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Unión Europea

Curso 2022
Profesor: Pelayo Corella
pelayo.corella@esci.upf.edu

@PelayoCorella
http://pelayocorella.wordpress.com/

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Europa, oportunidad sin Merkel
Andrés Ortega
El Espectador Global, 21 de septiembre de 2021

Angela Merkel, como canciller de Alemania, ha dominado la política europea durante cuatro mandatos, 15
años, muchos de ellos complejos y difíciles. A veces con valentía, otras sin ella; más como táctica, gestora
de crisis, que como estratega, sin verdadera visión, aunque trabajadora infatigable, estudiosa, conocedora a
fondo de todos los dossiers que trataba y firme creyente en las virtudes de la negociación y en sus propios
valores. Su salida, y la posible llegada a la Cancillería más poderosa de la UE del socialdemócrata Olaf
Scholz, junto a otros movimientos en curso, abre una nueva oportunidad para Europa.

En la dura crisis primero económica y financiera y luego de deuda que empezó en 2008 con la caída de
Lehman Brothers en EEUU, Merkel “salvó el euro”. Pero impuso un sufrimiento, un sacrificio, excesivo a
Grecia –como luego ella misma reconocería– e incluso a España e Italia, que no han llegado a recuperarse
del todo al mezclarse la recuperación de esa crisis con los efectos de la pandemia. En el G20 apostó desde
el principio por una política fiscal keynesiana, pero luego, respondiendo únicamente a los intereses
nacionales de una Alemania más envejecida y consecuentemente preocupada por sus fondos de
pensiones, le dio un frenazo repentino a principios de 2010 a la política expansiva, que pilló a otros países,
como España, desprevenidos. En la crisis de la deuda, en la que se la identificó con “la austeridad”, Merkel
creía siempre que la situación se iba a resolver, o al menos encauzar, en la siguiente reunión del Consejo
Europeo, pero no fue así.

La segunda Merkel fue mucho más decidida y valiente, a veces contra la opinión de su partido, la Unión
Democristiana, y de sus conciudadanos (por ejemplo, en materia de refugiados de la guerra civil de Siria),
aunque quizá no visionaria. Con el parón de la energía nuclear para 2022 marcó un hito. Con los
confinamientos en contra de la opinión de los Länder, también. Sobre todo, ante la crisis económica
derivada de la pandemia, con su decidido apoyo –iniciativa que no salió de Berlín– al paquete de
recuperación, transformación y resiliencia de 750.000 millones de euros, aunque no se trate de momento de
un precedente o de un paso hacia una Unión Fiscal de la UE o al menos de la Eurozona. Ha favorecido la
idea de soberanía o autonomía tecnológica europea, con una plétora de iniciativas impulsadas desde Berlín
y desde una Comisión Europea, presidida por una alemana, aunque el liderazgo político, que no técnico, de
Ursula von der Leyen, y más aún el del presidente del Consejo, el belga Charles Michel, dejen que desear.
En materia de política de defensa, ha llevado una acción más activa y participativa por parte de Alemania –
aunque la empezó su predecesor Gerhard Schröder, ha apoyado la idea de una defensa europea y de más
gasto, pero la realidad es que las fuerzas armadas alemanas siguen sufriendo de falta de medios–.
Alemania pesa, pero no es una potencia en el pleno sentido del término.

¿Qué puede cambiar? Si llega a gobernar, como indican las encuestas, Scholz, ministro de Finanzas
saliente (ya dice mucho) lo tendrá que hacer al frente de una coalición, aún no clara –habrá que esperar a
las elecciones del día 26 y luego a las negociaciones posteriores– pero que previsiblemente incorporará en
cualquier caso a Los Verdes. Pero ya casi todos son –somos– verdes, en Alemania y más allá. La política
de lucha contra el cambio climático puede recibir un nuevo impulso.

Un canciller Scholz, aún sin dejar de defender los intereses nacionales, si bien con otra visión,
probablemente sea más activo en cuestión de “soberanía europea”, tecnológica y de seguridad y defensa, lo
que se puede reforzar con la crisis de confianza en Washington y de identidad de la OTAN tras la debacle
de Afganistán y la crisis provocada con Francia, y hasta cierto punto con Alemania, por la venta y cesión de
tecnología de submarinos nucleares a Australia para contrarrestar a China. Les anglosaxons, hubiera dicho
De Gaulle.

El avance hacia una Unión Bancaria en la Eurozona, que no hacia una Unión Fiscal –la oposición
democristiana, más partidaria de la vuelta a la austeridad, le echa en cara a Scholz que defienda una “Unión
de Deuda” y un “euro blando”–, aunque todos defienden crear una unión de mercados de capital en la UE.
Habrá ocasión de revisar con mayor flexibilidad los criterios del Pacto de Estabilidad de la Unión Económica
y Monetaria (déficit, deuda e inflación), sobre todo si hay otros cambios importantes de gobierno en otros
países centrales de la UE.

Italia está en esta línea, como España. En los países nórdicos, vuelve a predominar la socialdemocracia, lo
que no significa que dejen de ser frugales. Incluso, desde fuera, en EEUU, Biden es un gran keynesiano.
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Pero que domine el centro-izquierda en los países centrales de la UE, España incluida, no es garantía,
como ya ocurrió en el pasado. La gran incógnita es Francia con sus elecciones presidenciales y legislativas
(por este orden) en abril próximo, que se verán en parte marcadas por la visión de Europa, en una
contienda que ya no es sólo a dos (Macron y Le Pen). En ese semestre, Francia ejercerá la presidencia del
Consejo de la UE, y aunque esta figura ha perdido importancia con el Tratado de Lisboa, Macron querrá
aprovechar la situación –y el cierre del proceso de democracia participativa y deliberativa que habrá
supuesto el experimento de la Conferencia sobre el Futuro de Europa– para marcar su política europea,
aprovechando la llegada de un nuevo canciller más proclive en Berlín. Aunque en la UE, más que liderazgo
alemán (o franco-alemán), se trata de construir un liderazgo colectivo potente.

Está por ver también la política hacia Rusia. Merkel impulsó a la vez las sanciones desde 2014 y el
gasoducto Nord Stream 2 que no gusta ni a algunos vecinos ni a Washington. En cuanto a China, Merkel
separó la defensa aparente de los derechos humanos –puramente declarativa– de la política económica y
comercial, que impulsó. Puede que haya cambios, aunque es una política guiada esencialmente por los
intereses industriales alemanes.

En resumen, con la salida de Merkel, la líder más popular en Europa (más popular que su propio país),
la UE pierde un referente, pero gana posibilidades. Se abre una ventana de oportunidad y de nuevo
dinamismo. De momento sólo eso. Pero es no es poco.

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Luis Doncel
El País, 22 de septiembre de 2021
26-S, elecciones europeas
El vencedor de los comicios alemanes decidirá sobre asuntos clave como las reglas fiscales de la UE, la
estrategia ante el reto migratorio o la pérdida de peso del continente

Al apagar sus televisores, los alemanes se fueron a la cama el pasado domingo con una idea bastante
aproximada de las propuestas de los candidatos para mejorar los salarios, redistribuir la carga fiscal, luchar
contra el calentamiento global o mejorar el acceso a internet. Pero la hora y media del tercer y último debate
de esta campaña electoral no dejó ni una sola pista, más allá de alguna proclama genérica, sobre las
políticas que socialdemócratas, democristianos y verdes pretenden impulsar respecto a Europa y el resto
del mundo.

Este ensimismamiento de la mayor economía del continente oculta el hecho de que las elecciones
alemanas son mucho más que una cita local. Quien se haga con el poder en Berlín marcará la agenda en
asuntos tan relevantes como cuándo deben empezar los gobiernos de la UE (y el Banco Central Europeo) a
cerrar el grifo del gasto; cómo afrontar la inmigración que, pase lo que pase, va a llegar a Europa; o
plantearse de qué herramientas dispone la UE pare evitar la pérdida de peso geopolítico en un mundo que
pivota cada vez más en torno al Pacífico.

Como país más poblado y la mayor economía de la UE, ha ganado peso en las dos últimas décadas
hasta desequilibrar por completo el tradicional motor francoalemán en la construcción europea. La
fortaleza de un modelo basado en las exportaciones le ha permitido actuar no como un poder omnímodo,
pero sí como una especie de árbitro que equilibra las tensiones entre este y oeste, y norte y sur. La
preponderancia de la canciller Angela Merkel a lo largo de 16 años ejemplifica ese liderazgo en Europa.

Alemania oscilará hacia un lado u otro en función de los resultados del domingo. Pero que nadie espere un
volantazo. Los grandes consensos nacionales son intocables. Y ni el socialdemócrata Olaf Scholz ni el
democristiano Armin Laschet miran al exterior con ganas de reformas radicales.

“La ortodoxia va a permanecer”, resume Miguel Otero, investigador principal del Real Instituto Elcano,
que predice que Alemania acabará decepcionando a aquellos con altas expectativas de cambio. “Esta es la
campaña más vacía de contenidos europeos que recuerdo. Todos los partidos llevan grandes capítulos
sobre este tema en sus programas, pero ninguno está hablando de eso en sus intervenciones”, protesta la
politóloga alemana Ulrike Guérot.

Antes de analizar qué puede cambiar, conviene destacar tres ideas. La primera es que los tres candidatos
—Scholz, Laschet y la verde Annalena Baerbock— pertenecen al ala moderada de sus partidos. Pese a sus
diferencias, no habrá con uno ni con otro un cambio tectónico. Alemania no elige entre candidatos
antitéticos como Donald Trump y Joe Biden en Estados Unidos o como muy probablemente ocurra en
Francia el próximo año con Emmanuel Macron y Marine Le Pen.

La segunda idea es que no solo importará quién asciende a la cancillería, sino en quién se apoya para
lograrlo. No sería lo mismo un canciller Scholz con un ministro de Finanzas Christian Lindner —el líder del
partido liberal FDP, un halcón para el que el déficit cero es un objetivo irrenunciable— que un, bastante
improbable, tripartito de izquierdas. “Scholz puede tener grandes ideas para la gobernanza del euro, pero si
Lindner es ministro de Finanzas va a tener muchos problemas”, sugiere Guérot. “No está escrito que los
liberales se vayan a quedar el premio del Ministerio de Finanzas. Los Verdes podrían aspirar también”,
añade Otero. Si las encuestas aciertan, verdes y liberales tendrían que entenderse para formar un Gobierno
encabezado por Scholz o Laschet.

Periodo de parálisis
Por último, todo apunta a que la complicadísima tarea de acordar un Gobierno entre tres partidos va a
alargar meses las negociaciones, condenando al país a una parálisis de incierta duración. Nadie descarta
que Merkel continúe en funciones a mediados de diciembre y logre así superar el último récord que se le
resiste: convertirse en la (o el) canciller que ha pasado más tiempo en el poder en la historia de la República
Federal, superando a Helmut Kohl.

Un canciller Scholz puede sonar bien en el sur de Europa. Pero Berlín no dará barra libre para prorrogar sin
fin la congelación de las reglas fiscales, permitiendo a los gobiernos europeos que gasten a manos llenas.
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Scholz, que además de candidato es ministro de Hacienda, insiste en que la crisis del coronavirus ha
mostrado la utilidad y flexibilidad de las reglas fiscales vigentes. “Tenemos un buen paquete fiscal que
asegura la estabilidad en Europa y que ha demostrado ser muy práctico”, dijo en la localidad eslovena de
Brdo el 10 de septiembre.

Como responsable de Finanzas, Scholz no se alejó demasiado del rigor fiscal de sus antecesores durante la
primera mitad de la legislatura. Hasta que el golpe del coronavirus lo cambió todo. La canciller Merkel y él
apoyaron la emisión billonaria de deuda mancomunada para impedir que una crisis brutal en el sur de
Europa rompiera el mercado único. Laschet, como presidente del Estado de Renania del Norte-Westfalia, se
ha mantenido más alejado de estos temas. Pero también quiere reinstaurar las reglas fiscales lo antes
posible y repite que bajo ningún concepto Alemania puede hacerse cargo de las deudas de otros. “Ambos
partidos comparten que el proyecto europeo no puede fracasar. Pero también que no van a
responsabilizarse de deudas ajenas. Gobierne quien gobierne, solo soltarán la mano tras muchas
negociaciones en Bruselas y decir muchas veces no, no, no”, explica Otero.

Otro asunto clave será la inmigración. Aquí el acento más flexible lo ponen los verdes. Pero todos los
partidos coinciden en un dogma: la crisis de 2015, cuando llegaron a Alemania unos 900.000 solicitantes de
asilo, no puede repetirse. Justo cuando las tropas occidentales se retiraban de Kabul, Scholz rechazaba en
una entrevista la idea de acoger a más afganos. Lo importante, decía, era ayudar a los países vecinos para
que los integraran.

Laschet, uno de los dirigentes democristianos que más claramente apoyó a Merkel en su política de puertas
abiertas, también repite que hay que evitar a toda costa la llegada masiva de solicitantes de asilo.

Un mayor papel en el mundo que no acaba de concretarse


En Bruselas, los líderes repiten que la crisis en Afganistán ha mostrado, una vez más, la necesidad de que
Europa asuma una mayor responsabilidad en su defensa. Es una idea que se oye de tanto en tanto y que
se multiplicó con la llegada a Donald Trump a la Casa Blanca en 2017. Pero las palabras no terminan de
convertirse en hechos. Y Alemania, con un Ejército con muchas carencias, no tira del carro.

Los candidatos de los tres mayores partidos coinciden en la necesidad de que asuma un papel mayor en el
mundo. Pero faltan detalles para concretar esta idea. De estas tres formaciones, Los Verdes apuestan por
un cambio más decidido, mientras que socialdemócratas y democristianos —los primeros llevan 16 años en
la cancillería y los últimos han dirigido el Ministerio de Asuntos Exteriores 12 de los últimos 16 años—
tienden a una mayor continuidad.

La gran diferencia de Los Verdes radica en su exigencia de que la democracia y el respeto a los derechos
humanos sea un elemento central en la política exterior alemana. En este sentido, apuestan por una mayor
confrontación con regímenes como la Rusia de Vladímir Putin o la China de Xi Jinping de la que ha hecho
gala Angela Merkel. Pero este reclamo es más fácil hacerlo desde la oposición que desde el Gobierno.

“La política exterior alemana, que rechaza exhibir un fuerte liderazgo, se explica en parte por la
cautela de Merkel. Eso podría cambiar con otra persona en el Gobierno”, opina Federico Steinberg, del
Real Instituto Elcano. “Hay tantos intereses dispares que Alemania tratará de seguir jugando su papel de
mediador que trata de buscar consensos”, matiza su compañero Miguel Otero.

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Bernardo de Miguel
El País, 26 de diciembre de 2021
Europa se enreda con la fragmentación
La irrupción de cada vez más partidos en los parlamentos y la inestabilidad de los gobiernos complica aún
más la gestión de la UE, un club creado durante la era del bipartidismo

El mapa político de Europa se resquebraja. Con la llamada democracia Spotify, los votantes disfrutan de
una oferta electoral cada vez más personalizada, y la fragmentación parlamentaria ha hecho que los
gobiernos monocolor casi desaparezcan del continente. La fragilidad y la heterogeneidad de los ejecutivos
nacionales repercuten de manera inevitable en el funcionamiento de la UE porque las instituciones
comunitarias carecen a menudo de interlocutores sólidos y estables. Solo entre febrero de 2020 y diciembre
de 2021 han cambiado 10 de los 27 presidentes de Gobierno que se sientan en el Consejo Europeo, el
máximo órgano de dirección política de la UE. A pesar de ello, Bruselas está acostumbrándose a gestionar
un club multicolor y la experiencia de la pandemia muestra que es posible alcanzar grandes acuerdos.

Los analistas identifican varias causas para la dispersión del voto. Desde la dilución de las clases
sociales tradicionales a la desafección con unos partidos políticos que han sufrido una sangría de votos y
afiliados o hasta, paradójicamente, el deseo de probar fórmulas alternativas gracias a la tranquilidad que da
un Estado del bienestar construido por democristianos y socialdemócratas. En todo caso, la democracia a la
carta se extiende por el continente y ha terminado, de momento, con el menú electoral que apenas ofrecía
dos platos para elegir.

“La fragmentación política, antes que nada, es un hecho, más allá de cualquier juicio de valor”, señala el
eurodiputado Doménec Ruiz-Devesa, ponente del proyecto de reforma de la ley electoral europea que, si
llega a concluirse a tiempo, regirá los comicios de 2024 para el Parlamento Europeo. Ruiz-Devesa reconoce
que la mayor diversidad ideológica “hace más difícil la toma de decisiones”. Pero considera que la
multiplicación de actores “también pone en valor la necesidad de llegar a consensos que tengan un respaldo
social más amplio”.

Sophie Pornschlegel, analista sénior del European Policy Centre (EPC) especializada en el mapa político
europeo, coincide en que “la fragmentación electoral en sí misma no es buena ni mala, todo depende del
contexto”. Y apunta como prueba el caso de Alemania, donde la existencia de una cultura favorable a la
negociación y al consenso genera mayorías amplias y gobiernos cohesionados.

La analista del EPC afirma, en cambio, que “en la UE se necesitan gobiernos estables porque si se produce
un relevo continuo, como estamos viendo en Rumania o Bulgaria, la posición de esos países en los debates
comunitarios deja de estar clara y puede impactar en el funcionamiento de las instituciones europeas”.

Fuentes comunitarias reconocen que los continuos vaivenes en algunas capitales hacen chirriar los
engranajes de la UE y pueden lastrar el impulso que requieren las iniciativas comunitarias. Las alambicadas
coaliciones, con la suma de partidos con intereses a veces muy contrapuestos, también provoca, según
esas fuentes, que los negociadores del Gobierno de turno lleguen a Bruselas sin una posición clara sobre
los temas más polémicos.

La rotación en la mayoría de las capitales alcanza tal velocidad que en el Consejo Europeo actual solo se
sientan seis de los 27 miembros (sin contar al Reino Unido) que había a finales de 2016 (año del
referéndum del Brexit). Tras la salida de Angela Merkel, el más veterano ha pasado a ser el húngaro Viktor
Orbán, que llegó al poder en 2010, solo unos meses antes que el holandés Mark Rutte, el segundo líder
más resistente.

Dudosa continuidad
Ignacio Molina, investigador principal del Real Instituto Elcano y profesor en la Autónoma de Madrid,
recuerda que hasta los años noventa el Consejo Europeo estaba formado por “líderes estables, con
mandatos electorales muy amplios”. En la era de Helmut Kohl o François Mitterrand apenas había relevos
en las sillas del Consejo “y eso permitía establecer lazos de confianza y acuerdos del hoy por ti, mañana por
mí, que ahora son casi imposibles porque la continuidad es muy dudosa”, señala Molina.

El investigador apunta como ejemplo de la volatilidad reinante el hecho de que en el Consejo Europeo
“durante los tres primeros años y medio de Felipe González, solo cambió el primer ministro de Italia.

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Durante los tres años y medio de Pedro Sánchez, ha cambiado un tercio de los 27 miembros y el primer
ministro español ya es casi uno de los veteranos”.

Los gobiernos no solo suelen durar menos sino que, además, requieren más partidos para sumar la
mayoría parlamentaria necesaria. Alemania ha estrenado en diciembre el primer Gobierno tripartito en
seis décadas. España cuenta desde 2020 con la primera coalición desde la restauración democrática.
Bulgaria ha necesitado este año tres elecciones para llegar la semana pasada a un Gobierno con cuatro
partidos que, aun así, solo cuenta con una mayoría parlamentaria muy apretada. Austria va por el undécimo
canciller en 20 años. Y Holanda, en cuyo parlamento de 150 escaños se sientan 19 partidos, ha tardado
nueve meses en alcanzar un acuerdo para un Gobierno de coalición tras las elecciones de marzo de este
año y no se espera un nuevo Ejecutivo hasta enero de 2022.

Pawel Zerka, analista del instituto de estudios ECFR (European Council on Foreign Relations), califica el
fenómeno como “democracia Spotify”, en alusión a la plataforma digital que ha revolucionado el sistema
de distribución musical con una oferta casi ilimitada. Zerka considera que aún es pronto para saber si la
actual fragmentación política es “una tendencia a largo plazo o solo es coyuntural”.

El analista cree que la fragmentación podría evolucionar hacia “una consolidación en torno a los antiguos
partidos o a los nuevos” o bien convertirse en un rasgo permanente de los sistemas democráticos. “Igual
que la gente ha comenzado a diversificar sus gustos y preferencias, podríamos ver un mundo en el que las
simpatías políticas se diversifiquen a una velocidad mucho mayor que en el siglo XX”.

La atomización parlamentaria es visible en casi todos los países. En Francia se ha pasado de los cuatro
grupos parlamentarios durante el primer mandato del presidente François Mitterrand (1981-88) a los nueve
grupos de la Asamblea con la que lidia el Gobierno de Emmanuel Macron.

En Alemania, democristianos (CDU/CSU) y socialdemócratas (SPD) sumaron casi el 82% de los votos en
las elecciones de 1987, las últimas antes de la reunificación del país. Y en 2003 todavía acaparaban 499
escaños de los 603 del Bundestag. Ambos partidos, además, se alternaban en el poder y solo en una
ocasión tuvieron que unir sus fuerzas en una gran coalición durante la segunda mitad del siglo, en 1966.

Durante la era de Angela Merkel (2005-2021), sin embargo, la canciller se vio forzada a formar una gran
coalición durante tres de sus cuatro mandatos, a pesar del resquemor que esa fórmula provoca entre
muchos electores por considerar que vacía de sentido la competencia democrática. En las elecciones del
pasado septiembre, además, las dos principales fuerzas no sumaron siquiera el 50% de los votos. Y el
nuevo canciller, el socialdemócrata Olaf Scholz, llega al poder con un respaldo electoral del 25,7% y ha
necesitado formar un Ejecutivo a tres bandas con verdes y liberales.

En las elecciones al Parlamento Europeo de 2019, las dos grandes familias políticas, democristianos y
socialdemócratas, por primera vez se quedaron por debajo del 50%. Y se vieron forzadas a contar con los
votos del tercer grupo político, los liberales de Renew, para alcanzar la mayoría de escaños necesaria para
el nombramiento de la nueva Comisión Europea con Ursula von der Leyen al frente.

El eurodiputado socialista Ruiz-Devesa considera que ese tripartito europeo no es una mala señal para el
funcionamiento de la UE, sino todo lo contrario. “A diferencia de antes, ahora hay que contar como mínimo
con los liberales y, a veces, con los verdes, lo cual es mejor porque las medidas aprobadas tienen un mayor
respaldo social y, por tanto, estamos reforzando el proyecto europeo”, señala Ruiz-Devesa, miembro de la
Comisión de Asuntos Constitucionales del Parlamento Europeo. Y añade que esa alianza de fuerzas
moderadas podría ser también la respuesta adecuada en muchos espacios electorales nacionales.

Lo cierto es que ni la inestabilidad de los miembros del Consejo Europeo ni la fragmentación del Parlamento
Europeo han impedido una contundente respuesta comunitaria a la pandemia del coronavirus, que golpeó
nada más comenzar la legislatura europea (2019-2024). La UE aprobó en tiempo récord una red de
seguridad de 540.000 millones de euros, incluidos 100.000 millones en préstamos para financiar la
regulación temporal de empleo. Y los Veintisiete doblaron el marco presupuestario de la UE (hasta dos
billones de euros) con la creación de un fondo de recuperación dotado con 800.000 millones.

La Comisión Europea también ha coordinado una compra conjunta de vacunas sin precedentes, que ha
permitido reservar 4.200 millones de dosis de los que ya se han distribuido 1.000 millones. El certificado

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covid para acreditar la vacunación durante los viajes, también aprobado en tiempo récord, ya ha sido
reconocido por 60 países y se han expedido 1.000 millones de ejemplares.

La emergencia sanitaria y económica ha contribuido a propiciar un consenso vital frente a una crisis sin
precedentes. Y la irrupción de fuerzas euroescépticas extremas, que hicieron que la UE tocase fondo con el
referéndum del Brexit en 2016, también ha facilitado que los partidos políticos más o menos tradicionales
cierren filas en torno al proyecto europeo.

Pero el investigador Ignacio Molina advierte de que aún es pronto para calibrar si esa renovada fortaleza del
europeísmo es algo más que un mero espejismo. “Cuando el centroderecha y el centroizquierda se agrupan
en torno a una idea europeísta y liberal, se deja el monopolio de la oposición a los extremos y pueden ganar
fuerza”, señala.

¿Renovado europeísmo?
En el hemiciclo europeo, los euroescépticos ya suman unos 147 escaños, lo que supondría el tercer grupo
más potente. Pero esas fuerzas también sufren la disgregación y, al menos de momento, no han logrado
agruparse.

Los extremos del arco político sufren, precisamente, tendencias centrífugas en las que cada nueva facción
es más fundamentalista que la anterior y arrastra una parte del voto. Varios países de la UE fijan un umbral
mínimo de porcentaje de votos para acceder al escaño y evitar así una multiplicación de grupos. Los
Veintisiete pactaron en 2018 que el umbral oscilase entre el 2% y el 5% en las elecciones al Parlamento
Europeo, pero esa decisión nunca entró en vigor porque Alemania y España no la han ratificado.

El nuevo proyecto de ley electoral europea, con Ruiz-Devesa como ponente, suprime la referencia al
porcentaje mínimo de votos, aunque el eurodiputado señala que “de facto, en todos los países hay un tipo
de umbral, sea explícito o por vía indirecta”.

Zerka alerta contra la tentación de aprovechar las normas electorales para dejar fuera del juego
parlamentario a ciertas formaciones. “Fijar umbrales altos u otras limitaciones puede hacer que mucha gente
perciba que no está representada, lo que provocaría frustración con la democracia”, apunta.

Molina lamenta que la explosividad electoral de los últimos años haya inoculado en los gobernantes “el
miedo a asumir un liderazgo que pueda acarrearles un castigo en las urnas, por lo que el cortoplacismo
marca las decisiones”. Pero el investigador español también concluye que “la política se ha vuelto más
difícil, pero no imposible”. O como diría el filósofo Daniel Innerarity, citado por Zerka, “la democracia es el
sistema de gobierno más capaz de gestionar la complejidad”.

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Luis Doncel
El País, 11 de abril de 2021
POLÍTICA MONETARIA
La decisión más difícil del BCE
Tras sacar toda su artillería contra la crisis del coronavirus, los bancos centrales buscan el complicado
equilibrio de retirar las ayudas sin descarrilar la recuperación

Esta semana se cumplieron diez años de uno de los resbalones más sonados de la historia del Banco
Central Europeo (BCE). El 7 de abril de 2011, Jean-Claude Trichet, entonces presidente del organismo,
decretó en el tramo final de su mandato una subida de los tipos de interés que al poco tiempo se reveló
como un gol en propia meta. El francés justificó esta decisión ante unos datos que, según dijo entonces,
confirmaban una tendencia positiva en la actividad. Pocos meses después, la economía europea se daba
un batacazo, entrando en la segunda parte de la recesión con forma de W de la que tanto le costaría salir.
El error fue garrafal.

Una década más tarde, el BCE puede presumir de tener muy poco que ver con el de entonces. El
organismo que hoy encabeza la también francesa Christine Lagarde —y en general el resto de grandes
bancos centrales del mundo— ha aprendido la lección.

Estas instituciones han perfilado un potentísimo arsenal de instrumentos —programas de compras de


activos, sistemas para amortiguar el impacto en los bancos de los tipos de interés negativos, rondas de
liquidez…— para evitar que lo que comienza como una recesión desemboque en una depresión de largo
aliento, con una espiral de caídas de precios. Una trampa de la que es muy difícil escapar.

La respuesta a la crisis del coronavirus ha sido mucho más enérgica que la que obtuvo aquel crash que
comenzó con las hipotecas basura y la caída en desgracia de Lehman Brothers. “Los bancos centrales han
mostrado lo importante que es reaccionar rápido. Pese a algunos errores iniciales en la comunicación, se ha
entendido que es más fácil solucionar un problema de esta magnitud con medidas contundentes y
tempranas y no quedarse cortos o esperar”, asegura Jorge Sicilia, economista jefe de BBVA Research.

En esta ocasión, además, estos organismos con poderes gigantescos y de lenguaje casi indescifrable no
han estado solos. La política fiscal ha acompañado a la monetaria, ya sea en forma de ERTE, de líneas de
crédito subvencionadas o del multimillonario fondo de recuperación diseñado por la Unión Europea.

El BCE ha mostrado mayor capacidad de reacción, sí. Pero eso no quiere decir que el horizonte esté
despejado. Al contrario. La zona euro entra en este último tramo de la pandemia —último, siempre y cuando
se den dos requisitos: un correcto despliegue de las vacunas y que el virus no depare nuevas sorpresas
negativas— caminando sobre un alambre.

Un debate por ahora un tanto apagado irá ganando decibelios a medida que la recuperación avance.
Lagarde y los otros 24 integrantes del Consejo de Gobierno —que reúne a los seis miembros del Comité
Ejecutivo y a los 19 gobernadores centrales de la unión monetaria— deberán decidir el ritmo al que
empiezan a retirar estímulos. Y, sobre todo, en qué momento y cómo acaban con la joya de la corona de las
herramientas desplegadas en esta crisis: el Programa de Compras de Emergencia para la Pandemia
(PEPP, por sus siglas en inglés).

El BCE disparó el trallazo del PEPP en la noche del 19 de marzo de 2020. Buscaba el efecto sorpresa. Y
consiguió su objetivo: demostrar que iba en serio. Esta vez en Fráncfort no iban a permitir que las
dificultades de unos países derivaran en una crisis de deuda de toda la unión monetaria, como ocurrió una
década antes. Entonces, el vaso amenazó con derramarse hasta que en julio de 2012 Mario
Draghi pronunciara aquellas palabras que le garantizaron un lugar en la historia: aquello de que haría todo
lo necesario para salvar al euro.

Bazuca contra el virus


Con el lanzamiento del programa de compra de activos, el banco central se comprometía a garantizar toda
la financiación necesaria para los abultadísimos gastos en los que iban a incurrir los gobiernos por culpa de
la pandemia. El remedio sería inyectar liquidez a raudales. Y, además, con total flexibilidad. Es decir,
si hacía falta el BCE apoyaría a unos países más que a otros.

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El PEPP nació con un monto de 750.000 millones de euros, pero ha ido creciendo hasta 1,85 billones a
golpe de los nuevos zarpazos del virus. “Si no hubiera existido este programa, la zona euro habría
experimentado una crisis económica y financiera severa, con consecuencias devastadoras para toda la
sociedad”, escribió Lagarde el pasado 22 de marzo para celebrar el primer aniversario de la gran obra de su
mandato.

Jean Pisani-Ferry, de Bruegel, destaca los pasos que ha dado el BCE en esta crisis. “El PEPP fue una
iniciativa audaz que ha resultado exitosa. Sacarlo adelante no fue fácil. Lagarde y su economista jefe, Philip
Lane, han reclamado con firmeza una política monetaria innovadora y más cooperación con la política fiscal.
Han derrumbado la gran muralla china erigida en el Tratado de Maastricht para proteger al BCE de la
influencia de la política fiscal. No es un cambio menor”, asegura el antiguo asesor del presidente
Emmanuel Macron.

Con fricciones, las sucesivas ampliaciones del programa han salido adelante. Pero nada garantiza que esto
vaya a continuar. El Consejo de Gobierno ha dejado claro que mantendrá las compras, al menos, hasta
marzo de 2022. Y que reinvertirá los vencimientos hasta 2023. A partir de ahí todo son incógnitas. Todo
dependerá de la marcha de la economía los próximos meses. Y del juego de equilibrios en el BCE.

La cacofonía de voces es cada vez más evidente. Mientras el italiano Fabio Panetta, miembro del Comité
Ejecutivo, reclama una actuación más decidida, halcones como el holandés Klaas Knot lanzan un mensaje
nítidamente distinto. Los más reacios a echar más leña para calentar la recuperación insisten en que el
segundo semestre del año traerá más inflación y crecimiento. “Si este escenario se cumple, veo claro que a
partir del tercer trimestre podemos empezar a eliminar gradualmente el PEPP”, aseguró esta semana el
holandés, uno de los más duros de los que se sientan en el sanctasanctórum del BCE.

Lo que se decida en Fráncfort será clave para España, la economía más golpeada por el coronavirus el año
pasado y que ve cada vez más lejos la vigorosa recuperación que preveía el Gobierno este año. “A España,
la eventual retirada de estímulos le podría coger en peor situación que otros países. Confío en que el
proceso será gradual, pensando de forma global y sin cometer grandes errores”, sintetiza Óscar Arce,
director de Economía y Estadística del Banco de España.

Arce, que acompaña al gobernador Pablo Hernández de Cos en las reuniones en Fráncfort, asegura que
sería de mucha ayuda que España tuviera lista una estrategia a medio plazo de reformas y consolidación
fiscal. “Estamos capeando la crisis acertadamente, con un elevado volumen de estímulo monetario y fiscal.
Pero en algún momento vamos a salir de esta situación”, concluye.

La idea de ir soltando amarras poco a poco se extiende. En Alemania predominan las voces que alertan
ante un BCE hiperactivo. Es la opinión de Clemens Fuest, presidente del instituto Ifo de Múnich y uno de los
economistas más famosos de su país. “La política monetaria tiene efectos limitados en una situación
con tipos de interés cero o negativos”, responde. “La clave para impulsar la recuperación está ahora
en la política fiscal”, concluye tajante.

La respuesta europea contrasta con la de Estados Unidos. Allí, destaca el activismo de la nueva
Administración Biden, dispuesta a ir hasta el final. E incluso un poco más allá. Nada más aprobar un
nuevo plan de estímulos por valor de 1,9 billones de dólares (unos 1,6 billones de euros), el nuevo
presidente demócrata ya habla de otro súper paquete para invertir dos billones de dólares en
infraestructuras. Mientras, en Europa, el plan de recuperación de 750.000 millones remolonea. Y se
encuentra con obstáculos inesperados como el freno a la ratificación del Constitucional alemán, una
decisión anunciada el pasado 26 de marzo con efectos muy difíciles de calibrar porque bloquea sine
die unos subsidios y préstamos que, en teoría, debían haber empezado a fluir desde el 1 de enero —y de
los que España espera obtener hasta 140.000 millones de euros—.

Además, el presidente de la Reserva Federal (Fed), Jerome Powell, ha dejado claro que no subirá tipos al
menos hasta 2024, pese a una recuperación que en Estados Unidos toma velocidad de crucero.
“Seguiremos apoyando a la economía todo el tiempo que sea necesario”, dijo el mes pasado.

“La diferencia entre una zona y otra radica en la ambición de la respuesta”, sintetiza el economista Ángel
Ubide. “En Estados Unidos quieren que esta vez sea diferente respecto a la crisis pasada. No buscan solo
volver al nivel de actividad previo a 2020, sino recuperar el crecimiento perdido por culpa del coronavirus”,
añade.

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Líderes diferentes
Otra de las diferencias entre esta crisis y la anterior es el perfil del capitán al mando de la nave. En la torre
de Fráncfort que acoge al BCE se oyen con regularidad añoranzas al anterior presidente, Mario Draghi, un
banquero central con pedigrí. El italiano podía levantar ampollas entre los halcones, pero nadie dudaba de
sus profundos conocimientos de política monetaria. Lagarde, en cambio, tiene una experiencia
completamente distinta.

Abogada de formación, la exministra francesa y exjefa del Fondo Monetario Internacional puede presumir de
galones en las reuniones políticas. Pero las ruedas de prensa posteriores al Consejo de Gobierno son otra
cosa. Allí, cualquier palabra fuera de lugar puede hundir los mercados. Le ocurrió el año pasado, cuando
tuvo que rectificar una frase que disparó la prima de riesgo del sur del continente. Y le ocurre a veces, que
patina en sus explicaciones. “Eso pasa cuando nombras a una política para este puesto. Ahora muchos se
dan cuenta de que no cualquiera puede ser banquero central”, asegura una fuente que pide el anonimato.
“Quizás habría sido una buena presidenta de la Comisión Europea”, añade otra, con un deje de malicia.

“Ha cometido errores costosos. En sus ruedas de prensa falta el dominio que los mercados esperan del
presidente de un banco central. Su última comparecencia, en marzo, fue el ejemplo de cómo no hacerlo.
Draghi podía leer el listín telefónico y los mercados se mostraban entusiastas. Con Lagarde, a veces, ocurre
exactamente lo contrario”, lanza Carsten Brzeski, economista jefe de ING.

No es solo la experiencia. Lagarde también se diferencia de Draghi en su forma de liderar. El hoy primer
ministro italiano marcaba el camino, muchas veces a costa de incendiar los ánimos entre sus colegas. La
francesa, en cambio, busca el consenso. Ella, que heredó un Consejo de Gobierno enfrentado
entre halcones y palomas, entre norte y sur, ha tratado de sanar las heridas. Pero esa era una fórmula que
tenía sentido en tiempos tranquilos. Y el golpe mayúsculo que ha supuesto el coronavirus no deja lugar para
titubeos.

La pandemia, además, ha opacado una cuestión crucial a la que el BCE debe responder. La revisión de su
estrategia, que redefinirá el objetivo de inflación, debía estar lista en 2020, pero el coronavirus la ha
retrasado a la segunda mitad de este año. La idea es pasar de la barroca formulación de “por debajo pero
cerca del 2%” a una mucha más directa: simplemente un 2%. Se trata de un cambio aparentemente menor,
pero de consecuencias importantes. Aunque los detalles están por definir. Y ahí es donde el BCE puede
embarrarse.

La Reserva Federal estadounidense dejó claro el año pasado que iba a tolerar temporalmente una inflación
superior al 2% y que pensaba ocuparse de los problemas de desigualdad que surjan del mercado laboral.
Este giro hacia posiciones más heterodoxas mete presión a la zona euro.

“Podría percibirse al BCE como un banco central con menos tolerancia a tener una inflación por encima del
2% incluso en una situación como la actual. Y eso podría tener un impacto estructural en el tipo de cambio,
llevando a apreciarse el euro. Eso sería negativo”, explica el economista jefe del BBVA. “Es importante que
el BCE permita que la inflación sobrepase temporalmente y de forma moderada ese nivel, después de haber
sufrido un periodo tan largo de inflación muy baja”, añade Arce. “La Fed ha sido muy explícita en la
redefinición de la nueva estrategia. Y el BCE, en un Consejo de Gobierno con tanta gente con tantas
opiniones diversas, debería hacer algo parecido para minimizar la ambigüedad”, cierra Ubide.

Desequilibrio social
Los riesgos están por todas partes. Y los banqueros centrales saben que viven en un mundo en el que ya
no pueden hablar solo de inflación. Desigualdad, cambio climático, paridad de género, ciberseguridad,
monedas digitales… Son temas que antes no entraban en los discursos llenos de variables matemáticas
que pronunciaban los jefes de la política monetaria. Un banquero central tiene hoy que bajar al barro.
Mojarse en otros temas. Pero siempre mantener su función primordial: asegurar la estabilidad de precios.
Un círculo difícil de cerrar.

Del euro digital al cambio climático


El Banco Central Europeo (BCE) no está preocupado solo en decidir cuál es la política monetaria más
adecuada para superar la crisis. Sobre la mesa tiene cuestiones en principio tan alejadas del negocio
habitual de los bancos centrales como el impacto de sus acciones en el medio ambiente o el lanzamiento de

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una moneda digital. Fabio Panetta, miembro del exclusivo Comité Ejecutivo del organismo, es además el
responsable de los estudios en torno al euro digital.

Panetta destaca la importancia que tendría un paso de estas características. “Un euro digital ofrecería a
todos los europeos una forma de dinero soberano para hacer pagos digitales seguros y gratuitos en la zona
euro protegiendo la privacidad”, asegura. Pero insiste en que no hay nada decidido aún: “El Consejo de
Gobierno decidirá en los próximos meses si inicia los preparativos para crear este instrumento.
Analizaremos todos los factores, como el cumplimiento de la normativa contra el lavado de dinero o la
evasión fiscal. Debemos comprender todas sus implicaciones antes de tomar una decisión. Si se superan
todos estos pasos, estaríamos listos para lanzar el euro digital en cinco años”.

Otros países como China, que comenzó a trabajar en su moneda digital en 2013, y Canadá y Suecia van
más avanzados. Pero a Panetta parece no preocuparle este retraso. “En la zona euro estamos en una
situación similar a la de EE UU, Japón o el Reino Unido. Pero esto no es una carrera. Hay demasiado en
juego. Aprendemos unos países de otros y cooperamos”.

Sobre la preocupación de las entidades por los efectos del euro digital, dice ser consciente. Pero asegura
que hay formas de evitar estos riesgos. “Vamos a actuar con el máximo cuidado y esto debería dar
seguridad a bancos e intermediarios. Bajo ningún concepto pondremos en riesgo la estabilidad o la
intermediación financiera”, concluye.

Otro de los grandes asuntos que el BCE debe abordar en los próximos meses es la revisión de su
estrategia. Y ahí incluye el objetivo adelantado por la presidenta Lagarde de incorporar la lucha contra el
cambio climático en sus planes, algo que despierta recelos en no pocos banqueros centrales, que dudan
tanto de los instrumentos como de la legitimidad que tienen para abordar esta tarea. “Nuestro objetivo
primordial es la estabilidad de precios, pero también queremos incluir este aspecto tan importante. La
presidenta Lagarde está muy comprometida con que el BCE haga su parte en la lucha contra el cambio
climático. Tendremos una respuesta a lo largo de este año”, asegura Panetta.

El Banco de España mantiene una postura más matizada en esta cuestión. “Los gobiernos, con
instrumentos como los impuestos, las subvenciones y la regulación, deben mantener el liderazgo en la lucha
contra el cambio climático. El papel de los bancos centrales en esta lucha será necesariamente secundario
y, en todo caso, habrá de ser compatible con su objetivo primordial de estabilidad de precios”, asegura
Óscar Arce, director de Economía del Banco de España.

El economista Ángel Ubide es escéptico sobre las capacidades del BCE para abordar estos aspectos. “No
es obvio el impacto de la política monetaria en el cambio climático. O qué problemas intentan resolver con el
euro digital”, responde.

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La mano que controla el grifo
Lluís Uría
La Vanguardia, 21 de noviembre de 2021
Eran las 14.46 h del 11 de marzo del 2011 cuando se pararon los relojes. Un violento terremoto de magnitud
9 sacudió Japón y un devastador tsunami arrasó la costa oriental de la isla de Honshu, causando 18.000
muertos. El océano se tragó materialmente la central nuclear de Fukushima, dejándola sin suministro
eléctrico e inutilizando los sistemas de refrigeración, lo que provocó la fusión total o parcial de tres de sus
seis reactores y una fuga incontrolada de radiactividad. Incomprensiblemente, la central no estaba
preparada para tal eventualidad.

El accidente nuclear de Fukushima, el más grave de la historia desde el de Chernóbil en 1986, provocó una
conmoción mundial. Y llevó a numerosos países a decidir el abandono de la energía nuclear. El principal de
ellos fue Alemania. La canciller Angela Merkel tomó personalmente la decisión. En aquel momento había
17 centrales atómicas en funcionamiento en el país. Actualmente hay seis, y a finales del año que
viene no quedará ninguna. A cambio, Alemania se ha visto obligada a quemar carbón a destajo –del
que procede aún el 25% de su electricidad–, lo que le convierte en el primer país europeo emisor de CO2 a
la atmósfera (823 millones de toneladas)

Pero eso tiene un límite si se quieren cumplir los compromisos contra el cambio climático. Así que Alemania,
a la espera de que las energías renovables desplieguen todo su potencial, decidió hace tiempo apostar por
el gas natural como energía de transición. Lo cual explica –más allá de la implicación personal del
excanciller Gerhard Schröder (a quien una enorme puerta giratoria abierta por su amigo Vladímir Putin
colocó en el conglomerado energético ruso)– el gran interés de Berlín por doblar el suministro de gas
procedente de Rusia por el Báltico a través del polémico gasoducto Nord Stream 2 (ya acabado y sólo
pendiente del trámite de certificación, temporalmente suspendido por la agencia reguladora).

Al otro lado del Rhin, el panorama es radicalmente opuesto. Francia, el principal socio y aliado de Alemania
en la UE, es una de las grandes potencias nucleares del mundo: con 56 reactores en funcionamiento, solo
le adelanta Estados Unidos. El 70% de su electricidad viene de ahí, así que no es extraño que emita a la
atmósfera la mitad de CO2 que su vecino (424 millones de toneladas). Tras el desastre de Fukushima, la
idea de ir reduciendo –moderadamente– el parque nuclear también acabó por imponerse. Pero el
presidente actual, Emmanuel Macron, ha decidido dar un giro drástico y potenciar –en aras de la lucha
contra el calentamiento del planeta– la construcción de nuevos reactores. El programa, aún no concretado,
incluye tanto minirreactores como grandes reactores de tercera generación EPR, pero será sin duda
enormemente costoso.

Hay que partir de esta divergencia fundamental para comprender que Berlín y París hayan llegado a
enfrentarse abiertamente –algo absolutamente infrecuente– en las últimas semanas por este asunto.
Alemania, con el apoyo de cuatro países –Austria, Dinamarca, Luxemburgo y Portugal–, aboga por que el
gas sea reconocido por Bruselas como energía de transición y rechaza la pretensión de una decena de
países encabezados por Francia –a la que siguen Bulgaria, Croacia, Eslovenia, Eslovaquia, Finlandia,
Hungría, Polonia, República Checa y Rumanía– de que la energía nuclear tenga este mismo
reconocimiento. El objeto de disputa no es otro que el derecho a acceder a financiación europea, un
tema fundamental dado el volumen de inversiones necesario.

La existencia de estos dos bloques revela hasta qué punto lo que está también
en juego, más allá de las implicaciones medioambientales, es la independencia energética de
Europa, cada vez más en entredicho. Los aliados de Francia, la mayoría pertenecientes al antiguo
bloque comunista, quieren desprenderse de la tenaza rusa. La controversia que ha rodeado la
construcción del Nord Stream 2 es, en este sentido, ejemplar. Estados Unidos es contrario a este
proyecto por entender que aumenta la dependencia europea de Rusia y coloca a Moscú en posición de
fuerza para utilizar el suministro de gas como arma política.

Bajo la presidencia de Donald Trump, EE.UU. llegó a boicotear el Nord Stream 2 con una batería de
sanciones (aunque aquí había también otro interés: que Europa comprara el gas de esquisto
estadounidense, más caro). Pero ya inevitablemente acabada la obra, Joe Biden decidió levantar las
sanciones a cambio de inconcretos compromisos por parte de Alemania. Países de la antigua órbita

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soviética como Polonia y Ucrania –por donde circula ahora parte del gas ruso hacia Europa y cuyo contrato
termina en el 2024– pusieron el grito en el cielo.

Lo cierto es que Europa es muy dependiente del exterior en materia de energía: un 60% de su consumo
energético proviene de las importaciones, sobre todo en materia de petróleo y gas natural. Y esta
dependencia va al alza. La situación es tanto más preocupante cuanto que el suministro está concentrado
en un puñado de proveedores, particularmente Rusia, de donde procede el 40% del gas, el 30% del
petróleo y el 42% del carbón.

El debate sobre la energía nuclear supera, de largo, el ámbito estricto del problema del cambio climático
(por grave, urgente y fundamental que este sea). Cuando el general De Gaulle decidió en los años
cincuenta del siglo pasado lanzar el programa nuclear francés –tanto militar como civil– su objetivo
era garantizar ante todo la soberanía e independencia de Francia. Una dimensión estratégica que
Europa no debería en absoluto marginar.

La dependencia de Europa del exterior en materia de energía, particularmente de Rusia, y las exigencias
del cambio climático han reabierto el debate sobre la energía nuclear. Alemania y Francia lo abordan
abiertamente enfrentados.

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El dilema de la hegemonía alemana
Manel Pérez
La Vanguardia, 24 de abril de 2022

El exitoso modelo alemán de los últimos decenios ha consolidado su hegemonía en Europa integrando un
amplio espacio que va del Atlántico y el Mediterráneo al este del continente. Una gran potencia regional
sin capacidad para serlo mundial. Ahora, sin embargo, la crisis causada por la invasión de Ucrania por las
tropas de Vladímir Putin tambalea ese orden económico alemán en Europa. Y trasciende la dependencia
energética alemana de Moscú, aunque este sea ahora el frente más emblemático del problema. Supone el
desafío más profundo al informal imperio alemán desde la crisis del euro.

Los dos pilares del poder continental de Berlín culminaron con la creación de la moneda única, al
cambiar el siglo, y la consolidación de un espacio económico a su medida en el Este de Europa, con
el aseguramiento de fuentes de energía barata, segura e independiente de EEUU, como uno de sus
elementos centrales.

En el primer caso, el del euro, el BCE era la herramienta para la acción política alemana, imponiendo su
ortodoxia al resto de los socios. En el segundo, el cenit se iba a producir con la entrada en funcionamiento
del Nord Stream 2, el gasoducto que duplicaría la llegada de gas ruso a Alemania a través del Báltico,
finalmente suspendida tras el comienzo de la guerra. En ninguno de los dos casos, el euro y el gas, las
cosas le han salido a Berlín como había previsto.

Con la moneda única, Alemania consolidó su papel como gran proveedor industrial del mercado único y
sus cadenas de producción se extendieron geográficamente hasta alcanzar dimensiones y masa crítica
acorde con las de las grandes multinacionales norteamericanas, japonesas y de los nuevo gigantes chinos.
Al principio accedió a una mano de obra más barata que la alemana, lo que le ayudó a rebajar sus costes, al
tiempo que desarmó a sus competidores internos, que se quedaron sin el recurso tradicional a la
devaluación para hacer frente a la invasión de productos alemanes. Para algunos de sus socios, la
consecuencia fue la gran desindustrialización, como en el caso de España y con especial énfasis en
Catalunya, como ha documentado Josep Oliver, el economista que más ha estudiado sobre el asunto.

Después, en la primera fase de la Gran Recesión, Alemania reforzó su perfil exportador a escala mundial,
respondiendo al hundimiento de su mercado doméstico (el europeo), y por eso puso la proa hacia China.
Para ello, impuso las nefastas políticas de austeridad, una receta drástica para abaratar los costes en todas
sus cadenas europeas de suministro, para hacer más competitivos en el mundo sus productos finales.

Pero la tensión resultó insoportable, y llegó la crisis del euro, la que en el 2012 puso en cuestión la
existencia del euro. Por eso, al final la canciller Angela Merkel aceptó un cambio de política de la institución
concebida como guardián monetario alemán en el espacio europeo, el BCE. Había que salvar la Unión
Europea. Sin ese golpe de timón, el euro habría implosionado, y sin la complicidad de Merkel, Mario
Draghi no habría podido salvarlo.

Al final, emergió una nueva relación de fuerzas, expresada en las pautas de funcionamiento del BCE,
menos influido por Berlín y más preocupado por los problemas de los socios del sur; una constante que se
ha mantenido hasta ahora, pese a los intentos alemanes de imponer un voto ponderado en el consejo de la
institución monetaria. Este es ahora el equilibrio de poderes que rige el euro. En los próximos tiempos
presenciaremos nuevos movimientos para modificar las actuales normas para dar más peso a las
necesidades alemanas.

Queda el frente del este, que abarca el de la energía. Se inscribe en el proceso de cambio de
hegemonía, desde la pretérita soviética hasta la de la nueva potencia económica alemana. El éxito de
la Ostpolitik comercial. Con la integración de los antiguos satélites, replicó, unos años después, lo que ya
había hecho en el occidente europeo. Amplió su potencia productiva, con costes más bajos, también
expandió su mercado.

Y además reforzó su capacidad de obtener energía barata, una de las obsesiones históricas de Berlín,
como atestiguan las ofensivas de las tropas alemanas en las dos guerras mundiales.

Y sobre todo se sacudió la tutela de EE.UU. en ese ámbito esencial. Guardián de la cadena mundial de
abastecimiento de la principal fuente de energía durante la mayor parte del siglo XX, el petróleo. Una baza
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que Washington siempre empleó como palanca para asegurarse la colaboración política europea a sus
planes exteriores. Una subordinación que no gustaba a Alemania y que ahora amenaza con resucitar a
través del suministro del gas norteamericano obtenido con el sistema de fracking, ofrecido por Joe Biden.

Una especie de vuelta atrás que gusta muy poco a Berlín y a la gran empresa alemana, hasta el
punto de seguir apostando por salvar el cordón umbilical energético con Moscú. A él se asocian no
solo los suministros de gas sino también el mantenimiento a medio plazo de una relevante zona de
influencia económica.

Pero las maniobras de EE.UU. para ampliar hacia Rusia el espacio de la OTAN y la obsesión de Moscú por
recuperar presencia en sus antiguos satélites, regateando incluso sus ingresos con los peajes de sus
gasoductos, han puesto en peligro la autoridad alemana en esa área de expansión. Cuando Olaf Scholz, el
canciller alemán, se resiste a cortar, como le reclaman algunos socios europeos y Estados Unidos, el grifo
del gas ruso, está poniendo de manifiesto que para Alemania hay mucho más en juego.

La decisión sobre su relación energética con Rusia es crucial para el resto del continente. De ella depende
la gravedad de las consecuencias económicas de la guerra y cómo encarará Europa la transición hacia un
consumo energético sostenible. También las relaciones geoestratégicas de Alemania y la Unión Europea
con Rusia y EE.UU. Como pasó con el euro, emergerá una nueva UE.

La guerra de Ucrania pone en peligro la hegemonía económica alemana en el Este de Europa. Se resiste a
romper los lazos comerciales con Rusia. Berlín aspira a mantener esos mercados y ser energéticamente
independiente de EE.UU.

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Entre el miedo y la ira
Pelayo Corella
ESCIUPFNews, 21 de abril de 2021

Cada elección presidencial se solía vivir en Francia como un acontecimiento de primera magnitud, con una
sociedad movilizada, muy comprometida, con todos los sectores y actores sociales posicionándose de
manera clara. Pero eso era antaño. Ahora, la situación es otra. Prima el hartazgo y, con él, la
desmovilización de no pocos que entienden que el sistema electoral, en su segunda vuelta, capa las
muchas sensibilidades y matices ideológicos que dicen no sentirse representados en ninguno de los dos
candidatos.

El sistema no ha cambiado, pero sí las percepciones de importantes estratos de la sociedad. Y eso se debe,
en parte, a la implosión del sistema tradicional de partidos políticos de la V República. Tradicionalmente, dos
fueron los ejes vertebradores: a la derecha, los gaullistas; a la izquierda, los socialistas. Y alrededor, otras
formaciones que ayudaban a conformar mayorías (centristas, comunistas…).

La irrupción de la ultraderecha fue, primero anecdótica, para, de manera lenta pero segura, ir ganando
adeptos. Su creciente apoyo electoral no comportaba mayores cuotas de poder y representatividad (salvo
en las elecciones europeas), pues el sistema de doble vuelta suponía que el llamado frente republicano
(todos unidos frente a los seguidores de Le Pen) evitaba que esa formación tuviera éxito.

Pero la semilla del cambio ya estaba cultivada. La mera irrupción de su discurso frente a la inmigración, la
creciente distancia entre los lemas republicanos y la dura realidad y, sobre todo, las dificultades de reformar
un Estado algo anquilosado en el marco de una sociedad conservadora y refractaria a los grandes cambios,
provocó un malestar que ha ido a más.

Un primer aviso se produjo en las elecciones de 2002, cuando Jean-Marie Le Pen descabalgó a los
socialistas de la segunda vuelta: como resultado, toda Francia apoyó a Jacques Chirac en (82% frente al
18%). El frente republicano en su máxima expresión.

Después, vendrían alternancias en un sistema renqueante: Jospin (soacialdemócrata que quería ensanchar
derechos y consolidar gasto social), Sarkozy (una derecha diferente, con más ganas de transformar, pero
capada por la crisis económica de 2008) y Hollande (socialdemócrata condicionado por las restricciones del
momento y que no pudo romper el influjo y liderazgo de la Alemenia merkeliana con sus dogmas prusianos
de contención de gasto).

La decepción que causó su mandato espoleó a que un joven ministro de su Gobierno, que decía ser ni de
derechas ni de izquierdas sino todo lo contrario, se lanzó a la carrera. Y logró la victoria. Clara, sin paliativos
(66% frente a 34%): Macron derrotó a la hija de Jean-Marie Le Pen, Marine, que consolidó a su partido de
ultraderecha con un voto protesta que, junto al éxito rompedor de Macron, acabó por dinamitar el panorama
político.

Así las cosas, teníamos ya un flamante presidente, transformador y reformista, desbordado por los chalecos
amarillos y seriamente condicionado por los efectos del coronavirus; a una ultraderecha como alternativa
consolidada; a una derecha gaullista (rebautizada como Los Republicanos) en tercera posición y, en cuarto
lugar, a una izquierda contestataria (la Francia insumisa de Jean-Luc Mélenchon) que se consolidaba como
referente entre la progresía frente a unos socialdemócratas que empezaban a colapsar.

Cinco años después, esa radiografía no ha cambiado en exceso. Es más, podemos decir que se han
consolidado los actores. Tras la primera vuelta, Macron y Le Pen se volverán a jugar la presidencia este
próximo fin de semana. Frente a ellos, el resto, salvo Mélenchon, que se reivindica como alternativa y a
punto ha estado de llegar a la segunda ronda, no está para alegrías: la socialdemocracia arrasada; los
verdes, descoloridos; los gaullistas republicanos cuasi desaparecidos y el rompedor y provocador Éric
Zemmour muy venido a menos.

¿Quién ganará? Apuesten por Macron. Otra cosa, además de sorpresa, sería una decepción: para Francia y
para Europa. Le Pen ha lavado la cara al partido (ya no son Frente, por demasiado agresivo; ahora se
llaman Reagrupamiento, que es más popular y tiene un tinte léxico más positivo), y aunque ya no habla
de Frexit, sigue repudiando el proyecto europeo y europeísta. En el pasado, ha alabado a Putin, por su

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autoridad y modelo político y social, también por su valores y determinación, aunque ahora intenta soslayar
cualquier referencia a su persona.

Le Pen y sus asesores han sido sumamente inteligentes, pues en esta campaña han puesto el foco en lo
social. Llamando así a las puertas de los votantes de la izquierda. Mejorarán el resultado de hace cinco
años, cierto, pero no tanto como para voltear un resultado que, de ser otro, causaría un terremoto en París,
pero también en Berlín, Bruselas y otras tantas capitales europeas (menos en Moscú, Varsovia y Budapest,
que sonreirían ante semejante e inesperado giro de la historia).

El resultado, pues, estará entre el miedo y la ira. Si gana el miedo (a que la ultraderecha conquiste el
Elíseo), Macron conservará parte de ese maltrecho frente republicano, revalidará victoria y ganará un
segundo mandato que espera que no sea tan convulso como el primero. Por contra, si gana la ira, ira hacia
a la figura de un presidente que muchos consideran entre petulante y endiosado, que se dice ni de centro ni
de derechas pero que muchos descontentos lo sitúan más cerca de los poderosos que de los
desheredados, entonces, y solo entonces, Le Pen tendrá su oportunidad.

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El más detestado vence a la más temida
Bernardino León Reyes y Javier Carbonell
El País, 25 de abril de 2022

Europa respira tranquila ante la derrota de Marine Le Pen en Francia. Al final, el candidato más detestado
se acabó imponiendo a la candidata más temida. Sin embargo, lo más destacable de estas dos vueltas es
que Francia se divide en tres espacios políticos: la izquierda populista, el centroderecha liberal y la extrema
derecha. Pese a que esta competición electoral tripolar no es exclusiva de Francia, sí es llamativo que estos
espacios políticos se correspondan tan nítidamente con tres figuras tan distintas entre sí: Emmanuel
Macron, Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon. En este contexto de relativa calma, la gran pregunta es
cómo hemos llegado hasta aquí.

En primer lugar, el presidente Macron ha logrado renovar su mandato, pero lo ha hecho polarizando a la
sociedad francesa en torno a su figura. Pese a que los medios de comunicación han centrado su análisis en
el rechazo que produce Macron, se ha hablado menos de cómo ha logrado afianzar y fidelizar a su base
electoral, puesto que sus votantes han sido los que más claro tenían su voto. Quizás lo más llamativo de
este electorado sea que haya aceptado el giro estratégico hacia la derecha del presidente, que ha dedicado
todo su mandato a seducir a los votantes conservadores de cara a 2022. Macron seleccionó a miembros de
Los Republicanos como primeros ministros, redujo el impuesto sobre la fortuna y reprimió con dureza los
movimientos de protesta como los chalecos amarillos.

No obstante, el gran reto que tiene Macron de cara al futuro es que, en un escenario en el que la extrema
derecha acorta distancias, la continuidad de su partido no está asegurada. Particularmente cuando Macron
—igual que han hecho Mélenchon y Le Pen— ha dinamitado cualquier posibilidad de legar un sucesor
popular al priorizar el control sobre su plataforma. El ejemplo más evidente fue el cese de Édouard Philippe
como primer ministro, cuando numerosos sondeos confirmaban que era sensiblemente más popular que el
presidente. En otras palabras, Macron se arriesga a que su legado político sea un centroderecha debilitado
frente a la ultraderecha más fuerte de la historia francesa.

Por su parte, el auge de Le Pen ha sido, sin duda, uno de los elementos principales de la campaña. Gran
parte de este ascenso ha tenido que ver con las estrategias de sus rivales. En este sentido, Macron ha
adoptado el discurso de la extrema derecha que vincula el islam y la inmigración con el terrorismo y la
delincuencia, como ponen de relieve la aprobación de leyes como la polémica Ley de Seguridad Global de
2021 o que su ministro del Interior llamara “blanda contra el islamismo” a Le Pen.

Asimismo, la aparición de Éric Zemmour ha permitido a Le Pen lograr una apariencia moderada solo por
comparación con el lenguaje histriónico de este contra los inmigrantes. Además, resulta crucial no confundir
la desdiabolización con una supuesta moderación, puesto que este proceso solo es posible porque a su
partido ya se le asocia con posiciones antiinmigración. Desde esa sólida base electoral, la candidata de
Agrupación Nacional se lanzó a la conquista de otros votantes con temas sociales como la pérdida de poder
adquisitivo. ¿Pero logró arrebatar muchos votos de la izquierda populista?

Estos meses hemos escuchado a muchos argumentar que el eje izquierda-derecha desapareció para dar
lugar a una nueva lucha entre “cosmopolitas y nacionalistas”, pero este argumento obvia que apenas ha
habido una transferencia de voto de Mélenchon hacia Le Pen, y que la primera fuerza de las clases
trabajadoras y los jóvenes no es Le Pen, sino la abstención, que en esta vuelta ha sido récord, con casi un
28%.

¿Qué le espera a Macron como presidente en esta estructura tripolar? Tradicionalmente, el rebufo de la
victoria en las presidenciales lleva al partido ganador a lograr mayoría en las legislativas, pero dada la
fragmentación política en tres polos, solo lo sabremos cuando el próximo junio vuelvan a sonar los tambores
de guerra electorales, esta vez en dirección a Matignon.

Bernardino León Reyes y Javier Carbonell son analistas de Agenda Pública.

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