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La leyenda del arcoiris

Cuentan que hace mucho tiempo los colores empezaron a pelearse. Cada uno proclamaba que él era el más importante, el
más útil, el favorito.

El VERDE dijo: “Sin duda, yo soy el más importante. Soy el signo de la vida y la esperanza. Me han escogido para la hierba,
los árboles, las hojas. Sin mí todos los animales morirían. Mirad alrededor y veréis que estoy en la mayoría de las cosas”.

El AZUL interrumpió: “Tú sólo piensas en la tierra, pero considera el cielo y el mar. El agua es la base de la Vida y son las
nubes las que la absorben del mar azul. El cielo da espacio, y paz y serenidad. Sin mi paz no seríais más que aficionados.

El AMARILLO soltó una risita: “¡Vosotros sois tan serios! Yo traigo al mundo risas, alegría y calor. El sol es amarillo, la luna
es amarilla, las estrellas son amarillas. Cada vez que miráis a un girasol, el mundo entero comienza a sonreír. Sin mí no
habría alegría”.

A continuación tomó la palabra el NARANJA: “Yo soy el color de la salud y de la fuerza. Puedo ser poco frecuente pero soy
precioso para las necesidades internas de la vida humana. Yo transporto las vitaminas más importantes. Pensad en las
zanahorias, las calabazas, las naranjas, los mangos y papayas. No estoy, todo el tiempo dando vueltas, pero cuando coloreo
el cielo en el amanecer o en el crepúsculo mi belleza es tan impresionante que nadie piensa en vosotros”.

El ROJO no podía contenerse por más tiempo y saltó: “yo soy el color del valor y del peligro. Estoy dispuesto a luchar por
una causa. Traigo fuego a la sangre. Sin mí la tierra estaría vacía como la luna. Soy el color de la pasión y del amor; de la
rosa roja, la flor de pascua y la amapola”.

El PÚRPURA enrojeció con toda su fuerza. Era muy alto y habló con gran pompa: “Soy el color de la realiza y del poder.
Reyes, jefes de Estado, obispos, me han escogido siempre, porque el signo de la autoridad y de la sabiduría. La gente no
me cuestiona; me escucha y me obedece”.

El AÑIL habló mucho más tranquilamente que los otros, pero con igual determinación: “Pensad en mí. Soy el color del
silencio. Raramente repararéis en mí, pero sin mí todos seríais superficiales. Represento el pensamiento y la reflexión, el
crepúsculo y las aguas profundas. Me necesitáis para el equilibrio y el contraste, la oración y la paz interior.

Así fue cómo los colores estuvieron presumiendo, cada uno convencido de que él era el mejor. Su querella se hizo más y
más ruidosa. De repente, apareció un resplandor de luz blanca y brillante. Había relámpagos que retumbaban con
estrépito. La lluvia empezó a caer a cántaros, implacablemente. Los colores comenzaron a acurrucarse con miedo,
acercándose unos a otros buscando protección.

La lluvia habló: “Estáis locos, colores, luchando contra vosotros mismos, intentando cada uno dominar al resto. ¿No sabéis
que Dios os ha hecho a todos? Cada uno para un objetivo especial, único, diferente. Él os amó a todos. Juntad vuestras
manos y venid conmigo”.

Dios quiere extenderos a través del mundo en un gran arco de color, como recuerdo de que os ama a todos, de que podéis
vivir juntos en paz, como promesa de que está con vosotros, como señal de esperanza para el mañana”. Y así fue como
Dios usó la lluvia para lavar el mundo. Y puso el arco iris en el cielo para que, cuando lo veáis, os acordéis de que tenéis que
teneros en cuenta unos a otros.
FIN
La leyenda del sol y la luna

Hace mucho tiempo, en un lugar remoto y lejos del alcance de cualquier ser humano
fructificó el amor más bonito y fuerte que jamás se había contemplado: el romance entre
el sol y la luna. Tanto se amaban, que siempre estaban juntos y nunca se separaban.

Sin embargo, un día la princesa Afrodita, celosa y orgullosa, quiso arruinar su historia de
amor seduciendo al sol. Haciendo gala de toda su hermosura, se presentó ante el astro
rey para seducirlo. El sol alabó su increíble belleza pero le dijo que su amor por la luna
era más preciado que su gran atractivo o cualquier otra cosa que pudiese ofrecerle.

Como castigo, Afrodita les separó para siempre, condenando al sol a salir por el día y a la
luna a salir por la noche. Tan tristes y desolados se quedaron, que el padre de todos los
dioses, Zeus, se apiadó de ellos y le dijo el sol que si se esforzaba al máximo podría
iluminar con sus rayos el rostro de su amada luna.
Por eso, algunas veces al atardecer o bien temprano al amanecer, es posible verlos a los
dos juntos, en un intento desesperado del sol por iluminar a su siempre amada luna para
poder verla.
Los loros disfrazados

Cuenta una conocida leyenda de Ecuador, que tras el diluvio universal, se salvaron dos hermanos, un
niño y una niña, que decidieron refugiarse en una montaña mágica. Y esta montaña era mágica porque
crecía según iban avanzaban las aguas, dejando así una isla que nunca se cubría.

Los niños se resguardaron en una cueva de esa isla, pero enseguida se dieron cuenta de que no tenían
nada para comer comer. ¿Cómo podrían sobrevivir en esa inhóspita cueva?

Durante varios días recorrieron la pequeña isla, en busca de comida, pero no consiguieron encontrar
nada. Pero al fin una tarde, al volver a la cueva, descubrieron cerca una montaña de hojas frescas con
frutas, carnes, maíz y todos los alimentos que habían soñado durante todos estos duros días de
hambre y desesperanza.

A partir de entonces, todos los días, al despertar, se encontraban con todos esos alimentos. ¡Y no
sabían cómo llegaban hasta alí! Los niños se morían de curiosidad por ver quién llevaba hasta allí
aquellos manjares. Dispuestos a descubrirlo, se escondieron entre unos matorrales. Estaban deseando
ver quién o quiénes les estaban salvando la vida. Y al cabo de un rato, de repente vieron llegar a una
pareja de guacamayos, de alegres y vivos colores, disfrazados de personas.

Los niños salieron de su escondite, pero no pudieron aguantar la risa y algunas palabras de burla al ver
a los pájaros disfrazados de esa forma. Los guacamayos, enfadados, se llevaron la comida y decidieron
no volver.

Los niños comprendieron que habían sido unos desagradecidos. Se pasaron entonces todo el día
pidiendo perdón a gritos, para que los animales pudieran escucharles. Los loros volvieron, perdonaron
a los niños y se hicieron sus amigos.

Pasaron varios días, y el agua se apartó poco a poco. Los niños querían volver a su cabaña, y
decidieron regresar pero con uno de los guacamayos amigos. Pero al bajar, sucedió algo sorprendente:
toda la bandada de loros siguió a su compañero. Al llegar al poblado, totalmente vacío tras el diluvio,
los loros se transformaron en personas muy alegres y bellas, y el poblado volvió a recuperar su vida.
Cuenta la leyenda que cuando se creó el mundo, los dioses y los seres humanos vivían felices y en
armonía. Sin embargo, el único que no estaba contento era el dios Quetzalcóatl, quien veía como los
dioses se aprovechaban de los seres humanos, se sentían superiores y los hacían menos.

Molesto con esta situación, Quetzalcóatl decidió transformarse en ser humano para compartirles a las
personas toda la sabiduría y conocimientos que los dioses poseían.

Al llegar al mundo de los humanos viajó por muchas tierras hasta llegar a la ciudad de Tollan, donde
encontró a sus pobladores haciendo un sacrificio dedicado a su hermano Tezcatlipoca. Al observar este
acontecimiento, detuvo el sacrificio y les explicó que él venía a ofrecerles una ciudad eterna, llena de
flores y buena vida.

De pronto el cielo se despejó, las nubes desaparecieron y salió el sol. Quetzalcóatl les compartió sus
conocimientos, y les explicó a las personas cómo era la vida con igualdad y humildad. Desde aquel día se
convirtió en un ejemplo a seguir y todo un símbolo para los pueblos precolombinos.
El Múcaro
De entre todos los búhos que habitan sobre la Tierra, el Múcaro es quizás el más curioso. Sólo vive en Puerto Rico. Tiene los ojos muy redondos y
pequeños y le gusta mucho cantar. Y existe una preciosa leyenda sobre este ave, que la cuentan a los niños de Puerto Rico y explica por qué este ave
solo sale por la noche. Dice así:

Cuentan los mayores que hace mucho, mucho tiempo, se celebraba cada año una divertida fiesta en un bosque de la isla de Puerto Rico. A la fiesta
acudían todos los animales. Allí cantaba, bailaban y jugaban hasta el amanecer. Pero la fiesta había que organizarla, y cada año, ese honor recaía en
un grupo de animales. Cuentan que ese año, le tocó a las aves.

Así que los pájaros, días antes de la fiesta, se reunieron en una asamblea para decidir quién se encargaría de cada una de las actividades: la
encargada de llevar las invitaciones a tiempo sería las rapidísima águila de cola roja, y enseguida se puso en marcha. El águila de cola roja fue casa
por casa, entregando la invitación para la fiesta. Pero cuando llegó a la casa del múcaro, al atardecer, se lo encontró desnudo. ¡Le dio muchísimo
apuro! Aún así le llamó:

- ¡Ey, múcaro! Te traigo la invitación para la fiesta.

Pero el múcaro casi ni se inmutó y dijo:

- Buah! Déjala por ahí.

Y el águila de cola roja se extrañó mucho...

- Pero múcaro, ¿qué te pasa? ¿Y por qué vas desnudo?

El múcaro, avergonzado, respondió:

- La verdad es que no tengo nada que ponerme. Por eso no podré ir a la fiesta...

El águila de cola roja se quedó impactado por la situación del pequeño búho, y se le ocurrió convocar entre las aves una reunión de urgencia esa
misma tarde. Les relató todo lo que había pasado, y entre todos acordaron solucionarlo.

- ¡Entre todo podemos ayudarle!- Dijo el petirrojo totalmente convencido.

- ¡Sí!- añadió la cotorra- ¡Si cada uno nos quitamos una pluma, podemos hacerle un traje al múcaro! Y cuando termine la fiesta, le pediremos que
nos devuelva las plumas. ¿Qué pensáis?

Todas estuvieron de acuerdo. Les parecía que era lo mínimo que podían hacer para ayudar a su amiga. Así que cada pájaro fue arrancándose una
pluma con el pico. Las fueron metiendo en una bolsa y el águila de cola roja se encargó de llevarlas hasta el múcaro. Al llegar a su casa, le dijo:

- Ey, Múcaro, hemos encontrado la forma de que puedas venir a la fiesta: cada una de las aves ha decidido dejarte una pluma para que te hagas un
precioso traje de colores.

El múcaro estaba realmente emocionado, tanto, que no pudo contener las lágrimas.

- ¡Muchas gracias!- dijo emocionado- ¡Son preciosas!

– ¡Vas a llevar sin duda el traje más bonito! La única condición es que las devuelvas a sus dueños al terminar la fiesta.

- Claro- contestó el múcaro- No hay problema. Las devolveré después de la fiesta.

El múcaro estuvo todo el día cosiendo su traje, y llegó justo a tiempo a la fiesta. Era un traje realmente precioso, el más bonito, y todos le miraron
asombrados.

El múcaro comenzó a sentirse admirado. Sí... se sentía realmente guapo. ¡Le encantaba su traje! Así que estuvo presumiendo toda la noche, delante
de todos los animales.

Sin embargo, sabía perfectamente que ese traje no sería para siempre, así que según iba pasando el tiempo, él se iba agobiando cada vez más.. ¡No
quería devolver ese traje que tanto trabajo le costó coser!

Se le ocurrió que si se escapaba de allí disimuladamente, nadie le pediría las plumas, así que en un momento de despiste, comprobando antes que
nadie le observaba, se fue de la fiesta y se adentró en el bosque.

Cuando terminó la fiesta, los animales fueron a buscar al múcaro para que les devolvieran las plumas... ¡pero no le encontraban! Fueron hasta su
casa... ¡y tampoco estaba! El múcaro había desaparecido. Y nunca más le vieron.

Y cuentan los mayores que aún hoy, los pájaros de la isla de Puerto Rico siguen buscando al múcaro. Pero el ave ladronzuelo se esconde muy bien y
solo sale de noche para que nadie le descubra.
El hijo del maguey

Cuenta la leyenda que una doncella llamada Xóchitl le hizo un bonito regalo a
Tecpancaltzin: una jícara de miel de maguey. Al recibir este obsequio el monarca se
enamoró perdidamente de aquella mujer, tanto así que se quedó con ella en su
palacio. Tiempo después la pareja tuvo un hijo llamado Meconetzin, es decir “hijo del
maguey”.

Al crecer el niño, se rumoraba por el pueblo sobre su peculiar aspecto, ya que tenía el
pelo rizado en forma de tiara. Por ese entonces había una profecía que decía: “El
pueblo tolteca tendrá su fin cuando suba al trono un rey de pelo crespo en forma de
tiara y cuando la naturaleza engendre conejos con cuernos de venado”. Tras recordar
dicha profecía el pueblo se encontraba muy preocupado y ¡con justa razón!

Pasados algunos años, Meconetzin se convirtió en rey y se cambió el nombre a


Topiltzin. Al principio fue un rey pacífico, muy querido y admirado por su pueblo, pero
repentinamente se volvió un rey malvado y tirano.

Un día los monteros de Topiltzin cazaron un extraño animal: un conejo con cuernos
de venado. La noticia se esparció por la ciudad y todos se asustaron al recordar la
profecía. Al poco tiempo empezaron a suceder desastres naturales, huracanes,
plagas, sequías e inundaciones.

La población moría poco a poco y por desgracia vivían una guerra con los reyes de
Xalisco, quienes habían aprovechado la situación e invadían sin piedad el territorio
tolteca. En la batalla por defender al pueblo murieron Tecpancaltzin y Xóchitl, quienes
combatían en primera fila; Topiltzin, huyó aterrado a esconderse en una cueva de
donde no volvió jamás. Así la profecía se cumplió y el imperio tolteca se extinguió.
Mazorca de oro
Cuenta una leyenda muy antigua de Perú que existió una vez una familia de campesinos muy pobre,
compuesta por el matrimonio y cinco hijos. Apenas tenían para comer, y sobrevivían gracias a un campo
de maíz. Con el maíz hacían tortas y pan, con el que podían comer, y parte del maíz que les sobraba, lo
vendían por las tardes en el mercado.

Sin embargo, la única que trabajaba en esa familia era la madre. Ella se encargaba de cuidar, recolectar,
cocinar y vender el maíz. Ella llevaba también la casa, y mandaba cada día a sus hijos al colegio.
Mientras, el marido holgazaneaba sin hacer absolutamente nada.

Un día, la muchacha estaba realmente agotada, y no pudo recolectar suficiente maíz. Al hacer el
recuento, se dio cuenta de que ese día no podría hacer pan suficiente para comer, y mucho menos llevar
el maíz al mercado para traerse unas pocas monedas. Desconsolada, lloró y lloró... Si su marido le
ayudara, podrían unir fuerzas y recolectar mucho más maíz, pero no lo conseguiría, porque él era muy
egoísta y prefería dedicar su tiempo a dar tranquilos paseos por el campo. ¿Qué podía hacer?

Cuando la mujer, ya desesperada, se iba a retirar a la cama, descubrió que algo brillaba con mucha
fuerza en medio del gran montón de maíz. Al principio creyó que era un destello del sol. Además, al
estar llorando, el destello era borroso... Pero ya cuando se alejaba de allí, se dio la vuelta y volvió a mirar.
Entonces cayó en la cuenta de que era de noche, así que no podía ser un rayo de sol. Empezó a buscar
en el montón de maíz, qué podía ser aquello. Y de repente:

- Pero... - dijo en voz bajo la campesina - No puedes ser... ¡si es una mazorca de oro!

Efectivamente, entre todas las demás mazorcas, una compuesta de granos dorados lucía con mucha
fuerza. Era una auténtica mazorca de oro. ¿Y qué hizo la muchacha? Corrió a buscar a su marido para
darle la buena noticia.

Él, que como siempre, estaba durmiendo en la hamaca, se sobresaltó al ver aquello. ¡El gran Dios había
premiado a su mujer por ser tan buena y trabajadora! Se arrodilló y le pidió perdón. Prometió que a
partir de ahora le ayudaría en todo.

Vendieron la mazorca, y con el dinero que consiguieron plantar más maíz, arreglaron la casa y compraron
ropa nueva para sus hijos. A partir de entonces, el hombre comenzó a trabajar en el campo junto a su
mujer, y sus beneficios se duplicaron. Nunca más volvieron a pasar hambre y fueron muy, muy felices
Por qué los perros se huelen la cola

Cuenta la leyenda que hace muchos, muchísimos años, en un pueblecito de México, los perros del lugar
se sentían muy tristes. Ellos eran muy bondadosos y se comportaban con mucha fidelidad hacia los
humanos: siempre les acompañaban, estaban a su lado, les ayudaban en las tareas del campo...

Los perros se convirtieron de esta forma en los animales más leales para los humanos. Y sin embargo,
ellos estaban tristes. ¿Sabes por qué? Porque a pesar de que ellos se esforzaban en portarse cada vez
mejor con los humanos, muchos de ellos les maltrataban o simplemente les mostraban indiferencia o
desprecio.

Para hablar de este problema, un día, decenas de perros se reunieron en Asamblea. Consideraban que
era una situación muy injusta y necesitaban encontrar la solución. Y después de mucho hablar, llegaron
a esta conclusión: necesitaban la ayuda del dios Tiáloc.

Al terminar la reunión, escribieron una carta par enviarla a este dios. Pero les quedaba lo más
importante. ¿Quién se encargaría de llevar la carta? El dios Tiáloc vivía muy, pero que muy lejos...
Decidieron que tendría que ser un perro con muy buen olfato para encontrar el camino. Y escogieron al
mejor: un perro negro, muy joven y musculoso con un olfato envidiable.

¡Que contento se puso el perro al ser elegido para una misión tan importante! Sin embargo, cuando iba
a partir, preguntó por algo en lo que no había caído hasta ese momento: ¿y dónde guardaría la carta?
Después de mucho pensar, el perro más anciano, dijo:

- Lo mejor es que la guardes bajo la cola, porque es el lugar más seguro.

Y así se hizo. El perrito partió contento hacia la morada del dios Tiáloc.

Pero pasaron los años. Y más y más años. Y todavía, a día de hoy, el perrito negro no ha vuelto de su
misión. Por eso, desde que partió, los perros se huelen la cola al encontrarse, para reconocer si es el
mensajero que vuelve con la carta del dios Tiáloc
El fuego y los animales

Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo los animales hablaban y hacían cosas de personas, pero
como no tenían fuego y aún no existían los fósforos, los pobrecillos se veían en la necesidad de comer
comida cruda, lo cual no les gustaba del todo.

En ese tiempo el jaguar no tenía sus manchas, era de un solo color, amarillo y nada más. Un día
mientras estaba tomando el sol en una montaña, el sol lo observaba con atención. Al señor sol le dio
tanta lastima ver que tanto él jaguar como los animalitos sufrían comiendo comida cruda, que decidió
hablar con el jaguar y decirle:

- Jaguar te voy a dar una cosa que usarás y compartirás con los demás animales.

- ¿Es algo para comer?- le preguntó el jaguar.

-Es fuego, levanta esa rama con pasto seco, que yo te la encenderé- contestó el sol.

El jaguar agradeciendo el buen gesto del sol corrió con la antorcha encendida, pero no la compartió
con los demás animales. Tarde o temprano todos los animales se enteraron de la valiosa posesión del
jaguar. Entonces fue la lechuza a pedirle un poco de fuego, pero el jaguar no quiso darle. Después
mandaron a la Vizcaya pero el jaguar se negó y comenzó a rugir logrando ahuyentarla. Por último
llegó un astuto zorro que logró engañar al jaguar y le robo un poquito de fuego. El zorro corrió y
corrió, hasta que el jaguar tropezó con una piedra y se manchó.

Al final el jaguar quedó con machas, solo y con mal humor por no haber compartido el preciado
fuego. El resto de los animales gozaron del fuego y vivieron felices para siempre.
El colibrí

Los mayas más sabios cuentan que los Dioses crearon todas las cosas en la Tierra y al hacerlo,
a cada animal, a cada árbol y a cada piedra le encargaron un trabajo. Pero cuando ya habían
terminado, notaron que no había nadie encargado de llevar sus deseos y pensamientos de un
lugar a otro.

Como ya no tenían barro ni maíz para hacer otro animal, tomaron una piedra de jade y con
ella tallaron una flecha muy pequeña. Cuando estuvo lista, soplaron sobre ella y la pequeña
flecha salió volando. Ya no era más una simple flecha, ahora tenía vida, los dioses habían
creado al x ts’unu’um , es decir, el colibrí o picaflor.

Sus plumas eran tan frágiles y tan ligeras, que el colibrí podía acercarse a las flores más
delicadas sin mover un solo pétalo, sus plumas brillaban bajo el sol como gotas de lluvia y
reflejaban todos los colores.

Entonces los hombres trataron de atrapar a esa hermosa ave para adornarse con sus plumas.
Los Dioses al verlo, se enojaron y dijeron:

- Si alguien osa atrapar algún colibrí, será castigado

Por eso es que nadie ha visto alguna vez a un colibrí en una jaula, ni tampoco en la mano de
un hombre.

Los Dioses también le destinaron un trabajo: el colibrí tendría que llevar de aquí para allá los
pensamientos de los hombres. De esta forma, dice la leyenda, que si ves un colibrí es que
alguien te manda buenos deseos y amor
La leyenda de Tepoztécatl

Tepoztécatl nació de una princesa cuyo embarazo fue producto del amor de un pajarillo. El
pequeño, fue nombrado por su madre como Tepoztécatl. Ella era inmensamente feliz con su niño,
sin embargo, cuando los padres de la princesa se enteraron de aquel bebé, se molestaron mucho
con ella, ya que no estaba casada, por lo que la obligaron a abandonar al niño lejos de su hogar.

Al abandonarlo, la princesa lo dejó cerca de un hormiguero, fue entonces cuando las hormiguitas
lo alimentaron con gotas de miel que obtenían de un panal de abejas. Poco después de
alimentarlo, las hormigas dejaron al bebé cerca de un maguey. Al tenerlo entre sus pencas, el
maguey lo cobijó y alimentó con el aguamiel que llevaba en su interior. Tiempo después el maguey
lo colocó en una caja y lo puso sobre las aguas del río Atongo, hasta que una pareja de ancianos
que vivían en Tepoztlán lo encontraron y criaron como si fuera su hijo.

El pequeño Tepoztécatl creció hasta convertirse en un fuerte y hábil guerrero. Un día una malvada
serpiente llamada Mazacóatl apareció por Xochicalco amenazando a los habitantes de aquel
pueblo. El padre adoptivo de Tepoztécatl fue elegido para acabar con aquella espantosa criatura,
pero el hombre se encontraba muy viejo y cansado, por lo que Tepoztécatl decidió tomar su lugar y
luchar contra la serpiente. Para ello el joven tomó muchos trozos de obsidiana y al estar luchando
contra la criatura le cortó las entrañas con los cristales, terminando así con su vida.

Cuando regresó a su pueblo Tepoztécatl se convirtió en su héroe, todos celebraron su victoria y lo


nombraron Señor de Tepoztlán y sacerdote del Dios Ometochtli. Años después Tepoztécatl
desapareció y se fue a vivir para siempre a la pirámide que se encuentra en la cima del cerro del
Tepozteco.
La flor de Nochebuena

Cuenta una leyenda que hace mucho, mucho tiempo, en un pequeño pueblo de México,
todos los habitantes se reunían en la iglesia cada año durante el nacimiento de Jesús
para dejarle algún regalo.

A Pablo le encantaba aquella tradición. Todos los años veía llegar a muchas personas
desde muy lejos con regalos hermosos: cestas de fruta, ropa, algún juguete... Pero según
pasaban los años, Pablo se ponía más y más triste. Él sólo veía como todos iban y
depositaban sus regalos pero él no tenía nada que regalar, él era muy pobre y eso lo
hacía sentir mal.

Pablo quiso esconderse para evitar que otro miraran que no tenía nada que dar, fue y se
escondió en un rincón de la iglesia y comenzó a llorar, pero pronto de sus lágrimas que
habían caído al suelo, comenzó a brotar una hermosa flor con pétalos rojos. Pablo
comprendió que aquella flor era un regalo de Dios, para que Pablo se la regalara al niño
Jesús. Contento fue y deposito aquella flor juntos con los demás regalos, pero
manteniendo el secreto que había nacido de sus lágrimas.

El resto de personas, al ver aquella planta tan bella, decidieron llevar una idéntica cada
año. Ese gesto, poco a poco, se convirtió en una tradición, y hoy en todos los hogares,
una bella flor de Pascua deslumbra a todos con sus intensas hojas rojas.
La leyenda del maíz

Cuenta la leyenda que Quezalcóatl no quiso emplear la fuerza,


sino la inteligencia y la astucia, y se transformó en una
hormiga negra. Decidió dirigirse a las montañas acompañado
de una hormiga roja, dispuesto a conseguir el maíz para su
pueblo.

Tras mucho esfuerzo y sin perder el ánimo, Quezalcóatl subió


las montañas y cuando llegó a su destino, cogió entre sus
mandíbulas un grano maduro de maíz e inició el duro regreso.
Entregó el grano a los aztecas que plantaron la semilla, y
desde entonces, tuvieron maíz para alimentarse.

Los indios indígenas se convirtieron en un pueblo próspero y


feliz para siempre y desde entonces fueron fieles al dios
Quetzalcóatl, al que jamás dejaron de adorar por haberles
ayudado cuando más lo necesitaban.
La llorona

Hace muchos años en la Ciudad de México, cerca de Xochimilco, se escuchaban los tristes lamentos de
una mujer.

- ¡Ay mis hijos! Qué será de ellos - decía una voz perturbadora.

Mientras se escuchaba a la mujer misteriosa, los temerosos habitantes de la ciudad se encerraban en


sus casas a base de lodo y piedra. Tampoco los antiguos conquistadores se atrevían a salir a la calle, pues
los gritos de aquella mujer eran realmente espeluznantes.

Los rumores decían que se trataba de la llorona, una mujer vestida de blanco con cabellos largos y
aspecto fantasmagórico, que flotaba en el aire con un velo para cubrir su horripilante rostro. Lentamente
vagaba por la ciudad entre calles y plazas, y quien llegó a ser testigo de su presencia dice que al gritar,
¡ay mis hijos!, agitaba sus largos brazos de manera angustiosa, para después desaparecer en el aire y
seguir aterrorizando en otras partes de la ciudad con sus quejidos y gritos.

Mientras la llorona recorría las plazas, lloraba desesperada, después de un tiempo se dirigía al río hasta
perderse poco a poco en la oscuridad de la noche, y así terminar disolviéndose entre las aguas. Esto
pasaba todas las noches en la ciudad de México y tenía verdaderamente inquietos a sus habitantes, pues
nadie sabía la causa de aquellos lamentos. Algunas personas decían que la mujer tenía un enamorado,
con el cual nunca había podido casarse gracias a que la muerte la había sorprendido inesperadamente.
Al morir el hombre se quedó solo y triste, y descuidó a tal punto a sus 3 hijos, que los pobrecitos se
quedaron huérfanos sin que nadie les ayudara. A causa de esto la mujer regresaba del más allá para
cuidar de sus hijos, y los buscaba desesperadamente a través de gritos y lamentos.

Otra versión cuenta que hace mucho, vivía una madre junto con sus tres hijos. El padre de los niños los
había abandonado hace mucho tiempo, hasta que un día, aquel hombre regresó. El hombre volvió
cuando los pequeños se encontraban solos en casa y cuando la madre regresó a su hogar buscó a sus
niños pero no los encontró, ni a ellos ni al hombre.

Salió y buscó por el pueblo llorando y gritando los nombres de sus niños sin poder encontrarlos. Con el
pasar de los años, su búsqueda continuó, pero sin éxito alguno y tras tanto esfuerzo, la mujer falleció de
la tristeza. Desde entonces su espíritu errante vaga todas las noches buscando a sus hijos, llorando y
lamentando por los alrededores de los pueblos.
La piel del venado
Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo los ciervos tenían un color de pelaje muy diferente al que tienen hoy.
Era muy claro, casi albino, de forma que era presa fácil, ya que cualquier otro animal o incluso el hombre podía
verle en la lejanía con gran facilidad.

De hecho, a los cazadores les encantaba el venado, porque era sabroso, tenía una piel que abrigaba mucho y era
muy fácil de atrapar. Con todo esto, el venado estuvo a punto de extinguirse durante la época de los Mayas.

Un día, un pequeño ciervo que estaba bebiendo agua en un río escuchó gritos: eran unos cazadores que se
acercaban. De pronto comenzaron a lanzarle flechas y el cervatillo, muy asustado, salió corriendo. Los cazadores
le persiguieron y el pobre cervatillo, al intentar burlar una flecha, cayó por un terraplén en una cueva semi
escondida.

Pero resulta que en la cueva vivían tres genios buenos. Cuando escucharon al ciervo quejarse, acudieron a ver
qué sucedía. El pobre, se había hecho daño en una pata al caer. Los genios curaron su herida y le propusieron
esconderse en la cueva durante unos días.

El ciervo estaba tan agradecido, que no paraba de lamer las manos de los genios en señal de cariño. Y ellos
también comenzaron a encariñarse del animal.

A los pocos días, el cervatillo se curó de las heridas y se despidió de los genios para abandonar la cueva, pero
antes de irse, uno de los genios le dijo:

- ¡Espera, cervatillo! Queremos concederte un don antes de que te vayas. Piensa bien, ¿qué te gustaría recibir?

El ciervo pensó durante un momento y dijo muy contento:

- Me gustaría que todos los de mi especie pudiéramos protegernos mejor de los humanos, para que no pudieran
cazarnos con tanta facilidad.

- Buena decisión- contestó el segundo genio- Ven aquí-

El cervatillo se acercó y el genio cogió un poco de tierra del camino y se la echó por encima al venado.
Inmediatamente su pelaje se volvió del mismo color que la arena.

Entonces, el tercer genio añadió lo siguiente:

- A partir de ahora, la piel del venado tendrá el mismo color que la tierra. De esta forma, los hombres no podrán
distinguiros con tanta facilidad. Y si alguna vez os encontráis en serios peligros, podréis entrar hasta lo más
profundo de las cuevas para esconderos.

El ciervo, agradecido, corrió en busca de sus compañeros para darles la buena noticia. Desde ese día, el venado
tiene ese color tierra tan característico, un color que les camufla y les ayuda a huir de los cazadores. Gracias a los
genios, la especie consiguió sobrevivir hasta el día de hoy.

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