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IXALAN

Capítulo I:

JACE, SOLO
Abrió los ojos.
Estaba tumbado boca arriba en el suelo y, a través de una
delicada fronda verde, veía un cielo azul que se oscurecía
poco a poco. Una brisa cálida y perezosa hacía crujir las
cañas de bambú. A través de sus magulladuras (y del
inmenso dolor de cabeza), sintió que bajo su espalda se
extendía un blando manto de hojas caídas. Ahí, debajo del
bambú, se estaba tranquilo. El aire era salado y a lo lejos se
oía el romper de las olas.
A su izquierda, una rama se partió. Se sobresaltó y volvió la
cabeza, buscando la fuente del sonido. Y entonces se quedó
de piedra.

Ilus
tración de Jonathan Kuo
Era un ser similar a un lagarto, cubierto por llamativas
plumas azules y amarillas. Estaba de pie sobre las patas
traseras y sostenía un huevo entre sus enormes garras. La
criatura volvió un instante sus ojos anaranjados hacia el
hombre que yacía en el suelo, emitió un sonido parecido a
un gorjeo y siguió su camino, dejando caer unas cuantas
hojas al pasar. Un momento después había desaparecido,
tan rápido como llegó.
Se tomó un momento para procesar el encuentro. Nunca
había visto nada parecido a aquel ser-lagarto, pero todo lo
demás que tenía que ver con su situación actual le daba una
extraña sensación de déjà vu.
Levantó la cabeza y se echó un vistazo. Llevaba una capa
azul, pantalones largos y una ajustada coraza de cuero.
Su vestimenta tampoco le resultó familiar.
Se sentó y gruñó con esfuerzo hasta ponerse de pie. Poco a
poco, tambaleándose, comenzó a marcharse de aquel lugar,
siguiendo el camino del ser-lagarto.
La espesura de bambú dio paso a un bosquecillo de
palmeras; del mismo modo, el suelo fértil de la jungla se
volvió más arenoso a medida que la distancia entre los
árboles aumentaba. El sonido de las olas se hizo más fuerte
y el hombre trastabilló más rápido en esta dirección.
De repente, se abrió ante sus ojos una playa gigantesca. La
arena bajo sus botas era tan blanda y suave como la harina.
El aire era pesado y húmedo; se sentía casi mojado. Había
algunas estructuras de roca que formaban un arco natural
entre la playa y el mar, y la jungla a sus espaldas se
enredaba en un muro impenetrable al borde de la arena.
Alzó la vista. El sol comenzaba a caer a lo lejos; los graznidos
de las aves de mar llenaban el cielo.
Miró en ambas direcciones de la playa.
—¿Hola?
Una ola rompió cerca de él y le lamió las botas.
—¿Holaaa? —Su voz tembló con temor.
A medida que descartaba metódicamente todas las
explicaciones lógicas en su lista mental, se acercaba más y
más al pánico.
No sabía cómo había llegado allí. No sabía cómo se llamaba.
No sabía dónde estaba esa jungla, por qué estaba en una
playa o qué era aquel ser-lagarto. ¿Por qué estaba cubierto
de moratones y por qué le dolía la cabeza? ¿Qué diablos
tenía que hacer para marcharse de allí?
Una imagen de un lugar que no conocía se abrió paso en su
cabeza: colores, luces y la idea de algo lejano. Sintió un
escalofrío que le bajaba por el cuello y, en un brote de
energía sorprendentemente revitalizante, sintió que su
cuerpo entero intentaba desmaterializarse. Las partículas
vibraban y desaparecían, su forma física vacilaba entre un
lugar y otro. Era una sensación agradable, conocida...
reconfortante. Había hecho esto antes. Su cuerpo se
disolvía y se rompía en pedazos; debería haber sido una
sensación horrible, pero en vez de eso, parecía algo suyo,
algo propio.
Se dejó llevar por la sensación, con la esperanza de que,
cuantas más partes desaparecieran de su cuerpo, más
partes recuperaría él de su mente. Sin embargo, sintió que
algo lo empujaba hacia atrás, como si una fuerza enorme
tirase de él para que regresara por aquella puerta metafísica
que había comenzado a atravesar. Se alejó más y más y
cayó y cayó hasta que se recompuso en la misma playa de la
que había intentado escapar. La fuerza del movimiento lo
arrojó al suelo.
Ilustr
ación de Chase Stone
Sobre él, en el aire, apareció un triángulo resplandeciente
rodeado por un círculo. Intentó dar una bocanada de aire
con sus pulmones recién recuperados.
El frescor agradable se retiraba. Su cuerpo volvía a estar
entero. Tenía las manos sudorosas y las rodillas hundidas en
la arena.
Respiró como pudo entre jadeos de pánico. El corazón le
golpeaba contra el pecho dolorido.
Apretó los puños, confuso, tomó aire con fuerza y escupió el
juramento más gráfico que podía imaginar en ese
momento. Una sola palabra, larga y satisfactoria, en la que
dejó escapar toda su inquietud y su frustración.
Cuando por fin se detuvo, solo se escuchaba el ritmo
incansable de las olas que golpeaban la costa.
La noche caía.
Fue consciente de su estado físico. Sus magulladuras y sus
músculos doloridos necesitaban descanso; la comida y el
agua podrían esperar hasta mañana.
Permaneció un rato sentado en la arena, intentando
recordar cómo había llegado hasta allí, pero lo único que le
venía a la cabeza era el cimbreo de las cañas de bambú al
abrir los ojos.
Después del fracaso, intentó recordar su nombre.
Había muchos nombres que conocía. Lazlo, Sam... pero no
creía que ninguno le perteneciera.
Al final decidió que quizás podría averiguar los secretos de
otra manera.
No había nadie alrededor, así que se quitó la coraza de
cuero, la capa y los guantes. Se despojó de la camisa y los
pantalones, los dobló con cuidado y los dejó sobre la arena.
Suspiró al sentir el alivio de la brisa fresca contra su piel.
Contempló sus posesiones y se detuvo al mirarse la mano
derecha por primera vez.
Había una cicatriz que descendía por el antebrazo derecho
en una línea perfecta. Era tan recta como la incisión de un
cirujano; alguien se la había causado de forma
intencionada.
Se examinó a sí mismo, buscando más pistas. Estaba lleno
de cardenales, pero también sentía cicatrices más
profundas, igualmente rectas, que le recorrían la espalda.
¿Eran tan viejas como la cicatriz que tenía en el brazo?
¿Quién le había hecho aquello?
Volvió a ponerse el guante sobre la cicatriz y se hizo una
nota mental para meditar sobre esta evidencia más tarde.
Observó la ropa que yacía sobre la arena e intentó
imaginarse qué tipo de persona la llevaría.
Quienquiera que fuese, venía de un clima mucho más frío,
eso era seguro. Los tejidos eran pesados, como si
estuviesen fabricados para la lluvia (¡recordaba la lluvia!) y
el frío abrupto. La capa era un tanto excesiva; no se trataba
de una prenda lujosa, pero su diseño desmentía cualquier
sutileza. La camiseta interior estaba llena de sudor, así que
debía de haber caminado a través del calor durante cierto
tiempo. Lo más curioso eran las botas. Había unos pocos
granos de arena atrapados contra la suela, pero eran de un
tipo diferente que aquellos que le rodeaban en esa playa.
Esa tierra era más sólida, más irregular, y tenía un color
dorado en comparación con la arena blanca bajo sus pies.
Frunció el ceño. No llevaba consigo utensilios, ningún
cuchillo, ni comida, ni cuerdas, ni objetos personales.
Quienquiera que fuese la persona que era, no se
preocupaba por llevar armas encima.
¿Era tan tonto como para viajar sin nada que lo protegiera?
No lo creía, pero la evidencia era preocupante. ¿Quizás
alguien le había robado sus armas? No sonaba factible; no
parecía haber nadie cerca.
El símbolo de la capa captó su atención.
Le resultaba... familiar.
¿Por qué?
La luna estaba alta en el cielo. En algún momento iba a
necesitar dormir. Decidió reflexionar sobre el significado del
símbolo en otro momento.
Caminó a zancadas hasta un tronco pulido y se tumbó en la
playa. Una parte de él estaba preocupada por el lagarto que
había visto antes. ¿Quizás comía personas y no solo
huevos? Pero este pensamiento era erróneo. Si comiese
humanos, lo más probable era que le hubiera atacado
antes. No obstante, a lo mejor había otros seres similares
con gustos culinarios diferentes.
Se sintió terriblemente vulnerable.
Se tapó con la capa y cerró los ojos con fuerza, deseando
con desesperación dormir toda la noche de un tirón sin ser
olisqueado por lo que quiera que viviese en aquella isla.
Cabeceó, sintiendo un hormigueo en la nuca, y se hizo un
ovillo. Luego se agitó y dio vueltas sobre la arena de la
playa, totalmente dormido... y, aunque no lo sabía,
completamente invisible.

El sol le despertó a la mañana siguiente. Aunque seguía sin


tener ni idea de quién era, decidió centrarse en sus
necesidades físicas.
Tenía que empezar a familiarizarse con su nuevo hogar.

Ilustra
ción de Titus Lunter
Ilustr
ación de Titus Lunter

Ilustra
ción de Titus Lunter
Después de calcular el tamaño de la isla (la circunferencia
era igual a un día de camino), eligió un lugar guardado por
varias rocas, protegido del viento, para instalarse.
Construyó un refugio allí donde los árboles dejaban paso a
la playa. El trabajo de buscar y transportar los palos y atar
troncos con hojas que parecían cintas, le hizo darse cuenta
de que no estaba acostumbrado al ejercicio antes de perder
la memoria. Sus músculos estaban débiles por falta de uso,
y volvió a preguntarse cómo su antiguo ser había
pretendido sobrevivir aquí sin armas ni herramientas. No
obstante, fue acostumbrándose a medida que trabajaba, y a
pesar de las ampollas y las quemaduras del sol, logró
construir una plataforma cubierta sobre la que podría
dormir.
La comida necesitó más tentativas de ensayo y error, pero
le emocionó descubrir cuáles eran sus gustos. Logró tallar
un cuchillo sencillo a partir de un pedernal y comenzó a
probar cosas. Le gustaban las ostras; también aquella fruta
naranja que no sabía cómo se llamaba; le gustaba la fruta
verde y alargada y las bayas rojas, pero no las raíces
violetas. Esas habían hecho que le picase la lengua, lo que
atribuyó a una alergia recién descubierta. ¡Era fascinante!
Lo que necesitaba de verdad era aprender a hacer fuego.
El sol se hundía rápidamente y unas pocas nubes se
avecinaban en el horizonte.
En la palma de su mano derecha comenzaba a formarse
otra ampolla. Gruñó debido al esfuerzo y frotó un palito
entre sus cansadas manos tan rápido como pudo, ignorando
el dolor y el pus que se derramaba, así como la pequeña
gota de lluvia que acababa de caerle en el cuello. Contó el
ritmo de las olas a su espalda (seis por minuto) y comenzó a
reproducir este ritmo en su cabeza, para que el movimiento
del palito siguiera el mismo tempo que las olas. Las manos
le ardían del esfuerzo y tenía el ceño fruncido por la
concentración.
Un hilillo de humo se alzó desde el punto donde el palito se
frotaba contra la madera seca y soltó una carcajada,
intentando por todos los medios avivar la pequeña llama.
El palito se partió en dos.
Y la pequeña columna de humo se desvaneció.
Sorprendido, abrió mucho los ojos y dejó escapar un
quejido de decepción, que pronto se convirtió en un rugido
de frustración.
—¡Isla inútil!
Se sentó de nuevo sobre la arena, cabizbajo, y miró el palito
roto que yacía sobre la madera. A cada lado había una triste
pila de ramitas y hojas secas.
Gruñó y se echó hacia atrás hasta tumbarse por completo
sobre la arena.
Un albatros volaba en círculos perezosos muy por encima
de su cabeza.
Gruñó una segunda vez.
—¿Por qué sé lo que es un albatros? —preguntó a nadie en
particular.
El albatros no le contestó.
Se sentó y miró con ojos entrecerrados la pila de ramitas.
Quizá podía obligar al fuego a prenderse.
Se sacudió la arena de los pantalones y sintió la ligera
molestia de una quemadura mientras se inclinaba hacia
adelante, con la vista fija en el montón de enfrente.
Se concentró y sintió que otra gota de lluvia caía sobre su
espalda desnuda; el frío del cielo encapotado se le metió en
el cuerpo.
Necesitaba un fuego. Necesitaba un fuego más que nada en
este mundo...
El vello de su nuca se erizó y sintió que un estremecimiento
le bajaba por la espalda.
Una pequeña columna de humo se alzó desde el tronco.
Se puso en pie de un salto y dio unos pasos atrás. ¡¿Humo?!
¡Humo!
Una parte de él estaba alarmada —¿aquello era real, de
verdad?—, pero el resto estaba en éxtasis. Se rio,
sorprendido, y soltó un grito de triunfo.
El humo subía hacia arriba. Se arrodilló y comenzó a avivar
la llama con pequeñas ramitas y hojas, sin dejar de reírse.
Podría haberse echado a llorar de felicidad.
Se incorporó y empezó a echar más y más ramas al fuego,
más hojas y trozos de madera seca. No le importaba agotar
todo el combustible; necesitaba un fuego.
La llama se había convertido en una pequeña hoguera. Su
rostro se estiró en una sonrisa. No pudo evitar reírse de
nuevo y entrelazar los dedos sobre su cabeza. Dio unos
pasos atrás para admirar su trabajo.
La hoguera era lo más hermoso que había visto jamás.
Suponía que habría visto cosas más hermosas, pero como
no podía recordarlas, le eran irrelevantes; sobre todo, en
comparación con la belleza que tenía delante de sus
ojos. Aquello era mucho más bonito que ningún cuadro y
más preciado que ninguna gema.
El rugido de su estómago le interrumpió.
¡Exacto! Comida. Necesitaba comida.
Había encontrado un pez varado en la playa antes. Era una
cosa fea y reseca, con escamas planas en forma de
diamante y los ojos vacíos en su rostro muerto.
Lo clavó en un palo afilado y lo sostuvo sobre las llamas. Se
sentó, listo para darle la vuelta cuando estuviera hecho un
lado.
Pero el pescado simplemente le devolvió la mirada.
Sus escamas no se cocían, no chisporroteaba, no se tostaba
con el fuego. El pescado estaba rodeado de llamas, pero no
mostraba ninguna señal de estar siendo cocinado.
No entendía nada.
Alargó una mano hacia el fuego y se dio cuenta de que no
quemaba.
Su confusión se convirtió en temor y metió la mano en las
llamas.
El fuego estaba tan frío como el pez.
Retiró la mano a toda prisa y se apartó del fuego,
atemorizado.
—¿Qué? ¡No! ¡No, no, no, no!
La llama centelleó un instante con un brillante color azul
(¡¿azul?!) y, sin previo aviso, se apagó.
Pero... ¡si había visto el humo! ¡Si había visto cómo se
prendía el fuego y devoraba las ramas! Y, sin embargo, no
había sentido en ningún momento su calor antes de que la
imagen del fuego se desvaneciera.
El temor se convirtió en pánico absoluto.
Se apoyó en una palmera y miró el pescado atravesado con
horror, considerando las evidencias y llegando a una
conclusión razonable.
Estaba atrapado, sin recuerdos, sin comida, sin hogar ni
habilidades... y ahora, por si fuera poco, estaba perdiendo
el contacto con la realidad.
Concluyó solemnemente que se había vuelto loco.

Había pasado un tiempo desde el incidente con el pescado,


y había llegado a aceptar que las cosas eran mucho más
sencillas desde que supo que había perdido la razón.
Si era cierto que su mente estaba desconectada de la
realidad, como parecía, no tenía que preocuparse de cómo
había llegado allí o de quién había sido antes. La salud de su
cuerpo era irrelevante si todo con lo que podía trabar
contacto solo existía en su mente.
¡Qué liberador fue llegar a esa conclusión!
Así, se puso a hacer todo lo que pensaba que haría un
náufrago atrapado en una isla.
Pasó mucho tiempo construyendo herramientas nuevas.
Una cesta hecha de ramas similares al mimbre, un cepo
sencillo, un cuchillo afilado para abrir las ostras. Se puso
como objetivo crear una herramienta nueva cada día y se
enorgullecía de cada una de ellas. Era casi divertido tener
tantísimo tiempo para crear soluciones para sus problemas.
A medida que exploraba y aprendía, se acostumbró a las
visiones que tenía de vez en cuando.
Algunas tenían más forma que otras. Solían ser seres
humanoides, con rostros y voces.
Una mujer con la piel blanca como la nieve y el pelo
igualmente blanco y arreglado, que flotaba detrás de él y
anotaba todas sus acciones en un diario. Un guerrero de
rostro severo, capa azul y armadura de plata. Un leonino al
que le faltaba un ojo.
En sus momentos de soledad, a veces veía a una mujer
vestida de violeta al borde de su campo de visión. La
ansiedad le brotaba en el pecho siempre que ella aparecía.
Sabía que eran alucinaciones, sabía que no eran reales.
No tienen poder sobre mí, ¿verdad?
Ignoró las visiones mientras estas iban y venían, pero a
veces no era posible pasarlas por alto.
—Esta vez sí que la has hecho buena, ¿eh?
Esta visión se le aparecía siempre que tenía dificultad con
alguna tarea.
Sus hombros eran anchos y su piel olivada brillaba,
sudorosa, bajo el lustre de su armadura. La alucinación
miraba por encima de su hombro mientras intentaba tallar
un gancho de pesca.
—Escucha, esta tarea no es apropiada para ti. Mejor déjame
a mí.
La voz de la visión era bronca, pero amistosa. Resultaba
condescendiente.
Se molestó.
—Ya puedo yo.
La alucinación suspiró.
—Los dos sabemos que no estás hecho para esto. Deja que
lo haga yo; tú puedes irte a filosofar al otro extremo de la
playa.
—Te he dicho que puedo hacerlo.
Dejó que su voz mostrara su irritación.
—No, no puedes. Yo tomo las decisiones y las ejecuto, tú te
quedas a un lado. Así es como funciona.
El hombre respondió arrojándole el gancho a la figura
misteriosa. Pasó a través de su ojo y aterrizó detrás de ella
en la arena.

Las alucinaciones se hicieron más frecuentes a medida que


aumentaba su aburrimiento.
—Normas y procedimientos, sección 12, artículo 4.
Boqueó sorprendido. Había una mujer de pelo oscuro con
una vara que le miraba a pocos pies desde la playa. Llevaba
un vestido blanco con el emblema del sol en la parte
delantera. A su espalda colgaba una capa oscura que casi
rozaba la arena, y su expresión dejaba claro que estaba
embarcada en una misión.
Impaciente, dio unos golpecitos con el dedo sobre la vara.
—He dicho: “Normas y procedimientos, sección 12,
artículo 4. Los representantes oficiales del gremio pueden
cambiar su residencia o su lugar de trabajo de un gremio a
otro si disponen de un permiso oficial”. ¿Estás de acuerdo
en que esta es una regla vigente o no?
La figura siguió al hombre mientras se desplazaba de cepo
en cepo, miró por encima de su hombro mientras volvía a
colocarlos y le observó mientras llevaba los lagartos que
había cazado de vuelta al campamento para cocinarlos.
Enterró los lagartos en carbón encendido junto a hojas de
palmera y raíces para que se cocinaran durante el resto de
la tarde. A su debido tiempo, la alucinación desapareció y
suspiró aliviado.
Se quedó sentado, escuchando los graznidos de los pájaros,
y decidió matar el aburrimiento encendiendo una hoguera
en la playa.
Pasó la mañana llevando ramas y troncos para colocarlos
sobre las llamas. Esperaba que el humo fuese suficiente
para llamar la atención de algún barco. No había sucedido
aún, pero quizás hoy sería el día.
Su optimismo se desvanecía por momentos.
Dejó su sombrero de mimbre sobre la arena. El calor del
fuego y del sol del atardecer era abrumador. Se apartó de la
hoguera y metió los pies en el mar.
El agua de la orilla estaba tibia, pero seguía siendo un alivio
frente al calor. Le molestó un poco en las quemaduras. Bajo
las olas se veían pececillos que iban de acá para allá.
Sintió la fuerza de la marea contra los tobillos.
Sintió la sal en los labios.
Olió el humo de la hoguera en la playa, mezclado con el
aroma que desprendían las algas mojadas.
Todo parecía... real.
Tan real que contrastaba con su supuesta locura.
Consideró su percepción de la realidad.
Había otra explicación para todo esto, para la extraña
volatilización y rematerialización que su cuerpo parecía
conocer de antemano y para el fuego que no era tal.
¿Y si mis alucinaciones son el resultado de alguna magia?
Sabía que la magia existía. Sabía que había gente que podía
manipular el fuego, invocar el relámpago o hacer que
crecieran árboles en terrenos desérticos, pero no conocía
sus nombres ni sus rostros.
Había olvidado todo lo demás sobre sí mismo, pero... ¿era
capaz de haberse olvidado de una parte tan crucial de él?
Se pasó una mano mojada por los cabellos. Avanzó hasta
meterse más en el agua y dejó que las olas le rozaran las
mejillas cubiertas por la barba.
El pensamiento parecía... correcto. “Sé hacer magia” fue
algo que cruzó su mente de una forma tan inocente como
“soy un hombre” o “no me gustan los cocodrilos”.
Cerró los ojos y se esforzó por concentrarse en aquello, ese
escalofrío en la nuca que sentía cuando el poder se
acumulaba dentro de él. Buscó dentro de sí y se obligó a
crear.
Cuando abrió los ojos, se vio a sí mismo de pie sobre el mar
que tenía enfrente.
Aunque el rostro de la visión tenía una expresión vacía, era
idéntico al suyo; estaba ahí, con toda tranquilidad —de
forma imposible— sobre la superficie del agua.
Abrió la boca, sorprendido.
La ilusión parecía de carne y hueso y el detalle era
sorprendentemente preciso. Era divertido que no recordase
su nombre, pero sí conociera los detalles de su cuerpo: los
músculos ejercitados, la barba reciente, sus hombros
desnudos, la piel quemada con ampollas. Incluso se vio las
cicatrices —suscicatrices—, los pequeños recordatorios de
una vida vivida intensamente.
Extendió el brazo y trató de tocar la pierna del espejismo,
pero sus dedos la atravesaron como si fuera aire.
Increíble.
Se irguió y su cintura quedó al nivel del agua, con las manos
a cada lado.
Sonrió de oreja a oreja.
Se concentró, sintió el escalofrío familiar en la nuca y el
espejismo se desvaneció.
Su sonrisa se convirtió en un grito de alegría.
Volvió corriendo a tierra firme, pateando la arena a su paso.
—¡Son fragmentos de mis propios recuerdos! No estoy
alucinando. ¡Estaba creando ilusiones! ¡Soy un mago!
Levantó la mano y deseó que se manifestase un caballo
percherón. El animal se materializó a través de una suave
neblina azul y correteó a medio galope a su alrededor. Se
acercó para tocarlo y vio que atravesaba fácilmente su lomo
veteado de motas grises. La ilusión siguió su camino,
saltando la hoguera que había hecho antes y marchando al
trote por la playa. Era una mancha delicada de noche
nublada contra el blanco deslumbrante de la arena.
Se rio ante la locura de todo. Se rio de su propia habilidad,
de su idiotez, pero, sobre todo, en ese momento se reía de
que los otros habitantes de la playa se pensaran que su
creación era real. Las gaviotas levantaron el vuelo en cuanto
el caballo se acercó, los insectos se acercaron e intentaron
posarse en su lomo y, aunque sus cascos no dejaban
ninguna huella sobre la arena, esta creación parecía más
real que el fuego, el arpón o la red. Su imaginación era
demasiada para contenerla y los únicos límites de su mente
eran los que él imponía. No necesitaba un nombre ni un
pasado; en ese momento supo exactamente quién era.
Hizo que el caballo desapareciera y creó un elefante; mandó
al elefante desaparecer y creó un monstruo marino; hizo
desvanecerse al monstruo e hizo que el día fuera noche. El
cielo de la playa se llenó de montones de estrellas.
Rio a carcajadas hasta llorar.
Después de que las lágrimas le corrieran con felicidad por
las mejillas, rodeado por una galaxia infinita de estrellas
imaginarias, sintió un peso en el corazón.
Estaba en el centro de una noche sin fin, un vacío perfecto
punteado por pequeños destellos de luz.
Estaba increíblemente solo.
Hizo que se desvaneciera la ilusión de las estrellas y de la
noche y se quedó mirando la playa desierta.

Al día siguiente, se dio cuenta de que no sabía cómo sonaba


la voz de un humano que no fuera él mismo.

No abandonó la plataforma donde dormía el día después.


Regresó a la espesura de bambú.
Llevaba puestos los ropajes con los que había llegado y se
tumbó en el pequeño claro donde se había despertado por
primera vez.
Miró el cielo azul sobre él.
Intentó concentrarse para abandonar aquel lugar, pero no
ocurrió nada.
Cerró los ojos e intentó recordar el aspecto que tenía un
amigo, un hogar, pero no encontró nada en sus recuerdos.
—Por favor —suplicó en voz alta—, déjame marchar.
El viento agitó las cañas de bambú sobre su cabeza.
Gimoteó y se puso las manos sobre el rostro.
A lo mejor no estaba loco. A lo mejor estaba muerto. Quizás
esta cárcel era lo que había después de la muerte. Quizás
nunca había existido antes y estaba condenado a deambular
por lo que quiera que fuera esto para siempre.
Aunque no pudiera marcharse, al menos deseaba tener a
alguien con quien hablar.
—Tienes un aspecto horrible —susurró una voz desde
arriba.
Apartó las manos. Sobre él se cernía la ilusión de una mujer
con el pelo negrísimo, los ojos oscuros y una expresión
desdeñosa. Llevaba largos guantes satinados de color
violeta y se cruzó de brazos.
—Los músculos te sientan bien, pero la barba no. Curvó los
labios en una mueca burlona.
Él sacudió la cabeza, con lágrimas incipientes en los ojos.
—No sé quién eres.
—Claro que no, muchacho.
Ella le echó un vistazo de arriba abajo.
—No sabías quién era entonces y tampoco lo sabes ahora.
Es difícil que haya confianza cuando ninguno de nosotros
dos confía de verdad en el otro.
Decidió dejar de pensar en si esa ilusión era real o no.
Necesitaba desesperadamente hablar con alguien.
—¿Quién era yo antes de llegar aquí?
—No eras quien tú creías que eras, eso desde luego. Nadie
te conocía de verdad... salvo yo. Nunca fuiste un líder, un
detective ni un erudito; eras un niño asustado jugando a
fingir lo que no eras.
Sintió un nudo en la garganta y tragó saliva.
—Puedes engañar al resto del mundo con tu magia y tus
ilusiones, pero nunca lo lograrás conmigo.
Quiso sollozar. Quería volver a quedarse dormido o dejar de
comer hasta que todo hubiera pasado.
—No sé quién eres —admitió por fin con la voz rota.
La mujer se arrodilló y lo miró a los ojos con una sonrisa fría
de cocodrilo.
—Soy lo mejor que te ha pasado nunca.
Levantó la mano para apartarla, y la imagen de la mujer
parpadeó y desapareció en una bruma azul. Se había ido.
Su corazón latía a toda prisa y fruncía el ceño con
desesperación, que comenzó a convertirse en rabia.
Se levantó, cerró los puños y golpeó una gruesa caña de
bambú. El golpe le abrió una herida sangrante en los
nudillos, pero no le importó. Dio vueltas intentando
tranquilizarse.
—¡No quiero más ilusiones involuntarias! —dijo. Algo en la
parte de atrás de su mente vibró mágicamente, como si
estuviera de acuerdo. No volvería a ocurrir.
Él era el único que tenía control de su mente. Él era quien
aprovechaba sus talentos.
Dejó que su mente vagara y se preguntó si la ilusión que
había visto era la manifestación de una parte de sí mismo o
el fragmento de un recuerdo de alguien cercano.
Podía haber sido una amante o una amiga.
Se preguntó si tenía amigos siquiera.
Considerando que parecía conocer bien a una mujer como
aquella, ¿merecía tenerlos?
Entonces se le ocurrió algo.
—No importa quién era... porque ahora descubriré lo
que soy.
Decirlo en alto lo hacía más real.
—Es irrelevante quién fuera antes, porque me convertiré en
lo que yo quiera.
Lo creía con todo el corazón.
Se dio cuenta de lo que tenía que hacer.
Iba a demostrarse a sí mismo que merecía vivir.

Se puso a trabajar.
No paró durante cinco días.
Se sentía exhausto, pero satisfecho.
Se sentó a comer los frutos que había recogido frente al
fuego. Muy cerca, una pequeña pero robusta balsa
esperaba pacientemente bajo el cielo despejado y cuajado
de estrellas.
Se apoyó en los suministros que había reunido y repasó su
lista mental una vez más: agua fresca para dos semanas (y
un recipiente de destilación solar que podría seguir usando
después), su red, su arpón y lo que quedaba de su capa, que
usaría de protección contra el sol. Dos cestas de fruta. Su
sombrero, su cuchillo, materiales adicionales para navegar,
bambú y cuerda para las reparaciones. Supo que mañana
navegaría hacia lo que quizás fuese una muerte segura,
pero se moría por saber lo que había al otro lado del mar.
Tenía que haber alguien allí.
Estaba emocionado, aterrorizado... Iba a abandonar el único
lugar que conocía para descubrir lo que había al otro lado
del mar. El pensamiento lo llenó de una extraña euforia. Le
quedaban tantas cosas por descubrir.
Sonrió. Se sentó delante del fuego y abrió una ostra con una
roca afilada. Levantó la mitad del molusco como si brindara
con alguien.
—Un brindis por ti, Isla Inútil.
El primer día en el mar vino y se fue sin problemas. La Isla
Inútil desapareció en el horizonte y el azul infinito lo rodeó
por completo.
Tenía confianza. Si había logrado sobrevivir durante tanto
tiempo en una isla desierta, podría sobrevivir en el mar.
Esa noche durmió bien.
La noche siguiente, también.
Pero al tercer día, el mar se puso de color gris y comenzó a
agitarse.
Y el cuarto día por la tarde, las olas sobrepasaban la punta
del mástil.
Las gruesas gotas de lluvia cayeron con fuerza sobre su piel.
El cielo se agitó sobre él con la misma ferocidad que el
océano bajo la madera.
Murallas de agua agitaron su pequeña balsa de un lado a
otro. El agua gélida que salpicaba se le metía en los ojos y lo
desequilibraba. Se agarró a ambos lados de la balsa y cerró
los ojos con fuerza, deseando tener el don de poder
dominar los mares en lugar de dominar la mente.
Un relámpago se abrió paso sobre su cabeza, seguido
inmediatamente por el bramido del trueno.
Estaba aterrorizado. Se ató un trozo de cuerda a la cintura y
sujetó el otro a la balsa.
El barquito se elevó en la cresta de una ola y, en el
horizonte, distinguió una isla rocosa y escarpada.
¿Quizá estaba habitada?
Tiró de su vela hacia un lado para intentar captar el viento.
Justo entonces, su navío se deslizó hacia abajo por la ola y
cayó en un remanso entre las aguas mientras otra ola se
cernía sobre él.
Miró hacia arriba, vio la ola que se abalanzaba sobre su
barca y dejó escapar un jadeo antes de que lo envolviera
por completo.

Se despertó hecho un ovillo desmadejado sobre los troncos


de su balsa rota. Era de noche y el mar estaba en calma.
La otra isla aún se veía a lo lejos. Era una muralla de rocas y
montañas con cimas manchadas de blanco.
¿Nieve? Sintió un brote de optimismo y miró más
detenidamente. Resopló. Pájaros.
Revisó el estado en el que se encontraba. Su balsa estaba
hecha pedazos, pero, por suerte, la cesta con sus
pertenencias seguía atada al tronco del que colgaba.
Los excrementos blancos desperdigados por la isla rocosa
resplandecían a la luz de la luna. Era casi hermoso; casi.
Agotado y derrotado, remó como pudo hasta su nuevo
hogar.

Salió del agua y se dejó caer sobre una roca plana por
encima del nivel del mar. A pesar del coro sin fin de gaviotas
y aves-lagarto voladoras, logró dormir un día entero.

Cuando se despertó, luchó un rato entre el sueño y la vigilia.


No tenía la energía suficiente para levantarse y explorar,
pero estaba muy claro que había cambiado una isla donde
al menos podía vivir por otra absolutamente terrible.
Todo sonaba a gaviota. Apestaba a gaviota.
En su corazón, sabía que debía haberse quedado en la Isla
Inútil y haber vivido una vida sencilla con sus ostras, su red
de pescar y su imaginación indomable.
No obstante, había una pequeña parte de él que sabía, de
algún modo, que podía... irse.
Decidió intentar replicar la experiencia de su primer día.
Quizás ahora le funcionaría.
Se tumbó cerca de las rocas y cerró los ojos. Tenía que
averiguar qué había dentro de él que le daba tanta
seguridad de que podía hacer algo imposible.
Inspiró hondo, dejó que la percepción del sonido de las olas
a su alrededor y la caricia del sol se atenuaran y se imaginó
un pozo.
Sus paredes eran de suave pizarra gris, pero, cuando pasó la
mano por el borde, sintió que no contenía agua, sino
muchísimos objetos y lugares, olores, sabores, personas,
amigos, amantes; una vida entera de recuerdos. Recuerdos
perdidos.
Trepó por el borde hasta meterse en el pozo y penetró en
las profundidades de su mente. Su descenso era lento y
controlado, una caída elegante a través de su propia
consciencia. Sabía que la profundidad del pozo seguía
siendo la misma, pero solo la primera parte contenía
evidencias y recuerdos. Era una jungla húmeda y frondosa,
con arena blanca y pájaros conocidos. Más abajo, las
paredes estaban forradas de bambú, escamas de pez que
centelleaban con los escasos rayos de luz, y había un
hermoso caballo percherón imaginario del color de la lluvia.
Estos recuerdos estaban acompañados de orgullo por todo
lo aprendido y alcanzado.
Sonrió. No era mucho, pero era él.
Siguió cayendo.
La sensación de familiaridad desapareció y se dio cuenta de
que estaba entrando en un tipo distinto de conocimiento.
Se hizo una nota mental: algún día debía estudiar las
diferencias entre las distintas clases de memoria. Aquí las
paredes tenían texturas; en una zona eran de terciopelo, en
otras de cuero, y en otras estaban hechas de afiladas
espinas.
Mientras rozaba una y otra superficie con las manos, sintió
la enorme variedad de conocimientos que había
acumulados de su vida anterior; unos conocimientos que no
recordaba haber adquirido, pero cuya mera presencia le
hacía sentir dichoso. Allí estaban el lenguaje, la aritmética,
la técnica de atarse las botas y la de hacerse un café (oh, las
atrocidades que puede cometer un hombre por una taza de
café). Se rio entre dientes. Había tanta información
adherida a las paredes y, maravillosamente, aún cabía
mucha más.
Siguió cayendo y cayendo, y la pizarra del pozo dio paso a
gruesos jirones de niebla.
Lo que había estado aquí ya no estaba.
Pero quedaba una parte.
Estaba ahí, suspendida como una joya plateada, una fuente
de luz en la negrura del pozo de su mente.
Encontró la parte que le permitiría escapar.
La parte que le hacía ser él.
No sabía lo que era, pero la había sentido una vez, y supo
que era su última oportunidad.
Alzó la barbilla y ascendió; rebasó las texturas de su
conocimiento, el recuerdo de su querida Isla Inútil, salió del
pozo y regresó a su cuerpo que se despertaba.
Abrió los ojos e intentó ignorar a los pájaros, que graznaban
y aleteaban sobre las rocas que le rodeaban.
Inspiró hondo y se aferró a esa parte brillante de sí mismo
que había descubierto en las profundidades de su mente.
Sintió que su cuerpo se tambaleaba e intentó deshacerse
del pánico a medida que sus miembros se volvían más
borrosos. Había partes de él que intentaban marcharse y
parpadeaban con un suave resplandor azul. Una vez más,
sintió que tiraban violentamente de él hacia atrás, que le
hacían caer sin piedad hasta que su cuerpo se estrelló
contra las rocas de la nueva isla. El conocido sello del
triángulo dentro de un círculo apareció sobre su cabeza, y
dejó escapar un jadeo cuando su forma volvió a
condensarse.
Había fallado.
Miró en derredor. No había nada salvo las olas, las rocas
cubiertas de excrementos, los pájaros y un sol abrasador.
La conclusión a la que llegó era sencilla. No sobreviviría
durante mucho tiempo.
—Puedo imaginar una salida —murmuró a través de sus
labios cuarteados y su boca seca—. Puedo pensar una
forma de escapar de aquí.
Y, con esto, volvió a tumbarse sobre las rocas, cerró los ojos
y descendió una vez a lo más profundo de su mente en
búsqueda de una respuesta.

Le despertaron unos gritos lejanos.


—¡Ah del barco! ¡Hay un hombre en la costa!
—¿Enviamos a Malcolm?
—No, preparen el bote de remos. Quiero echarle un vistazo
primero.
—¡Bajando el bote de salvamento!
Un inmenso barco de vela se mecía cerca de la costa rocosa
y llena de pájaros. Sus arboladura estaba cuajada de lo que
parecía kilómetros y kilómetros de cuerdas intrincadas. El
color de esas velas era de un tono que no había visto desde
que se despertó por primera vez en la Isla Inútil. El barco
llevaba una estatua de piedra atada en el mascarón sin
muchas contemplaciones; a un lado de la proa llevaba
grabado el nombre en una caligrafía
elegante: El Beligerante.
Cerró los ojos.
El cansancio se apoderó de él y, minutos después, escuchó
el sonido de unos remos en el agua.
Una voz ronca y femenina gritó, por encima del ruido de las
olas:
—Te diría que no te fueras, pero igualmente es un poco
difícil. Es como intentar cambiar de plano saliendo por la
ventana, ¿no?
Estaba demasiado cansado para mirar a quien había
pronunciado esas palabras. Quienquiera que fuese se había
acercado. Probablemente había atracado ya.
—¡Mi barco necesita un mascarón nuevo, Beleren! Dime
para quién trabajas y haré que tu muerte sea indolora.
¿Beleren? ¿Así me llamo? La pregunta cruzó su mente en
una neblina somnolienta.
Oyó el sonido de unos pies que chapoteaban, los chillidos
de las gaviotas. Un gruñido, el sonido nada ceremonioso de
un ancla. La mujer debía de haber saltado del bote para
investigar por sí misma.
Escuchó su respiración justo encima de él.
¿Tengo un aspecto tan terrible?, se preguntó. Admitió: Me
siento terrible, así que debo de tener un aspecto totalmente
acorde.
Sus ojos se removieron y abrió los párpados a través del
sueño y la sal acumulada.
Se encontró con una mujer de apariencia majestuosa, que
asumió que era la capitana del barco.
Era... memorable.
Il
ustración de Chris Rahn
La mujer era alta y ágil, con una piel brillante de color verde
esmeralda y cabellos enroscados que se agitaban de forma
curiosa en el viento. Sabía, de algún modo, que era una
gorgona, pero no sintió miedo cuando ella le miró a los ojos.
Sus ojos dorados se abrieron mucho por la sorpresa y ella lo
contempló perpleja.
Este supo, con una mezcla a partes iguales de emoción y
miedo, que esta mujer sabía exactamente quién era.
—Jace, ¿qué diablos te ha pasado?
Capítulo II:
CUESTIÓN
DE
CONFIANZA
Huatli destacaba exactamente en dos cosas.
Era una guerrera y era una poetisa.
Cuando hacía demostraciones de una u otra habilidad,
brillaba más que cualquier otro caballero en el Imperio del
Sol.
Nunca había tenido que ser nada más, y estaba segura de
que, al final, el emperador le concedería el título de poetisa
guerrera después de todos aquellos años de lento ascenso y
de preparación.
—Déjame verlo otra vez —le susurró su primo.
Huatli abrió la alforja. Un destello de acero saludó a los dos
caballeros.
Inti miró dentro con una leve sonrisa.
—Es feísima.
El temperamento tibio de su primo era desesperante. Con
los años, Huatli aprendió a interpretar su entusiasmo, por lo
que infirió de sus dos palabras que estaba henchido de
orgullo.
—Quienquiera que la forjara era muy torpe. Y quienquiera
que la llevase, aún más.
Huatli sonrió. La victoria final había sido sencilla. Ninguno
de los bandos sufrió bajas; solo se impuso la mejor habilidad
marcial y una oferta de paz muy convincente. La Legión del
Crepúsculo se retiró a sus barcos sin armas y sin honor.
Huatli observó la plaza mientras ella y su primo pasaban por
debajo del arco de entrada a Pachatupa. Había gente que se
estaba preparando para la ceremonia de bienvenida que
tendría lugar ese mismo día. Otros vecinos cruzaban la plaza
para ir a algún sitio determinado, pero, en general, la plaza
estaba vacía. Solo a las monturas de los dos caballeros —
dos garrapiés de ojos brillantes— parecían importarles su
presencia. El dinosaurio de Huatli tiró de las riendas; tenía
ganas de llegar a los establos para comer.
Huatli e Inti habían regresado de la última gran campaña del
Imperio del Sol en la Costa Solar. La mayor parte del ejército
había regresado ya, pero su escuadrón se retrasó después
de una última batalla contra la Legión del Crepúsculo. Y,
como todas las victorias bien conseguidas, esta trajo
consigo muchos botines.
Inti extendió la mano y Huatli le pasó la espada robada. Él la
hizo girar para sopesarla y se la devolvió.
—Tendrías que haber visto a su sacerdote —dijo.
—Hierofante —corrigió Huatli.
—¿Hierofante? Uf. En cualquier caso, tenía unas uñas tan
largas como las de la abuela.
Huatli asintió y punteó su gesto con un “mmm” enfático.
—Todo encaja. Teniendo en cuenta la evidencia, es muy
probable que la abuela sea un vampiro.
Se volvió hacia Inti y enumeró las evidencias con la mano
que no sostenía las riendas de su dinosaurio.
—Nunca tiene apetito, mira al infinito, sigue viva contra
todo pronóstico...
Inti soltó una risita y Huatli le sonrió a su vez.
Habían crecido juntos. Habían pasado de luchar el uno
contra el otro con palos, de niños, a luchar contra los
enemigos del Imperio del Sol como adultos.
Inti palmeó el hombro de Huatli. Algunas personas se
acercaban a ellos con rostros felices y expectantes.
—Te dejo con tus admiradores —dijo él.
Huatli levantó la mano para decirle adiós.
—¡Huatli, bienvenida a casa! —saludó uno de los
desconocidos.
Huatli sonrió e inclinó la cabeza.
Una chica, que no tendría más de trece años, se adelantó y
corrió hacia ella con los ojos muy abiertos y casi jadeando.
—Poetisa guerrera, ¿darás un discurso en la ceremonia de
bienvenida?
Huatli odiaba que la gente hiciera eso: asumir que había
conseguido algo que aún no le pertenecía.
—Diré unas palabras, pero aún no soy la poetisa guerrera.
¿Cómo te llamas, amiguita?
—Wayta. Te vi hablar en el último festival de equinoccio...
Estuviste genial.
—¿Escribes poesía, Wayta?
La chica bajó la vista, avergonzada.
—Sí, pero no es lo bastante buena como para compartirla.
Huatli se agachó para que el resto del pequeño (y ruidoso)
grupo no escuchara sus palabras.
—¿Quieres que te cuente un secreto?
Wayta la miró maravillada.
A cambio, Huatli le ofreció una sonrisa sincera.
—Solo hay dos tipos de poemas en el mundo: los buenos y
los sinceros . La buena poesía es inteligente, pero cualquiera
puede serlo si se esfuerza. Sin embargo, la poesía sincera
es mágica; tiene la habilidad de hacer que otras personas
sientan lo mismo que tú. Sin duda es una magia muy
poderosa.
Huatli prosiguió:
—Si crees que lo que haces no es lo bastante bueno para
compartirlo, no trates de que sea bueno. Pero al menos
intenta que sea sincero.
Le guiñó el ojo.
Y Wayta sonrió de oreja a oreja.

Una hora después comenzó la ceremonia de bienvenida, y


Huatli esperó pacientemente el momento de su
intervención.
Aunque su misión había sido breve, representaba el final de
muchos esfuerzos para liberar la Costa Solar de los
invasores. Para celebrar tan feliz acontecimiento, el
emperador iba a dirigirse a todos los ciudadanos de
Pachatupa y Huatli debía dar un discurso.
El título de poeta guerrero solo se concedía a un único
individuo por cada generación. Era el custodio de las
leyendas y quien transcribía los acontecimientos más
importantes de la historia. Para ganarse un título así, había
que demostrar la excelencia en el servicio al reino. La
responsabilidad quizá habría abrumado a una persona tan
joven como Huatli, pero ella no sentía esta presión.
Todos los habitantes del Imperio del Sol respetaban a su
emperador, pero todos adoraban a su poeta guerrero.
Probablemente este sería el último discurso que daría antes
de que el emperador le concediera oficialmente el título, y
todo lo que quería era demostrar que era digna de
semejante admiración.
No había cualificaciones fijas para ganarse el título de poeta
guerrero, pero la confianza creciente que el emperador
tenía en ella parecía indicar que el anuncio estaba próximo.
Lo sentía en el aire como el olor metálico de antes de una
tormenta.
Huatli sacudió los hombros y tomó una bocanada de aire
rancio. Bajo ella, el dinosaurio se sacudió un poco; tenía
ganas de abandonar la oscuridad del establo. Le puso una
mano en el costado para tranquilizarlo.
Espera, le dijo sin palabras, enviando el recuerdo del olor de
la comida a través de la conexión que había entre la bestia y
su jinete.
El dinosaurio dejó de agitarse en cuanto comprendió que
habría un premio más adelante. Huatli le dio unas
palmaditas en el cuello. La bestia erizó las plumas y volvió a
quedarse tranquila con la simpleza que le otorgaba su
sangre fría, lista para reaccionar ante la próxima orden de
Huatli.
Estaban a punto de llamarla para que saliese. Ya no le
preocupaba tener que hablar delante de muchas personas.
Solo le preocupaba hacerlo bien.
El aire de los establos era pesado y cálido.
En la distancia escuchaba el eco de la voz del emperador
mientras este se dirigía a los ciudadanos de Pachatupa.
Todos los que vivían en la ciudad asistirían a la celebración.
Quizás lo anuncie después de mi discurso, pensó. Quizás hoy
será el día en que diga que hice lo suficiente para ganarme
el título que la ciudad ya asocia conmigo.
Una figura echó un vistazo dentro del establo y se topó con
los ojos de Huatli. Llevaba los ropajes de un sacerdote; era
uno de los organizadores de esta ceremonia. Asintió.
Puedes hacerlo, se recordó Huatli a sí misma. Emocionado
del mismo modo, el dinosaurio graznó.
Espoleó a su montura y el garrapié salió del establo.
El sol caía inclemente sobre su cabeza, y los gritos de la
multitud eran más fuertes que el rugido de cualquier
dinosaurio.
Miles de ciudadanos del Imperio del Sol se apartaron para
hacerle camino y aplaudieron a su paso. La ciudad brillaba
con sus ribetes de ámbar a la luz del sol de mediodía. Los
ciudadanos se habían reunido en la plaza con el rostro
vuelto hacia el Templo del Sol Ardiente para escuchar las
palabras del emperador, pero se giraron para aplaudir a
Huatli mientras esta galopaba hacia la escalinata del
púlpito.
Su dinosaurio corrió en línea recta a través de la multitud
dividida, por debajo de arquivoltas lo suficientemente altas
para que los dinosaurios de cuello largo pudieran pasar y
sobre baldosas lo suficientemente fuertes para soportar al
más pesado de los colapuadas. Muy arriba, Huatli distinguió
al emperador al borde de la escalinata del templo. Había
extendido la mano en señal de bienvenida e, incluso desde
lejos, supo que estaba sonriendo.
La multitud comenzó a corear su nombre.
Huatli sonrió y supo que era el momento adecuado para
lucir su botín.
Levantó la espada robada sobre su cabeza y la multitud
gritó el doble de alto.
Era un arma delgada y ligera, hecha para duelos elegantes
mucho más que para verdaderas peleas. En el mango,
alguien había añadido una rosa negra de metal con escaso
gusto. Y pensar que aquellos artesanos inferiores se
llamaban a sí mismos conquistadores.
El dinosaurio se detuvo enfrente de la escalinata y Huatli
desmontó, todavía con la espada en alto.
Miró hacia el emperador y ascendió, escalón a escalón.
El templo se había construido sobre la base de uno más
antiguo, que también se había edificado sobre varias ruinas
aún más antiguas. El propio Imperio del Sol seguía esos
principios. Era la última manifestación de una nación cuyos
gobernantes siempre estaban disputándose el poder,
erigiendo edificios siempre más altos que los anteriores
sobre lo ya construido. Aunque los Heraldos del Río
controlaron el continente hacía tiempo, el Imperio del Sol
había sellado las fronteras del país bajo el liderazgo de su
nuevo emperador.
Apatzec Intli III no solo era responsable del nuevo control
del territorio, sino también del expansionismo beligerante
que se había apoderado del imperio después de la muerte
de su madre, hacía ya unos años. Aunque la anterior
emperatriz había sido más cauta y conservadora, el nuevo
emperador estaba ansioso de demostrar que era el adalid
de una gloriosa nueva era para el Imperio del Sol.
Huatli no había conocido a la emperatriz, pero admiraba la
determinación de Apatzec. Él se dio cuenta de su presencia
cuando ella comenzó a ascender en la guardia y, después de
años de entregado servicio, se había convertido en su
estratega favorita.
Cuando terminó de subir las escaleras, Huatli se giró y
presentó la espada de la Legión del Crepúsculo a la multitud
de abajo. Todos aplaudieron enardecidos al contemplar el
botín de guerra. El emperador Apatzec se acercó,
flanqueado por dos guardias. Huatli le entregó la espada.
Él le apoyó una mano en el hombro con una sonrisa y se
dirigió al pueblo de Pachatupa.
—¡Ciudadanos! Esta es la líder del escuadrón que hizo huir a
los invasores de la Costa Solar. Ella y sus soldados
rechazaron hace tiempo la incursión de la Legión del
Crepúsculo en nuestras costas y, esta mañana, regresaron
sanos y salvos a su hogar. Mis palabras no pueden hacerle
justicia a su victoria. ¡Escuchen y alaben la destreza valerosa
de Huatli!
La multitud rugió.
Huatli sonrió, levantó una mano y la bajó poco a poco con
una calma ensayada. Los ciudadanos enmudecieron; lanzó
rápidamente un hechizo para que su voz alcanzara el
volumen necesario.
Lo practicaste. Puedes hacerlo.

Ilus
tración por Anthony Palumbo
—¡Kinjalli, escucha mi llamada!
Es hora ya de despertar a los que duermen,
de acabar con la sombra del este
que busca oscurecer nuestro hogar.
¡Tilonalli, escucha mi llamada!
Que los corazones de tus hijos ardan
y seamos el alba que despunta
para inmolar el Crepúsculo en su seno.
La Trinidad Solar está con nosotros,
y gracias a nuestros piadosos rezos
tus valientes guerreros arrasaron con fulgor
a los herejes que ensombrecían tus costas.
Montados en garrapiés, colaplanas, crestacuernos,
cargamos en furioso y glorioso galope
contra el enemigo de ojos de tiburón
que busca arrebatarte lo que es tuyo.
Y allí, en la arena, nos medimos con ellos,
contra sus armas y colmillos punzantes y malévolos.
Pero los sombríos no pudieron con nosotros
y pronto su vileza abandonó nuestras costas.
Hoy regresamos y alzamos la voz para alabarte:
es la luz tu imperio,
y nada aterra más al Crepúsculo
que la salida eterna del sol.
La multitud se deshizo en aplausos de nuevo.
El emperador Apatzec miró a Huatli con una sonrisa de
aprobación.
Agradecida, ella inclinó la cabeza.
El emperador dio un paso al frente y habló a un volumen
potenciado por el efecto sutil de la magia.
—La victoria de hoy también marca el comienzo del
siguiente paso de nuestra expansión.
El público guardó silencio: aquello era importante.
¿Me va a conceder el título ahora o no?
—Repeler a la Coalición Azófar y a la Legión del Crepúsculo
de nuestras costas orientales significa que estamos listos
para reclamar el sur —anunció Apatzec. Hablaba con la
dicción ensayada de un monarca y la confianza de un
conquistador—. Nuestros guerreros nunca han estado más
preparados y, con la fuerza del Sol Abrasador,
¡aniquilaremos a la Legión del Crepúsculo de nuestro
territorio!
El público vitoreó y Apatzec asintió en dirección a Huatli. El
corazón se le encogió un poco. Si hubiera habido un
momento apropiado para anunciar su nuevo título, era ese
sin duda. Se despidió con la mano, giró sobre sus talones y
siguió al emperador al interior del templo.
El emperador hizo una señal a los sacerdotes para que los
dejaran solos y se despojó de su manto ornamental.
Huatli tomó asiento sobre un cojín en el centro de la
estancia. Él se sentó frente a ella y sonrió.
—Gracias por compartir tu don, Huatli. El imperio necesita
de tu voz.
—Me alegra ser de utilidad, emperador Apatzec.
Él le dio vueltas a la espada de la Legión del Crepúsculo que
aún llevaba en la mano y la sostuvo en el aire. Arrugó la
nariz en una mueca de desagrado.
—Qué mal gusto, ¿verdad? —comentó—. Uno se pregunta
cómo lograron conquistar un continente completo
con estas armas.
—También usaban los dientes, señor. —Huatli esbozó una
amplia sonrisa—. Para su desgracia, los de nuestros
dinosaurios son mucho más afilados.
—Sin duda.
El emperador sonrió. Huatli siguió sentada en silencio,
esperando pacientemente a que se decidiera a hablar.
Apatzec le dijo lo último que esperaba oír.
—No voy a enviarte a combatir al sur.
Huatli intentó no mostrar lo mucho que le dolieron esas
palabras.
—Majestad, me prometisteis una misión más antes de
otorgarme el título de poetisa guerrera —comentó,
tratando de poner una expresión neutral.
El emperador Apatzec negó con la cabeza solemnemente.
—Sabía que no te gustaría nada.
—No es que no me guste —respondió ella, las manos
agarradas con fuerza.
—El Imperio del Sol te necesita aquí, en Pachatupa. Puede
que lleguen más invasores a las costas orientales.
—¿Sabéis algo que yo desconozco?
El emperador frunció el ceño.
—Solo son rumores, pero temo que dentro de poco haya un
ataque en dos frentes: de la Coalición Azófar y de la Legión
del Crepúsculo. Tu misión es mantener una presencia en la
costa con tu escuadrón y rechazar a los invasores mientras
nuestro ejército está luchando en las tierras meridionales
durante el siguiente mes. Partirás la semana que viene.
—Entendido, majestad.
El emperador se detuvo y suspiró.
—No me gusta pensar en las instrucciones que habría dado
mi madre.
—“Protejan las ciudades y continúen la búsqueda de aquella
que perdimos”, o algo así, ¿correcto?
Apatzec asintió. Una sonrisa se abría paso en la comisura de
su boca.
—Encontraríamos antes una pantera voladora que una
ciudad perdida. Es mejor que nos centremos en lo tangible,
Huatli, aquello que vemos y oímos. Perseguir fantasmas no
nos lleva a nada. Prepara tu escuadrón y no olvides escribir
otro poema mientras estás fuera.
Le dio un vuelco el corazón. El emperador seguía teniéndola
en consideración.
Apatzec se inclinó y Huatli hizo lo mismo.

Un mes después, a Huatli le llegaron rumores.


Los exploradores decían que había aparecido un barco de la
Coalición Azófar muy cerca de la costa. Huatli ensilló su
montura y se internó en la jungla junto a Inti en cuanto tuvo
oportunidad.
Las flores se arremolinaban sobre sus cabezas, y manadas
enteras de dinosaurios de cuellos largos se apartaban al
paso de los dos guerreros montados en sus garrapiés.
Ilu
stración por Zack Stella
—Se dice que acamparon cerca de las rocas —gritó Inti por
encima del estruendo de los pasos de los dinosaurios.
Las ramas golpeaban la armadura de Huatli a medida que se
abría camino por la jungla. Se irguió en la silla e inició un
hechizo para invocar algo de ayuda.
Sintió que la magia chisporroteaba dentro de ella, como si
fuera una antorcha que desprendía luz desde su pecho.
Unos segundos después, oyó las zancadas de varios
dinosaurios que trotaban sobre dos patas a su alrededor. En
breves momentos, un grupo heterogéneo de dinosaurios
comenzó a seguir a Huatli y a Inti. Había pequeños
devorahuevos, colaplanas y crestacuernos; todos se movían
con un propósito, sin apartarse de las monturas de los
caballeros del Imperio del Sol. Huatli los instó a seguir
adelante, los tranquilizó con magia y les aseguró que no
sufrirían daño.
—¡Huatli! ¡Allí!
Inti señalaba un claro al frente, donde el delta del río se
unía con el mar.
Las velas de un rojo chillón contrastaban bajo el cielo azul;
en la playa había amontonadas varias cajas de suministros.
Se detuvieron, ellos y la manada, justo antes de abandonar
la protección de las hojas, allá donde los árboles de la jungla
dejaban paso a la arena. Huatli e Inti contemplaron el barco
con anticipación.
—No hay tripulación —susurró Inti.
Huatli asintió.
—Deben de estar explorando el terreno. Destruiré su
equipamiento. Tú conduce a los piratas hasta la playa y
hacia el barco cuando veas que sale fuego de los
suministros.
—Suena bien —dijo Inti. Miró a Huatli unos segundos—.
Ten cuidado, prima.
—Tú también.
Inti regresó a la jungla y Huatli espoleó a su montura hacia
la playa, mientras les pedía al resto de dinosaurios que se
quedaran atrás, en la espesura.
El garrapié caminó silenciosamente por la arena y, en
breves momentos, Huatli se encontró junto al montón de
suministros. Quitó el tapón a la cantimplora que llevaba
colgada del cinto y derramó su contenido sobre las cajas de
suministros, que desprendieron un fuerte olor. Luego tomó
una pequeña piedra negra de su armadura y la golpeó
contra el acero de su arma. Las chispas saltaron hacia la
madera seca de las cajas, que se prendió casi al instante.
Enfundó la espada y volvió al galope a la seguridad de la
jungla. Se detuvo donde antes, en la frontera entre la playa
y la espesura; comenzaban a llegar algunos miembros de la
tripulación, aterrados ante la vista del humo que se alzaba
de sus equipos y alimentos. Pero no
había suficientescorriendo.
Persíganlos hacia la playa, ordenó Huatli, con los ojos
encendidos por la magia.
Se oyeron crujidos y gritos; aparecieron una docena de
trasgos, ogros y humanos de la Coalición Azófar,
perseguidos por los dinosaurios invocados. Los piratas iban
saliendo a la luz, tambaleantes y deslumbrados por el sol, y
gritaban de sorpresa al descubrir la hoguera en la playa.
Corrían desesperados y golpeaban las llamas con lo que
podían para intentar sofocarlas.
Huatli sonrió y distinguió a Inti a lo lejos. Lanzó un silbido y
él se acercó. Estaban ocultos de la vista de los piratas por las
gruesas plantas y árboles costeros. Inti arrimó su montura a
la suya.
—Aquí estamos bien —dijo Huatli señalando con la cabeza a
los piratas aterrados, que ya intentaban regresar al barco—.
Adelántate y busca agua. Tengo sed.
Inti se dio la vuelta y desapareció en la jungla.
Huatli espoleó a su garrapié para que fuese al trote y
comenzó a desplazarse por el borde de la playa.
De repente, algo se agitó debajo de ellos y su montura
perdió pie. Huatli cayó al suelo con un fuerte golpe.
Cuando se puso en pie, vio a su dinosaurio bramar de dolor,
con las patas atadas por unas cadenas incandescentes. Las
escamas de su piel estaban chamuscadas por el calor.
El dueño de las cadenas apareció de detrás de un árbol y
Huatli contuvo la respiración.
Era un monstruo de impresionante altura.
Ilustraci
ón por Svetlin Velinov
Tenía el cuerpo de un herrero, pero su cabeza era la de un
animal que Huatli solo había visto cerca de los fuertes de la
Legión del Crepúsculo. ¿Era... un toro? Llevaba pesadas
cadenas de hierro alrededor del pecho y parecía
resplandecer, como si llevara un horno en su interior. Un
hilillo constante de vapor se elevaba desde su hocico.
Huatli se lanzó a por las cadenas en un intento desesperado
de ayudar a su montura, pero su enemigo las retiró antes de
que pudiera tocarlas y soltó un bufido desafiante. El metal
se elevó como por arte de magia y volvió a arrojarse de
nuevo; esta vez se enredó en el cuello del dinosaurio. Sin
hacer caso de sus aullidos, apretó las cadenas y, con un
horrible chasquido, la bestia murió al instante.
Huatli se incorporó y desenvainó su arma. No se molestó en
ocultar el dolor de su rostro; hacía mucho tiempo que
conocía a aquel garrapié. Cualquier monstruo que actuara
con tamaña crueldad debía sufrir las consecuencias.
—¿Cómo te llamas? —gritó.
El monstruo extendió las manos. Las cadenas ardientes se
retiraron del dinosaurio y se replegaron en sus muñecas,
listas para volver a atacar. Un fuego antinatural ardió en su
boca y del hocico le brotó una humareda de vapor.
—Soy Angrath, el temido pirata —dijo—, y busco el Sol
Inmortal.
Huatli soltó una carcajada.
—Tú y todos los demás, idiota.
Su voz tenía un acento que Huatli no podía ubicar.
—Si no me dices dónde está el Sol Inmortal, guerrera,
morirás.
Una cadena se disparó desde su brazo derecho. Huatli la
esquivó, sintiendo su calor cuando pasó junto a su mejilla.
Logró mantener el equilibrio y corrió hacia Angrath, con el
arma lista y los músculos en tensión. Intentó acercarse lo
suficiente y acertarle con la hoja semicircular en los
tendones, pero el pirata ardía con un calor tan sofocante
que era demasiado para un combate cuerpo a cuerpo. Se
retiró, pateando a su paso un montón de polvo y hojas
secas mientras volvía a esquivar la cadena.
Se había apartado justo a tiempo para evitar otro golpe.
Una segunda cadena saltó y la sujetó por el pie; Huatli fue
arrojada al suelo con una ferocidad que le robó el aliento.
La cadena estaba tan incandescente que resplandecía, y
podía sentirla a través de sus gruesas grebas de acero. Se
retorció, tratando con todas sus fuerzas de romper la
cadena con su arma; Angrath dio unos pasos hacia delante.
En sus ojos ardía un fuego rabioso.
Huatli forcejeó, se agitó y, por suerte, la cadena se aflojó.
Ningún pirata luchaba con esa rabia tan despiadada, ningún
Heraldo del Río mataba con tanta facilidad y ningún
enemigo de la Legión del Crepúsculo era tan impredecible.
Huatli se sintió desprotegida y fuera de su elemento; este
adversario no se parecía a ningún otro.
—¡¿Huatli?!
Volvió la cabeza. Inti debía de haber dado la vuelta al
escuchar los ruidos y ahora los miraba horrorizado desde la
espesura de la jungla. Angrath volvió la cabeza para
identificar al recién llegado; Huatli se puso en pie de un
salto y se dio impulso para el ataque.
Con el arma bien agarrada, cargó contra el pirata e hizo un
barrido circular con la pierna para desequilibrarlo.
Funcionó; Angrath cayó al suelo con un gran estruendo y,
mientras intentaba levantarse, logró abrirle una herida en el
pecho con el filo de su arma.
El hombre con cabeza de toro rugió de dolor y lanzó otra
carga de cadenas directamente hacia Huatli.
Esta cambió el peso varias veces de un pie al otro y esquivó
el ataque con facilidad sinuosa. Sin descansar ni un
momento, aprovechó su propio movimiento para alzar la
pierna y descargar un fuerte rodillazo contra su barbilla.
Angrath se dobló y Huatli le gritó a su primo, que observaba
la escena con la boca abierta desde un lateral:
—¡Inti! ¡Necesito una montura!
Sintió que, detrás de ella, Inti comenzaba a invocar a un
nuevo dinosaurio para que ella escapase sobre él.
Vio una cadena roja como el fuego que se alzaba hacia ella
desde algún punto en el suelo y se agachó y rodó para
evitarla. Una de las grebas se le cayó.
Inti gritó:
—¡Detrás de ti!
Pero, cuando quiso mirar, recibió un golpe proveniente de
esa dirección y dio con su rostro en el suelo cubierto de
hojas.
Angrath volvía a estar en pie, con el ceño tan fruncido como
le permitía su rostro.
Huatli escuchó un grito y vio cómo la cadena alzaba a Inti de
su montura. Una segunda cadena se enredó de repente
contra la piel desnuda de su pierna y gritó al notar que la
abrasaba.
De pronto se dio cuenta de que su primo y ella iban a morir.
Intentó ponerse en pie y enfrentarse a su enemigo cuando,
muy dentro en su pecho, algo chisporroteó.
De repente, sin ningún dolor, Huatli empezó a sentir que se
deshacía.
Su visión se convirtió en una mezcla increíble de luces y
colores; el sonido pasaba a través de sus oídos y rebotaba
dentro de su cabeza; sintió que su cuerpo se descomponía,
que se separaba de sí misma. Era una sensación cálida y
brillante que debía de haberle dado miedo, pero parecía lo
más natural del mundo. De repente, notó que su cabeza
atravesaba la barrera de luces y colores y entonces la vio.
Era una ciudad que brillaba con la calidez del oro.
I
lustración por Adam Paquette
Torres y agujas bruñidas y resplandecientes que se elevaban
hacia el cielo. Un metal centelleante que no se parecía a
nada que hubiera visto antes y, sobre todo, una magia que
vibraba y que se dispersaba por las nubes como un río.
Era hermoso.
Y, de repente, ya no estaba.
Su percepción regresó de golpe a donde estaba, como si
una fuerza desconocida hubiese tirado de ella para
devolverla a la jungla. La puerta a través de la cual había
vislumbrado algo se había cerrado de un portazo,
prohibiéndole la entrada. Todo fluía de nuevo través de las
luces y los colores, el sonido y el ruido, hasta que su cuerpo
se recompuso sobre la tierra de la jungla.
La sangre le martilleaba en las sienes y su visión se centró
en el extraño símbolo de un triángulo dentro de un círculo
que parecía flotar con un brillo sobrenatural sobre su
cabeza.
Intentó recuperar el aliento.
Se calmó ligeramente y dejó de jadear.
Entonces se dio cuenta de que Angrath seguía enfrente de
ella.
La miraba maravillado mientras las cadenas retrocedían
poco a poco a sus brazos, con los ojos muy abiertos y una
expresión de sorpresa bovina.
Inti estaba aturdido, pero seguía vivo, y miraba
alternativamente a Huatli y al símbolo brillante que se
desvanecía sobre su cabeza.
El pirata levantó la mano y señaló a Huatli.
—¡Tú también eres una de nosotros!
Huatli apoyó la mano en el suelo para recobrar el equilibrio.
El sello sobre su cabeza desapareció y sacudió la cabeza.
Las palabras brotaron atropelladamente de sus labios, sin
ser del todo consciente de ellas.
—No sé qué ha pasado.
Angrath sonreía; todo lo que podía sonreír un hombre con
cabeza de toro.
—Nunca había conocido a otro en este maldito plano.
¡Podemos ayudarnos a huir!
Inti se había montado de nuevo en su dinosaurio y avanzó
rápidamente describiendo un círculo para ponerse detrás
de su prima.
—Huatli, ¡levántate! —dijo, alargando una mano. Ella la
ignoró; no dejaba de mirar perpleja a Angrath. Él también
tenía la mano extendida hacia ella con la palma hacia arriba,
como si le hiciese una invitación.
Le rajó con celeridad con su arma, subió detrás de Inti en su
montura y ambos huyeron mientras el grito de dolor de
Angrath resonaba por toda la jungla.
La mente de Huatli era un remolino infinito de maldiciones
y confusión. No había tiempo para un debate imaginario
tranquilo: era la hora de las preguntas atropelladas.
Mi cuerpo DESAPARECIÓ y había luces y colores y acaso
estaba desmayada o estaba alucinando pero Angrath lo vio
también, ese MALDITO PIRATA, cómo se atreve a pensar que
le ayudaría después de matar a mi dinosaurio e intentar
matarme a mí, POR EL SOL QUE NOS ALUMBRA, no podía
respirar porque ME HABÍAN DESAPARECIDO LOS
PULMONES...
Inti verbalizó todas las preguntas que ella tenía en la
cabeza.
—¡Tu cuerpo! Lo que hiciste era magia... ¿Cómo lo lograste?
¡¿Estuviste entrenando en secreto?! ¿Y qué era ese
símbolo? ¡¿Y por qué el pirata se pensó que ibas a
ayudarle?!
La respuesta de Huatli fue breve, esquiva y en voz baja.
—Vi una ciudad dorada.
—¡¿Qué?!
—Inti... creo que vi Orazca.

Todo lo que Huatli daba por cierto en el mundo que la


rodeaba se estaba desmoronando.
No solo la atacó el monstruo más extraño que había visto
nunca, sino que su cuerpo se disolvió y, por un momento, su
consciencia fue capaz de vislumbrar un lugar sagrado para
después regresar con violencia a su propio mundo.
Era como intentar permanecer de pie sobre un tronco en el
río. Como si volviera a ser una niña dando vueltas y cayendo
al suelo mareada. El suelo se había ido, y la creencia de
Huatli en lo que era cierto o no había dado un vuelco.
Caía la noche cuando regresó a la ciudad. Se dirigió
directamente a la residencia del emperador.
Necesitaba el consejo de la única persona que sabía que no
le contaría a nadie lo que vio.
Los guardias la reconocieron al instante y la dejaron pasar al
edificio más alto de Pachatupa con una inclinación profunda
y respetuosa. Su formalidad puso aún más nerviosa a Huatli.
Un ayudante condujo al emperador Apatzec a la sala de
reuniones. Había una talla en la pared más alta que
representaba el sol; la luz de la luna hacía relucir el ámbar
incrustado en la roca. El emperador mantenía la misma
compostura de siempre, aunque no se había puesto su
manto habitual de plumas de dinosaurio; en su lugar,
llevaba una túnica menos formal.
—Huatli, ¿qué te trae ante mí a estas horas?
El corazón de Huatli seguía latiendo a ritmo acelerado. El
pecho le dolía por los moratones de la pelea.
—He visto algo que no pude comprender.
—¿En un sueño? —dijo el emperador. Su rostro severo
indicaba que no tenía buena opinión acerca de los sueños.
—No. No lo habría creído si no lo hubiera visto con mis
propios ojos.
El emperador se acarició la barbilla pensativo.
—Cuéntamelo.
Permanecieron sentados como dos amigos mientras Huatli
le relataba el incidente todo lo bien que pudo.
El emperador escuchó pacientemente.
De vez en cuando, daba un sorbo a la taza de xocolātl que
había invocado cuando tuvo la impresión de que esta
historia sería importante, y asintió, comprensivo, con cada
acontecimiento en la historia de Huatli.
—¿Qué sentiste? —le preguntó.
—Sentí que no me podía marchar. Como si hubiera abierto
una puerta, pero solo pudiese mirar a través de una rendija
antes de ser empujada hacia atrás.
—¿Algo te impedía marcharte? ¿Y solo Inti y yo sabemos lo
que pasó?
—Sí y sí, emperador.
—Llámame Apatzec. No llevo puesto el manto oficial.
Huatli le dirigió una mirada cansada.
El emperador sacudió la cabeza y sonrió.
—Eres muy valiente, Huatli.
—Con el debido respeto, emperador, no me siento tal.
El emperador Apatzec dejó la taza a un lado y le dirigió una
mirada pensativa.
—El sol se nos revela en tres aspectos: la creatividad, la
destrucción y el sustento. Es evidente que tus dones
provienen de los dos primeros, pero eso quiere decir que
deberías explorar el último.
—¿Qué queréis decir, majestad?
El emperador parecía emocionado.
—Mi madre era terca y chapada a la antigua. Prefería
perseguir fábulas en la jungla que asegurar su poder a
través de métodos expeditivos. Aunque no podemos
permitirnos enviar a nuestro ejército al completo a buscar el
poder oculto en la ciudad de Orazca, me parece sabio enviar
a nuestra mejor guerrera, sobre todo si el destino también
la llama.
—¿Emperador...?
—Lo que viste es la prueba de que eres digna de llevar ese
título. Huatli del Imperio del Sol: la ciudad dorada que viste
solo puede ser la ciudad perdida de Orazca. Debes ir y
encontrar la forma de que nuestro imperio siga creciendo
con el poder que yace en su interior.
Preocupada, Huatli había cerrado los puños.
—Pero, excelencia, la poetisa guerrera no participa
en expediciones. ¡No tenía ninguna intención de iniciar una
expedición!
—Pero lo hiciste. Por lo tanto, la poetisa
guerrera debe hacerlo.
Huatli jadeó. ¿Quería decir lo que ella había entendido?
El emperador se puso en pie y caminó hasta el otro lado de
la sala de reuniones. Descolgó un casco de un gancho en la
pared y regresó a donde estaba Huatli.
Era el casco del poeta guerrero.
El corazón de Huatli se volvió loco.
Apatzec sonrió con orgullo.
—Huatli, el título de poetisa guerrera es tuyo si eres capaz
de encontrar la ciudad dorada de Orazca.
Huatli dejó escapar un suspiro tembloroso.
Todo lo que siempre quiso dependía de encontrar un lugar
que era más un mito que una realidad.
El emperador le dio la vuelta al casco. La luz de los candiles
de la cámara se reflejaba en el ámbar del material y
desprendía un tibio resplandor dorado.
—Esta es una nueva era para el imperio. Ningún otro poeta
guerrero de la historia ha visto la ciudad dorada. —Su
sonrisa se ensanchó—. Eso hace que mi mandato sea
especial.
Huatli le correspondió en su sonrisa y se levantó. Se puso en
posición de firmes y miró al emperador a los ojos.
—Encontraré Orazca, emperador, y me haré con el Sol
Inmortal para expandir la gloria del Imperio del Sol.
El emperador Apatzec pareció complacido.
—Mañana es un nuevo amanecer para el imperio, poetisa
guerrera.

La residencia de los caballeros estaba separada del resto de


la ciudad por un pequeño muro. Allí era donde Huatli y sus
compañeros entrenaban, comían, dormían y planeaban la
defensa de la ciudad. Otros regimientos estaban dedicados
a la conquista y expansión del imperio; pero, en la ciudad, la
preocupación principal era proteger lo que ya controlaba el
Imperio del Sol. Había crecido allí como hija de unos padres
afectuosos que fueron caballeros antes que ella. Era el
único hogar que conocía, y había memorizado cada esquina
y cada callejuela. Ahora se escurrió por uno de esos pasajes.
—¿Huatli?
Inti sacó la cabeza por la esquina con el ceño fruncido.
—¿Le contaste al emperador lo que viste?
Huatli asintió.
Su primo, que no sabía lo que hacer, también asintió.
—Supongo que es bueno. ¿Estás bien ahora?
Huatli sacudió la cabeza y se encogió de hombros, una
desesperada conglomeración de gestos que reflejaran su
estado emocional actual.
—Sí. No —confesó.
Inti la tomó por el hombro y la condujo de vuelta a la sala
común de los guerreros. Estaba vacía y tranquila, ya que el
resto del regimiento se había ido a dormir hacía horas. Le
sirvió una bebida que desprendía un fuerte olor amargo y
que tenía un aspecto desagradablemente lechoso. Si era
buena para el espíritu, como insistía Inti, Huatli estaba
segura de que no valía para mucho más.
Inti esperó a que diera un sorbo y recuperase el control de
su respiración antes de empezar a preparar una cataplasma
para la quemadura de su pierna.
—¿Estás segura de lo que viste hoy? Cuando hiciste aquello
de... —Inti agitó la mano sobre su cabeza, refiriendo la
aparición del sello todo lo bien que podía.
Huatli asintió.
—Vi una ciudad dorada.
Tragó saliva y le dirigió una mirada.
Él la miró, impávido, mientras aplicaba la cataplasma a su
tobillo.
—¿Una ciudad dorada?
Huatli sintió que se ruborizaba.
—Sí.
Inti le sujetó la cataplasma con un vendaje y se sentó
pensativo. Al final habló:
—¿Crees que era la ciudad dorada?
Huatli sacudió la cabeza como para disculparse.
—Nadie sabe el aspecto que tiene Orazca, así que
sí, asumo que lo era.
—Tiene sentido.
Inti chasqueó la lengua y enrolló el resto del vendaje en su
propia mano.
—¿El emperador te pidió que la encuentres?
—Me dijo que me ganaré el título de poetisa guerrera si
descubro dónde está la ciudad.
Inti se sorprendió. Dejó escapar un suspiro y asintió.
—Es una buena recompensa.
—Lo sé.
Inti volvió a sentarse en el taburete. Huatli extendió el pie y
se sentó frente a él. Su primo comenzó a deshacer el
vendaje del tobillo y a revelar la piel de debajo, ya curada.
Inti había aprovechado bien su entrenamiento en magia
curativa.
Huatli inspiró hondo.
—Esta responsabilidad, Inti... es algo que nunca había
tenido. No quiero ir sola.
—No tienes por qué —respondió él—. Teyeuh y yo
podemos ir contigo. Te protegeremos.
—¿No sé cómo llegar allí? —Esta afirmación, teñida de
nuevo por la preocupación, le salió en forma de pregunta.
Inti se encogió de hombros con una mirada comprensiva.
—Los Heraldos del Río sí. ¿Por qué, si no, pondrían tanto
empeño en proteger su territorio?
Huatli volvió los ojos al suelo.
—Llevo entrenándome toda la vida para esto, pero ir a
buscar una ciudad entre la leyenda y la realidad no era
parte del plan.
—¿Y quieres ir? ¿O solo quieres el título que obtendrías si
tuvieras éxito? —preguntó él.
La respuesta se congeló en la garganta de Huatli. Su propia
reacción instintiva la sorprendió, pero decidió poner en
palabras lo que pensaba.
—Quiero encontrar la ciudad.
El corazón le palpitaba con fuerza. La idea de ser
una exploradora era un concepto aterrador,
completamente distinto a todo lo que creía ser y, sin
embargo, no podía ocultar la gran emoción que sentía al
pensar en hacer otra cosa que aquello a lo que estaba
acostumbrada.
—Nunca pensé que podría ser algo distinto a lo que soy,
Inti. Pero quiero ser algo más que un par de cosas.
—Ya lo eres, prima. —Inti se puso en pie—. Buscaré a
Teyeuh y le explicaré la situación. Estaremos listos para
partir al amanecer. Primero tenemos que encontrar a un
Heraldo del Río que nos guíe.
Comenzó a caminar hacia la armería, se detuvo y miró por
encima de su hombro.
—Poetisa, guerrera... ¿vidente?
Huatli pensó durante un momento.
—¿Poetisa, guerrera, viajera? —sugirió.
Inti consideró la propuesta y contraatacó con otra.
—Poetisa, guerrera, líder de expedición con un cuerpo
capaz de disolverse en el aire.
—Ese título no cabe en un casco, Inti.
—Aún no —dijo él con una sonrisa.
Se marchó y Huatli se quedó sola.
Estaba aterrorizada, emocionada... Iba a enfrentarse al
desafío más grande que se había encontrado nunca.
Así que sonrió.
Al cabo de un rato, caminó despacio hasta donde solía
dormir.
Se tendió en la hamaca y miró hacia arriba, tratando de
recordar las luces, los colores y los sonidos de antes. Había
sentido que cada fragmento de sí misma se encendía y se
disgregaba y, aunque vio que su cuerpo se disolvía, no
estuvo asustada en ningún momento; en vez de eso,
recordó su sensación de júbilo mientras sucedía. Se llevó
una mano al pecho y cerró los ojos, recordando la claridad
del brillo del sol sobre el oro de los tejados de la ciudad; la
pureza de sus ríos celestes de nubes y azul, que parecían
curvarse sobre su cabeza. No se parecía a nada que hubiera
visto antes.
No era una vidente, pero había visto algo. No era una
viajera, pero su misión era viajar. Huatli era doscosas, y
ninguna de ellas parecía conectada con el destino que la
esperaba.
Cerró los ojos y trató de tranquilizarse. Sus sueños
estuvieron repletos de oro que brillaba con los colores de
un lugar más allá de todos los que había visto hasta ahora.
El sueño se encogió, se estiró y se transformó en algo más:
una profecía, y se vio a sí misma tal y como sería algún día.
Era una poetisa, era una guerrera.
Y ahora era una exploradora.
Il
ustración por Tyler Jacobson
Capítulo III:
LA
PRODIGIOSA
CAPITANA
VRASKA
RÁVNICA, CASA DE LOS OCHRAN
Vraska encontró la invitación del dragón dentro del libro
que estaba leyendo.
Llevaba su nombre escrito con letras doradas, y el
pergamino olía todavía a sándalo, ceniza y magia.
Quienquiera que lo hubiera puesto allí mediante un hechizo
había sido lo suficientemente detallista para saber ganarse
su atención.
Al principio le molestó. Los Ochran iban a trabajar para un
cliente nuevo y ya estaba cansada de moverse entre las
sombras, trapicheando con los secretos de Rávnica. Lo que
quería, más bien, era descansar junto a la chimenea de su
casa con un libro que había escogido en sus últimas
vacaciones. Sin embargo, la irritación se desvaneció cuando
leyó el texto de la invitación.
“PLANO DE MEDITACIÓN”
Vraska entrecerró los ojos. Levantó el papel para mirarlo
mejor y giró un poco la nota. La luz del fuego reflejaba un
ligero brillo azul sobre las palabras; se dio cuenta de que la
tinta estaba encantada y que contenía algún otro tipo de
información.
Sostuvo una mano por encima de la caligrafía e
inmediatamente supo dónde tenía que ir y lo que debía
hacer a su llegada.
La imagen le llegó de repente: un plano lejano con una
textura un tanto artificial; mares azules y colinas que se
elevaban hacia el cielo. Supo, sin lugar a dudas, cuál era su
ubicación en el Multiverso. Y supo que, cuando llegara, un
hechizo comprobaría su identidad antes de permitirle
entrar.
Vraska estaba intrigada. Todo aquello parecía una trampa,
así que se puso zapatos planos por si acaso tenía que huir
precipitadamente.
Se concentró en la ubicación; el cuarto a su alrededor
desapareció entre las sombras y caminó entre una miríada
de planos a través de un oscuro y estrecho túnel en el aire.
Estanque
s de Creación | Ilustración por Jason Chan
Aterrizó en un patio cubierto de agua que le llegaba a los
tobillos; una red de relámpagos violetas lo rodeaba
formando una jaula.
Imponía un poco, pero Vraska recordó lo que estaba
explicado en la segunda mitad de la nota. Hizo un esfuerzo
para recordar el hechizo que le permitiría entrar.
Extendió una mano y dibujó un amplio círculo en el aire; con
la otra mano trazó una serie de símbolos. Canalizó el
suficiente maná en el hechizo para que se manifestara un
tibio resplandor de magia negra mientras sus dedos
completaban el círculo.
El resplandor se atenuó y la jaula mágica desapareció con él.
La contraseña había funcionado.
Un dragón batió las alas a pocos pasos de ella.
Era grande, dorado y con forma de serpiente, y tenía una
expresión impenetrable. Inspiraba una extraña calma.
Vraska caminó hacia él, con el agua chapoteando a sus pies,
sin sentir miedo.
Nunca había visto a un dragón tan inmenso y, a la vez,
tan humano. Esta cualidad la inquietaba, pero no iba a
demostrar ningún signo de debilidad.
—Vraska, asesina de los Ochran —dijo el dragón con una
voz que parecía un trueno—, me alegro de que recibieras mi
invitación. Mi nombre es Nicol Bolas y me gustaría
contratarte para poner en práctica tu talento.
Por toda respuesta, Vraska se cruzó de brazos.
—No estoy buscando clientes nuevos —respondió con tono
aburrido.
—No me interesan tus habilidades de asesina.
Ella permaneció quieta.
Nunca la habían contratado para hacer algo que no fuese
matar.
Un pitido se abrió paso en sus oídos; tenía la extraña
sensación de que el dragón también podía oírlo.
Nicol Bolas alzó su formidable cuerpo por completo. Era tan
alto como una torre; sus escamas doradas relucían y su
postura estaba tan lejos de ser reptiliana como le permitía
su anatomía.
—Deseas liderar... —murmuró para horror de Vraska—.
Deseas un mundo mejor para quienes llamas los tuyos.
Pagarías cualquier precio para que recibieran el respeto que
se merecen.
—¿Me lees la mente?
—Estoy haciéndolo ahora mismo.
Vraska había dejado caer los brazos. Tenía la boca abierta
de pánico y los oídos le pitaban todavía por la intrusión del
dragón. Comenzó a invocar la magia necesaria para
petrificar a un enemigo de ese tamaño.
Nicol Bolas bajó la cabeza. Tenía los ojos tan grandes como
platos y los dientes largos como dagas. Sonrió.
—Puedo convertirte en maestra del gremio Golgari, Vraska.
Se le cortó la respiración.
Pensó en Mazirek, en los kraul, en el resto de los asesinos
de Ochran y en el malvado Jarad, que reinaba con una
calma repugnante sobre los más repudiados entre los
repudiados. Recordó sus años de aislamiento y la crueldad
atroz de los Azorios. Ningún grupo merecía sufrir tanto
como aquellos capaces de subyugar a su estirpe.
Todo lo que quería era eliminar de raíz aquel infierno.
Respondió de forma atropellada.
—¿Qué quieres a cambio?
—Hay un lugar en el continente de Ixalan, en un plano
lejano. Se le conoce como la ciudad dorada de Orazca.
Recupera el objeto que se esconde allí, invoca a mi socio
para transportarlo y pondré a tu disposición los medios para
conducir a tu gremio a la gloria que se merece. Tendrás
un imperio, Vraska, si tienes éxito en esta misión.
Se sintió honrada, alarmada y emocionada, todo a la vez.
Nadie la había contratado para algo que no fuese asesinar a
alguien.
Aquello tenía un aspecto muy sospechoso; la bestia no
inspiraba confianza, pero Vraska pensó en su vida de
contrato tras contrato, un asesinato detrás de otro,
desempeñando el rol que otros le habían asignado sin
oportunidad de escapar.
El dragón la miraba.
Quería una respuesta.
Y ella quería ser una líder.
En contra de cualquier sensatez, asintió.
—Acepto tus condiciones —dijo Vraska.
Siempre puedo traicionarlo si esto se pone feo.
—No —dijo Nicol Bolas—, no podrás.
Agitó una garra y Vraska sintió que el pitido en su oído
desaparecía. El dragón había abandonado su mente.
—Necesitarás esto —dijo él, y extendió la garra de nuevo.
Algo pesado cayó en el bolsillo de su vestido.
—Es el astrolabio taumatúrgico —dijo el dragón—. Te
conducirá a la ciudad dorada. También te regalaré el
conocimiento de dos conceptos.
El dragón sostuvo en alto la garra en posición vertical.
—Usarás este hechizo para llamar a mi socio una vez que
llegues al centro de la ciudad dorada...
Un fuerte dolor de cabeza golpeó las sienes de Vraska.
Dobló las rodillas, mareada por la repentina embestida. El
hechizo era complicado, estaba pensado para que pudiera
atravesar mundos; pero ¿a quién se dirigía? No importaba;
estaba diseñado para que solo lo escuchase una persona en
un solo lugar. No tenía el privilegio de saber quién.
Se sintió aturdida, pero impresionada. No tenía ni idea de
que este tipo de hechizo fuera posible y, con todo, ahora lo
conocía a la perfección. Era una llamada que podía cruzar
mundos y que sería escuchada por un solo individuo. No
podía transmitir un mensaje, pero la mera señal metafísica
era suficiente para que el destinatario supiera lo que hacer.
Era increíble y bastante aterrador.
Sin embargo, el dragón aún no había terminado.
—También tendrás que saber navegar.
Esta vez, el impacto psíquico arrojó al suelo a Vraska.
Cayó de cuatro patas sobre el agua poco profunda que
cubría este plano. Jadeó cuando notó el conocimiento que
fluía a través de ella. Corbeta bergantín trinquete cofa
estribor babor mesana quechamarina cangreja gavia… La
mente de Vraska había sido invadida por un océano de
palabras nuevas. Apretó los dientes y bajó la cabeza hasta
que su frente tocó el agua.
Inhaló, exhaló.
Permaneció quieta. El inmenso catálogo de conocimientos
náuticos que residía ahora en su cabeza parecía la
combinación perfecta y horrible de una resaca y una sesión
de estudio. Consiguió no vomitar.
—Te sorprendería todo lo que se aprende durante milenios
de aburrimiento —musitó el dragón—. Nunca encontré la
oportunidad de poner estos conocimientos en práctica,
pero tú y tu falta de alas los necesitarán para cruzar los
mares.
Vraska estaba temblando. Le dolía horrores la
cabeza. Bricbarca as de guía nudo de ocho ancla romana
calma chicha tonelaje francobordo... Los términos, técnicas
y bibliotecas enteras de conocimiento aprendido se
estrellaban como olas contra los acantilados de su mente,
unos sobre otros, mientras hacía un esfuerzo por
catalogarlos.
Al dragón no le importó.
—Márchate ya. No podrás regresar hasta que completes tu
tarea.
El fin justifica los medios, se dijo Vraska a sí misma, mientras
su mente aún trataba de ordenar la inmensa suma de
términos y técnicas que el dragón había introducido en su
cabeza. Si hago esto, conseguiré todo lo que siempre he
querido para mí y los míos.
La zona a su alrededor se oscureció. Vraska regresó a la
noche a través de un desgarro en el tejido del cielo de
mediodía y se escurrió entre los planos hasta llegar a casa.
Tenía un equipaje que preparar.

MAR DE LAS TORMENTAS, IXALAN


El luminoso sol de mediodía había teñido las aguas grises de
un brillante color azul. Una brisa agitaba los bordes de las
olas turquesa y se elevaba, húmeda y tibia, hacia la goleta,
que se deslizaba por la superficie del mar. Unas voces
gritaron por encima de los crujidos de las velas; en la mano
de la capitana Vraska, la manecilla luminosa del astrolabio
encantado viró violentamente hacia el sur.
Levantó una mano esmeraldina.
—¡Timonel!
El timonel, Malcolm, corrió hasta el puente de mando y se
acercó a la capitana Vraska. Malcolm era una sirena, una
raza con dones naturales para la navegación, y un miembro
de toda la vida de la Coalición Azófar. Como celestio, se
especializaba en el uso de mapas, brújulas y astrolabios —
potenciados por hechizos— para extraer más información
de la que proporcionaban las estrellas.
Sire
na vigilante | Ilustración por Chris Rallis
—¿Qué ocurre, capitana?
Vraska le mostró el astrolabio taumatúrgico.
—Tenemos que dirigirnos al sur.
Malcolm, que era un marino cauteloso, emitió un pequeño
ruido de preocupación.
—¿Estás segura?
Vraska asintió.
—Vamos siempre donde indica. Y ahora señala ese camino.
Le entregó el astrolabio a Malcolm. Él se lo acercó a la cara,
como si la proximidad pudiera iluminar de algún modo el
propósito de aquel objeto. Bufó y se volvió hacia su
capitana.
—¿Y tu patrón no te dijo a qué apuntaba exactamente este
trasto?
Vraska suspiró.
—Lord Nicolas no deseaba compartir esta información. Sus
instrucciones solo son encontrar y recuperar el objeto cuya
posición se indica.
La contramaestre subía por la escalera del puente de
mando y miró directamente a Vraska.
—Capitana, la tripulación aguarda tus órdenes.
Amelia, la contramaestre de El Beligerante, era tan alta
como un trinquete e igual de fuerte. Se encargaba de dirigir
el día a día del barco y de supervisar la distribución del botín
y del sueldo. También era una maga con un talento especial
en los hechizos de navegación; con un solo roce de su
mano, levantaba brisas, arriaba velas y amarraba nudos. Se
había hecho con el puesto de contramaestre por
unanimidad, y la tripulación procuraba no enfadarla. Al fin y
al cabo, a Amelia le gustaba emplear sus habilidades
marítimas con fines punitivos, y tener que trabajar envuelto
en una de las velas no era agradable para nadie.
Malcolm se había quedado observando el extraño
astrolabio.
—Pero la dirección en la que apunta nos aleja de las costas
de Ixalan. Y la ciudad dorada no está en ninguna isla.
Vraska habló, segura de lo que decía:
—Con el debido respeto, Malcolm, tú eres el timonel. Si no
crees que debamos continuar esta misión y, por lo tanto,
seguir al astrolabio, es tu decisión. Te suplico que confíes en
mí como yo lo hago contigo.
El timonel apretó los labios. Levantó la vista hacia la veleta y
asintió para sí mismo.
—Pongamos rumbo al sur —dijo firmemente a Vraska.
Vraska miró a la contramaestre y confirmó sus palabras:
 
—Rumbo al sur.
 
Amelia asintió y se volvió al resto de la tripulación en
cubierta.
—¡Rumbo al sur! —transmitió.
La orden de la contramaestre rebotó como un eco por todo
el barco mientras cada uno de los marineros repetía la
orden. Era como una canción improvisada, un verso que se
propagaba como una ola a lo largo de El Beligerante. Vraska
no pudo evitar sonreír.
La tripulación se puso enseguida a desplegar la vela
adecuada, ajustar la arboladura y prepararse para el cambio
de rumbo. Mientras, Malcolm se acercó al timón, se sentó
en su sitio y empujó la enorme rueda hacia un lado. El
Beligerante comenzó a virar sobre las olas. Trabajaban con
diligencia; eran un grupo heterogéneo de humanos, ogros y
trasgos. Todos eran válidos, habilidosos y leales solo los
unos a otros.
Quizás el premio está más cerca de lo que pensamos, se dijo
Vraska a sí misma.
—Por cierto, ¿dónde encontró ese astrolabio lord Nicolas?
—preguntó Malcolm. Estaba empujando poco a poco el
timón a la posición de descanso después de haber
completado el giro del barco.
—Nuestro cliente colecciona objetos extraños. Este es un
préstamo de su colección privada de instrumentos mágicos
de navegación.
Amelia asintió y encendió una pipa que había sacado de un
bolsillo de la casaca.
—¿Has trabajado antes para él?
—No, él vino a buscarme para este encargo. Al principio no
sabía si debía aceptar, pero él estaba seguro de que era la
persona adecuada.
—Es una persona intuitiva —dijo Malcolm con una sonrisa.
Vraska arrugó la nariz. Intuitiva es poco.
—Tiene grandes aspiraciones —respondió—. Las grandes
recompensas entrañan grandes riesgos.
Malcolm sonrió aún más.
—Eso es algo que puedo soportar. No olvidaré decirle a mi
pareja que se espere un buen montón de oro cuando
regresemos.
—Lo tendrás, amigo. —Vraska asintió.
Y lo decía de verdad.
La confianza implícita entre Vraska y su tripulación había
convertido lo que inicialmente era un desafío terrible, un
reto en el que debía utilizar habilidades que nunca había
puesto a prueba, en la época más satisfactoria de su vida.
Se había pasado los meses anteriores seleccionando a los
miembros de su tripulación; aunque al principio había sido
difícil convencer a los marineros de que se uniesen a una
capitana desconocida, Vraska demostró que era digna de
confianza con un sueldo apropiado, un conocimiento
inigualable de las técnicas de navegación y una defensa a
ultranza de aquellos que consideraba los suyos. Los
habitantes de este plano eran tozudos, de lenguaje sucio y
de moralidad variable; y Vraska los adoraba por ello.
Compró su propio barco con una importante cantidad de
dinero y tras no pocas negociaciones, y pronto zarpó para
comenzar su viaje.
En Rávnica, las gorgonas solo podían ser una cosa. Pero...
¿aquí? Aquí una gorgona podía ser lo que le saliera de las
narices. Vraska se deleitaba en su nueva libertad y sonreía
orgullosa cuando pensaba en cómo dirigiría a los Golgari
cuando regresara a casa.
Vraska, Malcolm y Amelia —capitana, timonel y
contramaestre— se sentaron a debatir la logística de la
expedición e inspeccionaron los mapas para trazar la mejor
ruta una vez arribaran al continente de Ixalan.
A pesar de sus esfuerzos, el astrolabio resultaba difícil de
interpretar. En ocasiones cambiaba de dirección y volvía a la
original horas después, y sus varias manecillas señalaban en
direcciones distintas. Vraska había interpretado que la aguja
más grande les indicaría el camino, pero comenzaba a no
fiarse del todo.
Se preguntó lo que le haría el dragón si fracasara en su
misión.
Ese mismo día, uno de los marineros gritó desde el puesto
de vigía:
—¡Ah del barco! ¡Hay un hombre en la costa!
Edgar, el otro mago marítimo del barco, cerró los puños y
envió una corriente a las velas que empujó la galera a través
de un resplandor azul. Por segunda vez ese día, El
Beligerante arrió las velas y se detuvo.
Una roca plana sobresalía del agua cerca del barco; estaba
cubierta de una gruesa capa blanca y la superficie se hallaba
punteada por cientos de gaviotas que buscaban anidar.
Sobre la roca yacía un ser de ropajes azules y piel pálida
quemada por el sol.
Amelia escudriñó por la borda y volvió su rostro redondo
hacia Vraska.
—¿Enviamos a Malcolm?
—No —dijo Vraska, irritada ante la idea de tener una boca
más que alimentar en la travesía—. Preparen el bote
salvavidas. Quiero echarle un vistazo primero.
El encargado de los remos, un hombre adusto llamado
Gavven, preparó un pequeño bote para rescatar al
náufrago. Vraska se asomó para ver quién era.
Estaba tumbado boca arriba en la única parte de la roca
que no estaba cubierta por excrementos de pájaro. Tenía el
pelo moreno e intentaba espantar desesperadamente las
moscas con la escasa energía que le quedaba. Apoyaba la
cabeza sobre un montón de ropas azules, pero medio
sumergida en el agua había una capa con símbolos blancos
que a Vraska le resultaron familiares.
El corazón le dio un salto en el pecho.
No.
Era Jace Beleren.
¿Cómo demonios me encontró?
Vraska no se molestó en responderse a sí misma. El pánico y
la furia se apoderaron de su mente y se preparó para acabar
con la vida del náufrago en cuanto pudiera mirarle a los
ojos. Había tomado todas las medidas y precauciones
necesarias; había usado todo su talento de asesina para
evitar ser descubierta. Nadie de Rávnica sabía dónde estaba
y, en teoría, ningún Planeswalker habría podido
encontrarla. ¿Qué demonios hacía Jace aquí?
Bruscamente, Vraska dejó su telescopio en las manos
emplumadas de Malcolm.
—Yo me ocupo de él.
Se dejó caer dentro del bote de remos y ordenó a gritos a
Gavven que la acompañara. Edgar, el mago marítimo, los
siguió y tomó los remos.
—¡Bajando el bote auxiliar! —clamó Edgar.
Los tres se sentaron y Edgar hizo un gesto cortante con la
mano que hizo que el bote descendiera. El barquito se posó
en la superficie del mar con un chapoteo y Vraska soltó
rápidamente los ganchos de las cuerdas que lo sujetaban.
Volvió a sentarse mientras Edgar remaba y Gavven dirigía el
barco hacia Jace. Con cada golpe de remo, tenía más claro
lo que debía hacer.
Probablemente me lleva siguiendo desde el principio. Tengo
que petrificarlo en cuanto me acerque, antes de que pueda
salir con alguna estratagema y borrarme la memoria. Está
clarísimo que, de todos los entrometidos más molestos del
Multiverso, tenía que ser él.
—Te diría que no te fueras, pero igualmente es un poco
difícil. Es como intentar cambiar de plano saliendo por la
ventana, ¿no? —gritó Vraska.
Edgar y Gavven le dirigieron una mirada confusa, pero
Vraska no intentó explicarles a qué se refería con lo de
“cambiar de plano”. Estaba demasiado enfadada.
—¡Mi barco necesita un mascarón nuevo, Beleren! Dime
para quién trabajas y haré que tu muerte sea indolora.
Vraska invocó esa pequeña llama que siempre ardía en las
profundidades de su mente y su mirada se cargó con la
magia de petrificación que solo las gorgonas poseían. Se
incorporó, sintiendo la magia como un leve calor detrás del
ceño, y, con un solo movimiento veloz, miró a los ojos a su
enemigo.
Pero este tenía los párpados cerrados, sucios y pegados con
sal, y sus mejillas hundidas estaban cubiertas de una espesa
barba que ocultaba los tatuajes de su rostro. Sus brazos
habían desarrollado cierto músculo, pero Vraska podía
contar las costillas de su torso quemado por el sol.
Por los dioses, ¿qué le ha ocurrido?
Parecía mortalmente enfermo. No había agua potable —
que ellos vieran— en aquella isla ni ninguna forma de
sobrevivir. Su aspecto tan deplorable detuvo su plan de
acción.
Era casi como si ya estuviera muerto.
De pronto, Jace tosió y abrió los ojos. Vraska apagó el fuego
mágico de su mente y lo miró con ojos totalmente
normales.
Siempre puedo matarlo cuando me dé algunas malditas
respuestas.
—Jace, ¿qué diablos te ha pasado?
Las palabras le salieron más como una afirmación que como
una pregunta. Tendría que haberlo matado nada más lo vio,
pero la lógica que le ordenaba seguir este plan estaba
empañada por el hecho de que... era él.
¿Por qué siempre era él?

Jace terminó su primer cuenco de gachas en apenas dos


minutos, y su jarra de agua en menos tiempo todavía. Aún
no había dicho nada desde que llegó. Echó un vistazo a la
cocina de El Beligerante con el aspecto de alguien que, a
pesar del cansancio, aún siente interés por lo que le rodea.
Al examinarlo de cerca, Vraska se sorprendió de lo mucho
que había cambiado desde la última vez. No podía haber
ocultado aquellos músculos bajo la capa durante todos esos
años.
Estaban sentados en la cocina y Jace había dejado el cuenco
vacío a sus pies. Vraska indicó a su tripulación que los
dejaran solos y se sentó en un taburete justo enfrente del
mago mental.
Las aletas de la nariz de Vraska se abrían y cerraban.
—Tienes dos minutos para explicarme cómo me
encontraste antes de que te convierta en piedra y te use de
pisapapeles, Jace.
Él parpadeó. Ella levantó las cejas.
Jace negó con la cabeza.
—No te estaba buscando, porque no sé quién eres.
Vraska alzó las cejas tanto como pudo hasta que le dolió la
frente.
—¿Es una broma, Beleren?
Él cerró la boca y volvió a sacudir la cabeza.
—No recuerdo nada desde que me desperté en la primera
isla.
¿La primera isla?
Vraska tomó la cuchara que Jace había estado usando y se
la arrojó al pecho. Él intentó protegerse, pero falló.
—¡Eh!
No era posible fingir semejante torpeza.
—No eres una ilusión —concluyó ella.
La irritación de Jace se convirtió en sorpresa animada.
—Entonces, ¿sabes que puedo crear ilusiones? —Sus labios
se curvaban en una pequeña sonrisa.
Vraska no podía creerlo. ¿Por qué diablos estaba
tan contento? ¿Dónde estaba el Jace macilento y
temperamental, el Pacto entre Gremios que conocía y
odiaba?
Frunció los labios.
—Eres un ilusionista, no un actor. ¿Por qué sigues
mintiéndome?
—Tú sabes más de mí que yo. ¿Qué ganaría diciéndote
mentiras?
—Mucho —respondió Vraska completamente seria—. Creo
que me estás tomando el pelo.
—¿Cómo te llamas?
Esto es el infierno. Estoy en el infierno.
—Me llamo Vraska.
—Vraska. —Jace sonrió otro poco—. Tu nombre tiene una
raíz lingüística distinta a la mía. ¿De dónde eres?
—Sabes perfectamente de dónde soy, imbécil.
Jace la miró con una expresión herida.
Oh...
Vraska se sintió... ¿mal?
Es como un perrito, pensó. Es un labrador con forma de
humano. ¿Pero qué le ha pasado?
Sería mucho mejor si Jace estuviera muerto, pero al menos
era inofensivo en su estado actual. Vraska tenía como regla
personal no matar a quienes no se lo merecieran de algún
modo... y allí, junto a ella, estaba sentado un hombre sin
pasado, sin pecados que él conociese y con un pie en la
tumba.
Vraska se levantó de un brinco y se acercó a los fogones.
Todo lo que había pasado era extraño, inesperado, una
desviación de lo que debía ser esta misión.
No tenía ni idea de qué hacer, así que hizo lo único que
sabía que aliviaría la sensación de indefensión.
—¿Tomas azúcar, Jace?
—Descubrámoslo —dijo él con una mirada juguetona.
Vraska suspiró. Esta dinámica se iba a convertir en un
hábito.
Jace se ensimismó y Vraska lo observó mientras preparaba
el té.
No había misterio alguno en sus movimientos; existía
solamente para el presente. Había desaparecido el Pacto
entre Gremios que ella conocía, la persona que ocultaba su
inseguridad mediante la inquietud, rodeada de un halo de
melancolía. Esta era una versión más musculada, más
sincera y desconcertantemente amistosa del segundo mago
psíquico más peligroso del Multiverso.
—¿De qué nos conocemos? —preguntó Jace, lleno de
curiosidad.
La mente de Vraska dio vueltas a un recuerdo lejano: aquel
en el que mataba a gente terrible con los nombres
apropiados para obtener la atención del Pacto entre
Gremios. Hacía muchos años de eso.
No obstante, admitía que había sido un error de
principiante.
—Te pedí que trabajaras para mí y lo rechazaste.
—¿En qué querías que trabajara?
Vraska eligió sus palabras cuidadosamente.
—Quería que cooperásemos para librarnos de algunas
malas personas en puestos muy importantes.
Sirvió el té en una taza que le alargó a Jace. Este le dio un
sorbo.
—¿Y qué hicieron esas malas personas?
Vraska apretó la mandíbula y le dio la espalda. Arrestarme.
Darme una paliza. Encerrarme cuando no había hecho nada.
Jace dejó escapar un sonido de asombro.
—¿En serio?
Alarmada, Vraska volvió la cabeza hacia él.
Le había leído la mente... pero no se había dado cuenta.
Jace debía de pensar que ella lo había dicho en voz alta.
Él le devolvía la mirada con auténtica preocupación y
empatía.
—Nunca te tendría que haber ocurrido algo así, Vraska.
Su expresión era transparente; la emoción de su voz, gentil
y sincera.
Vraska tarareó mentalmente una canción para ahogar todos
los pensamientos que podía tener al respecto y, al final,
encontró qué decir.
—Mi pasado es parte de mí, pero no me define.
Jace sonrió.
—Conozco esa sensación —dijo con cierto sarcasmo.
Vraska se quedó un poco desconcertada. Al final resultará
que este hombre tiene sentido del humor.
Volvió a rellenar las tazas de té.
—¿Qué es lo primero que recuerdas, Jace?
Sus labios se abrieron como si fuera a decir algo, pero volvió
a cerrarlos. La miró con timidez.
—¿Te lo puedo enseñar?
Vraska se agitó, incómoda.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero practicar... si te parece bien.
Vraska se imaginaba a lo que se refería.
—Sí.
A su alrededor, la cocina comenzó a disolverse. Vraska
permaneció sentada, pero debajo de ella había ahora un
tronco de bambú, más alto que los mástiles del barco. Jace
siguió en su silla, con los ojos brillantes, y comenzó un
resumen imaginario de sus últimos cuarenta días.
Vraska observó que el bambú se convertía en arena clara;
cayó la lluvia sobre una hoguera ficticia y un pescado
reseco; observó cómo Jace aprendía a cazar y a recoger
animales muertos, a construir y a sobrevivir. La gorgona dio
un sorbo de té y se maravilló de la belleza de la isla de Jace
y de la enorme cantidad de cosas que había aprendido
durante su estancia en ella. Jace sonreía, encantado de
enseñarle esas cosas. Claramente le gustaba recuperar los
vacíos que había en su conocimiento y su entusiasmo
resultaba contagioso. Era increíble que hubiera construido
anzuelos, una plataforma, una balsa. Vraska se terminó la
taza de té hacia el final de la demostración y la isla volvió a
convertirse en la conocida madera del barco.
La magia de Jace se desvaneció. Vraska se vio a sí misma
sacudiendo la cabeza. Por supuesto que, entre todas las
personas, él disfrutaría de ser un náufrago sin recuerdos
atrapado en una isla. No obstante, la serie de ilusiones no
había respondido a la pregunta de cómo llegó hasta allá.
—Realmente no recuerdas nada, ¿verdad? —preguntó.
Él le lanzó una mirada agridulce y repitió sus propias
palabras:
—Mi pasado es parte de lo que soy, pero no es lo que me
define... hoy.
Jace había redescubierto sus habilidades para invocar
ilusiones, pero aún no conocía las verdaderamente
terribles. Era inquietante; en este plano, solo ella sabía de lo
que él era capaz.
Miró la taza y suspiró. Tendría que mantenerlo con vida. De
momento, sus talentos le resultarían útiles, y la inocencia
no justificaba matar a alguien, sobre todo en el código de
una asesina. Sin embargo, este caso era diferente...
El hombre que estaba delante de ella no era Jace, no del
todo. El Pacto entre Gremios, como ella lo conocía, ya no
existía.
Si no me pagan, no mato a extraños.
Estaba decidida.
—Pondremos una hamaca para ti en los camarotes —dijo
Vraska—. Pero cuando lleguemos al próximo puerto, te
dejaremos allí y tendrás que apañártelas solo.
Jace asintió y dejó la taza de té al lado de su asiento.
Mira en qué estado se encuentra, pensó Vraska. Está
indefenso. ¿Estoy cometiendo un error al dejarle vivir?
—¿Dijiste algo? —preguntó Jace.
El corazón de Vraska le dio un salto en el pecho. Negó, y
Jace frunció el ceño.
—Qué raro —murmuró—. Deben de ser los ruidos del
barco.
Cata
lejo hechizado | Ilustración por Kieran Yanner
Jace ya había pasado ocho días a bordo del barco y no
terminaba de encontrarse cómodo como invitado en El
Beligerante.
Aunque el médico de la tripulación le había ordenado que
descansara bajo cubierta, Jace se había ganado la fama de
no poder estar mucho tiempo en el mismo sitio.
Un día en el que había calma chicha, Vraska lo observó
mientras desmontaba un telescopio y lo volvía a montar.
El proceso completo no llevó más de quince minutos.
Comenzó examinando el exterior del objeto y buscando sus
grietas; luego utilizó una herramienta del barco para
desmontarlo poco a poco. Acumulaba las piezas
meticulosamente junto a él formando una cuadrícula sobre
el suelo de la cubierta. Una vez que estuvo desmontado del
todo, deshizo sus pasos y volvió a montar las piezas en el
orden inverso al que había seguido antes.
A su alrededor, un pequeño grupo lo miraba con
fascinación. Vraska hacía lo mismo desde las últimas filas,
tan impresionada como perpleja. Susurró algo al oído de la
fascinada contramaestre, que enseguida se disculpó y
arengó a los piratas para que volvieran a sus puestos de
trabajo.
Jace se puso en pie, cohibido, y le entregó el telescopio
recién montado a Vraska.
—Estaré en la cocina, capitana.
Tenía los ojos bajos.
Vraska le dio una vuelta al telescopio en sus manos, volvió
los ojos a Jace y gritó para llamar su atención.
—¡Eh!
Él levantó la vista y Vraska le lanzó un segundo telescopio.
Jace lo tomó y le devolvió la mirada, confundido. Se acercó
a ella.
—¿Qué hago con esto?
—¿Puedes arreglar el mío también? —preguntó Vraska.
Jace sonrió y le dio una palmada en la espalda.
—¡NO! —gritó ella encogiéndose.
Jace se quedó congelado. Amelia se acercó a ellos a
zancadas con sus largas piernas y fulminó al mago mental
con su mejor mirada de contramaestre.
—¡Nadie toca a la capitana! —gruñó.
—Está bien —dijo Vraska, tratando de calmarse—. Él no lo
sabía, Amelia.
El corazón de Vraska palpitaba, presa del pánico. Inspiró
hondo para librarse de la sensación de alarma. No había
tocado físicamente a nadie desde hacía años. La tripulación
no tenía que saber por qué; había razones para ocultar esas
viejas cicatrices de prisión.
—Capitana, lo siento mucho —dijo Jace, con la vista en sus
zapatos.
—No lo sientas —respondió Vraska con un tono algo áspero
—. Simplemente, no vuelvas a hacerlo.

El cielo de fuera estaba encapotado y el aire se notaba


cargado, como si fuera a llover de un momento a otro. El
viento soplaba vigoroso y uniforme; Malcolm había
estimado que llegarían a Zabordada al día siguiente. La
mayoría de los piratas estaban en los camarotes, comiendo
o matando el tiempo.
De repente se oyó la voz del vigía desde su puesto y
Malcolm se apresuró a subir hacia allá. Se detuvo en la
punta del mástil y agitó las alas para elevarse hacia el cielo.
Cuando regresó, aterrizó delante de Vraska y susurró con
brusquedad:
—Hay un barco justo en la línea del horizonte. Lleva velas
negras.
La boca de Vraska se convirtió en una línea delgada. La
Legión del Crepúsculo.

Acora
zado de la Legión del Crepúsculo | Ilustración por Titus
Lunter
El barco enemigo estaba empezando a emerger por el
horizonte entre una oscura niebla mágica. Su casco estaba
hecho de madera compacta y oscura, macerada por el
tiempo y los viajes. Las velas eran tan negras como la
humareda que lo envolvía, y su puente de mando, tan
grande e imponente como una catedral.
Vraska había sobrevivido a cosas peores.
Recordó el primer encuentro que había tenido con los
vampiros de la Legión del Crepúsculo. Había ocurrido en las
primeras semanas de El Beligerante y los tripulantes se
conocían entre ellos tan poco como ella conocía al enemigo.
La cercanía de los vampiros convirtió el mediodía en ocaso y
una nube oscura se cernió sobre el barco. Al principio,
Vraska estaba confusa: ¿por qué un barco más grande
quería abordar el suyo? Pero estaba claro que su objetivo
no era el botín, sino la tripulación. Los conquistadores no
tuvieron que usar las armas. Se encomendaron a sus santos
y comenzaron a alimentarse con una ferocidad que Vraska
no había visto nunca. Aquel día perdió a cuatro marineros,
todos desangrados en el piadoso fervor de los vampiros,
antes de que pudiera petrificar a sus asesinos.
Filo
celeste de la Legión | Ilustración por Daarken
Malcolm estuvo allí ese día.
—Acababan de terminar su Ayuno de Sangre —dijo.
La Legión del Crepúsculo justificaba su sed de sangre con la
idea de que solo mataban a criminales en pecado. No era
coincidencia que vieran a la Coalición Azófar como una
alianza de pecadores.
Vraska recordó, también, lo que le había dicho Amelia que
buscaban los vampiros.
—Quieren una cura para el vampirismo —había afirmado—.
Desean la vida eterna, pero sin tener que beber sangre. El
Sol Inmortal fue robado de sus monasterios y se hicieron a
la mar para buscarlo. Conquistaron nuestras tierras
ancestrales de Torrezón y, al final, terminarán conquistando
todos los hogares.

Huest
eceleste cabalgasombras | Ilustración por Seb McKinnon
Vraska se obligó a volver al momento presente.
Entrecerró los ojos y analizó sus opciones.
Podía intentar ir más rápido que el otro barco y obtener
nuevos suministros en Zabordada... o podía dejar tranquilos
los cofres de El Beligerante y robar el tesoro de los
conquistadores.
Decidió probar la opción divertida.
—¡Todo el mundo a cubierta! —gritó hacia el interior del
barco.
La tripulación acudió a su llamada; subieron a toda prisa las
escaleras de los camarotes y se colocaron en posición a
medida que Vraska los llamaba.
Su corazón palpitaba de emoción. Le gustaba liderar.
Examinó el cielo sobre ellos. Las nubes eran negras y
estaban cargadas de lluvia, pero El Beligerantese situaba a
barlovento. El otro barco tenía las velas desplegadas y, si
Vraska atacaba rápido, podían obtener ventaja de su
posición.
—¡A sus puestos! ¡Cambiemos el rumbo e icemos las
banderas!
Mientras Vraska gritaba las órdenes, escuchó que su
tripulación las repetía por todo el barco. Malcolm corrió
hacia el timón y lo movió bruscamente hacia un lado
mientras la tripulación tiraba de las jarcias para que el barco
virase. Amelia y Edgar, espalda contra espalda, hacían
crecer el mástil central y el palo de mesana a golpe de
magia. El barco comenzó a escorarse a estribor mientras sus
velas se hinchaban con una suave brisa invocada.
Jace salió a cubierta, sorprendido por la agitación y sin saber
bien cuál era su papel.
Un momento de inspiración iluminó a Vraska.
—¡Jace! ¡Aquí arriba! —Lo llamó desde el puente de mando
y le hizo señas para que subiera por la pequeña escalera
hasta donde se encontraban ella y la contramaestre. Él tenía
los ojos muy abiertos de emoción e inquietud.
Vraska lo miró de hito en hito.
—Jace, vamos a abordar ese barco y robarles sus
suministros. ¿Puedes ocultar de algún modo a El
Beligerante?
Los labios de Jace se curvaron en una sonrisa que se
convirtió enseguida en un gesto de determinación.
—Sí, capitana.
Vraska asintió.
—Entonces hazlo.
Jace miró al cielo con ojos brillantes y, como si fuera agua
que se derramaba por una superficie curva, su magia cubrió
por completo a El Beligerante y fue si hubiera desaparecido
de la existencia.
Los miembros de la tripulación todavía podían verse a sí
mismos y al barco bajo sus pies. Jace mantuvo la
concentración y asintió rápidamente en dirección a la
capitana. Vraska sonrió y se volvió a sus compañeros.
—¡Tripulación! ¡Procederemos en silencio hasta que el
barco esté en la posición adecuada para el abordaje!
Cuando estemos lo suficientemente cerca, Jace retirará el
camuflaje y abordaremos el otro barco. Que nadie haga más
que obtener comida y suministros.
Varios de los piratas gruñeron y protestaron.
—Estoy bromeando, amigos míos. —Vraska sonrió—.
¡Tomen todo lo que quieran de esas urracas sedientas de
sangre!
Los piratas rugieron de alegría y se dedicaron a ajustar la
arboladura para apremiar el rumbo.
Jace miró a Vraska.
—¿A qué te refieres con lo de “proceder en silencio”?
—Es una especialidad de este barco. —Vraska se acercó a la
campana de la galera y sacó varias banderas pequeñas de
una caja cercana a la borda—. Aún no le he puesto nombre
a esta táctica.
Sostuvo en alto una de las banderas para que la tripulación
supiera lo que venía ahora. Después, levantó una mano
para lanzar un hechizo.
Trazó una serie de gestos armoniosos en el aire y el
volumen de las voces y ruidos del barco bajó hasta
acallarse. Era un viejo encantamiento de asesinos que había
aprendido cuando trabajaba para los Golgari; desde
entonces, lo había usado en innumerables ocasiones. El
hechizo era insonoro e invisible, y sus efectos, inmediatos.
Incluso si gritaba a voz en cuello, la magia ahogaría los
gritos.
El Beligerante era ahora imperceptible para cualquiera que
no estuviese a bordo.
En ausencia de sonido, Vraska utilizó las banderas de
señalización para comunicar sus órdenes a la tripulación;
cuando lo indicó, el barco trazó un giro y se colocó al
costado del bajel enemigo. La Legión del Crepúsculo los
había visto sin duda antes en el horizonte,
pero El Beligerante se había desvanecido y el barco de los
vampiros navegaba ahora en la dirección incorrecta,
buscando en vano a su objetivo sin encontrarlo.
Vraska le dirigió una sonrisa a Jace y se volvió hacia el
barco. Un trabajo excelente, pensó.
Los labios de Jace formaron las palabras “gracias, capitana”,
que no llegaron a sonar debido al efecto del hechizo de
silencio.
Vraska se hizo una nota mental tan discreta como pudo de
tener más cuidado. No tenía la intención de que Jace fuera
consciente de sus habilidades más aterradoras aún.
La Legión del Crepúsculo dejó caer las velas. Vraska levantó
dos banderas a la vez y El Beligerante se ralentizó para
ajustarse a la velocidad más lenta del bajel vampírico.
Ahora estaban a apenas un barco de distancia de la Legión
del Crepúsculo. Vraska tocó el hombro de Jace y levantó la
mano como una directora de orquesta. Él comprendió y
asintió, manteniendo la ilusión que ocultaba de la vista el
barco.
Vraska cerró la palma de la mano que apuntaba a Jace y, al
mismo tiempo, alzó una bandera negra con la otra.
De repente, el hechizo de silencio se levantó, el barco se
hizo visible y un tercio de los piratas lanzaron un grito de
batalla mientras se arrojaban, sujetos por cuerdas, a la
cubierta del barco de los conquistadores.
Habían tomado totalmente por sorpresa a los vampiros.
Aud
acia | Ilustración por Josu Hernaiz
El silencio dio paso al caos cuando la tripulación de El
Beligerante abordó el barco de la Legión del Crepúsculo. Los
conquistadores vampiros se agitaron perplejos ante el
ataque. La mayor parte de la tripulación fue sometida
fácilmente, con los ojos muy abiertos y la guardia baja, a
medida que los piratas invadían su barco. Algunos habían
acertado a sacar sus armas, y trataron de mantener la
compostura mientras los piratas de Vraska se lanzaban a
por ellos. El aire se llenó del sonido de acero contra acero y
de piratas sembrando el pánico por la cubierta de aquel
barco.
Tram
pa oculta | Ilustración por Deruchenko Alexander
Un refuerzo de vampiros emergió de la bodega. Sus
armaduras estaban tan limpias y brillantes que lanzaban
destellos y, sin duda, eran de mayor calidad que aquellas
que llevaban los piratas. Estos conquistadores eran la carne
de las leyendas y los mitos: sofisticados y salvajes, malditos
para siempre. Sus ojos encendidos centelleaban desde
debajo de sus yelmos dorados, y sus colmillos brillaban a la
luz del sol.
—¿Qué tipo de vampiros son? —preguntó Jace por encima
de la multitud.
Vraska lo miró con cara de “¿me estás tomando el pelo?”.
—¿Recuerdas que existen los vampiros, pero no tu propio
nombre?
—Recuerdo las cosas que importan —respondió él con un
amago de sonrisa.
Desde su puesto elevado, Vraska escuchó que uno de los
vampiros gritaba por encima de los demás.
—¡Santa Elenda, otórgame la constancia para limpiar este
mar de pecadores!
La santa no te escucha, se dijo Vraska. Pero yo sí.
Corrió por uno de los lados del puente de mando y se arrojó
por la plancha de desembarco, blandiendo su alfanje contra
vampiros y humanos, mientras los apéndices que hacían las
veces de su cabello se retorcían de emoción. Jace se lanzó a
la batalla detrás de ella, invocando a varias copias de sí
mismo para que corriesen entre el confuso grupo de
conquistadores de la Legión del Crepúsculo.
Las ilusiones saltaban y evitaban ataques, distrayendo a los
vampiros el tiempo suficiente para que los piratas los
neutralizasen.
Después de acabar con varios vampiros con el alfanje,
Vraska gritó por encima del caos:
—¡Traedme al capitán!
Su llamada fue respondida con la aparición de un vampiro
de armadura bruñida y dorada. Su coraza estaba llena por
completo de románticos grabados y era casi una afrenta al
clima tropical en el que se encontraban. Miró a los ojos a
Vraska y cargó, con la espada en ristre y los colmillos fuera.
La gorgona sonrió.
Vraska esquivó la espada del vampiro y comenzó a
acumular la energía mágica que necesitaba para petrificar.
Para ganar tiempo, atacó al capitán con su alfanje.
Este siseó y escupió, respondiendo a cada golpe con su
arma.
Vraska se sorprendió cuando Jace apareció a su izquierda...
y a su derecha. Las ilusiones gemelas confundieron al
capitán lo suficiente para que Vraska consiguiera acertarle
con el alfanje. Uno de los dos Jace logró asestarle también
un puñetazo, y Vraska se dio cuenta de que
estaba físicamente a su lado.
El vampiro esquivaba, bloqueaba y golpeaba mientras
murmuraba una plegaria; no quitaba ojo a los clones de
Jace, intentando distinguir cuál de ellos era el real.
Se escuchó un grito del auténtico Jace cuando el vampiro le
agarró del cuello. El clon desapareció al instante mientras
Jace cerraba los ojos con fuerza e intentaba soltarse. El
vampiro abrió la boca... y entonces Vraska se interpuso.
Miró a los ojos al capitán mientras liberaba toda la magia
que había estado acumulando.
La piel y la armadura del vampiro se convirtieron en piedra.

Des
precio de Vraska | Ilustración por Clint Cearley
Bajó la vista al suelo por un segundo, evitando los ojos de su
tripulación a medida que la magia se disipaba; luego miró a
Jace.
Este había logrado librarse del agarre del vampiro
petrificado y ahora la observaba con expresión de sorpresa.
Vraska se sintió incómoda; no por haberse mostrado tal y
como era, sino porque el rostro que la miraba no estaba
contraído por el horror, sino iluminado por la admiración.
Jace no tenía miedo. Al contrario: estaba fascinado.
Los vampiros que quedaban se arrodillaron en señal de
sumisión bajo la supervisión de Malcolm y Amelia, que
enseguida los ataron mágicamente con cuerdas y retazos de
sus propias velas.
—Limpiad sus bodegas, tirad al mar todas sus armas y llevad
a este a El Beligerante —dijo, dando una patada al capitán
de piedra—. Creo que ya tenemos mascarón nuevo.
La tripulación se rio y Vraska sonrió durante un momento.
Se dio la vuelta y regresó a su propio barco mientras los
piratas comenzaban a desvalijar el de los vampiros.
El mago mental había resultado absurdamente útil.
Cruzó la plancha que separaba los dos barcos y Jace la
siguió. Ya en la cubierta del otro barco, se acercó a hablarle.
—No sabía que podías hacer eso —comentó él.
—Pues... sorpresa —dijo Vraska encogiéndose de hombros.
—Oye, Vraska. —El tono de Jace era serio y honesto—.
Estaba en apuros y me salvaste. Te lo agradezco.
La gorgona le miró, confusa.
—¿No tuviste miedo?
Jace negó con la cabeza.
—Creo que tienes mucho talento.
Vraska no supo qué responder a eso.
Los cumplidos le resultaban tan extraños como volar.
Jace le era útil. Quizás era mejor que lo mantuviese bien
cerca de ella para poder utilizar sus habilidades.
Y así, Vraska habló con seguridad:
—Hace tiempo pensé que haríamos un buen equipo,
Beleren, y parece que estaba en lo cierto. ¿Quieres
quedarte con nosotros y ayudarme en mi misión?
La sonrisa de Jace se ensanchó. Era el gesto de un viajero
curioso que acababa de descubrir un lugar nuevo.
—Me encantaría.
Ja
ce, náufrago astuto | Ilustración por Kieran Yanner
Capítulo IV:

LOS
MOLDEADORES
KOPALA
Al principio, nosotros estábamos allí.
Antes de que la primera pata de dinosaurio se posara en el
suelo, mi pueblo recorría las aguas de Ixalan y escuchaba.
Los nueve afluentes nos revelaron sus nombres secretos y, a
cambio, prometimos llamarlos solo en caso de necesidad.
Les susurrábamos a las raíces mientras caminábamos entre
ellas y se apartaban para dejarnos paso; no porque
fuéramos sus maestros, sino porque nosotros, solo
nosotros, sabíamos pedirles permiso. Hablábamos con el
viento, las olas y las ramas que se agolpaban sobre nuestras
cabezas. Les dimos forma para que sirvieran a nuestros
intereses y ellas nos dieron forma para que les sirviésemos a
ellas.
Aquellos que dominan a las bestias olvidan que estábamos
aquí antes que ellos... aunque una vez lo supieron. Los
chupasangres y los piratas puede que no lo supieran nunca,
aunque ellos también olvidaron muchas cosas que solo
nosotros recordamos.
Somos poderosos, pero antes lo éramos mucho más.
Kop
ala, protector de las olas | Ilustración por Magali Villeneuve
A veces me pregunto cómo era todo antes de que los
jinetes de los dinosaurios se expandieran por el continente.
Nosotros gobernábamos estas tierras y, hace tiempo,
también controlábamos su destino. Me pregunto qué clase
de moldeador sería si hubiera vivido en aquella época. Si
hubiera sabido lo que ahora sé.
Por supuesto, especular es inútil. Todo lo que conozco es el
presente. Tishana hizo todo lo que pudo para grabarme
esto en la cabeza. Por mucho que me pregunte “por qué” o
“qué habría pasado si”, no puedo desviar el curso del río.
Somos nueve moldeadores. Nueve para dirigir a las nueve
grandes tribus. Los afluentes comparten sus nombres con
nosotros; cada uno le habla solo a su moldeador, cada uno
inspira solo a uno de nosotros. Yo tenía otro nombre, no
hace mucho tiempo, cuando no era más que otro chamán
que surcaba los ríos; pero el río Kopala me eligió, al igual
que eligió a Kopala antes de mí, así que ahora soy Kopala y
Kopala soy yo.
Kopala es un riachuelo lánguido que forma meandros desde
su nacimiento en las montañas y se detiene a reflexionar en
pequeños lagos. Somos muy parecidos. Estaba meditando
cuando sus aguas me encontraron y se alzaron hacia mí,
empapando el pequeño calvero en el que me encontraba.
Abrí los ojos y me vi reflejado en las aguas tranquilas; y a
partir de ahí, el río y yo fuimos uno.
No tiene sentido preguntarse “qué habría pasado si”. Soy un
moldeador, y ese es el único camino que conoceré. Me
enorgullece llevar este título. Soy el más joven de los
moldeadores, el más pequeño entre los más grandes. Aún
tengo mucho que aprender. Mi tribu depende de mí; los
otros moldeadores dependen de mí. El propio Ixalan
depende de mí.
Por eso me encuentro flotando aquí, en las aguas místicas
del manantial primigenio, meditando. Tishana, mi mentora,
está conmigo y me guía, aunque ha dejado su cuerpo
sentado en la fronda de más arriba.
Man
antial primigenio | Ilustración por John Avon
Puedo sentirlo todo: el Gran Río, los nueve afluentes, la
forma en la que se agitan las ramas del árbol Raizprofunda
mucho más lejos, los movimientos suaves de las mareas y
de los vientos. Proveniente de un lugar que ningún ser vivo
conoce, siento el latido de Ixalan, el continuo tamborileo de
la ciudad dorada de Orazca.
El poder de Orazca no se parece a ningún otro. Es distinto al
viento y las olas, a los esfuerzos efímeros de los vivos y a los
lentos movimientos que braman desde de las
profundidades de la tierra. Representa muchas cosas para
mucha gente, pero su verdad continúa oculta. Sin embargo,
lo que esno se puede explicar con palabras. Es un pulso
constante, un ritmo que llega a todos los lugares de este
mundo pero que solo oyen aquellos que saben escucharlo.
El pulso se interrumpe un momento.
Abro los ojos.
Tishana está aquí a mi lado y me conduce de vuelta hacia lo
profundo, recordándome sin palabras que
debo ver y sentir lo extraño para poder reflexionar sobre
ello; y que debo dejar que me inunde como el agua del Gran
Río que desciende por el cañón hacia el mar, hacia donde
todas las cosas deben regresar alguna vez.
Cierro los ojos. Seguimos meditando. No puedo evitar estar
alerta por si el pulso se interrumpe de nuevo, pero esto no
sucede. Pronto la presencia de Tishana se desvanece y
nuestra meditación llega a su fin.
Abro los ojos y mi cuerpo regresa a mí. Nado hasta el fondo
del río, me doy impulso levantando una nube de limo y subo
desde lo profundo hasta la superficie. El aire del claro que
rodea el manantial primigenio es tan húmedo que apenas
necesito usar los pulmones, aunque, por supuesto, el halo
de niebla húmeda que pasa a través de mis branquias no
sería suficiente para mantenerme vivo. Inspiro y espiro; la
manera de iniciar la meditación en el Imperio del Sol, según
he oído. Nuestras técnicas, diseñadas para servirnos tanto
en el agua como en la tierra, se centran en el pulso.
Tishana camina sobre un sendero de ramas curvadas, que
terminan depositándola suavemente en la orilla seca. Su
figura se encorva tristemente; las facciones de su rostro
parecen marchitas. Es la más anciana de nuestro pueblo, la
única que recuerda los tiempos en que la mayoría de
árboles de este claro aún no eran más que pequeños
brotes.

Tishan
a, Voz de la Tormenta | Ilustración por Anna Steinbauer
—Lo sentiste —dijo ella.
—Sí —respondo—. ¿Qué era?
—Una perturbación de lo intangible. Como un delfín que
intenta saltar por encima de la superficie del mar y no lo
consigue. No sé lo que significa, pero...
Se detiene, lo que me da la oportunidad de hablar. Cuando
comencé a seguir las enseñanzas de Tishana, solía callarme
en estos casos por deferencia. Pero, con el tiempo, me di
cuenta de que, si ella pensaba que yo podía tener la
respuesta, su silencio podía continuar indefinidamente.
—Pero tiene que ver con Orazca —digo.
Orazca. La ciudad dorada. El lugar que nuestro pueblo juró
mantener en secreto, incluso de nosotros mismos.
—Y lo que tiene que ver con Orazca afecta al mundo entero
—dice Tishana.
Se da la vuelta y, entonces, yo también la siento: una
corriente de magia que viene del norte. Una ola avanza por
la jungla. Es un grupo grande en movimiento que se acerca.
De repente están en la frontera del claro, un grupo de unos
veinte Heraldos del Río. Se colocan en formación, rodeando
algo que no puedo ver, custodiándolo. Al frente está
Kumena, su moldeador. Es ágil y esbelto, con ojos
penetrantes y actitud dominante.
El río Kumena fluye muy deprisa sobre rocas afiladas. Es un
obstáculo terrible para nuestros enemigos y un peligro
incluso para nosotros. El moldeador Kumena no es diferente
a su río y tal vez sea el más poderoso de nosotros, con
excepción de Tishana.
—Moldeadora Tishana —dice, y su voz resuena a través del
claro. Me saluda con la cabeza, como si solo después
hubiera pensado en mí—. Moldeador Kopala.
La banda de Tishana y la mía, arremolinadas en torno al
manantial, observan y escuchan.
Ella inclina la cabeza. Yo hago una reverencia.
—Moldeador Kumena —dice Tishana—. Qué fortuna que el
Gran Río te haya traído aquí.

Revel
ación exuberante | Ilustración por Lucas Graciano
—Tal y como nos guía a todos —responde
automáticamente Kumena. No hay ninguna deferencia en
su voz: ni al Gran Río que nos guía ni a la moldeadora que
nos dirige.
—¿Qué te trae al manantial, moldeador Kumena? —
pregunta Tishana.
Kumena señala con el dedo a su banda y esta se abre para
revelar un fardo sobre el suelo. No, no es un fardo; es un
hombre. Un soldado del Imperio del Sol, zarrapastroso pero
entero, atado por completo con enredaderas. Sus ojos están
llenos de odio.
—He cazado esto —escupe Kumena— en la linde oeste del
Gran Río en compañía de otros de los suyos y sus bestias.
Sabes lo que buscaban.
Tishana hace un gesto de desdén con la mano.
—Llevan buscando Orazca mucho tiempo —afirma—. Una
patrulla en la linde más lejana del río no quiere decir que la
hayan encontrado. Igual que los chupasangres, su devoción
no implica su éxito en esta empresa.
Kumena se vuelve hacia su cautivo. Clava los ojos en los
suyos, donde brilla un odio mutuo.
—Cuéntales lo que me dijiste.
El hombre hace una mueca, pero comienza a hablar. No sé
lo que le ha hecho Kumena ni a él ni a sus amigos, pero
detrás de todo su odio distingo también el miedo.
—Varias fuerzas se ciernen sobre la ciudad dorada —dice—.
Nuestros espías nos han hablado de dos capitanes piratas...
Las historias son increíbles, pero parecen ser verdad. Uno es
un hombre con cabeza de toro. La otra es una mujer con el
cabello como ramas de árboles que te mata con una sola
mirada. Esta mujer tiene un instrumento, un astrolabio, que
dice que apunta hacia la ciudad dorada. Hablaba de ello
abiertamente en la ciudad flotante.
Un murmullo se eleva de entre los Heraldos del Río.
Nosotros también tenemos espías y hemos oído hablar de
cosas parecidas. Sin embargo, Kumena fulmina al hombre
con la mirada.
—¿Y qué más? —exige. El hombre se encoge.
—Una de los nuestros, una de los campeones solares, ha
lanzado un hechizo que reveló la localización de la ciudad
dorada —asegura. No puede evitar que el orgullo se
desprenda de su voz—. Piensa acudir a sus puertas.
Kumena da la espalda al hombre y extiende los brazos
abiertos.
—La situación cambió —dice. Habla con Tishana, pero en
voz alta; lo suficiente para que le oiga todo el mundo en el
claro—. Orazca está amenazada. No se puede proteger un
lugar cuya situación ni siquiera se conoce.
Tishana entrecierra los ojos. No eleva el tono de voz, pero
en sí, es más alto que el del moldeador. Por algo la llaman la
Voz de la Tormenta. Sus meros susurros pueden arrancar
árboles de cuajo si se lo propone. Solo está dejando salir
una pequeña ráfaga de ese poder.
—Orazca debe ser protegida de cualquiera que pueda
abusar de sus dones —declara—. Incluso de nosotros
mismos.
—Es demasiado tarde para eso —dice Kumena—. Ya
sabemos que los chupasangres tienen a una visionaria que
los guía. Ahora los jinetes de bestias también, y los
saqueadores han conseguido este aparato. Nos sobrepasan
por cientos en número y están más decididos que nunca. Si
todo fluye en esta dirección, Orazca será descubierta.
—¿Y qué sugieres que hagamos, moldeador Kumena? —
pregunta Tishana—. Por favor, ilumínanos.
Kumena está nadando en aguas tumultuosas y lo sabe, pero
continúa.
—El momento llegó —dice—. Debemos hacernos nosotros
con el poder del Sol Inmortal o caerá en manos enemigas. El
sol se descolgará del cielo, las aguas se congelarán y esta
tierra que nos ha visto nacer se convertirá en nuestra
tumba, a menos que actuemos ahora mismo con decisión.
¡No tenemos alternativa!
El claro se queda en silencio.
Tishana permanece tranquila. Su actitud es firme, segura,
valiente. Me cruza otra posibilidad por la cabeza: ¿qué
pasaría si fuera yo quien se enfrentara a Kumena? ¿Debería
hacerlo en este momento?
—Recuérdanos, Kumena, por qué los forasteros que
encuentren el poder de Orazca traerán sobre nosotros la
miseria.

Chapi
teles de Orazca | Ilustración por Yeong-Hao Han
La voz de Tishana se hace más y más fuerte. Sus ojos son
estrellas y su voz, una ola rompiente. Doy un paso hacia
atrás, pero Kumena no se deja intimidar.
—¡Lo utilizarían para el mal! —sisea—. El Último Guardián
nos confió el Sol Inmortal a nosotros y, si dejamos que caiga
en manos de forasteros, estamos abandonando nuestra
obligación. Nos destruirán, ¡y al mundo entero junto a
nosotros!
—El Último Guardián nos encargó mantenerlo oculto —dice
Tishana, inevitable como un huracán—. Nos encargó que no
fuera utilizado, Kumena. Olvidas tu lugar y nuestro deber.
El agua del manantial ha comenzado a arremolinarse en
torno a Tishana. El aire se mueve por mis agallas más y más
rápido. Ahora Kumena sí que da un paso atrás, pero se
vuelve hacia los Heraldos reunidos. Hacia mí.
—¡Seguro que tú también lo ves! —me dice—. ¡Toda esta
filosofía de la inacción no tiene sentido si la ciudad se
convierte en un arma en manos de nuestros enemigos! ¿Me
ayudarás a defender a nuestro pueblo?
Me mira fijamente. Tishana también.
Debo dejar a un lado mi juego de “qué pasaría si”. Sé que
debo dar mi opinión, romper el empate, ser la voz que
decida. Un líder tiene que ser decidido y, por tanto, así debo
ser.
Mis palabras son como yo: fluidas y ecuánimes, medidas y
justas.
—No puedo negar que hay algo de verdad en las palabras
de Kumena. Si los forasteros toman la ciudad, esto solo
puede traer miseria. El Sol Inmortal trajo la ruina a esta
tierra una vez y a duras penas sobrevivimos. Si alguien
volviera a utilizarlo, significaría el final de todo lo que hemos
construido y el fracaso de la labor que se nos encomendó.
»Sin embargo, si el Último Guardián hubiera querido que
usásemos su poder, nos lo habría confiado directamente. La
historia del Sol Inmortal es la historia del mal uso que le
dieron los mortales. No soy tan arrogante para creer que
nosotros solos podemos llevar el peso de esta
responsabilidad.
»La moldeadora Tishana lleva razón —digo con confianza—.
Tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos
para impedir que nadie tome la ciudad dorada. Y eso nos
incluye a nosotros. No puedo confiar en nadie que se
muestre tan ansioso por hacerse con semejante poder.
Siento el orgullo de mi raza en la voz, veo el orgullo de
Tishana en sus ojos. Pero tengo la impresión de que he
elegido el bando equivocado.
Los ojos de Kumena centellean y, de pronto, todo sucede
muy deprisa.
Kumena hace un gesto con la mano. El guerrero del sol cae
y es arrastrado a las profundidades del manantial con un
grito ahogado. Los miembros de la banda de Kumena se
miran, con pocas ganas de unirse a su rebelión. La gente de
Tishana y la mía corren en dirección al claro. A nuestro
alrededor giran corrientes de agua y de viento.
De repente, Tishana se queda muy quieta y Kumena hace lo
mismo un momento después.
Siento que algo tira de mi pecho: es una conexión, algo
como un hilo de araña que se tensa como un arco. Durante
unos instantes, esperamos, con todos los sentidos alerta,
sabiendo en lo más profundo del corazón que alguien se
acerca a la costa.
Tishana pone la mano en la superficie del agua. Sus ojos se
abren de golpe.
—Se acercan barcos. Kumena, si son los intrusos de los que
tanto hablas...
Kumena suelta un bufido.
—Me ocuparé de ellos, pero esta estrategia no conseguirá
que duremos cien años más. Ni siquiera uno más. Les he
advertido.
Con estas últimas palabras, una esfera de agua y ramas
brota alrededor de Kumena. Hay un destello de magia, un
remolino de agua y después él ya se ha ido. Se ha marchado
del claro y avanza por la jungla como la ola de una corriente
imparable que arrastra barro y raíces enredadas.
Busco con magia bajo la superficie del agua, esperando
encontrar al guerrero del sol, pero su cuerpo está quieto,
ahogado.
—¿Se fue a buscar Orazca?
Tishana niega con la cabeza.
—Si Kumena pudiera encontrar Orazca él solo, creo que ya
lo habría hecho —responde—. E incluso si pudiera,
intentaría deshacerse antes de sus rivales.
—Piensas que, antes, buscará a estos rivales que parecen
conocer el camino —aventuro.
—Sí —dice Tishana—. Y pienso seguirlo.
—¿Tú? Pero, moldeadora, tú eres...
—Una anciana —dice, guiñando el ojo—. Lo sé, pero aún no
estoy decrépita, moldeador Kopala. No todavía. Me
marcharé ya; solo yo puedo tener la esperanza de
detenerlo.
—Iré contigo —digo.
—Quédate —responde Tishana—. Te necesito para que
unas a nuestro pueblo y estés listo para dirigirlo. Si Kumena
toma Orazca..., si alguien, quien sea, lo hace...,
necesitaremos todas nuestras fuerzas para reconquistarla.

Sa
ntuario de los moldeadores | Ilustración por Zezhou Chen
—No —digo—. Por favor, moldeadora. La mantuviste en
secreto por una razón.
Tishana me pone una mano en el hombro.
—Hay una cosa en la que Kumena no se equivoca —dice—.
No creo que podamos seguir manteniendo oculta la ciudad
dorada. Y, si no puede ser así, debemos confiar en que el
Gran Río nos dará la sabiduría para defenderla sin usar su
poder.
—La sabiduría que le falta a uno de los más grandes entre
nosotros —murmuro—. No puedo decir que sea mucha
esperanza.
—Llámalo como quieras —dice ella—. Tenemos el mar
abierto ante nosotros y una corriente a la espalda.
Entonces, el agua y la vegetación la envuelve, los árboles se
inclinan ante su paso y se marcha.
Nuestro pueblo me mira.
—Descansen —digo—. Mediten sobre lo que ha sucedido.
Por la mañana, enviaré mensajeros a todas las tribus.
Seguiremos las indicaciones de la moldeadora Tishana.
La mayoría de ellos emiten murmullos de aprobación, pero
algunos gruñen. La banda de Kumena ya se ha evaporado.
Bajo el manantial, mando a las raíces y las lianas que
envuelvan el cuerpo del guerrero del sol y lo entierren en lo
más profundo del estanque, para que descanse y dé
alimento a los árboles que crecen allí. No es el final que él
habría esperado, pero es lo mejor que puedo hacer.
Me arrojo al agua del manantial. Puedo sentirlo todo: el
Gran Río, los nueve afluentes, la forma en la que se agitan
las ramas del árbol Raizprofunda mucho más lejos. Nuestros
dos mejores campeones se alejan en estos momentos de
mí; se abren camino en la jungla a su paso y la vegetación
vuelve a crecer detrás de ellos mientras avanzan hacia el
este.
¿Y si me hubiera unido a mi mentora?
¿Y si ella fracasa?

TISHANA
El viento agita las membranas de mis agallas y el aroma de
la marea baja tira de mi cuerpo mientras me acerco al único
estudiante al que le he fallado.
Encuentro fácilmente el rastro de Kumena; es una línea
recta desde donde estábamos a donde estamos. Su
inmadurez es tan evidente como su ego. Sí, es un
moldeador poderoso, pero es tosco, ingenuo y tan
impetuoso como su río. Aquellos elegidos para llevar el
nombre de Kumena son librepensadores apasionados y
siempre listos para actuar; y aunque este Kumena es todas
esas cosas, tiene un lado cruel que lo hace peligroso.
Cuando fue estudiante mío, puso a prueba todos los límites.
Guardo un recuerdo cariñoso de todos mis estudiantes,
pero mis recuerdos de él se mezclan con dolores de cabeza
y resentimiento. No iría tan lejos para decir que le he fallado
como mentora; pero sí que tuve un éxito relativo. No puedo
enseñar la madurez, es algo que cada uno debe desarrollar.
Frente a mí se extiende la inmensidad del océano. Es
hermoso, pero también da algo de miedo; nosotros
preferimos las aguas turbias y frescas de los ríos que no nos
irritan la piel con la sal. Él está de pie delante de mí, con los
brazos levantados, agitando el mar y las olas en una
turbulencia espumosa.
—Podemos conjurar mil tormentas mil veces, o podemos
levantar una ciudad una sola vez —dice Kumena sobre el
rugido del mar—. ¿En qué crees que deberíamos emplear
nuestra energía? ¿Cuál de las dos cosas es una
mejor administración, Tishana?
—Despertar a Orazca no es una opción.
Englobo su hechizo en mi propia magia. Mis olas arrastran
los barcos enemigos hacia la costa y mi lluvia azota sus
velas.
Recha
zo torrencial | Ilustración por Raymond Swanland
—No te permitiré poner en peligro más vidas. No te
permitiré responder a las contingencias con contingencias ni
a la rabia con más rabia.
Noto que se libera del hechizo y da un paso atrás; observa
con admiración cómo mi magia sacude los barcos en la
distancia, como hojas secas sobre un río agitado.
—Siempre fuiste más habilidosa que yo —resuella.
Estrello uno de los barcos contra un montón de rocas en el
mar.
—Crees que eres más listo que tus mayores —le digo—. Esa
será tu perdición.
—Y tu edad será la tuya.
Miro por encima del hombro justo a tiempo para ver el
puño de Kumena que se estrella contra mi rostro.
Y el mundo se oscurece.
Capítulo V:

ALGO MUY
DIFERENTE
Jace pasó los días siguientes en un feliz aturdimiento.
Estaba activo y ocupado, pero a menudo le distraía el ruido
del barco.
El Beligerante crujía y gemía mientras surcaba las olas; la
tripulación cantaba, reía y transmitía las órdenes de los
altos cargos. Pero, sobre todo, cada sonido le llegaba en una
corriente continua de conversación.
Aun cuando sus oídos no escuchaban nada, Jace podía
discernir una cháchara sin fin.

Tripulación alborotada | Ilustración por Steve Prescott


Era molesto, y Jace terminó por decidir que la mejor
solución era ahogar el ruido con actividad.
Comenzó a relacionarse con los piratas y se deleitó en el
aprendizaje de nuevas técnicas y tareas. Amelia, la
contramaestre y una de las personas que dirigían el barco,
estaba más que dispuesta a enseñarle. Ajustaba las velas y
las cuerdas ayudada por la magia y enviaba ráfagas de
viento para cambiar de dirección; con ello, Jace tenía que
hacer que el barco volviera a su rumbo.

Intenden
te de la Perfidia | Ilustración por Josh Hass
Kerrigan, el ogro corpulento que hacía de cocinero, le
enseñó a mantener vivo el fuego de la cocina sin provocar
un incendio en el barco. Gavven, el oficial de suministros, le
enseñó los contenidos de la bodega del barco (después de
insistirle durante muchas horas).
Mientras tanto, Jace dedicaba una hora cada día a entrenar
sus propias habilidades. Durante el mes que había pasado
en el barco, sus ilusiones se habían hecho más detalladas,
más convincentes.
Cinco días después del abordaje del barco de los
conquistadores, atracaron en Zabordada. No tenían
necesidad de adquirir ninguno de los suministros más caros.
Siguiendo órdenes de la capitana, la tripulación de El
Beligerante desembarcó para descansar, relajarse un poco y
salir de juerga algo más que un poco.
Jace nunca había imaginado un lugar tan diferente o tan
emocionante cuando puso el pie en el embarcadero.
Las calles de Zabordada eran planchas de madera extraídas
de miles de barcos de la Coalición Azófar. La ciudad en sí,
que estaba construida sobre una serie de plataformas
flotantes, era un territorio neutral donde los piratas se
daban cita para intercambiar productos, herramientas,
tesoros e historias. Era un pequeño imperio de favores y
obligaciones; un lugar en el que los viajeros encontraban lo
que necesitaban, gozaban de esparcimiento y forjaban
alianzas duraderas. A Jace le habían contado que, antes de
que la Legión del Crepúsculo llegara a Ixalan hacía dos años,
a Zabordada no le afectaba en absoluto la guerra en
Torrezón.
Amelia palmeó el hombro de Jace.
—¡Jace! Nos vamos al Puerto Llameante para tomar unas
cervezas y jugar a las cartas. ¿Te vienes?
Jace se encogió de hombros y sonrió. Sintió que otra
persona le tocaba el hombro y se dio la vuelta para toparse
con Calzón, un trasgo tan hábil con los nudos como
poderoso de voz.
—¡CERVEZA Y CARTAS! ¡CERVEZA Y CARTAS! —cantaba con
fervor.
Amelia le dio una patadita al trasgo.
—¡Eh, Calzón! Todavía me debes dinero del último puerto,
¡así que nada de cantar por el momento!
—¡CERVEZA Y CARTAS!
La contramaestre sacudió el dedo.
—Deuda, cerveza y cartas.
Calzón se calló y sacó dos monedas de debajo del sombrero.
—¡DEUDA, CERVEZA Y CARTAS!
Amelia se metió las monedas en el bolsillo y asintió.
Vraska se acercó, dando grandes zancadas, y saludó con la
cabeza.
—Disculpen, Calzón y Amelia, pero Malcolm y yo tenemos
que hablar de un asunto con el miembro más reciente de
nuestra tripulación.
Amelia y Calzón asintieron. Vraska continuó:
—Pero nos uniremos a ustedes después para festejar.
Calzón levantó el puño.
—¡DEUDA, CERVEZA, CARTAS Y FESTEJOS!
Malcolm apareció a su lado, con una expresión traviesa en
su rostro de ave.
—Capitana, Beleren, por aquí, si hacen el favor.
Se despidieron y siguieron a Malcolm.
La sirena guio a Jace y a Vraska a través de una de las calles
estrechas y torcidas de Zabordada hasta su tugurio favorito.
El aire apestaba con la marea baja y las gaviotas se reían
desde los tejados de hojalata. Dejaron atrás varias tiendas y
tabernas atestadas en las que se oían las risas de los piratas;
el débil fuego de los candiles de aceite que colgaban de los
aleros les indicaba el camino.
Malcolm señaló a un edificio cualquiera que parecía colgar
del lado de uno de los embarcaderos. Fuera tenía un letrero
colgado. Decía, en letras descascarilladas: “LA RABADILLA
DEL OFICIAL”.
—Es una joya —dijo la sirena con orgullo acaramelado.
Abrió la puerta (que sin duda provenía de un barco, puesto
que aún tenía un cuchillo clavado) y cruzó alegremente la
taberna hacia el mostrador.
Vraska y Jace lo siguieron y se sentaron en una mesa. Jace
miró a su alrededor: aquel lugar tan extraño lo abrumaba.
Las paredes estaban cubiertas de manchas de humo, y unos
candiles misérrimos iluminaban una serie aún más
misérrima de mesas y sillas medio rotas, cada una de ellas
ocupada por el villano más degenerado que pudiera
imaginarse. El trasgo que hacía de camarero miró a los
forasteros con el ojo que le quedaba y escupió en un
sombrero boca arriba.

Truh
anes en busca y captura | Ilustración por Volkan Baga
Vraska miró a Jace; no estaba segura de lo que le parecía la
taberna.
—¿Te parece bien este sitio?
Jace le devolvió la mirada, maravillado.
—Es fascinante.
Malcolm llegó con las bebidas y los tres brindaron para
celebrar su buen trabajo en equipo.
Cuando aún no habían terminado la ronda, Vraska sacó algo
similar a un astrolabio de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
—Como ya sabes, Jace, actualmente estamos en misión
especial.
El corazón de Jace dio un vuelco. Hacía tiempo que se moría
por saber los detalles de esta misión.
—Todo comenzó hace aproximadamente cinco meses. Un
rico patrón de ultramar se puso en contacto conmigo. Es
alguien que no es parte de la Legión del Crepúsculo. Su
nombre es Lord Nicolas, y me contrató para que encontrase
un objeto muy poderoso.
Jace tomó el astrolabio. No había ninguna indicación acerca
de la dirección; solo varias agujas que emitían una suave luz
naranja y que señalaban, resueltas, a varias direcciones.
Ninguna de ellas era el norte. Se lo devolvió a Vraska, que
continuó su explicación con evidente placer.
—Me dijo que me dirigiera hacia el continente de Ixalan. —
Se inclinó y habló en voz más baja—: El astrolabio
taumatúrgico está encantado para encontrar un lugar: la
ciudad perdida de Orazca.
¡No!
Jace se sobresaltó y echó un vistazo a su alrededor. Se
encontró con los ojos de un tritón de escamas verdes
sentado lejos, junto al mostrador, que le devolvió la mirada
sorprendido.
Jace frunció el ceño. Habría jurado que escuchó a alguien
protestar.
Se volvió hacia sus amigos, que esperaban una explicación.
—Creí oír algo, lo siento. —Se apoyó en las manos y esperó
a que Vraska continuara.
—No pasa nada —dijo ella.
Malcolm asintió.
—El objeto que buscamos está en Orazca y se conoce como
el Sol Inmortal. Solía estar guardado en los monasterios de
Torrezón, en el reino que aquellos que terminarían por
convertirse en la Legión del Crepúsculo. Durante
generaciones, estuvo custodiado por guardianes sagrados
en las montañas del continente oriental.
»Su presencia daba un poder increíble a los antiguos
gobernantes —continuó Malcolm—. Comenzaron a surgir
envidias y, finalmente, los ejércitos de Pedro el Maligno
irrumpieron en el monasterio donde se guardaba el Sol
Inmortal y lo robaron. Sin embargo, cuando salían del
santuario, una criatura alada descendió de los cielos y
arrancó de sus manos el Sol Inmortal. Se dice que atravesó
el mar con la reliquia en dirección oeste. Nadie sabe con
seguridad dónde está ahora, pero el astrolabio debería
ayudarnos.
Vraska se terminó la bebida de un trago.
—Pero no sabemos exactamente cómo.
Jace extendió la mano y Vraska volvió a entregarle el
astrolabio.
—Cambia de dirección a menudo, ¿sabes? Así fue como te
encontramos.
Jace le dirigió una mirada decepcionada.
—Yo no soy ninguna ciudad dorada.
—Es evidente. —Vraska sonrió—. Pero quizá puedas
averiguar cómo funciona. Así no nos volvería a atrapar
ninguna distracción.
—Tampoco me gusta la idea de ser una distracción.
—No lo eres. —Había algo extraño en la mirada de Vraska
que Jace no podía leer bien—. Eres algo muy diferente.
Malcolm emitió una tosecilla intencionada.
—Esta ronda la pago yo. Les veré de nuevo a bordo.
Malcolm regresó al mostrador para pagar y Jace y Vraska se
levantaron para marcharse. Jace echó un último vistazo al
tritón de la esquina, que evitó sus ojos mientras pasaban.
La noche era cálida y el aire estaba lleno del olor de los
productos de contrabando, en el que se distinguía el dulce
aroma de especias exóticas. Jace caminó de vuelta al barco
junto a la capitana por las calles de madera.
—Vraska, ¿sabes si puedo leer la mente?
La pregunta sonaba tan estúpida como le había parecido,
pero Vraska se detuvo en seco.
Dejó escapar un profundo suspiro. Su respuesta fue
silenciosa, pero Jace escuchó la voz claramente en su
cabeza.
—Sí.
Jace abrió la boca, sorprendido.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Porque no quería que hicieras de las tuyas y me leyeras la
mente sin preguntar, pensó ella con una expresión cansada.
Él se detuvo, se apartó de los pensamientos de ella y miró a
los muchos extraños que caminaban por las calles de
Zabordada.
Era como si una cadena de su mente no hubiera estado bien
sujeta y, de pronto, se hubiera ajustado al engranaje
apropiado. Los sonidos, las voces... Era todo tan obvio
ahora.
La gente que pasaba, los pájaros que volaban... Cada uno de
ellos tenía una mente tan frágil y tan hermosa como el
cristal. Jace se las imaginaba como estructuras exquisitas y,
si lo deseaba, sabía que podía invadirlas e inspeccionarlas
como si fueran una estatua de cristal con el interior hueco.
—Las mentes son tan delicadas... —dijo, apartándose
mientras un grupo los adelantaba—. Su estructura es forma
y sonido a la vez, como una orquesta dentro de un cristal.
—¿Cómo es oírlas? —preguntó Vraska.
Jace no podía expresarlo.
—Es... ruidoso. Como un mar de copas de champán en el
que cada una emite una tonalidad distinta.
Dieron la vuelta a una esquina y se encaminaron al puerto.
Ahora que Jace era consciente de lo que eran esos
fragmentos de voces y conversación, supo que
podía acallar el ruido.
Se concentró.
Y las voces mentales disminuyeron hasta desaparecer.
Aún podía sentir la estructura elaborada y diáfana, pero
frágil, de las mentes cercanas a él, pero ahora estaban
calladas.
—Te prohíbo leer mi mente y las de mi tripulación —dijo
Vraska—. El resto, las que quieras. Excepto la de nuestro
cliente, pero probablemente él sea mejor telépata que tú.
—¿Lo conozco? —preguntó Jace.
Vraska guardó silencio un momento mientras caminaban.
—No —dijo al fin.
—Te quedaste callada.
Vraska se cruzó de brazos.
—Venimos de una ciudad muy grande.
Habría jurado que escuchaba su proceso mental en la
lejanía. Por eso sabía que, en realidad, ella no tenía ni idea
de si se conocían o no.
La calle por la que iban caminando se abrió al puerto que
rodeaba Zabordada. Los mástiles y las velas de decenas de
grandes barcos se agitaban en el cielo de la noche; sobre
ellos lucía una plateada luna creciente.
—¿Y cómo se llama esa ciudad? —preguntó Jace.
Vio el amago de una sonrisa en sus labios.
—Rávnica.
—¿Yo era político en ese lugar?
Vraska se rio.
—Eras horrible.
—Me lo imagino. Supongo que me obligaron a hacer ese
trabajo.
Los labios de ella se curvaron en una sonrisa astuta.
—Nadie te obligó a nada. ¡Te hicieron una campaña
tremenda! —dijo—. Panfletos, mítines, banquetes para
recaudar fondos. Tu eslogan era: “¡Jace es la ley!”.
Jace no terminaba de creérselo.
—“Jace es la ley” es un eslogan muy malo.
—Sí. Se te ocurrió a ti.
El escepticismo de Jace se agudizó, pero sonrió.
Caminó más despacio; no quería llegar al barco todavía.
Vraska se ajustó a su paso, y el corazón de él se aceleró un
poco.
—¿Cómo era nuestra antigua ciudad? —preguntó Jace.
Vraska inclinó la cabeza, pensativa.
—Enorme. Torres gigantescas, puentes que cruzan niveles
sobre niveles de la ciudad. Hace más frío que aquí, y nieva
en invierno.
Jace deseó poder verlo. En su mente tenía una vaga
impresión y, en la periferia de su visión, sintió que había una
imagen que dominaba la superficie de la mente de Vraska
y... la vio.
Jace se detuvo y Vraska hizo lo mismo.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
Jace intentó responder, pero no pudo. En su lugar, miró
hacia arriba con los ojos iluminados y se lo mostró.
Las estrellas cambiaron de posición.
La luna comenzó a menguar y se movió al otro lado del
horizonte.
Los barcos se hicieron más grandes, se cubrieron de piedra
negra y sus mástiles y sus puestos llegaron al cielo, altos
como rascacielos, con agujas que acariciaban las estrellas.
Las construcciones precarias de Zabordada chocaron unas
con otras y se alzaron para formar basílicas y catedrales,
arcos ojivales y bóvedas de crucería.
Unos copos suaves y gruesos comenzaron a caer de un cielo
gris como la ceniza.

Llan
ura | Ilustración por Eric Deschamps
—¿Es esto? —preguntó Jace en un susurro suave como la
nieve.
Vraska le respondió en el mismo tono:
—Sí, esto es Rávnica.
Jace sonrió y miró los copos de nieve que caían. Volvió a
mirar a Vraska y vio que miraba al cielo fascinada.
Ella se cruzó de brazos con firmeza. Había vuelto a subir la
guardia.
—Estabas proyectándolo con mucha fuerza —dijo él—.
Siento haberlo “escuchado”.
—Bueno, no vuelvas a hacerlo —dijo ella con la vista
perdida aún en la majestuosidad de la ciudad-ilusión que los
rodeaba. La severidad de su advertencia no se correspondía
con la triste expresión de nostalgia de sus ojos.
Jace tuvo que hacer esfuerzos para controlarse. Quería
acercarse a su mente, saber lo que estaba sintiendo.
—Ojalá pudiera recordarlo —dijo—. Parece el lugar más
maravilloso del mundo.
—Es el lugar más maravilloso de todos los mundos —
murmuró Vraska.
Jace suspiró. Era mejor no mirar demasiado tiempo una
ilusión.
Hizo desaparecer el paisaje urbano y observó cómo las
torres volvían a convertirse en grandes barcos y los edificios
en cobertizos.
La ilusión se desvaneció, pero la mirada desconfiada y
maravillada de Vraska permaneció.
Era hermosa.
Así que, a su manera, Jace se lo hizo saber.
—¿Me enseñarás más cosas de Rávnica? —le preguntó.
Ella se volvió hacia él, con los brazos aún cruzados y los
labios apretados en una línea firme.
—Es probable.
Jace sonrió. No le importaba esperar.

Regresaron al barco vacío y se sentaron en cubierta, en


unas sillas que Vraska había traído desde su camarote.
Hablaron de la posibilidad de regresar a la ciudad para
aquello de “deuda, cerveza, cartas y festejos”, pero
decidieron que la combinación sonaba un poco demasiado
potente y decidieron quedarse donde estaban.
Por entonces, Jace ya sabía que no debía presionar para
obtener respuestas, pero la urgencia no desaparecía. Había
tantas cosas que no sabía y, además, estaba hambriento de
todo lo que pudiera darle una pista acerca de su pasado.
Vraska se reclinó en su silla afelpada y apoyó los pies sobre
la borda del barco. Jace acercó su silla a la de ella e hizo lo
mismo.
—¿Cómo te sientes ahora que sabes que eres telépata? —
preguntó ella mirando las estrellas.
—Saber que era un ilusionista fue fantástico, pero la
telepatía tiene más... garra.
—¿Garra?
Jace se cruzó de brazos y contempló el cielo.
—Las mentes son absurdamente delicadas. Todo lo que es
una persona es tan frágil como una tela de araña.
—Eres una maza rodeada de telas de araña —dijo ella sin
más—. Eres consciente, ¿verdad?
—Una maldita maza —musitó Jace. Un ligero temor se abría
paso en su vientre.
Vraska se rio. Era la primera vez que le había oído decir una
palabrota.
Por primera vez desde que había llegado, un recuerdo luchó
por salir a la luz en la mente de Jace.
Era un león inmenso con rostro de hombre, con los ojos
muy abiertos por el horror, llorando como un niño pequeño
sobre el suelo mojado de lluvia. Jadeaba, y sus alas
golpeaban contra el suelo.
Se asustó.
¿Era un sueño? ¿Una impresión? No importaba, no parecía
real. Era una expresión aleatoria de la imaginación, algo que
guardar para uno mismo.
—Me pregunto cuántas mentes he destrozado antes —dijo
en voz alta.
Vraska se calló de repente.
A Jace se le cortó la respiración.
—Vraska... ¿sabes si lo hice?
Le echó una mirada. Vraska tenía los ojos fijos en el cielo y
los labios apretados.
Inspiró hondo. Jace se había prohibido a sí mismo leer su
mente, pero casi podía sentirla vibrando y funcionando
junto a él. Era una sensación conocida que le asustaba.
—¿Podrías redimirte si lo hubieras hecho? —preguntó ella a
su vez.
La pregunta era cautelosa; una pequeña pregunta para
alguien que solía hablar con grandes frases.
Jace se desconcertó.
—Destrozar una mente es darle a alguien un destino peor
que la muerte, imagino —dijo—. Me preguntas si existe la
redención para aquellos que matan.
—Supongo.
Jace eligió cuidadosamente sus palabras.
—Existir es adaptarse a las circunstancias cambiantes. El yo
no es más que una acumulación de lo que uno aprendió de
esas circunstancias. Nuestra cualidad de agentes nos da los
medios para alterar nuestro propio
camino. Eres quien decides ser. Y quien llegues a ser solo
depende de cómo decidas adaptarte.
Jace se dio cuenta de que Vraska le había estado
observando.
Sintió que se ruborizaba y dio gracias de que no fuera visible
a la luz de las estrellas.
Las olas se estrellaban contra cada lado del barco.
—¿Crees que tu pasado, de verdad, no es relevante? —
preguntó Vraska.
Jace se encogió de hombros para sí mismo.
—Ha de ser así. Si puedo hacer lo que creo, hice daño a
mucha gente. Pero el futuro es lo que me hace quien soy,
porque mis elecciones influyen en lo que me convertiré.
Vraska guardó un largo silencio.
El silencio no molestó a Jace. Había decidido que la
cháchara informal era un ritual social sobrevalorado, lo que
hacía mucho más agradable pasar el tiempo con alguien que
sabía aceptar los silencios normales de una buena
conversación.
—Ojalá pudiera olvidar como tú —dijo Vraska en un
susurro.
—¿Qué deseas olvidar? —preguntó Jace.
La mirada de Vraska estaba fija en el horizonte.
Jace supo inmediatamente que había dicho a la vez lo
correcto y lo equivocado.
La respuesta fue lacónica.
—Las prisiones.
Prisiones, en plural. Vraska seguía sin fijar la mirada.
Claramente, no quería volver a los recuerdos que él había
desempolvado.
Él se levantó, pero Vraska permaneció sentada.
Jace tuvo una idea repentina.
—Vayamos a la cocina —dijo.
Guio a Vraska hacia el interior del barco y bajaron la
escalera hasta llegar a la cocina. Le hizo una seña para que
se sentara en un taburete cercano y puso unos cuantos
troncos sobre los carbones del hogar. Tomó la tetera del
armario, la llenó de agua fresca y la puso a hervir.
Le hizo té.
Fue una acción torpe y llevó algunos momentos, pero la
realizó en el orden correcto.
Vertió el producto final en una taza y se la alargó a Vraska.
Ella observó el té como si Jace le hubiera regalado una joya
carísima.
Finalmente agarró la taza y dejó escapar un suspiro. Bebió
un pequeño trago y Jace vio que sus labios se curvaban con
aprobación.
Seguía mirando la taza con admiración.
Después de unos instantes, por fin habló.
—Venimos de una ciudad muy lejana. —Vraska entrelazó
los dedos por detrás de su cabeza—. Muy, muy lejana. El
resto de la tripulación no ha oído hablar jamás de ella.
Jace se esforzó por no formular seis preguntas a la vez y se
centró en la más acuciante.
—¿Por qué no oyeron nunca hablar de ella?
—Está demasiado lejos. —Ella lo miró durante unos
instantes—. Esta vez vas a tener que creerme sin más.
Hay algo más, pero de acuerdo. Jace asintió y Vraska
continuó.
—La ciudad funciona como todas las ciudades. Hay gremios
a cargo de las distintas funciones. Los Orzhov llevan el
banco, los Azorios dictan las leyes, etcétera. Hay diez
gremios en total. En teoría, los Golgari llevan las granjas de
desechos y podredumbre, pero en realidad, es un término
genérico para todos los que no forman parte de un grupo
en particular. Los marginados, los canallas y los
inadaptados.

Porta
l del Gremio Golgari | Ilustración por Eyatan Zana
»Cuando era mucho más joven, los Azorios ordenaron un
arresto masivo de los miembros del gremio Golgari. Los
Golgari no habían hecho nada; simplemente existían, y los
Azorios decidieron que eran criminales. Dieron por
supuesto que yo pertenecía al gremio Golgari, porque soy
una gorgona, así que me arrestaron con ellos. Nos
encerraron en una prisión donde estuve... un tiempo. No
estoy segura de cuánto. Los Azorios bromeaban con que
vivíamos bajo tierra, como los topos, así que ¿por qué
íbamos a necesitar ventanas para ver el sol? No había
camas, la comida era escasa. Nuestra herramienta de
negociación era la violencia. Y, oh, cómo desearía haber
liderado esas revueltas. Nos amotinábamos y nos
cambiaban de sitio, después nos hacían daño. Amotinarse,
cambiar, sufrir: era un ciclo sin fin. Al final me pusieron una
venda perpetua para que no pudiera petrificar a mis
captores.
Jace odiaba todo lo que estaba escuchando. No podía
arreglar nada; por mucho que lo odiase, no había ninguna
lógica en el sufrimiento. No sabía a qué conclusión, estando
en su lugar, llegaría para obtener algo de paz; qué teorías se
contaría a sí mismo para razonarse lo ocurrido hasta
calmarse.
Los ojos dorados de Vraska estaban perdidos en el
horizonte.
—En un sitio así, pierdes la noción del tiempo. En algún
momento se me llevaron. Me encerraron sola en una celda,
sin ningún catre y con el agua hasta los tobillos. Las palizas
continuaron, y las heridas que me dejaban se infectaban y
apestaban durante semanas. Cuando por fin me quitaron la
venda, pensé en intentar petrificarme a mí misma para que
todo terminase. Pero quería salir de allí aún másque eso.
Jace se sintió enfermo. No fue a examinarla, no exigió
pruebas ni necesitó más explicaciones. No era el momento,
ahora le tocaba escuchar.
Vraska estaba haciendo todo lo posible por no establecer
contacto visual.
—Recuerdo la noche en la que casi me mataron. Estaba
sangrando, con todos los huesos rotos, y sabía que un golpe
más en la cabeza haría que me fuera. Mi cuerpo supo lo que
hacer y usé una magia que nunca había utilizado antes para
escapar, pero el lugar al que llegué también era una prisión.
Estuve atrapada allí, sola, durante un tiempo. Solo yo y los
recuerdos de tamaña crueldad.
Vraska se había terminado el té. Había unos pocos restos de
hojas en el fondo de la taza.
—“Las personas deberían morir la muerte que se merecen”.
He vivido con esa consigna durante un tiempo. Me
reconfortaba.
—¿Y ahora? —preguntó Jace.
Vraska apretó la mandíbula.
—También.
Permanecieron callados unos momentos.
—La parte que aún no he resuelto es si todos merecen
morir —dijo Vraska después de un tiempo—. Puede que mi
magia se base en la muerte, pero matar no me divierte.
Antes lo hacía porque no tenía más opciones; ahora tengo
que hacer lo correcto para otros y para mí.
—¿Liderando una expedición?
—No —dijo ella—. Liderando a los Golgari cuando vuelva a
casa. Nuestro cliente me prometió que me haría maestra
del gremio al regresar.
Jace sonrió.
—Ya demostraste que tenías lo que hay que tener. Los
mejores líderes entienden las comunidades que intentan
proteger. Creo que estabas destinada a ser una gran líder.
El rostro de Vraska se oscureció al oír esto.
—¿Vraska...?
—Nadie me había dicho algo así de verdad antes.
¿Por qué no veía todo lo que había conseguido? El ceño de
Jace se hizo más profundo.
—¿Acaso crees que no te lo mereces?
Vraska suspiró.
—No sé cómo me verán los Golgari cuando regrese.
Jace se encogió de hombros.
—Eso lo decidirás tú.
Ella le miró insegura. Jace continuó.
—La manera en la que nos relacionamos con el mundo
depende de cómo nos presentamos a nosotros mismos en
él. Siempre estamos ajustándonos al cambio porque, si
dejamos de hacerlo, no sobrevivimos. Al haber sobrevivido
a aquel infierno, cambiaste y te volviste una persona más
sabia de lo que eras. Al dirigir este barco, te transformaste
en la líder que siempre supiste que podías ser.
»Lo que te define no son tus circunstancias del pasado, sino
las decisiones que tomarás en el futuro. Tu habilidad para
aprender y adaptarte es lo que te define hoy y eso dictará
en lo que te convertirás. Vraska: tu mayor venganza es el
hecho de que no solo estás viva, sino que ahora eres más
fuerte de lo que tus captores pensaron jamás. ¿Sabes lo
increíble que es eso?
Vraska tenía una sonrisa extrañamente tímida que le llegaba
casi hasta los ojos.
—Gracias —dijo suavemente.
Jace le sonrió.
—Es cierto. No sé si yo podría haber soportado todo lo que
tú soportaste. Sobre todo, dudo que hubiera logrado
escapar de ello.
—No lo sé —respondió Vraska—. No es algo tan evidente al
principio, pero creo que tienes mucho más valor del que
piensas.
—Incluso si fuera así, he olvidado cuándo lo demostré. —
Jace le dirigió una mirada seria—. Gracias por contarme tu
historia. Me siento orgulloso de conocerte.
Veía la forma externa de su mente, pero no se atrevió a
mirar lo que había dentro. Era todo curvas, rincones y
laberintos de delicados hilos de cristal. Vraska no tenía la
menor idea de lo frágil que era su mente, del mismo modo
que Jace no sabía lo fácil que sería para ella convertirle en
piedra.
Ella sonrió y Jace sintió que sus mejillas se ruborizaban.
Ambos se dieron cuenta en el mismo momento de que
ninguno de los dos quería hacerle daño al otro.
La sonrisa de Vraska era amplia y sincera.
—Yo también me siento orgullosa de conocerte, Jace.

Las semanas pasaron perezosamente para la tripulación del


barco. Cuanto más se acercaba El Beligerante al continente,
más emoción había en el ambiente.
Jace todavía le daba vueltas a la historia de Vraska. Esa
misma noche le había preparado otra taza de té y habían
hablado de cosas más bonitas. Vraska confiaba en él lo
suficiente para contarle su historia. Esa confianza calentaba
el pecho de Jace como si hubiera bebido whisky.
Esa tibieza le animó a desentrañar el misterio del astrolabio
taumatúrgico tan pronto como pudiera.
Durante semanas, lo examinó, buscó en libros de
navegación y puso a prueba la paciencia de Malcolm
extrayéndole información. y Finalmente llegó a una
conclusión: si el astrolabio había cambiado de dirección el
día en que lo rescataron, tenía que haber reaccionado a
algún tipo de estímulo cercano a él. Y solo había sucedido
una cosa importante en las horas previas a su rescate.
Una tarde, horas antes de atracar, Jace tomó el astrolabio y
bajó hasta la bodega del barco. Allí apestaba y el agua le
llegaba hasta los tobillos, pero necesitaba algo de intimidad.
El barco comenzó a agitarse sobre las olas; pensó que
habría llegado una tormenta en lo que había tardado en
bajar.
El astrolabio taumatúrgico parecía ser más importante de lo
que había supuesto en un comienzo. Era un objeto
intrincado con luces que apuntaban en distintas direcciones.

Astr
olabio taumatúrgico | Ilustración por Yeong-Hao Han
Lo sacudió un poco y una de las luces parpadeó.
¿Una avería? ¡Un enigma!
Era tan intrigante que Jace decidió hacer algo temerario.
Tomó una pequeña herramienta de una caja de
almacenamiento y comenzó a desmontar el único
dispositivo del que dependía la expedición.
Fue fácil, como el telescopio que había desmontado hacía
semanas. Colocó las piezas delante de él, en una cuadrícula
ordenada, mientras avanzaba hacia el centro del objeto. Allí
vio un pequeño engranaje que parecía algo suelto. Lo ajustó
y volvió a montar el astrolabio.
Ahora solo emitía un haz de luz, brillante y claro, que
apuntaba en una única dirección.
Ahora tocaba la prueba más importante.
Jace colocó el astrolabio sobre una caja, cerró los ojos y se
concentró.
Sintió que en la parte de atrás de su cabeza cobraba forma
esa extraña parte de sí que le hacía ser él.
Inspiró profundamente y fue a tomarla.
Sintió que su cuerpo se rompía en pedazos y volvía a
recomponerse. El ya conocido triángulo apareció una vez
más sobre su cabeza.
Jace parpadeó, algo mareado, y miró el astrolabio con
anticipación. Le costó no soltar un grito de alegría. La aguja
apuntaba directamente hacia él.
La teoría era la siguiente: el astrolabio taumatúrgico
apuntaba siempre a una expresión muy específica de la
magia. Las pequeñas ilusiones no movían la aguja, pero lo
que quiera que Jace podía hacer (con esfuerzo) sí.
Si su teoría demostraba ser cierta, la ciudad dorada tenía
que ser un inmenso nodo de energía mágica, y el astrolabio
apuntaría directamente a su fuente.
¡Magnífico!
Jace alzó en alto el astrolabio taumatúrgico y subió
corriendo por las escaleras hasta llegar a cubierta.
—¡Vraska! ¡Sé cómo funciona el astrolabio!
Un súbito trueno en la lejanía ahogó el grito de Jace. El cielo
se había puesto de un terrible color gris y la tripulación se
preparaba para la tormenta.
Vraska estaba en el puente de mando, mirando hacia arriba.
Malcolm planeaba sobre ellos y trataba de divisar algo. Voló
hacia abajo, aterrizó y consultó algo con Vraska.
Jace no quería interrumpir, así que esperó una oportunidad
de preguntar lo que pasaba.
Un momento más tarde, Vraska se dio cuenta de su
presencia.
—¡Jace! No te quedes en cubierta. Se acerca un barco de la
Legión del Crepúsculo y hay una tormenta en el horizonte.
—¿Creía que hoy íbamos a llegar a nuestro destino?
—Sí, también. Las tres cosas. Pero tengo que asegurarme de
que no ocurran al mismo tiempo.
De repente, el cielo se abrió y una cortina de lluvia
torrencial comenzó a caer sobre la cubierta de El
Beligerante. Vraska agarró a Jace por los hombros.
—¡No te quedes en cubierta!
Un rayo rasgó el cielo, seguido de un trueno, y el barco se
escoró violentamente hacia un lado.
Una ola inmensa se alzó en la distancia y Jace vio el barco
de la Legión del Crepúsculo en la cresta. Era gigantesco,
más grande aún que el que habían visto hacía semanas, con
dos botes de remos suspendidos a cada lado.
El Beligerante, a su vez, se alzó sobre su propia ola y Jace
miró hacia una larga línea verde de costa. Ixalan estaba allí;
era una bahía prístina rodeada de arena junto a una
elevación del terreno cara al mar. En el cielo se
arremolinaban las nubes negras y olas aún más grandes y
abundantes amenazaban con volcar el barco.
Enfrentarse a los rayos y a los conquistadores o estrellarse
contra las rocas de la costa. Ninguna de las opciones parecía
muy favorable.
Jace se metió el astrolabio en el bolsillo mientras Vraska
gritaba órdenes.
—¡Aferren los cañones y apaguen el fuego de la cocina!
¡Ricen la vela mayor y corrijan el rumbo!
El barco volvió a sacudirse y un marinero cayó al mar.
Jace observó mientras Vraska ponderaba las opciones. Echó
un vistazo a la costa y luego al resto de la tripulación.
—¡Abandonen el barco! —gritó—. ¡Abandonen...!
Un muro de agua se alzó a un lado del barco y se estrelló
contra Jace y Vraska.
Extendieron los brazos el uno hacia el otro mientras el agua
los barría de la cubierta.
Y El Beligerante se estrelló contra las rocas.
Rec
hazo torrencial | Ilustración por Raymond Swanland
Capítulo VI:

LA CARRERA,
a
1 PARTE
La guarnición de la fortaleza Adanto ya se había
acostumbrado a los ataques frecuentes, a las tempestades
violentas y a todo tipo de agresiones que procedían de las
tierras salvajes a su alrededor. Sin embargo, jamás
imaginaron quién llegaría a su noble barricada desde la
costa.
Guardias y sacerdotes se asomaron por encima de los altos
y gruesos muros y vieron que se acercaba una figura
consumida y grotesca. Se trataba de un hierofante, un
clérigo vampírico, que se encontraba cubierto de arena y
tenía las mejillas hundidas de hambre. Su mirada irradiaba
furia y llevaba la barba descuidada. A todo juicio, parecía un
loco.
—¡He conquistado las olas y la mismísima muerte,
alabemos a santa Elenda! —gritó a las caras que lo
observaban desde arriba.
Los guardias se miraron entre sí con incertidumbre. El
hombre bajo ellos se rasgó la túnica y cayó de rodillas, con
las manos de largas uñas cerradas en oración. Sus rezos
eran altos y claros, como si no le importara que le
escuchasen. Los guardias mortales retrocedieron,
incómodos; quienquiera que fuera, era evidente que se
había entregado al Ayuno de Sangre.
—¡Milagros maravillosos! ¡Venas vacías y lenguas sedientas,
ella nos dio la vida! ¡Regocíjense, ignorantes!
Los guardias humanos no se atrevieron a abrir la puerta. Un
vampiro en mitad del Ayuno de Sangre era terriblemente
peligroso. En este estado le era imposible distinguir entre la
sangre de un fiel y la sangre de un pecador. En vez de eso,
uno de los guardias pidió ayuda a una sacerdotisa.
El hambriento vampiro comenzó a rezar más
fervientemente desde fuera de la fortaleza.
—Renuncié a alimentarme para acercarme a Santa Elenda,
la bendita, ¡y aquí estoy!
Buscó dentro de un zurrón harapiento que le colgaba del
brazo y arrojó varias piezas de metal al suelo. Los guardias
reconocieron un sextante aplastado, un astrolabio roto y
otros instrumentos de navegación totalmente estropeados.
—¡Sabía que no necesitábamos estas herramientas
engañosas! —aulló el vampiro—. ¡Fue mi fe en Elenda lo
que nos trajo hasta aquí!
La sacerdotisa vampírica de Adanto se había acercado al
portón. A través de las gruesas puertas de madera, habló
con el vampiro que se encontraba al otro lado.
—Hoy no arribó ningún barco a nuestras costas. ¿En qué
bajel viniste?
—¡En el que proporciona la sacrosanta fe inviolable! —rugió
el vampiro—. ¡El barco más hermoso de la Legión del
Crepúsculo! Estoy aquí gracias al Coraje de su Majestad.
La sacerdotisa se arremangó e hizo una seña para que los
guardias abrieran las puertas. Estos levantaron los tablones
y tiraron de las enormes cadenas hasta que el vampiro
hambriento entró tambaleándose.
La sacerdotisa contuvo un grito.
—¿Hierofante Mavren Fein?
—¡Santa Elenda fue la primera! —continuó Mavren Fein su
discurso—. Su sacrificio es nuestra vida. ¡Su generosidad es
el modelo de nuestro éxito! Yo pasé por el rito hace
doscientos años y, gracias a la guía de Santa Elenda, la
Primera, ¡alcanzaremos la inmortalidad sin tener que beber
sangre!
La sacerdotisa se había agachado a recoger las piezas rotas
que Mavren Fein había traído consigo. Lo miró, aún
perpleja.
—¿Estas eran las herramientas de navegación de vuestro
barco?
—Sabía que no las necesitaríamos —escupió Mavren Fein
por toda respuesta.
De repente se quedó muy quieto, olisqueó el aire y levantó
la cabeza para mirar a los guardias en las almenas de la
fortaleza.
Los guardias se apartaron de su vista, pero no lo
suficientemente rápido.
Mavren Fein siseó y corrió hacia el muro, con los ojos fijos
en los humanos en lo alto. Comenzó a trepar por él con las
garras; las astillas de madera de las plataformas saltaban
mientras él subía como un animal feroz. Su rostro era una
máscara terrible con los colmillos hacia fuera y los ojos muy
abiertos. Cuando consiguió llegar hasta lo alto, gateó y
agarró al primer guardia humano que se encontró con unas
uñas tan afiladas como cuchillos.
El hombre soltó un grito de sorpresa cuando Mavren Fein
mordió salvajemente el metal que le cubría el cuello.
Aunque nadie reaccionó a tiempo para detener el frenesí
sangriento del vampiro, el ataque fue en vano: sus colmillos
no pudieron atravesar la armadura. Mientras, el resto de
guardias se acercó corriendo y lo patearon para arrojarlo
abajo. El vampiro aterrizó en el suelo con un ruido sordo y la
sacerdotisa de Adanto se arrojó sobre él. Lo inmovilizó para
impedir que saltase de nuevo.
—Vuestra piedad es evidente, Mavren Fein —gruñó la
sacerdotisa con esfuerzo—, pero vuestro Ayuno de Sangre
debe terminar si deseáis quedaros en Adanto. Finalizad ya
el Ayuno, hierofante. Vuestra misión requerirá que tengáis
todos los sentidos alerta.
La sacerdotisa logró que Mavren Fein se incorporara y,
luchando con él, comenzó a arrastrarlo hacia las celdas de la
prisión.

Clér
iga inspiradora | Ilustración por Randy Gallegos
La Legión del Crepúsculo no solía hacer prisioneros a largo
plazo, pero las celdas servían para que los prisioneros se
recuperasen del todo antes de sentenciarlos.
Mavren Fein fue arrastrado a la cripta de debajo de la
iglesia, en el centro de la fortaleza. Las paredes estaban
revestidas de madera e iluminadas por delicadas lámparas
de aceite. La sacerdotisa abrió una puerta de hierro al final
de la bóveda y guio a Mavren Fein a través de ella. Por un
hueco que había en la pared que dividía las celdas llegaban,
quedos, los sonidos de un hombre que se lamentaba.
—Manuel mató a un compatriota en una pelea por un juego
de cartas —le dijo la sacerdotisa a Mavren Fein, señalándole
la celda de al lado—. Él será quien rompa vuestro Ayuno al
llegar el crepúsculo. Lo prepararé todo para la ceremonia.
La sacerdotisa cerró la puerta con llave y abandonó la
cripta.
Mavren caminó por el perímetro de su celda. El estómago le
rugía y los dientes le castañeteaban de emoción.
—Di, criminal, ¿sabes quién es Santa Elenda? —preguntó a
través de la pared.
Al otro lado se escuchó un sollozo. Mavren Fein cerró los
ojos y alzó las manos.
—Santa Elenda, la más devota entre las devotas, la Primera
y la Leal. Nació mortal; fue una monja guerrera que, junto a
sus hermanos y hermanas de fe, custodiaba el Sol Inmortal
en las montañas de Torrezón. ¡Escucha!
El sollozo se convirtió en un gemido.
—Pedro el Maligno los mató a todos. ¡Ese traidor de los
suyos, pecador, ambicioso e infame!
Mavren escupió.
—Pero ella... ella sobrevivió; fue más orgullosa que ninguno.
Tenía los cabellos negros como alas de cuervo y las uñas
como el fulgor de un relámpago. Salió fuera y se enfrentó a
Pedro, pero... mientras tanto, el Sol Inmortal fue robado por
una bestia alada que llegó del cielo.
Los gemidos se habían callado. Parecía que Manuel
escuchaba.
—La bestia se llevó el Sol Inmortal muy lejos, al oeste, ¡y
Santa Elenda la persiguió! ¡Oh, su devoción! ¡Bendita sea
Santa Elenda!
—¿Cómo... se convirtió en el primer vampiro? —masculló
Manuel desde la celda adyacente. Soltó un pequeño grito
cuando Mavren Fein estrelló su cuerpo contra la pared que
los separaba.
—¡Era un genio, una visionaria! Recurrió a la magia negra y
se arrogó la carga de la inmortalidad hasta que el Sol
Inmortal volviese a ser encontrado. Bendita sea Santa
Elenda, la Primera y la Leal, maravillosa y brillante. Buscó y
buscó durante siglos y regresó, ¡sí!, regresó a Torrezón, e
instruyó a los nobles en su rito para que pudiéramos
compartir su sacrificio y unirnos a ella en su búsqueda.
¡Genio y visionaria, bendita por el Crepúsculo!
Mavren Fein deslizó las uñas por la pared de madera.
—Yo fui de los primeros. Estuve ahí cuando ella se embarcó
de nuevo hacia el oeste y esperé pacientemente el día en
que la seguiría. Paciencia, paciencia, paciencia... Se me da
bien esperar.
Mavren Fein guardó silencio. El único ruido que se
escuchaba era la respiración acelerada de Manuel en la
celda de al lado.
El vampiro se arrodilló; las manos le temblaban por la
debilidad que le causaba el Ayuno de Sangre.
Introdujo los dedos por el hueco que había en la pared que
lo separaba del humano.
Y Manuel gritó.
Con un solo movimiento, Mavren Fein tiró del panel y
desgajó la madera de las paredes. Apartó los trozos de un
tirón y se introdujo entre ellos para lanzarse sobre su presa.
Un segundo después, sus colmillos estaban sobre el cuello
del criminal y un olor cobrizo de la sangre se extendió por la
estancia.
Mavren Fein bebió con abandono.
La sacerdotisa y los guardias, alarmados por el repentino
escándalo, bajaron corriendo a las celdas y se detuvieron
ante la visión que se alzaba delante de ellos. Observaron
con reverencia mientras Mavren Fein se alimentaba. El
vampirismo era una maldición, una carga que uno aceptaba
en aras de un bien mayor. La condición de este vampiro se
la había impuesto él mismo; era algo triste, pero necesario.
Lo que era suyo nunca volvería a sus manos sin este tipo de
sacrificios.
Mavren Fein jadeó y se limpió la boca con el puño de la
manga. Poco a poco parecía volver en sí, y al final se quedó
muy quieto.
—Sacerdotisa —dijo con voz calma y medida—, decidme
cómo os llamáis. —Era el opuesto completo al vampiro que
había desvariado antes.
—Mardia —dijo esta, e inclinó la cabeza—. Siento no haber
podido realizar la ceremonia completa para concluir vuestro
Ayuno de Sangre...
—Está bien, piadosa Mardia —dijo Mavren Fein. Terminó de
limpiarse y se puso en pie con las manos entrelazadas—.
Lamento profundamente las molestias.
—Decidme, ¿el resto de vuestra tripulación está muerta? —
preguntó Mardia, que hizo rápidamente una señal de
bendición con las manos.
Mavren suspiró y asintió.
—Sí, nadamos hacia la orilla cuando nos destruyeron los
instrumentos de navegación. Una lástima, pero no pienso
cejar en nuestra misión.
—¿Qué recursos podemos proporcionaros, hierofante?
Mavren Fein sonrió, gentil.
—Ropa nueva y un báculo. No necesito astrolabio alguno.

VONA

Von
a, la Asesina de Magán | Ilustración por Volkan Baga
Vona de Yedo, la Daga de los Pecadores, la Asesina de
Magán, se había ganado su reputación a través de siglos de
guerra. La Guerra de la Apostasía la mantuvo entretenida;
fue una garantía de que su espada siempre estaría húmeda
y su sed, saciada. En el continente de Torrezón, los reinos
cayeron uno tras otro bajo el dominio de la Iglesia y la
Corona unificadas, y Vona disfrutó de todas sus conquistas.
Y ahora, desde la cubierta de su barco, miraba con
voracidad el velero de la Coalición Azófar al que se
acercaban.
El mejor día de la vida de Vona fue, por supuesto, el de su
segundo nacimiento, que pasó arrodillada en una iglesia
trabajando en el hechizo que entregaría su vida a la Corona
y a la Iglesia a perpetuidad. A menudo pensaba en aquella
primera vez en la que probó la sangre de hereje y en la
promesa que hizo mientras lanzaba el hechizo: “Que la sed
sea nuestra penitencia; el servicio, nuestra vida. Que ahora
y para siempre, la sangre de los pecadores nos sirva de
sustento hasta que descubramos la inmortalidad
verdadera”.
Vona recordó el ímpetu de los comienzos de su nueva vida,
el aguijoneo insidioso del hambre. Sus dones eran
increíbles; podía caminar con el silencio de un depredador y
matar con la misma facilidad. Nunca tuvo miedo de ir sola
por la noche, porque el alma de la noche latía en su
corazón, corría por sus venas. ¿Por qué querría la Iglesia
que todos dejaran de desear la sangre?
Claro está, se guardó su opinión para sí misma durante
siglos. Cuando todo Torrezón quedó finalmente unificado
bajo el yugo de la Legión del Crepúsculo, a Vona le costó
abandonar la guerra como estilo de vida. Había adquirido
un título nobiliario y tierras, pero su territorio era pobre y
rocoso, y pronto fue evidente que sus capacidades de
administración eran mucho peores que sus dotes para el
asesinato.
Su ennui duró toda una década. Una noche, en un acceso de
aburrimiento, decidió romper la monotonía con algo
divertido: algo tan mundano como un juego de niños, una
forma más de matar el tiempo. Acechó a todos y cada uno
de sus sirvientes humanos en sus lechos y en sus campos y,
durante una feliz semana, los mató uno a uno, como parte
de su juego inocente. Cuando hubo terminado, abandonó
sus humildes posesiones.
Eso ocurrió cincuenta años atrás.
En cuanto la reina Miralda anunció que estaba organizando
una flota para viajar en busca de Santa Elenda —la única y
verdadera—, Vona se ofreció para dirigir el primer barco
que abandonase el puerto. La impulsaba la sed. Siempre la
terrible sed. Daba igual si sus presas eran justos o
pecadores; lo importante era que encontraría algo con lo
que alimentarse en el camino.
El sistema solo funcionaba si no le decía a nadie lo poco que
le importaban las reglas que la gobernaban. El secreto lo
hacía más emocionante.

Acor
azado de la Legión del Crepúsculo | Ilustración por Titus
Lunter
Y ahora, una nave de la Coalición Azófar había aparecido a
la vista de Vona.
Vona estaba en la proa del barco, mirando al mar con ojos
acerados e inhumanos. Ahora su misión la llenaba de
emoción y mantenía a raya el ennui.
El Beligerante, decía el nombre escrito en uno de los lados
del barco, y su tripulación estaba distraída por la tierra que
se divisaba enfrente de ellos. Una sirena que volaba por
encima del mástil se había dado cuenta de la presencia de
Vona, pero no era más que una gota en un cielo que se
oscurecía por momentos.
Vona tenía sed y, por la naturaleza tornadiza de sus
lealtades, sabía que El Beligerante estaba lleno de
pecadores listos para ser devorados. Abordar un barco
pirata no dejaba de ser irónico, pero era algo necesario para
saciarla.
Una ola repentina propulsó violentamente el barco hacia
delante; Vona se agarró a la borda para mantener el
equilibrio.
—¿De dónde ha venido esta tormenta? —le gritó a su
navegante.
El humano examinó la línea de costa con el sextante.
—Alguien la habrá invocado. Los Heraldos del Río de Ixalan
son famosos por su dominio de los eleme...
—¡Me importa un bledo por lo que sean famosos! Céntrate
en el barco de la Coalición Azófar. ¡Ya casi estamos a punto
de abordarlos!
Vona miró cómo su sacerdote levantaba el báculo y
conjuraba un humo negro y espeso que envolvió el barco de
los conquistadores. El Beligerante estaba cerca;
seductoramente cerca (y, por los cielos, Vona estaba
hambrienta).
Sin embargo, el cielo había pasado de un color gris de lluvia
al negro más terrorífico. El mar alzó el barco de Vona en la
cresta de una ola antes de volver a estrellarlo contra la
superficie de las aguas. Los marineros se apresuraron a alzar
las velas a barlovento, pero las olas incesantes amenazaban
con derribar el propio barco.
Vona vio la línea de costa, la arena blanca de la playa... y las
rocas. Abrió mucho los ojos y los cerró con fuerza justo
cuando su barco se estrelló contra el costado de varias de
ellas.
Cayó por la borda y se sumergió entre las olas, con el
cuerpo tan lacio como una muñeca mecida por los violentos
envites del mar, y, poco a poco, logró emerger a la
superficie.

Nauf
ragio consumado | Ilustración por Dimitar
Detrás de ella estaba su barco destrozado. A su alrededor,
los cuerpos de su tripulación como manchas sobre la arena
blanca y prístina. Y, ante ella, un muro de jungla espesa y
oscura.
Tambaleándose y resbalando en las rocas del fondo del mar,
Vona recorrió el camino que la separaba de la orilla, con el
agua a la cintura, hasta llegar a la arena.
Caminó unos pasos por la playa y tropezó con varios trozos
de madera rota y envuelta en algas marinas. Unos
chapoteos a su espalda le indicaron que no era la única
superviviente y, poco después, algunos miembros de la
tripulación emergieron jadeando, cubiertos de harapos,
tratando de alcanzar la orilla como ella. Le importaban del
mismo modo que los desconocidos en un mercado: estaban
vivos y tenían sus propósitos, objetivos y tareas; pero, para
ella, su función era periférica.
La tripulación de Vona solo era un medio para alcanzar un
fin. Ellos habían llegado a las costas de Ixalan y, por tanto,
habían alcanzado su fin. Pero... ¿y ella? Su propósito era
más elevado, algo que le había encomendado la reina en
persona.
En su corazón se agitó un viejo sentimiento. Vona de Yedo,
la Asesina de Magán, estaba ahora más cerca de Santa
Elenda que nunca.
Una sonrisa salvaje se extendió por su rostro. Por fin.
Terminó de salir del agua y caminó a trompicones. Algunos
de los suyos gritaban pidiendo ayuda o golpeaban las olas
de forma patética; Vona los ignoró. Llevaban días
persiguiendo el bajel de la Coalición Azófar y Vona le había
dicho a su navegante que se preparase para el abordaje; la
idea era alimentar a los vampiros para la expedición en
tierra que vendría después. Al fin y al cabo, su estirpe
necesitaría fuerzas. Ahora, mientras Vona miraba el barco
pirata que yacía encallado junto al suyo, comprendió que
aquello no podía ser fruto de la casualidad.
Se sintió exultante. Si los rumores son ciertos, la extranjera
que lleva el astrolabio es su capitana.
La vampira se detuvo para considerar sus opciones. Podía
esperar a que la capitana emergiera... o emboscarla
aprovechando la espesura de la jungla. Volvió a sonreír.
Había pasado mucho tiempo desde que mató a su última
presa.
Unos pocos piratas estaban llegando a la orilla. Vona
olisqueó el aire.
Un hombre con gesto dolorido se sentó en la arena,
sujetándose lo que parecía un brazo roto. Sus ropas eran los
trapos propios de un contrabandista de la Coalición Azófar y
su rostro evocaba una tela de lino arrugada. Sus ojos
coincidieron con los de Vona y cayó de espaldas. Trató de
apartarse con movimientos agotados.
—¡No, por favor! ¡No soy un criminal!
Vona se acercó con pasos largos y miró al pirata desde
arriba.
—¿Reconoces la soberanía de la reina Miralda?
—¡S-sí, por supuesto!
La vampira hizo una mueca de desdén.
—Entonces sabrás lo que piensa su majestad de los
mentirosos. Te juzgo culpable de engaño y te declaro
criminal ante la Iglesia.
Una neblina de ruidos y de arena salpicó su sentencia. Vona
silenció de forma efectiva el gritó que emergía de la
garganta del pirata.
Bebió con avidez y sintió que la sangre del pecador
fortalecía sus justos propósitos. En alguna parte del fondo
de su cabeza, sabía que estaba ensuciando la playa, pero no
le importó. El mar se ocuparía de limpiarla.
La vampira inspiró hondo, satisfecha, y tomó una espada
que la marea había arrastrado junto a ella.
Se encaminó hacia la espesura verde de la jungla.
No era una persona paciente. Sabía que sus soldados la
seguirían en cuanto se recuperasen.
Por otra parte, tampoco los necesitaba para esta tarea. Era
la Asesina de Magán e iba a hacerse con el Sol Inmortal.

Palad
ín de los Ensangrentados | Ilustración por Bastien L.
Deharme

JACE
Jace se alegraba de acordarse de que sabía nadar.
En el caos de la tormenta, había sido proyectado por la
borda junto a Vraska. Se agarró a un tablón de madera que
flotaba para ahorrar energías. Suspiró aliviado cuando vio a
Vraska emerger a la superficie y una ola de agua salada le
llenó la boca. Ella nadó hacia él con brazadas firmes y
confiadas, y ambos comenzaron a impulsarse hacia la costa.
—Alguien inició esa tormenta —apuntó Jace, escupiendo
agua de mar.
—Había unos elementalistas en la costa, sobre esa roca de
allí —dijo Vraska—. Ya no los veo.
Jace echó un vistazo en esa dirección. A su izquierda estaba
el barco de la Legión del Crepúsculo que los había estado
persiguiendo. Estaba encallado entre las rocas, pero uno de
sus botes seguía entero. Este flotaba en ángulo oblicuo
sobre el agua poco profunda de un delta cercano.
—¿Ves eso? Nos podría servir para navegar el río hacia el
interior del continente —dijo Vraska—. Voy a volver a por la
tripulación. No te mueras.
Jace asintió a regañadientes y siguió avanzando hacia la
playa. Acababa de sobrevivir a un desastre náutico; no tenía
ninguna intención de morirse ahora.
La playa era más salvaje y destartalada que la de la Isla
Inútil. Estaba salpicada de rocas traicioneras y algas
marinas, y la marea baja hacía que todo apestase a mar. El
aire estaba cargado por efecto de la tormenta conjurada y
la brisa llevaba trazas de humedad.
La imagen le provocó malestar. Era hora de marcharse antes
de que hubiera sangre. Se sintió como si estuviera en el
puesto de salida de una carrera, como si alguien fuese a
abrir una puerta y un conejo saliera corriendo para que él lo
atrapara.
Empezó a dirigirse hacia el bote varado. Ahora que había
salido del mar, veía los tremendos daños que había causado
la tormenta. El Beligerante había acabado incrustando en
uno de los lados del barco de la Legión del Crepúsculo. De
cada barco salían trozos del otro y ambas estructuras de
madera estaban casi entrelazadas. Jace distinguió algunos
cuerpos flotando en el agua, pero no se atrevió a mirar con
más detenimiento para saber cuáles de ellos eran amigos y
cuáles enemigos.
Sintió un repentino peso en el pecho. Malcolm. Calzón.
Gavven. Amelia... Todos ellos eran las únicas personas que
recordaba haber conocido en su vida.
Jace escuchó un susurro que se hizo más fuerte en su
mente. Sonaba hambriento, furioso, como algún tipo de
animal. Miró a su derecha y vio a un vampiro con armadura
que corría a toda prisa hacia él por la arena.
El pánico se apoderó de Jace, pero cuando el instinto tomó
el control, su percepción se ralentizó hasta casi detenerse.
La mente del vampiro se mostró ante él como cristal tallado
y destellos de frágil energía. Jace se inclinó hacia el cristal y,
consciente de la inmensidad de su propio poder, hizo un
esfuerzo para rozarlo solo en un punto mínimo, como la
cabeza de un alfiler. Cargó esa sutil expresión de poder con
una simple orden: duerme.
El tiempo volvió la normalidad y Jace dejó escapar un
sonido de asombro. El vampiro delante de él se tambaleó y
cayó cuan largo era sobre la arena, roncando.
Jace se detuvo y contempló la figura a sus pies, feliz y
sorprendido.
—¡JACE!
Vraska corría hacia él.
CIERRA LOS OJOS, le gritó mentalmente, tan fuerte que él lo
oyó.
Jace cerró los ojos a toda prisa y escuchó algo que caía en la
arena detrás de él.
Se dio la vuelta y miró. A sus pies había un vampiro
petrificado. Parecía como si lo hubieran sacado de un
museo. El vampiro se había quedado congelado en mitad de
la carrera; sus ropajes se habían solidificado con curvas y
arrugas imposibles de tallar. El detalle era tan grande que se
le veían hasta los poros de la cara. Si Jace no lo hubiera
sabido, habría pensado que era una estatua esculpida por el
más grande de los maestros. Era casi hermosa.
Vraska se detuvo delante de él.
—Hemos perdido a Edgar —dijo secamente, y se volvió
hacia el barco. Jace la siguió, abandonando a su suerte al
vampiro dormido y a su compañero petrificado.
Los tripulantes de El Beligerante que habían sobrevivido al
naufragio estaban intentando recuperarse y, a la vez, se
preparaban para un enfrentamiento. Había varios vampiros
que también nadaban hacia la costa con facilidad, a pesar
del peso evidente de sus armaduras. Parecía que sus dotes
les servían para algo más que alimentarse.
Calzón correteó por la arena hacia Vraska, agitando la cola.
—¡Nosotros pelear, tú irte! —la exhortó.
Vraska se arrodilló para estar a su altura.
—Nos iremos juntos. Somos una tripulación —dijo
suavemente.
Calzón negó con la cabeza.
—¡Nosotros pelear contra Crepúsculo, tú buscar Sol!
¡Hablar después!
—¿Cómo nos encontrarás? —preguntó Vraska.
Calzón señaló a Jace.
—¡Seguir ilusión bonita!
Vraska asintió.
—Jace creará algo de gran tamaño cuando salgamos de ese
bote, más arriba del río. Que Malcolm eche un vistazo
desde arriba a cada hora para buscarnos —se dirigió
resuelta a Calzón.
El trasgo asintió y volvió trastabillando hacia los
supervivientes con dos cuchillos en cada mano, como si
fuera un muñeco asesino.
—¡Calzón! —gritó Vraska una vez más.
El trasgo se dio la vuelta y el resto de la tripulación escuchó
atentamente las palabras de su capitana.
—No hemos venido para establecernos. Dejen a los
habitantes de Ixalan en paz —dijo la gorgona—. Pero maten
a todos los vampiros que encuentren.
El trasgo sonrió. La tripulación de El Beligerante sacó las
armas y cargó contra los vampiros que quedaban.
Jace sintió un escalofrío a pesar del calor tropical. Se
alegraba de estar en el bando de los piratas.
—¡Beleren! Ven conmigo —llamó ella antes de echar a
correr.
Jace y Vraska corrieron por la arena de la playa en dirección
al pequeño bote que aguardaba aún en la desembocadura
del río. Bajo ellos, el suelo dejó de ser una superficie
húmeda y suave para convertirse en tierra seca que se les
metía en los zapatos a su paso. Dejaron atrás el cuerpo de
uno de los piratas empapado de su propia sangre, y Vraska
soltó un juramento. La sangre del cadáver dejaba un rastro
y se internaba en la jungla.
Sin dejar de correr, Vraska miró a Jace por encima del
hombro.
—Jace, tienes que ocultarnos.
Él entornó los ojos y obedeció: invocó un velo de
invisibilidad sobre él mismo y sobre Vraska, que escondió
sus movimientos mientras avanzaban por la playa. También
conjuró una ilusión para borrar sus huellas.
Vraska metió los pies en el agua poco profunda del estuario
y, chapoteando, subió al bote. Jace se aupó también y trató
de recuperar el aliento.
Ocultos bajo la ilusión de Jace, Vraska puso a punto las
velas.
El bote era pequeño, seguramente pensado para pequeños
viajes de pesca y exploración. Sus velas negras se agitaron y
una repentina brisa del interior los empujó hacia la jungla.
—Usemos el viento mientras podamos. Seguramente
tendremos que remar bastante —apuntó Vraska.
Observaron la batalla que se iniciaba en la playa, pero
cuando pasaron un bloque de vegetación formado por
varios árboles entrelazados, perdieron de vista lo que
quedaba de El Beligerante. Los ruidos de la batalla y de las
olas fueron reemplazados por los de los insectos y los
chillidos de pequeños reptiles que surcaban el cielo.
Aquí la jungla era distinta a la de la Isla Inútil. Jace se
maravilló ante el tamaño de los árboles: en su isla eran
raquíticos, seguramente para no ocupar demasiado espacio,
pero aquí los árboles eran altos y con muchas ramas. Se
sintió pequeño, como si fuera una versión en miniatura de sí
mismo en medio de un jardín inmenso.
Vraska estaba intentando que la escasa brisa sirviese para
hinchar las velas. Al cabo de un rato, se rindió y sacó los
remos de debajo del asiento. Tenía el ceño fruncido de
preocupación.
—Te preocupa el resto de tu tripulación —dijo Jace.
Vraska asintió.
—Sí, pero saben cuidarse solos —respondió—. Soy su
capitana, no su madre. Nos encontrarán una vez que
neutralicen la amenaza.
El follaje de los árboles comenzaba a cerrarse sobre sus
cabezas.

Bosqu
e | Ilustración por Min Yum
El verdor y las sombras rodearon la embarcación, y el río
comenzó a estrecharse hasta convertirse en un profundo
canal. Las ramas se entrelazaban sobre ellos y el sol
desapareció por completo. El aire era húmedo, pesado y
olía a tierra mojada.
Jace miró sobre el borde del bote. Un banco de peces
nadaba juguetonamente a su lado, aunque apenas
distinguía sus formas en el agua turbia.
Echó un vistazo hacia arriba; Vraska lo miraba con una
expresión extraña que no podía interpretar. Parecía...
muerta de dudas.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Ella inspiró hondo.
—Ni tú ni yo somos de aquí —soltó.
Jace parpadeó.
—Es evidente. Dijiste que somos de Rávnica...
Vraska hizo un mohín. No parecía estar segura de hablar,
pero tampoco quería callárselo.
—Rávnica no está en este plano.
Las cejas de Jace saltaron hacia arriba.
—¿Este plano?
Vraska intentaba encontrar la forma de expresar lo que
quería decir. Guardó el astrolabio que Jace le había
devuelto y movió las manos.
—Me dijiste que tu cuerpo desapareció y volvió a aparecer
cuando llegaste y que viste un símbolo sobre tu cabeza,
¿verdad?
Jace asintió.
Vraska resopló y se calmó un poco. Una sombra extraña
oscureció el bote y, sin previo aviso, su cuerpo desapareció.
Jace se incorporó tan rápido que le faltó poco para caerse al
río.
Escuchó un golpe seco y se dio la vuelta: Vraska había
vuelto a aparecer al otro extremo del bote, el mismo que
había ocupado antes (teniendo en cuenta que la barca
había seguido su curso), y el símbolo del triángulo rodeado
por un círculo se mostraba sobre su cabeza.
Jace abrió mucho la boca.
Vraska extendió las manos en señal de “¡sorpresa!”.
—Yo también soy uno de ellos. Y, en general, cuando
nosotros... —Se señaló a sí misma y a Jace—
hacemos esto —Hizo un gesto que lo abarcaba todo—,
podemos viajar a otros planos de existencia. Somos
caminantes de planos o, si lo prefieres, Planeswalkers.
Era demasiada información de una vez. Jace comenzó a
formular la primera de las treinta preguntas que se le
habían ocurrido inmediatamente.
Vraska alzó la mano para hacerle callar.
—¡Déjame terminar! Ahora bien, siempre que intentamos
cambiar de plano, hay algo que nos lo impide, como si no
pudiéramos marcharnos. ¿Cierto o no? Creo que Orazca no
solo guarda el Sol Inmortal, sino también el encantamiento
que nos impide escapar. Me dijeron que lanzase un hechizo
para contactar con otro plano cuando encontrásemos el Sol
Inmortal. Y, después de eso, creo que podremos
marcharnos.
—¿Cómo es posi...?
—Jace, me enseñó a navegar un dragón. ¿Quién sabe lo que
es posible y lo que no a estas alturas?
Jace estaba absurdamente emocionado con este
rompecabezas que resolver. Clavó la vista en Vraska y
formuló sus pensamientos en alto.
—Pensábamos que el astrolabio apuntaba a la ciudad, pero
apunta a cualquier lugar donde brote una magia poderosa.
—Señaló al bolsillo de Vraska—. En vez de al norte
magnético, señala al norte etérico y a grandes depósitos de
magia similar. Por eso me señalaba a mí cuando me
encontraron, y por eso seguramente te señala a ti ahora.
Intenté decírtelo en el barco antes de que nos
estrelláramos.
Ella sacó el astrolabio. La aguja la señalaba a ella, pero poco
a poco iba cambiando a medida que el signo sobre su
cabeza se desvanecía.
Jace asintió, confirmando su propia teoría, y ajustó una
corona en uno de los lados para que el segundo rayo
apuntara hacia lo que ahora sabía que era el norte etérico.
Lo encendió y lo apagó; el punto que señalaba a Orazca
permaneció estático.
—Podemos usarlo para trazar adecuadamente nuestra ruta
si calculamos el ángulo entre el norte etérico y Orazca... o
podemos seguir simplemente la dirección que apunta a los
grandes depósitos de magia, como venías haciendo. Es una
opción menos elegante, pero funciona.
—Es... increíble —dijo Vraska, parpadeando mientras
miraba el astrolabio taumatúrgico. Sonrió y terminó por reír
—. ¡La barrera debe de usar la misma magia que
empleamos para cambiar de plano! Por eso el astrolabio
apunta allí. ¡Lo descubriste!
Jace ocultó su mirada vergonzosa encogiéndose de
hombros. Vraska continuó:
—Estaba segura de que el ser que me mandó aquí acabaría
conmigo si no encontraba aquello a lo que apuntaba este
chisme. Pero ahora tenemos una oportunidad, gracias a ti.
—Todos tenemos nuestros talentos —respondió Jace
humildemente.
Vraska sonrió.
—¡Y los tuyos son increíbles! —Se detuvo un instante y algo
cambió en su rostro, se dulcificó—. Jace, siento mucho
haberte ocultado esto. No sabía si podía confiar en ti
cuando te encontré. No tengamos más secretos.
Las corrientes del río lamían los lados del barco mientras
ella remaba.
—Nunca tuve la oportunidad de darte las gracias por esa
noche, cuando estábamos atracados en Zabordada. Nadie
había escuchado nunca mi historia como tú. Gracias.
Jace sonrió.
—Tu historia merece ser contada. Gracias por compartirla
conmigo.
La dulce sonrisa que ella esbozó le hizo pensar. Era
vulnerable y sincera, y ambos se miraban a los ojos.
Vraska había dejado de remar.
Todo en aquella jungla era brillante y vívido. Todo parecía
tener un significado. Jace bullía, lleno de miles de
preguntas, cada una de ellas distinta a la otra. Una mezcla
de cuestiones mundanas y fantásticas. ¿Le gustaba a Vraska
leer? ¿Cuáles eran las propiedades metafísicas del espacio
entre planos? ¿Por qué caminar por los planos era distinto a
lanzar un hechizo normal? ¿Cuál era su postre favorito?
Sin embargo, algo en el fondo de sus pensamientos le llamó
la atención.
Observó las orillas del río. Se quedó callado durante varios
segundos, utilizando su energía para detectar si alguien los
seguía. El hechizo de invisibilidad sobre el bote seguía en
pie. A su alrededor, el territorio estaba vacío en más o
menos una milla, pero había gente en las fronteras. Se
concentró tanto como pudo para aumentar el rango de su
percepción.
Vraska lo miró atentamente.
—¿Ves a alguien?
Jace asintió.
—Una humana, una vampira, una tritón... y un minotauro.
Confusa, Vraska frunció el ceño.
—¿Un minotauro?

HUATLI
Los gruesos manglares dieron paso a la arena esponjosa, y
Huatli sintió que su montura se hundía un poco a cada paso
por la hermosa playa que la rodeaba. Se dio la vuelta y le
hizo un gesto a su segundo al mando. Esta era la zona en la
que se había visto por última vez a los tritones.
Era la zona en la que encontraría a quien la guiaría hasta la
ciudad dorada.

Hua
tli, jinete de dinosaurios | Ilustración por Anna Steinbauer
Huatli se animó pensando en el desafío.
A su vez, el garrapié sobre el que montaba gorjeó de
emoción.
La conexión entre dinosaurio y jinete era muy profunda.
Algunos preferían criar a sus monturas desde que salían del
huevo; otros cazaban dinosaurios salvajes y creaban un
vínculo personal a través de la magia. Huatli era muy
práctica: sus monturas no eran niños ni mascotas, eran
herramientas a las que había que tratar con respeto, pues
eran una extensión de su persona.
Sobre ella, el cielo estaba gris y el oleaje se estrellaba contra
unos acantilados que, desmoronados, penetraban en el mar
en forma de rocas. Cerca del montón de rocas más grande,
Huatli distinguió dos barcos naufragados y maltrechos. Uno
portaba los colores de la Coalición Azófar; el otro
enarbolaba las velas negras de la Legión del Crepúsculo
hechas jirones y enredadas en los mástiles.
Una persona le llamó la atención. Debía de ser una persona,
pero no se parecía a nadie que Huatli hubiera visto antes.
Su piel era de color verde esmeralda, como la de un reptil, y
sus ojos dorados estaban muy abiertos, buscando
supervivientes. De su cabeza brotaban
unos cabellos parecidos a lianas de la selva. Llevaba una
casaca y calzas de capitana.
Huatli sabía que no debía acercarse a los barcos. La
tormenta conjurada por los tritones había bastado para
hacer naufragar las embarcaciones, pero probablemente no
era suficiente para acabar con todos sus tripulantes.
Aunque su entrenamiento de guerrera la instaba a combatir
a los invasores, Huatli sabía que no debía dejarse distraer.
Inti se acercó por la derecha de Huatli. Iba montado en un
dienteacero, una montura más robusta y bastante más
grande que la de Huatli, un garrapié pequeño y ágil. Inti
miró a su líder y señaló a la roca junto a la que yacían los
dos barcos hundidos. Con la otra mano palmeó la red que
colgaba del lado de la silla de montar de Huatli.
Huatli asintió. Debe de poder ver al Heraldo del Río que
convocó la tormenta.
Se volvió hacia Teyeuh.
—Regresa a la ciudad y reúne a nuestras fuerzas para
disuadir a los supervivientes.
Teyeuh asintió y espoleó a su crestacuerno de vuelta a la
fronda verde y oscura de la jungla.
Huatli e Inti se desplazaron a lo largo de la línea de costa y
atajaron por el espeso bosque, justo donde la vegetación
terminaba y comenzaba la arena. Subieron entre manglares
y agua salobre hacia la elevación del terreno a la que
apuntaba Inti.
Abajo, en la playa, se oyó el grito de un hombre. Huatli no
se volvió para contemplar la escena; sabía que no debía
perder la concentración. En su lugar, hizo que su ágil
garrapié avanzara más rápido y atravesó la jungla hasta
encontrarse a plena luz del día. Muy abajo, los gritos se
interrumpieron de forma abrupta, justo en el momento en
el que vio un cuerpo inerte sobre la roca al frente. Espoleó a
su montura y se acercó para examinarlo.
Allí, sobre la roca que se alzaba sobre el vasto océano
interminable, yacía inconsciente una mujer tritón.

Tisha
na, Voz de la Tormenta | Ilustración por Anna Steinbauer
Tenía aspecto de anciana; sus crestas membranosas eran
largas y con las puntas descoloridas, y unos dijes de jade
enmarcaban su rostro. Quienquiera que fuese, era la artífice
de la tormenta que había hundido los dos barcos. Y, si era
tan importante como Huatli intuía, conocería el lugar donde
se encontraba Orazca.
Huatli sintió que su ansiedad se multiplicaba. Este plan
nunca le había parecido especialmente bueno, pero ahora
que tenía a la tritón delante de ella, le resultaba casi
imposible.
¿Cómo voy a convencer a los enemigos ancestrales del
Imperio del Sol de que me ayuden?
Su coraje se incrementó y frunció el ceño con
determinación. Encontraré alguna forma.
Huatli desmontó y caminó hacia la figura. A medida que lo
hacía, la anciana comenzó a moverse y, aún mareada, logró
incorporarse. Mientras trataba de recobrar el equilibrio,
miró a Huatli y a Inti a su lado y las agallas de su rostro se
retrajeron por la sorpresa.
—No tengo intención de atacarte —dijo firmemente Huatli.
La tritón cerró los ojos.
A Huatli se le erizó el vello. ¿Qué estaba haciendo?
La tritón tomó aire, exhaló y volvió a mirar a Huatli a los
ojos.
—Él está de camino hacia allá. Aparta de mi camino o
tendré que obligarte.
¿De qué habla? Huatli sujetó su arma con fuerza. Los
Heraldos del Río tenían fama de abstractos. Sabía que
negociar con uno de ellos para conseguir un guía sería muy
difícil, pero su impulso le decía que, con esta en particular,
sería como pedir a los chamanes del Imperio del Sol que la
aconsejaran sobre qué comer hoy. No habría respuestas
directas.
—Me llamo Huatli y soy la futura poetisa guerrera del
Imperio del Sol. Dime tu nombre.
—Soy Tishana, de los Heraldos del Río —respondió
cautelosamente la tritón—, e Ixalan está en peligro.
Alzó una mano y una ola se estrelló contra las rocas bajo
ellos.
Una táctica de intimidación. Huatli no se asustaba con tanta
facilidad. Se mantuvo firme.
—¿Por qué dices eso?
Las agallas de Tishana se agitaron a cada lado de su rostro.
—Un Heraldo del Río traicionó mi causa y viaja hacia allá en
estos momentos. Kumena quiere desequilibrar las
dependencias radicales.
A Huatli, esta tritón le recordaba a un cruce entre alguno de
los chamanes del Imperio del Sol con una tía algo chiflada.
Era una mística sabia y perceptiva con el vocabulario de una
excéntrica.
—Quiero ir a Orazca —dijo Huatli—, pero necesito alguien
que me guíe.
Las agallas temblaron.
—¿Qué?
—Ella la ha visto —intervino Inti mirando a Huatli.
Las agallas se abrieron mucho.
—Usé una magia extraña y vi una ciudad dorada. —Huatli
eligió cuidadosamente las palabras.
Tishana le devolvió una mirada impávida.
—Viste una ciudad dorada.
—Sí.
—¿Pero no la ciudad dorada?
Huatli frunció el ceño avergonzada. Esta conversación le
resultaba familiar.
—Vi Orazca —replicó con voz firme.
Inti habló de nuevo con voz suave.
—Debemos encontrar la ciudad dorada si queremos
proteger a nuestros dos pueblos. —Señaló a la lucha que
transcurría en la playa.
Tishana se volvió a Huatli y se inclinó, inquisitiva. Su rostro
era severo pero honesto, y en él se leía la concentración de
un depredador.
—¿Solo quieres ir allí? ¿No conquistarla? ¿No reclamarla en
tu nombre o en el de tu imperio?
Los labios de Huatli se apretaron, formando una línea. Se
arrodilló y puso su arma en el suelo; después, miró a la
tritón con absoluto respeto.
—Algo dentro de mí hizo que viera la ciudad. Estoy segura
de que es la prueba de que mi misión es crucial para la
supervivencia del Imperio del Sol y de los Heraldos del Río.
Tú y yo no somos enemigas.
La tritón se detuvo y examinó la cara de Huatli. Parecía ver a
través de ella y Huatli se sintió joven, muy joven, mientras le
devolvía todavía arrodillada la mirada a Tishana.
Tishana bajó las pestañas y torció la boca mientras
meditaba su respuesta. Alargó la mano y la puso sobre la
frente de Huatli.
Huatli sintió un calor extraño, como si alguien hubiera
revuelto un fuego en su interior.
Tishana abrió los ojos.
—Sentí tu presencia hace días —dijo.
Huatli no pudo evitar que su rostro expresara sorpresa y
repulsión.
La tritón dio un paso hacia atrás, ignorando su respuesta.
—Sentí que alguien tiraba con fuerza de la energía de
nuestro mundo, como un delfín que intenta dar un salto
sobre la superficie del mar.
Tishana iba más allá de ser un poco inquietante. Huatli
estaba familiarizada con las metáforas, pero las de la tritón
eran mucho más oscuras.
—¿Sabes lo que era? —susurró Huatli con urgencia.
Las pupilas de la tritón se convirtieron en dos líneas.
—Solo sé que la superficie de nuestro mundo es
imperturbable desde abajo. Algunos caen..., pero una vez
que se sumergen, no pueden salir.
Huatli no sabía qué quería decir Tishana con eso.
—Sentí un tirón similar esta mañana —dijo— en dirección al
mar. Y otra vez, hace unos dos meses, mucho más allá del
horizonte. Pero no era tu energía.
La tritón se arrodilló y miró a Huatli directamente a los ojos.
—Si dices que viste una ciudad mientras contemplabas los
confines de nuestro mundo, te creeré.
Inti miró a Huatli y sonrió, orgulloso. Huatli se alegraba de
que estuviera allí para apoyarla.
—Pero debes prometerlo, Huatli. —Tishana la miró con
severidad—. Iremos a la ciudad para impedirque Kumena
entre en ella, porque sus actos los ponen en peligro a
ustedes tanto como a nosotros. Si intentas conquistar
Orazca para los tuyos, no dudaré en acabar contigo.
Huatli no tenía nada claro cuál sería el resultado de la
exploración. Así las cosas, iba a ser un viaje muy
interesante, pero no tenía otras opciones.
—Gracias, Tishana.
Huatli subió de nuevo a su montura y le ofreció una mano a
la tritón para que se sentase junto a ella.
Tishana observó la mano como si por ella corrieran miles de
insectos.
—Viajaré por mis propios medios —refunfuñó.
La tritón sacó un pequeño objeto de jade de una bolsa que
llevaba y lo dejó en el suelo.
Tóte
m centinela | Ilustración por Anthony Palumbo
Levantó la mano y el jade se iluminó por dentro; era como
el brillo de una luciérnaga encerrada en una piedra verde
moteada.
El suelo y la vegetación del promontorio de roca sobre el
que se encontraban comenzaron a vibrar y a acercarse al
tótem de jade, como si este las atrajera como un imán. Las
rocas y la madera se curvaban mientras se expandían,
protegiendo el tótem, y comenzaron a tomar la forma de un
elemental. En pocos momentos, donde se había colocado la
hermosa talla de jade había un fiero elemental tan alto
como el garrapié de Huatli.
Cami
nante espesura | Ilustración por Ryan Alexander Lee
Tishana levantó un pie y parte del bosque formó un escalón
de ramas para ayudarla. Se aupó sobre el elemental y se
sujetó a la parte superior de su nueva montura.
—Síganme —dijo.
Huatli tragó saliva. Esta mujer poseía un poder inmenso.
Tiró de la brida de su propio dinosaurio y miró de nuevo a la
playa, donde se desarrollaba una escena de caos absoluto.
Algunos supervivientes estaban tratando de escapar de los
dos barcos naufragados y ganar la playa, mientras que una
gran mancha de sangre se extendía por la arena blanca. Lo
que parecía una mujer vampiro se internaba en la jungla.
Huatli señaló hacia la conquistadora que huía.
—¡Inti, síguela! Busca mi rastro en la jungla cuando llegue a
alguna parte.
Inti comenzó a deslizarse por la ladera del promontorio
rocoso y desapareció en la jungla.
Huatli silbó una rápida melodía en dirección a Teyeuh, con
la esperanza de que aún pudiera oirla. Le dio las gracias en
silencio por recordar su entrenamiento; Teyeuh escuchó la
orden e, inmediatamente, se volvió para seguir a Inti y a la
vampira.
Otra que tiene prisa para llegar a Orazca, sin duda, pensó
Huatli riéndose para sí. Sanguijuela patética.
En su mente surgió el inicio de un poema mientras
descendía con su garrapié al otro lado del promontorio.
Miró hacia los barcos destrozados y se preguntó cuál sería
el mejor comienzo para el poema sobre esta expedición.
Un barco de sanguijuelas perseguía a un barco de pulgas...
—Detente. Ve hacia el río —ordenó Tishana.
La tritón hizo girar al elemental sobre el que iba montada y
tomó ese camino. Huatli la siguió y se detuvo a su lado.
Tishana suspiró con la impaciencia de una erudita muy
ocupada.
—Alguien está invocando una ilusión aquí, en el agua.
Huatli miró la mano de la tritón y luego más allá, a donde
las aguas del río desembocaban en el océano, y se quedó
paralizada. El río estaba tranquilo: no había rápidos que
hicieran espuma en su corriente, pero en la superficie se
estaba formando una estela que se extendía sobre el agua.
No había ninguna fuente visible y, claramente, no había
nada que nadara bajo esa estela.
—Es... extraño. ¿Estás segura de que es una ilusión? —
preguntó Huatli.
Tishana bufó.
—Llevo invocando ilusiones desde mucho antes de que tú
nacieras.
—Pero... ¿crees que es obra de alguno de los supervivientes
de la Legión del Crepúsculo?
La tritón sacudió la cabeza.
—Estas ilusiones quedan más allá de sus dotes. Me temo
que se trata de una amenaza peor.
Sin más dilación, el elemental de la tritón se dio la vuelta y
avanzó a zancadas hacia la jungla.
Huatli gruñó de frustración y espoleó a su montura para
seguirla. Ambas se internaron en la espesura sin perder de
vista la extraña corriente del río.
Hojas y ramitas golpeaban el rostro de Huatli, pero en su
corazón había esperanza. Quizás esto era lo que debía
hacer, al fin y al cabo. Todo lo relacionado con esta
situación era nuevo e incómodo, y Huatli odiaba admitir que
estaba nerviosa, pero de momento, parecía que todo
estaba yendo bien. Hasta donde ella
supiera, ningún Heraldo del Río había cooperado por
voluntad propia con un guerrero del Imperio del Sol.
Por ello, la ayuda de Tishana
resultaba increíblemente extraña. Huatli no podía evitar
preguntarse si la tritón planeaba aprovecharse de ella. No
ayudaba que Tishana fuera tan difícil de interpretar.
El garrapié de Huatli gorjeó de emoción. Corría golpeando el
suelo de la jungla a un ritmo constante.
—¿Han oído los susurros en el Imperio del Sol? —gritó
Tishana sobre los sonidos de hojas y la pesada humedad.
—¿Hablas de susurros de verdad o de rumores?
La tritón ignoró la petición de información.
—Uno de los nuestros escuchó una conversación en la
ciudad fronteriza de Zabordada. Más adelante lo
corroboramos con las palabras de alguien del Imperio del
Sol. Una capitana de la Coalición Azófar posee un astrolabio
capaz de encontrar la ciudad dorada —dijo Tishana—. Tiene
la piel del color de la esmeralda y...
—¿El pelo como lianas de la selva? —completó Huatli.
La tritón no respondió. Solo el ruido que hacían contra el
suelo los pies de roca y madera de su elemental rompía el
silencio.
—La vi cerca del naufragio —dijo Huatli—. Si posee lo que
tú dices, esa estela en el río debe de ser suya.
—Debe de ser una ilusionista muy avezada. —Los ojos de
Tishana se volvieron hacia el río.
Huatli tensó las riendas de su dinosaurio.
—Entonces debemos estar preparadas. Cuando el río se
estreche, no podrán avanzar más, y entonces atacaremos.
—Necesitamos su astrolabio mucho más que sus cadáveres
—dijo Tishana.
—No pensaba matarlos —dijo Huatli, irritada y ofendida.
Tishana chasqueó la lengua con desaprobación.
—La mañana está cubierta de niebla —dijo con un sabio
asentimiento.
Frustrada, Huatli se mordió el labio.
—¿Puedes aclararme lo que significa esa niebla?
—La ubicación concreta de Orazca es un secreto, incluso
para nosotros.
La confianza de Huatli se desmoronó.
—¿Entonces no sabes dónde está... en absoluto?
La tritón le devolvió la mirada.
—Conocemos su ubicación general.
Huatli cerró la boca. Inspiró hondo y se esforzó por ocultar
la creciente frustración.
—Entonces, está más allá del territorio del Imperio del Sol,
¿no?
—Está cruzando la cordillera que separa a Pachatupa de
Quetzatl y, una vez allí, pasado un lago.
Huatli buscó en su topografía mental.
—¿Al norte o al sur del valle perdido?
—Al sur.
—¿Y eso es todo lo que sabes?
—Sí.
Huatli asintió. Se sentía superada por la situación.
—Bien, entonces necesitamos ese astrolabio.
Capítulo VII:

LA CARRERA,
a
2 PARTE
VRASKA
El río se estaba estrechando mucho. Vraska miró por
encima del borde del bote y vio que la orilla estaba a pocos
palmos de distancia.
Frente a ellos, dos enormes rocas se alzaban, una a cada
lado del río, como columnas de entrada a un país
maravilloso. El bote tendría espacio para deslizarse entre
ellas, pero no mucho más.
Le dolían las ampollas.
Movió más despacio el remo izquierdo y comenzó a girar el
barquito hacia la orilla.
Hacía horas que Jace había dejado de intentar mantener el
hechizo de invisibilidad. La noche cayó y las luces de los
insectos, además de otros brillos extraños que Vraska no
reconocía, iluminaban la jungla. La pendiente de las orillas
era demasiado escarpada para sacar el bote del río. Si no
fuera por los enormes dinosaurios que sin duda se
ocultaban en la jungla, habría pensado que el ambiente era
de lo más encantador.
Pantano | Ilustración por Christine Choi
—Dormiremos en el bote —dijo Vraska. Soltó los remos y
siseó al tocarse una de las ampollas.
El astrolabio taumatúrgico yacía sobre la madera que
separaba a los dos Planeswalkers. Jace lo tomó y miró a la
dirección en la que apuntaba.
—Este cacharro sería más útil si nos dijera cómo de lejos
estamos... —dijo Vraska mientras estiraba los brazos por
turno. Entrelazó los dedos y suspiró.
Jace no respondió.
Miró hacia arriba, y la magia de sus ojos iluminó los
contornos de su rostro. Sobre ellos se materializó un
gigantesco caballo de tiro que brillaba con una suave luz
azul. La ilusión atravesó el follaje y galopó por el cielo
nocturno.
Aquel caballo espectral serviría de aviso para Malcolm.
Espero que el resto de la tripulación llegue pronto.
El aire podía cortarse con un cuchillo. Olía a vegetación en
crecimiento, a cosas que brotaban, se alimentaban, morían,
se pudrían y volvían a crecer sobre otras cosas que también
se alimentaban y morían. Vraska recordó que su tripulación
solía cantar en las noches de calma chicha como esta
cuando estaban en mitad del mar. Le encantaban aquellos
momentos en grupo. Ella y su tribu, enemigos de todos
salvo de ellos mismos.
—Existe un castillo profundo y antiguo... —comenzó a
cantar.
Jace la miró como si le hubiera crecido una segunda cabeza.
Vraska sonrió y siguió a lo suyo.
—De sus ventanas surge un extraño brillo.
Es un bello laberinto de descomposición...
Vraska se detuvo. Jace escuchaba con interés.
—¿Quieres que siga? —preguntó con una sonrisa cansada.
Jace sonrió.
Ella se acercó más a él y continuó cantando en susurros.
Quizá la música mantendría a raya a los posibles dinosaurios
que los acecharan.
“... pues, algún día, reinará la putrefacción”.
Jace, también cansado, emitió un ruidito de aprobación.
—Qué canción más alegre.
—Los Golgari no tienen mucho de lo que alegrarse. —
Vraska se echó de nuevo hacia atrás y cerró los ojos.
La voz de Jace era soñolienta.
—Calzón me enseñó otra canción.
—¿La de los higos?
—Vaya canción más grosera. Pero que mucho. Ese trasgo es
pequeño, pero matón.
Jace guardó silencio después de eso y, apenas un instante
después, ya se había dormido. Vraska se preguntó si era
capaz de hacer eso a voluntad.
Por encima de ellos se escuchaba el sonido de pequeñas
criaturas aladas; las aves nocturnas cantaban en la espesura
de la jungla.
Abrió un ojo dorado y le echó un vistazo a Jace. Al segundo
telépata más peligroso del Multiverso.
Podría destrozarme la mente con tanta facilidad como yo
canto.
Y sin embargo... no lo haría. Nunca lo haría. No después de
haberla escuchado como hizo (como nadie lo había hecho
nunca).
En ese momento, Vraska supo que, al margen de sus
recuerdos, aquel era un hombre en el que podía confiar... y
alguien que, a cambio, confiaría en ella. No necesitaba
a nadie para sentirse completa ni a nadie que la validara. Y,
si él no la correspondía... bueno, no pasaba nada; todavía
tenía un libro de historia en casa por terminar. Pero si la
correspondía... Vraska imaginó que él le prepararía té
cuando ella tuviera días malos. La escucharía cuando lo
necesitara. La animaría a perseguir sus propios objetivos.
En general, no sonaba nada mal. Quizás le pediría una cita
cuando todo esto terminase. Hacía mucho tiempo que no
salía con nadie. No obstante, de momento Vraska estaba
satisfecha con lo que había. Una misión con un objetivo
claro y un buen amigo a su lado: eso era lo que necesitaba.
Vraska tenía muchas ganas de petrificar a quienquiera que
le hubiera robado los recuerdos a él.
El brillo de las plantas a su alrededor y el de las estrellas
envolvía el pequeño bote en un halo de calidez entre las
sombras. Cuando Vraska cerró los ojos, sintió que la fresca
brisa de la invisibilidad la cubría de nuevo.

JACE
Después de su turno de guardia, Jace durmió
profundamente. La tranquilidad y el aire libre eran cambios
bienvenidos, después de los meses que había pasado
durmiendo en una hamaca junto al resto de la tripulación.
Vraska y Jace abandonaron el bote a la mañana siguiente.
Remaron hasta la orilla y atracaron en la ribera.
Aquí y allá brotaban masas de roca y de mantillo de forma
desordenada; cualquier amago de sendero se perdía entre
los ruidos y el caos de la jungla a la luz del día. Vraska sacó
la espada y la utilizó como machete improvisado para
despejar el camino.
Al final, los dos llegaron a un camino ancho y despejado.
Vraska envainó la espada, aliviada.
—Ya era hora. Las ampollas de usar la espada son casi tan
molestas como las de remar —gruñó.
Jace frunció el ceño.
—A lo mejor no deberíamos ir por aquí —dijo.
Señaló al sendero que atravesaba la fronda.
—Es probable que este camino lo hicieran los dinosaurios.
Vraska suspiró.
—¿Los dinosaurios hicieron este camino al cruzar una y otra
vez por la jungla?
—No, es obra de los dinosaurios leñadores —explicó Jace
con la cara muy seria y sin un ápice de sarcasmo.
Vraska soltó una risotada. Jace negó con la cabeza.
—No te burles de la noble industria de leña dinosáurica.
La risa de Vraska se vio interrumpida por un olor extraño en
el aire.
Una gruesa columna de humo negro inundó de repente la
arboleda.
El humo era pegajoso, una neblina tintada que olía
vagamente a mirra. Envolvió los árboles, ocultó la poca luz
que se colaba a través de las ramas y oscureció el día por
completo.
Jace gritó de asombro y amplió su percepción para detectar
las amenazas.
Vraska estaba de pie en el centro del camino, luchando con
un enemigo que apenas era visible. La niebla era demasiado
espesa para ver; se acercó a la mente del enemigo,
reconoció el hechizo responsable de aquella oscuridad y lo
desactivó.
El humo negro se disipó y dejó a la vista a una
conquistadora. La vampira gruñía como un animal, con la
barbilla cubierta de sangre seca, mientras que su armadura
negra y dorada relucía. Llevaba el sello de una rosa grabado
en la coraza y las puntas afiladas de su yelmo se cernían
peligrosamente sobre la gorgona. Había restos de sal
marina sobre ella, lo que llevó a Jace a pensar que era una
de las supervivientes del otro barco naufragado.
Jace levantó la mano y creó la ilusión de una densa
tormenta.
Una cortina de lluvia cayó desde lo alto; el verde del camino
se oscureció y, por encima de sus cabezas, se escuchó el
sonido de un trueno.
Vraska permaneció impertérrita, pero la vampira se quedó
muy sorprendida. Inquieta, dio un brinco, pero bloqueó
justo a tiempo un golpe de espada de Vraska con la
hombrera de su armadura. Sin desenvainar la espada, se
arrojó sobre la gorgona en un frenesí de patadas y
puñetazos. Vraska trató de blandir la espada para
defenderse, pero un fuerte puñetazo a la mandíbula la
interrumpió. Comenzó a acumular la magia necesaria para
petrificar a la vampira.
Jace extendió la mano de nuevo, buscando la mente de la
vampira, pero la confusión del forcejeo era demasiada —y
él llevaba demasiado tiempo sin practicar— y un guantelete
descargó un golpe contra su frente. Perdió la concentración
y cayó al suelo.
La tormenta ilusoria desapareció y la luz del sol volvió a
colarse entre las ramas de la jungla.
Mareado, Jace vio cómo la vampira se agachaba y buscaba
algo; encontró el astrolabio taumatúrgico a los pies de Jace
y, tras hacerse con él, corrió de nuevo hacia la espesura de
la jungla.
Vraska soltó un juramento y se puso en pie con dificultad.
Tenía una mano sobre los ojos y resoplaba de dolor.
Parpadeó para deshacerse de su propia magia y gruñó,
frustrada.
Le dio una patada a un árbol.
Jace cerró los ojos y se concentró.
—Podemos seguirla.
Abrió los ojos y levantó la cabeza para conjurar otro caballo
enorme que galopó hacia lo alto para señalizar su posición a
la tripulación.
Vraska seguía rabiosa.
—Esa maldita vampira tiene que haberse enterado de lo
que le hice al otro capitán. No debimos dejar viva a la
tripulación.
Jace suspiró.
—Mirándolo de forma objetiva, no te equivocas.
Vraska le dio otra patada al árbol.
—Cuando la encuentre, recuperaremos el astrolabio.
Después podrás patear todos los árboles que quieras —dijo
Jace con determinación.
La gorgona inspiró profundamente, guardó silencio un
momento y asintió. Miró a Jace con un leve ceño.
—¿Estás seguro de que puedes seguirla?
—Completamente.
Despacio, Jace cerró los ojos y se concentró.
Intentó encontrar la mente de la vampira.
En su lugar, lo que encontró fueron dos furiosos monólogos
internos.
Tishana se adelantó demasiado, ¿cómo lo hace ese
elemental para ir tan rápido?, a la izquierda, esquivar rama,
eso es... ¡Pero! Allí arriba. Alguien de la Coalición Azófar nos
da la espalda. ¡¿No será la pirata de piel verde?!
Lenta y poco cauta. Típica torpeza del Imperio del Sol. Mujer
de piel verde más adelante. Se dice que posee el astrolabio.
Siguiendo la ilusión; invocando una serpiente para
enfrentarse a ellos...
Abrió de golpe los ojos por la sorpresa y, con un solo
movimiento, se dio la vuelta, con los brazos cruzados
delante de él.
Una inmensa serpiente voladora, una ilusión, se arrojó
sobre él y se quebró a cada lado de su defensa psíquica.
La fuente de la ilusión era una mujer tritón subida a las
espaldas de un enorme elemental.
Miró a la fuente del otro monólogo mental: una mujer que
llevaba una armadura de placas de acero, adornada con el
mismo patrón de plumas que el dinosaurio que montaba. A
su lado colgaba un arma semicircular, y su trenza larga se
agitó en el aire cuando cargó sobre él.
Clava
r las garras | Ilustración por Magali Villeneuve
El proceso de pensamiento de Jace pasó de la idea a la
conclusión. Levantó una mano cuando la humana se
acercaba, sintió un escalofrío en la nuca y la mujer tiró con
fuerza de las riendas de su dinosaurio. La bestia se detuvo y
la mujer sobre ella miró desesperadamente a cada lado.
—¿Adónde se fueron?
Las agallas de la mujer tritón se agitaron.
—¡Es una ilusión!
Levantó la mano y unas lianas brotaron del suelo de la
jungla para enredarse en torno a las piernas de Jace.
Cayó cuan largo era, y la invisibilidad que había proyectado
se desvaneció.
Vraska salió de entre los árboles y se puso delante de él.
Gritó para llamar la atención de la jinete y de la tritón:
—¡Esperen! ¿Por qué nos persiguen?
Jace se dio permiso para explorar la superficie de la mente
de la tritón.
—La tritón conoce la existencia del astrolabio.
Las agallas de la tritón temblaron de sorpresa e ira.
Vraska torció el gesto.
—¿Quiénes son ustedes?
Jace se puso en pie y las lianas en torno a sus pies
recularon. Se colocó al lado de Vraska y miró de frente a sus
oponentes.
El elemental de Tishana se puso en posición de ataque, pero
ella lo apaciguó poniéndole una mano en el costado.
—Me llamo Tishana, soy una anciana de los Heraldos del Río
y protectora de Orazca. Uno de los nuestros escuchó un
fructífero rumor acerca de ti, pirata.
Jace se regañó a sí mismo. Al final, aquel tritón de la
taberna de Zabordada sí que había oído su conversación.
La jinete que estaba al lado de la tritón se puso muy recta.
—Yo soy Huatli, del Imperio del Sol, poetisa guerrera y
desterradora de intrusos.
Jace no pudo evitar darse cuenta del temblor en el párpado
de Huatli cuando pronunció las palabras “poetisa guerrera”.
Tishana observaba a Vraska.
—Nadie debe poseer la ciudad ni lo que esta custodia.
Entrégame ese astrolabio o muere aquí mismo.
—Si insistes... —ronroneó Vraska. Sus ojos comenzaban a
despedir un fulgor mágico.
Jace bloqueó su mirada con la mano.
—No lo tenemos —intervino.
Vraska dejó escapar un sonido de frustración y apartó
suavemente la mano de delante de sus ojos. Impaciente, se
cruzó de brazos.
Si la tritón le había escuchado, su rostro no delató lo que
pensaba. En vez de eso, inclinó la cabeza a un lado como si
escuchara.
Jace regresó con curiosidad a la superficie de la mente de la
tritón. A través de una conexión invisible, sentía los
movimientos de una intrusa a través de la jungla, por
delante de ella. Su vínculo con los árboles y el suelo que
pisaba era delicado, mientras que la intrusa dejaba un
rastro en la vegetación que pisaba. Vivir esa sensación en
primera persona era increíble; Jace no sabía que un poder
semejante existiera.
La tritón miró a Jace.
—Hay una vampira cerca —dijo—. ¿Es ella quien tomó el
artefacto y se dio a la fuga?
La jinete del dinosaurio despedía un sutil brillo ambarino, y
su dinosaurio dejó escapar un gruñido profundo. Jace
comenzó a oír el movimiento de otros dinosaurios cercanos.
Equilibró su peso y cerró los puños.
—La vampira nos robó el astrolabio.
Algo lanzó una dentellada en la jungla, a sus espaldas.
Vraska y Jace dieron un salto al escuchar el ruido.
La jinete sonrió y apartó un poco a su dinosaurio. Tenía una
sonrisa de superioridad.
—Gracias por cooperar.
La tritón trepó rápidamente a su elemental y las dos
mujeres penetraron rápidamente en la selva.
En cuanto se marcharon, Vraska volvió la cabeza hacia Jace.
—¿Puedes rastrear los pasos de la vampira? —le preguntó.
Jace asintió y escuchó, en busca de la mente de la inmortal.
Sonrió.
—Puedo rastrear más que eso.
Vraska asintió y los dos se adentraron también en la
espesura. Mientras Jace corría, envió una señal más al resto
de su tripulación, y el caballo ilusorio trotó por el cielo en la
misma dirección que aquel que lo invocaba.

HUATLI
Huatli puso una mano sobre su montura mientras corrían y,
a través de su conexión, le envió una breve ráfaga de magia.
Un dinosaurio percibe a través del olor lo que un humano
ve con los ojos; y Huatli había aprendido a comunicarse con
su montura a la perfección después de años de
entrenamiento.
Buscar. Sangre. Descomposición. Vampiro.
El dinosaurio olisqueó el aire, bajó la cabeza en actitud
cazadora y aumentó la velocidad.
Las hojas pasaban a toda prisa. Huatli escudriñó a lo lejos
mientras las ramas sobre su cabeza comenzaban a
separarse y el paisaje mostraba árboles cada vez más
gruesos. Las criaturas más pequeñas se apartaban a su
paso, y Huatli escuchó que las aves y los dinosaurios
chillaban en señal de aviso sobre las ramas mientras ella y
su depredador corrían por debajo.
—Esto nos llevará algún tiempo —dijo Huatli.
Les llevó nueve horas.

Te
rritorio virgen | Ilustración por Dimitar
Isl
a | Ilustración por Raoul Vitale
Cruzaron escarpadas laderas, valles solitarios e incluso
hicieron que sus monturas vadearan un lago. Cada vez que
se acercaban a la vampira, esta apretaba el paso; y cada vez
que se detenían a recuperar el aliento, se maravillaban de la
tenacidad de su enemiga.
—Es muy rápida para estar muerta, ¿no? —jadeó Huatli
mientras se masajeaba un calambre en el muslo. Su
dinosaurio bebía con avidez del lago.
Tishana no se mostró impresionada.
—A la complejidad del universo no le importa lo rápido que
se confeccione el tejido, sino la firmeza de la conexión entre
sus fibras.
Por sexta vez ese día, Huatli puso los ojos en blanco.

Bo
sque | Ilustración por Raoul Vitale

Arboled
a Pétalo Solar | Ilustración por Dimitar
La tritón y la jinete llegaron finalmente a la otra orilla del
lago.
Huatli sintió la alegría de su dinosaurio; la presa estaba casi
a su alcance. Pronto vio una figura con una armadura
dorada apoyada contra un árbol, jadeando de agotamiento.
—¡Yo me ocupo de ella, Tishana! —gritó Huatli.
La tritón frenó el trote de su elemental y se mantuvo a
distancia.
El dinosaurio avanzaba con la cabeza baja, listo para atacar,
mientras se acercaban. La vampira volvió el rostro hacia
ellos, pero no tuvo tiempo para responder cuando el
dinosaurio abrió sus fauces y la agarró por la cintura.
La vampira profirió un chillido de sorpresa y el dinosaurio de
Huatli la arrojó contra el tronco de un enorme árbol.
Huatli desmontó y caminó hacia ella.
Su enemiga era más alta que ella y tenía el alzacuellos de
sus ropajes manchado de sangre. Los encajes que
sobresalían de su armadura estaban empapados de sudor;
tenía el aspecto de una niña que rehusara ponerse nada
que no fuera su traje favorito, al margen de si este resultaba
cómodo o apropiado para la ocasión.
—Lo que te falta de sangre te sobra en sudor —dijo Huatli
mientras descargaba una patada directa contra la coraza de
la vampira.
Esta cayó de nuevo al pie del árbol con un gruñido ahogado.
Jadeó y tiró de su alzacuellos.
Huatli sonrió.
—¿Qué? ¿No había junglas en Torrezón? ¿Te pica la ropa?
Un brillo dorado se encendió en sus ojos y su dinosaurio
emitió un gruñido sordo.
Atrapa, ordenó Huatli. El dinosaurio se lanzó hacia adelante
y tomó a la vampira una vez más entre sus mandíbulas.
El mordisco no era lo suficientemente fuerte para atravesar
su armadura, pero sí para levantar a la vampira del suelo.
Ella se sacudía y protestaba, intentando desenvainar su
espada mientras golpeaba y arañaba la gruesa piel del
dinosaurio.
—Sacude —dijo Huatli en voz alta.
El dinosaurio sacudió a la vampira con fuerza y la
conquistadora aulló con la voz rota.
Una extraña brújula salió volando de su bolsillo y cayó al
suelo.
Huatli se agachó a recogerla. Era un objeto hermoso y
trabajado que despedía una energía que se sentía incluso a
través de la palma de su mano.
Suelta, ordenó Huatli.
La vampira cayó al suelo, cubierta por las babas del
dinosaurio.
Huatli intentó detectar al carnívoro más cercano y lo invocó
con una descarga mágica y una invitación: ¡Devora! Sintió
cómo el depredador se conectaba con ella desde la jungla.
Huatli se subió a toda prisa a su montura y la espoleó en
dirección a la espesura.
Los mejores guerreros del Imperio del Sol nunca mataban
directamente, pero no permitían que una pobre bestia
hambrienta se fuese sin un bocado.
Huatli trotó hasta Tishana con una sonrisa en la boca.
—¡Vámonos antes de que la vampira pueda seguirnos!
Tengo el astrolabio.
Por toda respuesta, la tritón sonrió. Sus dientes eran
pequeños cuchillos organizados en una fila.
—Fantástico.
Tishana tomó el astrolabio y lo examinó. Le dio la vuelta,
investigándolo cuidadosamente, como se haría con alguna
escritura sagrada.
Entrecerró los ojos y dirigió a Huatli una mirada astuta.
El astrolabio comenzó enseguida a emitir una luz ambarina
que latía.
Las agallas de los laterales del rostro de Tishana vibraron. La
tritón cerró los ojos.
Huatli no dijo ni una palabra y esperó. Sabía que la Heraldo
del Río sentía algo que era invisible para ella. Después de
unos instantes, la tritón volvió a abrir los ojos de golpe.
Tenía una expresión maravillada.
—El final de nuestra peregrinación se acerca.
Esta vez, Huatli estaba demasiado emocionada para poner
los ojos en blanco.
—¿En serio?
—Es parte de la tierra a nuestro alrededor, pero está
separada para mantenerse oculta. No se mueve, pero el
camino que conduce a ella está encantado para que cambie
siempre...
Tishana cerró los ojos de nuevo y señaló. Su dedo apuntaba
en paralelo a la línea ambarina del astrolabio.
—Está a medio día de viaje en esa dirección.
Huatli asintió con resolución.
—¡Entonces, mejor no esperar!
Tishana no se movió.
Su montura se apartó ligerísimamente de Huatli. Fijó los
ojos en el astrolabio.
Huatli se puso a la defensiva.
—Tishana, dijimos que iríamos juntas.
—Sí —respondió la tritón—, eso dijimos.
Huatli se lanzó hacia el astrolabio, pero cuando estaba por
alcanzarlo se vio interrumpida por un golpe en la cara con
una tela enorme que la descabalgó.
Huatli cayó al suelo, el cuerpo cubierto por completo por
una inmensa sábana. Intentó liberarse, pero el tejido se
enredó en su cuerpo y lo apretó. A través de él, escuchó que
su dinosaurio chillaba y bramaba antes de que todo
quedase en un repentino silencio. Un silencio que
rompieron los aplausos y vítores de un grupo.
La Coalición Azófar.
Una voz femenina conocida se rio.
—Suéltala, Amelia.
La sábana puso a Huatli en pie de nuevo y se desenredó
hasta liberarla. Huatli trastabilló, mareada de dar tantas
vueltas.
Frente a ella se encontraba una contramaestre pirata con
las manos preparadas, y la sábana —¿realmente había
arrastrado la vela entera desde la playa?— se ató en torno a
ambas manos de Huatli.
Huatli jadeó. Su garrapié estaba delante de ella,
agachándose para atacar, con las fauces abiertas... y
convertido en piedra.
La pirata de piel verde que ya había conocido antes rozó con
la mano la nueva estatua. Se agachó para mirar a Huatli y
sonrió.
—Me llevaré ese astrolabio de nuevo, si no te importa.
Los bucles de la mujer, que parecían lianas, se retorcieron
de puro placer. Tomó el astrolabio que yacía a los pies de
Huatli.
—¡¿Cómo nos alcanzaste?! —escupió Huatli.
La mujer verde chascó la lengua varias veces y sacudió la
cabeza.
—La vampira a la que perseguías seguía el astrolabio en
línea recta. En estos terrenos, no es una táctica muy
efectiva. Es mucho más fácil buscar atajos con un ojo en el
cielo y un telépata en el suelo.
Detrás de ella, una sirena se arregló las plumas con el pico, y
el hombre de azul de antes inclinó la cabeza con una
sonrisa.
—¿Alguna pregunta más? —dijo la capitana.
Huatli utilizó su furia para canalizar toda la energía que
pudiese en un hechizo. Sus ojos se tiñeron de ámbar y, tras
ella, se escuchó el grito de una manada de garrapiés en la
jungla. Jamás se quedaría sin montura en estos parajes.
A medida que los dinosaurios se acercaban, los piratas
huyeron en la dirección opuesta. Huatli logró liberarse de la
sábana que le atenazaba las manos y buscó a Tishana.
¡Maldita Heraldo del Río! ¡¿Dónde se había metido esa
traidora?!
La respuesta llegó en forma de rumor de agua lejano.
Huatli no quiso esperar a ver de qué se trataba.
C
orriente captora | Ilustración por Yongjae Choi
Detrás de ella vio a Tishana, de pie con los brazos
extendidos; los árboles gemían y se retorcían mientras una
corriente de agua invocada por ella avanzaba a través de la
jungla, arrasándolo todo.
Huatli solo tuvo tiempo de ordenar a los dinosaurios que se
retiraran. Suspiró de alivio cuando el río conjurado pasó de
largo a su lado y siguió su camino buscando a los enemigos.
Los piratas huyeron entre gritos y se dispersaron, pero
Huatli habría jurado que vio escapar a la mujer de piel verde
y al hombre de azul.
—Ahora estás sola, poetisa guerrera —dijo Tishana
dramáticamente—. Debo detener a Kumena yo misma.
Huatli puso los ojos en blanco una vez más mientras Tishana
desaparecía en la espesura de la jungla.
¡Muy bien! ¡Si quiere romper nuestro acuerdo, es cosa suya!
Huatli soltó un juramento de lo más creativo. Empezó a
conjurar un hechizo para invocar a una nueva montura.
Tenía que seguir el olor de la mujer de piel verde. Puede
que su guía tritón se hubiera marchado, pero ya estaba tan
cerca de su objetivo que no necesitaba a Tishana.
Una voz le hizo pegar un brinco.
—¡PLANESWALKER, DETENTE!
Angrath estaba allí, alto como un árbol y tan ancho como un
cuernorromo. Tenía la cabeza de una bestia con cuernos y
su cuerpo vibraba con un poder a duras penas contenido.
Llevaba las cadenas incandescentes sobre los hombros, y
jadeaba de cansancio.
Angrath.
Todo había empezado cuando el pirata la atacó. Todo vino a
partir de que ese pirata le hiciera ver lo que vio. Huatli hizo
una mueca y corrió en la misma dirección en la que habían
huido los piratas.
Angrath fue detrás de ella.
—¡ESPERA! ¡QUIERO HABLAR CONTIGO!
—¡PUES YO NO QUIERO OÍRLO! —le gritó Huatli.
Miró a su derecha. Angrath estaba muy cerca.
Huatli corrió más rápido, pero se oyó el ruido de una cadena
y esta se enredó en torno a su tobillo, arrojándola al suelo.
Ocultó su miedo detrás de una máscara de valor, levantó la
mano y empezó a conjurar un hechizo para invocar a tantos
dinosaurios y bestias de la selva como pudiera.
—¡Detente! —suplicó Angrath.
Caminó hacia ella y se arrodilló. Sus cadenas, esta vez frías y
negras, se desparramaron sobre la tierra.
El corazón de Huatli palpitaba con fuerza. Estaba más
aterrorizada que nunca. ¿A qué jugaba ese asesino?
—Eres como yo —dijo él.
—¡Nunca seré como tú! —gritó Huatli, desafiante.
—No, idiota. No de esa manera —replicó Angrath, con los
ojos llenos de impaciencia—. Eres una Planeswalker como
yo. No te haré daño.
Angrath se puso en pie sin dejar de mirarla.
Huatli iba a exigir respuestas, pero Angrath habló con voz
calmada y decidida.
—Aquello que nos impide marcharnos de este plano se
oculta en esa ciudad. Si lo encontramos, podremos
ayudarnos mutuamente a escapar a otros mundos.
Un atisbo de esperanza maravillada se impuso entre la
confusión de Huatli.
Angrath continuó:
—Lo único que tenemos que hacer es matar a todo aquel
que intente tomar Orazca antes que nosotros.
Las esperanzas de Huatli desaparecieron. Una sensación de
malestar se extendió por su barriga.
Genial, pensó, el monstruo asesino quiere ser mi amigo.

VRASKA
El astrolabio taumatúrgico comenzó a vibrar en la mano de
Vraska.
El corazón le dio un salto mientras corría con Jace a su lado
y la tripulación detrás de ella.
La corriente de agua que la tritón había invocado era una
astuta distracción, pero los piratas de ElBeligerante no se
dejaban vencer tan fácilmente.
Malcolm echó a volar, se adelantó y regresó con la voz
quebrada de emoción.
—¡Está sobre las colinas de allá!
—¡Sigan corriendo! —gritó Vraska a su tripulación. Estaban
muy cerca; muy, muy cerca.
Los árboles eran distintos en esta parte de Ixalan. Vraska y
los suyos habían cruzado una cordillera y ahora corrían a
través de un laberinto de niebla y vegetación. De vez en
cuando, dejaban atrás un árbol con hermosas hojas
amarillentas; y en las rocas junto a ellos se apreciaban vetas
de oro que brillaban por debajo del musgo y el liquen que
las cubría.
La misma tierra parecía ansiosa de revelar los secretos que
guardaba.
La tripulación de El Beligerante llegó a un claro y, uno por
uno, todos se detuvieron. Por encima del verde de las
colinas, los chapiteles dorados de Orazca destacaban contra
el cielo.
Chapitel
es de Orazca | Ilustración por Yeong-Hao Han
Las agujas iluminaban el horizonte. Los edificios estaban
ocultos por una barrera de árboles de vegetación tan
exuberante que Vraska se preguntó si las propias colinas no
serían la ciudad enterrada, cubierta por un manto de jungla
impenetrable.
Guardó el astrolabio, que palpitaba y brillaba, indicando la
inmensa magia que los rodeaba en ese momento.
—Dentro hay algo más que el Sol Inmortal. El
encantamiento que nos liga a este mundo también está
aquí —escuchó a sus espaldas.
Vraska se dio la vuelta. Jace había llegado hasta ella
mientras el resto de la tripulación descansaba antes de
iniciar la última etapa del viaje.
Ella asintió.
—Aún no he averiguado lo que realmente hace ese Sol
Inmortal. Hay demasiados rumores; no quiero inventarme
teorías.
—Puede ser, literalmente, la llave de nuestra libertad.
—Puede —admitió Vraska—. También puede que conceda
la vida eterna sin la necesidad de beber sangre. Puede que
haga invencible al Imperio del Sol. Puede ser una fuente de
poder inimaginable, pero demasiado inestable para que
nadie lo controle.
—Creo que es algo que no debería estar aquí —dijo Jace—.
Algo que trajeron a este mundo.
Se rascó la barbilla, pensativo.
—También podría ser solo un pedrusco sin utilidad alguna.
¿A lo mejor Lord Nicolas es un geólogo aficionado?
—No lo descartaría. —Vraska se encogió de hombros—.
Creo que tiene aficiones un tanto extrañas.
Jace se encogió de hombros cuando Amelia lo llamó.
Caminó hacia el resto de la tripulación y comenzó a charlar.
Parecía muy diferente sin su capucha. Vraska nunca lo había
visto sin ella antes de que lo rescatara de la isla.
Abstraída, se preguntó si su cabello sería tan suave como
parecía.
—Vraska, ¿vienes?
—Solo estoy descansando un poco. Reúne a la tripulación.
Jace llamó al resto y Vraska recompuso rápidamente su
expresión para darle un aire más autoritario.
Mientras se acercaba a la tripulación de El Beligerante, el
suelo bajo sus pies se inclinó.
Los marineros gritaron de sorpresa. Malcolm alzó el vuelo y
Calzón trepó al hombro de Amelia. Varios miembros de la
tripulación buscaron frenéticamente algo a lo que
agarrarse, pero no había escapatoria del temblor de la
tierra. El claro comenzó a sacudirse con más violencia y una
grieta apareció en la roca frente a ellos.
—¡Miren! —Amelia señaló a los chapiteles lejanos.
Estaban empezando a alzarse más y más hacia el cielo. La
propia ciudad emergía de la jungla con cada sacudida del
terremoto. Las ramas se partían, los árboles eran
arrancados de sus raíces; los alasolares, aterrados, echaban
a volar en bandadas mientras la ciudad se revelaba ante
ellos poco a poco.
Ilust
ración por Titus Lunter
Malcolm aterrizó junto a Vraska. Sus ojos tenían una
expresión aterrada.
Vraska lo agarró por el hombro.
—¿Esto es por acercarnos?
—Alguien debe de haber llegado antes a la ciudad.
Señaló al astrolabio taumatúrgico que Vraska llevaba en la
mano. Era cierto que todos sus puntos brillaban con una
intensidad que nunca había visto antes.
El rugido de una bestia gigantesca se escuchó por encima
del temblor de la tierra.
Vraska se quedó congelada; el bramido le había producido
un espasmo de terror. Sus temores se intensificaron cuando
escuchó otro sonido a un volumen parecido, y después
otro... y otro.
Algo se había despertado.
El claro comenzó a llenarse de agua y Vraska buscó de
dónde venía. No muy lejos se había abierto una fisura en la
tierra y el agua del río fluía a través de ella como si fuera un
cañón a los pies de la ciudad.
La tierra se sacudió una vez más bajo los pies de Vraska y la
ciudad dorada de Orazca se elevó aún más.
Ahora que la vegetación centenaria se había apartado, la
veía mejor. Era increíble; la ciudad se había abierto como
los pétalos de una flor.
Como indicaba su nombre, los edificios estaban construidos
con un oro finísimo y decorados de turquesa, ámbar y jade.
Sus calles y pendientes pasaban sobre ríos revueltos y
cataratas y, en lo más alto, se veían unos extraños motivos y
símbolos grabados con dedicación.
Vraska sintió una gran emoción y un deseo ansioso de
enfrentarse y conquistar aquello que se hubiera despertado
en la lejanía. Indicó al resto de la tripulación que la
siguieran, pero, en cuanto echó a andar, otro terremoto
sacudió la tierra y Vraska cayó al suelo.
—¡Vraska!
Giró la cabeza y contuvo el aliento. El borde del claro en el
que se encontraban se había dividido en dos y Jace estaba
agarrado a una peña que se balanceaba peligrosamente,
intentando no caerse.
Los demás piratas se apartaron cuando el agua del río
cercano comenzó a llegar hasta ellos. El volumen de la
corriente aumentó y, pronto, una ola torrencial amenazó
con destrozar todo lo que quedaba sobre aquel altiplano.
Vraska se metió en el agua y caminó hasta donde pudo;
después nadó con la corriente en dirección a Jace. Escupió
agua de río e intentó alcanzar la mano que él le tendía.
En cuanto sus dedos se rozaron, el suelo se inclinó una
última vez y la mano de Jace resbaló sobre la suya.
—¡JACE!
Vraska observó cómo Jace caía por el precipicio, con los ojos
muy abiertos por el pánico y las manos extendidas en un
gesto de desesperación.
Vraska gritó de pena y de rabia. Era imposible distinguir el
fondo de la catarata.
Ilust
ración por Wesley Burt
Se inclinó hacia delante para intentar ver dónde había caído
Jace, y la piedra cedió bajo su peso.
Vraska cayó; el vapor de agua le golpeaba los brazos
mientras buscaba desesperadamente algún lugar donde
asirse.
No tuvo tiempo de gritar, solo de reposicionar su cuerpo
para hendir la superficie del agua con los pies.
Vraska se hundió hasta el fondo del lago recientemente
formado.
Agitó los brazos y se impulsó con furia, intentando nadar
hacia la superficie.
El agua se apretaba contra su cuerpo y la catarata que caía
desde arriba amenazaba con succionarla aún más hacia
abajo, pero Vraska no pensaba morir así como así. No
cuando el objetivo de su misión se hallaba tan cerca.
Sintió que sus dedos rozaban la superficie del agua y pateó,
desesperada por respirar. Por fin emergió, tomó una
bocanada de aire y escupió. Los pies le dolían por el impacto
del agua y, mientras pateaba para mantenerse a flote, notó
unos futuros cardenales en las piernas. Enormes muros de
piedra y de oro habían surgido de la tierra a cada lado del
lago, y la ciudad despertada de Orazca se alzaba sobre ellos
en lo alto.
De repente sintió un dolor sordo, sibilante, serrante en las
sienes y gritó mientras una imagen aparecía de repente en
su cabeza.
Isla 
| Ilustración por Richard Wright
La imagen se desvaneció y Vraska gimió de dolor.
El pánico se apoderó de ella una vez más y,
desesperadamente, echó a nadar hacia la orilla, estirando el
cuello para ver adónde se dirigía. Seguía en Ixalan, pero la
imagen de su cabeza había sido Rávnica.
¡¿Qué era eso?!
Estaba alarmada y confusa. Trataba de llegar a toda costa al
punto donde el nuevo río se encontraba con los muros de la
ciudad que habían brotado de la tierra.
Entonces Vraska vio a Jace. Estaba sujeto a una roca cerca
de la orilla; tenía una herida en la cabeza y la sangre
manaba de ella, pero sus ojos estaban encendidos de
magia. Brillaban con una expresión ausente, mientras que
su rostro expresaba una mezcla de confusión y dolor.
¡¿Lo ha visto también?!
—¡Jace! —aulló, nadando hacia él, haciendo el esfuerzo de
arrastrar sus ropas a través del agua lodosa, luchando por
evitar la corriente de la catarata—. ¡Jace, tu cabeza...! ¡AH!

Sell
o del Pacto entre Gremios | Ilustración por Franz Vohwinkel
Vraska boqueó.
Estaba vestida con una túnica azul con capucha y yacía
sobre la tarima central del Foro de Azor. Niv-Mízzet, el
parun de los Ízzet, la miraba desde arriba. Distinguió
también las caras de los corredores del laberinto de cada
gremio de Rávnica. Esto es un recuerdo, se percató Vraska.
El recuerdo estaba coloreado de sentido, sensación de
pertenencia, responsabilidad. Era el día en el que Jace se
convirtió en el Pacto entre Gremios viviente.
De repente, la imagen se disipó, se desvaneció, y Vraska se
halló nadando de nuevo entre la corriente.
Está recordándolo todo, pensó con pánico.
La memoria de Jace estaba regresando de una sola vez,
como una corriente que se desbordaba. Pronto recordaría
todo lo que Vraska era. Pronto recordaría su resentimiento
mutuo, su gremio, su trabajo... y nada de lo que había
sucedido en los últimos meses importaría. Recordaría que él
era el Pacto entre Gremios y que ella era una asesina. Y su
amistad, con toda certeza, se rompería.
Medio ahogada entre bocanadas de agua, Vraska nadó a
toda prisa hacia Jace. Estaba sangrando, roto... perdido en
la agonía de sus recuerdos.
Todo ha terminado, se lamentó Vraska con un peso en el
corazón, mientras salía del agua y se acercaba al mago
mental. Un pálpito doloroso en la cabeza le advirtió que
otro recuerdo iba a invadir su percepción. Cerró los ojos
para prepararse y el pasado de Jace, fuera de control,
inundó su mente.

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