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Gobierno del Estado

Marco Antonio Mena Rodríguez


Gobernador del Estado de Tlaxcala

Secretaría de Cultura del Gobierno Federal


Alejandra Frausto Guerrero
Secretaria

Instituto Tlaxcalteca de la Cultura


Juan Antonio González Necoechea
Director General

© Salvador Armas Ruiz

©Primera Edición 2020


Instituto Tlaxcalteca de la Cultura
Av. Juárez·62, Centro, C.P. 90000
Tlaxcala, Tlax, México.
ISBN: 978-607-98940-4-7

Diseño de portada:
Diana Melissa Taboada Domínguez

Diseño Editorial:
Eliza Chavero
Ficciones para llevar

Salvador Armas Ruíz

México 2020
Adicional a la versión impresa puedes descargar la versión in-
teractiva y animada del libro para leer en dispositivos móviles
(incluye contenido adicional). Solo necesitarás escanear con un
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Índice

Presentación
—9—

La noche estrellada
— 11 —

Mandrágora
— 23 —

¿A dónde van los globos?


— 37 —

Píldoras contra el sueño


— 45 —
Presentación

La labor editorial del Instituto Tlaxcalteca de la Cultura se con-


solida en el año 2020 con la emisión de una Convocatoria para
la publicación de obra terminada, que nos permitió ampliar el
beneficio a investigadores y escritores de diversos géneros lite-
rarios y apoyar la difusión de su obra.
Es satisfactorio que jóvenes talentos sean quienes, tras la
deliberación de un jurado, obtuvieron la publicación de cuen-
tos, ensayos, poesía e investigación cultural, teniendo como co-
mún denominador la calidad de sus textos.
Salvador Armas es un prolífico escritor que ha recibido a
pesar de su corta trayectoria diversidad de premios, demostran-
do su aptitud para las letras. Ficciones para llevar es una recopila-
ción de cuentos que atrapan al lector desde el inicio. Narraciones
fantásticas que se desarrollan entre paisajes tlaxcaltecas.
Sea esta edición un reconocimiento a su labor y un incen-
tivo para continuar considerando dentro de su obra literaria
elementos que promueven nuestra identidad y el conocimiento
sobre Tlaxcala.
De esta manera, unidos los distintos órdenes de gobierno
impulsan el trabajo creativo, para acrecentar nuestra riqueza cul-
tural y contribuir con incentivos que, en tiempos de pandemia,
son necesarios para la comunidad artístico – cultural de Tlaxcala.

Juan Antonio González Necoechea


Director General

—9—
La noche estrellada

S olo un zumbido, como el de una mosca solitaria atrapada en


un frasco, se escuchaba en aquella casa junto al lago. Toda
actividad había parado de pronto en medio de la noche. Uno a
uno fueron apagados los engranajes y los mecanismos, inclu-
so los dínamos envejecidos que producían la energía también
habían parado. Ahora la casa funcionaba con la energía de sus
baterías de respaldo y en el ambiente se escuchaban morir las
leves gárgaras de los trasformadores de voltaje. Entonces solo
se instaló el siseo eléctrico de unos cables que como manojos
de serpientes multicolores dormían abrigados entre las paredes
de la casa.
Afuera, unas lámparas se encendieron poco a poco bajo
las cornisas de la casa y un anciano recostado sobre un camas-
tro detuvo la lectura de un libro muy viejo durante el breve des-
censo de la luz. Entonces miró hacia arriba, notando cómo de
esas cornisas parecían estar brotando unos redondos frutos de
luz dorada.

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—Está hecho señor. —Le dijo una voz familiar.
—Gracias, —respondió el viejo—. Esta casa, con todo su
escándalo de luces y sistemas automáticos nunca estaba en paz.
¿Bajaste las palancas rojas también?, ya no las necesitaremos.
—Sí señor, todas ellas. Salvo las del sistema de baterías.
—Así está bien, ¿ya lo escuchas?
Amado, el robot humanoide que ayudaba al viejo, se que-
dó unos segundos callado, evaluando qué responder, pues no
escuchaba nada más que un leve zumbido y recordó parte de un
poema que tenía cargado en su base de datos: En el silencio sólo
se escuchaba / un susurro de abejas que sonaba. Era la primera
vez que conocía algo cercano a la definición que tenía de “silen-
cio”, y quiso recabar más datos para contestar mejor. El viejo se
rio y se le adelantó diciéndole:
—Eso, Amado, es el silencio.
Unos pasos más allá de la casa había un muelle y un pe-
queño lago. Sobre el agua turquesa de este, una barca se me-
cía con el viento dejando escuchar de vez en cuando un sonido
hueco cada que chocaba contra las piedras de la orilla.
Hacía muy poco tiempo que los hombres habían llegado
a ese nuevo mundo, tan joven aún que en sus aguas cristalinas
no había seres vivos capaces de enturbiarlas, no había coleta-
zos revolviendo el fango de esos lagos ni ratones sobre la tierra,
hurgando entre el césped de nanotubos replicantes con el que
los hombres fueron revistiendo poco a poco ese planeta recién
descubierto y estéril de momento. A ese lugar no habían llegado
grupos de exploradores enviados desde la Tierra, ni personas en
busca de riqueza, sino desertores. Tan solo bajaron del cielo un
día, unos por aquí y otros por allá, hombres y mujeres cansados
de trabajar interminablemente, acompañados de sus asistentes
robóticos de piel plateada. Llegaron en grandes navíos como
cápsulas blancas que, al tocar la tierra, se abrían como flores

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de loto de origami, desplegando una vivienda entera y hundían
sus redes de filamentos como raíces en el suelo, buscando los
elementos en la tierra para fabricar el alimento de las personas y
obtener el agua que estas bebían. Sobre ese planeta, dos veces y
medio más grande que la Tierra, habían desembarcado cientos
de hombres y mujeres que buscaban huir de los trabajos que les
habían sido asignados allá en el planeta Tierra, a más de doce
mil años luz de distancia, sin la posibilidad de renunciar nunca
a ellos. El lugar era tan grande, y cada persona había guardado
tanto cuidado al elegir el sitio en donde viviría, que no era vi-
sible desde ningún punto un solo manchón de luz que delatara
la presencia de los desertores. Era el planeta de quienes habían
decidido jubilarse, la última parada de aquellos cansados de va-
gar por las estrellas trabajando interminablemente para jefes de
los que no conocían sus rostros ni sus nombres. Pero millones
de kilómetros más allá, desde la Tierra, se seguían enviando sin
parar enjambres de naves hacia el universo. Los enjambres se
esparcieron por todo el brazo de la galaxia, buscando también
alguna otra inteligencia que les abriera la puerta, pero no habían
encontrado hasta el momento nada más que planetas simples.
Pronto, muchos de los enjambres se cansaron de buscar. Esta-
ban solos entre esas distancias inimaginables. Cuando lo com-
prendieron entonces vino el sedentarismo estelar, la deserción,
y muchos de esos hombres y mujeres se fueron quedando en el
camino, renunciando a sus antiguas obligaciones y establecién-
dose dentro de sus casas autónomas en otros planetas.
Ese cansancio de vivir viajando lo conocía muy bien el
viejo; ahora, si no recordaba mal, tendría unos doscientos se-
tenta años. La gente había dejado de estar atenta a los años que
cumplía desde que la genómica bajó el interruptor de la vejez,
cuando le causaron amnesia al tiempo y a la entropía con cóc-
teles bioquímicos que buscaban acabar con el cáncer, y lo hi-

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cieron, pero también dieron con aquella palanca dorada de la
vida. Pero aquel hombre, sentado bajo la cornisa de una casa
silenciosa, al pie de un lago con un bote que sonaba contra las
rocas, hacía unas semanas que había dejado de tomar el cóctel
y su cuerpo rápidamente recuperaba la memoria; como que-
riendo recuperar también el tiempo perdido, se apresuraba a
marchitarse como una flor cortada en el calor del verano.
El viejo antes había sido minero de diamantes en Stygius,
había tendido vías férreas sobre los campos de Bengala y ayu-
dado a descifrar el enigma de sus plantas de inteligencia sinies-
tra. Luego fue controlador de vuelos y entonces, cuando había
aprendido tantas cosas viajando, fue diplomático en varios pla-
netas. Todos los hombres y mujeres nacidos en la Tierra ahora
viajaban de un lado a otro, por millones de kilómetros de espa-
cio vacío hacia diversos sistemas, eso era el trabajo moderno,
y el viejo estaba cansado de todo ese asunto de los viajes, las
colonizaciones y la búsqueda de planetas con vida pues ya había
visto antes, desde su primera juventud, cómo muchas formas
de vida en otros planetas habían sido arrasadas; los gusanos
alargados y las moscas iridiscentes de Stygius, cuyos enjambres
geométricos se comunicaban entre sí mostrando cierta inteli-
gencia, habían sido fumigados para dar paso a los hombres, a
sus casas, sus perros y sus ingenios para explotar la tierra.
Ahora, ya sin el cóctel, haber vivido tanto se sentía como
un gran peso que abrumaba. Recordar algo, cualquier cosa en-
tre la enorme biblioteca de una memoria de más de doscientos
años, suponía un esfuerzo enorme, como buscar una cuenta
de vidrio entre una playa repleta de guijarros. A veces también
sucedía que los recuerdos y los sueños se mezclaban indiscri-
minadamente y entonces el hombre ya no sabía si recordaba o
fantaseaba que alguna vez, durante su juventud, había estado
casado con una hermosa mujer de cabello castaño que por unos

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años, solo unos pocos, no llegó a conocer la cura para todos los
males del cuerpo.
—¿Qué leía señor?, —preguntó Amado alargando un
brazo plateado que reflejó las luces tenues de la casa. Al ver la
mano, el viejo salió del trance de sus recuerdos y por inercia
cerró el libro y lo puso en la mano articulada del robot. Esta se
cerró con delicadeza, giró sobre su eje y el mayordomo miró la
portada. —Siempre le gustó la crónica señor —dijo el robot y le
devolvió el libro a su dueño.
—Habla de los tiempos antiguos Amado, de cuando la
gente encontraba placer en comer, en los alimentos, los de an-
tes, de cuando comer era un ritual y un gran placer. Habla de
cuando la gente se casaba y dormían todos los días juntos, to-
mados de la mano sin necesidad de viajar todo el tiempo; habla
de las familias, de cuando lo más lejos que se podía viajar era a
china o a mirar jirafas en el Congo. Habla de la vida en la Tierra
antes de aquellos dos descubrimientos que nos alargaron la vida
y nos acortaron el camino a las estrellas.
—El cóctel y la torsión de luz. Señor, ¿era bueno vivir con
otras personas?
—Sí, vaya que sí, uno disfrutaba la compañía de las perso-
nas, eso también era placentero. Era un gusto muy grande que
se podía saciar a diario con solo mirar a tus seres queridos, a tu
esposa por ejemplo. Hacer el amor, vaya, eso sí era bueno. Hoy
ya no nacen niños de esa forma.
—Usted estuvo casado señor, me pidió guardar ese recuerdo.
—¿Tenemos imágenes?, quisiera recordar por última vez,
solo me imagino cómo era el cabello de ella, pero todo lo demás
se ha borrado por completo de mi mente.
—Señor, no tenemos ningún material visual, hace unos
doscientos años me pidió borrar todo, con carácter de irrecupe-
rable, solo me indicó guardar el recuerdo de que estuvo casado.

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—¿Por qué hicimos eso, Amado?
—Nostalgia señor, usted dijo que prefería no recordarlo
todo, que sin registros sería más fácil. Fue la primera vez que
usó el código 3-31 para darme una orden administrativa.
—Pensé que había sido un sueño. ¿He borrado más co-
sas? Siento que la mente se me desordena, ya no puedo recordar
muy bien.
—Es la entropía señor, está desmontando su cuerpo y su
cabeza como un montón de hormigas hambrientas. Usted ha
borrado hasta el momento ocho petabits de materiales, entre
grabaciones y memorias que usted mismo me había dictado.
—Vaya, es una lástima.
—Eso supongo, señor.
Mientras la barca sonaba a lo lejos, el viejo dio otra ins-
trucción a Amado que fue y se metió a la casa. Poco después
esta cerró sus ojos luminosos al apagar todas sus luces y en la
noche de ese planeta algo pareció irse encendiendo a lo lejos.
Allá, hacia el horizonte, apareció ante los ojos del viejo, ya sin
ser opacado por las luces artificiales, el cúmulo de Omega Cen-
tauri; un gran manchón circular de estrellas muy juntas y bri-
llantes que hacían la vez de luna, como un enjambre amarillento
y luminoso que se asomaba tras las colinas cubiertas de cristales
de cuarzo, reflejando sobre estos un brillo venido desde cinco
mil años luz de distancia. Amado miró su brazo de plata, ahí
también se reflejaba ese brillo como un parche de luz borroso.
Entonces hubo más silencio.
—Amado, ¿sabes una cosa?
—¿Dígame, señor?
—Solo hay dos tipos de personas que desearían vivir por
siempre; los cobardes y los que nunca han logrado nada. Hoy me
siento valiente y satisfecho de lo que hice, incluso de haber deser-
tado. Y ahora desertaré de todo definitivamente. Ya es el momento.

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—¿Desea ponerlo en marcha?
—Sí, me duele todo el cuerpo.
—Son sus órganos vitales, están colapsando señor. Sin el
cóctel, en unos minutos el daño ya no podrá revertirse y...
—No insistas Amado.
—Solo quería recordárselo una última vez señor, por si
acaso cambiaba de opinión.
—Código 3-31.
Tras la frase, el robot ya no cuestionó más las órdenes y fue
otra vez hacia el interior de la casa. Cerró con cuidado las venta-
nas y arregló exquisitamente la cama del viejo; puso las mejores
sábanas y las almohadas más suaves. Accionando un botón en la
pared, de esta brotó el olor cítrico de las flores de bengala y úni-
camente ese cuarto se iluminó con un acogedor tono salmón.
Todo fue preparado como si esa recamara pronto fuera a recibir
a un huésped distinguido. Luego, cuando todo estuvo listo, bajó
los interruptores amarillos para que al otro día, con la luz del
sol, la casa no volviera a recargarse y regresara a la vida indefi-
nidamente con sus sistemas fotovoltaicos. Tras unos minutos el
robot salió a decirle al amo que ya estaba todo hecho y se puso
al lado de él, que descansaba acomodado en un camastro de
cara al lago y las colinas por las que asomaba Omega Centauri.
—¿Lo has traído?
—Sí señor, —dijo Amado, mostrando un ancho tubo me-
tálico con una base de cristal y el molde en negativo de un ros-
tro impreso en este, era un telescopio de campo cristalino—.
Démonos prisa, su ritmo cardiaco está haciéndose más lento.
Tras decir esto, el robot sostuvo el telescopio entre sus
manos, apuntando firmemente y con una precisión inmejora-
ble hacia la parte de la galaxia donde se suponía que estaba el
planeta Tierra, imperceptible para cualquier instrumento, pero
ahí se encontraba, entre ese campo visual, aunque lo único no-

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torio fuera una estrella tenue sin nombre, pero que marcaba la
dirección correcta hacia donde había que mirar, hacia el hogar.
El viejo se asomó, puso la cara sobre el molde de su rostro
en la base del telescopio y miró apenas un rato. «Sí, allá está»,
dijo, y entonces volvió a reclinarse sobre el camastro, cansado.
—Amado, mi cabeza es un caos. Mis recuerdos se me vie-
nen encima y luego se vuelven difusos, como movidos por un
oleaje. Ven, acércate aquí.
—Es la entropía señor.
El robot atendió la orden y dejó el telescopio en el suelo, se
agachó al pie de su amo, y el viejo pasó las manos por la cabeza
del sirviente y le acarició el cabello suave de nylon, como a un
hijo del que se estuviera despidiendo. Entonces el hombre diri-
gió los dedos hacia una hendidura en la nuca del humanoide.
Antes, junto con la orden código 3-31, una pequeña compuer-
ta había bajado, dejando expuesto un botón rojo muy amplio,
medio hundido en esa cabeza metálica. Amado sabía de qué se
trataba, pero sentía curiosidad por todas esas cosas. Él había
leído y memorizado las crónicas que antes leyera el viejo; eran
el diario de este último, de su etapa adulta a los cuarenta años,
pero eso el viejo ya no lo recordaba y las leía, tal como lo había
hecho el robot, con fascinación por saber cómo era la vida de
antes y por el papel que tenía entonces la muerte en la vida de
los hombres, que existía como una verdad absoluta a la que to-
dos acudían tarde o temprano.
El dedo huesudo se hundió en la nuca de Amado y empezó
a apretar. El botón rojo fue bajando.
—Señor.
El llamado de último momento pareció sobresaltar al viejo
que cada vez se podía mover menos, como si tuviera un pesado
sueño y estuviera por dormirse.
—¿Qué pasa Amado?

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—Tengo curiosidad señor. Cuando me apague, ¿a dónde
irá mi mente?, ¿y la de usted?
—A casa, Amado, nos vamos a casa. Somos desertores,
solo así podemos volver.
El robot no contestó por un tiempo, estaba pensando.
—En mi cabeza, en mi capa de CIB, tengo conectado el
cerebro de un molusco marino señor, si me apago el tiempo
suficiente también moriré. Me gusta pensar que volveré al mar,
con los peces y los corales. Me gustaría conocerlos.
—Es tiempo Amado, o ya no podré hacerlo.
Por la mente del robot volaron muchas más preguntas
e ideas sobre las posibilidades de lo que había después de la
muerte, pero solo dijo:
—Adiós señor, tuvimos una buena vida.
—Adiós Amado.
Omega Centauri, elevándose como una luna difusa, ahora
brillaba más alto sobre el firmamento con sus miles de luces
amarillas. Cuando el viejo cerró los ojos y echó la cabeza hacia
atrás en el camastro, tuvo la sensación de estarse volviendo una
especie de humo que se elevaba hacia las estrellas. Como un
fuego antes de morir, una última llamarada de memoria se elevó
en la mente del viejo, recordándole el nombre de su esposa que
yacía enterrada tan increíblemente lejos, en un cementerio de la
Tierra. «Lucía». Fueron sus últimas palabras.
Cuando el hombre hubo muerto, Amado todavía contaba
con unos minutos. Entonces se incorporó y tomó a su amo en
brazos, levantándolo del camastro y se lo llevó al interior de
la casa. Lo acomodó en su vieja habitación, sobre su cama y
con los brazos en el pecho, luego lo roció con un espray que
le dejó el cuerpo y la ropa cubiertos de una especie de capa de
sal muy fina. Entonces Amado miró largamente a su amo y se
preguntó cómo es que podía estar muerto, a dónde se había ido

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ese viejo amable dentro de esa especie de sueño profundo que
era la muerte.
Amado, por cuenta propia y como ya no existía quien le
había ordenado el código 3-31, antes de salir de la casa decidió
volver a subir todas las palancas que había bajado antes. En-
tonces la casa pareció estremecerse cuando volvió la energía
eléctrica. Las habitaciones se volvieron a colorear de salmón
y los muros volvieron a emitir su olor a flores. La red de cale-
facción, que extendía sus venas bajo el piso y entre las paredes
como las raíces de un árbol tembló y volvió a la vida. Por la casa
se fue extendiendo un aire fresco que olía a campo. Entonces el
robot estiró el brazo hacia uno de los ductos que exhalaba un
aire frío y midió con los sensores de la mano: «así está mejor»,
pensó Amado a la par que un reloj interno saltó en su pecho,
así supo que ya era hora. Entonces salió de la casa y eligió un
sitio. Decidió ir a sentarse en el embarcadero y meter los pies
en el lago, moviéndolos como se lo había enseñado el viejo hace
mucho. Bajó la mirada y se puso a ver el reflejo de la gran man-
cha estrellada de Omega Centauri que temblaba en las aguas
como un banco de pececillos dorados. Poco a poco esa ima-
gen se fue haciendo borrosa hasta oscurecerse por completo.
Mientras Amado se apagaba, algo en su memoria primitiva de
molusco se activó como un último destello y entonces escuchó
el murmullo de los peces y las olas rompiendo contra una costa,
quizá solo era el efecto del sonido de la barca y el agua golpean-
do contra las rocas del muelle, pero tuvo la sensación de estar
volviendo a casa.
Pasarían casi cien años para que una misión oficial, un en-
jambre enviado desde el planeta Tierra, bajara sobre ese sitio
exacto y encontrara el cuerpo incorrupto del viejo en su cama,
conservado por efecto de un aerosol maravilloso y el infatigable
trabajo de esa casa en forma de loto de funcionamiento autóno-

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mo. Hacia el muelle, encontrarían al fondo del lago los restos de
una barca, esparcidos como los huesos de un animal muerto, y
al pie de este, a un anticuado robot que se apagó mientras mira-
ba hacia el agua, como una estatua de plata que había reflejado
por años la fantástica noche estrellada de Omega Centauri antes
de quedar cubierta por el polvo. Después embalarían el cuerpo
del viejo y lo mandarían a incinerar. Con las piezas de Amado
alguien fabricaría una lámpara rústica y el lugar se limpiaría por
completo. La casa entera sería derribada y en su lugar se colo-
caría un gran campo de juegos inmersivos; parte de una nueva
colonia en la que cada domingo de descanso varios trabajado-
res, eternos jóvenes de cuerpos esbeltos, jugarían al golf por las
tardes, o tenis, o cualquier otra cosa para matar el tiempo sobre
la gran llanura de aquel planeta mudo, estéril de momento, y en
el que poco a poco las máquinas y el humo de las primeras fá-
bricas comenzaban a darle la forma familiar del planeta Tierra.

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Mandrágora

En la mandrágora, planta macabra,


siempre latió el deseo de ser un hombre.

L a primera vez que ocurrió, Genaro estaba tomando té en


un jarrito y sintió comezón en la cabeza. Se rascó, pero si-
guió en lo suyo, pensando en qué tendría que hacer para que
la gente ya no pasara por el terreno donde sembraba maíz, su
única fuente de sustento, y en el cual incluso ya se había hecho
una vereda por tanto ir y venir de las personas, que pasaban sin
el menor cuidado aplastándole la milpa. Estaba concentrado
pensando, mirando al fondo del jarrito donde bebía como si
ahí, entre el polvillo del azúcar diluido, estuviera adivinando,
viendo lo que tenía que hacer para proteger su terreno. Se aga-
chó más, mirando los remolinos de agua amarillenta del té, y
algo se deslizó desde su cabeza. Entonces una semillita de na-
ranja cayó dentro de su jarro y se quedó dando vueltas como

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una gotita barrigona mientras Genaro se preguntaba quién le
había escupido la semilla. Volteó a mirar a su hijo y lo vio ju-
gando con un trozo de madera; el niño lo alzaba y con la boca
hacía los sonidos de un auto, lo deslizaba por el suelo y lo vol-
vía a levantar. Cerca, sentada en una silla de madera, su esposa
bordaba flores lilas sobre una tela de manta. Como Genaro no
encontró un culpable, tomó su jarro de té y fue hacia la puerta
de la casa. Cuando se levantó, notó que su mujer lo veía con el
rabillo del ojo, pero sin decirle nada aún. Entonces él tomó la
pala que siempre dejaba en la entrada y abrió la puerta. Cuando
vio a su esposa dejando el bordado sobre sus piernas y como
tomando aire para hablar, él se apresuró a salir antes de que
esta le reprochara su necedad de ir todos los días a borrar las
veredas que hacía la gente en su terreno.
Genaro trabajó todo el día. Con su pala deshizo la senda
que habían hecho las personas y después abrió una zanja que par-
tía su terreno por la mitad. En eso se llevó también parte de la no-
che. No se le ocurrió otra cosa para detener a la gente que a diario
pasaba sobre su terreno y su milpa con tal de ahorrarse unos pa-
sos, cortando camino rumbo a la escuela o al mercado. Cuando
acabó, se llevó su pala, el sombrero y el jarrito de té, al que le dio
un último sorbo tragándose la semilla de naranja que aún seguía
ahí, y que escupió en medio de la zanja entre maldiciones. En-
tonces se fue a casa. Miró por última vez las milpitas aplastadas
en la tierra, que parecían pedacitos de papel verde que hubiese
dejado una procesión de caminantes ese día y sintió mucho cora-
je. «Nomás que tenga los carrizos ahora sí, a ver por dónde jijos
pasan» dijo, y se retiró mientras se escuchaban los perros ladran-
do, unos por aquí y otros más lejos, respondiéndose en la noche.
Al otro día, Genaro se levantó más tarde que de costum-
bre. Lo primero que hizo fue ir a ver su terreno. Así, no siendo
ni el medio día, sintió que algo como un lodo rancio se le jun-

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taba y le hervía en la garganta de coraje cuando vio que por su
terreno cruzaban otra vez las huellas de varias personas que,
antes de que él se despertara, habían pasado por ahí, librando
la zanja sin mayor problema. Siguió los rastros con la mirada y
creyó reconocer entre las huellas la suela de un zapato con sus
ondas zigzagueantes; «es el mismo jijo de su madre que pasa
por aquí todos los días», pensó, y otra vez se puso a hacer su
zanja, ahora una más grande. Todo el día estuvo ahí, sudando
y tomando el agua fría que le llevaba su esposa en una jarrita
de barro. En la tarde, cuando se metió a casa para comer, su
esposa muy seria le acercó varias tortillas y un plato con un
guisado rojo. Se sentó a su lado, con ese silencio que anuncia
las discusiones y tras mirarlo un poco le dijo con un tono que
empezó como una súplica:
—Ya deja de borrar las veredas y de estar rascando esa
zanja Genaro. Nada más haces corajes a lo tonto. La gente va
a seguir pasando mientras no cerques. ¿Por qué no te ocupas
mejor de desyerbar o de subirle la tierra a las milpitas?, ve el
terreno de Juan, ahí la milpa ya está grandecita; aquí apenas y
se está asomando. Si no las cuidas nos vamos a quedar sin maíz
porque estás ahí nomás, rasque y rasque sin beneficio.
—¿Y por qué no te vas tú a desyerbar?… o ráscale tú a la
zanja, para que veas que no es cualquier cosa, que no es como
andar todo el día en la cocina nomás.
—La zanja no sirve Genaro, entiende eso, la gente la brinca
y ya estuvo, todo tu trabajo de la tarde ahí se queda, y luego ahí
vas de nuevo todos los días con la pala, como si no se te pudiera
ocurrir otra cosa.
Genaro no dijo nada y se puso a cortar una tortilla en si-
lencio, doblándola entre sus dedos para usarla como cuchara,
subiendo la mirada de vez en cuando hacia su esposa, pensando
en qué decirle, porque ella le ganaba siempre cuando discutían.

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—Por andar perdiendo el tiempo en esa zanja al rato ni
para comer vamos a tener, ya déjala y ponte a hacer algo de
provecho.
—No me molestes Josefa, yo sé lo que hago y hago mucho.
Que para echar tres chiles y agua en una olla y estarle mueve y
mueve toda la mañana, eso cualquiera, —dijo Genaro mientras
se levantaba y se salió con pala en mano hacia su terreno dando
un portazo.
El campesino fue al terreno detrás de su casa y al no hallar
mejor cosa que hacer se sentó solamente, viendo a lo lejos la casa
de Fidel, que había agarrado un buen hueso hace poco, pues era
cuñado del presidente municipal. Fidel ese año había dejado el
terreno que trabajaba y amplió su casa en poco tiempo. Genaro
sintió envidia de ese hombre. A menudo lo veía pasar en una ca-
mioneta roja, con lentes de sol y vistiendo camisas con el cuello
bien levantado; no como el de la camisa dominguera de Genaro,
que de tanto uso tenía el cuello flácido y comenzaba a deshila-
charse por varias partes. Deseaba haber tenido algún pariente
con influencias en el pueblo, o por lo menos una porción de
tierra más grande donde pudiera criar animales y así ganar algo
más de dinero, pero no era así. Había vendido ya varias partes
de su terreno cuando fue su boda con Josefina, en el bautizo de
su hijo y en otros festejos que había ofrecido.
Cuando ya no le quedó más que vender, Genaro empezó a
tener problemas para hacer producir el pequeño terreno. Todo
esto lo afligía y también recordó que de joven quería estudiar;
irse a la ciudad para terminar bien la secundaria, con eso basta-
ba en ese entonces y ahora seguro tendría su plaza de maestro
en el pueblo, pero eso nunca fue posible. Su familia era muy
pobre como para mandarlo a estudiar y, en cambio, tuvo que
empezar a trabajar desde niño. Fue por eso también que nunca
pudo dejar sola a su mamá. Para cuando su padre murió, Ge-

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naro tuvo que hacerse cargo de la siembra y cuidar de su ma-
dre, que para entonces ya estaba muy vieja. Después conoció a
Josefina y, pese a que él le aventajaba varios años, se casaron y
tuvieron a Matías, su hijo. Ahora Genaro se notaba viejo y cada
vez más pobre y cansado. Además, en el pueblo ya casi no le
hablaban sus antiguos amigos desde que le fue imposible seguir
haciéndoles favores o prestarles dinero. «Estaría bueno tener un
dinerito para hacer una fiesta… y no invitar a toda la bola de
gorrones». Pensó entre risas mientras se sacaba la tierra debajo
de las uñas y se quedó toda la tarde sentado en unos adobes
detrás de su casa, atajándose del sol y pensando en cómo hacer
para que esa porción de tierra tan pequeña le diera para comer
y vestir como antes.
Al otro día, muy temprano, se estuvo al lado de su casa
esperando en lo oscuro mientras amanecía para ver quién era el
que cruzaba por su terreno. Poco antes de las siete de la mañana
vio a Alfredo que pasaba cerca con sus dos muchachos, voltean-
do hacia ambos lados. Cuando estaban por poner un pie en el
terreno, Genaro salió de la penumbra.
—¿Entran los muchachos a las siete, verdad? ¿De aquí a
que den la vuelta todo el camino ya van a llegar tarde no?
Hizo la pregunta alzando la voz mientras apretaba en su
puño el palo que usaba para ahuyentar a los perros. Alfredo lo
notó y cambió el rumbo con los muchachos pegados a él como
patitos asustados. Solo dejó un tímido “buenos días” como una
estela de polvo mientras se iba. Genaro lo seguía con los ojos
brillando de furia. Entonces revisó su terreno y lo halló intacto
de pisadas. Pero poco recorrió con la mirada cuando de pronto
se encontró con un árbol de mediano tamaño; era un árbol de
naranjas y tenía frutos de un color intenso, muy redondos y tan
grandes que hacían que las ramas del árbol se doblaran, a punto
de quebrarse.

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Se acercó para mirar aquel arbusto y no lo creía. Rascó un
poco en la base de este con las manos y notó que estaba bien
afianzado; sus raíces eran grandes y se hundían firmemente en
la tierra. Entonces recordó la semilla de naranja que había caído
ahí y se olvidó del terreno y los invasores. Fue a despertar a su
esposa que aún dormía y le mostró aquel naranjo mientras le
contaba sobre la semilla que había caído de su cabeza, venida
de quién sabe dónde.
Esa mañana los esposos bebieron el zumo dul-
ce y brillante de las naranjas de aquel árbol que,
como un champiñón, había brotado de la noche a
la mañana en su terreno.
Al anochecer, el campesino no pudo dormir pensando en
la maravillosa semilla y concluyó que, definitivamente, era una
ayuda que la providencia le había brindado. «Después de verme
tan triste y tan jodido», se dijo. Si el árbol seguía produciendo
así todos los días, podría vender sus naranjas en el mercado y
serían, por su tamaño y lo dulces que eran, muy bien pagadas.
Genaro no concilió el sueño por la emoción; las ideas se le tre-
paban por el cuerpo con sus pequeñas manos pegajosas cada
que intentaba dormir: «Un puesto de jugos por las mañanas,
ir a vender las naranjas los martes, venderle a Don Modesto,
al del recaudo…» había muchas posibilidades surgidas de ese
árbol milagroso.
Genaro se despertó al siguiente día con una sensación de
incomodidad, algo le punzaba cerca de la coronilla y sentía una
comezón horrible que le corría como piojos asoleados por toda
la cabeza. Esa noche soñó que sobre su terreno crecía un árbol
de peras dulces y lechosas, que eran más caras que las naranjas,
y se imaginó que las llevaba al mercado y la gente se amonto-
naba para comprarlas; que lo vendía todo y entonces volvía a
casa con una gran sonrisa y un fajo enorme de billetes en las

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manos. Así se había despertado, aunque incómodo, con una
gran sonrisa, fantaseando que pronto sería rico. Sentía que en
su pequeña porción de tierra sucedía un milagro y lo confirmó
al salir, cuando vio el pequeño arbusto de naranjas otra vez re-
pleto de frutos brillantes, como lustrados con cera y rodeado de
pequeñas mariposas blancas que eran atraídas por el aroma del
árbol. Se puso a recolectar las naranjas con impaciencia, pues la
comezón en la cabeza empezaba a aumentar. Cuando el picor se
hizo más fuerte tuvo que ir al baño. Ahí se miró en un trozo de
espejo que tenía pegado en la pared junto al lavabo y se notó un
abultamiento en la cabeza, como un barro con el centro negro;
en ese lugar se concentraba la comezón. Con ambos dedos hizo
presión y fue sacando poco a poco, pero sin dolor, una bolita
café que se abrió paso y cayó en el suelo. Cuando la levantó, ob-
servó que se trataba de una semilla de pera. Su sueño de esa no-
che se había cumplido y otra semilla milagrosa fue plantada en
el terreno. A la mañana siguiente, en la tierra había surgido un
árbol enano con peras muy grandes que, como el de naranjas, se
doblaba por la abundancia y tamaño de los frutos que producía.
Aquel hombre siguió soñando y sacándose de la cabeza se-
millas fantásticas todas las mañanas. Engendró limoneros pro-
digiosos, grandes guayabas rosadas, manzanas aromáticas y du-
raznos como soles. Así, en poco tiempo, su terreno se llenó de
árboles que cada noche se volvían a llenar de frutos y que a cada
generación resultaban ser más bellos y dulces que los anterio-
res. Los arboles eran pequeños, pero tan frondosos que Genaro
imaginó que pronto en su pequeño lugar tendría lo suficiente,
si seguía soñando y sembrando, para dedicarse a vender fruta,
la mejor de la región, y entonces ahora sí, se compraría una ca-
mioneta grande para llevar su fruta al mercado, le compraría a
Josefina vestidos nuevos, uno distinto para cada domingo, y él
se obsequiaría zapatos brillantes y pantalones rectos como los

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que usaban los hombres de la ciudad. Matías estudiaría, seguro
que podría hacerlo, y entonces sería un gran profesionista; mé-
dico o abogado quizá, pensaba el padre, y se le llenaba la mente
de sueños, aunque por el momento durmiera sobre un colchón
envejecido que se estremecía haciendo saltar sus resortes por
aquí y por allá cada que él o su esposa se movían.
Genaro tuvo la buena idea de ocultar sus prodigios en
cuanto empezó a ganar dinero. Pronto cercó con verdaderas
murallas de tabique y hormigón para proteger el milagro de su
terreno. Entonces ya no hubo invasores en sus tierras ni miro-
nes que trataran de descubrir de qué forma aquel hombre con-
seguía sus frutas maravillosas. Cuando alguien le preguntaba, él
solamente explicaba que la fruta se la traía un compadre, de un
mercado muy grande allá en la ciudad de México. Que por las
noches se las pasaba a dejar en un camión rojo de redilas, y la
gente regularmente le creía.
Así fue como, ante el asombro de todos, Genaro, uno de
los hombres más pobres del pueblo, rápidamente compró una
camioneta, más tierras y construyó una casa alargada que, aun-
que parecía una gran caja de zapatos con ventanas, era suya y él
mismo la había diseñado. Empezó a vestir distinto; usaba pan-
talones y camisas de vestir, y ahora todos en el pueblo lo saluda-
ban a él y a Josefina; los invitaban a fiestas y la gente se esforzaba
por hacerlos sus compadres por todas partes.
Genaro no olvidaba, y todas las noches iba a su huerto ex-
traordinario, donde aún estaba su vieja casa de adobe con los
mismos muebles; la cama apolillada, el colchón rechinante y la
mesita de madera con sus manchones de té que la hacían pare-
cer un mapamundi. Todas las noches se acercaba a los árboles y
les hablaba: «gracias arbolitos» les decía, y se inclinaba a besar-
les las hojas o los acariciaba pasándoles las manos y retirándoles
los bichos que llegaba a encontrar sobre estos.

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Un día Genaro, que llevaba cierto tiempo sin soñar y sin
dar a luz una planta nueva, se despertó con un terrible dolor en
las sienes. Emocionado, se palpó la cabeza y notó que se apro-
ximaba una nueva semilla, una más grande que todas las que
antes había creado. Por más que lo intentó, la emoción parecía
haber borrado de su mente el sueño de esa noche y entonces no
pudo deducir que clase de nuevo fruto vendría al mundo.
Tras nueve días de dolor y una hinchazón tan grande en la
coronilla que lo obligó a volver a usar sombrero, una mañana,
mientras se lavaba la cara, sintió que algo se desprendió de su
cabeza. Entonces rescató del lavamanos, a punto de irse por el
caño, una bolita redonda y café, bulbosa, del tamaño de un chí-
charo. Con mucho cuidado la fue a sembrar en su terreno, que
entonces ya contaba con un techo de invernadero y aspersores
de agua.
Cuatro días después, y sin ser de súbito como había pasa-
do con los otros árboles, se asomaron un par de hojitas verdes
muy pequeñas. Este no era un árbol, sino un vegetal similar a un
rábano; una mandrágora. Ese bulbo fue creciendo lentamente
hasta que, una mañana de otoño, Genaro lo descubrió sobre-
saliendo del suelo, con la tierra removida a su alrededor, como
si alguien hubiera intentado sacarlo jalando de sus hojas. En-
tonces también notó que el bulbo tenía dos extremidades muy
blancas, como un par de piernitas entrelazadas, y otras dos más
arriba, como brazos. El vegetal parecía un pequeño hombrecito
de cera, pálido y desnudo, con una cabellera de hojas entre la tie-
rra negra. Genaro, como si estuviera sepultando a un niño muy
amado, lo cubrió cuidadosamente y dando pequeñas palmaditas
apisonó la tierra alrededor del bulbo. «¿Qué irá a dar?» Se pre-
guntó mientras recordaba cómo de niño le gustaba ir a buscar
zanahorias en los terrenos; “buscaba hombrecitos” le decía a su
mamá, mientras le mostraba las zanahorias que encontraba y

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que, habiendo crecido pegadas, simulaban ser un hombre ana-
ranjado con piernas, arrancado de la tierra a medio formar.
Tras varias semanas la mandrágora creció, pero no dio
muestras de nada excepcional. El bulbo de la base llegó a ser
muy grande, pero ninguna flor o fruto maravilloso brotó de
ahí. Una noche, cuando Genaro fue a hablar con sus árboles, se
acercó a la planta y la miró largamente, como queriendo desci-
frar qué clase de vegetal era.
—Mire usted señor camote, nabo o lo que sea, ya déjese de
secretos y prepare pronto una flor re bonita o algo de valor, que
si no se apura y nomás está aquí ocupando tierra lo voy a sacar
con raíz y todo.
Dijo esto porque comenzaba a desconfiar. Desde que ha-
bía dado a luz aquel bulbo nada más había salido de su cabeza,
ninguna nueva semilla, y los picores en la coronilla habían des-
aparecido por completo. Cuando acabó de decir esto, tomó las
largas hojas del vegetal, como reprendiendo a un niño jalándole
las orejas, y les dio un fuerte tirón al punto que sintió en sus
manos como se habían roto algunas raíces de la planta. Cuando
hizo esto, bajo la tierra pareció escucharse un sonido ahogado,
un grito agudo como el silbido de una rata. Genaro se apartó
asustado, luego se persignó y salió rápidamente del huerto, sin-
tiéndose culpable por haberle hecho daño a una de sus plantas
y asustado a la vez por lo que había escuchado.
El ahora adinerado campesino evitó entrar al huerto varios
días hasta una noche en la que escuchó que sus perros ladraban
y corrían por el patio jadeando ansiosos. No durmió pensando
en que unos ladrones se asomaban hacia su casa, trepados en las
altas bardas, y más de una vez regañó a Josefina que le decía que
se acostara y dejara eso en paz, que afuera había una perra en
celo, pero eso no convenció a Genaro que, nervioso y refunfu-
ñando, se estuvo toda la noche en la ventana vigilando.

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Fue hasta bien entrada la madrugada, cuando una vez más
se escuchó el frenesí de los perros. Entonces Genaro, pese a los
ruegos de su mujer, salió con un revólver en mano. Cuando
llegó al invernadero, notó que la puerta de este se encontraba
abierta, pero sin haber sido forzada, la habían abierto desde
dentro. Al empujar la puerta, uno de los perros salió corriendo
sin hacer caso al llamado de su amo y se fue huyendo a todo
galope; el otro, un pastor alemán, yacía muerto a pocos metros
de la entrada, sin ninguna herida. Genaro vio entonces que, en
el suelo, estaban dispersos varios mechones de pelo negro y que
hacia el sitio donde estaba su planta-bulbo, había ahora un gran
agujero. Pensó que los ladrones habían desenterrado su planta,
y entonces sintió coraje y miedo. Alguien más conocía el secreto
de su riqueza.
Genaro revisó los alrededores de las bardas y en una de
ellas, al alzar la mirada, creyó ver en lo alto la silueta de un hom-
bre que luchaba en silencio para liberarse del alambre de púas.
Sin distinguir muy bien, Genaro apuntó y disparó varias veces.
Entonces se escuchó cómo un pesado bulto cayó hacia afue-
ra, haciendo que la tierra se cimbrara. Genaro salió para ver el
cuerpo y notó que, inexplicablemente, el hombre baleado esta-
ba desnudo y lleno de tierra, pero además se levantaba y corría
hacia el campo mientras se cubría con las manos una herida
en la frente mientras iba dejando un rastro de sangre. Genaro
lo persiguió hasta que sintió el corazón golpeando en su pecho
peligrosamente y entonces se tuvo que detener, a punto de tener
un infarto.
Durante un par de días no se supo nada sobre el paradero
de Genaro o de los ladrones, y así sin más, al tercer día después
del incidente, Genaro se presentó en la puerta de su casa. Entró
y con toda naturalidad buscó a su esposa y la fue a encontrar en
la cocina. Josefina tenía los ojos hinchados y llorosos. Cuando lo

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vio entrar, dejó caer de entre sus manos un pequeño plato que se
hizo añicos contra el suelo. Entonces la mujer empezó a llorar, sin
comprender, llevándose las manos a la boca mientras veía a su
esposo ahí solamente parado, mirándola sin decir nada todavía.
—Ya vine Jose. Esa noche perseguí al ladrón, pero me res-
balé, ahí por las barrancas me caí y me di un buen golpe. Pero
ya pasó, ya pasó todo.
La esposa corrió a abrazarlo mientras lloraba, luego le dijo:
—Pero te buscamos por todos lados, hasta la policía te an-
duvo buscando, ¿en dónde estabas? —y con las manos temblo-
rosas la esposa le apartó a Genaro el cabello de la frente, que
parecía más largo ahora, y le pasó los dedos por una herida que
traía en la cabeza, profunda, como si se hubiera descalabrado,
pero ya sanada por completo. Estaba, además, notablemente
más pálido.
—Es mejor estar tranquilos —dijo Genaro, y con cuidado
tomó las manos de su esposa y las besó—. Mira, terminemos de
cocinar, tengo hambre. Acércame aquella tabla y te ayudo a cor-
tar los… —y se interrumpió frunciendo el ceño, como tratando
de recordar algo.
Josefina estaba sorprendida por el regreso de su esposo y
por las extrañas actitudes de este. Con la mente hecha un torbe-
llino accedió y le acercó una tabla, un cuchillo y las verduras que
iba a rebanar. Genaro aceptó los instrumentos y los recorrió con
la punta de los dedos, como reconociéndolos. Entonces se puso
a cortar las verduras con torpeza, como si no controlara bien
sus manos. «Se pegó bien duro en la cabeza, por eso la herida
que trae, por eso está confundido» pensó su esposa mientras lo
observaba y notó cómo él, en su labor, se había herido con el
cuchillo en un dedo, era una herida larga y profunda, pero no
pareció afectarle. El esposo siguió cortando los vegetales y los
echó a la olla con todo y sangre.

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Por la madrugada, mientras dormían, Josefina se des-
pertó animada por una duda que la asaltó de pronto. Tomó
una de las manos de su esposo, la que se había herido antes,
y la palpó. Entonces notó con sorpresa cómo sobre el dedo
lastimado no se percibía ninguna marca o cicatriz. Bajo la
escasa luz de la luna que se colaba al cuarto, ella observó a
su esposo con detenimiento mientras dormía; la piel del ros-
tro más tersa y pálida, como brillando entre esa noche y sin
los surcos que la edad comenzaba a formarle sobre la cara,
tampoco roncaba como siempre. Luego le tocó la mano, ca-
liente y fofa. Al recórrela se dio cuenta de que esos no eran
los ásperos dedos trabajadores de su esposo. Entonces por la
mente de Josefina voló una idea que la hizo estremecerse: ese
hombre no era Genaro. Ella se fue apartando lentamente para
tratar de salir de la cama, pero entonces él se despertó, apretó
la mano asustada de su esposa y se la llevó al pecho, forzán-
dola a abrazarlo.
—Mi Josefina de ojos de noche —le dijo adormilado—.
Soñé que nos tomábamos de las manos en un gran bosque y
corríamos, corríamos y nos deteníamos junto a un río de aguas
claras. Ahí nuestros pies se transformaban y echábamos raíces,
ahí nos quedábamos con las manos tomadas. Nos convertíamos
en árboles que se entrelazaban. Soñé… soy hombre… —susu-
rró por último quedándose dormido, y de su aliento de madru-
gada salió un aroma a frutos y flores como un dulce conjuro.
Entonces Josefina, sintiendo una seguridad extraña pareció
convencerse. Hizo a un lado su cabello que se extendió sobre
la almohada como un riachuelo oscuro y abrazó a su esposo. Se
acurrucó en su pecho y se fue quedando dormida, arrullada por
el sonido del corazón de Genaro que latía acompasado y fuerte,
como un pequeño tambor encantado. El nuevo esposo era bue-
no y cariñoso, ya nada más importaba.

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¿A dónde van los globos?

E sa tarde Guillermo salió a pasear al parque llevando un glo-


bo en la mano. Bastó solo una pequeña distracción, mien-
tras miraba a un pájaro que tomaba una ramita del suelo y se
la llevaba, para que abriera la mano y de esa forma el cordón,
como una pequeña serpiente escurridiza, se le escapara de las
manos. Entonces el globo se elevó dando vueltas y se fue con-
virtiendo en un punto lejano cada vez más pequeño. Fue en-
tonces que nació en él la pregunta: ¿a dónde iban los globos?
Memo imaginó cuán alto llegaría su globo, si se detendría en
algún momento o seguiría subiendo y subiendo hasta llegar al
espacio y terminaría atascado en alguna roca lunar, o atrapado
por algún niño de marte que, asombrado, correría a enseñarle a
sus amigos aquel objeto extraordinario llegado del cielo.
Con el paso de los días, Memo no dejó de preocuparse por
el destino de los globos. Estando en casa, en clases o jugando
con sus amigos, se ponía a pensar e imaginaba a un globo ex-

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plorando la Antártida, suspendido solitario sobre un iceberg.
Luego imaginaba a otro cayendo en la selva amazónica, en me-
dio de una reunión secreta de animales, asustándolos a todos.
Pensó también en el primer globo que se había inventado, que
fue a su vez el primer globo soltado por un niño, y lo imaginó
llegando al centro del universo, reflejando los brillos de miles
de estrellas y nebulosas en su arrugada piel metalizada. Se pre-
guntó también por qué los globos no podían ser amigos fieles de
un niño, pues escapaban de sus manos a la menor oportunidad.
Pero Memo también había notado que los globos que perma-
necían en la tierra, con los niños, envejecían pronto. La vida
de estas esferas se iba apagando y terminaban marchitas en el
suelo, como una flor cortada en el calor del verano.
Y es que para Memo los globos no eran una cosa cual-
quiera, eran parte de su historia. Su familia, desde hace varias
generaciones, se había dedicado a venderlos y su papá conocía
mucho del oficio; le había contado a Memo, por ejemplo, cómo
el tátara tátara abuelo, un alemán llamado Otto Vonn Glob, ha-
bía inventado el primer globo por casualidad durante un viaje,
mientras intentaba crear una bolsa hermética para guardar y
mostrarle a los demás el fresco aire de los montes pirineos.
De todas formas, y pese a que su padre sabía tanto del ne-
gocio, cuando Memo le preguntó sobre el lugar al que iban los
globos cuando los soltaban, su papá le dijo, como si no impor-
tara mucho y con gran naturalidad: «hacia arriba, hacia las nu-
bes», sin dejar de mirar el periódico de esa mañana.
Entonces para Memo no hubo misterio más grande que el
de los globos; ¿a qué iban hacia las nubes? Y entonces ya no le
importó más el asunto del hada de los dientes, los duendes que
esconden las cosas o el enigma de los calcetines que se pierden
para siempre. No se conformó con imaginar, y una mañana de
domingo, mientras sus padres todavía dormían, entró al cuarto

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donde su papá guardaba sus materiales; los globos sin inflar, los
metros de cordel para sujetarlos, los pesos con que los mantenía
en el suelo y también ahí estaba, hacia el fondo, un imponente
globo amarillo; el más grande que nunca había visto y, a su lado,
algunos racimos de globos listos para vender. Los miró maravi-
llado, especialmente a uno pequeño y trasparente que no tenía
nada dentro, ningún artilugio o secreto mágico que lo mantu-
viera elevado, y sin embargo flotaba, animado por alguna ma-
ravillosa fuerza atrapada en su interior. Ahí dentro le palpitaba,
invisible, el alma de los globos.
Memo entonces tuvo una idea: abrió varios globos y sor-
bió el aire que tenían dentro. Pero tras un rato de risas, pues
ahora tenía voz de ardilla, se dio cuenta de que no se elevaba.
Ya se comenzaba a decepcionar de su plan cuando volteó a ver
hacia el gran globo amarillo que se le mostró como un milagro;
corrió hacia él, le desató el cordón, absorbió un poco más de
aire y entonces sucedió. Memo se elevó y se puso redondo, los
cachetes se le inflaron, se le pusieron gigantes, y empezó a flotar
en el techo del garaje volcando cajas y herramientas por todos
lados mientras se expandía. Sin asustarse y gateando por el te-
cho, pudo acercarse al botón eléctrico que abría el garaje y logró
salir mientras se sujetaba a las orillas de su casa para no irse vo-
lando. Después, y sin dudarlo, aprovechó una ráfaga de viento
y se soltó. Salió disparado hacia un lado y pasó frente a su casa.
Sus papás, que habían salido en pijama al escuchar el alboroto
del garaje, y varios niños de la cuadra, pudieron verlo flotando,
llevado por el viento mientras con ambas manos les decía adiós.
Cuando la ráfaga de aire se detuvo, subió casi en línea recta,
bamboleando rápidamente, y todos abajo lo vieron perderse en
el cielo hasta que se volvió un puntito muy pequeño.
Mientras se elevaba, vio primero el techo de su casa, el de
las otras casas, los de su colonia entera y después, a lo lejos,

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altas montañas; unas muy blancas que jamás había visto. Tras
unos minutos, vio cómo la Tierra se dividía en muchos cuadra-
dos gigantes, algunos cafés, otros verdes y vio a lo lejos grandes
desiertos sin ninguna mancha verde y después, el mar, que se
extendía como una gran sábana azul pellizcada por aquí y por
allá, surcada por líneas blancas que parecían rasgarla.
Guillermo siguió subiendo y entonces ya no hubo ruido
alguno, ni siquiera los lejanos ladridos de perros que escuchó
mientras subía. Estaba tan alto que podía ver cómo la Tierra,
a lo lejos, se curvaba como una gran burbuja azul. Empezó a
sentir frío y notó que en su nariz se habían formado un par de
estalactitas de hielo. Entonces echó de menos no haber traído el
suéter de lana que le había regalado la abuela; aquel de rombos
verdes que le picaba el cuello, pero que era muy calientito.
Memo miró hacia los lados, giró y dio de vueltas hasta que
se mareó. Allá arriba todo se fue oscureciendo, pero lo que le
preocupaba más era que no había señal alguna de los globos.
Cuando el silencio se fue haciendo más profundo y la luz más
tenue, Memo se asustó, tuvo más frío y deseó entonces haberse
quedado en casa. Recordó que el domingo era día de pay de
queso y se tumbó, algo triste y pensativo, de cara a las estrellas
que ya se alcanzaban a ver. Un gran vacío, una oscuridad muy
vasta era lo único que había allá arriba. Se encontraba tan dis-
traído que no se dio cuenta que, a lo lejos, en dirección a él, se
dirigía serpenteando un globo purpura con manchas blancas; le
pasó rozando por la cabeza y entonces Memo volvió en sí, «¡un
globo!», pensó. Estiró la mano y alcanzó a tomar el cordón que
le pasó por la cara. Entonces el globo lo llevó aún más alto, hacia
un lugar más frío.
Cubierto de una fina capa de hielo y con las estalactitas
de la nariz más grandes, Guillermo resistió varios minutos, afe-
rrándose al globo hasta que, de pronto, este comenzó a descen-

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der. Memo dejó de tener frío y las estalactitas de la nariz se le
derritieron. Pronto vio que el globo le llevaba hacia una parte
donde las nubes se iluminaban de color naranja y dorado, co-
loreadas por el sol que comenzaba a ocultarse desde el firma-
mento. En ese lugar estaba atardeciendo; Memo había llegado
al otro lado del mundo.
El globo terminó metiéndose en un gran cumulo de nubes
que impedía ver cualquier cosa. Cuando todo se aclaró, frente
al niño apareció un palacio de nubes perfectamente construi-
do. Tenía torres altísimas en las que había manojos de globos
suspendidos y un puente levadizo hecho de nubes, movido por
globos que se hinchaban o se contraían para subirlo y bajar-
lo. Más abajo, avanzaban por anchas calles globos de todas las
formas y colores: azules y verdes, metálicos y trasparentes; en
forma de estrella, alargados y ovalados. Algunos transportaban,
usando el final de su cordón como la cola de un mono, bloques
de nube; eran globos constructores que, con el vuelo errante tí-
pico de su raza, a veces chocaban entre sí despedazando el trozo
de nube que cargaban y entonces tenían que volver a comenzar.
Otros reparaban alguna muralla del castillo que un fuerte vien-
to se había llevado, o construían caminos por los que los globos
paseaban y descansaban después de sus largos viajes.
Memo la había descubierto, oculta entre las nubes y sobre
algún país del continente asiático, estaba la gran ciudad de los
globos. Contento sonrió y se le salió un poco del gas que había
absorbido para volar y entonces bajó un poco hasta quedar ato-
rado en la ramita de un árbol de nube. Se quedó ahí colgando
de su camisa y les hizo señas a los globos que pasaban cerca,
pidiendo ayuda, pero todos parecían muy ocupados, yendo
muy a prisa como para hacerle caso. Pasó un buen rato atora-
do hasta que por ese camino se acercó una comitiva de varios
globos. Parecían importantes pues portaban elaboradas pelucas

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de nube blanca y todos tenían una perfecta forma redonda. Se
movían muy juntos, pero uno de ellos, al notarlo, se apartó del
grupo para acercarse a Memo. Lo inspeccionó largamente con
un monóculo y luego regresó al grupo, con el que charló largo
rato mientras volteaban a mirarlo varias veces. Después hubo
silencio y del otro extremo de la calle vinieron cuatro esferas
enormes de color plateado que bajaron al niño del árbol y lo pu-
sieron sobre el suelo. Entonces se le acercó un globo que venía
con el séquito de las altas pelucas; estaba arrugado, seguramen-
te era muy viejo y por lo tanto muy sabio. Se aproximó a Memo
y frotó su cara, le dio vueltas y finalmente dijo con chillona voz
de anciano a los demás del séquito:
—¡Señores!, en mi ciencia no había visto nunca algo así.
Es un tipo de globo que no nos había visitado antes, pero no
cabe duda de su globosidad: flota, es colorido, medianamente
redondo y supo llegar a este reino; así que se trata de un globo,
un hermano, y como tal debe ser tratado.
Memo, ante la equivocación, dijo rápidamente y casi sin
abrir la boca para no dejar salir el aire que lo mantenía a flo-
te: «¡soy un niño!» lo cual resultó muy desafortunado, pues los
globos de alrededor gritaron: «¿Un niño? ¡Qué espanto! ¿Cómo
ha llegado hasta acá? ¡Vallamos hermanos, volemos!», y empe-
zaron a irse en todas direcciones como soplados por el viento,
empujándose con tal desesperación que algunos se reventaron
o destruyeron las construcciones de nube que se les cruzaban
en su huida. Hubo mucho alboroto y a lo lejos se escuchaba:
«¡Viene a poncharnos! ¡Viene a desinflarnos, a estrujarnos! ¡Es-
tamos perdidos!»
El caos se esparció por el reino de los globos y Memo es-
taba muy apenado, no quería que esto sucediera, pero tampoco
podía explicar nada, pues no podía hablar sin desinflarse. En-
tonces decidió que lo mejor era irse. Abriendo poco a poco la

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boca se fue desinflando y bajando de las nubes hasta que pudo
ver una vez más la Tierra y los continentes. Por suerte recordaba
muy bien sus clases de geografía y pudo identificar sin mucha
dificultad la forma de su continente y luego la de su país. Im-
pulsándose con leves chorritos de aire que dejaba salir de su
boca, fue dirigiéndose y reconociendo la región donde vivía; su
estado, su colonia... lo hizo tan bien que seguro de grande sería
un gran piloto de aviones o un astronauta reconocido.
Al aproximarse a casa, Guillermo vio que sobre el techo
de esta estaba escrito un enorme anuncio con letras blancas:
“Vuelve a casa Memo, te queremos”. Lentamente el niño bajó
sobre las letras pintadas; justo a tiempo antes de desinflarse y
se metió a la casa. Corrió al garaje, tomó el tanque y la man-
guera que usaba papá en su trabajo, e infló al máximo aquel
globo amarillo que antes había usado. Con un marcador negro
le escribió un montón de frases desordenadas, el dibujo de un
niño sonriendo, y lo echó a volar junto a otros globos. Estos,
apresurados, parecieron correr hacia lo alto, zigzagueaban, se
empujaban entre sí como dándose ánimos, subiendo lo más
pronto que pudieron. Llevaban el mensaje de paz de un niño de
la tierra hacia el reino de los globos. Cuando todos se perdieron
de vista, el pequeño volvió sonriente a casa y se acomodó sobre
un banquito en la cocina. Era la hora de la comida, y por la sala
ya se escuchaba el familiar sonido de los zapatos de mamá que
se aproximaba para encontrar a Memo ahí sentado, aguardando
el primer platillo como si nada hubiera pasado.

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Píldoras contra el sueño

E l cuerpo de Horacio se sentía despierto y ágil, pero cuando


llegaba a cerrar los ojos era como si el tiempo se alarga-
ra deliciosamente. Una sensación de sueño se expandía en él
como una masa viscosa que le hacía cada vez más difícil vol-
ver a abrir los parpados. Entonces cabeceó estando frente a esa
banda transportadora de la fábrica en la que pasaban frente a
él treinta latas de conservas por minuto. Cuando esto sucedió,
apoyó una mano sobre la banda transportadora y la mano se
desplazó junto con él, haciéndole perder el equilibrio. Enton-
ces Horacio abrió los ojos para darse cuenta de que, por poco,
habría caído sobre aquella banda transportadora en la que a
escasa distancia un brazo robótico aplicaba remaches a las latas
entre destellos y chasquidos.
A lado de Horacio trabajaban infatigablemente varias hi-
leras de robots que subían y bajaban palancas, remachaban y

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revisaban aquellos envases de comida enlatada siete veces más
rápido que su compañero humano. Horacio era el único en esa
fábrica que no había podido comprar uno de esos robots obrero
para sustituirlo. En cambio sus antiguos compañeros, algo más
afortunados, se encontraban ahora descansando en casa entre-
gados al ocio; experimentando interminables aventuras senso-
riales o jugando al golf dentro de campos inmersivos instalados
detrás de sus hogares. Todos esos robots, compañeros mudos de
Horacio, eran el sustituto de un obrero humano. De esa forma
se había solucionado la crisis que se hizo evidente cuando ya no
hubo campo alguno en el que un robot no pudiera reemplazar
de manera más eficiente a un trabajador humano. Entonces se
resolvió que cada persona consagrara los esfuerzos de su vida
en comprar uno de aquellos robots para ponerlo a trabajar en
su nombre. Horacio, desde hace varios años, soñaba con poder
comprar un robot obrero para permitirse ver más a su esposa
y dejar definitivamente la fábrica de alimentos donde solo le
hacían compañía un mar de sonidos de válvulas, rechinidos, y
cientos de ojos electrónicos de sus compañeros robóticos en la
línea de producción.
Tras su jornada de trabajo, que esta vez había sido de poco
más de dos días continuos, Horacio tomó un taxi en medio de
la noche. Le indicó a la delgada cápsula amarilla su dirección
mostrando una pequeña tarjetita y, en cuanto el suave motor
eléctrico del vehículo autónomo empezó a moverse, Horacio
cerró los ojos. Dormitó a ratos, interrumpido por la sensación
de que cuando cerraba los ojos comenzaba a caer y entonces se
despertaba. Viajó así hasta que el vehículo le despabiló con una
gentil alarma de cantos de aves para indicarle que había llegado
a su destino. Horacio bajó del taxi y enseguida los sensores de la
casa, tras olfatearlo, le abrieron la puerta. Subió lentamente por
las escaleras hasta el segundo piso y cuando se abrió la puerta

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de su habitación encontró a Lucía, su esposa, durmiendo abra-
zada a una almohada. Eran casi las cuatro de la madrugada. Sin
cambiarse de ropa, Horacio se metió entre las sábanas impreg-
nado del olor a verduras cocidas y aceite de la fábrica. Entonces
ella se despertó.
—Te fuiste varios días, Horacio. —Lucía dejó la almohada y
se acomodó frente a su esposo—. Al menos deberías venir a dor-
mir. Aquí vivo sola todo el día, sin nada que hacer o con quién sa-
lir. —Le dijo somnolienta, y al percibir algún aroma desagradable
en la camisa de Horacio se volvió a acomodar de espaldas para
decirle bostezando— …Me aburro a mares en esta casa.
—Ya te lo he dicho, que en cuanto terminemos de pagar las
deudas podremos comprar un robot. Entonces todo será distin-
to. Hoy pagué mi almuerzo viendo comerciales en la cafetería…
y me volvieron a bombardear con publicidad de robots; hay uno
nuevo, es plateado y brillante, de tipo langosta, con antenas que
se mueven todo el tiempo. Trabaja mejor que los anteriores, y es
carísimo por supuesto.
Horacio terminó de decir esto y notó que Lucía se había
vuelto a quedar dormida, sin escucharle. Entonces se acomodó
junto a ella y la rodeo con los brazos, juntando sus cuerpos.
Por un momento sintió que el leve sueño que comenzó a sentir
al tocar la cama se retiraba y que algo más le recorría el cuer-
po, como un montón de hormigas de cálido caminar. Entonces
apartó el cabello de Lucía y le besó el cuello; acarició su cintu-
ra y bajó las manos recorriéndole los muslos, levantando aquel
camisón blanco con el que ella dormía. Al sentir las manos de
Horacio, que apretaban su cadera, ella despertó.
—Hueles a aceite Horacio, date un baño y duérmete. Ma-
ñana veremos.
Horacio se separó de ella y se quedó acostado boca arriba.

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—Mañana también voy a la fábrica. Hoy no creo poder
dormir de cualquier manera. El robot médico me despachó de
la fábrica ordenándome descanso. Volvió a amenazar con re-
portarme si nota que sigo usando la píldora.
Cuando escuchó esto, Lucía pareció despertar de pronto
y se incorporó hasta quedar sentada sobre la cama. Entonces
ordenó a la habitación que encendiera la luz. Una luz como un
amanecer dentro de aquel cuarto empezó a brotar poco a poco
de las esquinas de la habitación, Lucía resopló molesta y dijo
«ahora», entonces la luz se hizo por completo.
—Si te vas, no sé en cuantos días más regresarás. Tenemos
que hablar de esto, no quiero que vuelvas a tomar esas píldoras.
Ve a trabajar, pero deja de usar las pastillas.
—Solo las he tomado estos tres últimos días.
—Y toda la semana anterior. Es demasiado, eso está mal
Horacio. Así trabajaras cuatro o cinco turnos seguidos no nos
alcanzaría para comprar el robot, de todas formas es muy caro.
—Pero lo necesitamos. Hasta el idiota de Joel, el que llegó
hace tres años a la fábrica ya pudo comprar el suyo y retirar-
se. Ahora se dedica a pintar esos horribles cuadros que nadie
compra, ¿y yo, cuando podré estar contigo en casa, cuando po-
dremos compartir algo de tiempo o viajar antes de hacernos
demasiado viejos?
—Horacio, ayer me llamó Valeria, me acaban de poner en
una lista de espera, es para trabajar en su planta. En cuanto un
robot salga de circulación…esperaba un mejor momento para
decírtelo… pronto tendré un empleo también —dijo Lucía y vio
que su esposo apretaba los labios mientras seguía ahí acostado,
como si aquella buena noticia no le hubiera causado nada, tenía
la mirada perdida en el techo.
—Lo único que heredé fueron las deudas de mi padre.
Apenas y alcanzamos a pagar los intereses y ahorrar un poco.

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Nunca podremos comprar un robot —dijo como un mucha-
chito desconsolado, y las líneas que marcaban el rabillo de sus
ojos, como un par de canales resecos, de pronto se vieron re-
corridos por lágrimas. Lucía se recostó a lado de su esposo y lo
hizo abrazarla.
Con el mentón sobre el hombro de ella, Horacio miró el
cuerpo de Lucía, su espalda asomando entre el leve camisón y
el largo cabello castaño, siempre brillante de su esposa. Por el
camisón se delineaba un cuerpo y unos hombros pálidos que la
hacían parecer una delicada figura de mármol.
—Eres muy hermosa.
—Tienes que darte un baño, anda.
—Eres muy bonita, y yo… mírame. —Entonces Horacio
se separó de Lucía, se pasó las manos por la cara para limpiarse
las lágrimas y luego se estiró la camisa, mostrándole las man-
chas de aceite que llevaba—. Sé lo mucho que te aburres aquí
encerrada mientras tus amigas disfrutan viajando y haciendo
mil cosas con sus esposos que sí han comprado el robot, ¿y no-
sotros? Ni siquiera hemos hecho el amor en… ¿hace cuánto?
Lucía le puso las manos en la cara e hizo que la mirara.
—Dejemos de hablar de robots, solo por hoy. Sobre el otro
asunto, bueno, hace mucho, pero con las grabaciones senso-
riales me doy algo de consuelo —dijo ella, y rio arrugando la
pequeña nariz mientras saltaba sobre él para desabotonarle la
camisa. Sus pieles tibias parecieron reconocerse de inmediato
y se erizaron, afuera comenzó a llover. Él ayudó a quitarse la
manchada camisa y luego, en un movimiento nunca olvidado,
hizo volar el camisón que se infló en el aire como una medusa y
fue a aterrizar sobre una silla. Horacio besó el cuello de Lucía y
la tomó del cabello. Lucía, abrazada sobre él, comenzó a gemir
levemente; su piel tenía ese perfume que ella usaba cuando eran
novios y que dejaba un agradable sabor en la boca. La habita-

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ción decidió ir bajando la intensidad de la luz al tiempo que
ponía una música suave y cadenciosa. Horacio cerró los ojos
mientras besaba a su esposa y entonces fue como si entre cada
beso transcurriera un tiempo muy largo. Tras un momento de
tener los ojos cerrados sintió que se caía. Horacio sintió como si
la cama se prolongara hacia abajo, como en uno de esos sueños
en los que se cae interminablemente girando, y entonces gritó
asustado sintiendo vértigos. La habitación, al detectar la señal
de alarma, puso de inmediato luz completa y la música paró
de inmediato. Alarmada, Lucía tomó las manos de su esposo
que se le aferraron fuertemente. Cuando Horacio abrió los ojos,
poco a poco todo dejó de dar de vueltas.
—Te dije que esa pastilla tiene efectos secundarios, lo di-
cen por todos lados, —le reclamó Lucía a su esposo mientras le
ayudaba a colocar la cabeza sobre una almohada alta. Horacio
no durmió el resto de la madrugada y ella, aunque dormida, no
dejó de tomarlo de la mano hasta el día siguiente.
La pastilla del sueño era un descubrimiento reciente que,
según la dosis consumida, podía acortar el tiempo que una per-
sona necesitaba para reponer sus energías mientras dormía.
Los periodos para reponerse iban desde lograrlo con solo unos
minutos de sueño hasta poder pasar días completos sin dor-
mir, tan solo cerrando brevemente los ojos de vez en cuando
para ir recuperando algo de vivacidad. La pastilla se lanzó con
mucho éxito tras un breve periodo de pruebas y se difundió
bajo campañas publicitarias que decían: “haga más, aproveche
al máximo su tiempo” o “usted pasa casi la mitad de la vida
durmiendo, si ya tiene un robot trabajador, ¡el siguiente paso
es dormir menos para disfrutar más!” De esta manera perso-
nas como Horacio, que deseaban exprimir su tiempo, eran los
principales consumidores de la pastilla. En las fábricas y otros
trabajos en los que se podía correr el riesgo de accidentes esta-

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ba prohibida por supuesto, debido a que los breves periodos de
recuperación, que sucedían cuando los consumidores cerraban
los ojos por unos segundos, eran prácticamente un estado de
inconciencia hasta que se decidía volver a abrirlos. En la fábrica
de alimentos, desde la primera vez, el arco de entrada detectó
una sustancia en Horacio y lo envió con el médico robot. Este
último no solía tener mucho trabajo dado que solo había un
humano en esa planta. Y así fue como el robot medico se en-
frascó en un juego con Horacio, llamándolo todos los días para
monitorear sus signos vitales y amenazar con echarlo del traba-
jo si no dejaba de tomar la píldora. «Puede causar un accidente
hacia usted o alguno de los robots. Recuerde que el seguro no
cubre eso, tendría que hacerse cargo usted mismo. Usted que ni
siquiera tiene un robot». —Le decía en cada ocasión esa especie
de langosta jorobada llena de instrumentos que resplandecían
cuando hablaba. Y en eso el medico tenía razón, pero siempre
lo dejaba irse sin reportarlo con tal de tener en qué ocuparse al
día siguiente. La naturaleza poco ociosa de los robots, que ne-
cesitaban ejercitar constantemente sus unidades biológicas de
pensamiento, les exigía estar siempre activos.
Pasaron dos semanas y Horacio no dejó de consumir la
píldora, llegando a trabajar por periodos muy largos. También,
y gracias a que era ingeniero en metalurgia, pudo conseguir un
segundo empleo en una armadora de acero al sur de la ciudad,
en un suburbio contaminado y lleno de fábricas con enormes
chimeneas que vomitaban un humo rojizo interminablemente.
Aquel trabajo era mal pagado, pero suponía un ingreso extra.
Ahí había otros tres sujetos que como él no habían podido ad-
quirir hasta el momento un robot obrero. Aquella fábrica no
era autónoma, ni contaba con médicos o gerentes robóticos que
todo lo veían. En el lugar, donde únicamente se doblaba acero
para la industria espacial, mandaba un hombre calvo y gordo

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que siempre estaba fumando dentro de la planta y que vestía
siempre con los mismos pantalones negros, la misma camisa
gris y los mismos tirantes de luz rojos.
Rolándose entre sus dos empleos y con ayuda de la píl-
dora, Horacio pudo evadir los controles que le exigían un des-
canso mínimo por cada ciertas horas laboradas en cada uno
de sus trabajos, pero dejó de ir a casa con Lucía, a veces du-
rante semanas.
En la dobladora, Horacio conoció a Ramiro, un joven del-
gaducho y con un look de cabellos parados hechos con una cera
uv que delataban que no se bañaba muy a menudo. En una de
sus pláticas durante la hora de comida, Horacio se enteró de que
había “otras formas de adquirir robots”. Que mucha gente los
había conseguido así, “tibios”, robots quitados a otros dueños
recién fallecidos.
«Yo trabajé en una empresa, esa empresa fabrica estos
chips que nos ponen en el abdomen al nacer. Estuve ahí hasta
que llegaron los robots con sus ideas geniales y entonces nos
reemplazaron —dijo Ramiro—. Ahora estoy aquí, doblando
acero como un retrasado. Pero cada día tengo más cerca el mo-
mento en que pueda hacerme de mi propio robot. Mira, tengo
amigos, ex compañeros de la empresa que nos despidió. Ellos
hacen eso. Como tú sabes, una vez que adquieres un robot lo
enlazan a tu chip y eso es de por vida. Los robots, por supuesto,
no son heredables. Cuando un dueño de robot muere, el robot
por sí solo abandona la actividad que esté realizando y se enca-
mina a una planta de reutilización. Ahí va y se queda sentado
sobre una banda transportadora para que otros robots lo des-
monten. Pues bueno, cuando una persona muere, el chip del
abdomen lo detecta y emite una señal con el informe completo
de la causa, lugar y circunstancias de la muerte. Pero los robots,
por un asunto de optimización, no están monitoreando todo el

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tiempo el chip del dueño, lo hacen cada tres horas, y si todo está
en orden siguen trabajando.
Cuando un dueño muere, hay un umbral de tiempo para
sacarle el chip de la barriga, enlazarlo al de un nuevo usuario,
parear la señal del robot con un segundo chip, el tuyo por ejem-
plo, y asignarle un nuevo número de serie, uno en blanco, gene-
rado con el mismo algoritmo que los originales. No hay manera
de que te descubran a través de la serie. Todo se debe hacer muy
rápido. Hay que tener un enlace en una morgue, a él se le paga
para que saque el chip y luego le pagas al técnico, al pirata, una
suma que es igual a un tercio de lo que vale hacerse de un robot
nuevo, pero a cambio tu robot seguirá trabajando y generando
dinero que, ya enlazado, irá a parar directo a tu cuenta. Hay
tantos robots en el mundo y tanto dinero moviéndose por ahí,
apareciendo y haciéndose humo de la noche a la mañana, que
un robot blanqueado es indistinguible de uno que ha tenido un
solo dueño. El asunto es no engolosinarse, adquirir tu primer
robot así y luego el segundo o el tercero, si los puedes pagar, por
la vía legal para no atraer sospechas.»
Horacio escuchó fascinado la historia de los “robots tibios”,
los chips y los sobornos a los empleados de morgues y piratas in-
formáticos. Ramiro le contó que estaba cerca de comprar de esa
forma su primer robot, que ya todo estaba pagado y que solo es-
taba esperando el aviso que vendría de la morgue, señalando que
algún desafortunado dueño de robot había perdido la vida prac-
ticando algún deporte extremo o cazando reptiles en una luna
de júpiter. También le ofreció a Horacio contactarlo con alguno
de aquellos piratas. «Todo el mundo debería tener derecho a po-
seer un robot trabajador», le dijo por ultimo para convencerlo.
Así nació en Horacio un sueño que sí parecía a su alcance;
la posibilidad real de tener un robot. Tener uno, si no se em-
pezaba a trabajar muy duro desde joven y sin deudas, era más

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difícil que comprar una casa. A diferencia de los robots, las ca-
sas podían heredarse, pero las deudas también se heredaban, y
así Horacio, cuando murió su padre, solamente había recibido
de este las deudas que en secreto había acumulado y la noticia
de que antes de morir también había vendido la casa y el único
auto que poseía.
Esa tarde, mientras Horacio iba en un estrecho transporte
autónomo hacia su segundo trabajo, desplegó su terminal de
identificación y, aunque se encontraba solo, pidió ver proyec-
tado en su retina su estado de cuenta actual; era poco más de
un tercio de lo que costaba un robot. De inmediato mandó un
mensaje a Ramiro, pidiéndole que le contactara con sus amigos,
y se fue mirando la ciudad por la pequeña ventana del trans-
porte. Mientras caía la tarde, la ciudad resplandecía en tonos
rojizos que se reflejaban sobre las colonias industriales. Gran-
des chimeneas exhalaban por aquí y por allá humos blancos y
rojos que eran como la lenta exhalación de un rebaño de enor-
mes animales dormidos. Se fue soñando con la sorpresa que le
daría a Luci el día que le mostrara un código en la pantalla de
la habitación de su casa y vieran remotamente a su nuevo robot
trabajando para ellos sin cesar en alguna maquiladora de tec-
nología, o quizá, si se trataba de un robot especializado, verían
en pantalla a un robot similar a un cangrejo negro y acorazado,
moviéndose con soltura en alguna fundidora de acero, soldan-
do placas metálicas con sus fuertes pinzas, haciendo gala de una
maravillosa danza de precisión milimétrica mientras trabajaba.
Horacio llegó tras cuatro días de trabajo a casa como un
sonámbulo. Lucía lo recibió enojada, pero solamente le ayudó
a acostarse y esta vez le dejó dormir, eso era lo más importante
dado el abuso que estaba haciendo de las pastillas. Horacio tuvo
vértigos toda la noche y volvió a sentir que caía interminable-
mente, entonces se despertaba aterrado y sudando entre gritos.

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No soñaba y no recordaba desde cuándo no había podido ha-
cerlo. Solo recordaba que cuando cerraba los ojos por su mente
pasaban un montón de imágenes que se alargaban sobre el hori-
zonte, estirándose infinitamente una tras otra en una procesión
de colores. A la mañana siguiente, cuando Horacio se disponía a
volver al trabajo, entonces Lucía habló con él. Llegaron al acuer-
do de que, aunque trabajara menos, ya no tomaría más aquella
endemoniada pastilla que parecía estar volviéndolo loco.
Horacio, por supuesto, no obedeció.
Al día siguiente, tras cerrar solo por un instante los ojos
en la dobladora de metales, la sensación de vértigo y de caer
interminablemente no se hizo presente. Esta vez fue como si
el tiempo se detuviera y él flotara en medio de la fábrica, vien-
do su cuerpo desde fuera. Entonces se desplomó en la línea de
producción. Mientras caía, empujó a un robot cangrejo que casi
perdió el equilibrio, pero que luego lo rechazó con una de sus
patas para dejarlo caer por completo y seguir trabajando.
Minutos después del desmayo, cuando Ramiro fue a bus-
car a Horacio para que lo acompañara en el almuerzo, lo fue a
encontrar en el suelo con una pequeña mancha de sangre a la
altura de la cabeza. Entre él y otro compañero lo sacaron del
lugar y lo llevaron a la oficina del gerente. Por órdenes de este
último, que deseaba evitar toda investigación sobre el inciden-
te, solo llamaron a la esposa de Horacio para que pasara a re-
cogerlo. Mientras tanto el mismo jefe, sosteniendo un cigarrillo
en la boca, abrió un botiquín y aplicó sin anestesia dos puntos
de sutura sobre la cabeza de Horacio con una engrapadora qui-
rúrgica. Luego le pusieron un vendaje, le aflojaron la ropa, y
simplemente esperaron a que despertara.
Cuando Horacio abrió los ojos, distinguió el rostro de Lu-
cía, surcado de pecas como un pequeño cielo estrellado. Ella lo
miraba preocupada, sentada junto a él.

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—Fue por las pastillas. Se acabó, no habrá más píldoras ni
dobles trabajos. Si tenemos que trabajar los dos durante toda la
vida como nuestros abuelos lo hicieron, pues que así sea.
Tras el regaño y confundido, Horacio se puso de pie. No sen-
tía que sus pies tocaran el suelo, pero logró incorporarse y entre
Lucía y el gerente lo pudieron subir a un taxi para llevarlo a casa.
Horacio pasó siete días en casa, recuperándose y conec-
tado a una máquina de osmosis que se encargó de limpiar su
sangre de los rastros de la píldora. Perdió por inasistencia su
trabajo en las conservas, pero en el de la dobladora le dieron
toda la semana libre bajo la condición de que no se informara
nada de lo sucedido a autoridad alguna. La pequeña empresa,
administrada por humanos y llena de irregularidades, no resis-
tiría una auditoría, así que la dobladora pagó también el costoso
tratamiento con la máquina de osmosis. Así ambas partes se
dieron por satisfechas.
El día viernes de esa semana, Horacio le mandó un men-
saje a Ramiro: «Recibí una gratificación por mis años labora-
dos en mi otro empleo, quiero entrar en la lista de tus amigos».
Minutos después, Horacio recibía en su terminal, y en un canal
de comunicación privado, un mensaje de un tal Oskar W: «El
pago es por adelantado y la espera es por un tiempo no garanti-
zado» decía. Después recibió una larga cadena de referencias
para bancos situados fuera del planeta Tierra, en unidades co-
lonizadoras de las que nunca antes había escuchado. Horacio,
confiando en lo que Ramiro le había contado, digitó sus códi-
gos de seguridad y en breve estaba mandando todo el dinero,
los ahorros de toda su vida a varios años luz de distancia, hacia
sistemas planetarios desconocidos, con leyes propias y personas
de apariencias extrañas.
Recibió en respuesta un código de dieciséis números y un
mensaje: «guarde esta referencia, nosotros le contactaremos en

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cuanto sea preciso. Firma: Oskar W.». En la terminal de Horacio
algo cambió y entonces solo quedó el número de referencia y la
leyenda: «canal de comunicación inexistente, verifique sus direc-
ciones». Solo entonces Horacio dimensionó lo que había hecho
y comenzó a sentir una gran angustia que lo tuvo intranquilo
hasta que volvió a la fábrica el lunes y buscó a Ramiro, que ha-
bía dejado de responder a los mensajes. Ahí le informaron que
ya no estaba más en la planta. «Pudo comprar al fin su robot»
le dijo otro de sus compañeros, «El infeliz salió sorteado en la
lotería del cocodrilo, dejó por aquí a su robot todavía oliendo a
nuevo y se largó apenas despidiéndose. Ahora tiene una nueva
vida en alguna de esas playas eternas del sistema Cleopatra».
Entonces Horacio se explicó todo; esas historias de los ro-
bots tibios eran un gancho para que algún ingenuo como él, y
quien sabe cuántos más, le dieran su dinero a ese ex informático
brazos de espagueti y entonces, cuando reuniera lo suficiente,
pudiera desaparecer sin dejar rastro alguno.
Horacio siguió trabajando durante varios meses, a ritmos
normales, ya sin hacer uso de la píldora contra el sueño y sin que
Lucía se enterara de que ahora no tenían nada en este mundo, de
que ahora eran, y serían por siempre, irremediablemente pobres.
Un día por la mañana, mientras Horacio viajaba en un
taxi a su trabajo, una luz se empezó a dibujar frente a sus ojos
como una nubecilla azul eléctrica. Era un mensaje que se había
metido hasta su terminal y se proyectaba en su retina de mane-
ra misteriosa, burlando toda seguridad, y ese humo de pronto
se hizo letras que tomaron una forma: «Urgente. Confidencial»
decía en escandalosas letras neón. Horacio movió la vista de
abajo hacia arriba y otra pantalla con el nombre de Oskar W
solicitó el código de dieciséis dígitos que había recibido meses
antes. Horacio digitó la serie numérica en su terminal y enton-
ces el mensaje se extendió: «Horacio, soy Oskar W. Su pedido

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está esperando, venga a la morgue que indica el mapa, baje del
transporte varias cuadras antes y venga a pie. Nadie lo debe ver.
El tiempo vuela». Después de leer el mensaje, este se desvaneció
como el humo de un cigarrillo frente a sus ojos y Horacio solo
vio entonces la conocida leyenda «canal de comunicación inexis-
tente, verifique sus direcciones». Horacio entonces pidió al taxi
que desviara el camino.
Horacio llegó tras caminar por varias cuadras hasta un
edificio verde con puertas de madera. Un edificio del siglo pa-
sado, construido en ladrillo y que milagrosamente se mantenía
aún en pie. Entró y tan solo vio en un escritorio de madera a un
anciano que vestía al estilo de los policías del siglo pasado, con
un tolete en la cintura. El viejo llamó a Horacio y le pidió su ter-
minal. Cuando Horacio le acercó la pequeña tarjeta, notó que el
viejo la escaneaba con un antiguo lector para obtener sus datos
de identificación. En esa pequeña sala no había ojos electróni-
cos instalados, pantallas o robots asistentes. El lugar, en el que
solo había una fila de sillas azules al estilo de las antiguas salas
de espera, parecía habitado únicamente por aquel viejo y su es-
critorio. Detrás de él se extendía un largo pasillo, escasamente
iluminado por bombillas eléctricas también del siglo pasado.
El viejo ponía una y otra vez el escáner sobre la terminal de
Horacio, y sus manos temblorosas parecían ser la causa de que
aún no pudiera leer los datos. Tras intentar varias veces y tirar
la terminal al suelo, Horacio ofreció ayudarle al viejo y tomó el
escáner que este había dejado sobre la mesa mientras recogía la
terminal. «¡No!», gritó el viejo al tiempo que arrebataba el lector
de manos de Horacio y se llevaba la mano al tolete que tenía en
la cintura. Horacio soltó de inmediato y estuvo esperando va-
rios minutos más. Cuando el viejo logró al fin leer el código de
identidad, solo dijo a Horacio «acompáñeme» y se lo llevó por el
largo pasillo, luego doblaron a la izquierda y le señaló una puerta

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con vidrios opacos. Adentro no se escuchaba ruido alguno y el
viejo solo le hizo una señal con la mano indicando «pase».
Horacio giró la perilla de esa puerta y se metió en aquel
cuarto. Ahí vio a cinco hombres altos de pie, vestidos todos de
la misma manera; con sacos y pantalones negros a una usanza
antigua. Ese lugar no era una morgue, y en ese pequeño cuarto,
salvo por los hombres, solo había otro escritorio de caoba. No
había ninguna plancha con un muerto fresco, computadoras ni
señal alguna de que ahí se fuera a realizar el procedimiento que
le habían contado antes.
—Felicidades, está en camino de tener su propio robot. —
Dijo uno de los hombres de negro mientras se acercaba a Ho-
racio. Entonces otro de los sujetos de traje, uno de escasa barba
y ojos orientales, se movió y se colocó a la entrada de la puerta,
bloqueándola con su enorme cuerpo y empujó a Horacio hacia
el centro de la habitación con la fuerza de una sola mano.
—Yo no he hecho nada, —dijo Horacio, que percibió algo
en el rostro de esos hombres. En los ojos de ellos no había brillo
ni expresiones, eran como los ojos de esos perros entrenados
que miran fijamente, esperando para saltar sobre su presa al es-
cuchar una orden.
El hombre que se acercaba a Horacio se detuvo frente a él,
tenía una profunda cicatriz en el labio inferior que se extendía
hasta su barbilla.
—Usted hace poco pagó por un robot tibio, Horacio, y nos
entregó todo su dinero por un trato del que no sabía nada.
Horacio pensó entonces que aquellos hombres eran de la
policía pero, salvo en los casos graves, la policía ya no hacía in-
terrogatorios. Simplemente se mandaba a un robot langosta a la
casa del acusado y se ejecutaba la detención de inmediato y sin
preguntas, y si algún detenido se resistía, estaban autorizadas a
partirlo en dos con las tenazas y terminar ahí mismo el asunto,

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que luego sería limpiado por un ejército de pequeñas máquinas
salidas del vientre de la langosta.
—Mi nombre es Oskar y usted es Horacio, por eso esta-
mos hoy aquí. —le dijo el hombre de la herida en el labio. Luego
extendió una mano y otro de los hombres le entregó una car-
peta con papeles—. Su robot estará presentándose en cualquier
momento en casa, con Lucía, y luego se irá a trabajar a la planta
más cercana.
Horacio no pudo decir nada. Se quedó ahí parado y no
se movió, sintiendo que algo frío le recorría el cuerpo y se le
concentraba como una ansiedad terrible en la palma de las ma-
nos. Esos hombres, cuyos rostros parecían esculpidos en piedra
volcánica, llenos de marcas y heridas, sabían el nombre de su
esposa que ahora estaría sola en casa.
El hombre del labio partido hizo una señal con el mentón
al enorme chino de la puerta y este salió del cuarto.
—El robot es nuevo, Horacio, no hay necesidad de hacer
todo ese cuento de los robots tibios. Estamos aquí para ofrecerle
un trato. —Entonces le extendió a Horacio la carpeta con pape-
les y este la cogió con temor. Cuando lo hizo, pudo ver que los
nudillos de ese hombre estaban llenos de marcas—. Relájese o
no podrá entender de qué se trata, —le dijo, y sacó de la bolsa
de su pantalón un vaporizador de bolsillo— es activo de anguila
de Hor, esto lo relajará.
—No, gracias, —dijo Horacio, que luchaba contra la idea
de salir corriendo de ese cuarto ahora que no estaba el chino,
pero si esos hombres eran como perros, seguramente se le echa-
rían encima para despedazarlo apenas lo intentara.
En ese momento se abrió la puerta y el chino llegó acom-
pañado de Ramiro, que se acomodó al lado de los demás hom-
bres y dijo apenas abriendo la boca: «Hola Horacio». Horacio lo
miró fijamente, como si fuera a preguntarle algo.

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—Abra esa carpeta y empezará a comprender. —le dijo
Oskar W. El antiguo amigo de Horacio volteó para mirarlo y
asintió con la cabeza para indicarle que cooperara.
Cuando Horacio abrió la carpeta, se encontró con una
foto impresa de un planeta semejante a la Tierra, pero pro-
fundamente más verde y una leyenda escrita con plumón rojo
“Bengala” 12/ 06/ 2099.
—Eso, Horacio, Es bengala, un planeta lejano, el más le-
jano hallado hasta el momento con vida, y ha sido encontrado
por nuestra empresa. Nosotros somos, por decirlo de alguna
manera, sus reclutadores. Y ha sido nuestra compañía la que ha
encontrado aquel planeta, no el gobierno. —El hombre inhaló
un poco del vaporizador y sopló un humo verde en la cara de
Horacio cerrando los ojos, luego continuó—… lo que hemos
encontrado ahí exige que llevemos hombres, no robots ni tec-
nologías recientes. Los robots y la tecnología le pertenecen al
gobierno, nos delatarían, pero los hombres no le pertenecen
a nadie. Por eso buscamos a gente como usted. «Gente como
nosotros, amigo» —agregó Ramiro, que parecía estar del lado
de ellos. Sin dejar de ver a Horacio a los ojos, el hombre del
labio partido continuó—. Si viene con nosotros, le pagaremos
lo suficiente para que pueda comprar un nuevo robot cada año.
Aparte del que ya debe ahora estar camino a su casa y que está
a nombre de su esposa. Así que tampoco tiene que preocuparse
por ella.
—Ya entiendo, —dijo Horacio mientras las cosas comen-
zaban a cobrar sentido en su cabeza— no importa cuánto pa-
guen, nunca trabajaría en exoplanetas. La gente allá muere muy
rápido. Gracias, pero no me interesa—dijo Horacio y se dio la
vuelta. Entonces el enorme chino, que se había vuelto a colocar
detrás de él, le tomó de los hombros y le hizo darse la vuelta
como una marioneta.

— 61 —
—No, no ha entendido Horacio. En Bengala no solo hay
trabajo, hay secretos que guardar, y en este punto usted ya
sabe demasiado. Si no acepta, —dijo Oskar W, alzando la voz
como aclarando un punto importante—, nosotros nos larga-
remos llevándonos todo su dinero. Pero antes lo acusaremos
con pruebas sobre el fraude que pretendía cometer. Es delito
federal Horacio, y tenemos todos los datos listos para acusar-
lo. Si decide irse, apenas llegue a la puerta de su casa y antes
de que siquiera pueda contarle a alguien acerca de nosotros,
ya lo estará esperando una de esas langostas de la policía, y
usted sabe que no hacen preguntas, lo pondrán en una cáp-
sula con el culo congelado y lo llevarán hacia algún planeta
penitenciaría. Lo dejarán ahí para que se pudra o lo mate una
banda de reos cuando se den cuenta de que no tiene dinero
que ofrecerles.
—Yo trabajo como cualquier persona, no entiendo por
qué yo…
—Porque su vida puede cambiar Horacio, —le interrum-
pió Oskar W—, porque de todas formas usted ya está quemado,
no tiene opción. Usted no tiene nada Horacio, somos nosotros
y la oportunidad de que su vida cambie, o la cárcel para usted,
quizá la muerte, y la miseria para Lucía. ¿Sabe lo que signifi-
ca esta ropa anticuada Horacio? —el hombre del labio partido
metió las manos a las bolsas del saco y lo extendió como un
murciélago de alas cortas dejando ver además un arma de fue-
go, otro artículo proveniente de otro siglo, pero que al igual que
esos hombres tenía el semblante de la muerte. A nosotros nos
gustan los objetos del siglo pasado Horacio, por eso todas estas
cosas; la ropa, los muebles, estas armas que matan con escán-
dalo y hacen explotar las vísceras por todos lados. Las armas
actuales lo dejan a uno simplemente dormido, han perdido esa
esencia, que es, cómo decirlo, el miedo. Nos gustan las películas

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de gangsters, Horacio, y estos son trajes a la italiana, como los
que usaban los hombres de aquellas películas. En esas películas
hay un dicho: “uno no se mete con la familia”, pero nosotros
somos un poco más modernos, no sé si me entienda. En estos
momentos hay alguien afuera de su casa, esperando el aviso de
que usted no ha aceptado el trato.
Horacio volteo a ver a aquellos hombres que ahora esbo-
zaban una sonrisa burlona. Ramiro había apartado la vista y
miraba hacia el suelo sin decir nada.

II

Con el gran chino siempre detrás de él, escoltaron a Horacio


hacia otra habitación acondicionada como un pequeño estudio
de grabación. En el lugar había una gran pantalla verde, dos
lámparas y una cámara de video. Todos eran objetos del siglo
pasado. Oskar W le ordenó a Horacio colocarse frente a la pan-
talla verde y en la cámara se encendió una pequeña luz roja.
—¿Qué debo hacer?
—Relájese Horacio, y luego muestre algo de emoción, es-
tamos por montar un show.
Mientras decía esto, al estudio entró un hombre bajito vis-
tiendo un saco de escamas doradas que resplandecían como un
millón de monedas. Llegaba tomado de la mano de una mujer
rubia con un vestido rojo, ceñido como una segunda piel que
dejaba adivinar cada detalle de su cuerpo. La mujer traía unos
tacones de cristal de opki, que despedían un halo de luz roja
como un humo coloreado cuando caminaba.
—Sonría Horacio, —dijo Oskar W, colocándose al lado de
la cámara. Miró por el visor y entonces encuadró la imagen—.
Irina, abraza al muchacho, y ponle un poco más de, tú sabes,
que se vea un poco exagerado.

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Irina pareció abrir más grandes sus ojos miel mientras reía,
luego hizo la cabeza de lado y apartó su cabello para descubrir
su oreja izquierda, entonces comenzó a darse un masaje en el
lóbulo, describiendo pequeños círculos. Una leve señal nervio-
sa indicó a la fibromalla que tenía implantada en los senos ex-
pandirse y entonces los pechos de Irina aumentaron un par de
tallas. Mirando de perfil hacia la cámara, ella recostó la cabeza
sobre el hombro de Horacio y lo abrazó mientras le acariciaba
el pecho y subía una de sus largas piernas hasta la cintura de él,
como bailando un tango.
—Estamos listos —gritó Oskar W, y el hombre pequeñi-
to empezó a hablar rápidamente mientras su traje resplandecía
con las luces del estudio. El show de la lotería del cocodrilo ha-
bía comenzado.

III

En la que fuera la casa de Horacio y Lucía, sobre la pantalla de


la sala, se dibujó una señal que indicaba una transmisión de
interés. Cuando el tintineo de la notificación llamó la atención
de Lucía, que nunca antes había recibido un mensaje de ese
tipo, fue hacia la sala y antes de que iniciara la transmisión, ex-
trañamente la puerta también anunció que alguien allá afuera
estaba llamando.
Lucía acudió a la puerta mientras la transmisión comenzó
a reproducirse en la pantalla de la sala. Ella reconoció la voz de
aquel hombre pequeñito, el que anunciaba cada mes al ganador
de la lotería del cocodrilo.
Cuando miró por el visor de la puerta, notó una aparición
horrorosa. Pegada al ojo electrónico de esta, se asomaba un ser
lleno de ojos y pequeñas antenas que se movían por todos la-
dos, luego se apartó un poco y Lucía pudo ver que era un robot

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obrero, uno de tipo langosta, y solo podía existir un motivo por
el que uno de esos seres estuviera ahí. De inmediato el pequeño
susto fue reemplazado por alegría y Lucía abrió la puerta para
recibir de una de las patas de la langosta una tarjetita de cris-
tal con nervaduras doradas al interior. En ella estaba contenida
toda la información de su nuevo robot junto al certificado de
propiedad del mismo. Estaba a nombre de Lucía. Moviendo un
millón de pequeños mecanismos plateados de la boca, la lan-
gosta reprodujo un audio personalizado: «un placer señorita,
Horacio le envía afectuosos saludos. Ahora me dirigiré a tra-
bajar». Tras el encuentro, que duró apenas un par de minutos,
Lucía recordó la transmisión de la sala y volvió a repetirla, su
corazón latía con fuerza y ahora varias lágrimas de felicidad re-
corrían sus mejillas llenas de pecas. Estaba segura de que Hora-
cio había ganado la lotería del cocodrilo.
La transmisión comenzó de nuevo con ese molesto hom-
brecito de dorado que hablaba demasiado rápido. Al fondo se
notaba una playa. Entonces el hombre de las lentejuelas anunció
al ganador de ese sorteo y en pantalla apareció Horacio toda-
vía con su uniforme del trabajo. Muy pegada a él, abrazándolo
como si se le fuera a escapar en cualquier momento, estaba la
rubia del vestido rojo y tacones de opki. El hombre pequeñito
preguntó a Horacio lo que haría ahora que había ganado la lo-
tería del cocodrilo. Horacio balbuceo alguna frase inentendible
y entonces Irina tomo la palabra. Con una dulce voz y acento
ruso dijo: «iremos a Cleopatra, nos espera una vida de placeres»,
luego sonrió y apretó a Horacio más cerca de su pecho mientras
miraba a la cámara, exhibiendo una blanquísima sonrisa.
La imagen de Horacio, que evitaba mirar a la cámara la
mayoría del tiempo, vistiendo el uniforme de una fábrica y
acompañado de aquella mujer que parecía querer devorarlo,
dejaba bien en claro que ese hombre, antes un don nadie, había

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cambiado su suerte de la noche a la mañana y que ahora podía
despilfarrar dinero en acompañantes rusas con pechos multita-
lla o yéndose a vivir a las playas del sistema Cleopatra.
Lucía apagó la transmisión antes de que terminara. Enton-
ces comprendió todo. El robot era para apaciguar el remordi-
miento de su esposo que ahora era rico y estaría viajando con la
rubia de piernas largas hacia Cleopatra. Las lágrimas, que antes
fueran de felicidad, se amargaron en los ojos de Lucía y luego la
rabia y la tristeza de saberse abandonada terminaron de borrar
el júbilo que antes sintiera cuando recibió al robot langosta en
la puerta de su hogar. La casa, al percibir esto, fue encendiendo
las luces y cerrando las cortinas mientras Lucía se acomodaba
en la esquina de un sofá y miraba la taza de café que esa mañana
había dejado Horacio sobre un mueble cercano.
Horacio había aceptado el trato de Oskar W. Y tras montar
la farsa de la lotería del cocodrilo que justificaría su desapari-
ción, como justificó la de Ramiro, ahora se encontraba viajando
en una pequeña cápsula blanca que se elevaba desde el suelo
produciéndole un hueco en el estómago. La cápsula pronto se
elevaría más allá de la atmosfera y saldría hacia el espacio para
luego dirigirse a una estación en órbita en donde ya le espera-
ban los hombres de Oskar W para ponerlo en otro transporte
y llevárselo a Bengala, porque allá necesitaban gente que su-
piera lo que sabían él y Ramiro, sobre aleaciones de metales o
de informática, pero también gente cuya ausencia pudiera ser
invisible en la Tierra; don nadies para quienes dejarlo todo no
significara en realidad gran cosa, gente que guardaría silencio
sobre lo que verían en Bengala.
Mientras se elevaba recostado en la cápsula, Horacio miró
por una pequeña ventana circular. Una vez más ese tono rojizo
de la tarde cubría los edificios de la ciudad que comenzaba a
encender sus miles de luces fantasmales opacadas por el smog.

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Las fábricas escupían sus ríos de humo y allá, un poco más le-
jos, hacia el sur, Horacio distinguió una chimenea en forma de
campana hecha de grandes paneles blancos. En esa dirección
había que mirar para encontrar su casa. Allá estaría Lucía, aho-
ra más sola que antes y pensando mil cosas sobre Horacio o
maldiciéndolo. —Volveré pronto—, dijo Horacio, y entonces
dejó de mirar por aquella ventana para situar la vista en otra
frente a él. Allá, hacia arriba, ya se comenzaba a hacer visible el
brillo dorado de cientos de puntitos que se deslizaban sobre ese
cielo que atardecía. Eran estaciones en órbita; oficinas, fábricas
de gravedad cero, estaciones de investigación o escondites para
mafiosos como Oskar W. Y la cápsula en la que viajaba pronto le
dejaría dentro de alguna de ellas para emprender un viaje hacia
un lugar desconocido, hacia un lugar tan distante que no podría
siquiera ver por la noche las mismas estrellas que vería Lucía
cuando saliera al patio de su casa para buscar con la mirada la
constelación en la que se encontraba Cleopatra. Cuando Ho-
racio pensó en eso, algo en su pecho se apretó al tiempo que la
cápsula aumentaba la velocidad. Entonces la imagen de la gran
ciudad roja se fue quedando rápidamente atrás, haciéndose me-
nos clara, y las luces de las estaciones en órbita comenzaron a
aparecer como un millón de ojos que de pronto se abrieran en-
tre esa noche inmensa para ver llegar a Horacio.

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Se terminó de imprimir
el mes de diciembre de 2020
en Impretlax S.A. de C.V.
impretlax@prodigy.net.mx

Se imprimieron 1000 ejemplares


más sobrantes para reposición.

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