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PRÓLOGO

El Lazarillo de Tormes.

En ese tiempo llegó al zaguán del hostal un ciego. Me dio la impresión de que me
fichó y pensó que sería el indicado para ser su guía, porque se arrejuntó a mi madre y
le pidió permiso. Ella aceptó la petición y me dejó bajo el cuidado de este señor
desconocido.

Mi señora, que tiene mucho palique, le contó mi vida así por encima, de manera
resumida.
Le dijo que mi padre era un gran muchacho, que falleció en la de los Gelves y le
pidió que me tratase bien y mirase por mí. Yo sabía que en el fondo rezaba a la
Virgen del Pino, preocupada por mi, para que no acabase peor que mi progenitor.
El ciego alegó que así lo haría y que a partir de ahora sería como un hijo para él.

Así fue como pase a servir y hacer caso a mi nuevo amo, que ya estaba arrastrando
las cholas. Estuvimos un par de días en Salamanca pero este lugar no era del agrado
de mi amo y me hizo trincar las pocas cosas que tenía para mandarnos a mudar a
otro lugar, no sin antes despedirme de mi madre. Durante la despedida ninguno de
los dos podíamos parar de llorar. Ambos estábamos desalados. Mi madre me dio su
bendición y me dijo:

— Mi niño, ya no te veré más. Ten fundamento y que Dios te guíe. Te he criado


bien y ahora vas a estar con un buen dueño, cuídate y vete por la sombra.
Y así me fui con mi amo, que me estaba esperando.
Salimos de Salamanca, y a la entrada del puente había un animal de piedra con
una forma parecida a la de un toro. El ciego me dijo que me arrebujase al animal y
una vez me rodé al lado de este me dijo:

— Lázaro, pon el oído sobre este animal y podrás oír un gran ruido dentro de él.

Yo, como un tolete, le creí. Y cuando tenía la cabeza pegada a la piedra, levantó la
mano y me dio un cogotazo que me estuvo doliendo por más de tres días.
Ofuscado, me dijo:

— Chaval, mira que eres zopenco. Aprende que tienes que ser más espabilado e ir
un paso por delante que el diablo.

Y se descojonó de mi.

Creo que en aquel instante desperté de la inocencia y simpleza en la que, como niño
que era, me encontraba sobando.
Me dije a mi mismo: “El ciego tiene razón, más me vale ponerme las pilas y
espabilar. Tengo que abrir los ojos y desparramar la vista porque estoy solo y no
puedo depender de nadie”.

— Yo no tengo ni un duro. Estoy sin moni. No te puedo dar oro ni plata pero si que
te puedo dar consejos sobre la vida.

Y fue así: Dios me dio la vida y el ciego me enseñó y encaminó en la carrera de


vivir.

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