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La Cabra

EL LUGAR DE MI NIÑEZ

¡La cabra tira al monte!

Esta frase explica mis impulsos por regresar a la montaña, donde se formaron: mi vida,
mi carácter y mi destino, donde me identifico con el verde exuberante de la vegetación
milenaria, que en aquel tiempo era inmensa, con viejos árboles barbudos, llenos de
musgo, líquenes y brómelas, en cuya base de las hojas había un mundo completo de
organismos que luchan por la vida, los rayos del sol cruzaban la jungla dibujando
formas y pintando colores diferentes de acuerdo al ángulo y a la hora del día, lo que le
daba a la montaña, ese aspecto mágico, que lo guardo como sublime recuerdo de mi
vida; las lianas o bejucos, cargados de epífitas, que como barbas de viejo, llenas de
rocío se mueven con la brisa. Ramas curvadas y retorcidas por los años y el peso del
follaje, sirven de albergue a tanta cantidad de aves que en ellas anidan, como la
pichacha o pava del monte. Aquí hay cientos, quizá miles de hojas de diferentes
formas, tamaños y colores, y también miles de insectos que se camuflan perfectamente
con su mimetismo.

La jungla ya no es como la conocí, ya no es el paraíso que creía, no es más mi mundo,


pero allí están mis recuerdos, sueños incumplidos, allí es donde me puedo renovar y
rehabilitar la esperanza y la fe, allí es donde veo la presencia de Dios. ¿Qué mortal
podría siquiera imaginar semejante esplendor? y eso sin comprender lo maravilloso de
los fenómenos químicos y biológicos que se realizan en semejante laboratorio natural.
¿Cómo dudar de La existencia de un ser inteligente y superior? y escudarse en
enormes períodos de tiempo incomprensibles, ¿Cómo negar que la naturaleza muestra
la acción del Hacedor?, porque el azar no puede ser parte de un proceso organizado y
el tiempo vuelve todo a su origen, y no es organizador de vida.

Miles de beneficios, otorga la naturaleza a los hombres. Ésta nos provee de árboles
que dan madera para construir las rústicas cabañas que albergan el cuerpo y la
esperanza del montañés, a su vez nos dan hojas para cubrir la vivienda y cobijo de la
lluvia, del frío o del ardiente sol de mediodía, o simplemente éstas hojas nos cubren
para ser cómplices de ilusiones, juramentos y confidencias; aquellos nos dan frutos
abundantes y sabrosos, sazonados por la prolija atmosfera de la selva; la vegetación
de este lugar nos da sus hojas comestibles, tiernas y sabrosas que en la niñez sabían a
manjar mezclados con un poco de sal en grano; la cual conseguía en la cocina de mi
vieja casa. Estos frutos, son alimentos para las aves y mamíferos del entorno, y que
nos despiertan cada mañana con su canto. Este verdor sirve para acariciar la vista y
endulzar el alma, para ser guarida, nido o criadero de tantas especies que viven aquí,
—tan exuberante hermosura me hace soñar con otros mundos.

He caminado durante dos horas y tengo el cuerpo húmedo por el sudor que produce el
caminar pendiente arriba en un día soleado. He pasado por huertos de naranjos,
plataneras y pastizales que prácticamente cubren a los bovinos que pastan en ellos, he
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cruzado polvorientas planicies, así como fangosas hondonadas, y aquí estoy, en el


lugar que ahora está sombrío, nublado y lluvioso, pero que me ilumina el alma y me
transporta a otro mundo. Al mundo que conocí: puro, fresco, natural, igual que el cielo
en verano, azul, sin nubes, sin presagio de lluvia y cerrando los ojos puedo ver con la
claridad de mi recuerdo, la sencilla felicidad que produce la satisfacción de aquellas
necesidades, y con un espíritu blanco sin contaminaciones del tiempo ni del medio.
La Cabra

JUAN LORENZO

—Hola —digo con alegría y énfasis, cuando en Joyo Bravo, llego a la casa de Juan
Lorenzo, un viejo amigo; su pequeña casita de madera y cadí, me recuerdan mis años
mozos, la zona, la casa, el patio, sus alrededores, la música de la lluvia al caer en las
hojas de guineo, el canto de las ranas en invierno, que en principio se escucha y
después más bien son una dulce melodía para dormir y se transforman en parte misma
de la naturaleza. Todo esto revive en mí, un concepto diferente de comportamiento
humano, si lo comparo con el de ciudad de dónde vengo, a donde la suerte o el destino
me llevaron.

Lorenzo me recibe con cariño, por eso vuelvo; con la sonrisa sincera a flor de piel que
hace que inmediatamente me sienta y actúe como uno más de la familia. Lo sé, porque
enseguida cambiaron su habitual almuerzo, sustituyendo los frijoles, por una rica
gallina, criada por ellos mismos. Todos allí continuaron con sus obligaciones como era
común; acelerando un poco el paso para tener tiempo por la tarde de sentarse,
conmigo alrededor del fogón para oír lo que tenía que decirles luego de tantos años de
ausencia. Mientras tanto, recorrí viejos caminos cargados de recuerdos, tantos lugares
que despertaban en mí el sueño de la juventud, el cansancio de algunas jornadas o la
satisfacción de acciones cumplidas, volví a encantarme con los retorcidos árboles en
los cuales practicaba la caza. Volví a ver la cascarilla que me recuerda el paludismo, el
café, el orito y los potreros donde muchachos retozábamos igual que el ganado. Miré
las partidas de puercos cebados listos para ir al mercado, cada recodo tiene un
recuerdo, una anécdota, una historia que es preciso haberla vivido o conocer el medio
para entenderla.

A las siete de la noche, todos nos congregamos alrededor de la lumbre que genera la
leña al consumirse en el fogón, mientras se cocían las tortillas en el tiesto hecho de
barro y alumbrados por candiles ubicados adecuadamente por los muchachos; (2);
estábamos atentos para compartir todo lo que había pasado durante mi ausencia y
como siempre, fue agradable, hasta nos tomamos unas copas de aguardiente;
posteriormente uno a uno iban desfilando a dormir los que así deseaban, hasta que
quedamos nada más que Juan Lorenzo y Yo, tal como era mi propósito, para que me
contara su vida como habíamos acordado alguna vez.

Juan sirvió un trago y lo tomó, se acomodó en su asiento y comenzó a hablar:

A mediados del siglo XIX, apurados por la necesidad y la pobreza, con una agricultura
que no daba mayor esperanza, gran cantidad de hombres y mujeres de la sierra de
Bolívar, especialmente de las parroquias del Cantón Chimbo, aprovechando la enorme
cantidad de tierra que disponía la Curia en las estribaciones occidentales de la
cordillera, bajaron a la montaña a comprar sus lotes de terreno con la esperanza de
una vida mejor, a unos les fue bien, a otros no; pero ese vasto territorio de bosques
milenarios, donde nadie aún había osado poner su pie, empezó a ser el escenario de la
lucha por la existencia de hombres hambrientos que con su coraje pelearían su futuro,
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cada uno a su mejor criterio, uno mejor que otro encerró sus propiedades en linderos
geográficos, como un estero, dejando huellas con el machete en los añosos árboles del
bosque.

Yo naci en esta tierra, a principios del siglo pasado —dijo— la verdad es que mi partida
de nacimiento no existe en ningún registro por mas que le he hecho buscar, pero en el
año 1912 se logró encontrar fue mi Fe de Bautismo en el archivo de la parroquia, ahora
ya tengo 90 años y el tiempo ya va doblando mi columna, ha encanecido mi pelo y las
arrugas de mi piel apergaminada abundan, ha bajado mi frente, haciendo que mire con
frecuencia la tierra, antes que al cielo y su esperanza, como siempre me gustó; pues a
lo mejor estoy proximo a irme de esta tierra, por que de ella, Dios me engendró a través
de mis padres. Para mirar al cielo, al halcon y el cielo debo hacer un gran esfuerzo,
pero no importa, esas impresiones las llevo en el corazón y no necesito verlos con los
ojos fisicos, porque todo lo hermoso lo tengo fotografiado en mi alma y en cualquier
momento, aun en la oscuridad de las noches, los veo en mis sueños o en mis
recuerdos, pues están tan claros y luminosos como cuando los vi de verdad.

De mis primeros años no tengo mayor conciencia, pero si me acuerdo que entré a la
Escuela y estudié hasta segundo grado, lo cual ya era un privilegio, pues mi padre (que
era hombre importante y de cultura, pues sabia leer y hacer la cuenta con facilidad, lo
que lo distinguia de la mayoria) y sus hijos debian salir a la Escuela para el estudio.
Lamento que mas de segundo grado haya avanzado, esto debido a la muerte de mis
padres y la necesidad de sobrevivir me impidió seguir con mi educación.

Sin embargo, uno de mis mayores recuerdos, uno que me dio la pauta de vida, que me
permitió saber que la ésta es de los que la enfrentan, lo tuve mientras asistia a mi
escuelita del pueblo, pero yo ni siquiera era de pueblo, era del monte y los niños del
pueblo encontraban en mi todas las condiciones para burlarse y reirse, especialmente
uno… aquel abusador que nunca falta y por ser el hijo del Teniente Político se creia
con derecho de fastidiar la vida de los más débiles y la verdad es que le temia, se veia
mas alto, mas fuerte y calculando mi fuerza sabia que podia machacarme facilmente,
sin embargo, yo no estaba sólo, éramos unos cinco compañeros de la montaña y ellos
me animaban a enfrentarlo; —párale nomás que no es garijo —me insistian. Tampoco el
grandulón andaba sólo, tenía su propio grupo de “guapos” y no solo que se nos reían
en la cara sino, además, nos tiraban del cabello, pegaban en la cabeza, quitaban
nuestras canicas de juego y por último nos exigian que les llevemos guineos o
naranjas, pues sabian que nuestros padres traían el fruto de la montaña. No me van
creer pero en algunas ocasiones no asistía a la escuela por temor y en ocasiones
queria dejar completamente de asistir a clases, hasta le habia dicho a mi padre que yo
era mas útil en la finca y que para trabajar igual que él, no me hacia falta estudiar, y por
decir eso mi padre primero me aconsejó y luego me dio tres de latigazos.

Constantemente pensaba en cómo deshacerme de ese problema, para ir a mi casa


después de clases tenía que esperar al grupo, hasta que se dio la ocasión. Era día
viernes, me acuerdo porque ese dia siempre llegaba mi padre desde la montaña
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trayendo su carga para venderla el sábado. La tarde triste, en la plaza del pueblo yacía
el lodo, causa del invierno. Mis compañeros ya estaban en sus casas, no podían
esperarme todos los viernes, así que me quedé solo y allí precisamente, mientras me
pegaba al pilar de uno de los corredores de alguna casa, aguzaba la vista para
observar si llegaba mi padre. Entonces, apareció el abusador con cuatro de los amigos
y sin mediar palabra hicieron un círculo a mi alrededor y comenzó a tratar de tirarme
del pelo y quitarme mi fundita de cuadernos.

Claro que tenía temor, pero la situación ya no daba para evitar el conflicto, y pensé lo
que mi padre siempre me había aconsejado —evita cuanto puedas, pero si es inevitable
enfréntalo —decía. Por otra parte, mi capacidad de aguante ya se terminaba y me
acordé que cuando entre mis guijos aplasté a un pachón (larva de un Lepidóptero)
mientras yo trataba matarlo, la larva se defendía, esto me inspiró, así que ahora se
termina todo el problema; para fortuna mía asomaron dos de mis fieles compañeros
que me animaron a la pelea al verme asustado y arrinconado, así que lancé mi fundita
de libros y salté a la calle y con tal coraje le dije, —está en la última tarde que abusas
de nosotros y de hoy en adelante te voy a pelear aunque cada vez me pegues, pero me
cansé de correrte y de tenerte miedo.

El grandulón, se rió, se frotó las manos y empujando a sus mismos compañeros,


también brincó a media calle y se lanzó contra mí. No hice otra cosa que tratar de
abrazarme de él y los dos rodamos por el lodo. Aprovechó para asestarme algunas
trompadas. De algún modo pude pararme y supe que él tenía más fuerza y que de ese
modo no podría enfrentarlo, así empecé que opté por rodearlo, tratando de no darle
tiempo para saltar sobre mí y cuando creía oportuno le lanzaba mis puñetes... unos
acertaban y otros no, pero cuando lograba pegarle aumentaba la confianza en mí
mismo y empecé a sentirme seguro. Vi que le corría sangre de la boca; al ver esto uno
de sus compañeros también se lanzó en mi contra, mis amigos se unieron y luego el
resto, de modo que se formó semejante pelea, había ratos que algunos estaban
parados, en otros que todos revolcados en el lodo, pero si bien recibí golpes de alguno
que ni sé, yo únicamente seguía y perseguía al grandulón abusador y de pie en
ocasiones, revolcado en suelo en otras pero di y recibí golpes casi hasta cansarme, lo
bueno es que le perdí el miedo y parecía que sus golpes no me hacían nada de modo
que más le buscaba, sin ton ni son.

No se cuánto tiempo duró la pelea hasta que señor mayor logró separarnos y ponernos
en calma. Cada uno se palpaba las partes adoloridas y trataba de limpiarse el lodo, lo
que sé es que cuando ya se iba le grité, —se acabaron tus bravezas y en cada ocasión
que abuces de alguien, te la vas a ver conmigo —el grandulón sin decir nada se alejó
con sus compinches; yo hice igual y sacudiéndome del lodo, limpiándome la saliva con
sangre que tan bien me salía de la boca, me encaminé por la esquina más cercana
para ir a mi casa. Agachado, alzándome el pelo, ciento que alguien me abraza. Era mi
padre que lo primero que hizo fue apretarme colocando mi cabeza sobre su pecho y
dijo la frase que me ha formado en la vida, la cual voy a mantener hasta mi final. —
Valiente mijo —dijo. Inmediatamente, ruedan lágrimas sobre mi mejilla y me abrace
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fuerte de su cintura. Luego, silenciosamente caminamos en la dirección que los dos


conocíamos.

LA NIÑA

A partir de esa fecha debí compartir los trabajos, la casa y la comida, con mis dos
hermanos, pues lo importante era sobrevivir. Me acuerdo que a los diéz años, ya
participaba según mi posibilidad física, en las obligaciones de la casa; cuidar gallinas,
alimentar a los cerdos, cambiar de amarra a las vacas. Los demás, a cocinar o en las
labores del campo. Los fines de semana eran diferentes, mis hermanos, se levantaban
antes del alba, adivinando la hora con el canto del gallo o la claridad de las estrellas y
ordeñaban un par de vacas flacas, cuya leche se vendía en el pueblo cercano que
estaba por lo menos a una hora de camino.

En cierta ocasión, mientras ellos iban por el ordeño, yo salí a potrero cercano en busca
de la yegua Mora que era mi compañera y una vez dispuesto todo en frágiles galones
de vidrio y ya en la alforja, me encaminé a mi trabajo con la orden de traer a cambio,
sal, cebolla, pertrecho para las escopetas y si se puede, unas libras de harina. Al llegar
a un pequeño estero, cerca del poblado, lugar donde acostumbraba a lavarme la cara y
peinarme, bajé la acémila, la alforja que guardaba la leche, un par de quesos y unos
huevos para la venta. Con todo cuidado los puse a la orilla del camino, pues este era
también el lugar donde dejaba mi cabalgadura y desde aquí, yo cargaba los productos.

No tuve mayormente en cuenta, pero atrás venían varias personas a caballo y mientras
amarro a mi yegua, el tropel de aquellos estropea toda mi carga. Cuando quise evitar la
desgracia, ya todo estaba consumado. No supe ni siquiera que decir o como reclamar y
lo único que hice fue lanzar tan fuerte como puede un“carajo'' que lo único que hizo fue
arrancar una carcajada a los jinetes. Sin embargo, vi claramente que en la última
cabalgadura iba un nife de mechones rubios y blancos dientes, que al reírse mostraba
la candidez de la inocencia y compartía con los demás el júbilo de su estupidez por la
tristeza y desesperación de mi cara, —algún día tomaré desquite —pensé para mis
adentros.

La vida no traía nada nuevo, inviernos, veranos, lluvia, lodo, polvaredas todo de
acuerdo a la estación, lo único que hacía era seguir los impulsos de la naturaleza. La
vida se volvió monótona: trabajo, humedad, soledad, mis hermanos se casaron, uno
construyó su rancho en otro lote de la finca y el otro se quedó en casa. Sentí que ya
sobraba y que era obstáculo para sus momentos de intimidad, además cada uno iba
pensando ya en sentido de su familia recién formada y en las obligaciones propias que
eso significaba. ¡Yo ya quedaba en segundo plano!.

Para tomar un descanso y huir de mi situación, salí a la sierra a pasar una semana
donde unos parientes. Estando allí, entendí que no se puede visitar por más de uno o
dos días, peor aún cuando la comida es suficiente sólo para los de casa. Sin embargo,
la buena voluntad de aquellos parientes me permitió pasar una semana con el objeto
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de que el domingo salgamos todos al pueblo para la fiesta de San Pedro y San Pablo,
que siempre era bonita, hoy en especial, habían muchos priostes de aquellos que
habían bajado a vivir en la montaña y uno mejor que otro deseaba que se notara su
progreso. Con mi mejor atuendo salí al pueblo el día indicado y mientras mis parientes
comentaban con algún conocido, yo quedé solo parado en una de las esquinas de la
plaza, allí me enteré, que como parte de la fiesta, los priostes montan a caballo y
corriendo, desde sus monturas lanzan naranjas a los parroquianos.

Al mirar distraido la costumbre de como los jóvenes y viejos saltan y corren por
alcanzar una fruta, una de ellas me golpeó con fuerza en la frente y me sacó de mi
abstracción. Vuelto en sí, me fijo en la persona que a propósito me lanzo la naranja con
intención de golpearme y no de obsequiarme. Era la niña, aquella que años
atras pisoteó con su montura mi mercancia de leche, quesos y huevos, arruinando la
venta, solo que hoy estaba convertida casi en una hermosa señorita, y mi reacción sin
pensar, fue exactamente la misma que hace años, —Carajo —Grité— algun dia tomaré
desquite y te llevaré a vivir conmigo.
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