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DAIMÓ N: LA VIDA DE UN GENIO

En mis momentos de soledad, hallé refugio, compasió n y compañ ía en los libros;


ninguna persona me confortó , ninguna experiencia pudo tanto en mí como ellos.
Silenciosos, mudos, inertes, a veces empolvados, nadie como aquéllos para
sostener la conversació n má s sincera, diná mica y reanimadora y saber que la vida
continuaba. Decía André Maurois que “la lectura de un bello libro es un diá logo
incesante en el cual habla el libro y nuestra alma responde…”. Durante varios añ os,
los que má s me ayudaron a paliar el aislamiento en el que mi espíritu se hallaba
eran las novelas y la tragedia clá sica; me hacían compañ ía y poblaban mi mente de
personajes que los tengo hasta ahora y nunca se irá n…: Jean-Valjean
convirtiéndose en un santo, el Quijote desfaciendo entuertos y corrigiendo
agravios, Quasimodo tocando las campanas de Notre-Dame embelesado por la
joven gitana, Florentino Ariza intoxicado por haber comido rosas y enamorado de
Fermina Daza por má s de cinco décadas, Prometheo desafiando al Padre Zeus por
amor a los hombres, el general (Bolívar) en la pobreza y en el laberinto de soledad,
Ulises enfrentando al cíclope para regresar a su patria y abrazar nuevamente a su
hijo Telémaco y su esposa Penélope…
Sin embargo, los libros que me infundieron una fuerza nueva para seguir
sorteando los obstá culos de este camino llamado vida no fueron aquéllos, sino las
biografías. La vida de los genios… Recuerdo nítidamente —má s en mi corazó n que
en mi cabeza— có mo me salían lá grimas de emoció n cuando leía el camino
escabroso de Beethoven, el sordo que compuso la Novena; cuando imaginaba el
tormento interior que para crear, subido en sus andamios, debió sentir el
Buonarroti; la incomprensió n social que debió rodear al que, aislado en su torre de
marfil, escribiera los má s de 4.000 versos de La Prometheida: Franz Tamayo; las
infinitas vueltas que debió dar la cabeza de Einstein para dar con la ecuació n final,
mientas afuera resonaban las balas de la guerra y los gritos del racismo, la
comunidad de científicos lo criticaba y su matrimonio se venía abajo.
Puedo decir que leer esos libros me salvó y me hizo alguien diferente a quien era
antes de llegar a ellos.
Una gran biografía —como las que escribieron Plutarco, Safranski, Maurois, Zweig,
Ludwig, Brion o Isaacson— puede ser equiparable a una gran novela, un hermoso
poema o una bella melodía: sanan. Incluso la Biblia, como libro de biografías,
puede ser potente y curadora. Los buenos bió grafos saben el complejo arte de
contar una vida significativa. Pero en el fondo de esas historias de vida no puede
haber otra cosa que dolor, un dolor obviamente destilado y vuelto triunfo, pero un
dolor como origen motor de toda gran empresa. Una gran vida, que al final de
cuentas termina siendo una obra de arte, entrañ a un sinfín de luchas y escollos.
Pues de los grandes de siempre usualmente se conoce lo glorioso, el éxito, el
triunfo, la sonrisa. Detrá s de todo eso, empero, está n la lá grima, el lloro inaudito y
una vida de eterna brega. Como decía un pintor francés, “el arte, a fin de cuentas,
no es otra cosa que una herida hecha luz”. Y creo que lo mismo puede decirse de la
ciencia.
De lo que se trata es de canalizar el dolor por un buen camino. Decía Tamayo que el
dolor que no ennoblece, envilece. Entonces, toda amargura vuelta arte debe
transitar primero por el camino de la aceptació n e incluso del amor. El dolor es una
catarsis y un camino ineludible. En la vida de los titanes del arte y la ciencia, es
justamente la crisis, cuando todo parece irse abajo y el piso se rompe a sus pies, el
manantial donde se bebe la energía para seguir y, como decía el poema ¡Excelsior!
de Longfellow, apuntar má s arriba. Siempre má s arriba.
Cada genio vivió contextos histó ricos diferentes, fue espoleado por estímulos
diversos, profesó diferentes credos religiosos y, sobre todo, tuvo un distinto
cará cter individual… Pero debe haber, claro que sí, algo transversal en todos ellos,
una característica comú n que los unifique. Cuando se escudriñ a bien en esas vidas,
se percibe que, má s que estar imbuidas de una genialidad inalcanzable conferida
por los dioses, estuvieron preñ adas de una voluntad loca e infinita, un querer sin
término. Fueron no porque pensaron, como hubiera dicho Descartes, sino porque
quisieron, como diría Schopenhauer. Una voluntad que es intuició n profética y
fuerza interna creadora. Para retratar esto, nadie como Homero…
Cuando Ulises hiere al cíclope y queda aterrado por lo que éste le podría hacer a él
y sus valientes compañ eros, un Daimó n les infunde valentía para seguir peleando y
surcando las aguas del mar. Pero ¿qué es el Daimó n? En la mitología griega era una
divinidad algo extrañ a, aná loga probablemente a un á ngel bíblico, que intervenía
directamente en la vida de un hombre, ya sea diciéndole o indicá ndole algo o, como
en el caso de la Odisea, infundiendo una cualidad para actuar en una circunstancia
determinada por el destino. Para Só crates, el daimó n es una voz interior que cada
ser humano posee en lo muy íntimo; es por eso que al filó sofo griego le impresionó
tanto la frase “Conó cete a ti mismo” inscrita en el frontis del santuario de Delfos. Y
es que al daimó n se lo conoce solamente cuando se busca en lo má s propio del
mismo ser, cuando uno sabe quién es uno mismo. Porque si bien el ser humano es
naturalmente social y está hecho para vivir en comunidad, es también —sobre
todo el artista y el hombre de ciencia— un ser innatamente solitario y amante de
sus demonios, los cuales solo afloran en su interior cuando está en soledad.
De lo que se trata es de conectar con ese genio interior que cada uno lleva pero que
pocos se atreven a descubrir y, mucho menos, seguir. Es un demonio usualmente
benévolo que impele siempre hacia adelante: hacia la fuerza y la creació n. (Podría
decirse que es la intuició n). Y la bú squeda de ese daimó n parte de la voluntad.
Todo obedece a la deliberació n de buscar el genio en uno (porque aquél, má s que
un sujeto, es la característica de un sujeto). Goethe, por ejemplo —a quien
Nietzsche admiró por su voluntarismo y su desarrollo integral—, fue un genio por
decisió n personal y no por ninguna gracia del cielo. Exactamente lo mismo puede
decirse de otros tantos genios del mundo.
Una de las ideas que má s me han inducido a seguir caminando pese a todo está en
este fragmento de misiva. Un buen día de 1780, un joven Goethe le escribía al
filó sofo y escritor Lavater una carta en la que le revelaba que má s le importaba
vivir y realizarse como ser humano que escribir y fantasear historias literarias.
Dado que en esas épocas la esperanza de vida era mucho menor que la de ahora, a
sus treinta abriles el todavía joven poeta alemá n creía haber llegado ya al ecuador
de su existencia (pero vivió hasta los ochenta y dos añ os); y dijo esto: “Este deseo
vehemente de elevar tan alto como sea posible en el cielo abierto la pirá mide de mi
vida supera todo lo demá s y apenas permite un instante de olvido. No puedo
demorarme, tengo ya unos añ os; es posible que el destino me parta por la mitad y
la torre babiló nica quede truncada. Digamos por lo menos que fue proyectada con
audacia”.
Ignacio Vera de Rada es escritor

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