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Adiós mundo interior (rewind)

A Jonás

En las profundidades del océano existen picos más elevados que el mismo Everest. Los
cofres que rebosaban tesoros descendieron las aguas lentamente hasta por fin tocar
fondo, provocando esa muda explosión de arena tantas veces vista, al brillo de una
pantalla. En la soledad y el silencio de la ballena sumergida, Jonás buscó en sí mismo y
encontró a Dios. Ocurría por primera vez que el hombre, en un espacio cerrado (la
primera ‘habitación propia’ en la historia de la humanidad), reflexionaba sobre su
destino, preludio de la angustia existencial, mejor conocida ahora como estrés. Liberado
y en tierra firme, Jonás se echó a descansar a la sombra de un arbusto; cuando a la
mañana siguiente Dios secó la planta y la devolvió a la nada, Jonás enfureció hasta el
punto de quererse morir, le importaba más la sombra sobre su cabeza que cualquier plan
divino.

Virginia Woolf propuso la tesis de que, para convertirse en escritora, había que tener
una habitación propia, un lugar reservado al que poder retirarse y escribir en perfecta
calma. Por la misma época, Marcel Proust cubría las paredes de su habitación con
planchas de corcho, En busca del tiempo perdido surgió de aquel empecinado silencio.
Jane Austen ya había reparado en la importancia del cuarto propio; en Mansfield Park
(1814), el indispensable “cuarto del Este” se convierte en eje vital de la protagonista:
“…podía estar en medio del ruidoso ajetreo de los demás o retirarse en la soledad del
cuarto del Este”. Habitación que no le pertenecía aún pero en la que el personaje se
refugiaba, poniendo a salvo su mundo interior. Jonás encerrado en la ballena, fuera del
Antiguo Testamento, en pleno siglo XX, habría acabado convirtiéndose en escritor, en
el más recalcitrante de los autores ateos.

Imposible no referirse al primer espacio privado de todo mamífero, se peine o no. Una
amiga recuerda, con alucinante nitidez (y melancolía), los muebles rojos y la alfombra
amarilla de aquella habitación sumergida en líquido amniótico. Ahora, en las nuevas
sensibilidades, posmodernas o nativo-digitales, entregadas más a la exploración de las
superficies que de las profundidades, más afines a surfear que a bucear, el registro
inconsciente de esos nueve meses no provoca sino malestar claustrofóbico. Al bucear
en la interioridad de un mundo pretérito, se le opone este surfear contemporáneo.
Hábito que el usuario replica en los periódicos, en la televisión, en los video-juegos, en
las redes sociales, en internet, donde la variedad novedosa jala más que la concentración
sostenida o la introspección. Todo el recogimiento al que se aspira hoy se destina a las
dos horas que pasa uno en el cine (versión moderna de la ballena bíblica), donde si no
hay una explosión cada tanto el tedio se hace insoportable.

Para leer —así como para escribir— se precisaba de soledad, de silencio y de un mundo
interior. Mundo interior que empezó a forjarse a partir de la lectura silenciosa. Significó
una auténtica revolución en el quehacer cotidiano cuando —hacia 1500— el hombre
dejó de leer para un público y empezó a leer en voz baja, en un susurro apenas
perceptible, para sí mismo. Dos o tres siglos después se pasó a la lectura totalmente
silenciosa: ruptura que estableció la diferenciación entre el adentro y el afuera: al
espacio público (la lectura en voz alta) se le oponía el espacio privado (la lectura en
silencio). Mucho se discute ahora sobre los espacios público y privado. Y se hace una
cerrada defensa del espacio privado cuando el que está siendo invadido es el espacio
público. Vivimos bombardeados por secretos revelados, por intimidades contadas con
desparpajo, cámaras que nos cuentan las veinticuatro horas al día de un sujeto equis, o
las redes sociales que dan cuenta de trivialidades minuto a minuto. Todo se dice, nada
se calla (hasta se ha llegado a insinuar la atroz idea de que aquello que uno se guarda
para sí, puede degenerar en algún tipo de cáncer). Al exhibirse el mundo interior —
insoluble paradoja— se adapta necesariamente a los medios que lo exhiben: así, el
mundo interior se torna hoy sensacionalista, vulgar, superficial, nimio, mentiroso. Bajo
la excusa del Muéstrate-como-eres o del Se-Auténtico se nos vende puro brillo de
pantalla. Es ese brillo el que nos obliga a verlos, y es ese mismo brillo el que los
mantiene ocultos a nuestra mirada.

Compuesto de silencio y soledad —en lugares cada vez más bulliciosos y siempre
conectados— el mundo interior parece estar condenado a desaparecer. No cabe duda
que fue el recogimiento religioso el primer paso hacia la construcción de una
interioridad. De leer la Biblia en voz alta (una lectura controlada o gregaria), se pasó a
leerla en silencio (una lectura anárquica o individualista). Los modos de leer parecen
estar sufriendo una nueva revolución. Y si se lee de distinta manera (una lectura que se
dispersa entre sus múltiples opciones, virtualmente infinitas), terminará escribiéndose
textos derivados de esa nueva modalidad. Nunca más nada parecido a La montaña
mágica o a En busca del tiempo perdido… llegará el día en que ni siquiera las echemos
de menos.

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