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CARTA DE SANTIAGO

La Carta de Santiago encabeza el grupo de las llamadas «católicas». La exigencia de la


coherencia entre fe y conducta, y de la necesidad de que las obras acompañen la fe,
complementando la enseñanza de San Pablo sobre la justificación, hace muy adecuada su
situación actual en el canon, a continuación del corpus paulino. Además, la relación de
Santiago con Jerusalén y las comunidades cristianas de Palestina sugiere cierta continuidad
con la Carta a los Hebreos, que le precede inmediatamente. A lo largo de los siglos ha sido
poco comentada, probablemente por las dificultades que tuvo para ser reconocida
universalmente como canónica y porque contiene más enseñanzas morales que doctrinales.
El primer testimonio que nos ha llegado de ella es el de Orígenes (ca. 185-254), aunque es
posible que con anterioridad fuera también conocida por Clemente Romano, el autor del
Pastor de Hermas y Clemente de Alejandría. A finales del siglo IV es ya aceptada
prácticamente por todas las iglesias y aparece en todos los catálogos de libros inspirados.
Lutero la llamó «carta de paja» en comparación con el oro verdadero del evangelio, porque
pensaba que se oponía a la doctrina paulina sobre la justificación por la fe. No obstante, la
tradición protestante la mantuvo en el canon bíblico. El Concilio de Trento la sancionó como
canónica e inspirada.
El reducido número de comentarios antiguos y la complejidad del lenguaje —griego, muy
culto, con claro trasfondo semita— explican que los estudiosos actuales sigan planteándose
las cuestiones de autor, fecha de redacción, etc. Por otra parte, en los últimos decenios esta
carta viene suscitando gran interés, porque refleja fielmente la espontaneidad y viveza en la
transmisión del mensaje cristiano en las primeras comunidades, y porque es un claro
exponente de la unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

1. ESTRUCTURA Y CONTENIDO

La carta no presenta la estructura propia de un tratado sistemático. Como los escritos


sapienciales judíos, tiene más bien un orden que podríamos llamar psicológico y
pedagógico. Según éste, una palabra sugiere un tema diverso del que se está tratando, y se
utilizan términos con la misma asonancia, repitiendo una y otra vez —como en círculos
concéntricos— la misma idea, insertando máximas breves, etc. De esta forma, el oyente o el
lector retienen con más facilidad las enseñanzas. Aunque es casi imposible establecer una
estructura clara, se podrían distinguir cuatro secciones:

I. LA PRIMERA (1,1-2,13) abarca un conjunto de instrucciones relacionadas entre sí


sobre el valor del sufrimiento, sobre la necesidad de poner por obra la palabra oída y
evitar la acepción de personas.

II. LA SEGUNDA (2,14-26) recoge la idea central de que la fe que no se traduce en


obras está muerta, aduciendo el testimonio de personajes bíblicos bien conocidos.

III. EN LA TERCERA (3,1-5,6) las aplicaciones prácticas se agolpan y entrelazan. Se


exhorta al control de la lengua, a la búsqueda de la verdadera sabiduría, y a evitar las
discordias, estando precavidos contra el orgullo y el afán de riquezas. Finaliza con una
severa admonición a los ricos.

IV. LA CUARTA (5,7-20) contiene una llamada a mantenerse fieles hasta la venida
del Señor, con algunas instrucciones sobre el comportamiento que deben observar
los cristianos: han de apoyarse en la oración y preocuparse por la salvación de todos.

2. COMPOSICIÓN

Del saludo epistolar —«Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo, a las doce tribus de
la diáspora»2— y otros datos internos que nos ofrece la carta sólo podemos deducir que
Santiago era una figura que gozaba de gran autoridad pastoral y doctrinal sobre algunos
cristianos que vivían fuera de Palestina. La Tradición ha reconocido en este personaje a
Santiago el «hermano» del Señor y «obispo» de Jerusalén. De él sabemos que era pariente
de Jesucristo, hijo de Cleofás y María, una de las mujeres que acompañaban a la Virgen
junto a la Cruz, y hermano de José y Judás. Junto con San Pedro, recibió la visita de San
Pablo después de su conversión y, después de la marcha de aquél, quedó como cabeza de
la comunidad de Jerusalén. Fue martirizado hacia el año 62 por instigación del sumo
sacerdote Anano II6. Algunos Padres lo identificaron con Santiago el de Alfeo, uno de los
Doce Apóstoles.

De las circunstancias que motivaron este escrito apenas se conoce más de lo que la carta
señala. Parece que en aquellas comunidades cristianas a las que se dirige (compuestas
probablemente por una mayoría de cristianos provenientes del judaísmo) estaban aflorando
algunos defectos que amenazaban su buena marcha. Casi todos los desórdenes
denunciados se refieren al comportamiento de unos con otros: la murmuración, las envidias
y las rencillas, la maledicencia, etc., y muy especialmente las desavenencias entre pobres y
ricos: contra éstos escribe con crudeza, haciéndoles ver que no pueden desentenderse de
los más desheredados, pensando sólo en el propio provecho.

Se discute el lugar y la fecha de composición. Un buen número de estudiosos piensa que


fue escrita en la década de los sesenta, admitiendo la posibilidad de que, después de la
muerte de Santiago, un discípulo la redactara poniendo por escrito algunas de sus
enseñanzas. Pero hay quienes defienden una fecha más temprana. Otros, fijándose en las
dificultades para ser aceptada como canónica y algunos rasgos internos, consideran que
fue escrita hacia finales del siglo I. Jerusalén sigue siendo el lugar de composición más
probable.

3. ENSEÑANZA

La enseñanza que da unidad a toda la carta es la coherencia entre la fe y la vida del


creyente: el comportamiento cristiano ha de reflejar en cada momento la fe que se profesa.
Los elementos doctrinales, aunque no son abordados directamente, subyacen a lo largo del
escrito. Con frecuencia aparecen los atributos y acciones de Dios: Creador, Padre,
Remunerador y Juez, Salvador misericordioso. Salvo en 1,1 y 2,1 no se menciona
explícitamente a Jesucristo, pero a lo largo de la carta se habla de Él como el Señor y
Salvador, se alude a la Parusía del Señor y a su calidad de Juez, y además sus
enseñanzas resuenan en toda la epístola. Se habla de la Iglesia como comunidad de fieles
, en la que los maestros y presbíteros tienen funciones específicas de dirección y de
administración de los sacramentos.
Abundan especialmente las exhortaciones y advertencias: el comportamiento ante las
contrariedades y las tentaciones; el logro de la equidad en el juicio sobre las personas,
evitando murmuraciones, difamaciones, etc.; el desprendimiento de las riquezas y la
preocupación por los pobres y necesitados; la práctica de la oración; la corrección de los
descarriados. Muchas de estas exhortaciones evocan las palabras de Jesús contenidas en
los evangelios, de manera especial las del Discurso de la Montaña del Evangelio de San
Mateo. Entre los temas que merecen una especial atención se encuentran la cuestión de la
fe y las obras, y el sacramento de la Unción de enfermos.

La fe y las obras

Con sencillez y viveza, el autor sagrado expone la doctrina sobre la fe y las obras
especialmente en 2,14-26, una sección que recuerda por su tono a los libros sapienciales
del Antiguo Testamento. Santiago enseña que «la fe, si no va acompañada de obras, está
realmente muerta»15 y que «el hombre queda justificado por las obras y no por la fe
solamente»16. Hasta el siglo XVI esta doctrina no presentó problemas. Sin embargo, Lutero
vio en este texto un obstáculo a su insistencia en la justificación por la sola fe, tal como él
interpretaba a San Pablo. A partir de entonces, se ha pretendido detectar una oposición de
Santiago con los textos paulinos, concretamente con Ga 2,16 («el hombre no es justificado
por las obras de la Ley, sino por medio de la fe en Jesucristo»; cfr también 3,2.5.11) y Rm
3,28 («el hombre es justificado por la fe con independencia de las obras de la Ley»).

Tal oposición, no obstante, es ficticia. Ciertamente, el vocabulario es idéntico, pero la


perspectiva es diferente. Las obras para Santiago son el comportamiento moral del que cree
ya en Jesús, un comportamiento que debe ser coherente con la verdad aceptada; para San
Pablo, en polémica con los judaizantes, las obras son las normas legales de la Antigua Ley,
que no justificarían ya a un gentil, una vez que Jesucristo ha promulgado la Nueva Ley. Para
ambos autores es necesaria la adhesión a Dios, una fe que se debe reflejar en una vida
cristiana acorde con ella. Esta coherencia cristiana entre fe y obras que reclama Santiago la
exige también San Pablo cuando escribe que la fe «actúa por la caridad» (Ga 5,6)17, o «el
que ama al prójimo ha cumplido plenamente la ley» (Rm 13,8), o cuando se refiere al justo
juicio de Dios «el cual retribuirá a cada uno según sus obras» (Rm 2,6). En todo caso, lejos
de presentar una oposición o corrección a la doctrina paulina, la Carta de Santiago podría
salir al paso de una mala interpretación de la enseñanza de San Pablo. Santiago insistiría
en que la fe ha de reflejarse en el comportamiento.

La Unción de enfermos

Aparte de la alusión a la unción con aceite en Mc 6,13 («y [los discípulos] expulsaban
muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban»), esta carta es el
único lugar del Nuevo Testamento donde se habla expresamente de la Unción de los
enfermos: «¿Está enfermo alguno de vosotros? Que llame a los presbíteros de la Iglesia, y
que oren sobre él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de la fe
salvará al enfermo, y el Señor le hará levantarse, y si hubiera cometido pecados, le serán
perdonados» (St 5,14-15). El texto enseña que la oración sobre el enfermo y la unción para
lograr su curación por las autoridades reconocidas (los «presbíteros») constituía una acción
sagrada que continuaba la de Jesús. Quizá es precisamente esto lo que significa «en el
nombre del Señor», donde es probable que «Señor» se refiera a Jesús más que a Dios
Padre.
En los debates surgidos durante la Reforma sobre el número de los sacramentos, la Iglesia
acudió a este texto para definir que la Unción es uno de los siete sacramentos instituidos
por Cristo y que fue promulgado por Santiago. Enseñó también que los «presbíteros» en
este pasaje no han de entenderse los más viejos en edad o los principales del pueblo, sino
los ministros ordenados (obispos o presbíteros), y que entre los efectos de la Unción se
encuentra el de perdonar los pecados.

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