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Mario Satz

Breve tratado
de la soledad
© 2022 by Mario Satz

© 2022 by Editorial Kairós, S.A.


www.editorialkairos.com

Composición: Pablo Barrio


Diseño cubierta: Editorial Kairós
Imagen cubierta: Cuadro de Kitagawa Utamaro (1753-1806)

Primera edición en papel: Septiembre 2022


Primera edición en digital: Septiembre 2022

ISBN papel: 978-84-1121-053-9


ISBN epub: 978-84-1121-088-1
ISBN kindle: 978-84-1121-089-8

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Sumario

1. La llamada interior
2. El viaje

3. El aprendizaje

4. La respuesta exterior
A mis hijas Aura y Maia,
para sus buenas soledades.

A mis soledades voy


y de mis soledades vengo,
porque para andar conmigo
me bastan mis pensamientos.

Lope de Vega
La llamada interior

A medida que aumentan su poder, con persistente insistencia, los medios de


comunicación y las redes sociales, a medida que la fibra óptica perfecciona
los tránsitos y los mensajes; a medida que las pantallas se vuelven más y
más sofisticadas y la densidad demográfica se ve golpeada por virus y
desastres; a medida que crecen las ilusiones vanas y los flujos migratorios,
crecen, también, la incomunicación y la soledad, la pobreza y la fragilidad
climática. La creencia de que la ciencia y la tecnología nos salvarán, a la
larga, del creciente número de amenazas corre el peligro de ser ingenua y
vana. Esta civilización se mueve casi siempre a ciegas y la doble polución,
física y psíquica, que flota en el ambiente envenena hasta tal punto la
realidad compartida aquí y allá que parece que la casa de la renovación se
empiece por el tejado y no por donde debería: sus cimientos. Crece la
soledad, pero, en lugar de ser una bendición, es un dolor terrible. En lugar
de brindarnos hallazgos, provoca desánimos y abandonos.
En su momento, hace muchísimos siglos, se sabía que esos cimientos
estaban no en el poder, sino en el saber, en el pensamiento y las creencias.
Las culturas comenzaban, se desarrollaban y por fin perecían según fuera la
profundidad de sus cosmovisiones. Si acaso una venía a reemplazar a otra,
primero debía saberse qué estado de ánimo individual y luego colectivo
abriría la puerta de lo radicalmente nuevo. Unos pocos hombres y mujeres
recibían, como antenas, mensajes respecto a la modificación del rumbo. Se
alejaban o separaban de sus entornos familiares y sociales y peregrinaban
en pos de los nuevos valores. Con el tiempo, a esas voces solitarias, a esas
mentes agudas no exentas de sufrimiento, venían a sumarse otras. Con
extrema lentitud brotaban los coros, las alianzas, los proyectos. No sin
persecución y desprecio, cada uno de esos individuos devenía un mundo
nuevo en el mundo envejecido. Aquí también, al igual que en los orígenes
de la noción de número, el uno se vivía a sí mismo como precursor. La
mutación se daba en pocos, uno a uno, para bien de muchos. Apartándose
del ruido social, tales seres solitarios comenzaban por habitar en paz, si
acaso podían, consigo mismos.

En su hermoso libro El hombre interior y sus metamorfosis, M.M. Davy


recuerda que durante siglos hombres y mujeres de la cristiandad, pero
también de otras tradiciones, optaron por apartarse del mundo real con el fin
de entrar en el mundo de lo sobrenatural, segregándose de la comunidad
para, en soledad y silencio, entregarse a Dios como si este –al crearnos uno
a uno– tuviera más interés en los individuos y su «música callada» que en el
mundanal bullicio del mercado. Para referirse a esa vida retirada de los
monjes y de los ermitaños, la autora francesa emplea la expresión latina
habitare secum, que traducida a nuestros días significa «vivir-con-uno-
mismo», en progresión constante hacia ese reino de los cielos del que habló
Jesús en el Evangelio. Pero la clausura, el claustro, no es una simple y
vulgar huida del mundo, como algún sociólogo positivista podría pensar,
por lo menos no lo ha sido durante siglos, al punto tal que para un maestro
de la dimensión de san Bernardo, fundador de Císter, la vida en el convento
era semejante a un paradisus claustralis. Bien pensado, Adán, el Adán
andrógino de nuestros orígenes, estuvo un tiempo solo en el paraíso, y es
sabido que, una vez expulsados Eva y su esposo de allí, comenzó la difícil
multiplicidad, la dispersión y la vida humana tal y como todavía hoy la
conocemos: con dolor, esfuerzo y sudor de nuestras frentes.
Para la historia religiosa de Occidente, toda ascesis y tendencia a la
soledad y clausura comienza con la figura bíblica del nazareno o nazarena,
esos nazirim que, haciendo votos de consagrarse durante un tiempo dado a
la vida espiritual, se abstenían de tener relaciones sexuales, beber vino y,
entre los varones, de cortarse los cabellos. La primera comunidad cristiana,
llamada por los historiadores nezoraya, que en arameo significa
«nazarenos», grabó en la memoria colectiva precisamente esa huella de
crecidas cabelleras masculinas, visible en las imágenes que hasta nosotros
han llegado, pues casi todos sus miembros –incluido san Pablo–, en un
momento u otro de sus vidas habían hecho los votos pertinentes y, en
algunos casos, para siempre. De los nazarenos, el hábito pasó,
socializándose, a los esenios, quienes no solo guardaban en las cuevas de
las inmediaciones del mar Muerto sus documentos y códices, sino que, y
por períodos de diferente duración, habitaban en ellas para realizar allí sus
ejercicios espirituales. Con el tiempo, y en el primer cristianismo, el
bizantino, esos espacios cavernosos pasaron a llamarse lauras y en latín
cella. Células de meditación, rincones secretos para revelaciones públicas,
tal y como consignara Jesús en Mateo 6, 6, pasaje en el que leemos: «Más
tú, cuando oras, ora a tu Padre que está en secreto [in abscondito], y tu
Padre, que ve en secreto, te recompensará en público». Es de aquí que
emerge la necesidad, como reza el texto latino, del cubiculum tuum, del
propio espacio, el cual será una exigencia permanente de las clases
clericales que, en Occidente como en Oriente, han probado que si el viaje
de nuestra especie es horizontal, el periplo máximo al que pueda aspirar
cada uno de los individuos que la componen es y será siempre vertical. Así,
el buscador espiritual se cierra a una dimensión para abrirse a otra.
Desde luego no se nace solitario, pero es difícil no buscar la soledad –
como entre las clarisas, los cartujos, los trapenses o las monjas carmelitas–
cuando se quiere caminar hacia la cúspide en la que nos espera, según el
dictum del santo de Fontiveros, el «eterno convite», «la cena que engalana y
enamora». Sin embargo, en un principio la ocupación monacal –palabra que
viene del griego monós, «uno»– fue exclusivamente masculina, por cuanto
las mujeres, signadas por el embarazo y el parto, estaban más cerca que sus
compañeros del «creced y multiplicaos», y por lo tanto en el polo opuesto al
de la disminución y la ascesis, la abstención y el sacrificio. Prácticamente
hasta el siglo V o VI, en plena patrística griega, son escasas las ammas que,
junto a los abbas o padres del desierto, se dedican a una vida de meditación
fuera del mundo social, en sus mismas márgenes. ¿Acaso hay algo que sea
más contrario a la función de «madre de lo viviente», símbolo por el que
cada mujer, en tanto hija de Eva, lleva consigo el estigma de la abundancia
reproductora, que el eremós o desierto en el que hay poca vida y menos
agua y hacia el que van los eremitas para, en lucha con sus fantasmas
interiores, reecontrar el Yo por encima de las apagadas cenizas del ego? Los
desengaños urbanos, la vulgaridad, el sometimiento a los padres o a
maridos toscos e insensibles empujaron, no obstante, a las mujeres, y a
partir de los citados siglos, a buscar en sí mismas, en los desiertos o las
selvas, en las altas montañas o en cuevas apartadas, la imago Dei, la
certidumbre del Dios creador que tan necesaria les era para sentir cierta
plenitud metafísica allí donde antes había poco más que desconsuelo.

También en el taoísmo y el budismo se conocen historias de retiros del


mundo para practicar la meditación, el vuelo místico o bien para conquistar
una serenidad que, con frecuencia, la vida social no promueve. Un caso
notable fue el del maestro chino Po Seng-kuang, que vivió en el siglo IV,
alcanzó la nada despreciable edad de ciento diez años, permaneció
cincuenta y tres años en un eremitorio de las montañas, estuvo en éxtasis
durante siete días seguidos y habló con los animales tras haberlos
encantado, como hizo el Orfeo griego, con su flauta de bambú. Sea como
sea, la clausura, el poder soportarla –así como también el voto de castidad
que supone y exige–, es un don del cielo que no se recibe fácilmente. Pero
no hay ningún santo o santa que no haya pasado por ese tipo de encierro y
aislamiento, y en épocas de interregno cultural entre civilización y
civilización, como parece ser la nuestra, mientras una parte de la sociedad
decae y se hunde en su abominación moral y psíquica y otra despunta en
pequeños grupúsculos o catacumbas del saber sensible, son precisamente
las personas con espíritu monacal, dispuestas a apartarse del mundo para
recrear el mundo, quienes parecen más proclives a conservar el saber,
ordenar el canto, desarrollar medicina y farmacopea y, sobre todo, discernir
entre lo necesario y lo prescindible restableciendo de ese modo los lazos
cósmicos entre el Creador y sus criaturas. Son justamente esos solitarios
cuya tarea nadie ve quienes ponen en marcha los nuevos ciclos de
espiritualidad, primero para los suyos, luego para los más cercanos y
sucesivamente para círculos cada vez más alejados de la experiencia mística
que la clausura promueve y depara.

A mediados del siglo XIII, una monja excepcional vivió en Amberes, en los
mismos años en que España conoció a Ramon Llull, Arnau de Vilanova,
Moisés de León, Ibn Arabí de Murcia y Bonastruc de Porta o Najmánides.
En las cartas y escritos que de ella se conservan se constata que había
redescubierto, clausura mediante, tras el reflujo agotador de las cruzadas y
en medio del nacimiento del ciclo artúrico, el arte de la contemplación de
los antiguos. Justamente por ser su época –la de los cátaros– tan difícil para
una sociedad que experimentó, como nunca antes, la ferocidad de la Iglesia
oficial, Hadewich de Amberes insistió en la necesidad de la soledad y la
plegaria individual. «Dios te haga ver –escribe en una de sus famosas
cartas– cómo es Él y cómo trata a sus servidores o, si prefieres, a sus
jóvenes sirvientas, y que te absorbas en Él. Pues en lo más profundo de su
sabiduría es donde aprenderás lo que es Él y qué maravillosa suavidad es
para los amantes habitar en el otro; pues cada uno mora en el otro de tal
manera que ninguno de ellos sabría distinguirse. Pero gozan recíprocamente
uno del otro, boca a boca, corazón a corazón, cuerpo a cuerpo, alma a alma;
ya que una misma naturaleza divina fluye y traspasa a ambos; cada uno está
en el otro y los pasan a ser una misma cosa. Y así han de quedar.» Menos de
tres siglos después nuestra santa Teresa dirá, luego de haberlo
experimentado en carne propia:

Oh, Dios, puedan verte mis ojos,


pues eres lumbre dellos.

Es decir, tórnese obvio lo que está escrito en nuestros órganos y sentidos.


Para ello, empero, es preciso retirarse lejos, partir en la búsqueda del grial
interior y, muchas veces, enclaustrarse como la crisálida para que todo
nuestro dolor, toda nuestra incomprensión y todo nuestro sufrimiento
adquieran las irisadas alas de la verdadera libertad. Al principio del viaje se
da, ciertamente, ese habitare secum. Al final, al final Él habita con él donde
no hay yo ni nosotros.

Un universo irisado resplandece en cada gota.


Bendita soledad la del que a sí mismo entra a visitarse y en tinieblas
crece bajo párpados que en cóncava, húmeda piel poseen la sagrada
frescura de la vida. Bendita soledad que entre los dedos estrecha el tibio
aire de la paz, y al visitante concede el vasto don de erradicar torpezas y
alejar ruidosas compañías. Con solo un suspiro tricolor en el que brilla, muy
hondo, el inminente cielo, verde y joven aún la tierra. Ceniciento y liláceo
el horizonte.

En el Libro del esplendor o Zohar se nos dice que «las palabras no caen en
el vacío». Tanto las oídas como las pronunciadas, las leídas como las
escritas. Todo lo que se manifiesta deja su huella, su reverberación, su leve
o poderoso destello. El libro místico se basa, para sostener eso, muy
probablemente en un proverbio (18, 21) que dice: «La vida y la muerte
están en poder de la lengua». Que tal fe en el valor y el significado del
lenguaje nos sorprenda y asombre hoy se debe, sin duda, a la gradual
decadencia del verbo y la incontenible preponderancia de la imagen, pero
hubo una época en la que se decía: «es un hombre o una mujer de palabra».
Dar la palabra era, entonces, un gesto que comprometía a toda la persona.
Del mismo modo, meditar la palabra, acariciarla en silencio, mimar sus
sílabas, interrogar su raíz, pronunciarla como quien degusta un fruto
sabroso ha sido, durante siglos, la forma más alta de consuelo tanto en
Oriente como en Occidente. El mejor vehículo para sobrevolar el vacío.
Lo que nosotros llamamos oración y los hebreos tefilá, cuya más que
probable raíz esté en el vocablo ptil que significa «cordón», «hilo»,
«cuerda», constituye la balsa para remontar la corriente hasta las fuentes de
la vida, actuando, su música fonética, más allá de lo discernible en un
proceso que calma la mente a la par que la restaura.
Curiosamente, hallamos en el sánscrito sûtra y en el pali sutta, que
también quieren decir «hilo» y «cuerda», una referencia a los diálogos y
oraciones didactálicas transmitidas por el Buda y otros maestros a lo largo
de los siglos. A su vez, de sûtra, los hilos o cuerdas de la enseñanza,
andando el tiempo nacerá nuestra palabra sutura, costura de los bordes de
una herida. Regresando, entonces, de esta pequeña excursión etimológica, y
habida cuenta de la perennidad de las plegarias y rezos que vemos en las
diversas tradiciones religiosas, ¿qué son las oraciones sino vías de
cicatrización para una herida que no es otra que la de haber nacido y llevar
existencias separadas? En algún sentido, la oración con sus hilos nos enlaza,
nos relaciona. Aunque no nos lo parezca, el lenguaje nos abarca y sustenta
anímicamente, nos liga a las generaciones que nos precedieron y nos
proyecta y une a las que llevarán nuestra herencia en el futuro. El idioma es,
en cierto modo, ese totum por el cual sienten nostalgia las partes. La
oración, por tanto, actúa como la argamasa invisible que une a las almas de
los seres humanos más allá del espacio y el tiempo y lo hace para bien, para
bien decir o bendecir. De esta cualidad sensible, delicada y honda de la
oración, de su fraternidad y su valor terapéutico, vemos un ejemplo en su
correspondiente chino qí, ideograma en el cual percibimos que orar se
representa por el acto de dejar un hacha ante un altar. Lo que alude a dos
cosas: la primera,y sin duda más importante, es que dejo por un instante de
trabajar para dirigirme a lo invisible, al mundo de los antepasados, para
también al de los maestros; y la segunda es que renuncio por unas horas a la
violencia para recogerme y concentrarme en mi interior, en la fuente del ser.
Del mismo modo que parece haber una orientación natural basada en los
puntos cardinales y el centro, también hay algo semejante para la psique, la
cual con harta frecuencia se extravía en sus propias cavilaciones y necesita
ser reconducida a su eje para recobrar su salud y estabilidad. Ese eje es, casi
siempre, la meditación, la reflexión, acompañada o no de palabras. En
soledad.
El carmelita japonés Ichiro Okumura escribe: «La oración es algo muy
simple, y si algo no es simple no es oración. Simplicidad que yo expresaría
no con la cifra uno, sino con el cero, pues solo superando la simplicidad
humana se llega a la simplicidad de Dios. No que yo pueda experimentar en
mí la simplicidad de Dios, sino que, orando, llego a descubrirme a mí
mismo, me vuelvo transparente en la simplicidad de Dios. Aquí se ha de
buscar, a mi entender, la esencia íntima de la oración». Si cada uno de
nosotros es ese uno, pero todos procedemos de cero, hay que zambullirse en
su vacío primigenio para renovar, desde allí, a partir de lo ilimitado y
potencial, cada partícula de ser. No se trata tanto de un retroceso como de
una inmersión en lo que Juan de la Cruz expresa como: «Entreme donde no
supe y quedeme no sabiendo toda ciencia trascendiendo». Ese simplex del
que habla el carmelita japonés llevó a los hesicastas o meditadores
cristianos de los primeros siglos a insistir en la oración monológica, de una
o dos palabras, considerándola más efectiva que aquella que contiene
muchas más y puede, fácilmente, caer en la verbosidad vana. Para los
estudiantes de la kábala, por su parte, ese cero estaría situado en la parte
alta del Árbol de la Vida, en el ain sof o infinito. Más aún, acceder a ese
cero, llamado en hebreo efes, es el estadio ideal para, mediante una simple
aliteración, asaf: llegar a reunir, juntar, recoger todo lo que parecía
abandonado o desarticulado en el camino de nuestra vida.
Creer en la nada no significa no creer. Creer en la nada es como
comprender el valor que el vacío tiene en todos los comienzos, en todos los
fiat lux. Por ello la oración que lo busca, pasa, en su camino, por la soledad.
Se trata, obviamente, de una resta social que se lleva a cabo, en principio,
para hacer una suma individual que más tarde revierta sus beneficios sobre
la comunidad.
Leemos en Lucas 9, 18: «Y aconteció que mientras Jesús oraba solo...»,
costumbre muy nazarena por cierto, se le acercan los discípulos para
restablecer el diálogo. Momentos antes, el maestro está consigo mismo,
mónos en griego y solus en latín, entregado sin duda a escalar el camino que
va del uno humano al cero divino, de la parte al todo, del vacío a la
plenitud. Su singularidad, y por cierto también la nuestra, dado que el
Hacedor nos crea uno a uno, determina que aquel o aquella que quieran
«renacer» deban comenzar por sí mismos esa tarea, requisito diríamos que
indispensable para conectarse con lo divino. De ese mónos procederán, con
el tiempo, los monakós, los monjes, especialistas en extraer del tesoro de la
soledad la belleza de los nexos y las relaciones sutiles. Entregados al
pensamiento elevado y al sentimiento de lo profundo, de lo indecible, de lo
maravilloso.

M.M. Davy sostiene que el meditador debe tener, durante los primeros
pasos, a la soledad por compañera. Nada puede evitarlo. «Puede uno
engañarse y entregarse a un juego, a una mascarada, buscar derivativos. No
son más que rodeos: se camina solo a causa de la propia singularidad; el
aislamiento adquiere su significado con respecto a la multitud. En su avance
hacia la interioridad, el hombre se pone aparte, no por elección, sino por
necesitad. La soledad, al comienzo una carga, se convertirá en él en una
alegría extraña y plena.»
El pensamiento mismo es interioridad, el lado inaudible, pero extenso del
lenguaje. Así como las células vivientes que nos componen necesitan volver
a su centro para retejer su código genético, de la misma manera necesitan
algunos seres regresar a la fuente más oculta de sus almas para vivificar sus
pasos y, consecuentemente, los de aquellos que los rodean. El hecho de que
la versión hebrea del griego mónos y del latín solus sea la expresión lebadó
y que hallemos en ella nada menos que a leb, el corazón, supone que ese sí
mismo con el que el maestro se encuentra tiene un espacio íntimo, una
morada, la famosa «bodega» sanjuanina en la que la sangre prepara su
mosto de éxtasis, su gradual encendimiento hasta llegar a la llama de amor
viva.
La expresión buscador solitario o «noble viajero», nos explica M.M.
Davy, la autora francesa, procede del poeta Milosz. Quien dice que «la
Nada es la palabra de reconocimiento de los nobles viajeros. Eso sucede a
la entrada y a la salida del laberinto». Al principio, el desapego es
voluntario, al final la naturaleza de todas las cosas es su fluir. Al principio,
todo es lejanía; al final, todo es proximidad. Al comienzo, todo parece
dolor; al final, el gozo se manifiesta en cada detalle. Para Juan de la Cruz,
las nadas son seis, hasta llegar, por fin, a la cúspide de la montaña de su
experiencia, donde lo espera el eterno convite, es decir, un estado
eucarístico continuo. La peculiar versión cristiana del nirvana oriental. Pero
el poeta Milosz asienta, a su vez, su pensamiento en un pasaje de Lucas 19,
12, que dice: «Un hombre noble partió hacia un país lejano a fin de
conseguir un reino y volvió luego». Ese reino es, por supuesto, el que el
mismo Jesús llama «de los cielos», malkut ha-shamaim. Mientras los
viajeros de lo exterior pueden ser nobles o no, el viajero interior siempre lo
es. Lleva, el homo nobilis, un sello de agua que tiene entre sus líneas el
dibujo de la Eternidad, siempre lo ha llevado consigo, pero un día decide ir
a buscarlo, adentrarse en sus entrañas, superar los abismos y decepciones,
hasta que por fin ser y estar coinciden o, como dice Francisco de Asis, «lo
que estás buscando es el que estás buscando». Desasida la mano de sus
muchos objetos, el sujeto único reaparece.
Una de las hijas del Rabí Lo Iadúa, el Desconocido, le recriminó en una
oportunidad a su padre que disfrutara tanto de su soledad, siendo, como en
realidad era, bastante más sociable de lo que quería aparentar.
–Pareciera como si –acotó la muchacha– tu felicidad nunca fuera un
hecho colectivo, compartible con otros.
–Eso no es cierto –respondió el maestro–, pues todo es compartible y
todo es colectivo, incluso esa felicidad que te parece excesivamente
solitaria. Nuestro profeta Isaías dejó dicho que el Creador cambiará nuestra
humana soledad por su huerto, lo que indica que, a menos que estemos
cerca de esa callada existencia, de esa experiencia singular que supone el
silencio de los otros y también el nuestro, no veremos el verdor del paraíso
ni oiremos el canto gozoso de sus pájaros.
–¿Por qué respondes con la frase de otro a una situación que es solo
tuya? –insistió la hija.
–Porque el solitario corazón del silencio es de todos, en tanto que la
diversa oscilación de las palabras y los idiomas pertenece a cada quien.
Isaías habló para ti y para mí, para cualquiera que quisiese oírlo, en este
siglo o en próximo.
–Tal vez quiso decir –insistió la muchacha– que seremos consolados en
nuestra soledad por la visión de la máxima belleza, el paraíso, pero no que
una es permutable por la otra. La soledad no es, me parece, el equivalente
exacto de ese jardín tan milagroso como imaginario.
–Interpretar es escoger –sonrió el Desconocido–. Recuerda que los
versículos de las Escrituras no tienen puntos ni comas y que nos detenemos
no donde se nos indica, sino allí donde nosotros mismos ya no podemos
seguir. Del mismo modo, y si atraviesas tu soledad sin temor, si disfrutas de
ella y recibes su mensaje, un sendero de latidos te revelará su entrada en el
cielo haciéndote partícipe de la danza de sus rotaciones. El día en que
comprendes el corazón de la soledad el mundo entero te parece cordial.

En Isaías 51, 3 encontramos este pasaje significativo: «Ciertamente


consolará el Creador a Sión; consolará todas sus soledades, y cambiará su
desierto en paraíso, y su soledad en huerto de Jehová». Pero como el texto
original no tiene puntuación podemos, en efecto, creer que el trueque es
soledad por paraíso o que, más aún, solo cultivando la soledad se perciben
sus delicias. «El tesoro se presenta en forma de búsqueda –dijo el Pseudo
Macario–, hasta que el universo entero se revela en forma de hallazgo».
De hecho, la soledad es el primer estado en el que se encuentra Adán en
el paraíso; antes aun de que el lenguaje clasificara los seres y las cosas, solo
estaban su silencio y él. Y el canto de los pájaros.
Leemos, en el fragmento 120 de los Dichos de luz y amor, las
condiciones que el poeta castellano Juan de la Cruz considera necesarias
para la vida contemplativa y la experiencia mística. Esas «condiciones son
cinco –escribe–, la primera que se va a lo más alto. La segunda, que no
sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al
aire; la cuarta, que no tiene determinado color. La quinta, que canta
suavemente. Las cuales condiciones ha de tener el alma contemplativa, pues
ha de subir sobre las cosas transitorias, no haciendo más caso de ellas que si
no fuesen, y ha de ser (el alma), tan amiga de la soledad y el silencio, que
no sufra compañía de otra criatura». En cuanto a poner el pico al aire,
parece claro que para el poeta tal es la dirección y el vehículo que conduce
al Espíritu Santo y por extensión a las Escrituras que lo guardan y
transmiten. El pensador místico bebe así, de dos fuentes: la de los textos de
su propia tradición y la de los archivos atmosféricos que guardan, en la
invisibilidad de sus ondas, grandes reservas de consuelo.
«Correspondiendo –prosigue el de Yepes– a sus inspiraciones para que,
haciéndolo así, se haga más digna de su compañía.» En cuanto a que el
mencionado pájaro solitario del texto citado no ha de tener determinado
color, nos hace pensar tanto en un gris sencillo y desvaído como en una
transparencia real. Pues ese pájaro, esa alma buscadora en realidad, es tan
humilde que casi no se percibe en el contexto normal de los seres, entre las
gentes y cosas del mundo. Se trata, creemos, de un individuo sin
determinación, indefinido, únicamente sometido a «lo que es voluntad de
Dios». Su ambición es como la del humus terrestre, que aprovecha todo lo
que le cae encima para convertirlo en terreno fértil. Su deseo no es ser
ruidosa hojarasca, sino capa de musgos que apagan hasta el sonido de sus
propios pasos. Y por fin, «suavemente», ha de cantar en medio de la
contemplación y amor de su Esposo.
Para muchos estudiosos, ese pájaro solitario y misterioso sería un
trasunto del mítico Fénix, que hace un lecho de maderas y resinas
aromáticas en la ciudad de Heliópolis cada cuatrocientos años, les prende
fuego, es reducido allí mismo a cenizas y al tercer día renace de ellas,
primero como un pequeño gusano y luego crece hasta volver a ser otra vez
un nuevo Fénix. De hecho el mismo Juan de la Cruz compara al alma
abrasada por el fuego sagrado al Fénix que desaparece en ella y brota otra
vez de las cenizas. Para otros, como Enrique Sánchez Costa, Juan de la
Cruz pensaba en un pájaro muy español, el roquero (Monticola solitarius),
también llamado mirlo azul, habitante de los parajes castellanos que el
poeta conoció en la primera parte de su vida. A mí, personalmente, me
recuerda al pájaro que no come de las Upanishads, el cual vive únicamente
de su respiración mientras el otro, su compañero en el árbol bronquial,
habita el tiempo, los accidentes y cambios. Lo cierto es que al comentar sus
palabras, el poeta castellano trae a colación un versículo bíblico, el del
Salmo 102, 7: «Velo, y soy como el pájaro solitario sobre el tejado». Es
decir, estoy atento, lúcido y despierto. Velar, meditar, reflexionar es lo que
hacen todos los amantes de la soledad y el silencio, tal vez sin saber que ser
un tzipor boded, un pájaro solitario, tiene connotaciones asombrosas.

Olvido de lo criado,
memoria del Criador,
atención a lo interior
y estarse amando al Amado.

No es fácil estarse amando al Amado o reparar única y exclusivamente


en lo interior. Pero la soledad y el silencio nos van conduciendo
gradualmente a ello hasta llegar a ser, con suerte, libres y autónomos en la
medida de nuestras fuerzas.

La soledad es un tesoro que crece cuanto más se mira su interior.


«Para la oración –escribe Juan de la Cruz–, es bueno un lugar solitario y
aun áspero. Nuestro Señor elegía lugares solitarios para orar.» Por su parte,
y en el mundo chino clásico, nos topamos con una idea parecida, ya que dú,
la palabra que define al solitario, a la soledad misma, contiene el ideograma
que señala un bicho, un animal salvaje. En la historia de la espiritualidad,
tanto los padres del desierto como san Sergio muestran un trato especial con
los animales, una facilidad casi chamánica para comunicarse con ellos, lejos
del mundo meramente humano. Pareciera como si, a medida que un ser
humano evoluciona y cumple las etapas de su vida social, su alma siente de
más en más «inclinación –dice el poeta castellano– y gana de sentarse a
solas y en quietud».
«El amor la hace volar [al alma] a su Dios por el camino de la soledad.»
No por desprecio al mundo se aleja, entonces, el meditador solitario de sus
semejantes, ni por rechazo de esto o lo otro, sino porque al verse impelido,
magnetizado por una fuerza que lo supera no puede sino entregarse a la
pulsión de la luz que lo anima. Por otra parte, lo que hoy pudiera ser
juzgado como un defecto, una patología peligrosa e incluso un estadio
despreciable, fue durante siglos, tanto en Oriente como en Occidente, el
máximo deseo de las almas que buscaban su origen y aspiraban a una vida
más alta que el común de los mortales. «Aunque aquella música es callada
cuanto a los sentidos y potencias naturales –escribe Juan de la Cruz–, para
este ejercicio interior es también necesaria la soledad», pues por medio de
esta soledad «ya tiene verdadera libertad de espíritu».
«Porque el Señor –leemos en 2 Corintios 3, 17– es Espíritu, y donde hay
el Espíritu del Señor [en hebreo rúaj adoneinu], allí hay libertad.»

Cuando sabemos que los kabalistas ven en ese rúaj o espíritu la fuente de lo
libre o jur, más aún: cuando vemos que libre y espíritu tienen la misma raíz,
comprendemos de inmediato el lenguaje ardiente del meditador castellano:
La mística del desierto atraviesa toda la espiritualidad judeocristiana,
desde el siglo I a nuestros días. Seguramente, se basa en la frase de Oseas 2,
16: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón».
En ocasiones, el lenguaje bíblico se refiere a Israel como «ella», una
comunidad que necesita ser aleccionada, criticada o amada según sean las
circunstancias. El Amado emplea a sus profetas como mensajeros de esas
necesidades, moviéndolos cual piezas de un ajedrez con frecuencia
doloroso y transido de sublime lirismo. Eso quiere decir que los empuja
hacia la soledad del desierto para hablarles en una intimidad que aun hoy
nos asombra. «El mundo es la presencia –escribe Yves Leloup– de las cosas
que nos abruman, donde uno siente, a veces, una viva ausencia de Dios. El
desierto es la ausencia de las cosas que nos abruman, donde uno siente
demasiado dulce la presencia de Dios.» Es por causa de esa ausencia o
vacío poderoso que el desierto constituye, para nosotros, un campo de
batalla en el que se descascara el ego y aflora el auténtico yo. Allí se está
cerca de lo esencial, cualquier oasis es una huella paradisiaca, el fresco
ofrecimiento de una tregua para seguir peregrinando en pos de lo
imperecedero.

Los tuaregs, un pueblo que vive en el desierto, tienen el siguiente y agudo


proverbio: «Dios ha creado los países llenos de agua para vivir, y los
desiertos para los hombres que descubren su alma». El pensamiento del
profeta Oseas resuena, nos parece, con idéntica fuerza, recurre a una
metáfora que en sí misma supone soledad y elección, pero no todos los
hombres quieren descubrir su alma, no todo el mundo vive la soledad como
el prerrequisito de una bendición o el preámbulo de una visión que nos
conduce poco a poco al reencuentro con el limo de la Eternidad, esa
sustancia imperecedera de la que están hechos nuestros mejores sueños.
Más abajo de la palabra desierto, entre las invisibles láminas de la
lengua, cargadas de significado, están las silíceas y ventosas raíces del
verbo desérere, cuya música evoca abandono, esterilidad, aridez y, por fin,
renuncia. De allí viene también la voz desertar, pues eso es para la sociedad
lo que hacen los padres y madres del desierto, los abbas y ammas de los
primeros siglos cristianos, con el propósito de curar sus heridas psíquicas y,
sobre todo, de conferir un sentido metafísico a su existencia. El proceso de
anacoresis en el que se van a embarcar los ermitaños, aquellos que
renuncian y se retiran, supone primero un abandono de las cosas exteriores
y después una inmersión en las entrañas propias para conquistar y
finalmente eliminar el bastión donde se agazapa el miedo, ya que es este el
principal escollo para superar en soledad. Dos son los miedos contra los
cuales se libra la batalla: el miedo a la muerte y el miedo a los otros,
superados los cuales el camino de realización aparece más despejado. Hoy,
que casi ninguna persona puede estar en silencio y saborearlo; hoy, que
estamos rodeados de ruido y de música de mala calidad; hoy, que aquellos
que hablan poco se ven avasallados por charlatanes de cualquier color e
ideología, nos parece increíble que alguna vez existieran hombres y mujeres
que se consagraron con pasión al silencio. Seres humanos que no solo
buscaban la soledad, sino que al vivirla no la padecían como castigo o
impedimento. Escuchemos, pues, a los padres del desierto.

–Deseo guardar mi corazón –le dijo un discípulo a Sísoes.


–¿Cómo podemos guardar nuestro corazón si nuestra lengua tiene la
puerta abierta?

«La peregrinación, la sujeción y la guarda de la boca –solía decir Clímaco–


pudieron muchas veces milagrosamente mudar y curar multitud de cosas
que parecían incurables.» La sola mención de la palabra curar es aquí
significativa: nos introduce en los aspectos positivos y terapéuticos tanto de
la soledad como del silencio a la par que nos revela que únicamente
aquellos que han sufrido o sufren pueden querer salir de ese estado. Resulta
aleccionador que alguien tan lúcido como el abba Sísoes le hablara a su
Señor de esta guisa: «Jesucristo, protégeme de mi lengua». No hay, por lo
visto, peor enemigo para uno mismo que uno mismo. Ahora, en este mismo
momento y en medio de la gradual y dolorosa decadencia del lenguaje y la
expresión que presenciamos y oímos a nuestro alrededor, son bien pocos los
que se sienten responsables de su palabra o saben que tal como hablan y
piensan, de ese modo configuran su destino.
El pueblo de Israel –cuentan los libros del Éxodo, Números y
Deuteronomio sobre todo– forjó su carácter en el desierto. Lo padeció, lo
odió, lo escrutó y no pudo olvidarlo nunca. A pesar de llamarlo inculto
(Números 10, 20), desolado (Ezequiel 6, 14), y a pesar de temerlo, volvió a
él una y otra vez en busca de inspiración, como prueban vida y ministerio
de Elías, Eliseo, Jeremías y el abrupto Juan Bautista. También Jesús y los
esenios conocieron sus tentaciones y misterios. El sonido hebreo de su
nombre es midbar, emparentado con dabar, el logos, el verbo. La «voz del
que clama en el desierto» no podía resonar, de este modo, en otro lugar,
pues –como advirtió Angelus Silesio– «la deidad es el desierto mismo».
Mientras que las tres religiones del Libro –judaísmo, cristianismo e
islamismo– le deben al desierto su inspiración, en la India el lugar mágico
es el bosque, la selva donde meditan los rishis. Por extensión ocurre otro
tanto en China y en Japón, ya que los lugares para retirarse fueron allí
montañas y valles lo suficientemente enmarañados como para confundir el
paso de los curiosos.
«Y estuvo allí, en el desierto, cuarenta días, y era tentado por Satanás, y
estaba con las fieras; y los ángeles le servían», leemos en Marcos 1, 13. Esa
cifra es, a su vez, un eco lejano de los cuarenta años que Israel peregrinó
antes de entrar en la tierra prometida. Jesús está solo, nos cuenta el
Evangelio, solo con su silencio a cuestas, y el único instrumento de su fe
para combatir las seducciones satánicas que le hablan del pan, el poder y la
capacidad de dominar la materia. La versión orginal griega dice, para
referirse al espacio en donde eso ocurre, ti erimo, de éremos, desierto,
palabra que desemboca directamente en nuestra voz eremita y también
ermitaño. Lo que significa que, originalmente, y emulando a la experiencia
de Jesús, las ermitas se construían en los lindes apartados de los bosques y
ciudades, alejadas, nos dirá fray Luis de León, del «mundanal ruido».
Fronteras donde lo cultivado y lo salvaje se miran cara a cara, territorios tan
cercanos al cielo como a su vacío. Cuando echamos una mirada al atlas,
descubrimos que hay un cinturón seco que se extiende diagonalmente sobre
la tierra, tanto por el hemisferio septentrional como por el meridional,
aproximadamente en la zona del trópico. En el hemisferio septentrional
tiene su extensión una dirección sudoeste-nordeste, y en el meridional,
noroeste-sudeste. Así, el desierto aparece como transición, como mediación
de los extremos, y en rigor de verdad sus temperaturas –heladas por las
noches y tórridas durante el día– recorren todas las variaciones climáticas
en un tiempo récord. El desierto, como la misma soledad, precipita, acelera,
desnuda y revela. En los mapas que los representan faltan los azules y
verdes; todo es ocre, cadmio, naranjas secos y amarillos brillantes. Salvo en
contadas ocasiones, el eremita no lo cultivaba. Simplemente, lo resistía. No
lo redimía, sino que se redimía.
En el índice alfabético que Juan Vernet agrega a su notable traducción del
Corán, ni una sola vez aparece la palabra desierto y, sin embargo, ¡qué
hubiese sido del extremo monoteísmo islámico sin él!
Pero el desierto no es solamente el vacío original, sino también un sitio
de enseñanzas varias y de extraordinarias sobrevivencias. La de la acacia
espinosa, la langosta y el escorpión, la abeja que aprovecha las oquedades
de la roca y el zorro que pasea a la luz de la luna. Una geografía para
solitarios y sobrevivientes, un espacio en el que sopla con fuerza el viento,
símil del espíritu, mensajero invisible de las estaciones y cambiador de
tiempos. Un hermano, cuenta una de las tantas anécdotas de los padres del
desierto, le preguntó a uno de los ancianos que meditaban en la Tebaida:
–¿Qué debo hacer? Muchos son los pensamientos que me acosan y no sé
cómo rechazarlos.
El anciano contestó:
–No luches contra todos ellos, sino contra uno. En efecto, todos los
pensamientos de los monjes tienen una sola cabeza. Por lo tanto, trata de
localizar uno, determina su naturaleza y después lucha con él. Haciéndolo
así podrás vencer al resto de tus pensamientos.

Vivir quiero conmigo,


gozar quiero del bien que debo al cielo
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.

Anotó fray Luis de León.

Cuando Dauwd el Barid, pescador de Malabar, era adolescente, oyó decir a


un vendedor de zumo de tamarindo que pasaba por su ciudad que los
vientos nacen en el corazón del páramo, en los desiertos de rocalla que se
extienden entre Kermán y Yezd, al este de Ispahán, y que en ese lugar cada
remolino se desnuda por completo de propósitos revelando al creyente la
esencia de Alá. También dijo, el vendedor, que en esas altiplanicies vivían,
agazapados a la espera de los viajeros incautos y los buscadores
empedernidos, los jinns o genios de la locura, la desesperanza y el odio a
uno mismo. Dauwd comprendió bien pronto que se trataba de una parábola,
ya que en árabe clásico, rûh, el Espíritu, también quiere decir viento. Tardó
diez años en preparar su viaje, templar su ánimo y ahorrar el dinero
suficiente para viajar desde el mar de Omán hasta Bampur. Preguntarse por
el nacimiento de los vientos era, lo sabía, una manera de transformar huida
en hallazgo.
Un vez en el rocoso, triste y apagado territorio, súbitamente floreció en
medio de la soledad el genio de la locura, quien lo detuvo y le preguntó:
–Para un loco el mundo nunca está vacío. ¿Lo está para ti?
–Los lugares en los que el mundo está vacío –respondió sin angustias
Dauwd–, las cuevas, mis pupilas, la columna de aire de las flautas, los oídos
de los niños, el brocal de los pozos..., son sitios de emergencia, lugares
donde la revelación prepara sus consuelos.
Ahuyentado, el jinn desapareció en forma de arbusto ambulante rodando
hacia las montañas.
Dauwd el Barid prosiguió su marcha solitaria con la conciencia tranquila.
Tenía suficiente agua, dátiles y carne seca en sus alforjas como para viajar
un largo mes. Los camellos que lo acompañaban llevaban los curiosos
nombres de Bast y Wayd, expansión y éxtasis. Pero de ello se acordaría
después de entrar en el remolino de su comprensión.
Tres días más tarde, al alba, lo sorprendió el genio de la desesperanza
para decirle, por la boca de una rosa de arena que brillaba como la brasa:
–Para un desesperanzado, este es el último minuto de su vida.¿Te importa
que también lo sea para ti?
–La desesperanza es el medio por el que la mente se libera de los
cadáveres de las esperanzas muertas. Si este fuera, en verdad, el último
minuto de mi vida, y me fuese anunciado el fin, saltaría de alegría sobre la
arena celebrando morir mientras busco, llegar mientras viajo.
El genio que había adoptado la forma de rosa de arena se apagó y volvió
a ser un grumo reseco entre dos piedras grises. Agotado pero íntegro,
Dauwd llegó, día y medio más tarde, al oasis fantasma que llamaban el
Burladero de Iblis, pues todas sus palmeras estaban convertidas en restos de
fría corteza cenicienta. En ese paraje, el viento se divertía aullando y
bramando su ira a las profundidades de la tierra y el sol revolcaba su furia
sobre unas pajas diseminadas en un área tan enorme, tan grande que los
huesos de animales y hombres que allí habían parecían negarse a dormir
bajo la mutable configuración de las dunas. Fue entonces cuando, como una
lágrima gigante en forma de lanza transparente, apareció el genio del odio
para decirle:
–¿Dónde crees que vas, miserable pedazo de trasero con brazos?¿Quién
eres tú para ver desnudarse el viento?¿Qué altura tienes para medirte con
quienes cruzan los mares, alzan las olas, arrean las nubes y gestan los
huracanes?
–Soy Dauwd de Malabar, poco más que un átomo bajo el manto estelar
de Alá, pero un átomo que no ha dejado de cantar alabanzas durante toda su
marcha. Y ahora soplo sobre tu inquina, soplo sobre tu rencor, soplo sobre
el filo de tu desánimo y desapareces.
El jinn del odio a uno mismo estalló en una carcajada, se transformó en
un remolino y engulló al viajero haciéndolo girar sobre sí y levantándolo a
dos metros del suelo. Aunque no estaba preparado para aquel tronar y
zumbar, para aquella rápida y feroz inestabilidad, Dauwd no dejó de cantar
la canción del átomo en el manto estelar de Alá hasta que vio la calma
descender sobre la planicie a la hora en que la noche es todo ojos para las
criaturas vivas. Recobró su compostura entre los camellos Bast y Wyad, y
estos se le revelaron tal cual eran, ángeles lánguidos y polvorientos,
mensajeros que le confesaron que los vientos nacen donde mueren y
preparan muy lejos los cercanos y tiernos y bellos remansos de intimidad.

Uno de los más famosos padres del desierto, llamado Juan Clímaco o Juan
de la Escala, solía decir: «Nunca jamás verás la sencillez separada de la
humildad». Y también: «Al hombre que no te llene el corazón no le confíes
tu conciencia». Apelar a la sencillez tiene para nosotros un extraordinario
valor, por cuanto nuestra vida se ha complicado de tal modo que resulta casi
imposible ser sencillos y espontáneos, casi tanto como adentrarnos en la
soledad con un mapa fiable de desarrollo anímico. Por otra parte, son
escasos y escasas quienes de verdad llenan nuestro corazón. Así que cautela
y entendimiento deben ir juntos. En su obra Scala Paradisi, obra de la que
nace su sobrenombre de Escala, Juan reconoce las dificultades del desapego
y propone un camino de treinta escalones, los primeros veintitrés para
combatir los vicios y defectos –de la vanidad a la soberbia y del egoísmo a
la pereza–, y los últimos siete para pulir las virtudes –templanza, humildad,
silencio, etc–. Para llevar a cabo tal ascenso, es imprescindible asumir una
vida solitaria. Juan Clímaco vivió en el siglo VI de la era cristiana y llegó a
ser abad del Monasterio de Santa Catalina en el Sinaí.
Amaba las colinas, las cuevas, los pequeños manantiales del desierto, y
no dejó de pensar un solo día de su vida adulta que –tal y como escribe la
Biblia– el hombre «es imagen y semejanza» del Creador, y que el pulso
constante y el latido amoroso del corazón son la prueba de esa semejanza.
El cuidado del alma o, como se decía en griego, de la psique implicaba
muchos ejercicios imaginarios que suponían ascensos y descensos
continuos cuyo propósito consistía en vaciarse por dentro para que «el
corazón despertase» a su auténtica naturaleza de diapasón cósmico e
instrumento sagrado. Y eso con el fin de pesar menos y levitar más. En tal
sentido, cada escalón o nivel al que se accede supera, como se dice en la
India, el escalón que se acaba de dejar, de manera que cuanto más alto se
está más claro parece el panorama a la par que más relativo el mundo de
los hombres con sus pasiones y extravíos. Juan Clímaco tiene in mente la
Escalera de Jacob y su ascenso y descenso angélico, pero también que el fin
último de la obra interior es lograr la paz y una visión constante de las
maravillas de la Creación. La criatura humana está hecha de tal modo, dice
la tradición patrística, que contiene un tesoro en un vaso de barro, una joya
extraordinaria en medio de una materia falible y perecedera. Las escalas,
por tanto, y a semejanza de su función en la música, flexibilizan y amplían
la mente hasta volverla capaz de percepciones asombrosas, como por
ejemplo esta de la Chhandogya Upanishad (3, 41, 3): «Este âtmâ o Espíritu
divino, que reside en el corazón, es más pequeño que un grano de arroz,
más pequeño que un grano de cebada, más pequeño que un grano de
mostaza, más pequeño que un grano de mijo, más pequeño que el germen
que está en el grano de mijo; este âtmâ que está en el corazón es, también,
más grande que la tierra, más grande que la atmósfera, más grande que el
cielo, más grande que todos los mundos en su conjunto».
¿Quién que de verdad sienta el valor de lo contenido en este fragmento y
lo haga suyo puede considerarse solo, pobre o infeliz? Recuerda, con feliz
facilidad, al de parábola evangélica que dice que el reino de los cielos es
«semejante a un grano de mostaza, que tomándolo el hombre lo sembró en
su campo; el cual grano es la más pequeña de las semillas, mas, cuando se
ha desarrollado, es la mayor de las hortalizas y se hace un árbol, de modo
que vienen las aves del cielo y anidan en sus ramas» (Mateo 13, 31). Ese
regnum dei intra vos est, ese reino que está dentro de nosotros, es el que
necesita de la soledad y el silencio para manifestarse, aflorar y curar, con
frecuencia, males que ninguna medicina normal sabe cómo tratar.
Un antiguo proverbio chino dice: «El mundo es un mar cuyas riberas son
el corazón del hombre». Lo que significa, entre otras cosas, que toda
navegación por él conduce, indefectiblemente, a nuestro corazón, el mejor
de los puertos. Podemos viajar, alejarnos, distraernos, olvidar, pero tarde o
tempano tendremos que volver a nosotros mismos como el aire a la nariz En
hebreo, la palabra escala, escalera, es sulam, y puesto que su valor
numérico equivale al de kol, que indica tanto ligereza como facilidad y
sencillez, resulta más que obvio que el desarrollo espiritual va de lo
complejo a lo sencillo, de lo oscuro a lo claro, de lo irrespirable a lo grácil y
sutil en un gradual desprendimiento que hace crecer alas allí donde uno solo
imaginaba tener brazos.
Volviendo, entonces, a Juan Clímaco, escuchemos lo que pensaba de la
altura: «Una sola copa de vino basta para dar noticia de una gran vasija de
vino; y una palabra de un solitario descubre a veces, a los que tienen
sentido, todo el espíritu y perfección interior que hay en él».
Tras muchos, muchos años de lectura y meditación en el Libro de la
formación o Séfer yetzirá, donde se dice que los treinta y dos senderos de
sabiduría, o sea las veintidós letras y los diez números que ordenan el texto
bíblico, parten del corazón y vuelven a él, el rabí Gabriel Toledano,
descendiente de una vieja familia sefardí expulsada de España decidió –en
paralelo a sus estudios de medicina en Montpellier– explorar a fondo ese
misterio subcutáneo que es el latido.
Para ello leyó con fervor a Ibn Gabirol de Málaga y a Yehuda Haleví, se
adentró en las páginas más abstractas y difíciles del Zohar y repasó con
meticulosidad las obras de Miguel Servet y de Harvey. Cuando supo que
cada veintidós segundos la sangre completa su circulación por todo el
cuerpo, no le asombró esa cifra, ni tampoco que el número de latidos por
minuto oscilara entre los sesenta y los ochenta, ya que la letra sámaj, que
posee el primer valor, alude a lo secreto, y la pé, que encarna el segundo,
señala la boca ¿No decía la Torá que lo que sale de la boca del corazón
proviene? Ciertamente, esas letras juntas forman la palabra saf, «taza», y
¿qué es el corazón sino la taza en la que se vierte el Ser?
Pero aun así Gabriel Toledano no comprendía a fondo el porqué del
latido, es decir, la danza instantánea entre la contracción o sístole y la
dilatación o diástole. Lo habló con su maestro, el rabí Yona Efron de
Marsella, quien le dijo que el tamaño del corazón de cada quien equivale al
de su puño cerrado, de donde abrir y cerrar la mano es un ejercicio que no
solo concierne y afecta a los dedos. Visitó a Omar Ispahán, un cardiólogo
que vivía en las afueras de Burdeos y conocía lo que los grandes maestros
sufíes dicen sobre la víscera cordial, y cuando este le contó que los médicos
persas del siglo X descubrieron que las túnicas del corazón poseían la
misma inflorescencia que las rosas, una igual disposición en torno al vacío
central, percibió en la analogía algo más que el aroma de la dicha. La
doctora japonesa Yoko Namura, compañera de estudios en la universidad,
interrogada al respecto, le dijo que la palabra que en su país nombra al
corazón, kokoro, no por mera casualidad tenía la raíz kr, detectable en el
cordis latino. Tras años de búsqueda, la pesquisa de Gabriel Toledano daba
frutos, pues incluso en el hrid del corazón sánscrito se detectaba, habida
cuenta la cercanía entre los fonemas k y h, una idéntica fuente sonora.
En un vieja libreta escolar, el rabí Gabriel Toledano fue anotando las
respuestas recibidas y los datos concernientes al corazón y su latido,
abandonando, gradualmente, ya casado y con familia, su propósito de
saberlo todo sobre tema tan difícil, hasta que un mediodía, mientras dormía
la siesta entre dos pacientes, sintió el peso de la cabeza de su pequeño hijo
Marc sobre el pecho, a la par que su voz preguntando:
–¿Qué haces allí, pájaro carpintero? El corazón de mi padre no es de
madera.
Aunque estaba despierto continuó haciéndose el dormido para oír qué
otras ocurrencias salían de los labios del niño.
–¿Quién eres y qué haces, pájaro de mi padre, tan cercano y tan lejano?
–Solo son latidos –dijo por fin Gabriel a su hijo.
–¿Y te parece poco? Hay muchos Gabrieles en el mundo, pero solo uno
es mi padre. Hay muchos ruidos en el cuerpo, pero solo uno imita al pájaro
carpintero.

La anacoresis o vida retirada es algo que Oriente y Occidente conocen por


igual. Aunque no todo el mundo experimenta en un momento de su vida la
necesidad de aislarse, de estar a solas consigo mismo, determinadas
personas –tocadas por el cielo, el dolor o el genio de la exploración–
necesitan separarse de la existencia de todos los días y adentrarse en
bosques, desiertos o montañas elevadas con el fin de hallarse más cerca de
lo trascendente, es decir, del origen. Mientras que en Oriente el espacio
ideal para esos retiros era el bosque o los riscos y peñas que dan al abismo,
en el Medio Oriente y posteriormente en Europa han sido, repetimos, el
desierto, los lugares vacíos o las cabeceras de los ríos los sitios escogidos.
Más allá de su etimología original, más allá de ese ermitaño que va al
eremós o desierto sirio o egipcio, han quedado entre nosotros las ermitas
construidas en piedra en los lugares apartados o alejados, testimonios de
una época en la que se apreciaba más el silencio y la oración que el ruido y
la velocidad.

Entre los chinos y japoneses de filiación budista y salvo excepciones, los


peregrinos de sí mismos, los navegantes psíquicos y los seguidores del
dharma parecen haber optado por construirse provisorias cabañas cerca de
algún poblado, aunque no demasiado como para ser importunados por
visitas no deseadas. Bien porque las ermitas ya eran templos en uso o
porque, en lugar de optar –como los monjes del desierto– por cuevas y
oasis, pensaban que, siendo la naturaleza de carácter transitorio, no podía
construirse sobre ella algo que no lo fuera. Usaban para ello paja trenzada,
cañas, helechos secos como base de sus camas e instrumentos de bambú
para sus necesidades cotidianas. Lo esencial era poder oír la lluvia, sentir
las duras caricias del viento o el sordo acumularse de la nieve sobre sus
techos. Uno de esos constructores fue el poeta, crítico y músico japonés
Kamo no Choomei, quien nació cerca de Kioto hacia el año 1155 y murió
en 1216, tuvo cargos secundarios en la corte imperial y publicó algunos
libros. A partir de 1204 se hizo monje budista y se retiró al campo,
alejándose casi por completo de la vida social. Fue en esas circunstancias
que escribió Un relato desde mi choza hacia 1212.

Encuadrado dentro del género literario llamado zuihitzu o ensayo, pero


también cerca de lo que los japoneses denominan sooshi, libro de
impresiones, el citado relato es hoy un clásico comparable al Libro de la
almohada de Sei Shonagon y a Ocurrencias de un ocioso de Kenkoo
Yoshida. Obras llenas de frescura cuyo estilo da cuenta del placer que los
japoneses hallan en el detalle, la observación del clima y muy
especialmente el paso de las estaciones, en muchas de ellas se percibe
claramente la alegría que proporciona la soledad a quienes ni la temen ni la
desprecian, vivenciándola en todos los casos como el estado ideal para
contemplar las profundidades y bellezas de la vida. Tal vez la mejor
explicación que para esta recurrente tendencia humana podamos encontrar
haya que buscarla en la biología, en la que cada célula o cristal de nieve,
cada hoja de árbol u ola del mar difieren de las que le preceden y de las que
le sucederán, en un alarde tan sorprendente de creatividad que bien puede
decirse que la naturaleza ama singularizarse. El colmo de esa singularidad
sería el código genético de cada ser vivo, el cual, y salvo excepciones, varía
infinitamente en la constante producción de seres. El amante de la soledad
buscaría su código secreto, el arte de su propio tejido buceando en su
interior.
De este modo, los solitarios como nuestro Kamo no Choomei llegan a
vivir como privilegio su respectiva individualidad, acentuando siempre que
pueden la originalidad de sus puntos de vista. Oigamos, pues, algunas de las
observaciones que este meditador japonés hizo en el siglo XIII.
«El hombre nace y muere –ignoro de donde procede y a dónde va–.
Tampoco comprendo las casas transitorias que construye. ¿Por qué se
atormentan a sí mismos? ¿Qué puede resultar tan agradable a la vista? Una
casa y su dueño son como el rocío que se concentra en los pétalos del
dondiego de día: ¿cuál de ellos se desvanecerá antes? A veces es el rocío el
que se esfuma, permaneciendo las flores, a pesar de lo cual estas se
marchitan como el sol matinal. En ocasiones, la flor languidece y el rocío
continúa, pero sin sobrevivir más que un día.»

«Los poderosos son codiciosos. Los que permanecen solos siempre son
despreciados.»

«Si dependes de alguien, acabas por pertenecerle. Si te haces cargo de otros,


serás esclavo de tu propio afecto y devoción. Si te adaptas al mundo, se
sufre mucho. Si no, te vuelves loco. Y viene entonces la pregunta: ¿Dónde
y cómo podría vivir? ¿Dónde encontrar un lugar para descansar un poco?,
¿y cómo dar paz pasajera a nuestros corazones?»
«Entonces, ya metido en mi sexta década, cuando está a punto de
desaparecer el rocío de la vida, construí una chocita hecha con hojas desde
las cuales pudieran caer las últimas gotas. Yo era como un viajero que
levantaba un tosco refugio para una sola noche, como un viejo gusano de
seda tejiendo el último capullo. A diferencia de la casa de mi madurez, esta
no era ni siquiera una centésima parte del tamaño de la otra. El hecho es
que, a medida que me hago viejo, mis casas son cada vez más pequeñas.»
«Un lugar hermoso no tiene propietario. Por lo tanto, soy el dueño
absoluto de mi placer. Cuando estoy en forma y quiero ir más allá, camino
por las montañas.»
«Solo aquí en mi chocita se está en paz y sin temor. Tan pequeña como
es, hay espacio para dormir de noche y sentarse de día: el espacio suficiente
para un hombre... Y esto sucede conmigo: conozco mis necesidades y el
mundo. No ansío nada y no trabajo para adquirir objetos. Mi único deseo es
vivir tranquilo, estar libre de preocupaciones y ser suficientemente feliz.»

Ryokan, un monje zen japonés del siglo XVIII, siguiendo el camino de Kamo
no Choomei, vivió durante un tiempo en una cabaña hecha por él mismo y
escribió:

Bajo un pino solitario


el tiempo pasa con rapidez,
sobre mi cabeza el cielo infinito.
¿A quién llamar para que me siga
por esta Vía?

Si vuestro corazón es puro,


todas las cosas de vuestro mundo
son puras.

El propósito más hondo, más efectivo de la meditación o plegaria


cotidiana y de la soledad buscada, sostiene el carmelita japonés Ichiro
Okumura, estriba en que nos permite acceder a la fuente interior
remontando la corriente de la cronología para renovar nuestro destino y
lavar, en serenidad y reposo, al alma de sus óxidos y escorias. Ichiro
Okumura apoya su tesis en la siguiente cita de san Pablo, tomada de 2
Corintios 4, 16: «Aunque el hombre exterior se va desgastando, el interior
se renueva día a día». La palabra griega empleada en el Evangelio para
indicar ese proceso es anakainois, de ana, que significa «regresar, volver»,
y kainós, «nuevo». Regresar de nuevo o volver a nuestro punto de partida,
al origen, que es lo que hace la meditación. La veracidad de lo dicho por el
apóstol se ve corroborada hoy por la biología. En los árboles, por ejemplo,
se denomina precisamente cambium al lugar en el que lo viviente pulsa
hacia fuera a lo que ya no es tal.
¿Qué realidad nombra ese cambium y qué podemos aprender de él en
relación con la meditación y con la plegaria, con esa técnica que los
antiguos denominaban filocalia? «El cambium –asevera la botánica– es un
meristemo, un tejido interpuesto entre las capas de leño y líber que por
división de sus células origina leño secundario hacia el interior y líber
secundario hacia el exterior.» De donde toda auténtica introspección
meditativa expulsa, entonces, la muerte hacia fuera mientras busca la vida
hacia dentro. Por su parte, el líber o floema mencionado alude al tejido que
sirve al transporte de la savia elaborada y que, tal vez no por casualidad,
señala, en latín, ¡todo aquello que es libre! Razón tiene san Pablo: el
hombre exterior, corteza del interior, acusa el desgaste en la piel que muere
segundo tras segundo, en tanto que la energía renovable que lo gesta día a
día habita en un nivel más profundo, ámbito subcutáneo al que accede el
recogimiento espiritual. La correspondiente versión hebrea de 2 Corintios
4, 16 dice que ese hombre interior iajlif cóaj iom iom, cambia su fuerza día
a día, insinuando, mediante el empleo del verbo iajlif, «cambio», que esa
labor es implícitamente buena por cuanto es genésica, creadora. De donde
rezar y meditar no constituyen una mera repetición, un vano hábito
recurrente, sino el sendero hacia la fuente celular en la cual la energía,
aportada básicamente por la respiración, enhebra y teje nuestro cuerpo
yendo de lo oculto a lo revelado. «No mirando –prosigue diciendo Pablo–
las cosas que se ven, pues las cosas que se ven son temporales, sino las que
no se ven, que son eternas» (2 Corintios 4, 18).
Robinson Crusoe, la obra más conocida de Daniel Defoe, publicada en 1719
y para algunos estudiosos la primera y más bella novela inglesa, narra la
autobiografía de un náufrago de York que pasa veintiocho años en una
remota isla tropical, historia que se basa en hechos reales ocurridos a Pedro
Serrado y Alexander Selkirk, quienes sí sobrevivieron, y solos, durante años
en islas del Pacífico. Aunque de tintes colonialistas e imperiales, la novela
nos descubre en una lectura más profunda hasta qué punto un ser humano
solo y en condiciones adversas puede sobrevivir y reconstruir, en cierto
modo, la civilización de la que procede. Una de las frases más famosas del
libro reza: «La inteligencia es la capacidad de adaptarse a situaciones
nuevas». En ningún momento Robinson se da por vencido, su optimismo
vital es asombroso. Convierte al cristianismo a Viernes, el otro personaje
clave del libro, y le transmite toda su fe en la existencia. De modo parecido,
un meditador sincero alcanza a ver hasta qué punto, más allá de su
desgracia, en el abismo de la soledad crecen las alas de su libertad.

Adán, por su parte, en hebreo llamado Adam, ya que de la Adamáh o tierra


fue formado, fue el primer ser humano según la Biblia. También él, y
durante un tiempo está solo y debe aprender a nombrar el mundo que le
rodea y a prepararse para sobrevivir, tras comer del Arbol del Bien y del
Mal, fuera del paraíso. Naturalmente que Defoe-Robinson Crusoe conoce la
historia y, ubicado de nuevo en una situación casi paradisiaca, emplazado
en el corazón de una naturaleza virgen, desandando los pasos de Adán
deberá arreglárselas para volver a nombrar lo que le rodea y ajustar sus
posibilidades a las del medio. Ambos, Adán y Robinson, pasan por un
período solitario en el que deben aprender a oír, observar, experimentar su
entorno con creciente interés. Saben que el trabajo será arduo, pero no lo
temen. Hay algo de Adán en Robinson, cristiano convencido, y también,
retroactivamente, algo de Robinson en Adán, el nombrador. «Y puso Adán
nombre a toda bestia y ave de los cielos y a todo el ganado del campo», dice
el Génesis 2, 20.

Para transformar la soledad patológica, indeseada, triste, en una soledad rica


en sentidos profundos y que ha sido libremente escogida, y manteniendo,
como decía el Buda, «la libertad de entrar y salir» de ella, es preciso
reconocer al negro de la melancolía, la nigredo de los alquimistas. De tal
manera que el viaje cuyas etapas son las distintas gradaciones de la soledad,
y que culmina en la albedo o blancura iniciática, la noche sin fin y sin
estrellas debe ser reconocida. Ella es, en realidad, la maestra.
Con frecuencia es la melancolía la que llama a nuestra puerta. Y con más
frecuencia aún enseña, a fuerza de pensar en los porqués de tantos
nubarrones psíquicos, que la soledad es el camino de uno mismo a sí
mismo. Somos como estrellas que aparecen y desaparecen en el manto
oscuro de la noche. Más que criaturas celulares, somos el espacio
interestelar que cohesiona nuestros átomos.
El viaje

Allí donde miremos, en la más estrellada de las noches, siempre ganará el


negro. Siempre será mayor el oscuro espacio interestelar que la luz que
derraman millones de astros, nebulosas y galaxias. La astrofísica y la
cosmología denominan materia oscura a la hipotética materia que no emite
suficiente radiación electromagnética como para ser detectada con los
instrumentos de los que actualmente disponemos. Deducimos que tal
materia existe a partir de los efectos gravitacionales que causa en la materia
visible, sean estrellas o galaxias. Según las consideraciones del presente, el
21% de la masa del universo es observable, siendo el 70% el que ocupa o
abarca la energía oscura. La composición de la materia oscura se
desconoce, aunque es probable que contenga neutrinos y otras partículas
elementales. El hecho de que esta materia oscura tenga más masa que el
componente visible del universo, nos estaría indicando, por analogía, que el
negro –o sea el no color, como todavía quieren muchos– participa tanto de
lo indefinido como de lo abismal. Todo corazón aventurero se enfrenta, en
algún momento, con el más profundo de los abismos. Su noche oscura.
Esto nos lleva a los famosos agujeros negros, definidos como aquella
región finita del espacio-tiempo provocada por una gran concentración de
masa en su interior, y de tan enorme densidad que genera un campo
gravitatorio tal que ninguna partícula material, ni siquiera los fotones,
pueden escapar de dicha región. El negro será, por tanto, aquel no-color que
lo contiene todo y no da nada, lo absorbe todo y, a su tiempo, también
contribuye, desde su poderoso vacío, a la creación de nuevas formas y
partículas. Que la luz no pueda salir de un agujero negro no quiere decir,
empero, que este sea una zona inactiva, pues el hecho de que los
astrónomos sostengan que el centro de la mayoría de las galaxias, entre las
cuales se cuenta la Vía Láctea, esté signado por agujeros negros
supermasivos, nos hace pensar de inmediato en los ejes de las ruedas,
apoyados también ellos en el cubo vacío de su inserción y, sin embargo,
causa, ese vacío, de movimientos ulteriores.
Los agujeros negros proceden, al parecer, de un proceso de colapso
gravitatorio. Dicho proceso comienza con posterioridad al fin de una
gigante roja (estrella de gran masa), llámese muerte o extinción total de su
energía. Tras varios millones de años de vida, la fuerza gravitatoria empieza
a ejercer fuerza sobre sí misma originando una masa concentrada en un
pequeño volumen, convirtiéndose así en una enana blanca. En este punto,
dicho proceso puede continuar hasta el colapso de dicho astro, que acabará
convirtiendo a dicha enana blanca en un agujero negro. En palabras un poco
más simples, entonces, un agujero negro es el resultado final de la acción de
la gravedad extrema llevada hasta el límite posible. El concepto de un
cuerpo tan denso que ni la luz pudiese escapar de él fue descrito en un
artículo enviado a la Royal Society de Londres en 1783 por John Michell.
Era la época de Newton y su ley de la gravedad.

Michell calculó que un cuerpo con un radio quinientas veces más grande
que el del Sol y con la misma densidad tendría en su superficie una
velocidad de escape igual a la de luz de onda sin masa. En 1967, Stephen
Hawking y Roger Penrose probaron, al fin, que los agujeros negros son
soluciones a las ecuaciones de Einstein, y que en determinados casos no se
podía impedir que se crease un agujero negro a partir de un colapso. La idea
tomó entonces fuerza y con el posterior avance científico se llegó al
descubrimiento de los púlsares. Un poco más tarde, en 1969, John Wheeler
acuñó el término de agujero negro durante una reunión de cosmólogos en
Nueva York. Según sea su origen, pueden existir tres clases de agujeros
negros: a) agujeros negros supermasivos, con masas de varios millones de
masas solares, y el cual se hallaría en el corazón de muchas galaxias; b)
agujeros negros de masa estelar, que se forman cuando una estrella de masa
2.5 mayor que la del Sol se convierte en supernova e implosiona. Su núcleo
pasa a convertirse en un volumen muy pequeño que cada vez se va
reduciendo más. Tal tipo de agujeros negros fueron postulados por vez
primera dentro de la teoría de la relatividad general; y c) los llamados
microagujeros negros, objetos hipotéticos algo más pequeños que los
estelares. Si ocurre que son suficientemente pequeños, pueden llegar a
evaporarse en un período relativamente corto. Hasta hoy, y pese al enorme
esfuerzo de centenares de cosmólogos, es imposible describir lo que sucede
en el interior de un agujero negro. Tan solo nos es posible suponer y
observar sus efectos en la materia y la energía en las zonas externas y
cercanas al horizonte de sucesos propiamente estelares.
Es imposible, asimismo, rastrear un alma hundida en sus oscuras
profundidades, pues todo lo que alcanza a balbucear es el neti neti de los
hindúes: «esto no es, esto no es».
Dicho lo precedente, debemos volver a la mitología griega, en la cual
Saturno, «el más viejo de los dioses», se suele simbolizar con el color negro
y está, en nuestro sistema solar, ubicado en la última y más lejana de las
órbitas. Encarna toda densidad y también, como el plomo, todo aislamiento.
De hecho, todos los negros de la pintura proceden de las sales del plomo así
como antes del hollín y el tizne; es decir, del fin de un proceso de
combustión. Sin embargo, nos queda por resolver si ese negro, si los
agujeros negros constituyen el fin de un proceso cósmico o también su
comienzo. En todo caso, entre el negro de arriba que no deja escapar nada
de su seno, y el negro de abajo que hace lo mismo, el parentesco es claro y
revelador.
Cuenta la mitología griega que Cronos, Cronos-Saturno, en un acto de
rebeldía castró a su padre Urano, la bóveda celeste. De los testículos de este
último, que cayeron al mar, se dice, nació Afrodita, la diosa del amor, un
intento del cielo por salvar la ley de los afectos. Pocas imágenes más duras
y elocuentes que esa para señalar que el tiempo es algo así como la
castración de la eternidad, especialmente cuando consideramos que
Saturno irá a regir, con el andar de los siglos, la agricultura y la Edad de
Oro, tornándose sabio, por ello, en el uso de la hoz y en la elección de las
semillas. Y ya se sabe hasta qué punto simiente y tiempo están conjuntados.
Si la fábula o el relato mítico citado nos enseña algo, es que el tiempo
desmembra y desmenuza, al manifestarse, lo que es invisible y entero; su
tarea es separadora y cortante, en tanto que la causa celeste de la que
procede es infinita e inconmensurable. Heredero de ese saber, y en el siglo
XIX, Goya pintará a Saturno devorando a sus hijos en un intento de
alegorizar lo que hoy llamaríamos el reloj comiéndose las mismas horas que
registra.
Pero no siempre Saturno fue asimilado a Cronos, aunque desde muy
antiguo presidiera las fiestas romanas llamadas saturnales, que se
caracterizaban por un desorden bien planeado; es decir, por una inversión
de los roles sociales cuyo fin último era demostrar que todo retornaba,
finalmente, al origen: lo indiferenciado, lo amorfo. De este modo, al
amparar bajo su oscuro manto la disolución, Saturno encarnaba también la
tierra oscura, negra de invierno, la que digiere aun lo absorbido por las
lluvias otoñales. Para el pensamiento hermético, Saturno es el plomo, la
materia putrefacta, aquella que, rotos los cauces naturales, las venas y
arterias de los organismos, los mezcla y confunde ¡exactamente como hace
el Carnaval con los roles de sus ejecutores y participantes! Un maestro
como Ramon Llull lo llama, en pleno siglo XIII, vitriolo azoico, y nada
como el tiempo común y corriente puede, de hecho, ser tan vitriólico y
corrosivo. Pernety aclara, en su Diccionario mito-hermético, precisamente
que, entre otras cosas, y aparte de ser el agente de las corrosiones y
separaciones, el vitriolo encierra en sí mismo las iniciales de visitabis
interiora terrae, rectificando invenies occultum lapidem, veram medicina.
¿Significa, entonces, que para salir de Cronos-Saturno, para «rectificar»
los desmanes del tiempo, debemos «entrar en las profundidades de la
tierra»? Planteado de otro modo: ¿Por qué Saturno, deidad sometida al
plomo de su negro simbolismo, es también el rey de la Edad de Oro, y por
qué, asimismo, se nos dice en el lenguaje alquímico que para hacer oro hay
que transmutar plomo, como si, por otra parte, y empleando el mismo
razonamiento, para acceder a lo eterno nos fuera necesario pasar por el
tiempo, canonizar sus horas, reglar sus tránsitos? Se trata, obviamente, de
las dos caras de la misma moneda o, si se prefiere, de recoger lo
desparramado por el parricida Cronos para volver a ofrecérselo a Urano, el
cielo indiviso, ya que, incluso después de la castración –con su flujo de
horas, minutos y segundos irreversibles–, el cielo sigue estando allí, y con
él nuestra sed de duración, de continuidad, de algo eterno en suma.
Saturno, el planeta maléfico de la astrología, de luz mezquina y triste, es
representado en la iconografía tradicional por el esqueleto portador de una
guadaña, la hoz que deberá cortar al tiempo viejo, el cual requiere una y
otra vez ser segado. Desde el punto de vista psicológico Saturno alude
también a las lejanías, a los desgarramientos, a todo aquello de lo que
debemos separarnos, pero, y como el hueso es en nuestra estructura lo más
durable y resistente, también se le concede a Saturno ser la rótula de la
memoria, el espíritu de conservación, la erudición y la melancolía. Los
anales de la mitología griega narran que, habiendo sido objeto de la profecía
que preveía que Cronos sería destronado por uno de sus hijos, los iba
devorando a medida que nacían, y de esta manera engendró y devoró,
sucesivamente, a Hestia, Deméter, Hera, Plutón (Hades) y Poseidón. Ante
lo cual, Rea, su esposa, que llevaba a Zeus (la vida) en su seno, huyó a
Creta dando a luz en secreto, para luego, envolviendo una gran piedra en los
supuestos pañales del hijo, dársela de comer a su insaciable padre. De este
modo, la vida superó al tiempo, el principio de húmeda organización
viviente a la fría contracción de la piedra.

Finalmente, algún que otro filólogo clásico piensa que todas las
ramificaciones y excursos que conciernen a Cronos proceden de la
confusión entre dos palabras griegas parecidas: krónos, nombre propio del
personaje mitológico, y jrónos, el tiempo. De cualquier modo, la metáfora
elaborada por los siglos respecto de la cual el tiempo devora sus propios
engendros ha probado, mal que nos pese a nosotros los mortales, ser de
extraordinaria agudeza.
Desde el punto de vista simbólico, mientras el blanco representa la
unidad de la luz, el negro aparece como la negación de la luz. En tanto el
blanco supone una emergencia, una salida, el negro indica una inmersión,
ya sea en un pozo, en una gruta, en aguas profundas. Los indios cheroquis
tienen una sola palabra para negro y muerte. En China es el color del
invierno, del septentrión y del agua. En la Grecia clásica se sacrificaban a
Neptuno toros negros.
«El tiempo impele –anota Rousseau en su libro sobre los colores–, impele el
universo hacia el negro en virtud de la ley de degradación de la energía.»
Por eso lo vemos tanto en el gradual oscurecimiento de las cosas que se
degradan y también, cosa curiosa, en muchísimas semillas, lo que nos
devuelve a los agujeros negros como el fin de un proceso estelar a la par
que como el potencial comienzo de otro ciclo. En hebreo la palabra para
negro es shajor, de donde vemos surgir a shajar, «la aurora». Por lo que será
la oscuridad la que genere la luz y no al revés. En el griego, por su parte, la
voz mélas, «negro», determina una de las características de la melancolía,
estadio en el que todo se ve desde la sombra. Entre los chinos, el negro o
hëi procede del humo que ennegrece la ventana de una casa, ideograma que
participa de la palabra mo, que quiere decir «silencioso, callado». Habría,
así, un silencio o mudez negra, y posteriormente un silencio blanco, pleno
de sentido, asombrosamente bello y completo en sí mismo. Por eso, tal vez,
el negro y el blanco, dispar pareja, aluden a todos los procesos de
crecimiento, desarrollo y revelación para el ser humano al que la luz hace
mucho más que iluminar por fuera.

En las escuelas japonesas de budismo zen llamadas Ikyo suelen emplearse


con frecuencia varios círculos para señalar el contenido y el «proceso» de la
iluminación. Los perfeccionó un maestro llamado Kyozan y aún hoy se
utilizan en la escuela sôtô. Se trata de siete círculos o discos, de los cuales
cinco representan los «cinco rangos» de la existencia relativa; es decir, la
que va del negro absoluto al blanco. Siendo los dos primeros un disco negro
y otro blanco, el primero aludía al vacío, a la oscuridad primordial, en tanto
que el segundo representaba lo que aparece y trae a la luz las formas, como
la misma y blanca aurora. Básicamente se emplean, en meditación, los
citados cinco rangos o estadios que representan el camino que debe realizar
el discípulo. En el primero, el discípulo advierte que el señor está mirando
hacia abajo, hacia el sirviente. En el segundo se identifica como el sirviente
abnegado y dispuesto; en el tercero se siente a sí mismo como meramente
periférico para el señor. En el cuarto comprende que está en el seno del
señor, y en el quinto, el sirviente se convierte totalmente en el señor, y
ambos son uno; es decir, se encuentran en completa unidad.
Cada discípulo –del mismo modo que toda pupila, negra, es «discípula»
de la luz blanca– debía pasar por estos estadios que en términos
psicológicos marcarían la relación de la parte con el todo o de la conciencia
con el inconsciente. Los cinco estadios son un abanico que se abre y se
cierra, como nuestros mismos sentidos. Caminando o no, siempre estamos
en camino. Conscientes o no de ello, nuestro ser aspira a la luz. Se dice que
un discípulo que quería saber lo que ocurría cuando se llegaba a la
«unificación» y se volvía uno con Dios, preguntó a su maestro: «¿Sigue
existiendo entonces el hombre tal y como lo conocemos?». A lo que el
mentor responde: «Dios fue siempre uno con el hombre, pero ahora el
hombre es uno con Dios, el Absoluto».

En casi todos los casos en los que en los últimos dos siglos se han hallado
vírgenes negras o diosas de ese color, el locus o espacio consagrado era una
cripta, una gruta o una cueva. Bastará recordar la cueva de Belén para tener
una idea definida del nexo entre el espíritu de la tierra y sus cavidades. Las
iniciaciones eleusinas de Grecia se llevaban a cabo en un antro, que en
griego significa «cueva», y muchas de las apariciones marianas de los
últimos años también están ligadas a túneles, manantiales y oquedades,
símbolos todos del poder generador femenino. En hebreo existen dos
palabras para cueva: meuráh y nikráh, y curiosamente en ambas hallamos
un atisbo de luz: en meuráh vemos a or, «la luz», y en nikráh encontramos
el vocablo karán, «irradiar», de donde los sitios de aparición de las diosas o
vírgenes negras son espacios desde los cuales estas dan «a luz», puntos
oscuros, pero irradiantes de una energía que no puede ser sino la de las
profundidades.
La cueva es un útero geológico, y el meditador que penetra en ella busca
ese vacío para ser reengendrado, para renacer pariéndose a sí mismo.
En algunas ocasiones, las vírgenes o la misma diosa negra se hallan
emplazadas en un lugar consagrado en la Antigüedad y por los celtas a
Belén, equivalente del Apolo griego. La actual Sara la Negra, virgen que
veneran los gitanos franceses en Saintes-Maries-de-la-Mer, se creía y cree
procedente de la ciudad de Ra, el sol de los egipcios. Lo cual nos remite a la
indudable relación entre Isis, la diosa restauradora del Nilo, y la Virgen
María, que tantas de sus virtudes heredara. Por otra parte, siendo la palabra
Alquimia, al-kamya-, de origen egipcio, expresión cuyo significado alude a
una «tierra negra», hay que pensar que esta tradición que arrastra consigo
«el baño María» de las cocinas y los atanores, trabaja la prima materia, la
substancia de la que surge el germen de lo humano. Justamente el color
negro se empleaba en la ciencia simbólica de los clásicos para representar a
la tierra que, una vez fecundada, dará «a la luz» a su hijo el grano. Con
harta frecuencia, las diosas Isis, Cibeles y Deméter eran representadas de
color negro. Si comentamos antes que el negro se refiere a un cielo sin
estrellas y por lo tanto infinito, entonces hay que convenir en que la virgen
oscura posee la fuerza ilimitada de la que nacen una a una las estrellas
finitas. La diosa egipcia Nut, estrellada y ligada a la muerte, era también la
que cada día paría a su hijo el sol a la vez que ayudaba al alma del muerto a
encontrar su camino hacia la luz.
¿Significaría eso que el negro es femenino? ¿Por qué, se pregunta Plutarco,
no se acerca el marido a su esposa por primera vez con la luz sino entre
tinieblas? Homero llamaba al mar «negra», y Venus, la diosa del amor,
nacerá de su espuma. «Morena soy», dice la Sulamita en el Cantar de los
cantares. El negro es virgen porque aún no han nacido de él los demás
colores, el primero de los cuales –de creer en la combustión– podría ser el
rojo. Como quiera que es difícil precisar con exactitud el porqué de esta
relación entre la virginidad femenina y lo negro, hay que apoyarse –con el
fin de ver más claro el símbolo– en los artesanos medievales cristianos, para
quienes no había ningún inconveniente en que María la madre reemplazara
a la diosa céltica de la tierra, pues como ella engendraba sin cesar la vida en
su seno y a oscuras. En la India aún hoy la diosa Kali lleva el sobrenombre
de la Negra. Algunos eruditos creen que su nombre procede de la palabra
sánscrita kala, «el tiempo», lo que nos devuelve a la convergencia entre
Saturno (también él negro) y la cronología.
De acuerdo con los Veda, Kali la Negra está asociada a Agni, el fuego,
naturalmente rojo. En tanto madre divina, suele figurarse a Kali en actitud
de danza o en unión sexual con Shiva. Dado que este último alude al
aspecto trascendente de la realidad, la diosa nos habla de la energía
inmanente primordial. Se dice que los aspectos terribles de la iconografía de
Kali, entre ellos su collar de calaveras, representan la aniquilación de la
ignorancia a la par que la responsabilidad que ella tiene de reorganizar el
caos que representa la muerte reintegrando y restaurando la materia del
universo.
Según cuenta una leyenda, la primera imagen de la Virgen de Montserrat
la hallaron unos pastores en el año 880. Tras ver una luz en la montaña
(irradiación o fosforescencia), los pastores se acercaron y hallaron la estatua
en una cueva. Entonces, al enterarse de la noticia, el obispo de turno ordenó
trasladar la imagen a la ciudad de Manresa, pero como pesaba demasiado se
interpretó que la figura no quería viajar, por lo que se construyó para
custodiarla la ermita de Santa María, origen del monasterio actual. Sin
embargo, la imagen que actualmente se venera no es la original, sino una
talla del siglo XII en madera de álamo. Representa, como se sabe, a la
Virgen con el Niño en su regazo. En su mano derecha sostiene una esfera
que simboliza el universo y el Niño tiene, a su vez, la mano derecha
levantada en señal de bendición, en tanto que en la izquierda sostiene una
piña. Llamada comúnmente «la Moreneta», la teoría de que originalmente
era blanca y el humo de los cirios la ha ennegrecido resulta menos creíble
que su más que probable parentesco con las diosas negras del mundo
antiguo, cuyas virtudes restauradoras encarna con amplitud.
Innumerables meditadores y meditadoras han pasado años en cuevas,
antros, rezando, desmenuzando el sentido de la soledad preciosa que les
hacía oírse los latidos como la contracción y dilatación del universo. De
Milarepa a san Ignacio, todas sus soledades fueron al fin y al cabo fecundas.
Encuevarse es, entonces, engolfarse en la soledad en busca del propio
tesoro.
Los romanos tenían dos nombres para el color negro: ater y niger, opaco
y tirando a gris, el primero, y brillante, luminoso, el segundo, que será el
que dará nombre, andando el tiempo, a nuestro color negro. La civilización
latina, que inventó el luto oscuro, no tuvo nunca como la cultura cristiana
un rechazo frontal del negro y sus acólitos, así como tampoco demonizó al
lobo, al cuervo y al oso. Los cristianos, que heredaron el dualismo negro-
blanco de la Biblia hebrea, que a su vez lo recibió del mundo persa, los
cristianos no asumieron el negro como color propio hasta el fin de la época
carolingia, cuando se pone de moda entre los monjes benedictinos. Incluso
su fundador, san Benito, no prestaba la menor importancia al hábito de los
hombres de fe, que todavía en su época vestían, excepto en las grandes
fiestas (en las que predominaba el blanco), de cualquier modo.
Fue el cristianismo el que empezó a acorralar el negro hacia zonas en las
que aún vive –lo sombrío, lo demoníaco (junto al rojo vivo), lo depresivo,
lo rencoroso–, aunque bastante menos, reflotado como está por la moda y
los aparatos de música. No estuvo, el negro, solo en ello, sino que el
lenguaje alquímico, después de todo también él cristiano, al menos en
Europa, lo acompañó. Pernety anota en su diccionario que: «El negro más
negro que el mismo negro es la materia de la obra en putrefacción, porque
entonces parece pez fundida. Apenas se aplica más que a la segunda
operación, donde el fijo es disuelto por la acción del volátil. En el lenguaje
de las fábulas, el negro siempre indica tal putrefacción, al igual que el
duelo, la tristeza y con frecuencia la muerte. Esta putrefacción negra
siempre está indicada por alguna cosa negra en las obras de los filósofos.
Tan pronto es la cabeza del cuervo, caput corvum, el mirlo de Juan, las
tinieblas, como la noche, el eclipse de sol y de luna, el horror de la tumba,
el infierno y el fin. Este negro también lleva el nombre de plomo o
Saturno».
Si de la alquimia clásica pasamos a la psicología analítica de Jung,
veremos que el maestro llama nigredo al estado de desorientación mental
que concierne al esfuerzo que la mente hace por asimilar los contenidos
inconscientes de la sombra. Asentada la tristeza por el motivo que sea, esta
puede transformarse en melancolía y luego en depresión, fosca hondura,
insólita caída en las profundidades de uno mismo de las que solo se sale a
través de un «blanqueamiento» que lleva a cabo el psicólogo o el maestro.
El negro sería aquí un síntoma de la ausencia de luz, de un cierto exilio de
uno mismo. De ahí que suela decirse «lo ve todo negro», «ha caído en un
pozo» o «no levanta cabeza», expresiones todas que conciernen a ese
desgano del vivir en el cual –y eso hace el negro– se absorben los golpes de
la vida sin posibilidad de devolverlos o transformarlos en algo positivo. De
creer en un filósofo como Arnau de Vilanova, vemos una extraña
progresión cromática en el proceso que Jung llamará de individuación y los
alquimistas la opus magnum o gran obra que debe conducir a la aurificación
de la materia o la cristificación del sujeto. «El calor –dice el de Vilanova–,
obrando sobre la humedad, produce primeramente la negrura, después la
blancura; de esta blancura surge el amarillento color citrino (citrinitas) y
por fin el rojo o rubedo.» Aunque no todos los alquimistas están de acuerdo
en describir esa secuencia del mismo modo, en el citado contexto el rojo es
el sol, de donde la oscuridad en la que caemos o podemos hundirnos
requiere del trabajo del astro rey para volver a la luz. Una labor solis que
debe ser gradual y que comienza, ante todo, por la confesión de nuestro
estado de nigredo.

Cuando Aranu de Vilanova nos aclara «que el fijo es disuelto por la acción
del volátil», está señalando una verdad inequívoca: se ha producido una
separatio, ha habido una fisura entre el ser que éramos y el ser que ahora
somos, y ese corte deja ver lo abismal, lo profundo, pero también lo oscuro.
La soledad, al principio, no tiene buena cara. El que esa oscuridad nos sea
nutricia dependerá, por supuesto, de nuestra voluntad. Cuenta Anthony de
Mello, el jesuita hindú, que en una ocasión dos ranas cayeron en un ancho
balde de leche, en medio del cual podían nadar, pero del que no podían salir.
Mientras una nadaba con constancia la otra se quejaba de su mala suerte.
–Nada, nada, no dejes de mover tus brazos y tus patas –decía la que
estaba más animada.
–No podremos salir nunca de aquí, ya verás –rezongaba la otra.
–No te rindas, haz algo, muévete.
Y así estuvieron, moviéndose a ritmo dispar.
Al cabo de las horas, cuando la leche se hubo convertido en manteca,
ambas ranas pudieron salir y volver a pisar suelo firme, con la ventaja de
que la manteca había atraído tantas moscas que antes de proseguir su
marcha se dieron un festín. No es ni puede ser casual, en este caso, que la
leche sea blanca.

En hebreo la palabra abismo, tehom, ese abismo previo al fiat lux genésico,
incluye todo un programa psicológico de enorme intensidad. Al contener a
tam, «lo perfecto, lo íntegro», pero también al espíritu, ¿qué otra cosa
señala sino que para acceder al cielo o al paraíso hay que pasar antes por el
infierno? Curiosamente, los alquimistas llaman a Saturno el oro invertido,
de donde infieren que «hay que dejar descender para que, a posteriori, todo
se cumpla». En otras palabras, entonces, el estado abismal y sombrío de la
nigredo, el punto en el que el alma llega a su nadir, es también el punto a
partir del cual comienza su ascenso hacia el zenit. «Rendid el alma a los
cuerpos –reza un texto alquímico árabe– y purificad las almas y los cuerpos
lavándolos y depurándolos juntos. Someted las almas volatilizadas a los
cuerpos de los que salieron.» Si es cierto que hay un oro escondido en
Saturno, es preciso regresar entonces de la órbita más alejada del Sol al
centro de nuestro sistema solar con el fin de vencer la opacidad cronológica
en la que hemos caído o que nos impide progresar anímicamente para, de
ese modo, remontar la corriente. Saturno, que rige el esqueleto, debe
aurificarse con el fin de que se pueda volver a la rubedo, la nueva carne del
nuevo ser.

Obviamente, es más fácil decirlo que vivir esa experiencia. Los antiguos
médicos árabes solían combatir la melancolía, es decir, su negro (melan)
halo, su sombrío armazón, sugiriendo a sus pacientes que ¡se vistiesen de
blanco! A lo cual agregaban comidas del mismo tono –arroz, palomas de
níveo plumaje, nabos, puntas de puerro, etc–. Puesto que el melancólico, el
sombrío, no ama ni puede amar, es preciso hacerle ver que el amor es una
salida de la sombra a la luz, una extroversión que en su ruta despeja, libera
y anima.

En cualquier caso, la nigredo, como el inverno entre las estaciones del año,
no es un estadio definitivo. Solo es el preámbulo de un nuevo renacer. Para
entender hasta qué punto el remedio, la panacea es siempre el amor,
evoquemos la voz de Juan de la Cruz en su poema La noche oscura. Es de
allí que la fuente mana y corre. Es, tarde o temprano, el topos del que se
extrae todo.
Puesto que el negro constituye uno de los ocho colores elementales
(aunque hoy ha vuelto a ser considerado un color todavía se lo llama no-
color), junto al rojo, el verde, el amarillo, el azul, el cian, el magenta y el
blanco, se caracteriza, como hemos visto, por absorber todo y no devolver
nada. Sus parientes conceptuales son el vacío, la nada, la oscuridad, el
silencio ilimitado y, muy especialmente las profundidades del abismo. Una
soledad individual, en suma, no deseada. En el extremo opuesto se halla el
blanco, que todo lo devuelve, que todo lo reintegra. De preguntarnos cuál
de los dos se percibió y manipuló primero, no cabe duda de que fue el
negro. Que también fue, culturalmente hablando, el primer color –junto-al
rojo– en emplearse por los artistas de Altamira y Lascaux. De cualquier
modo, llamémosle color o no color, es seguro que el negro representa
psicológicamente y a partir de Jung el estadio que es preciso iluminar,
rescatar de su exilio si queremos avanzar o bien superar su atenazante
realidad.
Que en la pupila humana negro y blanco coinciden forma parte de
aquello tan agudo del Buda cuando dijo que la liberación está en el ojo. No
es que haya que dejar de mirar: ¡hay que ver a través de la realidad o más
allá incluso!
La primera referencia simbólica a la pupila o niña del ojo la hallamos en
el Deuteronomio 32, 10 y en el contexto de las bendiciones que Moisés
imparte a las tribus de Israel. Aparece explicándonos que fue el Creador
quien instruyó a Israel, quien lo tomó a su cuidado. Pero el texto nos dice,
además, que «lo guardó [al pueblo] como a la niña de su ojo», imagen que
volverá a asomar más tarde en Zacarías 2, 8: «Porque el que os toca toca a
la niña de su ojo». Con este precedente, entonces, cuando Jesús comente
que «el ojo es la ventana del alma», tendrá in mente dos cosas: que el ser
humano es el punto de vista del Creador sobre la tierra, y que si este limpia
sus pupilas podrá ver claramente el misterio de la luz que las alumbra.
La pupila, nos dicen los diccionarios médicos, es esa abertura dilatable y
contráctil en el centro del iris, el minúsculo espacio por el que pasan los
rayos luminosos para enseñarle a nuestro cerebro lo que debe aprender del
mundo. Quizás por esa misma razón aludió, con el tiempo, al estudiante o la
estudiante que están pupilos en un centro de estudio y reciben información
y enseñanza a cambio de devoción y respeto. Por su parte, y para los
latinos, el pupillus era aquel discípulo que estaba bajo la tutela de un
maestro, de donde la relación de la pupila con el ojo es, siempre, didáctica,
de constante aprendizaje. Para los maestros y rabíes hebreos, ishón, «la
pupila», será mucho más que eso. En principio, porque en ella existe, iesh
un fuego o esh tutelar, el del Yo superior o ani que ha escogido el ojo del
ser humano para observar la Creación de la que Él mismo es sujeto y
objeto. Pues Dios, que es luz, mientras se polariza, dilata y contrae en la
pupila dando lugar a las diferencias y exclusiones externas, permanece
siempre igual a sí mismo, Uno en la interioridad de su misterio. Todos
tenemos, agregan los maestros, pupila mediante la posibilidad de llegar a
nuestra propia cúspide, la opción de alcanzar la cumbre de nuestro
desarrollo, si somos capaces de dilatar la mirada hacia la maravillosa fuente
del Ser. Para ello, e invirtiendo su percepción, el hombre o ish tiene que
poder leerse como cumbre de sí mismo.
Al respecto, leemos en el Libro del esplendor o Zohar que: «La gloria de
Dios es tan sublime y está tan lejos y por encima de la comprensión
humana, que tiene que permanecer en un misterio eterno. Sin embargo, hay
tres maneras en las que el hombre puede percibir la gloria parcial del
Creador: la primera es la visión que el ojo puede captar a la distancia, pero
tan solo un rayo infinitesimal penetra en su pupila. Lo cual no es bastante
para derramar el alma humana en éxtasis. Así, la primera visión, queda
como alguna cosa vista desde lejos, y tan solo con el ojo exterior. La
segunda manera es aquella en la que el ojo se sumerge sin la debida
preparación en una irradiación que no es capaz de soportar. Deslumbrado y
confuso, se ve obligado entonces a impedir este resplandor por medio de su
propio acto (esto es: cerrando los párpados) después de no haber sido capaz
de abarcar más que una parte de tal visión suprema. La tercera visión es
aquella en la que se ve como en un espejo brillante. Sobre este, el ojo puede
permanecer y llenarse completamente de la belleza que, finalmente, penetra
en lo más íntimo del ser e inunda el alma con una luz siempre duradera.
Momento en el que, el alma, habiendo abarcado el significado interno de la
luz que la inunda, se calienta en su irradiación y se satisface en todo
momento con el gozo que emite».

Por fin, llegados al Salmo 17, 8: «Guárdame como a la niña de tus ojos»,
shamreni ke-ishón bat-ayn,descubrimos, precisamente en la expresión
guárdame, shamreni, los vocablos maran, como en el maran atá de los
Evangelios, traducible por «maestro ven ahora», y el ya mencionado iesh,
«existe», «es», «hay». Por lo tanto, será la continua enseñanza de la luz
como maestra la que actuará como agente protector de quien se atreva a
hacerle lugar en la totalidad de su ser. De manera que la exclamación del
salmista es, entonces, a la vez que un pedido de protección, la revelación de
un deseo: el discípulo no desea separarse ni un segundo de la perspectiva
divina. Más aún, desea hacerla suya, pues como dijo Meister Eckhart, «los
ojos con que vemos a Dios son los mismos con que Él nos ve a nosotros».
El viaje de regreso será, entonces, el de la auténtica iluminación, del
mismo modo en que la luz, en el espejo, lo toca y vuelve sobre sí. La
nigredo, tras alcanzar la albedo, recupera la carne viva y palpitante de la
rubedo. Tras el combate nocturno, y como a Jacob, el «sol nos brilla».

Viendo, entonces, la realidad desde el blanco, viendo la realidad como la ve


la luz blanca, llegaríamos, eventualmente, al candidus de nuestro
encendimiento interior. No es difícil comprender entonces por qué en la
Biblia se dice que quien entre al santuario, Moisés o Aarón, debe vestir una
túnica de lino blanco. En Grecia, Pitágoras estableció que los discípulos de
su escuela debían vestir de blanco cuando cantaban los himnos sagrados.
Tanto Platón como Cicerón consagran en sus escritos el color blanco a la
Divinidad. Plinio nos cuenta, por su parte, que ese era el color de las ropas
de los sacerdotes druidas. Pero todos aquellos seres que, por fin, alcanzan a
vestirse de blanco, deben pasar antes, dice Portal, por el reino de las
sombras. «La iniciación o regeneración del alma daba comienzo –anota el
citado autor– con una imagen de la muerte. Los iniciados en los misterios
iban vestidos de blanco, y los neófitos de la Iglesia primitiva llevaban una
túnica blanca durante ocho días.»
En la lengua tibetana, la palabra hot-tkar, significa simultáneamente «la luz
blanca y la unidad», y en la India, la luna o Chandra –que también es
blanca– alude al número uno. De donde se desprende que el viaje del alma
en su ruta iniciática es un periplo que debe desbrozar la penumbra de lo
múltiple para alcanzar la luz de la unidad. Resulta poco menos que
asombroso que en hebreo el color blanco lleve el nombre de labán, cuya
cifra íntima equivale a jasid, «bueno, devoto, fiel»; y que si se lee como
compuesta por otras dos palabras desemboca en ben leb, «hijo del corazón».
Al principio somos hijos de nuestros padres, vástagos de una determinada
familia, tributarios de una cultura y una época, dependemos del afuera y sus
condicionamientos, pero al final, llegados al blanco, únicamente somos
hijos de nuestro propio corazón. Todo lo que nos llega es devuelto, todo lo
que turbio arriba a nuestras entrañas es purificado y retornado lleno de luz
al mundo exterior.

No existe un símbolo oriental que haya alcanzado la fama mundial que el


círculo que encierra en su interior el más acabado modelo de polaridad
cromática y hasta cósmica. Desde hace siglos nos revela la interacción de
dos energías y su equilibrio, promoviendo una armonía que se hace, se
deshace y vuelve a articular. Ninguno de los dos hemisferios podría existir
sin el otro, así como el blanco no podría existir sin el negro, verdad que
prueban, según hemos visto, nuestras humanas pupilas. Cuando sucede que
una de las dos energías llega a su máxima potencia, entonces inicia su
transformación en su opuesta. Más aún: el yang contiene la semilla del yin,
y viceversa, a la manera de lo que Juan de la Cruz llamó «amada en Amado
transformada». Este símbolo, que Jung llamaría con justicia de
transformación, nos sirve también para imaginar las relaciones e
implicaciones entre la conciencia y el inconsciente, aunque no en la misma
proporción. De hecho, nuestro cerebro posee un cruce, el famoso quiasma
óptico, que revela hasta qué punto cada uno de sus hemisferios depende del
otro.

Para los clásicos chinos, es de esta figura que emanan los «diez mil seres»;
es decir, el mundo de lo múltiple. El yin (sombreado) y el yang (claro) están
encerrados en un círculo de los que cada uno de ellos ocupa la mitad. La
línea que los separa y que serpentea en torno de un diámetro, está hecha, a
su vez, de dos semicircunferencias, cada una de las cuales tiene un diámetro
a la mitad del diámetro del gran círculo. El contorno del yin, así como el del
yang, es igual al contorno que encierra a los dos. Si se reemplaza la línea de
separación por una línea hecha de cuatro semicircunferencias de un
diámetro dos veces más pequeño, continuará valiendo la
semicircunferencia, y sucedería siempre lo mismo si se prosiguiera la
operación, y la línea sinuosa tendería con el diámetro.

La antigüedad de este símbolo mitad cromático y mitad geométrico se


pierde en el más remoto pasado. Los japoneses representan una forma
parecida en lo que llaman magatama, imagen que, junto a la del espejo y la
espada, constituyen los emblemas de la casa imperial. Bajo la dinastía china
de los Song, el t’ai ki o «punto supremo» al que aluden el yin y el yang
constituía un emblema de las fases de la luna, y para muchos pintores
clásicos también aludía al juego perpetuo entre el ming, «lo oscuro», y lo
claro. Hoy, ahora mismo, esta imagen podría interpretarse como los dos
hemisferios de la tierra en rotación constante, en los que mientras uno
conoce a la luna el otro está bajo la luz del sol.
Aunque la Alquimia no fue la primera ciencia hermética en señalar que el
viaje espiritual del ser humano es del plomo al oro, de lo opaco a lo
translúcido, de lo inerte a lo animado, de la soledad libremente escogida a
lo gregario libremente aceptado, desarrolló un lenguaje figurado lleno de
símbolos e imágenes capaz de guiarnos por el difícil territorio de la
evolución interior. Del plomo se creía que era el más blando y el más vil de
todos los metales, y puesto que los alquimistas lo llamaron su Saturno, hay
que ver en él tanto la marca devoradora del tiempo, como el efecto nocivo
que de verdad provocan sus sales. Puesto que desde muy antiguo intervenía
en la composición de la pintura negra, el arte regio decía de él que señalaba
la nigredo, esa oscura etapa que señala el comienzo de la obra de
transformación. La kábala, por su parte, llama en hebreo al plomo abar u
oferet, en el primer caso para referirse a un miembro, una parte, eber, del
cuerpo y no a su totalidad; y en el segundo, por su color grisáceo, semejante
al de la ceniza o efer. Lo cual significa que la tarea comienza por un sector,
por un miembro cualquiera de nuestro cuerpo o de nuestra mente y, cuando
lo vemos empalidecer, entenebrecerse por falta de sentido. Al mismo
tiempo, ese miembro contiene en sí mismo el verbo boré, «crear, generar,
regenerar», a la vez que el encuentro del padre, ab, con su hijo o vástago,
bar.

Paracelso creía que si la materia prima era el plomo, la materia


espiritualizada por obra del artifex debía ser el oro. Considerando su
proximidad con la tierra oscura egipcia llamada kemt, de color gris-negro,
que está en el origen de la palabra Al-kemt, es decir, «alquimia», se pensaba
que el plomo era tan denso como nuestro planeta, y puesto que la citada
tierra egipcia se empleaba en metalurgia para construir la matriz sobre la
cual se vertía el fundido, se creía que el cuerpo del operador servía, a su
modo, también de vaso para reducir y purificar en él la mena, el mineral
aurífero, con el fin de obtener oro, su luz hermosa y constante.
El camino del solitario, la senda de la soledad voluntariamente escogida
entonces, insistimos, es una labor solis. Tras su iluminación, cuenta la
leyenda, el Buda dio un salto cósmico y se fue a vivir al sol para siempre,
de manera que llevaba la luz consigo allí donde iba.
El simbolismo del sol es tan complejo y ambivalente como la multitud de
sus rayos. Para ciertas culturas es, sin duda, la personificación primera de
lo divino. Se le suele llamar «hijo de Dios» (de un dios invisible donde lo
haya), y «hermano del arcoíris». También alude al «ojo» del Ser Supremo.
El sol, entonces, gran fecundador, es un símbolo de símbolos que, al
desdoblarse o proyectarse en la luna, convierte a ese ojo único en dos, que a
su vez se replican en la mirada de los seres humanos. En las Upanishads,
«el sol engendra y devora a todas las criaturas», en tanto que en La
república de Platón es, por el contrario, el «bien supremo», aquella entidad
que los órficos denominaban «la inteligencia del mundo».

Comenta Guenón que, cuando la iconografía popular describe al sol con


rayos rectos, alude a su luz, en tanto que si los dibuja ondulados: se refiere
al astro como fuente de calor. Curiosamente, también los egipcios veían una
polaridad complementaria en el sol, pues al pintarlo rojo lo señalaban como
lugar propicio al crepúsculo y lo masculino, y si figuraba, en los papiros o
los ataúdes de sicomoro, pintado de color naranja claro, indicaba el alba y
lo femenino. Surya, el sol del panteón hinduista, posee siete rayos
primordiales, seis relacionados con el espacio y el séptimo con el centro,
con el sí-mismo, lo que inequívocamente señala que espacio y luz son
contiguos en tanto que tiempo e intimidad oculta o subjetiva son uno
producto de la otra. De este modo, el sol aparece como la entidad que mide
lo objetivo, redistribuyéndolo en sus partes diversas cada día, y suele ser
tan generoso en esa tarea que en un antiguo proverbio latino se conserva
una huella exacta de su función: sol lucet omnibus. El sol luce para todos.

De acuerdo con la tradición hermética occidental, el sol está en el centro del


cielo como el corazón está en el centro del cuerpo. Eje de la rueda zodiacal,
es también su padre, su motor. Mientras que su nombre griego, Helio, lo
hace descender de los titanes, emparentándolo fraternalmente con Eos, la
aurora, y con Selene, la luna, y evocando su relación primordial con hyle, la
materia (verdad cosmológica innegable), en hebreo será llamado, por la
Biblia, indistintamente shemesh, en alusión al nombre (shem) del fuego
(esh) y jamáh «fuente de calor (jam)». Denominación, esta última, que
hallamos también en jokmáh, «la sabiduría», razón por la cual los kabalistas
han visto en esta última una huella solar operando en el interior de nuestra
mente o cerebro, móaj, pues así como el sol recorre una y otra vez los dos
hemisferios del planeta, puede y debe recorrer la sabiduría nuestros
hemisferios derecho e izquierdo. Aquel que sintonice la eclíptica con la
dialéctica, las estaciones con las emociones y no se canse de dar y renovar,
iluminar y templar las almas, ese ser humano será equiparable al sol.
«Es un sol», decimos de quien nos conforta y enciende, de aquel cuya
simpatía es cálida y generosa. Y la idea es tan antigua que en la iconografía
bizantina primitiva se ve al Cristo-Sol iluminando con doce rayos a sus
doce discípulos, de la misma manera en que el Buda Solar de los orientales
transmite energía luminosa a sus seguidores y alumnos, después de que, tras
su lucha con Mara, el demonio de la muerte, y después de haber asumido y
vencido a la totalidad de su sombra, deviene un auténtico «iluminado».
Quizás sea ese el motivo por el cual la denominación bíblica del sol
justitiae sea asimilable al Maestro en el preclaro mediodía de sus
apariciones y, por extensión, se gestara para él el nombre de sol invictus una
vez que se instauró la fiesta de la Navidad o Natividad en la entrada del
solsticio de invierno –25 de diciembre–, viéndose, en el paulatino
crecimiento de la luz, la expansión de su mensaje sublime urbe et orbi.
Mucho después de venerar al sol el espíritu inquieto y curioso de los
seres humanos, estableció una relación entre este y el oro, su hijo material.
Tanto que, durante siglos, las custodias de la liturgia católica, en forma de
sol, eran de ese metal. Como, por otra parte, su antípoda y antagonista era el
plomo, consagrado a Saturno –el planeta más alejado del Sol, piedra del
tiempo, peso de la cronología–, pero también el punto de nuestra
emergencia en el planeta, el tejedor de nuestra biografía, se llegó a creer
que ir de Saturno al Sol, obtener la transmutación del plomo en oro, era, al
mismo tiempo que proceder, lo hemos visto ya, de la periferia al centro, ir
del tiempo a la eternidad, convertir nuestra mera y simple naturaleza
humana en conciencia crística. Pasar de ser seres aislados y aislantes a
convertirnos en seres luminosos y comunicativos.

Por su parte, los alquimistas –y según comenta en su entrada a la voz oro


Pernety– sostenían que el oro era, como el sol entre las estrellas, el más
puro y noble de los metales, llamándolo en sus textos indistintamente Febo,
Apolo o Sol. Al referirse, además, al «oro vivo» o aurum vivum, y
diferenciándolo del vulgaris o exotérico, decían de él que tenía el grano
fijo, pues animaba el principio mismo de la estabilidad negadora de todo
óxido y descomposición sucesiva en el tiempo. De modo paralelo, entre los
kabalistas provenzales, maestros del Libro de la claridad o Bahir, el zahab,
oro, merece la siguiente disquisición: «¿Por qué el oro se llama zahab? Pues
porque hay en él tres atributos: lo masculino, encarnado en la letra zain de
zajar; luego tiene la letra hei que simboliza el alma, y finalmente la bet, un
sostén para ambos».

Llegar al oro es, en un sentido figurado, volver al sol, tener un fragmento de


su todopoderosa energía, pero también, y una vez «logrado» eso, una vez
realizada la opus magna o gran obra de corrección y mejora personal, unir-
lo-masculino-a-lo-femenino-en-un-mismo-ser, ligar el principio masculino
de la memoria cósmica al alma que aquí abajo la refleja, hasta que aquella
expansión primera de los amaneceres, aquella luz solsticial que anuncia la
paulatina superación de las sombras invernales de, por numerología o
guematria, la equivalencia entre oro y alegría y podamos, por fin,
comprender el sentido reversible que lleva del metal a la luz y de la luz
solar a la iluminación íntima

En mi adolescencia me topé con una magnífica frase de Novalis, poeta


romántico alemán, que desde entonces no ha cesado de dilatar su
significado. Dice así: «El alba es la hora de los héroes». Enigmática, la
sentencia puede referirse tanto a los héroes guerreros de todo tiempo y lugar
que vivaquean a la luz del lucero y esperan un momento adecuado para el
ataque o el acantonamiento en un sistema defensivo, como a otro tipo de
heroísmo: el del santo, el del alquimista, el del creador o el del pescador
que aguardan el nacimiento de la luz para forjar los utensilios de su destreza
e inteligencia con la mayor nitidez posible. La gracia ambigua de la poesía,
su ambivalencia, determina que nunca sepamos con precisión en qué héroes
pensaba el poeta al escribir esas líneas, a pesar de lo cual sus palabras
continuarán generando en nosotros un entusiasmo inigualable. Tan solo un
par de siglos antes de la formulación novalisiana, nuestro castellano san
Juan de la Cruz –que supo de noches oscuras– anotó:
la noche sosegada
en par de los levantes del aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora

porque este sosiego y quietud en Dios no le es al alma todo oscuro como


oscura noche, sino sosiego y quietud en la luz divina en conocimiento de
Dios»,Cántico 15, 22. Es posible conjeturar que ambos, el poeta alemán y el
español, experimentaran un mismo tipo de esfuerzo o de lucha,
considerando que ninguno de ellos destacó como militar y sí, en cambio,
que los dos sobresalieron como contendientes del mundo interior,
conquistadores de una serena belleza espiritual.

Quizás la mención más antigua y lírica que de la aurora haya llegado hasta
nosotros sea la que enuncia el hindú Rig Veda 1, 113: «Guía
resplandeciente de las liberalidades, ha aparecido / radiante nos ha abierto
las puertas / zarandea a seres vivos, ha revelado riquezas, / la aurora
despierta todas las cosas... / Rechazando los odios, guardiana del orden / y
nacida del orden, rica en favores, incitadora de beneficios / dichosa en
presagios y portadora del envite divino / levántate, Aurora: eres la más
hermosa de todas». Fragmento en el que ya están presentes las constantes
simbólicas que hallaremos después en otros ámbitos y otras literaturas: las
riquezas, las libertades, los beneficios, los despertares. ¿Quién no ha
sentido, al amanecer, con cielo despejado, que el día era suyo, y que
brillaba, nutricio, con las mil semillas de la acción y los proyectos? ¿Quién
no se ha descubierto libre al borde de su ventana o de su puerta mientras se
fugan las sombras y sube, sutil, la homérica aurora de «rosados dedos»,
Eos, la hija de Hiperión y tía y hermana de Helio y Selene, pariente
próxima del sol y de la luna? Los beneficios de madrugar para observar el
cielo los conocen los campesinos de todo el mundo, que suelen escuchar los
maitines de los pájaros y planear en esos momentos sus labores.
En los textos célticos, hablar de «la juventud del día» es emplear un
eufemismo para alba, aurora, y quizás en esa relación de lo joven con lo
heroico meditaba Novalis, quien –como Hölderlin– no cesó un solo instante
de su vida creadora de tener a los griegos, pero también a los primitivos
pueblos europeos, en su pensamiento. En lo que respecta al tratamiento que
la Biblia depara a la aurora, existen tan solo dos menciones y muy precisas:
la primera en Proverbios 4, 18: «Mas la senda de los justos es como la luz
de la aurora», y la segunda en el Salmo 110, 3: «Desde el seno de la aurora,
tú tienes el rocío de tu juventud». Aunque es difícil ser justo cuando se es
joven, la juventud es un buen momento para, debidamente orientados hacia
la luz, ejercitarnos al alba en pos de ese utópico equilibrio. En chino se
denomina rí chu al levante de la aurora, siendo rí «el sol» y chu, el
ideograma que sugiere una salida, una emergencia, un advenimiento. Más
cerca de nosotros, en América del Norte, los indios hopis cantaron a la
aurora con entusiasmo:

Ha salido el sol,
voy a contemplar el alba.
¡Eh! ¡vosotras, chicas!
¡Id a contemplar el alba!
¡El amanecer blanco!
¡El amanecer amarillo!
Hay claridad.

Es pertinente la mención de las muchachas en el citado poema, pues –a


excepción del hebreo, que emplea el género masculino para la aurora y la
llama shajar– es un hecho casi unánime el que se la considere femenina a
causa su cualidad genitora, su aspecto de matriz cromática. En cuanto a los
colores amarillo y blanco, cuya heráldica, de paso, lleva el Vaticano, apenas
si constituyen un aspecto del despliegue tornasolado de luces que, sobre
todo en los polos, despliegan las auroras boreales. Distintas, como se sabe,
a las que presenciamos desde nuestros pueblos y ciudades, tales auroras son
uno de los meteoros más sublimes que el ojo humano puede ver en nuestro
planeta.
La relación de la palabra aurora con el levante, así como la del
crepúsculo con el ocaso, indica a las claras hacia dónde hay que mirar si
uno quiere levantarse de su propia oscuridad. Los tibetanos señalan al sol
del Este como el sitio hacia el cual debe dirigirse nuestra atención.

Finísimos velos de pálida luz que parecen ondular en los cielos árticos, las
auroras boreales son tan cautivadoras que si quisiéramos encontrarles una
equivalente emocional en nuestro psiquismo, este equivaldría al éxtasis: un
salirse fuera de sí, un ascenso, pero también un desprendimiento, una
evanescencia lúdica. Robert Scott, el explorador antártico inglés, escribió al
respecto: «Es imposible contemplar sin respeto tan hermoso fenómeno y,
sin embargo, este sentimiento no está inspirado en su brillo, sino más bien
en la delicadeza de su luz y sus colores; en su transparencia, amén de la
sinuosidad de sus formas. No se trata de un centelleante resplandor que
deslumbra la mirada, como se ha dicho con demasiada frecuencia, sino, más
bien, de la seducción por el ámbito totalmente espiritual que sugiere». La
aurora boreal se da en un estrecho corredor llamado el «óvalo auroral» (de
ahí que en tantos mitos nórdicos el origen del mundo proceda de un huevo
que se parte en dos mitades), el cual tiene, como centro, el Polo Norte
magnético. El fenómeno tiene su origen en una descarga eléctrica en la
ionosfera terrestre y nosotros podemos percibirlo porque ese derroche
energético se libera en forma de luz visible. Delicados, etéreos, los tonos
más comunes de las auroras oscilan entre los verdes blancuzcos y los rosas
claros, como el de las hortensias en el momento de su coloración
primaveral; tonos que, químicamente hablando, corresponden a la luz
emitida por átomos de oxígeno. Cuando la actividad es máxima, suele
ocurrir que las moléculas de nitrógeno emanen una franja carmesí hacia el
borde inferior del velo. La aurora boreal ha sido descrita por muchos
meteorólogos como una gigantesca muralla de luz que a menudo tiene
varios centenares de kilómetros de longitud y casi trescientos kilómetros de
altura. Al intensificarse su actividad electromagnética, esta pasmosa cortina
brillante parece ondular y plegarse formando eses, que más tarde vuelven a
desplegarse. En la tradición musulmana los velos aluden al disimulo que
pende sobre las cosas secretas para protegerlas, concepción probablemente
debida a la influencia de un sustrato egipcio, ya que los famosos velos de la
diosa Isis suponían, a ojos de sus fieles, las diferentes gradaciones de la luz
y su correspondencia con el desarrollo psíquico humano. Para volver al
poeta Novalis, en su obra Los discípulos en Sais escribió: «Un hombre
consiguió levantar el velo de la diosa de Sais. Pero ¿qué vio? Vio el milagro
de los milagros: a él mismo». Y, sin embargo, escalones en la escala hacia
lo sublime, los velos no pueden suprimirse, pues cada uno de ellos, cada
hijab, como se dice en árabe, tamiza una energía que de otro modo
destruiría al ojo no preparado para entenderla. El místico Al Hallâdj, que
viviera en el siglo X, anotó: «¿El velo? Pues es una cortina interpuesta entre
el buscador y su objeto, entre el novicio y su deseo, entre el tirador y su
blanco. Es de esperar que los velos no sean más que para las criaturas, y no
para el Creador. Dios no lleva velo, Él es quien vela a las criaturas». Puesto
que la aurora boreal es inseparable del Polo Norte, el cual indica tanto una
dirección espacial –«tener norte»– como un fin del mundo que desemboca
en un comienzo o renuevo, los sufíes sugieren que esa zona es la preferida,
en la mítica unión de los mares, por el mensajero Khadir, el Verde, para
situar en ella su morada.
El enorme muro de luz curva que sigue el contorno de un arco orientado
de este a oeste es la forma más pausada y típica de aurora boreal. Se sabe
que cuanto mayor sea la carga de energía de las partículas que proyecta el
sol, más profundamente penetrarán estas en la ionosfera terrestre y más alta
será la muralla resplandeciente. Las variaciones en la intensidad del campo
eléctrico creado por el viento solar y emanado de su propio campo
magnético gestan unas finas arrugas y pliegues perpendiculares al perfil
este-oeste de la pared luminosa, agitándola en todas direcciones y
fragmentándola, con frecuencia, en pedazos. Las grandes tormentas solares
que se producen cada once años suelen ir acompañadas de subtormentas
que son las que crean la secuencia de fenómenos boreales que los
observadores especializados consideran típicos de una noche invernal en el
Ártico. A cada una de esas irregulares subtormentas le corresponde una
luminiscencia que va concretándose, configurándose, estirándose en una
cortina boreal transparente. Pocas horas después de esa manifestación, las
corrugaciones o quebraduras luminosas van haciéndose más marcadas,
como un cristal irrompible que se astillase al contacto de las variaciones de
temperatura por las que atraviesa la enorme malla: todo está junto y todo se
desplaza, a semejanza de una fuga de galaxias. Cuando aparece lo que
podríamos llamar primeros pliegues, el fenómeno empieza a desplazarse
hacia el norte. Al amanecer, una especie de partenogénesis tiene lugar. El
observador percibe el desmayo de la luz, la resurrección de los colores, el
imponderable surtidor en el que un trillón de vatios despliega una corriente
de un millón de amperios.
Existen muchas personas, entre ellas los esquimales, que sostienen que la
aurora boreal produce un sonido, un siseo ahogado. El crepitar algodonoso
de una bandera acariciada por un vendaval. Otras, en cambio, creen que las
luces que se ven obedecen a los chamanes, capaces de llamarlas con
epítetos cariñosos y de conjurar sus tránsitos. En todo caso nadie puede
permanecer incólume ante tamaña visión. Un maestro zapatero del distrito
de Görlitz, que con el tiempo sería llamado en la historia del pensamiento
occidental el philosophus teutonicus, quien vivió en el siglo XVI y murió en
el siguiente, escribió en su obra Aurora, para hablar de lo que él llamaba la
naturaleza divina y celestial introyectada en el hombre, lo siguiente: «Mas
cuando el relámpago es apresado en la fuente del manantial del corazón,
sube en los siete espíritus manantiales al cerebro como una aurora (la
cursiva es nuestra), y allí dentro [del cerebro] reside el término y el
conocimiento. Pues en la luz misma el uno ve al otro, siente al otro, huele al
otro, oye al otro y es igual que si allí saliese la entera divinidad». Dado que
las subtormentas producen o generan relámpagos, lo que nuestro filósofo
vivió en su pequeña ciudad alemana sería la versión psíquica o
sobrenatural, si se quiere, de aquello que los astrónomos califican del teatro
óptico más escurridizo y, no obstante, más fascinante del planeta.

Böhme percibe esa iluminación como una conjunción de opuestos: cuando


nuestro yo coincide con el Yo de Dios, lo micro se hace macro, y en un
abrir y cerrar de ojos uno de los extremos del mundo nos remite a su centro.
Curiosamente, también el locus en el que habita Khadir el Verde es un sitio
de juntura cósmica, oleaje y playa de luz. En casi todas las disciplinas
espirituales se dice que el neófito debe conocer los extremos si quiere
arribar al centro, pero como nada está en realidad dividido, separado, en su
aprendizaje el discípulo se convertirá en un detector de matices, en un
experto en secuencias que hará de las heridas exotéricas una hermosa sutura
esotérica. Dante establece en su obra capital que para llegar al paraíso hay
que atravesar antes infierno y purgatorio, y lo que se siente –en la lectura de
su Comedia– es un paulatino acrecentamiento de serenidad en la misma
medida en que hay más comprensión del lugar evolutivo que inscribe
nuestro intransferible destino en su contexto social. Sin embargo, como
velos islámicos o las etéreas curvas y planos de las complejas auroras
boreales, infierno y paraíso siguen allí, juntos, en relación de contigüidad.
La iluminación –aurora boreal psíquica– será apenas un lapso maravilloso
entre dos negras nadas. Contemporáneo de Böhme es un extraño manuscrito
alquímico que Jung halló en Zúrich y que lleva el nombre de Aurora
consurgens. En ese tratado, que está cuajado de citas bíblicas, se compara la
sabiduría y el instante de su adquisición, al igual que en el filósofo de
Görlitz, con el amanecer. Adquirida, de ella emanan el poder, la fuerza y el
dominio. La visión de una corona real con ¡siete estrellas! resplandecientes
como chispas. Su personificación, en el manuscrito, confiesa: «Yo soy la
única hija de los sabios, completamente desconocida de los tontos».
Interpretemos como interpretemos esa cifra, está claro que el sujeto, a partir
de la visión de la aurora mística, tendrá más abiertos ojos, oídos, fosas
nasales y boca, los que –por supuesto–, numeran siete.
El aprendizaje

En la poesía de los siglos XVI y XVII, es decir, en la época de Böhme, pero


también del manuscrito de la Aurora consurgens, el alba se solía definir
como «áurea, blanca, roscida, purpúrea, praevia, flava y rubicunda», según
fuese el momento exacto en que se la sorprendía ahuyentado la noche.
Mucho antes aún, tuvo un papel notable en los orígenes de la lírica
occidental. Peter Drönke comenta en su obra La lírica de la Edad Media
que las canciones medievales podrían agruparse en dos ramas o géneros
principales, llamados –en provenzal– alba y pastorela. Tanto en uno como
en otro aparece la reunión de los amantes o enamorados, pero en el alba el
encuentro y la partida están determinados de antemano, mientras que en la
pastorela son fruto de la casualidad. El alba, enuncia Drönke, describe un
encuentro secreto: los enamorados se ayuntan de noche y, a veces, al
amanecer, pues saben que la llegada del día interrumpirá su dicha y que las
características y la conmovedora intensidad de su amor están condicionadas
por ella. Es obvio que la luz del día suscitará de nuevo las exigencias del
mundo real que despierta, exige y determina roles y clases. Recordemos la
parte final de la cita de Böhme: «[...] en la luz misma uno ve al otro, siente
al otro», y de tal modo que, gracias a este sentimiento, la visión auroral
permanecerá siempre semejante a un secreto a medias entregado,
exactamente como la luminosa experiencia boreal será vasta y ubicua, pero
jamás predecible ni mesurable.
Ya en la vieja China se daban diálogos poéticos entre los amantes que
debían distanciarse al llegar al día y que, en el momento mismo de su
separación, percibían la leve delicuescencia coloreada de su creciente
distanciamiento. Casi sin aire en las bocas se habían unido, cobijados por la
noche que envolvía la tierra, y ahora, nerviosos, ante la inminencia de
alguna tormenta social, al absorber ambos la humedad del rocío, desaparece
parte del encanto que los ligó. Desde el siglo XI existen pruebas literarias de
albas romances en España, y también entre las jarchas mozárabes las hay de
muy significativas. Una muchacha, esperando a su amado, apostrofa al
amanecer:

¡Vete, hechicera! ¡Alba, con tu


bello fulgor! ¡Cuando viene,ve
nuestro amor!

El papel del alba en esas tempranas y tiernas canciones es ambiguo:


como si aquellos que arden en pasión no pudieran estar juntos toda la
noche, sino, y únicamente, cuenta Drönke, «en las inciertas horas que
preceden a la mañana». En la mencionada jarcha, la muchacha necesita de
la erótica fulguración del alba, pero también la rechaza, pues teme sus
hechizos, esa fiesta de nacarados tintes que asimismo revela la aurora
boreal y que más parece un acto de magia o una obra de arte que un
producto normal del clima y la meteorología. En la frase provenzal: «Oy,
Dieus, oy, Dieus, de l’alba, tant tost ve», notamos una angustia parecida: o
llega demasiado pronto la luz, o no llega nunca con su crisol azul de bordes
indefinidos.

En el pensamiento cosmológico de los antiguos mexicanos, el este, por


donde aparece el sol de levante y se dibuja, milagrosa, la aurora, está en
correspondencia con la mansión mítica Tlalocan, que tiene por pájaro
simbólico al quetzal (Pharamachrus mocinno), ave de la familia de los
trogoniformes cuyos colores (verdes, rojos, blancos, negros), junto a su
cresta y larga cola, poseen resonancias aurorales. A su vez, y al igual que en
Egipto, el alba y el sol levante sugieren entre los toltecas tanto una
resurrección como su consecuente fertilidad, lo cual condice bien con la
creencia esquimal que sostiene que la aurora boreal, cuando aparece, señala
una inmediata vitalización de las especies. Habrá más pesca y caza, más
alegría y más amor, a condición de que no se diezmen en exceso los
cardúmenes o los rebaños ni, tampoco, se quiera encauzar demasiado su
disposición colectiva. Si aleatoria es la forma y posterior deformación de la
muralla de luz de la aurora boreal, ¿para qué encerrarla si ha nacido libre,
para qué domesticarla si quiere, casi siempre, viajar?

El monumental libro chino I-Ching asimila el trigrama tchen, «el trueno», al


sol que se levanta (exactamente como en la obra Aurora, de Böhme, el
relámpago provocaba, recordemos, la apertura de los siete espíritus que
tienen por ventanas los sentidos), desencadenando el parto del amanecer.
«Dios –dice el citado texto– aparece bajo el signo del trueno.» Así, pues, el
sol se yergue poco a poco. Las cosas cobran realidad. El velo del sueño ha
caído y, como dice Richard Wilhem, lo psíquico, la vida interior, se ha
despertado. El sol inicia su curso semejante a un héroe que marcha alegre
hacia el triunfante mediodía. De ese modo vieron los pueblos nórdicos en la
aurora boreal una fuente de inspiración para sus viajes de exploración o
tareas cotidianas. A su vez, en su aventura didáctica, el chamán que recorre
cumbres y abismos debe acercarse tarde o temprano a ese espectáculo
revelador que es la aurora boreal, pues ella constituye el borde más extremo
del más acá junto al que el más allá se vislumbra en proceso de constante
metamorfosis, pero también como parada y fonda de las almas que
atraviesan su bardo o «estadio entre dos vidas» de los tibetanos.
Precisamente serán estos últimos quienes insistan –repetimos– en la
necesidad de mirar hacia el amanecer, pues «la visión del Sol del Gran Este
se basa en la celebración de la vida. Se contrapone al sol poniente, al sol
que está descendiendo y disolviéndose en la oscuridad. La visión del sol
poniente descansa en el intento de rechazar el concepto de muerte, en
procura de salvarnos de ella. El punto de vista del sol poniente nace del
miedo. Constantemente tenemos miedo de nosotros mismos. Sentimos que
en realidad no podemos mantenernos erguidos, tan avergonzados estamos
de nosotros mismos, de quiénes somos, de lo que somos». Por eso, y para
compensar esa tendencia, es preciso acercarse al secreto espectáculo de la
aurora boreal para asimilar tanto la vacuidad como el torbellino de energías
que recorren el universo. Si la vemos en su origen, también la veremos en
su fin. Si la aceptamos cambiante, sus murallas de luz se abrirán un instante
para que podamos ver lo que el poeta francés René Daumal sintetizaba en
estas palabras: «Cada vez que amanece, el misterio entero está allí». Es
decir, todo lo que probablemente debamos aprender de nosotros mismos.
Velo a velo. Soledad a soledad.
Al mismo tiempo que una estancia en sí, una morada profunda, la
soledad es, también, un puente que nos permite pasar de una orilla a otra,
de la ignorancia a la sabiduría. Cuan largo y estrecho sea ese puente
depende de la madurez de cada uno. Puede, incluso, cruzarse en un
parpadeo o bien llevarnos décadas.
Resulta indudable que antes del puente están el abismo y el río, es decir,
un impedimento geográfico que lo hace surgir poco a poco, primero con
piedras colocadas una cerca de la otra, luego con ramas o con troncos. Todo
puente salva una distancia entre orillas o el espacio que divide a dos seres.
Eso en cuanto a los puentes horizontales, pues los hay también verticales,
entre el cielo y la tierra, este mundo y el otro, la vida y el más allá. Esos
puentes pueden ser, para la milenaria imaginación humana, filosos como
una espada o bien frágiles, articulados con bejucos o caños. Para los chinos
y sus viejas sociedades secretas todo iniciado que se precie debe atravesar
uno o varios puentes para alcanzar su cometido y llegar al punto de
transformación. El qiáo o puente chino es, también, a veces, el lugar debajo
del cual se refugian los vagabundos y los maestros taoístas para meditar, un
techo a la par que una relación arquitectónica entre dos lugares, dos
regiones, dos países. Si miramos con atención el ideograma para puente,
vemos allí a mù, «el árbol», así como también al signo para alto. Eso indica
tanto el material del que se construían los puentes como el tamaño de los
árboles necesarios para ese fin. De hecho, y considerando el árbol como tal,
también es un puente entre dos mundos, el terrestre y el aéreo.
A veces se dice que el mismo arcoíris es un puente entre el cielo y la
tierra o que el arco voltaico que une dos polos constituye el puente eléctrico
que los une. En cualquier caso, se trata de un cruce, de una relación, de un
nexo construido para acercar las cosas. Los puentes, generalmente rojos y
no muy grandes, que dan acceso a los templos sintoístas japoneses,
indicaban e indican aún a quien los cruza que se está pasando de un
territorio profano a otro sagrado. Es notable que uno de los títulos que lleva
el papa sea el de pontífice, o sea el hacedor de puentes. Para la filosofía
india de las Upanishads, el yo, nuestro yo es un puente que permite igualar
la noche al día; es decir, equilibrar los estados mentales hasta llegar al
inmenso e ilimitado mundo de la luz. Según el sufismo, existe un puente o
sirat que permite acceder al paraíso pasando por encima del infierno. Se
trata de un puente del grosor de un cabello que solo resiste el peso del justo
(como se puede inferir, cuanto más ingrávido mejor), y que se rompe aquí y
allá por el peso de los malos actos y los destinos turbios de ciertos seres que
no merecen otra cosa que caer en la incandescencia del ardor infernal.
Muchos tardan décadas, centurias o miles de años en cruzarlo y son
amenazados una y otra vez por los fuegos inferiores de la pasión desbocada
y el desorden mental.
Existe, por otra parte, un viaje de ida y otro de vuelta: a toda flexión le
sucede una reflexión. En la aventura de ida todo nos es desconocido, en el
de regreso la ruta está llena de reconocimientos y favores.
El viajero chino Hsüan-tsang, que llevó de la India a China las
importantes escrituras budistas, tiene que vencer en muchas leyendas a los
guardianes o demonios que custodian los puentes, a veces durmiéndolos
con mantras especiales o bien disolviéndose a sí mismo en una bocanada de
neblina para no ser visto en forma humana. Los griegos llaman al puente
géfira y en cierta época las pitonisas proclamaban la renovación de los seres
y las cosas en un determinado momento del año, arrojando desde los
puentes y al agua figuras de paja que representaban al mundo viejo y
perimido. En cuanto al hebreo, emplea la voz guesher para «puente»,
palabra que, según vemos, tiene las mismas letras que reguesh o raguish,
«sentir». De ahí su nexo con la sensibilidad o reguishut.
Pero, y dado que en sensibilidad o reguishut hallamos la palabra reshet,
que quiere decir «red», y si nos vamos al sistema nervioso, llegamos a
entender la sensibilidad como una especie de red sutil, delicada e invisible,
que sostiene con atención a cada una de las cosas observadas por si acaso
estas se caen.
Efectivamente, la sensibilidad es el sostén de las personas frágiles en lo
físico y fuertes en lo anímico, vulnerables en lo emocional, pero, y al
mismo tiempo, poderosas en sus intuiciones y pensamientos. Aquello que
los sostiene es, además, el nexo entre esos seres y el mundo.
Considerando que las neuronas están articuladas por dendritas y axones,
arbolitos y ejes, la soledad es sentida a veces como un bosque mental en el
que canta un único pájaro que dice: «Aquí estoy», de modo que en la citada
soledad continúa habiendo un testigo de nuestro viaje.
La más sencilla definición de neurona, palabra de origen griego, nos dice
que se trata de una célula nerviosa de forma irregular y a menudo
estrellada, detalle a considerar cuando hablamos de la meditación o el
ejercicio mental. Consta de un cuerpo celular o pericarion, en donde se
encuentra su núcleo. Del pericarion salen numerosas ramificaciones
llamadas dendritas, que en griego significa «pequeños arbolitos», y cuya
función básica es recibir y dar cuenta de los estímulos del medio ambiente.
El axón es, por su parte, la más larga de las ramificaciones, y por él salen
los estímulos nerviosos. Las neuronas son de una gran variedad morfológica
en lo que respecta a la forma de su pericarion, e incluso su tamaño es muy
variable: va de las cuatro micras hasta las ciento cincuenta. Se clasifican en
multipolares, bipolares y seudomonopolares.
El genio observador de Ramón y Cajal demostró que las neuronas son
células independientes y, por lo tanto, que sus prolongaciones terminan
libremente sin continuidad física entre una célula y otra, aunque existe
conexión entre ellos en las llamadas sinapsis. La sinapsis es a las neuronas
lo que la sintaxis a las palabras del lenguaje: la manera lógica en la que se
articulan, ¡los puentes bioquímicos! Las sinapsis pueden crearse
continuamente y parece obvio que una mente sensible, una persona
altamente sensitiva, las creará en mayor medida que un ser menos
observador y atento.
Al mismo tiempo, las neuronas forman una suerte de redes sutiles y
flotantes, las cuales constelan nuestras percepciones y las guardan o
redistribuyen constantemente, por lo que el cerebro es como una réplica
tanto de las redes cristalinas de la materia –por lo menos en lo que al sodio
y el potasio se refiere (Na y K)– como de la materia terrestre, a la par que
su activa nubosidad informática se desplaza como lo hacen las galaxias, en
haces, espirales, remolinos y pautas ovoidales. Nada hay fuera de nosotros
que no proceda del espacio exterior, cercano o lejano. El hebreo emplea, por
su parte, dos palabras para neurona: nevrón y ta ha-etzeb, que quiere decir
«célula nerviosa» propiamente dicha. Más frecuente la segunda que la
primera, ocurre algo asombroso cuando miramos de cerca la palabra ha-
etzeb, y es que se desprenden de ella otras dos: ba-etz, «en el árbol», y
tzeba, «color».
Muchos maestros chinos que fueron pescadores sostuvieron que cuando
uno va a pescar se alimenta de lo que ha capturado, no se come la red. Esta
salvedad es muy significativa porque, al igual que no se le pueden pedir
peras al olmo, no podemos confiar en que solo con los instrumentos la tarea
se llevará a cabo con la precisión necesaria. Donde no hay señuelos o
carnaza para atraer a las presas, uno mismo es aquello que será mordido.
Con el cuerpo no se alcanza el Tao, sin el cuerpo tampoco. La red está
hecha de nudos y vacío, y en ello radica su flexibilidad.
Partamos de dos imágenes para entender la modernidad del símbolo de la
red o, cuando menos, sus implicaciones neurológicas e informáticas. La
primera procede de la India y dice, en el Avatamsaka Sutra: «El universo es
una vasta red de cristales en el que cada uno refleja a los demás». La
segunda procede del taoísmo chino y sostiene: «Cuando extiendes una red
por donde van a pasar los pájaros, lo que caza un pájaro es únicamente uno
de los agujeros de la red, pero si haces una red con un solo agujero nunca
cazarás un pájaro». El acierto de la metafísica hindú es asombroso: la física
nuclear habla de una espuma cuántica en la que los electrones están todos
intercomunicados y en movimiento constante. El pragmatismo chino, por su
parte, también es agudo: nuestro esfuerzo, nuestra tarea debe ser mayor que
la expectativa por sus resultados. Se siembran cien semillas para cosechar
diez. Se estudia durante años o décadas por un instante de satori o
hitlahabut, entusiasmo. Se pasan muchas horas en soledad hasta que el
silencio obtenido habla por sí mismo.
Curiosamente, también los kabalistas hebreos como Cordovero en su
Pardés rimonim o Huerto de granados, sostienen que –al igual que los
granos de ese fruto–, letras, números y esferas en el Árbol de la Vida se
iluminan unos a otros y están interrelacionados. Más aún: cualquier
versículo bíblico está relacionado con todos los demás, no importa si su
posición es anterior o posterior al pasaje que uno estudia. Esta visión de la
realidad contradice aparentemente el evolucionismo excluyente o la
temporalidad. Por fuera, el mundo nos parece irreversible, como la
dirección de los ríos que van a dar al mar o el fluir de la sangre, pero por
dentro, y según la kábala o sabiduría oculta, jokmáh nisteret, por dentro
cualquier reversibilidad es posible ya que el Espíritu es, quizá, lo único de
lo que puede decirse que es neguentrópico, es decir, que no va a su
disolución, sino hacia su principio de integración constante.
En hebreo se llama a la neurona, como hemos dicho, ta shel etzeb,
siendo, la palabra etzeb, la versión hebrea de nervioso, nervio, pero, y si
alitero sus letras hasta llegar a ba-etz, doy con la expresión en el árbol, lo
cual condice perfectamente con el concepto de dendrita, ¡que en griego
significa «árbol pequeño»!, de donde las células de nuestro cerebro
constituyen un vasto bosque, recordemos, de entidades que se reflejan unas
a otras, incrementan sus sinapsis y relacionan constantemente sus
contenidos o la información que almacenan. Esto nos devuelve al
mencionado sutra hindú, pero también a lo que la kábala denomina maaseé
bereshit, los hechos o datos contenidos en el principio. En este caso, a la
primera palabra de la Biblia hebrea, bereshit.
Compuesta por seis letras y traducida frecuentemente por «en el
principio», «al comienzo», en griego en arché, esta palabra lleva varios
mensajes implícitos y reveladores, el primero de los cuales concierne a
nuestra cabeza o rosh. El lugar que habitan las neuronas.
Cuando la cabeza se adentra en su más íntima soledad, el océano del Ser
la baña dulcemente a la par que le enseña a nadar. Por arduo que sea el
aprendizaje, siempre nos transmuta.
Un soldado de nombre Nobushigue, que custodiaba un puente por el que
el maestro Hakuin debía pasar, le preguntó:
–¿Hay verdaderamente un infierno y un paraíso?
–¿Quién eres tú? –le interrogó, a su vez, Hakuin.
–Soy un samurái –dijo el soldado.
–¿Tú un soldado? –sonrió el maestro budista–. ¿Qué gobernante te
aceptaría en su guardia? Tu cara recuerda la de un pordiosero.
Nobushigue se enfureció al oír eso de tal forma que llevó
amenazadoramente la mano a su espada. Pero Hakuin prosiguió:
–¡Así que tienes una espada! Probablemente sea un arma demasiado
burda para cortar mi cabeza.
Nobushigue sacó el arma de su vaina. Viéndolo, Hakuin dijo:
–¡Aquí se abren las puertas del infierno!
Conmovido por las palabras del maestro, el samurái envainó la espada e
hizo una reverencia.
–¡Aquí se abren las puertas del paraíso! –concluyó Hakuin.

A pesar de que el Eclesiastés 1, 18 sostenga que quien «añade ciencia


agrega dolor», ve-iosif daat iosif majob, verdad que conocen muy bien los
seres sensibles, es obvio que nuestra especie está guiada por la evolución,
no está hecha como la mayor parte del reino animal para anclarse en los
límites de su naturaleza. El ser humano es natura y nurtura, lo que le ha
tocado en suerte de nacimiento y aquello de lo que se nutre, esencialmente
su educación. La conciencia, su capacidad de luz, también nos enceguece
después de iluminarnos, de ahí que el aprendizaje, sensibilidad mediante, no
acabe nunca. Conocimientos y adaptabilidad van juntos. Sabedor de la
honda responsabilidad que el pensar conlleva, y de que la voz pensar
procede del latín sopesar, es decir, pesar algo, y recordando en la
Melancolía del pintor alemán Durero a la mujer que sostiene el peso
meditativo de su cabeza, imagen que nos conduce directamente al Pensador
de Rodin, que también sostiene la suya, Unamuno anotó que hay que
«pensar el sentimiento y sentir el pensamiento». Siempre, siempre, hay que
equilibrar las fuerzas y los dones.

Es decir, que si queremos ser seres armónicos (sabios o, lo que es lo mismo,


sufrir menos y amar más), es necesario dulcificar las aristas y filos del
pensamiento, actividad a todas luces intelectual, con la dulzura del sentir,
que es siempre un hecho emocional e irregular, casi acuático. Los chinos
llegaron muy temprano y por sus maestros taoístas a esa idea a través del
valor que conceden a la meditación, a la reflexión, llamada indistintamente
sy o ssi, en cuyos caracteres se perfila la idea de Unamuno bastantes siglos
antes de que el filósofo español insistiera en ello, recomendando, incluso, a
sus contemporáneos que había que quijotizar a Sancho Panza y panchizar al
Quijote. En otras palabras: que los extremos son agotadores, no aguantan en
su posición y necesitan complementarse, alternarse una y otra vez para
durar. Observando, pues, con atención los ideogramas que componen la
palabra china mencionada, una imagen feliz viene a nuestra mente. Somos
portadores de simetría bilateral por fuera, pero irregulares por dentro.
Podemos dibujar el camino de nuestra soledad, pero no somos enteramente
responsables de su color y sus matices.

La cabeza es buena para razonar, deducir, resolver temas lógicos,


proporciones. A semejanza de un campo labrado, vive de sus surcos y
acotaciones. Comprende, a través del proceso de crecimiento, cómo lo
pequeño se hace grande y, semillas mediante, lo grande otra vez se hace
pequeño. Claro que es bueno y necesario pensar, pero no al extremo de que
nuestro pensamiento seque nuestra sensibilidad cordial. La palabra china
ssi, significa «pensar». El ideograma que está abajo, hsin, es, por su parte,
un corte anatómico del corazón y alude a ese órgano, dibujo a todas luces
irregular, asimétrico. De donde meditar, pensar, y hacerlo en profundidad es
simultanear ambos niveles a la vez, la cabeza –un ideograma cuadrado–
para sujetar lo real y el corazón para echarlo a volar. La cabeza para lo
recurrente y el corazón para lo irregular e irreversible. Lo curioso, empero,
es que, siendo un órgano blando, esponjoso, el cerebro tienda a la dureza, al
concepto, a la obsesión, a la idea fija, mientras que el músculo del corazón,
elástico, y si expresa sin reflexión sus sentimientos, produce blanduras,
desarma el carácter, victimiza al sensible y gasta más energía de la que en
verdad posee.
Leemos en el Wen-tzu, antología de sabiduría taoísta china, los siguientes
y significativos pasajes que ilustran una mentalidad de gran sabiduría vital:
«La nobleza [de carácter] debe estar enraizada en la humildad, el espíritu
elevado debe estar basado en la modestia. Utiliza lo pequeño para contener
lo grande; permanece en el centro para controlar lo externo. Compórtate
con flexibilidad, pero sé firme, y no habrá poder que no puedas vencer,
adversario que no puedas superar».
«Silenciosos, y sin voz, pero moviendo el mundo tremendamente con una
palabra, así son quienes hacen avanzar la evolución mediante la mente
celestial.»
«Por ello, los sabios son como espejos: no toman y no buscan, pero
responden sin ocultar nada ni causar ningún daño. Alcanzar esto es
perderlo, perderlo es alcanzarlo.»
«Conocer lo que es bueno para los sentidos y el cuerpo y vagar en
armonía del espíritu vital es el deambular del sabio.»
«No te alteres, no te asustes, todas las cosas se aclararán por sí mismas.
No te incomodes ni te asustes, todas las cosas se ordenarán por sí mismas.
A eso se llama el Camino de la ley natural.»
«Utilizar el tiempo limitado de una vida para preocuparse y dolerse del
caos del mundo es como llorar sobre un río para acrecentar su agua por
miedo a que se seque. Quienes no se preocupan del caos del mundo, sino
que gozan del orden de sus propios cuerpos pueden ser aceptados a una
conversación sobre el camino.»
«Los sentimientos humanos son tales que las personas se someten a la
virtud más que a la fuerza. La virtud reside en lo que das, no en lo que
recibes. Por ello, cuando los sabios quieren ser valorados por otros, primero
valoran a los demás, primero los respetan. Cuando quieren superar a otras
personas, primero se superan a sí mismos; cuando quieren rebajar a los
demás, primero se rebajan a sí mismos. Así, son al mismo tiempo nobles y
humildes utilizando el Camino para lograr ajustar y controlar eso.»
«Cuando la disposición es armoniosa, uno se sacrifica a sí mismo para
servir a los demás. Cuando la actitud es rebelde, uno sacrifica a los demás
para servirse a sí mismo.»
Un hombre pobre se encontró con un antiguo amigo en su camino. Este
tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el
hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó con el
dedo un ladrillo que de inmediato quedó transformado en oro. Se lo ofreció
al pobre, pero este encontró que eso era muy poco. El amigo tocó un león
de piedra y se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de
oro. El pobre encontró que, aun así, era insuficiente.
–¿Qué deseas, pues? –le preguntó el hacedor de prodigios.
–¡Quisiera tu dedo!

–Hui Zi siempre está usando parábolas –se quejó alguien al príncipe de


Lang–. Si su majestad le prohíbe hablar en parábolas, no sabrá explicarse
con claridad.
El príncipe asintió.
Al día siguiente, el príncipe vio a Hui Zi.
–Desde ahora –le dijo– haga el favor de hablar de manera directa y no en
parábolas.
–Supongamos que hay un hombre que no sabe lo que es una catapulta –
replicó Hui Zi–. Si pregunta cómo es y su alteza le dice que una catapulta es
como una catapulta, ¿comprenderá él lo que su alteza quiso decir?
–¡Claro que no! –respondió el príncipe.
–Pero supongamos que su alteza le dice que una catapulta es como un
arco y que su cuerda está hecha de bambú, ¿no lo comprenderá mejor?
–Sí, será mucho más claro –admitió el príncipe.
–Comparamos algo que un ser humano ignora con algo que conoce para
ayudarle a comprender –dijo hui Zi–. Si no me permite usar parábolas,
¿cómo puedo aclararle las cosas a su alteza?
Se cuenta que un pobre judío de una aldea de Moldavia, hacia comienzos
del siglo XIX, tuvo un sueño extraordinario que le dejó un sabor dulce en la
boca. Soñó que si iba hacia la frontera norte y cruzaba el puente de hierro
protegido por dos guardias de brillante uniforme y excavaba bajo
determinado lugar en el puente, hallaría un tesoro. Se despidió de su familia
y emprendió la marcha.
Atravesó bosques y recorrió caminos polvorientos, soportó lluvias frías y
vientos enfadados con la tierra. Por fin llegó al puente y lo cruzó. Uno de
los guardias lo detuvo.
–¿Se puede saber a dónde va usted?
–He tenido un sueño extraordinario: soñé que si venía hasta aquí, cruzaba
el puente y excavaba debajo de él –dijo el judío señalando,
aproximadamente, la zona–, hallaría un tesoro, así que aquí estoy.
El guardia, un gigantón rubio de abultadas mejillas, estalló en carcajadas.
–¡Vaya con su sueño! Imagínese, yo, por mi parte, soñé que si cruzaba el
puente hacia el territorio del que usted procede, iba a una aldea de Podolia,
entraba en la casa del judío Méndel y excavaba detrás de su chimenea,
¡encontraría un tesoro! Tonterías como esa sueña la gente a cada rato –
agregó.
El judío sonrió, lo saludó gentilmente, retornó sobre sus pasos, caminó
varios días y soportó brisas amables y soles afables. Por fin llegó a su casa,
miró la chimenea, se frotó las manos y excavó. A las pocas horas halló en
tesoro.
Este cuento se narra en varias tradiciones, incluida la sufí. Desde el punto
de vista de la kábala resulta poco menos que asombroso que la palabra «en
principio», bereshit, se pueda leer como articulada sobre otras dos: bait y
rosh, «casa» y «cabeza», respectivamente. De donde el personaje del
cuento, al regresar al principio de su viaje, que es también su casa, descubre
donde arde el fuego del hogar un tesoro que siempre tuvo. Este tesoro del
fuego que se entiende y se apaga evoca la Ley de Fuego, eshdat
mencionada en el Antiguo Testamento junto con las enseñanzas que Moisés
baja de la montaña del Sinaí. Tal vez nos sea necesario, imprescindible,
salir para volver a entrar. Oír de quien no nos conoce algo que permita
llegar a conocer.
En Muroran, en el norte de Japón, frente al océano Pacífico, tras un
terrible terremoto que derrumbó casas, obturó pozos y arruinó almacenes y
caminos, huyeron los colores. Hombres, enseres y animales se tornaron
grises de día y negros de noche. Resquebrajada, la tierra tenía hambre de
niños y de luces. Exhibía la voracidad de sus profundidades sin piedad, con
ruidos de rabia y toses de azufre que asustaban aún más a los
sobrevivientes.
Una mujer llamada Shin, Aguja, decidió internarse en las montañas para
buscar allí los colores. No tenía más familia que un hijo pequeño que dejó
al cuidado de amigos. Vivir sin los colores le parecía, a ella y a los de su
pueblo, más duro que pasar hambre o carecer de instrumentos musicales
para calmar el malhumor del tiempo. Pronto llegó ayuda del sur. Sacos de
arroz, bidones de agua potable, calabazas y puerros y algas secas. Los que
tenían ánimo para pescar salieron a la mar, quienes conservaban algo de
energía reconstruían sus viviendas. La tierra de labranza era gris, los arcos
de los templos también. Y cuando no eran grises las cosas, eran grises las
expresiones de los rostros que las observaban.
Shin subió a las montañas con unas pocas provisiones y un viejo
calidoscopio de bronce, el ruido de cuyos cristales hacía y deshacía flores
de colores que le recordaban, en todo momento, aquello que había
desaparecido. Mientras que otros usaban un bastón para ayudar a sus
piernas, Shin empleaba el calidoscopio para apoyar en él su voluntad y
tener presente, a través de sus imágenes, cuál era su objetivo. Le parecía
milagroso que el terremoto, tal vez por no verlos, le hubiese dejado al
calidoscopio el rosa, el azul, el verde, el rojo y el amarillo en líneas y
formas que se armaban y desarmaban más fácilmente de lo que se levanta
un pueblo que ha caído.
El gris de día y el negro de noche continuaban, le pareció, más allá de las
montañas, lo que daba idea del vasto alcance del terremoto, que no sería el
último en aquellos parajes que la furia del océano solía visitar en compañía
de tornados y de lluvias.
¿Dónde encontraría Shin los colores y cómo convencerlos para que
volvieran al pueblo? Interrogó al ruiseñor, al río y a las cuevas. Lloró y
suplicó al cielo, esgrimiendo, en ocasiones, el calidoscopio como una
espada y gritando al alba su dolor.
El ruiseñor dijo:
–Para la próxima primavera todo habrá vuelto a su cauce.
El río dijo:
–Que los jóvenes diluyan acuarelas con sus lágrimas y pinten con ellas el
color de su deseo.
Las cuevas dijeron:
–Si por el momento no hay remedio a vuestro mal, aprended de nosotras:
la humedad consuela nuestra constante sombra, refugio del débil y
protectora de sueños.
Cuando había pasado una luna desde que Shin se pusiera en marcha, el
clima mejoró, tanto que la mujer decidió bañarse en un lago. Dejó sus
pertenencias sobre unas piedras y entró desnuda al agua. Espiró e inspiró,
enhebrándose a la hora como una gota de lluvia a una rama florida.
Shin había dejado una ciruela pasa al aire libre, comida tentadora para la
mariposa que los científicos llaman Cerase xanthocosma y en cuyas alas
superiores pequeñísimas estrellas quietas son envidia de las móviles. La
mujer se acercó con cuidado, tratando de no espantar a su visitante. En sus
alas inferiores un oro opaco rodeaba manchas y puntos negros. Sus antenas
eran dos inquietos estambres.
–Veo que te gustan mis ciruelas –le dijo.
–Una delicia –respondió con voz casi inaudible la mariposa, que, aunque
era nocturna, solía volar al caer la tarde en pos de néctar y polen.
–Tengo bastantes más en mi casa –se atrevió a decir Shin.
–¿En serio? –revoloteó el insecto.
Con los años, nadie recordaría si el inicio de esa conversación había
tenido lugar junto al lago o en algún momento del último de los tres días
que Shin, acompañada por su minúscula amiga, tardó en regresar a
Muroran. Al llegar, sobrevolando el desastre, la mariposa ya sabía que a
cambio de las dulces ciruelas tenía que dejar caer el fino polvo de sus alas
sobre la gris huella del terremoto.
Para convencerla, la mujer le dijo que no sería la única en contribuir a
devolver los colores al pueblo. Las cuevas les habían sugerido que la
húmeda sombra puede ser un consuelo y lo aceptaron; el ruiseñor había
cantado las bondades de la próxima primavera y agradecieron su consejo, y
el río había señalado el valor de las lágrimas y ningún joven se quedó sin
pintar con ellas su deseo.
Primero volvió el verde, de la mano del musgo y las gramíneas; después
el amarillo de las caléndulas y por fin el rojo de las amapolas. Más tarde
llegaron el violeta, el añil y el naranja.
Shin, es decir Aguja, volvió a casarse con un hombre más joven que ella
cuyo deseo pintado había llegado hasta su puerta, y tuvo con él un hijo al
que llamaron Zoku, que quiere decir «Continuar», pues ¿quién, en sus
justos cabales, no desea seguir vivo cuando colores y matices vuelven a
visitar sus ojos? ¿Quién, ante la infinita variedad del mundo, puede
abstenerse de celebrar la gradación de tus tonos?
El comienzo del camino hacia la soledad positiva es, recordemos, la
nigredo, la oscuridad y sus abismos. El método, la labor solis. En la mitad
del camino aparece la cauda pavonis, la cola del pavo real; es decir, vemos
los colores danzando en todas sus bellezas. Partimos con el vehículo de
nuestro cuerpo y regresamos, cuando por fin lo hacemos, transfigurados. El
río en el que se baña nuestra felicidad es la sangre transfigurada, el corazón
convertido en foco. Para los antiguos persas, el corazón es un rosa que
debemos alcanzar a ver en su momento de máxima apertura.
Hay que ver en el Génesis 9, 7 el origen del tabú de ingerir sangre animal
que constituye el pilar esencial de la kashrut o conjunto de leyes dietéticas
que figuran en la Biblia. Para la antropología judeocristiana, la sangre es el
alma, y en el caso de los animales sacrificados para la alimentación, debe
volver a la tierra para que esta no pierda su fertilidad. «Aquel que derrama
sangre del hombre –leemos–, por el hombre su sangre será derramada, pues
a imagen del Creador hizo Él al hombre.»
Al principio está la sabiduría natural de la madre, luego el maternal
influjo de la sabiduría. Al principio lo natural, luego lo sobrenatural. Al
principio el corte del cordón umbilical, luego el cortar con casi todos los
lazos preestablecidos. First womb, then tomb.

Los filósofos y alquimistas que Jung estudiara durante tantos años


denominaban Madre al vas hermeticum o recipiente que, como un crisol,
contenía la substancia de la gran obra. Esta función de vaso o vasija,
aportada por la madre, y que es, de hecho, nuestra misma existencia
corporal, aparece ya prefigurada en el Génesis bíblico, en donde se la llama
Adamá, tierra, porque de ella fue extraído el Adam Kadmon o primer ser
humano andrógino: el llamado por eso adam. Esa tierra en cuestión debió
de ser roja, ya que Adam posee las mismas letras que ese color, adom. La
tierra será, entonces, y en nosotros, sus hijos, el soporte, la substancia y el
mismísimo cáliz de barro en el que celebran sus esponsales el Sol-Espíritu-
Fuego y la Luna-Alma-Agua. Puesto que, en cierto modo, la prima materia
es nuestro punto de partida biográfico, la lengua en la que hemos crecido, el
suelo, la geografía, el país y la cultura en cuyo seno nos hayamos formado
serán una extensión de ese principio. Principio que llenará, como valor
predominante, la primera mitad de nuestras vidas en términos simbólicos.
Así, entonces, que el primer Adán es forzosamente material, tejido y
articulado con los elementos del mismísimo universo. San Pablo será quien
llame a Jesús el segundo Adán. Toda la iconografía cristiana clásica abunda
en una imagen: a los pies de la cruz hay una calavera, la del primer Adán.
Y por encima de ella está la resurrección; es decir, la vida más allá del
Gólgota de hueso y muerte.
El primero entró, al nacer, en la sucesión. El segundo, al renacer, accede
a lo continuo.
Pero el símbolo de la madre que lo origina también responde al trinomio
Luna-Mareas-Tierra, de ahí la conexión lingüística entre mer-mère-mare y
la madre, que llega hasta la personificación de María-Miriam (literalmente,
«mar salado o mar amargo») como deidad tutelar del Mediterráneo.
Entidad plástica, maleable y al mismo tiempo protectora, la madre es,
también, o puede serlo, opresora, represora y carcelera, aunque más no sea
por la gravedad de lo que su peso psíquico supone para el sujeto. En
sánscrito se conserva un nexo etimológico notable entre las voces mâtr,
madre, y mâtra, la medida, nexo a partir del cual es posible inferir que la
función materna, o, para el caso, la realidad material sensible, procede por
medidas, por unidades, por límites y formas. Va de lo indiferenciado a la
diferencia, pero también impide que la diferencia alcance su meta final: la
semejanza.
En todas las mitologías conocidas, las madres han engendrado diosas
poderosas y al mismo tiempo ambiguas: Gea, Rea, Deméter, Ishtar, Kali. La
madre, que es nutrición, apariencia, también es considerada, en la India,
encarnación individual de los poderes que se llaman Prakriti y Maya:
manifestación e ilusión respectivamente, pues ella señala y abarca lo
sensible revelándolo en un instante y borrándolo de sí misma en otro, capaz
de otorgar la apariencia de los siete velos y también de izarlos hasta su
desaparición en cualquier momento. Ella es arquitectura, casa, caverna,
cueva, pero también manantial que canta y fluye. Las madres representan,
en la mitología griega muy especialmente, a las deidades protectoras de la
naturaleza tales como las náyades (agua dulce), las hamdríades (árboles y
vegetación) y las ondinas (agua salada). Su sentido de lo global, de lo
ecológico, les hace soslayar lo singular, y ello porque la realidad sensible y
visible es, en su protiforme abundancia, siempre plural, innumerable. Razón
por la cual el héroe o la heroína, es decir, el sujeto que inicia el camino de
su madurez y desarrollo, el viaje hacia el segundo Adán, tiene que
desprenderse tanto de la madre como de la multiplicidad si quiere alcanzar
lo que Jung llamaba su principium individuationis. Ese uno que es, casi
siempre, celeste, uránico y esencialmente vacío. Para los chinos, por su
parte, el topos o lugar celeste, el firmamento, es activo, en tanto que el polo
terrestre es pasivo. Con el fin de simbolizar ese proceso o relación entre el
arriba y el abajo o la unidad y la dualidad, esbozaron en el I-Ching los dos
trigramas básicos: k’ien, «el cielo», y k’ouen, «la tierra». Curiosamente,
esta idea a propósito de lo terrestre femenino como abierto y dúctil también
la indica la kábala, en cuyo sistema de pensamiento la letra hei, ideograma
del soplo, del alma viviente, es llamada la madre, razón por la cual la
palabra adamá, hemos visto, es la madre del hombre,adam, pero también
constituye la entidad que, al final de su viaje, le revela la profundidad de su
espíritu. El pasaje de la Biblia que mejor nos habla de ello es el de Job 1,
21: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo tornaré a él».
Para la tribu africana de los dogones, la tierra es una enorme mujer
tendida de espaldas. Su cabeza está en el norte y sus pies en el sur. Su sexo
es un hormiguero y su clítoris un termitero. La conexión de lo femenino con
la tierra se tiene que haber establecido también por su relación con los
orígenes de la agricultura que Deméter, una mujer, enseñó a los hombres.
Hesíodo, el poeta griego, al evocar la genealogía de los dioses, nos recuerda
que Gea, la tierra, engendró a Urano, el cielo, quien a su vez comete incesto
con ella para dar nacimiento a los demás dioses. Por eso, los hombres, a
imagen y semejanza, reeditan esa relación y en cada mujer ven, pero
también quieren evitar, a su madre. De este modo la prohibición del incesto
no solo marca la imposibilidad de un retorno, sino el valor de la diversidad
exogámica a la vez que la imposibilidad de volver, para el héroe o el sujeto
maduro, al mismo punto de partida. En todo caso, podrá hacerlo una vez
que haya alcanzado el selbst o sí-mismo y no corra el peligro de ser
aniquilado antes de su realización.
Los antiguos aztecas consideraban dos aspectos fundamentales en el
simbolismo de la madre-tierra: a) el de la genitora nutricia, dadora de
flores, frutos y leche, quien nos deja vivir de lo que produce, y b) aquella
que, en compensación por lo cedido, nos reclama los cuerpos de los
muertos, de los cuales, a su vez, se alimenta. Porque ella es la engendradora
y la destructora al mismo tiempo, los poetas ingleses jugaban con los
vocablos womb, matriz, y tomb, tumba, expresando así, y a la distancia, el
mismo sentimiento reverencial e irrevocable de Job que ya hemos citado. Si
consideramos, como los chinos, que lo femenino terrestre o bien la prima
materia que lo encarna es abierto, deberá dejarnos salir de su seno al mismo
tiempo que, aquí y allá, intentará, porque ese es su sino, que caigamos en la
seducción de sus trampas. Pero no será, aclaremos, la trampa de la mujer o
de lo femenino un problema exclusivo de los hombres, puesto que ella
misma –la mujer– también corre el peligro de esa caída y asume ese riesgo
en su lucha por individuarse, pues ambos sexos procedemos del mismo
agujero gravitacional y podemos caer una y otra vez en él, chocar contra la
seducción de su imán material, la adherencia a lo fijo y estable que la tierra
señala. El aspecto negativo de la Madre Tierra, por consiguiente, estará
formado por todo aquello que nos impida movernos y ascender en el
desarrollo de la conciencia hacia los niveles cada vez más desprendidos y
levitantes del propio yo.
El psicólogo Paul Diel ha bosquejado un cuadro muy valioso de las
relaciones del hombre con la tierra que lo sostiene. Veamos su esquema
básico:

La superficie de la tierra equivale a la conciencia.


El mundo subterráneo equivale al subconsciente.
Las cimas o montañas equivalen a superyó o supraconsciente.

En cierto modo, y en la arquitectura simbólica de la India, eso mismo es


lo que busca representar el modelo llamado stupa, extensión del nombre
relicario, rodete, cima; construcción compuesta, de hecho, por una base
cuadrada –la tierra–, un segundo piso circular –el agua–, un tercer plano
triangular –el aire–, y por último el fuego de la aguja que mira el cielo de
donde el mismo fuego procede. A su vez, cada uno de estos niveles supone
una orientación de desarrollo que puede abarcar décadas de expresión.
Dado que a la tierra le corresponde el tacto, al agua el gusto, al aire el oído,
y la vista es una función del fuego o de la luz, cada uno de esos elementos
es, también, un mapa de navegación psicológica, un juego de señales que al
indicar nuestras preferencias apuntará también el nivel del que procedemos
y aquel hacia el que vamos.
Por los colores heráldicos de la alquimia, sabemos, además, que el
desprendimiento de la madre va del negro de la oscuridad ventral al verde
del cordón que debe ser cortado; luego al rojo de la efusión sanguínea
(Adam-Adom: el ser humano definido por el color rojo de su sangre),
líquido que alude a los continuos sacrificios que todo crecimiento
presupone y, por fin, en el último cuarto de la vida, nuestra voluntad de
progresar –seamos o no conscientes de ello– vira hacia el dorado griálico
de su realización espiritual, espacio consagrado, básicamente y como
podemos ver, a la contemplación.
Recapitulando lo anterior, citemos un pasaje de La tradición hermética
de Julius Evola que nos ubica con exactitud ante ese misterio que llamamos
tierra, Gran Madre o materia prima: «En el hombre hay, ante todo, un ser
terrestre llamado también Saturno (el tiempo), en el que actúa la fuerza
telúrica del planeta, que determina y rige la modalidad grave, nuestro
plomo, la modalidad dura y tangible del cuerpo animal, la cual se manifiesta
principalmente por el elemento calcio (en los huesos), y también por los
tejidos córneos, los cartílagos, los tendones, etc. En este ente percibimos
una sed ansiosa, una fuerza gravitacional que constituye la raíz de todo
deseo y de toda sed. Este elemento titánico telúrico del que también se
hablaba en el orfismo griego es, pues, el que rige el principio de partición
individual de la Creación, sus especies y formas concretas. Se trata de una
dimensión considerada fija por antonomasia, y si puede clasificarse como
eterna en tanto matriz de los cuerpos singulares, código genético tras código
genético, también, y al mismo tiempo, en virtud de la caducidad de estos, se
presenta como aquella fuerza que, después de generarlos, los devora. Tal es
la exégesis hermética del doble aspecto de Saturno: rey de la Edad de Oro,
y rey devorador de sus propios hijos».
La respuesta exterior

En la Gita, texto fundamental de la tradición hindú, paralelamente, se nos


dice: «Arjuna dijo: “¡Oh, mi querido Krishna! Deseo saber acerca de
prakriti [la naturaleza, la materia] y también de purusha [el sujeto, el
disfrutador consciente, la conciencia misma]; del campo y del conocedor
del campo, así como también del conocimiento y del objeto del
conocimiento”. Entonces, la suprema personalidad [de Dios], respondió:
“Este cuerpo, ¡oh, hijo de Kunti!, se denomina campo, y aquel que conoce
este cuerpo se denomina el conocedor del campo”».
Esa es la razón por la cual, entonces, alimentándose del campo, el
cuerpo, que es su prolongación sensible, dispone del alma o disfrutador
para agradecer al sol la detonación de su propia luz. Como planeta, la
Tierra es el tercer cuerpo celeste más cercano al Sol, y aparece situado entre
Venus y Marte, ubicación que constituye, en sí misma, una clave a tener en
cuenta, ya que, amor y fuerza, o bien ternura y decisión son
imprescindibles, en nuestro camino de realización, para que en el
florecimiento del campo alcancemos la cima de nuestro destino individual.
Hay una significativa frase de William Shakespeare en la que
necesitamos detenernos un rato con tal de extraerle todo su jugo: «Ripness
is all». La madurez lo es todo, el punto culminante de un proceso orgánico,
pero también, y en términos humanos, el momento a partir del cual el
individuo puede no solo comprender el sentido más hondo de su vida
personal, sino también cambiarlo si eso es lo que precisa. Desde el punto de
vista de la astrología, hablamos más o menos de la mitad de un vida: entre
los treinta y cinco y cuarenta años. En tanto que la biografía señala esos
años como los más equilibrados, también indica que el péndulo ha
comenzado su viaje regresivo, fiel a un movimiento que Jung denominó, en
el siglo XX, de enantiodromia, palabra griega que significa «cambio de
dirección». Entonces suceden pequeñas reversibilidades, aparecen indicios
–cuando no enfermedades– que nos llaman a desacelerar, a dejar de
competir, a limitar las exigencias de las pasiones cuando no a superarlas del
todo. Individualidad y soledad se solapan y dialogan.

Por su parte, Sigmund Freud, gran lector del citado autor inglés, anotó: «La
madurez es ser capaz de posponer la gratificación», o bien no pensar tanto
en ella, lo cual nos vuelve al mundo del deseo que rige nuestros primeros
años de existencia y que comienza a relativizarse. Quien dice gratificación
dice, además, trofeo, premio, regalo, devolución. Uno empieza a madurar
cuando se encuentra por fin a gusto consigo mismo. A ese estadio los
chinos lo comparaban con la pera madura, que es blanda al tacto y dulce,
sabrosa al paladar. En cierto sentido, la mencionada fruta –en su estadio
maduro– acaba de vivir para sí y se dispone a servir a otros, aunque eso
suponga un sacrificio. En la palabra china para maduro, shu, encontramos
el fuego que, desde abajo, desde el interior en realidad, está «cocinando»
aquello sobre lo que se activa, en especial los alimentos que deben cocer.
Eso mismo hallamos en el vocablo hebreo para madurez, maduro:
beshlut, emparentado con el verbo cocinar, lebashel. Por qué la madurez
tiene que ver con el fuego no es sorprendente: lo encontramos como rito de
paso en todas las tradiciones culturales, bien cuando se camina sobre brasas,
bien cuando se enciende de determinada manera. Inversamente, estar verde
significa no haber alcanzado aún el punto de sazón para acceder o
comprender ciertas cosas. De manera fehaciente demostró Gastón
Bachelard en su libro sobre el fuego que los hay básicamente de dos clases:
el infernal o inferior y el celestial o superior. Los alquimistas, por su parte,
sostenían que había que aprovechar del fuego su luz tras haberlo usado en el
crisol para convertir una materia en otra.
Es sorprendente ver que en madurez o beshlut aparece leb, el corazón, a
la par que shabat. El día de reposo, lo que indicaría que la madurez
espiritual necesita calma y serenidad para acceder a uno de los más altos
secretos del ser: el viaje del primer Adán al segundo.
Cuando se comparan los ideogramas chinos para hombre, rén, y fuego,
huo, se percibe de inmediato, según dicen los filósofos taoístas, que el
segundo agrega al primero una elevación, le hace abrir los brazos en señal
de agradecimiento y bienvenida a las ardientes fiestas del cielo. Segundo
entre los cinco elementos clásicos de su cosmología, el fuego tiene también
para los chinos su lado positivo y su lado negativo: por una parte, ofrece
calor, nos permite iluminarnos y cocinar, y por la otra puede ser feroz,
descuidado, voraz. Las llamas de fuego eran uno de los doce atributos que
poseían las ropas del emperador. Concretamente, estaban bordadas en su
hábito inferior para simbolizar la responsabilidad del soberano en todas las
tareas concernientes a la manutención, en este caso los alimentos y la
cocina.
Según el clásico I-Ching, al fuego le corresponden el sur, el color rojo, el
verano y el corazón. Esta última relación es constante, ya sea que el fuego
simbolice las pasiones, en especial el amor y la cólera, o bien la actividad
del espíritu, el aliento y todo lo que el trigrama li nos insinúa a propósito
del fuego celeste. En la mayor parte de los textos taoístas se nos dice que
«el corazón es la casa del fuego» y que el adepto debe dominarlo,
trabajarlo, guiarlo, sublimarlo, con el fin de que, en su manipulación, no se
vea quemado ni destruido por él. Dado que puro y fuego son, en sánscrito
(pur), la misma palabra, es posible entender por qué aquí y allá, en los
rituales ligados al ardiente elemento, el neófito debe pasar de un estado
crudo a uno maduro, de la opacidad al brillo, ya sea mediante ejercicios que
consisten en caminar sobre brasas o bien en contemplaciones que conducen
la mente hasta la causa misma de su ignición. De hecho, hay un vínculo
muy estrecho entre las palabras ígneo y gnosis: comparten la vieja raíz
indoeuropea jñ, que, como en el jñana sánscrito, alude al conocimiento.
Somos capaces de aprender y de evolucionar en el campo de la cultura
gracias al fuego, sus dones y prodigios, sus potencias y figuras.

El patriarca Wu Ch’ung Hsu enseñó: «¿Quién dijo que no es posible


enseñar la sublimación por el fuego ya que solo los senderos silenciosos
sondean el abismo sublime? Desde antiguo miles de santos alcanzaron esto
fijando su atención claramente en el proceso de su hálito para ganar la
inmortalidad». Aquí inmortalidad es sinónimo de longevidad, larga vida
que los chinos persiguieron y persiguen aún hoy como una de las
posibilidades más altas a las que accede la sabiduría. De hecho, en el yoga
chino se distinguen dos clases de fuego interior: el fuego lento y el fuego
rápido. Ambos simbolizan, juntos, la unión del sol y la luna, que,
debidamente emparejados, contribuyen a curar muchos desarreglos y
enfermedades. El fuego rápido agita y el lento calma. Ambos se usan para
transformar las impurezas viscerales en lágrimas, que se eliminan con el
fin de conseguir la armonía de los cuatro componentes, la unión de los
cinco elementos y su retorno a la raíz, y para dirigir hacia atrás la luz
interior, la cual, reflejándose en sí misma y sobre sí misma, funde el sol con
la luna.
Estos cuatro componentes son: cuerpo, soplo, alma incorpórea y alma
corporal, simbolizados respectivamente por el agua, el fuego, la madera y el
metal. Según los cosmólogos chinos, en la época de formación del feto en el
vientre de su madre y en una primera fase, el elemento agua activa las
pupilas de los ojos, ligadas a los riñones; en la segunda fase, la tierra
produce el elemento fuego en los ángulos oculares, vinculados al corazón;
en la tercera fase, el cielo crea el elemento madera en ambos iris, los
cuales están unidos al hígado; en la cuarta fase, la tierra produce el
elemento metal en el blanco de los ojos enlazándolos con los pulmones, y
en la quinta fase, el cielo crea el elemento tierra en los párpados inferiores
y superiores, ligados al estómago. Así, las esencias de las cinco vísceras
están en los ojos, mientras que el espíritu original, si bien está alojado en el
cerebro, se manifiesta a través de los órganos visuales.
El cuerpo entero, entonces, a excepción de los dos ojos, que son
positivos, es negativo. De ahí que en el proceso de introspección que la
meditación alquímica nos propone, al ir, con los ojos cerrados, hacia la raíz
interior, los ojos se tornan negativos y el cuerpo positivo, labor en la que
nos ayudan los dos fuegos, el rápido y el lento, equiparables en cierto modo
a los dos sistemas nerviosos, aquel del que podemos disponer y el
autónomo. Se llega a la sangre por el soplo, al sistema circulatorio por el
sistema respiratorio. El Feng Huo Ching, un texto clásico, dice: «Cuando se
habla de encender el fuego, conducirlo, forzar el fuego con el fuego y
atajarlo, todo ello se refiere a la respiración. Cuando se mencionan
términos tales como congelar el fuego, impulsarlo, hacerlo bajar, llevar el
fuego a su propia casa, se refiere al fuego derivado del espíritu».
Si el primer Adán o Adam kadmón, como se le llama en lenguaje
kabalístico, era aquel ser del que colgaban, a lo largo de los siglos, en
incontables milenios, todos los hijos del género humano en un movimiento
que iba del uno a los muchos, de la unidad a la multiplicidad, se supone
que el segundo Adán iba, en un viaje de regreso transformador, de lo
múltiple otra vez a lo uno. Hasta aquí una verdad espiritual que hallamos
tanto en el sufismo como en los textos del Vedanta hindú, en los que se
menciona un desplazamiento de la avidyâ o ignorancia a la vidya, el
conocimiento. Todos nosotros debemos al primer Adán el hecho de tener un
ánima viviente, familias en el seno de las cuales nacemos, una o varias
lenguas propias de esas familias y sus entornos. Genealogía, en su suma,
pero solo algunos, aquí y allá, acuciados por una misteriosa fuerza interior,
oidores de voces interiores y de llamados sutiles, emprendemos la senda, el
viaje hacia el segundo Adán, que comienza por aspirar al espíritu
vivificante y a relativizar las relaciones familiares, el país y hasta la propia
cultura. En otras palabras, gnoseología, apetencia de saber, espíritu de
indagación e impulso para buscar más allá de las fronteras el eje griálico de
nuestra nueva existencia.
Tanto en el ámbito cristiano primitivo como en el sufismo clásico existe
la teoría de que en cada ser humano hay dos entidades: la tosca y la
angélica, la opaca y la transparente, la horizontal y la vertical. Pablo, que
denomina a esta realidad la de «los dos Adanes» o bien la del «alma
viviente» y la del «espíritu vivificante», revela en esa teoría un saber muy
profundo. Al especificar que un Adán precede al otro, que primero hay
cuerpo carnal y luego cuerpo espiritual, el apóstol está indicándonos dos
cosas: la primera de ellas relativa al factor tiempo, pues somos hijos de una
familia y de una época y eso supone un determinismo; la segunda, que
colmado ese nivel existencial y biográfico se abre para nosotros, si tal es
nuestra voluntad, una segunda opción en la que nada está determinado y se
es, de hecho, anímicamente libre.
Es entonces cuando la soledad aparece como maestra. Es entonces
cuando la soledad revela tanto sus aristas como sus ángulos, el pavor que
nos produce como los dones que nos ofrece.
«Así también está escrito –leemos en 1 Corintios 15, 45– fue hecho el
primer Adán ánima viviente; el postrer Adán es espíritu vivificante. Mas lo
espiritual no es lo primero, sino lo animal; luego lo espiritual. El primer
hombre es de la tierra; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo [...].
Y como trajimos la imagen del terreno, traeremos también [en hebreo
labashnu] la imagen del celestial.» Es, entonces, hacia esta imaginem
caelestis que evolucionamos y nos movemos, superando, de etapa en etapa,
la fuerza de la gravedad terrestre y sus consecuencias. Al observar,
detenidamente y con atención ese labashnu hebreo, volvemos a
encontrarnos a leb, el corazón, o sea los senderos de sabiduría de la kábala
cuyo recorrido y frecuentación deben acercarnos a la imagen celeste del
Ser. Si a ese hallazgo le sumamos la raíz shnu, también presente en
labashnu, y cuyo significado es «cambio, cambiar, modificar», habremos
dado con la llave de la transformación del primer hombre en el segundo:
una metamorfosis que es de orden cordial e interno, pues permanece el
mismo cuerpo, pero su visión del mundo ya es otra. Antes respondía al
medio, ahora es libre de él; antes se movía según los dictados horizontales
de los sentidos; ahora oscila de esfera en esfera de comprensión más allá de
lo visible. Antes era un ánima viviente que dependía del soplo de otro;
ahora es un espíritu viviente capaz de animar a los demás.
En qué momento se va de un hombre al otro, de lo carnal a lo espiritual,
atañe a cada quien y es un misterio que concierne al destino personal. La
ley de la carne exige primero su mantenimiento y luego su reproducción,
pero la ley de lo espiritual está por encima de ambas instancias, vive en los
intersticios y es, sobre todas las cosas, una cuestión de conciencia y lucidez.
Pablo afirma que las dos tendencias son, empero, constitutivas, que
venimos con ellas al mundo y que si solo conocemos la primera es como si
fuéramos un grafito que nunca aspira a devenir diamante. Seres pasivos
incapaces de actuar guiados por la luz del Espíritu.
Lo curioso, lo interesante para un estudioso de las lenguas antiguas, es
que el vivificante citado en el texto paulino es, en su versión hebrea,
mejaiéh, que da ni más ni menos que la palabra que aún suena en el idish:
mejaie, un placer, una alegría, una satisfacción, de donde todo aquel que la
obtenga o experimente estará girando, de manera súbita y feliz, de un
estado de triste opacidad al brillo de un disfrute que nos estaba esperando.
La idea del apóstol es paralela a la creencia gnóstica de que hay un ser de
luz en el hombre de carne que somos y que basta una pequeña mutación
para que podamos, al fin, irradiar como las estrellas. Esa mutación, aunque
nos parezca mentira, puede producirse por una sola y simple palabra. Tal
vez lo que separe un hombre de otro sea un parpadeo.
La partición que Pablo hace del ser humano bíblico en un antes y después
de la comprensión y en términos de ánima viviente y espíritu vivificante, es
decir, en ser pasivo y ser activo, se comprende mejor cuando se sabe que en
el mundo de creencias imperante en todo el Oriente Medio de esa época se
creía que en el ser humano había una chispa de fuego divino que ansiaba
volver a él. Hoy día es el sufismo el que mejor conserva esa vieja idea. Para
los kabalistas, por su parte, esa chispa sería la alef de adam, la primera
huella de lo infinito en ese ser finito que somos. En los Evangelios,
concretamente en 1 Corintios 15, 49, allí donde el latín escribe imaginem y
el griego anota eikona («icono»), vemos que el hebreo –fiel a unas
resonancias cuyas raíces están en el libro del Génesis– dice nilbeshna dmut,
«vestimos una semejanza», dejándonos ver, con una nitidez asombrosa,
cuatro letras capitales que forman dos palabras más esenciales aún: dam y
leb, «sangre» y «corazón» respectivamente.
Por tanto, es entre el corazón como eje del circuito circulatorio y la
sangre como cinta periférica transportadora de oxígeno que circula esa
imagen, la cual, según el apóstol, es celestial. El primer Adán, entonces,
padre simbólico de la Humanidad, va, como se ha dicho, de lo uno a lo
múltiple, en tanto que el segundo Adán –Jesús– sería el encargado de
devolver lo múltiple a lo uno a partir de un conocimiento celeste que ya
estaba, ciertamente, contenido en el Génesis 1, 27 y que necesitaba de
tiempo e historia para ser revelado a los hombres. En efecto, el primer
hombre será hecho a imagen, betzelem, del Creador, mientras que el
segundo enseñará desde la cruz, mi-tzlab, de modo que el secreto de esa
semejanza pasa por conocer el misterio del color o tzeba.
Cuando, y en pleno Siglo de la Luces, Goethe dijo que «los colores son
los actos y sufrimientos de la luz», estaba haciéndose eco –tal vez sin
proponérselo– de un viejo conocimiento que la kábala conserva aún hoy en
su caudal de saberes: el que sostiene que todos los colores proceden de una
única luz blanca, la cual en sucesivas ondas y polarizaciones, difracciones
y síntesis, da apariencia y matiz a la realidad que nos rodea. Así pues,
mientras el primer Adán o Adam es básicamente adom, por el color rojo
que lo define, sangre mediante, como criatura viva e inmanente, el segundo
Adán es blanco, labán, y trascendente. Portador de un tono cuya mayor
propiedad es devolver toda la luz que recibe restituyendo, a quien en él se
mire, la cándida inocencia del origen. Haciendo pasar de nuevo el arcoíris
de las diferencias por las transparentes gotas de la igualdad.
Por otra parte, Pablo no quiere que ambos Adanes se separen, se
necesitan el uno al otro como ¡los dos mantos –el rojo y el blanco, uno por
fuera y otro por dentro– coexisten en Jesús! Bien lo dicen los chinos, una
vez yin y otra vez yang. Hay sucesión, no exclusión o separación. Sucesión.
El segundo Adán sigue al primero, y al mismo tiempo nace de mujer como
el primero para levantar lo caído o transfigurar lo natural en sobrenatural.
Carne y sangre son rojas, pero el binomio anímico espiritual es, en nosotros,
blanco, luminoso, de ahí que siguiendo los treinta y dos senderos de la
sabiduría del corazón y viajando por el circuito circulatorio mediante la
enseñanza de las letras lleguemos, poco a poco, a descubrir el radiante foco
de luz de lo que el apóstol denomina con certeza «la imagen celestial».
Para el buscador, para el explorador que sabe estar solo en la mina de su
ser, el áureo venero de la música callada le hace oír mensajes y melodías
liberadoras.
Es bien sabido que en los primeros siglos del cristianismo existió una
técnica de meditación llamada filocalia, amor a la belleza interior,
practicada por monjes y monjas griegas, que consistía –básicamente– en
llevar un mantra de una o dos palabras al corazón, meditación que
comenzaba por entrar con la imaginación por el ombligo y llegar, por fin, al
centro cordial hasta que la voz el meditador y sus latidos fueran una y la
misma cosa. El propósito de ese trabajo era alcanzar la luz tabórica, una
transfiguración que bien podríamos llamar gracia, lo cual se lograba tras
años de paciencia y práctica. Pero como el cristianismo era, en mucho,
heredero de la tradición hebrea de los esenios que vivieron cerca del mar
Muerto, encontramos su equivalencia en el arte de interpretar familiar a
esos meditadores. La kábala o tradición, que, apelando a las letras y los
números, logra afinar la percepción hasta alturas insospechadas. Por
ejemplo, y si sumamos los valores del Tetragrama (26), el Nombre Inefable
del Creador, al del corazón o leb (32), alcanzaremos la cifra, el número
correspondiente al vocablo jen (58), «la gracia». A su vez, y en este caso,
cabría preguntarse qué es la gracia.
Ese desgranar constante de cifras y letras que nos acerca a la gracia no es
otra cosa que un destilar lo que ella misma contiene en tanto que jokmáh
nisteret o «sabiduría oculta». De tal modo que, llegando con la cabeza al
corazón y volviendo de este a la cabeza, se pueda atisbar el continuum, la
mente única o el orden implicado que diría la física actual. Una realidad que
lo envuelve todo, que es el todo y acrecienta en nosotros la sensación de
sentido y paz.
Por otra parte, la cifra de la gracia todavía nos lleva a otra parte,
igualmente importante: la palabra cajól (58), que significa azul, azul cielo.
De tal manera que el lugar en el que estamos ya es el eje del cielo al que
aspiramos. Existe un hermoso relato japonés de la tradición zen que ilustra
a las claras esta experiencia. Dice así:
El maestro zen Rin Bai, «Bosque de Ciruelos», llevó a sus alumnos a las
afueras del monasterio para dar un paseo tal y como era habitual en esa
época del año. Su bastón de bambú, heredado del pintor To Ka, «Lámpara
de Fuego», sostenía su cuerpo magro y enfermo.
–La belleza es una herida que no se cierra nunca –comentó, dibujando en
el vacío el ideograma kokoro, «corazón». Cuatro trazos de aire en el aire.
Nadie dijo nada. Entre las horas de esa luminosa mañana la brisa movía
esencias y perfumes, entidades misteriosas y rezagados pólenes. Aunque
estaban habituados al estilo elíptico del maestro, a su palabra anudada y
punzante, que la belleza fuera una herida era demasiado doloroso para
aceptarlo sin ninguna explicación.
–Tendeos en el suelo, sobre la hierba, boca arriba –dijo Rin Bai.
El celeste de la bóveda primaveral se extendía, uniforme, por todas
partes, revelando la perfección del espacio, el tono exacto de su serenidad.
–Abrid y cerrad los ojos rápidamente –dijo el maestro–. A cada parpadeo
debe corresponderle un latido. A cada percepción de la belleza, su
abandono inmediato. Llamo herida al tiempo y sangre a la conciencia que
tenemos de su irreversibilidad.
Desde el suelo, un joven discípulo, espontáneo y menos cauto que los
demás, preguntó:
–Entonces, ¿qué es la belleza?
–Los ruiseñores no ven el canto que en la maraña ocultan. El bosque deja
pasar la música que le regalan. La hierba no se queja de vuestro peso. Pero,
aun así, el corazón del cielo cabe enteramente en vuestro corazón.

Al repasar de nuevo la expresión ve-inafash que desde el pasaje del Exodo


31, 16 nos está recordando que el Creador dio un suspiro de alivio cuando
decidió descansar, y observar que coexisten en ella tanto nafshó como
nafshí, mi alma como la suya, percibimos de inmediato que el séptimo
momento del Génesis es, también, el del reencuentro, así sea simbólico, del
Creador con su criatura, del Amado con la amada, del Espíritu con el alma.
Al cesar voluntariamente toda actividad intencional, todo espíritu de lucro,
mientras nos limitamos simplemente a ser y al Ser, se produce el tan
preciado intercambio entre el macro y el microcosmos renovándose, de ese
modo, por mediación del reposo consciente, primero el sistema respiratorio
y luego el circulatorio.
Pero dado que ese suspiro –semejante al que emitimos con frecuencia
cuando llegamos bien a un sitio o nos sentamos, por fin, tras haber realizado
nuestra tarea–, ese soplo de relajación, decía, lleva también el nombre de
anajáh y porta en su interior la raíz náj, «tranquilidad y descanso», es obvio
que solo cuando estamos tranquilos podemos suspirar a gusto y, al revés:
durante el reposo cada suspiro revela la marca de nuestra tranquilidad.
Pareciera, entonces, en el ámbito que el sábado o shabat propicia y del cual
extraemos múltiples enseñanzas, que la realidad se da entonces vuelta como
un guante para mostrarnos el interior de las cosas. Así, por ejemplo, si se
invierte náj y con una ligera variación vocálica se convierte en jen, pasamos
del reposo a la gracia en un instante, en un abrir y cerrar de ojos.
Habitare secum. Vivir con uno mismo, vivir dentro. La soledad es la
escala celeste, la que hace crecer los lóbulos, la que acaricia el alma. La
más profunda razón por la cual la sabiduría orilla siempre la soledad, radica
en que esta potencia y abre nuestros sentidos. Así como nuestra pupila se
cierra por exceso de luz y se abre al máximo en la oscuridad, del mismo
modo la ruidosa compañía nos cierra el camino hacia lo esencial y la
soledad lo abre gradual o súbitamente. Habitare secum implica también
revisar nuestros sueños, leer entre líneas los sucesos que enhebran nuestra
vida hasta comprender su intención profunda.
En la arquería zen, arte de altísima concentración, hay tres momentos
claves: 1) la obtención del arco y la identificación del blanco o la diana; 2)
la tensión del mismo y su dilatación paralela a la respiración serena, y por
fin, 3), el disparo sin pensamiento, sin ego. Así, una y otra vez, hasta que
esos tres momentos no son más que uno y, poco a poco, el arquero se va
acercando al centro, donde lógicamente está el valor más alto, la
recompensa total a semejante esfuerzo. Curiosamente, en el yoga
tradicional de la India, y respecto del mantra Aum se dice lo mismo: cada
sujeto meditador es la flecha que por obra del arco fonético compuesto por
las tres letras del citado mantra llega a Brahma, alcanzando así el corazón
del Ser. Para que tal cosa suceda, el practicante debe abandonar el yo, es
decir, cesar de pensar en un beneficio inmediato y material. La recompensa
de la que se habla es, en términos jasídicos, alcanzar la hitlahabut, «el
entusiasmo».
Entusiasmo es una palabra de origen griego que significa tener –a-dios-
adentro, endo o ento– sasmos. Entusiasmo, dice Sócrates en el diálogo
platónico Ion, es lo que provocan las obras de los poetas o los músicos y se
caracteriza por un sentimiento de empatía sanguínea, una rápida y excitante
reverberación solar que recorre las venas y arterias del sujeto hasta hacerlo
parpadear de emoción tras haberse entregado a la magia de la comunicación
invisible. Mientras la alegría es colectiva, el entusiasmo en individual. En
tanto la primera suele canalizarse y celebrarse hacia fuera, el entusiasmo es
interior, subjetivo, endodérmico. Por su énfasis en el trabajo psíquico de
cada individuo, el jasidismo quiso profundizar en un viejo concepto hebreo
que ya había sido estudiado por la kábala luriana en Safed y en el siglo XVI.
A diferencia de la tradición cristiana, que desconfía de la alegría y no se
propone la felicidad terrestre como meta, en el judaísmo la alegría es un
bien apreciable, una mitzváh o deber. Tan solo san Francisco de Asís y en la
Europa del siglo XIII, caso único y poco frecuente, parece haber
comprendido el valor pecaminoso de la tristeza y la acedia o indiferencia de
ánimo. De ahí que recomendase a sus discípulos buscar la alegría, tender al
optimismo en cualquier circunstancia vital.
Cuando el Baal Shem Tov diga, en pleno siglo XVIII: «En la tristeza el
alma se exilia, en la alegría vuelve al cuerpo», estará estableciendo un
punto de partida para sus seguidores, una idea a considerar. Cumplida la
erección de los dos primeros pilares, intención y apego, se trataría ahora de
abrir el corazón a la llama cósmica que lo alumbra, volverse consciente de
ello y sentir, así, entusiasmo, pues el ser humano es mucho más que un
organismo físico determinado por la opacidad de sus órganos y límites.
Para realizar esa apertura, no tenemos, hoy y aquí, mejor camino que ver
cómo sucede eso, cómo se da ese proceso en la misma palabra hitlahabut o
entusiasmo, equivalente del concepto griego. Abierto como un abanico
entonces, el citado vocablo revela en su interior nada menos y nada más que
la llama o lahab, una llama que se halla debajo o dentro, tat, del hombre,
representado aquí por la letra vav, criatura a quien el Creador ha dejado una
chispa de su Espíritu, la letra hei, en prenda y custodia y con el fin de que
busque así al dueño real de ese tesoro subcutáneo y acceda por fin a sus
riquezas. Dos vías son posibles: o abrimos nuestro corazón para que se
manifieste la huella del Espíritu que lo hace latir o, sin abrirlo, lo ponemos
en contacto con la letra hei y dejamos que sea ella la que lo haga cuando
llegue el momento adecuado.

Leemos en el libro del Deuteronomio 33, 3 que Moisés bajó del Sinaí «con
la ley de fuego en su mano». Expresión a partir de la cual los maestros
infieren que esa eshdat, esa enseñanza ígnea, ese conocimiento encendido,
por su equivalencia con la expresión shab ba-et, indica un regreso al origen
a través del misterio alfabético que oculta y a la vez protege su propio
valor, al tiempo que alude a la ley por mediación de la cual cada cosa se
transforma en otra tras haber iluminado su cometido. En efecto –y según
puede verse en la parte alta del Árbol de la Vida que está regida por el
fuego–, esta poderosa energía subyace también en el cerebro humano y está
allí para ser descubierta y empleada gradualmente. Ya que, de otra manera,
si toda ella estuviera a nuestra disposición de entrada, su mal uso nos
acarrearía más problemas que ventajas.
Como gran parte de la efectividad de esa ley ígnea está oculta, el primer
paso será salir en su búsqueda, seguir las huellas dejadas por otros en su
camino de realización. Recordando en todo momento que el fuego, maestro
y agente de todas nuestras transformaciones cuya doble naturaleza celeste-
infernal es conocida desde antiguo, no se puede manipular directamente,
requiere una atención suprema en su encendido y mantenimiento. Para ello
los alquimistas medievales acuñaron la expresión «la luz es fuego frío, el
fuego luz caliente», indicando con ello que había que enfriar la materia;
esto es, atemperarla, calmarla, llevando el ardor del fuego a la serenidad de
su luz. Los kabalistas sostienen, por su parte, y de acuerdo con lo
precedente, que todo el saber está ya en el cabeza, pero es el corazón el que
debe extraerlo de allí. Agregándole, pues, una letra, la hei del Espíritu, el
corazón o leb se convierte en la llama, lahab, al mismo tiempo que
quitándole una letra a rosh, la cabeza, en este caso la reish, esta deviene
puro esh, fuego.
Así las cosas, para ir a por el fuego de la revelación y el entusiasmo hay
que pasar antes por la comprensión de su ocultamiento previo. Si hay algo
que está siempre amagado y espera su momento para revelarse, ese es el
fuego, y si existe algo que al revelarse muestra que es eterno, igual a sí
mismo y esclarecedor siempre, ese es el fuego.
«El alma no ha menester más que desnudarse –escribió el poeta de
Fontiveros– de estas contrariedades y disimilitudes naturales para que Dios
se le comunique sobrenaturalmente por gracia.» Una desnudez que en casi
todas las tradiciones culturales aparece como el sello de origen, el estadio
primordial de la condición humana. Ese estado paradisiaco en el que
estuvimos y al que ansiamos regresar, por tanto, no está vestido, arropado
de cultura, ni de prejuicios ni, como dice el santo, de disimilitudes. Es
espontáneo, cándido, inocente, fresco y, por lo tanto, un buen soporte para
la gracia. En él todo es semejanza. Más adelante, en otro lugar de su obra,
Juan de la Cruz sostiene que para hallar el alma «hay que vaciar el arcón
[cuerpo]», se supone que de ropas, enseres y cosas que el tiempo guarda a
veces sin propósito definido. En las viejas casas castellanas ese arcón era, a
veces, el único mueble disponible además de la mesa y el lecho. El alma
estaría, allí, debajo de todo lo que vino después, ya que, según el mito
bíblico, es lo primero que el Creador puso en el ser humano. Curiosamente,
los sufíes piensan que ese proceso de búsqueda del alma para, una vez
hallada, comenzar a trabajarla, a modelarla, a cincelarla, es como darle la
vuelta a un guante: el cuerpo debe introyectarse y el alma extrovertirse, el
cuerpo debe borrarse y el alma revelarse. Sin embargo, quizás por pudor
semítico, no hablan de ninguna desnudez. En la tradición bíblica hebrea la
palabra para desnudez es, entre otras, jashifá, en la que vemos incluida la
raíz jofesh, «libertad, liberación, independencia». De donde es fácil inferir
que la desnudez a la que se refiere el poeta concierne a un estadio
despojado de todo condicionamiento previo, de toda sujeción a las
contrariedades y disimilitudes.

«Para conseguir la gracia y unión del Amado –prosigue el santo–, no puede


el alma ponerse mejor túnica que esta blancura de fe.» Aquí, más que la fe
en sí, interesa destacar el blanqueo, la purificación, el alejamiento de toda
oscuridad y toda duda, operación para la cual desde luego que se necesita
fe. Para Juan de la Cruz existía una correspondencia entre las tres libreas
del alma: «fe, esperanza y caridad», y sus colores: blanco, verde y rojo. Que
la alquimia, por su parte, denominó albedo, viriditas y rubedo. Esas libreas,
como las pieles de una cebolla, tenían, empero, un orden: en lo más hondo
el o lo blanco, en medio el verde y por fuera el rojo, pues el amor solo se
puede sostener si la esperanza transparenta la fe en él. Esto es, una cosa es
el amor pasión y otra la pasión de amar sin límites ni condicionamientos ni,
mal que nos pese, sujetos sobre los cuales proyectar muestro ego. Así como
de la luz blanca surgen todos los colores, así surgen, de la gracia recibida,
todas las otras modalidades de los buenos sentimientos.

En el lenguaje de la óptica, se dice que un cuerpo es blanco cuando en el


espectro están presentes todos los colores. Por tanto, el blanco es la emisión
de frecuencias electromagnéticas de la luz solar no descompuesta en los
colores del espectro. Para los maestros de la kábala, que siempre tienen
presentes el Fuego Negro y el Fuego Blanco con los que fue dada la Torá en
el Sinaí, habría una luz que va y no vuelve, y otra luz que sí vuelve, or
jozer. En otras palabras, un viaje del negro de la pupila hacia la luz blanca,
y otro de esta al centro de la pupila. En el primero salimos al mundo y su
multiplicidad, en el segundo regresamos de esa multiplicidad a nuestra
propia y unitaria individualidad. Es maravilloso que la simple pupila o
ishón, como reza el proverbio bíblico, contenga toda la «enseñanza».

Ningún pueblo sobre la faz de la tierra ha sido tan especulativo y minucioso


en su pensamiento como el hindú. Fueron los hindúes, los primeros en
acompasar la flexibilidad mental con la física, los primeros en aventurarse
en los estadios múltiples del Ser, como los llamó Guénon. La prueba de su
esfuerzo en pensar el cuerpo y sus funciones la tenemos en la idea de
gracia, prasâda, que significa muchas cosas a la vez: 1) claridad, esplendor;
2) tranquilidad de ánimo; 3) benevolencia o merced divina, y 4) ofrenda de
alimentos que se presenta a una divinidad o a un maestro. Si comenzamos
por esta última, vemos intervenir la gratitud que, como no podía ser menos,
participa de la gracia. Nada parecido a la figura del gurú existe en
Occidente, por lo menos no en nuestros días. Se trata de una devoción fuera
de serie, que leída desde lejos podría tomarse por servilismo y en realidad
no es sino puro afecto, entrañable cariño por quien nos abre las puertas
hacia nosotros mismos. No se trata de que los maestros encarnen o no a una
divinidad, sean buenos didactas o portadores de algo dévico (angélico),
antes bien representan de uno u otro modo lo que queremos ser. Son
personas realizadas que se han entregado a la exploración psíquica y han
hallado, tras mucho esfuerzo y constancia, lo que siempre está allí: prasâda,
«la gracia».
Un joven que había decidido seguir la vía de la evolución interior acudió
a un maestro y le interrogó:
–Guriji, ¿qué instrucción debo seguir para hallar la verdad, para alcanzar
la gracia de la más alta sabiduría?
El maestro le dijo:
–He aquí, jovencito, todo lo que yo puedo decirte: todo es el Ser, la
Conciencia Pura. De la misma manera que el agua se convierte en hielo, el
Ser adopta todas las formas del universo. No hay nada excepto el Ser. Tú
eres el Ser. Reconoce que eres el Ser y habrás alcanzado la verdad, la más
alta sabiduría de la gracia.
Pero el estudiante no se sintió satisfecho y dijo:
–¿Es eso todo?, ¿no puedes decirme nada más?
–Tal es toda mi enseñanza –aseveró el maestro–. No puedo brindarte más
instrucción.
El joven se sentía muy decepcionado, pues esperaba que el maestro le
hubiese facilitado una instrucción secreta y algunas técnicas muy
especiales, incluso un misterioso mantra. Pero como realmente era un
buscador genuino, aunque todavía muy ignorante, se dirigió a otro maestro
y le pidió instrucción mística. Este segundo maestro dijo:
–No dudaré en proporcionártela, pero antes debes servirme durante doce
años. Tendrás que trabajar muy duramente en mi ashram. Por cierto, hay un
trabajo ahora disponible. Se trata de recoger estiércol de búfalo.
Durante doce años el joven trabajó en tan ingrata tarea. Por fin llegó el
día en que se había cumplido el tiempo establecido por el maestro. Habían
pasado doce años; doce años recogiendo estiércol de búfalo. Se dirigió al
maestro y le dijo:
–Ya no soy tan joven como era. El tiempo ha transcurrido. Han pasado
una docena de años. Entrégame ahora la instrucción.
El maestro sonrió. Parsimoniosa y amorosamente, colocó una de sus
manos sobre el hombro del paciente discípulo, que despedía un rancio olor
a estiércol, y declaró:
–Toma buena nota. Mi enseñanza es todo el Ser. Es el Ser el que se
manifiesta en todas las formas del Universo. Tú eres el Ser.
Espiritualmente maduro, al punto el discípulo comprendió la enseñanza y
obtuvo la gracia de la iluminación. Pero cuando pasaron unos momentos
reaccionó y dijo:
–Me desconcierta, maestro, que tú me hayas dado la misma enseñanza
que otro maestro que conocí hace doce años. ¿Por qué habrá sido?
–Simplemente porque la verdad no cambia en doce años, tu actitud ante
ella sí.

En el fondo, pero también en la superficie, la gracia parece ser una


conexión total con el cosmos, la comprensión de que todo está en su sitio y
las coincidencias ocupan el lugar de los desfases, las sincronías alegran el
alma y la predisponen a continuar viviendo desde un nivel más elevado. Un
significativo pasaje de las Upanishads, texto clásico de la India, cuenta que:
«El sabio Shandilya estaba enseñando la famosa doctrina de la identidad del
alma individual con el Ser cósmico. Afirmaba: “En verdad, todo el universo
es Ser. Debemos reverenciarlo en paz, puesto que por él vivimos, nos
movemos y nos disolvemos. Una persona es mente, su cuerpo es hálito, su
forma luz, su idea verdad, su sí-mismo espacio. Contiene todas las acciones,
todos los deseos, todos los perfumes, todos los sabores. Abarca el universo
entero, nunca habla y carece de cuidados... Esta Alma mía que está dentro
de mi corazón es más pequeña que un grano de arroz, cebada o mijo, más
pequeña que una semilla de mostaza o que el núcleo de un grano de mijo.
Esta Alma mía que está dentro de mi corazón es más grande que la tierra,
más grande que el aire, más grande que el cielo, más grande que todos los
mundos. Esta Alma mía que está dentro de mi corazón es ese Ser. Cuando
me vaya de aquí, en él me fundiré”».

Aunque es difícil, podemos agregar una ilustración visual a tan espléndido


pasaje: los dos triángulos enlazados de la estrella de David, que muestran
cómo la interpenetración del microcosmos en el macrocosmos y viceversa
es motivo de una felicidad trascendente. El ser humano aparece así como
mediador, como punto de encuentro y realización cósmica. La idea de lo
que contiene la semilla también la hallamos, ciertamente, en los Evangelios,
allí donde Jesús dice que el Reino de los Cielos es semejante a un grano de
mostaza, pero mientras que la versión hindú no habla de un desarrollo, o
bien lo da por consumado, el maestro galileo explica que la realidad crece y
se expande y debemos aprender a ver lo grande en lo pequeño y, al revés, lo
pequeño en lo grande.

«Todos los movimientos naturales del alma –escribió Simone Weil– están
regidos por leyes análogas a las de la gravedad. Excepto la gracia.» Que
frase tan contundente provenga de una estudiosa del mundo clásico que
llegó tarde a la mística no sorprende. También Swedenborg, el genio
nórdico del siglo XVIII, pasó primero por las minas y la geología antes de
alcanzar la iluminación, lo que responde bien a la idea de san Pablo
respecto de que primero hay cuerpo material y después cuerpo espiritual; es
decir –en un lenguaje sencillo–, primero hay construcción y afianzamiento
del ego y luego su disolución si queremos ir más allá. En cierto modo
podemos considerar la ley de la gravedad y sus caídas –que desaparece en
el espacio exterior– como un parentesco entre estrellas y planetas, una
sujeción tan inevitable como pesada. Por el contrario, la gracia y sus
levitaciones van más allá de los nexos, tienen autonomía, son flotantes,
etéreas.
Nuestro propio peso y nuestra sombra son inseparables del volumen que
ocupamos en el espacio y de los límites que este nos impone. Lo físico,
sabemos, tiene una densidad que lo metafísico disuelve en sus teoremas de
luz. El cuerpo es, en cierto momento, la rampa de lanzamiento de un tipo de
vida en la cual sus reclamos, deseos, espesores, aparecen como secundarios
frente a las exigencias anímicas. No es que dejen de existir el vehículo
físico y la máscara de lo personal, pero todo parece indicar que las
levitaciones de la gracia no requieren de ningún truco del intelecto o de la
voluntad tanto como de un corazón intrépido y lleno de fe. Y, aun así, en la
misma expresión «tocado por la gracia» parece intervenir una causa
externa, una fuerza superior que actúa, claro está, sobre las predisposiciones
internas. En los vuelos chamánicos, tan bien estudiados por M. Eliade,
observamos que se realizan para el bien de la comunidad, pues los
medicine-men van en busca de las ánimas perdidas, los enfermos y los
extraviados, prestándose a toda suerte de pruebas y dolores físicos antes de
«ascender». Muchos entran en un estado cataléptico, quedan como muertos
mientras sus almas viajan. Otros, en cambio, se elevan por encima del suelo
y literalmente vuelan o así lo parece, como si no pesaran nada, como si la
gracia los hubiese aupado en las alas de lo ingrávido.
Los estudios realizados sobre la vida y obra del santo católico José de
Copertino (1603-1663), nacido en Copertino con el nombre de José María
Desa y conocido primero como un hombre de pocas luces y con gran
dificultad para estudiar, pero de una proverbial humildad y buen corazón, y
luego como una persona excepcional en la que vemos encarnada, reflejada
de manera nítida, la gracia del vuelo remarcan sus proezas físicas. Al
parecer, entró en éxtasis en muchas ocasiones. En tales estados no sentía
nada aunque le pincharan, le pegaran o le quemaran con velas encendidas.
Lo único que lo hacía volver en sí era la voz de su superior. Cuando
retornaba de tales trances, solía pedir perdón a sus compañeros franciscanos
diciendo: «Excúsenme por estos ataques de mareo que me dan». Copertino,
pues, estaba dotado del don de la levitación. Se le registraron más de setenta
sucesos en los que no solo no tocaba el suelo con los pies, sino que se
desplazaba por el aire como un títere sujeto a cuerdas invisibles. Sus
superiores debieron excluirlo del coro porque solía ocurrir que, cuando
entraba en éxtasis, se elevaba por encima de los demás distrayendo al
personal.
Incontables enemigos empezaron a decir entonces que se trataba de
meros inventos y lo acusaron de engañador. Un superior de los franciscanos
fue enviado para que José lo acompañase ante el papa Urbano VIII, el cual
deseaba saber si era cierto o no lo que contaban de él, de sus frecuentes
éxtasis y levitaciones. Copertino entró entonces en éxtasis y levitó, suceso
que presencio el papa y el príncipe protestante Federico, duque de
Brunswick-Luneburgo, quien quedó tan impresionado que se convirtió al
catolicismo. En muchos estudios realizados por expertos en el tema
religioso se señalan datos sobre otros personajes que levitaron en el mundo
de los santos: Francisco de Asís, Catalina de Siena, Felipe Neri, Pedro de
Alcántara, Francisco Javier, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Pero
ninguno tan cercano a nosotros y, por tanto, tan documentado, como el caso
de José de Copertino, quien es, ni más ni menos, que el santo de los
aviadores y de los estudiantes que tienen dificultades en sus estudios.
En el lenguaje alquímico se dice que «fuego y aire ascienden y agua y
tierra descienden», de donde cuando un ser es atraído por los dos segundos
elementos, succionado por esas tendencias descendentes suele tener una
vida terrestre, y por lo tanto gravitacional, tan inconsistente como poco
interesante. La ley de la gravedad provoca, sabemos, adhesiones y fijezas,
necesarias y también condicionantes, pero la experiencia de la gracia
conduce y nos impele a vivir lo incondicional.
Sabemos que satori es un término japonés que designa «la iluminación,
la comprensión profunda» en el budismo zen. El término se remite más a un
entendimiento pleno de la realidad que a ser tocados por la luz o la gracia.
No es un hecho intelectual y devocional, sino existencial; quien no lo ha
vivido difícilmente podrá hablar de él. Aquel que no ha entrado en su
corriente cree que todo está fijo. Tal concepto procede del chino wu,
«despertarse». El satori búdico describe, entonces, el momento en el que se
descubre de forma nítida y súbita que solo existe un presente indefinido,
creándose y disolviéndose en un mismo instante, por lo que el tiempo
pasado y el tiempo futuro son meras ilusiones, comodines que empleamos
porque el lenguaje lo permite. Según sostuvo el maestro Daisetsu Teitaro
Suzuki, el satori es la razón de ser del budismo.
En ocasiones se utiliza indistintamente la palabra japonesa kensho, que
no denota un estado permanente de iluminación, sino una suerte de gracia
que lo anticipa, algo que lo insinúa, para referirse a las inmediaciones del
fenómeno. Si para la tradición cristiana el concepto de gracia es
sobrenatural y no depende de la voluntad humana, y para el judaísmo jen o
la gracia es jokmáh nisteret, la sabiduría oculta que hay que buscar una y
otra vez a nuestro alrededor, algo que no es aparente sino que se enmascara,
para el budismo zen el satori es «ver dentro de la propia naturaleza»,
alcanzar a percibirse como no-separado, no-dual, no-aislado. Para alcanzar
esa visión, por tanto, cabe prepararse durante largos años, aprender los
secretos, oscilaciones y autoengaños de la mente con la supervisión de
alguien ya ducho en tales menesteres.
El maestro Gatsurin Shikan (1143-1217) escribió, tras alcanzar la
iluminación, el siguiente y modélico poema:

Un trueno bajo el claro cielo azul,


todos los seres de la tierra abren sus ojos;
todas las cosas bajo el cielo se inclinan juntas;
el monte Meru salta y baila.

Si si leen con atención sus líneas, se percibe con bastante rapidez que el
trueno no puede proceder de un cielo claro, o bien que ha detonado lejos de
mí, pero yo lo percibo cerca. Luego, que no es algo que solo me sucede a
mí, sino que se trata de un hecho colectivo y cósmico a un tiempo. En
cuanto a la inclinación, típicamente japonesa, es un saludo de cortesía ante
el magno, impresionante suceso que acaba de acontecer. En la última línea
se señala, gráficamente, el terremoto que se ha vivido. Lo más fijo no solo
se mueve, sino que además danza.
La soledad previa afina los sentidos. La posterior a la experiencia los
despliega.

Hacia 1825, el pintor japonés Hiroshigué se reveló como un diestro


entendido en peces, pájaros y plantas, que pintaba tras muchas mañanas y
tardes de observación. Formaba parte de esa cadena de genios que –como
Chokuan, Buntcho, Hokusai y Okio– recorrían distancias enormes para
estudiar un canto de pájaro o la disposición de unas plumas. Pero
Hiroshigué era algo más todavía: era un seductor que narraba sus
experiencias de artista con mucha gracia e ingenio, inventando detalles
inexistentes para mantener en vilo a sus discípulos, jóvenes de toda clase y
condición que se iniciaban en el arte del pincel y en la confección de papel
de arroz.
Hiroshigué dijo: «¿Me creeréis si os cuento que una vez, cuando
trabajaba en la serie sobre el Tokaido o la Gran Ruta del Mar Oriental, un
pequeño pájaro que todavía me cuesta identificar me pintó a mí?».
Las bocas de quienes lo oían, entre ellos una niña de seis años llamada
Taka, se abrieron entre la admiración y la intriga. Dudar de las historias del
maestro podía hacerse en otro sitio, no en su presencia. No en el mismo
momento en que las narraba. Hiroshigué tenía las manos pequeñas y finas y
los pies grandes, de caminador impenitente. Su boca jamás se torció para el
insulto o la adulación, y estaba tan llena de exclamaciones y suspiros por
todo lo que le rodeaba que decía que era una auténtica pena vivir tan poco.
Decía: «Cuando me vaya al otro mundo y Amaterasu, la diosa del sol, se
encuentre conmigo y me pregunte qué he sido en la vida, diré que aprendiz,
un aprendiz esforzado y entusiasta».
Solía reunir a sus discípulos cuando había acabado algún trabajo para que
le criticaran y corrigieran si acaso lo consideraban necesario. Claro que
nadie se atrevía a hacerlo porque el mismo maestro les había enseñado que
los defectos o hilos sueltos de una obra anuncian la forma de la siguiente.
Los rictus de hoy, sostenía, son expresión del carácter de mañana. Cada
excepción va camino de transformase en regla.
–Así fue –contó Hiroshigué ante su expectante audiencia–. Tras estudiar
el planeo del águila y las costumbres de las aves marinas, comer con la
familia Hideyoshi y echar una siesta en el Jardín de los Arces Llameantes,
abrí los ojos y descubrí que los vencejos volaban bajo. La luz parecía el
interior de un melocotón de otoño. Iba a levantarme y a recoger mis
bártulos cuando apareció el pájaro que os digo, tal vez un oruguero, quizás
un mosquitero. Dio tres o cuatro saltos en el suelo arcilloso y seco y se
alejó. Cuando por curiosidad fui a explorar el dibujo hecho por sus patas,
¡descubrí mi propio perfil!
Taka, la niña de seis años, aplaudió sin saber por qué. Los demás
sonrieron y callaron.
–Creedme –agregó Hiroshigué–, no somos los únicos artistas sobre esta
tierra. El martín pescador danza bajo el agua. La hormiga abre caminos de
ideogramas. El crisantemo enseña geometría al jardín y nadie celebra su
destreza. El arte más sublime nos precede.
Un pasaje tan famoso como profundo de los Evangelios dice, en Lucas 4,
22: «Y todos daban buen testimonio de él, y estaban maravillados de las
palabras de gracia que salían de su boca». Allí donde el original griego para
vocablos de gracia reza lógoi tis járitos, el hebreo transcribe divrei-jen,
recordándonos que esa palabra, jen, es una alusión anagramática a jokmáh
nisteret, la sabiduría oculta o secreta. Estamos, pues, ante un hecho
lingüístico que justifica en la persona del maestro la alusión al «verbo
encarnado». Un poco antes vemos al galileo entrar en la sinagoga de
Nazaret y subir a la Torá para leer unas palabras de Isaías que lo anticipan,
que predicen su aparición. Dirá, también en esas circunstancias, que la
Escritura se acaba de cumplir, es decir, que materializa su potencial. Impleta
est haec scriptura. El pasado y el futuro se alían en ese sorprendente
instante en que la gracia sale de su boca, pues no parece haber, en ese
tiempo, una maravilla mayor que su verbis gratiae. Sus sílabas y conceptos
de conocimiento. No vemos la idea de gracia tan relacionada con los
milagros como con las parábolas de Jesús y sus contenidos implícitos y
explícitos.

Si reparamos, una vez más, en la cifra de jen (58), observamos que la gracia
equivale a la expresión nogah, «claridad» (58), «esplendor», «brillo», y
también «Venus», el planeta del amor. El nexo del sentimiento de gracia
con la luz es comprensible, pero es que aún resulta más sorprendente
descubrir que en el libro de Apocalipsis Jesús se compara con la estrella
vespertina y el lucero de alba, es decir, con Venus. De donde la coherencia
textual resulta magnífica e inspiradora. En medio de todo esto, claro está, y
no podía ser de otro modo tratándose de palabras, está el acto de leer,
desenrollar y volver a enrollar el pergamino de la Torá. Un gran porcentaje
de esa sabiduría verbal radica en la capacidad de comprender e interpolar
que demuestra el maestro. No es ni será ciertamente el único, ya que
procede de una cadena iniciática que se remonta a Moisés y llegará, entre
otros, a Juan Crisóstomo (siglos IV-V), llamado así por tener «la boca de
oro», o sea gracia en su decir.

Al mismo tiempo que significativas, las palabras importantes nos ayudan a


callar, a callar profundamente. Cuando las oímos y hacen mella en nuestro
ánimo, pasa lo mismo que en las inmediaciones del satori budista: se
descorren velos, se desatan nudos, se izan las velas del alma para navegar
más libremente. Aba Poemen, un maestro de los que habitaron en el
desierto de la Tebaida, preguntó a Aba Antonio:
–¿Qué tengo que hacer?
El anciano le dijo:
–No confíes en tu propia bondad, no te preocupes por algo que ya se ha
hecho, controla tu lengua y tu estómago.
Hay un frase atribuida a Blaise Pascal que define la dicotomía del
pensamiento occidental: «Hay razones del corazón que la razón no
entiende». Según se infiere de tal juicio, corazón y razón viven una
existencia separada, incompatible. El plural ligado al corazón y lo singular
a la razón nos revelan una flexibilidad en el primer caso y una inflexibilidad
en el segundo. La razón tiende a lo exacto, el corazón vive de sus
inexactitudes. La razón, como el radio en el círculo, siempre mide lo
mismo. El corazón recoge y expulsa, se contrae y expande entre sus
contradicciones emocionales, nutriéndose de la diversidad sentimental. La
razón, para Occidente, es tributaria de la cabeza, mientras que las razones
del corazón pueden ser, con frecuencia, irracionales e imprevisibles.
Nosotros, los occidentales, estamos obsesionados, desde los griegos, por los
logros de la simetría, en tanto que los orientales saben que todo lo viviente
es asimétrico.
Por eso, cuando vemos dibujados en la palabra china para gracia, ën, el
ideograma hsin, «el corazón», junto a yïn, «la razón o causa»,
comprendemos que no es así para los orientales, quienes no creen que la
gracia sea algo sobrenatural y con frecuencia inaccesible. No racional y
excéntrico. Se trata, más bien, de algo que la mujer o el hombre adultos
tienen inscrito en su interior, bien guardado en su intimidad para cuando la
ocasión necesite de la fineza de sus rasgos. Entonces, si la gracia tiene una
causa de ser, un motivo por el cual existe, este no puede ser otro que su
consecuencia moral, la benevolencia o la compasión hacia los demás. De
manera que no se trata de una emoción exógena, que viene del afuera, sino
de una realidad endógena, gestada en lo más hondo de lo hondo y que tras
manifestarse se extravierte como bondad y delicadeza. Cuando miramos los
dos ideogramas con atención y reparamos en que el corazón está abajo y la
razón o causa arriba, recordamos el sï o meditar chino, compuesto del
binomio corazón-cabeza. Así pues, la meditación es, en el fondo, una tarea
que se propone simultanear lo cordial y lo mental, las razones y la razón.
Sin embargo, no podríamos sostener que la gracia es algo que nazca de la
meditación por mucho que esta la favorezca, pues si así fuera nuestra
voluntad podría buscarla, seducirla, atraerla, y no es así. Tanto en Oriente
como en Occidente debemos estar predispuestos para celebrar su aparición
ya que esa misma actitud es el umbral de su dicha, la invitación a su fiesta.
Mientras que cantar solo, en viaje, caminando, en un bosque, en medio de
nuestra azarosa búsqueda, nunca es interpretado como un signo de desvarío,
reírse en la calle y a solas puede ser tomado como un rasgo de demencia. La
risa es una argamasa social, un lubricante psíquico que mejora la
articulación de las partes; lo cual hace de la soledad un camino hacia la
gracia antes que hacia lo gracioso.

El Nuevo Testamento denomina charis, «gracia», a lo que el Antiguo


Testamento llama jen, pero mientras los antiguos hebreos –recordemos–
consideraban que esta era una suerte de sabiduría secreta o jomkmá nisteret
que el ser humano no solo no ha perdido, sino que puede, eventualmente,
reencontrar, los cristianos –con su doctrina de la caída y el pecado original–
invalidaron todo esfuerzo humano por reconquistarla, salvo que el Creador
quisiera darla a sus escogidos. Teológicamente se distinguen tres tipos de
gracia en la tradición judeocristiana: 1) la habitual o santificante, que se
recibe normalmente a través de los sacramentos; 2) la actual, que es un
impulso divino, no humano, con vistas a la realización de actos meritorios y
que también puede ser concedida a los no bautizados, y por fin 3) aquella
preexistente, pero a la que rara vez se tiene acceso.
Como podemos ver, esta gracia supone esfuerzos, trabajos y
recompensas, no es siempre segura ni permanente ni tiene, por supuesto,
nada que ver con la vida del cuerpo. Por el contrario, pareciera como si la
vida somática la negara. También en el ámbito hindú, prasada, «la gracia»,
indica un favor divino que arrastra consigo sada, «un siempre, un
sentimiento continuo, una especie de beatitud serena y constante». Se dice
que es posible obtenerla, pero no almacenarla. Podemos disfrutar de ella
pero no poseerla. Por otra parte, como la raíz sánscrita prad indica
«delante», los sabios sostienen que la gracia es aquello que siempre nos
impulsa a ir hacia delante, que nos ayuda a existir, pues desea que vivamos
más y mejor. Los chinos, por su parte, la denominaron, ya lo hemos dicho,
ën, agregándole el sentido de algo elegante, bello y también gracioso, de
donde no dividieron, como los occidentales, la gracia de lo gracioso, un
estado de bienestar espiritual de otro físico. Ateniéndonos, entonces, al
criterio de Simone Weil, para quien la gracia era levitante e ingrávida,
aquella se separa de lo gracioso, en la tradición cristiana, precisamente en
relación con lo que conocemos por caída.
Una buena carcajada, una buena risa, provocada por la irrupción de lo
gracioso, nos dobla en dos propiciando, a veces, una caída incruenta, a
propósito de la cual podemos decir que se produce porque el diafragma se
afloja y el mundo emocional se relaja por completo. Así, nuestras anatomías
caen en desgracia o en gracia según sean sus experiencias y sentimientos. Y,
sin embargo, existe una conexión profunda entre la gracia, que no soporta la
idea de la caída, y lo gracioso, que la busca, y esa relación, ese parentesco,
estriba en que ambos estados propician un ánimo feliz, bienaventurado. No
obstante, mientras que por la gracia debemos trabajar, hacer méritos y así
jamás estamos del todo seguros de ser merecedores de ella, lo gracioso se
ofrece a todos sin discriminación, es más democrático y abierto. La gracia
está situada una octava más allá de lo gracioso, tiende a las nubes, busca lo
etérico e incorpóreo en definitiva, en tanto que lo gracioso nos enseña a ser
piadosos con la estructura, defectos y vicios de nuestro cuerpo, y de ese
modo con la existencia humana tal y como la conocemos. La gracia es
privilegio de santas y santos; lo gracioso un don de cómicos del que
cualquiera puede gozar y participar. La gracia es celeste, lo gracioso
terrestre. Hasta que un día descubrimos que tierra ya está en medio del
cielo que ansiamos y entonces gracia y gracioso se convierten en latidos del
nuestro único corazón. Polos alternos de una misma corriente vital.
El viajero espiritual inicia su marcha hacia su casa anímica, su morada
más alta, cuando se siente solo, abandonado, apagado. Para los sufíes esa
ruta es un zhkir, «un recuerdo», «una evocación»: lo tuvimos cerca, era
nuestro y lo perdimos. Perdimos la gracia. El tesoro está bajo la planta de
nuestros pies, pero no lo buscamos allí.
Hay un famoso pasaje en El evangelio de Tomás, muy poco conocido y,
sin embargo, de extraordinario valor, que reza así: «Si os dicen: “¿De dónde
habéis nacido?”, decidles: “Hemos nacido de la luz, allí donde la luz ha
nacido de sí misma. Ella se ha alzado y se ha revelado en su imagen
[icono]”. Y si os dicen “¿Quiénes sois?”, decid: “Somos sus hijos y somos
los elegidos del Padre que está vivo”». El texto, que ha llegado hasta
nosotros en copto, tal vez se trate de una traducción del original griego
bastante anterior. En aquellos turbulentos siglos del primer cristianismo,
entre el III y el VIII, siglos que coinciden con la patrística griega, lo hebreo y
lo egipcio se mezclaban, y varias tradiciones eran el caldo de cultivo de la
naciente religión. Aún estaban lejos, en el pensamiento de la época, de
imponerse el dogma y la rigidez, y por lo visto la experiencia personal,
diríamos que mística, era un hecho ineludible que cada discípulo podía –en
cierto modo– buscar y asumir por su cuenta. Sin embargo, en otro apartado
del mismo texto, Jesús nos dice: «Quien está cerca de mí está cerca del
fuego, y aquel que está lejos de mí está lejos del Reino».
De donde si bien la procedencia es luminosa, el simple estar, el hecho de
vivir apasionadamente parece ígnea. Andando los siglos, hacia el umbral
de la modernidad europea, los alquimistas occidentales sostuvieron que el
proceso espiritual que acompañaba el trabajo del artífice consistía en
apaciguar el fuego y mantener constante la luz, pues siendo el fuego una
luz caliente y la luz un fuego enfriado, atemperado, la obra requería –
recordemos– una templanza que conducía a un progresar de la incoherencia
a la coherencia, de lo desigual a lo igual, de la pasión a la compasión
serena. Desde el punto de vista cristiano, la transfiguración en el monte
Tabor experimentada por Jesús no solo era un modelo a seguir –y cuyo
nombre específico era «la luz tabórica»–, sino una scala dei, una ascensión
a lo divino; de hecho, una helioización y un blanqueo de las vestiduras y,
también, del corazón. Una luz que no fuera blanca era, en cierto modo,
inimaginable, al igual que también lo era un fuego que no fuera anaranjado
o rojizo.
En el Antiguo Testamento existía el precedente de la zarza ardiente y más
tarde el de la recepción de la Torá que casi calcina el rostro de Moisés al
recibirla en el Sinaí. Mucho después, cabe recordar, como en Jeremías 23,
29, la palabra oral y también la escrita son equiparables al fuego. Tan
poderosas, quemantes e iluminadoras son. Esa candente experiencia
espiritual, por tanto, no podía estar ausente en el Evangelio de Tomás, que
no se cuenta entre los canónicos, pero sobre el que hoy en día pocos
estudiosos dudan de su autenticidad. En cualquier caso, el tema de la
maestría del fuego lo hallamos por igual en chamanes y alquimistas hindúes
y persas zoroástricos. Hasta en el budismo hallamos trazos del valor
concedido al proceso de iluminación interior. En muchos de sus textos, para
aclarar lo que se entiende por nirvana, se utiliza el símil de la extinción de
una llama: así como el fuego que se apaga no se aniquila, sino que,
simplemente, por su entrada en el espacio puro desaparece de la vista, así,
también, el término nirvana no significa una aniquilación completa, sino la
entrada en otro modo de ser.
Como el fuego procede del espacio (akasa) y a él retorna, así también el
nirvana, como hecho espiritual desplegado en el tiempo del sujeto, alude a
lo no nacido, a lo no mortal, a lo no explicable. En otras palabras, el
jivamukti o «liberado en vida», que en cierto modo ha empleado el fuego
para llegar a la luz, acabará por extinguir la pasión que supone el primero
para gozar de los beneficios equilibrados y coherentes de la segunda. Tal
vez, podríamos conjeturar, no sea casual que en español el fuego sea
masculino y la luz femenina, ya que después de todo también la sabiduría lo
es. Para la terminología de la kábala, el fuego o esh y la luz u or se
diferencian por una cifra extraordinaria que conduce a, a su vez, a la
expresión hanajá adonai, «el descanso de Dios o divino».

De entre todas las palabras chinas y sus respectivos ideogramas, si uno


tuviera que escoger el más elocuente por su belleza y síntesis, ese sería
ming, que significa «claro, luminoso y siguiente» –en el sentido de lo que
vendrá, de lo que aparecerá–, aunque también, y por extensión de campo
semántico, ming alude al mundo de los vivos, el universo de la luz, pues
según sabemos los muertos están en el reino de las sombras. Dado que ming
evoca también el sentido de la vista y se escribe con los ideogramas para el
sol, rì, y yueh, la luna, se dice que sol y luna son los ojos del cielo, así como
que nuestros ojos humanos son respectivamente el sol y la luna o están en
correspondencia con ellos. El ideograma de la luna está abierto y el del sol
cerrado. La luna es una suerte de abanico que se abre y se cierra, ilumina lo
discontinuo mientras que el sol señala lo continuo. Juntos, cerca el uno del
otro o bien cuando reina la armonía entre ellos, aquello a lo que debemos
aspirar para iluminarnos consiste en conciliar lo temporal con lo eterno, lo
frío con lo cálido, lo anímico con lo espiritual.
Ahora bien, ¿qué cosa significará el mundo de los vivos, sino una suerte
de elogio de la diferencia y el matiz? Leemos en Lao Tsé: «Diferentes en la
vida, los hombres son semejantes en la muerte». De hecho, la muerte es la
suprema demócrata, en tanto que todo lo viviente está sujeto a la
aristocrática ley de la jerarquía y, por supuesto, a ese milagro que es la
individualidad. Esto último implicará, para cada sujeto, un tiempo diferente
de realización, a la par que la responsabilidad de llegar por sus propios
medios a la iluminación y el esclarecimiento. En su obra sobre el yoga
taoísta, Lu K’uan Yu nos dice: «La permanencia en el centro para alcanzar
la unidad del cielo y tierra se consigue solo uniendo el sol y la luna. El sol
representa el corazón y la luna la cavidad tan t’ien inferior, debajo del
ombligo, respectivamente simbolizados por el dragón y el tigre [...]. Cuando
se alcanza la unificación del cielo y la tierra y las luces del sol y de la luna
se funden frente a la cavidad original del espíritu en el centro del cerebro,
entre y por detrás de los ojos, se logra el agente alquímico macrocósmico de
la Realidad Una».
¿Qué entidad es o deviene ese agente? Es cosa mentale, que dirían los
italianos, un cambio profundo en la percepción de la realidad y el entorno.
Algunos textos mencionan que la boca segrega, en esa persistente
meditación, una especie de néctar, un rocío dulce o kan lu. Se trata, pues, de
una saliva especial que también se da o nace en el paladar de los amantes al
cabo de un tiempo de intercambiar besos.
La cúspide de esa experiencia lleva el nombre de ming pai, que indica
que a partir de cierto punto entendemos con claridad, pues hemos alcanzado
a la par el vacío y el color blanco, pai, que es ni más ni menos que el sol o
rì asomando por la línea del horizonte al alba del entendimiento. Pero dado
que pai también quiere decir gratis, gratuitamente, eso que por fin hemos
conseguido con tanto esfuerzo no es, en realidad, algo que puede medirse
por un valor o precio determinado. De ahí que las iniciaciones no pueden
comprarse ni venderse, y que los esfuerzos que llevemos a cabo sean,
siempre, hechos a la medida de nuestras capacidades y circunstancias
vitales.
Curiosamente, en el pensamiento chino clásico, la escritura tiene que ver
con los muertos y la tradición oral con los vivos, de donde los libros, los
textos o los documentos solo sirven para acercarnos a la persona adecuada
que nos dará el empujón necesario llegado el momento y la ocasión. Lo oral
es o responde al tiempo presente, al diálogo, al intercambio de pareceres y
sentires entre ser y ser.
La palabra china guäng, que también significa «iluminado, luminoso y
brillante», es producto del cruce entre dos signos: el del hombre y el que
señala una antorcha, por lo cual serán, en casi todas las tradiciones, estos
hijos de la luz, estos iluminados, quienes guíen a los demás en los caminos
de la vida. A veces sin tan siquiera proponérselo, otras con la clara
intención de ayudarlos en su desarrollo individual. Con frecuencia, esa
labor se lleva a cabo sin acción, wu wei, sin movimiento evidente, quizás
por la mera fuerza del pensamiento y la meditación. Y no siempre es algo
serio, tenso, severo o circunspecto el método. Tenemos como muestra de lo
risueño que puede ser ese magisterio el maestro zen japonés Hakuin (siglo
XVIII):

«Y en cuanto al estar sentado en meditación [...]. Estar sentado es algo


que debería incluir accesos de risa extática, carcajadas que le hagan a uno
caerse al suelo agarrándose la barriga; y, cuando, pasado el primer espasmo
consiga uno ponerse en pie, las carcajadas deberían hacerle caer otra vez al
suelo de rodillas con nuevas y más fuertes e intensas convulsiones de
dicha».

Acabada mi enésima lectura del fragmento del Sutra del cortador de


diamante de la sabiduría suprema, que, según se dice, el Buda transmitió a
su discípulo Subhuti, aquel en el que se refleja este diálogo: «Entonces
Subhuti preguntó al Buda: “Honrado-por-todo-el-mundo, al alcanzar la
Cumbre de la Iluminación Incomparable ¿adquirió el Buda absolutamente
nada?”. Y el Buda contestó: “Así es, Subhuti. Por medio de la Cumbre de la
Iluminación Incomparable, yo no adquirí ni la más mínima cosa. Y por esa
razón se llama la Cumbre de la Iluminación Incomparable”», me quedé, una
vez más, estupefacto y maravillado por tanta humildad. Rendido, pero feliz,
dejo el libro en mi mesa de trabajo y me marcho a pasear por un campo
verde de mayo iluminado aquí y allá por amapolas. Los colores me
atraviesan como un haz de luz a su prisma predilecto y dejo huellas de
arcoíris por todas partes. De pronto me repito en voz alta, a la manera de
san Juan de la Cruz, que el Todo equivale a la Nada, y que el éxtasis de esta
primavera pronto será transformado en el seco oro de las mieses, y estas a
su vez en harina, la harina en pan y el pan en mi propio cuerpo,
desaparición tras desaparición. Probando, una vez más, que el Buda tenía
razón: nada permanece, todo es insubstancial.
Ni siquiera la soledad o las soledades que con tanto ahínco y
premeditación cruzamos, están allí –si es que están en alguna parte–,
permanecen o pueden ser pesadas y medidas. Miro el rostro de la mañana,
la sonrisa del mediodía y el entrecejo estelar de la noche: no falta ni sobra
nada.
La belleza del paisaje me puede y regreso de lo general a lo particular, de
la clarividencia búdica y la psíquica ley sanjuanina a la tierra trabajada por
el hombre y visitada por las flores. Supongo que es la complementariedad
del rojo y el verde lo que me devuelve a los límites humanos. Fueron los
griegos, a través de la figura de la diosa Deméter, dadora de la agricultura,
quienes primero repararon en que esa alianza del rojo y el verde, de una
herbácea y una gramínea, aludía al sueño y al despertar sin importarles que
su destino sea el molino y la trituración. Así, también, el hombre, a escala
mediterránea, vivía y vive aún de lo que le inspiran sus sueños tanto como
de lo que extrae de la vigilia. Viendo este campo el Buda hubiese insistido
en que todo es ilusión, bello pero efímero, sensible pero evanescente. La luz
de su mirada quemaba, veía la tumba en el parto y el fin en todo comienzo;
veía evaporarse el agua antes de que hirviera, esparcirse la ceniza cuando
aún no se había encendido el fuego. Se movía entre sus exhalaciones como
una gota de rocío que saltara de rosa en rosa, pues para él todo era pasaje y
el pasaje mismo algo irreal. Jesús, en cambio, como la mítica Deméter que
enseñó a los hombres a procurarse alimento, en alguna remota tarde de
primavera palestina, adentrándose por un campo semejante a este sostuvo
que las circunstancias son tanto o más importantes que las verdades finales,
especialmente si de por medio está el hambre. «En aquel tiempo iba Jesús –
dice Mateo 12, 1– por los sembrados en un día de reposo y sus discípulos
tuvieron hambre, y comenzaron a arrancar espigas y a comer. Viéndolo los
fariseos, le dijeron: “He aquí que tus discípulos hacen lo que no es lícito
hacer en el día del reposo”. Pero él les dijo: “¿No habéis leído lo que hizo
David cuando él y los que estaban con él tuvieron hambre, cómo entró en la
Casa de Dios y comió los panes de la proposición, que no les era lícito
comer ni a él ni a los que estaban con él, sino solamente a los sacerdotes?”»
Enseñanza que privilegia, a todas luces, el aquí y ahora por encima de la
Ley, sobre todo porque ese ahora y aquí ni la anula ni la contradice cuando
se considera la miserable cantidad de espigas que sus discípulos pudieron
haber arrancado para saciar su apetito, que por cierto era de todo menos
ilusorio.
Pasear por este campo me hace pensar en todo ello, en Buda, Jesús y
Deméter, pero también en los durísimos diamantes y los panes tiernos.
Reconozco que no puedo ser inocente, que mi mirada está teñida de
Historia y de parábolas, y que como siempre mi mente abraza con igual
fervor al Nazareno y al Iluminado mientras mis palmas rozan con alegría
las amapolas y las espigas. En la penumbra de la maraña, trinan los
ruiseñores. El sol dispara flechas de luz en el bosque cercano. Mis pasos me
llevan de ninguna parte a ningún sitio. También yo tengo hambre, pero de
sentido. También yo creo que tanta belleza no sirve para nada. Hasta que
me tiendo en el campo cuan largo soy cara al cielo y le pido a las nubes que
le devuelvan a mi corazón la certidumbre de su vaguedad, y cuando lo
hacen, cuando por fin se abren, el sol me señala la senda del retorno. El
núcleo de mis células dice sí al gran Sí de la luz. La tarde bíblica por la que
paseó Jesús y el diálogo de Subhuti con su maestro son nada ahora, pero
persisten de siglo en siglo en la memoria de los hombres como persistirá en
la mía el esplendor de este campo en el que espigas y amapolas juegan a
polarizar su amor, rojo para el sueño, dorado para el despertar.

El libro Relatos del peregrino ruso o El peregrino ruso a secas es un


extraño y fascinante documento escrito entre los años 1853 y 1861 en la
región de Kazán y sin duda por la mano de alguien –cuyo nombre no llegó
hasta nosotros– que conocía bien la práctica contemplativa hesicasta de la
espiritualidad ortodoxa. Junto con la Filocalia de origen bizantino, el
cuento del peregrino constituye uno de los textos más impresionantes del
cristianismo oriental. Lo obra en cuestión narra de manera autobiográfica el
desplazamiento físico a la vez que el solitario camino espiritual para
alcanzar el conocimiento interior de un starets o buscador ruso de los tantos
que por entonces había en el inmenso país, yendo de aquí para allá,
deambulando a la manera de los mendicantes occidentales de los siglos XII y
XIII en Europa.
La belleza de la historia eslabona distintas anécdotas y trae a colación
ejemplos antiguos y contemporáneos de aquellos que tienen como guía en
sus vidas la frase bíblica ora sin intermissione, «reza sin interrupción».
Sentencia que en los Evangelios tendrá, obviamente, un peso enorme en el
desarrollo del monaquismo en toda la cuenca del Mediterráneo. A su vez,
monje o monacós, que en griego quiere decir «aquel que esta solo, que
busca la soledad» y, sobre todo, que quiere experimentar de uno u otro
modo lo que la Tradición denomina luz tabórica, ligada, como se sabe, a la
Transfiguración de Jesús en el monte Tabor de Tierra Santa.
Este texto, que se publicó por vez primera en Kazán, denotaba una
redacción bastante burda y estaba lleno de faltas de ortografía, y no fue sino
hacia 1884 que se hizo una edición más académica, pulida y literaria. Para
entonces era lo bastante popular como para que le hubiesen prestado
atención Tolstoi, Dostoievski y otros autores de prestigio. El libro posee,
entre otras cosas, la magia de la oralidad a la par que revela que para la
voluntad del místico todo es posible. La clave de la meditación hesicasta,
sin duda de origen griego y que algún monje ruso aprendió en el monte
Athos, cosa que se menciona en el prefacio de la edición de 1884, es la
llamada oración monológica, apenas un par de frases del tipo kirie eleison o
iesus christi, las cuales, repetidas hasta el cansancio, acaban por producir
escenas como la siguiente:
«Después de andar setenta verstas por la carretera, se me ocurrió tomar
un camino más solitario y cómodo para leer en paz. Iba casi siempre por los
bosques y de cuando en cuando entraba en una pequeña aldea. A veces me
quedaba sentado todo el día bajo los árboles, leyendo con avidez el
Dobrotoliúbie [el nombre ruso para los ejercicios de la filocalia]. Muchos y
maravillosos conocimientos saqué de él. Mi corazón ardía en deseos de
unirme con Dios mediante la oración interior [...]. A veces sufría por no
encontrar un albergue para recogerme y dedicarme a la lectura sin
distracción. Al mismo tiempo leía la Biblia. Y me di cuenta de que había
comenzado a entenderla más claramente, no como antes, cuando algunas
cosas me parecían incomprensibles y confusas [...]. Poco a poco comencé a
entender qué significa “el secreto hombre interior del corazón”. Qué
significa la adoración en espíritu, el reino de Dios dentro de nosotros, la
petición oculta del Espíritu Santo. Qué cosa quiere decir “dame tu corazón”
y qué significan los desposorios del Espíritu con nuestro corazón, y
entonces, en graduales relampagueos, todo lo que me rodeaba se me
aparecía en el aspecto más maravilloso: árboles, hierbas, pájaros, tierra,
aire, luz: y todo parecía existir como testimonio del amor de Dios. Hubo un
momento en el que comprendí, como dice el mismo Dobrotoliúbie, “el
lenguaje de las criaturas de Dios” y descubrí la manera de hablar con ellas.»
Y prosigue: «Así caminé largo tiempo, hasta llegar a un lugar tan desierto
que en tres días de marcha no encontré ni una sola aldea. Mi pan seco había
terminado. Estaba muy desalentado y temí morir de hambre. Entonces
empecé a orar en mi corazón, y el desaliento desapareció; confié en la
voluntad de Dios, y me sentí tranquilo y alegre».
Aquí es donde se ve claramente hasta qué punto para el hombre o mujer
espiritual la soledad es doblemente una condición sine qua non tanto como
un régimen de dureza a veces excesiva. A manera de precedente bastaría
recordar la figura de san Antonio en el desierto egipcio, acosado noche y
día por tentaciones y multitudes, intranquilo, desesperado, compungido,
afligido y por fin iluminado por la fe.
Se atribuye a Nicéforo, un maestro griego del siglo XII ducho en la
meditación hesicasta, la siguiente recomendación que también hallamos en
la vía mística de los monjes o meditadores rusos. «Con respecto a ti –dice–,
tal y como te he dicho, siéntate y recoge tu espíritu por las fosas nasales. Es
el camino que toma el aliento para volver al corazón. Oblígalo entonces,
fuérzalo para que descienda al corazón al mismo tiempo que el aire
inspirado. Cuando por fin estés allí, verás la alegría que sobreviene: no
tendrás nunca nada de qué lamentarte. Sucede lo mismo con el hombre que
regresa al hogar después de una ausencia y no puede contener su alegría al
ver a su mujer y a sus hijos. Cuando el espíritu se une al alma, también
desborda una alegría y una delicia inefables.»
Para un cristiano como nuestro peregrino ruso, está siempre presente la
frase de 1 Corintios 6, 15: «¿No sabéis que Cristo mora en vuestros
corazones?». Desde los días de Gregorio el Sinaíta ( siglo XIV), cualquier
caminante en pos del espíritu que es huella del Espíritu con mayúscula sabe
que lo más difícil de obtener es la perseverancia y la certidumbre de que al
final nuestro objetivo se verá realizado. Son muchos los que perecen en el
camino, o desfallecen en la mitad, por el simple temor de no dar la talla o
por la codicia de un resultado inmediato. Cuando el mismo peregrino nos
confiesa que todo lo que ve se ha vuelto maravilloso, que el paisaje
resplandece y, en cierto modo, la creación entera loa al Creador, no está
viendo con sus ojos externos, sino con la luz que ha iluminado su propio
corazón. Por ese motivo, a veces, la iluminación es llamada por la ortodoxia
una aurora. Esa misma aurora que los alquimistas alemanes de pocos siglos
más tarde denominarán, recordemos, aurora consurgens, «la luz que
emerge», el amanecer del entendimiento que nos permite comprender que a
partir de un punto determinado todo va hacia la luz.
Simeón el Nuevo Teólogo, quien vivió en el siglo IX, anotó: «Cierta
noche en que estaba orando y decía al Espíritu “Señor ten piedad de mí”,
kirie eleison, una poderosa iluminación divina vino desde arriba».
Tras la primera impresión, ocurre que esa luz llena la habitación, hace
refulgir la cámara en la que se encuentra, y el meditador siente que no
puede caerse aun hallándose en suspensión, fuera del espacio y el tiempo.
Pocos instantes más tarde –agotado como por una implosión bajo el tórax–,
una gran alegría lo desborda en lágrimas. Este último detalle, que no
percibimos en los meditadores budistas o taoístas, nos hace pensar que el
carácter místico occidental, y para el caso también ruso, es más
sentimental que el oriental, de cuyo intelectualismo dan cuenta infinidad de
maestros. Eso no significa, de ninguna manera, que unos son menos hijos
de la luz que otros, sino que así como en el yoga hay una diferencia entre
bakhti, «devoción», y jnana, «gnosis», cada quien se inclina, por
temperamento y estilo, a seguir el pulso que mejor late en sus muñecas.
El cristiano básicamente siente; el budista piensa. El cristiano, aunque de
alegría, llora; el budista sonríe. El cristiano y el budista acuden a la fuente
de la soledad y allí, cuando el silencio más profundo se presenta, le dan la
bienvenida.

Soyen Shaku, el primer maestro zen que viajó a América, solía decir: «Mi
corazón arde como fuego, pero mis ojos están fríos como cenizas muertas».
Propuso las siguientes reglas, que él mismo practicaría día tras día, durante
toda su vida:

a) Por la mañana, antes de vestirte, quema incienso y medita.


b) Retírate a una hora fija, come a intervalos regulares y con moderación,
sin llegar jamás al punto de saciedad.
c) Recibe a tus invitados con la misma actitud que tienes cuando estás
solo. Cuando estés solo, mantén la misma actitud que cuando tienes
invitados.
d) Observa lo que dices y, sea lo que sea, ponlo en práctica.
e) Cuando se presente una oportunidad, no la dejes escapar. Sin embargo,
piensa siempre dos veces antes de actuar.
f) No te lamentes por el pasado. Dirige tu mirada hacia el futuro.
g) Mantén la intrépida disposición de un héroe y el corazón cariñoso de
un niño.
h) Al irte a acostar, duerme como si se tratara de tu último sueño. Al
despertarte, sal inmediatamente de la cama como si tirases un par de
zapatos viejos.

Por último, tras muchas aventuras y desvíos, después de cruzar desiertos,


mares, lagos, llenos de experiencias buenas y no tan buenas, llega el
momento de la gratitud, pues, como bien dijo Francisco de Asís: «Dad
gracias en todo». En especial, a esa amiga sutilísima, siempre callada y
siempre elocuente, siempre en su sitio y a la par en todas partes; demos
gracias a la soledad por las doradas horas de meditación y los instantes de
dicha.

Sabemos por la obra de Flaubert Las tentaciones de san Antonio (1874) que
es al amanecer cuando al viajero espiritual que lleva años en la soledad del
desierto, poblada su alma por visiones arrebatadoras y delirios terribles,
bellezas y horrores, prisionero de lo múltiple y hasta de lo obsceno,
acurrucado en la inanidad de su destino, bebiendo de la lluvia que recogen
las acacias y del rocío que salvan las plantas crasas, le sucede el gran
milagro de su vida. La mirada interior, tras el viaje y el aprendizaje, halla la
respuesta exterior: «¡Qué felicidad: he visto nacer la vida –dice Antonio–,
he visto comenzar el movimiento! La sangre me late tan fuerte en las venas
que parece como si fuera a romperlas. Siento anhelos de nadar, de ladrar, de
mugir, de aullar […]. Quisiera tener alas, un caparazón, una corteza como
los árboles; quisiera echar humo, tener una trompa, retorcer mi cuerpo,
dividirme en muchas partes, estar en todo, emanar mi esencia junto con los
olores, desarrollarme como las plantas, fluir como el agua, vibrar como el
sonido, brillar como la luz, acurrucarme en todas las formas, penetrar en
cada átomo, bajar hasta el fondo de la materia, ¡ser la materia!».
Por fin amanece y, a semejanza de las cortinas de un tabernáculo que se
descorren, narra Flaubert, unas nubes de oro, formando grandes espirales,
dejan ver el cielo. Y en medio del disco solar aparece, radiante, la faz de
Jesucristo. La helioización se ha cumplido.
En un lenguaje conciso pero intenso, repleto de evocaciones de las diferentes tradiciones
espirituales, Mario Satz nos detalla las dificultades y obstáculos que enfrentan quienes –en una
época crispada como la nuestra– salen al mundo a buscar su tesoro, la clave anímica de su ser.
La llamada interior que marca el inicio de esa aventura solitaria, empero, no es oída por todo
el mundo. Unos solo ven en la soledad un opresivo círculo de oscuros silencios, otros un
castigo, un designio negativo. Muy pocos la consideran la mejor ocasión para nutrir el corazón
y atreverse a indagar. Iniciado el viaje, aparecen las señales: del pasado, los maestros, los
textos sagrados… Tal periplo puede ser largo o corto, accidentado o sereno, revelador o
críptico. El aprendizaje es continuo y, por momentos, maravilloso. Por fin, inadvertidamente,
llega el día en que la respuesta exterior aparece: este universo tiene, además de razón de ser,
amor bajo cada uno de nuestros pasos.

Mario Satz es poeta, narrador, ensayista y traductor.


Nació en Coronel Pringles, Buenos Aires, en el seno de
una familia de origen hebreo. En 1970 se trasladó a
Jerusalén para estudiar Kábala y en 1978 se estableció en
Barcelona, donde se licenció en Filología Hispánica. Es
autor de numerosos libros.

Sabiduría perenne

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