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3.

ROMA Y LA(S) LENGUA(S) DE ROMA1

3.1. CONTEXTO HISTÓRICO

El mundo ibérico era una civilización instalada en la dinámica del mundo


mediterráneo. La pugna por la hegemonía del Mediterráneo entre las dos potencias de la
región, Cartago y Roma –Cartago, ciudad fenicia en el norte de África y poder comercial
con colonias en Sicilia, Cerdeña, Baleares y la costa ibérica; Roma, la república que desde
el siglo V a. de C. dominaba la península italiana–, cambió la historia peninsular.
Concretamente, la segunda de las tres guerras que Roma y Cartago libraron entre los años
264 y 146 a. de C. –que concluyeron con la destrucción total de Cartago–, metió de lleno
la Península en el conflicto. La guerra, en efecto, fue provocada por la expansión
cartaginesa por la penísula ibérica, que Cartago vio como clave de su recuperación
colonial y militar tras su derrota en la guerra anterior (264-241 a. de C.) y fue
desencadenada por el ataque cartaginés contra la ciudad edetana de Sagunto, aliada de
Roma. La Península fue escenario fundamental de la guerra.

Aníbal, el general cartaginés, hizo de aquella la gran plataforma de sus ejércitos y la


base de su espectacular, pero finalmente fallida marcha sobre Italia por los Alpes, que

1
Basado en: Carr, R. (2017), Historia de España, Península; Fusi Aizpurúa, J. P. (2012), Historia mínima
de España, Turner; Nuñez Seixas, X. M. (2018), Historia mundial de España, Destino; Tuñón de Lara, M.,
Valdeón Baruque, J., Domínguez Ortiz, A., Serrano, S. (1999), Historia de España, Ámbito.

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llegó a amenazar Roma misma. Roma respondió con el envío de tropas a Ampurias (218
a. de C.), una operación contra las bases peninsulares del poder cartaginés (cuya
liquidación llevó a los ejercitos romanos varios años, hasta el 205 a. de C.).

Esto es lo que importa: sin Roma no habría habido España. La presencia romana en
Hispania, un territorio que los romanos conocían mal y sobre el que en principio no tenían
proyecto alguno, surgió, pues, como una mera intervención militar. Derivó enseguida en
conquista (197-19 a. de C.), y esta, en la romanización de la Península, en la plena
integración de España en el sistema romano, hasta el fin de este ya en el siglo V de la era
cristiana.

La conquista, que incluyó las Baleares, respondió básicamente a tres tipos de razones:
1) estratégicas: controlar y estabilizar la Península, y por tanto, el extremo occidental del
Mediterráneo; 2) económicas: explotación de los recursos mineros de Hispania (plata,
oro, cobre, piritas, plomo) e incorporación de la economía agrícola hispana –cereales,
aceite, vino…– a la economía romana; 3) políticas: extensión a Hispania de las guerras
civiles romanas, carrera militar en Hispania como factor de prestigio en la propia Roma.

La romanización conllevó cambios radicales para la historia peninsular: latinización,


creación de estructuras político-administrativas (provincias, gobernadores, ciudades,
municipios), principios de derecho, red viaria, grandes infraestucturas, toponimia y

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onomástica nuevas, idea de ciudadanía, nuevo orden social, cultura romana, nuevos
sistemas religiosos (incluido, ya en el siglo III de nuestra era, el cristianismo).

La conquiata –operaciones militares inconexas, no el despliegue de una estrategia


planificada– no fue fácil y exigió a Roma un considerable esfuerzo. De hecho, la
Península no quedó pacificada hasta el año 19 a. de C. La ocupación tropezó con focos
de rebelión locales en distintos puntos de la península –objeto de campañas militares
romanas de carácter puntual y temporal– y con la resistencia generalizada de los lusitanos,
bajo el mando de Viriato, y de los celtíberos. Dos largas guerras (149-139 a. de C. y 154-
133 a. de C., respectivamente) que obligaron a las autoridades romanas al empleo de
ejércitos de 30.000-40.000 hombres y que conocieron momentos de considerable
violencia, como la destrucción de Numancia en el año 134 a. de C. por Escipión Emiliano,
tras ocho meses de sitio.

La conquista se solapó además con las guerras civiles romanas. Primero con la guerra
de Sertorio (83-73 a. de C.), el general y político romano que, enfrentado a Sila, construyó
en Hispania, tras atraerse el apoyo de distintos pueblos hispanos, la base militar y
territorial de un posible camino independiente de Roma (y que venció a las legiones
romanas en numerosas ocasiones, hasta su asesinato en Osca, Huesca, y la posterior
derrota de sus tropas por Pompeyo); y enseguida, con la guerra civil entre Pompeyo y
Julio César (49-44 a. de C.), que César extendió a Hispania a la vista de los importantes
apoyos militares que Pompeyo tenía en la Península, y que concluyó con la victoria de
César sobre los pompeyanos en Munda, cerca de Córdoba, en el año 44 a. de C. La
conquista concluyó, finalmente, con la pacificación del noroeste peninsular por el ya
emperador Augusto (26-16 a. de C.), tras una guerra complicada y dura por la belicosidad
de los cántabros.

La romanización, un proceso gradual de transformación de intensidad regional muy


distinta, comenzó muy pronto. Roma creó el primer orden institucional para la Península
en la historia, un sistema político-administrativo totalmente latinizado. Por un lado, Roma
procedió a la estructuración del territorio en provincias regidas por gobernadores
(pretores, cónsules, procónsules, propretores, legados imperiales, según su función
específica y las estructuras administrativas romanas)2:

2
Imágenes. Provincias de la Península bajo la dominación romana

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–dos en el 197 a. de C. (Hispania Citerior al norte e Hispania Ulterior al sur),

(197 a. de C.)

–tres en el 15 a. de C., tras la reforma provisional de Augusto (Bética, con capital en


Corduba, Córdoba; Lusitania, capital Emérita Augusta, Mérida; y Citerior, capital
Tarraco, Tarragona), subdivididas en conventos judiciales,

(15 a. de C.)

5
–y seis en el año 288 de nuestra era, tras la reforma del imperio por Diocleciano:
Tarraconense, Cartaginense, Gallecia, Lusitania, Bética y Mauritania Tingitana (norte de
África), incluidas en la diócesis Hispaniarum (nueva división imperial regida por un
vicario y dependiente de la prefectura de las Galias).

(288 d. C.)

Por otro lado, Roma implantó un complejo sistema de administración local sobre la
base de colonias y municipios romanos –con plenos derechos de ciudadanía romana–,
municipios de derecho “latino” (escalón previo a la ciudadanía romana), civitates o
ciudades indígenas sin derechos especiales (pero o federadas o libres o estipendiarias de
Roma) y, por último, poblados o pueblos (populi) y vicus o pagus, esto es, aldeas, todos
ellos regulados por las leyes, el derecho y las ordenanzas municipales romanas, y regidos
también por magistrados y cargos propios.

Roma impulsó la urbanización de la Península. Las ciudades –unas cuatrocientas, de


ellas un centenar, y sin duda Emérita, Tarraco y Corduba, las mayores de todas, con
verdadera entidad urbana (entre 14.000 y 40.000 habitantes)– se configuraron según el
modelo de la propia Roma e incorporaron por ello construcciones características de la
vida urbana romana: termas y baños, alcantarillado, teatros (Mérida, Itálica, Sagunto),
anfiteatros, templos, basílicas, acueductos (Segovia, Mérida), foros, arcos de triunfo
(Bará, Medinacili), circos, murallas (Lugo, Coria).

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La amplia red viaria de calzadas construida (Vía Augusta, Vía de la Plata…) y las
obras de infraestructura complementarias (puentes, como los de Córdoba y Alcántara,
puertos) vertebraron la Península;

Principales calzadas romanas en la península ibérica y con el tiempo, diversos ramales


y redes interiores tejieron una especie de gran retícula de comunicaciones
interpeninsulares.

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Roma creó una sociedad nueva en la Península. La incorporación al sistema económico
romano –explotación de recursos naturales, exacciones fiscales, moneda romana– reguló
y potenció la economía peninsular que, al margen de las economías locales y aisladas se
subsistencias, pareció incluso configurarse como un modelo –obviamente, no
planificado– de economía regional especializada. Con tres pilares básicos: explotación
masiva de las minas (cobre de Riotinto, en Huelva; oro en el norte y noroeste, como en
Las Médulas, León; plata y plomo en los enclaves mineros de Jaén, Almería y Cartagena);
amplia producción agropecuaria (cereal y sobre todo trigo, aceite, vino, productos
hortofrutícolas, cría de caballos, lana, esparto, salazón como el garum o caballa de
Cartagena…) sobre el sistema de villae trabajadas por colonos y siervos; exportaciones
de aceite y también de vino a Roma y otros puntos del imperio mediante comercio
marítimo (Hispania importaba productos manufacturados, tejidos, productos de
alimentación, metales, cerámica, mármoles, etcétera).

Aun coexistiendo con las formas organizativas prerromanas, la compleja estructura


jurídico-social romana se extendió igualmente al mundo social hispano-romano: órdenes
jerárquicos (senatorial, encuestre, decurional), estatus jurídicos (ciudadano romano,
ciudadano latino, peregrini o extranjeros, libertos, siervos o esclavos, colonos), propiedad
privada, sistema familiar (pater familias, esposa, hijos y clientelas familiares). Riqueza y
estatus jurídico determinaron la estructura de la sociedad y las mismas relaciones sociales.
A nivel social: por un lado, la oligarquía imperial hispana (miembros del orden senatorial

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y del orden encuestre romanos) y las elites urbanas y familias poderosas que detentaban
las magistraturas y la burocracia de las ciudades peninsulares; por otro, la plebe (urbana
y rústica), los peregrini o extranjeros, los libertos y los esclavos. A nivel jurídico:
ciudadanos y no ciudadanos –pero todos ellos hombres libres– y, frente a ellos, los
esclavos o siervos (públicos o privados, que trabajaban en el servicio doméstico o en la
minería y la agricultura, o como gladiadores o en oficios diversos) y los libertos, esclavos
manumitidos (que podían llegar a tener buena posición económica, pero que solo
excepcionalmente alcanzaban la ciudadanía y, por tanto, los cargos públicos). Los
romanos no impusieron sus cultos (Diana, Júpiter, Juno, Minerva, Hércules, Ceres, Marte,
y a partir de Augusto, el culto al emperador) a la Península: sencillamente estos se
extendieron por ella, y coexistieron con los cultos prerromanos autóctonos de carácter por
lo general local, y con los cultos orientales que en su día habían introducido los fenicios,
cartagineses y griegos (Astarté, Melqart, Esculapio…).

En cualquier caso, aunque la romanización no fuera ni uniforme ni completa ni


simultánea en todas las regiones –fue intensa en la Bética y en las regiones del
Mediterráneo, parcial en Lusitania, en las mesetas centrales y el noroeste, y débil en el
norte–, Hispania terminó por ser una de las provincias más romanizadas del imperio.
Como mostraría la aparición de importantes personalidades romanas originarias de
Hispania –escritores (Séneca, Marcial, Pomponio Mela, Columela, Quintiliano),
senadores, gobernadores provinciales, altos funcionarios, tribunos militares, emperadores
(Trajano, Adriano, Teodosio)– las elites hispanas se integraron pronto en el sistema
romano. El emperador Vespasiano concedió el ius latii, la ciudadanía latina, a Hispania
en el año 74 de nuestra era (aunque según ciertas interpretaciones, limitada a las zonas y
ciudades más latinizadas), y Caracalla, la plena ciudadanía en el año 212.

Séneca (4 a. de C. – 65 d. de C.), nacido en Córdoba, pero educado en Roma, y hombre


de posición económica muy acomodada, fue sobre todo un filósofo –si bien con una
notable y agitada vida pública: cuestor y senador con Calígula, desterrado por Claudio,
preceptor de Nerón, implicado luego en una conspiración contra este que le costó la vida–
, un moralista, cuya obra (De tranquilitate animi y muchas otras, junto a una docena de
tragedias: Medea, Fedra…), impregnada de preocupaciones próximas a la doctrina
estoica, giró en torno a la idea de virtud: era, en suma, una meditación moral sobre la vida
–sobre la brevedad de la vida, el bien, la actitud ante el dolor y la muerte, la felicidad–
que incitaba al hombre a obrar virtuosamente (vida austera, indiferencia ante placeres y

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éxito, desprendimiento personal…) y a vivir en conformidad con la realidad y la
naturaleza, un pensamiento que revelaba ya las preocupaciones morales que empezaban
(siglo I de nuestra era) a agitarse en la conciencia del mundo romano. Lucano (39-65)
escribió La Farsalia, un gran poema épico sobre Pompeyo. Pomponio Mela y Columela
(De re rustica, doce volúmenes), nacidos en la Bética, fueron geógrafos. Marcial (40-103
de nuestra era), nacido en la Tarraconense, en Bilbilis (Calatayud) y autor de los
Epigramas, fue sobre todo un escritor satírico, y Quintiliano, su contemporáneo, nacido
en Calagurris (Calahorra), un retórico, un pedagogo, cuyas ideas ensalzaban las viejas
virtudes morales romanas.

El nombramiento de hispanos como emperadores fue expresión del alto grado de


romanización que había alcanzado la Península, y también del peso que en algunos
momentos tuvieron en Roma los círculos de poder hispanos. Trajano (53-117), oriundo
de Itálica, emperador entre los años 98 y 117, fue el primer emperador nacido en las
provincias del imperio. Nombrado por el senado en razón de su prestigio militar –tras una
carrera labrada en las fronteras germano-danubianas–, Trajano fue un emperador
militarista (pero cuya política interna mostró una gran preocupación social por el
problema de la pobreza urbana), que entre 100 y 106 conquistó la Dacia –más o menos,
Rumanía– y extendió el imperio hacia oriente (Mesopotamia, Armenia, Arabia). Adriano
(76-138), un hombre culto, fascinado por la cultura griega y por la arquitectura, pariente
de Trajano, al que sucedió, y miembro como él de una poderosa familia de Itálica,
estabilizó el imperio: visitó muchas de sus provincias y ciudades, fijó y reforzó las
fronteras –el ejemplo más conocido: la muralla de Adriano, de 118 kilómetros, en el norte
de Inglaterra–, construyó en todas partes templos, monumentos y edificios oficiales como
símbolo del poder imperial, y liquidó definitivamente la resistencia judía en lo que pasó
a ser la nueva provincia imperial de Palestina. Teodosio, el tercero de los emperadores
hispanos (379-395), natural de Cauca (Coca, en Segovia) y miembro también de una
influyente familia de la aristocracia hispana, tuvo ya que hacer frente a la crisis del
imperio: la desintegración territorial (Teodosio optaría al final por la división entre sus
hijos: occidente para Honorio, oriente para Arcadio); el grave problema del asentamiento
de los pueblos “bárbaros” en las fronteras, puesto de relieve por la tremenda derrota de
Roma ante los godos en Adrianópolis, en los Balcanes, en el año 378; la cuestión de la
oficialización o no del cristianismo (que Teodosio, en efecto, oficializó, prohibiendo
además, en 391, todos los cultos paganos).

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Entre los siglos I y V, por tanto, la historia de Hispania fue parte de la historia de
Roma. Aunque la realidad de los pueblos prerromanos no desapareciera totalmente –el
caso de la lengua vasca, por ejemplo–, la romanización dio a la Península su primera
identidad en la historia: una identidad estrictamente romana, ni siquiera hispano-romana.
Terminada la conquista en el año 19 a. de C., Hispania no planteó problemas especiales
al imperio. Hispania fue así una parte del universo romano occidental. Hispania fue así
una parte del universo romano occidental. Los hechos de Roma repercutieron en
Hispania, y no al revés.

La cristianización de la Península, por ejemplo, una cristianización lenta, tardía y no


evidente hasta el siglo III de nuestra era –y en las zonas menos romanizadas hasta bien
entrada la Edad Media–, arraigó sobre todo en comunidades de comerciantes y artesanos
de los núcleos más urbanizados y abiertos, como las ciudades portuarias de la Bética y
del Mediterráneo (nada que ver, pues, con leyendas piadosas como el viaje del apóstol
Santiago o la visita de san Pablo a la Península): los mártires de la persecución de Decio
(año 250), por ejemplo, se localizaron sobre todo en Tarragona y Zaragoza. El curso del
cristianismo peninsular fue paralelo al curso del occidental. A la luz de la evidencia
(desaparición de restos arqueológicos de otras religiones y profusión de restos cristianos),
la cristianización, favorecida por la legalización del culto por el emperador Constantino
en el año 313, se generalizó en Hispania en el siglo IV. Las persecuciones de Diocleciano
a principios de ese siglo golpearon ya a numerosas ciudades hispanas: Complutum,
Córdoba, Hispalis, Barcelona, Emérita… Los obispos hispanos reunieron su primer
concilio peninsular entre los años 303 y 314, en Iliberris (Elvira, Granada). Osio (258-
357), el obispo de Córdoba, fue uno de los principales colaboradores de Constantino en
la cuestión religiosa, y como tal presidió el concilio de Nicea (325), el primer gran
concilio del mundo cristiano. La iglesia hispana tuvo ya sus primeras crisis de
crecimiento: disidencias internas, luchas de poder, desviaciones doctrinales. El
priscilianismo, un movimiento de tipo profético, ascético y monástico surgido en torno a
Prisciliano, obispo de Ávila a partir del año 381, contó con apoyos importantes en
distintas sedes episcopales de Hispania y Aquitania, y también con la fuerte oposición de
otros obispos hispanos, que lograron la condena por herejía y ejecución de Prisciliano en
el año 385.

Aun comparativamente estable, Hispania se vio arrastrada por la crisis final del
imperio romano, un proceso largo que se inició con la anarquía militar de los años 235-

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270 y con el propio ascenso del cristianismo a partir del siglo III –un serio desafío al culto
imperial romano–, y que en los siglos IV y V escaló hasta una verdadera desestructuración
del sistema que llevó a la desaparición institucional del imperio romano de occidente en
el año 476 entre problemas ya incontrolables: desintegración administrativa,
deslegitimación del poder (autoritarismo imperial, usurpaciones, continuas crisis
sucesorias, permanente intervencionismo militar, eclipse de las viejas instituciones
romanas), tensiones fronterizas y presión de los pueblos germánicos, guerras y revueltas
sociales, crisis económica y social, decadencia de la vida urbana, ruralización.

El detonante de la crisis en Hispania fue la penetración desde la Galia, en el año 409,


de varios pueblos germánicos: vándalos, alanos y suevos. La respuesta imperial contra la
amenaza, el recurso a los visigodos (pueblo también germánico, romanizado y
cristianizado) “federados” al servicio del imperio desde finales del siglo V en el sur de la
Galia, donde crearon el reino godo de Toulouse (418-507), tuvo resultados sin duda
imprevistos para el poder romano. Derrotados en la Galia por los francos en el año 507,
los visigodos rehicieron su reino en Hispania (fijando la capital en Toledo en el año 568),
buena parte de la cual habían ido conquistando desde Toulouse a lo largo del siglo V. Las
invasiones germánicas y la implantación final de los visigodos –unos 150.000 en una
población, la hispana, estimada en torno a cuatro millones– supusieron, pues, la
liquidación del dominio romano en la península. Desde el año 197 a. de C., los romanos
habían estructurado administrativa e institucionalmente Hispania sobre la base de
provincias y municipios. Entre 507 y 711, los visigodos crearon algo más: un estado, un
reino propio. El hecho tuvo, sin embargo, poco de excepcional: el imperio romano fue
reemplazado en todo occidente a partir del siglo V por un conglomerado caótico e
inestable de reinos, pueblos (francos, visigodos, burgundios, anglos, sajones, alamanes,
ostrogodos, lombardos…) y enclaves territoriales, embriones de estados por lo general
débiles y casi siempre efímeros (pero origen último, con todo, de futuras naciones).

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3. 2. LA ROMANIZACIÓN. EL CONCEPTO DE ROMANIZACIÓN3

Se entiende por romanización la integración plena de una sociedad determinada, en


este caso la hispana, en el conjunto del mundo romano (economía, sociedad, cultura,
religión). Por este proceso, los pueblos indígenas (iberos, celtíberos…) fueron asumiendo
la cultura romana. La romanización es un momento clave de la historia cultural de los
pueblos de la península. En ella podemos distinguir varios aspectos:

–El latín se impuso como lengua común.

–El derecho romano (leyes, concepción del estado...).

–La religión politeísta romana (Júpiter, Saturno…) y, posteriormente, a partir del


siglo I, el cristianismo se difundió por el imperio romano y también por Hispania.

–El proceso de romanización llegó a su máxima expresión cuando el emperador


Caracalla en el siglo III extendió la ciudadanía a todos los habitantes libres del
Imperio.

–Hispania fue una de las provincias del imperio más romanizadas.

–La cultura romana tuvo un carácter eminentemente práctico y por ello fueron
grandes ingenieros y grandes constructores de obras públicas.

–Además, Roma dejó importantes obras artísticas de utilidad pública.

–La dominación de Roma dejó en Hispania una tupida red urbana (Tarraco, Caesar
Augusta Emerita, Toletum…) ligada por un complejo sistema de calzadas y otras
infraestructuras públicas.

Reflejo de la uniformidad cultural creciente fue la adopción de la lengua latina en todos


los ámbitos de la vida, al principio en igualdad con las lenguas prerromanas y luego, salvo

3
Basado en: Baldinger, K. (1971): La formación de los dominios lingüísticos en la Península Ibérica,
Gredos; Cano Aguilar, R. (1988): El español a través de los tiempos, Arco/Libros; Cano Aguilar, R.
(coord.) (2004): Historia de la lengua española, Ariel; Coseriu, E. (1977): “El problema de la influencia
griega sobre el latín vulgar”, en Estudios de Lingüística Románica, Gredos, 264-280; Díaz y Díaz, M.
(1974): Antología del latín vulgar, Gredos; Echenique, M.ª T. y Sánchez J.(2005): Las lenguas de un reino.
Historia Lingüística Hispánica, Gredos; Fernández Jaén, J. (2006): “La romanización de la Península
Ibérica. El latín vulgar. Particularidades del latín hispánico”. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, en
línea: <https://bit.ly/2JOcESO>; Lapesa, R. (1999): Historia de la lengua española, Gredos (10.ª reimp.
De la 9.ª ed. corr. y aum. 1981; 1.ª ed. 1942); Medina López, J. (1999): Historia de la lengua española I.
Español medieval, Arco/Libros; Posner, R. (1996): Las lenguas romances, Madrid, Cátedra; Väänänen, V.
(1971): Introducción al latín vulgar, Gredos; Wright, R. (1982): Latín tardío y romance temprano en
España y la Francia Carolingia, Gredos.

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excepciones en el norte peninsular, con exclusividad; se mantuvieron variantes dialectales
—al igual que costumbres y tradiciones culturales—, pero no alteraron la unidad
alcanzada. Destaca la capacidad romana de adoptar creencias y costumbres de los pueblos
conquistados, asumiéndolas como propias e integrándolas en un todo común. Los factores
que hicieron posible este proceso fueron los siguientes:

I. El derecho de ciudadanía que constituía la aspiración común de todos los


pueblos sometidos ya que conllevaba grandes privilegios.

II. La fundación de las colonias y el régimen municipal: cada colonia era un centro
de romanización, ya que estaba integrada por ciudadanos romanos que se
organizaban y vivían como si estuvieran en la propia Roma y por indígenas que
estaban en contacto con ellos, por lo cual el pensamiento y la civilización eran
asimilados por los nativos.

III. La influencia del ejército en la romanización fue decisiva: resultó ser el


transmisor fundamental de la lengua latina.

IV. La lengua latina logró imponerse a las demás lenguas (excepto al vasco) por
medio de los funcionarios, del ejercito, de la enseñanza y del culto religioso, y,
sobre todo, a través de las relaciones comerciales, ya que era la lengua universal
en los países del Mediterráneo.

V. La extensa red de comunicaciones que proporcionaba el conjunto de calzadas


romanas (más de 10.000 kilómetros) facilitó la comunicación entre las distintas
regiones, tanto en la costa como en el interior, impulsando de esta manera el
desarrollo del comercio entre todas ellas y, por tanto, la romanización.

Como ya ha sido señalado, a finales del siglo III a.C., Roma y Cartago luchan por
hacerse con el control militar y económico de la mitad occidental del Mediterráneo
(Córcega, Cerdeña, sur de Francia y este de España). En estas guerras Hispania es un
simple campo de batalla de intereses expansionistas ajenos.

Dentro de este proceso de formación de lo que después será el Imperio Romano, Cneo
Cornelio Escipión desembarca con sus ejércitos en la costa de Tarragona el año 218 a.C.
y con él y tras él, además de los soldados y jefes militares, llegarán agricultores, artesanos,
artistas, burócratas, jueces, ricos jubilados, etc. Todos ellos usan una misma lengua: el
latín.

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Inicialmente, este desembarco romano debería haber sido pasajero. Se trataba de
ayudar militarmente a los pueblos indígenas de la costa de Levante enfrentados con los
cartagineses. No obstante, una vez expulsados los cartagineses de las costas españolas,
los ejércitos romanos no volvieron a Roma sino que continuaron avanzando hacia el
interior por el sur, centro y norte.

La llegada de Escipión señala el comienzo de la romanización de la península Ibérica.


El Levante (la zona ibérica) y el Sur (la zona tartesia) son rápidamente sometidos al
poderío romano. Tras la rebelión del 197, estas provincias (la Hispania Citerior y la
Hispania Ulterior) quedarán integradas de forma definitiva en el mundo cultural y
lingüístico de Roma.

Durante el siglo II a.C. se produce la conquista de las zonas céntricas de lengua


indoeuropea, mucho más pobres y más reticentes a aceptar ser dominadas por los
invasores romanos. Los libros de historia, normalmente, definen como belicosos y
violentos a los que no se dejan conquistar fácilmente, y así definen los historiadores
romanos a estos pueblos celtas peninsulares.

Entre el 29 y 19 a.C. los ejércitos romanos consiguen conquistar a cántabros, astures


y galaicos, es decir, toda la franja norte paralela al mar Cantábrico. Tras esta conquista,
Hispania será ya una provincia pacata ('provincia pacificada'). (Véanse mapas 6 y 7)

Al mismo tiempo que la conquista militar avanza, el territorio peninsular se va


romanizando cultural y políticamente. En este proceso intervienen de manera

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determinante las clases dominantes indígenas, la aristocracia local, que obtienen favores
y privilegios de los conquistadores a cambio de la reeducación del pueblo, pero allí donde
la aristocracia como estrato social no era fuerte –centro y norte– tampoco pudo ser fuerte
la romanización.

Recibe el nombre de romanización el proceso a través del cual el Imperio Romano fue
conquistando, sometiendo e integrando a su sistema político, lingüístico y social a todos
los pueblos y territorios que fue encontrando a su paso. El fenómeno de la romanización
es de una importancia histórica absolutamente fundamental puesto que gracias a él un
amplio territorio de la antigua Europa pudo compartir una misma base social, cultural,
administrativa y lingüística.

El concepto de “romanización” nace en el siglo XIX impregnado de connotaciones


colonialistas que ponen el acento en la labor civilizadora de Roma y, precisamente por
ello, ha recibido en los últimos tiempos justificadas críticas que ponen de manifiesto no
tanto su inoperancia como la necesidad de reformularlo. Debe entenderse como el
conjunto de transformaciones que el mundo circunmediterráneo experimentó como
consecuencia de la expansión romana, y no sólo en las provincias sino también en Italia
y la misma Roma. Los resultados de este proceso difieren notablemente en el espacio y
en el tiempo debido a la interacción entre corrientes generales y tradiciones o
condicionamientos locales, de suerte que resulta imprescindible distinguir, al menos, las
fases republicana, altoimperial y tardía del proceso, que, a su vez, muestra claras
divergencias no sólo en el oriente y el occidente del imperio, sino dentro de cada una de
estas regiones, en las que, con frecuencia, sigue ritmos diferentes y muestra intensidades
variables, dando lugar a sociedades provinciales –y aun regionales y locales− con
personalidad propia. Pese a ello, no es menos cierto que el mundo mediterráneo alcanzó,
bajo el dominio de Roma, un grado de homogeneización desconocido hasta entonces, en
el que las tradiciones romanas desempeñaron un papel hegemónico y cuyo rasgo más
característico y definitorio es precisamente la capacidad de Roma para absorber en su
cuerpo cívico –haciéndolos ciudadanos romanos de pleno derecho− a quienes
previamente fueran sus súbditos, actitud que culminó a escala imperial en el 212 con el
decreto por el que Caracalla concedía la ciudadanía a todos los habitantes libres del
imperio.

La latinización de Hispania, paralela al proceso de romanización política y cultural,


tardó 200 años en realizarse y no tuvo la misma intensidad en toda la Península: en el sur

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la romanización y la latinización fueron totales, la provincia Bética se convirtió
rápidamente en una provincia romana latinoparlante; en cambio, las regiones montañosas
del norte –País Vasco y Cantabria– tuvieron un contacto mucho menor con el pueblo
invasor y, por lo tanto, no asimilaron tan profundamente la nueva cultura y la nueva
lengua.

La romanización del interior de Hispania partió, como es lógico, de las zonas ya


romanizadas: las provincias Bética (el Sur, antes tartesio, pero con áreas ibéricas, célticas
y púnicas) y Tarraconense (originariamente, el Levante ibérico). Ambas desarrollaron un
tipo diferente de latín: la Bética, urbana y culta acogió en general a romanos de mayor
nivel social y cultural (magistrados, etc.), por lo que su latín fue más conservador y
“puro”; el peso de la escuela y la instrucción como medio de difusión del latín debió ser
en ella mucho mayor. Por el contrario, la Tarraconense fue habitada sobre todo por
colonos del Sur de Italia, comerciantes, etc. Era una zona más abierta a la comunicación
con Galia e Italia, atravesada por vías que venían de Roma; su latín fue más “vulgar” y
receptivo a las innovaciones que procedían del centro del Imperio; al mismo tiempo, se
afirma que contenía numerosos dialectalismos suritálicos, introducidos hacía poco en el
latín por antiguos hablantes oscos, sabinos, lucanos, etc.: fueron muchas las gentes del
Sur de Italia que, por razones económicas o a consecuencia de las guerras civiles del s. I
a.C. en Italia, emigraron a esta provincia hispana.

Este primer germen de diferenciación en el latín hispano (aparte de los sustratos, que
en estas dos provincias no parecen haber actuado) se propagó al resto de la Península a
medida que se producía su conquista: el latín de la Bética ascendería por el Oeste y
llegaría hasta las zonas galaicas, astures, incluso cántabras; de esta forma, el
conservadurismo de los dialectos románicos nacidos en estas zonas heredaría el carácter
conservador del latín bético. Por el contrario, el latín popular de la Tarraconense se
difundiría por el Centro, hasta chocar con la corriente anterior en la zona donde,
precisamente, al cabo de los siglos brotaría el romance castellano, que, por tanto, tomaría
elementos de ambas4.

4
Esta tesis, desarrollada por Harri Neier, aceptada por Menéndez Pidal y la mayoría de los hispanistas,
presenta, sin embargo, algunos inconvenientes. Aparte de fiar en exceso los caracteres de los dialectos
románicos a la situación latina (y prelatina), no parece que algunas de esas características, de las utilizadas
como apoyo para esta imagen de la latinización hispánica, encajen adecuadamente en ella. Uno de los
rasgos diferenciales señalados era el carácter dialectal del latín importado a la Tarraconense, con
evoluciones que luego pasarían al catalán, aragonés o castellano, pero no al portugués o a los dialectos
occidentales.

17
Por lo que respecta a la latinización (adopción del latín como lengua por parte de los
pueblos colonizados en detrimento de sus lenguas autóctonas), hay que decir que no fue
un proceso agresivo ni forzado: bastó el peso de las circunstancias. Los habitantes
colonizados vieron rápidamente las ventajas de hablar la misma lengua que los invasores
puesto que de ese modo podían tener un acceso más eficaz a las nuevas leyes y estructuras
culturales impuestas por la metrópoli. Además, los nuevos habitantes del Imperio sentían
de forma casi unánime que la lengua latina era más rica y elevada que sus lenguas
vernáculas, por lo que la situación de bilingüismo inicial acabó convirtiéndose en una
diglosia que terminó por eliminar las lenguas prerromanas. Por tanto, fueron los hablantes
mismos, sin recibir coacciones por parte de los colonos, quienes decidieron sustituir sus
lenguas maternas por el latín. No obstante, hubo en Hispania una excepción a este
respecto, ya que los hablantes de la lengua vasca nunca dejaron de utilizarla, lo que
permitió que sobreviviera, fenómeno de lealtad lingüística que se dio en varias partes del
Imperio, como en Grecia, que nunca perdió el griego pese a su fuerte romanización.

La diferencia en la intensidad de la latinización y la romanización puede verse también


en que, incluso en plena época imperial, en las zonas centro y norte sobrevivían la
organización social, las costumbres, las creencias, los nombres personales e incluso las
lenguas de los pueblos del centro y del norte. Las inscripciones se seguían haciendo en
celta o utilizan el alfabeto ibérico. En cambio, en el sur, en la Bética, parece ser que se
adoptó rápidamente la nueva cultura y la nueva lengua hasta tal punto que el gramático
Varrón (s. I a.C.) cita a Córdoba entre las varias ciudades “italianas” que conservan
elementos latinos antiguos. Pero, aunque la Bética fuese considerada “italiana”, Cicerón
nos recuerda en su Pro Archia Poeta que los poetas cordobeses tienen un acento
particular; también sabemos que el emperador Adriano (s. II d.C.), de origen hispano,
despertó las risas de los senadores romanos por su acento dialectal.

Recordemos también que en la zona andaluza, la Bética, habían habitado los tartesios,
los fenicios, los griegos y los cartagineses. Es decir, estaba acostumbrada a
organizaciones y sistematizaciones, ya fueren éstas militares, políticas, comerciales o
lingüísticas; por eso, la adquisición de una nueva cultura y su lengua no presentaría para
ellos gran dificultad.

18
3.3. EL LATÍN DE HISPANIA

La presencia romana en Hispania data del 218 a. C., cuando fue grabado en Tarraco
el documento latino más antiguo de la Península Ibérica, y la fragmentación del latín
medieval en diversos idiomas romances, según todos los indicios, debe fecharse con
posterioridad a la conquista musulmana (711 d. C.).

3.3.1. ¿UN LATÍN DE HISPANIA?

Los rasgos típicos del latín de Hispania vendría a resumirlos Mariner: “presencia de
arcaísmos, tendencia al conservadurismo, coincidencias básicas dentro de la Romania
occidental, y ello pese a la variedad manifiesta entre los resultados de dicho latín”. Como
la documentación antigua controlable, sean inscripciones o textos literarios, no confirma
la existencia de un latín diferenciado en Hispania, sino que, por el contrario, refleja una
lengua sustancialmente idéntica a la atestiguada en Italia y otros lugares del occidente
romano, y con pautas evolutivas semejantes, la existencia de un latín característico de
Hispania cabría deducirla del latín hablado, del que no se conservan testimonios,
observando las coincidencias que ofrecen los romances peninsulares entre sí y de sus
divergencias con los restantes idiomas de la Romania, a través de un planteamiento
metodológico similar al empleado por los lingüistas para reconstruir la primigenia lengua
indoeuropea5. La cuestión consiste, por un lado, en precisar cuánto diferían las
modalidades coloquiales del latín cultivado −y todo induce a pensar que la distancia no
era grande−, y, por otro, en situarlo en el tiempo. Por último, cabría descubrir si existía
un latín no sólo peculiar de Hispania, sino además diferenciado regionalmente en
variantes que prefiguraran las lenguas romances antes del final del reino visigodo.

5
El lenguaje epigráfico se ajusta básicamente a los parámetros del latín literario. En el mundo romano,
incluso en los momentos de máxima alfabetización, es poco probable que fueran más del 20% los que
supieran leer y escribir, si bien la familiaridad con la escritura estaba muy difundida: debía de haber un
elevado porcentaje de semiletrados y muchos iletrados que poseían documentos escritos o se hacían colocar
un epitafio sobre su tumba y que, al menos en las ciudades de las primeras centurias de nuestra era, vivían
inmersos en un ambiente intensamente alfabetizado. No debe subestimarse, por tanto, la influencia que el
latín culto pudiera ejercer sobre la lengua de la población iletrada. Siendo una sociedad en la que la cultura
oral era predominante, los discursos, los rituales religiosos, las representaciones teatrales y otras muchas
manifestaciones públicas facilitaban la familiarización de la población iletrada con la lengua culta. A esto
hay que añadir los indicios más que consistentes de que la comunicación vertical entre letrados e iletrados
fue fluida hasta el final de la antigüedad, y que hasta el siglo VII no comienza a crecer ese distanciamiento.

19
3.3.2. DIVERSIDAD, UNIDAD, FRAGMENTACIÓN

Si centramos la trayectoria del latín entre el 218 a. C. y el 711 d. C., cabría distinguir
cuatro etapas: las dos primeras están marcadas por la diversidad lingüística. En un
primer momento, el idioma de Roma coexistió, en una posición subalterna, con no menos
de siete lenguas, antes de pasar, en un plazo relativamente breve de tiempo, a imponerse
sobre ellas y desempeñar un papel hegemónico. La tercera etapa se define por la unidad.
El latín en este momento es prácticamente la única lengua de Hispania, e Hispania una
parte de la vasta comunidad latino-parlante. La cuarta muestra los primeros síntomas de
diferenciación dentro de este amplio espacio lingüístico, cuya definitiva fragmentación
se produjo, como se ha antedicho, como consecuencia de la irrupción musulmana del 711.

Naturalmente, los fenómenos que acaban de ser descritos se desarrollan con ritmos e
intensidades diferentes según las regiones, y cuentan también con excepciones: las
lenguas vernáculas se extinguieron mucho antes en el sur y en el este de Hispania que en
las regiones occidentales. En resumen, el latín se expandió junto con el imperio de Roma
en un proceso que conocemos como romanización, y mantuvo una unidad substancial
mientras se conservaron los vínculos políticos y culturales que lo vertebraban. Después
se fragmentó, al compás de la disolución del viejo mundo romano, y sólo sobrevivió en
su versión literaria y eclesiástica, reformada en época carolingia, que es el latín medieval.

Las cuatro etapas lingüísticas coinciden con la periodización histórica tradicional:


variedad lingüística en la República tardía (II-I a. C.), hegemonía del latín en el
Principado (I-III d. C.), unidad lingüística –con excepción del vasco− en los comienzos
de la antigüedad tardía (III-V), y el preludio de la diferenciación en el período visigodo
(VI-VIII).

3.3.3. LAS LENGUAS EN EL IMPERIO ROMANO

Es necesario aclarar algunas cuestiones. Entonces, no existía una vinculación tan


estrecha entre lengua e identidad comunitaria como la heredada por la Europa
contemporánea del proceso de construcción de las naciones modernas. Roma no
desarrolló jamás una política sistemática de latinización provincial, ni tomó medidas
contra las lenguas indígenas del imperio, ni buscó imponer la homogeneidad lingüística
como referencia identitaria. Se trató más bien de un fenómeno más o menos espontáneo.
Por el contrario, la diversidad fue, en este terreno, la nota dominante. En Oriente, el latín

20
no consiguió desplazar como lengua de comunicación general al griego. En Occidente,
en cambio, aunque el griego se usaba como lengua de cultura entre las élites urbanas, y
en el sur de Italia y Sicilia su uso se prolongó hasta la antigüedad tardía, el latín se impuso
de forma mucho más clara, con matices en función del territorio.

En la Península Ibérica, la situación lingüística presenta dos claras peculiaridades. Por


una parte, aquí convivían no menos de siete idiomas, pertenecientes además a familias
lingüísticas muy diferentes. Por otra, las lenguas locales dejaron de escribirse en fecha
relativamente temprana, en contraste con la dilatada perduración de, por ejemplo, el
púnico y el bereber en el norte de África. Fragmentación lingüística y temprana
desaparición de los idiomas vernáculos en beneficio del latín son, pues, los dos rasgos
que mejor caracterizan a la Península desde la perspectiva de la lengua.

3.3.4. PERIODIZACIÓN

La República (III-I a. C.): diversidad lingüística

Cuando a finales del s. III Roma entra en contacto con ella, Hispania era un mosaico
de culturas, cuyo grado de desarrollo técnico y complejidad social variaba de forma
notable. En esta variedad influían factores geográficos como la peninsularidad, el carácter
abrupto y compartimentado del relieve o la existencia de dos amplias fachadas marítimas
muy contrapuestas, la una orientada hacia el Mediterráneo, cuna y vía de difusión de las
culturas más sofisticadas de la época, y la otra hacia el Atlántico, que desempeñaba un
papel más bien marginal. En consecuencia, la escritura o las formas de vida urbana se
difunden mucho antes en el Sur o en la costa mediterránea (VII a. C.) que en el centro de
la Península (II a. C.) o en las regiones atlánticas (I d. C.). Por esta razón también, la
conquista se prolongó durante doscientos años (218-19 a. C.), cuando en las Galias no
duró ni cien. A estas guerras de conquista hay que sumar dos contiendas civiles que se
desarrollaron durante el siglo I a. C., en parte sobre suelo peninsular, y en las que se
implicaron activamente las comunidades hispanas: la protagonizada por Sertorio en los
años 70 y la disputada por cesarianos y pompeyanos a mediados de los 40. Dadas estas
condiciones bélicas, el grueso de la presencia romana durante este período corresponde
al ejército. Aun así, se implantan novedades de calado: se introduce la moneda, se difunde
el uso de la escritura, se desarrollan la arquitectura y el urbanismo, cambian la dieta y los

21
hábitos culinarios, se fortalece el comercio a larga distancia… La economía se transforma
y se dislocan las estructuras sociales.

Se difunde la utilización del latín (administración, ejército…), pero su uso escrito


apenas se extendía fuera de las grandes ciudades de la costa o del valle del Guadalquivir,
como Carthago Nova, Emporion o Saguntum. En mayor o menor medida, los documentos
escritos procedentes de estas comunidades reflejan un ambiente de bilingüismo o de
multilingüismo (en Carthago Nova ocupa una posición dominante respecto del púnico,
en Emporion ocupa un plano de igualdad con las locales, mientras que en Sagunto es una
lengua subalterna). Fuera de estos enclaves, las lenguas locales dominan claramente en
el resto de la Hispania meridional y oriental. Persisten hasta pleno s. I d. C. las lenguas
coloniales (fenicio y púnico en Gades o griego en Emporion, por poner dos ejemplos
claros). Del tartésico se conservan sólo leves vestigios onomásticos en Andalucía central,
pero el ibérico, cuyo uso creció visiblemente con la presencia romana, está copiosamente
atestiguado en la costa mediterránea y en las regiones interiores limítrofes. De la Hispania
interior y occidental, por el contrario, faltan por completo los testimonios escritos, con
excepción de las regiones más orientales en las que se adoptó el semisilabario ibérico para
anotar el celtibérico y tal vez otra eusquérica, el vascónico. Al oeste, sin embargo,
Hispania sigue siendo ágrafa y el latín la lengua de los conquistadores.

Esto parece evolucionar rápidamente a partir de comienzos del I a. C. La pacificación


de buena parte de Hispania, las oportunidades que ofrece la explotación minera en
Cartagena y en Sierra Morena, la de los recursos agrícolas en el valle del Guadalquivir,
la costa mediterránea y la cuenca media del Ebro, las convulsiones políticas y sociales
que atravesaba la República tardía, y la presencia de grandes concentraciones de soldados
como consecuencia de las guerras sertoriana y cesariana incrementan notablemente el
flujo de emigrantes civiles a Hispania, y también el uso del latín.

Pese al dominio de la diversidad lingüística debe subrayarse que, en términos


comparativos, el latín arraigó tempranamente en Hispania, sobre todo en las regiones de
cultura ibérica, gracias a la precocidad de la presencia romana (fuera de Córcega, Cerdeña
y Sicilia, el litoral hispano fue el primer territorio no itálico convertido por Roma en
provincia).

22
El Principado (ss. I-III d. C.): hegemonía del latín

El gobierno de César (49-44 a. C.) y, sobre todo, el largo mandato de Augusto (27-14
a. C.), marcan un punto de inflexión en el proceso que estamos siguiendo: Hispania se
pacifica definitivamente en el 19 a. C., tras las guerras cántabras; decenas de miles de
romanos se asientan en una veintena de colonias; se concede colectivamente la ciudadanía
a más de setenta comunidades indígenas; se acuartelan fuerzas militares en el recién
conquistado noroeste peninsular, y se instaura un nuevo régimen político, el Principado,
con el que cristaliza la “cultura romana imperial”, caracterizada, gracias al patronazgo
imperial (que emplea todos los medios a su alcance para difundir los valores sobre los
que se asienta el nuevo régimen y para reforzar la autoridad del príncipe), por su mayor
homogeneidad y capacidad de penetración. Las provincias pacificadas dejan de ser así un
mero espacio de acción militar y aprovechamiento económico para convertirse en
apéndices del territorio cívico romano. Las regiones meridionales y orientales
protagonizan una frenética actividad urbanística por la que se dotan de infraestructuras y
monumentos, produciéndose una “explosión epigráfica”, reforzándose la administración,
difundiéndose la instrucción escolar y floreciendo las letras. Naturalmente, el vehículo
lingüístico de todas estas transformaciones es el latín, lengua materna de muchos
indígenas promocionados a ciudadanos y de soldados acuartelados.

El profundo arraigo de las formas de vida romanas queda de manifiesto en la nutrida


nómina de hispanos del sur y del este que logran el ingreso en los dos órdenes sociales
más elevados del imperio, el ecuestre y el senatorial, en la aparición de literatos famosos
y pensadores de reconocido prestigio (los dos Sénecas y Lucano, y después Marcial y el
gran rétor Quintiliano). Todo el proceso culminará con Vespasiano, que concederá a todos
los hispanos libres el derecho latino, condición jurídica próxima a la plena ciudadanía,
que convertía el funcionamiento institucional de los municipios hispanos en casi idéntico
al de una colonia o un municipio romanos. Por el contrario, los primeros años del siglo I
d. C. contemplan la desaparición de las lenguas vernáculas, o al menos de su uso escrito,
en todo el sur turdetano y en el este ibérico. Íberos y celtas siguen sus pasos. A partir de
Augusto, comienzan a hacerse rarísimos los epígrafes en ibérico, y a escasear los
antropónimos ibéricos mencionados en inscripciones latinas, quedando el ibérico
circunscrito a ambientes familiares y zonas rústicas, y extinguiéndose paulatinamente. En
la parte occidental de la Tarraconense y en Lusitania sí perviven hasta pleno s. II d. C.,
en cambio, las lenguas vernáculas. Es muy probable que este ambiente de diglosia, con

23
el latín como lengua culta escrita conviviendo con un uso coloquial-ritual y, por tanto,
ágrafo, de las lenguas vernáculas persistiera a lo largo de todo el siglo II y aun en el III,
pero para entonces el latín era ya la lengua indiscutida de Hispania. Después, sólo
sobrevive el vascónico. El ascenso al trono de los Severos (193-235 d. C.) pone punto
final al Principado, subrayando el creciente peso en el imperio de África y de Oriente, de
los que eran nativos los nuevos emperadores.

El comienzo de la antigüedad tardía (III – V d. C.): el latín, lengua materna de


Hispania

Tras la dinastía de los Severos, el imperio se enfrenta a un período convulso del que
solo pudo recuperarse a costa de profundas transformaciones. El cristianismo progresó de
la ilegalidad a la oficialidad primero, y a la exclusividad después. La vida municipal y
urbana se retrae, menos profundamente en oriente, donde se funda una nueva Roma en
Bizancio: Constantinopla. El emperador refuerza su autoridad incrementando el peso
específico de la administración y el ejército a costa del aumento de la presión fiscal: las
diferencias de riqueza tienden a polarizarse, mientras los intercambios a larga distancia y
la producción orientada a la comercialización decrece paulatinamente.

Con Teodosio (379-395), el cristianismo se convierte en la única religión tolerada, y


se divide el imperio en dos mitades para hacer frente de manera más eficaz a las presiones
externas. Sin embargo, esta vez los movimientos de los pueblos más allá de las fronteras
septentrionales no pudieron ser contenidos, y durante el s. V las fronteras se
permeabilizan, irrumpiendo centenares de miles de emigrantes que acaban asentados
como campesinos en las fronteras o como contingentes militares errando de provincia en
provincia. A finales de este siglo, en el 476, la extremada debilidad política y militar de
la parte occidental (la oriental sobrevivirá mil años más), facilita su disgregación. De ella
se benefician tanto los pueblos germánicos anteriormente asentados en las diversas
provincias (visigodos, ostrogodos) como los que fueron llegando después (vándalos,
suevos, francos, longobardos…).

Hispania fue, no obstante, de todas las provincias occidentales, una de las que disfrutó
de mayor estabilidad durante el s. IV. Durante este siglo, la mayor parte de los textos
conservados tienen que ver con el cristianismo (epitafios, actas conciliares e incluso
poemas). La Iglesia usa exclusivamente el latín como lengua litúrgica y pastoral –en

24
oriente el griego sí cede ante el copto, el armenio o el georgiano−, probablemente porque,
como hemos visto, los idiomas locales ya no juegan un papel relevante en la
comunicación. Desde comienzos del s. V, la estabilidad disfrutada por Hispania durante
la centuria anterior se quiebra con la penetración de vándalos y de alanos, pronto
diezmados o emigrados, y de los suevos, hasta que a mediados de siglo ascienden los
visigodos, primero como brazo armado de Roma y, después, tras la deposición del último
emperador romano de occidente, en beneficio propio.

La hegemonía visigoda (VI – VIII): ¿el preludio de la diferenciación lingüística?

A lo largo del s. VI, el poder visigodo se afirma en Hispania, reduciendo la autoridad


del resto de pueblos bárbaros. Asimismo, Recaredo abjura del arrianismo, que había sido
abrazado por ellos. Esto explica el elevado grado de integración que habían alcanzado al
llegar a Hispania, que utilizaran el latín como lengua administrativa y de cultura y, como
consecuencia de todo ello, que no se conserven inscripciones en lengua germana. Durante
esta época, se desarrolla una activa vida cultural en el seno de la Iglesia, convirtiéndose
los monasterios en centros de estudio y llevándose a cabo la compleja labor de ajustar la
tradición clásica a las nuevas condiciones de un reino con raíces germánicas e hispanas.
El autor más representativo de la época es Isidoro de Sevilla (Etimologías, Historia de
los godos), a la vez compendio de la sabiduría antigua y epílogo de una época. Su obra
permite apreciar las distancias abiertas entre la lengua culta escrita y la coloquial más
popular. En todo caso, el latín todavía no había padecido grandes cambios fonéticos o
morfológicos como los que le conducirían, siglos más tarde, al romance, y para la mayoría
de los hablantes un texto de nivel medio seguía siendo comprensible y la comunicación
vertical entre letrados e iletrados seguía siendo fluida.

Todo cambia con la invasión musulmana a partir del 711, que divide la Península en
dos: al norte, cristiana y románica, y en el resto crecientemente islámica y arabizada. En
la Córdoba del s. IX, algunos eruditos empleaban todavía el latín, pero la mayor parte de
la población hablaba una lengua muy diferenciada. La vigencia del latín como lengua de
comunicación general se agotaba. Cuando los reyes cristianos de Asturias busquen un
referente ideológico del que mostrarse continuadores, éste ya no será Roma, sino su
epígono, el reino visigodo. La Edad Media había comenzado.

25
3.3.5. EL LATÍN HABLADO EN HISPANIA HASTA EL S. V

No interesan aquí las formas de expresión del latín literarias, expresadas con
corrección y calidad artística conforme a las normas clásicas, sino orales. El latín alcanza
su mayor y más profunda difusión en el s. III d. C., hasta que en el s. V se ve afectado por
la invasión de los pueblos germánicos. Conviene recordar que es un latín en sentido pleno
e idéntico al del resto de la Romania, ya que la comunicación vertical (la capacidad de
comprender con un mínimo de solvencia por parte de los hablantes menos instruidos
manifestaciones lingüísticas elaboradas) no tendrá lugar antes del s. IX.

Fuentes

Las inscripciones epigráficas como medio de comunicación social no dependen del


nivel de latinización o de alfabetización de una comunidad. En el occidente romano no
se dio de forma generalizada hasta época de Augusto, y, a partir del siglo III d. C., empezó
a perder vitalidad. Antes y después de este período, las inscripciones son más bien raras.

La comunicación epigráfica es un fenómeno esencialmente urbano y que necesita de


un desembolso económico considerable en sus formas más monumentales, de ahí que no
ofrezca una distribución geográfica uniforme y que sectores importantes de la población
quedaran al margen de ella. Las inscripciones en pizarras visigodas muestran, en cambio,
un perfil más abierto socialmente y menos solemne.

En cuanto a los autores literarios de origen hispano, aunque hasta el s. IV casi todos
desarrollaron su obra en Roma, resultan muy significativos como jalones cronológicos y
geográficos de la plena integración de las diferentes regiones hispanas en la latinidad.
Desde el siglo V, casi todos los autores escriben en Hispania y reflejan en sus obras, en
mayor o menor medida, el ambiente cultural que los rodeaba.

La principal fuente es el tomo II del Corpus inscriptionum Latinarum6, a pesar de que

6
Corpus Inscriptionum Latinarum (citado en bibliografía y recopilaciones de fuentes como CIL) es una
recopilación exhaustiva de inscripciones latinas, y algunas griegas, del mundo romano. Representa la
fuente que proporciona autoridad en la documentación de la epigrafía legada por la Antigüedad clásica. Al
acoger todo tipo de inscripciones, públicas y privadas, arroja luz sobre todos los aspectos de la vida y
la historia de Roma.
El CIL recoge todo tipo de inscripciones latinas de todo el territorio del Imperio romano, ordenándolas
geográfica y sistemáticamente. Los primeros volúmenes recopilaron y publicaron versiones autorizadas de
todas las inscripciones previamente publicadas. El Corpus continúa siendo actualizado con nuevas
ediciones y suplementos.
En 1847 se creó un comité en Berlín para publicar y organizar tal colección, sobre la base del trabajo
de cientos de eruditos de los siglos precedentes. La principal figura del comité fue Theodor Mommsen,
quien escribió varios de los volúmenes correspondientes a Italia, seguido por Emil Hübner, dedicado a la
epigrafía latina de Hispania. Gran parte del trabajo suponía inspecciones personales de lugares y

26
su principal característica (estas fuentes empiezan a aparecer ya en el s. III a. C.) es su
pertenencia mayoritaria a grupos temáticos reducidos (funerarias, monumentales,
jurídicas…), y que su latín con frecuencia sea formulario y anquilosado, de léxico
relativamente escaso, y con poca variedad en las estructuras de las oraciones, sobre todo
en las complejas. Su estudio, que ha ser por esta razón cauteloso, es más productivo en el
terreno de la fonética o de la morfología que en el de la sintaxis o en el del léxico.

Un segundo bloque lo conforman las obras conservadas de aquellos escritores que


aportan datos interesantes al conocimiento del latín hablado, si bien, además de ser
escasas, están condicionadas, al igual que los textos epigráficos, por la tradición y un
aprendizaje específico, diferente del espontáneo.

Rasgos generales del latín de Hispania

El latín que llega a Hispania es un latín anterior a la lengua de la época clásica latina,
un latín antiguo, por lo que muchas de las formas utilizadas en Hispania desaparecerán o
caerán en desuso en el latín de la metrópoli, en Roma, en el latín clásico. La temprana
ocupación de amplias zonas peninsulares o su situación geográficamente marginal han
condicionado la historia del desarrollo del latín en Hispania, marcándolo con una serie de
rasgos peculiares.

1) Arcaísmo. Aunque el territorio hispánico estaba en constante contacto con la


metrópoli, Roma, los cambios e innovaciones que se producían en el latín metropolitano
no siempre llegaban hasta Hispania o, si lo hacían, no conseguían suplantar a las formas
en uso. Estas formas anteriores, subsistirán en los romances hispánicos.

Se entiende por arcaísmos los que eran considerados tales por los propios romanos,
tomando como referencia la literatura desarrollada entre los siglos I a. y d. C. Se ha de
hacer asimismo una distinción entre los intencionados, empleados con afán efectista, y
los espontáneos, integrados ya en el acervo lingüístico de toda la comunidad. Se ha
aducido para justificar el latín en Hispania principalmente: 1) la circunstancia histórica

monumentos, con el empeño por recuperar lo más posible la información original. En los casos en que una
inscripción previamente citada no se conseguía encontrar, los autores intentaban lograr una versión ajustada
comparando las versiones publicadas por los que hubieran visto el original. El primer volumen apareció en
1853.
Actualmente, el CIL consta de 17 volúmenes, con 70 partes, que recogen aproximadamente 180.000
(ciento ochenta mil) inscripciones. Trece volúmenes suplementarios incluyen índices especiales. El primer
volumen, en dos secciones, cubre las inscripciones más antiguas, hasta el fin de la República Romana; los
volúmenes II al XIV están divididos geográficamente, según la zona donde se encontraron las inscripciones.

27
de su temprana y profunda romanización, que provocó la generalización de una lengua
“preclásica”, y 2) su alejamiento físico de Roma, que ralentizó la llegada de las
innovaciones, haciéndola coincidir en ocasiones con las zonas situadas al otro extremo
del imperio, con la actual Rumanía, pero las lenguas más alejadas de Roma no presentan
un mayor número de arcaísmos que las centrales, por lo que la posición geográfica no
parece determinante7. Donde resultan más evidentes es en el léxico.

Algunos de estos arcaísmos se remontan a la época de la conquista: rostrum 'pico,


hocico' > rostro; capitia (de capitium 'capucha, orificio superior de la túnica') > cabeza;
perna 'pernil, jamón' > pierna; aptare > atar; cova > cueva; cuius/a/um > cuyo/a, y quizá
los indefinidos “ninguno” y “nada”.

Recordemos, no obstante, que cuando hablamos de este aspecto arcaizante, estamos


hablando del léxico únicamente. En lo que a la evolución fonética o morfosintáctica, el
romance castellano es innovador.

2) Conservadurismo. El carácter oficial del lenguaje más cultivado y, de manera


especial, la escuela, serían los responsables de que rasgos desarrollados con posterioridad
al período clásico en la metrópoli y las regiones más centrales de Roma no llegaran a
alcanzar a la lengua hablada en Hispania, o tuvieran en ella una vida efímera y
desaparecieran sin dejar rastro.

3) Occidentalidad. Wartbug traza una línea ideal Spezia-Rimini8 en 1971, que separa
el latín de la parte occidental de la Romania de la oriental. Algunos de los rasgos
lingüísticos del latín occidental, en el que quedaría enmarcado el de Hispania, son:
mantenimiento de la /-s/ final, sonorización de las oclusivas sordas intervocálicas,
evolución del grupo /ct/. La sonorización y la evolución del grupo /ct/ estaría vinculado,

7
Este carácter arcaico se ha relacionado con el hecho de que Hispania era una zona alejada, “lateral”, e
incluso “marginal”, del Imperio. Según la “teoría de las ondas”, la intensidad de las ondas producidas por
una palabra nueva al caer sobre el agua-territorio es menor cuanto más alejada del centro esté la onda. Esto
explicaría las numerosas coincidencias, de orden léxico sobre todo, entre los romances hispánicos y el
rumano. Los elementos arcaicos de la península Ibérica guardan cierta semejanza con los del rumano, los
del sur de Italia, y los de las islas del Mediterráneo occidental, mientras el francés y el italiano, más cercanos
al “centro” tienen un carácter más innovador.
8
La línea La Spezia-Rímini (por las localidades de La Spezia y Rímini) o línea Massa-Senigallia (por
las localidades de Massa y Senigallia) es un límite lingüístico que separa las lenguas galoitalianas del norte
y las lenguas italianas centromeridionales. La propia línea está definida por un haz de isoglosas que
diferencian ambos grupos lingüísticos.

28
teóricamente, con un sustrato céltico. Tales rasgos no son suficientes para marcar
diferencias sustanciales.

4) Variedad. Las diferencias en el latín de Hispania se fueron estableciendo, al menos,


en tres direcciones, que darían lugar a otras tantas lenguas neolatinas: castellano, catalán,
y gallego-portugués. La cuestión es desde cuándo esas diferencias se hicieron lo
suficientemente importantes como para dar lugar a tres idiomas diferentes, y cuáles son
sus características. La existencia de distintas lenguas de sustrato, de distintas épocas de
romanización, de varias corrientes de difusión del latín (una desde el Levante hacia el
interior y otra desde la Bética hacia el norte) no ofrecen en sí argumentos suficientes
como para pensar en una diferenciación importante. En todo caso, las divergencias se han
ido detectando más en los aspectos menos sistemáticos de la lengua. Hoy, un amplio
consenso entre los estudiosos sostiene la homogeneidad del latín en Hispania a lo largo
de todo este período, con diferencias relativamente poco importantes, que afectan sobre
todo al catalán, alineado en bastantes ocasiones con el galorromano. Se añaden algunas
razones más: la rapidez de la romanización, el grado de cultura previo de los hablantes o
cuestiones de tipo histórico (como el alto grado de calidad documentado en la epigrafía
oscense, zona en la que sabemos de los esfuerzos de Sertorio por fomentar la educación
a la romana).

5) Dialectalismo originario. Es éste un asunto sumamente debatido, que cada vez


cuenta con más detractores: el de la posible existencia de diferencias dialectales debido
al origen geográfico de los colonizadores. Basándose en las noticias de historiadores
antiguos sobre el contingente que acompañaba a Sertorio y en ciertos resultados léxicos
que afectan a topónimos, filólogos como Menéndez Pidal han afirmado que hubo un
componente suritálico, concretamente osco, predominante en determinada zona. Esta
teoría ha sido criticada porque estos topónimos coinciden mayoritariamente con el vasco,
porque varios de ellos no constan con anterioridad a la disgregación del latín o porque se
desconoce realmente su articulación. El latín instalado en Hispania debió de presentar,
según hemos visto, particularidades notables debidas a causas diversas (lenguas antiguas,
tiempo de difusión, intensidad de los contactos con la metrópoli, etc.). No obstante, era
la misma lengua del resto del Imperio, la que Roma, su cuna, había difundido por casi
todo el mundo entonces conocido.

La latinización de Hispania fue, en líneas generales, completa. Son pruebas clásicas


de esta romanización y latinización profundas los autores latinos de origen peninsular, la

29
existencia de grandes focos de latinidad en la Península, y el origen hispano de algunos
emperadores romanos. Pero la mayor prueba es que con el tiempo el latín se convirtió en
la única lengua empleada hasta en los escritos más humildes. Y es de ese latín hablado
por todos, el “popular” o “vulgar” (frente a la modalidad literaria más fija), de donde
surgieron las lenguas romances y, entre ellas, el castellano.

3. 4. EL «LATÍN VULGAR»

Con el nombre de latín vulgar se viene denominando esa forma lingüística no literaria,
madre de todas las lenguas románicas. Sin embargo, varios lingüistas actuales consideran
que la rígida dicotomía entre latín clásico y latín vulgar responde a una visión superada
del funcionamiento y el cambio de las lenguas, que no tiene en cuenta la heterogeneidad
y variación existentes en toda comunidad lingüística. En realidad, latín vulgar es un
concepto negativo: indica todo lo que no pertenece a la lengua codificada para uso de la
escritura literaria desde el s. I a.C. De ahí la diversidad de sus sentidos, que pueden
agruparse según las siguientes perspectivas:

1) En primer lugar, el latín diferenciado socialmente: a ello responden ‘vulgar’,


‘popular’, etc. Ahora bien, en este punto se mezclan diferencias sociales y culturales de
los hablantes latinos (los miembros de las distintas clases y estamentos no hablarían igual)
con variaciones estilísticas, debidas a la situación; esto último es lo que intentan recoger
denominaciones como latín familiar o latín coloquial (el sermo cotidianus nombrado por
Cicerón). Éste es, por cierto, el valor de vulgar como nombre de la forma no literaria del
latín.

2) Las diferencias geográfico-dialectales ya eran conocidas por los romanos: a la


oposición entre sermo urbanus y sermo rusticus (social en su origen) se sumaría la
diferencia entre latín de la urbe y latín de las provincias. Este último presentaría
numerosas interferencias de las lenguas primitivas de cada zona (los ‘sustratos’); pero
también es cierto que el latín de Italia fue más “popular”, lleno de los viejos rasgos itálicos
(latinos o no-latinos), mientras que el provincial presentó mayor homogeneidad (como
toda lengua importada), al ser la lengua enseñada en la escuela y usada por la
Administración colonial. En todo ello vuelven a interferir consideraciones de orden
social: naturaleza y jerarquía de los colonos, modos de la romanización, etc.

30
3) Desde el punto de vista diacrónico, como ‘latín vulgar’ se entiende una realidad
coetánea al clásico, diferenciada de él según los parámetros anteriores; o bien el latín
tardío, propio del fin del Imperio: aunque hay divergencias en los autores, suele
considerarse que en el s. III d.C. termina la época “clásica” de1 latín, después de la cual
éste se degrada continuamente, acogiendo vulgarismos, extranjerismos, innovaciones
disgregadoras, etc. Este latín, sin embargo, tendrá también una modalidad más cultivada,
de la que se desarrollará luego el bajo latín o latín medieval. Hay, además, otra dimensión
dentro de esta perspectiva histórica: en el «latín vulgar reaparecen, o continúan,
tendencias evolutivas, formas, etc., que se daban en la época arcaica, “preclásica”, del
latín; de este modo, la lengua vulgar parece suponer una continuidad de desarrollo en la
que el llamado “latín clásico” supondría un cierto paréntesis o una forma aparte.

4) Por último, el ‘latín vulgar’ puede ser también obtenido por reconstrucción a
partir de lo que nos ofrecen las lenguas románicas. La técnica de la reconstrucción,
tanto por comparación entre lenguas afines (la más frecuente) como la interna en una
lengua, fue uno de los grandes logros de la Lingüística histórica del s. XIX. En el caso de
la familia neolatina su actuación es más fácil, ya que se conocen el punto de partida y las
fases intermedias, si bien éstas de forma muy fragmentaria en ocasiones. La necesidad de
reconstrucción es clara cuando encontramos muchas formas romances que no pueden
explicarse a partir de las formas documentadas en cualquiera de las variantes del latín.
Sin embargo, esa lengua reconstruida, abstracta e intemporal, no tiene por qué coincidir
con el supuesto “latín vulgar” hablado por la población del Imperio Romano: muchas
formas “vulgares” documentadas en las fuentes conocidas (inscripciones, textos de
gramáticos, obras técnicas, latín cristiano, etc.) no han tenido ninguna herencia en las
lenguas románicas; la reconstrucción a partir del romance tampoco nos proporciona
sistemas lingüísticos coherentes en un tiempo histórico. Por ello, muchos lingüistas
llaman a ese sistema, construido a partir de elementos diversos en el tiempo y el espacio,
románico común o protorrománico, punto de partida ideal sobre cuyo tipo de existencia
real no hay por qué pronunciarse.

Muy debatida ha sido la cuestión de la unidad o diversidad del latín vulgar o, en


general, la del habla latina en la época imperial: ello tiene una clara relación con la génesis
de las lenguas románicas. Así, hay quienes piensan que la diferenciación interna del latín
arranca de la misma época de su implantación en las distintas zonas (en relación con los
sustratos y la antigüedad de la conquista), por lo que el origen de las lenguas romances

31
podría situarse incluso en el s. I (o II) a.C.; otros, por el contrario, han llegado a afirmar
que la unidad lingüística latina llega hasta el s. VIII. Por otra parte, en el problema de la
“unidad” latina hay dos cuestiones: ¿hasta cuándo latín “clásico” y “vulgar” son formas
de una única lengua?; y ¿hasta cuándo los hablantes de latín siguieron compartiendo una
misma forma lingüística, y desde cuándo hay “varias” lenguas románicas? Si bien tales
preguntas se refieren a hechos que no tienen por qué coincidir, es habitual pensar que
ambos procesos de diferenciación son paralelos: incluso, suelen presentarse como las dos
caras de un mismo fenómeno.

Ciertamente, no tenemos “textos” en latín vulgar (ni puede haber tal cosa): sólo
tenemos textos latinos con vulgarismos o innovaciones, fenómeno que se va haciendo
cada vez más usual desde el s. III d.C.; no obstante, la presión de los moldes clásicos no
dejó nunca de actuar, incluso entre los escritores cristianos, que, en un principio, habían
preferido emplear la lengua corriente. Ahora bien, la lengua literaria va siendo cada vez
más diferente de la coloquial (Coseriu señala los siglos III y IV d.C. como punto de
partida). Para ello fue decisiva la ruptura de la unidad cultural del mundo romano, paralela
a la ruptura de su unidad política (primero, con la separación entre el Imperio de
Occidente y el de Oriente (395), y luego con la desaparición de aquél en 476).

Esta ruptura, no sólo incrementó el número y ritmo de los cambios que separaban la
lengua de sus moldes previos, sino que además permitió el desarrollo, cada vez con menor
freno, de los rasgos diferenciales de las distintas zonas del Imperio. Sabemos que el latín
conocía variación dialectal interna, aunque no podamos trazar fronteras claras ni esas
diferencias se perpetúen en las lenguas romances; pero los centros locales de poder y
cultura mantenían una notable unidad: al final del Imperio, sin embargo, empiezan a
surgir otros centros (las futuras capitales medievales: París, León), menos apegados a la
tradición culta latina, y que, por ello, van a dejar campo libre a formas vulgares, rústicas
(a veces, fruto del bilingüismo), a particularismos locales, etc. Frente a ello, la lengua
escrita permanece fijada en un estado que corresponde a una situación ya superada (de
ahí las numerosas “incorrecciones” de los textos e inscripciones, que muestran esa falta
de correspondencia). Parece iniciarse así una clara diglosia latino-románica, que, sin
embargo, aún no es sentida como tal.

Con todo ello, puede afirmarse, a partir de la documentación directa y de la cronología


obtenida por reconstrucción, que hasta el 600 d.C. todavía puede hablarse de “latín”,
mientras que desde el 800 ya tenemos inequívocamente el “romanace” distinto en cada

32
zona: en esta época se hacen mayontaritarios los elementos diferenciales entre el latín
escrito codificado y el habla espontánea, así como entre el habla espontánea de cada
región.

A pesar del constante progreso de la diferenciación interna (vertical y horizontal) en


el latín post-imperial, no tenemos derecho aún a hablar más que de una lengua. Puede
afirmarse, incluso, que durante todo este período no hay más que una forma lingüística
(la propia de cada zona) y una única forma de reflejarla por escrito: el llamado “latín
tardío” no sería más que la manera de escribir la lengua hablada; ciertamente, de acuerdo
con la variación propia de toda comunidad lingüística, a la hora de escribir se elegirían
las formas “elevadas” (por arcaísmo, prescripciones de los gramáticos, etc.), sobre todo
en el área morfosintáctica y en el léxico: pero los textos se leerían con la fonética propia
de cada zona (sin olvidar que muchos cambios fónicos estarían en plena ebullición, por
lo que habría aquí también coexistencia de modos fónicos antiguos y nuevos).

Los cambios, sin embargo, eran tantos y tan profundos en la lengua hablada que la
conciencia de la diversidad hubo de imponerse. Los romanistas sitúan este momento en
el reinado de Carlomagno (768-814), época de revitalización cultural, en la que sus sabios
(en especial Alcuino de York) crearon un nuevo modo de leer, atenido a la literalidad de
lo escrito y distinto ya al habla espontánea (es lo que algunos llaman la “invención del
latín medieval”); hay que tener en cuenta además que los cambios lingüísticos del Norte
de Francia eran mucho más radicales que los de otros lugares. Esa separación se muestra
expresamente en los Cánones del Concilio de Tours (813), donde, frente a esa
pronunciación “latina”, se señala que los sermones han de llevarse a la rustica Romana
lingua (o a la Thiotisca –germánica–, la otra lengua hablada del Imperio carolingio). En
842 el habla espontánea adquiere su propia forma escrita en los Juramentos de
Estrasburgo; y la Secuencia de Eulalia, de ese mismo siglo, muestra que la división era
ya irreversible.

En otras zonas el desarrollo fue más tardío: tanto en Italia como la Península Ibérica
no hubo nada parecido a la reforma carolingia (quizá porque no hubo una decadencia
cultural como la de la Francia merovingia de los siglos Vl- VIII); por otro lado, al ser
menos “avanzadas” en su evolución lingüística, la conciencia de la diversidad no se
presenta hasta, al menos, el s. X (o el XI): en España son las Glosas Emilianenses y las
Silenses la primera muestra en este sentido.

Desde esta época el latín queda como un superestrato lingüístico: es la lengua de

33
cultura y la lengua ritual, pero ya no sólo en aquellos países donde ha generado nuevas
lenguas, sino en todos los de la Europa occidental; su actuación sobre las lenguas
“neolatinas” será, en principio idéntica a la de otra lengua (aunque en la realidad su
influencia haya sido muy superior a la de cualquier otra): suministrará préstamos léxicos
(los cultismos), y como lengua de cultura elevada será modelo digno de imitar en muchos
aspectos gramaticales y estilísticos.

En resumen, el latín, al igual que todas las demás lenguas, tenía variedades
lingüísticas relacionadas con factores dialectales (variedades diatópicas), con factores
socioculturales (variedades diastráticas), con factores históricos y evolutivos
(variedades diacrónicas) y con factores relacionados con los distintos registros
expresivos (variedades diafásicas); pues bien, en definitiva, el latín vulgar (también
llamado latín popular, latín familiar, latín cotidiano o latín nuevo) era la variante oral del
latín, es decir, el latín que utilizaban los romanos (fueran cultos, semicultos o analfabetos)
en la calle, con la familia y, en general, en los contextos relajados. Se trata, por tanto, de
un latín que se aleja del latín clásico y normativo debido a la espontaneidad y viveza que
le otorga su naturaleza oral y cotidiana. Esta variante diafásica de la lengua latina es de
vital importancia puesto que es de ella (y no del latín culto de la literatura y los registros
formales) de donde van a proceder las lenguas romances o románicas, y más en concreto
del latín vulgar del período tardío (S. II-VI).

Para resumirlas de alguna manera “podemos” hablar de “latín clásico” y “latín


vulgar”, pero recordando que no se trataba de códigos lingüísticos separados o conceptos
que se excluyeran mutuamente. Aunque cada variante tenía sus propias particularidades,
todas compartían un mismo vocabulario, una misma morfología y una misma sintaxis.
Por “latín clásico” se entiende la lengua escrita, no hablada, y por “latín vulgar” casi el
resto de la totalidad de variantes.

Como ya ha sido mencionado, a principios del S. XX, Ramón Menéndez Pidal


empezó a estudiar el latín vulgar guiado por la intuición de que debía ser en esa variante
en la que se encontrasen las pautas para poder reconstruir y entender el origen del español
y del resto de lenguas romances. Desde entonces, las investigaciones realizadas en el
terreno de la Filología Románica han permitido entender mucho mejor el origen de estas
lenguas. No obstante, un problema se plantea de inmediato: ¿cómo estudiar una variante
lingüística que es oral y que se distancia mucho de las variantes escritas? ¿De dónde se

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puede extraer información? Los filólogos que se han ocupado de este asunto han sido
capaces, con el tiempo, de hallar algunos materiales muy valiosos.

3.4.1. FUENTES PARA EL CONOCIMIENTO DEL LATÍN VULGAR

Dado que el latín vulgar era oral y evanescente y que sólo se empleaba en contextos
relajados, ¿de dónde podemos obtener información acerca de sus características? Es
evidente que no existe ningún texto escrito en latín vulgar; a lo sumo, tenemos textos en
los que se encuentran algunos vulgarismos dispersos, perdidos entre el estilo lujoso y
cuidado que caracteriza a la literatura latina. No obstante, gracias a los vulgarismos que
se pueden rescatar de algunas obras cultas (incluidos en ellas por razones muy variadas)
y a algunos textos escritos por personas no demasiado cultivadas, la filología ha podido
reunir un conjunto de materiales relativamente amplio. Veamos a continuación cuáles son
las principales fuentes para conocer el latín vulgar.

a) Obras de gramáticos latinos. Son muchos los autores latinos que, en su afán de
purismo, reprenden y denuncian determinadas pronunciaciones incorrectas. El primero
de los autores que censuró estos errores fue Apio Claudio (hacia el 300 a. C.), seguido
por muchos otros, como Virgilio Marón de Tolosa (S. VII) o el historiador lombardo
Pablo Diácono (740-801). Con todo, las correcciones expresivas que señalan estos autores
hay que tomarlas con prudencia, ya que muchas de ellas son arbitrarias e incluso
abiertamente irreales.

La obra más importante de este conjunto es, sin ninguna duda, el llamado Appendix
Probi, llamado así porque se conserva en el mismo manuscrito que un tratado del
gramático Probo. Fue probablemente compilado en África –posiblemente– en el siglo III
(¿o IV?) d.C., no por Probo, sino por algún gramático posterior y cuyo texto fue añadido
al manuscrito de la obra de Probo como “apéndice”. Lo relevante es que gracias a este
texto se ha podido constatar que muchas palabras de las lenguas románicas han
evolucionado a partir de la forma vulgar y no de la normativa.

Es una especie de “gramática de errores” que cataloga y corrige 227 palabras y


fórmulas tenidas por incorrectas por el sistema “A no B”, como por ejemplo las
siguientes:

– “calida non calda, masculus non masclus, tabula non tabla, oculus non
oclus” (caldo, macho, tabla, ojo), lo cual significa que en el s. III el acento

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de intensidad había empezado a minar la estabilidad de la vocales
postónicas (y pretónicas);

– “vinea non vinia, lancea non lancia” nos indica que la vocal e en
contacto con a se estaba transformando en [semi]consonante y [j] que
resultaría en la palatalización de la consonante con la que estaba en
contacto (viña, lanza);

– “auris non oricla” nos dice que se habían reducido los diptongos (au >
o) y que el vulgar prefería los diminutivos (-cl) (oreja);

– “rivus non rius”, las fricativas interiores estaban desapareciendo;

– “pridem non pride”, la –m final no se pronunciaba, etc., etc.

b) Glosarios latinos. Se trata de vocabularios muy rudimentarios, generalmente


monolingües, que traducen palabras y giros considerados como ajenos al uso de la época
(glossae o lemmata) por expresiones más corrientes (interpretamenta). El más antiguo de
ellos es el glosario de Verrius Flaccus, De verborum significatione, del tiempo de Tiberio,
pero que solo es conocido por un resumen de Pompeius Festus (¿S. III?). También es muy
conocido el lexicógrafo latino Isidoro de Sevilla (hacia 570-636), autor de Origines sive
etymologiae, obra en la que aparecen muchas noticias sobre el latín tardío y popular, tanto
de España como de otros lugares. También pertenecen a este tipo de textos las famosas
Glosas Emilianenses (de San Millán, ¿mitad del S. X?) y las Glosas de Silos (Castilla, S.
X), donde se encuentran voces como lueco (español luego) o sepat (español sepa,
subjuntivo del verbo saber).

c) Inscripciones latinas. Las inscripciones son una fuente muy interesante para
conocer variantes poco cuidadas del latín. Conservamos en la actualidad inscripciones
muy variadas, en las que pueden leerse todo tipo de textos: dedicatorias a divinidades,
proclamas públicas, anuncios privados, textos honoríficos, etc. La mayoría de ellas están
grabadas, aunque también las hay pintadas e incluso trazadas a punzón.

d) Autores latinos antiguos, clásicos y de la “edad de plata” (desde la muerte de


Augusto hasta el año 200). Son muchos los escritores romanos que reprodujeron en sus
obras estilos descuidados o familiares. Por ejemplo, Cicerón solía utilizar en sus cartas
personales muchas expresiones coloquiales como mi vetule (mi viejo). Por otro lado,
muchos dramaturgos, como Plauto, ofrecen en sus obras diálogos llanos, propios de la
gente del pueblo más iletrado. Lo mismo sucede cuando un autor relata alguna anécdota

36
curiosa, sobre todo si el protagonista de la misma pertenece a una baja clase social (como
se ve en las obras de Horacio, Juvenal, Persio o Marcial). Por último, merece una especial
atención El satiricón (60 a. C.) de Petronio, especie de novela picaresca repleta de
charlatanes vulgares y obscenos.

e) Tratados técnicos. En algunos textos técnicos se pueden apreciar ciertas


imprecisiones expresivas. Por ejemplo, M. Vitrubio Polión escribió un tratado de
arquitectura en tiempos de Augusto y pidió excusas por su escasa corrección lingüística.
También son dignos de mención muchos autores de tratados de agricultura, como Catón
el Viejo, Varrón y Columela (bajo Tiberio y Claudio) que tienen, en general, pocos
conocimientos gramaticales. Especialmente valiosas, a causa de su lengua repleta de
elementos populares, son las obras técnicas de baja época, tales como la Mulomedicina
de Chironis, tratado de veterinaria de la segunda mitad del S. IV repleto de vulgarismos.

f) Historias y crónicas a partir del S. VI. Se trata de obras toscas y sin


pretensiones literarias, redactadas en un latín muy descuidado. Tenemos la Historia
Francorum, de Gregorio, obispo de Tours (538-594); el Chronicarum libri IV, de
Fredegarius (obra escrita en realidad por varios autores anónimos que relata la historia de
los Francos); el Liber historiae Francorum, que se tiene por anónimo, aunque pudo ser
compuesto por un monje de Saint-Denis en el 727; y, por fin, las compilaciones de historia
gótica y universal de Alain Jordanès (S. VI), obra fundamental en su género.

g) Leyes, diplomas, cartas y formularios. La lengua de estos textos es híbrida y


sorprendente, mezcla de elementos populares y reminiscencias literarias. Hay que
recalcar que las cartas y diplomas originales tienen el mérito de estar desprovistos de
correcciones que alteran los manuscritos de los textos literarios. En Galia se trata de
documentos relativos a la corte de los reyes merovingios; en Italia son edictos y actas
redactados bajo los reyes lombardos (S. VI-VII); en España, tales textos provienen de los
reyes visigodos (S. VI-VII) y de los siglos siguientes.

h) Autores cristianos. Los cristianos de los primeros tiempos rechazaron


decididamente el excesivo normativismo del latín clásico, lo que les llevó, en muchas
ocasiones, a emplear un latín mucho más relajado en la redacción de sus textos. Así, este
latín de los cristianos, sobre todo el de las antiguas versiones de la Biblia, estaba cuajado
de expresiones y giros propios de la lengua popular, por un lado, y por otro de elementos
griegos o semíticos tomados en préstamo o calcados. De hecho, los traductores de la
Sagrada Escritura se preocupaban más de la inteligibilidad de la versión que del estilo,

37
actitud utilitaria que justificaba emplear un latín desmañado siempre que fuera preciso.
Fue S. Jerónimo quien, aun conservando numerosas expresiones populares, hizo una
versión más pulida y literaria de la Biblia, conocida como la Vulgata. También se pueden
encontrar muchos datos interesantes en la poesía cristiana del S. IV, en los himnos
religiosos de la alta Edad Media (especialmente útiles para conocer detalles acerca de la
pronunciación del latín de la época baja) o en las obras hagiográficas o de vida de santos,
como las que escribió Gregorio de Tours, hombre más piadoso que literato.

i) Papiros y cartas personales. Se han encontrado también diversos papiros y textos


epistolares pertenecientes a soldados residentes en las diversas provincias del Imperio
que han resultado muy útiles para conocer rasgos del latín vulgar.

j) Textos de escritores cultos posteriores al siglo III cuando el nivel cultural de


Roma y de sus dirigentes e intelectuales era inferior al de los siglos precedentes.

k) Préstamos de vocabulario realizados del latín o al latín en los que se refleja la


sincronía fonética.

Gracias a todas estas fuentes, los filólogos han reunido muchos datos relativos a la
forma del latín hablado en la época imperial. Sin embargo, los datos aislados no permiten
obtener una visión global de cómo era el latín vulgar, por lo que, en última instancia, debe
ser la gramática comparada de las lenguas romances la que revele cómo era ese latín
hablado y cómo evolucionó. Hay que recordar que las lenguas evolucionadas a partir de
la latina asumieron propiedades que ya se encontraban cifradas en las últimas etapas
evolutivas del latín. Por ello, teniendo en cuenta cuáles son los principales rasgos de las
lenguas romances (desde un punto de vista tipológico) y cuáles son las características del
latín vulgar recuperadas gracias a las fuentes antes descritas, se puede reconstruir de un
modo bastante fiable un modelo que explique cómo era el latín que sirvió de base para
que surgieran las lenguas románicas.

Sabemos, por ejemplo, que ferus (en el conocido latín clásico) dio en español y en
italiano “fiero” y en francés “fier”; sabemos también que pedem dio esp. “pie”, fr.
“pied”, it. “piede”. Estos y otros ejemplos no permiten llegar a la conclusión de que la e
breve acentuada se pronunciaba en latín vulgar como un sonido abierto que
posteriormente se diptongaba en ie ya que en la mayor parte de la Romania así ocurre.

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3.4.2. CARACTERÍSTICAS DEL LATÍN VULGAR

El conocimiento del latín vulgar es imprescindible para poder explicar las


características gramaticales de las diferentes lenguas romances. Es una tendencia general
de todas las lenguas del mundo evolucionar siempre a partir de los usos más relajados y
espontáneos y no a partir de los registros más cuidados y formales, vinculados casi
siempre al terreno de la lengua escrita en general y literaria en particular. De hecho, son
muchas las características de las lenguas romances que no tendrían explicación si no se
conociera el latín vulgar, ya que se trata de rasgos que jamás hubieran podido surgir a
partir del latín clásico tal y como lo conocemos. A continuación, ofrecemos un listado
con las características más importantes del latín vulgar.

a) Orden de palabras. La construcción clásica del latín admitía fácilmente los


hipérbatos y transposiciones, por lo que era muy frecuente que entre dos términos ligados
por relaciones semánticas o gramaticales se intercalaran otros. Por el contrario, el orden
vulgar prefería situar juntas las palabras modificadas y las modificantes. Así, por ejemplo,
Petronio aún ofrece oraciones como «alter matellam tenebat argenteam», aunque, tras un
largo proceso, el hipérbaton desapareció de la lengua hablada.

b) Determinantes. En latín clásico los determinantes solían quedar en el interior de la


frase, sin embargo, el latín vulgar propendía a una colocación en que las palabras se
sucedieran con arreglo a una progresiva determinación, al tiempo que el período
sintáctico se hacía menos extenso. Al final de la época imperial este nuevo orden se abría
paso incluso en la lengua escrita, aunque permanecían restos del antiguo, sobre todo en
las oraciones subordinadas.

c) Las declinaciones. El latín era una lengua causal, con cinco declinaciones, en la que
las funciones sintácticas estaban determinadas por la morfología de cada palabra. Sin
embargo, ya desde el latín arcaico se constata la desestima de este modelo y se advierte
que empieza a ser reemplazado por un sistema de preposiciones. El latín vulgar propició
de forma definitiva este nuevo modelo, y generó nuevas preposiciones, ya que las
existentes hasta ese momento eran insuficientes para cubrir todas las necesidades
gramaticales. Así, se crearon muchas preposiciones nuevas, fusionando muchas veces dos
preposiciones que ya existían previamente, como es el caso de detrás (de + trans), dentro
(de + intro), etc. Además, la pérdida de las desinencias causales provocó importantes
transformaciones en el latín vulgar, simplificando los paradigmas léxicos hasta oponer
únicamente una forma singular a otra forma plural, simplificación que fue adoptada por

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las lenguas romances. De hecho, sólo el francés y el occitano antiguo conservaron una
declinación bicausal con formas distintas para el nominativo y el llamado caso oblicuo,
declinación que desapareció antes del S. XV mediante la supresión de las formas de
nominativo.

d) El género. También se simplificó en latín vulgar la clasificación genérica; los


sustantivos neutros pasaron a ser masculinos (tempus > tiempo) o femeninos (sagma >
jalma), aunque también hubo muchas vacilaciones y ambigüedades, sobre todo para los
sustantivos que terminaban en -e o en consonante (mare > el mar o la mar). También hay
que señalar que muchos plurales neutros se hicieron femeninos singulares debido a su -a
final (ligna > leña, folia > hoja), de ahí el valor de colectividad que todavía hoy mantienen
en muchos contextos (la caída de la hoja).

e) Los comparativos. En latín clásico los comparativos en -ior y los superlativos en -


issimus, -a, -um (que eran construcciones sintéticas) fueron desapareciendo en favor de
las construcciones vulgares analíticas, construidas a partir de magis... qua (m). Sólo
mucho más tarde, y por vía culta, se reintrodujo el superlativo en -ísimo, -a que aún
perdura en la actualidad.

f) La deixis. La influencia del lenguaje coloquial, que prestaba mucha importancia al


elemento deíctico o señalador, originó un profuso empleo de los demostrativos. Aumentó
muy significativamente el número de demostrativos que acompañaban al sustantivo,
sobre todo haciendo referencia (anafórica) a un elemento nombrado antes. En este empleo
anafórico, el valor demostrativo de ille (o de ipse, en algunas regiones) se fue
desdibujando para aplicarse también a todo sustantivo que se refiriese a seres u objetos
consabidos; de este modo surgió el artículo definido (el, la, los, las, lo) inexistente en
latín clásico y presente en todas las lenguas romances. A su vez, el numeral unus,
empleado con el valor indefinido de alguno, cierto, extendió sus usos acompañando al
sustantivo que designaba entes no mencionados antes, cuya entrada en el discurso suponía
la introducción de información nueva; con este nuevo empleo de unus surgió el artículo
indefinido (un, una, unos, unas) que tampoco existía en latín clásico.

g) La conjugación. Por lo que respecta a la conjugación verbal, en latín vulgar muchas


formas desinenciales fueron sustituidas por perífrasis. Así, todas las formas simples de la
voz pasiva fueron eliminadas, por lo que usos como amabatur o aperiuntur fueron
sustituidos por las formas amatus erat y se aperiunt. También se fueron dejando de lado
los futuros del tipo dicam o cantabo, mientras cundían para expresar este tiempo perífrasis

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del tipo cantare habeo y dicere habeo, origen de los futuros románicos. Por otra parte,
también va a ser en latín vulgar donde surja un nuevo tiempo que no existía en latín
clásico: el condicional. A partir de formas perifrásticas como cantare habebam se va a ir
formando este nuevo tiempo, que pasará después a todas las lenguas románicas
(cantaría).

h) Fonética. El latín vulgar experimenta diversos cambios fonéticos, muchos de los


cuales van a ser decisivos para la formación de las lenguas románicas. En primer lugar,
se producen diversos cambios en el sistema acentual y en el vocalismo. El latín clásico
tenía un ritmo cuantitativo-musical basado en la duración de las vocales y las sílabas; no
obstante, a partir del S. III empieza a prevalecer el acento de intensidad, que es el esencial
en las lenguas románicas. También se produjeron cambios muy importantes en las
vocales, sobre todo en lo referente al timbre, debido a la paulatina desaparición de la
cantidad (duración del sonido) vocálica como elemento diferenciador. Por lo que respecta
a las consonantes, el latín tardío también experimentó cambios notables, como ciertos
fenómenos de asimilación y algunos reajustes en el carácter sordo o sonoro de algunos
sonidos.

i) El léxico. El vocabulario del latín vulgar olvidó muchos términos del latín clásico,
con lo que se borraron diferencias de matiz que la lengua culta expresaba con palabras
distintas. Así, grandis indicaba fundamentalmente tamaño en latín clásico, mientras que
magnus aludía a las cualidades morales; sin embargo, el latín vulgar sólo conservó
grandis, empleándolo para los dos valores. Pero además de todos los reajustes léxicos, el
latín vulgar privilegió mucho el fenómeno de la derivación morfológica, por lo que
empezaron a utilizarse muchos sufijos para expresar todo tipo de valores semánticos,
como por ejemplo valores afectivos gracias a los diminutivos.

Como se puede ver, en los rasgos gramaticales del latín vulgar están presentes ya las
principales señas de identidad de las lenguas románicas; en el S. VI, un latín fuertemente
vulgarizado morirá como lengua (quedando sólo como herramienta culta para la ciencia)
y de él empezarán a surgir variantes que, con el tiempo, se convertirán en las diferentes
lenguas románicas. ¿Cómo se produjo esa fragmentación del latín? ¿Qué es lo que marca
las diferencias entre las distintas lenguas que surgieron de él?

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3.4.3. LA FRAGMENTACIÓN DEL LATÍN Y EL SURGIMIENTO DE LAS LENGUAS ROMANCES

Mucho se ha discutido acerca de la unidad de la lengua latina; mientras que algunos


investigadores sostienen que el latín se mantuvo muy cohesionado y uniforme hasta su
desaparición, otros aseguran que ya desde los siglos II y III había perdido su carácter
unitario, por lo que se encontraba fragmentado en múltiples y variados dialectos. Lo cierto
es que el latín acabó fragmentándose, dando origen a diversas lenguas nuevas; esta
fragmentación, inherente en última instancia a cualquier lengua que tenga muchos
hablantes, se puede explicar en el caso del latín gracias a diversos factores:

a) La antigüedad de la romanización. Dependiendo de la época en que era colonizado


cada territorio, llegaba a cada nuevo lugar un latín concreto, lo que tiene su importancia
a la hora de entender la naturaleza de la nueva lengua que surge en cada lugar. Por
ejemplo, en el caso de Hispania, el latín que llega en el año 218 a. C. es un latín que aún
no había llegado a la época clásica, por lo que es lógico que muchas palabras de las
lenguas románicas de la Península Ibérica se hayan formado a partir de arcaísmos
pertenecientes al latín preclásico, como sucede con una voz como comer, que ha
evolucionado a partir de comedere en lugar del más moderno manducare.

b) La situación estratégica de Hispania. Es normal que las provincias más extremas


del Imperio (las que formaron con el paso del tiempo Rumanía, España y Portugal)
compartan un cierto conservadurismo léxico, debido a su lejanía geográfica con respecto
a Roma, núcleo de la metrópoli y fuente de innovaciones léxicas. Este fenómeno está
relacionado con la mayor o menor facilidad para llegar a las distintas provincias; cuanto
más aislado estuviera un asentamiento, menos dinamismo habría en el caudal léxico de
la variante del latín de esa zona, y a la inversa, con todas las repercusiones que ello
conlleva.

c) El nivel social y cultural de los hablantes. Los factores diastráticos también pudieron
tener su importancia en la evolución del latín y en su fragmentación.

d) Influencia del sustrato. Finalmente, debe tenerse en cuenta la influencia que


pudieron ejercer en el latín las lenguas prerrománicas que se hablaban en los distintos
lugares que fueron conquistados; aunque estas lenguas fueron, generalmente, sustituidas
por la lengua del invasor, no cabe duda de que ejercieron cierta influencia en ella en forma
de sustrato latente. Sin embargo, nuestro desconocimiento científico de dichas lenguas
impide calibrar en su justa medida cómo fue esa influencia sustratística.

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Sea como fuere, el latín, la poderosa lengua del imperio más grande de la Historia de
la Humanidad terminó por extinguirse definitivamente como lengua viva, dejando como
herencia diversas lenguas hijas que, pasados los siglos, habían de ser tan relevantes para
la ciencia y la cultura universales como lo fue su lengua madre.

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