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LA NOVELA DE LA GENERACIÓN DEL 98: BAROJA, UNAMUNO Y AZORÍN

El siglo XIX termina con una grave crisis: el final del imperio colonial español. España pierde Cuba, Puerto
Rico y Filipinas. Este acontecimiento provocó una ola de indignación y protesta que se manifestó en literatura a
través de los escritores de la Generación del 98, cuyos principales componentes fueron: Miguel de Unamuno, Pío
Baroja, Azorín, Antonio Machado y Valle- Inclán. Es Azorín quien propone esta denominación en unos artículos de
1913. Aunque la idea fue rechazada inicialmente por algunos miembros de la generación como Baroja, el concepto
se impone finalmente. Todos ellos adoptaron una actitud crítica ante la situación política y social del momento. Son
precisamente algunos de estos autores los que marcan un cambio en la narrativa, a partir de 1902. Azorín con La
voluntad, Baroja con Camino de perfección, Unamuno con Amor y Pedagogía y Valle-Inclán con Sonata de otoño
inician un camino innovador, alejándose del Realismo y buscando la expresión de la realidad personal e interior, bajo
la influencia de la filosofía pesimista de Schopenhauer.

Rasgos de esta novela son:

♦ La historia, lo que se cuenta, pierde importancia. Las acciones son mínimas y el espacio y el tiempo están
poco definidos.

♦ Interesa el mundo interior del protagonista, estados anímicos, reflexiones...

♦ El protagonista es un inadaptado, antiburgués, rebelde, amoral, fracasado, que a veces llega a la


destrucción total.

♦ Narración fragmentada: selección de momentos significativos mezclados con reflexiones.

♦ Reaparición de la novela dramatizada o dialogal (el narrador cede la voz a los personajes: diálogos,
monólogos...)

Pío Baroja
Fue un inconformista radical, mantuvo siempre una postura hostil hacia la sociedad y es patente su
anticlericalismo. Estos aspectos y el influjo de Schopenhauer lo llevan a adoptar una postura pesimista ante la vida.
Sin embargo, hay también en Baroja una inmensa ternura por los seres desvalidos o marginados. Defendió una
novela abierta y la libertad absoluta para el escritor.

Sus novelas se caracterizan por los siguientes rasgos:

- Marcada presencia del narrador a través de comentarios y reflexiones (Baroja se permite expresar sus ideas
filosóficas, literarias y políticas).

- Novelas centradas en un personaje: activo y dominador (“hombre de acción”) o pasivo y sin voluntad
(“hombre abúlico”).

- La acción no presenta una progresión clara, está formada muchas veces por episodios aparentemente
inconexos, espontáneos, que reflejan e fluir de la vida.

- Descripciones impresionistas a base de pinceladas o unos pocos detalles físicos y psicológicos.

- Prosa espontánea que ha llevado a los críticos a tacharlo de desaliñado e incluso incorrecto. Abundancia de
diálogos.

Él mismo organizó sus novelas en trilogías (grupo de tres novelas que gira en torno al mismo tema).
Destacan: La tierra vasca, La lucha por la vida o La raza.

Podemos distinguir tres etapas en su producción literaria:

1) PRIMERA ETAPA: Es la etapa de mayor creatividad y vitalismo. Pertenecen a ella obras como Camino de
perfección; la trilogía La lucha por la vida (que incluye La busca); El árbol de la ciencia; Zalacaín el aventurero o Las
inquietudes de Shanti Andía. Son las novelas en las que se refleja mejor la personalidad de Baroja, y las que
expresan más claramente el espíritu del Grupo del 98 y la crisis de fin de siglo. Presentan una serie de personajes
que intentan buscar sentido a su existencia; algunos son seres en conflicto consigo mismos y con el medio, que
acaban sucumbiendo; otros son hombres de acción que sueñan con la libertad.

2) SEGUNDA ETAPA: En esta época decae la capacidad creadora de Baroja que repite los moldes narrativos
anteriores e incluye en sus narraciones abundantes divagaciones ideológicas. Lo más interesante de este periodo es
la serie Memorias de un hombre de acción, que cuenta las aventuras de un antepasado del autor, Eugenio de
Avinareta, conspirador y guerrillero del siglo XIX.

3) TERCERA ETAPA: Baroja ya no creó nada nuevo. Desaparecen de sus escritos la fuerza crítica y los ataques
a la sociedad. Tampoco aparecen héroes de acción. De esta última época destacan sus memorias, tituladas Desde la
última vuelta del camino, escritas con una gran sinceridad.

Miguel de Unamuno
Sus novelas se centran en el conflicto íntimo de los personajes, debido con frecuencia a las relaciones
familiares. En ellas desarrolla sus temas obsesivos: la afirmación de la personalidad, la lucha contra el instinto, el
deseo de dominio sobre los demás, la muerte, la existencia de Dios, el ansia de inmortalidad... Para ello interviene en
el relato, dialoga con sus personajes, los convierte en símbolos, interpela al lector...

En 1914 publica Unamuno la que, sin duda, es su mejor novela: Niebla (subtitulada nivola, nombre que el
autor daba a sus obras por considerarlas distintas). Lo que más sorprende al lector de esta obra es la utilización del
conocido juego vida-literatura: Augusto Pérez, el protagonista de la novela, se enfrenta con su creador en un
ambiente de confusión entre lo que es verdad y lo que es ficción.

Unamuno también se sintió atraído por el tema de la lucha entre hermanos, por la historia bíblica de Caín y
Abel. Este motivo fratricida sirve de base a su novela Abel Sánchez. Tras La tía Tula, que tiene como tema central las
ansias de maternidad de una mujer virgen, Unamuno publica San Manuel Bueno, mártir: en esta obra aparecen
todos los motivos que, recurrente e insistentemente, habían ido apareciendo en sus novelas anteriores: la lucha
agónica del individuo en este mundo, el creer y el aparentar creer, la soledad, los problemas de la fe, la vida como
sueño... Cuenta la historia de un cura de pueblo que ha perdido la fe, pero que aparenta tenerla para que sus
feligreses mantengan intactas sus creencias religiosas.

El propio Unamuno nos ofrece su visión de la novela y considera que hay dos tipos:

• “ovípara”: novelas que acumulan datos (realismo), están documentadas y planificadas.


• “vivípara”: creadas con la técnica que refleja la vida.“Nivola” es el término empleado por el autor
para referirse a un tipo de novela que se aparta del modelo tradicional, de mayor brevedad y
multiplicidad de perspectivas, que refleja el conflicto interior del personaje, que carece de
elementos espaciales o temporales concretos y con especial importancia del diálogo y el monólogo.

José Martínez Ruiz “Azorín”


Sus ideas políticas y religiosas evolucionan desde un anarquismo juvenil al conservadurismo de su madurez.
Su filosofía se centra cada vez más en una obsesión por el tiempo, por la fugacidad de la vida… En su obra se observa
una íntima tristeza, una melancolía que fluye mansamente junto a un anhelo de apresar lo que permanece por
debajo de lo que huye, o de fijar en el recuerdo las cosas que pasaron. En definitiva, Azorín vive para evocar, es un
contemplativo.

Cultivó el ensayo y la novela, y prácticamente borra las fronteras entre ambos géneros; aunque puso el
subtítulo de novela a unos quince libros, estos apenas se distinguen de sus ensayos. Las principales cualidades de su
estilo son la precisión y la claridad. De ahí el empleo de la palabra justa y de la frase breve; en sus descripciones se
observa una técnica miniaturista, por la atención al detalle, y se anulan el movimiento y el tiempo, la narración se
fragmenta en instantáneas que configuran cuadros o fotografías que dispersan la atención del lector.
Sus novelas de esta época son de dos tipos:

a) Aquellas en las que predominan los elementos autobiográficos y de impresiones suscitadas por el
paisaje. El protagonista es Antonio Azorín (del cual tomará su seudónimo), personaje de ficción que se convierte en
la conciencia de su creador. Estas novelas son un pretexto para desarrollar las experiencias vitales y culturales del
autor. A ella pertenecen La voluntad, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo.

b) En otras, Azorín abandona los elementos autobiográficos, si bien continúa reflejando sus propias
inquietudes a través de personajes míticos: la fatalidad, la obsesión por el tiempo, el destino, etc. Una muestra de
ello es Doña Inés. A esta misma etapa pertenece Don Juan, basada en la conversión cristiana del mito.

Ramón Mª del Valle- Inclán


De la misma manera que en su vida personal evoluciona desde un marcado tradicionalismo a una ideología
revolucionaria, su obra abarca diversos estilos tanto en narrativa como en el género dramático y evoluciona hacia un
estilo muy personal. La máxima expresión será la técnica del esperpento.

1. Su novelística se inicia en el Modernismo con sus Sonatas (Primavera, Estío, Otoño, Invierno). Se trata
de unas memorias ficticias del marqués de Bradomín (“un donjuán feo, católico y sentimental”) en las
que relata cuatro aventuras amorosas en cuatro lugares bien diferentes (Italia, México, Galicia y
Navarra). A los rasgos formales del Modernismo acompañan elementos decadentistas propios de la
época: satanismo, complacencia en el mal, erotismo y simbología religiosa.
2. Posteriormente escribe la trilogía La guerra carlista en la que enfrenta a la España liberal frente a la
tradicional en el marco de la Guerra Carlista (sucesión al trono después de Isabel II).
3. La última etapa anticipa el esperpento, teoría desarrollada en su obra dramática Luces de bohemia y
caracterizada por la degradación de los personajes, el tratamiento carnavalesco y los rasgos negativos
(avaricia, crueldad, decadencia). Destaca Tirano Banderas en la que narra los últimos días del general
Santos Banderas, símbolo de toda la saga de tiranos que, desde la colonización, asolaron las tierras de
Hispanoamérica. También pertenece a este grupo una trilogía inconclusa, El ruedo ibérico, donde
España es un coso taurino, escenario de violencia y muerte.

LECTURA DE TEXTOS

p. 137: Diario de un enfermo, Azorín


15 de noviembre [1898]
Es domingo, anodino domingo, abrumador domingo. El cielo está triste; llueve finamente a ratos. Pienso.
Las sombras avanzan: solo veo la mancha blanquecina del balcón. ¿Qué es la vida? ¿Para qué venimos a la Tierra unos después
de otros durante siglos y siglos, y luego desaparecemos todos y desaparece la Tierra? ¿Para qué?
Veo a los transeúntes pasar por la acera de enfrente cobijados en sus paraguas como fantasmas. Llueve, llueve. Mi tristeza se
pronuncia de una manera dolorosa. Estoy jadeante de melancolía; siento la angustia metafísica.
Noche.
2 de marzo
Hoy un tranvía ha atropellado a un anciano en la Puerta del Sol. Luis Veuillot abominaba del telégrafo, de los ferrocarriles, de
la fotografía, de los barcos de vapor... ¿Por qué no abominar? Hay una barbarie más hórrida que la barbarie antigua: el
industrialismo moderno, el afán de lucro, la explotación colectiva en empresas ferroviarias y bancarias, el sujetamiento
insensible, en la calle, en el café, en el teatro, al mercader prepotente.
Trenes que chocan y descarrilan, tranvías eléctricos, prematuros tranvías que atropellan y ensordecen con sus campanilleos y
rugidos, hilos eléctricos que caen y súbitamente matan, coches que cruzan en todas direcciones, zanjas y montones que turban el
paso, olas de gente que van y vienen, encontronazos, empellones, gritos, silbidos... La atención, exasperada, tirante, se
fatiga, se anonada. La personalidad, incapaz del esfuerzo grande y sostenido, se disuelve. Todo es rápido, fugaz, momentáneo:
el éxito de un libro, la popularidad de un autor dramático, una amistad, un amor, una amargura. Nos falta el tiempo. Las
emociones se atropellan; la sensación apenas esbozada, muere. La voluptuosidad de una sensación apaciblemente gustada, es
desconocida. Nos falta el tiempo.
Ayer he visto un tratado para que los jóvenes aprendan la geo-grafía con mucha prontitud. [...].
Me ahogo, me ahogo en este ambiente inhumano de civilización humanitaria. Estoy fuera de mí; no soy yo. Mi voluntad se
evapora. No siento las cosas, las presiento; traigo sin paladear las sensaciones...
Me marcho a Toledo.

p. 159: Madrid (La voluntad), Azorín


Madrid Azorín, a raíz de la muerte de Justina, abandonó el pueblo y vino a Madrid. En Madrid su pesimismo instintivo se
ha consolidado; su voluntad ha acabado de disgregarse en este espectáculo de vanidades y miserias. […]
Azorín, en el fondo, no cree en nada, ni estima acaso más que a tres o cuatro personas entre las innumerables que ha
tratado. Lo que le inspira más repugnancia es la frivolidad, la ligereza, la inconsistencia de los hombres de letras. Tal vez este sea
un mal que la política ha creado y fomentado en la literatura. No hay cosa más abyecta que un político: un político es un hombre
que se mueve mecánicamente, que pronuncia inconscientemente discursos, que hace promesas sin saber que las hace, que
estrecha manos de personas a quienes no conoce, que sonríe siempre con una estúpida sonrisa automática… Esta sonrisa Azorín
la juzga emblema de la idiotez política. Y esa sonrisa es la que ha encontrado también en el periodismo y en la literatura. El
periodismo ha sido el causante de esta contaminación de la literatura. […] Dentro de treinta años todos seremos periodistas, es
decir, nadie sabrá nada de nada.
Su espíritu anda ávido y perplejo de una parte a otra; no tiene plan de vida; no es capaz del esfuerzo sostenido;
mariposea en torno a todas las ideas; trata de gustar todas las sensaciones. Así en perpetuo tejer y destejer, en perdurables y
estériles amagos, la vida corre inexorable sin dejar más que una fugitiva estela de gestos, gritos, indignaciones, paradojas…

p.141: Alcolea (El árbol de la ciencia), Baroja


Las costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, de un absurdo completo.
El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas en su cueva. No
había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las
mujeres no salían más que los domingos a misa.
Por falta de instinto colectivo, el pueblo se había arruinado. [...] Cada ciudadano de Alcolea se sentía tan separado
del vecino como de un extranjero. No tenían una cultura común (no la tenían de ninguna clase); no participaban de
admiraciones comunes: solo el hábito, la rutina, les unía; en el fondo, todos eran extraños a todos.
Muchas veces a Hurtado le parecía Alcolea una ciudad en estado de sitio. El sitiador era la moral, la moral católica. Allí
no había nada que no estuviera almacenado y recogido: las mujeres, en sus casas; el dinero, en las carpetas; el vino, en las
tinajas.
Andrés se preguntaba:«¿Qué hacen estas mujeres? ¿En qué piensan? ¿Cómo pasan las horas de sus días?». Difícil
era averiguarlo.
Con aquel régimen de guardarlo todo, Alcolea gozaba de un orden admirable; solo un cementerio bien cuidado
podía sobrepasar tal perfección.
Esta perfección se conseguía haciendo que el más inepto fuera el que gobernara. La ley de selección en pueblos como
aquel se cumplía al revés. El cedazo iba separando el grano de la paja, luego se recogía la paja y se desperdiciaba el grano. [...]
La política de Alcolea respondía perfectamente al estado de inercia y desconfianza del pueblo. Era una política de
caciquismo, una lucha entre dos bandos contrarios, que se llamaban el de los Ratones y el de los Mochuelos; los Ratones eran
liberales, y los Mochuelos conservadores. En aquel momento dominaban los Mochuelos. El Mochuelo principal era el
alcalde, un hombre delgado, vestido de negro, muy clerical, cacique de formas suaves, que suavemente iba llevándose todo lo
que podía del municipio.

p. 161: Manuel (La busca), Baroja


Entre los mendigos, un gran número lo formaban los ciegos; había lisiados, cojos, mancos; unos hieráticos, silenciosos y
graves; otros movedizos. Se mezclaban las anguarinas pardas con las americanas raídas y las blusas sucias. Algunos andrajosos
llevaban a la espalda sacos y morrales negros; otros, enormes cachiporras en la mano; un negrazo, con la cara tatuada a rayas
profundas, esclavo, sin duda, en otra época, envuelto en harapos, se apoyaba en la pared con indiferencia digna; por entre
hombres y mujeres correteaban los chiquillos descalzos y los perros escuálidos; y todo aquel montón de mendigos, revuelto,
agitado, palpitante, bullía como una gusanera.
—Vamos —dijo Roberto—, no está aquí ninguna de las que busco. ¿Te has fijado? —añadió—. ¡Qué pocas caras humanas hay
entre los hombres! En estos miserables no se lee más que la suspicacia, la ruindad, la mala intención, como en los ricos no se
advierte más que la solemnidad, la gravedad, la pedantería. Es curioso, ¿verdad? Todos los gatos tienen cara de gatos, todos los
bueyes tienen cara de bueyes; en cambio, la mayoría de los hombres no tienen cara de hombres.
Salieron del patio Roberto y Manuel. Frente a la Doctrina, al otro lado de la carretera, en unos desmontes arenosos, se
sentaron.
—A ti te chocarán —dijo Roberto— estas maniobras mías; pero no te extrañarán cuando te diga que busco aquí dos mujeres:
una, pobre, que puede hacerme rico; otra, rica, que quizá me hiciera pobre.
Manuel contempló a Roberto con asombro. Tenía siempre cierta sospecha de que la cabeza del estudiante no andaba
bien.
—No, no creas que es una tontería; voy corriendo detrás de una fortuna, pero de una fortuna enorme; si tú me ayudas, me
acordaré de ti.
—Bueno; y ¿qué quiere usted que yo haga?
—Te lo diré cuando llegue el momento. Manuel no pudo ocultar una sonrisa de ironía. […]
—Hazme caso, porque es verdad. Si quieres hacer algo en la vida, no creas en la palabra imposible. Nada hay imposible para una
voluntad enérgica. Si tratas de disparar una flecha, apunta muy alto, lo más alto que puedas; cuanto más alto apuntes más lejos
irá.
p. 167: Ser yo (Niebla), Unamuno
—Has insinuado la idea de matarme. ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir yo a manos de una de mis criaturas! No tolero más. Y para
castigar tu osadía y esas doctrinas disolventes, anárquicas, con que te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto
llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás!
—Pero ¡por Dios!… —exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo tembloroso y pálido.
—No hay Dios que valga. ¡Te morirás!
—Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir…
—¿No pensabas matarte?
—Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no me quitaré esta vida que Dios o usted me han dado;
se lo juro… Ahora que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir, vivir…
—¡Vaya una vida! —exclamé.
—Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero
vivir, vivir, vivir…
—No puede ser ya… no puede ser…
—Quiero vivir, vivir… y ser yo, yo, yo…
—Pero si tú no eres sino lo que yo quiera…
—¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! —y le lloraba la voz—. […] Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que
más quiera… Mire que usted no será usted… que se morirá.
Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:
—¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!
—¡No puede ser, pobre Augusto! —le dije cogiéndole una mano y levantándole—, ¡no puede ser! Lo tengo ya escrito y es
irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. […]
—¿Conque no, eh? —me dijo—, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme,
tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don
Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió…! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted,
sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar
uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como
vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y
entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez. […]
Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto.
Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia existencia. Yo me
enjugué una lágrima furtiva.

p. 143: Concha (Sonata de otoño), Valle-Inclán


El canto lejano de un gallo se levantó en medio del silencio anunciando el amanecer. Yo me estremecí, miré con horror el
cuerpo inanimado de Concha tendido en mi lecho. Después, súbitamente recobrado, encendí todas las luces del candelabro
y le coloqué en la puerta para que me alumbrase el corredor. Volví, y mis brazos estrecharon con pavura el pálido fantasma que
había dormido en ellos tantas veces. Salí con aquella fúnebre carga. En la puerta, una mano, que colgaba inerte, se abrasó en las
luces, y derribó el candelabro. Caídas en el suelo las bujías siguieron alumbrando con llama agonizante y triste. Un instante
permanecí inmóvil, con el oído atento. Solo se oía el ulular del agua en la fuente del laberinto. Seguí adelante. Allá, en el
fondo de la antesala, brillaba la lámpara del Nazareno, y tuve miedo de cruzar ante la imagen desmelenada y lívida.
¡Tuve miedo de aquella mirada muerta! Volví atrás.
Para llegar hasta la alcoba de Concha era forzoso dar vuelta a todo el palacio si no quería pasar por la antesala. No
vacilé. Uno tras otro recorrí grandes salones y corredores tenebrosos. A veces, el claro de la luna llegaba hasta el fondo desierto
de las estancias. Yo iba pasando como una sombra ante aquella larga sucesión de ventanas que solamente tenían cerradas
las carcomidas vidrieras [...] con emplomados vidrios, llorosos y tristes. [...]
Llegué hasta su alcoba que estaba abierta. Allí la oscuridad era misteriosa, perfumada y tibia, como si guardase el secreto
galante de nuestras citas. [...] Cauteloso y prudente dejé el cuerpo de Concha tendido en su lecho y me alejé sin ruido. [...]
Dudaba si volver atrás para poner en aquellos labios helados el beso postrero. Resistí la tentación. Fue como el escrúpulo de un
místico. Temí que hubiese algo de sacrílego en aquella melancolía que entonces me embargaba. La tibia fragancia de su
alcoba encendía en mí, como una tortura, la voluptuosa memoria de los sentidos. Ansié gustar las dulzuras de un ensueño
casto y no pude. También a los místicos las cosas más santas les sugestionaban, a veces, los más extraños diabolismos. Todavía
hoy el recuerdo de la muerte es para mí de una tristeza depravada y sutil. Me araña el corazón como un gato tísico de ojos
lucientes. El corazón sangra y se retuerce, y dentro de mí ríe el diablo que sabe convertir todos los dolores en placer.

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