Está en la página 1de 12

36.

- CRECIMIENTO ECONÓMICO, ESTRUCTURAS Y MENTALIDADES SOCIALES EN LA


EUROPA DEL SIGLO XVIII. LAS TRANSFORMACIONES POLÍTICAS EN LA ESPAÑA DEL SIGLO
XVIII.

1.Introducción.

2.Crecimiento económico, estructuras y mentalidades sociales en la Europa del siglo XVIII.

3.Las transformaciones políticas en la España del siglo XVIII.

4.Conclusión.

5.Bibliografía.

1.INTRODUCCIÓN.

El tema “Crecimiento económico, estructuras y mentalidades sociales en la Europa del siglo


XVIII. Las transformaciones políticas en la España del siglo XVIII” tiene su referencia
legislativa en el RD. 217/2022 (conviene citar también el Decreto/Orden/Instrucción de
nuestra Comunidad Autónoma) por el que se establece la ordenación y enseñanzas mínimas
de la Educación Secundaria Obligatoria dentro del bloque de saberes básicos de 1° y 2° de
ESO de la materia Geografía e Historia titulado Sociedades y territorios

Durante el siglo XVIII, también conocido como también conocido como el Siglo de la Razón o
el Siglo de las Luces, se preparan tanto en Europa occidental como en América todo el
conjunto de cambios que, afectando a los órdenes político, económico, religioso, social y
cultural, culminan en el doble proceso de la Revolución Industrial y de las Revoluciones
políticas burguesas. Entre estos fenómenos destaca la Ilustración, capaz tanto de dotar de
soporte a la revolución francesa, como al despotismo ilustrado, un preventivo
homeopático de la revolución burguesa para Martínez Shaw, cuyos monarcas no eran más
que “un Luis XIV sin peluca”. A describir los apasionantes cambios que se produjeron en
este siglo, haciendo especial mención a España, dedicaremos este tema.

2. CRECIMIENTO ECONÓMICO, ESTRUCTURAS Y MENTALIDADES SOCIALES EN LA EUROPA


DEL SIGLO XVIII.
A lo largo del XVIII se inicia el tránsito desde el modelo agrario feudal a uno capitalista,
caracterizado por el aumento de la productividad y la explotación bajo criterios
“empresariales”. De todos modos, en 1700 el sistema feudal era el predominante en la
mayor parte del continente, viniendo definido por constantes como el barbecho, el
predominio de los cereales, el arcaísmo de las técnicas y, como consecuencia, los bajos
rendimientos. En lo atañente a la estructura de la propiedad, dominaban los latifundios, de
los que seguían siendo dueños la nobleza o las instituciones eclesiásticas, muchas veces con
competencias jurisdiccionales, a las que ahora se sumaban burgueses enriquecidos con las
prácticas comerciales. Lógicamente, esta elite social no se ocupaba directamente de su
tierra, cultivada por jornaleros o aparceros.

No obstante, la actividad agrícola también tuvo un fuerte impulso gracias a la Fisiocracia,


primera teoría económica global, elaborada por QUESNAY, F. (Tableau économique, 1758) y
(Máximes générales du guvernment économique d’un royaume agricole, 1767), quien
estableció que la única fuente de riqueza de un país se encuentra en la agricultura y la
explotación de sus recursos naturales, oponiéndose de este modo a las teorías
mercantilistas y metalistas del siglo anterior. En este sentido, se despliega el modelo agrario
capitalista, originario de Inglaterra y caracterizado por nuevas técnicas. Este cambio obliga
a una modificación del modelo feudal, que en las Islas Británicas se hará mediante la
generalización del aumento del tamaño de las explotaciones, para rentabilizar las
inversiones de capital que era preciso realizar para aumentar una producción orientada al
mercado. Entre las innovaciones, cabe destacar al sistema de rotación de cultivos Norfolk,
que termina con el barbecho, importantes obras hidráulicas, nuevo utillaje como el arado de
Brabante o la sembradora de Jethro Tull y el empleo de abonos como las deyecciones
humanas (night soil) o los minerales. Se llegó a afirmar que el progreso tenía olor a
estiércol. Entre los cultivos destacan plantas industriales como el algodón y alimentos
como la patata o el maíz, que protagoniza una revolución amarilla en palabras de Martínez
Shaw. Incluso el campo se pondría de moda entre las clases altas, fascinando a reyes como
“farmer” George III o María Antonieta. Así nace un empresariado agrícola, dominado por el
cálculo de la rentabilidad y deseoso de beneficiarse del alza de los precios agrícolas. Esto
provocaría en épocas de malas cosechas, el que crecieran conflictos como “la grande peur”,
derivados del choque de intereses entre señores y cultivadores.
En las primeras décadas del Setecientos se mantienen, aunque alteradas, las antiguas
estructuras de la época gremial. Las principales unidades productivas eran: los talleres
artesanos, que producían en escasa cantidad, manteniendo las normas gremiales; la
industria domiciliaria, el “domestic o putting out system”, realizado principalmente en el
medio rural, en el que el comerciante suministraba las materias primas a los campesinos y
pagaba por los productos elaborados que recibía, siendo un sistema que permitía evadir las
rígidas reglamentaciones gremiales; las manufacturas, en las que el comerciante aporta no
sólo la materia prima, sino también el utillaje y el local donde se reúnen los obreros, que
perciben un jornal. En este último grupo destacan las grandes manufacturas reales,
dedicadas a la elaboración de productos de lujo como tapices, seda, porcelana, cristal…

Por evolución de las manufacturas aparecen en la Gran Bretaña de mediados del


Setecientos los primeros ejemplos de fábricas modernas, en las que se destinan cantidades
crecientes de capital a perfeccionar el utillaje, con objeto de aumentar la producción y
rebajar los precios. El incesante perfeccionamiento técnico acelera la consolidación del
capitalismo industrial, lo que irá acarreando la abolición de la reglamentación gremial, la
concentración de maquinaria y mano de obra y la acumulación de capital; de este modo, el
crecimiento industrial de Inglaterra fue continuo, de manera que al finalizar la centuria era el
único país del mundo en el que el valor de la producción industrial superaba al de la
agrícola.

El desarrollo comercial había propiciado ya en el XVII una compleja organización económica,


sobre todo en Gran Bretaña y Países Bajos, en las que se había articulado un fuerte sistema
financiero basado en los bancos, la Bolsa y las casas de cambio. Este sistema organizativo se
mantenía intacto en 1700, a la vez que se potenciaba el comercio interior con la
construcción de canales, sobre todo en Inglaterra. En cuanto al comercio exterior, creció
gracias al desarrollo del transporte marítimo, inspirador de la expansión colonial de Francia y
Gran Bretaña, buscando materias primas y nuevos mercados, el cual obtuvo una mayor
liberalización comercial con América a partir del Tratado de Utrecht (1713), y más tarde con
la Ley Española de Libre Comercio (1778), dando lugar al conocido comercio triangular; o
que estuvo controlado, en el caso de Asia, por las compañías comerciales como la Compañía
Británica de las Indias Orientales o la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.
Este desarrollo favoreció la formación de nuevos centros comerciales e industriales y la
consolidación de una clase mercantil capaz de modificar las corrientes tradicionales y de
introducir cambios muy significativos en la balanza económica internacional; este proceso se
incardinó dentro de la denominada política mercantilista, en la que el ejercicio del comercio
se concibió como medio de enriquecimiento nacional. Por otra parte, el aumento del
volumen y de la variedad de los productos, representa a su manera una clase de progreso
técnico; por ejemplo, el número de patentes industriales creció considerablemente en
Inglaterra, creándose en ciudades como Londres o Manchester sociedades destinadas al
fomento del progreso técnico, que pronto tendrían equivalentes en París, Hamburgo o
España, con nuestras Sociedades Económicas de Amigos del País.

Otra característica del comercio dieciochesco es la proliferación de las regulaciones legales;


también aquí fue pionera Inglaterra, donde la extraordinaria expansión mercantil estuvo
acompañada de una amplia labor legal (las “Actas de Navegación”), con el objetivo
prioritario de canalizar las operaciones entre la metrópoli y sus dominios coloniales. El
ordenancismo en materia económica y mercantil se extiende asimismo a la Francia del
colbertismo, que pretendía la defensa de su industria nacional.

De modo global, la población europea experimenta un notable crecimiento a lo largo del


siglo XVIII, especialmente en sus últimas décadas, cuando se inicia el incremento
demográfico que acompaña a las revoluciones agrícola e industrial. Además, este
crecimiento se apoya en unas condiciones climáticas benignas y en una mejor alimentación e
higiene y la medicina. Las cifras, al pertenecer a la etapa pre-estadística, son discutidas, pero
irían de unos 115 millones a comienzos de siglo, a unos 186 al final de la centuria. Esta gran
masa de población era fundamentalmente rural, pues sólo en Gran Bretaña y Holanda se
encuentra un poblamiento urbano considerable, aunque siempre por debajo del 50%.
El siglo XVIII marca el tránsito de la sociedad estamental, heredada desde la Edad Media, a
la sociedad de clases, propia ya del Ochocientos. Durante el Setecientos el panorama será
diferente según la perspectiva desde la que nos acerquemos a la cuestión. Así, si nos
atenemos al estatuto jurídico y político persistían los viejos estamentos, el nobiliario y el
eclesiástico, que mantenían sus viejos y el Tercer Estado, en el que todos sus miembros
comparten un mismo estatuto jurídico, pero que, en realidad, es un enorme cajón de sastre,
en el que tienen cabida individuos de condiciones muy diferentes.

Sin embargo, los privilegiados van perdiendo influencia, presionados por monarcas e
intelectuales, por lo que podríamos hacer una diferenciación en función de la riqueza, que
anticipa la futura sociedad clasista, con diferencias entre el mundo rural y el urbano.

Así, en el campo encontramos: Grandes propietarios no cultivadores, mayoritariamente


nobles y eclesiásticos, pero entre los que también se incluyen burgueses enriquecidos.
Arrendatarios de grandes propiedades, cultivadas con criterios “capitalistas”, que a lo largo
del XVIII incrementaron sus ganancias. Pequeños propietarios cultivadores, cuya proporción
disminuye y ven disminuir sus fincas e ingresos. Pequeños arrendatarios y aparceros, cuyo
número aumenta al compás que empeora su situación por la subida de los arrendamientos.
Jornaleros, cada vez con más problemas para conseguir trabajo dado el crecimiento
demográfico, y que junto a los anteriores, acabarán constituyendo la mano de obra barata y
abundante de la naciente industria. Por otra parte, en bastantes países europeos, subsisten
regímenes de servidumbre e, incluso, de sujeción a la tierra, lo que contribuye a
profundizar en las pésimas condiciones vitales de muchos campesinos.

En las ciudades se advierte un grupo bien situado, que basa su riqueza en la propiedad de
mercancías, flotas, fábricas o bancos, y que es especialmente importante en Inglaterra,
constituyendo el germen de lo que terminará por ser la alta burguesía. El siguiente estrato lo
ocupa un contingente menos acaudalado, pero de importante preparación intelectual y
formación universitaria; son profesionales liberales, científicos, médicos, economistas,
abogados, etc. De aquí surgirán los ilustrados. El grupo mayoritario serán los trabajadores
manuales, divididos en maestros y oficiales; allí donde se desarrolla la nueva industria
hallamos otros dos tipos de trabajadores, los técnicos, poco numerosos y muy apreciados
por su conocimiento, y los más abundantes “proletarios”.
En cuanto a las mentalidades, la cultura popular, caería arrinconada frente a la tan en auge
erudita, aunque intelectuales singulares inicien el estudio serio del folclore. Las clases
pudientes harían alarde del lujo y de la búsqueda del placer, prueba de ello son los
jardines, el mobiliario doméstico, la diversidad de habitaciones en una mansión, ropas,
juegos, refrigerios, bailes… Es ese tipo de persona el que leerá a los sensuales Choderlos de
Laclos (Las amistades peligrosas) y marqués de Sade, haciendo su vida social en salones,
clubs o cafés. Es la misma época de la revolución de los afectos, tanto en los contenidos
como en las expresiones, llegando, incluso, a una nueva moral sexual. Marina Alfonso Mola
destaca que es el siglo en el que se puso de moda el “coitus interruptus” y el célebre invento
del doctor Condom. También se empezó a reconocer en ciertos ámbitos a la mujer, con los
primeros escritos feministas hechos por Josefa Amar y Borbón, Mary Montagú. Esa misma
igualdad la pedirían hombres como Condorcet o Hippel y por supuesto, Olympe de Gouges,
la revolucionaria por excelencia, quien denunciaría la tiranía masculina en la “Declaración de
los derechos de la mujer”.

Y es que la cultura erudita vivió el auge de la Ilustración. La base se encuentra en autores


como Descartes, Newton y Locke. Aunque el fenómeno afecta a toda Europa, revistiendo
incluso una forma política peculiar, el Despotismo Ilustrado, tiene su precedente en la
revolución gloriosa de Inglaterra en 1688. Sus principales características fueron la
recuperación del antropocentrismo, la confianza en la razón humana, la fe en el progreso,
la obligación del Estado de proporcionar felicidad a sus ciudadanos y la naturaleza como
principio del bien. El principal baluarte de este movimiento intelectual será Francia, con
autores como Montesquieu, Voltaire y Rousseau.

Destacan obras como “El espíritu de las leyes” de Montesquieu, en la que distingue distintas
formas de gobierno y anticipa la doctrina de la división de poderes, fundamental para los
sistemas de gobierno liberales.
Montesquieu (1689-1755) conoció directamente el sistema político de las Islas Británicas
entre 1729 y 1731. En 1748 publicó “El espíritu de las leyes”, en la que distingue distintas
formas de gobierno y anticipa la doctrina de la división de poderes, fundamental en el
desarrollo de los sistemas políticos liberales. Voltaire con sus “Cartas sobre los ingleses”,
defendiendo las libertades individuales burguesas o la existencia de una monarquía fuerte
que acote los abusos de determinados grupos, sobre todo de la nobleza. O Rousseau con su
“Contrato social” o el “Discurso sobre el origen de la desigualdad”, cuyas formulaciones se
consideran el precedente del concepto de soberanía nacional o popular, incorporado
posteriormente a los textos constitucionales liberales.

A pesar de las numerosas publicaciones de los pensadores antecitados, el principal vehículo


para la difusión de sus ideas y, en general, del sentir ilustrado es la “La Enciclopedia”,
publicada por Diderot y D’Alembert entre 1751 y 1772 que trató de difundir todos los
campos del conocimiento humano.

En el campo religioso surgirán fórmulas como el ateísmo, cuya cima en esta época será el
barón de Holbach, o el deísmo, que nace de la necesidad de la fe, desechando los dogmas,
que no tienen ninguna explicación racional. Precisamente este deísmo será un buen caldo de
cultivo para el nacimiento de la masonería a finales de siglo. No olvidemos que sería el siglo
de la persecución de jesuitas, jansenistas y, en definitiva, de lo que Vovelle ha llamado
“descristianización”, puesta de relieve en sus estudios sobre el descenso de las aportaciones
destinadas a misas en los testamentos de la época. En la misma sociedad se vive de un modo
más laico. En España la Inquisición pierde mucha importancia, se desinhiben las
costumbres y desciende la edición de libros píos. Así, el paulatino descenso del poder de la
Iglesia a partir de las revoluciones liberales fue, pues, más fruto del correr de los tiempos y
de las nuevas circunstancias sociales, políticas y mentales que consecuencia de los ataques
ilustrados a la institución.

3. TRANSFORMACIONES POLÍTICAS EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XVIII.


Al morir sin descendencia el último monarca Habsburgo, Carlos II, estalló la guerra de
sucesión española, donde se entrelazaron un conflicto civil y otro internacional. Por un lado,
estaba la Francia de Luis XIV y la Corona de Castilla defendiendo los derechos de Felipe de
Anjou, y por el otro, una amplia coalición internacional encabezada por Austria y Gran
Bretaña y en el interior la Corona de Aragón, en apoyo del archiduque Carlos. La guerra
concluyó con el tratado de Utrecht-Rastadt en 1713-1714, por el que Felipe V de Borbón se
hacía con el trono, a cambio de ceder Gibraltar, Menorca y derechos comerciales con
América a los ingleses y los territorios italianos y flamencos a Austria. El Imperio europeo de
antaño quedaba liquidado.

Felipe V trae el concepto de monarquía absoluta de la corte de su abuelo, el Rey Sol,


concentrando el poder en la persona del soberano y reformando toda la administración para
su centralización. En este sentido, los Decretos de Nueva Planta son la medida centralista
más enérgica. Mediante ellos se suprimían las leyes y fueros propios de la Corona de Aragón
(Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca), que había apoyado al archiduque Carlos.

Se suprimieron las Cortes de la Corona de Aragón y se crearon unas Cortes Generales del
reino, con mayor peso de Castilla.. Este sometimiento a las leyes castellanas se llevó a cabo
acompañado de una brutal represión, que para autores como Pedro Voltes o García Carcel,
fue totalmente injustificada.

En el plano jurídico, en la Corona de Aragón se crearon las Audiencias, altos tribunales bajo
dirección militar, que contaron también con atribuciones fiscales. La primera se instituyó en
Aragón, seguida luego por las de Cataluña y Mallorca.

La reforma de la Hacienda elevó las cotizaciones, gracias a medidas como el catastro de


Cataluña, el equivalente de Valencia, la contribución real de Aragón y la talla de Mallorca.
Los buenos resultados, acompañados de la eliminación de las aduanas interiores,
aconsejaron al monarca la extensión de estas medidas a territorios castellanos, lo que haría
con el catastro de Murcia de 1736.
El objetivo prioritario era acabar con el complejo sistema polisinodial de los últimos dos
siglos, para sustituirlo por otro centralizado, que homogeneizaría todos los territorios. En
este sentido nacen las Secretarías de Despacho, precedente de los futuros ministerios, que
recogen las funciones ejercidas por los Consejos preborbónicos, de los que solo subsiste el
de Castilla. Los secretarios eran designados directamente por el monarca, conformando en
su conjunto una especie de consejo de Estado.

Para la administración provincial se optó también por el modelo francés, apareciendo las
intendencias, divisiones territoriales con un funcionario, el intendente, a su frente. Este era
un plenipotenciario con competencias militares, administrativas y económicas.

El centralismo absolutista de los Borbones afectó también a los municipios. En este caso se
intentó adaptar a Castilla el sistema aragonés de “concells”, dividiendo todo el territorio
español en circunscripciones territoriales, llamadas “corregimientos”, a cuyo frente se
hallaba, como representante del poder real, el Corregidor, al que ayudan los miembros de
los Cabildos (regidores y alcaldes).

Es también con Felipe V con el que se inicia la transformación de un ejército que pasa de los
tradicionales tercios a los regimientos, cuerpos de inspiración gala. Si bien los cuadros de
mando fueron copados por nobles, tal como sucedía desde antaño, se intentó modernizar
las milicias con el servicio militar obligatorio. Estas levas forzosas, establecidas durante la
guerra de sucesión, se realizaban mediante sorteo, en presencia del párroco
correspondiente a cada localidad, del que saldría uno de cada cinco mozos, el quinto. De
todos modos, esta equidad de la elección pronto desaparecería, al permitir el Estado, como
recurso para allegar fondos adicionales al erario público, la redención económica del
servicio.

Otra característica del ejército borbónico sería su intento de modernización y eficiencia


tecnológica, para lo que se crearon las Escuelas Militares, los cuerpos de Artillería, Caballería
e Ingenieros. En el terreno naval, se creó la Secretaría de Despacho de Marina e Indias y se
fortaleció la armada, fundando astilleros como el de La Habana. Esto era imprescindible, ya
que los Pactos de Familia con Francia, obligaban a una continua hostilidad con los británicos,
la flota más importante del mundo.
Fernando VI (1746-1759) continuó la política reformista con ministros como Patiño, que
impulsaron la creación de los astilleros de La Carraca y El Ferrol. En política interior, definió
definitivamente las competencias de los intendentes que eran la representación del rey en el
territorio. Y en cuanto a la relación con la Iglesia, en 1753 se firmó un Concordato que
reconocía el regalismo borbónico y el patronato regio, por el que los monarcas españoles
tenían derecho a presentar al papado una terna de nombres de la que saldrían los futuros
obispos.

Pero sus medidas más ambiciosas tuvieron que ver con la Hacienda. A instancias del
marqués de la Ensenada se promulgó en 1749 el Decreto de Única Contribución, que
pretendía unir en un solo impuesto la antigua maraña impositiva, el cual se inspiraba por un
sentido racional y equitativo por el que “cada vasallo, en proporción a sus recursos, debe
contribuir con equidad y justicia”. No paran aquí las miras reformadoras de Ensenada, quien
en 1754 crea el Departamento de Hacienda y tres años después obtiene una bula pontificia
que permite la contribución de los eclesiásticos. El necesario conocimiento de la realidad
nacional que estas medidas conllevaban supuso la puesta en marcha del “Catastro de la
Corona de Castilla”. Una última aportación de interés a esta reforma de la Hacienda fue la
erección, también por Ensenada, del “Real Giro”, especie de banco estatal que muchos
consideran el precedente directo del Banco de San Carlos, germen de nuestro Banco de
España.

Carlos III (1759-1788) es nuestro mejor ejemplo de Despotismo Ilustrado, contando con la
colaboración de políticos muy preparados como Floridablanca, Aranda, Olavide o Esquilache,
este último traído por el monarca desde su anterior Reino de Nápoles.

Lo más significativo de lo acaecido en el interior del país fue el motín de Esquilache, revuelta
popular madrileña encendida por la prohibición de la tradicional indumentaria española de
capa larga y sombrero de ala ancha. En política exterior continuó la alianza francesa,
apoyando la rebelión de las trece colonias norteamericanas de Inglaterra.
Hubo numerosas medidas para impulsar la economía nacional. Se iniciaron importantes
obras de regadío como el canal imperial de Aragón, se crearon pósitos (almacenes de grano
municipales), se suprimieron los privilegios de la Mesta y se abolió la deshonra legal del
trabajo para los nobles. Especial importancia tuvo la erección de las Nuevas Poblaciones en
zonas despobladas de las provincias de Sevilla, Córdoba y Jaén (dirigida por Olavide).

Campomanes intentó continuar las medidas hacendísticas de Ensenada, pero la falta de


medios y el rechazo de amplios sectores, impidió la tan necesaria puesta al día, regulando
únicamente los ingresos municipales. Y es que precisamente el esquema municipal fue
reformado, introduciendo la intervención popular en los cabildos a través de los Diputados
del Común y los Síndicos Personeros. Aunque esto solo signifique una tímida brecha en el
monopolio del poder por parte de los privilegiados.

En materia religiosa se expulsó a los jesuitas de todos los territorios de la Corona (incluida
América) en 1767, temiendo su oposición a las reformas, su fidelidad al papado y su gran
influencia gracias a los centros de enseñanza que regentaban. Asimismo se limitó el poder
de la Inquisición, privando a esta institución de su capacidad para censurar determinadas
publicaciones y juzgar algunos delitos, que pasaron a ser competencia de tribunales civiles.

Mencionados todos estos aspectos, hemos de decir que la obra de Carlos III es
enormemente vanagloriada desde todos los ámbitos, considerándole el gran modernizador
de la España del XVIII. Sin embargo, existen posturas críticas como la de Fontana, quien
considera al rey un freno para las necesarias reformas del país.

Una imagen totalmente distinta es la que presenta Carlos IV (1788-1808), un rey


continuamente devaluado. Ciertamente fue un príncipe de Asturias ambicioso, que llegó a
conspirar contra su propio padre, Carlos III, y ya en el poder, un monarca indolente y
tradicionalista. España se enfrentó penosamente a la Francia revolucionaria, pero las críticas
más duras le llegan al monarca por dejar el gobierno en manos de un advenedizo como
Godoy, del que Seco Serrano ha intentado dar una imagen más positiva en los últimos años.
Sus gobiernos intentaron proteger la naciente industria nacional, pero la nave reformista
comenzó a zozobrar, adentrándonos en un más que penoso siglo XIX.

4.CONCLUSIÓN.
En definitiva, en el siglo de la Ilustración, se cava la tumba del Antiguo Régimen, en primer
lugar por los trepidantes cambios económicos y como no, por las nuevas ideas que se
extienden a pesar del freno de los sectores más reaccionarios. Para Domínguez Ortiz, será
en este siglo cuando comience a racionalizarse tanto la administración como la misma
estructura social en España. La cultura se expandirá, gracias a colegios de medicina e
ingeniería, jardines botánicos, academias y sociedades económicas de amigos del país. Sin
embargo, otros autores van más allá, llegando a afirmar, que es con los Borbones, con la
Guerra de Sucesión y los decretos de Nueva Planta, con los que se certifique la partida de
nacimiento de una nación, España.

5. BIBLIOGRAFÍA.

DOMÍNGUEZ ORTIZ, A. (2016): Carlos III y la España de la Ilustración. Madrid. Alianza


Editorial

FERNÁNDEZ DÍAZ, R.: La Ilustración: las ideas y la renovación cultural en el siglo XVIII, Espasa,
Madrid, 2004.

LYNCH, J.: El siglo XVIII, Crítica, Barcelona, 2004.

RUIZ TORRES, P.: Reformismo e Ilustración, Crítica, Barcelona, 2007.

También podría gustarte