con poca humanidad y abundancia de rumiantes. Puede que
incluso mirara un par de veces hacia la gris linde de las montañas boscosas al oeste.
Puede que incluso dudara un poco, pero cuando Qeturah me dijo que habíamos
obtenido permiso para ir a Faerie, mi reacción inmediata fue que se trataba de una
Mala Idea con M e I mayúsculas, porque que me zurzan si iba a explicarles a los sadiri
cómo una comunidad de los suyos había renunciado del todo a su propia cultura para
actualizar un oscuro mito terrestre. Pero el trabajo era el trabajo, así que acepté e hice
lo que buenamente pude.
—Los informes son difusos. Faerie lleva cerrada más de un siglo porque los
visitantes la trataban como si fuera un parque temático —los visitantes listos, pensé
cínicamente para mí—. Pero dicen que, durante siglos, poblaron esta tierra dos clanes
tasadiri que estaban en guerra constante. Habían soportado una racha
particularmente mala de hostilidades cuando un extraño cygniano apareció con una
intrigante solución a su problema. Como la causa principal de su guerra era la
cuestión de qué rituales y dialectos de qué clan deberían tomar precedencia, se
alcanzó el compromiso de que ambos clanes aprendieran una identidad
completamente nueva.
Tarik se mostró incrédulo.
—Esto no tiene sentido. ¿Quiere decir que dos tribus tasadiri abandonaron
milenios de tradición a cambio de convertirse en una sociedad extraída de cuentos y
escritos ficticios?
—Me temo que así es —respondí, intentando no sonreír ante su expresión de
asombro.
En realidad, resultaba una creencia bastante seductora. Longevos, superiores y
mentalmente dominantes sobre los más débiles terrestres, los elfos eran claramente
un indicativo de alguna visita sadiri encubierta a la Tierra antes del embargo. Si estás
algo chalado, claro.
—¿Quién fue el cygniano que les enseñó esto? —preguntó Dllenahkh.
—Un académico mochales descendiente de los druidas de Ynys Môn que se
dedicó a conocer todas las manifestaciones antiguas y modernas de la cultura celta.
Dicen que sus antepasados fundaron Nueva Camelot. No lo sé. A decir verdad, todo

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esto me parece un poco tonto, pero han oído hablar de nosotros y nos han invitado,
así que no podemos decir que no.
Por suerte, había hecho que sus expectativas fueran tan bajas que cuando la
lanzadera se posó en el calvero de una colina rodeada de árboles, nos sentimos
aliviados al ser recibidos por cygnianos corrientes vestidos de forma contemporánea y
con el pelo solo ligeramente brillante, congregados como comité de bienvenida
alrededor del trono de la reina. Sin embargo, se aferraron con firmeza a su propio
lenguaje, hasta que Tarik pudiera poner en marcha un programa traductor. Eso
significa que solo su segura servidora podía ser el principal conducto de
comunicación de nuestro bando.
La Reina Hada era elocuente pero algo loca, y eso dificultaba la traducción.
Después de descender del estrado para saludar a la directora con solemnidad, dedicó
su atención al resto del equipo a medida que se iban haciendo las presentaciones. Al
principio, asintió rutinariamente ante cada nombre, pero luego empezó a caminar
entre nosotros, su alta y esbelta figura a la vez imponente y frágil. Lian se ganó una
mirada atenta, y Nasiha otro grave asentimiento, pero ante Fergus se detuvo a
reflexionar. Con una mirada de reojo a Qeturah, murmuró: «Probablemente de ella»,
y continuó hacia Joral. Tomó al pobre joven por la barbilla, lo examinó y proclamó:
—Joven.
Y pasó a Tarik. Nasiha, que era más rápida para estas cosas que ninguno de
nosotros, cogió la mano de su marido y miró desafiante a la mujer, que se limitó a
sonreír y se detuvo ante Dllenahkh. Sin dejar de mirarlo, me llamó.
—¿Representas a los sadiri recién llegados a Cygnus Beta? —le preguntó.
Yo traduje, y Dllenahkh asintió.
—Así es, majestad.
Ella era unos tres centímetros más alta que él, sin contar los quince centímetros
que eran solo cabello, pero él era tres veces más ancho, e igual de pagado de sí mismo.
De pronto la reina sonrió majestuosa, como si se dignara a reconocerlo como un
igual.
—Os hablaré —declaró—. Y tú —se dirigió a mí, todavía sin mirarme—
traducirás. Los demás tenéis libertad para instalaros en la Corte Bendita hasta que
hayamos terminado de debatir.
Repetí sus palabras en estándar para beneficio del equipo, mirando ansiosa a
Qeturah. Ella sonrió tranquila, pero sus ojos indicaron cautela cuando dijo:
—Dígale que de acuerdo con las prácticas del gobierno nos gustaría establecer
nuestro refugio cerca de la lanzadera.
La reina se escandalizó ante la idea.
—¡Tonterías! —dijo, mirando a Qeturah como si estuviera a la vez loca y fuera
descortés—. Es demasiado peligroso alojarse en el suelo de noche. Os hemos

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preparado alojamientos.
La mirada de Qeturah siguió la mano con la que señalaba, para ver las pasarelas en
las alturas de los enormes árboles donde plataformas de madera abarcaban ramas y
rodeaban troncos en una enorme ciudad arbórea.
—Transmita nuestro agradecimiento, primera oficial Delarua —dijo, sin aliento.
Nuestra plataforma (o t’bren, como la llamaban) no tenía barandillas, algo que no
parecía preocupar a nadie más que a nosotros, pero nos ofrecieron unas redes de
cuerdas para atarlas sobre y alrededor de nuestras camas, quizá como forma de
contener a los sonámbulos. Tuve cuidado con la mía esa primera noche, la enganché a
una rama superior y la até bajo la cama.
Eso hizo que despertarme de pronto en mitad de la noche fuera aún más
emocionante cuando me vi atrapada en la red.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
El grave murmullo de respuesta de Fergus fue lento y tranquilizador.
—Alguien intenta entrar en la lanzadera. Lian y yo vamos a comprobarlo.
Vacilé, luego me zafé de la red con un último esfuerzo y me abrí paso hasta el
borde. Una mano se posó sobre mi espalda, otra contuvo mi sobresalto y mi grito y
una voz susurró en cymraeg:
—Quédese.
Tal vez se tratase de alguien a quien habíamos visto durante el día, pero la noche
era oscura y todas las caras difusas. Tal vez la única persona que destacaría sería la
reina, con su pelo brillante.
—¿Qué es? —susurró—. ¿Lo sabe?
—Malignos —fue la respuesta, en un susurro.
Durante un segundo me sentí aturdida, y luego sonreí.
—Ah. Los malos.
—Sí. Dominan la tierra de noche, y se meten bajo tierra al amanecer. No suben a
las copas de nuestros árboles, y nosotros no descendemos a sus cuevas. Así
conservamos cierta medida de paz.
—Creía que el objetivo de convertirse en elfos era detener el conflicto.
La mano en mi espalda cambió, como si vibrara de risa.
—Ya se lo contaré mañana. Es una buena historia.
—Pero ¿quién es usted? ¿Cómo lo reconoceré a la luz del día?
—Soy el contador de cuentos y el cantor de canciones. Usted será una buena
canción, puedo sentirlo. ¿Cuál es el suyo?
La desconexión de pensamiento y habla parecía ser una tendencia élfica, pero lo
comprendí cuando una mano en sombras señaló a los del resto del grupo, que estaban
despiertos y hablaban en voz baja por sus comunicadores y entre sí.
—Tarik y Nasiha son marido y mujer. El resto… solo nos pertenecemos a

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nosotros mismos.
—Ah —hubo un atisbo de humor en la respuesta, y me pregunté demasiado tarde
hasta qué punto eran fuertes aquellos elfos en telepatía y empatía. Me senté y puse
algo de distancia entre mí misma y el extraño elfo de mano demasiado amistosa.
—Ahí vienen sus guardias —dijo el cantor y contador de historias y, en efecto,
Fergus y Lian regresaban.
—Las alarmas del perímetro los espantaron —dijo Fergus—. Alguien probó un
débil truco mental con nosotros, pero no prendió.
Expliqué rápidamente lo poco que había aprendido.
—Eso no resulta tranquilizador —dijo Qeturah con tono preocupado en la voz—.
¿Recuerdan la leyenda del encantamiento de los elfos? Permanezcamos juntos todo lo
que sea posible y estemos alerta ante su influencia.
Terminado el peligro inmediato, los sadiri no tardaron en dedicarse a descansar
con su habitual parquedad. Qeturah se llevó aparte a Lian para conversar en privado.
Había pocas posibilidades de que yo me durmiera de inmediato, con toda la
adrenalina que había corrido en los últimos minutos, así que me acerqué a Fergus.
Estaba guardando parte de su equipo y, como de costumbre, me hacía caso omiso con
amabilidad. Hacía tiempo que había descubierto que para un hombre como él, que no
hablaba a menos que fuera necesario, yo era una pesadilla ambulante.
—Estoy un poco sorprendida —empecé a decir, ajustando mi voz para que
cuadrara con su medida cadencia, esperando no sobresaltarlo ni molestarlo—.
Algunos de los tasadiri con quienes nos hemos encontrado… Bueno, una cosa es no
tener las disciplinas mentales, pero parecen casi… incivilizados.
Hubo un momento de silencio mientras él se detenía un momento en su trabajo.
—¿Está bromeando? —dijo por fin, cauto.
Yo me sorprendí.
—No. ¿Qué he dicho?
—Ahora tienen todo tipo de maneras de reformar a los criminales, pero ¿qué cree
que solían hacer los sadiri con sus delincuentes en los viejos tiempos?
Me quedé muda. La idea de que hubiera sadiri capaces de quebrantar la ley no se
me había pasado por la cabeza. El perpetuo estereotipo del sadiri superior y juicioso
estaba demasiado arraigado, incluso en mí.
—Los expulsaban del planeta, rápido y lejos. Un montón de sus supuestas
avanzadillas científicas y retiros religiosos no eran más que sitios donde arrojar a los
indeseables, gente que no encajaba. Lo irónico es que funcionó para bien. Lástima que
la demografía esté tan torcida.
Resoplé muy despacio.
—¿Me está diciendo que entre los sadiri que sobrevivieron hay diplomáticos y
jueces, pilotos y científicos, monjes y monjas y… presidiarios?

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—Sí. Casi dan ganas de echarse a reír, ¿verdad?
Me sentí como una idiota. Cierto, mi especialidad era la cultura y el lenguaje
cygniano, pero llevaba unos meses orgullosa de estar convirtiéndome en una especie
de experta en asuntos sadiri.
—¿Cómo es que sabe todo esto? —pregunté, algo picada.
—Trabajé en la Patrulla Galáctica —replicó él—. He estado en muchos sitios,
incluido Ain. Hay un montón de historias interesantes sobre cómo se fundó Ain, pero
creo que está claro.
—¿Ah, sí?
Me pareció saber lo que iba a decir. Las diferencias políticas surgen, siguen los
conflictos y la facción más aventurera se marcha a un nuevo mundo de su elección…
o la perdedora es expulsada. Esa era la historia de Punartam, y qué versión conocías
dependía de que la persona que te contara la historia fuera de Punartam o de
Ntshune.
—Prisión colonial para los peores delincuentes. Tal vez gente como su… —se
detuvo y se envaró.
—Como Ioan —dije, mientras mi estómago se hundía como si el árbol hubiera
quitado de pronto su apoyo bajo nuestros pies.
—Algo así —respondió él, de nuevo cauto. Tal vez temía que yo fuera a darle
confianza o a echarme a llorar—. Váyase a dormir —concluyó con brusquedad—. No
puedo hacer guardia si la gente me da la lata toda la noche.

Empecé a temerme que la abrumadora presencia de la reina se sustentara en el


encantamiento. Los seguí a Dllenahkh y a ella a la mañana siguiente mientras
paseaban a la suave luz bajo los árboles y él le hablaba de Sadira, Nueva Sadira y el
asentamiento sadiri en Tlaxce. Mientras traducía, sondeé ausente mis emociones pero
no encontré nada raro.
Después de que ella nos despidiera y se marchara con su pequeño séquito, le
pregunté a Dllenahkh directamente.
—¿Qué le parece la reina?
—Cautelosa —respondió él—. Está claro que ha oído informes, pero no da nada
por hecho y espera que lo confirme. Una aproximación muy científica.
—Bueno, sí, pero ¿hay algo más? ¿Cómo cree que es?
Él alzó una ceja, ligeramente sorprendido.
—Aburrida. Solitaria.
—¿Le parece hermosa? —pregunté por fin.
—Ah —dijo él, comprendiendo por fin—. Le preocupa la posibilidad del
encantamiento. No, no usa ninguno.
—Bueno, si alguno de nosotros pudiera notarlo, sería usted —gruñí—. Hágame

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un favor. En cuanto tenga ocasión, pregúntele por la Corte Maligna.
Esa noche nos invitaron a una cena formal. No pude evitar sonreír ante la
disposición de los asientos. A Qeturah le ofrecieron un diván en un estrado más
pequeño con Lian y Fergus cerca, y los elfos que la atendían eran sobre todo
masculinos y… bueno… muy apuestos. Nasiha recibió el estrado más pequeño con
Tarik a su lado, Joral un poco más abajo y, de nuevo, algunos asistentes muy apuestos.
Yo no tuve esa suerte. Tal vez esa sociedad matriarcal requería que tuviera al menos
un varón propio para recibir tratamiento especial, o quizás era todavía demasiado útil
como traductora. Estaba un poco por detrás de Dllenahkh, que se sentaba a la derecha
de la reina. Por el lado positivo, parecía que los asistentes más atractivos habían sido
reservados para el estrado de la reina, así que durante las pausas en la conversación
me entretuve clasificándolos. Uno de ellos, un ocho con cinco en mi escala, tañía
tranquilamente un instrumento de cuerda que parecía una cítara. Me vio y sonrió.
Mis ojos se ensancharon y le dio al sorprendido Dllenahkh un codazo en las costillas.
—¡Rápido! ¡Pregúntele por la Corte Maligna! —susurré.
Así lo hizo él, formando solo una mueca de desaprobación con la comisura de los
labios para reprenderme por mi conducta, y yo traduje con diligencia. Los ojos de la
reina pasaron de la pereza a la furia durante un instante, pero al momento recuperó la
calma.
—Es cierto —dijo—. Parece que la guerra, cuando se la priva de una razón, se
limita a buscarse otra. Seguimos siendo un pueblo dividido, tras haber seleccionado
diferentes aspectos de la leyenda para encarnarlos. Y sin embargo, es mejor que antes.
—¿Cómo es eso, majestad? —preguntó Dllenahkh.
Con una palmada, ella llamó la atención del trovador.
—Cuéntales una historia de los Días Antiguos, la de la mujer de los tres hijos.
El trovador soltó su instrumento, se puso en pie y se dirigió a la corte con una
meliflua voz de tenor.
—Una mujer tenía tres hijos, y cuando estos crecieron, el primero se dirigió a ella
y le dijo: «Mamá, amo a una chica y quiero casarme con ella». Ella le respondió:
«Hijo, eso alegra mi corazón, pero ¿a qué linaje pertenece?». «Ay, mamá», le dijo él,
«es medio terrestre». La madre se encogió de hombros y sacudió la cabeza y dijo: «Es
una tragedia, pero lo soportaré».
»El segundo hijo fue a verla poco después para informarla de su deseo de casarse
y, peor todavía, de que la esposa que había elegido era medio terrestre y medio
ntshune, sin nada de tasadiri en ella. Pero una vez más la madre se encogió de
hombros, sacudió la cabeza y dijo: “Es una tragedia, pero lo soportaré”.
»Por último, el tercer hijo fue a verla, y le dijo que estaba prometido. Cuando ella
le preguntó por el linaje de la chica, él respondió ufano: “Es toda sadiri, mamá”.
“Maravillosa noticia”, exclamó la madre. “¿De qué familia?”. “Es del Otro clan”,

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confesó él. Y entonces su madre se levantó con un cuchillo y lo mató sin mediar
palabra.
El bardo esperó a que yo terminara de traducir, y luego dijo en voz baja, solo para
que yo pudiera oírlo:
—Espero que lo hayas traducido bien. Es una de mis mejores historias, heredada
de mi abuela.
—¿Cuento, o historia familiar? —murmuré burlona como respuesta.
Él se limitó a sonreír de manera enigmática.
—Los conflictos son menos intensos y menos sangrientos que antes. Algunos lo
achacan a la mezcla de nuestra sangre, y otros a nuestras nuevas tradiciones —dijo la
reina.
—Y algunos dicen que hay un tercer motivo —murmuró el bardo mientras
regresaba a su instrumento.
—Paz, niño, todo a su debido tiempo. Lo que mi impertinente bisnieto desea que
os cuente es que algunas de las mujeres de la Corte Maligna son longevas, sobre todo
las mujeres de mi Casa. —La reina miró a sus ayudantes. De repente, su devoción y su
aire divino habían dejado de parecer gratuitos.
—En muchas culturas se considera descortés preguntarle la edad a una mujer —
dijo Dllenahkh—. Si puedo pedirle perdón de antemano, ¿querría satisfacer mi
curiosidad?
Tuve cuidado de traducir el elegante entramado de la pregunta de Dllenahkh.
Creo que lo conseguí, pues la reina le sonrió y dijo con donaire:
—Tengo casi trescientos cuarenta y siete años estándar.
—La ley cygniana prohíbe extender el lapso de la vida por medios genéticos —
advirtió Qeturah—. Es una proposición arriesgada, con resultados irregulares.
La reina se encogió de hombros.
—Lo que se hizo, se hizo hace mucho tiempo. ¿Pretendíamos quizá restaurar los
años que la mezcla de nuestra sangre nos ha quitado? Y, sí, los resultados son
irregulares, como pueden atestiguar. Pero ha proporcionado un núcleo de estabilidad
en nuestra sociedad.
—Es una tierra de auténticas matriarcas. ¿Por eso no hay ningún rey en su corte?
—inquirió Dllenahkh.
La reina pareció encantada con aquella pregunta.
—Hubo dos en el pasado, pero ahora sigo el ejemplo de otras mujeres de mi Casa,
y me contento con mis ayudantes.
Hubo un leve sonido atragantado mientras Fergus inhalaba su bebida, sin duda
porque acababa de darse cuenta de por qué lo habían colocado a los pies de la
directora. Qeturah sonrió y le dio una palmadita en el hombro.
—Silencio, querido, nada de explicaciones. No es momento para avergonzarse.

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—Esto no es vida —me dijo Lian después—. Nunca he visto a ninguna mujer con
un harén que se tenga tan bien merecido. Espero que no le quite el ojo de encima a su
árbol genealógico. Sería muy embarazoso que sedujera a uno de tus propios bisnietos.
—Son una población pequeña —coincidí—. No me sorprendería si hubiera
secuestros mutuos con los otros elfos.
—Sí. Todo por la carne fresca —dijo Lian.
Fruncí el ceño, sin saber del todo por qué.
Las discusiones continuaron. Lo que hacía que todo fuera particularmente difícil
era el hecho de que la reina se entusiasmaba con el sonido del lenguaje sadiri y
acuciaba a Dllenahkh para que solo hablara en ese idioma. El cymraeg es muy poético,
incluso romántico, y el estándar lo es algo menos, aunque resulta bastante útil. El
sadiri es absolutamente perfecto como lenguaje de programación, pero cuando se
trata de asuntos del corazón se queda un poco corto. Esto quedó claro cuando el tono
de la conversación empezó a cambiar.
—¿Por qué no me dices que soy hermosa? —dijo ella de pronto un día.
—Sería adecuado que hicieras algún comentario sobre la estética de mi persona —
le comuniqué a Dllenahkh. Las cejas de Dllenahkh se alzaron solo una fracción.
—El hecho de que sea usted una mujer enormemente atractiva es tan obvio que
no es necesario que yo lo repita.
—¿Tengo que decirle lo que tantos han dicho antes? —le respondí a ella.
La reina soltó una risita. Me mordí los labios llena de frustración.
—¿Algún progreso con ese traductor? —le pregunté a Tarik enfurruñada mientras
él trabajaba en su palmar, cómodamente sentado en el borde del t’bren con las piernas
colgando sobre el alto y verde infinito.
Él me miró fijamente.
—No estará listo antes de que concluya nuestra estancia aquí.
—Rayos —murmuré—. Estoy tan cansada de esto…
El último día de nuestra estancia, la reina parecía meditabunda. Nos llevó a
Dllenahkh y a mí al t’bren más alto de todos, cuya vista se extendía más allá de los
árboles, a través del valle y hasta el horizonte de sombras grises con sus altas y lejanas
montañas. Un grupito de asistentes nos siguió, como de costumbre, y su trovador
tocaba la cítara al fondo, cantando en alguna variante del cymraeg que me resultaba
desconocida. El asunto del intercambio entre elfos y sadiri había concluido ya, con el
resultado de que la última conversación entre ellos consistió en puro chismorreo.
Dllenahkh advirtió, con grave estilo sadiri, que la música era agradablemente
armoniosa.
—Es una canción de amor —le dijo la reina, pero sus ojos me miraban a mí, la
sonrisa burlona aunque no del todo cruel—. ¿Te la traduzco?
Señaló al trovador con un lánguido movimiento de la mano y él empezó de nuevo,

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cantando suavemente al compás de la compleja melodía mientras ella traducía en
perfecto estándar:

La mente es una veta dorada


marcada en roca desmoronada
(también conocida como cuarzo podrido).

¿Y por qué le había divertido llevarme todo el tiempo como una intérprete
imperfecta cuando no le habría costado nada hablar por sí misma en estándar? Nunca
comprenderé qué entienden los elfos por humor.

La veta dorada se convierte en amabilidad


cuando ella aprende a sorber el eco de sus sonrisas…

Ahí había un bonito giro de la frase. El eco de una sonrisa… Eso me recordó la
sutileza de las expresiones faciales sadiri.

… que Sadira murió,


que su corazón perdió la inocencia
por un hombre sin conciencia.

¿Qué demonios…? No podía estar refiriéndose…


Y sin embargo, mi espalda se envaró cuando el tono de su voz y lo taimado de su
expresión cargaron cada palabra de un significado demasiado especial.

… que ella lo tienta a reír y otra ruina, que se duelen,


que encuentran el camino, lentamente
delicadamente, respetuosamente…
Es lenta la pasión pero arde inexorable…

Me sentía demasiado avergonzada para mirar a Dllenahkh, y demasiado curiosa


para no hacerlo, así que me contenté con una mirada furtiva que solo me dijo que él
parecía estar perfectamente tranquilo y controlado.

No es el sol que la ciega,


ni los rayos dorados de lo imposible,
en un paisaje infinitamente permutable y permisivo.
La luz se difumina a través de la arena suspendida.
Ellos danzan, exquisitamente lentos, una elegante sarabanda.

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Concluyó los versos con un amable gesto con la muñeca y los dedos.
—Tengo mucho tiempo, y muchos de donde escoger —me dijo con una sonrisa
maravillosamente condescendiente—. No me puedo permitir ser generosa.
Entonces inclinó graciosamente la cabeza, reunió a su séquito con una mirada
casual e imperativa y se retiró. Nos dejó solos en el mirador con el trovador, que
todavía tocaba cerca con suavidad.
Me ardían las orejas. Era imposible fingir que no comprendía a quién se refería la
canción, y lo que la reina acababa de insinuar.
Dllenahkh se aclaró la garganta.
—He recibido hace poco algunas nuevas proyecciones referidas a las mejoras de
infraestructura planeadas para los asentamientos de Tlaxce. ¿Le importaría repasarlas
conmigo? Creo que hay algunos puntos que podrían resultarle de interés.
—Sí, claro. Parece fascinante —accedí de inmediato, y volvimos a nuestro t’bren
sin nuevos incidentes.

Esa tarde, nos despedimos y volamos hacia nuestra nueva misión, deteniéndonos a
pasar la noche en otra avanzadilla en el bosque. Sentía curiosidad por saber qué les
parecía a los sadiri la solución élfica a la lucha de los tasadiri, así que los abordé
cuando estaban sentados al aire libre al atardecer, hablando entre sí en sadiri.
—Sé que ya hemos tenido nuestra reunión formal de evaluación —dije con
cuidadosa cortesía—, pero me preguntaba qué pensaban de los elfos de la Corte
Bendita, y qué recomendaciones con respecto a ellos podrían hacerle a la colonia
sadiri.
—Fue un encuentro interesante, pero no aspiro a convertirme en miembro de un
harén —dijo Dllenahkh. Por lo que podía decir, se estaba burlando de mí, pero estaba
demasiado mortificada para apreciar el esfuerzo de un tono humorístico, sobre todo
porque Joral, Nasiha y Tarik mostraban diversas expresiones de contenida diversión,
lo que, para ellos, era el equivalente de una carcajada estentórea.
—Sí, respecto a eso —murmuré, mientras examinaba mis botas—. Lamento que
ella tuviera una impresión equivocada sobre nosotros. Juro que traduje lo mejor que
pude, pero…
—Estaba inquieta —dijo él, con auténtica sorpresa—. Pero sin duda no creerá que
esta es la primera vez que la gente especula sobre la naturaleza de nuestra relación.
Por fin pude levantar la cabeza, la mandíbula desencajada de asombro.
—¿Qué?
—Es cierto —confirmó Joral—. Fue una de las primeras cosas que me preguntó
Tonio cuando se unió al equipo.
—Tarik y yo hemos discutido la posibilidad más de una vez —admitió Nasiha.
Miraron a Dllenahkh, quien confesó a regañadientes:

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—Lanuri sigue aplicándoles una venganza completamente indigna de los sadiri
por lo que denomina mi «bienintencionada intromisión» en su vida personal. Ha
estado añadiendo consejos a ese fin en toda la correspondencia oficial que me envía.
Opina que mi aparente «lento progreso» con usted es un indicativo de que necesito
ayuda.
Me reí con ganas, en parte porque detecté más que un toque de Freyda Mar en esa
observación.
Entonces habló Tarik.
—Cuanta más gente se entera del trabajo que está haciendo la misión, crece la
sensación de que sería adecuado que uno o los dos sadiri solteros del equipo
encontraran esposa a finales de año como una especie de símbolo del éxito de la
empresa común.
Mis rasgos se esforzaron por encontrar la respuesta adecuada a esta noticia y se
contentaron con una expresión de dolorida incredulidad.
—Eso es ridículo. Lo que están haciendo Dllenahkh y Joral debería bastar para
que las princesas sadiri se los rifaran cuando regresen, en vez de especular sobre cada
fulanita y menganita con quienes trabajen.
Como era de esperar, Dllenahkh alzó las cejas.
—No conozco esa expresión, pero si el tono es alguna indicación, tendría que
decir que usted apenas cuadra en esa categoría.
—Muy amable —rezongué—. Miren, sigan ustedes buscando, pero tengo algunos
contactos en el Ministerio de Planificación y Mantenimiento Familiar, y cuando los
dos estén registrados podremos trazar una lista de candidatas de cierto calibre.
—Muy amable —dijo Dllenahkh con tono neutro, pero por un momento sentí un
extraño destello de algo eléctrico, casi como si estuviera furioso.
—Bueno, es lo menos que puedo hacer por haber dinamitado sus perspectivas sin
querer —dije como quien no quiere la cosa, ocultando mi asombro ante su reacción.
—Creo que es una idea excelente —dijo Joral—. Podría registrarse usted también.
—Yo… —vacilé, tratando de encontrar una buena excusa. Qeturah estaba ya
convencida de que necesitaba terapia, y quería mantener a los sadiri de mi lado—. No
veo por qué no. Lo de predicar con el ejemplo y todo eso. Pero seamos sensatos.
Ustedes tienen más posibilidades ahora. Las mujeres acuden a verlos, y los invitan a
visitarlas. Podrían incluso regresar a la Corte Bendita, y tal vez convencer a algunas
para que se hagan sadiri plenas. Podría llevar algún tiempo, pero…
Nasiha parecía divertida, aunque no estaba segura de si era por mi marcha atrás o
por la idea de ver a Joral como misionero ante las mujeres elfas.
—Bueno, Joral, ¿qué te parece esta opción? —preguntó.
Joral reflexionó un momento, y entonces replicó:
—Inaceptable.

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No fui la única sorprendida por lo brusco de su tono. Todos parecieron envararse
un poco mientras él continuaba, cada vez con mayor intensidad:
—Quiero una esposa, e hijos, y una familia de mi sangre. Quiero hijos e hijas que
se parezcan a mis hermanos y hermanas desaparecidos, que hablen sadiri y aprendan
cosas de Sadira y practiquen las disciplinas mentales. Quiero verlos casados, y
envejecer lo suficiente como para ver a mis nietos y bisnietos. Soy el último de mi
linaje, el único superviviente de mi familia, como muchos otros de los asentamientos.
El consejero tiene razón: ¿por qué debería ninguno de nosotros querer ser miembro
de un harén? ¿Por qué tendríamos que desear frivolidades? Yo quiero…
—Joral…
—Déjenlo en paz.
Para mi sorpresa, las feroces palabras que interrumpieron el intento de Dllenahkh
por devolver a Joral a la conducta sadiri adecuada vinieron de Nasiha. Se arrodilló
ante Joral y le habló con pasión.
—Nosotros también deseamos esas cosas. Son cosas buenas que desear, cosas
buenas y adecuadas. Nos encargaremos de ponerlas a vuestro alcance, a ti y a los
demás. Tu linaje no morirá.
Retrocedí, con un nudo en la garganta. La pena colectiva es una cosa, pero los
sadiri dan mucho miedo cuando se ponen emotivos. Me volví para ver a Lian, quien
observaba desde lejos con los ojos muy abiertos, y aproveché la excusa para
marcharme.
—Lian, no vas a ayudar a Joral ahora mismo, ¿verdad? —murmuré.
Lian contestó negando con la cabeza, todavía mirando más allá, a la asombrosa
visión de los tensos sadiri.
—Bueno, si tienes una hermana o una amiga que recomendarle a Joral, eso sería
un hermoso gesto.
—Me encargaré de eso —dijo Lian, ausente—. Sigo olvidándome de lo importante
que es esto para ellos, ¿sabes?
—A mí me pasa igual —respondí lentamente—. Tú y yo bromeamos con respecto
a Joral. Me burlo de él como si no fuera un hombre, sino un niño. Trato a Dllenahkh
como…
Lian me miró con gran interés.
—¿Como qué?
Fruncí el ceño, tratando de pensar.
—No lo sé. Como si siempre fuera a estar ahí para ser mi acompañante. Como si
nunca fuera a tener que compartirlo con una esposa e hijos, y…, ja, por lo que dicen,
nietos también. No te rías de mí, Lian, pero sentí celos de esa mujer que
monopolizaba su tiempo y su atención. Nunca me había sentido así.
—Hum —dijo Lian—. Bueno, no me reiré de ti.

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Nos apartamos para que tuvieran un poco de intimidad, pero más tarde me
encontré con Nasiha, sola, cuando salía de su habitáculo.
—Entonces ¿es demasiado pronto para felicitarla? —dije, con cautela.
Nasiha se debatió, manteniendo una expresión neutral, la barbilla alzada con
agresividad, pero entonces suspiró y me miró con una especie de orgullosa derrota.
—Es curioso cómo es usted capaz de ser tan perceptiva en unos asuntos y tan
obtusa en otros. Sí, es demasiado pronto. Seguirá siendo demasiado pronto hasta que,
como dijo Joral, pueda ver a mis bisnietos. Entonces tal vez pueda felicitarme.
—No estaré viva para entonces —dije con descaro—. Les dejaré un mensaje de
felicitación que puedan abrir cuando les parezca bien.
Nasiha me miró con determinación.
—Creo que los padres jóvenes se convertirán en una nueva tradición sadiri. Puede
que viva usted para ver la cuarta generación, quizás incluso la quinta.
Asentí, imaginándomelo. Me pareció bien.
—Procuraré estar aquí para entonces. Tal vez incluso retuerza un gen para
asegurarme.
Ella me dejó entonces completamente anonadada. Me puso una mano en el
hombro, no con afecto, sino como si me estuviera preparando para algo.
—Sería nuestro hijo. Tarik y yo hemos acordado que, teniendo en cuenta su
experiencia y su conocimiento de la cultura y lenguaje sadiri, sería la opción natural.
—Ah —dije presa del pánico, con los ojos muy abiertos bajo la fuerte tenaza de su
mano—. Esto es un deber muy serio. ¿Qué implica?
—Haría usted las funciones de miembro mayor de la familia. Una madrina, si lo
desea.
—Entonces… me sentiría honrada —repliqué asombrada.
Nasiha pareció calmarse ante esta confirmación. Me soltó el hombro, ladeó la
cabeza y me observó.
—No nos estaba engañando antes. El matrimonio tiene algo que la asusta.
Abrí la boca para negarlo, y ella alzó una mano, silenciándome.
—No intente mentirme. Recuerde que he documentado sus datos empáticos y
telepáticos, y sé algunas cosas acerca de su prometido. Comprendo que le resulte
difícil.
—¿Ah, sí? —dije. Aguantar a Nasiha haciendo el papel de confidente comprensiva
me estaba volviendo loca.
—Sí. Le preocupa influir en su cónyuge sin pretenderlo, o que pueda caer bajo sin
influencia, otra vez, sin saberlo. Son preocupaciones racionales, pero su incapacidad
de lidiar con ellas adecuadamente las está convirtiendo en miedos irracionales.
—¿Qué me sugiere que haga? —pregunté, casi con mansedumbre.
—Debe aprender a escudar sus emociones y pensamientos. Debe aprender a

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protegerse a sí misma y a los demás. Hay aspectos de las disciplinas sadiri que pueden
ayudarla a conseguirlo. Es una solución práctica.
—Lo es —reconocí. Mi alivio por su burdo pero certero resumen fue tan grande
que me pareció crecer un centímetro más, como si, literalmente, me hubieran quitado
una carga de encima. Me pregunté, no por primera vez, si los sadiri tenían algún
concepto de terapia en el amplio sentido cygniano. Lo dudaba. Puede que solo fuera
Nasiha, pero percibía la actitud de quien va directo con una hoja afilada en vez de ir
sacudiendo la maleza.
—Excelente —ladró—. Empezaremos mañana.
Se marchó, dejándome aturdida y no menos temerosa de lo que podría traer el día
siguiente.

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Ridi, Pagliaccio

—¿La formación con Nasiha va bien? —preguntó Qeturah con tono ausente, mientras
daba golpecitos a un informe con un practicado ritmo staccato.
Estábamos trabajando en un lugar llamado Crue, una ciudad de tamaño medio
que se ubicaba a caballo de varias rutas comerciales. La población era apreciable pero
en constante cambio: comerciantes, turistas en tránsito a lugares más interesantes, y
por supuesto nuestros amigos funcionarios que mantenían en marcha los engranajes
del gobierno (o, citando a Gilda en su vena más cínica, manteniendo a los holgazanes
del gobierno a costa de las engrasadas ruedas del comercio). Tenía poco que ofrecer
en términos de cultura tasadiri, pero estábamos allí para una teleconferencia de tipo
más agradable. El objetivo central de la misión era la aproximación, y los medios
querían ofrecernos un poco de atención. Habían entrevistado a Qeturah y a
Dllenahkh, y el resto del equipo también salió en las noticias. Era un buen momento
para ponerse al día con el papeleo y los informes en oficinas de verdad con escritorios
de tamaño natural, cortesía de la rama local del Gobierno Central.
—Muy bien —respondí, sin ocultar mi complacida sorpresa—. Se muestra casi
paciente conmigo, pero no demasiado. Me mantiene en tensión, ¿sabes?
—Esos madrugones deberían mantenerte en tensión por sí solos —dijo ella con
sequedad.
Por supuesto, Nasiha no sacrificaba por mí su propio tiempo de meditación, así
que yo tenía el dudoso honor de levantarme aún más temprano que los sadiri para mi
entrenamiento.
—Bueno, más vale que me deje un poco a mi aire por esta vez, porque esta noche
nos acostaremos tarde.
Íbamos a salir por la ciudad. Había descubierto que tanto Dllenahkh como Joral
habían conseguido evitar las visitas culturales de Gilda, y Qeturah creía necesario un
pequeño cambio de ritmo. Nasiha, Fergus y ella optaron por algo contemporáneo en
la forma de un holovídeo en el cineplex local, y los demás íbamos a arriesgarnos a ver
una producción teatral de una compañía itinerante. Era rústico, desde luego, incluido
el programa de papel y el brillante póster pegado fuera del teatro.
—El final de la risa, la reconozco —dijo Joral—. ¿Es la adaptación de Basta, el
relato tasadiri de un hombre que mata a su esposa infiel y su amante?

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—No —respondió Tarik, sacudiendo la cabeza con firmeza—. Has cometido un
error común. En ésta, mata al hombre que cree equivocadamente que es el amante
mientras el amante verdadero se escapa. Es una adaptación de la obra ainya Engaño,
no Basta.
—Vale, no es que pretenda levantar ampollas —dije yo—, pero estoy bastante
segura de que lo que tenemos aquí es una versión de Otelo, una de las antiguas obras
terrestres. Mata a su esposa que no es infiel siguiendo las habladurías de un hombre
que quiere vengarse de él.
Lian se acercó al póster y leyó en voz alta la letra pequeña.
—Basada en la ópera italiana Pagliaci.
Nos congregamos en torno al póster.
—¿Quién muere? —preguntó Tarik con interés—. ¿La infidelidad era real o
supuesta?
—¿Hay alguna otra obra a la que pudiéramos asistir que no ilustre que los
vínculos de pareja disfuncionales son endémicos en todas las culturas? —preguntó
Dllenahkh con grave desaprobación.
Suspiré y puse los ojos en blanco.
—Todo el mundo es crítico. Venga. Entremos.
Lian se dirigía ya al vestíbulo y yo empecé a hacer lo mismo cuando sentí algo
extraño en el ambiente. Al volverme, vi que los sadiri se habían detenido, casi a medio
paso, y estaban observando a una chica guapa de grandes rizos negros que se dirigía a
un callejón lateral, posiblemente la entrada trasera del teatro. Llevaba un abrigo y un
bolso en una mano y un par de zapatos en la otra, como si los hubiera cogido
mientras salía por la puerta y no hubiera tenido tiempo de ponérselos. Habría sido
mejor que lo hubiera hecho, porque llevaba uno de los vestidos más exiguos que he
visto en mi vida. Sus piernas quedaban al descubierto, y no tengo ni idea de cómo
conseguía correr tan rápido con tan poco apoyo para la parte superior. Toda la piel a
la vista, y había bastante, radiaba un brillo silencioso. He visto a algunas mujeres
tratar de imitar ese aspecto con lociones de silicio y mica, esperando que las
confundan con una mujer zhinuviana de miembros flexibles y moral aún más flexible.
Nunca es igual.
Por todas partes se volvían las cabezas, no solo las sadiri. Hubo un pequeño
suspiro colectivo cuando ella desapareció de la vista. Miré asombrada a mis colegas.
—¡Ustedes… todos ustedes… estaban mirando a esa chica de arriba abajo!
No sabía si sentirme escandalizada o enormemente divertida.
—Primera oficial Delarua —dijo Joral con un tono tan severo que casi parecía
Dllenahkh en modo represor—, aunque es cierto que somos sadiri, y por tanto no
tenemos tendencia a las distracciones mentales, somos más que capaces de apreciar
los aspectos estéticos de las formas humanas femeninas.

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No supe qué responder a aquello, así que me volví hacia Tarik.
—Bueno, pero… ¡usted está casado!
—Se me permite mirar —dijo dubitativo.
—Yo lo confirmaría con Nasiha si fuera usted —repliqué, escéptica.
La voz de Dllenahkh sonó completamente tranquila.
—No hay necesidad de preocuparse, Delarua. Los sadiri poseen demasiado
control mental como para ser susceptible a la influencia hipnótica de los zhinuvianos.
—Oh, y eso lo hace mejor, ¿no? —dije. Estuve a punto de agitar un dedo y
llamarlos niños malos, así que me contuve. Fui y le susurré algo a Lian, y nos
separamos llorando en silencio de risa ante la idea de que los sadiri pudieran ponerse
cachondos.
Nuestros asientos estaban cerca del pasillo central, bastante decentes para lo que
veíamos y escuchábamos. Era de un estilo llamado «neo ópera». Combinaba una
ausencia de mejoras tecnológicas con una mezcla de estilos contemporáneos de
música, lo que significaba que los intérpretes debían tener unas voces potentes y
versátiles. Ojalá tuviera tiempo para explicar todo el movimiento neo ópera y cómo se
relaciona con la revuelta rústica contra la audición suave y el aumento de la actuación
musical, y los efectos realissimo de los holovídeos. Diré que hay una simpleza en el
escenario; no es minimalista, ya que eso es otro estilo, sino una simpleza que finge ser
de aficionados pero que está claro que no lo es.
No me sorprendió lo más mínimo descubrir que la misteriosa chica dorada era la
primera actriz, Nedda. Solo una diva podía arriesgarse a llegar tarde y no esperar que
la despidieran. Me sorprendió lo recatado de su ropa, que la cubría hasta el cuello, los
tobillos y las muñecas. Era buena, quizás un poco débil en la parte del canto, pero lo
compensaba con presencia y expresividad. Su marido, Canio, lo interpretaba un tipo
alto, moreno y ceñudo que parecía destinado a seguir la ruta de Otelo, porque esa
chica era demasiado popular. Además de tener un amante, Silvio, ella también había
atraído las atenciones (no deseadas, ay) de Taddeo. Para sorpresa de todos, Silvio
resultó enclenque y erudito, pero Taddeo era infantil y dulcemente enamorado, y
ofrecía una especie de alivio cómico a la implacable y obsesiva pasión de los dos
hombres mayores.
Los intérpretes no estaban adscritos al método terrestre de actuación. Los actores
del método recurren a una extraña máscara de emociones recordadas y las encajan en
la situación en escena. Se puede sentir su realidad, pero algo choca un poco si sabes
qué debes buscar. Estos eran de la escuela de la verosimilitud ntshune, que es muy
similar pero solo pueden dominar aquellos que poseen un poquito de habilidad
empática. Básicamente, los actores absorben los sentimientos de los otros, y a veces
basta con que haya un gran actor para provocar las emociones y reacciones adecuadas
en el resto de la compañía.

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Menciono esto para explicar qué estaba haciendo yo. Estaba leyendo a los actores.
La moral sadiri con respecto a la telepatía no tiene nada que ver con la moral
ntshune sobre la empatía. Para los sadiri, los pensamientos pueden compartirse pero
se siguen considerando privados en su mayor parte, y las emociones son
definitivamente privadas y deben protegerse lo máximo posible. La mayoría de los
ntshune se sienten cómodos leyendo las emociones de los demás. Es parte de nuestra
forma de comunicarnos. No buscamos sentimientos que no vayan dirigidos a
nosotros, pero aceptamos las emociones proyectadas. Un montón de culturas
cygnianas con influencias de los ntshune han interiorizado esta distinción.
Así que cuando me volví y le susurré emocionada a Dllenahkh que estaba
captando celos de verdad por parte de uno de los actores que había en escena, me
dirigió una mirada que me hizo sentirme como Joral cuando recibía una reprimenda
sobre el comportamiento sadiri. Me sentí confusa.
Durante el intermedio, me llevó a un lado y me preguntó con severidad:
—¿Qué le ha estado enseñando Nasiha?
Le dirigí una mirada muy anticuada.
—Lo que he hecho ahí dentro no tiene nada que ver con lo que me está enseñando
Nasiha. Tan solo estaba leyendo a los actores, como hago siempre.
Él no cedió.
—La formación que está recibiendo mejorará y concentrará sus habilidades
empáticas, y hará que el uso casual sea particularmente poco ético en esta etapa. Creía
que usted más que nadie apreciaría esto.
—¡Dllenahkh! ¡Son actores! No estoy rebuscando secretos de estado: ¡intento
disfrutar de la obra a otro nivel! Ahora tranquilícese, por favor. La gente nos mira con
caras raras. No creo que hayan visto nunca antes a un sadiri discutir.
Él resopló lentamente.
—No estoy discutiendo.
Yo solo me había estado burlando de él, pero había un poquito de tensión en la
palabra «no», y por un momento cerró los ojos durante un lapso apenas mayor que
un parpadeo.
—Pues claro que no —le dije en voz baja, arrepentida de pronto—. No volveré a
hacerlo si eso le molesta, ¿de acuerdo?
Durante el segundo acto, me distraje con el desusado mal humor de Dllenahkh.
Estaba sentado a mi lado, con la atención fija en el escenario, pero en sus rasgos había
una expresión que hablaba de paciencia más que de diversión. Empecé a sentirme
culpable, pero cuando miré a Joral y Tarik, estos parecían absortos e interesados. No
era, pues, solo una cuestión relativa a los sadiri.
Y entonces lo vi. No era empatía: resultaba claramente visible en el rostro del
hombre. Canio miraba a Nedda, y sus ojos hablaban de asesinato.

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Agarré el brazo de Dllenahkh.
—Dígame que no ha visto eso.
—Grace —replicó él, apartando mi mano con firmeza.
Y entonces hice algo que era decididamente poco ético. En ese raro momento de
contacto piel contra piel entre nuestras manos, leí a Canio. Una fea oleada de celos y
odio surgió de él, y nos envolvió como agua sucia. La mano de Dllenahkh se retorció
sobre la mía, y por un momento la agarró con tanta fuerza que me hizo daño; a
continuación la retiró rápidamente.
—¿Cómo ha hecho eso? —Esta vez parecía más aturdido que severo.
—¡Shhh! ¡Escuche! —susurré frenética. Quizá no fuera la palabra adecuada, pero
él lo comprendió, porque poco a poco, casi contra su voluntad, deslizó el brazo por el
respaldo de mi asiento y posó su palma discretamente contra mi sien.
Me concentré en la escena que tenía delante. Era un momento de gran
dramatismo, cuando Canio está haciendo de Pagliaccio y se siente tan lleno de celos y
pasión que se olvida de que está en escena y presiona a Nedda para que le diga el
nombre de su amante. Cuando cogió un cuchillo, me estremecí; cuando la persiguió
por el mini escenario, la agarró y la apuñaló en el vientre, di un respingo y me volví.
No fui la única persona del público que lo hizo, pero tal vez sí la única cuya
incredulidad no había quedado suspendida. Dllenahkh rompió el contacto con mi
sien y me agarró del hombro para tranquilizarme.
Silvio fue el siguiente en ser apuñalado, pero no había ninguna emoción detrás de
este gesto, tan solo la fachada del actor, la mueca de dolor y disgusto sobrante del
ataque anterior. Me estremecí de nuevo.
—Tengo que salir de aquí —murmuré. Me levanté y salí mientras sonaban las
últimas notas de la canción final.
Lian fue el primero que se acercó a mí mientras recorría el vestíbulo de un lado a
otro.
—¿Qué ha pasado? Parecía como si estuvieras a punto de vomitar. ¿Te encuentras
bien?
—Sí. No. No lo sé. —Caminé un poco más, mordiéndome las uñas—. No sé qué
ha pasado ahí dentro.
—Bueno, sea lo que sea, has hecho que Joral, Tarik y Dllenahkh se pongan a
discutir.
Me detuve, avergonzada de pronto.
—¿De verdad? ¿Qué están diciendo?
—Los sadiri no son mi especialidad, ¿recuerdas? —observó Lian—. Ahí vienen.
Pregúntale a ellos.
Parecían mortalmente serios, más serios incluso de lo que un sadiri tenía derecho
a parecer. Me acobardé al instante, esperando sus críticas.

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—Lo siento…
—No hay por qué disculparse —dijo Tarik—. Deseamos saber más sobre su
experiencia acerca de lo que sucedió durante la representación.
Dllenahkh contempló el vestíbulo, que en ese momento rebosaba de gente que se
marchaba.
—Pero no aquí. Volvamos a nuestro alojamiento.
Qeturah estaba dormida cuando regresamos, pero después de que Tarik llevara a
Nasiha al salón de nuestro hotel, Lian frunció el ceño, se encogió de hombros y fue a
por Fergus, de modo que casi nos reunimos todos.
Dllenahkh le habló de inmediato a Nasiha, sin esperar siquiera a que se sentara.
—Tu pupila ha hecho algo inusitado esta noche.
Intrigada al instante, Nasiha se acomodó en una silla y dijo:
—¿Sí?
—Pudo conseguir fuertes lecturas de las emociones de un actor durante la
actuación —declaró Dllenahkh. Nasiha pareció decepcionada.
—Oh, en ocasiones es capaz de tener una sensibilidad casi ntshune al leer las
emociones de la gente, pero hasta ahora no había mostrado ninguna consistencia en
esta habilidad. No es nada de lo que preocuparse.
—No fue eso lo inusitado.
Me erguí sorprendida.
—Durante el momento en que estuvo detectando las emociones del actor,
nuestras manos se tocaron. En ese instante pude leer, aunque débilmente, los
pensamientos del hombre… No sus emociones, sino sus pensamientos. Me pareció
bastante intrigante e intenté, con permiso, establecer un enlace unidireccional con la
mente de Delarua. Me encontré leyendo, pero no sus pensamientos sino los del actor,
y con claridad aún mayor.
Nasiha frunció el ceño.
—Algunos cygnianos pueden ser telépatas sin entablar contacto alguno, aunque
eso suele precisar un fuerte nivel de proyección por ambas partes. Es más, ya hemos
advertido que las habilidades telepáticas de Delarua son casi nulas.
—Hay más —dijo Tarik, dirigiendo a Dllenahkh una mirada significativa.
Dllenahkh le devolvió una mirada firme mientras le hablaba a Nasiha.
—Considero que los pensamientos del actor indicaban claramente la intención de
cometer un asesinato.
—El actor representaba el papel de un marido celoso —señaló Tarik. Parecía
como si se hubiera autoproclamado abogado del diablo.
—¿Y tú qué opinas de todo esto, Delarua? —me preguntó Nasiha.
—No lo sé. No oí ningún pensamiento. No supe qué estaba haciendo Dllenahkh.
Pensé que estaba captando las emociones, igual que yo. Pero ese hombre no actuaba.

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Cuando cogió el cuchillo… —Me estremecí de nuevo, sintiéndome enferma.
—Tal vez sería prudente alertar a las autoridades —dijo Dllenahkh.
—¿Alertarlas de qué, exactamente? —preguntó Tarik con suavidad.
Aquello no iba a ninguna parte.
—Mire, Nasiha, ¿por qué no viene a verlo usted misma? —estallé—. Siéntese a mi
lado y póngame en algún tipo de enlace paralelo o lo que sea que tenga que hacer.
—Me interesaría asistir, aunque solo fuera para determinar qué está haciendo su
mente —musitó ella.
—Esperen un momento —objetó Fergus de pronto—. ¿No deberían aclarar esto
con la directora?
—Pues claro que lo haremos, Fergus —dijo Lian—. Pero no nos tomemos este
asunto a broma. Podría ser algo serio, y no hará ningún daño asegurarse.
Me alegré de que Lian hubiera estado presente para ver nuestra reacción y
estuviera de nuestro lado, porque cuando informamos a Qeturah a la mañana
siguiente, ella no se mostró convencida.
—No puedo impedirles que vayan, si creen que es realmente necesario —dijo—,
pero me parece una pérdida de tiempo.
—Podría venir con nosotros —sugerí—. Cuantos más testigos objetivos haya,
mejor.
—No me agrada la neo ópera —dijo con amargura—, y no veo por qué debería
sufrirla. Pueden contarme lo que suceda.
Lian se quedó con ella, pero nos dejó llevarnos a Fergus. Tarik dijo que prefería no
sentarse a ver todo el espectáculo otra vez, y cuando admitió eso, Joral se alegró de
ofrecerse voluntario para quedarse también atrás. No me importó. Me contenté con la
tropa que me habían dado. Al menos bajaron a despedirnos en el vestíbulo del hotel
esa noche.
—Bonito vestido —dijo Lian, alzando las cejas—. Y ya veo que el kohl ha vuelto a
aparecer.
—Nasiha insistió en que tuviéramos asientos de primera fila. Hace falta un poco
más de esfuerzo —respondí, ajustando primorosamente la falda hasta la rodilla de mi
vestido azul zafiro—. ¡Ja! ¿Ves?
Los demás también iban vestidos para la ocasión. No soy una loca de la ropa, pero
soy capaz de apreciar cuando alguien encuentra un estilo que le va. Nasiha estaba
deslumbrante con un severo traje burdeos de cintura alta y mangas largas que le
llegaba hasta los tobillos. Fergus y Dllenahkh solo tenían que mezclarse, y eligieron
hacerlo con el negro tradicional: Dllenahkh muy elegante con una camisa de cuello
alto para una túnica de tres cuartos y pantalones a juego, y Fergus con una camisa
similar, pero con una chaqueta corta que, para ser sincera, mostraba bastante bien lo
ajustados que le quedaban los pantalones.

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No tenía ni idea de qué cabía esperar cuando tomamos nuestros asientos en el
teatro, Nasiha a mi izquierda, Dllenahkh a mi derecha, y Fergus junto a Dllenahkh.
Nasiha debió de sentir mi nerviosismo, pues me dijo:
—Delarua, todo lo que tiene que hacer es relajarse. Nosotros haremos todo lo que
sea necesario.
Inhalé profundamente, asentí y comencé los ejercicios tranquilizadores que me
había enseñado, cerrando los ojos para concentrarme mejor. Sentí cuando la palma de
su mano tocó mi cara durante un instante, y cuando Dllenahkh hizo lo mismo.
Entonces ella murmuró:
—Su mente apenas nos percibe. Qué curioso. Asumo que Dllenahkh es el elefante,
lo que significa que yo soy la gata.
Me reí para mis adentros.
—No lo había pensado, pero sí, así es como me los imagino.
Permaneció en silencio durante un rato.
—Esto es muy extraño. Dllenahkh, ¿fue ayer la primera vez que vinculaste tu
mente con la de Delarua? Hay conexiones entre las mentes que sugieren un nivel de
vinculación más profundo que el que se consigue con un enlace unívoco.
—Shhh —dijo Dllenahkh, un poco apurado—. La orquesta está empezando.
Me sentí muy aliviada cuando él habló, pues mi reacción habitual a cualquier
mención del tiempo que pasamos con los adeptos era una incontrolable cerrazón de
mandíbulas.
La producción estuvo libre de incidentes hasta un poco después del intermedio. A
medida que se iba acercando el final del segundo acto, me incliné hacia delante en mi
asiento, ansiosa por captar un atisbo de algo que demostrara que no estaba loca.
Empecé a escrutar a los otros personajes: Silvio, Taddeo, y gente del coro al azar. No
había nada extraño, excepto que la actuación de Taddeo era un poco más plana si se
comparaba con la del día anterior. Fruncí el ceño, preguntándome si debía sentirme
decepcionada o aliviada de que no fuera a suceder nada.
—Es el cuchillo —susurró Nasiha de pronto.
—Así es —confirmó Dllenahkh.
Durante un momento me sentí aturdida, y luego la comprensión tomó la forma
de una imagen horrible.
—¡El cuchillo! —grité—. ¡No lo use! ¡Es de verdad!
Empecé a moverme. No esperaba que nadie se tomara mi grito en serio. Aquello
era una producción itinerante, y tal vez estuvieran demasiado acostumbrados a oír
gritos de «¡Por detrás, por detrás!», hicieran falta o no. Canio era un profesional,
desde luego. Ni siquiera parpadeó ante la interrupción cuando bajó del diminuto
escenario para enfrentarse con Nedda con su furia manufacturada. Echó atrás el
brazo, con la hoja preparada, y la descargó contra su abdomen.

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Pero Nedda lo supo. De algún modo, entre mi grito y (quién sabe) algún sentido
telepático o empático propio, no se quedó quieta para recibir la cuchillada de pleno,
como había hecho la noche anterior. Giró el cuerpo, pero demasiado tarde para evitar
un tajo que desgarró la ropa y la piel y lo manchó todo de sangre. Se tambaleó y cayó
de rodillas; luego se desplomó del todo.
Completamente engañado, el público se quedó boquiabierto y aplaudió
apreciando el inesperado quiebro de los efectos especiales de alta calidad. Por otro
lado, el resto del reparto que formaba el público del escenario reaccionó muy mal,
consciente de que las cosas no eran como en los ensayos.
Un grito agudo y enloquecido sonó por encima del clamor general.
—¡Acábalo! ¡Acábalo!
Taddeo arrancó el cuchillo de la mano inmóvil y consternada de Canio, y se
abalanzó hacia Nedda, que yacía en el cielo cortada y sangrante, pero todavía no
gravemente herida.
Fue tiempo suficiente para que yo subiera los escalones del escenario central y me
lanzara contra él. No me pregunten cómo sucedió. No soy ninguna supermujer, y
nunca habría hecho este tipo de tontería ni en un millón de años, pero lo achaco a la
conexión empática. Mi nivel de adrenalina estaba tan alto como el suyo, y me aterraba
la idea de que alguien fuera a morirse delante de mí. Debí de sorprender a Nasiha y
Dllenahkh, porque se movieron demasiado tarde y tuvieron que enfrentarse al
manicomio del «público» que bajaba corriendo los escalones del escenario y saltaba al
pozo de la orquesta.
Advertí mi locura cuando Canio volvió el cuchillo contra mí. Me retorcí
frenéticamente y sentí la hoja tirar de mi vestido cuando perforó el tejido y lo rasgó
desde el vientre hasta el hombro. La punta del cuchillo pasó piadosamente por mi
canalillo y estuvo a punto de alcanzarme la arteria carótida. Entonces Canio
desapareció con un sonido aplastante, pues Dllenahkh y Fergus lo placaron con tanta
fuerza que juro que debieron de romperle uno o dos huesos.
—Ayyy —dije débilmente, y me senté en el escenario, tratando de sujetar la parte
superior de mi vestido.
—¿Está herida, Delarua? —preguntó Nasiha, agachándose junto a mí.
—No. Bueno, sí, pero no por la hoja. Creo que me ha dado un tirón en un
músculo al esquivar ese cuchillo.
Mientras hablaba, miraba alrededor para ver qué había sido de Nedda. Estaba
sentada en el suelo, rodeada de gente que la ayudaba. Alguien había llevado un
botiquín para empezar a tratar su herida.
—Llamaré a la directora —dijo Nasiha, mirando con leve desdén toda la
confusión—. Nos vendrá bien que un oficial de alto rango corrobore nuestra… única
evidencia.

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Tenía razón. Si no hubiera sido por Qeturah, nos podrían haber detenido para
interrogarnos, pero su presencia, combinada con la gravedad, se tradujo en que una
alguacil muy amable nos entrevistó a Nasiha y a mí en uno de los camerinos mientras
yo intentaba remendar el corpiño de mi vestido con tiras de cinta adhesiva. Cuando la
alguacil terminó, ella nos informó de que el resto del equipo estaba esperándonos en
la sala verde y que podíamos marcharnos.
—¿No nos va a decir lo que ha pasado en realidad? —le supliqué.
—No puedo dar los detalles del caso antes del juicio, señora —fue su lacónica
respuesta. Entonces miró mis ojos suplicantes y claudicó, encogiéndose de hombros
—. Digamos que un ménage-à-trois puede volverse bastante desagradable cuando
explota. Que me vengan de uno en uno cuando quieran, pero a los urbanitas les gusta
ser creativos… No es por ofenderla, señora.
—No se preocupe. Nací y me crie en una granja. Solo trabajo a veces en la ciudad.
Sonriendo por mi respuesta, nos dio las gracias y se marchó, llevándose su palmar
con las grabaciones de nuestras entrevistas.
Me levanté y agité los hombros insegura, mirando en el espejo brillantemente
iluminado mi patético intento de reparación.
—¿Cree que esto aguantará, Nasiha? ¿O estoy pidiendo problemas a gritos?
—¿Disculpen?
La tímida palabra fue acompañada por un suave golpe en la puerta. La chica
brillante, Nedda, la estrella, estaba allí, mirándonos ansiosa a Nasiha y a mí. Se había
cambiado de ropa y llevaba una bolsa al hombro. Aparte de una leve sombra bajo los
hombros, parecía bien viva.
—¡Está bien! —dije con alegría—. ¡Está bien de verdad!
Ella mostró una sonrisa enorme.
—Me han dicho que tengo que darle las gracias por ello —se llevó la mano a la
boca, al parecer horrorizada—. ¡Oh, su vestido! ¡Su bonito vestido!
Algunas mujeres son así con respecto a la ropa. La piel puede sanar, pero un
vestido realmente bueno es irreemplazable.
—No he sufrido ni un arañazo —le dije.
—¡Pero no puede salir así!
Despejó la mesa de cosméticos con un barrido con el brazo y soltó la bolsa de
ropa. Vi cómo la abría, impresionada por el dramatismo que infería a cada
movimiento, y luego empecé a tartamudear y a ponerle pegas cuando comprendí sus
intenciones.
—Tonterías —insistió ella—. Tome. Lo mandé lavar ayer mismo.
Rivalizaba con el vestido de la noche anterior. Dorado oscuro, extremadamente
corto y con rejas de ventilación decorativa en el corpiño, habría hecho temblar a una
colonia entera de sadiri.

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—¡Oh, no puedo ponerme esto! —exclamé—. Usted…, usted tiene las piernas
adecuadas. Yo no.
—Sí que las tiene —reprendió ella—. Pruébeselo.
Vacilé un poco más. La expresión de su rostro cambió.
—Tiene razón. Tal vez, si llevara vestidos como ese más a menudo —e indicó el
aspecto austero de Nasiha—, no tendría tantos problemas.
—Usted no tiene la culpa, desde luego —dijo Nasiha—. Ni siquiera es lo bastante
zhinuviana para imponer ninguna influencia mental.
Nedda pareció feliz de pronto.
—¿Lo nota usted? ¡Oh, qué alivio! Un bisabuelo zhinuviano, y acabo con la piel
brillante y el pelo deslumbrante y actitudes estúpidas por parte de hombres y mujeres.
Es curiosa, la genética. En realidad, soy ntshune en la mayor parte, ¿puede creerlo?
—Yo sí —dije feliz—. Ojos oscuros, pelo salvajemente rizado, disposición alegre…
Nos sonreímos la una a la otra. Empecé a desnudarme. De ninguna manera iba a
hacer que aquella amable chica se sintiera mal por rechazar su ayuda.
—¡Oh, me está bien! Solo que me queda un poquito largo, pero es… Oh, eh, tiene
impulsores antigravedad aquí. ¡Qué bien! —Arrojé la cautela, y mi sujetador, al
viento; la primera, en sentido metafórico, y lo segundo de un modo literal.
—Es perfecto —proclamó ella—. Quédeselo. Algo con lo que recordarme.
Cerró de nuevo su bolsa y se despidió con la mano mientras se encaminaba hacia
la puerta.
—¡Gracias de nuevo! ¡Adiós!
Me reí feliz.
—Hágale las pruebas, Nasiha. Apuesto a que proyecta de manera significativa en
la escala del frenesí.
—Humm —dijo Nasiha—. En efecto es muy hermosa, y enormemente vivaz.
Espero que lo que le dijo fuera en serio.
—¿Qué le dije?
—Que ella no ha tenido la culpa de que haya pasado esto.
Sobrevino un momento de silencio.
—¡Vaya! ¿Ahora recibe lecciones de Qeturah? —dije, sin rencor—. Vale, lo
entiendo. Si descartamos el uso nada ético de la influencia hipnótica de la fuerza
zhinuviana, no soy responsable de ninguna tontería que ningún hombre pudiera
querer perpetrar a mi costa.
—Bien. Ahora vayamos a reunimos con los demás. O más bien —dijo, y me miró
con ojos que se entornaron, levísimamente, de diversión—, yo iré y me encargaré del
transporte mientras usted se reúne con los demás y les dice que me esperen fuera.
Creo que lo mejor para Tarik será que yo no esté presente cuando aparezca llevando
ese vestido.

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El rubor volvió de pronto, pero antes de que pudiera pensar en ello, Nasiha se
marchó con los jirones de mi vestido y mi sujetador. Hice acopio de valor y fui a la
verde sala de espera. Entré con la cabeza gacha, como si fuera la culpable de algún
enorme crimen social. Cuando por fin me atreví a levantar un poco la mirada, casi
deseé no haberlo hecho, porque solo me hizo querer reír. Los ojos de Joral apuntaban
de pronto al techo, los de Tarik estaban clavados en el suelo, y Fergus tenía la boca
abierta mientras me miraba. Dllenahkh… No tuve tiempo de advertir qué estaba
haciendo.
—Se me estropeó el vestido —dije a la defensiva, mirando al suelo.
—Ya lo veo —dijo Qeturah, tan tranquila—, y qué amables han sido al
proporcionarle algo que se pudiera llevar a casa.
Tras ella, Lian explotó en una serie de bufidos y carcajadas.
—Si alguien quisiera prestarme un abrigo… —dije, con tono digno y agraviado.
—La noche es bastante cálida —dijo Dllenahkh con inocencia—. ¿Está segura de
que hará falta abrigo?
Ya había tenido suficiente. Alcé la barbilla y me acerqué a él. Me detuve a treinta
centímetros, que para un sadiri está dentro de los límites del espacio personal. Todo el
mundo guardó silencio. Las sonrisas vacilaron y desaparecieron.
—Dígamelo usted —lo desafié entre dientes apretados.
Él inclinó la cabeza como para pedir disculpas, pero eso fue todo. Se desabrochó la
parte delantera de su túnica, se la quitó de encima de los hombros y me envolvió
cuidadosamente con ella.
—Gracias —le dije, relajando la mandíbula.
Lian dejó escapar un enorme suspiro.
—No tengo sobrepeso y no sé cantar, pero, damas y caballeros, ¿podemos
marcharnos ya, por favor? La commedia è finita.

Hora cero más un año, cinco meses y cuatro días


Esa noche se quedó dormido sonriendo al recordar a Delarua, adorablemente
horrorizada por descubrir su capacidad de seducción, pero negándose a retirarse de
todas formas. Esos pensamientos deberían haber conducido a sueños mejores, pero el
reciente drama había despertado otros recuerdos más oscuros que no podía negar.
Las pesadillas lo esperaban.
Estaba sentado en un risco contemplando un lugar familiar, un lugar donde había
vivido una vez: suaves y frescas cúpulas residenciales en pálidos grupos como frutas
en una vid; caminos entremezclados que conectaban unas con otras, y una tierra gris
verdosa bajo el cielo azul. No era ese el último sitio donde había vivido, pero sí donde
lo había hecho durante más tiempo, y los acontecimientos que llevaron a su marcha
habían sido su primera experiencia de la manera tan súbita y completa con que puede

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hacerse añicos una vida corriente.
—¿Cómo te sientes ahora?
Junto a su rodilla se sentaba un perrito de la sabana, que enviaba la pregunta de
mente a mente con la claridad que solo pueden proporcionar los sueños. Concentró
en él sus tristes ojos con amable preocupación, esperando una respuesta.
—Está vacío —respondió él, reacio—. Aquí ya no vive nadie; solo fantasmas que
llaman a mi alma.
La sensación de temor crecía, y le advertían de que el sueño estaba a punto de
ponerse muy, muy feo. Una esquina del cielo lo confirmó al volverse negra: no el
negro de una nube de tormenta, sino un tono verdaderamente maligno, como una
tinta que viniera a manchar y teñir la atmósfera.
—Ya están muertos —declaró desafiante—. No hay ninguna necesidad de esto.
El perro se levantó.
—Yo en tu lugar me marcharía de aquí —gimió, mirando con terror cómo el cielo
era devorado. Retrocedió, vaciló y al final echó a correr hacia las altas hierbas que
había detrás de Dllenahkh.
—¡Espera! —gritó Dllenahkh, poniéndose en pie a toda prisa.
El risco se desmoronaba bajo sus pies, pero eso era miedo corriente. La verdadera
pesadilla provenía de la fría luz de las estrellas que brillaba a través de la absorbente
oscuridad, el tipo de luz estelar que solo brilla en las lunas sin vida.
—Se acabó. Ha terminado —insistió, diciéndoselo al sueño, diciéndoselo a sí
mismo. Las casas desatendidas y las carreteras silenciosas se desvanecieron en un
ocaso permanente. No podía dejar de mirar cómo desaparecían las últimas, incluso
mientras sus pies resbalaban y sus manos se aferraban inútilmente a la tierra suelta y
la hierba seca, tratando de impedir la caída, la caída a la nada, la caída para siempre.
—Despierte, consejero.
La mano de Tarik en su hombro fue un ancla bienvenida. Se incorporó poco a
poco, combatiendo los restos del sueño.
—¿Qué ocurre, Tarik? ¿Qué sucede?
Tarik señaló el palmar de Dllenahkh, que estaba en la mesa junto a la cama.
—Acaba de llegar un mensaje de Nueva Sadira. Nasiha pensó que debería saberlo
lo antes posible.
Despertó por fin con un subidón de adrenalina y cogió su palmar.
—¿Sabe de qué se trata?
—La comandante observa el protocolo de secretos oficiales al pie de la letra —dijo
Tarik con demasiada sinceridad en la voz.
Dllenahkh no dijo nada más. Era bien consciente de que esas reglas no decían
nada sobre lo que podía comunicar sin palabras una oficial superior a su esposo de
rango inferior. En vez de eso, miró el palmar. Cuando terminó de leerlo y releerlo,

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alzó la mirada, pero Tarik ya se había marchado. Apagó el palmar y volvió a
tumbarse, pero el tumulto de emociones que bullía en su interior era tan fuerte que
tuvo que hablar.
—Bien —le dijo triunfante a la oscuridad—. Naraldi ha vuelto a Cygnus Beta.

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La casa del amo

—¿Crees que Nasiha continuará con nosotros? —le pregunté a la directora.


Estábamos en el muelle viendo cómo cargaban los suministros en nuestra nueva
lanzadera, una nave capaz de viajar por aire y por mar. La publicidad que rodeaba a la
misión había sido muy positiva, con más asentamientos pidiendo que les hicieran
pruebas de tendencias sadiri genéticas o culturales. Como resultado, nuestro
presupuesto había aumentado.
—Me sorprendería mucho que se marchara ahora —dijo Qeturah con una sonrisa
—. Parece tener la idea de que pedir baja para quedarse embarazada sería dar un mal
ejemplo. Algo relativo a «no crear la impresión de que el hecho de que las hembras
sean frágiles y engendren hijos no es algo habitual». Los análisis dicen que su salud es
perfecta, así que puede hacer lo que se le antoje.
—María no tuvo incidencias con Rafi. Gracie le dio algo más de problemas —
empecé a decir, pero entonces cerré la boca. Incluso los males de María podían
haberse debido a la influencia y, por tanto, no eran el mejor ejemplo.
—¿Satisfecha con el veredicto? —preguntó Qeturah después de una breve pausa.
Me encogí de hombros.
—Más o menos lo que era de esperar.
Las habilidades altamente específicas de Ioan y su arrepentimiento, al parecer
auténtico, le habían deparado una sentencia bastante suave de un año de
rehabilitación seguido de un seguimiento de por vida a través de un implante
subcortical. Y no podría ver ni a María ni a los niños nunca más. El fiscal no había
podido demostrar mala intención, pero sí se encontró una duda razonable (¡ja!) y,
como resultado, el dictamen del tribunal mostró merced y cautela.
—La granja está ahora alquilada, y se alojan en casa de mi madre. Rafi asiste a una
escuela especial. No está muy impresionado con el tema, pero se adaptará.
Sabía que daba la impresión de que estaba repitiendo un informe, pero calculé que
no estaba diciendo nada que ella no supiera ya, y creaba la ilusión de que una vez más
estaba dispuesta a hablar con ella sobre mi vida privada.
Pareció funcionar, porque Qeturah se limitó a asentir, esperó unos segundos, y
luego cambió de tema.
—Nasiha me preguntó qué técnicas existían para prolongar los años de fertilidad

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femenina.
Alcé las cejas, dedicada a múltiples tareas mientras iba tachando artículos del
inventario en mi palmar y les gritaba a los estibadores.
—Lo siento, ¿qué decías? ¿Prolongar la fertilidad? Es bastante joven según los
haremos sadiri… ¿Por qué debería preocuparle eso ahora?
—Oh, no era para ella. Era para ti.
Casi solté el palmar.
—¿Qué? ¡En nombre de todos los demonios! ¿Por qué yo? ¿Qué le he hecho?
Qeturah estuvo a punto de soltar una carcajada.
—Relájate, Delarua. Es un cumplido…, creo. Estaba diciendo que deberías
registrarte en la lista especial de potenciales esposas sadiri, y cuando señalé que había
un límite de edad para eso, sugirió que ampliar los años de fertilidad resolvería
cualquier objeción.
Yo estaba negando ya de un lado a otro por lo absurdo de todo aquello.
—No te preocupes. Le dije que, dada tu proporción de herencia ntshune, tal vez
puedas tener hijos durante mucho más tiempo que la cygniana media. Calculo que
todavía te quedan unos veinticinco años, tal vez incluso treinta.
—¡Qeturah! —susurré, lanzándole una mirada furtiva al estibador más cercano—.
¿Tenemos que discutir mis asuntos privados aquí delante para que los pueda oír todo
el mundo? ¿Qué clase de doctora eres?

Yo esperaba que se tratase de una misión rutinaria. Las islas Kir’tahsg eran famosas
por su lejanía e inaccesibilidad, y como tales eran el equivalente genético y cultural a
un envase sellado al vacío. Siempre esperábamos con interés los informes de
seguridad de Fergus sobre la flora y la fauna y la estrategia de salida de emergencia,
pero en aquella ocasión fue la charla de la directora lo que llamó nuestra atención.
—El protocolo deber ser cumplido estrictamente —dijo.
—¿Es uno de esos sitios estirados y formales? ¿Aún más formal que la Corte
Bendita? —pregunté.
Ella se cruzó de brazos de un modo que reconocí como un intento de preparación
antes de decir algo difícil.
—Más que eso. Quiero que todos se vistan con uniforme de gala. Hay que usar los
títulos en todo momento. Es una sociedad que se fundamenta en claves externas para
determinar el rango de una persona y cómo hay que tratarla.
Nos miró uno por uno para recalcar su argumento.
—Consejero. Primera oficial. Comandante. Teniente. Sargento. Cabo Lian, le
asciendo temporalmente a ayuda de campo, lo que infla tanto su importancia como la
mía. Consejero, le recomiendo que se refiera a Joral como su primer secretario.
Nos volvió a mirar, como si pretendiera hacerlo con objetividad.

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—Uniforme azul formal del Consejo Científico Interplanetario. Negro formal del
Servicio Civil con túnica blanca. Vestido blanco de Servicio Militar. Lo que sea
adecuado para la cultura sadiri, y no sean modestos. Lleven todas las medallas y
condecoraciones especiales. La separación entre siervo y amo es amplia y profunda en
este lugar. No quiero que ninguno de ustedes se quede atrapado en el lugar
equivocado.
Nuestra primera visión de la principal isla epónima fue tan imponente como el
informe de la directora. No había nada que se pareciera a una playa o un muelle de
desembarco. Unas altas rocas se alzaban sobre la violenta marea, y todo el paisaje
parecía consistir en pendientes de cuarenta y cinco grados o más. Sin embargo, había
huellas de civilización. La misma roca gris se alzaba en forma de ciudades
amuralladas, que luego se mezclaban con las peladas montañas grises, y hacían difícil
ver dónde terminaba la muralla construida por el hombre y dónde comenzaba el
acantilado natural. Dicen que kir’tahsg significa «invencible» en algún antiguo
lenguaje cygniano muerto hace mucho tiempo, y fue fácil ver cómo se había ganado la
isla su nombre. Tuvimos que desembarcar en pleno océano, sumergirnos y luego salir
a la superficie en una enorme cueva que parecía un hangar.
No obstante, la bienvenida fue bastante más cálida que la primera impresión.
Llevaron a nuestro grupo en hovercoche al Salón del Amo de Kir’tahsg, un imponente
palacio ubicado en la ciudadela central y rodeado de enormes jardines con árboles
primorosamente podados y céspedes cuidados. Yo me esperaba la decoración
minimalista que tanto satisfacía a la mente sadiri, una mente que podía sumergirse en
fórmulas de reflexión fractal con la mera visión de una alfombra de cuadros. Pero
aquel no era el caso, ni al aire libre ni de puertas adentro. Los sirvientes y oficiales de
la mansión del amo iban lujosamente vestidos. No era ostentación: se trataba de una
muestra más sutil de tejidos ricos pero sencillos, bordados simples pero hechos con
habilidad. Metales preciosos y gemas en un diseño clásico y sobrio asomaban en los
muebles y adornos, y en las muñecas y cuellos y orejas de los nobles y de los sirvientes
de rango superior. Los nobles también llevaban el pelo largo, atado hacia atrás con
tiras de terciopelo enjoyado o broches esmaltados.
Oh, sí, el pelo. Déjenme que les hable del pelo. Era demasiado obvio y un poco
incómodo. El amo, los oficiales de su guardia, el heredero del amo y todas las demás
personas de rango o valor presentes en el salón eran tan sadiri como el que más. Su
pelo brillaba y su piel tenía un leve resplandor zhinuviano. Por otro lado, todos los
sirvientes tenían el pelo corto y mate, y una piel poco luminosa. Comprendí el deseo
de Qeturah de hacer que los tipos terrestres pareciéramos de lo más oficial posible.
El amo era tan impresionante como la Reina Hada, pero su aspecto era anciano y
venerable. No se levantó de su asiento, aunque parecía delgado y en buena forma
física. Nos hizo sentarnos según nuestro rango y posición, y escuchó con cortesía

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mientras Dllenahkh y Qeturah formulaban sus peticiones. Al principio pensé que
todo saldría bien, porque cuando sus ojos se posaban en los sadiri lo hacían con aire
de gran alegría y contento, como si estuviera viendo que por fin iba a suceder algo
después de una larga espera. Me equivocaba.
—Lamento decir que debemos declinar participar en esta prueba genética —dijo
el amo sin tapujos.
Qeturah se quedó de una pieza ante aquella negativa total y sin excusas.
—Las pruebas genéticas son útiles para determinar la compatibilidad. También las
usamos como guía para calibrar el potencial psiónico medio de los miembros de una
comunidad.
El amo sonrió.
—Con respecto a las habilidades psiónicas, les informo aquí y ahora de que no
tenemos ninguna. La práctica de las disciplinas mentales, ay, ha muerto, y con ellas
todas las habilidades telepáticas de nuestros antepasados. Y en cuanto a la
compatibilidad con los sadiri… Bueno, mírennos —agitó con languidez una mano
como para indicar su aspecto sadiri, pero no pude dejar de mirar a los terrestres de
pelo corto.
Todavía sorprendida, Qeturah extendió la mano para coger un vaso de la bandeja
que le ofrecía un chiquillo, pero sus manos no llegaron a alcanzarlo y se rompió en el
suelo.
—Lo siento mucho… —empezó a decir.
El mayordomo del salón la interrumpió con una orden lacónica al niño que a mí
me sonó a «asegúrate de que no vuelvas a fallar» o «nos aseguraremos de que no
vuelvas a fallar». Puede que fuera lo segundo, porque los ojos del niño se llenaron de
espanto y cayó de rodillas, tratando de recoger los pedazos de cristal.
Mientras yo observaba atenta todo aquello, oí decir al amo:
—Llevaos al niño fuera y traed otro vaso de refresco para la directora.
Por supuesto, el niño pareció aún más aterrorizado y se cortó la mano con un
fragmento afilado.
Nasiha se levantó de su asiento, pisando los fragmentos rotos con un intimidador
ruido aplastante. Recogió al niño y le sujetó el puño con firmeza para restañar el hilo
de sangre que ahora amenazaba con manchar las losas de mármol.
—Yo lo llevaré fuera —le informó bruscamente al amo—. Que limpien esto —le
dijo al sorprendido mayordomo—. Delarua —continuó—, nuestro botiquín. Rápido.
El amo solo pudo sonreír débilmente. Creo que estaba acostumbrado a algo que
yo apenas estaba aprendiendo: no se le puede llevar la contraria a una sadiri
embarazada. Corrí hasta las habitaciones de Qeturah en busca del botiquín y regresé
al pasillo ante el salón de recepciones donde Nasiha le hablaba suavemente al niño. Lo
limpiamos y curamos en cuestión de minutos. Él se quedó mirándonos asombrado

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mientras yo guardaba el botiquín.
—Ahora corre —dijo Nasiha con amabilidad.
El niño obedeció, dirigiéndonos una sonrisa de incertidumbre.
—Nasiha, no pretendo ser maleducada, pero ¿no se ha dado cuenta de que se ha
vuelto un poco…? —no podía utilizar la palabra «emotiva»—. ¿Un poco más
vehemente que de costumbre, tal vez?
—Por supuesto que sí —replicó ella—. Es una consecuencia natural del embarazo.
El instinto maternal de protección debe aumentar.
—Oh, bueno, mientras sea natural —murmuré, vacilante.
Ella me miró impasible y me tendió un frasquito lleno de fluido rojo.
—¿Qué es esto? —dije, completamente confundida, pero aceptándolo de todas
formas.
—La sangre del niño. Y tal vez algo de piel. Creo que debería analizarlo.
—No estoy segura de que deba hacerlo —fruncí el ceño—. No hay ningún motivo
médico para hacerlo, y el amo nos ha prohibido hacer pruebas genéticas.
Nasiha asintió.
—Comprendo. Pero respóndame a esto, Delarua. Cuando sujeté la mano del niño,
detecté que la concentración de receptores telepáticos de su palma estaba muy por
encima de la cantidad media de los terrestres. ¿Por qué motivo es un sirviente de una
casa que parece tener nobleza tasadiri y una clase sirviente terrestre?
Parpadeé ante aquella nueva información.
—Eso me hace sentir curiosidad —admití—. Pero no se lo diga a la directora, ¿de
acuerdo? Esto es off the record.
Fui a verla a sus habitaciones a primera hora de la mañana siguiente.
—Terrestre, sí, pero también un poco de sadiri y bastante de zhinuviano. ¿Cómo
lo supo?
Nasiha se encogió de hombros.
—Cuando el amo habla, hay muchas cosas que se guarda. Los nobles del salón y
los criados de rango superior han tomado lecciones de evasión similares. La
experiencia me ha enseñado que una casa rica y bien dirigida es como un iceberg. Ves
la punta, pero debes tener en cuenta el noventa por ciento invisible que hay debajo.
Tarik, que llevaba un rato escuchando en silencio, dijo algo desconcertante.
—Tengo más información sobre ese noventa por ciento. Me levanté, como de
costumbre, antes del alba para hacer mi meditación, y me asomé a nuestra ventana
para contemplar la ciudadela. Vi barrenderos y recogedores de basura. En ese
momento no estaba seguro, debido a la distancia desde la que observaba, pero con
esta nueva información creo poder decir con certeza que fueron zhinuvianos.
—Creo que es hora de hablar con la directora —decidió Nasiha.
—Por favor, encuentre un modo de dejarme fuera de todo eso —le supliqué.

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Ella me miró.
—Vale —suspiré—. ¿Por qué no les busco a Dllenahkh y Joral?
Joral estaba cerca, en las habitaciones que compartía con Dllenahkh, así que me
limité a indicarle que se presentara a Nasiha. Tuve que ir fuera a buscar a Dllenahkh.
Nasiha había hecho alguna concesión a su «delicado estado», y como resultado había
rechazado una invitación del heredero para ir a montar a caballo. Tarik había optado
por quedarse con ella y ser el marido bueno y esforzado, lo cual dejó a Dllenahkh para
encargarse del heredero. Galopaban alrededor de una pequeña pista que rodeaba un
corral. Parecía muy divertido. El heredero ganaba, pero no por mucho, como
deferencia a su invitado.
—¡Tiene usted un don natural, consejero! —le oí gritar con alegría.
Dllenahkh refrenó con cuidado su montura, que estaba todavía nerviosa tras la
breve carrera.
—Tenemos bestias similares en las granjas sadiri. Ya había cabalgado un par de
veces.
Entonces miró alrededor y me vio.
—¡Delarua!
Hice una reverencia.
—Con su permiso, excelencia. Consejero, se requiere su presencia en el salón.
Yo tuve parte de la culpa, lo sé. Mientras me inclinaba, alcé la mirada para ver al
heredero. Tenía el pelo atado con un cordón escarlata, a excepción de dos grandes
mechones que le caían casi hasta los ojos. Cuando me erguí, incluso miré a
Dllenahkh, calibrando su pelo en comparación. Estaba revuelto por la galopada,
empujado a un lado de su frente en una desordenada onda marrón oscuro, pero
incluso con el pelo cortado más al estilo sirviente que noble, seguía pareciendo más
regio que el heredero. Este, sin embargo, vio solo la mirada que le dirigía él, y tomó
mi cautela por coqueteo y mi curiosidad por interés.
—Eres nueva —dijo, saltando de la silla con una sonrisa.
Se acercó a mí y colocó la punta de su pequeña fusta bajo mi barbilla. Apenas tuve
tiempo de mirarlo con ojos llenos de sorpresa y furia antes de que una sombra cayera
sobre nosotros.
Miró a Dllenahkh con una sonrisa taimada.
—Lo siento, consejero. ¿Es una de las suyas?
Hubo un momento de completo silencio mientras Dllenahkh hizo como si no
hubiera oído la pregunta.
—Le presento a la primera oficial Grace Delarua, miembro de esta misión y
segunda en rango civil tras la directora —dijo Dllenahkh al final, con un tono blando
que era una advertencia en sí mismo.
El heredero alzó las cejas, parpadeó y me hizo caso omiso, devolviendo su

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atención a Dllenahkh.
—Deberíamos volver a correr antes de que se marchen. ¿Mañana, tal vez? Nos
veremos en la cena.
Se marchó, golpeándose ociosamente la pierna con la fusta.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté, aturdida ante tal descortesía.
—Sospecho que no es usted lo suficientemente noble para el matrimonio ni lo
bastante común para la cama —musitó Dllenahkh con cinismo, siguiendo la marcha
del heredero con los ojos entornados—. Por su conversación, deduzco que en su
mundo las mujeres apenas sirven a otro propósito.
—Gusano —dije sucintamente—. Mire, estoy aquí porque Nasiha y la directora
quieren hablar con usted. ¿Cree que podrá librarse de su nuevo amigo?
—Con placer —dijo Dllenahkh, igualando mi frío tono—. Me sorprende, Delarua,
que esta sociedad sea mucho más aspecto que sustancia en lo que se refiere a ser
sadiri.
—Oh, es usted un hombre sabio, muy sabio —repliqué, suspirando.
Escolté a Dllenahkh a las habitaciones de Qeturah, donde Nasiha y Tarik estaban
ya esperando. Fergus, apostado en la puerta, parecía una pizca más sonriente que de
costumbre, pero me dirigió una mirada de reojo y en sus ojos se iluminó un breve
chispazo.
—¿Le gustaría ponerle las manos encima a algunas muestras genéticas? —dijo,
con el mismo tono que un buscavidas de Ciudad Tlaxce usaría para describir
mercancía rara y a buen precio que podría o no podría haberse caído de la parte
trasera de un vagón de carga.
—Sabe que sí —susurré con el mismo tono.
—Bien —respondió, y se volvió hacia su colega—. Lian, si la directora necesita
algo, cúbreme. Vuelvo en seguida.
A Lian pareció no hacerle gracia, pero se limitó a ocupar su puesto junto a la
puerta, con un silencio lleno de reproche.
Fergus me miró de arriba abajo, evaluando mi aspecto.
—Quítese la túnica blanca. El negro pasará por ropa normal.
—¿Y Joral? —pregunté, quitándome el atuendo y poniéndoselo a Lian en las
manos—. ¿No debería venir también? Puede que necesite ayuda.
—No puede venir. Se parece demasiado a ellos —murmuró Fergus mientras se
ponía en marcha.
—De acuerdo —dije, siguiendo sus grandes zancadas con dificultad—. ¿Qué es lo
que sucede, exactamente?
—Lian y yo descubrimos ayer unas cuantas cosas que pensamos que deberíamos
presentarle.
Bajó por una escalerilla.

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Estaba a punto de preguntarle por qué no se había limitado a hablar con Qeturah
cuando llegó a una puerta cerrada, llamó con los nudillos y dijo algo irreconocible.
—¿Qué idioma es ése? No lo conozco —dije.
Me dirigió una mirada sombría.
—Me sorprendería mucho que lo hiciera.
La puerta se abrió, unos pocos centímetros al principio, y luego más. Dentro había
un grupito de personas sentadas alrededor de una mesa, una compañía bastante
variopinta. Fergus me hizo pasar mientras los observaba, leyendo el lenguaje social de
sus atuendos. Eran sirvientes de rango alto y criados de orden inferior. También había
criados de ínfima categoría a quienes no había visto antes, con ropa burda y sencilla,
cabezas afeitadas y piel que brillaba en la habitación tenuemente iluminada.
Fergus rompió el opresivo silencio.
—Cuéntenselo, y hablen rápido. No tenemos mucho tiempo.
Un hombre alto de piel clara y ojos brillantes se levantó.
—Me llamo Elion. Estas son algunas personas a quienes les dijeron que
desaparecieran mientras durase su visita. Déjeme que le muestre por qué —se señaló a
sí mismo—. Se diría que soy zhinuviano por mi aspecto, pero mi padre era noble.
Pero con estos ojos no tendré ni estatus ni trabajo dentro de la casa del amo.
Pasó a una hermosa mujer de oscura piel olivácea, ojos marrones y largos y
brillantes mechones que le caían sobre el rostro. Para mi sorpresa, llevaba ropas de
sirviente de alto rango.
—Mi medio hermana. ¡Mi madre tenía tantas esperanzas! Fue la primera de
nuestra familia en alzarse por encima de la clase servil. Pero ninguno de sus hijos ha
vivido más de una semana. El primero no tenía ojos, el resto tenían manos y pies
deformes, y todos ellos tenían corazones débiles. Ahora temen permitirle que tenga
más hijos, de ahí el descenso de categoría… y la advertencia.
Le apartó el pelo para que yo pudiera ver la marca que cruzaba su rostro desde la
sien a la mandíbula, una cicatriz ancha y fea que no tenía ninguna letra ni símbolo, y
que servía a un único propósito: afearla. La mujer mantuvo la cabeza gacha, roja de
vergüenza.
La siguiente mujer que había ante la mesa tenía la piel un poco más oscura que
Qeturah, y un pelo negro tan brillante que resplandecía con un verde iridiscente, muy
distinto de los brillantes marrones y negros azulados comunes a los sadiri.
—Zhinuviana y terrestre. Ya ha conocido a su hijo. Lo ayudó cuando se cortó. No
importa. Desde entonces lo han castigado en un lugar donde no les importa si corre la
sangre.
—¿Qué…? —empecé a decir, luego vacilé por mi rudeza al interrumpirlo—.
Quiero decir que creo que entiendo lo que me está diciendo, pero ¿qué espera que
haga al respecto? Nuestros colegas sadiri ya son conscientes de que no se les está

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mostrando todo Kir’tahsg. No es fácil engañarlos. Y si les preocupa cómo están
tratando al chico, ¿por qué no se limitan a acudir a las autoridades locales?
Entonces habló una mujer de aspecto zhinuviano a la que hasta aquel momento
no nos habían presentado. Se dirigió preocupada a Fergus en aquella extraña lengua.
Él respondió con tono tranquilizador.
—Esta es Karya —dijo Elion—. Acaba de incorporarse al servicio. Es una esclava
zhinuviana… comprada, no nacida en la ciudadela.
—La esclavitud no existe en Cygnus Beta —dije con brusquedad, pues no me
gusta que me tomen por una necia de corazón blando—. ¿No se les paga un sueldo?
Cada uno de ustedes debe estar registrado en el Sistema de Rentas y Pensiones. Es
imposible que el amo pueda evitar eso.
La sonrisa de Elion se curvó en una sonrisa cínica.
—Lo único que tiene que hacer es reclamar los créditos de la manera adecuada. El
coste de nuestra comida, nuestro techo, nuestras ropas… De algún modo, todo se
equilibra a la perfección.
—Eso es imposible. El gobierno está alerta ante ese tipo de trucos.
—Oh, hay un exceso de créditos. Pero no nos llega a nosotros. Se paga en
instalaciones a nuestros antiguos dueños.
—El amo tiene relaciones con un cártel de Zhinu —dijo Fergus en voz baja—. Les
han estado comprando durante generaciones, y cuando hay infertilidad, o defectos de
nacimiento, o rebeliones, se producen también algunas ventas.
—No tiene que creernos —dijo Karya orgullosa—, pero tome nuestros datos
genéticos. Alguno podría estar todavía registrado como desaparecido. Tendrán el
perfil genético que quieren, y nosotros la oportunidad de que nos encuentren.
La gente siempre cree que los análisis genéticos pueden hacer milagros. No había
ninguna base de datos global todavía. No estábamos conectados a ninguna base de
datos galáctica. No había ninguna garantía de que pudiéramos encontrar el archivo de
una persona desaparecida cotejando el ADN. Sacudí la cabeza ante aquella tontería,
aunque me oí a mí misma decir:
—Sí.
Los datos que me llegaron fueron preocupantemente concienzudos. No solo
proporcionaron muestras de su propio ADN. La nobleza de la ciudadela estaba bien
representada, ya que sus criados, mucamas y personal de limpieza saquearon sus
habitaciones y efectos personales en busca de rastros genéticos. Lian me miró con el
ceño levemente fruncido, producto de la ansiedad, cuando acepté la primera de las
muestras robadas, pero yo repliqué con un silencio, y Lian lo reconoció con un lento
gesto de asentimiento, preocupado aún. No podía marcharme de Kir’tahsg sin dar
algunas respuestas, ya fueran éticas o no. Dejé a Fergus y Lian para ver la recolección
del resto de muestras, y así poder empezar en el laboratorio, pero todavía me vi

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obligada a presionar a Joral para que completara el análisis en tres días. Los resultados
fueron clarísimos.
Joral se quedó muy sorprendido.
—No comprendo. ¿No hemos encontrado tres grupos genéticos distintos en
Kir’tahsg: tasadiri, terrestres y zhinuvianos?
—Las apariencias engañan, Joral —murmuró Lian con amargura.
—¡Exactamente! —exclamé—. Se podría elegir a un sirviente de pelo mate, ojos
claros y piel oscura, y tendríamos la misma posibilidad de encontrar características
sadiri que con cualquiera de esos elitistas de pelo brillante.
—Pero esto lo hemos visto antes. ¿Qué la ha hecho enfadar tanto? —preguntó
Joral.
—¿Además de bordear la esclavitud, quieres decir? —preguntó Fergus, con tono
cáustico.
—Tranquilo, tío. No ha visto lo que hemos visto nosotros. —Lian trató de
calmarlo.
—Solo tenemos la palabra de Elion para el chanchullo de los sueldos —advertí—.
No lancemos acusaciones sin una investigación adecuada.
Fergus me fulminó con la mirada.
—¿Usted también? ¡No! —rezongó.
—¿Qué quiere decir? —pregunté, frunciendo el ceño.
—La directora. Me dijo que no podíamos intervenir, que ese no es nuestro
trabajo.
—¡Bueno, nos guste o no, tiene razón! —exclamé—. ¿Planea convertirse en un
ejército de un solo hombre? ¿Cree que puede derribar al gobierno local?
Su rostro se convirtió en una máscara de rasgos decididos.
—El ejército ya está aquí. Todo lo que necesitan es un poco de liderazgo y un poco
de información relevante.
—Oh, no —me reí sin ganas—. Eso no va a suceder, sargento.
—No es factible —murmuró Lian, aunque con cierto pesar.
Fergus le sonrió ferozmente a Lian, en parte con humor amargo, en parte a modo
de advertencia.
—Ese ascenso que has recibido es solo decorativo. Sigo siendo tu superior, así que
si digo que vayamos…
—No dirá nada de eso —grité—. ¡Ya puestos, yo le supero en rango a usted, y no
vamos a hacer nada tan estúpido solo porque tenga la cabeza trastornada por una
guapa zhinuviana!
Fergus se volvió hacia mí, y durante un momento pensé sinceramente que iba a
golpearme.
—Fui esclavo de los zhinuvianos —dijo.

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—¿Qué? —dije, mi furia borrada en un instante por la total sorpresa.
—Tienen la mejor flota mercante de la galaxia. ¿De verdad cree que todos sus
cargamentos son legales? Este tipo de chanchullo es demasiado familiar. Sé que Elion
dijo la verdad. Así es como trabajan. Irónico, ¿verdad? La Tierra recibe más
protección de los cárteles zhinuvianos que el resto de nosotros. Eso me hace
preguntarme si tiene algún sentido que los Cuidadores nos trajeran aquí. —Su voz
resonaba profunda y grave de puro odio.
Supongo que hasta ese momento yo no había querido creer. La idea de que
pudiera trancarse justo delante de las narices del gobierno cygniano…, y que no
fuéramos más inmunes a la opresión que ningún otro planeta… me estremecía.
Me había estado aferrando a la posibilidad de que Elion hubiera exagerado,
malinterpretado, alucinado o mentido, pero ahora tenía que considerar la posibilidad
de que fuera la verdad. Vio el rostro tranquilo y compasivo de Lian y advertí que
aquello no era nuevo; al menos, no la parte que se refería al pasado de Fergus. Miré a
Joral, quien estaba visiblemente escandalizado, no solo respecto a quién vendía los
esclavos, sino también a quién los compraba.
—Siga cumpliendo sus órdenes —murmuré—. Tengo que hablar con la directora.
La ira de Fergus irradiaba en su mirada y en la tensión de su pose, que me
quemaban incluso en la distancia. Vacilé, fijé mis escudos con más fuerza y salí
aturdida de la lanzadera.
—¡Espere! —llamó Joral.
Frené el paso para que pudiera alcanzarme, pero no me detuve y no lo miré.
—¿Qué le digo al consejero? —jadeó.
—Cuéntaselo todo. Todo. —Me detuve un instante, agaché la cabeza y admití—:
Lamento que no investigáramos de manera más concienzuda antes de venir aquí. Les
hemos hecho perder el tiempo.
—¡Delarua!
Era la primera vez que, sin influencia química, se dirigía a mí por mi apellido y sin
mi título, así que presté atención y lo miré a los ojos.
—No puede echarse la culpa de esto. Queremos investigar todos y cada uno de los
aspectos de nuestra cultura que hayan sobrevivido. Hemos aprendido mucho, tanto
las estrategias óptimas como los fracasos referidos a la conservación y el desarrollo
futuro de nuestra sociedad. Le estamos agradecidos. De verdad.
Joral era tan encantadoramente formal que sentí deseos de abrazarlo, y no por
primera vez. Me contuve y me contenté con una media sonrisa y una palmadita en el
brazo. Entonces nos apresuramos para ir a informar a nuestros superiores.
Sospecho que su conversación pudo ser bastante más directa que la mía, aunque
difícil, en su estilo. Qeturah escuchó lo que yo tenía que decir, y luego su cara adoptó
aquella expresión, la misma que yo le había dirigido a Fergus: la que sopesaba los pros

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y los contras de actuar e intentar decidir no solo lo que estaba bien, sino también lo
que era posible. Se acercó a la ventana, se asomó un instante y luego empezó a
caminar lentamente por la habitación.
—¿Sabe? —dijo con severidad, mientras se giraba para mirarme con el ceño
fruncido—. La adquisición ilegal y las pruebas de material genético son una ofensa
grave.
Yo lo sabía. Lo sabía cuando lo hice. No dije nada.
—Y además es la palabra de un hombre, no tiene ninguna prueba real.
—El resultado de los análisis… —empecé a decir, las manos abiertas y suplicantes.
—Solo demuestran que tienen un feo sistema de clases basado en el fenotipo —
interrumpió ella, deteniéndose un instante para mirarme antes de continuar con su
lento y preocupado recorrido por la habitación—. Algunas sociedades cygnianas lo
hacen así. Puede que no las vuelva deseables, pero tampoco criminales.
—Qeturah —intenté coaccionarla un poco—. Creo que esto es pasarse de la raya.
—A menos que podamos demostrar que hay tráfico humano, lo máximo que
podemos hacer es enviar un informe y dejar que el Gobierno Central determine en su
debido momento si es necesaria una investigación —dijo ella de manera sensata,
correcta y decepcionante.
—Qeturah…
—¡Grace! Mira este lugar. Por algo lo llaman invencible.
Se hundió en una silla como si estuviera agotada física y mentalmente, después de
haber llegado a la conclusión de que todos los caminos conducían a un callejón sin
salida.
Me deprimí. Había estado guardando una última carta, algo que podía destruir a
la clase gobernante de Kir’tahsg. Ahora no tenía más remedio que jugarla.
—Tengo pruebas de algo que sí es un delito —dije en voz baja.
Ella se envaró.
—¿Por qué no me lo dijiste…? Oh, se basa en el material que obtuviste de manera
ilegal. Bueno, será de muchísima ayuda.
—Esa prueba es admisible cuando el delito es suficientemente grave, y el agente
que la obtiene recibe el castigo adecuado. Al fin y al cabo, no ibas a dejar que me haya
saltado las normas, ¿no?
Qeturah se irguió. Creo que la expresión de mi rostro empezaba a preocuparla.
Desde luego me preocupaba a mí, porque mis músculos faciales no recordaban esa
expresión en concreto. Era de furia, desdén y sombría resignación del tipo que
proclama: «Los que van a morir te saludan».
—Los análisis demuestran que el amo de Kir’tahsg es el progenitor de más del diez
por ciento de los criados de su casa —dije con frialdad—. El heredero, que todavía es
joven, solo ha conseguido contribuir con dos retoños a la plantilla general de

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sirvientes. No puedo dar números exactos. Algunos de los linajes familiares eran…
complicados.
Qeturah parpadeó y apartó el rostro.
—Habría que hacer análisis sobre datos individuales e identificados para
conseguir esa información —dijo en voz baja—. Como funcionarios y científicos, solo
se nos permite dar resultados agregados sobre datos genéticos si existe una causa
médica concreta. Esto es una violación directa no solo de los protocolos de nuestra
misión, sino también del Código General y del Código Científico.
De nuevo opté por no decir nada. Me sentía demasiado furiosa y triste como para
hablar.
—Por supuesto, cualquier progenitor que se niega a reconocer y mantener a sus
retoños al nivel social y económico adecuado es culpable de un delito punible. Y si la
coacción sexual es también un factor… —guardó silencio y se frotó las sienes.
—He advertido que la División de Protección Infantil tiende a actuar con más
velocidad y eficacia que el Departamento de Asuntos Internos —dije con sorna—.
Como no podemos colar la acusación de esclavitud, ¿crees que este cambio pudiera
valer?
Me miró con tristeza, pasando por alto mi amargura mal dirigida.
—Tiene que valer. Esto va a poner fin a tu carrera.
—Bueno, puedo vivir con eso —casi hipé con la mentira.
Ella siguió mirándome con firmeza. Le devolví la mirada sin pestañear. Después
de unos cuantos segundos, cedió y me tendió un palmar.
—Necesitaré un informe completo y una confesión.
Cogí el palmar, me senté, saqué un lápiz óptico y empecé.

Nuestras corteses pero frías despedidas por la mañana no dieron ninguna indicación
de lo que iba a suceder. De hecho, no fue hasta la reunión de evaluación de nuestra
misión en una posada en el puerto del continente cuando algunos miembros del
equipo se hicieron una idea completa de lo que había ocurrido y de lo que iba a
hacerse al respecto. Incluso Fergus pareció sorprendido cuando Qeturah dijo que
quedaba relevada de mi puesto a efectos inmediatos. A Lian, que lo sabía todo, se le
notaba la furia. Joral parecía confundido y empezó a susurrarle algo a Dllenahkh,
quien se limitó a asentir y pronunció unas cuantas palabras que parecieron
satisfacerlo. Los dos oficiales del Consejo Científico parecían graves, pero Nasiha me
vio mirarla y asintió. Mantuve mis escudos levantados y la expresión neutra. Debí de
parecer más sadiri que los sadiri.
Por supuesto, en el momento en que Qeturah nos despidió dejé de inmediato la
sala de reuniones de la posada y salí a caminar entre la bruma marina del crepúsculo.
Estaba demasiado furiosa como para llorar, así que eché a correr, pisoteando con mis

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botas el empedrado del muelle. Llegué más allá del final de la bahía, hasta llegar a una
pequeña cala con unas cuantas embarcaciones de recreo atracadas en la rada. Lanzar
piedras al agua desde la playa me ayudó a aliviar mis sentimientos, pero entonces le di
por accidente a un barco en la creciente oscuridad, y un grito de sobresalto me hizo
darme cuenta de que aquel no era el mejor momento para actuar como una
delincuente juvenil. Volví a nuestras habitaciones de la posada, sintiéndome más
amargada que nunca y esperando poder entrar sin llamar la atención de nadie, pero
fue imposible. Dllenahkh estaba sentado en el inclemente y sombrío exterior, con una
taza y una humeante tetera en la mesa junto a él, y otra taza igualmente humeante en
la mano. La luz de una lámpara hacía que toda la escena fuera dorada y de ensueño,
como un cuadro de Turner.
Me detuve. Él me miró, luego soltó su taza y se puso a servir té en la otra. Me
senté ante la mesa, cogí la taza y bebí en silencio durante un rato. Él no hizo ningún
amago de iniciar una conversación, sino que se limitó a permanecer sentado en paz
bajo la luz de la lámpara y dejando que el vapor de su té le envolviera el rostro
mientras bebía a placer.
—¿Alguna vez se ha preguntado si ha hecho lo correcto? —le pregunté por fin.
—Con frecuencia —respondió él—. Legalismos aparte, el no preguntárselo indica
una peligrosa falta de conciencia del casi infinito conjunto de opciones que presenta
la vida. ¿Más té?
Tendí la taza en mudo asentimiento. Las yemas de sus dedos rozaron las mías
cuando la recogía, y sentí una oleada de… algo. ¿Aprobación? ¿Afecto, tal vez? Lo
miré, sorprendida. Él me sostuvo la mirada durante un segundo antes de concentrarse
en servir el té.
Me limité a hablar por hablar.
—¿Acabo de torpedear mi carrera y lo único que se le ocurre ofrecerme es más té?
—Sí —respondió él, devolviéndome la taza—. Parece que surte un efecto
tranquilizador.
Sonreí a mi pesar.
—Gracias, Dllenahkh, pero ¿sabe?, creo que es usted, no el té.
Una leve sonrisa curvó sus labios mientras me miraba. Por un momento, vi… No
sé cómo explicarlo, pero solo vi a un hombre: no a una persona de otro mundo, no a
un extranjero, ni siquiera a un colega y amigo, sino solo a un hombre, relajado,
sonriente, alegre de estar en mi compañía. Sentí una extraña y rompedora sensación
de percibir de pronto algo de un modo diferente y, como resultado, de cambiar el
mundo entero. Mi sonrisa vaciló, me quedé sin aliento y bajé los ojos brevemente
antes de volver a alzar la mirada, sin llegar a saber lo que había visto.
Todavía me estaba mirando, el rostro inescrutable, pero sus ojos no eran
distantes. Mostraban curiosidad, como si también él se estuviera preguntando por

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algo que acababa de atisbar.
—Beba —dijo en voz baja—. No deje que el té se le enfríe.

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Asunto inconcluso

—Pase —dije, sombría.


Nasiha entró en mi habitación.
—Llega tarde a la práctica de meditación.
Yo estaba sentada en mi cama en ropa interior, rodeada de ropa: el negro formal
del Servicio Civil, verde camuflaje, diversas piezas y retales que ya no eran relevantes
en mi vida.
—No encuentro nada que ponerme —dije.
Ella miró el montón, luego me miró a los ojos.
—Tal vez tenga algo que le siente bien. También tengo dificultades con mi
vestuario. Hoy vamos a ir de compras.

Bajé a desayunar vestida con unos pantalones propios y una camiseta interior, y una
túnica sadiri que me había prestado Nasiha. Me serví un plato de comida y un tazón
de chocolate caliente, pero antes tuve que prepararme para enfrentarme a la mesa
donde estaban sentados Qeturah, Fergus y Lian. Dllenahkh me murmuró al lado:
—Hace una mañana soleada y cálida. Deberíamos sentarnos fuera.
Lo seguí, ocultando mi cara en el tazón para tomar un sorbo mientras pasábamos
ante mis antiguos colegas. Fuera, el día era glorioso y empezaba a ser ya sofocante,
pero con un viento fresco llegado del mar que suavizaba la humedad. Nos sentamos
cerca de Nasiha y Tarik, y no tardó en unírsenos Joral. Comí y bebí, ligeramente
consciente de la conversación en sadiri, pero sin prestar atención a lo que se estaba
diciendo.
—¿Son ustedes sadiri? ¿Sadiri de verdad?
La pregunta, algo sorprendida, procedía de un chiquillo de unos siete años que
estaba de pie en la acera delante de nosotros. Tenía el pelo marrón oscuro, liso y de
punta, brillando al sol de la mañana.
—Los he visto en los holos.
Todos dejaron de hablar y se concentraron en el niño, los rostros casi sonrientes.
—Sí —respondió Dllenahkh, inclinándose levemente hacia él—. Todos somos
sadiri. ¿Tú también lo eres?

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El niño sonrió y sacudió la cabeza con vigor, encantado con la pregunta. Parecía
dispuesto a decir algo más, pero una niña que caminaba unos diez metros por delante
lo llamó a gritos, con la expresión propia de una exasperada hermana mayor.
—¡Date prisa o llegaremos tarde!
El niño hizo una rápida reverencia, inclinó la cabeza, y los sadiri respondieron
gravemente antes de que echara a correr para reunirse con la niña. La mirada de
Dllenahkh era melancólica, quizás incluso triste, mientras lo veía marchar.
—¿Tiene hijos, Dllenahkh? —pregunté con curiosidad. En el momento en que
terminé de pronunciar esas palabras me quedé allí de piedra, con la boca abierta de
horror, demasiado avergonzada de mí misma como para comenzar siquiera a pedir
disculpas. Aunque era cierto que podría haber tenido hijos fuera del planeta, seguía
siendo una pregunta imposible de responder para cualquier sadiri. Habían muerto
tantas familias…
Su expresión me tranquilizó.
—No hay necesidad de inquietarse, Delarua. Nunca he tenido hijos. No se
presentó la oportunidad.
Estaba claro que había un leve tono de pesar en su voz. Nasiha debió de captarlo
también, pues dijo con firmeza:
—Sigue estando en la flor de la edad, consejero. Debería hacer de ello una
prioridad después del final de la misión.
Dllenahkh le dirigió una mirada que me recordó en parte a la divertida irritación
de Lanuri cuando lo manipularon, y en parte a mi propia respuesta al comentario de
Joral de que era «demasiado mayor». Sonreí, y recordé la revelación de Qeturah
cuando nos dijo que Nasiha había empezado a interesarse en mis capacidades
reproductivas. Las hormonas del embarazo sadiri deben de ser feroces.
—Gracias por su consejo, comandante, pero debe recordar que en fechas recientes
he estado ayudando a mitigar las consecuencias de los intentos demasiado
apresurados de establecer uniones entre parejas de los jóvenes sadiri de la colonia. Si
hiciera algo similar estaría dando un mal ejemplo. Antes prefiero ver muchos nichos
en una casa sadiri estable que varias uniones concebidas de mala manera y
produciendo un hijo por pareja. A ese fin, la felicito por su situación —y aquí inclinó
graciosamente la cabeza—, y deseo que tenga muchos más retoños en el futuro.
Lo hizo con elegancia, tanto más por ser sincero. Nasiha parecía (no había otra
forma de describirlo) llorosa. El rostro de Tarik mantuvo la admirada expresión de un
hombre que está tomando notas mentales detalladas para futuras referencias. Yo
oculté una sonrisa, y me pregunté cómo había aprendido Dllenahkh tan bien a alabar
el ego femenino.
Por supuesto, el que Nasiha estuviera de buen humor significaba que estaba en
buena forma cuando tocó ir de compras. Nada más llegar descubrió el mejor bazar del

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puerto, cargó un mapa en su palmar y empezó a hacer una lista en voz alta de sus
objetivos para la expedición.
Me froté la cabeza y traté de encontrar las palabras adecuadas.
—Ah, Nasiha, no estoy para derroches. Solo dispongo de un mes de paga por
despido, y no debería tocar mis ahorros hasta que encuentre otro trabajo… y un
apartamento también, ya que el mío está subarrendado durante unos cuantos meses
más.
—No se preocupe. Tengo en mente solo unos cuantos atuendos sencillos, que
sean adecuados para la vida diaria y el trabajo.
Me rendí y dejé que Nasiha se pusiera en modo madre. Me envolvió en una larga
saya blanca que llevaba por encima de un hombro, y cogió el equivalente a una
semana de camisetas interiores de colores básicos. Escogió dos faldas cortas, una larga
y dos pares de pantalones a juego con túnicas estilo sadiri, y seleccionó dos vestidos
largos, cualquiera de los cuales podía pasar por atuendos formales con los accesorios
adecuados.
—Al fin y al cabo —dijo sin pestañear—, puede que el vestido que le regalaron en
la ópera no resulte adecuado para todas las circunstancias.
Yo me cambiaba de ropa una y otra vez, mientras calculaba frenética cuántos
créditos costaba, pero cuando me acerqué al vendedor este se encogió de hombros y
dijo:
—La señora ya lo ha cargado a su cuenta.
Me dirigí al lugar donde estaba Nasiha. Miraba con desdén un vestido con un
gran encaje delante.
—¡Nasiha! ¡No puede pagarme todo esto!
Su expresión se volvió artísticamente sorprendida.
—Es más eficaz cargar todos los artículos a una sola cuenta, sobre todo porque
tengo una paga de maternidad para el propósito específico de comprar ropa nueva.
Ya zanjaremos el asunto entre nosotras en otro momento. Tengo entendido que es
una tradición cygniana comprar regalos didácticos a los niños apadrinados, ¿no?
Me sentí bloqueada, y se me notó en la cara porque sus ojos adoptaron esa
expresión tan sadiri de satisfacción cuando dijo:
—Ahora, los accesorios.
A estas alturas yo había empezado a sentirme como si de verdad estuviera
utilizándome como práctica para las hijas que pudiera tener. Encontró un broche
para mi chal, lo cual fue muy sensato; seleccionó dos cinturones, lo cual fue práctico,
y luego dudó sobre varias peinetas decorativas, lo cual era francamente innecesario.
—¡Míreme, Nasiha! ¡Tengo el pelo así de corto! —exclamé, mostrándole mi
pulgar y mi índice separados un centímetro.
Ella me examinó.

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—Sí. Creo que debería dejárselo más largo.
Compró las peinetas.
Me di cuenta de que no podía pararla, así que intenté divertirme, señalando chales
y túnicas y vestidos para su propio vestuario. Mientras ella estaba en el probador, me
escabullí para comprar algo a toda prisa, y lo aparté hasta que fuera el momento
adecuado.
Con todo, traté de razonar.
—Dice que podremos zanjar esto más tarde, pero no sé cuándo la volveré a ver.
¿No regresará a Nueva Sadira después de esta misión?
Ella miró a la distancia, la expresión meditabunda.
—No lo sé.
No fui capaz de contestar a eso. Ella me miró, y luego volvió a examinar el tejido
del vestido que estaba pensando en comprar.
—El consejero nos ha invitado a quedarnos en Cygnus Beta. Cree que Tarik y yo
ayudaríamos a promover la imagen adecuada de la vida familiar sadiri.
—Bueno, es cierto —dije con sinceridad—. Necesitan muchas más mujeres aquí…
y no me refiero solo a esposas futuras. Mujeres que puedan ser hermanas, tías, y
abuelas. Tal como están, son medio pueblo.
—El consejero y usted piensan de modo muy parecido. Ha pedido que vengan
mujeres mayores a las colonias de Cygnus Beta.
—Me alegro por él. Muy bien —sonreí con profunda satisfacción. Era bueno saber
que Dllenahkh no había puesto todas sus esperanzas en la misión de búsqueda de
esposas.
Nasiha eligió un vestido, lo puso en mis brazos junto con los demás que le estaba
sosteniendo y empezó a examinar otro atuendo.
—Tiene usted una consideración especial hacia el consejero.
Me reí ante su tono casual.
—Oh, no, eso sí que no. Sea lo que sea que haya pensado, sean cuales sean las
especulaciones con las que Tarik y usted se hayan entretenido, no tenemos esa clase
de relación.
Otra vez esa rápida mirada.
—Pero podrían. Ya están muy unidos, en más de un aspecto.
Sentí un retortijón de advertencia y aparté la lengua de mis dientes, por si se
acercaba demasiado a asuntos que no podía discutir.
—Ya oyó lo que le dijo —repliqué—. Tiene que darles buen ejemplo a los sadiri
más jóvenes. No puede casarse con cualquiera… y, desde luego, no con una
exfuncionaria caída en desgracia.
—Solo lo menciono porque… ¿quién sabe cuándo se volverán a ver?
Me quedé quieta, medio oculta por la ropa que tenía apilada en los brazos y alegre

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por eso. Aquello dolió. Dolió de verdad. Había aceptado que mi carrera estaba
acabada y que tendría que dejar la misión para encontrar otro trabajo, pero no había
prestado atención al hecho de que nunca volvería a trabajar con Dllenahkh.
—¿Delarua?
—Lo echaré de menos —admití, la voz algo apagada—. Pero eso no es motivo
para casarse a lo loco. Nasiha, me sorprende. ¿Es por…? —no podía decir «las
hormonas»—. ¿Es porque está…? —tampoco podía decir «embarazada»—. ¿Por qué
menciona esto exactamente?
Ella me quitó la pila de ropas y me miró como si fuera estúpida.
—Es obvio que él también la tiene en la más alta consideración. Me daba la
impresión de que los cygnianos estaban acostumbrados a los matrimonios
concertados.
La seguí hasta el vendedor.
—Dentro de lo razonable, Nasiha, dentro de lo razonable.
—¿No le parece físicamente atractivo, tal vez?
Me imaginé llevándome las manos a las orejas y tarareando a voz en grito, luego
descarté la imagen y traté de actuar como una adulta.
—No encuentro objetable al consejero de ninguna forma ni manera, Nasiha, pero
de verdad… Si encuentra algún otro modo, como por ejemplo que trabaje para él en
las granjas como asesora independiente o algo… Eso sería fantástico.
Era la pista falsa perfecta. Descargó las ropas para que las pasaran por el escáner y
se volvió hacia mí con súbita y veloz energía.
—Eso le gustaría, ¿no?
—¡Claro que sí! —exclamé—. De esa forma, todo el mundo sale beneficiado, no se
toman decisiones a la ligera y continuamos más o menos como antes.
Ella entornó ligeramente los ojos mientras me miraba.
—La creo, aunque solo sea porque ha conseguido discutir sobre el tema del
matrimonio sin recurrir una vez a la defensa lucha-o-huye.
—Bueno, tengo que darle las gracias por eso —dije de corazón—. Oh, y por
cierto… —rebusqué en mi bolsillo y saqué lo que había comprado cuando no estaba
mirando: un hermoso cierre en forma de gato para su chal—. Me pareció que podía
ser adecuado… —Sacudí la cabeza y lo intenté de nuevo—. Es práctico, pero también
un recordatorio… Oh, al infierno. No soy sadiri… No tengo que lanzar un discurso
formal solo para decir que te aprecio. Toma.
Con esas elocuentes palabras, se lo puse en el chal.
Ella lo rozó suavemente con la yema de los dedos.
—Gracias —dijo en voz baja—. Lo atesoraré.

Comprar ropa nueva fue catártico. Reuní todo el material que me habían asignado, lo

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metí en la mochila de campo y lo llevé a mi reunión con Qeturah al día siguiente.
Cuando ella lo vio pareció sorprendida, luego dolida. No comprendí por qué. No
obstante, se repuso y pronto nos liamos a discutir cómo y cuándo transferirle a Lian
los archivos e informes de la misión, pobre Lian, que iba a tener que pasarse vida y
media empapándose de todo el trabajo que yo había estado haciendo. Supuse que
Fergus tendría que ser el único encargado de seguridad, para aliviar la carga de Lian.
Podrían haber contratado a alguien nuevo, pero con la misión ya más que medio
terminada, me imagino que no era factible.
—Bien —dije con alegría—. Me aseguraré de que Lian lo reciba todo dentro de
diez días, algunas cosas parciales y otras completadas como hemos acordado aquí.
Gracias, doctora Daniyel. Ha sido un honor trabajar con usted.
Me levanté y le tendí la mano. Ella la estrechó, confusa.
—La veré en la cena, ¿no?
—Tal vez. Pensaba acostarme temprano, ya que mi lanzadera parte mañana a
primera hora de la mañana.
—¿Se marcha? —Parecía aturdida.
—Yo…, eh…, creía que de eso se trataba —dije, en absoluto sarcástica. Yo
también empezaba a estar confusa.
—Creía que viajaría con nosotros hasta que llegáramos a la siguiente ciudad
importante, tal vez Chukai, dentro de un par de semanas, después de nuestra
siguiente parada prevista.
Fruncí levemente el ceño.
—Le aseguro que le enviaré todos los documentos a Lian dentro del plazo
especificado.
—Eso no es… —Se calló, suspiró y se frotó las sienes—. Muy bien. Le deseo lo
mejor, Delarua.
—Lo mismo les digo a usted y el resto del equipo, señora —repliqué.
Las noticias viajan rápido. Lian fue el primero que me acorraló después de la
reunión.
—¿Te marchas mañana? —Había una clara nota de reproche en su tono.
—Lian, vosotros os marcháis mañana también. Ya no trabajo para el gobierno,
¿recuerdas?
—Creía que te quedarías con nosotros durante algún tiempo, para enseñarme
algunos procedimientos de laboratorio y ese tipo de cosas —dijo Lian, casi
quejándose.
Suspiré. Al parecer no era la única para quien las cosas se venían abajo.
—Lian, confía en mí. Por tu protección y la mía no deberíamos trabajar en un
laboratorio a la vez.
—Podrías apelar —insistió Lian.

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—No, no, creo que mi confesión hizo que el caso fuera bastante sólido. Además,
las apelaciones tardan una eternidad y prefiero seguir con mi vida. Lo siento.
—Yo también lo siento —dijo Lian, y entonces, para mi sorpresa, me dio un fuerte
abrazo.
(Sí, lo sé, ¡y no, no voy a decirlo! ¡Si tanto quieren saberlo, vayan a preguntárselo a
Lian ustedes mismos!).
—Fergus lo siente —dijo Lian, dando un paso atrás.
—No, no lo creo —reí.
Lian sonrió débilmente.
—Bueno, tienes razón. Pero debería sentirlo. Le salvaste el culo de una inútil
resistencia final.
—Nunca le he caído bien. Soy demasiado frívola para él —dije, hablando con la
suficiente ligereza como para dejar claro que no me molestaba.
—Está celoso —dijo Lian, con rudeza y sin avergonzarse—. Dice que me he vuelto
todo risitas y tonterías desde que empecé a frecuentar tu compañía.
—Tu risa no es tonta —dije, indignada—. Es burlona. Lo sé bien: a menudo he
sido blanco de ella.
Nos reímos un instante. Ayudó.
Todavía sonriendo con tristeza, dije:
—Cree que soy una burócrata del tres al cuarto, y la doctora Daniyel piensa que
soy un elemento incontrolable. Fui demasiado lejos, o no fui lo bastante lejos.
Empiezo a pensar que solo soy una idiota.
—¿Qué piensan los sadiri? —preguntó Lian con su típica picardía.
Vacilé un momento, y luego sonreí con más franqueza.
—Me aventuraría a decir que piensan que mis acciones fueron completamente
faltas de ética, pero enormemente adecuadas.

Despedirme de los sadiri fue difícil porque tenía que aparentar estoicismo. Nasiha
tenía todos mis detalles, y yo sabía que volvería a verla de nuevo, junto a Tarik, y
quizá como madrina también. En cuanto a Joral y Dllenahkh…, ¿había algún motivo
profesional para que volviéramos a asociarnos? No estaba segura. Me despedí de ellos
al final de la tarde. Se relajaron lo suficiente como para estrecharme la mano, y Joral
incluso pareció un poco preocupado. Pero Dllenahkh se mostró bastante frío e
imperturbable, y por algún motivo eso me molestó. Puse la excusa de que tenía que
hacer las maletas y me di la vuelta para volver a mi habitación.
—Delarua, ¿podríamos hablar un momento?
Me di media vuelta. Para ser completamente sinceros, el hecho de despedirme no
era lo único que me hacía sentirme extraña cerca de Dllenahkh. Había una vocecita en
mi cabeza que decía, burlona: «No encuentro objetable al consejero de ninguna forma

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ni manera», acompañada de una imagen cómica de mí misma diciendo «tra-la-rá»
con las manos en las orejas.
—Tengo algunos asuntos que discutir con usted. Agradecería que considerara la
idea de cenar conmigo esta noche. Tengo entendido que hay un restaurante no muy
lejos de aquí que está especializado en cocina ntshune.
—Claro —contesté, encogiéndome de hombros como por casualidad, haciendo
caso omiso de la pequeña sensación de agobio que había en mi pecho. Solo para
asegurarme, alcé más mis escudos mentales.
En el momento en que estuvimos sentados en el restaurante, todo volvió a la
normalidad. Él quería mi opinión sobre su idea de llevar mujeres mayores a Cygnus
Beta, y era un concepto tan interesante que me olvidé de sentirme molesta. Hablé de
la importancia de los abuelos en los grupos familiares, la estabilidad que las
sociedades sadiri parecían encontrar en el modelo matriarcal, y la necesidad de imitar
lo máximo posible la estructura social de Nueva Sadira para animar una experiencia
cultural paralela para los sadiri de Cygnus Beta. Él escuchó con atención, jugando
ausente con sus utensilios mientras comía, y en un momento se quedó tan absorto
que se echó atrás, se llevó la mano a la boca y me lanzó una intensa mirada. Creo que
acababa de sugerir que potenciáramos los aprendizajes a corto plazo de los jóvenes
sadiri en el Consejo Científico Interplanetario, el Servicio Galáctico Extranjero y la
Judicatura Galáctica, para sacar a los nuevos padres del servicio activo durante el
tiempo suficiente para pasar los años formativos con sus hijos antes de optar (o no) al
reingreso en el servicio.
—Me dijo una vez que son ustedes tan pocos que deben pensar en sí mismos
como una familia —dije, casi en un susurro—. Bueno, esto es la prueba de ello.
Entiendo que los otros sadiri no puedan encontrarles esposas, pero ¿podrán pasar sin
familia?
Él asintió, lenta y largamente, de un modo que parecía indicar que estaba de
acuerdo en más que mis últimas palabras.
—Recuerdo que hace unos meses me advirtió de que los sadiri debían tener
cuidado con la sensación equívoca de superioridad. He pensado mucho al respecto, y
he llegado a la conclusión de que aunque la superioridad pueda ser nuestro defecto
más obvio, no es el más peligroso.
Hizo a un lado su plato, apoyó los codos sobre la mesa y me miró con seriedad.
—Creo que nuestro principal defecto, y lo reconozco en mí mismo, no es que nos
consideremos a nosotros mismos superiores, sino invencibles. Esto nos hace difícil
pedir ayuda, incluso a los nuestros.
Bajó la mirada y empezó a juguetear con el mantel de la mesa, una separación de
su habitual autocontrol que resultó a la vez enternecedora y preocupante.
—Nos enviaron a Cygnus Beta, nos dijeron que era por el bien de todos los sadiri.

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¿Qué podíamos hacer? Fuimos con valentía, convencidos de nuestra capacidad para
superar cualquier prueba… No, decididos a hacerlo así. El fracaso era impensable.
Dejó quietas las manos y exhaló un profundo suspiro.
—No hay más que empezar conmigo mismo, para dar ejemplo. Tengo una
proposición que hacerle… —Y alzó la mano y sonrió débilmente—. No es, déjeme
que me apresure en añadir, del tipo que le encantaría a la comandante Nasiha, sino
una que creo que no la decepcionará de ninguna de las maneras. En varias ocasiones
ha demostrado usted sus conocimientos referidos a la sociedad sadiri. ¿Estaría
dispuesta a continuar trabajando para nosotros en esta misión?
Mi corazón dio un brinco, pero solo durante un momento. Había tenido tiempo
de reflexionar sobre mi comentario casual a Nasiha, y veía las dificultades.
—Diría que sí en un instante, Dllenahkh, pero no es tan sencillo. Lo que he
hecho…, robo de material genético… Tengo prohibido trabajar en el Gobierno
Central y en el gobierno local. Podría trabajar en las granjas a nivel privado, pero esto
es una misión gubernamental. No puedo aceptar.
Y allí estaba, aquella pequeña autosuficiencia.
—Somos conscientes de esto. Sin embargo, la colonia sadiri en Cygnus Beta se
encuentra en una posición única. Aunque, por supuesto, estamos sometidos al
Gobierno Central en lo relativo a la administración de las granjas, se nos ha
concedido una autonomía única que le deja la responsabilidad final de los colonos al
gobierno de Nueva Sadira. Nosotros la seleccionamos para esta misión. Podemos
volver a contratarla.
Me quedé boquiabierta. Era demasiado bueno para ser verdad. Él se dio cuenta y
trató de inyectar algo de cautela.
—No tengo la última palabra. Debe ser entrevistada y evaluada antes de que se
tome una decisión. Pensé que, si no ponía usted objeciones, podríamos tomar la
lanzadera de la mañana a Karaganda, una ciudad con excelentes instalaciones para
teleconferencia. La entrevista tendría lugar a primera hora de la tarde, y tendríamos
nuestra respuesta al final del día.
—Entonces… ¡sí! ¡Por supuesto, sí! —tartamudeé.
Solo Dios sabe cómo dormí. Estaba hecha una piltrafa, oscilando entre dulces
sueños y horribles pesadillas sobre los posibles resultados. Dllenahkh y yo nos
levantamos temprano y, para mi gran placer y leve sorpresa, meditamos juntos con
Nasiha, Tarik y Joral antes de nuestra marcha a la estación de lanzaderas.
El viaje a Karaganda se hizo más corto gracias a una necesaria cabezada, y luego
llegó la hora de una breve parada en un hotel para tomar un almuerzo ligero,
refrescarnos y cambiarnos antes de la entrevista. Dllenahkh no se alteró cuando llegó
a mi habitación y me encontró todavía tratando de decidir qué ponerme. Me aconsejó
con gravedad, tranquilizó mis preocupaciones sobre el estado de mi pelo e incluso me

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ayudó a colocar el chal sobre mi cabeza y mis hombros, y le abrochó el cierre.
—Una pieza poco corriente —observó. Advertí que su mano se había detenido en
el broche, que tenía la forma de un ruiseñor.
—Nasiha lo escogió para mí.
—Muy adecuado.
—Nasiha tiene un gusto excelente —convine.
Me eché una última mirada en el espejo, tan tranquila y recta como cualquier
sadiri. Entonces retorcí las manos con gesto semiteatral y las sacudí.
—Míreme. Ni siquiera estaba así de nerviosa en mi primera entrevista para un
puesto gubernamental.
Dllenahkh me hizo darme la vuelta y me cogió las manos. Su contacto fue amable,
muy cálido y sumamente tranquilizador. Me hizo permanecer inmóvil con una sola
mirada, esperando hasta que vio que mi ceño fruncido desaparecía, mis hombros se
relajaban y mis labios ensayaban una sonrisa.
—Tengo la mayor consideración hacia usted, Grace. Estoy seguro de que no he
errado en mi valoración de su carácter.
—Gracias, Dllenahkh —susurré.

El centro de conferencias era tecnología punta: tenía que serlo, para ofrecer una
recepción tan clara de Karaganda a Ciudad Tlaxce. Eso significó que tuve que
recordarme que no debía menear los pies ni retorcer los dedos con la errada creencia
de que no me veían del todo. Me hallaba de pie y sola en la cabecera de la mesa de
reuniones, esperando a que apareciera el holo de mi entrevistador. Cuando lo hizo, vi
que ya se había sentado, e indicó con un gesto con la cabeza y un amable movimiento
con la mano que hiciera lo mismo. Me senté con toda la elegancia que pude y esperé
con paciencia a que hablara primero, como corresponde a una persona mayor.
Pues era mayor, envejecido por los años y más, con una pena atemporal en los
ojos que hablaba de la pérdida galáctica de mucho más que un solo planeta. Me
recordó a los monjes de las tierras del bosque, pues mantenía las manos dentro de las
largas y anchas mangas de su túnica y llevaba la cabeza rapada. No sonreía ni fruncía
el ceño, pero había una extraña relajación en su rostro que me hizo preguntarme si la
dignidad sadiri se templaba después de largos años de uso.
—Grace Delarua —dijo, pronunciando mi nombre no a modo de saludo, sino
musitando para sí—. Hábleme de usted.
—Trabajé para el Gobierno Central, señor —dije—. Soy biotécnica de formación,
pero de un tiempo a esta parte he estado haciendo trabajo de enlace con los sadiri. Así
es como acabé en esta misión, ayudando a los sadiri mientras investigan distintas
sociedades cygnianas para comprobar si ha sobrevivido algo de Sadira. Pero creo que
ya lo sabe usted, señor.

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—Sí —dijo él, pronunciando lentamente el monosílabo—. Eso era para romper el
hielo, si quiere. Dígame, Grace Delarua, ¿le gusta trabajar con los sadiri?
¿Un anciano sadiri, hablando de «romper el hielo»? Me sentía tan aturdida por
sus esfuerzos para tranquilizarme que estuvo a punto de surtir el efecto opuesto, pero
continué con valentía.
—Sí, señor. Son gente eficaz que no se anda con tonterías, y por eso es fácil
trabajar con ellos.
—Entonces… ¿no siente mera lástima por ellos?
—¿Lástima por ellos…? ¡Oh! —tardé una décima de segundo en darme cuenta de
que se estaba refiriendo al desastre—. Bueno, estoy segura de que todos queremos
ayudar tanto como sea posible, señor, pero no creo que esa sea mi principal
motivación. Trabajaría con ellos aunque Sadira no hubiera sido destruida…, pero
entonces ellos no tendrían motivos para soportarme.
Torció los labios, pero donde los de Dllenahkh habrían regresado rápidamente a
una línea disciplinada, los suyos contuvieron una leve curva ascendente de humor,
hasta que volvieron poco a poco a la posición profesional por defecto.
—Con respecto a sus acciones en Kir’tahsg, ¿cómo las juzgaría ahora?
Pronunció las palabras con perfecta naturalidad, pero el ambiente se tensó. Me di
cuenta de que aquella era, en cierto modo, la pregunta por cuya respuesta me habían
llevado allí. No había más opción que la sinceridad.
—Un amigo me dijo una vez que sentirse invencible lleva al error de no pedir
ayuda. Me parece que he cometido ese error más de una vez, y tal vez lo haya vuelto a
cometer. Comprendo la decepción de la directora porque no tuve fe en su capacidad
de encargarse del asunto del modo habitual. Podría haber pedido ayuda, o consejo, en
una etapa anterior, cuando las cosas todavía podían salvarse. No lo hice. Actué como
si yo fuera la única persona capaz de hacer el trabajo. Eso fue, en retrospectiva, un
error.
El grave gesto de asentimiento no reveló nada: fue tan perfectamente neutral
como lo había sido la pregunta.
—Pero… —dije lentamente.
Una ceja se alzó en silencio, invitándome a continuar.
—Pero soy terrestre en la mayor parte, lo que significa que a veces no hago lo que
es sensato o metódico, ni siquiera lo adecuado. A veces escucho a mi intuición. Lo
siento, señor, pero eso es lo que soy, y al final todo lo que puedo hacer es aceptar la
responsabilidad de las consecuencias.
Se pierden un montón de claves por holovídeo, como confiar de manera
inconsciente en la empatía cuando estás cerca de los demás, pero no pude pasar por
alto el calor de su mirada.
—Gracias, Grace Delarua. Eso será todo. ¿Me haría el favor de decirle al consejero

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Dllenahkh que se reúna conmigo un momento?
Me levanté, incliné la cabeza y luego salí algo confusa para transmitirle el mensaje
a Dllenahkh, quien estuvo allí dentro mucho más tiempo que yo. Cuando salió,
parecía enormemente pensativo y un poco inquieto.
—¿Cómo es que ha tardado tanto? —pregunté ansiosa—. ¿Ha cambiado de
opinión?
—No, no —me aseguró Dllenahkh—. No hablamos de usted para nada. El cónsul
es… un viejo amigo. Estuvimos hablando de otros asuntos.
Lo miré con atención.
—Ah… Dllenahkh, no puedo evitar advertir que parece un poco… inquieto.
¿Seguro que todo va bien?
Él asintió con firmeza, aunque sus ojos eran distantes y estaba claro que tenía la
cabeza en otra parte.
—Sí. Todo está perfectamente.
Ese tipo de certeza parecía muy familiar. Yo misma la había empleado a veces.
—¿Quiere hablar de ello?
—No creo que… —empezó a decir, luego se calló y finalmente me miró a los ojos
—. Lo haré si puedo. Algún día, pero no ahora.
—Muy bien —accedí. Ayudó que pareciera más sobresaltado que alterado, como
si la noticia que hubiera oído fuera más sorprendente que inquietante—. Y ahora —
continué, cambiando de tema—, ¿cómo vamos a distraernos hasta la noche?
Resultó que Karaganda tenía también excelentes museos y galerías de arte.
Pasamos un agradable par de horas antes de que el comunicador de Dllenahkh sonara
justo cuando íbamos en busca de una cafetería. Se detuvo en la acera, me dirigió una
rápida mirada y lo abrió para contestar. Sus respuestas fueron breves y nada
reveladoras, pero algo en la manera en que irguió la espalda y alzó la cabeza, algo en
su lenta absorción de aire y la expansión de su pecho, todo apuntaba a un resultado
positivo.
—¿Estoy dentro? —pregunté alegre mientras él cerraba el comunicador.
—Han consultado con el Gobierno Central y con la directora, y aunque no puede
realizar ningún tipo de investigación científica…, sí, está dentro. La han asignado
como agregada cultural mía mientras dure la misión. Después de eso…, ya veremos.
Agaché la cabeza y dejé escapar una risa larga y suave de puro alivio.
—Así que aquí estoy, de vuelta donde empecé, trabajando de nuevo con usted.
—¿Le gustaría decírselo a Nasiha, o lo hago yo? —preguntó él con voz alegre, todo
lo cantarina que puede conseguirlo un sadiri—. Si elige las palabras con cuidado,
podría conseguir que empiece a planear nuestra boda, o quizá los preparativos para
los compromisos de nuestros hijos.
—Nasiha me asusta a veces —dije con ironía, luego volví a echarme a reír, incapaz

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de evitarlo. Qué bien. No tenía que marcharme. No tenía que despedirme de él.
Lo que hizo a continuación fue casi, pero no del todo, como poner los ojos en
blanco. Fue más bien una mirada a los cielos como diciendo «dadme fuerzas», seguida
de un suspiro y una sonrisa triste.
—Tiene muchas ganas de ver la nueva generación de sadiri.
Estoy segura de que sentía la euforia del momento, igual que yo, pero en público,
en una calle llena de transeúntes, era más fácil expresarlo con una risa suave y
amables bromas a expensas de nuestra colega. Qeturah lo habría llamado «conducta
desplazada», y Nasiha habría estado de acuerdo, pero yo apenas pude evitar rodearlo
con mis brazos y besarlo. Eso habría sido aún peor que abrazar a Joral.
Y sin embargo… El día se acercaba al crepúsculo, estábamos en una avenida
flanqueada por árboles bajo una farola que acababa de encenderse, y por un instante
sentí como si estuviéramos en un holovídeo en el punto en que la música de Ella
Fitzgerald empieza a subir. Di un paso hacia él, me acerqué al límite de su espacio
personal, y luego me acerqué más. Él me miró con cautela pero no se movió, retenido,
creo, por una curiosidad más fuerte que el decoro. Me alcé de puntillas, cuidando de
no tocar ninguna parte de su cuerpo, entrecerré los ojos e inhalé profundamente su
olor en el punto de unión de su barbilla y su cuello. Entonces di un paso atrás y sonreí
con dulzura.
Me siguió con la mirada, los ojos todavía alerta pero también iluminados por una
especie de intrigada diversión.
—Si puedo preguntarlo…, ¿por qué ha hecho eso?
Sentí (debo confesarlo) un pequeño escalofrío femenino ante el tono profundo de
su voz.
—Era una mera comprobación, consejero —dije con petulancia—. Quería
confirmar que tenía razón cuando le dije a Nasiha que no lo encuentro objetable de
ninguna forma ni manera.

Hora cero más un año, siete meses y quince días


Lian rara vez le hablaba, quizás en parte para evitar a Joral, quizá porque todavía
era consciente de aquella época en que había necesitado la persuasión de una pistola
para seguir instrucciones, pero Dllenahkh no se sentía ofendido. Lian se comportaba
de manera perfectamente profesional, y casi siempre se ponía de lado de la directora,
con Delarua y Fergus como únicas excepciones sociales.
(Una vez se preguntó si la distante actitud de Lian podría derivarse de una leve
discriminación contra los sadiri, pero no tardó en rechazar ese pensamiento no
deseado).
Unos cuantos días después del cambio en las funciones y lealtades del equipo, fue
a su refugio y encontró a Joral contemplando fascinado una caja envuelta de manera

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sencilla que había sobre su escritorio.
—¿Qué es eso, Joral? —preguntó.
—Lian la ha traído para usted —dijo Joral, sin dejar de mirarla.
Dllenahkh frunció el ceño, asombrado, echó amablemente a Joral a un lado y
abrió la caja. Dentro había una tarjetita sobre un relleno esponjoso. La leyó.

Al consejero Dllenahkh
con mi agradecimiento
Lian

Apartó con cuidado el relleno de lana.


—Oh… —empezó a decir Joral, y guardó silencio.
—¿Cómo encontró esto Lian? —preguntó Dllenahkh asombrado. Era una botella
de licor sadiri, de solo tres años, joven para aquella marca concreta pero
increíblemente preciosa dado que era la última de una destilería ya extinta.
—Yo… Puede que haya mencionado algo —dijo Joral.
Parecía deprimido. Dllenahkh lo miró con sorpresa, pero en un instante quedó
terriblemente claro; Lian, hablando con Joral, haciendo preguntas, mostrando interés
por primera vez, y solo para sonsacarle información acerca de él.
Se aclaró la garganta.
—Un gesto amable, sin duda relacionado con nuestras acciones para conservar a
Delarua como colega. Deberíamos… —Hizo una pausa y apoyó una mano en el
hombro de Joral, para transmitir mejor su preocupación, pesar y reafirmación—.
Deberíamos tomar un poco ahora y guardar el resto para bebérnoslo en tu boda.
«Nos lo beberemos en tu boda» era una expresión en broma que los sadiri les
decían a los jóvenes y mayores, casados o no, como forma de desearles lo mejor. Sonó
vacía y extraña.
—O en la suya, consejero —respondió Joral con valentía—. Parece más probable
que eso ocurra.
No había ninguna amargura en su tono; tan solo una leve burla.
—En la tuya y en la mía, entonces —dijo Dllenahkh, siguiendo el juego—. Al fin y
al cabo, debo dar buen ejemplo, ¿no?
—Sí, consejero —reconoció Joral, con tono más propio de él.
—Bien. Y mañana… Mañana nos registraremos los dos en el Ministerio de
Planificación y Mantenimiento Familiar. Trae los vasos y brindemos por eso.

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Caída

Bostecé con ganas, llevándome el palmar a la cara para ocultar mi debilidad a mis
colegas sadiri. Acostarme tan tarde me estaba matando.
Había tenido la vaga idea de que puesto que era en efecto una adición al equipo
sadiri, tendría menos trabajo que hacer que cuando estaba con el gobierno. Al fin y al
cabo, allí estaba Joral, Nasiha seguía fuerte, Tarik se mostraba tan diligente como
siempre y Dllenahkh los dirigía como siempre. Sin duda el trabajo no iba a
multiplicarse para acomodar al número de personas disponibles.
Sí. Lo sé. Parece como si nunca hubiera trabajado en el Servicio Civil.
Cuando Dllenahkh dijo que me tenía en la mayor consideración, no era solo un
cumplido con el que consolarme. Eran montones de informes y manuales
descargados en mi palmar para que conociera el trasfondo de los temas, asistir a todas
las reuniones dirigidas por los sadiri, escribir mi propia contribución al informe de la
misión que se estaba recopilando para el gobierno sadiri, y hablar el lenguaje sadiri en
todas las ocasiones posibles para «reforzar la comprensión de los matices del
vocabulario».
¿Saben que hay unas diez variantes de la palabra sadiri para «hacer lo que es
adecuado»? Luego está lo que hay que hacer porque es beneficioso para todos los
implicados. Lo que es adecuado hacer porque se ha hecho así durante las siete últimas
generaciones. Luego, incluso, está lo que es adecuado porque impresionará a tu
superior. Y lo traducen casi siempre por, lo han acertado, «adecuado». Creo que hay
una inflexión concreta que significa «esto puede ser o no lo adecuado, pero si yo digo
que lo es, tú podrías callarte y seguir adelante». Supe que tenía problemas el día en
que Dllenahkh me dijo:
—Sería adecuado si completara el módulo de gramática avanzada a finales del mes
próximo.
Y consiguió combinar dos variantes, y aquella puñetera inflexión con solo tres
sílabas, elevando un poco el tono y mostrando una sonrisita de ánimo.
No he trabajado más duro en toda mi vida.
Por supuesto, no estaba dispuesta a decepcionarlos. Habían corrido un riesgo al
traerme de vuelta al equipo con un gesto ante las narices del Gobierno Central;
aunque, para ser sinceros, era menos un gesto ante las narices y más un «vamos a

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seguir experimentando los traumáticos efectos posteriores del desastre y
agradeceríamos cualquier concesión para mantener la estabilidad y familiaridad de
nuestras interacciones». Para ser gente que decía que el engaño es inadecuado, les
aseguro que los sadiri saben cómo lanzar una o dos frases manipuladoras.
Fracasar sería embarazoso no solo para mí, sino también para la gente que había
confiado en mí. De ninguna manera iba a dejar que eso sucediera, pero el día no tenía
suficientes horas. El placer cuidadosamente reprimido de Qeturah ante mi regreso se
transformó en una leve alarma y al final, después de pasarme casi dos meses enteros
observando cómo me venía abajo, asumió su papel de médico y me llevó aparte.
—Tienes un aspecto terrible —dijo con crueldad.
—Bueno, no te preocupes por mis sentimientos —repliqué—. En vez de
halagarme, ¿por qué no haces algo útil, como escribirme una buena receta?
Ella me miró durante un buen rato y luego me tendió un paquete de los pequeños
parches adhesivos que yo recordaba demasiado bien de mis días universitarios.
—Solo te los doy para una semana. Úsalos con mesura y no vuelvas a por más. Si
para cuando se agoten aún no te has ajustado a tus nuevos deberes sin ayuda química,
tendrás que encontrar otra solución.
—Es justo.
Tenía sentido. No quería desarrollar tolerancia hacia los parches, y en realidad
solo necesitaba un poco de tiempo extra para conseguir acelerar. Los usé casi todos,
pero solo en los casos de necesidad más acuciantes. Estaba casi a tono, pero
entonces… tuvimos una visita, y la planificación de otra, y una posible introducción
de una nueva visita en el calendario, y de repente más trabajo pareció llenar el espacio
que se había despejado en mi palmar.
Lo cual me llevó al escenario actual, donde tenía que luchar contra el sueño
durante una interminable reunión de madrugada.
Saqué discretamente el último parche de mi bolsillo y me lo puse en el costado
con suavidad, dejando que el calor de mi piel activara el adhesivo. El subidón fue
notable, pero silencioso. Estaría bien durante otras dos horas, nada más. Sería mejor
que valiera la pena.
—¿Puedo compilar los pros y los contras que se han establecido hasta el
momento? —pregunté—. Podríamos encontrar una decisión más fácil de tomar con
una representación visual del asunto.
Dos horas más tarde, la reunión se acababa y yo me vine abajo. No lo digo de
manera figurativa: literalmente me desplomé, me tambaleé y me caí. Me quedé tirada
en el suelo, ilesa de milagro, pensé «qué cómodo» y cerré los ojos durante un
segundo.
Alcé la vista y me encontré a Joral y Dllenahkh, que me miraban expectantes.
—¿La representación visual, Delarua? —inquirió Dllenahkh.

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—Oh, sí —dije, alerta por fin—. Pero no puedo hacerlo sin acompañamiento, ya
sabe.
—Por eso estoy aquí —dijo una voz divertida.
Volví la cabeza para ver al bardo y trovador de la Corte Bendita afinando su
cítara. Me miraba con una ceja levantada que conseguía ser descarada y sexy al mismo
tiempo.
—¡Excelente! —dije, la mar de feliz—. Temía que no hubiera recibido el
memorándum.
—Pshhh —descartó él mientras colocaba un mini amplificador en el armazón de
madera de su instrumento—. ¿Y perderme un bolo tan bonito como éste? ¡Ni hablar!
Canté las primeras notas del informe para que pudiéramos calcular el volumen, y
luego me preparé para empezar en serio. De repente vi a Nasiha y Tarik caminando
por una cuerda floja entre un árbol y nuestro t’bren… para alejarse de nosotros.
—¡Eh, amigos! ¿No van a quedarse para escuchar el informe? —pregunté,
sintiéndome un poco herida.
Nasiha se rio.
—¡Cuidado con los pies, Grace!
Yo había estado caminando hacia ellos mientras hablaba, pero cuando ella dijo
aquello me detuve en seco y me miré llena de pánico los zapatos. No había nada bajo
ellos sino aire, hojas, ramas y más aire.
—¡AHHHHHHHHHHH…!
Golpe.
Me desperté con un sobresalto, debatiéndome salvajemente con las sábanas de la
cama. Me palpé el costado y localicé el parche. Lo arranqué y estaba a punto de
arrojarlo cuando vi tenuemente unas extrañas marcas en él. La luz de mi
comunicador de muñeca lo iluminó lo suficiente para que pudiera ver las palabras
«VEN A VERME» con la mejor letra de médico de Qeturah. Gemí, apagué la luz del
comunicador, aparté el parche gastado y golpeé fastidiada la almohada. Un sueño
sobre un hombre guapo no debería terminar con muerte súbita y una nota moralista
de tu doctora. Añadamos la vergüenza de haberme desmayado delante de
Dllenahkh… Pero estaba demasiado cansada como para que me importara nada. Me
enrosqué y me quedé dormida al instante.
—¡EEEEEEEH!
Sabes que es malo cuando caes a la muerte y lo único que se te ocurre como
pensamiento final es: «Maldición, grito como una niña».
Golpe.
Choqué, pero no lo hice con el duro suelo, sino con un par de brazos fuertes y un
ancho pecho, todo ello conectado a una forma y un rostro que conocía bien.
¿Qué demonios? ¿Dllenahkh?, pensé.

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—¡Mi héroe! —exclamé mientras él remontaba el cielo, y me llevaba en brazos.
Esto está mal y es un error, intenté decir. ¡Suéltame, idiota! Sé volar sola.
No salió ninguna palabra para romper el silencio, pero él frenó y aterrizó en el
borde de un acantilado que asomaba al océano. Había una abrumadora puesta de sol
en Technicolor en la línea del horizonte, y el aire estaba cargado del olor de la espuma
de mar. Me depositó con suavidad en el suelo, mirándome a los ojos con una
intensidad de sabio que sugería algún pesado análisis de datos o la resolución de
algún problema que tenía lugar en aquel complicado cerebro. De nuevo con
amabilidad, me ladeó la barbilla con el nudillo de un índice doblado, cerró lentamente
los ojos y acercó sus labios a los míos.
Y la luz se fue.
Cuando abrí los ojos, fue para ver los hermosos y mundanos postes de un refugio
de campamento sobre mi cabeza y sentir un jergón oficial bajo mi espalda. Gemí.
¿Fundido en negro? ¿Cuándo se habían fundido en negro mis sueños eróticos? Ahora
que lo pensaba, ¿cuándo se habían vuelto mis sueños eróticos tan pastelosos y para
todos los públicos? Uno de los efectos secundarios eran los sueños extraños y
alucinantes, pero aquel era raro sin más. No quise insistir en lo que estaba haciendo
mi subconsciente, así que me erguí y decidí empezar el día.
Me desperté un poco más lavándome con agua fría, me vestí y salí al exterior. Lian
estaba cerca, junto a un hornillo de campo, y había buenos olores en el aire.
—Qeturah dijo que debería dejarte dormir, así que te he mantenido el desayuno
caliente.
Con una floritura, Lian descubrió un plato de tortitas.
Observé la escena desconfiando por un momento, esperando a que Lian empezara
a cantar o las tortitas echaran a volar, pero cuando todo permaneció en sus cabales,
murmuré con sentido alivio:
—Dios te bendiga.
Y me senté. El estómago me rugía.
—¿Qué hora es, por cierto? ¿Y dónde está todo el mundo? —murmuré entre
bocado de tortita y sirope.
—Terminando la visita a Piedra —respondió Lian, agitando vagamente una mano
hacia el sur—. Es la hora de almorzar. La lanzadera debería regresar pronto.
—¡Ha sido rápido! —dije—. Sabía que era solo un asunto de cortesía, puesto que
tenemos muchos datos sobre ellos ya, pero creí que íbamos a quedarnos una noche,
no hacer un viaje en un día.
Lian me dirigió una mirada asombrada.
—Eso hicimos.
—¿Hacer qué?
—Nos quedamos una noche.

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—¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Sin mí?
—Tómatelo con calma. Nadie espera que te recuperes inmediatamente de tu
ordalía de ayer.
Fruncí el ceño.
—¿Qué ordalía?
Lian pulsó el comunicador de muñeca, le susurró furiosamente durante unos
pocos segundos, y luego me miró de nuevo con una sonrisa que rebosaba pánico por
los bordes.
—¿Te gustaría volver a acostarte?
Veinte minutos más tarde la lanzadera había regresado. No fueron las miradas de
preocupación lo que me molestó, ni las cejas alzadas. Fue la velocidad con que
Qeturah, Dllenahkh, Nasiha y Tarik me llevaron a una mesa médica y me llenaron el
cráneo de sensores.
—Eh, amigos, ¿le importaría a alguien explicarme qué va mal?
—¿Qué es lo último que recuerda? —preguntó Dllenahkh tranquilo mientras
Qeturah rodeaba la mesa ajustando cosas, Nasiha comparaba las lecturas del monitor
con los datos que mostraba su palmar, y Tarik escrutaba furiosamente su propio
palmar, tal vez buscando textos de referencia.
—Estuvimos reunidos hasta muy tarde debatiendo sobre la posibilidad de incluir
a los Clanes Viajeros en nuestro calendario, dada su baja puntuación genética y su
fuerte retención de las tradiciones sadiri. Uh, quería hablar con ustedes de eso. Saben
que los cygnianos necesitan más sueño que los sadiri, ¿no? Porque creo que he estado
descansando poco, y por halagador que pueda ser que me incluyan en todas las
discusiones, tal vez podría leer solamente los resúmenes más tarde y añadir una nota
expresando mis puntos de vista.
—¿Nada después de eso? —preguntó Qeturah, agitando con amabilidad un
escáner ante mi campo de visión.
—Bueno, aparte de algunos sueños muy vivos y un sueño no muy reparador, lo
siguiente que recuerdo es el desayuno de esta mañana. Que, por cierto, no tuve
posibilidad de terminar. ¿Puedo terminar mi desayuno, por favor? —empezaba a
sentirme irritada.
Retiraron los sensores y me guiaron solícitos a un asiento, cosa que solo me hizo
sentirme más furiosa. Dllenahkh se sentó frente a mí y dijo con tranquilidad:
—La reunión a la que se refiere tuvo lugar no anoche, sino anteanoche.
—¿He perdido un día? —dije, incrédula.
—La amnesia es uno de los posibles efectos de las medicinas que te administraron
—dijo Nasiha.
—¿Que me administraron? ¿Que me administró quién? —pregunté con
brusquedad.

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Ella le lanzó una mirada fugaz a Qeturah, quien a su vez le dirigió a Dllenahkh
una mirada sombría. La boca de Dllenahkh se tensó, y luego su expresión se volvió
neutral una vez más mientras me hablaba.
—Preferiríamos evitar decirle qué sucedió ayer para que podamos estar seguros de
que cualquier recuerdo que regrese sea del hecho en sí y no de nuestra narración.
—Es posible que las drogas sigan interfiriendo con su hipocampo —dijo Qeturah
de inmediato, a modo de distracción.
—¿Qué? —pregunté, picando el anzuelo.
—Esa es la parte del cerebro relacionada con la formación de la memoria a largo
plazo —aclaró ella.
—Oh, sí. Ha pasado mucho tiempo desde que estudié neuroanatomía en primero
—murmuré.
Me quedé quieta un momento. Repasé mi cuerpo, agité los dedos de los pies,
flexioné los de las manos, y me pasé la lengua por los dientes. No sentía ningún dolor
ni achaque. Fuera lo que fuese que me había pasado, no había sido dañino de un
modo que pudiera sentir. Me relajé un poquito.
—Bueno, el hecho de que no me hayan evacuado me consuela un poco —empecé
a decir.
—Es curioso que lo mencione —dijo Qeturah con tono ominoso—, porque ahora
mismo estaba pensando en esa opción.
—Estamos al borde del desierto. ¿Dónde está el neurólogo más cercano?
Mírenme, puedo caminar y hablar y me encuentro bien.
—Eso es lo que dijiste ayer —murmuró Lian, sin poder evitarlo.
Qeturah miró a Nasiha y Dllenahkh. El silencio de Nasiha me parecía
desacostumbrado en ella, y la expresión de Dllenahkh mostraba un ligero enfado.
—Un día —me dijo Qeturah, todavía mirando a los dos sadiri como si les pidiera
permiso—. Un día más, por si es todo lo que hace falta para que el resto de la
medicación salga de tu organismo. Para entonces estaremos camino de Mordecai, y
allí tienen instalaciones médicas decentes.
Eso fue satisfactorio. Volví a mi comida.

Pasé la tarde reflexionando sobre lo que había pasado. Parecía curioso, y no


particularmente agradable, tener ese gran agujero en mi vida del que todo el mundo
parecía saber menos yo. Las miradas preocupadas empezaban a hacerme mella. Saqué
una libreta anticuada y pequeña que Qeturah me había dado cuando todavía
intentaba que me «pusiera en contacto con mis sentimientos» con respecto al asunto
de Ioan, y anoté lo que pude recordar de mis extraños sueños. Entonces fui a ver a
Nasiha al refugio que compartía con Tarik.
—Creo que tuviste mucho que ver con lo que sucedió —le dije a las claras—.

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Nunca te he visto tan callada. ¿Puedes decirme algo?
Ella agachó un poco la cabeza, lo suficiente como para evitar mirarme a los ojos.
—Hasta que tu memoria regrese, creo que no debería.
La miré. Llevaba ropas civiles más a menudo desde que fuimos de compras,
quejándose de que el uniforme de maternidad del Consejo Científico no era «ni
cómodo ni bonito».
—¿Dónde está el broche del gato? Siempre lo llevas.
—Ya no lo tengo. Por favor, Delarua, no hagas más preguntas. Lo siento.
Tarik, que había estado trabajando en silencio a unos pocos metros de distancia,
soltó de pronto su palmar, se levantó con cara de pocos amigos y salió.

Asistí a la reunión de evaluación de Piedra (lo que quiere decir que me senté allí y
nadie me hizo marcharme), pero la conversación a menudo pareció esquivarme como
si fuera una simple observadora. Como de costumbre, tomé notas para mis propios
informes, pero algo me hizo tomarlas más a conciencia que de costumbre:
grabaciones de audio y vídeo, varios archivos adjuntos y también pequeñas notas
personales para todo lo que me parecía extraño o significativo.
Por primera vez en mi vida, experimenté un fuerte deseo de permanecer despierta
hasta tarde con los sadiri.
—Bien —le pregunté a Joral—, ¿qué hacéis cuando los demás estamos dormidos?
—El consejero y yo estamos estudiando la cultura cygniana —respondió—.
Literatura, arte, cine, historia… Es muy interesante. Anoche empezamos una serie
sobre cine pre holo.
—Oooh, ¿clásicos?
—Remasterizados, en su mayor parte —admitió Joral.
—¿Remasterizados? —Me llevé la mano al corazón con una agonía que era fingida
solo a medias—. Filisteos. Entonces bien puedo irme a dormir —dije, y bostecé por
quinta vez en otros tantos minutos.
Por si acaso, le di a Lian el diario sobre los sueños y señalé qué carpetas de mi
palmar contenían mis notas más recientes. Luego me fui a la cama, y me quedé
dormida mucho antes de lo que esperaba. Por supuesto, aquello significó que pude
despertarme lo bastante temprano como para despedirme de Dllenahkh en el
aeropuerto para tomar una lanzadera, aunque se me escapa por qué tuve que salir con
aquella niebla húmeda e insana. Para empeorar las cosas, iba vestido de forma extraña
y solo decía tonterías.
—Yo también tengo un trabajo que hacer. Allá adónde voy, no puede seguirme.
No puede participar en lo que tengo que hacer. Grace, no se me da bien ser noble,
pero…
—¿Pero? —insté, con verdadera curiosidad—. No fueron así las cosas, ¿no?

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Él parpadeó y dijo en tono más normal:
—¿Tiene algún sentido «ser noble» en esta situación? No estoy convencido de que
sea la mejor opción. —El leve ceño fruncido se despejó de su rostro, que pareció
encogerse mentalmente de hombros y luego me ladeó la barbilla con el índice—. Te
estoy mirando, nena.
Inclinó la cabeza hacia la mía y de nuevo, como no era de extrañar, la escena se
fundió inmediatamente en negro.
—¿Qué es lo que pasa? —murmuré en voz alta.
—¿Delarua? ¿Estás despierta?
Me estiré, enganchándome los pies en la fina manta de mi camastro.
—Sí, más o menos. ¡Oh, rayos! —Me erguí de repente—. ¡Nasiha! Lamento
haberme quedado dormida, pero ya viste cómo estaba anoche en la reunión. Era
imposible que acudiera a la meditación esta mañana.
Ella me observó en silencio desde la silla donde estaba sentada, no lejos de mi
camastro. Por supuesto, ya estaba vestida, y tenía en la mano un escáner médico que
sostenía como si estuviera a punto de blandirlo en mi dirección.
—¿Qué reunión fue ésa, Delarua?
—¿No la recuerdas? ¿El tema de los Clanes Viajeros? —repliqué, sorprendida.
—Ya veo —dijo ella, marcando su comunicador.
Muy poco después, un grupito se congregó en torno a mi cama: Nasiha,
Dllenahkh, Qeturah y Lian. Me envolví avergonzada en la manta y los miré
boquiabierta.
—¿He perdido dos días? —dije incrédula.
No discutieron. Nasiha me mostró las lecturas médicas con la fecha sellada. Lian
accedió a mis notas en mi propio palmar y me mostró el principio del diario de
sueños con mi propia letra. Me levanté, arrastrando la manta detrás de mí como si
fuera una toga mal envuelta, y caminé en braguitas y camiseta interior, mirando los
datos en mis manos y absorbiendo la información.
—He perdido dos días —dije con voz débil. Regresé a mi cama y me senté, tirando
al suelo todo lo que tenía al lado y pasándome aturdida una mano por la cara—. ¿Qué
es lo que sucede? ¿Qué me está pasando?
—Creemos que algo está perturbando tu capacidad para formar recuerdos a largo
plazo —dijo Qeturah—. Cada vez que te duermes, tu consciencia se reinicia desde el
último acontecimiento que hubieras almacenado en ella. Tal vez lo cause un mal
funcionamiento de…
—El hipocampo, sí, lo sé —musité—. Pero eso no explica por qué recuerdo todos
mis sueños.
Qeturah y Nasiha hablaron al mismo tiempo.
—¿Cómo sabes eso?

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—¿Recuerdas tus sueños de anoche?
Alcé la cabeza, sorprendida por su intensidad.
—Sí, sé lo de la memoria y el hipocampo. ¿No me lo dijiste en algún momento,
Qeturah? Y, sí, recuerdo tres sueños de anoche, pero dos de ellos están descritos en
ese diario. Tres sueños en una noche es más que suficiente, así que creo que debo de
estar recordando la noche anterior.
—Formación subconsciente de memoria. Es lo que pensaba —dijo Qeturah,
triunfal—. Sí que te hablé del hipocampo ayer, Grace. Dijiste que habías estudiado
neuroanatomía básica, pero que lo habías olvidado.
La cabeza me daba vueltas.
—Dame un momento. Podré pensar con más claridad una vez esté vestida de la
manera adecuada. Te lo prometo, después iré directamente al laboratorio.
Pero no lo hice. Mientras organizaba mis pensamientos, se me ocurrió una
extraña idea. Nunca había visto Casablanca. Había oído hablar de ella, por supuesto, y
había leído muchas críticas, pero verla… nunca. Ese antiguo material en blanco y
negro era para los pirados de las películas, y a pesar de mis burlas a Joral, yo no era
uno de ellos.
Me acerqué a su refugio en busca de información para poner a prueba mi
hipótesis.
—Joral, dime, ¿qué películas visteis anoche, y la noche anterior?
Él alzó una sorprendida ceja.
—Anoche vimos la primera adaptación cygniana de Casablanca. La noche
anterior, vimos un remake en 3-D de Supermán, que es famoso por sus efectos
especiales interactivos. Si quiere acompañarnos esta noche, estamos pensando en ver
ET: El extraterrestre original.
No era una gran sorpresa. El cine cygniano, tanto el pre holo como el holo, está
lleno de alienígenas benignos y refugiados de la guerra y el desastre.
—Gracias, Joral —sonreí—. Me lo pensaré. Dllenahkh, ¿podríamos hablar afuera?
Nos alejamos un poco del campamento hasta llegar al borde de una pequeña
planicie y contemplamos un enorme paisaje yermo. Me recordó la vez que estuvimos
acurrucados juntos, viendo a los perros de las sabanas en sus madrigueras. Ahora
estábamos contemplando un desierto rocoso, con las bajas torres de Piedra levemente
visibles en la neblina de fina arena y calor. Lamenté no haber podido ver de cerca la
ciudad.
—Así que han estado viendo un montón de películas antiguas —miré a Dllenahkh
—. Dígame… ¿alguna vez me imagina en ellas? O más bien… ¿a nosotros?
Se produjo un profundo silencio. Dllenahkh se volvió para mirarme directamente,
con una expresión a caballo entre la alarma y el rubor.
—¿Por qué lo pregunta?

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—No sea tímido. El superhéroe que coge a la chica que cae. Rick que se despide de
Ilsa. ¡Eso es lo que he estado soñando, y lo que Joral y usted han estado viendo!
Palideció y todo.
—Eso sugiere que he estado influyendo en sus sueños.
—Peor. ¡He estado soñando sus pensamientos! Y ya que estamos, ¿qué pasa con
esos estratégicos fundidos en negro? ¿Tiene algo en contra de que la gente se bese?
—Lo tengo —dijo él de pronto—. Comprendo lo que le está sucediendo y sé cómo
corregirlo. Rápido, vamos al laboratorio.
Podría intentar explicar cuál fue la explicación detallada, pero ¿por qué molestarse
cuando se puede acceder al estudio firmado por Qeturah, Nasiha y Tarik? Basta decir
que los medicamentos que me habían suministrado habían alterado mi química
cerebral, con el resultado de que mi hipocampo ya no almacenaba la memoria a largo
plazo a través del cerebro. Todo se estaba almacenando exclusivamente en el giro
hipocampal, que es la región del cerebro responsable de la telepatía. Da la casualidad
de que también es la región a la que parezco incapaz de acceder de manera consciente,
y por eso tengo nulos resultados en capacidad telepática. Sin embargo, al añadirse
otros productos químicos del parche estimulante, me había convertido en una
telépata de manera subconsciente. Estaba leyendo la mente de Dllenahkh desde lejos
en mi sueño. ¿A que mola?
—¿Y qué vamos a hacer al respecto? —les pregunté, después de que me repitieran
dos o tres veces la explicación detallada.
—El consejero va a intentar repararlo cuando entres esta noche en sueño REM —
dijo Nasiha, recuperando en su voz algo de su habitual vigor y confianza—. Accederá
a los recuerdos de tu giro hipocampal y ajustará tus neurotransmisores para volver a
comenzar a almacenar memoria de la forma habitual.
Miré a Qeturah para confirmarlo, pero ella se limitó a sacudir la cabeza,
impotente.
—Me pierdo con todo este asunto de la telepatía, Grace. Vas a tener que confiar
en Dllenahkh.
—Bueno, eso está hecho —dije tan tranquila.
Era poca cosa, pero en el momento en que lo dije Tarik dirigió una breve mirada a
Nasiha, y luego se retiró una vez más tras su capa de corrección.

Como solo había una mesa de reconocimiento y espacio limitado, pusieron un jergón
extra en la lanzadera y nos rodearon de sensores para grabar el inaudito hecho. Luego
conectaron los controles medioambientales, apagaron las luces y cerraron la puerta.
Durante un momento, se vio el brillo del palmar de Dllenahkh mientras se sentaba en
el camastro y hacía algunas anotaciones de última hora. Al final lo apagó, y la
oscuridad fue absoluta. Oí el jergón crujir levemente cuando se sentó.

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—¿Va a permanecer despierto toda la noche? —dije en voz baja.
—Si es necesario… —respondió él con el mismo tono.
—Puede que ronque —advertí tras una pausa.
—Intentaré no escuchar —dijo él, divertido.
—¿Pasa algo entre Nasiha y Tarik?
Tal vez pareciera una pregunta chismosa, pero se produjo con el tono
quejumbroso de una niña que se pregunta por qué papá y mamá están discutiendo.
—Tarik lucha por encontrar el modo adecuado de abordar cierto asunto. Nasiha
está preocupada por él. No les pasará nada, Grace.
Hubo una larguísima pausa durante la cual el silencio resonó con fuerza en mis
oídos demasiado despiertos.
—¿Va a contarme lo de los besos o no?
Suspiró de manera audible.
—Supongo que era demasiado esperar que se olvidara de eso. Besarse no es una
costumbre sadiri. Nos parece… antihigiénico. Sin embargo, gran parte de los idilios
terrestres parecen centrarse en esa práctica, hasta el punto de que se puede rechazar a
los compañeros potenciales basándose tan solo en la falta de eficacia en este asunto.
—Bueno, es bastante antihigiénico —admití—, pero hay variaciones, ya sabe, que
van desde un beso en la mejilla al muerdo total donde se hace sangre. Hay un montón
de culturas terrestres que no encuentran atractivas las versiones extremas.
—¿Dónde está usted en el espectro de preferencias? —preguntó él.
Durante un momento tuve una especie de tropezón mental que me hizo
alegrarme de que Dllenahkh no hubiera conectado todavía conmigo: ¡Me está
preguntando cómo me gustan los besos! Entonces me controlé.
—Supongo que soy un poco tranquila para los baremos urbanos. Prefiero un
enfoque sin fluidos, solo humedad mínima como mucho. —Me enorgullecí de mi
tono clínico—. Hum… ¿Tiene su cultura alguna alternativa a los besos?
Lo oí incorporarse, lo sentí tomarme la mano derecha. Me abrió los dedos con
amabilidad y volvió mi palma hacia él. Abrí la boca para decir: «Ah, sí, esa cosa que
hacen Nasiha y Tarik». Pero las palabras murieron en mi lengua.
Primero se limitó a tocarme las yemas de los dedos con las suyas, lo cual fue
bastante agradable. Entonces me recorrió los dedos con suavidad, moviéndose
lentamente, un leve rumor de sensación desde la parte delantera de mi mano, un
cálido cosquilleo hacia atrás. Por último, colocó su palma en la mía.
—¡Ohh! —exclamé, iluminada y embelesada.
Fue como luz cálida y dorada…, no el dorado callado de finales de la tarde, sino
algo más afilado y metálico que conducía su propia electricidad a lo largo de los
nervios de mi mano directamente hasta mi cerebro y por todo mi cuerpo. Hubo un
ondular como una risa fresca, un arrebato más solemne como un suspiro profundo y

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contenido, luego un reconfortante ir y venir como el mecer de una ola del mar…,
muy tranquilizador…, muy relajante…, muy…
—… Qué bien que me haya llevado a la cama, consejero —dije, escondiendo mi
desazón bajo un tono de broma.

Recuperé la memoria, brillante y afilada como un cuchillo, pero extraña como un déjà
vu en un salón de espejos rotos.
—A veces se nos olvida que la mayoría de los cygnianos necesitan al menos ocho
horas de sueño —dijo Dllenahkh a modo de disculpa mientras soltaba la última
maleta en el vestíbulo del hotel—. En el futuro, intentaremos que nuestras reuniones
se produzcan a una hora más conveniente y en un marco de tiempo más breve.
—No haga promesas que no pueda cumplir, consejero —dije con una sonrisa
burlona. Entonces, para mi desazón, vi a Qeturah mirar en mi dirección como si
estuviera pensando si hablar conmigo en público o no. Decidí no darle la
oportunidad. Fue cuestión de un instante escabullirme del hotel con Nasiha, con la
excusa de hacer una rápida parada en la ciudad para echar un vistazo al mercado de
artesanía cercano.
No había reparado en el grado de protección que otorga la ropa. En circunstancias
normales, Nasiha habría llevado puesto su uniforme azul del Consejo Científico y yo
uno de mis uniformes del Servicio Civil, pero las dos nos habíamos puesto ropas de
civil que habíamos comprado en esa región. Por eso debieron de pensar que éramos
presa fácil.
En un momento caminábamos por la calle y al siguiente desaparecimos,
arrastradas a un callejón, con asfixiantes trapos empapados en algún sedante sobre la
cara. Nasiha era demasiado fuerte y demasiado rápida para ellos. Vi como el hombre
que la agarró salía volando por encima de su cabeza. En ese punto, perdí por
completo el conocimiento.
Cuando recuperé el sentido, mi cuerpo estaba paralizado. Pude sentir la vibración
de un coche aéreo, pero no fui capaz de abrir los ojos ni de moverme. Oí gritos y el
sonido de pies a la carrera, y entonces sentí la súbita presión de un rápido despegue.
Me debatí y al final abrí los ojos, justo cuando me cogían por los tobillos y las
muñecas y me sacaban por la puerta abierta del coche que se elevaba.
El coche aéreo no se había elevado mucho, quizá no más de cinco metros. Si
hubiera podido mover los miembros, habría temido como mucho alguna contusión, o
una muñeca rota, quizá. Pero estaba flácida e impotente, y esperé sentir mis huesos
romperse y mi cráneo aplastarse contra el duro suelo.
Pero no fue eso lo que sucedió.
Choqué, no contra el implacable suelo, sino con un par de fuertes brazos y un
amplio pecho, todo ello conectado a una forma y una cara que conocía bien.

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Me has salvado, le murmuré mentalmente a la presencia.
Por supuesto, respondió él, pero por debajo de la calma estaban el miedo y el
asombro de haber llegado justo a tiempo.
¿Nasiha?
La vi, el chal desgarrado y el rostro furioso, dando vueltas impotente en un
callejón ahora vacío mientras la banda huía entre las estrechas aberturas entre los
edificios, como ratas escurriéndose por un laberinto. Vi una imagen de Tarik ante el
hotel, el rostro pacífico un momento, luego espantado de horror antes de salir
corriendo instintivamente para encontrarla a través del vínculo telepático que
compartían. En tres minutos, Lian y Dllenahkh aparecieron con un vehículo de tierra
y lo recogieron. Tarik encontró a Nasiha, pero fue Dllenahkh quien me encontró a
mí, buscando con todas sus fuerzas para sentir mi consciencia aturdida, tan débil
como el zumbido de las alas de un colibrí.
Me mostré irracionalmente animada cuando los efectos de la droga se disiparon.
—¡No puedo recordar nada! —dije con alegría—. ¡Mírenme, puedo caminar y
hablar y me encuentro bien!
Qeturah me reconoció, frunciendo el ceño ante sus instrumentos cuando estos
confirmaron mis palabras.
—Muy bien. Pero no vas a venir con nosotros a Piedra. Pasarás veinticuatro horas
de descanso y observación.
Creo que Nasiha se habría quedado conmigo… si Tarik no hubiera intentado
ordenarle que lo hiciera. Al final fue Lian quien se ofreció a observarme.
—Pobre Tarik —dije, pensando en sus silenciosas muestras de furia y
comprendiendo por qué motivo incluso un sadiri, sobre todo un sadiri, podía quedar
casi incapacitado por el miedo con respecto al bienestar de su esposa y de su hijo
nonato. El miedo era como caer…
… caer a través de la oscuridad… caer eternamente…
… porque no había nada hacia lo que caer. El espacio profundo no tiene
gravedad, no tiene solidez. Solo se giraba impotente en el vacío, lleno de miedo.
Lo que la vida comienza, la muerte lo debe terminar…
… pero tanta muerte tenía su propio pozo de gravedad, imposible de escapar, una
tumba abierta que había borrado a millones de la existencia: amigos, desconocidos,
enemigos, amantes…, convirtiendo la pérdida cotidiana en pérdida total.
Él caía, y por eso lo cogí, agarrándole la muñeca cuando el arco de su órbita pasó
junto a mí. Lo tiré al suelo y lo volví de lado para que pudiera ver la enorme luna
plateada que se alzaba sobre el horizonte. Toqué la yema de su índice con la mía,
encendiendo un brillo dorado, y puse la mano sobre su corazón mientras susurraba el
tópico eterno para todos aquellos que ya no tenían voces para decírselo.
La luz de la puerta de abertura de la lanzadera me despertó. Ellos entraron de

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puntillas.
Shhh, indiqué con una mano, y señalé el jergón.
Su mano sujetaba levemente la mía, el pecho subía y bajaba con suavidad.
Dllenahkh dormía.

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Día del recuerdo

Algo cambió. Fue extraño. Habíamos estado el uno al lado del otro en la oscuridad,
nuestras manos tocándose, nuestras mentes tocándose, algo de esa intimidad se
contagió al habla y el silencio compartido, pero yo seguía sin poder encontrar un
modo de preguntarle directamente por su pesadilla. Cierto, gran parte de nuestro
tiempo juntos lo pasamos en un entorno puramente profesional, pero incluso así no
estaba segura de haberme ganado ese derecho. En cambio, leí con voracidad, y mi
deseo de impresionar dio paso a una insaciable curiosidad hacia la antigua Sadira, la
Nueva Sadira y el desastre intermedio.
El motivo que se ocultaba tras mi nueva obsesión no era profesional, sino
personal. Durante nuestra íntima comunicación, me había visto a mí misma a través
de los ojos de Dllenahkh. Había sido desconcertante, e incluso extraño. Me pregunté
cómo me veía el sadiri medio, algo que apenas me había preocupado cuando visitaba
la colonia. Los baremos de cortesía y profesionalidad no pueden ser lo mismo que los
baremos de… amistad. Besarse era un detalle menor. No soy Gilda: no quiero
experimentar. Quería hacer las cosas bien, y no tenía ni idea de cómo lograrlo.
Me planté ante el espejo, me detuve y reflexioné, una barra de kohl entre los
dedos. Todo lo demás era como de costumbre. Llevaba una larga falda negra y una
túnica blanca de mangas cortas con cinturón. Mi chal se quedó en la cama de mi
habitación del hotel. Esa noche iría con la cabeza descubierta y vería si podía
acostumbrarme al revoltijo largo como un pulgar en que se había convertido mi pelo
después de casi cuatro meses sin cortarlo. Una cinta lo apartaba de mi frente en un
intento de parecer elegante. Tenía buen aspecto. No me expulsarían de la sala de
conciertos.
Una llamada a la puerta me sobresaltó. Lian entró en el cuarto de baño
compartido y en dos segundos captó mi leve expresión de culpa y la barra de kohl,
que intentaba hacer desaparecer detrás de mi espalda.
—No te preocupes —me dijo Lian con una sonrisa amable y comprensiva—.
Algunas cosas son demasiado importantes para tomárselas a broma.
—Estás muy elegante esta noche —repliqué a toda prisa, en un intento de desviar
la atención.
Lian se acercó al espejo y echó una mirada profesional a cada arruga y cierre, cada

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trenza y lazo, asegurándose de que todo estaba en su sitio.
—Valdrá.
Mis colegas del Servicio Militar cygniano y el Consejo Científico Interplanetario
habían sido invitados a una ceremonia conmemorativa en recuerdo de aquellos que
habían muerto en los críticos acontecimientos que habían llevado a diversos pueblos
hasta Cygnus Beta. El equipo entero había asistido ya a un servicio general antes, pero
aquel era exclusivo para los cuerpos militares y paramilitares, quizás un recordatorio
especial de su mandato para proteger a la humanidad.
Solo llevábamos en la ciudad un par de días, de paso hacia otra visita, así que no
me sorprendió que Qeturah declarara que le alegraba quedarse y descansar, y Joral
dijo que tenía que ponerse al día con algunos trabajos. Dllenahkh, por otro lado,
estaba interesado en asistir a un concierto local del Réquiem de Pakal y me pidió que
lo acompañase. Dije que sí. No era una invitación inusitada en modo alguno, y sin
embargo ahí estaba yo, de pie en el cuarto de baño sujetando indecisa una barra de
kohl entre los dedos.
Lian le dio un último repaso a las hombreras del uniforme militar, me miró y
asintió.
—Te dejo un poco de intimidad.
Cuando la puerta se cerró, dejé escapar una risita ante mi reflejo y me apliqué el
kohl.

Ganimedes es una ciudad pequeña pero se enorgullece de su historia y cultura. Como


resultado, la sala de conciertos era impresionante y la orquesta magnífica, rivalizando
incluso con las mejores de Ciudad Tlaxce. No lamenté mis esfuerzos por tener el
mejor aspecto posible, y me sentí estúpidamente orgullosa del de Dllenahkh también.
Él podía coger la sencillez de un traje formal y hacer que fuera tan elegante y estiloso
como cualquier uniforme militar de gala. El pequeño elefante de teca que yo le había
dado viajaba discretamente en el cuello de su camisa, lo que me hacía sentir más
satisfecha.
El Réquiem de Pakal es muy conmovedor pero no especialmente largo, lo cual
encajaba a la perfección con mi estado de ánimo de esa noche. Pasamos unos treinta
minutos con la orquesta y el público, luego salimos con el resto de la multitud a
deambular por el parque de la ciudad, brillantemente iluminado. Los dos estábamos
bastante callados. Fue ese tipo de velada. Todo el mundo, parejas y familias por igual,
parecían un poco silenciosos y meditabundos mientras paseaban, como si fuera un
día especial en todo el planeta.
—¿Hay en Sadira un Día del Recuerdo? —le pregunté a Dllenahkh. Quise decir
Nueva Sadira, pero él pasó por alto el error y respondió directamente.
—Cada tribu tiene su propio modo y momento de honrar a sus antepasados y sus

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héroes caídos. No hay nada tan específico como esto, aunque con el tiempo puede que
lo haya.
Dejé de caminar y lo miré, frunciendo el ceño.
—¿Todavía no ha habido ninguna ceremonia por la pérdida de Sadira? Ha pasado
más de un año.
Él inclinó ligeramente la cabeza, frunciendo el ceño igual que yo, como si su
sorpresa por el hecho de que semejante acto no hubiera tenido lugar aún fuera
auténtica.
—El día se recordó, pero no como un acontecimiento formal. Supongo…, creo
que hemos estado demasiado ocupados para pensar en eso.
Continuamos caminando en silencio durante un rato.
—Aunque, por otro lado —continuó él en voz baja—, hacerlo habría significado
aceptar que no podríamos regresar a Sadira mientras vivamos, ni tampoco las
generaciones venideras. Sospecho que no estamos preparados para admitir eso.
Mi mano rozó vacilante la suya. Sus dedos se enroscaron en los míos,
respondieron al contacto con un roce, y luego se retiraron. Con una mirada y un
gesto con la cabeza, indicó un banco un poco apartado del camino, medio oculto por
los altos matorrales. Lo seguí y nos sentamos a ver pasar la gente.
—Hace tiempo prometí que te contaría la intrahistoria de mi reunión con el
cónsul cuando estuvimos en Karaganda.
Lo miré. Había captado mi atención.
—Es verdad. Ya hace unos cuantos meses de aquello. ¿Estás preparado para
contármela ahora?
Él asintió.
—Es mucho lo que has aprendido tras leer nuestros informes para el gobierno.
Ahora puede que sea más fácil explicarlo.
Me devané los sesos, tratando de pensar qué podían contener aquellos informes
tan extremadamente áridos que yo había leído que guardara relación con la
conversación que estábamos manteniendo. No tenía ni idea, así que me limité a
sonreír y esperar a que empezara.
Su primera frase me sorprendió.
—¿Qué sentiste cuando te estabas recuperando de tus heridas y yo contacté con tu
mente para acelerar la curación de tu cuerpo?
Dllenahkh era incapaz de hacer preguntas tontas. Vacilé y reflexioné, tratando de
recordar.
—Sentí como si tuviera tu sangre en mis venas. Fue como si la electricidad de tus
neuronas estuviera en mis nervios, mi cerebro y mi espina dorsal. Ojalá pudiera ser
más clara. Tu consciencia se enredó en la mía. ¿Tiene sentido lo que digo?
Él me miraba y sonreía con suma amabilidad, entre la orgullosa sonrisa de un

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maestro cuya alumna le ha dado la respuesta correcta y la sonrisa afectuosa de un
amigo que descubre que lo entienden a la perfección.
—Continúa. Lo estás haciendo muy bien.
Continué con buen ánimo mi descabellada descripción.
—Supongo, por lo que Nasiha trata de enseñarme y por lo que he leído de las
naves mentales, que es así como funciona la mente sadiri. Extiendes tu
autoconsciencia más allá de los límites de tu cuerpo físico. Por lo general es una
influencia psiónica benigna, como en éste, cuando tomaste el mando de las partes de
mi cuerpo que no estaban bajo mi control consciente y me ayudaste a sanar más
rápido. Es así como operan los pilotos de las naves mentales. Se convierten en la
nave… No, espera, no del todo. La nave se convierte en parte del piloto.
La sonrisa era mi barómetro y no vaciló, aunque me aclaró algo.
—Algo simple, pero no inexacto. La mente sadiri, como dices, funciona de esa
forma. Recuerda, no obstante, que ello se debe al entrenamiento temprano y la
práctica constante. El cerebro sadiri sigue siendo un cerebro humano, pero ha
desarrollado más potencial.
Alzó las manos y se miró las palmas, meditabundo, ladeándolas para que captaran
la cálida luz de las farolas solares del parque.
—Los zhinuvianos tienen una concentración superior de material semiconductor
en su piel, lo que les permite hablarles a las máquinas con más facilidad que con otras
mentes sensibles. Su forma de pilotar sus naves interestelares refleja esta diferencia de
enfoque. Nosotros también poseemos parte de esa capacidad para interrelacionarnos
con inteligencias artificiales, pero nuestra habilidad principal se da sobre todo con la
mente orgánica e independiente.
—Soy consciente —dije con cuidado, porque no podía decir que lo comprendiera
— de que vuestras naves, al contrario que las naves zhinuvianas, están vivas, no son
fabricadas.
Él bajó las manos y asintió.
—Disfruté de nuestra breve estancia en la aldea de los mahouts. Su relación con
sus elefantes es muy similar a cómo se vinculan nuestros pilotos con sus naves. Es un
compromiso para toda la vida. Solo he oído hablar de un caso en que un piloto
renunció voluntariamente a su nave. Esa es la historia que estoy a punto de compartir
ahora contigo.
Se relajó y se echó hacia atrás, apartando con amabilidad unas cuantas ramas sin
recortar de los arbustos cercanos que trataban de colgar sobre su cabeza como una
corona de laurel. Me volví hacia él, subí los pies al asiento y los recogí bajo mi falda.
Un Dllenahkh hablador era algo raro, y muy de agradecer. Lo dejaría hablar sin
interrumpirlo, y luego haría mis preguntas.
—Durante mis años de formación y estudio de las disciplinas mentales, conocí a

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mucha gente que luego se hizo piloto. La mayoría estaban fuera del planeta cuando se
produjo el desastre, y sin embargo un número significativo murió en vanos intentos
de sacar a gente de la superficie de Sadira.
»Uno de los supervivientes vino a Cygnus Beta para hablar en una reunión
especial que había convocado un emisario de Nueva Sadira. Todo el consejo local de
nuestra colonia asistió para discutir y decidir un asunto que nos afectaría a todos: un
plan para salvar Sadira.
»Lo que voy a contarte puede parecer tan descabellado como las historias de los
Cuidadores les parecen a los que no son cygnianos, pero te pido que, por el momento,
actúes como si ambas fueran igualmente ciertas.
»Una nave mental puede viajar en el espacio y en el tiempo. Durante la mayoría
de los viajes interestelares, el piloto traza un atajo a través de las dimensiones
invisibles del espacio-tiempo para viajar rápidamente entre puntos lejanos de las
dimensiones visibles. También es posible trazar un curso que use una segunda
dimensión del tiempo, pero es una práctica rara y todavía experimental que solo se
hace lejos de las rutas de navegación habituales, ya que nuestros científicos continúan
evaluando y documentando los efectos.
»En resumen: teníamos la tecnología necesaria para hacer retroceder a un piloto
en el tiempo hasta antes del desastre. Lo que debatimos fue qué podía conseguirse de
ese modo. Algunos consideraban que evitar el desastre solo crearía una línea temporal
paralela en la que Sadiri continuaría con vida, pero nosotros continuaríamos en esta
línea temporal, sin saberlo y sin que nos afectase. Otros estaban convencidos de que el
método que destruyó Sadira era tan avanzado que debía proceder del futuro, con lo
que se habría creado una línea paralela en la que estamos viviendo ahora. Creían,
además, que las líneas temporales paralelas no son sostenibles, y que si íbamos a
impedir el desastre, esta existencia actual se evaporaría, y dejaría solo la realidad
original donde Sadira no murió nunca.
»Luego estaban los pesimistas, que creían que todo era inmutable. Sin embargo,
estaban dispuestos a creer que el piloto podría descubrir pruebas de cómo los ainya
habían causado el desastre y traernos la información necesaria para poder
asegurarnos que ningún otro planeta se enfrentaría a una devastación de aquella
magnitud.
»Naraldi, un piloto experimentado y muy viajado, fue el escogido para la misión.
Lo conozco bien. Siempre ha tenido un enfoque muy pragmático. Interrumpió el
debate y aceptó los tres diferentes informes de la misión, para actuar según su propio
análisis de la situación. Renunció entonces a su nave mental para enlazar con un
navío modificado ex profeso. Después de viajar lejos de los sectores poblados de la
galaxia, fijó el nuevo curso inédito… y desapareció. Y nosotros esperamos.
»Meses más tarde, el emisario regresó para confirmar en persona la noticia que ya

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habíamos recibido. La misión había sido un éxito, y sin embargo no lo había sido,
pues nuestro destino no había cambiado y no se había descubierto ninguna evidencia.
Continuaríamos como si no se hubiera intentado nada, y no habría nuevas
discusiones. Con el tiempo, los informes de los científicos que analizaban la misión
quedarían al alcance de los oficiales de rango superior.
Se detuvo, saliendo de modo narrador para mirar mis ojos asombrados.
—Has leído uno de esos informes, en mi propio palmar. ¿Lo recuerdas?
Lo intenté.
—Creo que recuerdo la ocasión, pero en cuanto al informe, me acuerdo sobre
todo de que no comprendía gran cosa. Todo era muy técnico.
Las comisuras de su boca dibujaron una breve sonrisa a modo de irónico acuerdo.
—La cantidad de cálculos complejos de variables múltiples de ese informe echaba
un poco para atrás. Sin embargo, lo fundamental era que ya existen líneas temporales
paralelas. Naraldi no pudo cambiar nuestro destino porque no pudo viajar a nuestro
pasado. Pudo alcanzar muchos otros pasados de diferentes líneas temporales, y ver
también otros presentes y futuros. Pero no pudo tocar su propia línea.
Su expresión se volvió oscura y pesarosa.
—¿Comprendes ahora por qué no se celebró ninguna ceremonia? Todavía
albergamos la esperanza de que sea posible hacer que la pesadilla tan solo
desaparezca.
—¿Qué le pasó a Naraldi? —pregunté.
Él echó a un lado la tristeza y su expresión se volvió aguda y calculadora.
—Regresó a salvo después de unos cinco meses. Lo conociste: ahora es el cónsul
sadiri de Cygnus Beta, un puesto honorable y descansado que le concedió un
gobierno agradecido.
Aquél rostro avejentado, aquellos ojos tristes. El horror me paralizó mientras
absorbía todo esto.
—¿Cuánto tiempo estuvo viajando?
Dllenahkh se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. ¿Qué cronómetro podría haber encontrado sentido a sus viajes?
Tenía setenta años cuando partió, apenas una edad mediana según nuestros haremos.
Ahora parece tener cincuenta años más.
—¡Cincuenta años en solo unos pocos meses! —me horroricé.
Dllenahkh se apiadó de mí.
—No te apures. Cuando hablé con él, me dijo que había tenido algunas
experiencias agradables, y otras no tanto, pero que nunca se había aburrido. Para un
piloto de nave mental, eso es más que suficiente.
De repente se inclinó hacia delante, y me miró de reojo de esa forma que era
medio reservada y medio triunfal. Habló en voz muy baja.

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—Hay una cosa muy interesante que resulta enormemente relevante para nuestra
línea temporal. Descubrió, mucho antes del hecho, cómo pusieron en cuarentena a
Ain.
Me acerqué más para captar cada palabra, cada matiz de su tono y expresión.
—Continúa —insté, divertida y entusiasmada porque se hubiera permitido una
pequeña pausa teatral.
—Todo el que intente entrar en el sistema de Ain tan solo se encontrará en el lado
opuesto, tras bajar pasado solo el espacio vacío intermedio. El planeta ha sido
colocado en un elegante bolsillo de espacio-tiempo plegado, una hazaña que está muy
por encima de las capacidades de nadie en esta época… Nadie que conozcamos, claro
está.
—¿Qué le pasó a esos ainya que estaban fuera del planeta e intentaron regresar
después de la cuarentena? —me pregunté.
El rostro de Dllenahkh se volvió completamente inexpresivo, lo cual me indicó
una ira oculta.
—Ningún piloto sadiri los habría aceptado, y en cuanto a los zhinuvianos… Creo
que ya hemos visto cómo tratan a los pasajeros que no tienen fondos para un viaje de
regreso.
Le di un golpecito en la rodilla con el dorso de la mano y él me recompensó
relajando su expresión ceñuda.
Habló alegremente, cambiando de tema.
—Puede que te resulte interesante saber que, en una de las líneas temporales que
Naraldi visitó, quienes influían en el gobierno galáctico no eran los sadiri sino los
ntshune.
Solté una carcajada.
—¡Venga ya!
Él sacudió la cabeza, divertido por mi cinismo.
—Sé que, en ocasiones, los sadiri damos la impresión de considerar que nuestras
mentes son las mejores de la galaxia. Te aseguro que sé que no es el caso. Un gobierno
ntshune más ambicioso podría superarnos fácilmente como diplomáticos y jueces.
Incluso los zhinuvianos, cuya flota ya es capaz de desafiarnos, solo carecen de un
gobierno unificado que los guíe hacia una posición de poder.
—Bueno, gracias por contarme eso. Será nuestro pequeño secreto —bromeé. La
humildad no era una característica común entre los sadiri…, pero claro, Dllenahkh
siempre había sido único.
Sonrió.
—Puedes hacer algo por mí a cambio. Háblame de los Cuidadores.
Abrí mucho lo ojos.
—¿Qué puedo decirte? No es como…, quiero decir…, no tenemos informes sobre

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ellos: no hay ninguna rama de estudio dedicada a investigarlos. Todo son leyendas e
historia oral. No es una religión, ni siquiera una superstición, sino solo… Bueno, es
parte de nuestra identidad como cygnianos.
—Entonces cuéntame lo que puedas —insistió él, mientras me miraba a los ojos y
me dedicaba toda su atención.
Vacilé. Nunca había discutido de nada remotamente metafísico con los sadiri. Me
hizo darme cuenta de que, por mucho que fingiera lo contrario, me preocupaba lo
que pensaran de mí. Me importaba que aunque me vieran como charlatana, sensible y
medio descontrolada durante la mayor parte del tiempo, al menos no podían ponerle
pegas a mi mente científica. Sentí la lengua extrañamente pesada mientras intentaba
hablar de cosas de las que me había prohibido a mí misma discutir.
—Para los cygnianos, los Cuidadores son los guardianes de la humanidad. Se
supone que a los mejores de nosotros los salvan de los peores de nosotros, aunque
solo sean una fracción. No somos perfectos aquí en Cygnus Beta, pero al menos, para
aquellos que dicen que los trajeron los Cuidadores, hay una afirmación adicional con
arreglo a la cual los salvaron por un motivo, los eligieron para un propósito. No
porque fueran mejores que ningún otro grupo, sino porque poseen algo único, una
característica que contribuye a la plenitud de la humanidad. Es una responsabilidad,
no un asunto de orgullo. Es algo por lo que hay que vivir y que nos ayuda a seguir
adelante.
—Admirable —dijo Dllenahkh, y su tono no fue ni cuidadosamente neutral ni
sutilmente evaluador, como me había temido. Era ligera pero claramente aprobador.
Me sentí lo bastante animada como para continuar.
—Si todas las historias son verdad, nadie ha visto a los Cuidadores cara a cara.
Nada de carros de fuego, nada de ruedas dentro de ruedas, nada de alas. Es una
leyenda muy aburrida, cuando una lo piensa: solo algunas personas que siguen la
música de un flautista invisible, que desaparece en una cueva cerca de Hamelín, en la
Tierra, y emerge de otra cueva cerca de Hamelín, en Cygnus Beta.
—¿Tienen los cygnianos alguna teoría de lo que son realmente los Cuidadores? —
preguntó Dllenahkh, aparentemente embelesado por lo que le estaba contando.
Me encogí de hombros.
—Nadie cree que sean dioses. Eso sería religión, y ya tenemos bastantes. Algunos
dicen que son humanos del pasado y que brindan por ellos. Otros dicen que son gente
del futuro y que encienden barritas de incienso en su honor. Otro grupo dice que son
almas a las que, después de morir, se les encomienda que hagan todo el trabajo que no
hicieron en vida. No veneran a los Cuidadores de ninguna manera. Solo trabajan muy
duro, para asegurarse de que no tengan que compensar el tiempo perdido después de
muertos.
—¿Y tú qué crees? —preguntó él.

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—Tal vez un poco de las tres —dije—. Recuerda a tus antepasados, sueña con tus
descendientes y trabaja duro mientras estás vivo. Es… bonito pensar que el universo
tiene un propósito… Bueno, más de uno, probablemente… Pero al menos uno de
ellos es ayudar a que los humanos desarrollen su potencial como especie.
—¿Fuertes principios antrópicos? —murmuró Dllenahkh.
—Al menos medianos —concedí con una sonrisa—. Y sé que suena muy extraño
y poco científico, así que gracias. Gracias por escucharme.
—¿Por qué no iba a escuchar? Escuchaste todo lo que yo tenía que decir sobre
líneas temporales paralelas, y eso sí que sonó muy extraño, aunque fuera científico.
—De extraño nada —rechacé—. Los Cuidadores hicieron algunas cosas bastante
interesantes cuando iban recogiendo a sus humanos en peligro. Tengo entendido que
hay una comunidad de cygnianos que dicen descender de los últimos supervivientes
de un invierno nuclear en la Tierra.
—¿De una línea temporal paralela? —inquirió Dllenahkh, alzando las cejas con
sorpresa e interés.
—Supongo que sí, y no son solo ellos. Todo lo que puedo decir es que si algún
cygniano te dice que es descendiente directo de Will Shakespeare, piénsatelo dos
veces antes de llamarlo mentiroso.
Estiré las piernas, que se me habían quedado entumecidas por haberme sentado
sobre ellas mientras estaba absorta en la conversación. Dllenahkh también adoptó una
postura más relajada, apoyando los codos en las rodillas. Vi la leve sonrisa en su
rostro y decidí aprovecharme de ello.
—¿Y vosotros? ¿Hay alguna creencia similar, no científica, en vuestra cultura?
Respondió con tranquilidad, sin ofenderse en lo más mínimo.
—Con respecto a los antepasados, los descendientes y el trabajo duro, sin duda.
No obstante, no hay Cuidadores en nuestras leyendas. Sadira fue siempre donde
empezamos y donde terminamos, no importa cuántos años y años luz hubiera por
medio. En cierto modo, los mayores de la familia son nuestros Cuidadores. Hay un
viejo dicho que estipula que ningún mayor que tenga cien descendientes vivos podrá
morir realmente. Muchos mayores se comportan como si cuanto más grande sea la
pirámide de retoños que tienen debajo, mejores fueran sus posibilidades de ascender
a algún tipo de otra vida del más allá. Tienen mano para concertar todas las
adopciones y matrimonios, divorcios y rechazos. La familia es la sangre, y más que la
sangre.
No dije nada. Las ancianas sadiri ya habían respondido a la llamada y empezaban
a establecerse en Cygnus Beta. Algunas tenían unos cuantos descendientes, pero la
mayoría no tenían ninguno. Era particularmente satisfactorio pensar en aquellas que
nunca habían tenido hijos y que de pronto dirigían sus propios clanes de adoptados y
esposas extranjeras, y tal vez, pensaban en secreto y de manera no científica en la

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escalera que estaban construyendo hacia un cielo que antes no podían alcanzar.
—Gennea, Falve, Collan, Lauri.
Sorprendida, me esforcé un momento por comprender el idioma en el que estaba
hablando Dllenahkh, y entonces comprendí que se trataba de nombres. Contuve la
respiración y esperé.
—Mi hermana mayor, mi hermana pequeña, mi hermano menor, y mi madre —
continuó él—. Mi padre, Nahkhen, murió hace muchos años. Y también dos sobrinas,
un sobrino y un cuñado. Entre los vivos, puedo contar una cuñada, que ahora se ha
vuelto a casar, y tres primos, dos de mi generación y uno de la generación de mi
madre, todos ellos residentes en Nueva Sadira. Un primo segundo de mi generación
está aquí en Cygnus Beta. —Se mordió los labios, con aspecto triste, y luego confesó
—: Ahora conozco a mis parientes mejor que nunca.
No supe qué decir, pero tenía que pensar algo porque el silencio estaba haciendo
que se me cerrara la garganta.
—Hay un pequeño lago en el centro del parque. La gente va a encender velas
flotantes en memoria de sus difuntos. A medianoche, apagan todas las luces del
parque para que solo haya estrellas y velas.
Esperé temerosa mientras pasaban unos cuantos segundos más. Entonces él dijo
con voz ronca:
—Creo que me gustaría verlo.
El largo silencio que siguió fue más tolerable, respirable y pacífico.
Se me ocurrió una idea.
—Dllenahkh, me has contado cómo pusieron Ain en cuarentena, pero no me has
dicho quién lo hizo. ¿Lo sabe alguien?
Él me dirigió una mirada ligeramente sorprendida.
—Tenía la impresión de que la mayoría de los cygnianos les concedían ese honor
a los Cuidadores.
—¿También tú crees que fueron los Cuidadores? —pregunté. Me mostraba
escéptica, pero no con respecto a los Cuidadores, sino por el hecho de que ningún
sadiri considerara esa posibilidad en serio.
—Como hipótesis, tiene algún mérito. Capacidad para manipular el tiempo y el
espacio, influencia telepática lo bastante fuerte para borrar la memoria o inhibir la
discusión de hechos presenciados… Hemos visto las versiones inestables de esas
habilidades aquí en Cygnus Beta y entre los pilotos de las naves mentales del calibre
de Naraldi. ¿Por qué no especular con que los humanos del futuro puedan hacer eso y
más?
—Tiene mérito —repetí burlona—. Pero admítelo… Te hemos convertido en
cygniano.
Él se puso en pie y extendió una mano para ayudarme a levantarme del banco. La

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acepté, cuidando de tocar solo la yema de los dedos, y solo durante un segundo. Me
sorprendió tomando mi otra mano y colocándola bajo su brazo para que descansara
cerca del hueco del codo, de modo que parecimos igual que las otras parejas del
paseo.
—¿Y sería algo terrible de admitir? —dijo en tono de alegre claudicación—. Este
es mi universo, mi tiempo, mi mundo. No se puede volver atrás. Solo hay futuro.

Teníamos más de dos horas hasta medianoche, tiempo de sobra para caminar por
todo lo largo y ancho del parque antes de hacer una pausa para visitar el pequeño
paseo del lago y, una vez allí, encender varias velas. Dllenahkh se las quedó mirando
mientras se alejaban flotando para chispear entre una creciente constelación de luces
diminutas en el centro del lago, y luego miró las estrellas. Me pareció saber qué estaba
buscando. Los recién llegados lo hacían siempre: buscaban la luz, real o imaginada, de
su estrella natal.
—Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que la luz de las estrellas vuelva a
brillar en Sadira una vez más —dijo en voz baja.
Dejé de respirar durante un momento. Un arrebato de compasión me atenazaba el
corazón. En Cygnus Beta es tabú dar detalles sobre un desastre reciente. Se menciona
de manera oblicua, con delicadeza, con términos genéricos como «la gran guerra» o
«la gran ola». Los sadiri habían aceptado y agradecido esa costumbre, y ni una sola
vez los había oído especificar cómo se había destruido Sadira. No hasta ese momento,
cuando Dllenahkh miró al cielo y reconoció la nube venenosa que cubría todo el
planeta de noche perpetúa.
Caminamos, descansamos y volvimos a caminar, pero justo antes de medianoche
volvimos al lago y esperamos a que apagaran las luces. Cuando así se hizo, fue tan
notable como los holos que había visto, y más. La noche sin lunas presionaba los ojos
como si fuera un fieltro grueso y denso, haciendo que las pequeñas llamas quemaran
la visión mientras bailaban sobre las oscuras aguas. Las estrellas añadían su frío fuego
en lo alto, y sin embargo la noche seguía siendo lo bastante oscura para ocultar mis
intentos de espantar las lágrimas. Por supuesto, lo estropeé sonándome la nariz, pero
había otros suspiros y susurros y ruidos similares en el respetuoso pero imperfecto
silencio, así que no me sentí sola del todo. Dllenahkh permaneció completamente
silencioso y quieto, aunque se aclaró la garganta en un momento dado.
Cuando volvieron a encender las luces, salimos del parque y encontramos
transporte hasta el hotel. Se despidió de mí en mi puerta y, sin pensármelo dos veces
ni avergonzarme, me estiré para darle un beso fugaz en la mejilla. Él me miró con
curiosidad, luego pasó suavemente su índice por mis pómulos hasta el rabillo de cada
ojo, limpiando la leve humedad que mis frotes furtivos habían pasado antes por alto.
El tierno gesto casi me hizo volver a llorar.

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—Que duermas bien, Grace —dijo a modo de despedida antes de volverse hacia
su propia puerta.
Entré en mi habitación sintiéndome un poco mareada. Duró unos tres minutos,
hasta que la puerta del cuarto de baño se abrió para revelar a Lian, bostezando y en
pijama.
—Es todo tuyo —empezó a decir, y entonces me echó una buena ojeada—. Hum.
—¿Qué?
Lian se encogió de hombros.
—Me gusta el kohl, pero me olvidé de avisarte: no te lo pongas el Día del
Recuerdo ni en ningún otro acontecimiento en el que puedas llorar. Estás un poco…
churretosa. Buenas noches.

Hora cero más un año, diez meses y seis días


Dllenahkh recorrió la escasa distancia que lo separaba de su propia habitación. Se
sentía en paz, en paz con su carga y su miedo y su soledad, y era una sensación tan
nueva que la atesoraba con cuidado, observándola con curiosidad, preguntándose
cuánto duraría y si podría recuperarla la siguiente vez que tuviera que enfrentarse a
las cosas que no quería recordar.
El momento de introspección fue demasiado breve. Encontró la puerta entornada
y la luz encendida. Entró en su habitación con cautela y allí encontró a Joral,
preocupado, y al sargento Fergus, borracho. Resignado, se preparó para lo peor.
—El sargento Fergus insistió en que quería hablar con usted —dijo Joral,
nervioso.
—No tardaré mucho, señor —dijo Fergus, el habla todavía clara pero con un tinte
de beligerancia que le advirtió a Dllenahkh de que se anduviera con cuidado.
—Muy bien, sargento. Lo escucho.
Dllenahkh no cerró la puerta. Fergus la miró y vaciló, pero Dllenahkh siguió
adelante, se quitó la chaqueta y la arrojó sobre la única silla de la habitación. Luego se
sentó en la cama y empezó a quitarse las botas.
El sargento entendió la insinuación y empezó a hablar a toda prisa.
—Tiene que ver con Kir’tahsg. He estado siguiendo el caso, y no va bien.
Dllenahkh se irguió y prestó atención. Para su disgusto, llevaba un tiempo sin
pensar en la situación de Kir’tahsg.
—El gobierno se ha encargado de los niños —continuó Fergus—, pero no han ido
a por los cárteles. Dicen que es una cuestión galáctica —hizo una pausa, inseguro—.
Han cursado una queja a la Judicatura Galáctica, pero…
Dllenahkh se sintió súbitamente avergonzado.
—Estas cosas llevan tiempo, sargento, ahora incluso más que antes.
—Pensé… que si conocía usted a alguien… —murmuró Fergus.

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—He enviado mi propio informe a la Judicatura Galáctica a través de nuestro
Consejo —dijo Dllenahkh en voz baja—. Me temo que no tengo más influencia a ese
nivel.
La explosión era de esperar, pero de todas formas hizo que los dos sadiri dieran
un brinco cuando Fergus empezó a gritar:
—Ustedes se han autoproclamado los guardianes incorruptibles de la galaxia.
Crearon un sistema en el que todo el mundo tiene que acudir a verlos. Y ahora se
aferran a ese poder con un… un gobierno vacante y una flota raquítica. ¡No es justo!
¡Alguien tiene que dejar de fingir!
Por instinto, Dllenahkh se dispuso a proteger mentalmente a Joral. Era una acción
innecesaria, dados los bajos niveles psi del sargento y la mejorada firmeza de Joral. En
cambio, se dedicó a Fergus.
—Sargento, ya es tarde —sugirió—. No debemos molestar a los otros huéspedes.
No debemos perturbar a la directora.
Fergus miró alrededor con súbito temor, como si esperara ver a la doctora
Daniyel de pie en la puerta, pero se controló de inmediato y se volvió.
—Está influyendo en mí —acusó.
—Apenas —dijo Dllenahkh con total sinceridad—. Solo estoy apelando a su
sentido común. Sabe que podemos discutir esto por la mañana.
Todavía receloso, Fergus miró de nuevo hacia la puerta abierta.
—En otra ocasión, entonces —dijo a regañadientes.
Cuando se marchó pasaron unos cuantos tensos segundos de silencio. Joral dejó
escapar un suspiro contenido.
—Bien hecho, consejero —dijo con admiración—. Un toque leve y habilidoso.
—Cierra la puerta al salir, Joral —replicó Dllenahkh, demasiado avergonzado
como para aceptar el cumplido.
Joral se despidió dándole unas tímidas buenas noches y se fue a su propia
habitación. Dllenahkh se dispuso a acostarse, sus movimientos automáticos. Les
habían mostrado tanta compasión durante tanto tiempo que la ira del sargento lo
desorientaba. ¿Había otros que habían dejado de sentir lástima por los afligidos sadiri
y empezaban, en cambio, a cuestionar su lugar y su propósito? ¿Qué esperaba Fergus
que hiciera por Kir’tahsg, cuando hacían falta todos sus esfuerzos para impedir que
los jóvenes de su propia colonia cayeran en la desesperación y la autodestrucción? Y
sin embargo…, ¿quién podía ayudar a Kir’tahsg ahora, si los sadiri estaban demasiado
ocupados sobreviviendo para arbitrar las vidas de los demás?
Permaneció tendido en la oscuridad durante varios minutos, haciéndose a sí
mismo preguntas imposibles de responder. Solo sabía una cosa: su breve equilibrio se
había echado a perder, y sus sueños solo reflejarían ese quebrantamiento.
Poco después estuvo una vez más ante la habitación de Delarua, esta vez apoyado

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cansinamente contra el marco de la puerta mientras llamaba. Ella abrió la puerta, con
aspecto adormilado y arrugado, y él se irguió de inmediato. Le gustó ver que iban
vestidos de la misma forma para dormir: pantalones y túnica. Se preguntó qué diría
ella si pudiera leerle la mente. ¿Le haría gracia o le molestaría saber que aunque él
consideraba que estaba muy guapa arreglada para el concierto, la prefería así, con su
habitual sencillez no estudiada de cuerpo y mente?
Ella lo miró de arriba abajo.
—Oh. ¿Una mala noche?
—Podría ser —confesó él.
Ella dio un paso atrás.
—Pasa.

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La última misión

Debería ser obvio que no acepto bien los cambios. Me había acostumbrado a mi
nueva función en el equipo de la misión. Probablemente sabía más sobre los sadiri del
planeta y de fuera del planeta que cualquier otro cygniano. Mi amistad con Dllenahkh
era tan fuerte, cómoda e íntima como libre de besos (lo cual quiere decir
completamente, pero como decía, besarse no lo es todo). Por fin había devuelto un
nivel de rutina a mi vida, y no podía distraerme pensando que la misión terminaría
dentro de un par de semanas. Todos los demás tenían un trabajo y una vida a los que
regresar. Yo debería haber estado haciendo planes para mi futuro. No los hice. Me
ocultaba de la inseguridad sumergiéndome en la emoción de nuestra última visita.
Habíamos reservado lo más extraño para el final. Los tasadiri se habían asentado
sobre todo en las regiones ecuatorial y tropical, y se habían quedado en los climas
cálidos si era posible. Era a lo que mejor se adaptaban, y los sadiri no son sino
tradicionales y prácticos. La última colonia del calendario era la más lejana, y estaba
situada en una península que frisaba las regiones polares. Volamos hasta allí y nos
posamos cerca de un fiordo a la sombra de un gran volcán de baja intensidad. Cuando
bajé, preparada para lo peor con mi chaqueta aislante y mi capucha, me detuve
sorprendida.
—Apesta —dijo Lian, que salía detrás de mí.
—Hace calor —dije, completamente sorprendida, mientras me bajaba la capucha
y me abría la chaqueta.
Y así era. Las aguas del fiordo desprendían vapor y la atmósfera era una curiosa
mezcla de aire cálido y pesado y ráfagas de viento afilado y helado. El paisaje carecía
de árboles y se extendía hacia una estrecha cala en forma de cuenco que alternaba
entre el verde liquen y el negro basalto. Nasiha, Tarik y Joral salieron del avión de
despegue vertical con expresión ambivalente: no les impresionaba ni el fluctuante
calor ni la humedad, pero sentían curiosidad por la idea de que los sadiri hubieran
elegido vivir en semejante lugar.
Fergus, que había estado pilotando, asomó la cabeza y olfateó el aire, receloso.
—¿Seguro que saben adónde van?
—Seguro, sargento —dijo Nasiha con tranquilidad, haciendo lentos movimientos
en redondo con su geosensor—. Todo lo que necesitamos es encontrar la entrada.

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Se merecía sentirse un poco displicente. Habían sido su duro trabajo y su
inteligencia, y también los de Tarik, por supuesto, los que habían descubierto ese
lugar a partir de las diversas leyendas e historias que habían recopilado con diligencia
en todos los asentamientos y ciudades que habíamos visitado. Una pequeña
comprobación con los archivos del Ministerio de Energía y Recursos Minerales y el
Instituto de Exploración Polar había dado frutos que merecerían al menos un ensayo,
tal vez dos. El asentamiento tasadiri estaba bajo tierra, a salvo del clima extremo,
aprovechando la energía geotérmica, y por tanto con la temperatura adecuada para
recordarles su hogar.
Por supuesto, aquella era una expedición científica, no diplomática. El
asentamiento estaba deshabitado desde hacía siglos. La directora y el consejero habían
regresado a Tlaxce, donde atendían entrevistas con los medios sadiri y cygnianos, y se
reunían con representantes de los cuerpos globales, interplanetarios y galácticos. Eso
nos dejaba a nosotros la diversión… y fue divertido. De todos los lugares donde había
estado, aquel era el que me encargué de grabar con mi comunicador. Probablemente
nunca volvería a estar tan al norte.
—Por allí —señaló Tarik.
Al principio pareció una roca, pero era una estructura regular, artificial, que se
había construido baja y fuerte para resistir los vientos dentro de la ladera.
Encontramos una puerta en un lado, medio hundida en el suelo, con escalones, como
la entrada de un bunker. Cuando entramos y las luces se encendieron, sentí
desorientación al principio, y luego vértigo.
—¿Bajamos todos? —preguntó Joral, vacilante, cargándose una mochila grande y
abultada al hombro.
Tarik examinó una pequeña estructura que parecía un ascensor, suspendida en el
centro sobre un pozo de profundidad insondable.
—La capacidad de carga es más que adecuada. Pero también hay rampas de
emergencia en la circunferencia si lo prefieres.
Joral se volvió a examinarlas mientras Tarik las señalaba. Parpadeó. Eran
estrechos tubos de material transparente, incluso más claustrofóbicos que el ascensor
principal.
—No —se apresuró a decir—. No, eso no será necesario.
Tarik se volvió hacia Nasiha.
—No hace falta que vengas con nosotros.
—Eso ya me lo has dicho —respondió ella—. Tienes mi respuesta a ese asunto.
Seguir discutiendo a estas alturas es…
—Entonces asegúrame al menos esto: regresarás de inmediato a la superficie si
considero que se vuelve demasiado peligroso.
Me sentí impresionada. Era la primera vez que oía a Tarik interrumpir a Nasiha.

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—Parece razonable —admitió ella reacia.
Aparté la mirada para ocultar mi sonrisa.
El descenso fue largo, oscuro, y lleno de crujidos ominosos, pero no me preocupé
demasiado ya que sabía que esa tecnología era una adición relativamente reciente de
la gente de Recursos Minerales. Tras salir del ascensor, Nasiha nos condujo hasta el
borde de una mancha de luz en torno al pozo. Unas pálidas luces se encendieron, y
fueron haciéndose más intensas a medida que ella iba tecleando los códigos de acceso
en su comunicador. Joral abrió su mochila y repartió cascos con luces de minero:
tecnología antigua y sólida, pero con unas cuantas mejoras modernas como
generadores de oxígeno de emergencia y navegadores insertados. Me puse el mío
alegremente y me grabé con mi comunicador de muñeca, en pose aventurera,
mientras Lian se reía de mí.
—¿Adónde vamos? —preguntó Joral, y fue una buena pregunta porque las luces
de la mina iluminaban al menos seis caminos diferentes que conducían Dios sabía
adónde.
La respuesta de Nasiha fue tranquilizadora y confiada.
—Por aquí.
Nos condujo durante media hora por un camino con rocas húmedas y goteantes
arriba y alrededor. El agua era cálida, y no pude evitar sentir que debía de haber
algunas charcas donde mereciera la pena remojarse, alimentadas por manantiales
calientes y ricas en minerales. Decadentes tasadiri de este austero lugar, solazándose
en sus bañeras calientes mientras que en la superficie estaban a temperaturas bajo
cero… Podía imaginármelos.
Nos desviamos de las luces para pasar a un sendero aún más irregular, tuvimos
que pasar por unos cuantos lugares estrechos y allí llegamos. ¡Mereció la pena! No
había podido ver Piedra en la vida real, de modo que no podía comparar, pero de
todos modos era una impresionante ciudad tallada en pura roca. Me lastimé el cuello
dando vueltas y vueltas para que mi farol capturara todo el panorama de un arco de
dos pisos de altura y reforzado por ventanas que apuntaban a unas habitaciones
dentro de la roca. El arco en sí conducía a un pasadizo en forma de catedral, con más
ventanas en las paredes y puertas arqueadas un poco por encima del nivel del camino,
los escalones desmoronándose, como erosionados por el paso del agua. Pude
imaginar la calle subterránea iluminada por frías y pálidas lámparas durante la noche,
y lámparas cálidas y brillantes durante el día. De acuerdo con Nasiha, cabía la
posibilidad de que hubiera invernaderos cerca de la superficie, lo suficientemente
cerca como para aprovechar la luz del cielo pero lo bastante profundos como para
emplear el calor de la tierra. Los ríos y las calas estaban llenos de peces adaptados a la
vida subterránea y que se alimentaban de las algas que arrastraban las mareas del
fiordo. Un brillo llamó mi atención, y me acerqué a ver la silenciosa capa de cristal en

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la roca, que no estaba excavada sino incorporada a las tallas del dintel de la puerta.
Era un lugar rico, un Edén inesperado. ¿Por qué estaba desierto?
Tarik se acercó a uno de los escalones y nos llamó.
—Mirad —dijo—. El camino se ha levantado. Estamos caminando sobre los restos
de un río de lava.
Eso puso mi viva imaginación a trabajar en una dirección menos agradable. Me
imaginé la calle iluminada de un rojo infernal que pasaba ante las puertas y atrapaba a
la gente en… Espera un momento.
—Tarik, ¿abandonaron este lugar antes de que llegara la lava? ¿Encontraron algún
resto? —pregunté.
Él asintió, aprobando la pregunta.
—Ninguno. La erupción debió de advertirlos y evacuaron a otro lugar. Luego,
cuando regresaron, descubrieron que era inhabitable.
Entendí lo que quería decir cuando el camino se alzó bruscamente, y nos permitió
caminar por el nivel de las ventanas del primer piso, y luego seguir subiendo hasta
que el techo del túnel nos detuvo.
—Quién sabe cuánto más habrá debajo de esa roca —se preguntó Lian, que
tampoco había llegado a ver Piedra—. ¿Cómo podemos tener la certeza de que los
tasadiri vivieron aquí?
—Esto es similar a las tallas de Piedra, y algunos de los símbolos que hay aquí se
han encontrado también en textos antiguos sadiri —explicó Joral—. Sin embargo,
puede que haya habido otros…
Nos detuvimos. El tamborileo de una especie de pasos me hizo albergar
pensamientos incómodos acerca de arañas gigantes: yo tenía la culpa, por haber visto
películas de monstruos pre holo con Joral y Lian dos noches antes.
—Desprendimiento de rocas —dijo Nasiha después de que los ecos se apagaran—.
En esta zona es frecuente que haya pequeños corrimientos de tierra. No es nada de lo
que preocuparse.
La habría creído de buena gana, pero Tarik fruncía el ceño y comprobaba su
geosensor.
—Los datos sísmicos de los sensores de la mina indican que sería aconsejable
andar con cautela. ¿Cuánto tiempo necesitas para grabar…?
El camino que teníamos ante nosotros se hundía unos diez centímetros para luego
volver a elevarse, lo que nos hizo deslizamos primero y luego jadear.
—Nos marchamos ahora mismo —ordenó Tarik, mientras sujetaba el geosensor a
su cinturón y agarraba a su mujer por el brazo.
Nasiha trató de guardar la calma.
—Espera, los…
—Buena idea —interrumpió Lian al instante.

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Empezamos a retirarnos, desorientados por las ocasionales vibraciones del suelo y
las sombras oscilantes mientras nuestras lámparas se agitaban. Así fue como choqué
con la espalda de Tarik.
—¿Qué ocurre? —preguntó Joral con brusquedad.
No hubo ninguna respuesta, y durante un momento me pregunté, histérica, si el
camino estaba bloqueado y tenía miedo de decírnoslo, pero entonces nos fuimos
dando la vuelta, uno a uno, y tratamos de ver a través del polvo, inseguros de lo que
estábamos contemplando.
—Que todo el mundo apague las luces —ordenó Tarik.
Lejos de las lámparas de la mina, y con las nuestras apagadas, quedó claro. Era un
fino rayo de polvo iluminado, como si alguien hubiera abierto una ventana a varios
pisos de altura.
—Pero estamos muy abajo —murmuró Lian con asombro.
—Un pozo de luz —dijo Nasiha—. Otra parte de la ciudad debe de haberse
abierto con el temblor de tierra.
Lian volvió a encender una luz y apuntó con ella el suelo hasta el rayo. El terreno
era empinado pero franqueable.
—Quedaos aquí. Nos adelantaremos para explorar y ver si hay algo que merezca
la pena investigar.
Vacilé, intentando decidir si quería quedarme o ir, pero como Joral siguió a Lian,
la curiosidad pudo más que yo. Con una mirada de disculpas hacia Nasiha, me
apresuré a alcanzarlos. Cuando llegué, sin aliento, a la fuente de la luz, los dos estaban
agachados junto a la abertura, anonadados. Me acerqué a echar un vistazo y vi una
enorme caverna iluminada por enormes tubos de espejos y vidrio. Algunos eran
tenues y oscuros (quizá cubiertos de tierra donde tenían que asomarse hacia la luz),
pero todavía funcionaban suficientes tubos como para que pudiéramos ver que la
calle que habíamos transitado era un simple callejón trasero. Aquello era el corazón
de la ciudad, su foro magno. Grabé lo que podía ver y extendí el brazo para registrar
lo que no podía.
Lian empezó a tirar de las rocas en torno a la abertura, para despejar más espacio.
—Veamos si podemos bajar ahí.
Unas escaleras conectadas por balcones bordeaban las paredes de la caverna. Lian
atravesó el hueco y, con cuidado, bajó unos cuantos metros de cara rocosa para
detenerse en una de ellas.
—Estoy segura de que es peligroso —dije, nerviosa—. Joral, ¿no llevas cuerda en
esa mochila?
—Muy buena idea —dijo él, algo aprensivo. Sacó una cuerda fina. Tras asegurar
un extremo a una proyección de roca, fue bajando el otro extremo hasta Lian, quien la
cogió y la aseguró a uno de los ganchos de su cinturón sin hacer ningún comentario.

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—Tarik debería ver esto al menos —dije—. Volveré y me quedaré con Nasiha para
que pueda venir.
Hice el cambio y consolé a Nasiha con algunas imágenes de mi grabación
mientras Tarik iba a examinar el hallazgo. Entonces la tierra volvió a sacudirse, con
un temblor largo y potente.
Jadeé.
—Salgamos de aquí —le dije a Nasiha.
Avanzamos un poco, y entonces ella gritó:
—¡Tarik!
—¡Delarua! ¡Lleva a Nasiha a la superficie! —gritó él.
—Lo prometiste —le dije a Nasiha. Quizá fui injusta, pero surtió efecto. Dejó que
tirara de ella casi a la carrera mientras nos dirigíamos al camino principal, y cuando el
sendero quedó iluminado se adelantó para llegar al ascensor.
—Sube —ordenó—. Ellos pueden usar los tubos de emergencia.
Subí. La tierra había vuelto a calmarse, pero sentí que ya había tenido mi ración de
aventuras de aquel tipo. Varias fobias distintas me asaltaron mientras ascendíamos.
Estábamos tan alto… ¿Y si el ascensor fallaba y caíamos? ¿Y si llegábamos a lo alto, no
se abría, y nos quedábamos atrapadas dentro? ¿Y si fallaba, caía y nos dejaba
enterradas vivas en la oscuridad? Inhalé profundamente, haciendo acopio de todo lo
que había aprendido en las prácticas de meditación para mantenerme cuerda. Nasiha
solo tenía un temor, y pude leerlo en sus ojos.
—Tarik no tardará en venir —prometí.
El ascensor se abrió. Agarré la mano de Nasiha y salió corriendo y subí las
escaleras hacia el exterior, sin darle la oportunidad de pensar siquiera en esperar a los
demás dentro de aquella cámara sin ventanas. Nos desplomamos en la ladera y nos
sentamos de cara a la puerta. Nasiha observó con el ceño fruncido su geosensor, luego
probó con su comunicador, pulsando y pronunciando el nombre de Tarik, luego el de
Joral, y luego el de Lian. No hubo ninguna respuesta.
—Soy una idiota —susurró, con el rostro mortecino.
—Vamos, vamos —le murmuré a la puerta vacía—. Todos estáis bien. Tenéis que
estarlo.
Un largo minuto lleno de agonía más tarde salió Tarik, tosiendo y cubierto de
polvo. Nasiha corrió a recibirlo, lo tomó de las manos y pareció suspirar. Yo corrí
también y los dejé atrás.
—¡Lian! ¿Lian? ¿Joral? —Me di media vuelta—. ¿Dónde están?
Tarik me miró, sombrío y avergonzado.
—Tenemos que pedir ayuda. Ha habido un desplome importante en el túnel de
salida.
Pulsé mi comunicador.

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—¡Fergus! Llame a los servicios de emergencia. Tenemos dos desaparecidos.
Para cuando llegamos al avión de despegue vertical, descubrimos que Fergus
había llamado a emergencia y también había logrado contactar con Lian usando el
comunicador del avión. Los dos estaban ilesos pero no había salida. Nasiha escrutó
los datos proporcionados por el Ministerio, pero en balde. La caverna recién
descubierta no aparecía en los planos.
Traté de mostrarme alegre mientras charlaba con Lian y Joral.
—Miradlo por el lado bueno. Estáis calentitos, tenéis luz y estáis en mitad del
descubrimiento del siglo. Moveos un poco, y tomad unas cuantas fotos y vídeos para
nosotros. Encontrad algo de lo que Nasiha pueda escribir un ensayo.
Mientras hablábamos con ellos llegó el primer equipo de los servicios de
emergencia. Eran un grupo pequeño de un puesto científico cercano, y aunque
carecían de equipo de excavación, tenían todo tipo de tecnología escaneadora para
determinar el alcance del desplome y calcular dónde debían empezar a cavar cuando
llegara el equipo pesado. También nos reconocieron, y le prestaron a Nasiha atención
especial, declararon luego que estábamos bien y trataron de hacernos caso omiso
mientras les contábamos todo lo que sabíamos y unas cuantas cosas que no y,
sinceramente, les dábamos la lata de una forma muy poco adecuada.
—El hecho de que las comunicaciones sean todavía posibles sugiere que
podríamos utilizar la tecnología transpondedora para localizarlos —dijo Tarik.
—No me cabe ninguna duda de que los localizaremos a tiempo —explicó con
paciencia el jefe de los servicios de emergencia—. El desafío consiste en calcular la
interferencia de las fluctuaciones magnéticas que ha causado la actividad volcánica.
Era un hombre de piel clara, por desgracia carente de grasa para un clima tan frío,
y su pequeña constitución se reducía aún más por el grosor de su anorak. Sus cejas
tenían un sesgo perpetuamente preocupado que no resultaba tranquilizador. Sin
embargo, su voz lo compensaba, lenta y algo baja a propósito, de modo que sentías la
necesidad de reducir tu propia histeria para poder oírlo con claridad.
—Pero el hecho de que podamos seguir comunicándonos con ellos es bueno, ¿no?
—pregunté.
Su expresión se volvió cautelosa.
—Es bueno en tanto que podemos saber más o menos dónde están para poder
planear cómo excavar, pero hay demasiadas interferencias. No nos dejemos llevar por
el entusiasmo…
—Bueno, ¿y esos tubos de luz? —insistí—. ¿No deberíamos intentar averiguar de
dónde salen, tal vez usar…?
—Señora —dijo él, interrumpiéndome con firmeza—. Comprendemos que esté
preocupada por sus amigos, pero sabemos hacer nuestro trabajo. Nuestras redes han
sido informadas, y hay gente trabajando para resolver el problema.

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—Por supuesto —dije, derrotada—. Pero… ¿comprende por qué no podemos
perderlos? Sobre todo a Joral. No ahora. No así.
Él resopló y pareció intentar elegir con mucho cuidado sus siguientes palabras.
—Me gustaría recomendarles que regresaran a casa según lo previsto. Para ser
sinceros, no podemos permitirnos tener personal no esencial agotando nuestros
recursos. Les serán más útiles a sus amigos estando en Tlaxce que aquí.
Era una despedida amable pero definitiva, y significó que debíamos mantener una
última conversación con Lian y Joral.
—Nos echan —dije sin darle importancia—. Tenemos que volver, dejar de
entrometernos y esas cosas.
Lian siguió el juego.
—Bueno, ya sabes lo que significa eso. No podremos poner tu nombre en los
agradecimientos cuando hagamos nuestro gran descubrimiento.
Me eché a reír, y luego me puse seria.
—Con respecto a lo que dije antes, de caminar por ahí y eso… Tened cuidado.
Conservad vuestros recursos. Sé que Joral tiene un par de cosas en la mochila, pero…
—Delarua, soy cabo, ¿sabes? —dijo Lian, burlándose amablemente—. No olvidé
mi entrenamiento de supervivencia cuando me pusieron detrás de una mesa. Para
sustituirte, debo añadir.
Mi risa se pareció demasiado a un sollozo, así que la corté en seco.
—Sí, lo siento. Bueno, os veré más tarde, ¿de acuerdo?
Esperé a que Tarik y Nasiha terminaran de hablar con Joral, y luego entablé una
conversación a todo trapo en sadiri para que Lian no pudiera entendernos.
—Joral, sé que si recuerdas todo lo que te ha enseñado el consejero Dllenahkh,
tenéis unas posibilidades inmejorables de sobrevivir.
—He reflexionado al respecto, Delarua. Sé que será más difícil para alguien que no
haya recibido entrenamiento en el control psicosomático. No he avanzado lo
suficiente en las disciplinas como para ejercer este control más allá de mi propio
cuerpo, pero al menos me aseguraré de que nuestro colega consuma más comida y
agua que yo.
Sonreí ante sus cuidadosos esfuerzos por no llamar la atención usando el nombre
de Lian.
—Joral, espero que no sea necesario que te niegues la poca comida y bebida de
que dispones, pero sé que decidas lo que decidas, estará bien.
Ya era hora de tratar al chico como a un hombre. El cielo sabe que se lo merecía.
Cuando el avión de despegue vertical alzó el vuelo, todos nos quedamos mirando
el terreno que dejábamos atrás. No podía saber lo que pensaban todos en ese
momento, pero apuesto a que Fergus estaba pensando que, si hubiera estado bajo
tierra con nosotros, habría podido hacer algo. Yo contenía mis emociones, esa cosa

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que se me da tan bien, y escrutaba las laderas en busca de algún destello de cristal o
metal que pudiera sugerir la existencia de un tubo de luz que asomaba. No vi
ninguno.
Minutos después llamamos a Qeturah y Dllenahkh y los pusimos al tanto de las
últimas novedades. Una hora más tarde llegamos a nuestro punto de parada, nos
cambiamos, comimos y pasamos de un avión de despegue vertical a una lanzadera
más lenta pero más cómoda. Al principio nos pareció natural hablar un poco de la
antigua ciudad subterránea y de los nuevos descubrimientos que podrían hacerse allí,
pero a medida que seguíamos los boletines de los servicios de emergencia, el viaje se
fue haciendo más y más silencioso. El tiempo calculado para alcanzar a Lian y Joral ya
no se medía en horas, sino en días.
Cuando llegamos a Ciudad Tlaxce esa noche, seguía sin haber buenas noticias. Se
había suspendido de manera discreta la pequeña ceremonia de bienvenida en la sede
del Gobierno Central, y de la recepción para celebrar el final de la misión solo
quedaban unos cuantos platos de entremeses cubiertos por servilletas. Eran por si
teníamos hambre, dijo Qeturah como por casualidad mientras entrábamos en su
despacho, pero vi ocho platos en su mesa de reuniones y una esperanza moribunda en
sus ojos. No podía reprochárselo. Casi había esperado bajar de la lanzadera y
descubrir que Lian y Joral estaban sanos y salvos y en casa, después de habernos
adelantado a velocidad supersónica solo para sorprendernos. Dllenahkh parecía
deprimido, pero de manera sana, si es que eso tiene algún sentido. Por las preguntas
que nos hizo, sé que intentaba convencerse a sí mismo de que nada de lo sucedido
habría sido distinto si él hubiera estado allí.
—No fue culpa de nadie, Dllenahkh —dije, cansada—. De nadie, o de todos. Tú
eliges.
—Esto no es una reunión post misión —se apresuró a decir Qeturah—. No
estamos de humor para eso —miró a Dllenahkh, y añadió sin tapujos—: Ninguno de
nosotros. Esto es… Bueno, aunque no pudiéramos tener una bienvenida adecuada,
quería que nos viéramos una última vez.
Me sentía fatal, pero extrañamente contenta por estar allí, ya que no quería
sentirme fatal a solas, y no había nadie más con quien quisiera sentirme fatal. No
llorábamos por Lian y Joral. Estábamos preocupados por ellos, pero conservábamos la
esperanza de volver a verlos muy pronto. Lidiábamos con el hecho de que la misión se
había terminado, y de que la vida que habíamos abrazado durante un año no era la
vida a la que nos enfrentaríamos al día siguiente. Contuve las lágrimas tantas veces
que tuve que excusarme para ir al lavabo de señoras y sonarme bien los mocos y
lavarme la cara.
Cuando regresé, Fergus estaba de pie ante la puerta del despacho de Qeturah.
Hablaba por su comunicador, pero cuando lo alcancé ya había terminado la llamada y

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miraba con extrañeza el aparato que tenía en la mano. La curiosidad fue más fuerte
que mi intención inicial de saludarlo y pasar de largo.
—¿Qué ocurre, sargento?
Al principio, no me miró.
—Era Lian. Quería asegurarse de que habíamos regresado bien a la ciudad.
Entonces me miró a los ojos e intercambiamos una breve y compasiva mirada de
dolor compartido antes de que él recordara que no le caía bien y mirara hacia otro
lado.
—No puedo creer el alcance de esos comunicadores… —empecé a decir, y
entonces me detuve a media frase, asaltada por algo.
Él me dirigió su habitual mirada de desdén.
—Si tiene alguna idea brillante que pueda ayudar a esos dos, será mejor que la
comparta. Haga algo sin pensárselo mil veces, para variar.
No lo entendía. Qeturah trazaba las normas y él las cumplía, y sin embargo me
había descartado porque no había sido lo bastante rebelde. Me sentí molesta y se lo
hice saber.
—Basta, sargento —dije con brusquedad—. El Gobierno Central se está haciendo
cargo de Kir’tahsg, así que deje de echarme la culpa por ello. Además, tengo al menos
tantos motivos como usted por preocuparme por lo que le pase a Lian, y muchos más
motivos en lo que respecta a Joral.
Le quité el comunicador y lo examiné con curiosidad. Era un modelo militar
avanzado, mucho mejor que ningún modelo de muñeca o ningún palmar civil.
—Chorradas —dijo él—. Sadiri o cygniano, todos corremos peligro cuando nos
enfrentamos a la muerte. ¿Tiene algo útil con lo que contribuir, señora?
Lo miré y deseé por un momento llevarme mejor con él.
—Es posible. Pero tendré que llevarme este comunicador, solo durante un par de
horas.
Estaba mintiendo. No sabía cuánto tiempo lo iba a necesitar.
Él maldijo entre dientes. Lo miré impasible.
—Puede decidir decir que no, sargento, pero dígalo rápido. Estamos perdiendo el
tiempo.
Se trataba de un gran farol. Esperaba impresionarlo un poco. ¿Era así como lo
hacía Qeturah? ¿Actúa como si estuvieras al mando, y de pronto ellos empiezan a
seguir tus órdenes?
—Llévese el maldito comunicador —dijo por fin, resignado.
Me lo llevé y se lo entregué directamente a Dllenahkh.
—Te alojas en el consulado sadiri mientras trabajas en la ciudad, ¿verdad?
Él alzó una ceja ante la incongruente yuxtaposición de pregunta mundana y
susurro conspirador.

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—Sí.
—¿Hay algún modo de tener una reunión privada inmediata con tu amigo el
piloto? ¿El hombre que ha visto cosas con las que los simples mortales solo sueñan?
¿El hombre que ha estado en varios futuros y que puede que tenga o no tenga los
conocimientos tecnológicos avanzados suficientes para usar el hecho de que el
comunicador de Fergus sigue detectando una clara señal de Lian a medio mundo de
distancia y a través de una tonelada de roca?
Dllenahkh hizo entonces algo completamente sadiri y absolutamente adorable.
Parpadeó ante mi farfulleo, llenó a toda prisa los espacios en blanco y estableció un
curso de acción.
—Ven conmigo —dijo.
Nuestra marcha puso fin a la reunión. Qeturah parecía un poco asombrada,
aunque Fergus me dirigió un gesto de asentimiento, envarado pero tranquilizador.
Me habría gustado decírselo a Nasiha y Tarik, pero no quería poner en riesgo la
posibilidad de que no supieran nada de las experiencias únicas de Naraldi. Apenas
prestaron atención. Estaban una vez más encerrados el uno en el otro, y esta vez no
me importó lo más mínimo.
—Gracias, Dllenahkh —dije en cuanto subí a su aerocoche y me ajusté el
cinturón.
Él frunció el ceño algo aturdido mientras tecleaba nuestro destino.
—¿Por qué me das las gracias? Todavía no he hecho nada.
—Escuchas mis locas ideas y extraes sentido de ellas. Eso se merece algún
agradecimiento.
Dejó que el piloto automático nos guiara y se volvió a mirarme. Los ojos le
refulgían.
—Lo que describes como el producto de un desequilibrio mental, yo lo clasificaría
como pensamiento veloz e intuitivo para encontrar soluciones creativas.
No hay ninguna pasión como la pasión de un sadiri haciéndole cumplidos a tu
mente. Durante un momento me quedé sin habla, completamente muda. Lo miré
como una adolescente enamorada.
—Lo… lo dices en serio.
—Sabes que sí. ¿Por qué te resulta tan difícil creerlo?
Apoyé mi mano en la suya, con un gesto de disculpa y tregua.
—Lo creo —dije en voz baja.
Él me miró la mano y lentamente volvió la suya para que encajáramos palma con
palma. Tocarlo no era nunca un asunto sencillo, pero hacerlo ahora, cuando sus
emociones estaban tan cerca de la superficie, era como estar en la orilla del mar
cuando se retira la marea y arrastra la arena bajo los pies. Quise caer en el agua.
El aerocoche aterrizó con suavidad. De hecho, el consulado sadiri está muy cerca

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de la sede del Gobierno Central.
—Ya hemos llegado —dije, tratando de no parecer decepcionada.
Con una rápida llamada al cónsul a través del comunicador nos aseguramos de
que, al menos, estuviera un poco preparado cuando invadimos su salón decididos a
mantener una reunión improvisada. Era demasiado profesional como para mostrar
irritación delante de mí, pero consiguió dirigirle a Dllenahkh una mirada muy
significativa cuando dijo:
—Creo que quedó muy claro que no podías hablarle a nadie de mis viajes.
Dllenahkh se mostró imperturbable.
—Lo siento, Naraldi. Me daba la impresión de que la restricción no se aplicaba a
los sadiri por encima de cierto nivel de gobierno.
El cónsul me miró (de hecho, miró mi cabeza y su pelusa de pelo marrón oscuro),
evaluó en silencio mi aspecto tan poco sadiri, y luego claudicó con un pequeño
encoger de hombros.
—Muéstreme el comunicador.
Se lo entregué y lo observé con nerviosismo mientras él lo abría y estudiaba el
interior, echando alguna mirada ocasional a un palmar para consultar referencias.
Entonces se acomodó, entornando los ojos mientras contemplaba el tamborileo de
sus dedos en busca de algo más de luz. Al cabo de un rato, regresó al palmar e hizo
unas cuantas rápidas consultas por escrito y por audio, al menos una de las cuales era
un mensaje, a juzgar por el claro tono de envío.
Por fin sacó un chip de datos de su palmar, se levantó y se lo dio a Dllenahkh.
—Dllenahkh, si permites la indignidad a tu posición, por favor entrégale esto en
persona a la oficina de comunicaciones del consulado. Es de naturaleza sensible, y
debe salir en cuanto sea posible.
Dllenahkh inclinó la cabeza, me dirigió una rápida mirada tranquilizadora y salió
de la habitación. Lo vi marchar, sintiéndome aún más perdida que antes.
—Excelencia —dije en tono lastimero—, ¿podría decirme qué ocurre?
El cónsul volvió a sentarse, presa de un súbito cansancio.
—¿Puedo, o debería hacerlo? No quiero crearle falsas esperanzas, señorita
Delarua. Su suposición fue correcta: tengo el conocimiento tecnológico que podría
facilitar un rescate más rápido, pero el conocimiento tiene un límite. Necesitaría
cierto nivel de tecnología para lograr una solución rápida, y esa tecnología no está
disponible todavía.
Me dio un vuelco el corazón. Él vio mi cambio de expresión y trató de
tranquilizarme.
—Hay una leve esperanza. He enviado un mensaje de ayuda. No puedo asegurarle
que vaya a haber respuesta, pero es todo lo que puedo hacer.
—¿Quién es? ¿Cuánto tardarán en llegar?

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Aunque traté de aparentar calma, las palabras brotaron con demasiada rapidez,
demasiada ansia.
Él bajó la mirada y su mandíbula se tensó como si estuviera conteniendo las
palabras. Tras un breve silencio, suspiró y respondió:
—Lo siento, señorita Delarua. En realidad no podría decirlo.
Abrí la boca para suplicarle, luego me detuve, cerré la boca y fruncí levemente el
ceño.
—No podría decirlo —repetí.
Su rápida mirada hacia arriba me suplicó que comprendiera.
—No podría.
Mi corazón empezó a latir con fuerza. Tragué saliva e intenté tranquilizarme.
—Creo que lo entiendo, excelencia. Al menos… eso espero.

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El ángel improbable

El día después de mi conversación con el cónsul sadiri, fui a visitar a mi madre.


Fue un error, porque María y Gracie estaban todavía allí, Rafi solo volvía del
colegio los fines de semana alternos, y a mi madre le había dado por pasar largos
periodos de tiempo con otra amiga jubilada en cuyo apartamento no había ni hijos ni
molestias. Vale, tal vez parezca un poco desconsiderado, pero esa fue mi primera
impresión de lo que sucedía. Luego, una vez allí, me puse por completo de parte de mi
madre. María se negaba a continuar con la terapia… Esperen, negarse es una palabra
demasiado fuerte. Se mostraba apática. Gracie se hallaba en el otro extremo,
mostrando arrebatos de genio después de haberse pasado años reprimida. Mi madre
estaba hasta el moño y se escapaba en busca de un poco de cordura de vez en cuando.
—Querida, es mi hija y la quiero, pero me está volviendo loca —me confesó.
Estábamos sentadas en su balcón planeando estrategias y cuidándonos de hacer caso
omiso de los gritos procedentes de la cocina mientras María se peleaba con Gracie
para que esta terminara de comerse el almuerzo.
Puse mi voz tranquila y responsable.
—En esta familia ya ha habido bastante locura, mamá. No nos vayamos al otro
extremo. No quedará nadie que actúe de ancla.
—Bueno, ¿qué puedo hacer? Quiero decir, incluso estaba pensando en declararme
a Connie solo para tener una excusa para salir permanentemente de la casa. Así
podría dejársela a María y…
Parpadeé.
—¿Declararte a Connie? ¿Qué ha pasado con el tipo del que siempre hablabas…?
¿No se llamaba Davi?
—Bueno, querida —dijo ella, reduciendo la voz a un susurro—. No quería
escandalizarte, pero siempre me refería a Connie. Davi es su marido, pero creo que
casi la he convencido de que está mejor sin él.
Ladeé la cabeza y reflexioné.
—Mamá, sigues siendo granjera de corazón, así que lo diré con amabilidad. ¿Estás
segura de que ella está interesada en ti, o son los dos?
Mi madre empezó a replicar, se detuvo y de pronto pareció sobresaltada, y luego
confusa.

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—Entonces me parece que será mejor que nos aseguremos de que conservas tu
apartamento un poco más. Será mejor que María y Gracie se vengan al mío. Estaré
trabajando en la colonia sadiri de todas formas, y a ella le resultará más difícil evitar la
terapia si está cerca de los mejores institutos.
—Pero querida —protestó mi madre—, ¿estás segura de querer hacer eso? Quiero
decir, a menos que haya alguien con quien estés pensando irte a vivir, no querría
echarte a María encima.
Demasiado ntshune en mi familia. Demasiado. Sus ojos se iluminaron.
—Hay alguien —dijo, inclinándose hacia delante con avidez—. ¡Vamos! ¿Cómo
es? ¿Qué edad tiene? Oh, es un hombre, ¿verdad?
Es sadiri. Y más aún, es un sabio sadiri que, de hecho, es mayor que tú.
—¿No estábamos discutiendo sobre tu vida amorosa? —la regañé con altiva
dignidad.
—Oh. Creo que me he hecho un lío —dijo ella con tristeza.
Le pasé un contacto de mi comunicador al suyo.
—Ahí tienes. Es mi amiga Gilda. Es simpática y amigable y te dará todo tipo de
buenos consejos para navegar en las corrientes del poliamor de la ciudad. Pero… no
salgas con ella. Por favor. Me resultaría embarazoso.
Recogí mi palmar.
—Voy a hacer los preparativos para que María se mude a mi apartamento dentro
de un par de semanas. Por favor, encuentra un modo de convencerla para entonces.
Haré todo lo que esté a mi alcance para que vuelva a la terapia. Pero creo que incluso
un trabajo a tiempo parcial haría maravillas. Los créditos del divorcio y la
indemnización no van a durar para siempre. Bueno, ¿cómo está Rafi?
—Terriblemente infeliz —admitió ella, muy apurada.
Sentí una puñalada de desazón. Mi madre había sido nuestro pilar durante todo el
tiempo en que estuvimos creciendo. No tendría que soportar estas cargas a su edad.
—No importa. Iré a verlo mañana.

Así, dos días después de que el cónsul pidiera ayuda, fui a visitar a mi sobrino en su
internado. Por fortuna, lo de Rafi no era tanto una terrible infelicidad como el estrés
natural por el nuevo entorno y el hecho de haber llegado en mitad del curso escolar,
cuando las amistades ya se han sellado y las lealtades de grupo están formadas.
También veía que el hecho de estar allí era una especie de sentencia en vez de un
privilegio, y una marca de distinción con respecto al cygniano medio. Paseamos por
los inmaculados terrenos del colegio, y traté de animarlo lo mejor que supe.
—Todos alardean demasiado. Hablan de mente a mente. Incluso levantan bolas
de papel —me dijo, sombrío y reacio al consuelo.
Lo miré de arriba abajo, advirtiendo sus seis centímetros más de altura y un rostro

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que pasaba de ser mono a guapo con menos torpeza adolescente que la norma. Podría
ser popular, pero no debía de estar intentándolo.
—He visto tu perfil psi. Eres más fuerte que ninguno de ellos. ¿Por qué no
alardeas un poco tú también?
Rafi se encogió de hombros.
—Podría hacer que todos me apreciaran, pero lo extraño del caso es que esas
cosas están mal vistas. En cuanto a la telepatía…, supongo que no hay nadie con
quien realmente quiera hablar.
—Humm —dije—. ¿Quién se encarga de ti en este lugar?
—El director de la escuela, supongo. ¿Por qué? —Pareció un poco a la defensiva
—. No me dejes en ridículo.
Le dirigí una mirada de incredulidad.
—¿Cuándo no he sido guay? No te pongas adolescente conmigo. Solo respóndeme
a una cosa. ¿Siguen gustándote los elefantes?
Tras una rápida consulta con el director de la escuela me aseguré de que Rafi y
otro estudiante pasaran las vacaciones de mitad del trimestre en un viaje didáctico a
los bosques de las tierras altas.
—Hay más de un modo de ser popular, muchachito —le dije cuando me
marchaba—. Los elefantes son guays. Y las tías excéntricas que te envían a ti y a un
afortunado amigo a montar en elefante también lo son. Considérate afortunado
porque no haya tenido motivos para recurrir a mis ahorros para las vacaciones este
año. No puedo hacer esto demasiado a menudo. De todas formas, una vez debería ser
suficiente para sellar tu reputación.
Me sonrió. Sabía que estaba planeando algo, más de lo que era evidente en la
superficie, pero confió en mí lo suficiente como para sentirse divertido y emocionado
más que preocupado.
—Y por cierto —añadí—. Yo que tú, practicaría mi telepatía mientras estuviera
por ahí fuera. Con fuerza. El que estés de vacaciones no quiere decir que haya que
relajarse.

Transferir el alquiler de mi apartamento y gastarme una suma tan grande por impulso
implicó que tuviera que pararme a pensar en mi futuro más pronto que tarde. Por eso,
tres días después del voto de confianza del cónsul fui a ver a Nasiha en su despacho
provisional en el consulado sadiri y le pregunté a quemarropa:
—¿Quieres trabajar conmigo?
Ella alzó una ceja.
—Parece que has hecho ciertas suposiciones sobre mis planes futuros.
—O tal vez estoy intentando influir en ellos.
Ella sonrió entonces, pero solo un poquito.

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—Me había dado cuenta de que a pesar de que el hecho de que quebrantaras el
Código Científico cygniano te ha apartado de la investigación empírica, de algún
modo has conseguido convertirte en el acicate para que otros realicen sus estudios
académicos. Agradecería la oportunidad de seguir examinando el fenómeno si
continuásemos con nuestra asociación dentro de un marco emprendedor.
—¿Tarik? —pregunté. Era interesante aquella nueva taquigrafía oral. Al final
estaba viviendo mi vida como si no hubiera tiempo que perder.
La mirada de Nasiha se suavizó, y recordó cuánto se amaban estos dos… aunque
ellos habrían encontrado algún otro modo de expresarlo, sin duda.
—Hemos evaluado varias localizaciones en términos de seguridad, estabilidad y
redes de apoyo. Hemos decidido pasar al menos un año viviendo en la colonia sadiri
de Tlaxce para que nuestro hijo pueda nacer allí. Después de eso, es probable que
Tarik vuelva a trabajar con el Consejo Científico mientras que yo sigo siendo el
progenitor principal durante los primeros siete años. Al final de esos siete años…,
¿quién sabe? Puede que regrese al Consejo Científico mientras él se convierte en el
progenitor principal. O puede que todos regresemos a Nueva Sadira o al planeta al
que nos asignen. Pero eso ya se verá en el futuro.
Sonreí.
—Tarik es un buen marido y será un padre excelente. Te quiere tanto…
Nasiha me dirigió una mirada divertida.
—Por supuesto.
Y yo lo quiero a él.
Durante dos días no intenté salvar el mundo ni resolver los problemas de nadie.
Trabajé diligentemente en mis informes desde casa, tras haber rechazado, con buen
criterio, el ofrecimiento de una oficina propia en el consulado sadiri. Con todo lo que
estaba sucediendo, no me fiaba tanto de mi profesionalidad. En casa, al menos, podía
levantarme de vez en cuando de la mesa, mirar el calendario y gritarle a una
almohada que había reservado para ese propósito.
Entonces recibí una llamada de la doctora Freyda Mar.
—Me enteré de que habías llegado, pero pensé que debía esperar un poco. Lo
siento mucho —dijo.
—Freyda, me alegra saber de ti. —A pesar de todo, sonreí cuando oí su voz—. Las
cosas han sido un poco desalentadoras, pero donde hay vida hay esperanza.
—Así es —coincidió ella—. Mira, voy a ir a las granjas esta tarde para iniciar las
rondas de la semana. ¿Te gustaría acompañarme?
Dirigí la mirada a mi palmar. Había estado comprobando mis mensajes en los
minutos previos a la llamada de Freyda. Gran parte de los mensajes eran de Fergus:
algunas variaciones en el tono de su comunicador y el hecho de que no se lo hubiera
devuelto, sin duda. Como lo había visto por última vez desmontado en el salón del

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cónsul, empecé a pensar que podría ser aconsejable probar con un cambio de aires.
—¡Vaya, gracias, Freyda! Eso sería perfecto. Así podremos ponernos al día.
Freyda fue tan amable como siempre. Optó por el navegador, pero sin piloto
automático, para que no me sintiera obligada a charlar de nimiedades durante todo el
trayecto. Me lancé directamente a lo importante, usando mi nuevo modo brusco y sin
rodeos.
—Lanuri y tú. ¿Progresos?
Su rostro era tranquilo, y su tono animado.
—Delarua, ¿eres consciente de que los empleados del gobierno no deben
confraternizar con sus colegas? Podría interferir con su eficacia. Por supuesto, lo que
hagan al final de la misión es asunto suyo.
—Completamente adecuado —coincidí.
Se produjo un breve silencio y luego estallamos en carcajadas.
—Puedo hacer de sadiri unos diez minutos, máximo —admití—. Más si me
concentro de verdad. Entonces ¿vais a casaros más adelante?
Ella asintió feliz.
—Sí. Es curioso, ni siquiera tuve que hacer ningún movimiento. Cuando empecé a
mirar las cosas desde otra perspectiva, todo pareció desarrollarse con naturalidad.
—¿Cómo se atrae la atención de un sadiri?
—Pareciendo inteligente —respondió ella—. Se les dice algo que no supieran o
que no hubieran deducido por sí mismos. ¿Cómo sabes que has captado su atención?
—Intensidad a raudales —dije de inmediato—. Lo dejan todo y te escuchan, y
luego encuentran todo tipo de motivos para no dejarte marchar. ¿Cómo sabes que te
aprecian?
—Se vuelven extrañamente sobones. Te rozan los dedos cuando te pasan una taza
o un palmar. Conducta protectora y solícita. Te agarran con rapidez si tropiezas o
resbalas, y se preocupan mucho si no estás bien. La distancia personal se reduce de
manera significativa. Y cuando te das cuenta, te están sosteniendo la mano y te miran
a los ojos —concluyó, ensoñadora.
¿Pero os besáis alguna vez? Quise preguntarlo con todas mis ganas. En cambio, me
limité a sonreír.
Ella sonrió también.
—¿Y vosotros?
—Será mejor que lo preguntes cuando mi misión haya concluido de manera
oficial, doctora Mar —dije burlona. Entonces guardé silencio, recordando cuántos
días faltaban hasta entonces, y también la desconocida cantidad de días hasta que se
produjera el milagro del cónsul. Si se producía.
Cuando llegamos al despacho de Lanuri, él me saludó con inesperado afecto. Me
estrechó la mano y dijo:

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—Es muy adecuado que esté aquí para el servicio conmemorativo.
—¿Qué servicio conmemorativo? —pregunté, confusa.
Él pareció levemente preocupado.
—¿No ha recibido ninguna notificación? El rescate se ha cancelado. El aumento
de la actividad sísmica en la zona ha hecho imposible que las excavaciones continúen
con seguridad.
Los mensajes sin abrir de Fergus, pensé. La habitación se deslizó lentamente a un
lado y me sorprendí al ver que Freyda me sujetaba por los hombros. Me zafé de ella.
—Estoy bien —insistí. Di un paso y me tambaleé—. Solo necesito sentarme un
momento —corregí con voz débil.
Fueron muy atentos. Me llevaron a la residencia de Lanuri y me obligaron a
estarme sentadita y a beber té. Era todo lo que podía hacer. Mi cerebro se limitó a
desconectarse, reacio a aceptar la posibilidad de que ya no volvería a oír la risa de Lian
ni la voz formal de Joral.

Al día siguiente acudí al servicio conmemorativo sadiri… o, como yo prefería


llamarlo, al funeral por unos cuerpos que tal vez respirasen aún. Se plantaron dos
árboles conmemorativos delante del salón de la consejería local en una ceremonia que
fue una curiosa mezcla de tradiciones cygnianas y sadiri, y luego los asistentes se
retiraron al salón para efectuar unos cuantos solemnes minutos de incómoda
interacción.
Me pareció indecente.
—Podrían haberse esperado —dije, furiosa.
Nasiha, que ni siquiera sabía nada de la llamada de ayuda del cónsul, también lo
consideraba inadecuado, pero trató de excusarlo.
—Las probabilidades de sobrevivir son ahora ínfimas —declaró, y su taciturna
expresión sugería que le disgustaba el sonido de sus palabras aún más que a mí—.
Además, el Consejo decidió que retrasar los rituales de rigor le daría al hecho más
peso del que se merece.
—Es el primer funeral de la colonia —murmuré.
—Sí. Y habrá más, con el tiempo. Ese es el razonamiento. Estos jóvenes deben
aprender a volver a enfrentarse a la muerte.
—Pero al menos podrían haber esperado hasta que estuviéramos seguros, ¿no?
Ella se encogió de hombros.
—No tienen ningún motivo para creer en milagros.
—Yo sí —repliqué con ferocidad.
Hubo, sin embargo, un límite a la compasión que Nasiha y yo podíamos
compartir. Bendita sea Freyda Mar, porque intercambiamos una única mirada a
través de la sala abarrotada, nos excusamos y nos dirigimos a un rincón apartado, nos

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abrazamos y lloramos en silencio durante quince minutos seguidos.

—¿Cómo lo sabías? —le pregunté cuando las dos nos hubimos recuperado.
Ella sonrió con tristeza.
—Lanuri dice que cuando quiero un abrazo, pero tengo miedo de pedirlo, me uno
las manos a la espalda. Tú llevas ya una hora sujetándote las muñecas.
Había estado intentando incluso ver a Dllenahkh, temerosa de preguntarle si tenía
alguna noticia, temerosa de atisbar algo en sus ojos que pudiera destruir mi
esperanza, pero cuando ella dijo aquello, sentí la necesidad de ir a buscarlo. Él pareció
darse cuenta de que lo necesitaba porque en el momento en que miré en su dirección
se apartó de un grupito de consejeros de rostro sombrío y acudió a mi encuentro.
—Delarua —dijo con brusquedad—, ¿dónde te alojas?
—En la residencia de la doctora Lanuri. Volveré a la ciudad con Freyda mañana,
cuando ella haya terminado sus rondas —respondí.
—Vuelve conmigo ahora.
—De acuerdo —dije inmediatamente.
Por el camino me explicó lo que había que hacer.
—Naraldi no desea implicarse directamente, ni que el consulado se implique en
modo alguno. Tengo el comunicador reestructurado. Quiere que te lo lleves y esperes
en tu apartamento. Alguien irá a verte a la hora acordada.
Lo miré, lo miré adecuadamente, y me atreví a permitirme sentir.
—¿Cuándo dormiste por última vez? —pregunté en voz baja.
Él apartó la mirada con la forma que tenía de hacerlo cuando dudaba si decir la
verdad.
—Yo…
¿Cuántas veces habíamos dormido en un vehículo de tierra con piloto
automático? Demasiadas veces. Toqué los controles, oscureciendo las ventanas y
ajustando los asientos.
—Échate una siesta. Podremos hablar cuando lleguemos a la ciudad.
Nos tendimos el uno al lado del otro. Dllenahkh empezó a moverse, vaciló y luego
colocó la mano amablemente en un lado de mi cara, recordándome la ocasión en que
ayudó a curarme. Un fuerte calor se vertió en mi cerebro, en vez del roce delicado que
me había esperado. No se pareció a nada que hubiera experimentado con él antes.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, quedándome muy quieta.
—Asegurándome de que no se te olvide nada —replicó él con un susurro.
Le habría hecho más preguntas, pero antes de poder hacerlo, me quedé
profundamente dormida.

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Y así, al día siguiente, ocho días después de la reunión con el cónsul, esperé nerviosa
en mi apartamento, con el comunicador en la mano. No sabía qué esperar. ¿Habría
una mundana llamada a la puerta? ¿Se abrirían los cielos y temblaría la tierra? No
sabía ni quién ni cómo era en esta aventura, y lo único que me mantenía sentada y
expectante en mi salón era la fe.
La realidad se hallaba en algún lugar entre los dos extremos de mi imaginación.
Primero hubo una voz, una voz muy corriente a excepción del hecho de que
parecía proceder del mismo aire. Dijo simplemente:
—Naraldi me envió.
Entonces parpadeé… y allí estaba. Me levanté de la silla de un salto. Fue
demasiado extraño como para inspirar asombro. Nunca había visto una nave mental
sadiri en la vida real, pero conocía su aspecto, algo parecido a una manta raya, muy
estilizada y oscura, y diseñada naturalmente para colarse por cualquier hueco en el
tejido del espacio-tiempo. Esta no solo no se parecía a nada que yo hubiera
imaginado, sino que además estaba segura de que no era como nada que nadie
hubiera sido capaz de imaginar. Al menos respetaba el tema marino, pues parecía el
casco de un barco, todo madera tallada y pulida con la forma de una proa alta y
curvada. Pero no había ningún barco, tan solo una alta figura vestida con un ceñido
mono metálico y un casco, con una mano apoyada en la madera como para mantener
la quilla recta. ¿Había un barco invisible junto a ella? Miré con atención.
—Oh, bien. No has gritado, ni te has desmayado, ni has huido.
La voz sonó un tanto apagada al principio, y entonces el brillante casco se retiró
para dejar al descubierto un rostro igualmente brillante, y una amplia y blanca mata
de pelo.
Revisé a toda prisa mi interpretación de lo que estaba viendo.
—Debería —le reproché al dorado desconocido—. Estás desnudo.
Él bajó nervioso la cabeza, y luego me dirigió una severa mirada.
—No me asustes así. No he perdido el control de los esfínteres púbicos desde que
tenía doce años.
—¿Ah, sí? —dije débilmente.
Una expresión preocupada asomó a su rostro.
—Era una broma. Por favor, no me tomes en serio. Esfínteres púbicos. Como si
existiera una cosa así. —Soltó una risa breve y torpe, y luego se calló y me miró con
mansedumbre.
La conversación se me estaba yendo de las manos, en realidad se escapaba de
cualquier parecido con el sentido común, así que intenté recuperar el control.
—Soy Grace Delarua. ¿Cómo estás? —dije, dando un paso adelante y extendiendo
la mano.

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El desconocido miró primero la mano y luego me miró a la cara vacilante. Volvió
a ponerse el casco, esta vez con la visera abierta, y extendió el brazo hacia mí.
—Bueno, si estás segura…
Justo en el momento en que aquella piel brillante como el latón tocó la mía pensé
que aquella había sido una malísima idea. Demasiado tarde. El mundo se desvaneció.
Cerré los ojos con fuerza y traté de gritar, pero no lo logré.
La voz del desconocido resonó con claridad en mi cabeza. Para mi desconcierto,
se parecía a mi propio tono de voz y mi ritmo y forma de hablar.
—Por cierto, puedes llamarme Sayr. No pensé que quisieras viajar conmigo. Solo
he venido a recoger el comunicador para así tener un punto de referencia, pero de
esta manera también está bien.
—¡Ahhhhh!
Por fin conseguí emitir algún sonido. Resonó con tanta fuerza que abrí los ojos de
inmediato. Ante mí no había nada más que una pura y rica oscuridad que me hizo
agradecer el sólido contacto de la roca bajo los pies, porque sin ello me habría
imaginado flotando en el espacio. De repente apareció un brillo a mi izquierda que
me hizo saltar. Todo el brazo de Sayr se había vuelto transparente y estaba estudiando
un débil trazado de líneas en él. Durante un instante en que prevaleció la sorpresa, me
pregunté por qué se estaba mirando las venas, y entonces me di cuenta de que era un
mapa.
—De modo que es aquí donde estabas cuando viste asomar la luz. Hum. El
terreno ha cambiado bastante. ¿Te gustaría intentar llamar a tus amigos?
Vacilé. Tardé un segundo en comprender que estaba al otro lado del mundo, bajo
tierra una vez más, en la ciudad abandonada; y dos segundos en preguntarme si Sayr
era humano o máquina o ambas cosas, y un segundo más en recordar y agradecer el
hecho de que tuviera el comunicador de Fergus todavía sujeto con fuerza en mi mano
izquierda. Lo encendí, manipulé el panel de control de luz y seleccioné la dirección de
Lian.
—No disponible. Deje un mensaje.
Ni siquiera era la voz de Lian, solo una grabación genérica. Le tendí el
comunicador a Sayr sin decir nada. Sus ojos se ensancharon y resplandecieron en la
oscuridad, reflejando el brillo de la pantalla del comunicador.
—Los he encontrado —dijo.
El comunicador se oscureció y la conexión se cortó, y por un momento tuve la
certeza de que me hallaba sola en la oscuridad. Entonces me dije que no debía ser
tonta. Como si Sayr fuera a dejarme sola en una mina abandonada con un volcán
activo rugiendo cerca. Eso sería una irresponsabilidad. Probablemente estaba
reflexionando o algo parecido. Traté de estar callada para no molestarlo.
Su voz resonó tan próxima y repentina que casi me caí de puro miedo.

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—Lamento no haberte llevado, pero es más fácil hacerlo cuando no hay ninguna
memoria colectiva.
—¿Qué? ¿Me has dejado aquí? —chillé. Aquello era demasiado. Empecé a
hiperventilar de inmediato.
La brillante luz del sol quemó mi visión, y un aire helado me picoteó la piel. Jadeé
e hice una mueca, pero al menos la sorpresa puso fin a mi seco llanto. Cuando por fin
pude volver a abrir los ojos, fue para ver a Sayr de pie junto a su quilla, una mano en
la habitual posición de descanso mientras me palmeaba tranquilizador el hombro con
la otra.
—Mira —instó—. Están allí. Están llamando a los servicios de emergencia ahora.
Todo saldrá bien.
Nos hallábamos en una colina, cuya localización exacta no conocía, pero hacía
tanto frío que supe que estábamos cerca de las regiones polares. En efecto, había dos
figuras, diminutas en la distancia, cálidamente familiares y maravillosamente vivas.
Estaban sentadas juntas y abrazadas. Dejé de temblar de frío durante un momento
para temblar de pura alegría.
No tuve más tiempo para ponerme sentimental. En otro abrir y cerrar de ojos,
volvimos a mi salón.
—Gracias por la experiencia. Lamento no poder quedarme más tiempo.
—¡Espera! —gemí—. Antes de que me borres la memoria, ¿puedo hacerte algunas
preguntas? ¿Una pregunta? ¿Solo una pregunta, por favor?
Sayr se detuvo, mirándome con cautela como si sospechara que estaba probando
alguna maniobra para retrasarlo… lo cual podría haber sido cierto en parte.
—De todos modos, ¿qué sentido tendría hacerlo si luego no vas a poder recordar
la respuesta?
—Tendría una sensación de satisfacción —dije, a lo loco—. Con eso me bastaría.
—Déjame oír la pregunta —dijo, todavía con cautela.
Inspiré profundamente. Aquélla era mi oportunidad para descubrir el sentido de
la vida.
—¿Es verdad que los Cuidadores salvan a la gente que es esencial para la raza
humana?
Las palabras fueron atropelladas y bruscas, pero no podía arriesgarme a esperar
por si cambiaba de opinión.
Por fortuna, la pregunta pareció interesarle.
—Es una pregunta complicada. Y tiene una respuesta complicada.
—Muy bien —le insté. Me senté en una silla y alcé las manos esperanzada,
tratando de proyectar la imagen de una mendiga que agradecería la más pequeña de
las limosnas.
Su rostro se relajó, levemente divertido ante mi ansiedad.

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—Voy a decírtelo de modo que recordarás la respuesta, pero no la pregunta, ni
haberla planteado.
Contuve una risita de emoción que habría sido muy poco adecuada en mi
madurez. Él dejó la quilla sola de pie en el borde de la habitación, se sentó en el suelo
con las piernas cruzadas y empezó.
—En el principio, Dios creó a los seres humanos, lo que quiere decir que Dios
juntó los ingredientes, insertó las instrucciones de construcción en un molde y las
puso en cuatro huevos separados en los que ponía «Requiere montaje».
»Un huevo fue enviado a Sadira. Allí la humanidad creció para reverenciar y
desarrollar los poderes de la mente. Otro huevo fue enviado a Ntshune, y los
humanos que allí surgieron se hicieron diestros en asuntos del corazón. Un tercer
huevo llegó a Zhinu, y allí el foco fue el cuerpo, natural y artificial. El último huevo
llegó a la Tierra, y estos humanos no tuvieron rival en espíritu. Fuertes de fe,
desarrollaron mentes para especular y debatir, corazones para lamentar y adorar, y
cuerpos para trabajar y adaptarse. Tales eran sus mentes, corazones y cuerpos que
pronto empezaron a rivalizar con sus hermanos mayores.
»Cuando los hijos de Dios vieron a los terrestres y sus muchos modos de ser
humanos, se sintieron a la vez impresionados y espantados. Algunos declararon:
“¡Mirad cómo combinan los cuatro aspectos de la humanidad! A través de la Tierra,
todo será transformado, Sadira, Ntshune y Zhinu, en un todo armonioso”. Otros
predijeron: “¿Cómo podrá ningún grupo sobrevivir a tal fragmentación? Se matarán
entre sí, y el resto de la humanidad quedará incompleta para siempre”.
»Después de algunas discusiones, se decidió apartar a la Tierra del resto de la
galaxia hasta que la civilización terrestre alcanzara la plena madurez. También se
decidió salvarlos de sí mismos cada cierto tiempo, colocando a los terrestres en
situaciones de peligro con las que pudieran florecer y empezar a mezclarse con otros
humanos.
Sonrió mientras concluía:
—Y eso, querida, son cinco mitos sobre la creación por el precio de uno. ¿Estás
satisfecha?
—Eso es un cuento para que los niños se vayan a la cama —dije, pero sin
demasiado ánimo de criticar, porque en realidad me había gustado.
Sayr se encogió de hombros.
—No por eso menos cierto.
—¿Eres hijo de Dios? —pregunté, manteniendo el tono ligero y coloquial.
Él no picó.
—¿No lo somos todos? Una pregunta solo, querida. Ahora, si me perdonas, esto
no tardará ni un segundo.
Hubo un momento de silencio. Sayr empezó a fruncir el ceño. Lo miré con ansia,

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perpleja por su creciente irritación.
—Veo que tu memoria ha sido protegida —rezongó—. Este es un periodo difícil
para trabajar. Ya sabéis demasiado, y siempre queréis saber más. Tendrás que venir
conmigo.
—¡No! —insistí, empezando de nuevo a sentir pánico—. ¡Estoy en casa y a salvo, y
no voy a ir a ninguna parte contigo y esa… cosa!
La frustración se reflejó en su voz.
—Deja de hiperventilar. Sabes que no te obligaré a venir conmigo. Pero no me
dejas otra opción. Lo siento, pero tendré que hacerlo a la antigua usanza.
Se levantó, mirándome, pero la mirada se transformó una vez más en aquella
expresión mansa.
—Tú… no tendrás algo de alcohol a mano, ¿verdad?
Tenía dos botellas. Una era un sabroso y ligero licor de triple destilación hecho
con miel, especias y hierbas que había comprado en mis viajes y reservaba para una
ocasión especial. El otro era un jerez absolutamente infame que alguien me había
regalado en uno de esos intercambios de regalos en la oficina, hacía unos dos años.
Castigué a Sayr haciéndole beber una copa de jerez por cada dos de licor que me hizo
engullir. Por desgracia para mi sed de venganza, solo pude obligarlo a soportar dos
copas. Después de eso, me agarré a la botella con un brazo y lo sujeté con el otro, y me
sentí demasiado alegre como para preocuparme cuando nos hizo acercarnos bailando
a la quilla y metí la mano dentro.
La habitación desapareció, para ser sustituida por otra habitación desconocida. La
iluminación era tenue, y exudaba la tranquilidad de un lugar de trabajo cuando ya no
hay nadie. Avancé dando tumbos, sin apoyo, pues mi amable secuestrador se había
dirigido a algún lugar desconocido. Para mi alivio, había otro cuerpo cerca donde
apoyarme. Dllenahkh estaba allí para recibirme. Me saludó con calidez… ¡sí, calidez!
¡Sé lo que significa esa palabra! ¡Me abrazó! O me ayudó a permanecer erguida. Tal
vez. ¡Pero estaba feliz! Prácticamente rebosaba felicidad. No se puede confundir una
cosa así. Entonces miré alrededor y me vi obligada a hacer un comentario.
—Este no es mi apartamento —dije, indignada.
—No, en efecto. Estamos en el consulado —respondió Dllenahkh.
—Pero ¿por qué…? —fruncí el ceño, tratando de pensar—. ¿Qué ha pasado? Creí
que se suponía que esto iba a terminar con amnesia alcohólica.
Las dos últimas palabras sonaron un poco confusas. Me llevé los dedos a la cara,
tratando de despertar las partes entumecidas.
—Nos preocupó no tener noticias tuyas, así que Naraldi contactó con Sayr.
Después de que este nos informara de la situación, Naraldi le sugirió que el
envenenamiento por embriaguez no era la mejor forma de abordar el problema. En
cambio, le recomendé que te trajera aquí lo antes posible. Ahora rodea con tu brazo

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mi cintura. Así. Por aquí… No… En la otra dirección…
Aquello explicaba las veces que Sayr había estado murmurando para sí. Yo creía
que tan solo maldecía el jerez entre dientes.
—Pero ¿adónde vamos? —pregunté después de un rato.
—A la sede del Gobierno Central. El resto del equipo se reunirá allí con nosotros.
—¿Y el cónsul? —le susurré mientras recorríamos los pasillos—. Me gustaría verlo
antes de irnos. Darle las gracias.
—Está ocupado en su despacho, pero creo que no le importaría verte —respondió
Dllenahkh—. Intenta concentrarte. Disiparé parte de los efectos del alcohol y podrás
hablar con más claridad.
Inhalé profundamente, logré controlarme un poco tal como Nasiha me había
enseñado, y reafirmé mis pasos. Para cuando llegamos al pasillo del despacho del
cónsul, fingía bastante bien estar sobria.
—Estoy lista —declaré.
Dllenahkh esbozó una sonrisa.
—Tómate tu tiempo. Espera aquí.
Se dirigió a una puerta situada a unos pocos metros de distancia. Esta se abrió y
permaneció abierta, y por eso lo escuché todo.
—Ah, Dllenahkh. Estábamos hablando de ti. ¿Todo va bien?
—Sí, Naraldi. Contacté con los servicios de emergencia, y pudieron confirmar que
esperan que Lian y Joral se recuperen por completo. Estoy a punto de partir hacia la
sede del Gobierno Central para reunirme con los otros miembros de la misión, pero
la señorita Delarua expresó el deseo de darte las gracias en persona antes de
marcharnos. Está esperando fuera.
Naraldi corrió hacia la puerta, y se asomó en vez de invitarme a entrar. Me erguí y
traté de actuar de un modo profesional, poniendo discretamente mis manos, y la
botella, a la espalda.
—Excelencia —dije, inclinando un poquito y con mucho cuidado la cabeza—.
Muchísimas gracias por su ayuda.
Él se acercó a mí, seguido por Dllenahkh.
—Señorita Delarua, me alegro de ver que ha demostrado usted ser más que
competente en su puesto. Gracias por buscarme e inspirarme para pedir algo que no
se me habría ocurrido pedir. Al parecer, la fortuna favorece a los intrépidos.
Dllenahkh se situó a mi lado, irradiando tal aura de satisfacción que casi se podría
haber pensado que las palabras del cónsul iban dirigidas a él.
—Hace tiempo que la señorita Delarua es un valioso activo en nuestra colonia.
Goza del talento de proporcionar soluciones inteligentes a problemas imprevistos.
El cónsul nos miró con firmeza, y su mirada hizo que me apartara
subrepticiamente de Dllenahkh y su espacio personal.

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—Ya veo. ¿Y por esto la proteges de manipulaciones mentales? ¿Para mantener
sus talentos en la cúspide? —Sacudió lentamente la cabeza con una pena burlona, y
me di cuenta con un sobresalto de que era el equivalente a Lian para Dllenahkh, la
única persona que siempre sabía si se había aplicado kohl, y que además se alegraba
de señalarlo.
—Os deseo lo mejor —continuó con una sonrisa y un gesto con la cabeza dirigido
hacia cada uno.
Le comunicamos nuestros mejores deseos a cambio y luego, todavía
envalentonada por el alcohol, alcé la voz para el silencioso visitante del despacho del
cónsul.
—¡Gracias, Sayr!
Se produjo una pausa, y entonces una voz canturreó cautelosa:
—¡No hay de qué!
El cónsul me miró con una mezcla de diversión y leve reproche.
—Y gracias también a usted, Naraldi —repetí en voz baja, más sobrio—. Lamento
lo que le sucedió a Sadira. Ha ayudado hoy a salvar a dos queridos amigos. Eso
significa mucho para mí.
Inclinó la cabeza, tal vez como gesto de despedida, quizá para ocultar el hecho de
que los ojos le brillaban con lágrimas. Entonces volvió a su despacho y cerró la puerta.
Estropeé aquel emocionante momento dándome de pronto un golpe en la frente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Dllenahkh, preocupado.
—Me dejé el comunicador de Fergus bajo tierra —exclamé. Miré pesarosa la
botella que tenía en la mano—. Espero que acepte, en cambio, un poco de licor de
miel.

Hora cero más dos años y veinte días


La reunión ordinaria del consejo sadiri en Cygnus Beta había terminado hacía
poco. Los consejeros se congregaban en la antesala de la sede, tomando un refresco y
charlando. Parecían mucho más relajados que de costumbre, y Dllenahkh se preguntó
si la gravedad y los interminables debates de los primeros días de su fundación habían
sido una mera fachada para ocultar su miedo a la ineptitud. Pero claro, pensó, dando
marcha atrás, tal vez ese era un punto de vista poco caritativo. Al fin y al cabo, de un
tiempo a esa parte se había producido un montón de buenas noticias: el regreso sano
y salvo de Joral a la colonia, nuevos vínculos con lo que ahora se llamaban «las
comunidades de la herencia» y un número cada vez mayor de compromisos y
matrimonios entre sadiri y tasadiri. Había mucho que celebrar.
—Enhorabuena —dijo Naraldi, apareciendo a su lado con una copa en la mano—.
Me alegra ver que el Consejo sabe cómo recompensar el éxito.
Dllenahkh sorbió su propia bebida e hizo una mueca, una reacción que solo se

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debía en parte a la fuerza del agridulce licor.
—Entonces ¿por qué esta recompensa parece otra tarea?
—Tal vez lo sea, y si es así, solo tienes que volver a triunfar. Mírate: podrías ser
uno de los ancianos. Ahora solo hay una pequeña granja en un rincón sobrante de las
tierras del Consejo: en el futuro, será un nombre extraño en un mapa, la antigua
ciudad de Dllenahkh, fundada por un oscuro funcionario uno o dos años después de
la Diáspora.
Dllenahkh abrió la boca para preguntarle a Naraldi si había visto una cosa así,
advirtió en el acto que no tenía el más mínimo deseo de averiguarlo, y cambió la
pregunta.
—¿Vendrás a visitarnos? Puedes quedarte todo el tiempo que quieras.
Sostuvo la mirada de Naraldi un poco más de lo que habría sido necesario para
tratarse de una pregunta inocente. El cónsul entornó los ojos, consciente de lo que
sucedía.
—Así que te has enterado.
—Más que eso. Puedo ver la prueba con mis propios ojos. Si continúa, y el
gobierno sadiri no te retira de cónsul, habrá algunas preguntas embarazosas.
—Debemos mantenerlo en silencio por ahora. Tal vez me limite a… volver a la
edad que tenía antes de emprender mis viajes, pero los médicos no pueden decirme
qué lo causó en un principio, ni cuánto tiempo durará. Quieren que vuelva a Nueva
Sadira para examinarme. —Naraldi exhaló un profundo suspiro—. Ya es bastante
duro estar atado a un solo planeta. El periodo de interrogatorios de evaluación
después de mis viajes fue largo y arduo, pero tuve algo de libertad. Sospecho que esta
vez planean confinarme de modo permanente en una habitación llena de sensores y
escáneres.
—No lo permitas —dijo Dllenahkh con brusquedad—. Sigues siendo piloto, ¿no?
Pide una nave.
Fue maravilloso ver la esperanza iluminar el rostro de Naraldi.
—¿Tú crees…? Y sin embargo, si la vejez fue la única excusa que adujeron para
jubilarme, ¿por qué no? —Se tocó la cabeza calva y sonrió casi con timidez—. Tendré
que volverme a dejar crecer el pelo.
—Pero sé discreto —advirtió Dllenahkh, burlón—. Recuerda que habrá menos
gris que antes.
Naraldi miró alrededor, todavía con aquella mansa sonrisa, como un niño que
espera que lo descubran haciendo una travesura.
—Te visitaré —prometió con un susurro—. Cuando me den una nave iré a verte
en tus nuevos dominios.
Por su conducta quedó claro que no se refería a un mero atraque en órbita y una
mundana visita a la superficie.

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—No te atrevas —le susurró Dllenahkh a su vez, pero sonó más como un reto que
como una advertencia. ¿Era contagiosa la regresión de la edad?
—¡Pues claro que lo haré! He dominado el arte de los aterrizajes clandestinos y a
salvo. ¿Cómo crees que me las arreglé durante mis viajes?
Dllenahkh estaba a punto de contestar cuando una extraña visión lo distrajo. El
consejero Haan, uno de los miembros más tranquilos y pagados de sí mismos de todo
el Consejo, estaba allí cerca, los hombros encogidos y sacudiéndose de risa, con
lágrimas en los ojos. Otros dos consejeros que lo acompañaban sonreían felices,
completamente tranquilos ante aquella conducta tan poco habitual de su colega.
Dllenahkh los miró, y luego miró el líquido que tenía en la copa.
—Licor de baya de fuego —supuso—. No bebas más, Naraldi, es…
—Dllenahkh, llevas mucho tiempo fuera de casa. Pues claro que es baya de fuego.
Es casi una tradición después de las reuniones del Consejo hoy en día. Tanto mejor, si
me lo preguntas. Oh, no me mires así. Me olvidé de que eres un purista. Trae. —
Naraldi le quitó con amabilidad la copa de la mano—. Déjame cuidar del tuyo.

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Un marido ideal

—Muy bien, ahora que ya se han acabado todas las cosas desagradables, puedo hablar
contigo sobre algo importante —dijo Gilda con silenciosa emoción.
Entorné un poco los ojos, recelosa, tomé un sorbo de mi cóctel y esperé.
—¿Y bien? Tú. Él. ¿Cómo va?
Me detuvo cuando yo empezaba a abrir la boca.
—Y no te atrevas a decir ni «¿quién?» ni «¿cómo va qué?», ni ninguna tontería por
el estilo.
Los últimos informes ya se habían enviado, y la ceremonia del fin de la misión y la
recepción por fin tenía lugar con todos los miembros del equipo presentes y a salvo.
Los medios habían prestado un poco de atención idiota por cosas como los intentos
de convertir la historia de Lian y Joral en un holo romántico, pero cuando Lian se
volvió a declarar firmemente como de género neutro, y Joral afirmó que solo eran
colegas, el asunto volvió a enfriarse, y les dejó a los dos libertad para salir juntos y
evaluar potenciales esposas para Joral. Había habido una experiencia vinculante
durante aquella aventura subterránea, pero no de las que buscaban los medios.
—Va bien —dije con dignidad, y lamí meditabunda una porción de sal del borde
de mi copa.
—¿Pero qué es lo que hacéis? Él es tan… correcto.
Le dirigí una mirada exasperada. No servía de nada intentar decirle a Gilda que
algunas personas no divulgan esos detalles íntimos, porque ella lo hacía siempre,
quisieras oírlo o no, y esperaba lo mismo de sus amistades. Hasta aquel momento, yo
había quedado milagrosamente al margen debido a mi aburrido estilo de vida. Acabé
por encogerme de hombros.
—Nos damos la mano —confesé, bajando la voz.
—¿Eso es todo? —dijo ella, con enorme decepción.
—Bueno, es más complicado que eso. Una especie de cosa telepática. Oh, y a veces
dormimos juntos.
Debería cultivar mi vena vengativa más a menudo. La cronometré perfectamente,
de modo que se atragantó con la bebida.
—¿Que hacéis qué? —susurró en cuanto pudo volver a respirar.
Di marcha atrás.

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—Oh, vamos, Gilda. Con la ropa puesta, en camastros contiguos, en el mismo
refugio. Eso es todo. Me dijo que lo ayudo a dormir.
Era cierto. La forma en que el equipo había sido emparejado y el hecho de que
Qeturah tuviera su propio refugio significaba que, por lo general, yo tenía uno más
pequeño para mí. Mis sueños nunca se habían librado por completo de los
pensamientos de Dllenahkh, despierto o dormido, después de haber recuperado la
memoria, y él descubrió que era tan bueno como una hora de meditación para
detener las pesadillas antes de que se salieran de madre. Me explicó que la proximidad
facilitaba el efecto, y me preguntó con suma tranquilidad si podía venir con
discreción a mi refugio a dormir unas cuantas horas de vez en cuando. Le dije que sí
sin darle importancia, y (literalmente) una hora después experimenté un momento de
asombro, súbitamente consciente de qué había accedido a hacer.
Gilda no tardó tanto. Sacudió la cabeza poco a poco y me miró como si me viera
por primera vez.
—Hombre. Atención.
Su mirada fluctuó, y se concentró detrás de mí, en la leve expresión culpable que
delataba que era Dllenahkh quien se acercaba. Me di media vuelta y le sonreí.
—¿Consejero?
—Señorita Delarua —respondió él, deteniéndose para saludar con un gesto cortés
a Gilda—. ¿Puedo disfrutar un momento de su tiempo?
Lo seguí unos cuantos metros hasta un lugar despejado, lo cual, teniendo en
cuenta que la recepción estaba abarrotada, significó que tuvimos que salir a uno de los
balcones del salón. Algunos periodistas nos sacaron un holo de los dos conversando,
de pie en el hueco con la luz del crepúsculo iluminando las persianas detrás. Ni
siquiera me di cuenta de cuándo lo sacaron, pero tengo una copia de ese holo en mi
escritorio ahora.
—Tengo que hacerte una proposición —comenzó—. Tu residencia en Ciudad
Tlaxce ya no es el sitio adecuado para el trabajo que tendrás que hacer. Mis propios
cambios de carrera han hecho que mi anterior vivienda sea menos que adecuada. Sin
embargo, me han recomendado que sea el propietario de una granja cercana a un
nodo de transporte que conecta tanto con Ciudad Tlaxce como con la Consejería
local. Por supuesto, es demasiado para mí solo, pero tengo en mente un acuerdo para
que pueda servir como modelo a otros granjeros en el futuro. La doctora Mar y
Lanuri planean casarse el mes que viene. Creo que ya sabes que Nasiha y Tarik se
quedarán en Cygnus Beta durante algún tiempo. Dos de mis colegas de las oficinas del
Consejo, Istevel y Kamir, han pedido que los releven del trabajo burocrático y los
destinen a la granja hasta que el Ministerio les asigne pareja, y Joral ha solicitado lo
mismo. ¿Te importaría unirte a nosotros?
—¿Cómo? —Yo había estado tan ocupada catalogando los nombres y la noticia

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que la invitación, lanzada como una ocurrencia de última hora, al principio no tuvo
sentido.
—¿Te gustaría vivir con nosotros en la granja? Eso facilitaría enormemente tu
trabajo de asesora con la comandante Nasiha.
Logré detener mi mente revolucionada durante un momento y pensar con
claridad.
—Parece que la granja es lo suficientemente grande como para poder mantener a
tanta gente.
—Así es.
Reflexioné. Nasiha, Joral, Tarik, Freyda… Muchas de mis personas favoritas en un
mismo lugar. Sonaba muy bien, sobre todo si la granja se bastaba para equilibrar la
independencia y la interdependencia. Sacudí la cabeza, riéndome para mis adentros.
Trabajar con los sadiri, vivir con los sadiri, hablar sadiri a todas horas… Parecía que,
en mi propia vida, los sadiri habían ganado con bastante facilidad las guerras
culturales. Y además, por supuesto, estaba el propio Dllenahkh. Me tomé la libertad
de reconocer en ese momento, ante mí misma, que era alguien de quien no quería
despedirme nunca.
—Parece un buen acuerdo —decidí, mirándolo con una sonrisa—. Sí. Gracias,
Dllenahkh.

Incluso después de aceptar el ofrecimiento de Dllenahkh de vivir en su granja, tuve


oportunidades de sobra para sopesar de nuevo la decisión. Unos días más tarde,
mientras Gilda me ayudaba a guardar los últimos restos de mi vida en la ciudad, me
informó de lo que andaba diciendo la gente. Algunos pensaban que Dllenahkh estaba
loco por mí aunque estaba claro que yo no era tasadiri y por tanto era completamente
inadecuada como esposa; otros creían que yo estaba loca por él y, por tanto, tan
desesperada por estar cerca de él que estaba dispuesta a pudrirme en una granja.
Algunos pensaban que me estaba utilizando para proyectar la idea de un hombre de
familia sadiri como Dios manda, granjero y representante gubernamental; otros
estaban convencidos de que yo lo estaba utilizando para potenciar mi propia carrera
en el sector privado y rehabilitarme de manera gradual a los ojos del gobierno y de la
comunidad científica. Por último, un rumor nos acusaba de llevar a cabo un
elaborado experimento xenofetichista que solo podía acabar con un baño de lágrimas.
A todas las preocupaciones generales yo podría haberle añadido unas cuantas. ¿Se
sentía él atraído por mí debido a la experiencia de la misión? ¿Constituían aquella
experiencia mental de la que no podía hablar y mi ayuda con sus pesadillas alguna
especie de influencia indebida? De ser así, ¿se desvanecería la influencia en cuanto él
estuviera una vez más en una comunidad sadiri plena con todo el apoyo telepático
que eso entrañaba?

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—Oh, cierra el pico, Gilda —dije, irritada—. Con tanta charla, parece como si
fuera a casarme con ese hombre.
Ella pareció dolida, pero antes de que pudiera quejarse llamaron a la puerta, y fui
alegremente a atenderla.
—¿Disculpe? ¿La señorita Grace Delarua?
Era un mensajero oficial con uno de esos gruesos sobres que tan a menudo me
habían llevado por el camino de la amargura. Suponían un buen jaleo, en el mejor de
los casos, y tristeza, en el peor. Sentí un retortijón de temor.
—¿Qué es esto? —dije, aceptándolo a regañadientes.
—Ministerio de Planificación y Mantenimiento Familiar. Firme aquí, por favor.
Firmé y cerré la puerta, aliviada pero confusa.
—¿Planificación Familiar? —dijo Gilda, arqueando una ceja.
—Me registré. Fue un capricho —dije. En efecto, me había registrado hacía unos
tres meses, cuando estábamos en una ciudad bastante bien conectada. Nasiha había
alabado mis progresos con la meditación ese día, y Dllenahkh también había hecho
unas observaciones muy favorables referidas a un informe que había redactado en
sadiri y estándar. Por algún motivo, el subidón de orgullo resultante me había llegado
a hacer toda clase de cosas para demostrarme a mí misma que era buena al cien por
cien en todas las áreas de mi vida.
—Entonces ¿por qué no han contactado contigo a través de comunicador o de
palmar? ¡Ábrelo! —exclamó ella.
La curiosidad pudo más que la prudencia y lo abrí delante de ella, colocando el
documento oficial sobre la mesa del comedor. Nos lo quedamos mirando. Gilda soltó
una imprecación en voz baja, y luego soltó una carcajada. Yo no dije nada.
—¿Y bien? —presionó.
Volví a guardar el documento en el sobre.
—Venga, terminemos de hacer el equipaje. Tengo que llegar a la granja lo antes
posible.

Incluso con el navegador y el piloto automático, el vehículo de tierra tardó unas dos
horas en llegar a la granja, lo cual no fue suficiente para que mi sangre se enfriara.
Después de que el coche atravesara las puertas principales, pero mucho antes de que
llegara a las residencias, vi algo en un campo que me hizo pisar los frenos.
Era la primera vez que los veía, pero resultó fácil deducir qué eran: perros sadiri.
Había tres, algo más grandes y gruesos que los perros salvajes de las sabanas, todavía
adaptados para una gravedad más pesada que la nuestra. Era evidente en la forma que
saltaban y corrían, probando su nueva fuerza y velocidad. Los acompañaban tres
hombres que en ocasiones corrían junto a ellos y en ocasiones se detenían a
observarlos con atención. Pensé que estaban jugando con ellos, y entonces me di

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cuenta de que los estaban amaestrando, sin correa, látigo ni galletas. Había también
un grupito de caballos, apartados en un cercado en un extremo del prado.
Mientras los observaba, uno de los hombres le ordenó a su perro que se estuviera
quieto y se dirigió al cercado. Los caballos se apartaron nerviosos, pero uno de ellos se
detuvo y se acercó a la valla, tal vez animado por alguna llamada silenciosa. El hombre
puso una mano amable sobre el lomo del caballo y empezó a acariciarle el morro, para
serenarlo. El caballo estaba tranquilo y feliz, pero de pronto el perro llegó trotando y
lo sobresaltó, lo que hizo que alzara la cabeza y se marchara. Por desgracia, el hombre
que estaba aprendiendo a susurrar a los caballos se hallaba demasiado cerca y recibió
un duro cabezazo que lo hizo caer de espaldas. El perro lo olisqueó solícito mientras
sus dos colegas estallaban en carcajadas.
—Buenos días. ¿Es usted la señorita Grace Delarua?
Un joven se asomó a la ventanilla de pasajeros del coche, inclinándose hacia
delante con una tímida curiosidad que me recordó a Joral. Iba vestido para hacer
trabajo duro y polvoriento con pantalones y camisa de gruesa sarga de algodón. Al
hombro llevaba una bolsa de lona que tintineaba ocasionalmente cuando se movía.
Apagué el ronroneante motor del vehículo de tierra, sorprendida por no haber
oído a nadie acercarse.
—Sí, lo soy. Buenos días.
Él inclinó con gesto amable la cabeza a modo de saludo.
—Me llamo Kamir. Veo que se ha fijado en los domadores de animales. Esos son
nuestros nuevos perros, una pequeña reserva que cruzaremos con los perros de las
sabanas locales.
Había a la vez orgullo y emoción en su voz.
—Creía que estaban limitados a Nueva Sadira —dije.
—La política ha cambiado. La hibridación es ahora popular.
Sus palabras sonaron levemente burlonas para mis sensibles oídos.
Lo miré, entornando los ojos.
—¿Dónde está Dllenahkh?
Él se irguió y señaló la carretera.
—Más o menos unos quinientos metros carretera abajo, trabajando con Istevel en
la herrería.
—Gracias —respondí, haciendo un esfuerzo por ser cortés mientras volvía a
poner el coche en marcha—. Que disfrute del resto del día.
Fue fácil encontrar la herrería: era un edificio largo y bajo con la distintiva
estructura en forma de plato de una forja solar encima. Las anchas puertas dobles
estaban medio abiertas a la brisa, y mostraban a dos figuras en el interior. Un hombre
sujetaba algo con un par de tenazas, y lo movía lentamente de un lado a otro bajo un
rayo de luz concentrada. Había otro hombre cerca, al parecer consagrado en cuerpo y

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alma a contemplar la técnica de su colega. Los reflectantes protectores faciales me
recordaron al casco de Sayr, pero todo lo demás era tecnología de bajo impacto y fácil
mantenimiento que recalcaba la autosuficiencia.
Vacilé. Hay algo muy poético y pastoral en el hecho de ver a unos hombres
trabajar en una forja (aunque sea una forja solar), y cualquier otro día habría valorado
la escena, pero me recordé a mí misma que había asuntos más importantes que tratar.
Apagué el motor del coche, cogí el sobre y me dirigí a los dos herreros. Saludé
primero con un gesto al que trabajaba, y luego concentré mi atención en el otro.
—Eres el hombre más indirecto que he conocido en mi vida —exclamé.
Dllenahkh se subió la visera de su protector y me miró.
—No comprendo.
Agité impaciente el documento oficial delante de él.
—Ah —le hizo un gesto con la cabeza a Istevel, se quitó los guantes ignífugos y el
protector facial, y se acercó a mí con cautela—. ¿Deberíamos ir a otro lugar a
discutirlo?
Nos alejamos unos cien metros, hasta un lugar donde el terreno hacía pendiente a
la sombra de unos cuantos arbolillos. Me senté, mirando cuidadosamente al frente.
Hubo un leve rumor de hojas y hierbas secas mientras Dllenahkh se sentaba a mi
lado.
—¿Puedo? —preguntó, y me quitó el documento de la mano.
Lo miré. Al quitarse el protector el pelo se le había quedado despeinado en un
desordenado remolino de mechones castaños iluminados por el sol. Su piel se había
oscurecido después de estar un año apartado del trabajo de oficina. Para mi sorpresa,
advertí que ahora parecía más cygniano que sadiri.
Examinó el documento.
—El Ministerio te informa de que mi solicitud para que me registren como tu
compañero vital ha sido aceptada. Todo lo que hace falta para completar el proceso
son nuestras firmas, y la firma de un testigo.
—Lo sé. —Parecía un poco frenética, así que me obligué a repetir las palabras con
calma—. Lo sé. Pero ¿cómo es posible? La única manera de que yo haya recibido este
documento es que tú te registraras antes que yo y me pusieras como tu única
preferencia. Y, como mínimo, yo tendría que haber recibido alguna notificación
previa.
Mi voz se apagó. Recordé una época en la que cualquier correspondencia
gubernamental que apareciera en mi palmar habría ido directa a la papelera después
de hojearla por encima. Había recibido un montón de notificaciones irrelevantes
durante los días en que la mano izquierda del Gobierno Central estaba todavía
procesando mi dimisión y no se había molestado en informar a la mano derecha.
Dllenahkh se limitó a parpadear una vez mientras veía cambiar mi rostro, pero la

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cantidad de diversión que logró ocultar fue pasmosa.
—Me sorprende que tardaran tanto. Tengo entendido que la prueba es intensiva,
y consiste en perfiles genéticos, evaluaciones psiquiátricas y auditorías financieras. Sin
embargo, debido a la naturaleza de nuestro trabajo, era fácil disponer de todos los
datos.
—Me… ¿me reservaste por anticipado? —Estaba atónita.
Él miró mi expresión, abrió la boca para hablar, y se detuvo.
—Adelante —dije, resignada—. Puedes decirle lo que sea, lo sabes.
—Tengo ciertas… responsabilidades —empezó a decir con cautela un hombre
que se abre paso por terreno insospechadamente traicionero—. No solo como
consejero de la colonia, sino también como uno de los pocos sadiri que quedan.
Me volví hacia él, escuchando.
—Por tanto, es extremadamente importante que mis acciones sean beneficiosas
no solo para mí mismo, sino también para el pueblo sadiri en conjunto.
—Ya entiendo —replicó.
Me miró con atención.
—He intentado dar ejemplo. Lo que los jóvenes de esta comunidad necesitan ver
es, precisamente, cómo se elige esposa, con cuidado y de manera deliberada, y tras
una evaluación objetiva por parte de una tercera parte cualificada y neutral.
—Bueno… Pues enhorabuena —dije con torpeza. Era difícil enfadarse con él,
pero también era imposible estar contenta por la situación.
Suspiró.
—No sé cómo hacer esto. Sé que te he contrariado de alguna forma, pero soy
incapaz de determinar cómo.
Hablé con sinceridad, aunque de manera impulsiva.
—Supongo que no es ningún secreto que te aprecio, Dllenahkh, pero el que eso te
importe o no… ¡Aaagh!
Con un rápido movimiento que me dejó sin habla, colocó una mano detrás de mi
cabeza y puso su cara en el lado de mi cuello. Dejó la impronta de sus dientes allí, y
luego acarició la piel con la punta de su lengua. Fue una fricción más que un beso, y
un poco menos que una marca. Su pelo rozó mis pestañas; noté la leve abrasión de su
barbilla sin afeitar contra mi mejilla. Fue tierno y brutal, y no tenía ninguna defensa
contra él.
—Humm —dije, completamente incoherente.
—Me alivia saber que me aprecias —me susurró al oído—. Me importa mucho.
—No me digas que no lo sabías —dije, temblorosa.
Apoyó su frente contra la mía y habló tentadoramente cerca de mi boca.
—No habría tenido derecho a decírtelo antes de que tú te lo dijeras a ti misma.
—Podría haber escuchado —protesté débilmente, concentrándome a duras penas

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en sus labios, y preguntándose si podría entrenarlo, andando el tiempo, para que
encontrara aceptables los besos boca a boca… e, incluso, disfrutarlos.
Se echó atrás y me miró.
—Sabes que no te daré protestas emocionales —dijo, y sus ojos parecían
preocupados.
—Entonces dime qué me darás —le pedí.
—Confianza. Compañía. —Bajó la mirada, y su voz se volvió ronca—. Hijos, si lo
deseas. ¿Querrías ser mi esposa? No puedo imaginarme ningún ser más adecuado
para ninguna otra persona.
—¿Yo? —me reí—. ¿Indisciplinada y emotiva como soy? Preferiría no estar sin ti,
pero no seré una carga, y no puedo cambiar mi naturaleza.
—Ni yo —respondió él—, pero si los dos últimos años son un indicativo, hemos
tenido cierto éxito encontrándonos a medio camino.
—Entonces… sí.
Su mirada se volvió más tierna.
—Creo que los acuerdos serán mutuamente…
—Satisfactorios —interrumpí—. Beneficiosos, desesperantes, apasionados… Lo
siento, ¿he tocado un punto sensible?
Había hecho acopio de valor suficiente para tocarlo, y el leve paso de mi mano por
su costado parecía causarle algún tipo de problema, si el cambio en su respiración era
algún indicio.
—Hay algo que debes saber antes de que continuemos —dijo él, capturando mi
mano—. Soy consciente de que muchas sociedades ntshune y unas cuantas cygnianas
practican la monogamia a corto plazo. No es la costumbre sadiri.
—No te preocupes, tampoco lo es entre los colonos cygnianos —dije—. Y no nos
habrían emparejado si no estuviéramos de acuerdo en eso.
—Lo sé. Pero Grace, lo que te estoy preguntando es esto: ¿quieres un matrimonio
cygniano o un matrimonio sadiri?
Lo interrogué en silencio, con el ceño fruncido. Él me soltó la mano y miró a lo
lejos mientras intentaba explicarse.
—Tenemos la necesidad de formar un vínculo telepático significativo con algo o
con alguien. Hay un dicho sadiri: un hombre con una nave mental es medio inmortal,
pero un hombre sin esposa está medio vivo. Algunos hombres pueden superar esta
necesidad usando técnicas de meditación, pero nunca antes se han enfrentado tantos
hombres a un futuro sin esperanza de matrimonio. No tuvieron más remedio que
enviarnos lejos de Nueva Sadira. Hubo incidentes terribles: hombres peleando por
mujeres, atacando a mujeres, haciéndose daño a sí mismos, e incluso amenazando
con suicidios en masa. Nuestra sociedad se desmoronaba. Vi cosas…, cosas de las que
todavía no puedo hablar.

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Se agarró la muñeca: un signo de angustia que yo conocía bien.
—Entonces no hables de ellas —lo tranquilicé—. Todavía no. No hasta que estés
preparado. Nunca, si es preciso.
Él habló en voz muy baja, sin mirarme todavía.
—He recurrido a la meditación durante muchos años, y puedo continuar
haciéndolo durante muchos más, pero te lo pregunto ahora: ¿te vincularás conmigo?
Me apoyé contra él, sintiendo cómo la tensión de su cuerpo remitía.
—Ya he dicho que sí, y lo volveré a decir. Sabes que confío en ti.
Me cogió la mano y se la llevó a la mejilla. Cerré los ojos y sentí un arrebato de
energía que brotaba de él hacia mí y viceversa, como el calor y la reafirmación de un
abrazo. Por fin, calmados y consolados, nos separamos. Dllenahkh volvió a guardar el
documento en su sobre y me lo entregó.
—Ya hablaremos de esto más tarde, después de que te hayas instalado y
descansado.
Se marchó para regresar a la herrería. Me quedé tendida en la hierba durante unos
cuantos minutos, anonadada. ¡Ay, señor, esto es tan repentino…! Y sin embargo… no
lo era, ¿verdad? Ya habíamos cruzado la línea de los rituales de cortejo sadiri
identificados por Freyda. Sabía que nos dirigíamos hacia algún tipo de declaración.
Supongo que pensaba que la declaración sería multiusos, quizás un «te quiero»
seguido de un «¿me quieres?», en vez de un «toma, firma este documento que dirá
que estamos casados». Pero andarse por las ramas no era una costumbre sadiri, ni
tampoco lo eran los «te quiero».
Solté un enorme suspiro y me incorporé. Necesitaba un trago.

Por una feliz coincidencia, también lo necesitaba Freyda. Primero la coaccioné para
que me ayudara a meter mis cosas en mi habitación, y luego nos tomamos una bien
merecida pausa en su salón. Ella ya había completado su traslado y, mientras yo
alababa su gusto, ella contempló feliz la decoración y los muebles.
—Cuánto me alegro de que Lanuri estuviera de acuerdo con mi plan de mudarnos
antes y organizar las cosas antes de nuestra boda —dijo—. Hace que pareciera obvio,
ahora que hay una nueva biotécnica en mi puesto y tengo libertad para comenzar a
escribir mi libro, pero creo que él conoce mi verdadero motivo.
—¿Y cuál es? —pregunté, repantigándome contra los cojines mientras ella servía
el vino.
—Me estoy escondiendo —confesó a media voz—. De Zhera.
Repasé el nombre en mi cerebro unas cuantas veces.
—¿No es una de las ancianas que llegaron hace poco?
—Parece ser la jefa de todas ellas, y es aterradora. Pensé que iban a ser mimosas
abuelas y tías sustitutas para los jóvenes de la colonia. Pero ella parece pensar que su

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trabajo consiste en poner firmes a todas las nuevas esposas y prometidas. La he visto
entrevistar sistemáticamente a un grupo de ellas en las oficinas de la Consejería.
Algunas salieron llorando.
—Bueno, mientras no contradiga al Ministerio… Supongo que quiere dejar
impronta de su autoridad en la comunidad desde el principio. Oh, y hablando de
prometidos…
Freyda se entusiasmó ante mi noticia, pero no se mostró sorprendida en lo más
mínimo.
—¡Por fin! ¿Lo has firmado?
Sonreí, sintiéndome un poco avergonzada pero muy satisfecha por su reacción.
—Bueno, no en el momento, claro, pero lo haré. Después de vosotros. No quiero
robaros protagonismo, ni nada de eso.
Ella agitó una mano en gesto de desdén.
—Lo tuyo con Dllenahkh era inevitable. Lanuri os consideraba vinculados desde
hace una eternidad.
—Hum. Igual que Nasiha —dije irónicamente, mientras tomaba un sorbo de vino
—. ¿Crees que los pretendientes sadiri son demasiado sutiles para nosotras?
—Creo que es la falta de dramatismo. Cuando han resuelto la cuestión, se limitan
a seguir adelante sin alborotar.
Permanecí sentada en silencio un rato, dejando que el helado vaso de vino se
calentara en mis manos y la condensación goteara en mi mano. Recordé la primera
vez en que leí los pensamientos de Dllenahkh en mis sueños. Creo que él intentaba
descubrir cómo indicar su deseo de que pasáramos de ser amigos a algo más. Me
pregunté si fue entonces cuando me reservó. Qué descarado había sido al dar por
sentado que yo iba a decir que sí… Sin embargo, conocía tan bien mi mente que tal
vez tuviera razón al pensar en términos de «cuando» en vez de «si».
—Muy bien —dijo Freyda, cuyos ojos brillaban con picardía por encima del borde
de su vaso—, pues ahora que estamos en el mismo barco, hablemos de una cosa. ¿A
cuánta intimidad estamos dispuestas a renunciar?
—¿Qué? —pregunté, confusa.
Ella me dirigió una mirada de preocupación.
—¿No te ha hablado Dllenahkh de eso? Dios mío, Delarua, ¿no lo sabes?
—¿Te refieres a lo del vínculo telepático? —dije, captando por fin la pista.
—Sí, me refiero a «lo del vínculo telepático» —dijo Freyda, divertida ante mi
impertérrita actitud.
—Sí, claro que lo sé. ¿Por qué estás tan preocupada?
Freyda soltó su vaso y se inclinó hacia delante.
—¿Estás segura de que te lo ha contado todo?
—Sí —dije, empezando a irritarme—. Dijo que los hombres sadiri tienen

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necesidad de formar vínculos telepáticos significativos. Desde luego, no me dio la
impresión de que significara que no tuviera ningún tipo de pensamientos privados.
A medida que hablaba, me di cuenta de que él había dicho «ya hablaremos de esto
más tarde», pero estaba demasiado avergonzada como para admitirlo en ese
momento.
—Bueno, se puede decidir hasta dónde llega la profundidad del vínculo, pero
teniendo en cuenta lo que le hizo a Dllenahkh su esposa…
Escupí un trago de vino, la mitad por la nariz y la otra mitad por la boca. Estoy
segura de que observarlo fue tan desagradable como experimentarlo.
—¿Su esposa? —resollé.
—Oh, mierda —dijo Freyda. Cogió un doble puñado de servilletas de la mesa y
me las tendió. Me limpié, sin dejar de mirarla, pero ella evitó mi mirada mientras
farfullaba—: Lo siento. Yo… Creo que dejaré que Dllenahkh te lo cuente.
—No, me lo vas a decir tú. Y ahora mismo —dije en tono lúgubre.
Ella vaciló, pero luego cruzó los brazos y me miró con gesto de compasión y
preocupación.
—Sabes que la mayoría de ellos conciertan matrimonios desde que son muy
jóvenes, ¿verdad?
Me impacienté.
—Sí, por supuesto. Pero él nunca me había mencionado a ninguna esposa.
—Murió en el desastre, como tantas otras. Pero incluso antes de eso estaban
separados.
—¿Separados? ¿Qué significa eso para los sadiri? —pregunté—. Él dijo que no
cultivan la monogamia temporal.
—No lo hacen —confirmó Freyda—. Por eso fue tan importante que el
matrimonio y el vínculo se disolvieran.
Resoplé, despacio.
—Oh. Oh, pobre Dllenahkh. Entonces lo que me estás diciendo es que estaba
divorciado.
Freyda pareció incómoda.
—Hubo algo más. Los hombres sadiri vinculados pueden ser posesivos… Muy
posesivos. Dllenahkh descubrió que su esposa le era infiel. Dejó inconsciente al otro
hombre.
—¿Qué? —me quedé boquiabierta. Tenía que estar inventándoselo. Parecía un
holovídeo malo y sórdido.
—Le rompió la mandíbula —dijo Freyda con brusquedad—. Nunca lo acusaron.
Los sadiri tienen normas distintas para los crímenes pasionales. Los tratan como una
especie de locura temporal. Cuando recuperó la conciencia, le dijo a su esposa que la
liberaba de su vínculo.

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—Oh —dije, incapaz de encontrar las palabras.
—Lamento decirte esto. Está claro que él no quiere ni hablar del tema, y yo no
tendría por qué haberme enterado si Lanuri no me lo hubiera dicho. Creo que
intentaba ser completamente sincero conmigo para que yo pudiera evaluar de manera
objetiva los pros y contras de un vínculo íntimo. —Agachó la cabeza y miró su vaso
de vino—. No funcionó. Ahora soy todavía menos objetiva al respecto.
—Va a ser divertidísimo intentar mirarlo a la cara ahora y saber esto —murmuré
—. ¿Por qué no me lo dijo?
—No es fácil hacerlo —razonó ella—. Por favor, por favor, no le digas que te lo he
dicho yo. Me siento fatal.
—Fingiré no haber oído nada —dije con tristeza.

Conseguí fingir durante un tiempo. Había tanto que hacer en la granja durante
aquellos primeros días que no quedó tiempo para volver a sacar a colación el tema del
vínculo con Dllenahkh. Esa fue mi excusa, y era una excusa buena y sincera, pero al
final el destino me quitó el asunto de las manos. Dllenahkh siguió entrenando a otros
en las disciplinas mentales, y había una sala de meditación en la granja a tal efecto. Yo
no la utilicé. Podía meditar sin problemas en mi propia habitación, y también había
una sala para meditar en la casa principal. Pero me pasaba por allí de vez en cuando, y
una vez que estaba paseando con Freyda oímos una voz llena de furia.
Intercambiamos miradas de sorpresa, y luego nos acercamos a escuchar qué estaba
pasando.
—¡Te guardas más de lo que enseñas! Solo te preocupan tu propio estatus y tu
poder en esta comunidad.
—No me guardo nada —contestó con calma la voz de Dllenahkh—. Lo único que
digo es que no es aconsejable basarse solo en la meditación.
—Sin embargo, lo conseguiste durante décadas. Tuviste éxito. ¿Por qué otro no?
—Nunca se pretendió que fuera una solución permanente a la soledad, como
intentas que sea. El Ministerio puede ayudarte a seleccionar a una esposa adecuada, y
también dispones de represores químicos para aliviar el dolor de tu pérdida. Te
recomiendo que elijas algún remedio, y lo hagas rápido.
Hubo un sonido de estrépito, y Freyda y yo nos abrazamos por instinto y nos
apartamos. Menos mal que no estábamos justo delante de la ventana, o de otro modo
nos habría golpeado la pesada silla de madera que la atravesó. Pero sí quedamos
cubiertas de añicos de cristal. Entonces oímos una pelea en el interior de la sala. Al
asomarnos a los postigos rotos vimos el comienzo de una refriega. Dllenahkh
intentaba contener más que herir, pero su estudiante parecía decidido a causarle
algún daño. Los otros estudiantes no sabían qué hacer, y se quitaban de en medio y
apartaban los muebles, pero por lo demás miraban ansiosos, esperando que les

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dijeran lo que tenían que hacer.
Me abalancé por instinto, pero Freyda me detuvo.
—¿Estás loca? —preguntó—. ¡No puedes entrar ahí!
Tenía razón. Dllenahkh esquivó un golpe, y el puño de su antagonista dejó una
grieta de buen tamaño en el panelado de la pared. Con una firme presa y un rápido
giro, Dllenahkh lo tiró al suelo de madera con gran estrépito. Dos estudiantes se le
echaron encima de inmediato y lo inmovilizaron con su peso, mientras Dllenahkh le
ponía una mano en la frente y la otra alrededor del cuello, apretando con cuidado
hasta que se desplomó inconsciente.
—Llevadlo a la casa principal —ordenó, sin haber perdido siquiera el aliento—. La
clase ha terminado por hoy.
Entonces miró hacia la ventana destrozada y nos vio. Sus ojos se abrieron de par
en par.
—¿Estáis heridas?
—No —dije yo, limpiando una diminuta mancha de sangre de mi muñeca. Él lo
vio y frunció el ceño.
—Sinceramente, estamos bien —insistió Freyda—. Ve a lidiar con… lo que sea
que tengas que lidiar. Limpiaremos esto.
Pareció como si él quisiera decir algo más, pero en vez de eso asintió, el ceño
fruncido todavía, y siguió a sus estudiantes hasta la salida. Freyda se volvió hacia mí y
su rostro cambió de expresión.
—¿Seguro que estás bien?
No supe qué contestar. Había aceptado la fuerza sadiri al estilo «mantén la calma
y sácame este vehículo de la zanja», pero era la primera vez que veía a un sadiri lleno
de ira plena e incontrolada. La historia de Freyda volvió a mi mente con nueva viveza,
igual que los sombríos recuerdos de Dllenahkh sobre cómo se habían comportado los
hombres después del desastre. Peor aún, yo había estado predispuesta a interpretar el
relato de los hechos de Dllenahkh en el contexto del grave trauma que habían
experimentado todos los sadiri, pues sabía de sobra cómo su telepatía los hacía a
todos susceptibles a la ira y el dolor colectivos. Pero ¿y la pérdida de control de
Dllenahkh, años y años antes, en una sociedad cuerda y estable donde las mujeres no
eran un bien escaso? Pensar en ello era atroz.
Freyda adivinó lo que estaba pensando y empezó a farfullar de nuevo excusas.
—Me pondré bien —dije—. De verdad. Entremos a quitarnos estos trozos de
cristal del pelo.

Esa noche soñé con una estampida de elefantes.


Me desperté de repente en la oscuridad, desorientada al principio, consciente de
que algo no iba bien. Me puse una bata y subí descalza las escaleras hasta la azotea.

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Era una noche clara y estrellada, pero lo bastante fría como para que el suelo de
madera estuviera ya empapado de rocío. Una figura en sombras estaba tendida en lo
alto de la ancha pared: Dllenahkh, todavía vestido con ropa de día, completamente
despierto y contemplando el cielo sin que le importaran los cuatro metros de caída.
Me acerqué a él y miré hacia abajo, frunciendo el ceño.
—¿Por qué sigues despierto? —le pregunté.
Su mirada se aplacó. Parpadeó, y parte de la tensión se borró de su rostro. Sin
embargo, siguió contemplando las estrellas.
—No quería molestarte —contestó.
Sabía que estaba al corriente de mi pesadilla. Sabía que había sentido miedo y
tensión y todo tipo de cosas que yo no había asociado antes con él. Pero se trataba de
Dllenahkh. Nunca me presionaría en busca de explicaciones, sino que esperaría con
paciencia y amplitud de miras hasta que yo estuviera dispuesta a acudir a él.
Decidí ser directa.
—Lo que he visto hoy me ha asustado. Verás, alguien me habló… por accidente…
de tu primer matrimonio.
Se hizo el silencio durante un rato.
Entonces él empezó a hablar despacio, eligiendo con cuidado las palabras.
—Creo que fue culpa mía. Di por hecho nuestro vínculo mental y a menudo no
estuve físicamente presente. Además de mi carrera, estaba muy concentrado en mis
estudios de la mente, un interés que mi esposa no compartía. Un día, durante una
sesión de meditación, conseguí… no, atisbé el estado que suelen experimentar
nuestros pilotos de naves mentales. Hasta aquel día había considerado su vocación
como una empresa altiva y solitaria. Después, comprendí por qué dicen que son
semiinmortales. Es… No puedo describirte cómo lo sentí, cómo me cambió. Fui un
hombre alcanzado por un rayo: un rayo benigno y sensible. Escribí poemas. Me reí. Se
lo conté a todos los pilotos a quienes conocí, y ellos sonrieron con indulgencia y
dijeron que era una lástima que no estuviera libre para vincularme a mi propia nave
mental.
»No podía cambiar mi modo de vida. Convertirme en piloto habría significado
adoptar una decisión distinta cuando me hice adulto, y no había ningún piloto de
nave mental en mi linaje que me inspirara para elegir ese camino. Tuve que
contentarme con lo que tenía, y sin embargo no pude olvidar lo que había visto. Seguí
estudiando y logré destacar en la teoría y la práctica de meditación. Lo consideré una
empresa admirable. Ella se lo tomó como la prueba de que estaba organizando mi
vida sin contar con ella.
»Podría haberme dicho que deseaba casarse con otro. No me habría hecho gracia,
pero nunca me habría interpuesto en su camino. En cambio, me lo ocultó a propósito,
lo preparó todo para que los descubriera juntos, y se echó a un lado para ver el

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resultado.
—Oh —jadeé—. Oh, qué cruel.
—Sí, tan cruel como creía que yo había sido con ella. En los años posteriores a
nuestra separación, me sumergí aún más en el estudio de las disciplinas, buscando
formas de asegurar que nunca volviera a sucederme una cosa así. A pesar de todo lo
que había pasado, aún anhelaba establecer un vínculo con otra mente humana, pero si
no hubiera sido por la destrucción de Sadira no me habría resultado difícil
convencerme a mí mismo de que debía hacerme piloto.
—¿Por qué no me contaste todo esto, Dllenahkh? —dije a media voz.
Se le tensó la boca.
—Tendría que haberlo hecho. Lo habría hecho, con el tiempo. —Hubo una
pequeña pausa, y luego admitió—: Tenía miedo de perderte.
—Bueno, pues aquí estoy ahora —señalé.
Él volvió la cabeza para mirarme.
—Lo estás. Y no comprendo por qué.
—Piensa, Dllenahkh —le reprendí—. Está claro que hay algo en ti que me
convence de que eres la mejor opción posible.
—¿Y qué es? —preguntó él en voz muy baja.
Suspiré.
—Tantas cosas…, pero la primera de mi lista, ahora mismo, es que creo que me
amas. Sé que eres capaz de vivir sin esa emoción, pero has decidido no hacerlo.
—Yo no clasificaría el amor como emoción, Grace.
Eso me sorprendió.
—¿De verdad?
—Cierto es que viene acompañado de varias reacciones físicas que se manifiestan
como emociones, pero es uno de los impulsos.
—Oh. Como el hambre, o querer procrear, o el deseo de proteger a los hijos.
—Sí. Te he identificado como la pareja más adecuada, probablemente a través de
una mezcla inconsciente de feromonas, capacidad mental y, por supuesto,
compatibilidad social.
—Entonces ¿estás diciendo que te gusta cómo huelo, te gusta cómo pienso y te
apetece salir conmigo? —Me hacía gracia, pero me sentía auténticamente conmovida
por aquella declaración de amor tan insólita.
Él se sentó de pronto y se volvió para mirarme, pasando los pies al suelo con tal
rapidez que casi temí que se cayera por el borde.
—¿Qué es el amor para ti, Grace?
Había tal intensidad en su mirada que la sangre me subió al rostro. Empecé a
tartamudear algo, y luego guardé silencio. Con la respiración acelerada, le cogí la
mano y me la llevé a la mejilla.

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—Dímelo tú —suspiré.
Me atrajo a sus brazos y a su mente. Vio cómo yo valoraba su altruismo y confiaba
en su integridad, incluso cuando me exasperaba lo inflexible que podía ser. Le mostré
mi admiración por su fuerza física, inteligencia y habilidades psiónicas, y la
amabilidad que complementaba todas esas cualidades. Incluso le permití ver que lo
había considerado físicamente atractivo desde el mismo instante en que nos
conocimos.
—Vaya —dijo animado, y supe que se burlaba de mí porque estaba aturdido—.
Crees que poseo ciertas características que te gustaría que pasaran, a través de la
transferencia genética y la educación, a tus hijos.
Me eché a reír.
—Me sorprende la fuerza del aprecio que sientes por mis hombros —continuó,
todavía burlón, todavía sujetándome junto a sí, encajándome entre sus rodillas.
—Son bonitos y anchos —dije, pasando las manos sobre ellos para recalcar mi
argumento.
—Tampoco era consciente de que tienes un aprecio especial por mis ojos.
—Profundos, oscuros e intensos. Te hacen parecer casi ntshune —murmuré,
acurrucándome más mientras sus manos me acariciaban la espalda.
—Te pido disculpas por no haber sido sincero contigo antes —dijo él, la voz tan
grave y baja que pude sentirla retumbando en su pecho.
—Y yo lamento haber soñado siquiera que me harías daño. No te abandonaré,
Dllenahkh. Invencible o vulnerable, te encuentres en el estado en que te encuentres,
tendrás que cargar conmigo.
Él tensó sus brazos a mi alrededor.
—Ese es un hecho que me produce gran satisfacción —suspiró mientras rozaba
lentamente su nariz por el lado de mi cuello y respiraba caliente bajo mi oreja.
—Solo hay… una cosa —dije con voz ronca, intentando no distraerme por
completo—. Mencionaste las feromonas. Hay otra forma de valorar la química. El
sabor y el olor están, como saben, fuertemente relacionados.
Él se retiró levemente y me dirigió una mirada cautelosa.
—Creo que estás tratando de convencerme para que intente besarte.
—Tal vez —respondí con aire casual—. ¿Solo uno? ¡Por favor!
Él me dirigió una mirada amable y tolerante, y cerró los ojos.
—Estoy en tus manos.
No quise escandalizarlo ni espantarlo, así que empecé con besitos castos
presionando firmemente contra su barbilla. Entonces, de manera tan rápida como
delicada, llevé mis labios a su boca, como un beso lanzado al aire, y me detuve a
valorar su reacción. Sus manos se retorcieron a mi espalda, pero no se apartó.
—Otra vez —dijo en voz baja—. Empiezo a ver el valor de la práctica.

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Obedecí, permitiendo esta vez que un diminuto fragmento de oro tintineante
pasara de mis labios a los suyos, tal como él me había enseñado a hacer de palma a
palma. Se inclinó hacia delante para capturarlo con un murmullo de admiración,
puso un poco más de su parte y me devolvió el beso. Todavía no estaba ducho en la
mecánica física del asunto, pero su energía se desplegó con atrevimiento y llegó hasta
los dedos de mis pies. La sensación me hizo jadear.
—No soy reacio a incluir esta opción en nuestro repertorio —murmuró—. Pero
está claro que necesito más práctica. Otra vez, por favor.

Estimados lectores, me casé con él. Unas… oh, tres veces, creo. Primero fue la firma
del documento del Ministerio, que hicimos en nuestra granja con Qeturah como
testigo y rodeados por unos cuantos amigos íntimos. Luego, mi madre, bahá’i
semipracticante, insistió en una ceremonia matrimonial bahá’i. Le advertí de que ya
había pasado con creces la edad establecida por el Ministerio para un permiso paterno
obligatorio, pero para mi sorpresa y secreto placer, a Dllenahkh le atrajo la idea. La
celebramos en las riberas del lago Tlaxce, con la asistencia de más amigos de la
ciudad, e incluso unos pocos de las otras provincias. Dllenahkh le ofreció a mi madre
el precio optativo de la esposa en oro puro, al que había dado la forma de un colibrí.
A ella le encantó.
—Por supuesto, te lo dejaré en mi testamento, pero qué gesto tan bonito —me
dijo—. Esto demuestra que realmente te valora como a un tesoro.
La tercera vez fue en secreto. Fuimos a los bosques de las tierras altas, a cierto
templo, y allí nos unimos por ley, religión y mente en una silenciosa ceremonia con
unos pocos asistentes físicos, y varios cientos más que lo hicieron mentalmente. Yo…
No me apetece añadir gran cosa al respecto, lo siento. No es un secreto, pero es
demasiado íntimo, creo. Me pongo un poco llorona solo al recordarlo. ¡Respira
hondo! ¡Pasa página!
Sí que tuvimos un momento dramático, algo parecido al «que hable ahora o calle
para siempre». Tendría que haberme imaginado que tarde o temprano, con todas las
entrevistas a las prometidas, la célebre Zhera encontraría a una mujer del templo y le
sonsacaría sus secretos usando nada más que la pura fuerza de su presencia. O, para
hablar en términos más caritativos, que habrían reconocido su valor y le habrían
extendido una invitación. Fuera cual fuese el motivo, el caso es que apareció al final
de nuestro enlace matrimonial, ricamente vestida y escoltada por dos monjas jóvenes
como si ya fuera la dueña del lugar. Su mirada me recordó la del hada mala que se
enfada porque no la han invitado al bautizo real y decide lanzar una maldición que
afligirá no solo a la pobre bebé inocente, sino también a todo el reino.
—Así que, Dllenahkh, has vuelto a establecer un vínculo.
Hablaba con una forma muy antigua y estilizada de sadiri que apuntaba a

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demasiadas horas pasadas recitando rituales con subordinadas y demasiados pocos
minutos en conversación normal con sus iguales.
—Así es, Zhera —respondió él de manera cortés pero breve.
—Tu elección de esposa parece… errónea.
Me rebullí por dentro, pero no dije nada. Ella podría considerarse cualificada para
sentarse allí y juzgar a las jóvenes de la colonia, pero como mujer adulta yo no iba a
consentir ninguna tontería.
Mientras me esforzaba por conservar el control, Dllenahkh se defendió
tranquilamente.
—No llamaría error casarse con una mujer que está en posesión de una fuerte
proyección eufórica.
Todavía luchando por recuperar el control, pero ahora por un motivo
completamente distinto, me pregunté cómo conseguía parecer tan blando y a la vez
tan insinuante. Zhera, para mi continuo asombro, no frunció el ceño ni mostró
ningún tipo de desaprobación. Su severa mirada cambió a otra de leve diversión, y la
línea recta de su boca se relajó.
—¡Joven irreverente! No creí que fuera a vivir para verte considerado un mayor
de tu pueblo, pero has hecho bien. ¡Niña!
Eso último iba por mí. Traté de no dar un respingo.
—¿Señora?
—Es un buen hombre, un hombre en quien se puede confiar, pero cuando tiende
a la frivolidad —y aquí miró a Dllenahkh—, como ha hecho en el pasado, no debes
animarlo.
—Sí, señora. Quiero decir, no, señora. Lo que usted diga, señora —jadeé, no tan
abrumada por la orden como completamente atónita ante la súbita comprensión de
que él le había puesto un cebo y ella lo estaba alabando.
Cuando se marchó, me volví hacia él, las cejas alzadas de asombro.
—¿Es amiga tuya?
Él sonrió.
—Es difícil determinar lo que significa esa palabra para Zhera. Para mí es una
maestra destacada de la que aprendí mucho sobre la filosofía y la ciencia de la mente.
Para ella sigo siendo el joven acólito que fue lo bastante alocado como para replicarle
una vez. Nunca me ha permitido olvidarlo.
—¿Por qué le hablaste de la proyección eufórica? —me quejé—. Ha sido
embarazoso.
Él alzó una ceja.
—¿Fue una declaración inadecuada?
—Bueno, estrictamente hablando, no, pero desde luego diste la impresión de que
ya habías experimentado semejante proyección… en términos conyugales.

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Reflexionó un momento.
—Comprendo. Quizá no sea una falsedad, pero sí una declaración confusa. Creo
que solo hay un remedio.
Lo miré nerviosa, preguntándome si iba a hacer otra declaración pública sobre
mis supuestas habilidades.
—Debemos investigar a conciencia la verdad potencial que entraña esta
declaración.
—Hum —dije, porque aunque pronunció aquellas palabras con tono inocente, la
mirada que me estaba dirigiendo hizo que me flaquearan las rodillas—. Sí. Eso sería
completamente adecuado.
—¿Puedo recomendar que nos retiremos a los aposentos que nos han asignado?
La protección insertada en las paredes asegurará que ningún ruido acústico ni mental
entre… ni salga.
A esas alturas estaba ya convencida de que mi pecho temblaba en virginal
confusión.
—Hum, me parece magnífico.
Me miró con curiosidad y puso con suavidad un dedo en la vena que latía en mi
garganta.
—Estás nerviosa —dijo con grave interés.
—Y tú divertido por mi nerviosismo —repliqué.
Inclinó la cabeza, reconociendo el touché.
—Estoy experimentando una medida de emoción combinada con un incremento
de placer, lo cual quizá se manifiesta como una muestra de diversión.
Era la primera vez que usaba las escalas para describir sus emociones.
—Me encanta cuando hablas sucio —susurré, y sellé el momento con un beso.

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Ahora

No había amanecido todavía, y Delarua tanteaba en la oscuridad, luchando con sus


ropas y tropezando con sus propias botas. Ya vestido, Dllenahkh la observaba desde
su asiento en un rincón despejado de la cama.
—Date prisa. Llegaremos tarde.
Como de costumbre, ella captó el significado más que la sintaxis.
—¡Un momentito!
Como de costumbre, él escuchó el tono de disculpa subyacente más que el de
frustración. Apartó la mirada para indicar su paciencia y vio el palmar de ella en
mitad de la cama. No pretendía leerlo, pero el título le llamó la atención: Los años de
la granja. Segundo volumen de las memorias esbozadas de Grace Delarua (aún no
famosa, aunque no porque no lo haya intentado, pero todavía hay tiempo).
—¡No mires! —Ella lo apartó de su línea de visión y lo guardó en su mochila.
—Disculpa —dijo él. Dudaba que contuviera nada que fuera a sorprenderlo, pero
con Delarua el vínculo íntimo significaba juegos de falsa intimidad e ignorancia
fingida. Eso le parecía extrañamente entrañable.
—Lista —dijo por fin, sin aliento—. Pero sigo sin comprender por qué no
podemos ir en coche.
—El coche tiene navegador instalado —insinuó él alzando una ceja—. No
necesitamos ni queremos un navegador a donde vamos.
Ella alzó una ceja a su vez, intrigada.
—Entonces guíanos.
Para cuando terminaron de ensillar los caballos, empezaba a brillar una suave luz
del alba. Unos minutos de tranquilo paseo bastaron para alejarlos de los árboles del
centro de la granja, dejar atrás los pastos y salir a la carretera principal. Viajaron
durante un rato siguiendo los límites de la propiedad en un silencio que era sociable,
y más que eso.
Delarua solo habló una vez.
—Vamos hacia el mar.
—Sí —respondió él en voz alta.
Delarua se echó a reír. Para ella era una aventura, una aventura y un misterio todo
envuelto en expectación. Irradió un zumbido cálido y agradable, y varias vividas

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imágenes surcaron de pronto su mente. Él pensó un instante, comprendió y sonrió
ante el cumplido. Ella había imaginado que su mente estaría desnuda ante la suya,
como ante un abrasador sol del desierto, sin refugio ni cobijo. En cambio, era como
jugar al escondite en las luces y sombras de un bosque, descubriendo e inventando un
nuevo lenguaje de doble significado, sutileza, poesía e imagen. Como lingüista, se
sentía cautivada; como amante, embelesada. Nada podía decirse de la misma forma
dos veces.
Su destino, una pequeña bahía que el Consejo había asignado para futuros
desarrollos urbanísticos, era todo arena y áridos matorrales, despoblada pero
perfectamente adecuada para la ocasión. Unas aguas claras y poco profundas se
extendían durante cientos de metros hasta la línea donde se encontraban
bruscamente con las profundidades del océano azul oscuro. Dllenahkh escrutó con
cuidado los colores más intensos y suspiró de alivio. Llegaban demasiado tarde para
ver el amanecer, pero a tiempo de todo lo demás. Desmontó, sostuvo las riendas con
mano firme y contempló el horizonte. Después de mirarlo con curiosidad unos
instantes, Delarua hizo lo mismo.
El caballo de Dllenahkh se echó a un lado, nervioso. Él lo tranquilizó con una
breve caricia mental.
—¿Qué… qué es eso? —jadeó Delarua.
Una hectárea de lejano océano cambiaba. Un sólido color gris emergió de manera
gradual, y brotó como una ola, con tal lentitud que apenas una onda corrió por la
superficie del agua hasta la playa. Su centro era rígido, irregular y pesado, pero los
filos se doblaron y desplegaron delicadamente con un control exquisito.
—¿Es…? —susurró ella, la mente hecha un revoltillo de pensamientos y
emociones.
—Sí —confirmó él. Pequeña, despareja y vacía, pero inconfundible.
Una apertura como un orificio nasal apareció en la espalda del leviatán. Solo
entonces su tamaño quedó claro cuando una diminuta criatura humana fue eyectada
en un suave tropel de agua para caer de lado al océano. Sin ojos, aunque consciente, la
bestia empujó con cuidado a su cargamento viviente hasta la orilla con un perezoso
bandazo de su aleta superior. Delarua no dejó de contemplar fascinada el pequeño
punto que viajaba hacia tierra. Dllenahkh también miró hasta percibir otro
movimiento, otra cambiante parte de gris entre el azul que le hizo sobresaltarse y
mirar…, pero el mar se calmó y conservó su secreto.
Ya no era viejo, pero tampoco joven. Naraldi salió de la orilla, sacudiéndose agua
salada del pelo, que llevaba lo bastante largo para que le molestara los ojos, oscuro de
color con unas cuantas vetas blancas que resplandecían. Su traje de piloto brilló al sol,
y llevó una imagen de Sayr a los pensamientos de Delarua. Ella se echó a reír de pura
felicidad, recordando, sabiendo.

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—¡Dllenahkh! ¡Grace! —Naraldi los saludó con alegría—. ¿Tenéis sitio en vuestro
reino para un vagabundo desarraigado?
Dllenahkh sintió una sensación de abrumador y devastador déjà vu: otro
momento, otra playa, Naraldi saliendo del océano para destruir el universo con unas
cuantas palabras. Su mente se había quebrado en ese instante, dejando detrás un
recuerdo fragmentado y peligroso que podía girar en una órbita infinita alrededor de
la nada. Y ahora su mente se fragmentó de nuevo para aceptar la realidad de que
estaba de pie junto al mar y oía la voz de Naraldi, no solo sin desolación, sino también
con auténtica alegría. El recuerdo y el momento se combinaron violentamente, y se
esforzó por proteger a Delarua del súbito torbellino.
Ella no lo miró. No tenía que hacerlo. Le agarró la mano con fuerza y, en silencio,
le dio en cambio su tormenta de alegría para que navegara.
—¡Bienvenido, Naraldi! —exclamó—. ¡Bienvenido a casa!

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Agradecimientos

«Dorado», el poema que se cita en el capítulo «La Reina Hada», es una obra inédita de
Dvorah Simón y se usa con permiso de la autora.
El tsunami del 26 de diciembre de 2004 en el océano Índico será largamente
recordado por la devastación que causó en muchas comunidades costeras. Meses más
tarde, la BBC informó de un inquietante efecto secundario del desastre: con el
tsunami murieron más mujeres que hombres, hasta un ochenta por ciento en algunas
de las zonas más castigadas. Estas mujeres estaban en casa con sus hijos ese domingo
mientras sus maridos pescaban en el mar o hacían recados tierra adentro; había
mujeres esperando en la playa a que los pescadores regresaran, y mujeres que no
tuvieron la suficiente fuerza física como para aguantar mientras la ola lo barría todo a
su paso. Los representantes de las organizaciones humanitarias comentaron el
impacto social de este desequilibrio de géneros, incluyendo los traumas psiquiátricos
de varios hombres recién enviudados, e «informes de violaciones, acoso y
matrimonios forzosos en campamentos de emergencia por toda la zona». El profesor
Sivathamby, de la Universidad Colombo (Sri Lanka), declaró: «Los hombres solo son
los que procuran el sustento. Las mujeres son la columna vertebral de la familia. Sin
ellas, solo hay inestabilidad».
Para mí el Caribe es la nueva cuna de la humanidad. Me resultó fácil imaginar un
planeta entero así, con gente de todos los rincones del mundo. También me
influyeron las historias reales de las Aldeas Pestalozzi y las Aldeas Infantiles SOS que
se fundaron después de la Segunda Guerra Mundial para los huérfanos de guerra de
todas las nacionalidades. Una tercera fuente de inspiración vino de Ray Bradbury, no
solo por su historia «Eran morenos, y de ojos dorados», que se cita en el primer
capítulo, sino también por «Un camino a través del aire» y «El otro pie», que
describen a los afroamericanos de los años cincuenta que huyen de la segregación y
fundan una colonia en Marte.

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Referencias

BRADBURY, RAY
— (1950), «Un camino a través del aire», en Crónicas marcianas, Barcelona,
Minotauro, 2008.
— (1950), «El otro pie», en Crónicas marcianas, Barcelona, Minotauro, 2008.
— (1950), «Eran morenos, y de ojos dorados», en Remedio para melancólicos,
Barcelona, Minotauro, 2006.
«Loss of women haunts fishermen», publicado el 21 de marzo de 2005, en
news.bbc.co.uk/ (consultado el 10 de julio de 2014).
«Most tsunami dead female - Oxfam», publicado el 26 de marzo de 2005, en
news.bbc.co.uk/ (consultado el 10 de julio de 2014).
SIMON, DVORAH, Mercy,
— Santa Cruz (California), Hanford Mead, 2008.

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