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Breve tratado
de la soledad
© 2022 by Mario Satz
1. La llamada interior
2. El viaje
3. El aprendizaje
4. La respuesta exterior
A mis hijas Aura y Maia,
para sus buenas soledades.
Lope de Vega
La llamada interior
A mediados del siglo XIII, una monja excepcional vivió en Amberes, en los
mismos años en que España conoció a Ramon Llull, Arnau de Vilanova,
Moisés de León, Ibn Arabí de Murcia y Bonastruc de Porta o Najmánides.
En las cartas y escritos que de ella se conservan se constata que había
redescubierto, clausura mediante, tras el reflujo agotador de las cruzadas y
en medio del nacimiento del ciclo artúrico, el arte de la contemplación de
los antiguos. Justamente por ser su época –la de los cátaros– tan difícil para
una sociedad que experimentó, como nunca antes, la ferocidad de la Iglesia
oficial, Hadewich de Amberes insistió en la necesidad de la soledad y la
plegaria individual. «Dios te haga ver –escribe en una de sus famosas
cartas– cómo es Él y cómo trata a sus servidores o, si prefieres, a sus
jóvenes sirvientas, y que te absorbas en Él. Pues en lo más profundo de su
sabiduría es donde aprenderás lo que es Él y qué maravillosa suavidad es
para los amantes habitar en el otro; pues cada uno mora en el otro de tal
manera que ninguno de ellos sabría distinguirse. Pero gozan recíprocamente
uno del otro, boca a boca, corazón a corazón, cuerpo a cuerpo, alma a alma;
ya que una misma naturaleza divina fluye y traspasa a ambos; cada uno está
en el otro y los pasan a ser una misma cosa. Y así han de quedar.» Menos de
tres siglos después nuestra santa Teresa dirá, luego de haberlo
experimentado en carne propia:
En el Libro del esplendor o Zohar se nos dice que «las palabras no caen en
el vacío». Tanto las oídas como las pronunciadas, las leídas como las
escritas. Todo lo que se manifiesta deja su huella, su reverberación, su leve
o poderoso destello. El libro místico se basa, para sostener eso, muy
probablemente en un proverbio (18, 21) que dice: «La vida y la muerte
están en poder de la lengua». Que tal fe en el valor y el significado del
lenguaje nos sorprenda y asombre hoy se debe, sin duda, a la gradual
decadencia del verbo y la incontenible preponderancia de la imagen, pero
hubo una época en la que se decía: «es un hombre o una mujer de palabra».
Dar la palabra era, entonces, un gesto que comprometía a toda la persona.
Del mismo modo, meditar la palabra, acariciarla en silencio, mimar sus
sílabas, interrogar su raíz, pronunciarla como quien degusta un fruto
sabroso ha sido, durante siglos, la forma más alta de consuelo tanto en
Oriente como en Occidente. El mejor vehículo para sobrevolar el vacío.
Lo que nosotros llamamos oración y los hebreos tefilá, cuya más que
probable raíz esté en el vocablo ptil que significa «cordón», «hilo»,
«cuerda», constituye la balsa para remontar la corriente hasta las fuentes de
la vida, actuando, su música fonética, más allá de lo discernible en un
proceso que calma la mente a la par que la restaura.
Curiosamente, hallamos en el sánscrito sûtra y en el pali sutta, que
también quieren decir «hilo» y «cuerda», una referencia a los diálogos y
oraciones didactálicas transmitidas por el Buda y otros maestros a lo largo
de los siglos. A su vez, de sûtra, los hilos o cuerdas de la enseñanza,
andando el tiempo nacerá nuestra palabra sutura, costura de los bordes de
una herida. Regresando, entonces, de esta pequeña excursión etimológica, y
habida cuenta de la perennidad de las plegarias y rezos que vemos en las
diversas tradiciones religiosas, ¿qué son las oraciones sino vías de
cicatrización para una herida que no es otra que la de haber nacido y llevar
existencias separadas? En algún sentido, la oración con sus hilos nos enlaza,
nos relaciona. Aunque no nos lo parezca, el lenguaje nos abarca y sustenta
anímicamente, nos liga a las generaciones que nos precedieron y nos
proyecta y une a las que llevarán nuestra herencia en el futuro. El idioma es,
en cierto modo, ese totum por el cual sienten nostalgia las partes. La
oración, por tanto, actúa como la argamasa invisible que une a las almas de
los seres humanos más allá del espacio y el tiempo y lo hace para bien, para
bien decir o bendecir. De esta cualidad sensible, delicada y honda de la
oración, de su fraternidad y su valor terapéutico, vemos un ejemplo en su
correspondiente chino qí, ideograma en el cual percibimos que orar se
representa por el acto de dejar un hacha ante un altar. Lo que alude a dos
cosas: la primera,y sin duda más importante, es que dejo por un instante de
trabajar para dirigirme a lo invisible, al mundo de los antepasados, para
también al de los maestros; y la segunda es que renuncio por unas horas a la
violencia para recogerme y concentrarme en mi interior, en la fuente del ser.
Del mismo modo que parece haber una orientación natural basada en los
puntos cardinales y el centro, también hay algo semejante para la psique, la
cual con harta frecuencia se extravía en sus propias cavilaciones y necesita
ser reconducida a su eje para recobrar su salud y estabilidad. Ese eje es, casi
siempre, la meditación, la reflexión, acompañada o no de palabras. En
soledad.
El carmelita japonés Ichiro Okumura escribe: «La oración es algo muy
simple, y si algo no es simple no es oración. Simplicidad que yo expresaría
no con la cifra uno, sino con el cero, pues solo superando la simplicidad
humana se llega a la simplicidad de Dios. No que yo pueda experimentar en
mí la simplicidad de Dios, sino que, orando, llego a descubrirme a mí
mismo, me vuelvo transparente en la simplicidad de Dios. Aquí se ha de
buscar, a mi entender, la esencia íntima de la oración». Si cada uno de
nosotros es ese uno, pero todos procedemos de cero, hay que zambullirse en
su vacío primigenio para renovar, desde allí, a partir de lo ilimitado y
potencial, cada partícula de ser. No se trata tanto de un retroceso como de
una inmersión en lo que Juan de la Cruz expresa como: «Entreme donde no
supe y quedeme no sabiendo toda ciencia trascendiendo». Ese simplex del
que habla el carmelita japonés llevó a los hesicastas o meditadores
cristianos de los primeros siglos a insistir en la oración monológica, de una
o dos palabras, considerándola más efectiva que aquella que contiene
muchas más y puede, fácilmente, caer en la verbosidad vana. Para los
estudiantes de la kábala, por su parte, ese cero estaría situado en la parte
alta del Árbol de la Vida, en el ain sof o infinito. Más aún, acceder a ese
cero, llamado en hebreo efes, es el estadio ideal para, mediante una simple
aliteración, asaf: llegar a reunir, juntar, recoger todo lo que parecía
abandonado o desarticulado en el camino de nuestra vida.
Creer en la nada no significa no creer. Creer en la nada es como
comprender el valor que el vacío tiene en todos los comienzos, en todos los
fiat lux. Por ello la oración que lo busca, pasa, en su camino, por la soledad.
Se trata, obviamente, de una resta social que se lleva a cabo, en principio,
para hacer una suma individual que más tarde revierta sus beneficios sobre
la comunidad.
Leemos en Lucas 9, 18: «Y aconteció que mientras Jesús oraba solo...»,
costumbre muy nazarena por cierto, se le acercan los discípulos para
restablecer el diálogo. Momentos antes, el maestro está consigo mismo,
mónos en griego y solus en latín, entregado sin duda a escalar el camino que
va del uno humano al cero divino, de la parte al todo, del vacío a la
plenitud. Su singularidad, y por cierto también la nuestra, dado que el
Hacedor nos crea uno a uno, determina que aquel o aquella que quieran
«renacer» deban comenzar por sí mismos esa tarea, requisito diríamos que
indispensable para conectarse con lo divino. De ese mónos procederán, con
el tiempo, los monakós, los monjes, especialistas en extraer del tesoro de la
soledad la belleza de los nexos y las relaciones sutiles. Entregados al
pensamiento elevado y al sentimiento de lo profundo, de lo indecible, de lo
maravilloso.
M.M. Davy sostiene que el meditador debe tener, durante los primeros
pasos, a la soledad por compañera. Nada puede evitarlo. «Puede uno
engañarse y entregarse a un juego, a una mascarada, buscar derivativos. No
son más que rodeos: se camina solo a causa de la propia singularidad; el
aislamiento adquiere su significado con respecto a la multitud. En su avance
hacia la interioridad, el hombre se pone aparte, no por elección, sino por
necesitad. La soledad, al comienzo una carga, se convertirá en él en una
alegría extraña y plena.»
El pensamiento mismo es interioridad, el lado inaudible, pero extenso del
lenguaje. Así como las células vivientes que nos componen necesitan volver
a su centro para retejer su código genético, de la misma manera necesitan
algunos seres regresar a la fuente más oculta de sus almas para vivificar sus
pasos y, consecuentemente, los de aquellos que los rodean. El hecho de que
la versión hebrea del griego mónos y del latín solus sea la expresión lebadó
y que hallemos en ella nada menos que a leb, el corazón, supone que ese sí
mismo con el que el maestro se encuentra tiene un espacio íntimo, una
morada, la famosa «bodega» sanjuanina en la que la sangre prepara su
mosto de éxtasis, su gradual encendimiento hasta llegar a la llama de amor
viva.
La expresión buscador solitario o «noble viajero», nos explica M.M.
Davy, la autora francesa, procede del poeta Milosz. Quien dice que «la
Nada es la palabra de reconocimiento de los nobles viajeros. Eso sucede a
la entrada y a la salida del laberinto». Al principio, el desapego es
voluntario, al final la naturaleza de todas las cosas es su fluir. Al principio,
todo es lejanía; al final, todo es proximidad. Al comienzo, todo parece
dolor; al final, el gozo se manifiesta en cada detalle. Para Juan de la Cruz,
las nadas son seis, hasta llegar, por fin, a la cúspide de la montaña de su
experiencia, donde lo espera el eterno convite, es decir, un estado
eucarístico continuo. La peculiar versión cristiana del nirvana oriental. Pero
el poeta Milosz asienta, a su vez, su pensamiento en un pasaje de Lucas 19,
12, que dice: «Un hombre noble partió hacia un país lejano a fin de
conseguir un reino y volvió luego». Ese reino es, por supuesto, el que el
mismo Jesús llama «de los cielos», malkut ha-shamaim. Mientras los
viajeros de lo exterior pueden ser nobles o no, el viajero interior siempre lo
es. Lleva, el homo nobilis, un sello de agua que tiene entre sus líneas el
dibujo de la Eternidad, siempre lo ha llevado consigo, pero un día decide ir
a buscarlo, adentrarse en sus entrañas, superar los abismos y decepciones,
hasta que por fin ser y estar coinciden o, como dice Francisco de Asis, «lo
que estás buscando es el que estás buscando». Desasida la mano de sus
muchos objetos, el sujeto único reaparece.
Una de las hijas del Rabí Lo Iadúa, el Desconocido, le recriminó en una
oportunidad a su padre que disfrutara tanto de su soledad, siendo, como en
realidad era, bastante más sociable de lo que quería aparentar.
–Pareciera como si –acotó la muchacha– tu felicidad nunca fuera un
hecho colectivo, compartible con otros.
–Eso no es cierto –respondió el maestro–, pues todo es compartible y
todo es colectivo, incluso esa felicidad que te parece excesivamente
solitaria. Nuestro profeta Isaías dejó dicho que el Creador cambiará nuestra
humana soledad por su huerto, lo que indica que, a menos que estemos
cerca de esa callada existencia, de esa experiencia singular que supone el
silencio de los otros y también el nuestro, no veremos el verdor del paraíso
ni oiremos el canto gozoso de sus pájaros.
–¿Por qué respondes con la frase de otro a una situación que es solo
tuya? –insistió la hija.
–Porque el solitario corazón del silencio es de todos, en tanto que la
diversa oscilación de las palabras y los idiomas pertenece a cada quien.
Isaías habló para ti y para mí, para cualquiera que quisiese oírlo, en este
siglo o en próximo.
–Tal vez quiso decir –insistió la muchacha– que seremos consolados en
nuestra soledad por la visión de la máxima belleza, el paraíso, pero no que
una es permutable por la otra. La soledad no es, me parece, el equivalente
exacto de ese jardín tan milagroso como imaginario.
–Interpretar es escoger –sonrió el Desconocido–. Recuerda que los
versículos de las Escrituras no tienen puntos ni comas y que nos detenemos
no donde se nos indica, sino allí donde nosotros mismos ya no podemos
seguir. Del mismo modo, y si atraviesas tu soledad sin temor, si disfrutas de
ella y recibes su mensaje, un sendero de latidos te revelará su entrada en el
cielo haciéndote partícipe de la danza de sus rotaciones. El día en que
comprendes el corazón de la soledad el mundo entero te parece cordial.
Olvido de lo criado,
memoria del Criador,
atención a lo interior
y estarse amando al Amado.
Cuando sabemos que los kabalistas ven en ese rúaj o espíritu la fuente de lo
libre o jur, más aún: cuando vemos que libre y espíritu tienen la misma raíz,
comprendemos de inmediato el lenguaje ardiente del meditador castellano:
La mística del desierto atraviesa toda la espiritualidad judeocristiana,
desde el siglo I a nuestros días. Seguramente, se basa en la frase de Oseas 2,
16: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón».
En ocasiones, el lenguaje bíblico se refiere a Israel como «ella», una
comunidad que necesita ser aleccionada, criticada o amada según sean las
circunstancias. El Amado emplea a sus profetas como mensajeros de esas
necesidades, moviéndolos cual piezas de un ajedrez con frecuencia
doloroso y transido de sublime lirismo. Eso quiere decir que los empuja
hacia la soledad del desierto para hablarles en una intimidad que aun hoy
nos asombra. «El mundo es la presencia –escribe Yves Leloup– de las cosas
que nos abruman, donde uno siente, a veces, una viva ausencia de Dios. El
desierto es la ausencia de las cosas que nos abruman, donde uno siente
demasiado dulce la presencia de Dios.» Es por causa de esa ausencia o
vacío poderoso que el desierto constituye, para nosotros, un campo de
batalla en el que se descascara el ego y aflora el auténtico yo. Allí se está
cerca de lo esencial, cualquier oasis es una huella paradisiaca, el fresco
ofrecimiento de una tregua para seguir peregrinando en pos de lo
imperecedero.
Uno de los más famosos padres del desierto, llamado Juan Clímaco o Juan
de la Escala, solía decir: «Nunca jamás verás la sencillez separada de la
humildad». Y también: «Al hombre que no te llene el corazón no le confíes
tu conciencia». Apelar a la sencillez tiene para nosotros un extraordinario
valor, por cuanto nuestra vida se ha complicado de tal modo que resulta casi
imposible ser sencillos y espontáneos, casi tanto como adentrarnos en la
soledad con un mapa fiable de desarrollo anímico. Por otra parte, son
escasos y escasas quienes de verdad llenan nuestro corazón. Así que cautela
y entendimiento deben ir juntos. En su obra Scala Paradisi, obra de la que
nace su sobrenombre de Escala, Juan reconoce las dificultades del desapego
y propone un camino de treinta escalones, los primeros veintitrés para
combatir los vicios y defectos –de la vanidad a la soberbia y del egoísmo a
la pereza–, y los últimos siete para pulir las virtudes –templanza, humildad,
silencio, etc–. Para llevar a cabo tal ascenso, es imprescindible asumir una
vida solitaria. Juan Clímaco vivió en el siglo VI de la era cristiana y llegó a
ser abad del Monasterio de Santa Catalina en el Sinaí.
Amaba las colinas, las cuevas, los pequeños manantiales del desierto, y
no dejó de pensar un solo día de su vida adulta que –tal y como escribe la
Biblia– el hombre «es imagen y semejanza» del Creador, y que el pulso
constante y el latido amoroso del corazón son la prueba de esa semejanza.
El cuidado del alma o, como se decía en griego, de la psique implicaba
muchos ejercicios imaginarios que suponían ascensos y descensos
continuos cuyo propósito consistía en vaciarse por dentro para que «el
corazón despertase» a su auténtica naturaleza de diapasón cósmico e
instrumento sagrado. Y eso con el fin de pesar menos y levitar más. En tal
sentido, cada escalón o nivel al que se accede supera, como se dice en la
India, el escalón que se acaba de dejar, de manera que cuanto más alto se
está más claro parece el panorama a la par que más relativo el mundo de
los hombres con sus pasiones y extravíos. Juan Clímaco tiene in mente la
Escalera de Jacob y su ascenso y descenso angélico, pero también que el fin
último de la obra interior es lograr la paz y una visión constante de las
maravillas de la Creación. La criatura humana está hecha de tal modo, dice
la tradición patrística, que contiene un tesoro en un vaso de barro, una joya
extraordinaria en medio de una materia falible y perecedera. Las escalas,
por tanto, y a semejanza de su función en la música, flexibilizan y amplían
la mente hasta volverla capaz de percepciones asombrosas, como por
ejemplo esta de la Chhandogya Upanishad (3, 41, 3): «Este âtmâ o Espíritu
divino, que reside en el corazón, es más pequeño que un grano de arroz,
más pequeño que un grano de cebada, más pequeño que un grano de
mostaza, más pequeño que un grano de mijo, más pequeño que el germen
que está en el grano de mijo; este âtmâ que está en el corazón es, también,
más grande que la tierra, más grande que la atmósfera, más grande que el
cielo, más grande que todos los mundos en su conjunto».
¿Quién que de verdad sienta el valor de lo contenido en este fragmento y
lo haga suyo puede considerarse solo, pobre o infeliz? Recuerda, con feliz
facilidad, al de parábola evangélica que dice que el reino de los cielos es
«semejante a un grano de mostaza, que tomándolo el hombre lo sembró en
su campo; el cual grano es la más pequeña de las semillas, mas, cuando se
ha desarrollado, es la mayor de las hortalizas y se hace un árbol, de modo
que vienen las aves del cielo y anidan en sus ramas» (Mateo 13, 31). Ese
regnum dei intra vos est, ese reino que está dentro de nosotros, es el que
necesita de la soledad y el silencio para manifestarse, aflorar y curar, con
frecuencia, males que ninguna medicina normal sabe cómo tratar.
Un antiguo proverbio chino dice: «El mundo es un mar cuyas riberas son
el corazón del hombre». Lo que significa, entre otras cosas, que toda
navegación por él conduce, indefectiblemente, a nuestro corazón, el mejor
de los puertos. Podemos viajar, alejarnos, distraernos, olvidar, pero tarde o
tempano tendremos que volver a nosotros mismos como el aire a la nariz En
hebreo, la palabra escala, escalera, es sulam, y puesto que su valor
numérico equivale al de kol, que indica tanto ligereza como facilidad y
sencillez, resulta más que obvio que el desarrollo espiritual va de lo
complejo a lo sencillo, de lo oscuro a lo claro, de lo irrespirable a lo grácil y
sutil en un gradual desprendimiento que hace crecer alas allí donde uno solo
imaginaba tener brazos.
Volviendo, entonces, a Juan Clímaco, escuchemos lo que pensaba de la
altura: «Una sola copa de vino basta para dar noticia de una gran vasija de
vino; y una palabra de un solitario descubre a veces, a los que tienen
sentido, todo el espíritu y perfección interior que hay en él».
Tras muchos, muchos años de lectura y meditación en el Libro de la
formación o Séfer yetzirá, donde se dice que los treinta y dos senderos de
sabiduría, o sea las veintidós letras y los diez números que ordenan el texto
bíblico, parten del corazón y vuelven a él, el rabí Gabriel Toledano,
descendiente de una vieja familia sefardí expulsada de España decidió –en
paralelo a sus estudios de medicina en Montpellier– explorar a fondo ese
misterio subcutáneo que es el latido.
Para ello leyó con fervor a Ibn Gabirol de Málaga y a Yehuda Haleví, se
adentró en las páginas más abstractas y difíciles del Zohar y repasó con
meticulosidad las obras de Miguel Servet y de Harvey. Cuando supo que
cada veintidós segundos la sangre completa su circulación por todo el
cuerpo, no le asombró esa cifra, ni tampoco que el número de latidos por
minuto oscilara entre los sesenta y los ochenta, ya que la letra sámaj, que
posee el primer valor, alude a lo secreto, y la pé, que encarna el segundo,
señala la boca ¿No decía la Torá que lo que sale de la boca del corazón
proviene? Ciertamente, esas letras juntas forman la palabra saf, «taza», y
¿qué es el corazón sino la taza en la que se vierte el Ser?
Pero aun así Gabriel Toledano no comprendía a fondo el porqué del
latido, es decir, la danza instantánea entre la contracción o sístole y la
dilatación o diástole. Lo habló con su maestro, el rabí Yona Efron de
Marsella, quien le dijo que el tamaño del corazón de cada quien equivale al
de su puño cerrado, de donde abrir y cerrar la mano es un ejercicio que no
solo concierne y afecta a los dedos. Visitó a Omar Ispahán, un cardiólogo
que vivía en las afueras de Burdeos y conocía lo que los grandes maestros
sufíes dicen sobre la víscera cordial, y cuando este le contó que los médicos
persas del siglo X descubrieron que las túnicas del corazón poseían la
misma inflorescencia que las rosas, una igual disposición en torno al vacío
central, percibió en la analogía algo más que el aroma de la dicha. La
doctora japonesa Yoko Namura, compañera de estudios en la universidad,
interrogada al respecto, le dijo que la palabra que en su país nombra al
corazón, kokoro, no por mera casualidad tenía la raíz kr, detectable en el
cordis latino. Tras años de búsqueda, la pesquisa de Gabriel Toledano daba
frutos, pues incluso en el hrid del corazón sánscrito se detectaba, habida
cuenta la cercanía entre los fonemas k y h, una idéntica fuente sonora.
En un vieja libreta escolar, el rabí Gabriel Toledano fue anotando las
respuestas recibidas y los datos concernientes al corazón y su latido,
abandonando, gradualmente, ya casado y con familia, su propósito de
saberlo todo sobre tema tan difícil, hasta que un mediodía, mientras dormía
la siesta entre dos pacientes, sintió el peso de la cabeza de su pequeño hijo
Marc sobre el pecho, a la par que su voz preguntando:
–¿Qué haces allí, pájaro carpintero? El corazón de mi padre no es de
madera.
Aunque estaba despierto continuó haciéndose el dormido para oír qué
otras ocurrencias salían de los labios del niño.
–¿Quién eres y qué haces, pájaro de mi padre, tan cercano y tan lejano?
–Solo son latidos –dijo por fin Gabriel a su hijo.
–¿Y te parece poco? Hay muchos Gabrieles en el mundo, pero solo uno
es mi padre. Hay muchos ruidos en el cuerpo, pero solo uno imita al pájaro
carpintero.
«Los poderosos son codiciosos. Los que permanecen solos siempre son
despreciados.»
Ryokan, un monje zen japonés del siglo XVIII, siguiendo el camino de Kamo
no Choomei, vivió durante un tiempo en una cabaña hecha por él mismo y
escribió:
Michell calculó que un cuerpo con un radio quinientas veces más grande
que el del Sol y con la misma densidad tendría en su superficie una
velocidad de escape igual a la de luz de onda sin masa. En 1967, Stephen
Hawking y Roger Penrose probaron, al fin, que los agujeros negros son
soluciones a las ecuaciones de Einstein, y que en determinados casos no se
podía impedir que se crease un agujero negro a partir de un colapso. La idea
tomó entonces fuerza y con el posterior avance científico se llegó al
descubrimiento de los púlsares. Un poco más tarde, en 1969, John Wheeler
acuñó el término de agujero negro durante una reunión de cosmólogos en
Nueva York. Según sea su origen, pueden existir tres clases de agujeros
negros: a) agujeros negros supermasivos, con masas de varios millones de
masas solares, y el cual se hallaría en el corazón de muchas galaxias; b)
agujeros negros de masa estelar, que se forman cuando una estrella de masa
2.5 mayor que la del Sol se convierte en supernova e implosiona. Su núcleo
pasa a convertirse en un volumen muy pequeño que cada vez se va
reduciendo más. Tal tipo de agujeros negros fueron postulados por vez
primera dentro de la teoría de la relatividad general; y c) los llamados
microagujeros negros, objetos hipotéticos algo más pequeños que los
estelares. Si ocurre que son suficientemente pequeños, pueden llegar a
evaporarse en un período relativamente corto. Hasta hoy, y pese al enorme
esfuerzo de centenares de cosmólogos, es imposible describir lo que sucede
en el interior de un agujero negro. Tan solo nos es posible suponer y
observar sus efectos en la materia y la energía en las zonas externas y
cercanas al horizonte de sucesos propiamente estelares.
Es imposible, asimismo, rastrear un alma hundida en sus oscuras
profundidades, pues todo lo que alcanza a balbucear es el neti neti de los
hindúes: «esto no es, esto no es».
Dicho lo precedente, debemos volver a la mitología griega, en la cual
Saturno, «el más viejo de los dioses», se suele simbolizar con el color negro
y está, en nuestro sistema solar, ubicado en la última y más lejana de las
órbitas. Encarna toda densidad y también, como el plomo, todo aislamiento.
De hecho, todos los negros de la pintura proceden de las sales del plomo así
como antes del hollín y el tizne; es decir, del fin de un proceso de
combustión. Sin embargo, nos queda por resolver si ese negro, si los
agujeros negros constituyen el fin de un proceso cósmico o también su
comienzo. En todo caso, entre el negro de arriba que no deja escapar nada
de su seno, y el negro de abajo que hace lo mismo, el parentesco es claro y
revelador.
Cuenta la mitología griega que Cronos, Cronos-Saturno, en un acto de
rebeldía castró a su padre Urano, la bóveda celeste. De los testículos de este
último, que cayeron al mar, se dice, nació Afrodita, la diosa del amor, un
intento del cielo por salvar la ley de los afectos. Pocas imágenes más duras
y elocuentes que esa para señalar que el tiempo es algo así como la
castración de la eternidad, especialmente cuando consideramos que
Saturno irá a regir, con el andar de los siglos, la agricultura y la Edad de
Oro, tornándose sabio, por ello, en el uso de la hoz y en la elección de las
semillas. Y ya se sabe hasta qué punto simiente y tiempo están conjuntados.
Si la fábula o el relato mítico citado nos enseña algo, es que el tiempo
desmembra y desmenuza, al manifestarse, lo que es invisible y entero; su
tarea es separadora y cortante, en tanto que la causa celeste de la que
procede es infinita e inconmensurable. Heredero de ese saber, y en el siglo
XIX, Goya pintará a Saturno devorando a sus hijos en un intento de
alegorizar lo que hoy llamaríamos el reloj comiéndose las mismas horas que
registra.
Pero no siempre Saturno fue asimilado a Cronos, aunque desde muy
antiguo presidiera las fiestas romanas llamadas saturnales, que se
caracterizaban por un desorden bien planeado; es decir, por una inversión
de los roles sociales cuyo fin último era demostrar que todo retornaba,
finalmente, al origen: lo indiferenciado, lo amorfo. De este modo, al
amparar bajo su oscuro manto la disolución, Saturno encarnaba también la
tierra oscura, negra de invierno, la que digiere aun lo absorbido por las
lluvias otoñales. Para el pensamiento hermético, Saturno es el plomo, la
materia putrefacta, aquella que, rotos los cauces naturales, las venas y
arterias de los organismos, los mezcla y confunde ¡exactamente como hace
el Carnaval con los roles de sus ejecutores y participantes! Un maestro
como Ramon Llull lo llama, en pleno siglo XIII, vitriolo azoico, y nada
como el tiempo común y corriente puede, de hecho, ser tan vitriólico y
corrosivo. Pernety aclara, en su Diccionario mito-hermético, precisamente
que, entre otras cosas, y aparte de ser el agente de las corrosiones y
separaciones, el vitriolo encierra en sí mismo las iniciales de visitabis
interiora terrae, rectificando invenies occultum lapidem, veram medicina.
¿Significa, entonces, que para salir de Cronos-Saturno, para «rectificar»
los desmanes del tiempo, debemos «entrar en las profundidades de la
tierra»? Planteado de otro modo: ¿Por qué Saturno, deidad sometida al
plomo de su negro simbolismo, es también el rey de la Edad de Oro, y por
qué, asimismo, se nos dice en el lenguaje alquímico que para hacer oro hay
que transmutar plomo, como si, por otra parte, y empleando el mismo
razonamiento, para acceder a lo eterno nos fuera necesario pasar por el
tiempo, canonizar sus horas, reglar sus tránsitos? Se trata, obviamente, de
las dos caras de la misma moneda o, si se prefiere, de recoger lo
desparramado por el parricida Cronos para volver a ofrecérselo a Urano, el
cielo indiviso, ya que, incluso después de la castración –con su flujo de
horas, minutos y segundos irreversibles–, el cielo sigue estando allí, y con
él nuestra sed de duración, de continuidad, de algo eterno en suma.
Saturno, el planeta maléfico de la astrología, de luz mezquina y triste, es
representado en la iconografía tradicional por el esqueleto portador de una
guadaña, la hoz que deberá cortar al tiempo viejo, el cual requiere una y
otra vez ser segado. Desde el punto de vista psicológico Saturno alude
también a las lejanías, a los desgarramientos, a todo aquello de lo que
debemos separarnos, pero, y como el hueso es en nuestra estructura lo más
durable y resistente, también se le concede a Saturno ser la rótula de la
memoria, el espíritu de conservación, la erudición y la melancolía. Los
anales de la mitología griega narran que, habiendo sido objeto de la profecía
que preveía que Cronos sería destronado por uno de sus hijos, los iba
devorando a medida que nacían, y de esta manera engendró y devoró,
sucesivamente, a Hestia, Deméter, Hera, Plutón (Hades) y Poseidón. Ante
lo cual, Rea, su esposa, que llevaba a Zeus (la vida) en su seno, huyó a
Creta dando a luz en secreto, para luego, envolviendo una gran piedra en los
supuestos pañales del hijo, dársela de comer a su insaciable padre. De este
modo, la vida superó al tiempo, el principio de húmeda organización
viviente a la fría contracción de la piedra.
Finalmente, algún que otro filólogo clásico piensa que todas las
ramificaciones y excursos que conciernen a Cronos proceden de la
confusión entre dos palabras griegas parecidas: krónos, nombre propio del
personaje mitológico, y jrónos, el tiempo. De cualquier modo, la metáfora
elaborada por los siglos respecto de la cual el tiempo devora sus propios
engendros ha probado, mal que nos pese a nosotros los mortales, ser de
extraordinaria agudeza.
Desde el punto de vista simbólico, mientras el blanco representa la
unidad de la luz, el negro aparece como la negación de la luz. En tanto el
blanco supone una emergencia, una salida, el negro indica una inmersión,
ya sea en un pozo, en una gruta, en aguas profundas. Los indios cheroquis
tienen una sola palabra para negro y muerte. En China es el color del
invierno, del septentrión y del agua. En la Grecia clásica se sacrificaban a
Neptuno toros negros.
«El tiempo impele –anota Rousseau en su libro sobre los colores–, impele el
universo hacia el negro en virtud de la ley de degradación de la energía.»
Por eso lo vemos tanto en el gradual oscurecimiento de las cosas que se
degradan y también, cosa curiosa, en muchísimas semillas, lo que nos
devuelve a los agujeros negros como el fin de un proceso estelar a la par
que como el potencial comienzo de otro ciclo. En hebreo la palabra para
negro es shajor, de donde vemos surgir a shajar, «la aurora». Por lo que será
la oscuridad la que genere la luz y no al revés. En el griego, por su parte, la
voz mélas, «negro», determina una de las características de la melancolía,
estadio en el que todo se ve desde la sombra. Entre los chinos, el negro o
hëi procede del humo que ennegrece la ventana de una casa, ideograma que
participa de la palabra mo, que quiere decir «silencioso, callado». Habría,
así, un silencio o mudez negra, y posteriormente un silencio blanco, pleno
de sentido, asombrosamente bello y completo en sí mismo. Por eso, tal vez,
el negro y el blanco, dispar pareja, aluden a todos los procesos de
crecimiento, desarrollo y revelación para el ser humano al que la luz hace
mucho más que iluminar por fuera.
En casi todos los casos en los que en los últimos dos siglos se han hallado
vírgenes negras o diosas de ese color, el locus o espacio consagrado era una
cripta, una gruta o una cueva. Bastará recordar la cueva de Belén para tener
una idea definida del nexo entre el espíritu de la tierra y sus cavidades. Las
iniciaciones eleusinas de Grecia se llevaban a cabo en un antro, que en
griego significa «cueva», y muchas de las apariciones marianas de los
últimos años también están ligadas a túneles, manantiales y oquedades,
símbolos todos del poder generador femenino. En hebreo existen dos
palabras para cueva: meuráh y nikráh, y curiosamente en ambas hallamos
un atisbo de luz: en meuráh vemos a or, «la luz», y en nikráh encontramos
el vocablo karán, «irradiar», de donde los sitios de aparición de las diosas o
vírgenes negras son espacios desde los cuales estas dan «a luz», puntos
oscuros, pero irradiantes de una energía que no puede ser sino la de las
profundidades.
La cueva es un útero geológico, y el meditador que penetra en ella busca
ese vacío para ser reengendrado, para renacer pariéndose a sí mismo.
En algunas ocasiones, las vírgenes o la misma diosa negra se hallan
emplazadas en un lugar consagrado en la Antigüedad y por los celtas a
Belén, equivalente del Apolo griego. La actual Sara la Negra, virgen que
veneran los gitanos franceses en Saintes-Maries-de-la-Mer, se creía y cree
procedente de la ciudad de Ra, el sol de los egipcios. Lo cual nos remite a la
indudable relación entre Isis, la diosa restauradora del Nilo, y la Virgen
María, que tantas de sus virtudes heredara. Por otra parte, siendo la palabra
Alquimia, al-kamya-, de origen egipcio, expresión cuyo significado alude a
una «tierra negra», hay que pensar que esta tradición que arrastra consigo
«el baño María» de las cocinas y los atanores, trabaja la prima materia, la
substancia de la que surge el germen de lo humano. Justamente el color
negro se empleaba en la ciencia simbólica de los clásicos para representar a
la tierra que, una vez fecundada, dará «a la luz» a su hijo el grano. Con
harta frecuencia, las diosas Isis, Cibeles y Deméter eran representadas de
color negro. Si comentamos antes que el negro se refiere a un cielo sin
estrellas y por lo tanto infinito, entonces hay que convenir en que la virgen
oscura posee la fuerza ilimitada de la que nacen una a una las estrellas
finitas. La diosa egipcia Nut, estrellada y ligada a la muerte, era también la
que cada día paría a su hijo el sol a la vez que ayudaba al alma del muerto a
encontrar su camino hacia la luz.
¿Significaría eso que el negro es femenino? ¿Por qué, se pregunta Plutarco,
no se acerca el marido a su esposa por primera vez con la luz sino entre
tinieblas? Homero llamaba al mar «negra», y Venus, la diosa del amor,
nacerá de su espuma. «Morena soy», dice la Sulamita en el Cantar de los
cantares. El negro es virgen porque aún no han nacido de él los demás
colores, el primero de los cuales –de creer en la combustión– podría ser el
rojo. Como quiera que es difícil precisar con exactitud el porqué de esta
relación entre la virginidad femenina y lo negro, hay que apoyarse –con el
fin de ver más claro el símbolo– en los artesanos medievales cristianos, para
quienes no había ningún inconveniente en que María la madre reemplazara
a la diosa céltica de la tierra, pues como ella engendraba sin cesar la vida en
su seno y a oscuras. En la India aún hoy la diosa Kali lleva el sobrenombre
de la Negra. Algunos eruditos creen que su nombre procede de la palabra
sánscrita kala, «el tiempo», lo que nos devuelve a la convergencia entre
Saturno (también él negro) y la cronología.
De acuerdo con los Veda, Kali la Negra está asociada a Agni, el fuego,
naturalmente rojo. En tanto madre divina, suele figurarse a Kali en actitud
de danza o en unión sexual con Shiva. Dado que este último alude al
aspecto trascendente de la realidad, la diosa nos habla de la energía
inmanente primordial. Se dice que los aspectos terribles de la iconografía de
Kali, entre ellos su collar de calaveras, representan la aniquilación de la
ignorancia a la par que la responsabilidad que ella tiene de reorganizar el
caos que representa la muerte reintegrando y restaurando la materia del
universo.
Según cuenta una leyenda, la primera imagen de la Virgen de Montserrat
la hallaron unos pastores en el año 880. Tras ver una luz en la montaña
(irradiación o fosforescencia), los pastores se acercaron y hallaron la estatua
en una cueva. Entonces, al enterarse de la noticia, el obispo de turno ordenó
trasladar la imagen a la ciudad de Manresa, pero como pesaba demasiado se
interpretó que la figura no quería viajar, por lo que se construyó para
custodiarla la ermita de Santa María, origen del monasterio actual. Sin
embargo, la imagen que actualmente se venera no es la original, sino una
talla del siglo XII en madera de álamo. Representa, como se sabe, a la
Virgen con el Niño en su regazo. En su mano derecha sostiene una esfera
que simboliza el universo y el Niño tiene, a su vez, la mano derecha
levantada en señal de bendición, en tanto que en la izquierda sostiene una
piña. Llamada comúnmente «la Moreneta», la teoría de que originalmente
era blanca y el humo de los cirios la ha ennegrecido resulta menos creíble
que su más que probable parentesco con las diosas negras del mundo
antiguo, cuyas virtudes restauradoras encarna con amplitud.
Innumerables meditadores y meditadoras han pasado años en cuevas,
antros, rezando, desmenuzando el sentido de la soledad preciosa que les
hacía oírse los latidos como la contracción y dilatación del universo. De
Milarepa a san Ignacio, todas sus soledades fueron al fin y al cabo fecundas.
Encuevarse es, entonces, engolfarse en la soledad en busca del propio
tesoro.
Los romanos tenían dos nombres para el color negro: ater y niger, opaco
y tirando a gris, el primero, y brillante, luminoso, el segundo, que será el
que dará nombre, andando el tiempo, a nuestro color negro. La civilización
latina, que inventó el luto oscuro, no tuvo nunca como la cultura cristiana
un rechazo frontal del negro y sus acólitos, así como tampoco demonizó al
lobo, al cuervo y al oso. Los cristianos, que heredaron el dualismo negro-
blanco de la Biblia hebrea, que a su vez lo recibió del mundo persa, los
cristianos no asumieron el negro como color propio hasta el fin de la época
carolingia, cuando se pone de moda entre los monjes benedictinos. Incluso
su fundador, san Benito, no prestaba la menor importancia al hábito de los
hombres de fe, que todavía en su época vestían, excepto en las grandes
fiestas (en las que predominaba el blanco), de cualquier modo.
Fue el cristianismo el que empezó a acorralar el negro hacia zonas en las
que aún vive –lo sombrío, lo demoníaco (junto al rojo vivo), lo depresivo,
lo rencoroso–, aunque bastante menos, reflotado como está por la moda y
los aparatos de música. No estuvo, el negro, solo en ello, sino que el
lenguaje alquímico, después de todo también él cristiano, al menos en
Europa, lo acompañó. Pernety anota en su diccionario que: «El negro más
negro que el mismo negro es la materia de la obra en putrefacción, porque
entonces parece pez fundida. Apenas se aplica más que a la segunda
operación, donde el fijo es disuelto por la acción del volátil. En el lenguaje
de las fábulas, el negro siempre indica tal putrefacción, al igual que el
duelo, la tristeza y con frecuencia la muerte. Esta putrefacción negra
siempre está indicada por alguna cosa negra en las obras de los filósofos.
Tan pronto es la cabeza del cuervo, caput corvum, el mirlo de Juan, las
tinieblas, como la noche, el eclipse de sol y de luna, el horror de la tumba,
el infierno y el fin. Este negro también lleva el nombre de plomo o
Saturno».
Si de la alquimia clásica pasamos a la psicología analítica de Jung,
veremos que el maestro llama nigredo al estado de desorientación mental
que concierne al esfuerzo que la mente hace por asimilar los contenidos
inconscientes de la sombra. Asentada la tristeza por el motivo que sea, esta
puede transformarse en melancolía y luego en depresión, fosca hondura,
insólita caída en las profundidades de uno mismo de las que solo se sale a
través de un «blanqueamiento» que lleva a cabo el psicólogo o el maestro.
El negro sería aquí un síntoma de la ausencia de luz, de un cierto exilio de
uno mismo. De ahí que suela decirse «lo ve todo negro», «ha caído en un
pozo» o «no levanta cabeza», expresiones todas que conciernen a ese
desgano del vivir en el cual –y eso hace el negro– se absorben los golpes de
la vida sin posibilidad de devolverlos o transformarlos en algo positivo. De
creer en un filósofo como Arnau de Vilanova, vemos una extraña
progresión cromática en el proceso que Jung llamará de individuación y los
alquimistas la opus magnum o gran obra que debe conducir a la aurificación
de la materia o la cristificación del sujeto. «El calor –dice el de Vilanova–,
obrando sobre la humedad, produce primeramente la negrura, después la
blancura; de esta blancura surge el amarillento color citrino (citrinitas) y
por fin el rojo o rubedo.» Aunque no todos los alquimistas están de acuerdo
en describir esa secuencia del mismo modo, en el citado contexto el rojo es
el sol, de donde la oscuridad en la que caemos o podemos hundirnos
requiere del trabajo del astro rey para volver a la luz. Una labor solis que
debe ser gradual y que comienza, ante todo, por la confesión de nuestro
estado de nigredo.
Cuando Aranu de Vilanova nos aclara «que el fijo es disuelto por la acción
del volátil», está señalando una verdad inequívoca: se ha producido una
separatio, ha habido una fisura entre el ser que éramos y el ser que ahora
somos, y ese corte deja ver lo abismal, lo profundo, pero también lo oscuro.
La soledad, al principio, no tiene buena cara. El que esa oscuridad nos sea
nutricia dependerá, por supuesto, de nuestra voluntad. Cuenta Anthony de
Mello, el jesuita hindú, que en una ocasión dos ranas cayeron en un ancho
balde de leche, en medio del cual podían nadar, pero del que no podían salir.
Mientras una nadaba con constancia la otra se quejaba de su mala suerte.
–Nada, nada, no dejes de mover tus brazos y tus patas –decía la que
estaba más animada.
–No podremos salir nunca de aquí, ya verás –rezongaba la otra.
–No te rindas, haz algo, muévete.
Y así estuvieron, moviéndose a ritmo dispar.
Al cabo de las horas, cuando la leche se hubo convertido en manteca,
ambas ranas pudieron salir y volver a pisar suelo firme, con la ventaja de
que la manteca había atraído tantas moscas que antes de proseguir su
marcha se dieron un festín. No es ni puede ser casual, en este caso, que la
leche sea blanca.
En hebreo la palabra abismo, tehom, ese abismo previo al fiat lux genésico,
incluye todo un programa psicológico de enorme intensidad. Al contener a
tam, «lo perfecto, lo íntegro», pero también al espíritu, ¿qué otra cosa
señala sino que para acceder al cielo o al paraíso hay que pasar antes por el
infierno? Curiosamente, los alquimistas llaman a Saturno el oro invertido,
de donde infieren que «hay que dejar descender para que, a posteriori, todo
se cumpla». En otras palabras, entonces, el estado abismal y sombrío de la
nigredo, el punto en el que el alma llega a su nadir, es también el punto a
partir del cual comienza su ascenso hacia el zenit. «Rendid el alma a los
cuerpos –reza un texto alquímico árabe– y purificad las almas y los cuerpos
lavándolos y depurándolos juntos. Someted las almas volatilizadas a los
cuerpos de los que salieron.» Si es cierto que hay un oro escondido en
Saturno, es preciso regresar entonces de la órbita más alejada del Sol al
centro de nuestro sistema solar con el fin de vencer la opacidad cronológica
en la que hemos caído o que nos impide progresar anímicamente para, de
ese modo, remontar la corriente. Saturno, que rige el esqueleto, debe
aurificarse con el fin de que se pueda volver a la rubedo, la nueva carne del
nuevo ser.
Obviamente, es más fácil decirlo que vivir esa experiencia. Los antiguos
médicos árabes solían combatir la melancolía, es decir, su negro (melan)
halo, su sombrío armazón, sugiriendo a sus pacientes que ¡se vistiesen de
blanco! A lo cual agregaban comidas del mismo tono –arroz, palomas de
níveo plumaje, nabos, puntas de puerro, etc–. Puesto que el melancólico, el
sombrío, no ama ni puede amar, es preciso hacerle ver que el amor es una
salida de la sombra a la luz, una extroversión que en su ruta despeja, libera
y anima.
En cualquier caso, la nigredo, como el inverno entre las estaciones del año,
no es un estadio definitivo. Solo es el preámbulo de un nuevo renacer. Para
entender hasta qué punto el remedio, la panacea es siempre el amor,
evoquemos la voz de Juan de la Cruz en su poema La noche oscura. Es de
allí que la fuente mana y corre. Es, tarde o temprano, el topos del que se
extrae todo.
Puesto que el negro constituye uno de los ocho colores elementales
(aunque hoy ha vuelto a ser considerado un color todavía se lo llama no-
color), junto al rojo, el verde, el amarillo, el azul, el cian, el magenta y el
blanco, se caracteriza, como hemos visto, por absorber todo y no devolver
nada. Sus parientes conceptuales son el vacío, la nada, la oscuridad, el
silencio ilimitado y, muy especialmente las profundidades del abismo. Una
soledad individual, en suma, no deseada. En el extremo opuesto se halla el
blanco, que todo lo devuelve, que todo lo reintegra. De preguntarnos cuál
de los dos se percibió y manipuló primero, no cabe duda de que fue el
negro. Que también fue, culturalmente hablando, el primer color –junto-al
rojo– en emplearse por los artistas de Altamira y Lascaux. De cualquier
modo, llamémosle color o no color, es seguro que el negro representa
psicológicamente y a partir de Jung el estadio que es preciso iluminar,
rescatar de su exilio si queremos avanzar o bien superar su atenazante
realidad.
Que en la pupila humana negro y blanco coinciden forma parte de
aquello tan agudo del Buda cuando dijo que la liberación está en el ojo. No
es que haya que dejar de mirar: ¡hay que ver a través de la realidad o más
allá incluso!
La primera referencia simbólica a la pupila o niña del ojo la hallamos en
el Deuteronomio 32, 10 y en el contexto de las bendiciones que Moisés
imparte a las tribus de Israel. Aparece explicándonos que fue el Creador
quien instruyó a Israel, quien lo tomó a su cuidado. Pero el texto nos dice,
además, que «lo guardó [al pueblo] como a la niña de su ojo», imagen que
volverá a asomar más tarde en Zacarías 2, 8: «Porque el que os toca toca a
la niña de su ojo». Con este precedente, entonces, cuando Jesús comente
que «el ojo es la ventana del alma», tendrá in mente dos cosas: que el ser
humano es el punto de vista del Creador sobre la tierra, y que si este limpia
sus pupilas podrá ver claramente el misterio de la luz que las alumbra.
La pupila, nos dicen los diccionarios médicos, es esa abertura dilatable y
contráctil en el centro del iris, el minúsculo espacio por el que pasan los
rayos luminosos para enseñarle a nuestro cerebro lo que debe aprender del
mundo. Quizás por esa misma razón aludió, con el tiempo, al estudiante o la
estudiante que están pupilos en un centro de estudio y reciben información
y enseñanza a cambio de devoción y respeto. Por su parte, y para los
latinos, el pupillus era aquel discípulo que estaba bajo la tutela de un
maestro, de donde la relación de la pupila con el ojo es, siempre, didáctica,
de constante aprendizaje. Para los maestros y rabíes hebreos, ishón, «la
pupila», será mucho más que eso. En principio, porque en ella existe, iesh
un fuego o esh tutelar, el del Yo superior o ani que ha escogido el ojo del
ser humano para observar la Creación de la que Él mismo es sujeto y
objeto. Pues Dios, que es luz, mientras se polariza, dilata y contrae en la
pupila dando lugar a las diferencias y exclusiones externas, permanece
siempre igual a sí mismo, Uno en la interioridad de su misterio. Todos
tenemos, agregan los maestros, pupila mediante la posibilidad de llegar a
nuestra propia cúspide, la opción de alcanzar la cumbre de nuestro
desarrollo, si somos capaces de dilatar la mirada hacia la maravillosa fuente
del Ser. Para ello, e invirtiendo su percepción, el hombre o ish tiene que
poder leerse como cumbre de sí mismo.
Al respecto, leemos en el Libro del esplendor o Zohar que: «La gloria de
Dios es tan sublime y está tan lejos y por encima de la comprensión
humana, que tiene que permanecer en un misterio eterno. Sin embargo, hay
tres maneras en las que el hombre puede percibir la gloria parcial del
Creador: la primera es la visión que el ojo puede captar a la distancia, pero
tan solo un rayo infinitesimal penetra en su pupila. Lo cual no es bastante
para derramar el alma humana en éxtasis. Así, la primera visión, queda
como alguna cosa vista desde lejos, y tan solo con el ojo exterior. La
segunda manera es aquella en la que el ojo se sumerge sin la debida
preparación en una irradiación que no es capaz de soportar. Deslumbrado y
confuso, se ve obligado entonces a impedir este resplandor por medio de su
propio acto (esto es: cerrando los párpados) después de no haber sido capaz
de abarcar más que una parte de tal visión suprema. La tercera visión es
aquella en la que se ve como en un espejo brillante. Sobre este, el ojo puede
permanecer y llenarse completamente de la belleza que, finalmente, penetra
en lo más íntimo del ser e inunda el alma con una luz siempre duradera.
Momento en el que, el alma, habiendo abarcado el significado interno de la
luz que la inunda, se calienta en su irradiación y se satisface en todo
momento con el gozo que emite».
Por fin, llegados al Salmo 17, 8: «Guárdame como a la niña de tus ojos»,
shamreni ke-ishón bat-ayn,descubrimos, precisamente en la expresión
guárdame, shamreni, los vocablos maran, como en el maran atá de los
Evangelios, traducible por «maestro ven ahora», y el ya mencionado iesh,
«existe», «es», «hay». Por lo tanto, será la continua enseñanza de la luz
como maestra la que actuará como agente protector de quien se atreva a
hacerle lugar en la totalidad de su ser. De manera que la exclamación del
salmista es, entonces, a la vez que un pedido de protección, la revelación de
un deseo: el discípulo no desea separarse ni un segundo de la perspectiva
divina. Más aún, desea hacerla suya, pues como dijo Meister Eckhart, «los
ojos con que vemos a Dios son los mismos con que Él nos ve a nosotros».
El viaje de regreso será, entonces, el de la auténtica iluminación, del
mismo modo en que la luz, en el espejo, lo toca y vuelve sobre sí. La
nigredo, tras alcanzar la albedo, recupera la carne viva y palpitante de la
rubedo. Tras el combate nocturno, y como a Jacob, el «sol nos brilla».
Para los clásicos chinos, es de esta figura que emanan los «diez mil seres»;
es decir, el mundo de lo múltiple. El yin (sombreado) y el yang (claro) están
encerrados en un círculo de los que cada uno de ellos ocupa la mitad. La
línea que los separa y que serpentea en torno de un diámetro, está hecha, a
su vez, de dos semicircunferencias, cada una de las cuales tiene un diámetro
a la mitad del diámetro del gran círculo. El contorno del yin, así como el del
yang, es igual al contorno que encierra a los dos. Si se reemplaza la línea de
separación por una línea hecha de cuatro semicircunferencias de un
diámetro dos veces más pequeño, continuará valiendo la
semicircunferencia, y sucedería siempre lo mismo si se prosiguiera la
operación, y la línea sinuosa tendería con el diámetro.
Quizás la mención más antigua y lírica que de la aurora haya llegado hasta
nosotros sea la que enuncia el hindú Rig Veda 1, 113: «Guía
resplandeciente de las liberalidades, ha aparecido / radiante nos ha abierto
las puertas / zarandea a seres vivos, ha revelado riquezas, / la aurora
despierta todas las cosas... / Rechazando los odios, guardiana del orden / y
nacida del orden, rica en favores, incitadora de beneficios / dichosa en
presagios y portadora del envite divino / levántate, Aurora: eres la más
hermosa de todas». Fragmento en el que ya están presentes las constantes
simbólicas que hallaremos después en otros ámbitos y otras literaturas: las
riquezas, las libertades, los beneficios, los despertares. ¿Quién no ha
sentido, al amanecer, con cielo despejado, que el día era suyo, y que
brillaba, nutricio, con las mil semillas de la acción y los proyectos? ¿Quién
no se ha descubierto libre al borde de su ventana o de su puerta mientras se
fugan las sombras y sube, sutil, la homérica aurora de «rosados dedos»,
Eos, la hija de Hiperión y tía y hermana de Helio y Selene, pariente
próxima del sol y de la luna? Los beneficios de madrugar para observar el
cielo los conocen los campesinos de todo el mundo, que suelen escuchar los
maitines de los pájaros y planear en esos momentos sus labores.
En los textos célticos, hablar de «la juventud del día» es emplear un
eufemismo para alba, aurora, y quizás en esa relación de lo joven con lo
heroico meditaba Novalis, quien –como Hölderlin– no cesó un solo instante
de su vida creadora de tener a los griegos, pero también a los primitivos
pueblos europeos, en su pensamiento. En lo que respecta al tratamiento que
la Biblia depara a la aurora, existen tan solo dos menciones y muy precisas:
la primera en Proverbios 4, 18: «Mas la senda de los justos es como la luz
de la aurora», y la segunda en el Salmo 110, 3: «Desde el seno de la aurora,
tú tienes el rocío de tu juventud». Aunque es difícil ser justo cuando se es
joven, la juventud es un buen momento para, debidamente orientados hacia
la luz, ejercitarnos al alba en pos de ese utópico equilibrio. En chino se
denomina rí chu al levante de la aurora, siendo rí «el sol» y chu, el
ideograma que sugiere una salida, una emergencia, un advenimiento. Más
cerca de nosotros, en América del Norte, los indios hopis cantaron a la
aurora con entusiasmo:
Ha salido el sol,
voy a contemplar el alba.
¡Eh! ¡vosotras, chicas!
¡Id a contemplar el alba!
¡El amanecer blanco!
¡El amanecer amarillo!
Hay claridad.
Finísimos velos de pálida luz que parecen ondular en los cielos árticos, las
auroras boreales son tan cautivadoras que si quisiéramos encontrarles una
equivalente emocional en nuestro psiquismo, este equivaldría al éxtasis: un
salirse fuera de sí, un ascenso, pero también un desprendimiento, una
evanescencia lúdica. Robert Scott, el explorador antártico inglés, escribió al
respecto: «Es imposible contemplar sin respeto tan hermoso fenómeno y,
sin embargo, este sentimiento no está inspirado en su brillo, sino más bien
en la delicadeza de su luz y sus colores; en su transparencia, amén de la
sinuosidad de sus formas. No se trata de un centelleante resplandor que
deslumbra la mirada, como se ha dicho con demasiada frecuencia, sino, más
bien, de la seducción por el ámbito totalmente espiritual que sugiere». La
aurora boreal se da en un estrecho corredor llamado el «óvalo auroral» (de
ahí que en tantos mitos nórdicos el origen del mundo proceda de un huevo
que se parte en dos mitades), el cual tiene, como centro, el Polo Norte
magnético. El fenómeno tiene su origen en una descarga eléctrica en la
ionosfera terrestre y nosotros podemos percibirlo porque ese derroche
energético se libera en forma de luz visible. Delicados, etéreos, los tonos
más comunes de las auroras oscilan entre los verdes blancuzcos y los rosas
claros, como el de las hortensias en el momento de su coloración
primaveral; tonos que, químicamente hablando, corresponden a la luz
emitida por átomos de oxígeno. Cuando la actividad es máxima, suele
ocurrir que las moléculas de nitrógeno emanen una franja carmesí hacia el
borde inferior del velo. La aurora boreal ha sido descrita por muchos
meteorólogos como una gigantesca muralla de luz que a menudo tiene
varios centenares de kilómetros de longitud y casi trescientos kilómetros de
altura. Al intensificarse su actividad electromagnética, esta pasmosa cortina
brillante parece ondular y plegarse formando eses, que más tarde vuelven a
desplegarse. En la tradición musulmana los velos aluden al disimulo que
pende sobre las cosas secretas para protegerlas, concepción probablemente
debida a la influencia de un sustrato egipcio, ya que los famosos velos de la
diosa Isis suponían, a ojos de sus fieles, las diferentes gradaciones de la luz
y su correspondencia con el desarrollo psíquico humano. Para volver al
poeta Novalis, en su obra Los discípulos en Sais escribió: «Un hombre
consiguió levantar el velo de la diosa de Sais. Pero ¿qué vio? Vio el milagro
de los milagros: a él mismo». Y, sin embargo, escalones en la escala hacia
lo sublime, los velos no pueden suprimirse, pues cada uno de ellos, cada
hijab, como se dice en árabe, tamiza una energía que de otro modo
destruiría al ojo no preparado para entenderla. El místico Al Hallâdj, que
viviera en el siglo X, anotó: «¿El velo? Pues es una cortina interpuesta entre
el buscador y su objeto, entre el novicio y su deseo, entre el tirador y su
blanco. Es de esperar que los velos no sean más que para las criaturas, y no
para el Creador. Dios no lleva velo, Él es quien vela a las criaturas». Puesto
que la aurora boreal es inseparable del Polo Norte, el cual indica tanto una
dirección espacial –«tener norte»– como un fin del mundo que desemboca
en un comienzo o renuevo, los sufíes sugieren que esa zona es la preferida,
en la mítica unión de los mares, por el mensajero Khadir, el Verde, para
situar en ella su morada.
El enorme muro de luz curva que sigue el contorno de un arco orientado
de este a oeste es la forma más pausada y típica de aurora boreal. Se sabe
que cuanto mayor sea la carga de energía de las partículas que proyecta el
sol, más profundamente penetrarán estas en la ionosfera terrestre y más alta
será la muralla resplandeciente. Las variaciones en la intensidad del campo
eléctrico creado por el viento solar y emanado de su propio campo
magnético gestan unas finas arrugas y pliegues perpendiculares al perfil
este-oeste de la pared luminosa, agitándola en todas direcciones y
fragmentándola, con frecuencia, en pedazos. Las grandes tormentas solares
que se producen cada once años suelen ir acompañadas de subtormentas
que son las que crean la secuencia de fenómenos boreales que los
observadores especializados consideran típicos de una noche invernal en el
Ártico. A cada una de esas irregulares subtormentas le corresponde una
luminiscencia que va concretándose, configurándose, estirándose en una
cortina boreal transparente. Pocas horas después de esa manifestación, las
corrugaciones o quebraduras luminosas van haciéndose más marcadas,
como un cristal irrompible que se astillase al contacto de las variaciones de
temperatura por las que atraviesa la enorme malla: todo está junto y todo se
desplaza, a semejanza de una fuga de galaxias. Cuando aparece lo que
podríamos llamar primeros pliegues, el fenómeno empieza a desplazarse
hacia el norte. Al amanecer, una especie de partenogénesis tiene lugar. El
observador percibe el desmayo de la luz, la resurrección de los colores, el
imponderable surtidor en el que un trillón de vatios despliega una corriente
de un millón de amperios.
Existen muchas personas, entre ellas los esquimales, que sostienen que la
aurora boreal produce un sonido, un siseo ahogado. El crepitar algodonoso
de una bandera acariciada por un vendaval. Otras, en cambio, creen que las
luces que se ven obedecen a los chamanes, capaces de llamarlas con
epítetos cariñosos y de conjurar sus tránsitos. En todo caso nadie puede
permanecer incólume ante tamaña visión. Un maestro zapatero del distrito
de Görlitz, que con el tiempo sería llamado en la historia del pensamiento
occidental el philosophus teutonicus, quien vivió en el siglo XVI y murió en
el siguiente, escribió en su obra Aurora, para hablar de lo que él llamaba la
naturaleza divina y celestial introyectada en el hombre, lo siguiente: «Mas
cuando el relámpago es apresado en la fuente del manantial del corazón,
sube en los siete espíritus manantiales al cerebro como una aurora (la
cursiva es nuestra), y allí dentro [del cerebro] reside el término y el
conocimiento. Pues en la luz misma el uno ve al otro, siente al otro, huele al
otro, oye al otro y es igual que si allí saliese la entera divinidad». Dado que
las subtormentas producen o generan relámpagos, lo que nuestro filósofo
vivió en su pequeña ciudad alemana sería la versión psíquica o
sobrenatural, si se quiere, de aquello que los astrónomos califican del teatro
óptico más escurridizo y, no obstante, más fascinante del planeta.
Por su parte, Sigmund Freud, gran lector del citado autor inglés, anotó: «La
madurez es ser capaz de posponer la gratificación», o bien no pensar tanto
en ella, lo cual nos vuelve al mundo del deseo que rige nuestros primeros
años de existencia y que comienza a relativizarse. Quien dice gratificación
dice, además, trofeo, premio, regalo, devolución. Uno empieza a madurar
cuando se encuentra por fin a gusto consigo mismo. A ese estadio los
chinos lo comparaban con la pera madura, que es blanda al tacto y dulce,
sabrosa al paladar. En cierto sentido, la mencionada fruta –en su estadio
maduro– acaba de vivir para sí y se dispone a servir a otros, aunque eso
suponga un sacrificio. En la palabra china para maduro, shu, encontramos
el fuego que, desde abajo, desde el interior en realidad, está «cocinando»
aquello sobre lo que se activa, en especial los alimentos que deben cocer.
Eso mismo hallamos en el vocablo hebreo para madurez, maduro:
beshlut, emparentado con el verbo cocinar, lebashel. Por qué la madurez
tiene que ver con el fuego no es sorprendente: lo encontramos como rito de
paso en todas las tradiciones culturales, bien cuando se camina sobre brasas,
bien cuando se enciende de determinada manera. Inversamente, estar verde
significa no haber alcanzado aún el punto de sazón para acceder o
comprender ciertas cosas. De manera fehaciente demostró Gastón
Bachelard en su libro sobre el fuego que los hay básicamente de dos clases:
el infernal o inferior y el celestial o superior. Los alquimistas, por su parte,
sostenían que había que aprovechar del fuego su luz tras haberlo usado en el
crisol para convertir una materia en otra.
Es sorprendente ver que en madurez o beshlut aparece leb, el corazón, a
la par que shabat. El día de reposo, lo que indicaría que la madurez
espiritual necesita calma y serenidad para acceder a uno de los más altos
secretos del ser: el viaje del primer Adán al segundo.
Cuando se comparan los ideogramas chinos para hombre, rén, y fuego,
huo, se percibe de inmediato, según dicen los filósofos taoístas, que el
segundo agrega al primero una elevación, le hace abrir los brazos en señal
de agradecimiento y bienvenida a las ardientes fiestas del cielo. Segundo
entre los cinco elementos clásicos de su cosmología, el fuego tiene también
para los chinos su lado positivo y su lado negativo: por una parte, ofrece
calor, nos permite iluminarnos y cocinar, y por la otra puede ser feroz,
descuidado, voraz. Las llamas de fuego eran uno de los doce atributos que
poseían las ropas del emperador. Concretamente, estaban bordadas en su
hábito inferior para simbolizar la responsabilidad del soberano en todas las
tareas concernientes a la manutención, en este caso los alimentos y la
cocina.
Según el clásico I-Ching, al fuego le corresponden el sur, el color rojo, el
verano y el corazón. Esta última relación es constante, ya sea que el fuego
simbolice las pasiones, en especial el amor y la cólera, o bien la actividad
del espíritu, el aliento y todo lo que el trigrama li nos insinúa a propósito
del fuego celeste. En la mayor parte de los textos taoístas se nos dice que
«el corazón es la casa del fuego» y que el adepto debe dominarlo,
trabajarlo, guiarlo, sublimarlo, con el fin de que, en su manipulación, no se
vea quemado ni destruido por él. Dado que puro y fuego son, en sánscrito
(pur), la misma palabra, es posible entender por qué aquí y allá, en los
rituales ligados al ardiente elemento, el neófito debe pasar de un estado
crudo a uno maduro, de la opacidad al brillo, ya sea mediante ejercicios que
consisten en caminar sobre brasas o bien en contemplaciones que conducen
la mente hasta la causa misma de su ignición. De hecho, hay un vínculo
muy estrecho entre las palabras ígneo y gnosis: comparten la vieja raíz
indoeuropea jñ, que, como en el jñana sánscrito, alude al conocimiento.
Somos capaces de aprender y de evolucionar en el campo de la cultura
gracias al fuego, sus dones y prodigios, sus potencias y figuras.
Leemos en el libro del Deuteronomio 33, 3 que Moisés bajó del Sinaí «con
la ley de fuego en su mano». Expresión a partir de la cual los maestros
infieren que esa eshdat, esa enseñanza ígnea, ese conocimiento encendido,
por su equivalencia con la expresión shab ba-et, indica un regreso al origen
a través del misterio alfabético que oculta y a la vez protege su propio
valor, al tiempo que alude a la ley por mediación de la cual cada cosa se
transforma en otra tras haber iluminado su cometido. En efecto –y según
puede verse en la parte alta del Árbol de la Vida que está regida por el
fuego–, esta poderosa energía subyace también en el cerebro humano y está
allí para ser descubierta y empleada gradualmente. Ya que, de otra manera,
si toda ella estuviera a nuestra disposición de entrada, su mal uso nos
acarrearía más problemas que ventajas.
Como gran parte de la efectividad de esa ley ígnea está oculta, el primer
paso será salir en su búsqueda, seguir las huellas dejadas por otros en su
camino de realización. Recordando en todo momento que el fuego, maestro
y agente de todas nuestras transformaciones cuya doble naturaleza celeste-
infernal es conocida desde antiguo, no se puede manipular directamente,
requiere una atención suprema en su encendido y mantenimiento. Para ello
los alquimistas medievales acuñaron la expresión «la luz es fuego frío, el
fuego luz caliente», indicando con ello que había que enfriar la materia;
esto es, atemperarla, calmarla, llevando el ardor del fuego a la serenidad de
su luz. Los kabalistas sostienen, por su parte, y de acuerdo con lo
precedente, que todo el saber está ya en el cabeza, pero es el corazón el que
debe extraerlo de allí. Agregándole, pues, una letra, la hei del Espíritu, el
corazón o leb se convierte en la llama, lahab, al mismo tiempo que
quitándole una letra a rosh, la cabeza, en este caso la reish, esta deviene
puro esh, fuego.
Así las cosas, para ir a por el fuego de la revelación y el entusiasmo hay
que pasar antes por la comprensión de su ocultamiento previo. Si hay algo
que está siempre amagado y espera su momento para revelarse, ese es el
fuego, y si existe algo que al revelarse muestra que es eterno, igual a sí
mismo y esclarecedor siempre, ese es el fuego.
«El alma no ha menester más que desnudarse –escribió el poeta de
Fontiveros– de estas contrariedades y disimilitudes naturales para que Dios
se le comunique sobrenaturalmente por gracia.» Una desnudez que en casi
todas las tradiciones culturales aparece como el sello de origen, el estadio
primordial de la condición humana. Ese estado paradisiaco en el que
estuvimos y al que ansiamos regresar, por tanto, no está vestido, arropado
de cultura, ni de prejuicios ni, como dice el santo, de disimilitudes. Es
espontáneo, cándido, inocente, fresco y, por lo tanto, un buen soporte para
la gracia. En él todo es semejanza. Más adelante, en otro lugar de su obra,
Juan de la Cruz sostiene que para hallar el alma «hay que vaciar el arcón
[cuerpo]», se supone que de ropas, enseres y cosas que el tiempo guarda a
veces sin propósito definido. En las viejas casas castellanas ese arcón era, a
veces, el único mueble disponible además de la mesa y el lecho. El alma
estaría, allí, debajo de todo lo que vino después, ya que, según el mito
bíblico, es lo primero que el Creador puso en el ser humano. Curiosamente,
los sufíes piensan que ese proceso de búsqueda del alma para, una vez
hallada, comenzar a trabajarla, a modelarla, a cincelarla, es como darle la
vuelta a un guante: el cuerpo debe introyectarse y el alma extrovertirse, el
cuerpo debe borrarse y el alma revelarse. Sin embargo, quizás por pudor
semítico, no hablan de ninguna desnudez. En la tradición bíblica hebrea la
palabra para desnudez es, entre otras, jashifá, en la que vemos incluida la
raíz jofesh, «libertad, liberación, independencia». De donde es fácil inferir
que la desnudez a la que se refiere el poeta concierne a un estadio
despojado de todo condicionamiento previo, de toda sujeción a las
contrariedades y disimilitudes.
«Todos los movimientos naturales del alma –escribió Simone Weil– están
regidos por leyes análogas a las de la gravedad. Excepto la gracia.» Que
frase tan contundente provenga de una estudiosa del mundo clásico que
llegó tarde a la mística no sorprende. También Swedenborg, el genio
nórdico del siglo XVIII, pasó primero por las minas y la geología antes de
alcanzar la iluminación, lo que responde bien a la idea de san Pablo
respecto de que primero hay cuerpo material y después cuerpo espiritual; es
decir –en un lenguaje sencillo–, primero hay construcción y afianzamiento
del ego y luego su disolución si queremos ir más allá. En cierto modo
podemos considerar la ley de la gravedad y sus caídas –que desaparece en
el espacio exterior– como un parentesco entre estrellas y planetas, una
sujeción tan inevitable como pesada. Por el contrario, la gracia y sus
levitaciones van más allá de los nexos, tienen autonomía, son flotantes,
etéreas.
Nuestro propio peso y nuestra sombra son inseparables del volumen que
ocupamos en el espacio y de los límites que este nos impone. Lo físico,
sabemos, tiene una densidad que lo metafísico disuelve en sus teoremas de
luz. El cuerpo es, en cierto momento, la rampa de lanzamiento de un tipo de
vida en la cual sus reclamos, deseos, espesores, aparecen como secundarios
frente a las exigencias anímicas. No es que dejen de existir el vehículo
físico y la máscara de lo personal, pero todo parece indicar que las
levitaciones de la gracia no requieren de ningún truco del intelecto o de la
voluntad tanto como de un corazón intrépido y lleno de fe. Y, aun así, en la
misma expresión «tocado por la gracia» parece intervenir una causa
externa, una fuerza superior que actúa, claro está, sobre las predisposiciones
internas. En los vuelos chamánicos, tan bien estudiados por M. Eliade,
observamos que se realizan para el bien de la comunidad, pues los
medicine-men van en busca de las ánimas perdidas, los enfermos y los
extraviados, prestándose a toda suerte de pruebas y dolores físicos antes de
«ascender». Muchos entran en un estado cataléptico, quedan como muertos
mientras sus almas viajan. Otros, en cambio, se elevan por encima del suelo
y literalmente vuelan o así lo parece, como si no pesaran nada, como si la
gracia los hubiese aupado en las alas de lo ingrávido.
Los estudios realizados sobre la vida y obra del santo católico José de
Copertino (1603-1663), nacido en Copertino con el nombre de José María
Desa y conocido primero como un hombre de pocas luces y con gran
dificultad para estudiar, pero de una proverbial humildad y buen corazón, y
luego como una persona excepcional en la que vemos encarnada, reflejada
de manera nítida, la gracia del vuelo remarcan sus proezas físicas. Al
parecer, entró en éxtasis en muchas ocasiones. En tales estados no sentía
nada aunque le pincharan, le pegaran o le quemaran con velas encendidas.
Lo único que lo hacía volver en sí era la voz de su superior. Cuando
retornaba de tales trances, solía pedir perdón a sus compañeros franciscanos
diciendo: «Excúsenme por estos ataques de mareo que me dan». Copertino,
pues, estaba dotado del don de la levitación. Se le registraron más de setenta
sucesos en los que no solo no tocaba el suelo con los pies, sino que se
desplazaba por el aire como un títere sujeto a cuerdas invisibles. Sus
superiores debieron excluirlo del coro porque solía ocurrir que, cuando
entraba en éxtasis, se elevaba por encima de los demás distrayendo al
personal.
Incontables enemigos empezaron a decir entonces que se trataba de
meros inventos y lo acusaron de engañador. Un superior de los franciscanos
fue enviado para que José lo acompañase ante el papa Urbano VIII, el cual
deseaba saber si era cierto o no lo que contaban de él, de sus frecuentes
éxtasis y levitaciones. Copertino entró entonces en éxtasis y levitó, suceso
que presencio el papa y el príncipe protestante Federico, duque de
Brunswick-Luneburgo, quien quedó tan impresionado que se convirtió al
catolicismo. En muchos estudios realizados por expertos en el tema
religioso se señalan datos sobre otros personajes que levitaron en el mundo
de los santos: Francisco de Asís, Catalina de Siena, Felipe Neri, Pedro de
Alcántara, Francisco Javier, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Pero
ninguno tan cercano a nosotros y, por tanto, tan documentado, como el caso
de José de Copertino, quien es, ni más ni menos, que el santo de los
aviadores y de los estudiantes que tienen dificultades en sus estudios.
En el lenguaje alquímico se dice que «fuego y aire ascienden y agua y
tierra descienden», de donde cuando un ser es atraído por los dos segundos
elementos, succionado por esas tendencias descendentes suele tener una
vida terrestre, y por lo tanto gravitacional, tan inconsistente como poco
interesante. La ley de la gravedad provoca, sabemos, adhesiones y fijezas,
necesarias y también condicionantes, pero la experiencia de la gracia
conduce y nos impele a vivir lo incondicional.
Sabemos que satori es un término japonés que designa «la iluminación,
la comprensión profunda» en el budismo zen. El término se remite más a un
entendimiento pleno de la realidad que a ser tocados por la luz o la gracia.
No es un hecho intelectual y devocional, sino existencial; quien no lo ha
vivido difícilmente podrá hablar de él. Aquel que no ha entrado en su
corriente cree que todo está fijo. Tal concepto procede del chino wu,
«despertarse». El satori búdico describe, entonces, el momento en el que se
descubre de forma nítida y súbita que solo existe un presente indefinido,
creándose y disolviéndose en un mismo instante, por lo que el tiempo
pasado y el tiempo futuro son meras ilusiones, comodines que empleamos
porque el lenguaje lo permite. Según sostuvo el maestro Daisetsu Teitaro
Suzuki, el satori es la razón de ser del budismo.
En ocasiones se utiliza indistintamente la palabra japonesa kensho, que
no denota un estado permanente de iluminación, sino una suerte de gracia
que lo anticipa, algo que lo insinúa, para referirse a las inmediaciones del
fenómeno. Si para la tradición cristiana el concepto de gracia es
sobrenatural y no depende de la voluntad humana, y para el judaísmo jen o
la gracia es jokmáh nisteret, la sabiduría oculta que hay que buscar una y
otra vez a nuestro alrededor, algo que no es aparente sino que se enmascara,
para el budismo zen el satori es «ver dentro de la propia naturaleza»,
alcanzar a percibirse como no-separado, no-dual, no-aislado. Para alcanzar
esa visión, por tanto, cabe prepararse durante largos años, aprender los
secretos, oscilaciones y autoengaños de la mente con la supervisión de
alguien ya ducho en tales menesteres.
El maestro Gatsurin Shikan (1143-1217) escribió, tras alcanzar la
iluminación, el siguiente y modélico poema:
Si si leen con atención sus líneas, se percibe con bastante rapidez que el
trueno no puede proceder de un cielo claro, o bien que ha detonado lejos de
mí, pero yo lo percibo cerca. Luego, que no es algo que solo me sucede a
mí, sino que se trata de un hecho colectivo y cósmico a un tiempo. En
cuanto a la inclinación, típicamente japonesa, es un saludo de cortesía ante
el magno, impresionante suceso que acaba de acontecer. En la última línea
se señala, gráficamente, el terremoto que se ha vivido. Lo más fijo no solo
se mueve, sino que además danza.
La soledad previa afina los sentidos. La posterior a la experiencia los
despliega.
Si reparamos, una vez más, en la cifra de jen (58), observamos que la gracia
equivale a la expresión nogah, «claridad» (58), «esplendor», «brillo», y
también «Venus», el planeta del amor. El nexo del sentimiento de gracia
con la luz es comprensible, pero es que aún resulta más sorprendente
descubrir que en el libro de Apocalipsis Jesús se compara con la estrella
vespertina y el lucero de alba, es decir, con Venus. De donde la coherencia
textual resulta magnífica e inspiradora. En medio de todo esto, claro está, y
no podía ser de otro modo tratándose de palabras, está el acto de leer,
desenrollar y volver a enrollar el pergamino de la Torá. Un gran porcentaje
de esa sabiduría verbal radica en la capacidad de comprender e interpolar
que demuestra el maestro. No es ni será ciertamente el único, ya que
procede de una cadena iniciática que se remonta a Moisés y llegará, entre
otros, a Juan Crisóstomo (siglos IV-V), llamado así por tener «la boca de
oro», o sea gracia en su decir.
Soyen Shaku, el primer maestro zen que viajó a América, solía decir: «Mi
corazón arde como fuego, pero mis ojos están fríos como cenizas muertas».
Propuso las siguientes reglas, que él mismo practicaría día tras día, durante
toda su vida:
Sabemos por la obra de Flaubert Las tentaciones de san Antonio (1874) que
es al amanecer cuando al viajero espiritual que lleva años en la soledad del
desierto, poblada su alma por visiones arrebatadoras y delirios terribles,
bellezas y horrores, prisionero de lo múltiple y hasta de lo obsceno,
acurrucado en la inanidad de su destino, bebiendo de la lluvia que recogen
las acacias y del rocío que salvan las plantas crasas, le sucede el gran
milagro de su vida. La mirada interior, tras el viaje y el aprendizaje, halla la
respuesta exterior: «¡Qué felicidad: he visto nacer la vida –dice Antonio–,
he visto comenzar el movimiento! La sangre me late tan fuerte en las venas
que parece como si fuera a romperlas. Siento anhelos de nadar, de ladrar, de
mugir, de aullar […]. Quisiera tener alas, un caparazón, una corteza como
los árboles; quisiera echar humo, tener una trompa, retorcer mi cuerpo,
dividirme en muchas partes, estar en todo, emanar mi esencia junto con los
olores, desarrollarme como las plantas, fluir como el agua, vibrar como el
sonido, brillar como la luz, acurrucarme en todas las formas, penetrar en
cada átomo, bajar hasta el fondo de la materia, ¡ser la materia!».
Por fin amanece y, a semejanza de las cortinas de un tabernáculo que se
descorren, narra Flaubert, unas nubes de oro, formando grandes espirales,
dejan ver el cielo. Y en medio del disco solar aparece, radiante, la faz de
Jesucristo. La helioización se ha cumplido.
En un lenguaje conciso pero intenso, repleto de evocaciones de las diferentes tradiciones
espirituales, Mario Satz nos detalla las dificultades y obstáculos que enfrentan quienes –en una
época crispada como la nuestra– salen al mundo a buscar su tesoro, la clave anímica de su ser.
La llamada interior que marca el inicio de esa aventura solitaria, empero, no es oída por todo
el mundo. Unos solo ven en la soledad un opresivo círculo de oscuros silencios, otros un
castigo, un designio negativo. Muy pocos la consideran la mejor ocasión para nutrir el corazón
y atreverse a indagar. Iniciado el viaje, aparecen las señales: del pasado, los maestros, los
textos sagrados… Tal periplo puede ser largo o corto, accidentado o sereno, revelador o
críptico. El aprendizaje es continuo y, por momentos, maravilloso. Por fin, inadvertidamente,
llega el día en que la respuesta exterior aparece: este universo tiene, además de razón de ser,
amor bajo cada uno de nuestros pasos.
Sabiduría perenne
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