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La Cabra

LA NIÑA

A partir de esa fecha debí compartir los trabajos, la casa y la comida, con mis dos
hermanos, pues lo importante era sobrevivir. Me acuerdo que a los diéz años, ya
participaba según mi posibilidad física, en las obligaciones de la casa; cuidar gallinas,
alimentar a los cerdos, cambiar de amarra a las vacas. Los demás, a cocinar o en las
labores del campo. Los fines de semana eran diferentes, mis hermanos, se levantaban
antes del alba, adivinando la hora con el canto del gallo o la claridad de las estrellas y
ordeñaban un par de vacas flacas, cuya leche se vendía en el pueblo cercano que
estaba por lo menos a una hora de camino.

En cierta ocasión, mientras ellos iban por el ordeño, yo salí a potrero cercano en busca
de la yegua Mora que era mi compañera y una vez dispuesto todo en frágiles galones
de vidrio y me encaminé al trabajo con la orden de traer a cambio: sal, cebolla,
pertrecho para las escopetas y unas libras de harina. Al llegar a un pequeño estero,
cerca del poblado, lugar donde acostumbraba a lavarme la cara y peinarme, bajé la
acémila, la alforja que guardaba la leche, un par de quesos y unos huevos para la
venta. Con todo cuidado los puse a la orilla del camino, pues este era también el lugar
donde dejaba mi cabalgadura y desde aquí, cargaba los productos. No me percaté que
atrás venían varias personas a caballo y mientras amarro a mi yegua, el tropel de
aquellos estropea toda mi carga. Cuando quise evitar la desgracia, ya todo estaba
consumado. No supe ni siquiera que decir o como reclamar y lo único que hice fue
gritar, tan fuerte como pude, —carajo— que les causó carcajadas a los jinetes. Sin
embargo, vi claramente que en la última cabalgadura iba una niña de mechones rubios
y blancos dientes, que al reírse mostraba la candidez de la inocencia y compartía con
los demás el júbilo de su estupidez por la tristeza y desesperación de mi cara, —algún
día tomaré desquite —pensé para mis adentros.

La vida no traía nada nuevo; inviernos, veranos, lluvia, lodo y polvaredas, todo de
acuerdo a la estación. Lo único que hacía era seguir los impulsos de la naturaleza. La
vida se volvió monótona: trabajo, humedad, soledad. Mis hermanos se casaron, uno
construyó su rancho en otro lote de la finca y el otro se quedó en casa. Sentí que ya
sobraba y que era obstáculo para sus momentos de intimidad. Además, cada uno iba
pensando ya en sentido de su familia, recién formada, y en las obligaciones propias
que eso significaba. ¡Yo ya quedaba en segundo plano!.

Para tomar un descanso y huir de mi situación, salí a la sierra a pasar una semana
donde unos parientes. Estando allí, entendí que no se puede visitar por más de uno o
dos días, peor aún cuando la comida es suficiente sólo para los de casa. Sin embargo,
la buena voluntad de aquellos parientes me permitió pasar una semana con el objeto
de que el domingo salgamos todos al pueblo para la fiesta de San Pedro y San Pablo.
La fiesta era muy bonita, hoy en especial habían muchos priostes de aquellos que
habían bajado a vivir en la montaña y uno mejor que otro deseaba que se notara su
progreso. Con mi mejor atuendo salí al pueblo el día indicado y mientras mis parientes
hablaban con los lugareños, yo quedé sólo parado en una esquina de la plaza, allí me
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enteré, que como parte de la fiesta, los priostes montan a caballo y corriendo, desde
sus monturas lanzan naranjas a los parroquianos.

Al mirar distraido la costumbre de como los jóvenes y viejos saltan y corren por
alcanzar una fruta, una de ellas me golpeó con fuerza en la frente y me sacó de mi
abstracción. Vuelto en sí, me fijo en la persona que a propósito me lanzó la naranja con
intención de golpearme y no de regalar. Era la niña, aquella que años
atras pisoteó con su montura mi mercancia de leche, quesos y huevos, arruinando la
venta, solo que hoy estaba convertida casi en una hermosa señorita, y mi reacción sin
pensar, fue exactamente la misma que hace años, —Carajo —Grité— algun dia tomaré
desquite y te llevaré a vivir conmigo.
La Cabra

CAMINANDO POR ESTAS TIERRAS

A los dieciocho años, mas por soledad que por conciencia, me casé y debi tomar la
vida en serio, desde ahí si puedo atestiguar lo que es pararse delante de los enormes
árboles de la montaña y tratar de dembarlos para quitarle un espacio para el cultivo. Al
igual que los vecinos, flacos, mal comidos, parasitados, a lo mejor con paludismo;
roíamos poquito a poco entre dos o tres hacheros a esos enormes y centenarios
árboles de matapalo.

¡Oh, sabes como quiero a mi tierra! esta tierra que en poco tiempo se mezclará con
la tierra de mi cuerpo, cuando vuelva a ser los granos de arena de los cuales Dios me
levantó a través de la descendencia de Adán. Amo mucho la naturaleza pura, en ella
veo la presencia de Dios en su perfección y hermosura, y no logro entender las
debilidades y estupideces de los hombres. Los he visto egoístas, avaros, ladrones,
miserables, criminales, tramposos, mentirosos, abusivos, destructores de la obra
divina.

Te contaré cómo era, a mis quince años, mi conexión con la naturaleza. Estaba
regresando de la sierra a la montaña. Me levanté al primer canto del gallo, salí al patio
de la casita, miré en lo alto a la luna que alumbraba con claridad casi meridiana, y las
nubes blancas que se agitaban con el viento que percibí frío y penetrante en mi rostro.
Entré en la cocina a preparar un desayuno para luego enjalmar (3) a mi burro y tomar el
agua de panela con máchica y comenzar el viaje.

La madrugada estaba hermosa, clarita por el verano, que permitía ver toda la comarca.
La luna llena, brillante, radiante y preciosa, parecía que me acompañaba de acuerdo a
cada curva del camino. Un viento moderado, frio y penetrante me acompañaba y lo
sentía especialmente en mis orejas como alegre susurrar de un nuevo día. Arremangué
mi poncho, cargué el boyero a la espalda y por el viejo sendero tras los cabuyos,
siguiendo el seto de lecheros inicié el viaje, marcando en el polvo del suelo las huellas
de mis pies descalzos.

Escuché el viento en contacto con el trigal maduro, el lejano canto de algún gallo y el
tropel de mi asno. De esta manera, crucé prometedoras cosechas y subí del llano al
primer ramal de la cordillera. El esfuerzo del cuerpo evita sentir el frío de la noche y por
el amplio sendero seguí por una serie de lomas. Desde allí divisé que muchas casitas
del campo ya tenían prendidos sus candiles y hasta pude mirar las columnas de humo
de sus cocinas que avisaban que están asando sus tortillas para el desayuno. Los
demás campesinos igual que siempre madrugaban a sus faenas diarias.

En este trayecto, despuntaba el alba. La luz amarillenta de la luna iba cediendo paso a
la claridad del sol. Los gallos alborotaban el ambiente, las aves del campo iniciaban el
día. Yo conocía esas aves, las reconocía por su canto. Por esos cantos supe que entré
en los setos de espinos, matas de cabuya y arbustos. Saltaban y revoloteaban los
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mirlos; preciosos pájaros negros con el pico y las patas amarillas que gorjeando
alegremente comparten la alegría del amanecer. Los gorriones, empiezan a cargar
pajitas para sus nidos; las Lligres, pequeñas avecitas de color amarillo y comedoras de
grano y que en partidas grandes, a pesar de su tamaño pequeñito, hacen daño
mermando la cosecha. Los churupindios, de plumaje negro y amarillo y por cuyo canto
son muy especiales, aunque muy escurridizos y por su forma usual de anidar es
admirable como los huevitos pueden empollar en poquitos palos atravesados. Las
tórtolas y las torcazas que se confunden con las bandadas de palomas caseras y se
levantan en vuelo espectacular por el cielo. El chirote, negro con pecho rojo,
inconfundible por su característico canto y también por la arquitectónica forma de
construir su nido, pues lo hace con mucho cariño y en forma de casita ya que le provee
de una cubierta protectora, además de un blando piso.

A lo largo del camino y especialmente en determinadas áreas, en el talud, los vecinos


han construido pequeñas grutas donde yacen los huesos humanos que afloran en el
camino; yo sé que aquellos hombres están olvidados en la historia. Aquellos hombres
pelearon en las llanuras de Tamisahua, sitio de gran producción de papas, para darnos
libertad. Esto ocurrió al mando de un argentino, el coronel José García que al frente de
un grupo de soldados, acompañados por campesinos y montubios, que entregaron su
vida por la autodeterminación de nuestra patria. Dicen algunos, que los surcos de
papas se empapaban con la sangre de los héroes y que se podía mirar correr los
caballos con personas mutiladas. Ya no nos acordamos de ellos. Que ingratos somos
con los verdaderos héroes que contribuyeron con su vida a la liberación de este país y,
lo peor, seguimos a mentirosos y farsantes que con su verborrea nos han engañado y
aun así somos tan entupidos que no logramos entender. ¡Los mayores dicen que a
partir de esa guerra la producción de papas ya no se iguala a lo que era!

Este relato es otro recuerdo horroroso de los curas, con sus sotanas, que por
conveniencia querían que el sistema colonial siguiera reinando. En aquella guerra,
cuando la victoria parecía sonreír a la fuerza de la libertad, el famoso cura Benavides,
de servicio en Guaranda, organizó un grupo de fieles adoctrinados para llevarlos,
anticipadamente, al cielo. Dando así, auxilio a los relistas que estaban de corrida; y con
su fanática embestida logran derrotar al general argentino y sus héroes que, en
inferioridad de número, no hicieron otra cosa que dar su corazón por las ideas.

Al coronel, después de matarlo, le cortan la mano derecha y la colgaron en un viejo


árbol de capulín en la entrada de Guaranda. Esto, con el fin de advertir a todo aquel
que quiera pelear contra la colonia, contra los opresores, contra aquellos que,
ayudados por tergiversadas doctrinas acomodadas a su conveniencia, persistían en
querer hacer esclavos a hombres iluminados por la luz de la libertad.

Sigo mi camino por las pequeñas grutas, donde los arrieros acostumbran a dejar su
limosna para las almas y en mi inconciencia y necesidad, iba escudriñando y
recogiendo la limosna para cubrir mis necesidades. Esto lo hice hasta llegar al último
sitio, que es una débil crucita, cobijada por un arco construido a la ligera, con ramas de
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los setos cercanos. Miro como la velita que lo alumbra, pelea con el viento para no
dejar apagarse, recojo la limosna y ofrezco a las almas que alguna vez se los pagaré
con una misa.

En profunda reflexión, pienso en las acciones del pasado y continúo mi camino.


Mientras el sol ya domina la tierra, miro a los campesinos que salen con sus
aperos para labrar la tierra, y en fila india se dirigen a sus trabajos. Veo a los pastores,
arrear a sus piaras de cerdos o rebaños de ovejas a los mejores prados, eso dice que
ya había llegado la mañana y yo debo aligerar a mi asno y mi paso. El frio de la sierra
se hace mas intenso y el viento del Puyal, resopla en mis orejas. —Que hermosa es mi
tierra —pienso. Admiro la obra de Dios. Algunas estrellas aun están en el cielo, como
queriendo mirar el mundo con la luz del sol. En este trayecto ya me encuentro varios
viajeros con diferente destino, prisa y necesidad. Reconozco a unos y otros no, pero
entre todos compartimos en el pensamiento de que el buen arriero, ayuda a su
compañero.

Aproximadamente a las siete de la mañana, cuando el sol ya está alto en el horizonte,


llego al Pucará (Atalaya). Me preparo para el largo viaje de descenso desde el este,
hasta las tierras calientes del sub-trópico, en las estribaciones de este ramal de
cordillera occidental. Pienso, sin ser preciso, que este lugar está sobre los 3.500 msnm
y mi destino estará no mas allá de los 250 msnm.

¡Que vista! en tiempo claro se podía mirar a kilómetros de distancia la inmensa cuenca
que formaba el rio. Desde su inicio en las alturas, hasta los llanos que parecían no
tener fin se confundían en el horizonte. Ahora la vista era diferente, parecía un
gigantesco deposito de lana escarmenada que tentaba a lanzarse desde el pico mas
alto. Aunque la visión no es otra cosa que nubes no tan densas que van formándose
con la evaporación del agua abundante de la tierra y la vegetación, con el calor del sol
mañanero.

Igual que todos los demás arrieros, pongo mi poncho sobre la enjalma del asno, para
aligerar mi camino. Me aseguro que esté en buen estado la cincha, el pretal y la
retranca. El animal, que estaba acostumbrado a esta rutina, luego de recibir una
palmada en el anca, avanzó al trote camino abajo. Atrás iba yo, que por no conocer
otro sistema de vida, creía que eso era lo único tenia; de modo que con toda
conformidad y pensando en mis obligaciones iba esquivando las piedras del camino;
pero la naturaleza compensa y adapta a todos los seres vivos a vivir en su medio, esta
debe ser la razón por la que los viajeros, tienen mucho mas fuerte la planta de los pies,
esto por la formación de un callo que le llama “talón rajado”, que se convierten en una
eficaz herramienta para enfrentar estos duros caminos.

El asno pasó el cuartel al trote. Este sitio, fue realmente vivienda de los Guardas de
Estanco (de allí su nombre) que supuestamente controlaban el contrabando de
aguardiente y de panela, pues eran de los Monopolios del Estado. En este lugar, en
una casa aledaña, fría y cubierta de paja de oso, vivía Don Polibio. Un viejo que por su
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aspecto, de “Sacharruna”; una especie de “Pie grande” de la zona. La descripción más


exacta sería de una persona; de mediana estura, porte cuadrado, cochino, la barba
crecida al igual que el cabello, despeinado, áspero por su falta de higiene y un tanto
jorobado. Al menos yo, nunca supe que alguien lo acompañara y tenía fama de robar,
especialmente a las mujeres que alguna vez viajaban solas. La gente decía que las
mataba y luego las freía para venderlas como chicharrón. Alguien me contó que alguna
ves encontró una falange en la fritada que compró.

En fin, no era mi amigo, pero si mi conocido y nunca tuve cosa que reprocharle.
Compré en 40 centavos una cajetilla de cigarrillos, pues fumar era signo de estar
grande y eso acá se aprendía muy rápido. El que compré era el mejor cigarrillo, venían
catorce unidades cuadradas de modo que para utilizarlos había que saber envolverlos.
Los que tenían dinero fumaban el “Full blanco”, pero con el dorado se podía demostrar
la habilidad para envolverlos. Además, que los polvitos que sobraban se los podía ir
guardando en la misma fundita y después se los utilizaba envolviéndoles en hoja de
lima.

Tomé una cola de “Dn Melqui” (diminutivo de Melquicidec) y seguí, al trote, el camino
hasta alcanzar a mi asno que se había adelantado. En Achín corral (corral de azanes)
nos juntamos para seguir parejos y desde allí caminamos en compañía de otros
viajeros. Entre éstos, iba Sebastián, quien me comento, que iba a sacar una “mula de
panela” para la cosecha, pues había que llevar provisiones de lo necesario para iniciar
otro trabajo. Como yo también deseaba panela, me convenció de que camináramos
juntos.

Pasamos al trote por una gran piedra a la que la llaman “Mama Rumi”. Algunos dicen
que allí ven a la Virgencita. Yo nunca vi nada, lo que si recuerdo es la gran cantidad de
crin de caballo o cerda de la cola, que los viajeros dejaban para que sus animales no
se cansen en el camino.

El camino pedregoso, ancho, polvoriento en verano y lleno de fango en invierno, va por


dentro de la montaña. Por tanto, no se puede apreciar que realmente va uno por la
cuchilla de la loma y en algunos lugares hay precipicios, evidentes por el sonido que de
las piedras cuando ruedan fuera del camino. Por estos lados se dice que “cuando Dios
quiera dar, por la puerta ha de entrar y lo da a como de lugar”. Cuentan que en
invierno, con los caminos resbaladizos, rodó al fondo del barranco un asno que venia
cargado de cestos de limeño que alguien llevaba a la sierra. Lo cierto es que el hombre
asustado y condolido por su jumento baja para auxiliarlo y coincide que junto al asno
encuentra un “Pondo (4) con plata'', descarga a la acémila y sale al camino sin ningún
rasguño, pero tubo que abandonar su carga de limeños y llevar cargando en el burro lo
que encontró que posteriormente le hizo muy rico.

Siguiendo el camino hacia tierra caliente, pasamos “Achín corral grande”, sitio donde
los viajeros se sentaban a comer sus viandas a la sombra de los enormes azanes.
Nosotros hicimos lo mismo y compartimos nuestro pan con, otros andantes.
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Terminamos matando el hambre en el “Pogyo”, sitio donde las vertientes de agua


permiten hacer una mezcla con el pinol en los mates que se usan y se dejan en el
mismo sitio. Esto calma la sed, refresca, da energia y quita el hambre.

Al fin llegamos a Naranja Pata, este era uno de mis puntos de referencia en el camino,
primero porque consideraba que era aproximadamente la mitad del camino para llegar
a mi destino. Otra razón por la cuál tomaba este lugar como punto de referencia era
porque había una casa grande, de dos pisos, vieja y medio destruida, cuyo techo y
parte de la armazón, se venían al suelo. El aspecto y el tamaño de la construcción
indicaban que allí vivía una familia con comodidades.

A sus alrededores, en los setos de lecheros habían gran cantidad de granadillas en


diferentes estados de madurez, cogimos las mas accesibles y continuamos el viaje por
un camino pendiente fuera del principal. Íbamos por medio de un potrero sembrado de
pasto elefante (Pennisetum purpureum) exuberante y descendimos a la casa de un
montañés conocido, aunque nunca había estado en su finca.

Linda casa, me gustaría una así pensé, en medio de la selva, en mi es muy natural que
me sienta atraído por el monte, soy parte de él; su construcción me agradó mucho,
pensé
que era la típica casa de un montañés, estaba plantada en un plan escavado en la
ladera,
su forma ovalada, de dimensiones no exageradas, aproximadamente de unos 10 por 7
metros; su techo se veía nuevo pues estaba muy fresco el cade, los pilares de asan
(especie de helechos gigantes),pues es madera incorruptible en la tierra y siempre se
los ponía dobles, el uno que llegaba hasta la altura que debía ser el piso y el otro hasta
la altura del techo. El lado de atrás de la casa, por el lado alto de la ladera, el techo casi
llegaba al suelo, mientras que por el otro estaba muy alto, lo que le permitía construir a
continuación, su melaría. (5) El piso era de latilla de pambil y firmemente asegurado; la
escalera, para acróbatas pues solo era un palo de balsa labrado de tal manera que al
colocarlo en forma inclinada quedan los escalones, y debajo de la casa quedaba
espacio para almacenar lefa para la molienda. La casa no tenia divisiones, en la parte
opuesta a la meleria estaban las camas acondicionadas con puntalitos con orcón y
como plan del catre, una serie de palitos rectos de unos 2 cm. de diámetro; sobre
estos, tendido el petate de tallo de plátano y un poncho de lana como colchón, cuando
se deseaba un sitio mas blando se acostumbrada a poner bajo el poncho, los costales
en los que se ammaba la carga para los animales.
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