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Nos- otros
Hemos de esperar a que las contradicciones del doble discurso oficial (lo que se dice y
lo que se hace) que vivimos diariamente sean lo suficientemente agudas para herir
sensibilidades y malas conciencias, para despertar el temor o la culpa o para situarnos
en el núcleo del conflicto; hemos de esperar a que la diversidad supere nuestros
lamentables instrumentos teóricos y prácticos que se han ido estableciendo para
dominarla para que empecemos a buscar explicaciones y remedios. Si nuestra
implicación personal no nos permite acogernos a la máxima de Buster Keaton , “ yo era
tonto y lo que he visto me ha hecho dos veces tonto”, ni aceptar que las diferencias se
resuelvan en la injusticia del dominio establecido sobre ellas, entonces y sólo entonces
es cuando vemos la necesidad urgente de abordar el problema.
Hablémoslo. Suele decirse que lo que hay que hacer es aumentar el conocimiento y la
información, pero ¿ sobre quién? Se pretende opinar con conocimiento de causa, pero,
bajo que concepto de autoridad hay que abordar la cuestión? Resulta difícil encontrar
una disciplina científica en la cual la complejidad de lo real no supere los paradigmas de
sus casi inevitables categorizaciones. Estamos acostumbrados a abordar el problema de
la diversidad desde los límites de un enfoque en el que las diversas categorías de los y
las demás estudiados se conviertan en objetos parcializados de una mirada
supuestamente imparcial. Es precisamente en este punto donde el mismo conocimiento
empieza a violentar la realidad. Al tratar de explicar una diferencia individual o de
grupo ¿qué atributo hay que destacar? ¿en qué categoría lo o los situaremos? ¿Son
objetivables porque son hombre o mujer, ocupado o desocupado, legal o ilegal, negro,
blanco, gitano, extranjero o nacional, joven o viejo, sano o tarado, experto, ignorante,
más o menos inteligente, miembro de una familia bien avenida o conflictiva, musulmán
o cristiano? Pero, ¿dónde estoy yo? ¿En qué categoría me sitúo cuando hago de ti el
objeto de mi mirada ?
Desde los reduccionismos que quieren ordenar las diferencias para hacer de ellas un
objeto de estudio y delimitar su campo, desde la parcialización de la diversidad, resulta
fácil pasar a la despersonalización de los diversos, es decir, situar la categoría o el
atributo por encima de su persona o grupo de personas. Si no miramos el problema de
las diferencias y las semejanzas reconociendo que son y han sido situadas en un
entramado de relaciones y prácticas sociales marcadas por la aceptación y el rechazo,
por la atribución jerárquica de valor, por la conveniencia de asimilarlas o de eliminarlas,
para hacer de ellas, en definitiva, objetos de dominio o de sumisión política y social, nos
será difícil llegar a una auténtica comprensión de cuáles son los mecanismos que
conducen inexorablemente al conflicto.
Sólo en un ambiente cotidiano que nos permita aceptar y poder expresar la propia
diferencia individual sin sentirnos mal o rechazados se puede dar la primera condición y
la experiencia que nos hace posible aceptar la identidad y diversa expresión de los y las
demás. Es desde el ámbito de las relaciones familiares, escolares, de vecindad, del
trabajo, desde el grupo de pertenencia, desde donde podríamos sentir y entender que la
diversidad es un hecho tan cercano, incluso dentro de un grupo de semejantes, que
empieza en cada uno o en cada una de nosotras mismas. En efecto, empezamos siendo
niño o niña (hombre o mujer) pero no soy todas las mujeres en el sentido de ser un
elemento intercambiable ( o eso pretendo) de una serie de unidades o identidades
iguales, tampoco soy la Mujer como extensión genérica de un modelo patrón. Dentro de
esta primera diferencia cada uno es una persona con una singularidad, con unas
características más o menos alejadas del modelo y , sobre todo, con unas experiencias
propias que la distinguen de los y las demás.
Ahora bien, dentro del marco relacional ofrecido por las instituciones cotidianas que
marcan nuestro proceso de socialización y la posibilidad de ser entre los demás es donde
se sancionan las semejanzas y las diferencias. No se trata de que desde pequeños o
desde mayores imitemos sencillamente comportamientos o modelos, sino que a través y
desde los modelos se nos impone el imperativo, el reclamo o la seducción de las
semejanzas que puede entrar en contradicción con el propio deseo o realidad de lo que
somos. El poder sancionador de las semejanzas y las diferencias marca el espacio que
nos será dado para vivir adaptadamente o conflictivamente con los demás y nos sitúa en
bandos opuestos o en niveles de mayor o menor validez respecto a los modelos
(androcéntricos, culturales, escolares, familiares…)
De este modo, más que convertirnos en sujetos diversos somos seres sujetados (o
rebeldes) para la adscripción a determinadas diferencias y semejanzas.Y bajo esta lógica
que jerarquiza, parcializa y sanciona nuestra pertenencia o impertinencia de ser de un
determinado modo, recibimos toda una serie de respuestas e interacciones que
condicionarán el modo de ser tratados, valorados, estimados, rechazados por parte de
propios y extraños, y, lo que es más grave todavía, condicionarán también nuestra
“autestima”: el riesgo y el sufrimiento de no ser como hay que ser.
Una vez convencidos de que debemos minimizar las diferencias dentro de la propia
identidad o categorización colectiva - restringida o dilatada según necesidades del
momento_ se fomentan las excelencias del modelo y se ocultan sus limitaciones o
contradicciones internas. De este modo resultan mucho más fáciles de delimitar los
antagonismos con otras personas o grupos y se justifican prácticas legítimas y
defensivas dentro y fuera del espacio de dominio del propio modelo patrón. Incluso ha
llegado a resultar política y económicamente rentable armar, no sólo ideológica sino
también literalmente, las diferencias y fomentar directa o indirectamente los
antagonismos. Llegan entonces los expertos para delimitar lo que son guerras civiles,
guerras de países o de bloques, guerras interétnicas, guerras económicas, guerras de
religión, “intervenciones armadas”, “conflictos internos”, pero ¿quién nos explica con
claridad en qué consiste el negocio de las armas? ¿cuándo y por qué convienen los
pactos y las alianzas, el dominio o la “convivencia”? En ocasiones, se ve conveniente
distinguir entre agresión o asesinato y reacción xenófoba o racista. En ocasiones, la
solidaridad puede encubrir negocios o intereses económicos. En ocasiones, se les quiere
hacer distinguir a los jueces entre acusados propios y ajenos (Véase “La fiscalía pide
que los inmigrantes que delinquen sean expulsados sin juicio” La Vanguardia, 24/7/93
pg.21)
Del mismo modo que no conviene eliminar las fronteras de los dominios políticos,
económicos y culturales, tampoco conviene eliminar la frontera de la marginalidad.
Marginalidad categorizada e inferiorizada dentro y fuera de nuestras fronteras para
justificar un control que priva de derechos a las personas o grupos o para determinar el
imperativo de su forzada asimilación. Cuando, al mismo tiempo que persisten las
medidas represivas que refuerzan la imagen negativa de los marginados (inadecuación,
ilegalidad, peligrosidad, estorbo…) coexisten un cierto tipo de medidas consideradas
proteccionistas que perpetúan su situación como ciudadanos de segunda o tercera
categoría, precisamente entonces se preconizan las políticas de integración por encima
de toda una realidad de disposiciones y prácticas discriminatorias. ¿Es posible resolver
así de modo positivo la convivencia con la diversidad?
De hecho muchos de los y las profesionales que trabajaban o trabajan con – y no por
encima de – las personas marcadas por una diferencia que socialmente les inferioriza,
piden desde hace tiempo, desde antes de que salieran las nuevas leyes, decretos,
ordenaciones y disposiciones sobre integración, no tato convertirse en expertos sino
poder basar e incluir las prácticas de integración en un auténtico proceso de
transformación de las instancias y grupos receptores de la diversidad, incluidos nosotros
mismos.Pero esto no se podrá hacer si no va acompañado de un proceso, teórico y
práctico, en el que queden en evidencia cuáles son y de dónde proceden las reales
dificultades de integración y cuáles son los cambios que se requieren para establecer
unos ambientes cotidianos interactivos que la hagan posible y deseable.
De no ser así, los y las diferentes, además de seguir discriminados por su diferencia o
deficiencia, quedarán doblemente marcados por el estigma de su resistencia o
impotencia ante las medidas integradoras. Si no se analizan críticamente estas medidas
en el lugar de su práctica, si no se contextualizan y se organizan desde la diversidad
marginada más allá y más acá de los intereses de los gestores que sólo buscan
contenerla, nos quedaremos en el reino del simulacro. Los y las profesionales tendrán
que acabar haciendo la tarea de clasificar o seleccionar, entre integrables y no
integrables y/o entre más o menos integrables. Al mismo tiempo, los y las profesionales
dedicados a la normalidad seguirán trabajando, por ejemplo en la escuela, en función de
las evaluaciones clasificadoras y seleccionadoras entre los bunos y los malos alumnos.
Eso í, con todas las categorías intermedias que se crean pertinentes y con todos los
eufemismos pedagógicos y técnicos que sirvan para objetivar el hecho.
Referencias bibliográficas