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La voluntad y sus actos propios

La facultad por la cual el hombre realiza sus actos morales es la voluntad o facultad de
apetición del bien universal. Y porque es la voluntad se dice que un hombre moralmente bueno es
aquel que posee una buena voluntad. Siempre a un conocimiento sigue la tendencia consciente
hacia lo conocido. Al conocimiento puramente sensible, por el cual los animales racionales e
irracionales conocen bienes materiales, siempre concretos y singulares, le sigue un apetito o
tendencia sensible que tiene por objeto bienes sensibles.

Por el conocimiento intelectual, que capta la perfección del ser en su universalidad, surge en
el hombre una tendencia hacia el bien universal, esto es, hacia todo aquello que tiene razón de
bien, bienes materiales, espirituales y el Bien supremo que es Dios. Esto quiere decir que el
hombre, a diferencia de los animales, apetece no solo bienes sensibles sino también a bienes de
orden espiritual, principalmente al bien que es el ser personal y, de modo último y radical, al Bien
infinito que es Dios. Por lo que decía san Agustín: “Nos hiciste Señor para Ti, y nuestro corazón
siempre estará inquieto hasta que descanse en Ti.”

La voluntad, guiada siempre por el entendimiento, realiza dos actos fundamentales. Uno, el
primario y fundamental, es el amor del Bien infinito que es el amor de la felicidad o Bien supremo.
Este acto es necesario y no libre, por lo que santo Tomás de Aquino dice que “nadie puede no
querer ser feliz”. El segundo se funda en el primero como en su principio y es el amor electivo u
elección de bienes finitos, juzgados por el entendimiento como medios para alcanzar el fin. El Bien
infinito, increado, no es objeto de elección, sólo lo son bienes finitos, limitados, creados. Es
posible, y de hecho sucede, que elegimos entre Dios y algo creado, optando muchas veces por lo
segundo, pero esto se debe a que, en esta vida, no conocemos perfectamente a Dios y por ello no
lo amamos necesariamente sobre todas las cosas como el sumo Bien máximamente amable por sí
mismo que es. En el Cielo, cuando veamos a Dios cara a cara, amarlo será necesario, no libre y, sin
embargo, plenamente voluntario.

El amor de aquello juzgado como el bien total y completo determina, en la persona, la


orientación y el uso de su libertad. Se elige según lo que se ama y, por ello, sucede que la cualidad
de la vida moral de una persona viene dada, primariamente, por aquello que máximamente ama
con su voluntad. “El hombre es, cual es su amor”, decía Aristóteles. Pensado de modo radical no
caben más que dos grandes amores, porque son dos los grandes bienes. En la “Ciudad de Dios”
explica san Agustín: “No hay más que dos grandes amores: el amor de Dios hasta el desprecio de sí
mismo, o el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios.” Estos dos amores han fundado las dos
ciudades, que luchan en la historia. La ciudad de Dios, que es la Iglesia y la ciudad del mundo, que
es el mundo en cuanto imperado por Satanás y, por ello, radicalmente anticristiano. Según cuál
sea el amor que predomine en un hombre será, en él, el orden de sus amores y, por tanto, el de
sus elecciones.

El hombre, o reconoce que Dios es un bien mayor y más amable que él mismo y, así ordena
toda su vida a Él como a su fin, o considerándose a sí mismo como más amable que Dios,
transforma el orden de los bienes subordinándolo todo a sí mismo y, así, se desorienta su libertad.
Si ama a Dios más que a sí mismo entonces podrá amarse bien a sí mismo y amar bien a los demás;
en cambio, si se ama más que a Dios entonces no será feliz y sus relaciones con el prójimo serán

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de dominio y utilización. Por esto aparece que la raíz de toda la vida moral de un hombre no son
las acciones externas, ni siquiera las mismas elecciones, sino aquel amor fundamental que las
determina y orienta. Cuando san Agustín señalaba que: “el mal no está en las cosas, sino en el
corazón del hombre que ama mal”, quería decir justamente eso.

Por tanto, la educación moral de una persona se ordenará primariamente a suscitar, por
medio de la comunicación de la verdad y el ejemplo de una vida moralmente buena, el amor
contemplativo y el deseo del verdadero Bien del hombre.

El amor de benevolencia

Hasta el momento hemos considerado el amor en su sentido más amplio, como la tendencia
hacia el bien conocido, y el amor del bien infinito como principio directivo de toda la vida moral
del hombre. Corresponde, ahora, tratar del amor electivo, también llamado amor de benevolencia
y amor de amistad. En la realización perfecta de este amor consiste, precisamente, la perfección
moral de la persona humana.

Amor de benevolencia es querer el bien que es una persona y querer para ella los bienes
necesarios para su perfección; es querer a una persona por sí misma, amando y procurando su
bien como si fuese el propio. Este amor es, esencialmente, donación de sí mismo a otro, y su
principal propiedad es la fidelidad.

Solo una persona puede ser sujeto y objeto de tal amor, porque úicamente ella puede amar
así en virtud de su libertad, y es digna de ser amada de esa manera. Solo el hombre, por su
dignidad personal, es un fin en sí mismo y nunca un mero medio para otra cosa. A diferencia de las
demás criaturas del mundo visible, la persona humana es un sujeto que puede ser feliz o
desgraciado y, por ello, alguien por el cual vale la pena entregar la vida.

El hombre, en cuanto tal, alcanza su perfección y su felicidad cuando realiza el amor.


Cualquier otra perfección de la vida humana - intelectual, científica, técnica, artística, etc. – se
ordena al amor, y si se logra sin él, aunque sea en muy alto grado, no es plenamente
perfeccionante del hombre. Por ello, en la educación de una persona todo debe ordenarse a que
un día sea capaz de realizar la donación de sí mismo que es el amor, y el sentido final de toda
búsqueda de perfección ha de ser, en ella, el poder comunicar de su propio bien a otra persona, el
hacer de su vida un don para los demás.

El amor de concupiscencia es aquel por el cual se quieren aquellos bienes, materiales o


inmateriales, necesarios como medios para la perfección personal de sí mismo y de las otras
personas amadas. Es un amor natural y necesario dada la finitud y la realidad del mal presente en
toda persona humana.

Una gravísima forma de desorden en el amor humano interpersonal consiste en querer a una
persona, y dejarse querer, como mero medio, como cosa meramente útil o deleitable. Esto es
contrario a la dignidad de la persona humana a la que compete ser amada por sí misma. Sin
embargo, cabe destacar que el amor de benevolencia entre personas no excluye que éstas sean

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efectivamente útiles y agradables entre sí, porque esto naturalmente sucede como consecuencia
de amarse por sí mismas.

El amor de sí mismo es el principio del amor al otro. Comúnmente se dice: “Debes quererte a
ti mismo para poder querer a otra persona”. Si con esto quiere decirse que la persona debe
olvidarse del prójimo para dedicarse primariamente a sí misma y, así, encontrar la plenitud
necesaria para amar a otro, entonces es una afirmación falsa. No es verdadera, porque el hombre,
creado para amar, no puede realizar su propia perfección sino es dándose con olvido de sí mismo.
Y si no realiza esto, entonces nunca estará contento consigo mismo. Ahora bien, la afirmación es
verdadera si se entiende que la medida del amor a otro es el amor a sí mismo, como dice Jesús: “...
amarás a tu prójimo como a tí mismo”. En efecto, amar es querer el bien para alguien, y esto
presupone quererlo para sí mismo. Más aún, el bien querido para la persona amada es
exactamente el bien querido para sí mismo. De modo que para amar bien a una persona uno debe
amarse bien a sí mismo, es decir, querer para sí lo que es auténticamente su bien.

La amistad

La amistad es comunicación en la vida íntima, y se constituye entre dos personas por el amor
de benevolencia recíproco y la unión afectuosa que implica. Sin esta reciprocidad no hay amistad,
porque la unidad en la vida interior que constituye la amistad requiere la tendencia y apertura
mutua de los amigos. Puede ser que uno ame con benevolencia y, por ello, tienda al otro y se abra
a recibirlo, pero si no es correspondido no se produce la unidad y, por tanto la amistad, porque
uno permanece clausurado en sí mismo.

En el orden natural, la amistad más perfecta que puede darse en la vida humana es la
amistad de los cónyuges, porque en ellos la unidad de vida espiritual, psicológica y corpórea es
máxima.

En la amistad se da la plenitud de la vida humana, esto es, la perfección del amor y del
conocimiento de la verdad. En efecto, solo en la amistad se ama y se es amado perfectamente y,
por eso, solo en ella se da el perfecto salir de sí mismo y vivir de otro y para otro, que es la
perfección del amor o plenitud moral. Pero también es cierto que solo en una auténtica amistad
puede consumarse la plenitud intelectual del hombre, que es el conocimiento de la persona,
porque solo en ella, por la unidad propia del amor que implica, se puede conocer profundamente
la verdad de la persona, que es lo más digno de ser conocido y cuyo conocimiento produce el gozo
mayor. Se quiere conocer y se conoce plenamente solo lo que verdaderamente se ama. Por ello
decía Aristóteles que “nadie puede ser feliz sin amigos.” Y Santo Tomás de Aquino añade que “el
fin de toda ley es hacer que los hombres sean amigos.”

Con todo, la amistad que plenifica de manera radical al hombre y le produce felicidad
perfecta, es aquella para la que ha sido creado como fin, la amistad con Dios. Y como la amistad es
comunicación en la vida íntima, puede darse esta amistad porque Dios, por un amor
absolutamente gratuito e inmerecido, nos ha comunicado, sobrenaturalmente, de su propia
intimidad al regalarnos su verdad y su gracia. Por ello, la plenitud final del hombre no puede darse
sino en el orden de la vida cristiana.

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Sólo el bien es amable y elegible

Todo hombre, necesariamente, quiere el bien. El mal no es amable y, por ello, nadie va al
mal por el mal. Incluso cuando se obra moralmente mal o en términos cristianos cuando se
comete el pecado, aunque desordenadamente, el hombre está buscando un bien. En efecto, como
lo querido es siempre aquello juzgado como bueno, y como el juicio intelectual sobre el bien y su
orden puede culpablemente deformarse, entonces puede ocurrir, y ocurre, que se quiere y elige lo
que no es objetivamente el bien de la persona, pero subjetivamente es juzgado como tal. Así, en el
pecado el acto malo aparece como bueno, su bondad es sólo aparente, no real.

La deformación moral del acto consiste en elegir un bien inferior al que debía elegirse en esa
circunstancia. Elección mala que procede del desorden en el amor. Y así siempre se cumple,
incluso en el pecado, que el hombre busca algún bien y que el mal, en cuanto tal, no es objeto de
su amor. Justamente la resistencia a obrar moralmente mal procede de la conciencia que tiene de
que eso está mal y, por ello, el realizarlo concretamente presupone, inmediatamente antes del
acto, la deformación del juicio intelectual, que es lo que determina formalmente la elección.

El hombre ha sido creado por el Bien y para el Bien, de modo que es metafísicamente
necesaria su ordenación al bien y a la felicidad. Esto quiere decir que todo hombre, aunque no
tenga plena conciencia de ello y, más aún, aunque viva moralmente mal, en el fondo de su ser
anhela el bien, el bien objetivo de la naturaleza humana. Por ello, el núcleo del problema moral
humano no es el desconocimiento del bien y de su orden (por lo menos en términos generales), ni
tampoco la falta de amor a él, sino que consiste en la incapacidad para realizarlo por sí mismo y de
modo pleno.

La cuestión de fondo en la moral ya la formuló San Pablo y se expresa así: ¿Por qué no puedo
realizar el bien que quiero y más bien hago el mal que no quiero? La respuesta escapa a las
posibilidades de la sola razón humana y de la filosofía, exige la Revelación divina y la fe en el
misterio revelado.

El amor de misericordia

En todos los hombres la bondad y dignidad propias de la persona humana se encuentra, al


mismo tiempo, soportando males o privaciones de bienes debidos. Todos los hombres en estado
de peregrinación mientras vivimos en este mundo padecemos miserias que ocultan, en mayor o
menor grado, nuestro valor y dignidad. Unos carentes de ciertos bienes, otros de otros, pero todos
al fin con pobrezas.

La verdad anteriormente señalada, unida al hecho de que el mal no es amable porque sólo el
bien es objeto de amor, conduce a entender que, para que los hombres podamos amarnos
perfectamente y así vivir la amistad, es necesaria la misericordia.

El amor misericordioso es un amor extraordinariamente fuerte y bello. Consiste en amar


fielmente a una persona justamente a causa de sus miserias. En vez de darle la espalda y
abandonarla al constatar sus pobrezas, por la misericordia se mantiene la fidelidad y se está

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dispuesto a sufrir las miserias de la persona amada para rescatarla, para liberarla de todo aquello
que le hace daño, oculta su dignidad e impide su felicidad.

Este amor tan fuerte supone una mirada muy profunda de la persona humana, en la cual se
advierte el bien y la dignidad que resplandece en el fondo de su ser. Sólo ese descubrimiento da
principio al auténtico amor misericordioso.

El acto propio del amor misericordioso es el perdón. En el verdadero acto de perdón se da,
por una parte, el reconocimiento de la verdad de la ofensa, de la realidad de la injusticia sufrida y,
al mismo tiempo, un como decir: me heriste en verdad, pero aún a sí no te dejo de amar,
comprendo que sufres el mal, que padeces esclavitudes por las cuales no me puedes amar
perfectamente y, por eso, estoy dispuesto siempre a darte otra oportunidad, estoy dispuesto a
sufrir tu ingratitud y desamor amándote con fidelidad para que así puedas, un día, descubrir que
en verdad te amo. El perdón manifiesta la donación total de sí mismo y la incondicionada fidelidad
propia del amor.

Solo la experiencia de la fidelidad sacrificada del amor misericordioso de una persona, puede
romper el egoísmo y ensimismamiento del hombre que no ama, y abrirlo a recibir el amor que se
le ofrece y a retornarlo en plenitud. Porque solo el ver que otro está dispuesto a sufrir para no
abandonar, es lo que convence profundamente a una persona de que en verdad es amada por sí
misma.

No hay paz sin justicia, es verdad, pero no hay justicia sin perdón. Para que en la familia y,
por ende, en la sociedad exista paz debe darse la justicia, cada uno debe recibir de los demás lo
suyo, el bien que le corresponde. Es cierto que sin el respeto de los derechos de las personas no
puede darse la paz que es la tranquilidad en el orden. Pero también es cierto que realizar la justicia
presupone el amor. Y como amar de verdad presupone la experiencia del amor misericordioso,
sucede que no puede haber justicia sin perdón, porque no puede haber amor perfecto sin
misericordia.

Por otra parte, es muy conveniente comprender que aunque la misericordia está por sobre la
justicia, nunca es contraria a la justicia. Una misericordia que implica injusticia es falsa
misericordia. Efectivamente, nunca puede ser verdadero amor aquello que implica vulneración del
bien objetivo y de su orden. Amar con misericordia no es aceptar el mal para liberarse o liberar a
otro del sufrimiento que implica realizar el bien. La auténtica compasión propia de la misericordia,
aunque tiene por objeto todo tipo de mal, se refiere principalmente al más profundo mal que
padece el hombre, a lo que más radicalmente impide el bien y vela la dignidad de la persona
humana, y que es el pecado.

El pecado siempre incluye injusticia. Ciertamente es más que injusticia, pero en él se da


invariablemente el apartamiento del orden establecido por Dios. Por eso, la misericordia que
implica aceptar el pecado es falsa misericordia y, como tal, no produce el verdadero bien de la
persona y de la sociedad. Un buen ejemplo de esto es, sin duda, la legalización del divorcio.

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El amor misericordioso es el amor con que Dios nos ama y que se ha manifestado
plenamente en el Corazón de Cristo. Experimentar este amor y poder darlo a otros solo es posible,
de modo pleno, cuando el cristiano vive profundamente del amor de Cristo.

Aceptar el amor de misericordia supone humildad, requiere verdadero conocimiento de la


condición herida, del desorden y de las miserias que cargamos. Solo los pobres de espíritu son los
que reciben el Reino de Dios, porque su humildad les da apertura para recibir aquel amor que les
consuela y les restaura. Sin humildad no se puede vivir del amor de Dios y, por lo mismo, no se
puede amar con misericordia al prójimo sufriente.

La libertad y su perfección

La libertad es aquella capacidad, fundada en la inteligencia y en la voluntad, por la cual una


persona puede, mediante la elección de sus actos propios, realizar por sí mismo y desde si mismo
el bien de su naturaleza y, así, conducirse a sí misma a su Bien supremo que es su Felicidad. El
hombre es libre porque la subsistencia espiritual de su alma le permite el conocimiento de la
verdad y, con ello, el dominio sobre sus propios actos.

En una primera aproximación, la libertad aparece como capacidad de elección, y suele


definírsela como facultad de elegir entre el bien y el mal. Respecto de esto conviene aclarar,
primeramente, que la elección, acto propio de la libertad, es sólo un medio y nunca un fin; se elige
en orden a la posesión del bien amado. Por ello, no puede reducirse la esencia de la libertad a la
mera elección, como si ser libre no fuese más que poder elegir. La mencionada reducción sólo
expresa la obstinada voluntad del hombre ensimismado de erigir sus propios actos y, con ello, a sí
mismo, como el fin absoluto de sí, negando toda ordenación, en el uso de su libertad, a un bien
distinto y superior a sí mismo. Además, se debe añadir que el hecho de elegir entre el bien y el
mal, optando muchas veces por lo último no corresponde a la perfección esencial de la libertad,
sino que se debe a la finitud propia de la libertad de una persona creada y a la debilidad de la
naturaleza humana herida por el pecado.

La libertad es perfecta cuando las elecciones son siempre entre bienes, cuando su ejercicio
es invariablemente en el orden del bien. La elección moralmente mala es un acto de libertad
imperfecto, no puede estar en el mismo nivel de perfección que el acto de libertad moralmente
bueno. En efecto, si correspondiese a la perfección esencial de la libertad la elección del mal tanto
como la elección del bien, Dios y los bienaventurados del Cielo no serían perfectamente libres,
puesto que no sólo no eligen moralmente mal sino que ni siquiera pueden hacerlo. Además, como
la libertad es la misma voluntad en cuanto que elige y la voluntad necesariamente tiene por objeto
el bien, resulta que según el orden de su naturaleza la libertad es facultad del bien.

La verdad anteriormente asentada es coherente con la experiencia. Vemos que las personas
que ejercen su libertad en el orden del bien van perfeccionando su libertad, en otras palabras van
siendo cada vez más capaces de realizar con plena autonomía y sin condicionamientos el bien que
quieren. En cambio, en el caso contrario vemos progresivamente menos capacidad para el bien,
menos autonomía y mayor esclavitud. El buen uso de la libertad conduce a la virtud que da luz,
libertad y felicidad en el obrar bueno. Pero su mal ejercicio conduce a la obscuridad, esclavitud y
tristeza propias del vicio.

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De un modo más profundo, la libertad perfecta es aquel señorío que un hombre tiene de sí
mismo y, por ello, de sus actos voluntarios. Dominio perfecto de sí que le faculta para realizar con
prontitud, facilidad y alegría el bien propio de su naturaleza y rechazar, del mismo modo, el mal
que se le opone. El bien propio del hombre es la verdad y el amor, por ello el sentido último de la
libertad humana es capacitar para la esforzada búsqueda de la verdad y, sobre todo, para realizar
perfectamente el amor de amistad. Amar es darse plenamente a otro, pero solo puede entregarse
lo que se posee. La posesión perfecta de sí que es la perfección de la libertad se ordena, por tanto,
al amor.

Contrariamente a lo que muchos piensan, la persona humana - herida por el pecado y, por lo
mismo, constantemente inclinada a volverse egoístamente sobre sí misma – crece en libertad
renunciando a sí misma. El dominio pleno de sí presupone la renuncia y el sacrificio de sí. La
obediencia, convencida y amorosa, que es renuncia a sí mismo para hacer lo que otro me pide, es
lo que más hace crecer en libertad. Esto exige, entre otras cosas, adquisición de virtudes morales
por parte del educando y autoridad en el educador, las cuales no se dan plenamente sin la gracia
de Cristo.

La formación moral de una persona consiste en ayudarla a que, por medio de la adquisición
de las virtudes morales y de un camino de obediencia que supone autoridad, logre la plena
conquista de su libertad para poder hacer de su vida una respuesta libre al amor de Dios y un don
a los demás, posibilitando así su fecundidad y felicidad.

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