Está en la página 1de 348

KRISTEN CALLIHAN

KRISTEN CALLIHAN
Sinopsis
La vida de Emma no es buena. El mundo la conoce como la princesa Anya en Dark
Castle, pero luego su personaje recibe el hachazo, literalmente. La guinda del pastel es
encontrar a su novio en la cama con otra mujer. Necesita un descanso, y el santuario
llega en forma de Rosemont, una magnífica finca en California que promete descanso y
relajació n.
Entonces conoce al nieto de la propietaria, el ex jugador de hockey y actual recluso
Lucian Osmond, y ve su propio dolor y anhelo reflejados en sus ojos.
Es encantador cuando quiere, pero también reservado y rudo, con muros de
protecció n tan gruesos como los de Emma. A pesar de la creciente atracció n, se evitan
mutuamente.
Pero entonces se produce un bañ o nocturno improvisado, y las deliciosas tartas
caseras y los pasteles de nata de Lucian empiezan a llegar a la puerta de Emma,
tentá ndola a probar la vida de nuevo...
Al tratar de mantenerse separados, só lo se acercan, y sus pedazos rotos podrían
encajar y hacerlos completos.
KRISTEN CALLIHAN
Para los que se encuentran en necesidad de un poco más de comodidad y cuidado.
KRISTEN CALLIHAN
Prólogo
Lucian

Tenía cinco añ os cuando les dije a mis padres que quería volar. Mis padres, segú n
aprendí, harían cualquier cosa dentro de lo razonable para hacerme feliz. Tomaron mi
petició n al pie de la letra y organizaron un viaje en avioneta.
―Bueno ―me preguntó mi padre mientras está bamos sentados en el asiento
trasero de aquel avió n que vibraba con fuerza―. ¿Qué se siente al volar?
Fue bonito y todo, pero yo só lo estaba sentado allí. El avió n volaba, no yo.
Perplejos, dejaron pasar el asunto. Pero yo no lo hice. Ansiaba volar. En el fondo de mis
huesos, lo necesitaba, aunque no podía decir exactamente por qué. El problema
era que no sabía có mo lograr ese objetivo.
Dos añ os después, mi padre me apuntó a clases de hockey por capricho. Me até
un par de patines y aprendí. Me hice má s fuerte, mejor y má s rá pido.
Fue entonces cuando me di cuenta. No era en el aire donde podría volar. Fue
en el hielo.
Hielo.
Yo amaba el hielo. Para mí, el hielo era una amante: cruel, fría, hermosa, brutal,
esencial. La conocía íntimamente: su aroma crujiente, su frío implacable, los diversos
sonidos que emitía, el suave apoyo que me proporcionaba mientras me retorcía y
deslizaba sobre su cuerpo.
La amé desde el primer patinaje. Ella me liberó , me dio un propó sito.
Cuando estaba en el hielo, volaba. No ese vuelo flotante y desconectado, sino una
velocidad tan resbaladiza y rá pida que ya no eras de carne y hueso, sino algo má s: un
dios.
Amaba tanto volar sobre el hielo que podría haber tomado otro camino,
convertirme en patinador de velocidad, tal vez. Y a veces, en los días libres, salía y
hacía precisamente eso: patinar má s y má s rá pido sobre el hielo.
KRISTEN CALLIHAN
Pero el simple hecho de patinar no me proporcionaba el reto que necesitaba. El
hockey lo hizo.
Dios, amaba el hockey. Todo lo que tiene que ver con él. El golpe de mi palo
contra el hielo, la resonancia de conectar con el disco. El juego me hablaba, me
susurraba al oído incluso cuando estaba dormido; mi cuerpo zumbaba, como si
todavía estuviera en el hielo.
Vi los patrones, las jugadas. Las hacía realidad, las sacaba adelante. Si patinar era
volar, el buen hockey era una danza. Tenía cinco parejas de baile. ¿Cuando
trabajá bamos todos juntos? Era una maldita poesía. Una verdadera belleza.
No hay nada como llevar el disco por el hielo, abrirse paso entre el trá fico y
luego, con un pequeñ o movimiento, enviar la galleta a la canasta. Una erecció n
instantá nea. Cada. Vez.
El hockey me definió . Centro. Capitá n. Dos veces ganador de la Copa Stanley, la
primera como uno de los capitanes de equipo má s jó venes en tener su nombre
grabado en esa gran y hermosa monstruosidad de copa. Ganador del Calder, del Art
Ross... Podría seguir.
La cuestió n es que el hockey era mi vida.
Y la vida era muy buena. Mi equipo era una má quina bien engrasada, sin un
cincelador o un tapó n entre nosotros que arrastrara a todos. Está bamos en los
playoffs, haciendo otra carrera por la copa. Era nuestro para ganar.
Los chicos lo sabían. Había algo en el aire: un crepitar de electricidad que
hacía cosquillas en la piel, se metía en las articulaciones y las ponía nerviosas. Ya nos
habíamos sentido así antes. Y habíamos ganado.
Brommy se mostró especialmente jovial mientras nos poníamos el equipo. Su
gran mano me agarró la cabeza y me despeinó enérgicamente.
―Tienes una bonita cabeza de lechuga creciendo ahí, Ozzy. ¿Necesitas un poco de
aderezo para eso?
Al principio, todo el mundo me llamaba Ozzy en referencia a mi apellido,
Osmond. Luego se acortó a Oz, como en El maravilloso mago de Oz. Como si tuviera la
posesió n del disco y ocurriera la magia.
Ignoré las luces blancas que parpadeaban ante mis ojos y la forma en que
el trato brusco de Brommy a mi cabeza hacía que la habitació n se arremolinara -
momentá neamente- y le di una palmada en la cabeza a cambio.
―No todos estilizamos nuestro aspecto, Ricitos de Oro. Pero claro, tú necesitas
toda la ayuda de belleza que puedas conseguir.
KRISTEN CALLIHAN
Un par de chicos resoplaron de buen humor. Brommy sonrió ampliamente,
mostrando su rejilla y la falta de su incisivo lateral derecho. Si se me hubiera
caído un diente, me habría operado y arreglado esa mierda. Pero a Brommy le
gustaba mostrarlo. El enorme guardia izquierdo pensaba que le daba un aspecto má s
intimidante.
También le gustaba decir a las mujeres que había atrapado un disco en el
paréntesis. La mala expresió n lo hacía reír siempre. Las mujeres se tragaban su
actuació n de bobo, así que no iba a discutir sus métodos.
―No todos podemos ser tan guapos como tú , capitá n. ―Buscó la medalla de San
Sebastiá n que llevaba al cuello, la besó dos veces y la volvió a meter bajo su equipo. No
podía culparlo por el ritual; yo me pegaba los palos. Cualquier otro lo hacía y... bueno,
no estaba dispuesto a dejar que nadie má s lo hiciera. O a tocarlos antes de un partido.
No es una opció n.
―Por favor. Linz es el bonito. ―Por lo que le llamamos Feo. Imagínate.
―Linz no tiene una chica preciosa que le prometa amor para siempre. ―Brommy
me dio un codazo con una sonrisa.
Yo luché contra la mía.
―Esto es cierto.
Cassandra, mi prometida9 , era preciosa. Le encantaba el hockey y tenía el
mismo gusto que yo en todo. Nunca nos peleamos. Estar con ella era fá cil. Ella se
encargaba de todo para que yo no tuviera que preocuparme de nada má s que de jugar
el partido. Sus palabras. Pero yo las apreciaba.
No había planeado casarme. Pero Cassandra era tan poco exigente que cuando
me preguntó si íbamos a hacerlo oficial, pensé: ¿Por qué no? No era como si fuera a
encontrar a alguien má s fá cil de llevar. Cassandra era la guinda de mi vida de helado
perfecto.
Los chicos intercambiaron má s insultos. Me puse a pegar palos con Jorgen,
escuché el himno de Mario antes del partido, "Under Pressure", y me mantuve alejado
del camino de nuestro portero, Hap. Si te metes con él antes de un partido, podrías
haber cavado tu propia tumba.
Mentalmente, estaba preparado. Físicamente, mis habilidades se habían
perfeccionado. Pero detrá s de todo ello había un nuevo susurro, un mínimo indicio de
sonido que no quería escuchar. Había ignorado esa voz molesta desde mi ú ltima
conmoció n cerebral. Sonaba muy parecido a mi médico. Odiaba a ese tipo.
KRISTEN CALLIHAN
Sabía que no debía odiar a la gente que só lo quería ayudarme. Pero lo hacía.
Porque, ¿qué demonios sabía él? Conocía mi cuerpo mejor que nadie. Mi vida era
perfecta. Nada, ni nadie, iba a cambiar eso.
Así que empujé esa insidiosa vocecita de vuelta a las sombras, donde debía estar.
Siempre había sido bueno en apartar las cosas que no importaban. Centrarse en
el premio. Centrarse en el juego. Eso era todo. Mantener la mente clara y el cuerpo
fuerte.
Mantuve esa concentració n cuando empezó el partido. La mantuve en cada
jugada.
No fue hasta que estaba en el ataque y el disco se enganchó en las tablas que
volví a escuchar esa voz. Por primera vez en mi vida, sentí verdadero miedo. Me
iluminó . La hiperconciencia me erizó la piel. Un parpadeo del tiempo. Apenas dos
segundos entre la vida que conocía y el desastre.
Había escuchado que las cosas se movían despacio en sus peores momentos. Para
mí no fue así.
Un segundo, luché por el disco, con el hombro pegado a las tablas para
protegerme. ¿Y al siguiente? El primer golpe me hizo girar. En el segundo golpe, un
defensor que venía a toda velocidad -un muro de mú sculos de 2 metros y 100 kilos- se
abalanzó sobre mí.
Mi cabeza se golpeó contra el cristal. Una bomba estalló en mi cabeza. ¿Y ese
susurro?
Era un grito completo, que só lo decía una cosa:
Se acabó el juego.
Se apagan las luces.

***

Emma

La vida era buena. ¿Se me permitía decir eso? A veces no estaba segura de que
debiera hacerlo. Como si el hecho de reconocer que era feliz y que todo lo que había
KRISTEN CALLIHAN
deseado estaba cayendo poco a poco en su sitio, pudiera gafarlo. Pero, maldita sea, la
vida era buena.
Después de añ os de luchar por triunfar como actriz -Dios, ese papel comercial
desesperado que acepté como la chica con diarrea; intente mencionar eso en una
conversació n casual para ver có mo va-, finalmente conseguí un papel protagonista en
una serie de televisió n de éxito. Dark Castle. Los fans estaban locos por ella. Y con ese
papel llegó la fama instantá nea.
Recuerdo con mucho cariñ o la primera reunió n del reparto. La mayoría de
nosotros éramos unos novatos, tan ansiosos y emocionados por estar allí. Nuestra
directora, Jess, había mirado a su alrededor, con ojos serios pero también con un
brillo de, bueno, no quería llamarlo orgullo, porque en ese momento no nos conocía
de nada, pero sí una cálida comprensión, tal vez, y nos advirtió :
―Aprovechen este tiempo antes de salir al aire y ú senlo para divertirse. Hagan
todas las cosas que les gustan. Porque después de que el mundo vea este programa,
sus vidas no será n las mismas. La privacidad será una cosa del pasado. Cada vez que
pongan un pie en pú blico, alguien lo notará .
Mi coprotagonista, Macon Saint, resopló ante eso.
―Menos mal que soy un ermitañ o.
El hombre era absolutamente magnífico de una manera bá rbara -lo que
probablemente era la razó n por la que había sido elegido como el Rey Guerrero,
Arasmus- pero la frialdad remota de sus ojos me hizo creerle.
Luego se había enamorado. Y el gran gruñ ó n Macon Saint se había transformado.
Ahora sonreía a todo el mundo y se reía regularmente, como si no pudiera contener su
felicidad. Era a la vez entrañ able y molesto.
Molesta porque no tenía ni idea de lo que se sentía en ese tipo de relació n
vertiginosa de "estoy encantada con mi pareja que me lo da regularmente, y es
espectacular". Quería saberlo. Créeme, lo quería. Pero hasta ahora se me había
escapado.
Jess había tenido razó n: nuestras vidas cambiaron radicalmente. La privacidad
era fugaz, algo que conseguía con un poco de planificació n previa y un poco de suerte.
Todavía podía salir de vez en cuando, pero no había garantía de que me dejaran sola o
de que alguien no me hiciera una foto.
Por otro lado, los fans me adoraban, y los niñ os me pedían a menudo una foto, lo
que resultaba un poco extrañ o dado el contenido de Dark Castle, pero tuve que
asumir que les gustaba má s el aspecto de la princesa Anya de mi papel que el sexo y
las decapitaciones.
KRISTEN CALLIHAN
No eran tan simpá ticos los trepadores a los que les gustaba estar un pelo má s
cerca mientras pedían una bonita selfie. Yo había aprendido a poner la mano en los
hombros primero, colocando al aficionado lo suficientemente lejos como para evitar el
manoseo "accidental".
Mi vida cambió en otros aspectos. Conocí a Greg, un jugador de fú tbol
supercaliente y despreocupado que, ademá s, me adoraba -sus palabras-. Greg me
apoyó , pero no se quejó de mi agotador horario de trabajo. Su horario era tan malo
como el mío, ya que estaba de viaje con bastante frecuencia durante la temporada.
Pero lo hicimos funcionar.
Al final de mi tercer añ o en Dark Castle, me sentía contenta, có moda en mi papel.
La princesa Anya era increíblemente popular. La gente siempre nos preguntaba a Saint
o a mí cuá ndo se casarían sus personajes, Arasmus, y Anya. Esperá bamos darles la
respuesta durante el final de temporada. Las posibilidades parecían buenas. Habían
llegado a la ciudadela, y él finalmente se había declarado.
Só lo faltaba que Anya aceptara y que se celebrara la boda. Lo má s
desconcertante de trabajar en Dark Castle fue el hecho de que los productores y
guionistas ocultaron a sus actores tanto el episodio de estreno como el final por una
necesidad ultraparanoica de guardar el secreto, a pesar de que todos habíamos
firmado acuerdos de confidencialidad.
―¿Está s preparada para esto? ―Me preguntó Saint mientras nos acomodá bamos
alrededor de la mesa con los guiones en la mano.
―Como siempre lo estaré, amante.
Resopló con buen humor. A pesar del cará cter rudo de Saint, me gustaba mucho
trabajar con él. Nunca fue egoísta y nunca trató de apoderarse de una escena. Todos
mis compañ eros eran estupendos. El trabajo era un reto, pero todos está bamos a la
altura y nos llevá bamos como una familia. Bueno, una familia que se esforzaba por
destruirse mutuamente en la pantalla.
Una vez que todo el mundo estaba preparado, empezamos a leer nuestras partes.
No fue hasta que nos acercamos al final que la sangre comenzó a drenar de mi cara, y
mis dedos se enfriaron. Porque cada vez estaba má s claro que Anya estaba a punto de
morir.
Me senté allí, diciendo insensiblemente mis líneas, demasiado consciente de las
miradas de compasió n de mis compañ eros, dejando que el guió n llegara al momento
final en el que Anya era decapitada con un hacha por el mayor enemigo de ella y de
Arasmus.
KRISTEN CALLIHAN
Pero no fue hasta que salí de la sala para sentarme sola en una caravana que ya
no ocuparía la pró xima temporada cuando me di cuenta del todo. Me quedé sin
trabajo. Mi espacio feliz ya no existía. El papel de mis sueñ os había desaparecido.
Con el corazó n enfermo y luchando por mantener a raya el miedo a lo
desconocido, volví a casa. Me quedé con un apartamento de alquiler temporal en la
pequeñ a ciudad islandesa donde rodamos. Greg estaba conmigo, ya que su temporada
había terminado y el campo de entrenamiento aú n no había comenzado.
Estaba deseando darme un largo bañ o en la pequeñ a bañ era del apartamento y
luego acurrucarme con Greg, que me dejaría llorar en su hombro y me diría que todo
iba a salir bien.
Só lo que eso no estaba destinado a ser. Estaba tan absorta en mi propio dolor
que no percibí los ruidos del interior del apartamento hasta que estuve prá cticamente
encima de ellos. Y con ellos me refería a Greg y a la joven camarera que nos había
servido la cena hacía dos noches.
Era algo extrañ o, realmente, ver el culo desnudo de mi novio empujando
entre los muslos extendidos de otra. ¿Era ese el aspecto que tenía cuando estaba
encima de mí? Porque tengo que decir que parecía bastante ridículo, bombeando
como un conejo desquiciado. Por otra parte, nunca me había gustado ese método suyo
en particular; rara vez había llegado al orgasmo cuando me habían machacado como
un trozo de carne. Su compañ era, sin embargo, no parecía tener ese problema. O ella
estaba fingiendo, o le encantó . Pero sus chillidos de placer, má s bien entusiastas, se
interrumpieron al verme, y todo el color se le fue de la cara.
Lamentablemente, Greg tardó un poco má s en darse cuenta de que ella se había
congelado debajo de él; Greg siempre fue un amante un poco egoísta. Cuando por fin
se dio cuenta, estaba tan tranquilo como siempre, observá ndome por encima de su
hombro sudoroso sin hacer ningú n movimiento para apartarse de la mujer.
El silencio cayó como un martillo. O tal vez un hacha. ¿Por qué no? Un hacha
podría cortar má s de una cosa hoy. Greg tragó saliva dos veces, su mirada se desvió
hacia mí, como si no pudiera creer que yo estuviera allí. En mi propia casa.
Su voz era algo temblorosa cuando finalmente habló .
―Llegas temprano.
Hay tantas cosas que decir. ¿Gritar, tal vez? ¿Llorar? Pero estaba entumecido.
Completamente insensible. Así que dije lo ú nico que podía.
―Es curioso, creo que he llegado justo a tiempo.
KRISTEN CALLIHAN
Y así, la vida cuidadosamente construida de la que estaba tan orgullosa se
desmoronó .
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Uno
Lucian

Una verdad que había aprendido en la vida: el tierno cuidado de una mujer
que te amaba era el mejor refugio cuando tu alma estaba rota. Por supuesto, no
había pensado que la mujer a la que acudiría sería mi abuela. Sí, ella me amaba. Y sí,
su casa, Rosemont, era un excelente refugio. Pero la triste verdad era que no quedaba
nada para mí en ningú n otro lugar. Mi prometida se había ido, mi carrera se había ido,
y yo estaba roto.
Lo que significa que estaba en Rosemont. Y, aparentemente, a disposició n de mi
abuela. No existía la privacidad cuando se vivía con ella. Entrometerse no era su
segundo nombre, pero debería haberlo sido.
Su voz graciosa y musical consiguió elevarse por encima del sonido de mis
martillazos.
―Tienen un nuevo y maravilloso invento llamado pistola de clavos, Titou. O eso
me han dicho.
Reprimiendo un suspiro, dejé el martillo en el suelo y me giré para encontrarla
de pie en la base de mi escalera, con las manos en las caderas y una sonrisa cariñ osa
pero ligeramente reprobatoria en sus finos labios rojos.
―Me gusta mi martillo.
Un destello iluminó sus ojos verdes como el cristal.
―Un hombre no debería encariñ arse tanto con su herramienta como para cerrar
el resto del mundo.
Lo juro por Dios. Esta era mi vida ahora: tener que apretar los dientes ante las
ocurrencias sexuales de mi impenitente abuela.
―¿Necesitas algo, Mamie?
Al no conseguir que me levante, suspiró y sus hombros se hundieron. Llevaba
uno de sus vestidos de seda y, cuando sus manos se levantaron con fastidio, parecía
una cabecita atascada en una cortina naranja y azul.
KRISTEN CALLIHAN
Me mordí una sonrisa; de lo contrario, descubriría por qué sonreía y se enfadaría
el resto del día.
―¿Recuerdas a Cynthia Maron?
―No puedo decir que sí.
―Es una amiga muy querida para mí. La conociste una vez cuando tenías cinco
añ os.
Era típico de Mamie, siempre una mariposa social, tener un recuerdo perfecto de
todos los que conocía. No me molesté en señ alar que no todos tenían ese talento.
―Muy bien.
Tampoco veía a dó nde quería llegar, pero sabía que lo conseguiría.
―Cynthia tiene una nieta. Emma. ―Mamie se quejó en voz baja―. La pobre ha
pasado un mal rato ú ltimamente y necesita relajarse.
―Va a venir aquí, ¿no? ―Esta no era mi casa. Mamie podía invitar a quien
quisiera a visitarla. Pero maldita sea, había venido aquí para alejarme de todo. Eso
incluía a los invitados.
―Pero claro ―resopló Mamie―. ¿De qué otra cosa iba a hablar?
Era mezquino por mi parte quejarme.
Rosemont siempre había sido un refugio para los que lo necesitaban. La
enorme finca de estilo españ ol, con mú ltiples casas de huéspedes, se encontraba cerca
de la base de las montañ as de Santa Ynez, en Montecito. Bañ ada por la dorada luz del
sol californiano, los extensos terrenos, perfumados con la embriagadora fragancia
de las rosas y los limones frescos, tenían vistas al océano Pacífico.
Estar en Rosemont era estar rodeado de gracia y belleza. Para mí, siempre había
sido un refugio. Un lugar para sanar. A lo largo de los añ os, otros, invitados por Mamie,
encontraron esa misma curació n.
―Só lo era una pregunta ―murmuré, sintiéndome al instante como el niñ o de
catorce añ os enfadado que había sido cuando vine a vivir aquí por primera vez.
Hizo otro gesto de fastidio, pero luego hizo a un lado mi malhumor con un golpe
de mano.
―Ella llega hoy. Pensé que podríamos tomar café y pasteles a eso de las cuatro.
Al instante, supe a dó nde iba esto. Pero me hice el desentendido. En parte porque
el miedo me recorría la espalda y en parte porque eso molestaría a mi abuela. Ah, los
juegos que jugamos. La comprensió n de que era el ú nico tipo de juego al que podía
KRISTEN CALLIHAN
seguir jugando hundió mi estado de á nimo má s rá pido que una piedra cayendo en un
pozo frío y oscuro.
―Muy bien. ―Bajé de la escalera―. ¿Quieres que deje de trabajar mientras tienes
tu fiesta?
Una cadena de maldiciones en francés siguió antes de que un fuerte pellizco en
mi costado casi me hiciera gritar.
Los ojos de Mamie se estrecharon hasta convertirse en rendijas de color verde
escarcha.
―Oh, me pones a prueba estos días, Titou.
Sabía que lo había hecho. El remordimiento se me espesó en la garganta. Era
una mierda estar a mi alrededor. Mamie era la ú nica que podía soportarme. Yo sabía
todo esto. El problema era que no podía salir de eso. Toda mi vida se había ido a la
mierda. La mayoría de los días, era todo lo que podía hacer para no gritar y
enfurecerme hasta que mi voz cedía.
No hablar a menos que sea absolutamente necesario parecía la mejor y má s
segura solució n.
Ni siquiera pude dar una disculpa a mi abuela. Estaba atascado allí, un gran bulto
en el centro de mi pecho.
Volvió a suspirar. Me miró con esos ojos verdes y fríos que tenían el mismo tono
que los míos. La gente suele decir que mirarlos es como mirarse en un espejo: son tan
reflectantes. Esos ojos podían cortar a una persona en pedazos con una sola mirada. El
dicho no era exactamente erró neo; ahora mismo me sentía desollado.
Sus fríos y nudosos dedos me acariciaron la mejilla durante un breve instante y
luché contra el impulso de estremecerme. No me gustaba que la gente me tocara
ahora. En absoluto.
Su mano bajó y se reagrupó visiblemente.
―Ahora bien. Espero que te unas a nosotras.
―No.
Las cejas perfectamente depiladas se levantaron en alto.
―¿No?
Me sentí como si tuviera dos añ os. E igual de petulante. Frotá ndome una mano
en la cara, lo intenté de nuevo.
KRISTEN CALLIHAN
―Só lo acabaré insultando accidentalmente a tu invitada o estropeá ndolo de
alguna manera igualmente embarazosa para ti.
Esto no era una mentira. Había perdido toda mi capacidad de encanto; se había
filtrado fuera de mí y nunca volvió . Algunos días me preguntaba sobre eso, sobre có mo
había cambiado tanto y tan rá pido que ya no me sentía bien en mi propia piel.
―Creo que nuestra invitada será capaz de manejar a gente como tú ―dijo
Mamie secamente.
No caigas en la trampa.
―¿Y eso por qué?
Caí en la trampa. Maldita sea.
Su sonrisa era nada menos que presumida y victoriosa.
―Ella es Emma Maron. La conoces, ¿verdad?
Emma Maron. El nombre bailó alrededor de mi maltratado cerebro. Conocía ese
nombre. ¿Pero có mo? Emma... una imagen de grandes ojos de cierva del color de la
tinta añ il y una boca afelpada y llena de mohínes llenó el ojo de mi mente. Un rostro
ovalado rodeado de pelo blanco con puntas azul eléctrico.
El reconocimiento me golpeó como un golpe ciego. La princesa Anya. Emma
Maron era una de las estrellas de Dark Castle. La delicadamente bella pero
brutalmente feroz princesa Anya, que lideraba ejércitos junto a su amante, Arasmus, el
Rey Guerrero. De acuerdo, yo era un fan. De la serie. En la que había al menos cuatro
líneas argumentales principales. Aun así, no podía creer que me tomara tanto tiempo
ubicar su nombre. De nuevo, mi cerebro era una mierda estos días.
―¿Has invitado a una actriz aquí?
―Me han dicho que la gente famosa prefiere lamerse las heridas en un entorno
privado ―comentó Mamie.
Punto para Mamie.
―¿Por qué necesita lamerse las heridas? ―Me sentí obligado a preguntar―. Es
una estrella del programa de cable má s popular.
―Ya no, la pobrecita. Aparentemente, ha sido cortada. Algú n mago malvado le
quita la cabeza con un hacha al final de la temporada.
―¿No es una mierda? ―Francamente, me sorprendió . Anya era increíblemente
popular. El final de la temporada aú n no se había emitido, pero suponía que habría un
alboroto al respecto.
KRISTEN CALLIHAN
―Lengua, Titou.
―Disculpa, Mamie. ―La mujer tenía la boca má s sucia que yo cuando se
enfadaba, pero seguía siendo mi abuela.
―Hmm. ―Me miró por un segundo―. He dicho demasiado. Esa informació n es
estrictamente confidencial. Podría meterse en problemas si se supiera.
―¿A quién se lo diría? ―Hice un gesto hacia el terreno de la finca, desprovisto de
gente, que actualmente abarcaba mi vida social.
―Sí, es cierto. Y ahora ves por qué este es el lugar perfecto para ella. Tenemos
total privacidad aquí.
―Si ella necesita privacidad, entonces es aú n má s razó n para que me mantenga
fuera de su camino. ―Lo ú ltimo que podía manejar era interactuar con bonitas actrices
rubias.
―Pish. ―Agitó una mano.
―Mamie ―empecé, cansado ahora. Todo el tiempo, tan jodidamente cansado―.
La respuesta es no. No voy a socializar. Me mantendré alejado de ti y dejaré de
martillear mientras comes, ¿de acuerdo?
Nos miramos fijamente. Una abeja pasó zumbando, vibrando en mi oído. No me
inmuté. Lo que sea que Mamie vio en mi expresió n la hizo ceder con un suave
movimiento de cabeza.
―Muy bien. Seré la anfitriona sola. Aunque lo que podría decir para entretener a
una joven, estoy segura de que no lo sé.
Mi abuela era la persona má s pintoresca y animada que había conocido. Y
eso era mucho decir, dada mi profesió n. El dolor me punzó el corazó n. Mi antigua
profesió n.
Me incliné y le di a Mamie un beso en la mejilla.
―Estoy seguro de que se te ocurrirá algo.
Tarareó -un sonido largo y prolongado que indicaba que yo había dicho lo obvio
y luego me dirigió una de sus miradas implorantes.
―Necesitaremos dulces para acompañ ar el café...
Mamie podía manipular con los mejores, pero también era muy transparente al
respecto.
Mis labios se movieron.
―Me encargaré de ello.
KRISTEN CALLIHAN
Volví a poner el pie en el peldañ o de la escalera, cuando ella hizo su ú ltimo
ataque.
―Oh, y debes recoger a Emma en el aeropuerto.
Y ahí estaba. Sabía sin lugar a dudas que mi entrometida abuela estaba jugando a
la celestina. Los dos lo sabíamos. La diferencia es que Mamie realmente pensaba que
tenía una buena oportunidad de tener éxito. Qué equivocada estaba. Podía poner a
la mujer má s perfecta del mundo, y no importaría. Ya no.
―Mamie . . .
―Su vuelo llega a las diez…
―No.
―Así que tendrá s que ponerte en marcha bastante pronto.
―Mamie...
El fuego verde brilló en sus ojos.
―No pongas a prueba mi paciencia, Lucian. Ya le he prometido a Emma que
alguien la recogería. Tú irá s.
Cuando mi abuela hablaba de esa manera, tú escuchabas. Sin excepciones.
―Está bien, Mamie. Voy a ir.
Seguro que no se me escapó el brillo de satisfacció n en sus ojos.
―Bien. Está en Oxnard.
―Oxnard ―casi grité―. ¿Por qué diablos no voló a Santa Bá rbara?
Ella se encogió de hombros otra vez.
―Hay una especie de huelga sindical y la compañ ía aérea desvió los vuelos.
―Genial. ―Oxnard estaba a una hora de distancia, y eso si el trá fico se
comportaba. Que nunca lo hacía.
―Eres un héroe, mon ange.
Sí. Claro. Un héroe.
No dije ni una palabra, sino que simplemente recogí mis herramientas. Dejé que
pensara que había ganado. Recogería a la princesa Emma en el aeropuerto. Sería tan
educado como fuera capaz, y luego me mantendría alejado. Y mi abuela tendría que
vivir con la decepció n.
KRISTEN CALLIHAN
***

Emma

Me fijé en el tipo de la recogida de equipajes inmediatamente. Principalmente


porque era guapo. Con pavoneo. Hay diferentes tipos de guapos. El guapo impecable, el
que se hace una foto y la cuelga en la pared para admirarla.
Y luego estaba el rudo y agitado, que rezuma energía sexual, que hace que tus
rodillas se debiliten y que tus partes internas revoloteen, hermoso y con arrogancia.
Este tipo tenía arrogancia de sobra.
El paso suelto y seguro de su cadera se dirigió hacia mí. Lo observé acercarse,
incapaz de fingir que no me había fijado en él. ¿Có mo podría no hacerlo? Medía al
menos un metro noventa, con hombros anchos, caderas estrechas, abdominales planos
y muslos gruesos. Su pelo oscuro, que contrastaba con su piel aceitunada, caía
desordenadamente sobre su frente.
Todavía estaba demasiado lejos para que pudiera distinguir el color de sus ojos,
aparte de que eran pá lidos y me miraban fijamente bajo las severas cejas oscuras.
Oh, Dios.
Otra oleada de atracció n me invadió , tan fuerte que estuve a punto de apretar la
mano contra mi vientre para contenerme. Pero la atrapé justo a tiempo y me la sacudí.
Porque por muy atractivo que fuera el chico, por muy sexy que fuera su contoneo,
cualquier ocasió n en la que alguien se me acercaba era motivo de precaució n. Desde el
momento en que decidí especializarme en teatro, había estado persiguiendo la fama,
necesitando su protecció n y poder para poder conseguir los papeles que quería.
Ahora que la había conseguido, me encontraba luchando con sus limitaciones; ya no
podía salir sola sin arriesgarme a tener encuentros incó modos con la prensa o con
algú n fan que no entendiera los límites personales. Las primeras veces que había
sucedido, me había aterrorizado. Ahora, simplemente, me sentía vigilada.
Por un momento, lamenté la falta de un destacamento de protecció n, con el que
había estado viajando desde que Dark Castle se convirtió en un éxito, pero ya era
demasiado tarde para hacer algo al respecto. Estaba sola, y él se dirigía
definitivamente hacia mí.
KRISTEN CALLIHAN
Tal vez necesitaba direcciones o algo así. En cuyo caso, no tendría suerte. Al igual
que otros mil pasajeros, no se suponía que estuviera aquí. Mi vuelo desde Islandia vía
San Francisco debía aterrizar en Santa Bá rbara. Nos habían desviado a Oxnard, y el
lugar era un verdadero zooló gico.
Debido al cambio de llegada, me habían dicho que mi chó fer me recogería pero
que podría llegar un poco tarde. Así que me arrimé a un banco de sillas y me
mantuve alerta por si alguien con uniforme llevaba un cartel con la palabra MARIA.
María era mi nombre en clave cuando viajaba. No era muy imaginativo, pero servía.
Desde la seguridad de mis gafas blancas de Jackie O., observé al Sr. Pavoneo
acercarse.
No intentó seducir con una sonrisa, ni siquiera con una expresió n agradable. En
realidad, parecía un poco molesto, con las cejas muy rectas fruncidas y la boca firme y
apretada en las comisuras. Eso no disminuyó el efecto de su atractivo. En absoluto,
maldita sea.
En todo caso, corría el grave peligro de reírme como una adolescente enamorada
mientras él se acercaba a mí, deteniéndose lo suficientemente lejos para ser cortés
pero lo suficientemente cerca para que pudiera captar los detalles.
Su pelo no era negro, sino de un marró n oscuro y abundante. Rasgos
contundentes que estaban fuertemente tallados de la manera que admiraría un viejo
maestro escultor. A mitad del alto puente de su nariz había un bulto, como si se
hubiera roto la nariz en algú n momento. No había ni una pizca de suavidad en ese
rostro, excepto en su boca, que era generosa y podría haber sido de felpa si alguna
vez hubiera dejado de apretarla en una línea sombría.
Sin embargo, lo que realmente llamaba la atenció n eran sus ojos. Oh,
demonios, sus ojos. Me quedé boquiabierta. No pude evitarlo; eran impresionantes.
Profundos bajo las furiosas barras de sus cejas y enmarcados por largas y gruesas
pestañ as, sus ojos eran de un verde helado.
En lo que respecta a mi aspecto, había sido una persona tardía. En el instituto,
por mis ojos demasiado grandes y mi cara afilada y delgada, los chicos me habían
llamado ratón o conejo. Lo había odiado y me había sentido incó moda con los hombres
durante mucho tiempo. Pero el tiempo y la actuació n lo habían cambiado todo.
Estaba rodeada de hombres guapos y encantadores todo el tiempo. Iban de la
mano de la profesió n. El atractivo era simplemente una mercancía má s. Aun así, al
principio me quedaba con los ojos muy abiertos y me quedaba embobada con los
hombres. Pero nunca me había sentido débil de rodillas con una sola mirada. Ninguno
de ellos me había dejado sin sentido como lo hacía este hombre con sus ojos fruncidos.
KRISTEN CALLIHAN
Ni siquiera estaba segura de que mi repentino estado de falta de aliento fuera
atracció n o nerviosismo; no todos los días se acercaba un tipo increíblemente guapo y
fanfarró n y te miraba como si prefiriera estar en cualquier otro lugar del mundo.
Francamente, no tenía ni idea de qué iba. Estuve tentada de mirar por encima de mi
hombro y asegurarme de que no había un equipo de cá maras grabando esto para
montar un programa nacional de vamos-a-joder-a-la-celebridad.
Había algo extrañ amente familiar en él, como si lo hubiera visto muchas veces
antes. Pero eso no podía ser cierto. Recordaría a un tipo con este aspecto. Lo habría
anotado en mi agenda mental y lo habría subrayado dos veces.
Y luego se puso mucho peor. Porque él habló . Y dulce crema caliente, el hombre
tenía una voz. Sentí esa voz en el fondo de mi garganta, detrá s de mis rodillas.
―Eres Emma Maron.
Dejé que esa rica voz me envolviera, empapá ndome en el puro placer de
escucharla, antes de que lo que decía se registrara realmente. É l sabía quién era yo.
Un fan.
La decepció n se agudizó . Los fans estaban definitivamente fuera de la lista
potencial de citas. Sería demasiado raro y... ¿por qué demonios estaba pensando en
salir con alguien? No estaba aquí para conocer a alguien. Estaba aquí para una
escapada de relax, para leer algunos libros, tal vez dormir todo el día, lamer mis
heridas en privado. Y todo lo que este hombre había hecho era una pregunta.
Una que estaba esperando que yo respondiera. Al parecer, con poca paciencia,
dado que me miraba con los ojos entornados como si yo fuera un problema
desafortunado que resolver. Lo cual no tenía sentido; se había acercado a mí.
Desplazó su peso, los largos y gruesos mú sculos de los muslos se movían bajo
unos vaqueros muy gastados. Reprimí un arrebato de calor y me concentré. Tal vez el
tipo estaba avergonzado. Tenía que ser eso.
Le di mi sonrisa pú blica. Educada. Amigable, pero no demasiado.
―Sí, soy Emma.
Su asentimiento fue superficial, y comenzó a sacar su teléfono.
―Yo...
Oh, diablos. Quería una foto. Pasaba todo el tiempo ahora, y por lo general, yo
estaba feliz de cumplir. Excepto que acababa de salir de un vuelo de trece horas y
estaba hecha polvo y cansada. Me dolía hasta el pelo. Y lo que es má s importante,
atraería la atenció n. Una atenció n que no podría manejar por mí misma si la gente se
KRISTEN CALLIHAN
amontonara. Después de haber vivido ese tipo de experiencia una vez, me aterraba
que volviera a ocurrir.
―Me temo que no poso para selfies fuera de funciones controladas ―interrumpí
antes de que su petició n pudiera hacer las cosas má s incó modas―. Pero estoy feliz de
firmar algo si tienes un bolígrafo.
Mis palabras lo congelaron, su mano seguía sacando el teléfono del bolsillo de
sus vaqueros. Pero entonces parpadeó , un fantasma de sonrisa desconcertada
rondando la comisura de sus bien formados labios.
―¿Crees que quiero un autó grafo?
Unas punzadas de horror absoluto estallaron a lo largo de mi piel.
―Yo... ah... ―Mierda―. ¿No?
―No. ―Sacó su teléfono y lo encendió ―. Estoy aquí para recogerte. Para Amalie
Osmond. ―Sin ocultar del todo esa pequeñ a sonrisa de suficiencia, me entregó el
teléfono―. Só lo quería mostrarte el email de confirmació n.
Oh, Dios, por favor deja que el suelo me trague y me lleve.
―Yo... Lo siento mucho. Supuse...
―Me he dado cuenta de ello.
Podría haber imaginado el brillo de la diversió n en esos ojos verdes como la
escarcha; el resto de sus fuertes rasgos seguían siendo de granito. Lo que me sirvió
para inquietarme aú n má s.
―Es que... cuando la gente se me acerca estos días, suele ser con el propó sito de
un autó grafo o una foto.
―Lo entiendo. ―Las comisuras de sus labios se movieron. Una vez―. Suele
ocurrir.
Podría decir sin temor a equivocarme que este escenario en particular nunca
había ocurrido. Por primera vez en añ os, me sentí como la niñ a torpe y tímida que
había sido durante tanto tiempo y que había luchado tanto por superar. Tenía una
elecció n aquí. O sucumbir a la vergü enza y retirarme o volverme descarada y jugar un
poco. Me aguanté y forcé lo que esperaba que fuera una sonrisa despreocupada.
―No tienes ni idea.
Extrañ amente, gruñ ó , como si se esforzara por abstenerse de hacer comentarios.
Hubo una pausa incó moda entre nosotros, y entonces se me ocurrió una idea, y me
puse má s erguido.
KRISTEN CALLIHAN
―Espera. No has usado el nombre correcto.
Sus cejas se alzaron de una manera imperiosa que estaba seguro de que había
funcionado para salirse con la suya muchas veces antes. Hoy no, señ or Pavoneo. Le
devolví la mirada con la misma intensidad.
Su ceja bajó una fracció n, y su boca definitivamente se movió .
―Así que... ¿no eres Emma Maron?
Já.
Mi mirada se estrechó .
―Hay un nombre en clave específico que usan mis choferes cuando me recogen.
―Estaba claro que no le gustaba que lo llamaran chófer. Pero, ¿de qué otra forma podía
explicarlo? Técnicamente, era mi transporte. O tal vez no―. Es un simple
procedimiento de seguridad.
La dureza de sus ojos se suavizó .
―Tienes razó n. La seguridad es importante. ―Su mirada se desvió hacia el
interior mientras se rascaba la nuca, evidentemente nervioso―. Mierda... No recuerdo
ninguno. . . ¡ah! Sí. ―Los ojos verde invierno me clavaron una mirada triunfal―. María.
El alivio me inundó . No quería que este tipo fuera un acosador potencial o un
asesino o lo que fuera. La verdad era que no quería tener que preocuparme por
ninguna de esas cosas. Sí, me encantaba actuar y me encantaba haber llegado hasta
aquí, pero había momentos -como cada vez que salía al mundo real- en los que no
quería otra cosa que despojarme de esa piel y ser simplemente yo, la que nadie
conocía ni notaba.
Ahora que había superado mi prueba, dirigió su atenció n al carrusel de equipaje,
con el ceñ o fruncido de nuevo.
―¿Tienes maletas?
―Voy a suponer que era una pregunta retó rica.
Levantó una ceja, esa expresió n inexpresiva no se quebró .
Un público difícil.
―Bien... ―Exhalé―. Um, lo siento, pero ¿cuá l es tu nombre?
El Sr. Malhumorado parpadeó , como si se hubiera sorprendido al olvidarse de
dá rmelo.
―Es… Lucian.
KRISTEN CALLIHAN
―¿Está s seguro de eso? ―De acuerdo, no pude evitarlo. Estaba tan serio; verlo
resquebrajarse en los bordes me produjo una extrañ a emoció n.
Las oscuras cejas de Lucian se juntaron.
―¿Crees que no sé có mo me llamo?
―Has dudado.
Lucian gruñ ó , poniendo sus grandes manos sobre sus estrechas caderas.
―Y no sé... no pareces un Lucian.
―De verdad.
Fue muy divertido molestarlo. Cayó en la trampa tan fá cilmente.
―Lucian lleva lino blanco y mocasines. Te ofrece un julepe de menta antes de
venderte un chiffon antiguo.
―Suena como un chiste. Dime, ¿có mo debería llamarme, entonces?
―Eres má s bien un Brick. Ex-atleta hurañ o con un gran chip en el hombro que se
esconde del mundo y bebe su dolor.
Parpadeó de nuevo, y su cabeza se sacudió un poco, como si le hubiera dado un
golpe directo. Pero tal vez me lo imaginé, porque se limitó a mirarme de nuevo con
indiferencia, y esa encantadora voz de crema caliente salió con el mismo insolente
desenfado.
―Por mucho que me gustaría escuchar má s de este renacimiento de La gata
sobre el tejado de zinc caliente que tienes planeado, Maggie, las maletas está n saliendo.
Las llamas lamieron mis mejillas. Dios, tenía mi nú mero. Cuando estaba nerviosa,
tendía a imaginarme el mundo como una obra de teatro o una película. Hacía tiempo
que no veía la versió n cinematográ fica de La gata sobre el tejado de zinc caliente, pero
realmente, Lucian tenía ese aspecto hurañ o pero tan atractivo de Paul Newman.
¿Có mo se puede culpar a una chica de haberse desviado?
―Bien. ―Reprimiendo un suspiro, me dirigí al carrusel, y él se puso a mi lado,
con su paso firme igualando el mío má s rá pido. Estaba claro que no iba a superarlo, así
que reduje la velocidad y mis tacones chocaron con el linó leo brillante.
―¿Cuá les son los tuyos?
―Oh, puedo recoger... ―Su mirada fija hizo que mis palabras se interrumpieran
con un suspiro―. Los Fendi de aluminio con las correas rojas.
KRISTEN CALLIHAN
Sin decir nada, Lucian -y en realidad era demasiado grande y rudo para ser un
Lucian- se dio la vuelta y empezó a sacar mis maletas de la cinta transportadora.
Cuando dejó la ú ltima, me miró de nuevo.
―¿Estas son todas tus maletas? ―Dijo, como si hubiera traído un ajuar. Só lo había
cuatro.
―A menos que esté sufriendo de amnesia repentina, sí, son todos ellas.
―Hmm.
Dos gruñ idos y un hmm. Encantador.
―Me gusta estar preparada ―me sentí obligada a decir.
Me miró de reojo.
―Pero no tenías un bolígrafo a mano.
―¿Un bolígrafo?
―Por el autó grafo que quería.
Argh.
―Si vas a pedir un autó grafo, Brick, deberías acercarte con la pluma en la mano.
―Lo tendré en cuenta.
Bueno, esto iba a ser un viaje divertido.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Dos
Lucian

Sabía que Emma Maron sería má s hermosa en persona, má s potente. Aunque su


pelo era ahora dorado como la miel en lugar de blanco y azul, la reconocí
inmediatamente y sentí un tiró n de atracció n caliente. Hace un añ o, la habría seducido
desde el primer momento y ya habría tramado có mo atraerla a mi cama. Me habría
encantado que Mamie la pusiera en mi camino. Bueno, habría hecho todo eso si no
hubiera estado comprometido entonces. El hecho de haber olvidado que estaba
comprometido era inquietante.
Esta mujer era una distracció n andante. Ú ltimamente no me iban bien las
distracciones. Especialmente las que tenían sonrisas de azú car hilado y la confianza de
un francotirador de primera clase; Dios sabía que sus golpes verbales tenían una
puntería perfecta. Esa combinació n no debería ser sexy. Pero lo era.
Sentí un estremecimiento a lo largo de todo mi cuerpo cuando abrí la puerta del
pasajero de mi camioneta y esperé a que subiera. Durante un breve segundo, se
detuvo y me miró con esos ojos azul índigo, como si esperara que la tomara de la
mano y la ayudara a subir a la camioneta. Y las punzadas en mi interior se
convirtieron en un apretó n de cuerpo completo.
No quería tocarla. Me parecía peligroso. Como un niñ o torpe, temía el
contacto físico con esta mujer, como si pudiera confundirme tanto que escupiera aú n
má s respuestas tontas ante su efusividad burbujeante.
Pero entonces se limitó a mostrarme una rá pida y deslumbrante sonrisa y se
subió con sorprendente facilidad. Cerré la puerta con un suspiro de alivio. Pero duró
poco. El viaje duraba má s de una hora. Una hora encerrado en un espacio cerrado con
la princesa bá rbara favorita del mundo.
No es que parezca que tenga la fuerza para herir a una mariquita. Por supuesto,
en Dark Castle ella poseía magia y podía derretir las caras de las pobres almas
desafortunadas. Ficció n o no, hacía que un hombre se anduviera con pies de plomo.
KRISTEN CALLIHAN
Haciendo rodar un crujido de mi cuello, subí a la camioneta. Y fui golpeado por
su aroma. Cinco segundos en el maldito vehículo, y toda la cosa estaba impregnada con
la fragancia de ella, rica y dulce, peras escalfadas en crème anglaise. No, no pienses en
crema pastelera. O en lamerla.
Mi respuesta a ella fue muy desconcertante. Durante un añ o no había sentido ni
un atisbo de necesidad o atracció n sexual. Ni siquiera lo había echado de menos, lo
que también era motivo de preocupació n. Pero me había resignado a mi estado de
apatía. Con la misma eficacia que meter un enchufe en una toma de corriente, Emma
Maron había sacudido mi sistema para que se despertara. Y no me gustaba.
―¿Cuá nto falta para llegar a la casa? ―Me preguntó mientras arrancaba la
camioneta.
Demasiado tiempo. Para siempre.
―Como una hora.
No me pasó desapercibida la pequeñ a arruga de alarma que tejió su frente. Pero
rá pidamente la suavizó y se sentó de nuevo. Llegamos hasta el exterior del aeropuerto
antes de que rompiera el silencio.
―Esto será divertido.
El seco sarcasmo hizo que surgiera en mi interior un impulso desconocido de
sonreír.
Me lo tragué.
―Oh, definitivamente.
―¿Qué palabra usaste antes? ―Su boca afelpada se curvó en una sonrisa
socarrona―. Un chiste, era eso?
―Un chiste y una carcajada ―dije, haciéndola reír. Jesú s, su risa. Esbelta y fá cil.
Una risa de alcoba. Me moví en mi asiento y me concentré en la carretera.
Pero no pude evitar mirar hacia ella. Error.
Dios, era preciosa. Pura y limpiamente hermosa. Desde las crestas redondeadas
de sus mejillas hasta el delicado arco de su mandíbula, tenía el tipo de rostro que los
escultores conmemoran en má rmol y que el resto de nosotros contemplamos durante
siglos.
Por supuesto que era hermosa. Era una actriz. Destinada a ser idolatrada en la
pantalla. Emma Maron, alias Princesa Anya, futura reina y conquistadora en Dark
Castle. Los chicos y yo solíamos ver la serie mientras viajá bamos entre partidos. Anya
era una de las favoritas. Sobre todo porque...
KRISTEN CALLIHAN
Había visto sus pechos. Me golpeó como un disco en el casco, y mis oídos
empezaron a pitar. Había visto esos perfectos y cremosos puñ ados con dulces puntas
rosadas que apuntaban hacia arriba, desafiando la gravedad y suplicando ser
chupados. La había visto arrodillada, con las tetas turgentes rebotando cuando
Arasmus la embestía por detrá s.
De hecho, me sonrojé. Yo. El tipo que había tenido docenas de mujeres
lanzá ndose sobre él cada noche desde el instituto. Había tenido sexo tantas veces y de
tantas maneras que se había convertido en algo borroso. Nada me avergonzaba ni me
hacía sentir incó modo. Sin embargo, empecé a sentirme acalorado, con las mejillas
encendidas. Después de casi un añ o de desinterés por todo lo sexual, mi polla decidió
hacer acto de presencia y empezar a subir. Precisamente ahora. Ahora, cuando estaba
atrapado en una maldita camioneta a menos de un metro de una mujer, por fin se me
ponía dura. Encantador.
Me sentí como un maldito lujurioso.
―Por lo menos es un camino hermoso―dijo, rompiendo los pensamientos
acalorados de pechos cremosos con pezones de algodó n de azú car.
―Hmm ―fue todo lo que fui capaz de decir.
Pero ella tenía razó n. Estaríamos abrazando la costa por un tiempo, y aunque
algunas personas aquí dejaron de prestar atenció n al Pacífico, dudaba que Emma
Maron lo hiciera. Lo cual era bueno. Ella se concentraría en el paisaje, y yo me
concentraría en conducir. En vez de en ella. No es que ella lo hiciera fá cil. Ella no tomó
mi silencio como una indirecta.
―No te ofendas...
―Lo que significa que está s a punto de ofenderme ―interrumpí secamente.
―Pero no pareces el tipo de chó fer ―remató en tono divertido.
―Creía que era el ex deportista hurañ o al que le gustaba beber para olvidar su
dolor. ―Aunque só lo le estaba devolviendo su anterior observació n, algo bajo e
incó modo se me retorció en las tripas; había dado demasiado en el clavo con eso.
Yo no bebía. ¿Pero el resto?
Su suave resoplido me distrajo.
―Bueno, no me imagino al bueno de Brick ofreciéndose a recoger a alguien en el
aeropuerto. Especialmente si está a una hora de distancia.
Me tenía allí. Mis manos apretaron un poco má s el volante.
―Amalie es mi abuela.
KRISTEN CALLIHAN
―Ah.
Había un mundo de comprensió n en esa sílaba. Ella miró por la ventana antes de
hablar.
―Nunca la he conocido.
―¿Y sin embargo está s aquí de visita?
Su sonrisa se inclinó iró nicamente.
―Raro, ¿verdad?
―No voy a juzgar.
Ella resopló , pero sin rencor. Le lancé una mirada y nuestras miradas se
cruzaron.
Compartimos una pequeñ a sonrisa, como si dijéramos que los dos está bamos
llenos de mierda. Pero entonces ella se encogió de hombros.
―Estaba... pasando por un mal momento y llamé a mi propia abuela. Me habló de
una maravillosa finca llamada Rosemont y de la encantadora amiga suya que era su
propietaria. ―Emma me envió una mirada tímida antes de continuar―. Dijo que era el
lugar perfecto para esconderme y volver a ser yo misma.
Al escuchar eso, encorvó los hombros, como si se preparara para mi desprecio.
No lo conseguiría de mí. El hecho de que se expusiera al posible ridículo de un
perfecto desconocido me hizo sentir una inesperada sensació n de protecció n y le di
algo de mí a cambio.
―Mis padres murieron en un accidente de coche cuando yo tenía catorce añ os.
―Deseché sus inmediatas palabras de simpatía―. Amalie se convirtió en abuela y
madre para mí. Su segundo marido, Frank, acababa de comprar Rosemont. Así que allí
es donde vivíamos durante el añ o escolar. Es un lugar agradable para...
Curarse. Llorar.
Agarré el volante y me tomé un momento para alejar los recuerdos de haber sido
aquel niñ o perdido y enfadado. Pero fue inú til. Llegaron de todos modos.
―No me atrevería a decir que es una especie de lugar má gico... ―Claro, por eso
corriste a él tan pronto como pudiste―. Pero es hermoso y privado. Y Amalie
definitivamente cuidará de ti.
Ese pensamiento en particular me hizo sentir feliz e incó modo a la vez. Emma
debería tener a alguien que la cuidara. ¿Pero por qué tenía que ser aquí, donde no
podía escapar? Así las cosas, había hablado má s con esta mujer en unos minutos que
con nadie en meses.
KRISTEN CALLIHAN
Por suerte, Emma se limitó a asentir con la cabeza y a mirar pensativamente por
la ventanilla la cordillera que pasaba a toda velocidad.
―He estado ayudá ndola a arreglar la propiedad ―me sentí obligado a decir,
aunque no tenía ni idea de por qué. Ella no necesitaba saberlo. Y aun así mi boca no se
callaba―. Sobre todo las casas de huéspedes. Se han ido deteriorando con los añ os. La
tuya ha sido renovada, sin embargo.
Cállate, Oz, hostigador.
―Nunca lo dudé ―murmuró ella. Se hizo un feliz silencio. Durante unos diez
segundos―. ¿Así que eres un contratista?
Una parte de mí quería reír. Una parte de mí quería aullar al vacío. En esto me
había convertido. Un hombre que solía tener fans que lo adoraban, multitudes que se
acercaban después de un partido con la esperanza de conseguir un autó grafo. Un
hombre que el mundo del hockey había esperado que su equipo ganara otra Copa
Stanley. Ahora no era má s que un tipo que trabajaba para su abuela y hacía de chó fer
de una famosa actriz que no tenía ni idea de quién era.
No es que esperara que fuera una gran aficionada al hockey. Pero no había ni un
atisbo de reconocimiento. Había hecho campañ as internacionales para una bebida
energética, una empresa de relojes, coches deportivos y bares saludables. Diablos,
presumiblemente vivía en Los Á ngeles al menos una parte del añ o. Una valla
publicitaria de quince metros en la que aparecía sosteniendo mi bastó n mientras no
llevaba má s que unos calzoncillos rojos ajustados y una sonrisa colgaba tanto en
Sunset como en Los Feliz.
Pensé en aquel asínico cartel, cuyas copias salpicaban las ciudades de todo el
mundo, recordando có mo los chicos solían comentar que Lucky Luc alardeaba de su
saco de joyas, y me encogí.
Tal vez era mejor que no me reconociera. Tal vez por eso, cuando me preguntó mi
nombre, le dije Lucian. Aparte de mis padres, nadie me llamaba Lucian. Siempre me
habían llamado Oz o Luc.
A mi lado, la entrometida Emma emitió un sonido, el má s diminuto:
―¿Hola? Tierra a Lucian ―recordá ndome que no le había contestado.
¿Era yo un contratista?
―Algo así.
Me puse a tocar la radio. La verdad era que no tenía ningú n deseo de que me
reconociera. Eso me llevaría a hacer preguntas y a la inevitable verdad de que ya no
podría hacer lo que má s me gustaba en la vida.
KRISTEN CALLIHAN
Con el estó mago como el plomo, conduje en un sombrío silencio. Y, por una vez,
Emma no me presionó para que le diera una charla educada. El Pacífico se abría ante
nosotros en una interminable extensió n azul. La luz del sol brillaba en el agua,
arrojando destellos de oro que resplandecían y brillaban. Tomé mis gafas de sol y me
las puse mientras Emma se deleitaba.
―La mayor parte del añ o, vivo en Los Á ngeles ―dijo con una leve sonrisa―. Pero
nunca envejece ver este océano.
Una vez había pensado lo mismo. La camioneta serpenteaba a lo largo de la
carretera, donde las montañ as teñ idas de marró n y verde parecían antiguos pies de
dinosaurio adentrá ndose en el mar. Al menos eso fue lo que le dije una vez de niñ o a
Mamie. El recuerdo hizo poco para aliviar las bandas apretadas que me cruzaban la
nuca y la frente.
Respirando con fuerza, solté un rá pido:
―Es precioso ―y seguí conduciendo.
A pesar del creciente dolor de cabeza, no podía negar la belleza tan impactante
de Emma Maron. La costa californiana era sobrecogedora, humilde. El océano chocaba
y espumaba contra los acantilados de granito y se arremolinaba en remolinos
alrededor de pequeñ os trozos de playas doradas.
Al igual que Emma, había vuelto a California para dejar que la tierra empapara
mi maltrecha alma. Para encontrar la paz. Pero no la sentí. La paz me eludía. El dolor
en mi cabeza aumentó , clavá ndose con dedos que tocaban la parte posterior de mis
ojos. Y con el dolor llegaron las ná useas, espesas y grasientas. El infierno y la mierda.
Hacía semanas que no me daba una migrañ a. ¿Por qué ahora?
Pero lo sabía. El médico me dijo que podría experimentar dolores de cabeza bajo
un estrés repentino. Era ella. Sin siquiera intentarlo, me había sacado de mi agradable
y seguro capullo de adormecimiento, y no quería que me despertaran.
Abrí la ventana, negá ndome a ceder. A mi lado, Emma cantaba ligeramente al
ritmo de Fiona Apple. Dudo que fuera consciente de ello, pero no me importaba. Su
voz era suave y dulce. Una agradable distracció n.
El sol subió má s, el resplandor se intensificó . Mi dolor de cabeza aumentó con
él. Un fino sudor se extendía por mi piel; la luz se reflejaba en el océano y la carretera
se convertía en una gran mancha brillante.
Nunca antes me había golpeado una migrañ a mientras conducía. La humillació n
luchaba contra el sentido comú n. La carretera no era lugar para joder en nombre del
orgullo masculino. Tenía que parar. Tenía que decirle que no estaba en condiciones de
conducir. Dejé escapar una lenta respiració n, prepará ndome para confesar a Emma.
KRISTEN CALLIHAN
Pero ella habló primero.
―¿Te importa si paramos en ese mirador que viene? Es muy bonito y quiero
hacer una foto para mi cuenta de Instagram.
No iba a quejarme y le hice un breve gesto con la cabeza que hizo que mi débil
cerebro se agitara en la sopa de dolor que había invadido mi crá neo. Las luces
estallaron en respuesta. Apreté los dientes e intenté respirar.
Toda la situació n me cabreó ; había patinado con los mú sculos desgarrados, los
labios partidos y la nariz rota. Me aferré a mi bastó n con los dedos rotos vendados
durante un cuarto de temporada. Pero no podía soportar esto. Esta cosa me había
hundido.
Tras girar hacia el mirador semicircular de tierra y grava, estacioné la camioneta
lo antes posible y salí prá cticamente tropezando. Emma no se dio cuenta, bajó de un
salto con pies ligeros y se acercó a toda velocidad al borde.
El mar aquí era turquesa donde se encontraba con la espuma de las olas en la
orilla. Un poco má s abajo, los surfistas se balanceaban sobre sus tablas, esperando una
buena ola. Emma echó la cabeza hacia atrá s y aspiró una profunda bocanada de aire
con aroma a mar. La luz del sol tocaba las hebras doradas de su pelo y hacía que su piel
tuviera el color de un perfecto brioche. Por un segundo, me olvidé de mi cabeza
palpitante. Me olvidé de có mo respirar.
Era impresionante. Tenía que tener frío con el vestido blanco que llevaba; el aire
era fresco y hú medo con el viento. Pero no lo demostró . En lugar de eso, abrió los
brazos, como si abrazara el mundo, y la luz del sol volvió translú cido el algodó n blanco
de su falda, revelando las líneas de su dulce cuerpecito en una silueta.
No tenía por qué fijarme en esas cosas, y menos con ella. Sin embargo, no pude
evitarlo; era imposible ignorar a Emma Maron. No só lo por su belleza, sino por la
forma en que absorbía la alegría, como si el simple hecho de respirar fuera un regalo.
Tal vez lo fuera, pero no lo parecía en ese momento.
Con una maldició n interior, miré hacia el agua y la seguí, respirando
profundamente y deseando que la migrañ a remitiera. Pero la migrañ a me dijo un gran
"vete a la mierda" y surgió con tanta fuerza que me tragué una arcada.
―Esto es glorioso, ¿no? ―Dijo Emma.
―Sí.
―Pasé meses rodando en Islandia, que tiene unos paisajes absolutamente
preciosos ―balbuceó Emma en el fondo de mi dolor infernal―. Algunos de ellos son
KRISTEN CALLIHAN
francamente impactantes, como un paisaje lunar, pero aú n así me asombra el
Pacífico. Me dan ganas de arrodillarme y dar gracias o algo así.
Yo también quería arrodillarme. Pero no ante ningú n dios del océano. Tal vez a
los dioses del dolor, si pensara por un momento que me dejarían en paz.
No noté que se acercaba hasta que estuvo a mi lado. Incluso entonces era una
mancha de color y piel con un cá lido aroma. Pero la escuché claramente.
―Escucha, Lucian, quería preguntarte... ―Se detuvo, soltando una media
carcajada como si estuviera luchando por encontrar las palabras adecuadas―. Esto es
un poco vergonzoso...
Soy un experto en la vergüenza estos días, cariño.
Mi visió n se aclaró lo suficiente como para encontrarla sonriendo débilmente y
retorciéndose las manos: Dios, por favor, que no me reconozca ahora.
―Es que me siento un poco mareada... Me pongo así después de vuelos largos y
de tener que estar en un coche tan pronto.
Tenía que estar jugando conmigo. Tenía que saber que me estaba desvaneciendo
rá pidamente, y esta era su solució n. Agudizando la mirada, la observé con ojo crítico.
Estaba un poco verde alrededor de las branquias, su garganta trabajando, como si no
pudiera tragar correctamente.
―¿Está s enferma? ―Fue mi inteligente respuesta.
Se puso má s verde, un ligero sudor brotó sobre su suave piel.
―Es estú pido...
―No es una estupidez. Ocurre.
Las líneas de su hermoso rostro se tensaron.
―Pensé que parar podría ayudar, pero... ―Ella forzó su mirada hacia la mía―. ¿Te
importaría mucho si condujera un rato?
Sus finos dedos se apretaron. Dios, éramos una pareja. Dado que yo no estaba en
condiciones de conducir, y ella se ofrecía...
―De acuerdo ―logré decir―. Claro, si es lo que necesitas.
Su expresió n de satisfacció n hizo cosas divertidas en el centro de mi pecho.
―Muchas gracias.
―Las llaves está n en el contacto ―le dije con una débil inclinació n de cabeza, y
luego me dirigí al asiento del acompañ ante.
KRISTEN CALLIHAN
―Genial. Só lo un segundo. ―Se dirigió hacia otra camioneta estacionada al borde
del mirador. Un anciano estaba sentado en una silla de jardín maltrecha junto a la
plataforma, vendiendo agua embotellada de una nevera.
Emma compró unos cuantos, los cargó en sus brazos y se dirigió hacia mí. Puede
que me imaginara el á nimo que tenía, porque se encontró con mi mirada y fue como si
una ola de malestar la bañ ara. Pero se sobrepuso con un profundo aliento tembloroso
y me entregó las botellas heladas.
―A mí también me ayuda esto. Sírvete si tienes sed.
El agua ayudaría. Mucho. Miré las botellas heladas en mi regazo y luego a la
mujer que caminaba por la parte delantera del camió n. ¿Había hecho esto por mí?
No podía saberlo. Lo cual era molesto. Inquietante.
Desconcertado, abrí una botella para ella y otra para mí, y luego guardé el resto
de las botellas en el gran compartimento de almacenamiento entre los asientos.
Emma se sentó en el asiento del conductor y se dedicó a ajustar todo a su gusto.
¿Era raro que yo también lo encontrara sexy? Probablemente. Pero estaba
demasiado agotado como para preocuparme. Inclinando mi asiento lo suficiente como
para liberar un poco de presió n en la parte baja de mi espalda, tomé mi botella y bebí
profundamente. Y luego casi lloré de alivio cuando el agua fría bajó por mi garganta.
―¿Sabes dó nde ir? ―Le pregunté, aunque evidentemente ella sabía en qué
direcció n íbamos y yo podía decirle cuá ndo había que desviarse.
Su tono de respuesta lo decía, pero se limitó a decir:
―Nos dirigimos a Montecito, ¿verdad?
―Correcto.
Emma salió a la carretera con tranquila eficacia. En cuanto nos pusimos en
marcha, abrió un poco las ventanillas para que entrara la brisa y encendió el aire
acondicionado. Con una rá pida mirada hacia mí, me explicó :
―También ayuda con las ná useas, ¿sabes?
Sí, lo sabía.
Gruñ í y, al amparo de mis gafas de sol, cerré los ojos. Bebí mi agua y dejé que el
aire fresco me aliviara. Emma tarareó suavemente una melodía, y tardé un minuto en
darme cuenta de que era "María", de The Sound of Music.
Por alguna razó n me dieron ganas de reír. No por ella ni por la canció n, sino
porque parecía tan suya. En lugar de eso, bebí má s agua, mientras ella conducía con
suave facilidad.
KRISTEN CALLIHAN
―Eres una buena conductora ―me encontré diciendo.
Una pequeñ a sonrisa jugó en sus labios.
―¿Dudaste de mí?
―No dije eso. Me imaginé que debías ser al menos competente si pedías
conducir.
―Podría haber sido una persona engañ osa ―contestó ella con dulzura―. Llena
de mi propia importancia, pero peligrosamente incompetente.
―Has conocido a mucha gente así, ¿verdad?
Las esquinas de sus ojos se arrugaron.
―Unos cuantos.
―Hmm.
Adelantó un coche que iba má s lento.
―La verdad es que me encanta conducir. Sobre todo en carreteras panorá micas.
En Islandia, un par de nosotros alquilamos coches deportivos en nuestro día libre y
condujimos en tá ndem por el campo. ―Parecía perdida en sus pensamientos, con una
mirada melancó lica en su rostro.
―La princesa Anya hizo ese espectá culo. ―Su sacudida de sorpresa fue visible y
rá pida. Mierda.
Entonces se volvió hacia mí con una amplia sonrisa.
―¿Ves Dark Castle?
Doble mierda.
―Es un buen programa. Lo he visto... ―Sobre el camino entre partidos―. A veces.
La petulancia era un buen aspecto en Emma Maron. Aunque estaba empezando a
pensar que todos los looks de Emma eran buenos.
―Así que te gustaba Anya, ¿eh?
Anya. No ella. Anya era un personaje de una serie. Un personaje que había visto
desnudo y que era un puto infierno. Doble, triple infierno.
Subí la pierna un poco má s para ocultar mi polla cada vez má s gruesa. Pero no
podía dejar de imaginarme sus tetas desnudas. Maldita sea. Yo era el peor de los
babosos.
―Me gustaba má s con la cabeza intacta ―murmuré, ganá ndome una risa
cantarina de Emma.
KRISTEN CALLIHAN
―Sí, a mí también. ―Lo dijo con una sonrisa, pero pronto se desvaneció , y supe
que había tocado un nervio―. Supongo que Amalie te lo dijo.
―He jurado guardar el secreto. No es que tenga a nadie a quien pueda contá rselo.
Eso pareció apaciguarla. Pero entonces sus delgados hombros se desplomaron.
―Al final saldrá . En un final espectacular.
El final se emitiría en seis meses.
―¿Sabías? Que estabas...
―Que me iban a despedir ―dijo ella con un movimiento de cejas.
Una risita me abandonó .
―Sí, eso.
La serie tenía fama de ocultar los giros de la trama no só lo a sus fans, sino
también a sus actores.
―No ―dijo sobriamente―. No hasta que leí el guió n durante la lectura.
Conocía esa voz, el dolor amargo mezclado con la confusió n, como si se
preguntara: ¿realmente sucedió esta tormenta de mierda que me pasó ? Lo sabía
demasiado bien.
La mataron sin avisar. Delante de sus compañ eros.
―Eso es una mierda, Em.
Se quedó en silencio durante un rato antes de responder.
―Seguro que sí, Lucian.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Tres
Emma

Después de meses en Islandia, conducir en California fue como entrar en otro


mundo. Sol, mar, montañ as. Muchas costas tenían las mismas características. Pero,
aunque só lo vivía en California una parte del añ o, había algo que se sentía como en
casa en la calidad de la luz aquí, dorada y cá lida; el interminable flujo de coches; los
surfistas que se balanceaban como corchos en el agua antes de atrapar una ola.
Miré el agua y se me hizo un nudo en la garganta. Estar aquí me recordaba que
Los Á ngeles me esperaba, y con ello, todos mis miedos y dudas. Si no encontraba otro
papel pronto, estaba jodida. El problema era que no se nos permitía decir a los
directores de casting que Anya estaba muerta. No hasta que se emitiera el final. Lo que
me dejó en la difícil situació n de fingir que todo estaba bien. Así que aquí estaba,
supuestamente tomando un descanso después de un riguroso programa de filmació n.
Todo era parte del plan, segú n Dan, mi agente, y Carrie, mi representante. Dejemos que
el mundo piense que la vida es como siempre para mí.
Era, por supuesto, una mentira. El hecho de que me despidieran de Dark Castle
hizo que mi frá gil mundo se resquebrajara. Tuve que creer a Dan y a Carrie cuando me
dijeron que no me preocupara, que las ofertas para nuevos papeles llegarían a
raudales. Só lo que, a diferencia de algunos de mis compañ eros, no me habían ofrecido
ningú n papel en la temporada baja de la serie. Ya había empezado a preocuparme por
el encasillamiento.
La muerte de una carrera en Hollywood era tan rá pida como el hacha que
decapitó a Anya. Si se corría la voz de que nadie me quería, nadie se arriesgaría a
ofrecerme nada. Era como una horrible profecía autocumplida de la fatalidad.
Con las manos frías y hú medas sobre el volante, volví a centrar mi atenció n en la
conducció n y en el hombre que se desplomaba en el asiento de al lado. Las gafas de
aviador que llevaba le cubrían los ojos, pero el constante ascenso y descenso de su
ancho pecho dejaba claro que se había quedado dormido. Le eché otra mirada y sonreí
un poco. Incluso dormido, su generosa boca estaba pellizcada y con las comisuras
hacia abajo, como si no quisiera ceder a la paz.
KRISTEN CALLIHAN
Mi sonrisa se desvaneció . Dejando de lado la terquedad, había algo desgarrador
en el hecho de que no pudiera relajarse del todo mientras dormía. ¿Tenía dolor? ¿Era
eso? Quise alargar la mano y pasarla por la fuerte línea de su mandíbula, ahora
sombreada por la barba. Pero no era mío, y parecería un bicho raro.
Así que conduje. Muy pronto, nos alejamos de estar directamente junto al agua.
La autopista se llenó de desvíos, polígonos industriales y centros comerciales. Sabía
que íbamos a Montecito, pero no sabía la ubicació n exacta. Cuando nos acercamos a
una salida, me desvié y entré en un restaurante de comida rá pida.
Lucian se removió . Por la forma en que se sacudió y luego se incorporó ,
estaba claro que no se había dado cuenta de que se había quedado dormido. Reprimí
una sonrisa, sabiendo que probablemente estaba disgustado por el hecho. El pobre
hombre tenía má s que su cuota de orgullo. Igual de claro era el hecho de que había
estado sufriendo una migrañ a antes.
Conocía las señ ales: la forma en que había intentado ocultar sus ojos de la luz, la
necesidad de aire y la palidez de su piel bronceada. Había estado sufriendo pero no
había sido capaz de admitirlo. No me había extrañ ado que sospechara de mi repentina
enfermedad en el coche -y con razó n-, pero yo no era má s que una excelente actriz. Y si
mi actuació n conseguía que descansara y me permitía llevarnos con seguridad a
nuestro destino, que así fuera. No es que pensara que se arriesgaría, pero había estado
luchando y obviamente odiaba confesar que no podía conducir.
Entonces, problema resuelto.
Sin embargo, ahora miraba el aparcamiento con confusió n.
―¿Qué pasa? ¿Tienes hambre?
El hecho de que se preocupara inmediatamente por mi comodidad fue bonito.
Puse la camioneta en el estacionamiento. Era un vehículo bonito, bien cuidado y
limpio. Dado que estaba renovando la finca de Amalie, supe que no la conducía para
mostrarla, sino para utilizarla.
―No pasa nada. Pensé que como está bamos cerca de Montecito, te dejaría
llevarnos el resto del camino.
¿La otra cosa que sabía instintivamente? No querría que su abuela nos viera
llegar conmigo al volante. Una verdad que se extendía entre nosotros como un
caramelo pegajoso, tirando y aferrá ndose. Me ponía nerviosa, y cuando estaba
nerviosa, hablaba demasiado.
―Eso es si te sientes... ―Mierda―. Ah, quiero decir si te parece bien.
KRISTEN CALLIHAN
El motor hizo tictac mientras me miraba fijamente, obviamente escuchando mi
desliz.
Lucian hizo una mueca, pero la ocultó frotá ndose el rostro con su gran mano. El
raspado de su barba incipiente sonó en el silencio.
―Yo conduzco.
Pero ninguno de los dos se movió . Seguimos mirá ndonos fijamente y luego, como
si nos hubiéramos puesto de acuerdo en silencio, nos giramos para abrir nuestras
respectivas puertas y salir de la camioneta. Caminé alrededor de la parte delantera de
la camioneta, só lo para detenerme cuando me encontré con Lucian a mitad de camino.
Era lo suficientemente alto como para tener que bajar la barbilla para encontrar
mi mirada. Señ or, pero era un hombre grande y hermoso. Sus ojos verdes como el
invierno me miraban con tal intensidad que mi piel se enrojeció de calor. No podía
moverme ni pensar bajo esa mirada.
―¿Te has mareado de verdad?
Esa voz de crema caliente me obligó a decir la verdad. Tuve que luchar contra
ella, y contra esos malditos ojos. Parpadeé hacia él, toda una dulce inocencia.
―Lucian, ¿me está s acusando de mentir?
―Sip.
Pues bien.
Su expresió n de granito no cambió , pero algo brilló en su mirada helada que me
dijo que no estaba enojado tanto como que quería saber la verdad. Dos podrían jugar
de esa manera.
―Dime, Brick. ¿Habrías admitido que tenías migrañ a si te lo hubiera preguntado?
Los labios firmes se crisparon; el brillo se volvió divertido.
―Eventualmente.
―Hmm.
Sus oscuras cejas se alzaron ante eso.
―¿Esa es tu respuesta?
Me encogí de hombros.
―¿Por qué no? Lo usas con bastante frecuencia.
Las comisuras de su boca amenazan con convertirse en una media sonrisa.
Pero lo controló justo a tiempo.
KRISTEN CALLIHAN
―Só lo para que nos entendamos.
―Supongo que sí. ―Eso no debería haberme llenado de burbujas de anticipació n.
Pero lo hizo. Con un movimiento de cabeza como de negocios, me moví para pasarlo,
pero él me detuvo en mi camino agachá ndose.
Aunque sus labios no me tocaron la oreja, los sentí allí como un golpe de
calor en mi piel. Casi me estremecí cuando su voz retumbó en un oscuro susurro.
―Gracias, Emma, por salvarme de mi orgullo masculino.
No podría haber ocultado mi sonrisa de respuesta aunque lo intentara; caía
sobre mí como un rayo de sol, calentá ndome desde la cresta de las mejillas hasta la
punta de los dedos de los pies que hormigueaban.
―De nada, Lucian.
Gruñ ó -oh, có mo me gustaba la forma en que este hombre gruñ ía- y luego tomó
el asiento del conductor.
No hablamos mientras arrancaba, pero volvió a encender la radio y parecía
relajado al volante. Juré que percibí un toque de vainilla que emanaba de él. No la
dulzura pastosa de una vela perfumada, sino la nota floral oscura de la verdadera
vainilla. No podía imaginarme a un tipo como Lucian echá ndose colonia, pero era tan
tentador que estuve dispuesta a inclinarme y darle una olfateada.
Eso se perdería como un globo de plomo. El hombre ya era lo suficientemente
cauteloso sin que yo le metiera la nariz en el cuello.
―¿Estamos cerca? ―Pregunté para distraerme.
―Sí. ―Me lanzó una mirada de reojo―. Me disculpo por haberme quedado
dormido.
―Tengo migrañ as de vez en cuando. Dormir es lo mejor para ello.
―Hmm.
―Me vas a hacer sonreír cada vez que tararees, sabes.
Oh, pero se acercó tanto a una sonrisa justo en ese momento.
―¿Y esto es malo por qué?
¿Sabía él que estaba coqueteando? ¿Lo sabía yo?
A pesar de todo, eso no era inteligente. Estaría aquí só lo por un tiempo, y
acostarme con el nieto de la mejor amiga de la abuela Cynthia no só lo era una idiotez,
sino que estaba pidiendo que me hicieran dañ o. No me iba bien con las cosas casuales.
KRISTEN CALLIHAN
Y de alguna manera sabía que Lucian no era del tipo que se quedaba. Lo má s probable
es que terminara evitá ndome y sintiéndome como una tonta.
Perdida en mis pensamientos, casi me pierdo cuando salimos de la autopista,
conduciendo por una carretera extremadamente estrecha que serpenteaba por el
campo. De repente me alegré de no estar conduciendo este tramo del viaje. No nos
habría servido de nada si nos perdíamos mientras Lucian dormía. A través de los
á rboles, vislumbré el brillante océano azul. Aquí y allá había tejados de enormes casas
ocultas tras verjas. Un edén exuberante y soleado.
Lucian se acercó a un par de puertas de hierro forjado adosadas a un tramo
interminable de paredes de estuco blanco cubiertas de glicinas y buganvillas. Un arco
de hierro forjado atravesaba las puertas y el nombre Rosemont, en letras doradas,
adornaba el centro.
―Bienvenida a Rosemont ―dijo Lucian sin fanfarria.
Bajo la sombra de los olivos nos dirigimos a la finca. Íbamos lo suficientemente
despacio como para bajar la ventanilla y dejar que entrara el aire fresco.
―Dios, juro que huelo a limones ―dije, respirando profundamente.
―Así es. La finca tiene muchos á rboles de cítricos diferentes.
―Los limones me recuerdan a la felicidad.
―Felicidad ―repitió Lucian, como si estuviera desconcertado.
―No sé có mo explicarlo si no. ―Me encogí de hombros con una pequeñ a
risa―. Huelo limones y me siento feliz. Esperanzada.
Gruñ ó .
El camino se abría a una calzada circular. La casa principal estaba en elegante
reposo. En parte villa italiana, en parte hacienda, y en parte California. Las rosas rojas
y rosas trepadoras se ondulaban sobre el estuco crema y se enroscaban en las
barandillas de hierro forjado.
―Es absolutamente impresionante ―dije, boquiabierta.
―Sí, lo es. ―Por una vez hubo una suavidad en la voz de Lucian, pero no miró a la
casa. Estacionó y miró su teléfono. Su boca se contrajo mientras leía―. Mamie ha
tenido que hacer un recado, pero volverá en una hora.
―¿Mamie?
―Amalie. La llamo Mamie. Mi término para abuela.
―Eso es muy dulce.
KRISTEN CALLIHAN
―Está s tratando de hacerme enojar, ¿no?
―Es muy fá cil. Al menos hazme trabajar por ello.
La mirada de Lucian se enredó con la mía, y se me cortó la respiració n, con un
calor que me hervía en el vientre al pensar en todas las formas en que podría hacer
eso. Quizá él pensara lo mismo, porque esos ojos verdes como el invierno no eran fríos
en absoluto. Pero entonces parpadeó , y cualquier indicio de burla sensual lo
abandonó .
Sin decir nada má s, se bajó y empezó a descargar mis maletas. Lo seguí, pero se
encogió de hombros ante cualquier intento de ayudarlo con ellas. Sinceramente, era
un poco impresionante la forma en que manejaba cuatro grandes maletas sin ningú n
esfuerzo aparente.
―Está s en el Cyrano ―dijo, tomando un sinuoso camino de jardín atestado de
palmeras colgantes, limoneros y buganvillas trepadoras.
―¿Como en Cyrano de Bergerac?
―Ese es el ú nico. A Mamie le gusta nombrar las casas de huéspedes con nombres
notables de la literatura francesa. El Dumas está casi listo. Luego estoy trabajando en
el Baudelaire.
―Cyrano es uno de mis personajes favoritos.
―Só lo se extiende al nombre. No a la decoració n. ―Se detuvo ante un bungalow
que parecía una miniatura de la casa grande―. No esperes bustos de hombres de nariz
grande ni nada por el estilo.
―Ahora estoy muy decepcionada.
―Vivirá s. ―Lucian me condujo al interior. Me encantaron las puertas arqueadas,
las paredes de estuco blanco como nubes y las vigas de madera oscura. Unas altas
puertas francesas dejaban entrar la dorada luz de California.
―El dormitorio está ahí. ―Señ aló una puerta al lado de la acogedora sala de
estar―. El bañ o es en suite. Encontrará s toallas y ropa de cama fresca allí. La cocina
está totalmente equipada. Y... ¿qué má s? ―Lucian se rascó la nuca mientras observaba
el pequeñ o bungalow con ojo crítico―. Oh, hay una lista de nú meros de Amalie y de la
casa principal en la mesa del comedor.
―Es encantador, Lucian. Gracias.
Gruñ ó . Como era de esperar. Luché contra una sonrisa. El hombre prá cticamente
vibraba con la necesidad de retirarse. Sospeché que estar atrapado con una
desconocida durante má s de una hora y sufrir una migrañ a lo había llevado al límite.
KRISTEN CALLIHAN
Dejo mi bolso en un bonito silló n de estilo españ ol.
―El jet lag me está afectando. Creo que voy a tomar una siesta.
―Me quitaré de encima. Llama a la casa si necesitas algo. Sal te ayudará si Mamie
no responde.
No me molesté en preguntar quién era Sal. Lucian ya estaba saliendo de la casa
como si estuviera en llamas. Quise sonreír.
―Hasta luego, Lucian.
Parpadeó , con sus largas pestañ as enredadas en los largos mechones de su pelo
caoba.
―Que tengas una buena siesta, Emma.
Con eso, se fue. Y la casa se sintió extrañ amente vacía.
Después de servirme un vaso de limonada que encontré en la nevera, me
dirigí al dormitorio y me arrastré a la alta y gran cama para llamar a mi amiga Tate.
―¿Llegaste bien? ―Preguntó sin preá mbulos. Había llorado suficientes veces por
teléfono como para que se sintiera protectora y preocupada por mí.
―Sí. El vuelo estuvo bien. La finca es hermosa. Voy a echar un vistazo dentro de
un rato. Conducir hasta aquí fue... interesante. ―Tan pronto como dije las palabras,
quise retirarlas. No quería hablar de Lucian, pero la huella de él estaba en mí, tan
fresca como si hubiera pasado sus manos por mi cuerpo, y no podía contenerla.
Como se temía, la voz de Tate se elevó .
―¿Interesante có mo?
Podía mentir o prevaricar, pero ya había abierto la bocaza sobre él.
―¿Por dó nde empezar? Pensé que mi conductor era un faná tico que intentaba
hacerme una selfie. ―Por encima de sus carcajadas, le conté el resto, haciendo una
mueca al recordarlo―. En realidad es el nieto de Amalie.
―Está bueno, ¿no?
―Nunca dije eso.
―Por eso sé que lo es.
Arrugando la nariz, tomé un sorbo de limonada. Estaba sorprendentemente
buena y fresca.
―Está bien, lo es. Pero está completamente resguardado...
―No lo culpo, Srta. No-Fotos.
KRISTEN CALLIHAN
―No puedes verme, pero te estoy dando el dedo.
―Estoy bromeando. Oye, eso pasa. Te pones en ese modo de autoprotecció n y
todo el mundo es visto como una amenaza potencial. ―Tate también era actriz y
protagonizaba una comedia de televisió n por cable de larga duració n y gran
popularidad. Su tono se volvió burló n―. Aunque nunca me ha pasado con un tipo
bueno con el que estuviera cerca durante todas mis vacaciones.
―Dios. Me siento como una idiota. Estaba claramente dividido entre querer
reírse a carcajadas de mí y salir corriendo del aeropuerto.
―Tó malo como un desafío. Una vez que le muestres tu verdadero yo, no podrá
resistirse.
Ya había sido yo misma. Y ciertamente no quería hacer un desafío de Lucian, ni
de ningú n hombre.
―Realmente no importa ―dije con frivolidad forzada―. Los hombres no está n en
mi lista de cosas por hacer de vacaciones.
―Los hombres siempre deben estar en la lista de cosas por hacer, Ems. Por lo
menos, deberían estar haciéndolo, especialmente de vacaciones.
―No tengo interés en empezar algo. Todavía me estoy recuperando de Greg.
―Solo decir su nombre hizo que mis entrañ as se apretaran incó modamente. Después
de atraparlo, había estado en el siguiente avió n a casa a Los Á ngeles. Me había tomado
un mes terminar las cosas en Islandia. Y luego no tenía a dó nde ir, porque Greg y yo
compartíamos una casa en Los Á ngeles, y como el infierno iba a volver a ella mientras
él estaba allí.
Necesitaba encontrar un nuevo lugar para vivir. Necesitaba poner mi vida en
orden. El deseo de quedarme aquí no es propio de mí. Normalmente iba por la vida,
decidida a tomarla por las riendas y hacerla mía. Pero desde el momento en que mi
abuela me habló de Rosemont, me aferré a la idea como a un salvavidas, algo dentro
de mí insistía en que era allí donde tenía que estar. Tal vez fuera una tontería. Pero
ahora estaba aquí, y aunque mis interacciones con el rudo y demasiado sexy Lucian
Osmond me tenían nerviosa y anticipando nuestro pró ximo choque, me sentía bien.
―Greg era una mierda ―dijo Tate, retomando la conversació n―. Pero no
descartes a todos los hombres por ello.
―Me conoces mejor que eso. ―Fruncí el ceñ o y me desplumé el vestido de
verano―. No es eso. Es . . este tipo... ―por razones que no quería examinar, no podía
pronunciar el nombre de Lucian todavía―. Todo parece gritar Aléjate. Nunca he
conocido a alguien con má s muros a su alrededor. ―Y sin embargo, había coqueteado.
No lo había imaginado. Había coqueteado, pero no le gustaba que lo hubiera hecho―. Y
KRISTEN CALLIHAN
aquí no hay forma de escapar de él. ¿Puedes imaginar la incomodidad del día después?
No, gracias. Voy a sentarme y disfrutar de mi soledad.
―La soledad apesta, Em.
Me mordí una sonrisa.
―Hablas como una extrovertida.
―Lo dice la introvertida. ―Las dos nos reímos.
―Bueno, entonces ―dijo ella―. Haz lo que tengas que hacer para sentirte mejor y
luego vuelve a casa. Te echo de menos.
―Yo también te echo de menos.
Colgué con una sonrisa triste. Echaba de menos a Tate. Pero no quería volver a
casa. La verdad era que ahora no tenía un hogar. Era inquietante, y me acurruqué en la
cama, rodeando con los brazos ese dolor vacío que se instaló en mi pecho.

***

Resultó que necesitaba una siesta. Con las ventanas abiertas para dejar entrar la
dulce brisa con aroma a glicinas, y acurrucada en una cama de felpa con mantas
sedosas, dormí sin dar vueltas, sin preocuparme. Fue glorioso. Me desperté
descansada y alerta.
Después de tomar una larga ducha caliente y de secarme el pelo, volví a la sala
de estar y descubrí que habían metido un sobre por la ranura del correo.
Era una invitació n a café y pasteles a las cuatro. En papel pergamino color crema
con caligrafía real. Una vibrante mariposa con los colores del arco iris, ribeteada en
oro, adornaba la esquina inferior de la nota, justo al lado de la firma garabateada con
una floritura: AMALIE.
Era tan maravillosamente antiguo y hermoso. Pegué la nota en la pequeñ a
pizarra de corcho que colgaba junto a la puerta trasera de mi cocina y me
preparé. Y luego dudé. ¿Llego pronto? ¿Sobre la hora? Nunca tarde, eso sería de mala
educació n.
Cuando faltaban veinte minutos para las cuatro, decidí dejar de dar rodeos y
ponerme en marcha. Fuera, el aire era fresco pero no frío. Seguí el sinuoso camino de
pizarra con bordes de musgo hasta la casa grande. La invitació n me había indicado que
me dirigiera a la terraza norte, dondequiera que estuviera. Cuando el camino giró , lo
seguí hacia una puerta que había quedado abierta.
KRISTEN CALLIHAN
A cada paso que daba, los aleteos de anticipació n en mi vientre crecían en
tamañ o y fuerza. Me inquietaba. Cada día conocía a gente nueva. Como actriz, me
encontraba en situaciones sociales constantes. Pero sabía que no era por eso por lo
que mi cuerpo se sentía tenso y caliente o por lo que mi corazó n latía un poco má s
rá pido. Era por él. Quería volver a verlo y me preguntaba si lo haría.
Que el Lucian de los gruñ idos y los hmms se haya metido en mi piel en menos de
dos horas era má s que desconcertante. Era francamente alarmante. Sobre todo
porque sabía que haría todo lo posible por ignorarme como a la peste. Estaba escrito
en cada línea de su grande, hermoso y tenso cuerpo.
―Así que supéralo. Eres una actriz. Hazte la interesante ―murmuré en voz baja.
―¿Hablas sola? ―Dijo una voz desconocida detrá s de mí―. Encajará s
perfectamente.
La sorpresa de descubrir que no estaba sola hizo que el corazó n se me subiera a
la garganta. Me giré para encontrar a un hombre hispano alto con un increíble peinado
a lo Elvis que me sonreía. No había malicia en su expresió n. Parecía felizmente
divertido.
―Hola. ―Extendió una mano perfectamente cuidada. Las largas uñ as rojas
brillaban bajo la luz del sol―. Soy Salvador. Todo el mundo me llama Sal.
Tomé su mano y la estreché.
―Hola, Sal. Soy Emma.
―Oh, sé quién eres. ―Sonrió ampliamente. Me encontré aplastado por su lá piz de
labios carmesí―. Puse la invitació n en tu buzó n.
―Sí. Lucian dijo que debía contactar contigo si necesitaba algo. ―La menció n de
su nombre hizo surgir una efervescente anticipació n que debía reducirse a polvo.
Entonces, ¿no sería mejor saber si vivía en la propiedad o só lo trabajaba aquí y se iba
a casa a...? Dios, ¿estaba casado? ¿Involucrado con alguien? Había coqueteado, pero
muchos imbéciles que tenían relaciones lo hacían. No, no pensaría en el imbécil de
Greg. Sin embargo, había muchas cosas que no sabía sobre Lucian. Y maldita sea si no
quería saberlo.
Me mordí la parte inferior del labio, tratando de averiguar có mo hacer las
preguntas que me quemaban sin parecer totalmente entrometida.
―¿Tú ...? ...ah... Iba a preguntar... ―Sobre Lucian, que no era de mi incumbencia.
Avergonzada por mi entrometimiento, rellené el espacio en blanco con lo primero que
se me ocurrió ―. ¿Qué es ese fantá stico color de labios que llevas?
Con un guiñ o, me dio un codazo.
KRISTEN CALLIHAN
―Cinta de terciopelo. Es muy difícil de conseguir. Sin embargo, tengo un tubo
extra, si te interesa.
―¿Hablas en serio?
Asintió y extendió el brazo para señ alar la puerta abierta.
―Por supuesto. Somos vecinos por el momento.
Cuando entré, Sal enganchó mi codo con el suyo y me guió .
―Vivo en la casa grande con Amalie. Soy su asistente y estilista.
Sal hablaba de ella con una especie de respeto asombrado y profundo cariñ o, y
yo sentía que debía saber quién era Amalie, aparte de ser amiga de la abuela Cynthia.
Las ú nicas personas que conocía que tenían estilistas eran famosas o estaban
relacionadas con alguien famoso. Miré los pantalones negros de Sal, impecablemente
confeccionados, y su camisa de seda dorada de Versace, que sabía que costaba má s
que el alquiler mensual de la mayoría de la gente. Su estilo era una mezcla de Miami y
Nashville, pero le funcionaba.
―Amalie lleva tiempo queriendo conocerte ―continuó Sal.
―Admito que no sé mucho sobre ella. ―Pasamos junto a una fuente con una
estatua de un hombre desnudo que sostiene un tridente―. La abuela dijo que era
encantadora y que tenía el lugar justo para relajarse un rato.
―Tu abuela tenía razó n en ambos aspectos. ―Sal me guió a través del pó rtico
central arqueado y a un patio con otra fuente en el centro. Esta de Afrodita surgiendo
de las olas.
Sal me llevó por un camino lateral hasta un amplio césped. Aquí, la casa principal
se extendía en dos amplias secciones. Miré a mi alrededor y vi el interior a través de
varias puertas francesas.
Delante de la casa estaba la piscina, rodeada de jardines formales pulcramente
recortados. Al otro lado del césped, un camino independiente comenzaba al pie de un
enorme eucalipto y ascendía hacia la ladera, donde había otro bungalow.
―Realmente es una finca ―solté.
―Rosemont es ú nico ―dijo Sal―. Es precioso, ¿verdad?
Los dos miramos el océano de color azul intenso, con puntos de luz dorada en la
parte inferior de la casa. Entonces Sal exhaló un suspiro de felicidad y señ aló una mesa
dispuesta bajo un gran pó rtico que se extendía a lo largo de la casa. La mesa redonda y
las cuatro sillas parecían haber sido arrancadas de una boda de sociedad: un mantel
rosa brillante, un juego completo de zapatos viejos y vajilla de color verde hierba,
KRISTEN CALLIHAN
vasos de cristal, ramos bajos de peonías de color rubor. Incluso había un candelabro
de cristal.
―Vaya.
―Nos gusta un poco de drama en nuestras fiestas ―dijo Sal.
―¿Esto es una fiesta? ―No, no iba a buscarlo.
―Cariñ o, cada comida debería ser una fiesta, ¿no crees?
―Sí, Sal, lo creo.
―Toma asiento. Amalie quería saludarte pero ha recibido una llamada de
Francia. ―Sal me dedicó una sonrisa ladeada―. Parientes. No puede ignorarlos.
―Está bien. ―Dios mío, había una delicada mariposa de cristal en cada plato.
Metida entre las alas de una de las mariposas había una pequeñ a tarjeta con mi
nombre garabateado. ¿Quién era esta mujer?
El resto de las mariposas no tenían nombre, así que tomé asiento. Había
otras tres abiertas. Y no, todavía no me iba a preguntar por él.
Así es, Em. Sólo déjalo ir.
En cuanto me senté, Sal se preocupó por mí.
―¿Quieres beber algo? ¿Vino blanco? ¿Champá n? ¿Gaseosa?
―Gracias, pero esperaré a Amalie.
―Le diré que está s aquí. ―En una onda de seda dorada, Sal se deslizó de
vuelta a la casa principal.
Ahora era una bola de nervios. Durante añ os, había luchado por triunfar en el
mundo de la interpretació n, soportando un montó n de mierda que todavía me erizaba
la piel, aunque me había alejado de cosas que simplemente no podía obligarme a
hacer. Muchas veces, reflexionaba sobre mi vida, y parecía irreal, hecha de cristal o de
azú car hilado.
Mis dedos se crisparon entre los pliegues de mi falda mientras el miedo y los
nervios se arremolinaban en mi interior. No quería pensar en el fracaso. O en la
pérdida. Pero era difícil, sentada aquí, en esta salvaje y solitaria extensió n de tierra, no
sentir que tal vez ésta era la ú ltima bocanada de mi encantadora vida.
―Ah, ahí está s ―exclamó una voz ronca pero muy femenina.
Una escultural mujer morena que podría tener entre cincuenta y setenta añ os se
acercó a mí con una amplia sonrisa en sus labios rosados. Vestida con un traje
pantaló n de seda rosa chicle y unas zapatillas plateadas de pedrería, que deberían
KRISTEN CALLIHAN
haber parecido ridículas pero que de alguna manera resultaban retro chic, era
impresionantemente bella. Y sus ojos tenían el mismo tono que los de Lucian. Pero
mientras que los de él eran má s bien fríos y distantes, los de ella brillaban con astucia
y humor iró nico.
Me gustó al instante.
―Hola.
Me puse de pie para saludarla, y ella me envolvió en un cá lido abrazo y una nube
de Chanel N°5 antes de besarme en cada mejilla.
―Es un placer conocerte, querida. ―Dio un paso atrá s, sujetando mis muñ ecas, y
me observó con ojos brillantes―. Te pareces a tu abuela.
―Eso me han dicho. Gracias, Sra. Osmond, por permitirme quedarme aquí.
―Llá mame Amalie. Y eres muy bienvenida. ―Señ aló nuestros asientos y tomó
uno―. En realidad, también me está is haciendo un favor. Esta casa necesita un soplo de
aire fresco. Sal y yo nos está bamos aburriendo bastante.
No mencionó a Lucian. Pero no quería -no podía- preguntar. Era su abuela. Y algo
me decía que si mostraba el má s mínimo interés por su paradero, ella se encargaría
de ello, ya fuera para advertirme de su presencia o para hacerla coincidir.
―Este lugar es absolutamente precioso ―le dije.
―¿No es así? ―Miró a su alrededor con un suspiro de felicidad―. Era de mi
segundo marido, Frank. Capitalista de riesgo. Lo que significaba mucho dinero pero
demasiado estrés. El corazó n del pobrecito le falló hace tres añ os.
―Lo siento.
―Yo también. Era un buen hombre. No el amor de mi vida, pero un buen
compañ ero.
Intenté pensar en casarme con alguien só lo para tener compañ ía y me horrorizó
darme cuenta de que había estado viviendo con un hombre al que toleraba como
persona pero cuyo aspecto era lo que má s me atraía. Al menos Amalie se había
conformado con alguien que le gustaba. Yo me había dejado embaucar por un rostro
apuesto y una trayectoria igualmente famosa. Me había convertido en esa persona. Y
no me gustaba.
Nunca más. No me iba a enamorar de un hombre só lo porque admirara la forma
en que su trasero llenaba sus jeans. Tenía que haber algo má s. Una conexió n má s allá
de lo físico. Lo que definitivamente significaba no estar lujuriosa por un par de ojos
verde jade bajo unas cejas severas.
KRISTEN CALLIHAN
Amalie contempló el extenso terreno.
―Es realmente demasiada propiedad para una sola mujer. Ridículo, en
realidad. Pero hay algo en Rosemont que se le mete a uno en los huesos y le alivia el
corazó n. Ademá s, hay mucho espacio para los invitados.
Se rió ante la obvia subestimació n, y yo sonreí.
―Así que, querida ―colocó su fría mano sobre la mía―. Quédate el tiempo que
quieras. Déjate curar.
La amabilidad hizo que una inesperada ola de emoció n me invadiera, y me
encontré parpadeando rá pidamente.
―No deberías tentarme así. ¿Y si nunca me fuera? ―Porque en ese momento
quise quedarme para siempre. Esconderme como una niñ a.
Ella sonrió , con amplitud y conocimiento.
―Algo me dice que nunca te quedas abajo por mucho tiempo.
Antes de que pudiera responder, Sal salió de la casa, rodando un carrito de
comida cargado de bandejas con cú pula de plata y servicio de café. Me levanté de un
salto para ayudarle y trató de apartarme.
―Estoy bien.
―Sí, pero déjame ayudar de todos modos ―dije.
Lanzó una sonrisa a Amalie.
―¿No la amas ya, Ama?
Los ojos de Amalie, tan inquietantemente parecidos a los de Lucian, brillaron.
―Sí, creo que sí.
El calor se apoderó de mis mejillas. No se me daban bien los cumplidos, lo cual
era lamentable, ya que a la gente le encantaba adular a las actrices famosas. No es que
Amalie y Sal estuvieran adulando. Parecían realmente encantados de conocer a la
verdadera yo. Pero las inseguridades eran difíciles de eliminar.
―Podría acabar siendo una arpía chillona ―me sentí obligada a decir.
Amalie se rió .
―Dios, pero espero que muestres un poco de temperamento de vez en cuando.
Sospecho que pronto lo necesitará s.
A continuació n, tomó un teléfono con una carcasa brillante recubierta de
pedrería y tecleó un mensaje antes de volver a meterlo en el bolsillo.
KRISTEN CALLIHAN
―Ahora bien, ¿dó nde está bamos? ―Amalie parecía demasiado satisfecha de sí
misma. No tuve que preguntarme por qué; unos instantes después, su malhumorado
nieto se acercó a la esquina con expresió n hosca, como si lo hubieran llamado para
una emergencia. Cuando vio a su abuela sentada con una agradable sonrisa, sus
pasos se ralentizaron y aquellos ojos verdes como el invierno se entrecerraron con
fastidio. Y supe que lo habían engañ ado de alguna manera.
Pero no dio media vuelta y se marchó . Se preparó visiblemente y avanzó , con un
brillo en los ojos que prometía venganza.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Cuatro
Lucian

Lo sabía mejor. Realmente lo sabía. Cuando Mamie me mandó un mensaje


diciendo que me necesitaba y que me diera prisa, lo hice, dejé el proyecto que tenía
entre manos y acudí en su ayuda. Sabía que era la hora de tomar café y pasteles con
Emma. Pero lo ú nico que podía pensar era en qué pasaría si Emma se hubiera hecho
dañ o, hubiera tropezado o, joder, se hubiera caído por la ladera de la colina.
Ridículo. Fui un tonto.
Todo se hizo evidente cuando prá cticamente corrí a la terraza y encontré a mi
abuela, Sal y Emma sentados en evidente seguridad y satisfacció n. Emma me miró y
luego se alejó , como si estuviera avergonzada. Probablemente lo estaba, por mí.
Porque estaba claro para todos los presentes que mi astuta abuela me había engañ ado.
Ahí estaba el problema; podía hacerlo obvio, dar la vuelta e irme, pero enviaría
un mensaje a Emma de que no quería estar cerca de ella. Y no podía hacer eso. Podía
intentar evitarla, pero no podía ser grosero.
Me resultaba francamente doloroso acercarme a la mesa. La mujer, de alguna
manera, había activado un interruptor en mi cuerpo, haciéndome consciente de cada
centímetro de ella. Ella respiró y yo lo noté, maldita sea.
―Mamie ―le dije a mi astuta abuela―. Has mandado un mensaje.
Ella estaba sin arrepentimiento.
―Ah, sí. Es la hora del café. Toma asiento.
Mis dientes traseros se encontraron con un chasquido, las articulaciones de mi
mandíbula me dolieron mientras contenía mi fastidio y tomé el asiento vacío frente a
Emma; Mamie fue lo suficientemente astuta como para no ponerme al lado de ella,
donde podía fingir que no estaba, sino justo donde podía verla. Y con ganas, joder.
KRISTEN CALLIHAN
Por su parte, la mirada de Emma se desvió a su alrededor, como si evaluara la
escena y pensara en có mo actuar en consecuencia. No la culpaba; siempre era
incó modo dejarse arrastrar por los planes entrometidos de otra persona.
Mi abuela era malvada. Siempre lo había sabido. Demonios, solía divertirme
cuando ella volcaba esos poderes malignos en otros, que era probablemente la razó n
por la que estaba sufriendo este momento de café desde el infierno ahora mismo. El
karma. Era una mierda.
Miré el camino que me llevaría lejos de aquí. Ahora no hay muchas posibilidades.
Mamie volvió sus ojos de á guila hacia mí.
―Titou, tu taza.
Reprimiendo un suspiro, le entregué la frá gil taza de café de porcelana que era
demasiado pequeñ a para mi mano y que se rompería con un mal movimiento.
Los ojos azul índigo se posaron en mí, las cejas doradas arqueadas se alzaron con
delicadeza.
―¿Titou? ¿Es ese tu apodo? No pareces un Titou.
Sal soltó una carcajada, atragantá ndose con un sorbo de café, y Emma -maldita
sea, hasta su nombre era bonito- hizo una mueca, como si se le acabara de ocurrir que
tal vez había sido grosera.
Mamie soltó una carcajada amable y gentil.
―De una manera indirecta, significa niño pequeño.
Los ojos de Emma se abrieron de par en par cuando su mirada se dirigió a mi
cuerpo.
Una llama se encendió en mi pecho. La ignoré. Pero no pude ignorar el ligero
tono de su voz.
―¿Niño Pequeño?
Infierno.
Mamie sonrió con indulgencia.
―Bueno, era pequeñ o en aquella época.
KRISTEN CALLIHAN
―Debió de ser cuando tenía dos añ os ―dijo Sal a sotto voce.
Le lancé una mirada, y él me guiñ ó un ojo antes de soplar un beso.
―¿Dos? ―Mamie negó con la cabeza antes de dar un sorbo a su café―. No. Mi
Titou fue pequeñ o durante bastante tiempo. No fue hasta que empezó a jugar... ―Se
cortó tan rá pido que casi se atragantó , su piel de papel palideció .
Dentro de mí, todo se apretó y rodó . Casi me había acostumbrado a la sensació n,
ya me pasaba tan a menudo. Casi no lo hacía ni remotamente mejor.
Una pequeñ a arruga se dibujó en el entrecejo de Emma, al darse cuenta de que
algo no iba bien. Pero Mamie se repuso rá pidamente y esbozó una amplia y tensa
sonrisa.
―Jugar, correr y demá s debe haberle dado apetito para crecer. Y hablando de
apetitos, comamos. Emma, cariñ o, tienes que probar uno de estos.
A Mamie le gustaba una amplia selecció n de dulces, así que había macarons
variados, un plato de galletas de mantequilla medio bañ adas en ganache agridulce,
pasteles de naranja y cardamomo confitados y, mi favorito personal, un paris-brest
con crema de praliné y frambuesas.
Emma vaciló , mirando varias bandejas repartidas por la mesa. Sus ojos se
pusieron vidriosos, los labios de capullo de rosa se separaron con una suave
exhalació n. Anhelo y lujuria, todo en uno. Así, yo estaba excitado.
Jesú s. ¿Se acabaría alguna vez este café?
―Oh, yo no… ―Emma se detuvo, claramente en guerra con el deseo de dulces. Lo
entendí. Durante la temporada y los entrenamientos, nos acosaban sobre lo que
metíamos en el cuerpo. La forma física lo era todo, y los entrenadores tenían ideas
particulares sobre có mo conseguirla. Yo no me hacía ilusiones: Hollywood tenía un
está ndar de mierda y exigente, especialmente para las mujeres.
Mamie puso su mano en la delgada muñ eca de Emma.
―Solía ser modelo; ¿lo sabías?
―¿De verdad? ―Emma sacudió ligeramente la cabeza―. No me sorprende. Eres
preciosa.
KRISTEN CALLIHAN
Mamie siempre lo había sido y no tenía la menor humildad al respecto, pero se le
daba bien interpretar el papel.
―Qué dulce eres.
―Só lo estoy diciendo un hecho.
De una mujer impresionante a otra, supongo.
―Esto fue en los añ os sesenta y setenta. ―Mamie seleccionó un pastel de
cardamomo y lo colocó suavemente en el centro de su plato como si fuera arte―. Todo
el mundo tenía que ser tan delgado como un palo. Se esperaba que uno viviera del
agua y de los cigarrillos ―dijo Mamie con cierta aspereza, pero también había una
nota burlona.
La exageració n formaba parte de su léxico. A algunas personas les desconcertaba
porque nunca sabían cuá ndo hablaba en serio. Esas personas nunca recibían una
segunda invitació n.
Emma, sin embargo, sonrió .
―No he probado la dieta del cigarrillo. No estoy segura de que mis pulmones
puedan soportarla.
―Por supuesto que no. Mantenlos rosados y sanos, cariñ o.
―Lo intentaré.
No quería pensar en nada rosa o saludable en Emma. Con un gruñ ido, tomé un
macaron de vainilla y cereza. Emma se dio cuenta -parecía que era tan consciente de
mí como yo de ella- y luego miró rá pidamente hacia otro lado. Al igual que yo,
intentaba ignorar el problema. De alguna manera, eso só lo lo empeoró .
―¿Pero qué es la vida sin comida? ―Continuó Mamie encogiéndose de
hombros―. No es una en la que quiera vivir. Así que… ―Dio una palmada en la mesa―.
Esto es lo que se hace. Eliges una cosa para probar y la saboreas. Comes lentamente,
dejando que los sabores jueguen en tu lengua. ¿Y mañ ana? ―Su encogimiento de
hombros era despreocupado―. Si sientes que tienes que hacer algo absolutamente, ve
por una carrera extralarga por la colina. O tal vez simplemente imagínate haciéndolo, y
sigue con tu día, que es lo que yo haría.
KRISTEN CALLIHAN
Emma se rió . Y cada pelo de mi cuerpo se levantó . Jesú s, su risa me afectaba cada
vez que la escuchaba. Una risa de alcoba. El tipo de risa que esperabas escuchar
después de una buena y larga mañ ana de sexo perezoso, cuando todo era lá nguido y
cá lido, y te reías por simple diversió n.
Tragué un bocado de macaron y casi se me atascó . No sabía por qué me venía a la
mente esa analogía en particular; ciertamente nunca había tenido mañ anas así. Nunca
me relajaba lo suficiente con nadie como para llegar a eso.
Pero la imagen permaneció . La vi a la luz del sol, con el pelo dorado extendido
sobre mi almohada desordenada, sus labios hinchados y suaves. Frotá ndome una
mano en la cara, intenté recomponerme. No estaba haciendo esto. La mirada de Sal
chocó con la mía, y pareció que estaba a dos segundos de reírse a carcajadas. Sí. Sabía
exactamente lo afectado que estaba.
―Imaginarlo, ¿eh? ―Dijo Emma, todavía sonriendo.
Sabía que se refería a hacer ejercicio, pero mi nuevo impulso sexual lo
escuchaba de otra manera y seguía imaginá ndonos en la cama. Un infierno.
Mamie volvió a encogerse de hombros.
―Como en la vida, la comida es para disfrutarla. Nunca hay que ir a la guerra
con ella, porque rara vez se gana.
La sonrisa de Emma tenía el brillo del sol.
Me aparté y me centré en Mamie. Estaba animando a Emma a elegir un pastel.
Por primera vez en, bueno, en toda mi vida, una marañ a de nervios asaltó mis
entrañ as. Hacía añ os que la gente se comía mi comida. No me importaba en absoluto lo
que pensaran de ella. Cocinar y hornear eran pasatiempos que hacía para mí, para
nadie má s. Y sin embargo, aquí estaba, queriendo impresionar a esta mujer con lo que
había hecho.
Emma se mordió el interior de la mejilla, haciendo un pequeñ o hoyuelo. Bien
podría haber sido una niñ a con esa expresió n de excitació n.
―Mmm. No sé. Todos tienen muy buena pinta. ―Apartó su mirada de las
golosinas y miró a los demá s―. ¿Qué sugieres?
Sal empezó con las galletas. Mamie comenzó a ofrecer la tarta.
KRISTEN CALLIHAN
―El brest. ―Salió de mi boca en forma de gruñ ido.
Mierda.
Los ojos de Emma se abrieron de par en par.
―¿Perdó n? ¿Brest como Pechos?
Sal se rió .
Me moví en mi asiento y luché contra el impulso de levantarme y huir. No pienses,
bajo ninguna circunstancia, en sus pechos desnudos, imbécil.
Sí, demasiado tarde.
―El paris-brest. ―Con un movimiento de cabeza, señ alé el pastelito con forma de
rueda―. Es un postre llamado así en honor a una carrera de bicicletas de principios del
siglo XIX.
―Ah. ―Se sonrojó . Fue lindo―. Sí. El brest.
―Es muy delicioso ―dijo Mamie, haciendo un excelente trabajo para ocultar su
diversió n―. Un pâ te a;choux pastry ya sabes, como el que tienes en un èclair.
Relleno de crema de praliné y cubierto con frambuesas frescas.
―Oh, sí, por favor.
Antes de que Mamie pudiera tomar el cuchillo de servir, lo hice yo. No pude
evitarlo. Si Emma iba a comer algo que yo había creado, yo iba a servirla.
Aunque verla comer acabe por matarme.
Se agarró a los lados de la mesa, como si tratara de evitar tomar prematuramente
su plato. Chica codiciosa.
Mi polla lo aprobó . Demasiado.
Con toda la calma que pude, le serví una rebanada, añ adiendo algunas
frambuesas, y luego serví a Sal para tener algo que hacer con mis manos. Las sentía
demasiado grandes y difíciles de manejar, y se volvían torpes por el hecho de que la
mujer midiera 1,65 metros.
KRISTEN CALLIHAN
Todos mis esfuerzos por ignorar a Emma fueron una farsa. En el momento en
que levantó la cuchara, aspiré, viendo có mo se separaban sus labios rosados, y
vislumbré su lengua. La crema batida se deslizó en su boca, y ella gimió .
El sonido se enroscó en torno a mi polla, palmeó mis pelotas con manos
calientes. Yo también estuve a punto de gemir. Conocía el sabor en su boca, lo suave
que era esa crema en su lengua. Esa era mi crema. Yo la hice. Mis manos le dieron ese
placer, lo supiera ella o no. Sus gemidos se debían a mí.
El torrente me inundó y me mareó un poco.
Se metió otra porció n en la boca. Lentamente. Saboreá ndolo. Sus pá rpados se
hundieron. Las pestañ as se agitaron mientras suspiraba.
Dulce infierno.
El silencio se apoderó de la mesa y Emma se detuvo, mirando a su alrededor,
cohibida. Se quitó con un lametazo una persistente miga de pastelería dorada de la
comisura de la boca: definitivamente iba a matarme.
―Lo siento. Es que está muy bueno.
La satisfacció n me inundó , tan limpia y fría como el hielo fresco. Quería quitarle
la cuchara de la mano y alimentarla yo mismo. Hacerla gemir una y otra vez. Mierda.
Gruñ endo, me serví un pastel de cardamomo. Si ahora me comiera un trozo de lo
que ella comió , probablemente me correría en los pantalones.
―¿Dó nde has comprado esto? ―Emma le preguntó a Mamie.
―Oh, no compré estos ―dijo Mamie―. Son caseros.
―¿De verdad? ―Emma se llevó una frambuesa a la boca―. Eres una panadera
maravillosa.
Le lancé una rá pida mirada de advertencia a Mamie, que se limitó a dar un sorbo
a su café y a tararear vagamente. Sí, era un cobarde por no querer que Emma supiera
que estaba comiendo mi comida. Pero ahí estaba; me había vuelto... tímido al respecto.
Sal nos observó todo el tiempo, obviamente encontrando mi incomodidad muy
divertida. Pero en lugar de empujarme bajo el autobú s, me lanzó un salvavidas,
KRISTEN CALLIHAN
probablemente porque vivía en el terreno y no quería tener que dormir con un ojo
abierto.
―Mamie es polifacética. ―Dejó su taza de café vacía y tomó una copa de
champá n―. Es la primera que me enseñ ó a coser.
―Es cierto ―dijo Mamie―. Era un niñ o muy guapo que solía entrar en mi
camerino para jugar con mis batas mientras su padre estaba aquí por trabajo.
―Papi es el gerente de negocios de Amalie ―explicó Sal.
―Un día ―dijo Mamie― Salvador rompió accidentalmente un Halston.
―Uf ―se lamentó Sal, cubriéndose la cara con las manos―. Era un vestido de
noche dorado vintage.
No tenía ni idea de lo que era, pero adiviné por la expresió n de dolorosa simpatía
de Emma que sí.
Mamie se rió con cariñ o.
―Le molestó tanto que le enseñ é a remendar la lá grima.
―Nunca miró atrá s. ―Sal sonrió ―. Me regaló el Halston por mi decimosexto
cumpleañ os.
Emma apoyó la barbilla en su mano.
―¿Y te lo pusiste?
―Lamentablemente, no estaba preparado para afrontarlo. Para cuando lo estaba,
no podía pasar la maldita cosa por mis muslos. Todavía está colgado en mi armario,
sin embargo. Tendrá s que arrancarlo de mis frías y muertas manos.
Emma volvió a reírse. Y me metí otro macaron en la boca. Probablemente me
levantaría de la mesa con dolor de cabeza por la comida, pero era o atiborrar mi
cara de dulces o mirar a Emma como un tonto con ojos de luna.
―Estaba feliz de tener a alguien con quien compartir mi amor por la moda ―dijo
Mamie―. Por desgracia, mi Titou no estaba interesado.
―¿Có mo lo sabes, Mamie? ―Tomé otro macaron.
―Nunca te ofreciste.
KRISTEN CALLIHAN
―Bueno, ahora puede que lo haga.
Me dio una palmada en el brazo, juguetona.
La esquina de mi boca se curvó .
―Demasiado tarde. Estoy ofendido y ya no me interesa.
―Niñ o petulante.
Mamie se rió antes de arrugar la nariz hacia mí.
Emma nos observó con ojos agudos.
―Está n muy unidos ―dijo cuando nuestras miradas se cruzaron.
―Incluso antes de que mis padres fallecieran, está bamos unidos.
Si Mamie se sorprendió de que le contara a Emma lo de mis padres, no lo
demostró , sino que me dirigió una mirada cariñ osa de afecto con los ojos nublados.
Podría haberme ablandado con esa mirada. Pero entonces recordé su intromisió n. Le
lancé una mirada de reojo a Mamie.
―Ella solía leerme cuentos para dormir cuando era pequeñ o.
Mamie se interesó mucho por los toscos anillos de có ctel que llevaba en los
dedos. ¿De verdad pensaba que olvidaría su pequeñ a treta para traerme aquí?
Volví a centrar mi atenció n en Emma.
―Mi favorito era The Boy Who Cried Wolf.
Los labios de Emma se movieron, una luz entró en sus ojos, y me encontré
respondiendo a ella como si esa ligereza se derramara en mi pecho, expandiendo la
caverna hueca. Luché contra una sonrisa, luché con fuerza, porque todo lo que quería
hacer era sonreír ampliamente y reír con ella.
―Me asustó directamente ―dije con suavidad―. No volveré a engañ ar a otra
pobre alma.
―Oh, está bien ―dijo Mamie con humor―. Considérame castigada. Ahora, cá llate
y come tu pastel. Eres un buen chico, ¿eh?
KRISTEN CALLIHAN
Se me escapó una risa antes de que pudiera contenerla. Pero me sentí bien. Me
sentí mejor cuando vi a Emma, con los labios entreabiertos como si estuvieran
asombrados, con los ojos azules brillando. Y entonces me sonrió , como si le hubiera
alegrado el día simplemente riendo.
La sonrisa me atravesó , en el centro, y por un segundo, no supe có mo respirar. La
ú nica vez que me sentí así fue mientras volaba sobre el hielo, atravesando a los
defensores y, con un dulce movimiento de muñ eca, enviando la galleta a la canasta.
El dolor y la pérdida se abatieron sobre mí, fríos y oscuros. Me sacó la risa y me
encontré tambaleá ndome, haciendo sonar los platos en mi apuro. La sangre me
llegaba a los oídos; la garganta me dolía y estaba tensa. Mi voz sonó como si estuviera
a una gran distancia cuando murmuré un flojo:
―Perdó n. Tengo que ir a trabajar.
Y luego me largué de allí, sabiendo que todos me miraban, sabiendo que había
hecho el ridículo. Simplemente no podía encontrar la fuerza para preocuparme en
ese momento. Una cosa era cierta: tenía que estar lejos de Emma Maron.

***

Mamie me buscó una hora después. No fue difícil encontrarme; estaba en la


cocina. Con el hockey fuera de mi vida, la cocina se había convertido en mi refugio, la
ú nica zona que aú n me resultaba familiar y pura. Aquí tenía el control total. Aquí,
todavía era el rey.
No levanté la vista de mi tarea de escariar un limó n Meyer. Había una cierta
satisfacció n en aniquilar la fruta.
―¿Qué está s haciendo? ―Preguntó , acercá ndose a la larga encimera de
má rmol. Dado que el padre de Mamie, mi bisabuelo, me había entrenado, ella sabía
exactamente lo mucho que significaba la repostería para mí y lo mucho que había
necesitado volver a ella. El día que llegué a Rosemont, abatido y derrotado, casi me
empujó a la cocina y me dijo que me pusiera a trabajar. Desde entonces había estado
cocinando para ella y para Sal.
KRISTEN CALLIHAN
―Tarte au citron.
Mamie miró los doce moldes pequeñ os para tartas que había preparado.
―Pequeñ as tartaletas. Deliciosas.
Gruñ í. Haría las tartas y luego empezaría con la masa que pensaba dejar reposar
toda la noche en la nevera. Había estado experimentando con panecillos para el
desayuno, y el método parecía funcionar bien. Sin embargo, la masa era una amante
inconstante. Lo que funcionaba un día podía no funcionar otro.
Aun así, preferiría trabajar con la masa ahora mismo, sacar algo de esta... energía.
Pero las tartas... bueno, había que hacerlas.
―Me disculpo por irme tan abruptamente. ―Duele decirlo, pero algunas cosas
siempre lo hacen.
Mamie dio una leve carcajada sin censura.
―Lo entiendo. Aunque quizá s nuestra invitada no lo haga.
Nuestra invitada. Mi estó mago se revolvió incó modamente. Medía un metro
noventa y tenía 100 kilos de hueso y mú sculo. Los hombres temían enfrentarse a mí.
Y sin embargo, yo había huido de una mujer de 1,65 metros que podía levantar con un
brazo como si mi culo estuviera en llamas.
¿Qué debe pensar de mí? Tomé otro limó n, lo abrí en rodajas y lo aplasté sobre el
colador con la mano desnuda. Un cítrico brillante y fresco invadió mis sentidos. A ella
le gustaba el aroma de los limones. Decía que le recordaban la felicidad.
La cocina estaba caliente con el calor de los hornos, donde estaba horneando
baguettes. En el horno, la cena de esta noche se cocinaba a fuego lento, liberando la
fragante mezcla de verduras asadas al vino y tomillo. Normalmente, estas cosas me
gustan, pero hoy no.
―Crees que debo disculparme con ella; ¿es eso? ―Me quedé sin palabras.
Mamie me miró fijamente durante un largo momento y luego suspiró .
―Só lo si quieres. Las disculpas que no son sinceras no valen nada.
―Lo haré ―dije, concentrá ndome en mis limones―. Pero no quiero.
KRISTEN CALLIHAN
Se rió y puso su fría mano en mi brazo.
―Ah, Titou, tu franqueza es algo hermoso. Nunca cambies.
―Hmm.
―Déjalo por ahora. Quizá s má s tarde...
―Mamie. ―Dejé el limó n en la mesa y me giré hacia ella―. Tienes que dejar de
hacer de celestina.
―¿Celestina?
La miré largamente.
―Lo digo en serio. No estoy preparado para una relació n.
La idea de abrirme a cualquiera, y mucho menos a alguien que podría poseer mi
corazó n y, por tanto, aplastarlo, me revolvía el estó mago.
El hecho era que me había mantenido alejado de las mujeres desde que
Cassandra se marchó menos de un mes después de que yo dejara el juego. Me había
dejado muy claro que mi posició n en el hielo era lo que ella valoraba. Por otra parte,
yo estaba en un lugar tan oscuro en ese momento que tenía que asumir parte de la
culpa; ya no era precisamente fá cil estar con ella. Me sentí amargado cuando se fue,
pero no la eché de menos, lo cual era bastante revelador. Me había convertido en esa
persona, que deseaba superficialmente a alguien por lo fá cil que me hacía la vida, no
por lo que era por dentro.
―¿Quién ha hablado de una relació n? ―Mamie contraatacó , como si eso no fuera
exactamente lo que había estado tramando―. Simplemente creo que te vendría bien
un poco de compañ ía de tu edad.
―Sal tiene mi edad ―señ alé só lo para molestarla.
―Y si realmente pasaras algú n tiempo con él, tal vez no me preocuparía tanto.
―Pasamos bastante tiempo juntos. Me dice lo que quiere comer y yo le digo
que no se deje los zapatos en la piscina. ―La cantidad de veces que había tropezado
con sus malditos zuecos morados... Era capaz de tirarle uno a la cabeza si volvía a
ocurrir.
KRISTEN CALLIHAN
―Oh, sí, una conversació n muy profunda allí mismo. ―Se burló , y luego limpió el
mostrador, como si tratara de limpiarlo; mi espacio de trabajo estaba inmaculado―.
Emma es diferente.
No es broma.
―Quizá s puedas relacionarte con ella.
―¿Relacionarme con ella?
―Sí, relacionarte. ―Mamie resopló ―. Ella también ha perdido un poco el rumbo.
―Mamie... ―Me froté el rostro con una mano cansada―. No me he perdido un
poco. Estoy. . . ―Roto. Se me cerró la garganta y tomé un cartó n de huevos y un bol―.
No soy el hombre que solía ser. Simplemente... se ha ido. Y lo que hay en su lugar no es
nada que una mujer con un poco de sentido comú n querría. ―El huevo golpeó contra
el lateral del cuenco y lo abrí con cuidado, concentrá ndome en separar la clara pá lida
de la yema profundamente dorada―. Dolores de cabeza, frustració n, rabia, apatía.
Intento controlar estas cosas, pero está n ahí igualmente. No la empujes en mi
direcció n. Ella se merece algo mejor que cualquier cosa que yo pueda ofrecer, Mamie.
No vi a mi abuela moverse, pero de repente sus frá giles brazos me rodearon la
cintura y me abrazó por detrá s, apoyando su cabeza en mi espalda.
―Titou. Mon ange.
Cerré los ojos, sintiéndome horriblemente cerca de llorar. Yo No lloraba. Ni
siquiera lo había hecho cuando me dijeron que eso era todo para el hockey. Pero tenía
que hacérselo ver.
―Perdí todo lo que significaba algo para mí.
Mamie me dio un sorprendente y fuerte apretó n.
―Está s aquí. Vivo. ―Se apartó y me miró con ojos furiosos―. Puede que ahora te
parezca que no hay nada. Pero está s vivo. Y eso es lo ú nico que importa.
Ese era el problema. Podría haber seguido en el deporte que amaba con todo mi
corazó n. Y arriesgarme a morir. Elegí la vida, pero no lo sentí así. El campo de
entrenamiento comenzaba en unas semanas. Ese conocimiento se sentó como un
agujero negro en mi pecho.
KRISTEN CALLIHAN
Exhalé un suspiro y abrí otro huevo.
―Estoy aquí ―acepté―. Y eso tendrá que ser suficiente por ahora.
Tarareó , el sonido incó modamente similar a mis propios ruidos de no
compromiso.
―No te presionaré má s, Titou. Só lo ten en cuenta que aquí hay una joven que
también está sola e insegura sobre la vida.
Como si pudiera olvidar.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Cinco
Emma

Después de la abrupta salida de Lucian, es decir, después de que se levantara y


huyera de la mesa, pasé el resto del tiempo manteniendo una incó moda conversació n
con Amalie y Sal.
Ninguno de los dos había puesto excusas a Lucian, y no esperaba que lo hicieran.
Obviamente, había algo personal en él. No me correspondía a mí arreglar eso, ni a él.
Pero eso no me impedía querer conocerlo. Lo cual era inquietante.
Di un largo paseo por los senderos que serpentean por los jardines frente al mar.
Cuando terminé, el sol se hundía en una bola líquida de fuego tras un mar añ il.
Observé có mo se ponía, rodeá ndome con los brazos para entrar en calor, y luego me
dirigí a mi casa.
Le había dicho a Amalie que pensaba quedarme adentro para cenar, y cuando
volví, encontré una cazuela en el fuego con una botella de vino tinto y una baguette
crujiente acompañ á ndola. La cazuela resultó ser un coq au vin delicioso que saboreé
frente al fuego mientras mojaba trozos de pan en la rica y oscura salsa y bebía un
delicioso cabernet.
Una cosa era segura. Me iban a mimar con la comida aquí. Casi no vi la cajita
blanca en la nevera, y só lo me di cuenta cuando fui a guardar las sobras. Curiosa, saqué
la caja y desaté la cinta roja que la mantenía cerrada.
En el interior había una tarta de color amarillo dorado, cuya crema pastelera era
tan suave y brillante que brillaba a la luz de la cocina como un pequeñ o sol. En el
centro de la tarta había un pequeñ o corazó n de nata montada, con una sola hoja de
romero atravesando el delicado centro.
Encantada, saqué la tarta y la puse en un plato. Era casi demasiado bonita para
comerla, y mi dieta no necesitaba má s dulces, pero recordé la rica delicia de caramelo
y nata de la tarde y no pude resistirme.
Las natillas se separaron limpiamente para mi cuchara, la corteza se desmoronó
un poco. Cerrando los ojos, pasé la cuchara por mis labios y gemí. El limó n agridulce,
KRISTEN CALLIHAN
brillante como el amanecer, jugaba con la delicada crema y la corteza rica en
mantequilla. Perfectamente equilibrado, se deslizó sobre mi lengua como un beso,
jugó a lo largo de los lados en una burla elusiva, incitá ndome a dar otro bocado.
Inclinada sobre la encimera, me comí aquella tarta con los ojos cerrados, bocado
tras bocado delicioso.
Dejando que llene mis sentidos.
No era normal emocionarse con el postre, pero me encontré con lá grimas en los
ojos. Aquella tarta sabía extrañ amente a esperanza. Como si todo estuviera bien si
existieran cosas así en el mundo.
Alguien puso toda su habilidad y cuidado en algo que no estaba destinado a
durar, sino a ser disfrutado en el momento. A cambio, yo también me sentí cuidada.
Mi cuchara golpeó el plato vacío y abrí los ojos con un gemido. Me negué a lamer
el plato. Pero luego cedí y pasé el dedo por él para atrapar un ú ltimo trozo de crema
pastelera. Me chupé el dedo, puse el plato en el fregadero y luego tomé el grueso jersey
que había dejado en la silla.
Necesitaba aire después de un regalo como ese. Todavía emocionada, pero
también contenta, salí al balcó n que sobresalía de mi dormitorio. Desde mi punto de
vista, podía ver claramente la piscina que estaba justo debajo.
Con las luces de la piscina encendidas, brillaba con un color turquesa intenso en
la oscuridad. Unas gotas de vapor que salían del agua dejaban claro que la piscina
estaba climatizada, y pensé brevemente en bajar a nadar. Pero estaba demasiado
saciada para moverme.
La vista era encantadora. Las linternas marcaban los caminos que serpenteaban
por los jardines. Edith Piaf sonaba, lú gubre y agridulce, en la cálida noche. Apoyando
los brazos en la barandilla del balcó n, escuché "La Vie en Rose", y casi me sentí
como en una película clá sica. Ahora podía ver el guió n:
EXTERIORES - ANTIGUA FINCA DE CALIFORNIA-NOCHE
Una joven mira con nostalgia la noche. Un jersey le cuelga de los hombros,
protegiéndola del frío.
Estaba tan metida en la fantasía que casi me pierdo el movimiento en las
sombras junto a la piscina. Un hombre se asomó a la luz y se quedó mirando el agua.
Vestido con vaqueros y una camisa de manga larga de algú n color oscuro, estaba de
espaldas a mí. Pero reconocí su altura y la anchura de aquellos fuertes hombros al
instante. Lucian.
KRISTEN CALLIHAN
Dejó una caja de herramientas junto a la escalera de la piscina y sacó un
destornillador para apretar los tornillos de la base. Una vez hecho esto, dejó la caja de
herramientas a un lado y se levantó para estirar los mú sculos antes de bajar los
brazos.
Mientras yo lo miraba, él miraba el agua, como si ésta pudiera darle una
respuesta. A qué, no tenía ni idea, pero un hilillo de preocupació n recorrió mi espalda.
Porque parecía perdido. Podía estar totalmente equivocada, pero era parte de mi oficio
estudiar el lenguaje corporal. El de él gritaba bastante derrota.
Al ponerme un poco má s erguida, me pregunté si debía llamarlo. ¿Pero qué
decir? No tenía ni idea. Debería dejarlo en su intimidad. Estaba a punto de hacerlo.
Entonces se movió .
Todo pensamiento se esfumó de mi mente cuando se quitó la camisa de la
cabeza, revelando la elegante extensió n de su espalda, los duros mú sculos que
ondulaban bajo la suave piel. Los brazos, cincelados como los de un dios, se extendían
hacia abajo y...
―Oh, dulce bebé Jesú s ―murmuré fervientemente.
Se quitó los vaqueros y dejó al descubierto un culo francamente espectacular.
Aquellos globos apretados se flexionaron cuando apartó los vaqueros con una larga
pierna.
Date la vuelta. Vete de aquí.
No debería mirar. Codiciaba mi privacidad, y estaba viendo descaradamente a
Lucian desnudarse. É l también merecía su privacidad. Pero no podía parpadear. No
podía moverme. Era... glorioso. Mis dedos se aferraron a la barandilla, sujetá ndose con
fuerza.
La luz de la piscina le daba a su piel un tono verdoso poco mundano. Giró los
hombros... y se sumergió. El agua se ondulaba a su paso. Me estremecí de lujuria
mientras le seguía la pista por el fondo de la piscina, una pá lida flecha de carne que
atravesaba el resplandor turquesa.
Silenciosamente, salió a la superficie en el lado má s alejado de la piscina, y luego
giró limpiamente para dar vueltas. Forma perfecta. Brazos largos y fuertes. Brazos
limpios y firmes.
Edith Piaf siguió cantando mientras Lucian marcaba un ritmo constante pero
brutal. Lo hizo vuelta tras vuelta. Me mareé un poco al pensar en su resistencia. La
noche era fresca, pero mi carne estaba caliente. Dios, el agua se veía tan bien.
Prá cticamente podía sentirla correr sobre mi piel afiebrada.
KRISTEN CALLIHAN
El corazó n me golpeó contra las costillas al ritmo de sus brazos que atravesaban
el agua con un chuff, chuff, chuff. No parpadeé. Me engañ é a mí misma pensando que
tenía que seguir vigilá ndolo. Asegurarme de que estaba bien.
La má s fina de las excusas. Pero había algo en la forma en que atacaba el agua, en
la forma en que se movía su cuerpo, que no podía ser ignorado.
"Non, Je Ne Regrette Rien" comenzó a sonar cuando finalmente se detuvo,
apoyando los brazos en el extremo má s cercano de la piscina. Flotó allí, durante unos
segundos, recuperando quizá el aliento. El agua le caía del pelo a la cara.
Debería irme. Tengo que irme.
En un momento.
La mú sica se extendió durante la noche, orgullosa, esperanzada, agridulce.
Lo sentí a mi alrededor. A su alrededor. Y, en ese momento, me dolió Lucian. No
sabía por qué le dolía, ni qué le impulsaba. Pero quería rodear con mis brazos esos
anchos hombros y abrazarlo.
Entonces, plantó sus grandes manos en el lateral de la piscina y, con un empujó n
sin esfuerzo, se impulsó hacia arriba y salió del agua.
―Dulce misericordia... ―Mis rodillas se debilitaron y me agarré a la barandilla
para no caerme.
Oh, Édith, yo tampoco me arrepiento de nada.
Su cuerpo era una escultura de Bernini que cobraba vida: Tritó n mirando a los
simples mortales. El agua se deslizaba sobre los planos ondulantes de los mú sculos,
se deslizaba por las hondonadas y los surcos, dirigiéndose directamente hacia...
Su polla. Incluso desde lejos, era impresionante. Larga y gruesa, con la cabeza
ancha y los testículos gordos. Mis labios se separaron, el calor enrojeció mis mejillas y
mis pezones se tensaron.
Lucian se pasó las manos por el pelo empapado, apartando la brillante masa
oscura de su rostro limpio y fuerte. No era guapo ni modelo. Era demasiado
contundente para eso, todo líneas duras y agresividad. Pero era hermoso igualmente.
Y sombrío. Mis partes felices se enfriaron. Su expresió n era totalmente sombría.
Fría como el hielo. Podría hablar con poesía sobre su aspecto toda la noche, pero no
cambiaría el hecho de que este hombre era, en ú ltima instancia, un extrañ o. Uno que
era remoto y cerrado como una pared congelada. Crecí con hombres que llevaban esa
expresió n. Yo huía de esos hombres. Y hoy, casi había huido de mí. Necesitaba recordar
eso y mantener mi distancia.
KRISTEN CALLIHAN
Lentamente, retrocedí. Abajo, Lucian se movía, no sé si para recoger su ropa o
para volver a nadar. No miré. Para empezar, no debería haber mirado, no debería
haberme dejado atrapar por la fantasía de él.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Seis
Emma

Mi casita tenía cocina, pero empezaba a preguntarme si alguna vez necesitaría


usarla. Me desperté de un sueñ o sorprendentemente reparador, teniendo en cuenta
que estaba obsesionada por las imá genes de cierto hombre desnudo que nadaba sin
parar, para encontrarme con un sol radiante y con el á nimo por las nubes. Cuando
alguien llamó a la puerta, me envolví en una bata y respondí para encontrar a Sal
cargando una gran cesta de mimbre para el picnic.
―El desayuno ―anunció con alegría.
―No tenías que hacer eso ―dije, tomando la cesta de él.
―Chica, no digas, bajo ningú n concepto, que no a la cocina de la casa. ―Meneó las
cejas―. Confía en mí; te lo estará s perdiendo.
Dado el delicioso aroma a pan fresco que salía por la tapa, no dudé de su palabra.
―¿Te gustaría compartir un poco? Puedo hacer café.
―Claro. Pero hay café en la cesta. La casa no aprueba el café de goteo.
―Vaya. ―No es de extrañ ar que pesara una tonelada.
Lo dejé entrar y juntos vaciamos el contenido en la encimera de la cocina. Junto
con el café de prensa francesa y la rica crema fresca, había un bote de yogur de miel
espeso, un plato de frutas brillantes -meló n, melaza y cerezas-, un pequeñ o tarro de
mermelada de fresa y panecillos dulcemente perfumados.
―Pain aux raisins ―me informó Sal―. El favorito de Amalie.
―Huelen delicioso. ―Me incliné un poco, bajando la voz―. No se lo digas, pero
odio las pasas. Así que puedes tenerlas.
―Oh, no le diré nada a Amalie ―prometió Sal solemnemente―. Pero la casa tiene
una manera de averiguar lo que te gusta.
―Lo dices como si la casa fuera su propia entidad.
KRISTEN CALLIHAN
―Cuando se trata de la cocina, bien podría serlo.
Me reí y empecé a colocar nuestros productos en la bandeja de plata que nos
habían proporcionado.
―¿Tienen un chef temperamental?
―Muy temperamental. Pero no debes preocuparte por él. Si sus caminos se
cruzan, estoy seguro de que será un gran gatito contigo.
―No, gracias. Ya trato con suficientes egos en mi profesió n.
Sal luchó claramente con una sonrisa, pero se limitó a recoger la bandeja y yo
tomé la jarra de café de plata y las bonitas tazas de porcelana.
Sacamos el desayuno a la terraza y lo colocamos en la mesita del café. Una parte
de mí quería evitar este lugar con su perfecta vista de la piscina, pero eso era una
cobardía. Ademá s, él no estaba allí ahora. Intenté no sentirme decepcionada. O
culpable.
―Así que... ―Sal dio un mordisco al meló n―. ¿Cuá les son tus planes para hoy?
―No hacer absolutamente nada.
―Buen plan.
Probé el yogur y casi gemí. Jesú s, todo aquí era espectacular. Rico y cremoso con
só lo un toque de miel, se derretía en mi lengua y despertaba mis papilas gustativas. Un
sorbo de café con toques de chocolate y caramelo me hizo suspirar de agradecimiento.
―Pensá ndolo bien, definitivamente tengo que hacer algo de ejercicio, o pronto
no me entrará la ropa.
―Culpa del nuevo chef de Amalie. He engordado tres kilos só lo este mes. ―Se
acarició lo que parecía ser una pequeñ a barriga que se escondía bajo una blusa de
seda ondulada con un estampado azul y morado.
―¿Es Pucci? ―Pregunté, y luego continué devorando mi yogur.
―Tú sabes de moda.
―Alice, una de las diseñ adoras de vestuario, hablaba sin parar de moda. ―Mi
buen humor se esfumó con la brisa al darme cuenta de que no tenía ni idea de cuá ndo
volvería a verla.
Sal debió darse cuenta, porque me miró con ojos amables.
―Echas de menos el espectá culo cuando la temporada llega a su fin, ¿verdad?
É l no sabía que no iba a volver. Quería decírselo, pero no podía. Eso no
significaba que no pudiera admitir algunas cosas.
KRISTEN CALLIHAN
―Sí. Cada temporada, nunca pienso que será difícil... ―Mis ojos se empañ aron y
parpadeé ferozmente―. Es ridículo, realmente. La vida de un actor es pasar de un
papel a otro. Hacemos nuestro trabajo, nos vamos a casa... pero todos tenemos una
química tan buena que... realmente los echo de menos cuando se acaba la temporada.
―Que todas las cosas buenas deban llegar a su fin no significa que no podamos
llorarlas.
―Tienes razó n.
El Señ or sabía que estaba de luto.
―Ademá s, volverá s al plató el añ o que viene. ―Sal me puso en el plato un poco de
fruta―. Toma, prueba los melones. Son fabulosos.
Los melones eran, de hecho, fabulosos.
Después de que Sal se marchara, insistiendo en llevar los platos y la cesta a la
cocina principal para mí, me acurruqué en el pequeñ o y profundo silló n junto a la
chimenea vacía e intenté leer. Pero mi mente seguía divagando, distraída por
pensamientos sobre muslos gruesos y abdominales firmes.
No sabía qué demonios me pasaba. Había visto hombres desnudos antes.
Diablos, Saint tenía el cuerpo de un dios, y hacíamos interminables escenas juntos
semidesnudos sin que yo ni siquiera pestañ eara. En lo que a mí respecta, él só lo era un
escenario. El imbécil de Greg también tenía un cuerpo espectacular, que yo apreciaba
muy bien, bueno, antes de descubrir que estaba habitado por un imbécil tramposo.
Pero este recuerdo caliente y palpitante de Lucian desnudo me perturbaba
mucho. Quería tocarlo. Quería pasar mi lengua por el pulcro valle entre sus
abdominales para recoger esas gotas de agua, poner mi boca en su apretado
pezó n y acariciarlo, hacerlo gemir y estremecerse.
―Oh, por el amor de Dios ―exclamé, tirando mi Kindle a un lado y levantá ndome.
La lectura era una causa perdida. Necesitaba aire.
Como no podía quitarme la imagen de Lucian de la cabeza, la exorcizaría
enfrentá ndome a la escena del crimen; iría a nadar. Tal vez un fresco chapuzó n en el
agua lavaría mi pecado de voyeurismo.
Decidí ignorar los bikinis que había traído, y me puse un conservador bañ ador
azul pá lido con el que podía nadar sin preocuparme de que se me subiera o resbalara.
Era consciente de la hipocresía que suponía no querer exhibir mi cuerpo ante
cualquier observador potencial cuando la noche anterior había sido culpable de
quedarme embobada. Pero no quería llamar la atenció n. Quería nadar.
Claro que sí, Em. Sigue diciéndote a ti misma que eso es todo lo que quieres.
KRISTEN CALLIHAN
Le dije a mi voz interior que se callara y me puse un vestido amarillo sobre la
cabeza.
Untada de crema solar y con el sombrero en su sitio, tomé la bolsa de la piscina y
salí.
Los terrenos que rodean la casa principal estaban vacíos. A lo lejos, escuché el
sonido de un cortacésped o tal vez de unas tijeras de cortar setos, así que había gente
en alguna parte. Sal me había dicho que pensaba pasar el día comprando telas en
Santa Bá rbara. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo Amalie, pero no quería
presionarla. En cuanto a él, dijo que estaba renovando las otras casas de huéspedes.
Había visto dos de ellas escondidas al otro lado de la propiedad, mucho má s remotas
que la mía. Así que tal vez estaba allí.
No importaba. Tampoco estaba aquí por Lucian. Aun así, los nervios saltaron y
golpearon en mi vientre mientras me acercaba a la piscina. Los tacones de mis
sandalias chasqueaban sobre los adoquines de terracota. La piscina estaba inmó vil y
de un azul intenso bajo el sol. Y aunque estaba aquí para nadar, pasé por delante de
ella, como si Lucian pudiera salir de sus profundidades y mirarme. Lo cual era ridículo,
dado que el agua era cristalina, sin un hombre caliente a la vista.
En el extremo má s alejado de la piscina había una casa de piscina con columnas
italianas que sostenían una terraza cubierta de glicinas. Las puertas de cristal de la
casa de la piscina estaban abiertas. No pude evitar echar un vistazo. El encantador
saló n estaba decorado al estilo rural francés, con paredes de color azul petirrojo,
alfombras de sisal, sofá s de lino de color amarillo desteñ ido y bonitas lá mparas de
alabastro con pantallas azules colocadas aquí y allá .
A un lado había una cocina pequeñ a y, detrá s de un par de cortinas de damasco
azul abiertas, una cama de hierro blanco estaba metida en la alcoba del otro extremo.
Había varias obras de arte en el suelo, apoyadas contra la pared. Junto a ellas había
una caja llena de pequeñ os jarrones y diversos objetos decorativos.
Alguien seguía colocando las cosas o llevá ndoselas. Entonces me fijé en el par de
vaqueros desteñ idos que estaban tirados en un bulto al final de la cama, con las botas
de trabajo bien usadas tiradas al lado.
La sangre acudió a las yemas de mis dedos y luego volvió a mis mejillas. Conocía
esos vaqueros.
Era su habitació n. Mierda, mierda, mierda.
Con el corazó n palpitante, giré para salir corriendo y casi me estrellé contra un
pecho ancho. Doble mierda. El calor me quemó las mejillas mientras hacía una mueca,
deseando alejarme de este lugar. Pero no fue así.
KRISTEN CALLIHAN
El profundo rumor malhumorado de su voz cortó el espeso silencio.
―¿Te ayudo con algo, Em?
Tragá ndome mi dignidad, incliné la barbilla -porque era así de alto- y me
enfrenté a él. Un escalofrío me recorrió ante la frialdad de sus ojos verde pá lido.
Me inspeccionó , como si hubiera encontrado una rata en su habitació n.
Me lamí los labios secos e intenté hablar. Las palabras se escaparon en una
pregunta aguda y crepitante.
―¿No?
Los ojos glaciales se entrecerraron.
―¿No lo sabes? ¿Es algo que tenemos que discutir? ¿Tu propensió n a responder
a las preguntas con un incierto no?
Ugh. Este hombre no iba a convertirme en una tonta. Levanté la barbilla, lo que
desgraciadamente hizo que mis tetas salieran al exterior, aunque él no pareció darse
cuenta.
―Estaba a punto de ir a nadar.
Dios, eso sonó ridículo.
Su ceñ o se frunció , como si estuviera de acuerdo.
―La piscina es por ahí, Em.
Em. Me gustó la forma en que dijo mi nombre; tanto sentimiento en una sílaba.
Pero no el humor petulante en sus ojos.
―Soy consciente.
―¿Y qué? ¿Decidiste fisgonear aquí primero?
Si a estas alturas no estaba del color de un tomate, era algo cercano. No importa.
Actúa.
―No, no decidí fisgonear. Me paseé por la piscina, vi la puerta abierta y...
―Fisgoneaste.
Gruñ í. Al menos, sonó como un pequeñ o gruñ ido. Lucian hizo una doble toma,
pero mantuvo su expresió n pasiva y poco impresionada.
―Fisgonear implica que estaba revisando tus cosas. Echar un vistazo al interior
de una habitació n es má s bien una... ―La voz se me cortó mientras luchaba por
encontrar la palabra adecuada.
KRISTEN CALLIHAN
Con un gruñ ido dudoso, cruzó sus fornidos brazos frente a su pecho y me lanzó
una mirada que indicaba claramente que sabía que yo estaba llena de mierda, pero
que disfrutaba de que yo intentara salirme con la mía.
Maldita sea. Dejé escapar un suspiro.
―Está bien. Me disculpo por fisgonear. No era mi intenció n. Es só lo una
habitació n muy bonita. ―Demasiado bonita para ti, añ adí en silencio.
Extrañ amente, estaba bastante segura de que había escuchado la crítica no
expresada. Sus labios se movieron, llamando mi atenció n. Eran pá lidos contra el
oscuro desaliñ o de su mandíbula y barbilla sin afeitar. Pá lidos y anchos. Una boca
mó vil, habría dicho Tate. El tipo de labios que eran expresivos, besables.
Excepto cuando presionaban en plano. Con una sacudida me di cuenta de que
había estado mirando.
―¿Has terminado?
Me estremecí ante la pregunta formulada sin rodeos. Dios, ¿lo estaba? Quería
volver a mirarlo. Lo cual era horrible teniendo en cuenta que estaba molesto y
malhumorado y que obviamente quería que me fuera.
Hazte la tonta.
―¿Con qué? ―Sí, muy suave, Em. Muy suave.
Suspiró , lenta y largamente, como si estuviera tratando con una imbécil. Hay que
reconocer que en ese momento me sentía un poco como una.
―¿Ya has mirado? ―Sonaba agradable, como si fuera a ofrecer pronto un té.
Maldita sea, interpreté a una princesa malvada. Una que nunca se puso nerviosa.
Alcanza esa dignidad remota, Em.
―Sí, he terminado.
―¿No vas a pedir un tour? ―Oh, eso sí que fue bonito.
―No, gracias. Ya he visto suficiente.
Extrañ amente, no se movió . Tendría que bordearlo para salir. No es que vaya a
someterme a esa humillació n. Levanté las cejas, dejando que la pregunta surgiera en
mis ojos. ¿Iba a apartarse de mi camino o qué?
No lo hizo. Me miró fijamente, con dureza, sin concesiones. Pero entonces su
mirada bajó , só lo una fracció n de segundo, por mi cuerpo. Lo sentí en los dedos de los
pies. Como si estuviera irritado por el desliz, gruñ ó y volvió a mirarme, pero parecía
má s molesto consigo mismo que conmigo.
KRISTEN CALLIHAN
Aun así, no me sentía precisamente muy caritativo en ese momento.
―¿Has terminado?
―¿Terminado?
Sonreí dulcemente.
―De mirarme fijamente.
Hizo una pausa, con aquellas pestañ as absurdamente largas que se movían
cuando parpadeaba. Entonces fue como si se encendiera una luz en su cabeza, y una
sonrisa lenta y fá cil se extendió por su rostro. Eso lo transformó . De bruto melancó lico
a hombre hermoso.
El hielo se derritió de su mirada, convirtiendo esos ojos verdes en cristal de mar
translú cido. Aquella mirada me atraía, era imposible apartar la vista de ella, aunque un
pinchazo de advertencia me recorriera la espina dorsal, porque había que tener en
cuenta aquella sonrisa maligna.
Luego habló con un profundo y meloso acento.
―¿Cuá l es el límite de tiempo aceptable? ¿Cuá nto tiempo te quedaste mirando
anoche?
Oh, no, no, no.
La sangre salió de mi cara en forma de espinas calientes de horror. Un sonido
estrangulado escapó de mis labios.
Lucian se inclinó hacia mí, lo suficientemente cerca como para que pudiera oler
el chocolate amargo y las naranjas dulces. ¿Por qué tenía que oler a postre?
Sonaba aú n mejor: a crema caliente y miel.
―¿Te ha gustado lo que has visto? ―La pregunta onduló sobre mi piel, se me
metió en los huesos, una suave caricia que me retó a responder que sí.
Antes de que pudiera hacerlo, continuó , con esa suave voz agudizada por el
cinismo.
―¿O eres una fisgona perpetua?
Mis ojos se abrieron de golpe. No me había dado cuenta de que los había cerrado.
O de que se había acercado tanto. Podría estirar la mano y tocarlo si quisiera. Frotar
las palmas de las manos sobre los firmes planos de su pecho... entonces me di cuenta
de lo que había dicho. El desprecio, el sarcasmo.
Una rá faga limpia de ira surgió . Porque otra cosa quedó perfectamente clara.
―Sabías que estaba allí desde el principio.
KRISTEN CALLIHAN
No se inmutó .
―Sí, lo sabía.
No quería encontrar eso excitante o caliente. Pero lo hice. Maldita sea. Pero yo
era una actriz. Podía fingirlo.
―Bueno, entonces supongo que tengo que preguntar, ¿realmente esperabas que
rechazara un espectá culo ofrecido tan gratuitamente? ―Cuando parpadeó
sorprendido, solté una carcajada de reproche―. ¿Quién iba a sospechar que eras un
exhibicionista? Dime, ¿te excita saber que te estoy mirando? ¿O cualquiera que mirara
lo haría?
Lucian soltó una carcajada, como si no pudiera creer mi audacia pero le
gustara. Bajó los pá rpados y su mirada se dirigió de nuevo a mi boca. Y todo se volvió
nebuloso, el aire entre nosotros era demasiado pesado. El rumor de su voz me recorrió
la piel, me lamió los muslos temblorosos.
―¿Realmente quieres que responda a eso, Em? ¿Sabiendo que podría no gustarte
mi respuesta?
Oh, la arrogancia. Inspiré, dispuesta a reñ irle. Sus ojos brillaban con chispas
ardientes, como si quisiera que me echara sobre él, como si fuera la excusa que
necesitaba para hacer lo mismo.
Pero no era violencia lo que imaginaba. Era sexo. Frenético, sudoroso, furioso...
Una voz cadenciosa y divertida irrumpió en mis pensamientos desordenados.
―Qué maravilloso es ver que se llevan tan bien.
Como si hubiéramos recibido una descarga, los dos nos enderezamos y nos
volvimos como un solo hombre hacia la voz.
Con el aspecto de una Endora morena y bruja, Amalie se encontraba en la puerta
abierta con una pequeñ a sonrisa en sus finos labios de color rosa intenso.
―Deja de jadear sobre nuestra invitada, Titou.
Cuando él gruñ ó por lo bajo en su garganta, ella sonrió má s ampliamente.
―Vaya, pero si está n agitados. Tal vez les vendría bien refrescarse un poco en la
piscina.
Con eso, se dio la vuelta y se alejó , dejá ndonos intercambiar una larga mirada
inquieta má s antes de que Lucian se marchara. En cuanto se fue, mis hombros se
hundieron, y respiré con dificultad. El hombre era demasiado potente. Y Amalie tenía
razó n; definitivamente necesitaba un largo bañ o para refrescarme.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Siete
Lucian

¿Qué dicen de los planes mejor hechos? Había echado por tierra mi plan de
mantenerme alejado de Emma. Peor aú n, Mamie nos había atrapado... discutiendo... y
creía saber algo que en realidad no sabía. Ahora sería implacable.
Recogí mi masa y la amasé, empujando con las palmas de mis manos, y luego
recogiendo la masa fría y elá stica con mis dedos, una y otra vez. Era hipnó tico.
Necesario.
Cuando el hockey era mi vida, descargaba mis frustraciones en el hielo. Aunque
só lo fuera para atarme los patines y salir por mi cuenta. Podía pasar horas en el hielo,
simplemente volando.
Sin poder evitarlo, cerré los ojos y recordé. Casi podía sentir el aire helado en mi
cara, el sutil deslizamiento de mis patines. Casi podía escuchar el ruido de mi bastó n
sobre el hielo, la sensació n de golpear el disco.
Mi pecho se apretó . Se endureció .
Joder.
Abriendo los ojos, volví a amasar, agarrando la masa para golpearla con fuerza
sobre la encimera. Había elegido un buen pan de molde de masa madre para hacer,
sabiendo que la masa requeriría mucho amasado para que el gluten se pusiera en
marcha.
Esta era mi terapia ahora. Hornear y, en menor medida, cocinar. La precisió n y la
concentració n necesarias para crear algo realmente excepcional abarrotaban mi
cerebro y no dejaban espacio para todos los demá s pensamientos oscuros y
retorcidos. Al menos durante un tiempo.
Pero no pude sacarme a Emma Maron de la cabeza. Lo cual era un problema. La
culpa era mía por seguir relacioná ndome con ella. Pero, ¿qué debía hacer cuando
entraba en mi casa temporal y encontraba a una princesa de las hadas mirando a su
KRISTEN CALLIHAN
alrededor con ojos azules muy abiertos? Tenía que sacarla de mi espacio. Pensé que se
asustaría fá cilmente y huiría.
En lugar de eso, me había engañ ado y me había dejado duro y dolorido por ella.
Quería saber si importaba quién me viera desnudo. Como si hubiera alguna duda.
La había visto en el pequeñ o balcó n en el momento en que me acerqué a la
piscina. Había sido un leve shock, pero no lo suficiente como para detenerme. Saber
que ella estaba mirando había sido una pequeñ a excitació n, una pequeñ a emoció n en
mi vida, que de otro modo sería muy tranquila. Incluso jugué con ello, saliendo de la
piscina de una manera que sabía que le permitiría ver todo. No me había excitado,
exactamente. Mi corazó n había estado demasiado cargado de viejos recuerdos la
noche anterior. Pero había sido algo diferente, algo fuera de la rabia y la frustració n a
fuego lento que normalmente llevaba.
Cuando levanté la vista y vi que se había ido, me sentí extrañ amente
decepcionado. Tonto. A pesar de nuestro acalorado intercambio, no iba a intentar nada
con Emma. Só lo quería estar solo.
Sí, yo era todo una Greta Garbo cualquiera. También era un mentiroso.
La verdad apenas se había cristalizado en mi cabeza cuando Sal entró , con un
caftá n de seda azul y pú rpura que era el mismo que llevaba hoy Amalie.
―Tienes que dejar de vestirte exactamente como Mamie ―dije a modo de
saludo―. Me está volviendo loco.
Se detuvo al otro lado del mostrador.
―No me digas que tienes un problema con los hombres que tienen un gusto
fabuloso en la ropa.
―Por favor. ¿Quién te trajo ese vestido amarillo plá tano tan caro que tenías que
tener cuando estuvimos en París hace cinco añ os? Si era fabuloso es discutible.
La mirada de disgusto de Sal casi me hace sonreír.
―Só lo tú te referirías a un magnífico vestido de alta costura de Tadashi Shoji
como un vestido amarillo plátano sobrevalorado. De verdad, Luc, qué falta de respeto.
―Se drapeaba y era amarillo.
―Ugh. ―Sal suspiró dramá ticamente, luego me miró ―. No me visto como Amalie.
―Sí, lo haces. A la perfecció n, como diría Amalie. ―Lo miré antes de volver a
mi pasta―. Incluso llevas el mismo tono de pintalabios que ella lleva hoy.
Sal se miró en el reflejo de una olla de cobre colgada y luego frunció el ceñ o.
KRISTEN CALLIHAN
―Mierda. Tienes razó n. Nos estamos fusionando.
―No puedo manejar dos Mamies ahora mismo. Una es má s que suficiente.
Su risa era autodespectiva, porque ambos conocíamos el poder de Mamie; sin
siquiera intentarlo tenía una forma de envolverte en su mundo.
―Bien. Dejaré los Pucci a Amalie. Pero no voy a renunciar a mis Dolce o Chanel.
―Aparte de Chanel, no sé qué es ninguna de esas cosas.
―Pero sí conoces a Chanel.
―¿No lo hace todo el mundo? ―No me molesté en mencionar que a Cassandra le
encantaba todo lo relacionado con Chanel -no el perfume particular de Amalie, gracias
a Dios-, pero había estado en el extremo receptor de suficientes facturas como para
conocer la casa de moda y temerla. A Cassandra le gustaba ir de compras. Mucho.
Fue un alivio darme cuenta de que no la echaba de menos. Ni siquiera la idea de
ella. Golpeé la masa sobre la encimera con un golpe satisfactorio y luego miré a Sal. Lo
conocía de toda la vida, pero mientras yo me convertía en una sombra de lo que había
sido, él se había convertido en un hombre de provecho.
Mis dedos se hundieron en la masa suave y elá stica.
―Te conoces y te gustas exactamente como eres, Sallie. Eso es algo raro.
En cuanto salieron las palabras, me sentí expuesto. Crudo. Conteniendo una
mueca, me concentré en mi tarea. Pero sentí su silenciosa piedad a lo largo de mi piel.
Invadió mis pulmones como el olor agrio de la leche quemada.
Pero cuando levanté la vista, descubrí que sus ojos estaban llenos de
comprensió n y de un afecto solemne que me hizo comprender que éramos má s
hermanos de lo que ninguno de los dos había reconocido.
―Luc, ¿se te ocurrió alguna vez que encontré esa confianza, en parte, gracias a ti?
Sorprendido, negué con la cabeza.
Sal sonrió débilmente.
―Significaba algo para este chico raro que un gran bruto del hockey lo aceptara
sin rechistar. Significaba algo que estuvieras dispuesto a tirarte al suelo si alguien me
miraba mal.
Tragué grueso.
―Algunas personas son imbéciles. No podía quedarme de brazos cruzados y
dejar que alguien se cagara en ti.
KRISTEN CALLIHAN
―Lo sé. Ese es mi punto, Luc. Ninguno de nosotros vive en el vacío. A veces
tenemos que aceptar el apoyo de otros.
El infierno.
Me quedé mirando el mostrador, sin saber qué decir.
El momento se alargó y luego se rompió tan limpiamente que fue como si no se
hubiera dicho nada. Sal volvió a tararear y a observar có mo trabajaba la masa.
―¿Necesitas algo? ―Pregunté, sabiendo que él y Amalie habían decidido hacer
equipo con el tema de Emma.
Dá ndome la razó n, Sal se encogió de hombros y se enderezó las mangas de su
caftá n.
―Pensé que te gustaría saber có mo fue el desayuno esta mañ ana.
El desayuno que Sal tomó con Emma. Contra mi voluntad, mi ritmo cardíaco se
aceleró .
―No lo hago.
Sal le dio a esa mentira el respeto que merecía.
―A tu chica no le gustó el pain aux raisins.
―No es mi... ¿no le gustaron los rollos? ―No debería haberme molestado. El
gusto es subjetivo; a la gente le gustan cosas diferentes. Pero... a ella no le gustaban.
Sal tomó una galleta de gouda y romero de una bandeja que tenía enfriando.
―No le gustan las pasas. Pero devoró el yogur con una pasió n casi orgá smica.
Mis abdominales inferiores se pusieron calientes y tensos en respuesta. De
repente, me sentí resentido con Sal por ser el ú nico que había visto eso. La culpa era
mía; le había enviado con la cesta del desayuno en lugar de entregarla yo mismo.
Me concentré en mi masa y en la informació n no orgá smica que me había dado
Sal.
―Entonces, no pasas.
¿Y entonces qué? ¿Croissant? ¿Pain aux chocolat? ¿Chaussons aux pommes?
―A ella también le gustaba la fruta ―dijo Sal, interrumpiendo mis pensamientos.
Sonrió , mordisqueando la galleta―. Aunque no puedes atribuirte el mérito de eso.
Mírame, amigo.
Había recogido esa fruta, la había limpiado y la había cortado con el grosor
justo. Esa era mi fruta. Cada bocado que se había llevado a la boca, cada gemido de
KRISTEN CALLIHAN
placer que había emitido, había sido gracias a mí. Y joder, eso me excitaba tanto que
me temblaban las manos.
Le gustaba la fruta. Entonces probaría los chaussons aux pommes. Me
sorprendería que a la mujer no le gustaran las empanadas de manzana.
―Planeando tu pró xima forma de seducció n culinaria, ¿verdad? ―Sal robó otra
galleta.
―Deja de comerlas. Son para el almuerzo.
―Oh, ¿y con qué los vamos a tener?
―Manzanas y peras en rodajas, miel de lavanda y quesos. Sopa de tomate... ―Vi la
cara de suficiencia de Sal y lo fulminé―. ¿Sabes qué? Consigue tu propio almuerzo.
―Alguien está malhumorado.
―Hmm.
―Tal vez deberías ir a nadar.
―Tal vez deberías irte...
―Temperamento, temperamento, grandote. ―Sal agarró una pera esta vez―. Los
dos sabemos que eres gruñ ó n porque está s cachondo.
―Es como si no valoraras tu vida.
―Amalie te mataría si dañ aras un pelo de mi hermosa cabeza, así que creo que
estoy a salvo.
―No cuentes con ello.
Sal puso los ojos en blanco, sin intimidarse lo má s mínimo.
―Déjalo. Eres todo un malvavisco por dentro, Oz. Nadie que cocine como tú
puede poseer otra cosa que un corazó n dulce.
Con un gruñ ido de disgusto, golpeé la masa sobre el mostrador y conté en
silencio hasta diez. Se suponía que este lugar era un refugio contra el estrés. Hasta
ahora, tenía a una abuela tratando de hacer de celestina, a una actriz llevá ndome al
exhibicionismo y a un estilista de moda sacá ndome de quicio.
Sal lanzó la pera de mano en mano como si fuera una pelota.
―¿Por qué niegas que la quieres?
Atrapé la pera en el aire y la puse sobre la encimera.
―¿Me está s viendo negarlo?
KRISTEN CALLIHAN
Eso lo atrapó .
Hizo una pausa, sin inmutarse.
―Bueno, demonios. Entonces, ¿cuá l es el problema?
Muchas cosas.
―Esa mujer es del tipo que mantienes. ―Para siempre―. No estoy en el mercado
para eso. Y créeme; ella tampoco está en el mercado para lo que yo puedo ofrecer.
―¿Así que te vas a quedar aquí todo el tiempo, batiendo la pasta?
―Ja. ―De repente, la cocina me pareció demasiado pequeñ a. Hice rodar mis
hombros rígidos, pero no se aliviaron. A la mierda―. ¿Quieres salir de aquí? ¿Tomar
algo?
Las cejas perfectamente depiladas de Sal se arquearon.
―Es casi la hora de comer.
Me desaté el delantal y lo colgué en el gancho junto a la despensa.
―Amalie y Emma pueden averiguar có mo servirse ellas mismas.
La sola idea de que la pequeñ a Señ orita Fisgona invadiera mi cocina me recorrió
la piel como la explosió n de un horno que se abre. Volví a rodar los hombros.
―¿Vienes?
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Ocho
Lucian

Lecció n aprendida: nunca subestimes a Sal. Era tan há bil como su pompadour de
Elvis. Está bamos en el camino hacia el frente de la casa cuando nos encontramos con
Emma.
Había terminado de nadar -algo en lo que yo había hecho todo lo posible por
no pensar- y se dirigía a su bungalow. ¿Pero eso impidió que Sal la llamara hacia
nosotros? Ni siquiera un poco. Lo hizo con un regocijo apenas disimulado.
Tampoco le impidió invitarla a comer con nosotros. El hombre sabía muy bien
que yo había estado tratando de alejarme de ella. Pero no iba a ser grosero y protestar.
Así que cuando su mirada azul intenso se dirigió a la mía, dudando de que quisiera que
viniera, me sentí obligado a aguantar e insistir en que se uniera a nosotros.
Así que aquí está bamos, en mi restaurante de hamburguesas y batidos favorito,
con vistas a la playa de arena pá lida y al océano azul brillante má s allá . Rodeada de
playeros y surfistas, Emma destacaba como un mini sol, atrayendo miradas codiciosas
o curiosas. Ella parecía no darse cuenta. No sé si alguno de ellos la reconoció ; llevaba
unas grandes gafas de sol blancas y un sombrero blanco adornado con margaritas
amarillas. Debería parecer ridícula, pero al igual que Sal, tenía un estilo que le
funcionaba.
A Sal, sin embargo, podía ignorarlo con facilidad. Era casi imposible ignorar a
Emma. La sentía entera a lo largo de todo mi cuerpo, como si pasara
constantemente su delgada mano por mi piel. Era muy desconcertante.
Se me erizó la piel cuando dejó la bandeja sobre la mesa y se sentó a mi lado para
contemplar el océano con un suspiro de satisfacció n.
―He echado de menos el sur de California.
―¿Cuá ndo fue la ú ltima vez que estuviste aquí? ―Me encontré preguntando.
KRISTEN CALLIHAN
―Hace ocho meses. ―Su boca afelpada se inclinó iró nicamente―. No es tanto
tiempo, lo sé. Pero lo parece. ―No pude ver sus ojos detrá s de las gafas, pero sentí su
mirada igualmente―. ¿Y tú ? ¿Eres originario de California?
Hablar de mi antigua vida era un tema un poco delicado. Pero obviamente ella no
tenía ni idea de quién era yo, y saber dó nde vivía no cambiaría eso.
―Crecí en Evanston, Illinois. Mi padre, el hijo de Amalie, era conservador del
Instituto de Arte de Chicago. Conoció a mi madre en su primer añ o allí; ella se
especializaba en restauraciones de cuadros.
―Vaya.
―Sí. ―Había crecido rodeado de arte y belleza, mis padres esperaban que
siguiera sus pasos académicos. Y sin embargo, no habían parpadeado cuando se hizo
evidente que el hockey iba a ser mi vida. Me alentaron porque había encontrado mi
pasió n―. He vivido aquí y allá . He estado en Washington, DC, durante el ú ltimo par de
añ os.
―Eso es un gran cambio.
Sabía hacia dó nde se dirigía esto. ¿Por qué me fui? ¿Qué hice allí? Lo atajé lo
mejor que pude.
―Era el momento. Amalie necesitaba ayuda.
Una gran mentira, Oz. Necesitaba a Amalie mucho má s de lo que ella me
necesitaba a mí.
Tenía veintiocho añ os y había corrido a mi abuela para lamer mis heridas.
Afortunadamente, Sal finalmente recibió su orden y se unió a nosotros.
―Hamburguesas y cerveza. ―Dejó su bandeja―. Y pensar que dejamos atrá s esa
sopa de tomate y una tabla de quesos artesanales.
―No tenías que venir. ―Le dirigí una larga mirada habladora.
Que él ignoró .
―¿Y perderme todo esto?
Todo esto lo englobó agitando su mano entre Emma y yo y luego, muy
débilmente, hacia la comida. La sutileza no era el estilo de Sal.
Emma frunció el ceñ o, aparentemente sin darse cuenta de la guerra de miradas
que se estaba produciendo entre Sal y yo.
―¿Nos hemos dejado la comida? Ahora me siento mal. Todo lo que he comido en
Rosemont es tan delicioso que odio pensar que se desperdicie.
KRISTEN CALLIHAN
Y si eso no fue increíblemente gratificante. Tuve el impulso de tirar nuestras
hamburguesas a la basura y arrastrarla de vuelta a casa para poder alimentarla.
Gruñ í y tomé un sorbo de mi cerveza embotellada.
―Amalie se lo comerá .
Emma parecía ligeramente apaciguada. Pero el pequeñ o surco entre sus
delicadas cejas se mantuvo.
―He oído que el chef era temperamental.
Sal se atragantó con su hamburguesa. No estaba aceptando apuestas sobre quién
le dijo a Emma esa pequeñ a informació n.
Lo miré de reojo antes de contestar.
―Puede ser.
―¿Lo has conocido?
Ahora sería el momento de aclarar las cosas. Só lo que ella podría no querer
comer mi comida una vez que se enterara. Yo no era exactamente su persona favorita.
―Vivo en la finca. Por supuesto que sí.
―¿Có mo es él? ―Definitivamente estaba construyendo castillos en su cabeza.
―Temperamental.
Su boca se cerró de golpe antes de lanzar una mirada, sí, sentí esa mirada a
través de sus gafas de sol de bú ho.
―Eres molesto.
La saludé con mi cerveza. Ella frunció el ceñ o y me lanzó una servilleta hecha
bola. La servilleta se quedó a medio metro de mi plato y me reí.
Sacudiendo la cabeza como si yo no fuera má s que una pequeñ a molestia, Emma
tomó una patata frita y pinchó su montó n de ketchup.
―Por alguna razó n, me cuesta imaginarme a Amalie aguantando al personal
difícil.
Esto era cierto. Me sorprendió que Emma entendiera tanto sobre mi abuela.
Por otra parte, tal vez no debería. Emma era demasiado observadora.
Me encogí de hombros con aburrimiento.
―Ella tiene una debilidad por él.
KRISTEN CALLIHAN
―Oh, son... ―Su cara se iluminó mientras sonreía―. Ya sabes, ¿se gustan el uno al
otro?
Sal se atragantó tanto con su hamburguesa que se le escaparon trocitos. Para su
mortificació n.
―Voy a tener pesadillas ―murmuró , limpiando frenéticamente la mesa con la
servilleta. Só lo yo sabía que no se refería al desastre.
―No todo es sexo, Snoopy1.
―No creo que todo sea... ¿Có mo me has llamado? ―Se quitó las gafas. Chispas de
indignació n salieron de sus ojos. Era una buena mirada para ella―. ¿De verdad me has
llamado Snoopy?
Sonreí, sintiéndome má s ligero que en toda la mañ ana.
―¿Parker el entrometido te funciona mejor?
―Ni siquiera un poco, Magic Mike.
―Mike bailó . No nadó .
La nariz de la princesa Anya se levantó un poco.
―É l hizo un cierto tipo de espectá culo. Esa es la cuestió n.
―Un tipo que aparentemente te gusta ver.
Sus mejillas se sonrosaron mientras se erizaba. Empecé a reírme de nuevo, pero
entonces vi a Sal, que tenía el teléfono en alto y apuntaba hacia nosotros.
―¿Qué demonios está s haciendo?
Me había olvidado de él. Lo cual, hay que reconocerlo, era fá cil de hacer cerca de
Emma.
―Filmando esto para Amalie. Estará encantada.
―¡Sal! ―Emma siseó , horrorizada.
Se apiadó de ella y puso el teléfono boca abajo sobre la mesa.
―Bromeo. No voy a enviar nada a Amalie. Eso sería una grave violació n de la
privacidad.
Resoplé, y él me dedicó una sonrisa beatífica.
―Lo dejaré para má s tarde cuando quiera molestar a Oz.
―No necesitas un video para eso, Sal.

1 Snoopy: diminutivo de Snoop, que significa: Fisgó n


KRISTEN CALLIHAN
Sal me hizo un gesto, con su uñ a de color rosa intenso como un signo de
exclamació n, pero luego se rió y se sentó a beber su batido.
―Es rá pido, Emma. Muy rá pido.
Sabía que estaba bromeando. Pero me resultaba demasiado cercano, cuando los
chicos me llamaban Su Rapidez.
Pies rá pidos, manos rá pidas.
Podía oírlos en mi cabeza. Mis chicos.
Su Rapidez está en ello. Te pones esas zapatillas de rubí y nos llevas a Ciudad
Esmeralda, ¿Oz?
Cosas estú pidas. Mierda que dijimos para que nos animá ramos, para quitarnos la
presió n. Extrañ é cada maldito segundo.
―Has conseguido que vuelva a gruñ ir, Sal ―dijo Emma, malinterpretando mi
repentino cambio de humor. Se elevó ligeramente, junto con mi ritmo cardíaco,
cuando se acercó y me dio una palmadita en el antebrazo―. No te preocupes, Honey
Pie2; te pondrá s bien.
―¿Honey Pie? ―Mi voz sonaba demasiado á spera.
Se encogió de hombros con elegancia.
―Algo que mi abuela solía decir cuando pensaba que yo estaba siendo petulante.
'No te preocupes, honey pie; el mundo seguirá girando'.
―¿Te molestó cuando lo dijo? ¿O lo creíste?
Emma sonrió ampliamente, mostrando esa deslumbrante sonrisa que los fans y
la prensa adoraban.
―Un poco de las dos cosas.
Dios, quería devolver esa sonrisa. Quería muchas cosas. Una cosa era que me
gustara su aspecto. Otra cosa era que me gustara. Y lo hice. Me gustaba mucho.
―Son muy guapos ―dijo Sal.
La sonrisa de Emma cayó .
―Y tú eres una burla horrible. Deja de atormentar a Lucian.
―Necesita má s tormentos de ese tipo, si me preguntas.
Se apartó de la mesa.

2 Honey Pie: Pastel de miel


KRISTEN CALLIHAN
―Voy por una Coca-Cola Light para acompañ ar este batido. ¿Alguien quiere algo?
Cuando ambos negamos con la cabeza, se marchó y se hizo el silencio entre
Emma y yo.
―¿Por qué te llama Oz? ―Preguntó de repente.
Esperaba que se perdiera eso. Pero Emma se perdió muy poco.
―Mi apellido es Osmond. Algunos me llaman Oz. ―Me hice con una sonrisa de
suficiencia―. ¿Vas a decirme que ahora no parezco un mago divertido?
Se rió .
―Para ser justos, no hay nada pequeñ o en ti.
Mi abdomen se calentó .
―Ni una maldita cosa, honey pie.
―Ciertamente no tu ego.
―No es ego cuando es verdad.
Emma puso los ojos en blanco y tomó su agua para dar un trago. Su mirada se
dirigió a Sal, que estaba en la cola.
―¿Tienes la sensació n de que Sal y Amalie está n tratando de juntarnos?
―Te has dado cuenta de eso, ¿verdad?
Su nariz se arrugó .
―No son precisamente sutiles al respecto.
No parecía molesta, sino má s bien avergonzada. No estaba seguro de có mo
sentirme al respecto, así que no me molesté en hablar de ello.
―No. ―Tomé un sorbo de cerveza―. No lo son.
Emma apoyó un antebrazo en la mesa y se inclinó hacia ella, trayendo consigo su
ligero y dulce aroma.
―No te preocupes. Me mantendré fuera de tu camino.
Y entonces me di cuenta. Ella buscaba mi comodidad. Acabaría marchá ndose si
pensaba que yo lo quería. La verdad estaba ahí en su expresivo rostro.
―No lo hagas. ―La palabra se soltó sin mi permiso.
¿Qué demonios, Oz?
Un ceñ o de confusió n se formó entre sus cejas.
KRISTEN CALLIHAN
―¿Qué?
Todavía puedes arreglar esto. Retrocede, imbécil. Retrocede.
―No te apartes de mi camino.
Idiota.
La sorpresa suavizó sus rasgos mientras su mirada añ il recorría mi rostro,
tratando de leerme. No sabía có mo podía hacerlo, cuando yo ni siquiera podía
entenderme a mí mismo.
―Es ridículo ―solté―. Tratar de evitar al otro só lo porque está n aburridos y han
visto demasiados episodios de The Bachelor.
La diversió n iluminó sus ojos.
―¿No querrá s decir "The Bachelorette"?
Oculté mi sonrisa tomando otro sorbo.
―He dicho lo que quería decir.
―Lo has entendido mal. Definitivamente soy el premio.
Sí, lo es.
―Lo que tú digas, Snoopy.
Se reía, un sonido glorioso que bailaba sobre mi corazó n y me arrancaba el
aliento de los pulmones. Un hombre podría ser persuadido de hacer tonterías para
escuchar esa risa una y otra vez.
Al parecer, no fui el ú nico afectado. Las cabezas se volvieron hacia nosotros, y fue
entonces cuando ocurrió .

***

Emma

Me gustaba Lucian. Esto era preocupante, porque a pesar de sus bromas y su


rá pido ingenio, era el hombre má s cerrado que había conocido en mucho tiempo. Pero
KRISTEN CALLIHAN
me hacía reír, incluso cuando fingía ser un gruñ ó n. Fingía porque estaba claro que se
lo estaba pasando bien.
No tanto por sus modales, sino por las arrugas alrededor de sus ojos de jade
cuando reprimía una carcajada y por la forma en que sus anchos hombros se relajaban
cuanto má s nos enfrentá bamos. Sabía que incluso disfrutaba de que Sal lo pinchara; la
suya era una amistad extrañ a, en la que ninguno de los dos parecía querer admitirlo.
Lucian porque era evidente que no quería admitir que era feliz por nada. Sal era má s
bien un misterio, pero tuve que preguntarme si, a pesar de su extravagante coraza
exterior, era en realidad un poco tímido.
O tal vez estaba llena de eso e imaginando cosas que no existían.
Sin embargo, no me imaginaba la forma en que Lucian me miraba ahora. Aquel
ceñ o severo se relajó , sus ojos se abrieron un poco, como si estuvieran sorprendidos, y
sus labios se separaron. Parecía... asombrado. Al parecer, al escuchar mi risa.
Ese asombro me dejó sin palabras. Mis entrañ as se agitaron con una especie de
revoloteo divertido que no había sentido en añ os. No desde que tenía dieciséis añ os,
cuando el conmovedor artista y mi amor del instituto Michael Benton me había
sonreído. Ni siquiera ese momento había sido seguido por una fuerte patada en el
esternó n cuando mi corazó n comenzó a latir má s rá pido.
Esto era lo que ocurría cuando el gusto por alguien se mezclaba con la atracció n.
No deseada pero fuerte y pura. No sabía có mo ocultarlo o apartarlo. Só lo podía mirar a
Lucian con el mismo asombro. Me había prometido mantenerme alejada de la
atracció n superficial, pero ¿qué iba a hacer con esto? ¿Con él?
Mi risa había llamado la atenció n de la gente. Lo sabía a nivel instintivo,
perfeccionado después de que la fama me agraciara con su luz. Y aunque era una señ al
de que mi carrera era un éxito, la atenció n del pú blico también podía ser una molestia
cuando quería que me dejaran en paz.
Me puse en guardia cuando unos cuantos jó venes se acercaron a la mesa. Lo
curioso fue que Lucian también lo hizo, aunque estaban en su periferia. Su
conciencia de la situació n me sorprendió , pero de nuevo, tal vez quién era yo nunca
salió de su mente.
No me gustaba esa idea. La fama era un fenó meno extrañ o. La perseguías, pero
una vez que la tenías, nunca te sentías seguro ni a salvo. La paranoia sobre quién
estaba en tu vida por qué razones, el miedo a no ser nunca lo suficientemente bueno,
lo suficientemente popular. Apreté los puñ os en mi regazo y me odié a mí misma por
preocuparme por todo eso.
KRISTEN CALLIHAN
Pero la fama también tiene una forma curiosa de ponerte en ridículo. Algo que se
hizo evidente cuando el trío de jó venes pasó por delante de mí sin mirarme y se
dirigieron directamente a... Lucian.
Y él lo sabía. Todo su cuerpo estaba tenso, como si esperara un impacto. Yo só lo
podía quedarme sentado y mirar mientras estaba rodeado por lo que claramente eran
fans que lo adoraban.
―¡Oz! No puedo creer que seas tú .
Oz. Lo llamaban Oz como lo había hecho Sal. ¿Quién diablos era él?
Lucian trató valientemente de adoptar una expresió n fá cil, pero ahora lo conocía
lo suficiente como para saber que su sonrisa era falsa como el infierno.
―Hola, chicos.
―Oh, hombre, esto es totalmente genial ―dijo el rubio―. ¿Qué haces aquí, Oz?
―Almorzando.
Todos se rieron con la risa inestable de los que saben que han dicho lo obvio,
pero está n demasiado cautivados por la fama como para mostrar verdadera
vergü enza.
―Duro golpe lo de la Copa.
―No han sido lo mismo sin ti.
―No vas a dejarlo para siempre, ¿verdad?
Las preguntas salpicaron a Lucian como si fueran perdigones, y su expresió n se
volvió má s remota con cada golpe. Sal se apresuró a acercarse, con un aspecto má s que
aterrado. Los chicos no se dieron cuenta; estaban demasiado ocupados contemplando
a su ídolo.
―Ese golpe, hombre. Dios, se veía mal.
―Tuvo que doler mucho. ¿Lo recuerdas?
Lucian se levantó bruscamente. De forma leñ osa, como si cada centímetro de él
estuviera congelado por dentro. No tenía ni idea de lo que estaban hablando, pero
estaba claro que los demá s sí. Yo también me puse de pie, incapaz de quedarme
sentada cuando Lucian estaba a punto de salir corriendo.
―Tengo que irme, chicos. ―Su voz era un hilo demasiado tenso.
―Oh, hombre.
―¿Podemos hacernos una selfie?
KRISTEN CALLIHAN
Por un segundo, pensé que iba a estallar. Pero sonrió -má s bien con una mueca- y
respondió con un escueto:
―Claro.
Sin que nadie se lo pidiera, Sal intervino y tomó el teléfono, como si estuviera
versado en ello. Me quedé de pie, entumecida y confusa. Los jó venes posaron para
unas cuantas fotos con Lucian "Oz", y má s gente empezó a rondar, la multitud
murmuraba con mayor intensidad. ¿Có mo demonios lo conocía todo el mundo? ¿Por
qué yo no lo conocía?
Sin embargo, su rostro me había resultado familiar cuando lo vi por primera vez.
Pero no había sido capaz de situarlo. Y entonces abrió la boca, con un tono á spero y
brusco, y se convirtió simplemente en Lucian, un hombre atractivo pero cerrado al que
le gustaba nadar desnudo hasta altas horas de la noche y hacerme reír a pesar de mí
misma.
En el momento en que se hicieron las fotos, Lucian se despidió de los chicos con
una firmeza cortés. Tomó su bandeja sin mirar hacia mí, la tiró y empezó a alejarse,
como si estuviera en trance, dejá ndonos a Sal y a mí que nos apresurá ramos a
seguirlo o nos quedá ramos atrá s.
―¿Qué demonios? ―Siseé a Sal mientras lo seguíamos. Delante de nosotros,
Lucian caminaba con determinació n, con su gran cuerpo rígido como un tronco.
La expresió n de Sal estaba tensa de infelicidad.
―Es su historia para contar. Só lo sé que... va a ser complicado durante un tiempo.
¿Complicado? El hombre ya lo era.
Lucian abrió su camioneta, pero no nos saludó antes de subir. La camioneta era
de cuatro puertas, pero no iba a obligar a Sal a sentarse en el asiento trasero para
poder hacer preguntas. Me senté en el asiento trasero con la esperanza de ver a Lucian
por el espejo retrovisor. Pero no me dirigió la mirada.
Muchas veces había estado callado, melancó lico, sarcá stico, pero hasta ahora no
me había ignorado. Me sorprendió lo mucho que me molestaba. Era como si me
despertara y viviera por completo bajo su atenció n, só lo para apagarse cuando me la
quitaba. Nadie debería tener ese poder sobre mí. Pero no se sentía como una opresió n.
Se sentía correcto y real de una manera que me asustaba.
Pero lo peor era mi preocupació n porque estaba herido. El encuentro lo había
sacudido. El viaje de vuelta fue tenso y silencioso. Me tomé el tiempo de respirar
profundo y con tranquilidad. Era algo que había aprendido a hacer mientras estaba en
el plató para mantener los pies en la tierra. Dark Castle era un buen ambiente de
KRISTEN CALLIHAN
trabajo, pero los á nimos y los egos seguían encendidos de vez en cuando. Dios, pero ya
lo echaba de menos. O quizá echaba de menos la seguridad de un trabajo estable.
Francamente, la serie tenía fama por sus escenas de sexo, y yo estaba má s que
contenta de no volver a hacer otra escena de amor desnuda. Saint había sido un
perfecto caballero, pero aú n así había sido incó modo durante el rodaje.
Esos pensamientos me distrajeron el tiempo suficiente para que Lucian llegara a
la finca y girara hacia el camino que serpenteaba al lado de la casa. Sin preá mbulos,
puso la camioneta en el estacionamiento y se bajó .
Sal y yo intercambiamos una mirada, y entonces me armé de valor y lo seguí.
No fue fá cil alcanzarlo. El hombre tenía las piernas largas y estaba decidido a
adelantarme. Pero yo era una experta en caminar a toda velocidad, como podía
atestiguar mi trasero.
Lucian no rompió el paso ni miró hacia mí. Pero sabía que yo estaba allí.
―Ahora no, Em.
Salté sobre un adoquín, mi paso apenas me hizo jadear.
―Si no es ahora, ¿cuá ndo?
―¿Qué tal nunca?
―Sí, eso no va a funcionar.
Resopló con sentimiento.
―Está s operando bajo la idea erró nea de que te debo algo. No es así.
Definitivamente, es un tema delicado.
―Y no te debía nada cuando me preguntaste por Dark Castle. Pero te dije lo
que sentía de todos modos.
―Eso es cosa tuya.
Doblamos una esquina, dirigiéndonos hacia la pista de tenis. No tenía ni idea de
adó nde iba; quizá simplemente pensó que podría agotarme y alejarse.
―Tienes razó n. ―Me detuve en el camino, mis brazos cayendo a los lados
mientras recuperaba el aliento.
Al diablo con eso. No necesitaba perseguir a un hombre que no quería ser
molestado.
Extrañ amente, como si se viera obligado, Lucian se detuvo y se giró hacia mí para
mirarme por encima de su ancho hombro. Su cuerpo permanecía tenso y preparado
para levantar el vuelo una vez má s.
KRISTEN CALLIHAN
―No nos debemos nada ―dije, levantando la voz lo suficiente como para que
fuera clara por encima de los tres metros que nos separaban―. Pero nadie vive en un
vacío total. Tu abuela y Sal andan con pies de plomo a tu alrededor.
Oh, pero eso lo afectó . El rojo le invadió el cuello, y volvió a acechar en mi
direcció n, acercá ndose a la distancia de contacto.
―No sabes nada de ellos. O de mí.
Sí, eso dolió . No debería, pero lo hizo.
―Sé lo suficiente. Se preocupan por ti. Te aman.
Las fosas nasales de Lucian se encendieron.
―Lo digo en serio, Emma. No me van bien los viajes de culpabilidad.
―Si te sientes culpable, eso es cosa tuya.
Giró la cabeza y frunció el ceñ o. Pero no se fue.
El hecho de que me escuchara, a pesar de su enfado y de que no tuviera ningú n
derecho real a sermonearlo, me hizo suavizar el tono.
―De acuerdo, soy una entrometida. Una fisgona. Bien. Lo admito. Pero dime que
no estarías haciendo preguntas si las cosas fueran al revés.
La mandíbula de Lucian se frunció y supe que estaba rechinando los dientes. Un
culo obstinado.
―¿Quién demonios eres? ―Solté.
Ante eso, se rió , pero sin humor.
―Soy Brick, ¿recuerdas? El hurañ o ex atleta estrella, lavado y escondido en la
casa grande.
―Bien. Sé un idiota. ―Me di la vuelta para irme, cuando volvió a hablar, agudo y
roto, como fragmentos de cristal.
―Estuviste muy cerca de la verdad, Em. ―Los ojos de cristal de mar escarchado
se encontraron con los míos―. El mundo me conoce como Luc Osmond. Oz, el grande y
poderoso. Uno de los mejores centros de hockey que ha dominado el hielo, o eso me
dijeron.
Un destello de reconocimiento cobró vida. De su espectacular cuerpo enfundado
en unos escasos calzoncillos, su cara sonriéndome mientras conducía por el trá fico de
Los Á ngeles.
―Tienes una valla publicitaria.
KRISTEN CALLIHAN
Hizo una mueca.
―De todas las cosas que tenías que recordar...
―Es un cartel impresionante.
No mordió el anzuelo ni sonrió , sino que se limitó a encogerse de hombros. Dios,
¿có mo no le había reconocido? Tenía anuncios. Muchos. Su rostro me había parecido
en revistas, anuncios de relojes, de colonias. Estaba bastante segura de que lo había
visto jugar una vez al leer junto a Greg mientras veía un partido.
―Jugaste para Washington.
―Sí.
Pero algo pasó . ¿Qué habían dicho esos tipos? Algo sobre un mal golpe.
―¿Te has hecho dañ o?
No parecía herido. Se movía como la seda y el acero.
Lucian exhaló un suspiro. Un mundo de emociones habitaba ese breve sonido.
Un mundo de arrepentimiento y desesperació n.
―Podría decirse que sí. ―Tragó grueso, con la garganta trabajando duro, y volvió
a mirar fijamente. Las fuertes líneas de su perfil estaban tensas―. Síndrome de
conmoció n cerebral. Un golpe demasiado fuerte en la cabeza.
La sangre se escurrió de mi cabeza hasta acumularse en la base de mi columna
vertebral. No era su salud la que estaba en juego, sino su vida. La idea de que este
hombre orgulloso, inteligente y leal ya no estuviera aquí. hizo que mis entrañ as
gritaran de horror y que mis brazos se resintieran de abrazarlo.
Lo cual era má s que una tontería. Apenas éramos conocidos. No quería que me
metiera en su vida.
―Así que aquí estoy ―continuó con voz muerta―. Fuera del juego y arreglando la
finca de mi abuela. ―Esa mirada ardiente se dirigió hacia mí, furiosa y dolida. Atravesó
mi tierna piel―. ¿Te basta con eso? ¿O también quieres un resumen de mis síntomas?
―No. ―Tragué má s allá del nudo en la garganta.
―¿Segura? ―Se acercó , con los ojos desorbitados―. ¿No quieres oír hablar del
mal genio? ¿Los lapsos de memoria? ¿Los dolores de cabeza? Bueno, diablos, ya sabes
todo eso, ¿no? Ni siquiera puedo recoger a una mujer en el aeropuerto sin tener un
episodio.
―Lucian.
―Llá mame Oz. El viejo detrá s de la cortina, fingiendo ser algo que no es.
KRISTEN CALLIHAN
Ahora él sentía pena por si mismo. Tenía una buena razó n. Pero eso no lo
ayudaba. Ni un poco.
―No. Me dijiste que te llamara Lucian.
―Porque me estaba escondiendo ―dijo―. Para que no supieras el maldito
desastre que soy.
―No eres un desastre.
En todo caso, se agitó má s, su piel se oscureció de disgusto y frustració n.
―No me compadezcas.
―No me grites ―le respondí―. Me compadeceré de ti todo lo que quiera.
―¿Qué? ―Se quedó boquiabierto de indignació n―. ¿Realmente admites que
sientes pena por mí?
Está bamos casi nariz con nariz, ambos gritando como niñ os. Sin embargo, no me
detuvo.
―¿Por qué no, cuando te comportas de forma lamentable, alejá ndote para
enfurruñ arte, o arremetiendo contra cualquiera que se atreva a preocuparse?
Se le escapó un gruñ ido furioso, como si fuera a estallar. Con un movimiento
brusco y á spero, levantó la mano. Y fue entonces cuando ocurrió . Me estremecí.
Violentamente.
Los dos nos quedamos helados.
Asumí toda la escena con una conciencia aguda que rozaba el dolor. El
movimiento me horrorizó porque no quería que ese fuera mi primer instinto cuando
un hombre levantara la mano.
Pero de todos modos estaba allí, colgando en el aire como un cartel de neó n. Peor
aú n en retrospectiva, porque pude ver claramente por el á ngulo de su brazo -ahora
congelado por el shock- que había estado a punto de pasarse la mano por el pelo en
señ al de frustració n.
Había visto mi reacció n. No había forma de evitarlo.
Finalmente rompió el tenso silencio.
―Pensaste que te iba a pegar. ―No era una pregunta. Ambos lo sabíamos.
Odié haberme estremecido, haberme avergonzado de mi reacció n. Odiaba que
una parte vital de mí hubiera sido alterada. Era otra cosa que me habían quitado sin
mi permiso. Pero no podía cambiarlo; me había estremecido y ahora tenía que
asumirlo.
KRISTEN CALLIHAN
Levanté la barbilla, porque tampoco iba a disculparme.
―Eres un tipo grande que está en mi cara discutiendo conmigo. Y tienes razó n:
no te conozco de nada. Así que sí, voy a desconfiar.
Cuando Lucian habló , su voz era suave y cuidadosamente modulada.
―Si te hace sentir má s có moda, me mantendré al margen durante el resto de tu
visita. En cualquier caso, quiero que te sientas segura, así que ¿puedo explicarte algo?
Cuando asentí, continuó .
―He estado en muchas peleas. En el hielo. Y una vez fuera de él. Pero todas ellas
fueron contra tipos que podían aguantar. Esta cicatriz ―señ aló una débil línea bajo su
frente izquierda―, es de un gancho de izquierda que no vi venir. Le devolví el favor y le
rompí la nariz. Te cuento esto porque no voy a mentir y decir que soy ajeno a la
violencia.
No parpadeó , no dudó en encontrarse con mis ojos.
―¿Pero tú ? Podrías abofetearme, darme un puñ etazo, una patada en los huevos,
insultarme, menospreciar a Mamie, a quien amo a má s que a nadie en la Tierra, y aun
así no te levantaría la mano. Porque yo no golpeo a las mujeres ni a nadie má s débil
que yo. Nunca.
Se detuvo allí, con su mirada preocupada recorriendo mi rostro.
―Siento que mi comportamiento te haya hecho sentir insegura. No era mi
intenció n. Si crees algo de mí, cree que siempre seré el tipo que está contigo, nunca
contra ti.
Como si eso lo resolviera todo, se movió para irse.
―Yo no haría esas cosas ―dije. Cuando enarcó una ceja en señ al de confusió n,
aclaré―. No te pegaría ni menospreciaría a Amalie. Tampoco soy abusiva.
Su expresió n se volvió desconcertante, como si no supiera qué hacer conmigo.
―De acuerdo. ―Eso fue todo.
Pero entonces hizo una pausa, como si se le ocurriera algo má s.
―Para que quede claro, si haces dañ o a Mamie o intentas aprovecharte de ella,
no te pegaré, pero escoltaré tu trasero fuera de esta propiedad para siempre.
Luego me dio la espalda una vez má s y se marchó .
―Idiota ―le dije.
―He oído eso ―dijo, todavía caminando.
KRISTEN CALLIHAN
―Bien ―le grité, alzando la voz para que me oyera alto y claro―. Porque nunca
dije que no te insultaría.
Su bufido fue la ú nica respuesta. Casi se perdió de vista, a punto de tomar las
escaleras que llevaban a la playa.
―¡Lucian!
No esperaba que se detuviera, pero lo hizo.
―Yo también lo siento ―le dije a la rígida pared de su espalda―. Por decir que me
estabas dando pena.
No se movió , pero supe que me escuchaba con atenció n.
―No lo haces. No me das pena. Só lo me cabreas.
No pude escucharlo, pero vi có mo su barbilla se agachaba y su cabeza se
inclinaba ligeramente hacia un lado, y supe que había resoplado. Con humor o con
molestia era otra cuestió n.
―Es bueno saberlo, Snoopy.
Esta vez, fui yo quien se dio la vuelta y se marchó . No me sentí bien,
precisamente, pero fue una ligera victoria, no obstante.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Nueve
Emma

Pasé el resto del día y gran parte de la mañ ana siguiente en mi bungalow. Era
agradable no tener que ir a ningú n sitio ni hacer nada. Estaba decidida a permanecer
relajada.
Bueno, todo lo relajada que podía estar con cierto ex-jugador de hockey caliente
y molesto pegado a mi mente. Dios, pero tuve que reprimir las ganas de buscarlo en
Google. Tenía ganas de verlo jugar. Pero sabía que sería un error; no sería capaz de
desenvolverme bien con él si lo veía todo abultado y malote con ropa de hockey. No
era una faná tica, pero sabía que lo sería si veía jugar a Lucian.
Estaba bastante orgullosa de mí misma por haber resistido la tentació n. Sin
embargo, no me resistí a la tentació n de todos los deliciosos platos que la cocina me
enviaba. El desayuno incluía delicadas tartas de manzana del tamañ o de la palma de la
mano, algo que normalmente dejaría de lado, dado que las que había probado en el
pasado habían sido demasiado dulces y empalagosas. Pero sabía por experiencia que
la comida aquí no debía ser ignorada.
El primer bocado del pastel fue mi perdició n. La masa no era pesada ni grasienta,
sino ligera y hojaldrada, con capas doradas que se rompían al primer bocado y luego
se derretían en la lengua. El relleno consistía en rodajas de manzana cocinadas hasta
que estaban tiernas, y su jugo agridulce era el complemento perfecto para la riqueza
de la corteza. El cielo.
Francamente, no estaba segura de lo que haría cuando me fuera de aquí.
Probablemente entraría en abstinencia. Por primera vez, envidié de verdad que
Amalie tuviera un chef tan increíble. Los pasteles se podían comprar en una panadería.
Claro, estos eran los mejores que había tenido, pero podría conseguir algo parecido si
quisiera. Excepto que no sería lo mismo. Aquí, me mimaron con una atenció n al detalle
que me hizo sentir totalmente cuidada.
El hecho de que los panecillos con pasas no estuvieran incluidos me hizo pensar
que sí, que Sal lo había contado y que sí, que la casa había escuchado e intentado
otro enfoque para complacerme. Tal vez debería haberme avergonzado o molestado
KRISTEN CALLIHAN
porque Sal se lo dijera al chef, pero no pude encontrar en mí misma el modo de
hacerlo, no cuando los resultados eran tan deliciosos. Definitivamente iba a enviar
una nota de agradecimiento a la cocina en cuanto encontrara algo para escribir.
Ahora que el desayuno había terminado, me encontré con ganas de hacer algo.
Cualquier cosa. La soledad me golpeó en una ola inesperada. Lo peor es que no
podía llamar a ninguno de mis amigos; todos se morían por saber lo del final, y yo no
podía decírselo. Puede que saliera con algunos de mis compañ eros de reparto, pero
todavía me dolía. El orgullo bá sico me empujó a esconderme y a lamerme las heridas.
Con ese pensamiento deprimente, lavé los platos y los volví a meter en la
cesta. Un golpe en la puerta hizo que me apresurara a ir con ella; la casa no era nada si
no era eficiente en la entrega y recogida del desayuno.
Cesta en mano, abrí la puerta. Y encontré a Lucian de pie, con aspecto de recién
duchado e imposiblemente grande en mi soleada entrada.
É l estaba aquí. Estaba aquí.
Miró la cesta.
―¿Te vas de picnic?
―Sabes que esta es la cesta de entrega de comida. ―Me alegré ridículamente de
verlo, pero estaba decidida a no demostrarlo como un cachorro jadeante. Maldita sea,
pero el hombre era injustamente potente, ardiendo de fanfarronería.
―No tengo comida a domicilio. Eso es só lo para los invitados. ―Parecía encontrar
esto divertido. A mí me pareció una tragedia.
―Te lo está s perdiendo, entonces.
La boca de Lucian se torció .
―Si es tan bueno, ¿por qué está s aquí, lista para empujarlo por la puerta?
Estaba bastante segura de que se estaba metiendo conmigo. Pero me lo tomé con
calma porque me gustaba cuando lo hacía.
―Está vacío, honey pie. Pensé que estabas aquí para recogerlo.
―¿Se supone que ahora tengo que fregar tus platos?
―Está s intentando cabrearme, ¿verdad? ―Dije, devolviendo las palabras que
había usado conmigo durante nuestro primer encuentro.
Sonrió de par en par, el gesto fue tan rá pido y hermoso en él que me hizo
respirar con dificultad.
―Es muy fá cil ―respondió , igual que yo―. Al menos hazme trabajar por ello.
KRISTEN CALLIHAN
―No te preocupes; lo haré.
Eso lo hizo callar de golpe. Sus fosas nasales se encendieron, toda esa ligereza
sonriente se deslizó hacia algo má s oscuro, algo prometedor. El calor se enroscaba en
mis muslos, mientras un insistente golpeteo se producía entre ellos.
Como si hubiera sentido físicamente mi reacció n, parpadeó y tragó con fuerza.
Pero luego su expresió n volvió a ser bá sicamente neutra, es decir, el típico Lucian
severo e intenso, y se aclaró la garganta.
―En realidad vine a preguntarte si querías ir de excursió n.
Asombrada, me quedé boquiabierta como un pez fuera del agua. Era lo ú ltimo
que esperaba que dijera. Y a juzgar por el color oscuro de su cuello, lo sabía.
Cambiando su peso, me miró por debajo de las cejas.
―Te he incomodado, ¿no es así? Mierda.
―No. ―Levanté una mano para prevenir cualquier posible abandono por su
parte―. No, en absoluto. Só lo me has sorprendido.
Eso fue un eufemismo. No nos habíamos separado en los mejores términos, y él
había sido extremadamente claro en que quería que lo dejaran en paz. Yo me había
comprometido a tratar de hacer precisamente eso. Pero él estaba aquí, y yo lo había
echado de menos. Apenas un día, y había echado de menos el sonido de su voz, el
placer de hablar con él.
Agachó la cabeza y la sacudió con ironía.
―Me sorprendí a mí mismo.
―¿Lo hiciste? ―Dije, apenas reprimiendo una risa. Porque quería hacerlo. Quería
abrir los brazos y reírme con un vértigo desenfrenado.
Volvió a mirarme por debajo de sus gruesas pestañ as.
―Me imaginé que estarías aburrida. Y ayer, fui... ―con una mueca de disgusto, se
agarró la nuca, lo que hizo que sus antebrazos se volvieran muy bonitos―. Un imbécil.
―Lo fuiste ―dije con solemnidad, el efecto se arruinó al soltarse la sonrisa―.
Pero entonces yo tampoco fui exactamente un melocotó n.
No sonrió , pero sus ojos brillaron con diversió n. Nos miramos fijamente,
compartiendo una mirada que decía que ambos comprendíamos perfectamente el
ridículo que habíamos hecho. Entonces Lucian inclinó la cabeza hacia el exterior.
―¿Y bien? ¿Quieres ir?
KRISTEN CALLIHAN
Todavía me estaba recuperando del shock de que me invitara a hacer algo con él,
pero me lo sacudí. Porque dondequiera que él estuviera, yo quería estar, lo que debería
haberme aterrorizado, pero extrañ amente me hizo sentir má s fuerte. Nada en mi vida
era seguro en este momento, ni mi carrera, ni mis condiciones de vida, ni mucho
menos mi vida amorosa.
Pero cuando Lucian y yo está bamos juntos, me sentía totalmente yo misma, no la
fachada de "todo es perfecto; sigue avanzando" que proyectaba al mundo.
―Claro. Deja que me vista. No te muevas. ―Empujé la cesta de la comida en sus
brazos, y luego me detuve, sonriendo―. Lo siento. Entra. Yo só lo... ―Tropecé con una
zapatilla que había dejado en el suelo―. Sí...
Su risa me siguió hasta el dormitorio, donde me vestí con la emoció n vertiginosa
de una preadolescente. No sabía có mo iba a pasar el día sin hacer má s el ridículo, sin
estrangularlo o sin saltarle encima. Ninguna de esas opciones me atraía
especialmente- bueno, la ú ltima lo hizo, pero no podía actuar en consecuencia. No
importaba; me iría.

***

Lucian

¿Estaba cometiendo un error al invitar a Emma a una excursió n? Probablemente.


Pero descubrí que no me importaba. Ayer había sido un idiota furioso. Había dejado
que las cosas me afectaran, que el dolor por lo que había perdido se apoderara de mí.
El problema era que cuando me afligía, me enfurecía. Los médicos me habían
advertido que podría ser difícil manejar las cosas, que mi personalidad podría ser un
poco diferente.
Un poco. Claro. Toda mi vida había sido una persona relajada, que siempre se
dejaba llevar por la corriente y se olvidaba de las tonterías. Ahora era casi un extrañ o
para mí mismo. Mi piel no se ajustaba bien a mis huesos. Había momentos en los que
sentía como si un enjambre de avispas atacara mi cabeza, zumbando y picando.
Y yo arremetí.
Me avergonzaba hasta la médula cuando recordaba el bonito rostro de Emma
palideciendo, todo su cuerpo retrocediendo, como si esperara un golpe. Había tenido
KRISTEN CALLIHAN
miedo de mí. Por un horrible segundo, había pensado que le haría dañ o. Me había
dado ná useas, pero só lo cuando me había acomodado en la oscuridad de mi habitació n
había sentido todo el peso de ese remordimiento.
No podía alejarme de ella má s de lo que podía dejar de respirar. Necesitaba algo
má s que una disculpa escueta. Necesitaba que la tranquilizaran, que la cuidaran.
No estaba seguro de si llevarla de excursió n por las montañ as era suficiente,
pero parecía feliz mientras estacionaba la camioneta en un terreno cercano a la base
del sendero.
―Tengo una mochila ―le dije, tomá ndola―. Puedo llevar lo que necesites.
―¿Qué tienes ahí? ―Se levantó en puntas de pie, tratando de asomarse, lo que la
acercó demasiado para su comodidad. Bajé los pá rpados al percibir su dulce aroma.
Juré que había detectado un toque de manzanas. ¿Qué le habían parecido los
chaussons aux pommes? Estaba claro que apreciaba mi comida, pero yo era
codicioso; quería los detalles. Pero no me atrevía a preguntar.
Sostuve el paquete en alto, fuera de su alcance, burlá ndome de ella porque eso
hacía que su cara se iluminara de una manera a la que me estaba volviendo
rá pidamente adicto.
―Tranquila, Snoopy. Tengo todo lo esencial.
Sus ojos añ iles se estrecharon.
―¿Tienes protector solar?
―Por supuesto que … Infierno. No, no tengo.
Emma resopló , sacudiendo la cabeza ante mi atroz error mientras sacaba una
botella de su bolso.
―Nunca lo hacen ―murmuró ―. ¿Los mataría a los hombres cuidar su piel?
―Oye, me lavo la cara. ―Lo hacía cada vez que me afeitaba, que era cada
maldito día con el ritmo de crecimiento de mi barba.
Emma se burló y siguió murmurando.
―Y esas pequeñ as cosas molestas como el cá ncer de piel, las arrugas prematuras
y las manchas de la edad no significan nada, supongo.
―Bueno, no, quiero decir, no había pensado...
Me quedé sin palabras. Porque Emma empezó a aplicarse loció n en la cara y en la
suave piel dorada de sus brazos y cuello desnudos. Llevaba una camiseta blanca
KRISTEN CALLIHAN
ajustada y unos pantalones elá sticos de color azul oscuro que resaltaban todas las
curvas de su cuerpo.
Su cuerpo. Era increíblemente lindo, aunque probablemente ella no querría
escuchar eso. La parte superior de su cabeza apenas llegaba a mi hombro. No era
delicada, pero comparada conmigo, lo parecía. Brazos bien redondeados, pechos
turgentes que cabían perfectamente en mis palmas, una cintura corta que
desembocaba en un culo fantá stico que rebotaba cada vez que caminaba, y muslos y
piernas con curvas.
Conocía los está ndares de mierda que Hollywood imponía a sus actrices,
manteniéndolas a este lado de la delgadez. Emma era delgada y estaba en forma, pero
nada menos que la inanició n estaba deshaciendo ese culo y esos muslos, gracias al
Señ or.
Me picaba la mano por tocar su dulce trasero. Pero no quería recibir una
bofetada y era un hombre adulto que lo sabía. Levanté los ojos. Concentrarme en su
rostro no me ayudó . Tenía el tipo de labios que siempre parecían recién besados,
sonrosados y exuberantes, el labio superior ligeramente má s grande que el inferior.
Cada vez que miraba su boca por mucho tiempo, quería besarla. Cada vez que pensaba
en su boca, quería besarla.
Joder. Esto fue una mala idea.
Aparté la mirada, entrecerrando los ojos ante la luz del sol que, segú n Emma,
estaba arruinando lentamente mi piel.
―Toma. ―Me puso el protector solar bajo la nariz, devolviendo mi atenció n a
ella―. Ponte un poco.
No iba a discutir. Me unté la loció n lo mejor que pude. Por lo menos estaba fresca
y no apestaba. Eso era. Todo lo que usaba Cassandra apestaba a flores muertas o a
frutas falsas.
Emma hizo otro ruido de molestia y se puso delante de mí. A pesar de su
evidente disgusto por mi aparentemente inadecuado régimen de cuidado de la piel,
sus ojos eran cariñ osos cuando me miraba.
―Tienes vetas por todas partes ―amonestó antes de fruncir el ceñ o―. Eres
demasiado alto.
Tienes razón.
―Tendrá s que culpar a mis padres de eso, Em. ―Las comisuras de sus labios se
curvaron.
―Agá chate, ¿quieres? ―Ella ya se estaba acercando a mí.
KRISTEN CALLIHAN
Como si fuera un ciervo, hice lo que me pedía, con la cara desencajada y la
mirada clavada en la suya. Con movimientos suaves pero há biles, me pasó las yemas
de los dedos por la piel, a lo largo del puente de la nariz, por los lados de las mejillas.
Conteniendo un gemido, bajé los pá rpados y respiré profundamente. Eran simples
toques, nada má s que ella untando la crema solar en mí. Y me sentí tan bien que quise
ronronear o gemir. Algo. Cualquier cosa para que siguiera haciéndolo.
Pero ella se detuvo, terminando su tarea. Dejando que me enderezara y me
pusiera en orden.
―Ya está . ―Se puso las gafas de sol―. Ahora estamos listos.
Sí, quería besarla.
―Genial. Mi piel ya se siente má s segura.
―Soy inmune a tu sarcasmo, honey pie.
Me han puesto apodos toda la vida. Algunos eran horribles, otros divertidos. Lo
que no había sentido hasta ahora era placer al escuchar uno. El hecho de que Emma
me llamara honey pie me producía una sensació n de placer en el pecho cada vez que lo
hacía. Pero hoy se vio atenuado por la decepció n.
Porque había dejado de llamarme Brick cuando se burlaba. Sabía que era el
resultado de mi despotricació n autocompasiva de ayer de que era un atleta desechado.
Su consideració n me irritó . No debería, pero lo hizo. Quería que se sintiera libre y
tranquila conmigo. Pero había destrozado los cimientos de nuestra incipiente... lo que
fuera. Só lo podía culparme a mí mismo. Sin embargo, lo reconstruiría. Se había
convertido en un imperativo para mí en formas que no quería examinar.
Al salir, establecimos un ritmo constante. Emma estaba en buena forma y yo só lo
tuve que ralentizar un poco mi zancada habitual. El camino ascendía entre hierba de
olor dulce y á rboles que crujían. No hablá bamos, sino que seguíamos caminando en un
fá cil silencio. Me gustaba eso de Emma; claro que me echaba la bronca sin dudarlo,
pero nunca era cruel, y no sentía la necesidad de llenar los silencios cuando no tenía
nada que decir.
Llegamos a un arroyo alimentado por el agua que serpentea por la montañ a. El
arroyo era un hilito de agua en ese momento, pero Emma redujo la velocidad para
admirarlo. Con una sonrisa soleada, me miró .
―Gracias por invitarme aquí. Necesitaba esto.
Empezaba a darme cuenta de que la llevaría a donde quisiera. Cualquier cosa
que necesitara, haría todo lo posible por proporcioná rsela. Era muy inquietante, pero
no valía la pena luchar contra algunas cosas.
KRISTEN CALLIHAN
Mamie tenía razó n; yo estaba aquí. También lo estaba Emma. Y el hecho era que
quería estar cerca de ella, fuera una idea inteligente o no. Ella me llevaba fuera de mí
mismo, a un lugar donde cada pensamiento no estaba sumido en la rabia o el
arrepentimiento. No me hacía ilusiones de que Emma Maron pudiera arreglarme;
nadie podía hacerlo. Pero disfrutaba de los momentos que tenía en su ó rbita, y eso era
má s de lo que había tenido antes de que ella entrara en mi vida. Incluso cuando había
estado jugando, nunca había tenido este nivel de conexió n con una persona.
Logré decir un "De nada" entre dientes, pero ella se marchó de nuevo y yo la
seguí. No volvimos a hablar hasta una hora después, cuando llegamos a un claro que
dominaba el valle. Una fina capa de sudor brillaba en la piel de Emma mientras
levantaba la cara al sol y dejaba que la brisa la bañ ara.
Hice lo mismo y me quité la camiseta para sentirlo completamente. El sonido del
gorjeo de sorpresa apenas disimulado de Emma casi me hizo sonreír, pero mantuve los
ojos cerrados y una expresió n neutra. No había pensado mucho en ello cuando me
había quitado la camiseta. Pero le gustaba lo que veía. Lo había sabido cuando me
enfrenté a ella después de que me viera nadar desnudo. Lo había visto en su expresivo
rostro.
Sentí su mirada como una marca caliente ahora, apreciá ndome. Puede que lo
haya exprimido un poco, flexionando mis pectorales y abdominales antes de estirar los
brazos por encima de la cabeza.
―Cuidado ―dijo su voz sosa―. Podrías tocar un nervio estirando así.
Dejé caer los brazos y le dirigí una mirada torva.
―¿Me está s llamando viejo, Snoopy?
―Te estoy llamando fanfarró n, honey pie ―contraatacó , y luego me pagó con
creces agachá ndose para tocarse los dedos de los pies, ese perfecto melocotó n de
culo dirigido hacia mí.
El infierno.
Ella rebotó lo suficiente como para que mi polla se animara. Ella rebotó lo
suficiente como para que mi polla se animara. Maldiciendo, me di la vuelta para
ponerme la camiseta y luego hurgué en la mochila mientras ella resoplaba una ligera
carcajada.
―Eres una mujer malvada, Em. ―Le di una botella de agua.
Ella sonrió .
―Te lo buscaste, Lucian.
KRISTEN CALLIHAN
―Sí, lo hice. ―Me encontré sonriendo, a pesar del dolor de deseo en mi abdomen
bajo. Me gustaba Emma, pero me encantaba la forma en que se burlaba. Me recordaba
a la camaradería que había tenido con mis chicos, pero mejor. Nunca había querido
arrastrar a ninguno de mis compañ eros a mi regazo y devorar sus bocas. La mezcla de
lujuria necesitada y diversió n era extrañ amente embriagadora.
Saqué otra botella de agua y bebí a fondo antes de ofrecerle una barrita
energética. Encontramos una roca ancha y lisa para sentarnos a la sombra y bebimos
el resto del agua. Emma acercó las rodillas al pecho y apoyó los brazos en ellas. Su
perfil se suavizó con satisfacció n.
Lo que significaba que tenía que arruinarlo.
―Siento haberte asustado ayer.
Emma se puso rígida y yo me maldije en silencio por haber dicho algo. Pero
entonces inclinó la cabeza hacia mí. Sus tranquilos ojos azules se movieron por mi
cara, como si estuvieran evaluando. Me mantuve quieta, fingiendo que no me picaba el
gusanillo de saltar de la maldita roca.
―No me has asustado ―dijo suavemente, con cuidado―. La verdad es que no.
Pero lo había hecho. Había estado allí. Había visto su miedo.
―Soy... ruidoso cuando pierdo los estribos ―dije, sintiéndome como un imbécil.
No debería haber perdido los nervios con esta mujer―. Yo solía ser… ―Mejor.
Completo―. Má s tranquilo. De todos modos, fue imperdonable y yo...
Su mano se posó en mi antebrazo, cá lida y firme.
―Lucian. No lo hagas. No tienes razó n para disculparte. Está bamos discutiendo.
Son cosas que pasan.
―Pero...
―Mi padre golpeaba.
Todo lo que había planeado decir se detuvo de golpe, una niebla roja se desplazó
sobre mi mirada. La habían golpeado. Mis puñ os se curvaron. Quería... joder. Quería
abrazarla. Sostenerla.
Su nariz se arrugó mientras trazaba la costura de sus pantalones.
―Era su método favorito de disciplina, si se puede llamar así. ―Hizo una mueca,
desviando la mirada―. A veces, me estremezco, aunque la ló gica me diga que no hay
una amenaza real.
Tragué dos veces antes de poder encontrar mi voz.
KRISTEN CALLIHAN
―Es comprensible. El miedo es sobre todo reaccionario.
Si me lo pides, te abrazaré. No te soltaré hasta que te sientas segura de nuevo.
Pídemelo, Em.
Con el ceñ o fruncido, Emma se encogió de hombros, como si pudiera apartar
todo aquello.
―Es vergonzoso. Ya no soy esa chica débil y asustada.
No, ella era fuerte, resistente, hermosa. Y sin embargo, estaba avergonzada.
Estaba fundamentalmente mal.
―¿Crees que ser maltratado físicamente es un signo de debilidad?
Emma agachó la cabeza, la luz del sol brillando en su pelo como un halo.
―Yo... no. No lo sé. Supongo que una parte de mí siempre se pregunta: Si hubiera
sido má s fuerte, má s grande, ¿habría ocurrido?
Lo entendí. Demasiado bien. Los "y si" plagaban mi vida. Dejé que sus
preocupaciones calaran y pensé en ellas antes de responder con palabras mesuradas.
―Tengo un amigo. Es un tipo grande, de 1,90 metros, un mú sculo só lido. Nadie
con sentido comú n quiere meterse con él. ―Mi pulgar sacudió un poco de grava del
borde de la roca―. Tenía una novia. Llevaban juntos desde el instituto.
Un ceñ o fruncido entre las cejas de Emma.
―¿Y él la golpeó ?
―No. Ella lo golpeó .
Sus ojos se abrieron de par en par.
―¿Qué?
Me encogí de hombros.
―Se ponía a rabiar sin provocació n. Gritaba y despotricaba, le tiraba mierda a la
cabeza, le abofeteaba la cara, le arañ aba la piel. É l lo aceptaba, simplemente se
callaba y la dejaba rabiar.
El recuerdo se hundió como una piedra en mis entrañ as. La muerte en los ojos
de Hal, có mo se había mantenido rígido y apartado de todos.
―Fue una de esas cosas que no creerías hasta que la presenciaste ―le dije a
Emma―. Entonces te preguntabas por qué se quedaba. Le costó añ os dejarla. Ella
era todo lo que conocía, y de alguna manera lo convenció de que todo era su culpa.
―Dios. ―La empatía en la voz de Emma envolvió sus suaves manos alrededor
KRISTEN CALLIHAN
de mi corazó n. Me incliné un pelo má s hacia ella.
―El punto es. Este era un tipo grande, fuerte y poderoso. Un buen golpe de él, y
ella estaría fuera de combate. Pero él no iba a levantarle la mano a ella ni a ninguna
mujer. Porque conocía su fuerza y la manejaba con responsabilidad.
Mi mirada se encontró con la de Emma, de un azul intenso.
―Por supuesto, hay hombres que pegan, y se excitan usando su fuerza para
herir a otros. Pero en el nivel má s bá sico, el abuso no es una cuestió n de fuerza
física contra la debilidad. Es una trampa para la mente, diseñ ada para derribar tu
dignidad y tu confianza.
Su mirada se movía sobre mi rostro mientras nos mirá bamos fijamente. Y me
dio la impresió n de que estaba resolviendo cosas en su cabeza. Poco a poco, como
la marea que sube, su expresió n se abrió y me dedicó la má s pequeñ a de las
sonrisas. Me llegó a todos los rincones oscuros de mi corazó n y tuve que
prepararme mentalmente.
―Tienes razó n ―dijo ella.
Me aclaré la garganta y le hice un gesto solemne con la cabeza.
―Suelo hacerlo.
Le costó un segundo; luego exhaló un suspiro.
―Dios mío, eres terrible. ―Sin embargo, sonaba divertida mientras me daba un
codazo en el hombro.
La empujé hacia atrá s; era eso o subirla a mi regazo.
―Eso no es un secreto, Honeybee.
―¿Honeybee? ―repitió , con una advertencia en su voz.
Mordí una sonrisa.
―Si voy a ser un pastel de miel, tiene sentido que tú seas la abeja.
El barrido de sus cejas bajó ominosamente.
―¿Por qué? ¿Porque voy detrá s de tu miel? ―Se burló largo y tendido, y tuve que
reírme. Si alguien estaba detrá s de la miel aquí, era yo.
―Las abejas hacen miel, Em. ―Volví a darle un codazo, lo suficientemente fuerte
como para mecerla y hacerla chillar con una risa―. Y tú pareces decidido a hacerme
dulce.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Diez
Emma

¿Hacer dulce a Lucian Osmond? Sospecho que siempre lo fue; simplemente no lo


sabía.
Estaba de un humor ridículo en el viaje de vuelta a Rosemont. Aunque era
propenso a los largos periodos de silencio, y a veces brusco, Lucian era una buena
compañ ía. No me importaban los silencios; de todos modos, tendía a soñ ar despierta y
a enredarme en mis propios mundos. Y la brusquedad, los gruñ idos y los resoplidos
eran algo adorable. No es que se lo dijera. O tal vez debería; probablemente acabaría
haciéndolo má s.
La cosa era que no sabía lo que pasaba entre nosotros. Me gustaba. El Señ or
sabía que lo deseaba. Y si él no lo sabía, al menos sabía que lo encontraba atractivo. No
era completamente inconsciente. También lo había visto mirarme. Nunca con miradas
lascivas o demasiado prolongadas. Pero también parecía gustarle lo que veía.
Cuando bajaba la guardia, coqueteaba. Pero estaba claro que se resistía. Lo cual
era inteligente. Nuestras vidas profesionales estaban en el aire, él estaba claramente
trabajando con mucho estrés, y yo... técnicamente, acababa de romper con mi novio.
En quien no había pensado durante días. Greg era só lo uno de una línea de
decepciones. O yo tenía un gusto o un juicio de mierda. En cualquier caso, era mejor
mantenerse alejada de las relaciones por un tiempo. Centrarme en ser mejor yo y todo
eso, y ceñirme a la simple amistad con Lucian.
Entonces vislumbré su enorme cuerpo en el asiento del conductor, a mi lado, con
una camiseta raída del Capitá n América ajustada a sus anchos hombros, pero que le
colgaba sobre su vientre plano. Llevaba unos pantalones cortos que le llegaban a las
rodillas.
¿Se suponía que las rodillas de los hombres eran sexy? ¿Sus pantorrillas? Al ver
la rodilla huesuda de Lucian, su musculoso muslo delineado y su dura pantorrilla,
ligeramente espolvoreada con vello oscuro y rizado, me dieron ganas de estirar la
mano y acariciarle la pierna, de meter la mano por debajo de los calzoncillos para
acariciar lo que sabía que sería firme y carnoso y... maldita sea.
KRISTEN CALLIHAN
Mantener mis manos para mí y mi mente fuera de sus pantalones iba a ser
difícil. Lo cual era extrañ o; me encantaban los hombres y el sexo, pero nunca me había
preocupado por ninguno de ellos. Hasta él.
Bajé la ventanilla cuando giramos hacia el camino de Rosemont.
―Me muero de hambre. ¿Qué crees que tendrá n para comer?
―No sé. Iba a prepararme un sá ndwich. ―Lucian miró , con un brillo en sus ojos
de color pá lido―. Está s arrugando la nariz. ¿Falta de respeto al humilde sá ndwich, Em?
¿O es que te han estropeado las comidas elaboradas de la cocina?
―No estaba arrugando la nariz ante tu sá ndwich. ―Podría haberlo hecho. El
levantamiento de su ceja decía que me leía como un libro. Solté una carcajada―. De
acuerdo, bien. La cocina de la casa me está mimando mucho. Debería terminar ahora y
decirles que no me envíen má s comidas.
―No te pases ―murmuró , con los ojos de nuevo en la carretera―. Ofenderá s
a Amalie. Está muy orgullosa de su cocina.
―Fue una amenaza vacía. Estoy bien enganchada.
Las esquinas de sus ojos se arrugaron.
―Si te resulta difícil preparar tus propias comidas, te haré un sá ndwich.
―Oye, no soy una princesa. Puedo hacer mi propio sá ndwich, muchas gracias.
―Aunque la idea de que Lucian me hiciera uno tenía sus méritos. Pasar má s tiempo
con él, el principal de ellos.
Me lanzó una mirada desafiante.
―¿De verdad puedes?
―No tienes que parecer tan dudoso. De acuerdo... Admito que soy una cocinera
horrible. Todo sale soso o seco. Pero puedo poner mantequilla de maní en el pan.
Su expresió n me dijo todo lo que necesitaba saber sobre su opinió n acerca de
mis habilidades para hacer sá ndwiches.
―No te preocupes, Honeybee; habrá un almuerzo listo para ti. Las comidas son
algo con lo que puedes contar en Rosemont.
―Snoopy, Honeybee. . . No estoy segura de que me guste que tengas tantos
nombres para burlarte de mí. ―Mentira. Me encantaba. Pero él no necesitaba saber
eso.
Sin embargo, Lucian volvió a tener ese brillo en los ojos, aunque los mantuvo en
el camino.
KRISTEN CALLIHAN
―Vuelve a poner a Brick en la rotació n y estaremos en paz.
El corazó n me dio un vuelco. Se había dado cuenta de que había dejado de usarlo.
Me sentí fatal por haberlo llamado algo que le tocaba demasiado la fibra sensible. Y sin
embargo, aquí estaba desafiá ndome a que lo usara de nuevo. Tal vez había poder en
abrazar lo que podría percibirse como una debilidad y hacerla propia. O tal vez los
hombres eran bestias extrañ as, y yo nunca los entendería del todo.
En cualquier caso, me encogí de hombros, como si no me afectara.
―¿Qué tal Brick head3? Parece acertado la mitad de las veces.
Lucian se rió y se metió en su plaza de estacionamiento bajo la sombra de un
imponente eucalipto.
―Suena bien.
Su humor decayó al ver los dos todoterrenos en el estacionamiento.
―Parece que Amalie tiene compañ ía.
Lucian gruñ ó y se bajó , sin dejar de mirar los vehículos. Esperó a que diera la
vuelta a la camioneta y me pusiera a su lado antes de dirigirse al camino que llevaba a
los terrenos y a mi bungalow. Se hizo el silencio mientras caminá bamos y pude sentir
la tensió n que irradiaba de él.
No sabía có mo era él antes, pero a esta versió n de Lucian Osmond no le gustaban
los invitados inesperados. Si tuviera que adivinar, desaparecería hasta que se fueran.
Por otra parte, había asumido que los invitados eran de Amalie. Pero al doblar la
esquina que nos llevaba a la terraza de la casa grande, el paso de Lucian vaciló . Un
"Hijo de puta" grave y despiadado salió de él cuando vio a la gente que estaba
tomando copas en una de las mesas.
Había un trasfondo de puro pá nico en su tono, y me sentí obligada a rozar mi
brazo con el suyo una sola vez, con mi dedo recorriendo su puñ o curvado. Me miró con
ojos pá lidos, doloridos, asustados y un poco sorprendidos. Pero había sentido mi
contacto, y su dedo meñ ique se entrelazó con el mío en un breve momento de
reconocimiento.
―¿Amigos tuyos? ―Murmuré.
―Podría decirse que sí. ―Lucian se movió lo suficiente para poner espacio entre
nosotros.
Uno de los hombres se levantó y gritó un jovial

3 Brick Head: Cabeza de ladrillo


KRISTEN CALLIHAN
―¡Ey! ¡Ozzy!
Visiblemente fortalecido, Lucian avanzó a trompicones. Podría, en teoría,
retirarme a mi bungalow. Pero sería una grosería. Y lo que es má s importante, estaría
abandonando a Lucian para que se enfrentara a lo que fuera.
Tal vez no quiera que estés cerca para presenciarlo, siseó mi voz interior.
Pero era demasiado tarde. Ya está bamos en la mesa.
Había tres invitados, todos ellos de nuestra edad. El que había gritado se puso de
pie y extendió sus enormes brazos en señ al de clara felicidad. Era un hombre enorme,
un poco má s alto que Lucian, pero probablemente pesaba unos seis kilos má s. Con el
pelo desgreñ ado de color arena y una espesa barba que enmarcaba una sonrisa
interrumpida por la falta de un incisivo lateral derecho, el hombre se acercó a Lucian,
que tenía la cara de piedra, y lo abrazó en lo que parecía un abrazo que doblaba los
huesos.
―Oz ―dijo, prá cticamente levantando a Lucian―. Tú , imbécil. Sin noticias en
meses, y todo este tiempo, te has estado escondiendo en el paraíso.
Lucian dejó escapar un fantasma de risa forzada.
―Así que decidiste invadirlo, ¿eh?
―No me has dejado muchas opciones, ¿verdad? ―La sonrisa del hombre seguía
en su sitio cuando soltó a Lucian, pero ahora estaba tensa. Y supe que no estaba seguro
de su acogida. Una punzada me recorrió , porque estaba claro que ese hombre tenía un
gran concepto de Lucian.
Sus ojos azules me miraron y se detuvieron.
―Hola... ―Me regaló otra sonrisa ladeada pero encantadora―. Y tú eres... santa
mierda. ―Su voz retumbante se quebró ―. Eres Emma Maron, ¿verdad?
Un foco instantá neo sobre mí. Lo sentí siempre. Mi sonrisa quería entrar
automá ticamente en modo de relaciones pú blicas. Resistí el impulso. Este era el amigo
de Lucian.
―Sí.
Lucian gruñ ó y luego inclinó la cabeza.
―Emma, este es Axel Bromwell. Le llamamos Brommy.
―A los jugadores de hockey nos encantan nuestros apodos. ―Brommy me
extendió una pata de oso para que la estrechara. Pero levantó mi mano y besó el aire
sobre mis nudillos―. Princesa Anya. Es un placer.
―Emma, por favor. ―Era bastante incó modo con Lucian tieso a mi lado.
KRISTEN CALLIHAN
―Jesú s, Brom, có rtala ―refunfuñ ó Lucian―. Ella no es su personaje.
Brommy puso los ojos en blanco.
―Ya lo sé. Te has guardado el palo en el culo, ¿no? ―Sin embargo, no pareció
molestarse por esta idea y me tomó de la mano para unir nuestros brazos―. Lo siento,
Emma. Un momento de asombro, eso es todo. Ya estoy bien.
Me reí, y él me guiñ ó un ojo, con los ojos brillantes.
―Pero no dudes en sacar un lá tigo si me vuelvo a portar mal.
La princesa Anya había sido há bil con el lá tigo.
Detrá s de mí, Lucian gruñ ó una maldició n ininteligible. Ignorá ndolo, Brommy me
llevó a la mesa, donde otros dos recién llegados esperaban. Me fijé inmediatamente
en el hombre.
¿Có mo no iba a hacerlo? Era una versió n ligeramente deslavada de Lucian: la
misma estructura ó sea bá sica, aunque su nariz era má s fina, má s elegante, y su cara un
poco má s estrecha.
Su pelo no era el rico chocolate agridulce con reflejos de cereza, sino que era
castañ o medio. Tenía los ojos verdes bajo las cejas rectas, pero mientras que los de
Lucian y Amalie eran asombrosamente pá lidos como el jade escarchado, los suyos
eran de un verde uva má s cá lido. Hermosos por derecho propio y calculadores.
Lo peor de todo es que se dio cuenta de mi estudio sobre él y le gustó . Tenía la
idea de que suponía que yo estaba interesada. No lo estaba. El hombre era guapísimo,
pero no sentí ni un atisbo de atracció n. Eso no le impidió levantarse y besar mi mano
como había hecho Brommy. Pero donde Brommy me dio ganas de reír, este tipo me
tenía ganas de quitar la mano lo antes posible.
―Hola, preciosa ―dijo―. Soy Anton.
―¿Eres el hermano de Lucian?
Detrá s de mí Lucian hizo un ruido que interpreté como
―Como si fuera posible.
La sonrisa de Anton era socarrona.
―Primo hermano. Tengo los buenos genes.
―Hmm. ―Mi atenció n se trasladó a la mujer que estaba de pie y prá cticamente
saltaba de un pie a otro con impaciencia. Probablemente era unos añ os má s joven
que yo y muy bonita.
KRISTEN CALLIHAN
Ella también tenía el pelo castañ o, aunque el suyo se enroscaba en un halo de
movimiento alrededor del ó valo de su cara. Y esos ojos verde uva.
―Tina ―soltó , empujando a Anton a un lado. O ella era muy fuerte, o él estaba
acostumbrado a que lo apartara del camino. Probablemente ambas cosas―. La
hermana de Anton y la prima de Luc. Y oh, Dios mío, voy a ser una tonta como
Brommy, porque me encanta, me encanta, me encanta Dark Castle, y no puedo creer
que Mamie no nos avisara de que estabas aquí. Me habría puesto algo má s bonito, me
habría arreglado las uñ as, algo, lo que fuera, para marcar esta ocasió n trascendental...
―Respira, Tiny ―interrumpió Lucian, divertido.
Inmediatamente dejó escapar un suspiro expansivo y arrugó la nariz.
―Mierda. Soy una tonta.
Riendo, le estreché la mano.
―No, eres maravillosa.
Tina sonrió ante eso.
―Me calmaré en un segundo, lo prometo.
―Bien, no me gustaría traer mi lá tigo.
Lucian emitió un gruñ ido que yo sabía que significaba "Que el Señ or me ayude".
Lo miré de reojo, pero su expresió n seguía siendo anodina. Estaba bastante cerca,
justo a mi derecha, pero era como si todo su cuerpo se inclinara hacia la casa de la
piscina. Quería escapar. Con todas sus fuerzas. Pero estaba clavado en el sitio.
Lo sentí por él. Especialmente cuando todos tomaron sus asientos y Tina me sacó
uno para mí, dejando uno vacío al lado del mío para Lucian. É l dudó . Eran sus primos y
su buen amigo; podría haber tenido la oportunidad de salir corriendo, pero entonces
Amalie salió de la casa, con un caftá n de seda carmesí, con una sonrisa radiante en la
cara. Y sabía que las posibilidades de retirada de Lucian habían desaparecido.
Obviamente, él también lo hizo. Con un suspiro, se dejó caer en la silla.
―Ah, bien, han vuelto. ―Amalie sonrió , con su boca roja abierta mientras se
sentaba a la cabeza de la mesa, como una reina en la corte―. Podemos almorzar.
Siendo Rosemont, apenas lo anunció , llegaron los camareros con los platos. No se
me pasó por alto -ni sospecho que a Lucian- que tenían la cantidad exacta de comida
para servirnos a todos.
La curiosidad me llevó a querer ver có mo se desarrollaba todo este extrañ o
reencuentro, pero estaba hambrienta, y cuando el plato se puso ante mí, con una
KRISTEN CALLIHAN
quiche de tamañ o personal con una ensalada de verduras pequeñ as, mi estó mago
realmente retumbó .
Debajo de sus injustamente largas pestañ as, Lucian me lanzó una mirada, con las
comisuras de la boca crispadas. Lo había oído.
―Te dije que tenía hambre ―le murmuré.
Aquellos expresivos labios volvieron a crisparse.
―Tendremos que trabajar má s para mantenerte alimentada, honeybee.
Lo dijo en voz tan baja, sin apenas mover la boca, que estaba segura de que só lo
yo podía oírlo. Pero Anton lo observaba con demasiada atenció n, y su mirada se desvió
entre nosotros.
―Así que, Luc, está s saliendo con la princesa. Buena jugada.
Mis ojos se entrecerraron.
Lucian se sentó de nuevo en una pereza de extremidades que desmentía la tensa
advertencia en su voz.
―Emma es una invitada de Mamie, Ant. Recuérdalo, ¿quieres?
Por la forma en que Anton frunció el ceñ o, dudaba que le gustara su apodo, pero
antes de que pudiera responder, Amalie asintió con un elegante gesto de la mano.
―Esto es cierto. Ustedes, chicos, mantengan a Emma fuera de sus disputas. ―Lo
que prá cticamente garantizaba que yo sería el centro de ellas.
Me volví hacia una Tina todavía con los ojos muy abiertos.
―Se pelean a menudo, ¿verdad?
Tina parecía divertida pero resignada.
―Desde que eran niñ os. No ayuda que ambos jueguen de centrales.
―Ambos jugaban ―corrigió Anton, como un asno―. No estoy retirado. Gracias a
Dios.
Su declaració n cayó como una bola de plomo sobre la mesa. Y me dolió el
corazó n por Lucian. Incluso Anton pareció darse cuenta de lo horrible que había sido.
Hizo una mueca, su cara se retorció con auténtico remordimiento.
―Mierda, lo siento, Luc.
Lucian bien podría haber sido hecho de granito.
―No hay problema.
KRISTEN CALLIHAN
Brommy, que había recibido dos quiches, se inclinó y me llamó la atenció n.
―Ant está salado porque le damos una patada en el culo en cada eliminatoria.
¿No es así, Ant- Man?
Anton sonrió .
―Te pateé el culo el añ o pasado, ¿no es así, Bromuro?
―Eso es porque no teníamos... nada. Lo siento, Oz. ―Agachó la cabeza y se metió
un trozo de quiche en la boca.
No tenían a Lucian jugando para ellos. Debió de perderse la ú ltima parte de la
temporada. Lucian resopló de repente.
―Bueno, esto es divertido.
Brommy levantó la cabeza y guiñ ó un ojo.
―Como en los viejos tiempos.
Lucian soltó una débil carcajada y empezó a comer. Me relajé lo suficiente como
para hacer lo mismo. La comida estaba, como era de esperar, deliciosa.
―¿Qué hay en este quiche? ―Pregunté, tratando de ocultar mi gemido.
―Tomates secos y gouda ―dijo Amalie.
―¿Cocinaste hoy, Mamie? ―Preguntó Anton con una mirada socarrona.
―Es poca cosa calentar un horno, ¿no? ―La escarcha en su mirada le retó a decir
lo contrario, y sonreí alrededor de mi bocado de comida.
―Entonces ―me dijo Tina―. Sé que no puedes dar detalles, pero ¿nos va a
encantar el final? ―Sus ojos verdes brillaron de emoció n―. No puedo esperar.
Bajo la mesa, el pie de Lucian tocó el lado del mío. Apoyo. De la forma má s
insignificante, y sin embargo se sentía como todo.
―Bueno ―empecé con diplomacia―. La gente ciertamente hablará de ello; eso
puedo garantizarlo.
―¡Oh, lo sabía! ―Se inclinó hacia ella―. Tienes que decirme: ¿có mo es trabajar
con Macon Saint? É l es magnífico. Ese cuerpo. Dios.
―Hey ―Brommy cortó ―. Hombres de cuerpo caliente aquí mismo.
―Oh, ¿los hay? ―Tina entrecerró los ojos, mirando a su alrededor―. Tengo
problemas para localizarlos.
―Inclínate un poco, cariñ o, y te haré una visita guiada.
KRISTEN CALLIHAN
Tras hacer una mueca a Brommy, se volvió hacia mí.
―Cuéntame todo sobre Saint.
―Sí ―dijo Lucian, encontrá ndose por fin con mis ojos. Los suyos eran
penetrantes y ligeramente malignos en ese momento―. ¿Es tan encantandor en la vida
real?
Tina le tiró la servilleta.
Le regalé una sonrisa sosa.
―Sí, lo es.
Eso borró la diversió n de la cara de Lucian.
―Es maravilloso ―le dije a Tina con sinceridad―. Un caballero con un sentido del
humor muy seco. Es extremadamente generoso como actor y nunca acapara la escena.
Nos hemos hecho muy amigos con los añ os.
Lucian gruñ ó .
Mantuve mi mirada en Tina.
―También está comprometido.
Brommy se rió .
―Los calientes se van rá pido, Tiny.
―¿Por fin admites que no está s caliente? ―Replicó ella con salsa.
―Ambos sabemos que eso sería una mentira. He tenido ofertas, pero soy lo
suficientemente inteligente para que no me atrapen.
Tina hizo una señ al de seguro con la mano mientras ponía los ojos en blanco
hacia mí.
Capté la mirada y sonreí.
Anton observó nuestra interacció n y luego se volvió hacia Lucian.
―Hablando de eso, vi a Cass el otro día. Parece que está enganchada a Cashon.
Era como si el aire hubiera sido succionado del espacio, lo cual era
impresionante dado que está bamos en el exterior. Lucian se puso colorado y se le
desencajó la mandíbula.
Amalie murmuró en voz baja algo que sonaba mucho a imbécil, y luego se lanzó a
una letanía de francés murmurado mientras miraba a Anton.
KRISTEN CALLIHAN
Sabía que no debía preguntar; lo sabía instintivamente. Y sin embargo, mi
estú pida boca formó las palabras de todos modos.
―¿Quién es Cass?
Los ojos se movieron de un lado a otro, todos se miraron entre sí, como si
quisieran averiguar quién lo diría. Pero Lucian, que seguía concentrado en su comida,
comiendo mecá nicamente como si apenas la probara, contestó con la misma suavidad
que una tostada.
―Mi ex-prometida.
Y me di cuenta: Lucian había perdido mucho má s que su profesió n.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Once
Lucian

―¿Te apetece tener compañ ía? ―Brommy no esperó mi respuesta, sino que
ocupó el asiento vacío junto a mí en el pequeñ o patio que daba al mar.
Era impresionante que me hubiera descubierto, dado el tamañ o de la finca, pero
Brommy tenía un don para estas cosas. Metí la mano en la pequeñ a nevera que tenía a
mi lado y saqué una botella de cerveza para él.
―Gracias. ―Un chasquido sonó cuando lo abrió .
El sol casi había desaparecido detrá s del océano, dejando só lo una brillante
franja dorada. En un abrir y cerrar de ojos, eso también había desaparecido, y el cielo
se tornó en un suave azul ahumado que me recordó a los ojos de Emma. Lo cual era
una tontería, pero no por ello dejaba de ser cierto.
Brommy se sentó con un suspiro expansivo, inclinando la cabeza hacia arriba
para mirar las estrellas que empezaban a brillar en el crepú sculo aterciopelado. Una
brisa nos envolvió .
―Hombre, me encanta este tiempo ―dijo.
―Es genial. Si se ignoran las sequías, los incendios forestales desbocados, los
corrimientos de tierra y los terremotos.
Se rió .
―Sigue siendo mejor que la humedad de mierda de DC.
―No está bamos allí por el tiempo, Brom.
Eso lo hizo callar, y me sentí como un idiota por haberlo dicho. Brommy no dijo
nada durante un rato -se limitó a beber su cerveza y a contemplar la noche. Cuando
por fin habló , su habitual tono jovial estaba apagado.
―Ant es un idiota.
―No puede ayudarse a sí mismo cerca de mí. ―Tomé un trago―. Siempre hemos
sacado lo peor del otro. El hecho de que ambos jugá ramos al hockey só lo lo empeoró .
KRISTEN CALLIHAN
Pero él había ganado esa competició n en particular, ¿no? Puede que yo fuera el
mejor jugador, pero él seguía atá ndose los patines.
―Esa mierda que dijo sobre Cass...
―Sinceramente, me importa una mierda ―interrumpí, y luego miré a un
dubitativo Brommy―. Lo digo en serio. ¿Sabes cuá l es la emoció n má s fuerte que
siento cuando pienso en Cassandra? Alivio.
―Hombre... ―Sacudió la cabeza con oscura diversió n.
―Es horrible, ¿verdad? Iba a casarme con esa mujer, y era demasiado
complaciente para darme cuenta de que no la amaba. Diablos, apenas me gustaba.
A veces, todavía no podía creer lo cerca que había estado de cometer lo que
habría sido uno de los mayores errores de mi vida. Peor aú n, había dejado que
Cassandra -ella nunca había querido que la llamara Cass- creyera que la amaba. Era
una mierda hacerle eso a cualquiera.
―Una dulce sonrisa y un buen par de tetas dejan ciegos a muchos hombres.
―Me gustaría pensar que soy mejor que eso.
―Así lo hacemos todos, amigo mío. ―Levantó su botella en un iró nico saludo.
Luego se terminó la cerveza―. No te sientas tan mal por no haberla visto. Es una
profesional. Un conejito del disco total.
―No dejes que Tina te escuche. Se supone que no debemos usar ese término,
¿recuerdas?
Como diría Tina, era sexista y grosero. No estaba equivocada. Por otra parte,
tampoco lo estaba Brommy; había mujeres que tenían como misió n conseguir un
jugador de hockey. Dado que a la mayoría de nosotros nos encantaba la atenció n que
nos prestaban, no era exactamente un intercambio desigual. Só lo que no me
interesaba dedicar mi vida a ello.
El bufido de Brommy fue elocuente, pero luego se puso sobrio.
―Te he echado de menos, hombre.
Un nudo del tamañ o de mi puñ o se me subió a la garganta. Yo también lo echaba
de menos. Tanto que a veces me encontraba volviéndome para hacer una broma só lo
para darme cuenta de que no estaba allí. Ninguno de mis chicos estaba. Todo lo que
me quedaba eran fantasmas.
Quería disculparme por no haberlo llamado, por haber ignorado sus llamadas y
mensajes. ¿Pero có mo decirle que todo lo relacionado con el hockey, incluido él, era
demasiado para mí? Si me acercaba demasiado al partido, me sentía como un adicto
KRISTEN CALLIHAN
con síndrome de abstinencia, con los dedos temblando y el corazó n acelerado por la
insistente necesidad de volver al hielo.
No podía decirle que tenía que ser todo o nada cuando se trataba de hockey. En
la oscuridad, junto a mi mejor amigo, só lo podía mirar mis manos con puñ o apoyadas
en los muslos.
Habló despacio, con cuidado.
―No voy a fingir que sé lo que se siente, Oz. Yo só lo... diablos. No sé lo que estoy
diciendo, aparte de que estoy aquí si lo necesitas.
El bulto creció , presionando contra el paladar. Tragué convulsivamente.
―Debería haber llamado.
―No tienes que hacer nada que no quieras.
―He estado sintiendo pena por mí mismo.
―La mierda que das pena ―dijo Brommy con calor. Parecía estar a dos segundos
de darme una patada en el culo.
Tuve que sonreír ante eso, pero no duró .
―Sí, Brom, lo hago. No, déjame decir esto. ―Si no lo hacía ahora, puede que no lo
haga nunca―. La cosa es que todo atleta tiene que enfrentarse al día en que su cuerpo
no puede hacer el trabajo que requiere su deporte. Lo sabía desde el principio, aunque
nunca quise pensar en ello.
Brommy gruñ ó en señ al de acuerdo. Todos lo sabíamos. Só lo que no queríamos
insistir.
―Nada dura para siempre. Eso lo sé. Pero esto de mi cabeza... ―Sin poder
evitarlo, me pasé una mano insegura por el pelo, sintiendo el vaho del mar en la masa
enmarañ ada―. Está mejorando. Me estoy curando.
―Eso es algo bueno ―dijo Brommy en voz baja.
―Sí, lo es. Pero no lo entiendes. Aparte de mi cabeza, mi cuerpo está en perfecto
estado. Estoy en la flor de mi vida, Brom. Era el puto dueñ o del juego. Y esta cosa me lo
quitó . Me despierto pensando que estoy en el hielo.
Me incliné hacia delante, con las entrañ as retorciéndose, y apreté las manos.
―Casi desearía haberme volado la rodilla o algo tangible. Al menos, así no...
―Exhalé un suspiro―. No sé lo que estoy diciendo. Aparte de que no puedo soportar el
hecho de que lo ú nico que me retiene es mi cabeza.
KRISTEN CALLIHAN
Brommy no habló cuando terminé, quizá s sabiendo que necesitaba un minuto.
Desde la casa llegó el sonido de una risa de mujer, flotando en la brisa nocturna. Se
me apretó la tripa cuando me di cuenta de que era Emma. Quería estar con ella,
empapá ndome de su risa, provocá ndola para que me hiciera reír a mí también.
Giré la cabeza hacia un lado, como si pudiera bloquearlo todo.
―Es una mierda, Oz ―dijo Brommy―. Es una mierda. Pero tal vez lo está s viendo
de manera equivocada.
Le lancé una mirada, y él levantó una mano enorme.
―Escú chame. Dices que habría sido mejor si te hubieras reventado una rodilla.
―Asintió lentamente―. No se puede jugar bien con una rodilla rota, seguro. Pero lo
que te hizo grande, lo que te convirtió en una leyenda, es tu sentido del hockey.
Se inclinó hacia delante, clavá ndome una dura mirada.
―Tu cerebro, Oz, es lo que te hace, tú .
Agaché la cabeza, incapaz de sostenerla, y cerré los ojos.
―Lo sé.
―Sé que lo sabes, hombre. Pero lo voy a decir de todos modos. Un hombre puede
cojear con una rodilla rota, pero sigue siendo él mismo. Si se revuelve el cerebro, se
apagan las luces.
En la oscuridad, mi garganta trabajaba. Quería hablar pero no podía.
―Francamente ―dijo―. Te admiro muchísimo. Porque ambos sabemos que hay
algunos tontos que siguen en esto y que realmente no deberían estarlo. Saliste con la
cabeza intacta. Literalmente.
El tono de su voz me quitó toda la lucha que me quedaba. Le importaba.
Mucho. Y eso no era poca cosa. Ahora sabía, má s que nunca, el valor de ese tipo de
amistad y apoyo inquebrantables.
―Lo siento. Por ser un imbécil.
Soltó una carcajada.
―Diablos, estoy acostumbrado a eso.
Le dirigí una mirada seca, pero seguí adelante.
―Lo digo en serio. Me he vuelto... retraído, cortoplacista.
―¿Te has vuelto? ―Sus cejas arenosas se alzaron y volvió a reírse―. Odio tener
que decírtelo, Oz, pero siempre lo fuiste.
―La mierda que lo era.
KRISTEN CALLIHAN
―La mierda que no lo eras ―replicó ―. Te ponías de ese humor, te encerrabas en
ti mismo, te cerrabas a todo el mundo, te comportabas como un hijo de puta
malhumorado. ¿No recuerdas todas las malditas temporadas de playoffs?
Parpadeando, lo miré fijamente. Estaba serio.
―Era divertido.
―Sí, lo eras. También eras un imbécil competitivo que se ponía demasiado tenso
bajo una presió n extrema.
Enfadado, me desplomé en mi silla.
―Bueno, demonios.
Había olvidado el agotamiento, el estrés. Había odiado esa parte. La odiaba.
¿Có mo diablos había olvidado eso?
―No te asustes. ―Me dio una palmada en el hombro―. Nunca nos vemos del todo
como somos de verdad. Sí, ahora está s un poco má s tenso. ¿Qué esperabas? Tu
cerebro se está curando; está s afligido y estresado. Dale un descanso, Oz.
―Me retracto. No lo siento en absoluto, imbécil.
Se rió , tomó otra cerveza y me ofreció una. Como no pensaba ir a ninguna parte
durante un tiempo, la acepté. Bebimos en silencio, mientras todo lo que había dicho
daba vueltas en mi cabeza. No me sentí má s ligero, sino má s tranquilo de una manera
extrañ a.
―Así que ―dijo Brommy, interrumpiendo mis pensamientos―. La princesa Anya,
¿eh?
―No la llames así.
―Tocado. Es una señ al de respeto ―protestó cuando le fulminé con la mirada―.
La amo en ese papel.
Y eso era parte del problema. Era demasiado consciente de lo mucho que
Brommy amaba a Emma como Anya. Mis recuerdos de ver Dark Castle con él y los
chicos eran muy claros, y no me estaban haciendo ningú n favor. No cuando toda la
mierda que habían dicho pasaba por mi cabeza. La forma en que habían gemido y
dicho, «Mira esas dulces tetas rebotando». Có mo habían aplaudido a Arasmus por
tirá rsela duro y rá pido.
Infierno. Nunca había llegado a vocalizar nada de eso como lo habían hecho
Brommy y los demá s, pero había observado, excitado y disfrutando al má ximo de
esas escenas. Había objetivado a Emma, y eso me corroía ahora cuando pensaba en
KRISTEN CALLIHAN
ello. La había defraudado incluso antes de conocerla. Era divertida, inteligente,
sensible, cariñ osa. Y había sido reducida a su aspecto en la pantalla.
Me hizo sentir mal saber que mis amigos la habían visto así. Y sabía
perfectamente lo que Anton había imaginado cuando la llamó princesa. Hizo que mi
sangre se calentara má s rá pido que recibir un golpe barato en el hielo. Quería limpiar
sus mentes de la desnudez de Emma. Lo cual era un error. Estaba orgullosa de su
trabajo, como debía ser.
―Es algo má s que un papel ―le dije a Brommy-me dije a mí mismo también.
Porque un recordatorio no me vendría mal ahora, cuando quería darle un puñ etazo a
mi amigo só lo por el conocimiento que tenía.
Me miró por un momento y luego sonrió ampliamente.
―Esas escenas de sexo te está n molestando, ¿verdad? No es que te culpe...
―Brommy, te juro por Dios que si la miras mal...
Se rió , un desahogo de barriga, una palmada en el muslo.
―Mierda. Está s totalmente ido en ella.
―Demonios. ―Me pasé una mano por la cara―. ¿Quieres callarte?
―No puedo. Es demasiado bueno. ―Me señ aló con un dedo―. Eres má s protector
con ella de lo que nunca fuiste con Cassandra. Te das cuenta de eso, ¿verdad?
No. Sí.
―Vete a la mierda.
―Ve por ella, hombre. Ella es dulce, divertida y no parece importarle tu trasero
gruñ ó n.
―Só lo está aquí de visita.
―¿Y?
―Y nada. No me voy a meter con la invitada de Mamie. Si quiero bajarme, yo...
―Uso mi mano como lo he hecho durante casi un año―. Iré a algú n club y encontraré un
rollo de una noche.
Brommy me dirigió una larga y divertida mirada.
―Sabes que siempre puedo decir cuando está s lleno de mierda.
Lo sabía. Eso no me impidió devolverle la mirada con una mirada sosa.
―Que te jodan, Brommy.
KRISTEN CALLIHAN
―Que te jodan ―prometió , poniendo una mano en su corazó n―. Pero voy a
disfrutar de lo lindo cuando finalmente te derrumbes.
Me alegré de que alguien lo hiciera.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Doce
Emma

Tras el desastroso almuerzo, volví a mi bungalow y me escondí. Había una


docena de correos electró nicos que revisar, ninguno de ellos inspirador o capaz de
levantar el á nimo apagado que pesaba sobre mis hombros. Casi me sobresalto cuando
sonó el teléfono de la casa, pero no era él.
En cambio, Amalie me invitó a cenar y a jugar a las cartas. No me atreví a
rechazar la invitació n; ademá s, si me quedaba aquí, me preocuparía. Como Lucian.
Dios, quería cazarlo, ver si estaba bien, intentar que esbozara esa pequeñ a pero
encantada sonrisa suya. Una tontería. Era un chico grande; había vivido bien su vida
antes de que yo me tropezara con ella. No me necesitaba, y era el colmo de la
arrogancia suponer que podía mejorar su vida de alguna manera.
Lo que me negaba rotundamente a pensar era el hecho de que tal vez lo
necesitaba.
―No. ―Cerré la puerta de mi bungalow y marché hacia la casa―. Só lo te
aferras a él porque tu vida es incierta y necesitas un proyecto.
No iba a hacer de Lucian un proyecto.
Siguiendo las indicaciones que me había dado Amalie, la encontré a ella y a Tina
en la cocina. Era un espacio precioso, con armarios inferiores de roble envejecido,
encimeras de má rmol de Carrara, paredes de yeso suavemente lavadas y techos con
vigas oscuras. Tina estaba sentada en un taburete en la enorme isla central mientras
Amalie se afanaba en los fogones de ocho fuegos.
―Bienvenida ―dijo Amalie, sonriendo por encima de su hombro―. La cena está
casi lista.
Lo que sea que haya cocinado olía fantá stico. Tomé asiento junto a Tina, que me
ofreció vino.
―¿Dó nde está Sal? ―Pregunté. Todavía no había visto a Amalie sin Sal a cuestas.
KRISTEN CALLIHAN
―Se ha ido a Los Á ngeles durante una semana en un viaje de compras. ―Amalie
guiñ ó un ojo―. Lo que realmente significa que sabía que estaba a punto de recibir a
mis otros nietos y quería que nos instalá ramos sin que él estuviera en el camino.
―¿Estaría en el camino?
―No. ―Ella agitó una mano―. Pero…
―No se lleva bien con Anton ―interrumpió Tina.
―Me pregunto por qué ―murmuré, sin poder evitarlo, pero Tina se rió .
―Los Osmonds podemos ser un grupo difícil. Anton y Sal llevan añ os odiá ndose
en silencio porque Ant cometió una vez el error de llamar a Sal la ayuda.
Fue algo terrible de decir, y yo me habría quedado lívida.
―Oh, vaya. ¿Sal lo golpeó por eso? ―Só lo estaba bromeando a medias.
―No. ―Tina sonrió ―. Luc lo hizo.
El Poderoso Lucian. Por supuesto que sí. Podía imaginarlo con facilidad y
sonreía. Maldita sea, lo echaba de menos. Y só lo habían pasado unas horas. Tomé un
sorbo de vino, molesta conmigo misma.
―Vamos a comer ahí fuera. ―Tina señ aló hacia las puertas francesas abiertas,
donde había una pequeñ a terraza rodeada de lavanda y olivos susurrantes―. ¿Quieres
ayudar a preparar?
―Claro.
Mientras poníamos la mesa, Amalie sacó una sartén de hierro fundido y la puso
en el centro. Dentro había tomates asados cubiertos de pan rallado con hierbas;
chisporroteaba y olía divinamente.
―Ya está .
Tina sacó un poco de pan francés y pronto nos pusimos a comer.
―Está delicioso, Amalie ―dije―. Gracias.
Se encogió de hombros.
―Ya no estoy muy por la labor de cocinar. Pero solía hacer este plato para mis
hijos y nietos.
―Me recuerda a mi infancia ―dijo Tina con un suspiro de felicidad.
Amalie dio un pequeñ o mordisco.
―Este era tu favorito, ¿no?
KRISTEN CALLIHAN
―Sí. A los chicos les encantaba el coq au vin. Pero siempre quise esto.
―La otra noche comí coq au vin ―dije, sonriendo a Amalie―. Estaba maravilloso.
Ella se encogió de hombros.
―Nos encanta comer bien. Es bueno para el corazó n.
Sin previo aviso, pensé en Lucian en algú n lugar, y me pregunté si estaría
enfermo del corazó n. Y aunque me gustaba pensar que mi cara no era fá cil de leer,
Amalie frunció el ceñ o, como si supiera que había pensado en él.
―Me disculpo por mi nieto ―dijo.
Rá pidamente, negué con la cabeza.
―No hay nada por lo que disculparse. Yo también me habría ido antes.
Lucian no se había marchado. No, había terminado su comida en un silencio
obstinado y luego simplemente se había puesto de pie y había deseado un buen día a
las mujeres de la mesa. Perfectamente educado. Perfectamente doloroso de ver.
Los labios carmesí de Amalie se curvaron con suave humor.
―Non, me refería a Anton. É l estaba...
―Siendo un imbécil ―terminó Tina, ganá ndose una mirada de reproche de
Amalie―. ¿Qué? No hay una palabra mejor, Mamie.
―Bien. Entonces, un imbécil. ―Con su ligero acento, la palabra adquirió una
agradable profundidad que me hizo sonreír a pesar mío. Amalie se rió ―. Tiene buenas
intenciones la mayor parte del tiempo.
―Anton sabía exactamente lo que estaba haciendo. ―Tina frunció el ceñ o y puso
otro tomate en su plato―. Y para traer a esa perra. Quería cabrear a Luc.
La curiosidad surgió en mi interior, pero luché contra ella. Si Lucian quería que
me enterara de lo de su ex, me lo diría.
―¿A qué juego de cartas vamos a jugar? ―Pregunté alegremente.
Tina y Amalie, afortunadamente, captaron el mensaje y apartaron la
conversació n de Lucian. Despejamos la mesa y nos acomodamos para jugar a las
cartas y beber má s vino.
Amalie le pasó una baraja a Tina.
―¿Te quedará s aquí durante el verano, ma fille?
Por lo visto, Tina se había graduado en la UCLA en primavera y todavía estaba
buscando lo que quería hacer. Sentí empatía. Tina se encogió de hombros a la manera
KRISTEN CALLIHAN
de todos los Osmonds, con su brillante cabello oscuro deslizá ndose sobre un delgado
hombro.
―No había pensado tanto, pero si te parece bien, lo haré.
La mirada represiva de Amalie se vio atenuada por un suave rizo de sus finos
labios.
―Nunca tuviste que preguntar. ―Tocó brevemente la mejilla de su nieta.
Tina me llamó la atenció n y su nariz se arrugó con ironía.
―Está s tan encaminada que probablemente parezca ridículo que no sepa qué
hacer con mi vida. Sé que quiero que sea emocionante, llena de aventuras. Pero no me
siento valiente. En cambio, mi futuro se siente como un gran vacío desconocido de...
miedo.
Tenía veintisiete añ os y, de repente, me sentí antigua ante su suposició n de que
mi vida era segura y estaba bien ordenada.
―Soy una actriz, sobresalgo mostrando al mundo lo que quiero que vean. Pero
mi vida no es perfecta. ―Entonces tomé la decisió n de confiarle la verdad a Tina y le
conté lo del hacha.
Se quedó con la boca abierta, horrorizada. Sonreí con fuerza.
―Por favor, no se lo digas a nadie. Me meteré en un mundo de problemas si se
sabe el final.
Se sentó má s recta.
―Nunca. Es un honor que hayas confiado en mí para esto. Y creo que los
productores fueron muy estú pidos al dejarte de lado. Anya y Arasmus eran mi parte
favorita del programa. ―Ella apretó mi mano―. ¿Qué hará s ahora?
―No sé. Buscar un nuevo papel. ―Miré a Tina y a Amalie y me encogí―. Es parte
del negocio, pero no puedo evitar sentirme un poco perdida... o quizá só lo en una
encrucijada.
―Así es la vida, querida. ―Amalie sirvió má s vino en mi vaso vacío―. La vida no
permanece igual. Cambia y gira, y nosotros debemos cambiar con ella. Lo cual no es
malo. Qué aburrido sería no ver nunca ningú n cambio.
―Creía que me gustaba el cambio, ¿pero ahora? No tanto. No cuando viene de
cara al fracaso.
Amalie se sentó y me miró con ojos de cariñ o.
KRISTEN CALLIHAN
―El fracaso es simplemente una oportunidad disfrazada. No conozco una sola
historia de éxito que no haya tenido su cuota de fracasos en el camino. Lo intentamos,
crecemos, a veces fracasamos. O te desmoronas y dejas de vivir la vida, o te levantas y
utilizas la experiencia para fijar un nuevo rumbo.
Sus palabras me hicieron vibrar, despertando algo que se parecía mucho a la
esperanza. La mirada de Amalie se volvió hacia el interior.
―Vivir es adaptarse. Nos reinventamos constantemente. No tengan miedo al
fracaso o al cambio, amores; significa que está n vivas.
Sin darme cuenta, mis pensamientos se trasladaron a Lucian, y mi corazó n se
apretó . Porque sabía que Amalie estaba pensando en él en ese momento y se
preocupaba. No quería preocuparme también por Lucian, pero lo hice. É l se escondía
de la vida, incluso má s que yo. Por los destellos que me dejaba ver de su verdadero ser,
sabía que si algú n hombre necesitaba vivir la vida al má ximo, era él. Má s inquietante
era el hecho de que yo quería estar allí cuando él lo hiciera. Porque el hecho de que
Lucian viviera completamente en el momento me hacía sentir completamente viva
también.
Durante el resto de la velada, me deleitaron con viejas historias y divertidas
observaciones. Tina se calmó lo suficiente como para no mirarme fijamente cada
pocos segundos y procedió a ganarme con contundencia al pó ker. Y aunque me reí y
me relajé, Lucian estaba ahí, en el fondo de mi mente, dando codazos a lo largo de mi
columna vertebral.
Por eso, a pesar de mis mejores intenciones, me encontré poniéndome el bikini y
dirigiéndome a la piscina en la oscuridad de la noche.

***

No era mejor que una adolescente que se escabulle con la esperanza de que mi
enamorado me escuche y aparezca. Lo sabía y me reprendía por ello, pero aun así me
quité las sandalias y me desabroché la bata. Las manos me temblaban de los nervios
cuando dejé mis cosas en una tumbona.
La casa de la piscina estaba a oscuras, las puertas francesas cerradas a cal y
canto. Tal vez estaba dormido. Tal vez había abandonado la propiedad. Pero la luz de la
piscina estaba encendida, produciendo un suave resplandor.
KRISTEN CALLIHAN
Con toda la gracia posible, me sumergí en el agua. Estaba lo suficientemente
caliente como para aliviar mi piel, y a pesar de mi misió n original, comencé a nadar,
entrando en el ritmo del ejercicio.
En mi quinta vuelta, al llegar al final de la piscina, el sonido de Edith Piaf
llamó mi atenció n. La Vie en Rose. Con el corazó n en vilo, me detuve y me di la vuelta.
Lucian estaba de pie en el otro extremo, con la luz vacilante de la piscina proyectando
sombras sobre su rostro. No debería sorprenderme; al fin y al cabo, quería que
apareciera. Pero una oleada de adrenalina me golpeó como una droga, y mi lú gubre
noche se llenó de promesas.
Estaba tan ida con este hombre. Ni siquiera era divertido.
Sus labios se inclinaron en una pequeñ a sonrisa.
―Pensé que deberías obtener el efecto completo y escuchar a Edith mientras
nadas.
―¿No debería estar desnuda si quiero el efecto completo de la natació n nocturna
con Edith? ―Sí, fui descarada.
Su mirada entrecerrada lo decía. Pero no salió corriendo. No, me miró fijamente
con esos ojos severos.
―Ciertamente no voy a detenerte. Pero ten en cuenta que Brommy y Anton está n
por aquí.
Inteligente Lucian. Ahora, si seguía con mi amenaza burlona, estaría diciendo
que no me importaba que me vieran. Si no lo hacía, estaba dejando claro que só lo
quería que él me viera de esa manera.
Apoyando los codos en el borde de la piscina, pisé lentamente el agua con las
piernas.
―¿Por qué no te unes a mí?
―No me voy a bañ ar desnudo contigo, Snoopy. ―Su sonrisa fue breve pero
amplia―. Como dije, Brommy y Anton está n fuera de casa.
―Y no quieres que te vean desnudo ―dije, como si esto tuviera mucho sentido.
―Soy muy tímido.
―Claro que sí. ―Pateé mi pie, enviando ondas en su direcció n―. Pero me refería a
la natació n normal.
Llevaba una camiseta raída de color indeterminado y unos pantalones cortos
deportivos que colgaban bajos y sueltos sobre sus recortadas caderas.
KRISTEN CALLIHAN
Lo miré de arriba abajo, disfrutando de la forma en que se esforzaba por no
inquietarse.
―Deja de vacilar y entra.
Lucian frunció el ceñ o.
―Mandona. ―Pero se quitó la camiseta, lo cual fue tan excitante como la ú ltima
vez que lo hizo; má s, en realidad, porque ahora tenía que presenciarlo de cerca y con
todo detalle.
Entornando una ceja como si dijera: Tú te lo has buscado, se metió de lleno.
Mi vientre se tensó cuando él flechó bajo el agua, dirigiéndose hacia mí. Atravesó
la superficie a unos metros de mí, mojado y guapísimo y sonriendo con los ojos. Si no
estuviera ya en el agua, me habría derretido en un charco de lujuria con solo mirarlo.
Lucian se peinó el pelo chorreante hacia atrá s con los dedos mientras pisaba el
agua delante de mí.
―¿Alguna razó n por la que estés nadando, Em?
―¿Debería haberla? ―Solté el borde y me dirigí hacia él.
Lucian retrocedió inmediatamente, manteniendo la misma distancia entre
nosotros.
―No te tomé por una nadadora nocturna.
Volví a avanzar lentamente.
―Hiciste que se viera tan bien; pensé en intentarlo.
Estaba demasiado oscuro para decirlo, pero podría jurar que se sonrojó . Pero
entonces sus ojos se entrecerraron.
―Está s coqueteando.
―¿Lo hago? ―Totalmente. No pude evitarlo; Lucian era algo adorable cuando
reaccionaba a mis descarados intentos como si estuviera confundido pero intrigado. A
menudo me desequilibraba con su fría autoridad. Era satisfactorio devolverle el favor.
Competidor de corazó n, Lucian se animó . Plantó los pies; era lo suficientemente
alto como para mantenerse en pie sin sumergirse.
―Sabes que lo haces. ―La mirada de Lucian se movió sobre mí cuidadosamente,
como si intentara leer mi mente―. No está s tratando de hacerme sentir mejor conmigo
mismo, ¿verdad?
Me detuve, flotando allí, con el corazó n apretado.
KRISTEN CALLIHAN
―Coqueteo contigo porque lo disfruto. Nunca sé lo que vas a decir, y
normalmente me hace reír.
―Ah. Voy a hacer el papel de bufó n.
―¿Intentas deliberadamente fastidiarme? ¿Quieres que me vaya?
Sus ojos brillaron.
―No quiero que te vayas.
―Así que está s tratando de molestarme.
Su risa era cá lida y enviaba pequeñ os aleteos de placer por mis entrañ as.
―Só lo te mantengo alerta, Em.
Con eso podría trabajar. Salí disparada hacia delante, lista para nadar, y él se
apartó como si pensara que iba a saltar sobre él. Puse los ojos en blanco, nadando
alrededor de él en un círculo perezoso.
―Está s un poco movedizo esta noche.
―Movedizo. ―Aparentemente no le gustó có mo sonaba eso.
―Mmm. Como si no supieras si huir o no.
―Tienes razó n. Esta línea de conversació n me está tentando a correr ahora
mismo.
Divertido.
Continué dando vueltas, pero él me siguió , manteniéndome en la mira.
―¿Es porque nos hemos visto desnudos? ―Le pregunté.
Lucian se sacudió tan fuerte que se salpicó a sí mismo.
―Jesú s, Em.
Luché contra una sonrisa.
―¿Qué? Es verdad. Me dijiste que habías visto Dark Castle.
―Anya no estaba completamente desnuda...
―Casi como que sí. Aparte de mostrar esa pequeñ a V de pelo...
―Dios ―gimió expansivamente.
―Estaba bá sicamente desnuda.
―Está s tratando de matarme. Eso es, ¿no?
La gruesa aspereza de su voz me hizo sonreír.
KRISTEN CALLIHAN
―No seas tan mojigato.
―Si supieras lo que pasa por mi mente, nunca me acusarías de ser un mojigato.
El corazó n me dio otro salto, y me encontré de nuevo con el agua al cuello.
―Cuéntalo.
―No te preocupes. ―De alguna manera, se había acercado, arrinconá ndome―.
Ahora có rtalo. Hay una gran diferencia entre ver a la princesa Anya semidesnuda en
una pantalla de televisió n y verte a ti desnuda.
Parecía tan completamente desanimado por mi parte al respecto que só lo pude
mirarlo con asombro.
―No entiendo por qué.
Las cejas oscuras amenazaron con encontrarse en el medio.
―En primer lugar, no eras tú . Era Anya, un personaje. Ella es imaginaria. Tú eres
real.
Los aleteos de mi vientre se elevaron hasta las proximidades de mi pecho.
―Eso es… dulce.
Como si no me hubiera escuchado, Lucian continuó en modo de sermó n.
―En segundo lugar, no puedo llegar a través de una pantalla y tocar esos bonitos
pechos.
Me tambaleé y casi me hundí. Los aleteos se convirtieron en una tormenta y tuve
que agarrarme al borde de la piscina para aguantar. Cuando hablé, mi voz se había
vuelto demasiado jadeante.
―Eso implica que tiene que haber contacto para que sea real.
Algo había cambiado: no estaba nervioso. Estaba resuelto, acercá ndose hasta
que apenas había un pie entre nosotros. El agua brillaba sobre los fuertes planos de su
rostro, humedeciendo aquellos expresivos y firmes labios. Quería lamerlos,
envolverme en su cuerpo fuerte y duro, y sujetarme a él.
Sus ojos, pá lidos como un estanque resplandeciente, me clavaron en el sitio.
Había mucho calor en ellos. Calor y necesidad y una sombra de frustració n, como si no
quisiera quererme. Su voz bajó , espesa como la crema caliente.
―Em, si está s desnuda delante de mí, va a haber toques.
Sí, por favor. Ahora estaría bien.
―Bastante presuntuoso de tu parte, honey pie.
KRISTEN CALLIHAN
Lucian, la rata bastarda, sonrió , con esos ojos calientes fijos en mi cara.
―¿Quién dijo que tenía que ser a ti a quien tocara?
―¿Qué? ―Apenas podía pensar. Su cercanía me estaba haciendo sentir mareada.
―No me importa tomar el asunto en mis manos, si es la ú nica opció n.
Me lo imaginé manejando toda esa... circunferencia. Se me cayó el alma a los pies.
―Oh, bien jugado...
El agua se rompió , y él estaba allí, con su gran cuerpo rodeá ndome, su boca a
centímetros de la mía.
―Para que quede claro ―murmuró ―, si está s desnuda delante de mí, prefiero
tocarte.
Estaba tan cerca, vívidamente presente. Deliciosamente hermoso. Mis pá rpados
bajaron, mis labios se separaron con la necesidad de sentir el suyo. Lo deseaba. Quería.
Nuestras piernas se rozaron bajo el agua y un escalofrío me recorrió los muslos.
Lucian se agarró al borde de la piscina para sujetarse, y sus brazos me abrazaron, lo
que empeoró la situació n. Las gotas de agua brillaban en las hendiduras e hinchazones
de sus hombros y brazos, llamando mi atenció n sobre la fuerza de su cuerpo y lo bien
que me sentiría al tocarlo.
No dijo ni una palabra. No tenía que hacerlo; su proximidad era suficiente para
hacer que mis entrañ as se hundieran y mi boca se secara.
Tenía que tomar el control de la situació n.
―Quieres un vistazo, ¿no?
Por encima del silencioso sonido del agua, lo escuché tragar saliva, con la
sorpresa parpadeando en su mirada justo antes de bajar a mis pechos. Su voz bajó un
registro.
―¿Me vas a dar uno?
La lujuria me atravesó , pura y caliente. Me encantaba el sexo, la danza que lo
precedía, su aspecto físico, la liberació n. Pero la fama había cambiado el sexo para mí.
Los hombres habían empezado a esperar una fantasía. Me veían como una princesa
virginal a la que había que tratar con reverencia o como una muesca personal en su
cinturó n: Yo me he tirado a Anya.
Lucian dejó claro que no veía a Anya cuando me miraba. Eso en sí mismo me
hizo querer mostrarle má s.
KRISTEN CALLIHAN
El agua estaba fresca, pero por dentro me quemaba mientras mi mano subía
lentamente hasta el borde de la parte superior del bikini. La mirada de Lucian se
volvió extasiada, sus labios se separaron en una respiració n superficial. Dios, esa
mirada. Hizo que cada centímetro de mí se tensara. Mis pechos se volvieron pesados y
se hincharon de lá nguida lujuria. Era totalmente consciente de él, de mí misma,
mientras trazaba la línea de mi bikini, coqueteando con la idea de tirar de él hacia
un lado.
Lucian no parpadeaba, no se movía, pero parecía estar má s cerca. Mis
pezones se pusieron rígidos, empujá ndose contra la fina tela, suplicando ser vistos
por él. La punta de mi dedo se enganchó bajo la parte superior y tiré lentamente hacia
un lado, sintiendo el arrastre.
Lucian gruñ ó , bajo y prolongado, como si el sonido pudiera hacerme ir má s
rá pido. La reacció n de mi cuerpo fue un delicioso apretó n de mi sexo. Me arqueé ante
ese sonido, mis pá rpados se agitaron mientras tiraba de la parte superior má s allá ,
deteniéndose justo en el borde de mi pezó n. Y se sacudió , el agua chapoteando.
―Em... ―La sú plica salió en una gruesa ronca―. Bebé...
Los mú sculos de sus brazos se agarraron al borde de la piscina, como si tratara
de contenerse.
Quería esa mirada. Un dolor se acumuló dentro de mí. Mis pechos habían sido
vistos por millones. Pero Lucian tenía razó n; esa no había sido yo. Aquí, ahora, esta era
yo. Este era él queriendo verme.
La punta de mi dedo trazó un camino de calor a lo largo de la curva de mi pecho,
de un lado a otro. Y él miraba, un hombre hambriento. Lamiéndome los labios, me
detuve. Parecía que ambos conteníamos la respiració n. Y entonces, con un ligero tiró n,
la parte superior se deslizó sobre la punta de mi pezó n.
Lucian gimió , con un sonido casi animal. Arqueé la espalda en respuesta, atraída
por su necesidad, y mi pecho desnudo se acercó a la pared de su pecho. Quería sentir
su piel sobre la mía.
Pero no se movió . Agarró el borde con má s fuerza, su cuerpo trabajando con
jadeos agitados.
―Joder ―susurró . Su pá lida mirada se dirigió a la mía, con un surco entre las
cejas―. Quiero probarlo. Por favor. Por Dios. Por favor, Em.
El hecho de que se deshiciera casi me hizo resbalar bajo el agua. Pero la
necesidad en sus ojos me hizo gemir. Con los pá rpados llenos de deseo, asentí con la
cabeza y él tragó con fuerza, su expresió n se volvió feroz.
KRISTEN CALLIHAN
―Só lo una probada ―dijo, como si se atuviera a eso. Gemí y su mirada caliente
se enganchó a la mía. Algo pasó por su expresió n -determinació n, seguridad-, no pude
decirlo; la lujuria y la necesidad habían dispersado todo pensamiento racional―. Só lo
un poco ―dijo de nuevo.
―Tó malo ―susurré, apenas capaz de formar las palabras.
Lucian dejó escapar un suspiro, acercando su boca.
―Joder. Em... levanta esa dulzura para mí.
Mi respiració n se fue en un santiamén, todo se apretó con una encantadora
tirantez.
Con una mano temblorosa, ahuequé mi pecho y lo saqué del agua. Me ofrecí a él.
Con un gemido, agachó la cabeza. El plano caliente y hú medo de su lengua se
arrastró sobre mi carne fría. Solté un grito, un rayo de placer que me llegó al corazó n.
Hizo un sonido de pura hambre, sus labios besaron suavemente la punta antes
de chuparla profundamente. . .
―¡El ú ltimo en llegar a la piscina es un sucio idiota! ―El grito de Tina fue seguido
de cerca por un enorme chapoteo al lanzarse al agua.
Lucian retrocedió , como si lo hubieran golpeado, y se giró para bloquearme
mientras yo me colocaba apresuradamente el top en su sitio.
La sorpresa de los ojos de Tina dejó claro que no se había dado cuenta de
nuestra presencia. Y por el lento paseo de Brommy hasta el borde de la piscina y la
sonrisa en su cara, también estaba claro que sí lo había notado.
Sea como fuere, el ambiente estaba efectivamente apagado. Llamé la atenció n de
Lucian, pero tenía las paredes levantadas y sacudió la cabeza con un movimiento casi
imperceptible. Con un suspiro interno, me acerqué a una avergonzada Tina y fingí
que no había pasado nada.
No me arrepiento de haber provocado a Lucian hasta el punto de que me ha dado
la vuelta a la tortilla. Pero definitivamente me lo pensaría dos veces antes de volver a
involucrarme de esa manera. No cuando aparentemente se arrepiente de su momento
de debilidad.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Trece
Lucian

Después de retroceder del borde de caer sobre Emma en la piscina como un


muerto de hambre, me alejé de ella y pasé el rato con Brommy. Lo conseguí durante
dos días. Y la eché de menos.
Era irracional, molesto, sin sentido. Se suponía que no debías echar de menos a
alguien que apenas conocías. Se suponía que no debías anhelar verlos, el sonido de su
voz, el aroma de su piel. No así. Por Dios, había tenido la dulce rosa de su pezó n en
mi boca. Todavía podía sentir su forma en mi lengua como un fantasma de lujuria
diseñ ado para sacarme de mis casillas.
Lo achaqué a que estaba mentalmente debilitado por meses de soledad sexual.
Mi ú nica concesió n fue hornear. Para ella.
La repostería siempre había sido algo privado, algo que había aprendido de mi
bisabuelo, pero nunca había buscado hacer algo má s con ella. ¿Pero ahora? Se había
convertido en un reto y en una intensa satisfacció n idear nuevas formas de tentar y
complacer a Emma. Alimentar a Emma de alguna manera también alimentaba mi
alma.
No sabía que los brioches de su cesta del desayuno habían sido formados por mi
mano.
Ella no sabía que los macarons -dos cada noche, enviados en una pequeñ a caja-
eran míos. Pero yo sí.
En los momentos de debilidad, cerraba los ojos e intentaba imaginar sus suaves
labios abriéndose a los dulces brillantes como joyas, la lengua rosada probando mis
sabores, logrados por la extrañ a alquimia de batir claras de huevo, infusionar cremas y
colar frutas maduras, todo ello fundido en una intensa explosió n de sabor.
KRISTEN CALLIHAN
¿Había preferido el chocolate negro de achicoria, el caramelo rico en mantequilla
y la pera quemada? ¿O bien gimió por el jugoso brillo de la miel de pomelo o la
naranja sanguina y la rosa?
Era suficiente para que un hombre se empalmara. Y terminara dolorido por la
visió n de lo que no debería tener.
Por eso seguía haciéndolo. Tal vez quería que me descubrieran. Podía decirle a la
mujer que era yo quien le preparaba la comida, dejá ndole pequeñ os dulces que nadie
má s que se alojaba en Rosemont conseguía. Pero había algo en Emma Maron que me
devolvía al raro y torpe friki que había sido en la escuela secundaria.
Mamie no había exagerado cuando dijo que yo era pequeñ o de niñ o. Pequeñ o y
tímido. Cuando no estaba en el hielo, era el chico que má s se escondía. El hockey me
había convertido en alguien engreído, extrovertido y amante de la diversió n. Me
gustaba esa versió n de mí mismo, pero ahora que el hockey había terminado, me di
cuenta de que esa parte de mí era un papel que había estado representando.
Ya no estaba seguro de quién era mi verdadero yo, pero sabía que no estaba
preparado para marchar hasta el bungalow de Emma con un pastel en la mano.
Mantenerme lo má s cerca posible de mí mismo me parecía el plan má s seguro.
Porque ir a lo seguro es lo que te ha llevado tan lejos en la vida.
Sin embargo, no había ido a lo seguro con el postre que le había hecho a Emma
hoy. Ya me estaba arrepintiendo. La elecció n era pura arrogancia. Había demasiado de
mí, de nosotros, en ella. Pero era demasiado tarde para retractarse.

***

Emma
KRISTEN CALLIHAN
Fue la tarta la que lo hizo. Y lo peor es que ni siquiera lo vi venir. Debería haberlo
hecho. Todas las señ ales estaban ahí. Pero no había prestado atenció n. Había estado
pensando en cierto hombre gruñ ó n que deseaba demasiado para mi propio bien.
Un hombre que aparentemente me estaba evitando. Hacía dos días que no lo
veía. Una vez, vi su espalda al doblar una esquina, su paso -ese maldito contoneo
que me hacía pensar en el sexo y el pecado- decidido, como si no quisiera que lo
atraparan merodeando.
La culpa fue mía por empujar, por coquetear cuando era evidente que él se
resistía. Por otra parte, fue él quien lo llevó tan lejos que aú n me estremecía al pensar
en él acercá ndose, con su mirada en mi boca como si quisiera devorarla. Devorarme.
―Ugh. ―Me dejé caer de nuevo en el sofá ―. Deja de pensar en él.
Tal vez debería irme. Encontrar otro lugar para esconderme.
Mis entrañ as se retorcían. No quería irme.
El almuerzo llegó , interrumpiendo mis pensamientos. Otra cesta, esta vez
traída por una mujer llamada Janet, que me dijo que formaba parte del personal de la
casa.
¿Era preocupante que ya estuviera salivando como el perro de Pavlov?
Probablemente. Pero eso no impidió que la anticipació n vertiginosa brotara dentro de
mí. Me había vuelto desmesuradamente excitable con las comidas diarias.
La cesta contenía una ensalada de verduras pequeñ as y una lata de sopa. Una
tarjeta escrita con un garabato muy inclinado me informó de que se llamaba
avgolemono: una sopa griega de pollo y limó n. Podía elegir entre un chardonnay frío o
un té helado para acompañ arla.
Y entonces vi la caja de postres. Aparte de la deliciosa comida, esto fue lo que me
alegró el día. Estos pequeñ os dulces que parecían hechas exclusivamente para mí.
Supuse que todos tenían los mismos postres. Pero me permití creer, aunque só lo fuera
por un momento, que eran só lo para mí.
La anticipació n burbujeaba por mis venas mientras tiraba de la cinta dorada.
Dentro había una tarta de color caramelo del tamañ o de mi mano. La crema pastelera
dorada y oscura había sido decorada con cintas de pétalos para que pareciera una flor.
KRISTEN CALLIHAN
A un lado, como si estuviera tocando para probarla, había una diminuta abeja de
azú car.
Se me cortó la respiració n y mantuve la concentració n en esa abeja. Renunciando
al tenedor, levanté la tarta con mis propias manos y le di un gran mordisco casi
furioso. Y me di cuenta de algunas cosas. No era una tarta; era un pastel. Y no era
caramelo. Era miel.
Suaves notas florales de miel delicadamente dulce impregnaron las sedosas
natillas. Decadente pero ligero, dulce pero rico. Una tarta de miel, hecha con cariñ o. La
pequeñ a abeja de azú car, aú n posada en el borde de la corteza hojaldrada, se burlaba
de mí.
Esa abejita mordisqueando su pastel de miel.
Un pulso de calor puro me iluminó el sexo, me lamió los muslos, me pellizcó los
pezones. Me metí en la boca otro bocado desordenado, saboreando el sabor,
deseando... a él.
Esta era su obra, hecha con sus manos, su habilidad, su mente. Mi hombre
gruñ ó n con la capacidad de crear dulzura de la forma má s inesperada.
De alguna manera, en el fondo de mi mente, lo había sabido desde el principio.
Por la forma en que casi me ordenó que probara su brest. Có mo me había
observado comerlo con esa extrañ a mirada de intenció n en su rostro. Orgullo.
Eso era lo que era. Estaba orgulloso de su trabajo.
Comí mi pastel de miel sin pausa, devorá ndolo hasta que no fue má s que una
pasta pegajosa en mis dedos, migas de mantequilla en mis labios. Gimiendo, me lamí la
piel como lo haría un gato. Juré que sentía las garras punzantes, deseando salir.
Porque él lo había sabido y yo no. ¿Era una broma para él? ¿Qué había dicho? El
chef era temperamental. Oh, có mo debió reírse por dentro de eso.
Con un gruñ ido, me lavé las manos y me dirigí a la puerta, con la mitad de mí
má s excitada que nunca en mi vida, y la otra mitad dispuesta a destrozar al hombre
má s irritante que había conocido.

***
KRISTEN CALLIHAN
Tardó má s de una hora en volver, cargando con bolsas de comida. Me senté en el
rincó n má s alejado de la gran cocina, có modamente sentada en la encimera y
comiendo otra tarta de miel, esta vez, lamentablemente, sin una bonita abeja. Por lo
visto, eso había sido só lo para mí.
No se fijó en mí, que era lo que pretendía, dado que sabía que la comadreja só lo
fingiría que estaba dejando las cosas para el "chef" de la casa si me veía ahora.
Dios, pero se veía bien. Por muy enfadada que estuviera, mis ojos se tragaron su
imagen. Pelo oscuro y despeinado por el viento, labios exuberantes en esa mueca
hosca. La piel oscura y aceitunada, lisa y oscura contra la camiseta blanca que llevaba.
Las mangas cortas de la camiseta le apretaban los bíceps, que se le agrupaban al dejar
las pesadas bolsas.
Nadie podría dudar de que el hombre era un atleta; se movía con la
seguridad de alguien que utiliza su cuerpo como una má quina: eficiente, grá cil, fuerte.
Se giró para rebuscar en el frigorífico, y los apretados globos de su espectacular
trasero de burbuja se tensaron contra los desgastados vaqueros. En silencio, dejó un
frasco de crema en el suelo y se acercó a la rejilla colgante para buscar una salsera,
dejando al descubierto una franja de abdominales tonificados.
Dulce misericordia, pero podría llegar al orgasmo viendo a este hombre trabajar
en su cocina. Ni siquiera sabía que era mi perversió n. Tal vez Lucian lo hizo así.
Cuando procedió a separar un huevo con un eficiente chasquido de muñ eca, supe que
era él. É l era mi perversió n. Maldito sea todo.
―Lo haces muy bien. ―Mi voz se quebró a través del silencio, y él prá cticamente
saltó fuera de su piel, esos ojos de escarcha que se abren de par en par y con pá nico―.
Debes haber tardado añ os en aprender tu oficio.
Por un segundo, ninguno de los dos habló . Con palabras. Nuestros ojos
mantuvieron toda una conversació n.
Oh, estoy tan pendiente de ti, amigo.
Aparentemente sí.
Deberías habérmelo dicho.
Parece que sí.
KRISTEN CALLIHAN
¿No hay nada más que decir?
Parece que no.
Eres magnífico.
Ese se me escapó .
Aspiró con fuerza y sus fosas nasales se encendieron. Y esos ojos llenos de
pá nico se volvieron calientes, concentrados.
―Fue el pastel de miel, ¿no? ―Su voz era una ronca aspereza en el silencio de la
cocina.
Aparté los restos del pastel que había estado comiendo y me lamí las yemas
de los dedos, disfrutando de la forma en que él se centró inmediatamente en eso. Un
gruñ ido que retumbó en lo má s profundo de su pecho provocó destellos de lujuria en
el mío. Los ignoré.
―Una elecció n demasiado literal. ―Bajé de un salto―. Pero delicioso.
Con la mirada fija, me dirigí a la isla. Su expresió n se volvió cautelosa, sus anchos
hombros se endurecieron, como si se preparara para una pelea. Sonreí, queriendo
sacarlo de quicio. El Señ or sabía que él había estado haciendo lo mismo conmigo
durante días.
―Jugador de hockey ―comencé a contar con los dedos― Carpintero, chef
temperamental, panadero, pastelero... ―Me detuve ante él, abrumada de nuevo por su
físico. Cuando me puse cerca de Lucian Osmond, quería―. Quizá debería llamarte
hombre del Renacimiento. Dime, Brick, ¿también pintas?
Apoyó una gran mano de dedos largos sobre la encimera de má rmol. Los
mú sculos de su brazo se movieron cuando se inclinó un poco.
―Sí, pero só lo en Pâ tisseries.
Oh, diablos, lo dijo en francés, con un acento que sonaba a sexo sensual. Se me
cortó la respiració n. Y él se dio cuenta. Sus ojos se entrecerraron, bajando
lentamente hacia mi boca, y luego volviendo a subir para encontrarse con mi mirada.
―¿Está s enojada? ―Un desafío.
KRISTEN CALLIHAN
―Eso depende ―dije, con demasiado poco aliento. Maldita sea―. ¿Fue una broma
para ti?
―Honeybee, nunca bromeo con los Pâ tisseries.
Dios. Dilo otra vez. Di más. Respira tus palabras en mi piel.
Tragué con fuerza.
―No evadas conmigo, Lucian. Ahora no.
Con un suspiro, sus hombros se desplomaron.
―No, no era una broma. No dije nada porque... ―Agitó una mano, como si
buscara la razó n, y luego terminó levantá ndola con resignació n―. Me pareció
demasiado personal. Como si estuviera exponiendo demasiado de mí.
―Puedo verlo. ―Era un artista. Había sentido su cuidado y atenció n en cada
bocado que había creado. Pero má s que eso, se mostraba en el aspecto de sus pasteles,
la forma en que los presentaba―. Tienes un talento increíble, Lucian.
Un débil elogio. Pero de todos modos quería darlo.
Como era de esperar, se dio la vuelta y se ocupó de tirar la cá scara de huevo en
un fregadero de preparació n.
―Es algo que hago para relajarme y mantenerme ocupado.
No quería pensar en Greg en ese momento, pero hasta que no empecé a salir con
él no pude conocer la vida de un deportista profesional. Pensaba que sería como la
mía, pero la actuació n tenía muchos periodos de espera para las tomas y tiempos
muertos entre papeles. Los atletas son una raza diferente. Sus vidas estaban
extremadamente estructuradas, llenas de días de entrenamiento, prá cticas, partidos,
entrevistas, viajes. Había poco tiempo para descansar. La mayoría de los deportistas
profesionales se excitan, la vida en sí misma les da un subidó n de adrenalina.
¿Có mo sería que te lo arrancaran antes de estar preparado? No es bueno.
Se me apretó el corazó n y, de repente, lo ú nico que deseaba era rodearle con mis
brazos y abrazarlo. Si algú n hombre necesitaba un abrazo, era Lucian. Pero él no lo
permitiría. No le gustaría.
KRISTEN CALLIHAN
Cambió su peso, poniéndose nervioso en esa forma suya que significaba que se
estaba preparando para estar a la defensiva, para encerrarse en su propio mundo
protector.
Puedes dejarme entrar. No te haré daño.
―¿Te enseñ ó Amalie? ―Le pregunté.
Levantó la barbilla, sorprendido, supongo, por mi alejamiento del tema obvio.
―Sí ―dijo después de un momento, con la voz ronca. Se aclaró la garganta―.
Bueno, Amalie me enseñ ó a cocinar y a hacer pan. Ya sabes, las recetas que aprendió
de niñ a.
Mientras hablaba, se ocupó de sacar una balanza de cocina y harina. Ahora se le
notaba la soltura.
―Mi bisabuelo, Jean Philipe, me enseñ ó a hacer Pâ tisserie. Era un gran nombre
en Francia. Sus cocinas estaban llenas de verdaderos ejércitos de ayudantes, y siempre
era "Oui, Chef". Pero conmigo era simplemente el arrière-grand-père, que quería
enseñ arme todo. Cuando los niñ os veraneá bamos en Francia, Anton y Tina jugaban
fuera, y yo me quedaba en la cocina.
Una sonrisa se formó en mis labios.
―Admito que me resulta difícil de imaginar.
Las esquinas de sus ojos se arrugaron con un humor tranquilo.
―Mamie no exageraba cuando decía que yo era pequeñ o de pequeñ o. Escuá lido,
en realidad. Y tímido.
―¿Tú ? ―Me burlé. Pero podía verlo. Había algo en Lucian que siempre sería
reservado.
Me lanzó una mirada de reojo, pero sus labios se curvaron.
―Sí, yo. Un friki escuá lido. Que no era estú pido; si estaba en la cocina, me
daban de comer. Mucho. Ademá s… ―Se encogió de hombros que definitivamente no
eran escuá lidos―. Me gustaba. Siempre tuve problemas para concentrarme a menos
que algo ocupara toda mi atenció n. En casa, tenía el hielo. En Francia, tenía la cocina, la
repostería, la Pâ tisseries. Me relaja.
KRISTEN CALLIHAN
Personalmente, la precisió n y la concentració n necesarias para hornear me
volverían loca. Pero lo entendí.
Nos pusimos uno al lado del otro, yo demasiado consciente de su calor. Olía a
miel y a sol. Quería hundir mi cara en toda esa bondad y absorberla.
―¿Dejará s de hacerlo ahora que lo sé? ―Pregunté, preocupada.
Sus cejas rectas se juntaron.
―¿Por qué iba a hacer eso?
―No lo sé. ―Me encogí de hombros, trazando el borde del mostrador―. Dijiste
que era demasiado personal que yo lo supiera. ―Levanté la vista y me encontré con
sus ojos―. Me pregunté si tal vez ya no querrías hacerme nada.
La expresió n severa de Lucian contradecía la suavidad de su tono.
―Honeybee, te haré lo que quieras.
La promesa se deslizó sobre mí como un caramelo caliente. Cualquier cosa que
quisiera. Sabía que lo haría. Mis dedos se curvaron en un puñ o para no extender la
mano.
―Sorpréndeme.
Su sonrisa era amplia y brillante. Libre.
―Está s en ello.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Catorce
Emma

Mi lugar favorito en la finca se convirtió en la cocina. Al menos, cuando Lucian la


ocupaba. Soleada, cá lida y llena de deliciosos olores como el del pan horneado o el rico
chocolate, el espacio se sentía seguro y feliz. Era una delicia acurrucarse en el
profundo banco acolchado que corría a lo largo de una pared y daba a la isla de cocina
y a los fogones, donde trabajaba Lucian.
En los ú ltimos añ os, había estado tan ocupada con Dark Castle que nunca me
había metido de lleno en los programas de cocina o repostería. Ahora me lo he
replanteado. Ver a Lucian moviéndose por la cocina, todo confianza firme y gracia de
piernas sueltas, era puro porno para mí. Que el cielo me ayude, pero la forma en que
sus antebrazos se movían al batir las claras de huevo o la nata espesa… porque el
hombre nunca usaba una batidora para estas cosas, me ponía tan caliente y molesta
que tenía que apretar los muslos bajo la cubierta de la maltrecha mesa de la granja.
¿Y cuando amasaba la pasta? Dulce bebé Jesú s. Hacía un pequeñ o gruñ ido cada
vez que empujaba los talones de sus manos sobre la masa elá stica. Un gruñ ido
profundo mientras todo su cuerpo tenso se balanceaba hacia la encimera. Y luego
estaba el retroceso, cuando inspiraba, esos anchos hombros suyos rodando a un ritmo
constante.
Gruñ ido. Empuja. Respira. Tira.
Era una maravilla que no llegara al orgasmo en el acto viéndolo.
―Puedo sentir tus ojos sobre mí ―dijo Lucian sin romper el ritmo.
Seguro que sí.
―Es hipnotizante.
Volvió a emitir un gruñ ido, esta vez uno que yo sabía que significaba Lo que haga
flotar tu barco, Em.
Sonreí.
KRISTEN CALLIHAN
―Podría filmar esto y tener un éxito instantá neo en mis manos.
Me miró , con una fría molestia invernal, pero con una leve sonrisa que intentaba
arrancarle los labios.
―¿Exjugadores de hockey horneando? ―Volvió a centrar su atenció n en la
masa―. Supongo que hay un cierto espectá culo en ello.
―Subestimas seriamente tu atractivo aquí, Brick.
Con un gruñ ido burló n, dio forma de bola a la masa ahora lisa y la colocó en un
bol grande antes de cubrirla con un pañ o hú medo. Después se lavó las manos y se
dirigió a la nevera.
―¿Qué es lo siguiente? ―Pregunté, incliná ndome hacia adelante en anticipació n.
―Pasta para las tartas de tomate que vamos a cenar. ―Sus labios se movieron―.
Eres bienvenida a ayudar en cualquier momento.
―Ambos sabemos que es mejor para todos si no lo hago.
Lucian soltó una media carcajada.
―Sin comentarios.
Seguía intentando enseñ arme, pero hasta ahora había sido un completo desastre
en la cocina. Si existe un gen de la cocina, está claro que me lo he perdido. Mientras
Lucian ponía un gran trozo de mantequilla en la encimera y tomaba la harina, sonreí y
leí unos cuantos correos electró nicos que aparecieron en mi iPad.
Aparte de lo que yo llamaba el incidente de la piscina, no habíamos
reconocido la atracció n entre nosotros. Pero estaba ahí, creciendo y calentá ndose. Y
también lo estaba nuestra amistad. Me gustaba, maldita sea. Má s de lo que era seguro.
La atracció n podía fluir y refluir, pero que otra persona me gustara de verdad
significaba que me dolería má s perderla.
Teniendo en cuenta que no tenía a Lucian a largo plazo, me preocupaba. Aun así,
no podía negar la satisfacció n que sentía al compartir su precioso espacio de trabajo.
Echaba a todos los demá s de su cocina cuando estaba en ella. Só lo Amalie, y a veces
Tina, se libraban de una visita rá pida, pero incluso a ellas las sacaba suavemente por la
puerta después de uno o dos minutos.
―¿A qué se debe esa sonrisa? ―Vino su oscuro y divertido estruendo.
¿La otra cosa de estar en la cocina con Lucian? Se daba cuenta de todo lo que
hacía, incluso cuando pensaba que toda su concentració n estaba en la comida.
―Nada que pienses.
KRISTEN CALLIHAN
Tarareó .
Hice clic en mi correo electró nico y encontré uno de mi agente. Mi sonrisa se
tambaleó .
―Ahora tienes que hablarme de eso ―dijo Lucian secamente.
Levanté la vista y lo encontré mirá ndome con una ceja oscura enarcada con
imperiosa impaciencia.
Resoplé.
―¿Por qué me llamas Snoopy, si tú eres muy entrometido?
―Só lo soy fisgó n contigo. Eres fisgona con todo el mundo.
Se me revolvió el estó mago ante la confesió n de que só lo quería saber má s de mí.
Sin embargo, no lo demostré y puse los ojos en blanco antes de leer un poco má s del
correo electró nico.
―Es de mi agente. Un par de directores de casting han enviado guiones que
podrían ser prometedores.
―¿Te sorprende?
―No me han ofrecido muchos papeles desde Dark Castle. Así que esto es...
inesperado. Bueno.
―Bueno. ―Su breve sonrisa era amplia y hermosa, y me dejó sin aliento al
verla.
Entonces, como si se dio cuenta de que estaba sonriendo con sentimiento de sol,
gruñ ó y volvió a cortar la mantequilla para su corteza.
―¿Qué te hizo querer ser actriz?
Podría haberle dado mi respuesta enlatada, pero debería haber honestidad entre
nosotros.
―Quería ser famosa.
Lucian se detuvo y levantó la cabeza.
Bajé los ojos, observando mis delgadas manos y muñ ecas, que de repente se
sentían demasiado frá giles.
―Tenía catorce añ os y mi padre estaba... de mal humor. Daban los Oscar, así que
mi madre y yo nos refugiamos en el estudio para verlos. Y allí estaban todas esas
mujeres, ricas, hermosas y sonrientes.
KRISTEN CALLIHAN
Levanté la vista y capté la mirada preocupada de Lucian. Mi sonrisa era una que
había utilizado para tranquilizar a los hombres durante demasiado tiempo, pero se
esfumó rá pidamente bajo su tranquila calma. Porque con él, no tenía que apaciguar ni
fingir. Tragué con fuerza.
―Para mí, eso era poder. Y pensé que si podía tener ese poder, ese nivel de
riqueza y fama, estaría a salvo. Sería libre.
El horno que se precalentaba hizo un tictac en el estrepitoso silencio. La
expresió n de Lucian se contrajo y supe que quería consolarme. Pero no pude
soportarlo en ese momento.
―No fue hasta que probé a actuar que me di cuenta de lo mucho que me gustaba.
Actuar es un reto, una diversió n, una forma segura de expresar mis emociones.
Siempre había hilado cuentos en mi cabeza. De este modo, pude contar historias de
otra manera.
Lentamente, asintió con la cabeza, un mechó n de pelo de tinta cayendo sobre su
frente.
―Lo haces bien, Emma.
Emma. Só lo él podía hacer que mi nombre se sintiera como un guante de
terciopelo deslizá ndose sobre mi piel.
―Gracias. ―El éxito era algo inconstante; podía desaparecer en cualquier
momento. Pero bajo su mirada, quería que me viera en mi mejor momento. Lo que
significaba que tenía que sacar mi cabeza del culo, dejar de preocuparme tanto, y
volver al juego.
Extrañ amente energizada, me lamí los labios y volví a centrar mi atenció n en su
inmensa isla recubierta de má rmol.
―Dijiste que horneas porque te relaja, pero ¿es esa la ú nica razó n?
Su cabeza se inclinó , las comisuras de sus exuberantes labios se curvaron.
―¿Ahora nos ponemos personales?
―Yo diría que sí, teniendo en cuenta lo que acabo de decirte.
La mirada burlona se convirtió en seriedad.
―Me honras con tus secretos, lo sabes, ¿verdad?
Tal vez se estaba volviendo demasiado intenso, porque tuve el repentino impulso
de llorar o arrojarme a sus brazos.
―¿Vas a hacer lo mismo?
KRISTEN CALLIHAN
Resopló , pero con autodesprecio.
―Es el reto. Requiere precisió n, concentració n y planificació n. Y aunque la
repostería es bastante rígida en cuanto a la técnica, la creatividad juega un papel
importante en el objetivo final. ―Lucian se encogió de hombros―. Puede que no se
parezca mucho al hockey, pero implica que tanto la mente como el cuerpo trabajen
como uno solo y una dedicació n total al resultado.
―¿Piensas alguna vez en hacerlo profesionalmente?
En ese momento, se volvió a su trabajo, con el ceñ o fruncido por la concentració n
en sus cejas.
―No.
―Hmm. Y sin embargo tu bisabuelo te entrenó . ¿Quería eso para ti?
Ante esto, sonrió , un delgado fantasma de un gesto que rondaba su apuesto
rostro.
―En realidad, no lo hizo. Quería que siguiera mi sueñ o de ser jugador de hockey.
―La sonrisa embrujada adquirió bordes afilados―. Decía que una persona nunca
encontraría la verdadera paz y felicidad hasta que siguiera su pasió n y su amor.
Supongo que debería saberlo. Le encantaba ser chef.
El hecho de que Lucian se refiriera a su bisabuelo en pasado dejaba claro que ya
no estaba con nosotros. Pero no pude evitar preguntar:
―¿Alguna vez te vio jugar profesionalmente?.
La expresió n de Lucian se apagó .
―Una vez. Pero él... bueno, nunca estuve seguro de que lo entendiera realmente.
―Yo no... ¿qué quieres decir?
Lucian dejó escapar un suspiro lento, como si le doliera.
―Hace siete añ os, fue atropellado por un coche cuando cruzaba la calle en París.
―Tragó grueso―. Jean Philipe sobrevivió , pero su cerebro sufrió bastantes dañ os. No
era el mismo hombre: me confundía con mi padre, perdía las palabras, los recuerdos,
ciertas funciones motoras. Empeoró con el tiempo. Amalie se ocupó de él. Hace tres
añ os, murió de neumonía.
―Oh, Lucian. Lo siento mucho. ―Tenía tantas ganas de abrazarlo que mis manos
se movieron hacia adelante en la mesa, pero cada línea tensa de su cuerpo me decía
que me apartara.
KRISTEN CALLIHAN
―Yo también. ―Parpadeó hacia la encimera de má rmol, extendiendo sus grandes
manos sobre ella―. No sé si fue mala suerte por mi parte o qué, pero empecé a tener
contusiones. Amalie estaba aterrorizada. La aplacé con garantías. Las lesiones físicas
eran parte de la vida que llevaba. Pero esa ú ltima vez, perdí el conocimiento. Mi
cerebro se convirtió en un lastre. Hay cosas de esa época que no puedo recordar. Cosas
que está n borrosas en los bordes. Pero el horror de saber que podía, si no tenía
cuidado, acabar como mi bisabuelo era clarísimo.
―Así que lo dejaste.
―Así que lo dejé ―repitió antes de soltar una carcajada sin humor―. Podría no
haberlo hecho. No quería escuchar. Había sido despertarme con Amalie, Ant y Tina a
mi lado y no saber quiénes eran durante cinco minutos. Había sido el hecho de
preguntarles una y otra vez qué me había pasado y no recordar que me habían
contestado cada vez.
―Luc...
―Cuando mi cerebro se había calmado lo suficiente como para pensar con má s
claridad ―prosiguió , como si tuviera que sacarlo todo de un plumazo―, no había sido
capaz de negar a mi familia cuando me rogaron que tuviera en cuenta mi salud.
Enfrentarme al terror de perderme a mí mismo ciertamente ayudó a que la decisió n de
retirarme fuera un poco má s fá cil. Pero me resiento cada día.
Vi có mo ese conocimiento recorría su gran cuerpo y lo tensaba, como si se
estuviera acorazando internamente.
No sabía qué decir para aliviar ese dolor. Quizá s nada lo haría. Hay cosas que una
persona tiene que superar por sí misma. Pero no podía dejarlo solo en la oscuridad
con sus pensamientos; temía que todos los demá s hubieran estado haciendo
precisamente eso: dá ndole el espacio que creían que necesitaba, mientras lo
abandonaban sin saberlo.
―¿Cuá l era su postre favorito?
Lucian parpadeó , como si saliera de la niebla. Sus oscuras cejas se fruncieron
sobre esos ojos helados y, por un momento, pensé que no contestaría, pero finalmente
habló , con la voz un poco má s á spera.
―Era conocido por su innovació n, pero su favorito era siempre el clá sico: el
gâteau Saint-Honoré.
―¿Lo hará s para mí?
Sabía lo que estaba haciendo. Pero se limitó a lanzarme una mirada socarrona.
―Constantemente intentas probar mis cremas, ¿no es así, Emma?
KRISTEN CALLIHAN
Se burlaba, claramente queriendo hacerme sonrojar y tartamudear. Pero no
podía borrar la imagen de lamer la crema de cada delicioso centímetro de él. Dios, lo
deseaba. Tanto que se me hacía la boca agua.
Le devolví la mirada con la misma intensidad.
―Cuidado, honey pie. Un día, podría llamar engañ o a todas tus insinuaciones de
crema apenas escondidas.
Para mi sorpresa, se sonrojó con un rosa oscuro en las altas crestas de sus
mejillas. Pero me sostuvo la mirada.
―Tal vez eso es lo que pretendo.
Aquellas palabras tan bien colocadas me golpearon con una patada caliente en el
vientre. Pero mi respuesta se perdió entre la repentina intromisió n de Hormiga, Tina,
Brommy y Sal, que invadieron la cocina en busca de bocadillos, para irritació n de
Lucian. Intentó ahuyentarlos, pero no lo consiguieron y acabamos sentados alrededor
de la mesa de la granja mientras Lucian, con el ceñ o fruncido pero no muy enfadado,
preparaba una tanda de magdalenas para "hacerlos callar a todos".
Eran deliciosas. Pero lo que má s me apetecía eran las miradas rá pidas y
penetrantes que me dirigía cada pocos minutos. El problema era que, quisiera o no
admitirlo, Greg había hecho una gran mella en mi confianza. Había pensado que lo que
teníamos era real, só lo para darme cuenta en el má s grosero de los despertares que
había estado construyendo castillos en mi cabeza una vez má s. Quería algo real,
alguien en quien pudiera confiar, y a pesar de lo mucho que me gustaba Lucian, no
sabía si él era el indicado para dá rmelo.

***

Lucian

Brommy se ofreció a ayudarme a instalar los nuevos armarios de la cocina en


una de las pequeñ as casas de huéspedes. Llevá bamos un rato en ello cuando Emma
nos localizó , entrando en el espacio como un cielo de verano. Me quedé con la boca
abierta al verla.
KRISTEN CALLIHAN
Desde que me descubrió , Emma había decidido aparcar su lindo trasero en mi
cocina y verme cocinar u hornear. Todos los días. Mientras que otros habrían sido
expulsados sumariamente, yo esperaba su presencia. Algunos días, llegué a pedirle
que fuera mi sous- chef. Pero Emma tenía una concentració n terrible y prefería charlar
a medir bien. La mujer estaba destinada a comer mis creaciones, no a ayudarme a
hacerlas.
Lo cual me parecía bien. Nunca me cansaría de verla probar mis dulces. A pesar
de la tentació n de saborearla a su vez, me las arreglé para mantener mis manos para
mí, apenas. Aparentemente, era un poco masoquista cuando se trataba de Emma.
―Lo sabía ―dijo, sonriendo a Brommy y a mí mientras balanceá bamos un
pesado armario superior entre nosotros―. Só lo tenía que seguir el sonido de los
golpes y los encontraría.
Brommy se ahogó en una carcajada.
―Los sonidos del martilleo, si le parece, señ orita Emma. Entrar a golpear es un
asunto completamente diferente.
―¿Por qué...? ―Una pequeñ a arruga se dibujó en su frente por un segundo, y
luego se aclaró con un profundo rubor―. Ah, sí, puedo ver có mo eso podría... ―Se dio
por vencida y se rió , con su risa ronca que siempre me afectaba.
También llegó a Brommy, que la miró con algo parecido al asombro. Pero
entonces parpadeó y las puntas de sus orejas se pusieron rojas. Honestamente, nunca
lo había visto reducirse a un vagabundo sonrojado por una mujer. Era impresionante.
Por otra parte, también lo era Emma.
―Técnicamente ―dije, antes de que Brommy pudiera caer totalmente bajo su
hechizo―, estamos atornillando. ―Levanté mi taladro como prueba.
Su sonrisa se amplió .
―Eres terrible.
Mis brazos empezaban a cansarse y me giré para asegurar el armario con el
taladro, luego bajé de un salto y cogí una toalla para limpiarme el polvo de la frente.
―¿Necesitas algo, Em?
Su mirada se desvió hacia Brommy, pero luego volvió a encontrar la mía. O me lo
imaginaba, o Emma Maron estaba nerviosa.
―Quería hablar contigo, si tienes un minuto.
Brommy se dio cuenta rá pidamente y bajó también de un salto.
KRISTEN CALLIHAN
―Voy a buscar má s bebidas. ―Tomó la nevera que teníamos y luego inclinó un
sombrero imaginario hacia Emma―. Señ orita Emma.
Una pequeñ a sonrisa ladeó su exuberante boca.
―Puedes llamarme princesa, Brommy. Sé que quieres hacerlo.
É l sonrió y yo fruncí el ceñ o. No es que se hayan dado cuenta.
―Nos vemos en un rato, princesa.
―Brommy.
Se saludaron con la cabeza como si fueran amigos regios, y luego él se marchó ,
silbando una melodía alegre. Emma lo observó alejarse durante un segundo, luego
volvió a mirar y me sorprendió frunciendo el ceñ o. Pero su sonrisa no hizo má s que
aumentar. En ese momento, habría dado cualquier cosa por saber si pensaba en
aquella noche en la piscina, si se arrepentía de có mo había terminado. Nunca
habíamos hablado de ello. Pero yo no lo había olvidado. En todo caso, el recuerdo
empezaba a tomar ribetes dolorosos.
Enfócate, Oz.
Se adentró en la habitació n, mirando esto y aquello.
―No lo he dicho antes, pero haces un buen trabajo.
―Hmm.
Emma se detuvo al oír el sonido, y la diversió n iluminó sus ojos.
―¿Te gusta la construcció n?
Me encogí de hombros.
―Es algo que hacer.
Me estaba cerrando de nuevo, y parecía que no podía detenerme. Sabía que
quería decir algo. Eso estaba claro. Y era algo que pensaba que no me gustaría.
Todavía no me había preguntado por Cassandra. Lo esperaba, pero supuse que estaba
esperando su momento. Tal vez ese momento era ahora. Pero no iba a rogarle que se
callara ni a insinuar que no podía soportar hablar de mi fracaso con Cassandra con
ella.
Pero no hizo nada de eso. En lugar de eso, se apoyó en la zona del mostrador a
medio terminar y me miró como si fuera un posible comprador. Mi cuerpo se puso en
guardia.
―Tengo un problema ―dijo.
KRISTEN CALLIHAN
Oh, las sucias posibilidades de có mo podría resolver sus problemas que pasaron
por mi cabeza.
Los empujé de nuevo a la alcantarilla de mi mente, donde debían estar.
―¿Tus familiares está n a punto de llegar, decididos a subirte a un á rbol? ―Ofrecí,
dando rodeos.
Las esquinas de sus ojos se arrugaron.
―No, eso es todo tú .
―Bueno, espero que no estés celosa. Alerta de spoiler: no es tan divertido como
parece.
Sacudió la cabeza con ironía.
―Los echará s de menos cuando se vayan, Brick.
El apodo me hizo vibrar el corazó n.
―Pídeles que se vayan y veamos.
―¿Hablas en serio? ―No sonaba demasiado molesta; había un tono de voz suave.
Yo quería má s de eso.
―Lo hago.
―Lucian.
―Me gusta má s cuando me llamas honey pie.
Resoplando, puso los ojos en blanco, pero no pudo ocultar su sonrisa.
―Querido y dulce honey pie, ¿podrías cerrar la boca y escuchar?
―Ya que lo has pedido tan amablemente. ―La verdad es que haría cualquier cosa
por esta mujer.
Creo que ella lo sabía, porque su expresió n se volvió victoriosa.
―Estoy invitada a una boda en Malibú este fin de semana...
Infierno. Sabía lo que se avecinaba. Mi piel empezó a sentirse demasiado tensa, el
aire a mi alrededor demasiado espeso.
―Si buscas consejos de moda, eso es má s competencia de Sal y Amalie.
―Lo tendré en cuenta. ¿Será s mi cita?
Y ahí estaba. Una parte de mí quería hacer algo maduro, como un golpe de puñ o,
porque me había invitado a salir. Esa parte fue ahogada por el culo intratable que no
KRISTEN CALLIHAN
quería, bajo ninguna circunstancia, estar en ningú n evento que requiriera conversar e
interactuar con otros.
―Em...
―Antes de que digas que no, la boda será muy pequeñ a e íntima. Es para mi
coprotagonista Macon Saint.
―¿Y pensaste que sería una buena idea llevarme?
No tenía ninguna duda de que ella sabía lo que quería decir. Yo no era
encantador. Apenas era social.
Emma se encogió de hombros, el tirante de su vestido azul pá lido resbalando un
poco sobre la curva dorada de su hombro.
―Podría ir sola. Pero no quiero hacerlo. Una mujer sola en una boda es el blanco
de diez millones de preguntas, ninguna de ellas buena. Prefiero tener un muro de
montañ a de hombres grandes y gruñ ones custodiá ndome.
Ella te necesita. Di que sí, idiota.
―Brommy podría hacerlo.
Idiota.
Una de sus cejas se arqueó delicadamente.
―¿Quieres que se lo pida a Brommy?
Mis hombros se hundieron en la derrota.
―No.
―Hmm.
―Esa es mi línea, Snoopy.
El brillo volvió a aparecer en sus ojos.
―Funciona tan bien que lo voy a robar como propio.
Dios, era linda. Perfecta. Quería abarcar su cintura con mis manos y ponerla
sobre los armarios para poder atender su boca como es debido. Me contuve y seguí
provocando. Como un imbécil.
―Me sorprende que no hayas amenazado con preguntarle a Anton.
Emma fingió pensar en eso.
―Podría. Es muy bonito de ver. ―Sonrió ante mi gruñ ido―. Pero tengo la
sospecha de que lo tomaría como que estoy interesada.
KRISTEN CALLIHAN
―Y tú no lo está s. ―No me atreví a formularlo como una pregunta. Ya era
bastante difícil de imaginar. Si lo fuera, me iría a la mierda si lo supiera. Iría a llorar a
alguna parte, probablemente.
Pero ella arrugó la nariz.
―Ni siquiera un poco, honey pie.
La mujer sabía có mo trabajar conmigo, lo reconozco. También era muy
observadora, y cuando mis hombros se hundieron en señ al de alivio, su mirada se
estrechó .
―¿Alguna vez vamos a hablar de ello?
No. Mejor dicho, Infiernos, no.
―¿Hablar de qué?
En el momento en que hice la pregunta, supe que estaba en problemas. Emma
no era del tipo que aceptaba mis tonterías.
Sus exuberantes labios se inclinaron con oscura diversió n.
―Me has lamido el pezó n, Lucian.
Casi me atraganté con mi propia saliva, y mi cuerpo se puso rá pidamente
en estado de alerta.
Pero eso no le impidió añ adir:
―Puede que vayas por ahí lamiendo los pezones de las mujeres todo el tiempo,
pero yo suelo conceder ese privilegio a unos pocos.
Maldita sea, pero me sentí privilegiado. Agradecido, incluso. Desde aquella
noche, fue el punto culminante de mis sueñ os eró ticos.
Mi voz se volvió ronca y tensa.
―No lo hago siempre. Hace tiempo. ―Con la cara encendida, me aclaré la
garganta―. Fue una debilidad momentá nea debida a... ―Desesperadamente te deseo.
Daría cualquier cosa por lamer ese dulce pezón una vez más―. Las travesuras de la
piscina.
La luz de sus ojos me decía que estaba luchando por no reírse o por no
estrangularme.
Tal vez ambas cosas.
―¿Así es como vas a ir?
KRISTEN CALLIHAN
―¿Sí? ―No. No tenía ni puta idea. La mujer me tenía atado de pies y manos. La
quería. Ella me asustó mucho. Quería decirle que era una mala apuesta. Que ambos
sabíamos que ella podía hacerlo mejor. Pero no podía hacer que mi boca formara las
palabras. Y el momento de hacerlo se me pasó .
―Hmm ―fue todo lo que dijo.
Me quedé allí estoico y compuesto. Y sintiéndome como un tonto. Debería
haberme dado la vuelta y haberme marchado, haberle dicho que era mejor que nos
ignorá ramos durante su estancia. Pero eso no fue lo que hice.
―¿Esto de la cita de la boda es importante para ti?
Sus cejas se alzaron con sorpresa. Pero no prevaricó , como había hecho yo.
―Sí.
Y eso fue todo. Podía tratar de mantener mis manos para mí. Podía tratar de
reprimir mi lujuria por esta mujer. Pero no podía verla decepcionada.
―Muy bien, cariñ o. Seré tu hombre montañ a de la boda. ―Me limpié las manos
en el trapo, aunque só lo fuera para no alcanzarla―. Pero estate prevenida. No voy a ser
encantador, ni charlatá n, ni lo que sea. Si alguien intenta acorralarme y hablar de
hockey, me voy corriendo.
Me sentí como un imbécil en cuanto terminé. Pero Emma se limitó a sonreír,
como si esperara que yo dijera lo mismo.
―Ah, Brick, lo dices porque no has conocido a Macon Saint.
Lo que sea que eso signifique.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Quince
Lucian

―Há blame de esta boda y de lo que se puede esperar.


En deferencia a las excepcionales habilidades de conducció n de Emma y a mi
propensió n a tener migrañ a cuando conduzco durante má s de una hora, ella iba al
volante y yo có modamente desplomado en el asiento del copiloto.
¿Prefería ser yo quien condujera? En realidad, no. Así tenía la excusa
perfecta para mirar a Emma todo el tiempo que quisiera. Era una vista mejor que la
costa del Pacífico fuera de mi ventana. De lejos.
Su nariz pertinaz se arrugaba cuando se concentraba, lo que era muy bonito.
―Veamos. Saint, a quien conoces como Arasmus, es una persona sumamente
privada. No creo que estuviera haciendo esto si no fuera por Delilah. ―Emma me miró ,
sus ojos zafiro a la luz del sol―. Estuvo con nosotros durante el rodaje de la ú ltima
temporada y se acercó al equipo.
―¿Y tú también? ―Intenté imaginarme que me parecía bien ver a mi mujer
grabar escenas de amor con alguien. Y luché. No es que Emma fuera mi mujer. Y
obviamente todo era actuació n. No cambiaba el hecho de que el hombre que iba a
conocer había tenido sus manos en los pechos de Emma. La había besado varias veces.
Tal vez algo de eso se notó , porque me lanzó una de esas miradas de "no engañ as
a nadie, pero me diviertes".
―En realidad ayudó , conocerme. Ella pudo ser testigo de primera mano de que
no hay absolutamente ninguna chispa real entre Saint y yo.
―Nunca pensé que la hubiera.
―Uh-huh. Tampoco Delilah. La verdad es que no. Pero puede ser difícil tratar de
borrar esas imá genes finales de tu mente. Especialmente cuando está n destinadas a
parecer calientes. ―Los ojos de Emma se iluminaron con humor iró nico―. Cuando ves
la realidad, lo incó modo que es, todo el equipo rondando, ayuda.
―¿Te molesta? ¿Hacer esas escenas?
KRISTEN CALLIHAN
―¿La desnudez? Sí y no. Me sentí segura y respetada en el plató . Lo mantienen
cerrado, con só lo unas pocas personas clave a mano. Pero nunca fue una experiencia
totalmente có moda. Y hay un cierto factor de asco con algunos fans que no disfruto.
Mis pelos se levantaron tan rá pido que fue un milagro que no gruñ era. La idea de
que la acosaran me daba ganas de romper cosas con mis propias manos.
―No te han hecho... dañ o o…
―No ―aseguró suavemente, como si tuviera que tranquilizarme, cuando debería
ser yo quien la consolara―. Nada de eso. Nada má s allá de las miradas furtivas
ocasionales y la estú pida decisió n de leer los comentarios de las redes sociales. ―Dejó
escapar una breve carcajada―. Lecció n aprendida. Para bien.
Odié que hubiera visto la fealdad. Pero asentí con perfecta comprensió n y
simpatía.
―Nunca leas los comentarios, Em.
Me miró de reojo.
―Apuesto a que has tenido cosas peores.
―No sé si es peor. Pero acepté que las críticas eran parte de la vida. ―Me encogí
de hombros―. Los aficionados al hockey son bastante buenos. Escuchar a los
comentaristas deportivos de cabeza hueca que creían saber lo que pasaba por mi
cabeza cuando jugaba era má s agravante, para ser sincero.
―Seguro. ―Emma se desvió de la autopista y entró en una carretera má s
pequeñ a que llevaba al mar―. En cualquier caso, cuando considere futuros papeles, a
menos que haya una razó n realmente buena para el desarrollo del personaje, no
volveré a hacer escenas de desnudo.
Mi gruñ ido se ganó una sonrisa, que era lo que pretendía. Emma se detuvo ante
una puerta residencial y nos hicieron pasar a la propiedad. Tal vez por deferencia a la
fiesta de la boda, un aparcacoches nos recibió en la entrada. Pero Macon Saint abrió la
puerta principal, y su expresió n se transformó en una sonrisa cariñ osa al ver a Emma.
―Lo has conseguido. ―Le dio un abrazo de oso, del tipo que reservaba para Tina,
y luego la soltó para mirarme con clara reserva.
El tipo era unos dos centímetros má s alto que yo y tenía la misma complexió n
que Brommy: voluminoso pero todo mú sculo. Sin embargo, yo podía con él. Era
rá pido, tenía un golpe como un martillo y... bueno, demonios, era amigo de Emma. No
un oponente en el hielo. Eso no me impidió devolverle la mirada con una expresió n
inexpresiva.
Pero extrañ amente, su reserva bajó y sonrió .
KRISTEN CALLIHAN
―¿Luc Osmond?
―Ese soy yo.
―Mierda, hombre. ―Ofreció su mano―. Gran fan.
Solía excitarme con cosas como esta. Fandom. Saber que alguien me apoyaba a
mí y a mi equipo. Ahora me sentía como un impostor. Pero le devolví el apretó n de
manos.
―Igualmente.
―Hombre, ese partido contra Toronto...
―¿Dó nde está tu encantadora novia, Saint? ―Intervino Emma alegremente,
dando una buena impresió n de alguien que realmente no quería escuchar a un par de
chicos hablar de deportes pero que se hacía la desentendida al respecto. Sin embargo,
sabía que estaba tratando de protegerme.
Era una sensació n extrañ a, que alguien me leyera tan bien. No estaba seguro de
si me gustaba o si temía no recuperarla cuando se alejara de mi vida. En cualquier
caso, Saint captó el mensaje y dio un paso atrá s para dejarnos entrar en el amplio
vestíbulo de la casa.
―En la cocina, aterrorizando a su personal de catering.
―Ya lo he oído ―dijo una voz sureñ a.
Un segundo después, una mujer con curvas, pelo castañ o claro y ojos del color
del bronceado se acercó a nosotros. Le dirigió a Saint una mirada de reproche que no
opacó el afecto de sus ojos.
―Yo no aterrorizo a mi personal.
Le rodeó la cintura con un brazo y la acercó .
―Lo que tú digas, Tot.
La mujer frunció los labios pero dirigió su atenció n a Emma.
―¡Hola! Me alegro de que estés aquí.
Se abrazaron antes de que Emma me la presentara.
―Lucian, esta es Delilah. Dee, este es Lucian Osmond.
―Luc Osmond ―dijo Saint a Delilah con énfasis―. Centro de hockey para
Washington.
Delilah le lanzó una mirada que decía que no tenía ni idea de por qué tenía que
poner esa parte, y yo me mordí una risa.
KRISTEN CALLIHAN
Le tomé la mano.
―Encantado de conocerlos a los dos. Gracias por dejarme asistir a su boda.
―Estamos felices de tenerte. ―Delilah tenía toda esa cosa de anfitriona sureñ a y
me dedicó una amplia y educada sonrisa. Pero no se encontró con sus ojos. No tenía ni
idea de lo que veía en mí, pero estaba claro que tanto ella como Saint eran
protectores de Emma. Como yo también lo era, lo aprobé, aunque la desconfianza
fuera en mi direcció n.
Delilah se volvió hacia Macon.
―North te está buscando. Llevaré a Emma y a Luc... ―Me miró ―. ¿O es Lucian?
―Luc está bien. ―Lo dije automá ticamente, ya que me habían llamado Luc
durante la mayor parte de mi vida adulta. Pero noté que Emma se ponía rígida a mi
lado, porque me había llamado Lucian. No miré hacia ella. No ahora, con sus
protectores rondando delante de nosotros.
―Llevaré a Luc y a Emma a su habitació n.
Habitació n. Ha dicho habitación. No me lo imaginaba.
No, no lo hice. Porque pronto me encontré con una habitació n bien equipada con
vistas al Pacífico. La luz entraba a raudales y se proyectaba a través de la cama
individual contra la pared. Escuché a Delilah y a Emma hablar, y Delilah nos dijo que
nos pusiéramos có modos. ¿En la cama? ¿En la maldita cama?
La puerta se cerró y parpadeé, de repente a solas con Emma. En nuestra
habitació n. El infierno.

***

Emma

―No he pensado bien este asunto.


Dejé la bolsa junto a la cama y me volví hacia un Lucian con el ceñ o fruncido.
―¿Qué es lo que tiene tus pantalones en una torcedura ahora?
KRISTEN CALLIHAN
Sabía perfectamente lo que le molestaba, y en cierto modo me encantaba que
fuera un Gus Gruñ ó n la mitad del tiempo, pero nunca dejaría de echarle mierda al
respecto.
Su mirada era de hielo verde, pero su expresiva boca se torció .
―No pensé en que fuera un viaje de una noche.
―Ah. ―Espéralo.
La mirada de Lucian se dirigió a la habitació n. Era una habitació n muy bonita,
incluso hermosa, con vistas al mar y un generoso cuarto de bañ o.
―Definitivamente no pensé que íbamos a compartir habitació n.
Ahí estaba.
―Sabía que te ibas a poner quisquilloso.
―Quisquilloso ―repitió , como si la palabra fuera una serpiente.
―Quisquilloso. ―Me dejé caer en la cama de felpa y me quité las sandalias―. Para
ser justos, yo tampoco esperaba todo el asunto de "una habitació n para unirlos".
Resopló con reticencia, luego cruzó los brazos sobre el pecho y frunció el ceñ o
mientras yo continuaba.
―Pero a menos que queramos avergonzar a nuestros anfitriones, cosa que no
quiero, e ir a buscar un hotel en algú n lugar, que será menos privado, estamos
atascados con él. Así que má s vale que seamos adultos y nos aguantemos.
―¿Está s bien con esto? ―Se quedó mirando la cama como si fuera a
levantarse y agarrarlo.
―¿Vas a intentar algo conmigo sin mi permiso?
―No ―escupió , claramente disgustado de que lo hubiera sugerido.
Luché contra una sonrisa.
―¿Crees que voy a intentar algo en ti sin tu permiso?
Sus ojos se entrecerraron.
―Entiendo el punto, Em.
Dejé que se viera mi diversió n.
―Es una cama grande. Y, de acuerdo, eres un tipo grande, pero hay mucho
espacio.
Lucian rodó los hombros y fue a dejar su bolsa junto a la pared má s lejana.
KRISTEN CALLIHAN
―Qué madura eres.
―Me gusta pensar que sí.
―Hmm. ―La mirada de reojo que dirigió hacia mí envió un rayo de calor y
nervios directamente a mi alma mentirosa. Porque yo estaba mintiendo a tope. La idea
de compartir la cama con Lucian Osmond era desalentadora. Podría darme la vuelta
en sueñ os y aferrarme a él como un mono. Yo no podía confiar en mi ser bá sico para
no tocarlo. A decir verdad, apenas confiaba en mí misma para no alcanzarlo cuando
estaba despierta.
En verdad, yo tampoco había pensado muy bien en esto. Pero yo era una actriz.
Podía actuar como si estuviera bien. Pero no creía haber engañ ado a Lucian. El hombre
tenía una manera de ver a través de mí. Era un maldito inconveniente.
En contra de mi voluntad, mi mirada se deslizó por el resto de la cama durante
un breve instante. Era una gran cama blanca con almohadas mullidas y un edredó n de
plumas. La tentació n de agarrar a Lucian de la mano y decirle: Al diablo; fóllame, por
favor, te lo ruego, era tan fuerte que mis huesos vibraban y mis pechos se hacían má s
pesados bajo el top.
¿Lo haría? ¿Dejaría caer todos sus muros y bloqueos y me daría un alivio a este
implacable deseo? ¿O me echaría esa mirada que decía que pensaba que yo era
ridícula y luego huiría de la habitació n?
Ahora me miraba, con cautela, pero considerando. No sabía exactamente qué
estaba considerando. Y esa era la parte enloquecedora.
Hubo momentos en los que sentí que conocía a este hombre a un nivel tan
profundo que desafiaba el tiempo que llevá bamos en la vida del otro. Algo en Lucian
tenía sentido para mí. No podía explicar má s que eso. Y sin embargo, les había dicho a
Delilah y a Saint que lo llamaran Luc.
La vergü enza se desenrolló en mi vientre. Ni siquiera sabía qué nombre le
gustaba que le llamaran. Se sentía horrible, extrañ o. Me recordaba que no conocía en
absoluto a ese hombre con el que iba a compartir habitació n.
―¿No debería llamarte Lucian? ―Solté, toda necesitada e insegura.
Una pequeñ a arruga se formó entre las cejas severas.
―Te dije que me llamaras así.
―También me dijiste que te llamara Oz. Y que Dee y Saint te llamaran Luc.
―Lo sé. ―Con una mano puesta en sus estrechas caderas, se pasó la otra mano
por la boca―. Sueno trastornado.
KRISTEN CALLIHAN
―Trastornado ―repetí con una sonrisa.
Su sonrisa de respuesta fue rá pida y brillante, y se llevó un poco de mi aliento
con ella.
―Un término de Mamie.
―Ah.
Su sonrisa se desvaneció .
―La gente siempre me ha llamado Oz o Luc. Es a lo que estoy acostumbrado.
Pero contigo... ―Hizo una pausa, separó los labios y volvió a fruncir el ceñ o, reacio
y molesto. Y se encogió de hombros, como si intentara aflojar la tensió n―. Me has
llamado Lucian desde el principio. Suena bien.
El calor se extendió a través de mí, lento como la miel.
Nuestras miradas chocaron y se mantuvieron mientras algo se cocinaba a fuego
lento entre nosotros. Los pá rpados de Lucian bajaron en una mirada perezosa. De mí
en la cama. No me perdí la forma en que sus fosas nasales se encendieron al respirar,
la forma en que su piel oscura se oscureció . El pulso me latía en el cuello, firme y
fuerte.
―Lucian... ―Se deslizó por mi lengua como una crema.
Miel y crema. Quería derramar ambos sobre esos apretados abdominales suyos y
simplemente lamerlos.
Tal vez lo sabía, porque se enderezó . Su mandíbula se crispó , y esos ojos verdes
como el invierno me dijeron que me comportara. Pero no quería hacerlo. Quería
provocarlo y tentarlo como él me tentaba a mí.
Una noche compartiendo la cama con Lucian. No pensé que sobreviviría.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Dieciséis
Lucian

Esa cama. Esa maldita cama. Sería la pesadilla de mi existencia durante las
siguientes veinticuatro horas. Eso y la imagen de Emma sentada en el borde de la
misma con una sonrisa de bruja que casi me retaba a hacerla caer de espaldas y
follarla entre las suaves mantas.
Si quería fingir que no había ninguna tentació n en compartir la cama, bien. Pero
vi el leve rubor en sus mejillas cuando me miró , la forma en que sus labios se
separaron como una invitació n a probarlos. Y eso lo hizo peor. Mucho peor. Si pensara
por un segundo que ella no tenía interés en mí, apretaría los dientes y sufriría una
noche en la cama con ella sin pensarlo má s.
¿Pero saber que ella también sufriría? Eso era algo totalmente distinto. Se sentía
como un imperativo físico para aliviar su necesidad y así aliviar la mía. ¿Y luego qué?
Cuando el sudor se enfriara, seguiríamos siendo las mismas personas, yo con una vida
que no iba a ninguna parte, mientras que la de Emma estaba abierta a innumerables
posibilidades.
Antes, cuando era un engreído hijo de puta, no me habría importado el después.
Habría ido por lo que quería y habría condenado las consecuencias. Ahora, todo se
sentía demasiado frá gil, demasiado real. Era muy probable que me aferrara a Emma
como un salvavidas. Y la humillació n de esa perspectiva, cuando ella pronto seguiría
adelante, era demasiado.
Me quedaba algo de orgullo. Me aferraría a eso en su lugar. Y resistiría la
tentació n.
Claro que sí, Ozzy boy.
En un intento de hacer las cosas bien con Emma, había dejado de lado mis
habituales vaqueros y camiseta y me había puesto una camisa de cuello fino y unos
pantalones de lana, el tipo de cosas que me pondría para las entrevistas. Ahora me
arrepiento de la elecció n. El cuello, aunque desabrochado en la parte superior, seguía
KRISTEN CALLIHAN
ahogá ndome. Y los pantalones, aunque holgados, me resultaban pegajosos. Mierda,
todo se pegaba y tiraba. Necesitaba aire. Mucho aire.
Emma seguía sentada en la cama, con una pierna enroscada debajo de ella y la
otra colgando del borde y balanceá ndose lentamente como un péndulo. Cada vez que
su pierna se balanceaba, su muslo tonificado se aglutinaba y luego se relajaba. El
movimiento era hipnó tico. Quería poner mi mano allí y sentir esa carne dorada y
firme.
―¿Qué quieres hacer ahora? ―Preguntó . Con mucha inocencia. Esa pierna seguía
balanceá ndose. Mujer diabó lica.
―Necesito aire. ―Sin esperar respuesta, salí de la maldita habitació n.
La suave risa de Emma me siguió .
―Diviértete explorando.
Sí. Ella lo sabía. Esto iba a ser un infierno.
Había silencio en el pasillo, abandonado por el momento. Me apoyé en la pared y
traté de nivelar mi respiració n. No ayudó a acabar con la rigidez de mi polla. Se salía
de mis pantalones en un bulto que incluso a mí me parecía obsceno. Emma tenía que
haberlo visto. Y Dios, ella era buena para irritarme. No tenía ni idea de lo que pensaba
de ello. Quería darme la vuelta y preguntarle.
Diablos, quería darme la vuelta y mostrá rselo. Suplicarle que me diera un poco
de alivio. Sería bueno; le devolvería el favor con intereses. Dios, quería eso.
Simplemente quería.
No. Eso no es lo que haremos este fin de semana. Compórtate, Oz.
Dado que ahora odiaba la voz en mi cabeza y seguía teniendo una erecció n
que haría que me arrestaran por indecencia pú blica, pasé el taló n de mi mano por su
grosera longitud. Con firmeza. Un gruñ ido me abandonó , y mis abdominales se
apretaron. Volví a hacerlo, inclinando mi cuerpo hacia la pared, con la mano libre
apoyada en la superficie fría.
Maldita sea, quería moler en algo. No, la quería a ella. Resbaladiza y có moda. Ella
se contoneaba tan dulcemente en mi polla. Podía imaginarlo bien, ella montando
mi polla, esos dulces pechos rebotando para mí.
―Joder ―siseé, la sangre brotó y mis caderas dieron un empujó n involuntario.
Corría el riesgo de correrme en los pantalones.
El horror de eso fue suficiente para calmar mi erecció n. Exhalando un suspiro,
me enderecé. Me dolían los abdominales como si me hubieran dado un puñ etazo. Pero
al menos ahora podía caminar con normalidad. Y me dirigí a la planta baja, siguiendo
KRISTEN CALLIHAN
los sonidos de la actividad y el olor de la comida en una cocina bien equipada. Me
sorprendió encontrar a la novia de pie en medio de media docena de personal de
catering. Tenía el pelo revuelto y la piel enrojecida. Resopló con un sonido de pura
desesperació n y agarró su teléfono mó vil como si intentara exprimirle la vida. Era
demasiado tarde para retroceder: me había visto.
―¿Necesitas algo, Luc? ―Preguntó , educada pero tensa de una manera que
dejaba claro que esperaba en silencio que me fuera. Sentí empatía.
Levanté una mano.
―Só lo estoy deambulando. No te preocupes por mí.
Ella sonrió -delgada, dolorida- y luego asintió con la cabeza antes de que sus
hombros se desplomaran. La mujer parecía destrozada. Entonces recordé que era
cocinera. Al parecer, una muy buena. ¿Tal vez había pensado en cocinar para su boda?
La idea me pareció una locura.
Antes de que pudiera decir una palabra, Macon Saint entró a grandes zancadas,
con una expresió n de preocupació n.
―¿Qué ocurre? ―Le dijo a Delilah, acercá ndola antes de que pudiera responder.
Delilah emitió un gemido prolongado y se abrazó a él.
―Ha habido un accidente en la 101.
Saint palideció .
―¿Alguien herido? ¿Quién?
―No ―dijo ella―. No hay heridas. A menos que cuentes nuestro pastel de bodas.
―Jesú s, Tot. Me has dado un susto de muerte. Pensé que era algo serio.
Delilah miró a Saint con desprecio.
―¡Esto es serio!
Saint se encogió , e internamente, yo también. El pobre bastardo se metió en eso.
―Quise decir como la muerte... mierda, de acuerdo. Es serio.
Delilah se apretó el puente de la nariz y respiró con fuerza.
―Mi pastel. Salpicado por todo el asfalto. ¿Có mo se supone que voy a tener un
pastel listo a tiempo con todo lo que tengo que hacer?
―Puedo hacerlo.
¿Fui yo quien habló ?
KRISTEN CALLIHAN
Ambos se volvieron hacia mí. Sí, había sido yo. Diablos, me había sorprendido a
mí mismo. Pero ver a Delilah frenética y necesitada de la ayuda que yo podía
proporcionarle había puesto en marcha una oleada de adrenalina que antes só lo había
sentido en el hielo. Aquí había un reto en el que podía sumergirme, algo que podía
hacer que valiera la pena, que fuera ú til.
Saint adoptó inmediatamente una expresió n de Ahora tengo que lidiar con este
maldito tipo.
―Es muy amable de tu parte...
―No está bromeando ―llegó la voz de Emma a mi codo.
Casi salté. La mujer se movió sobre pies de gato.
Ahora que me fijaba en ella, todos los demá s pensamientos se dispersaban. No
podía concentrarme má s allá del cá lido borde de su brazo rozando el mío. Ya era
bastante difícil mirarla sin que los pensamientos ilícitos revolotearan por mi cerebro.
¿Qué haría ella si me inclinara y la lamiera?
―Hablo en serio ―dijo, rompiendo mi nebulosa―. Sus pasteles son los
mejores que he probado.
Un rubor de orgullo me recorrió el cuello y la cara. En algú n momento, la suya se
había convertido en la opinió n que má s valoraba.
Las cejas de Delilah se levantaron.
―¿En serio?
Podía hacerlo. Quería hacerlo.
―Bueno, no sé si el mejor de la historia ―dije―. Pero sí sé có mo hacer un pastel.
Te prometo que no haría nada para arruinar tu día.
―Está siendo modesto. ―Emma me dio un codazo, como si dijera: Habla, idiota.
Pero no me dejó ―. Saint, ¿recuerdas aquella semana de rodaje que hicimos en Lyon?
¿Y que salimos aquella noche?
Saint se animó .
―Oh, mierda. ¿Así de bien?
―Mejor. Pero puede que sea parcial.
No tenía ni idea de lo que estaban hablando, y estaba claro que Delilah tampoco.
Pero sonreía, tímidamente esperanzada. Lo cual era bueno. No quería ver a esta pobre
mujer deshecha por un desastre de pastel. Ademá s, estar encerrado en la cocina en
KRISTEN CALLIHAN
lugar de mezclarme con los invitados y luchar por no llevarse a Emma y hacerle cosas
sucias estaba má s que bien para mí.
Saint miró a su novia.
―¿Qué piensas, Tot?
Delilah clavó sus ojos en mí, repentinamente por100 el maestro de cocina.
―¿Qué puedes hacer?
―Depende de lo que quieras. ¿Cuá l era el pastel que habías pedido?
―Un bizcocho de avellana con mousse de vainilla y mango. Crema de mantequilla
de vainilla con una capa de fondant y flores.
Las ideas fluyeron y repiquetearon en mi cerebro, provocando una vez má s esa
embriagadora oleada de emoció n y desafío. Esto lo sabía. Esto me gustaba.
―¿Qué está s alimentando? Cuarenta?
―Cuarenta y cinco. Cincuenta, para estar seguros.
―Si quieres un multitier tradicional con crema de mantequilla, entonces nos
estamos pasando. Especialmente si esperas algú n tipo de decoració n elaborada.
―El pastel se siente maldito en este punto. ―El ceñ o fruncido de Dalila me dio
ganas de sonreír. Era como si se sintiera personalmente ofendida por la mala suerte, lo
cual podía entender.
―Podría hacer croquembouche. Eso es relativamente rá pido y un placer para el
pú blico. Hay infinitas posibilidades de Gâ teau. ―Mis dedos se movieron con la
necesidad de empezar―. ¿Tienes algú n sabor favorito? ¿Alergias alimentarias?
Mientras hablaba, Delilah empezó a sonreír.
―No hay alergias alimentarias. Y está s contratado.
―Lo hago gratis. ―Me adentré en la habitació n, echando un vistazo. La cocina era
tan buena como la que tenía en casa. Delilah era una cocinera profesional, y no dudaba
de que tenía las herramientas que necesitaba. Pero siempre podía ir a la tienda en
caso de necesidad―. ¿Qué será ?
Dalila miró a Saint, que se encogió de hombros.
―Lo que quieras, Tot.
―¿Puedes hacer crema de mango en el croquembouche? ―Los mangos debían
ser una cosa con ellos, porque Saint sonrió .
KRISTEN CALLIHAN
―Por supuesto. ¿Qué tal dos croquembouches y quizá s glace au beurre noisette
para acompañ ar?
―Creo que eres mi héroe ―dijo Delilah con una risa aliviada.
―Héroe del postre ―corrigió Saint, pero también sonreía, de una manera
reservada que me recordaba demasiado a mí mismo―. Gracias, hombre. En serio.
―No es un problema.
―¿Qué fue lo ú ltimo que mencionaste? ―Preguntó Emma, con los ojos un poco
vidriosos.
La mujer realmente amaba sus postres.
―Helado de mantequilla dorada. Aunque lo serviré má s como un semifrío,
teniendo en cuenta el tiempo.
―Señ or, sá lvame. ―Se abanicó .
Se suponía que debía evitar la tentació n de Emma Maron. Pero no podía ocultar
mi placer al verla jadear. Entonces se me ocurrió un pensamiento.
―No te importa, ¿verdad? Te voy a dejar sola un rato.
Demonios. No había pensado. Estaba aquí para interferir, no para hacer el postre.
Pero Emma se quedó boquiabierta, como si yo estuviera haciendo el ridículo.
―¿Está s bromeando? Delilah tiene razó n; eres un héroe por hacer esto.
Sentí los oídos calientes. Me encogí de hombros y me volví hacia Delilah.
―Tendré que repasar lo que tienes y correr al mercado.
―No te voy a poner tanto ―dijo Delilah―. Haz una lista de lo que necesites y
enviaré a alguien a buscarlo. Voy a trasladar a parte de mi personal de cocina para que
te ayude.
―Muy bien, entonces. Déjame en tu cocina, y empezaré.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Diecisiete
Emma

―Queridísima Emma ―dijo Dougal, mi antiguo vestuarista―, tengo que decir que
me encanta tu nuevo hombre.
A continuació n, se metió un bollo de crema en la boca y gimió dramá ticamente,
poniéndose una mano en el pecho.
Solté una carcajada. Me resultaba extrañ o y encantador a la vez escuchar que
alguien llamara a Lucian mi hombre. No lo era, pero era agradable saber que la gente
con la que había trabajado día a día lo aprobaba. Estaba orgullosa de Lucian. Eso era
seguro. Hoy había cumplido a lo grande, creando no só lo dos torres de
croquembouche, envueltas en brillantes hilos de azú car fino como un á ngel, sino
también deliciosos helados acompañ ados de delicadas galletas de mantequilla y
mangos cortados para que parecieran lirios en flor.
Todo ello sin sudar. A decir verdad, cuando se había sentado a mi lado justo al
comenzar la ceremonia, se había mostrado complacido y relajado.
―Es bueno, ¿verdad? ―Le dije a Dougal y sumergí mi cuchara en el helado.
―Voy a suponer que te refieres a mí ―me dijo Lucian al oído, haciéndome saltar.
―Para ser un hombre tan grande, caminas con pies de gato ―gruñ í.
Riéndose ante mi evidente arranque de sorpresa, tomó asiento.
―Es curioso, he pensado lo mismo de ti.
―¿Que soy sorprendentemente tranquila en mis pies para alguien tan grande?
Me dirigió una mirada oblicua de reproche.
―Que se te da bien acercarte sigilosamente.
En la terraza de Delilah y Saint se había colocado una larga mesa que se extendía
a lo largo de la casa. Sobre el mantel de lino color crema brillaban velas de té y velas de
cú pula. Sobre la mesa se había colocado una red de luces, flores blancas frescas y
vegetació n.
KRISTEN CALLIHAN
Ahora que la cena había terminado, la gente se levantaba y se mezclaba o
devoraba los postres de Lucian.
―Realmente has hecho un gran trabajo ―le dije con sinceridad.
―Hmm. ―Miró mi pequeñ o bol de helado―. No has probado el croquembouche.
Mi nariz se arrugó .
―No se lo digas a Delilah, pero odio los mangos. Los odio.
Lucian me miró un momento mientras Dougal observaba nuestra interacció n con
gran interés; luego gruñ ó , se puso de pie y se alejó .
―Uh-oh ―dijo Dougal con una risa―. Has molestado al chef.
¿Lo había hecho? No parecía el tipo de persona que se enfada si a alguien no le
gusta su comida. Pero se había marchado. Miré a Dougal con impotencia,
preguntá ndome si debería... bueno, no iba a disculparme, no por eso. De hecho, si
estaba haciendo pucheros, podría dejarlo allí.
Pero regresó antes de que pudiera seguir pensando, con un plato de esos bonitos
bollos de crema cubiertos de caramelo que formaban el croquembouche en la mano.
Mi ira aumentó cuando se sentó , a horcajadas en la silla, de esa manera que a los
hombres les encantaba hacer, y me miró .
―Hablo en serio, Brick. No me gustan. Y no voy a comer uno só lo para aplacar
tu…
―Sé que no te gustan los mangos. ―Un leve rizo de humor bailó en sus labios.
―¿Lo sabes? ―¿Có mo? ¿Có mo lo sabía?
―Te he estado alimentando todo este tiempo, ¿recuerdas? ―Con su voz de
mantequilla caliente, sonaba sucia, ilícita.
―Lo recuerdo. ―Sonaba demasiado sin aliento.
Lo notó claramente; esa pequeñ a sonrisa privada se trasladó a sus ojos.
―Nunca te comes las rodajas de mango cuando las pongo en alguna comida.
Comprendí y recordé que, aunque había desayunado bandejas de fruta con
mangos, habían dejado de incluirse después de la segunda vez. Con los ojos muy
abiertos, le devolví la mirada en silencio.
Los largos e inteligentes dedos de Lucian cogieron con delicadeza un bollo de
crema.
―Por eso hice algunos de estos con crema de vainilla y jengibre.
KRISTEN CALLIHAN
¿Me había quedado boquiabierta antes? Me quedé con la boca abierta. Detrá s de
mí, escuché a Dougal suspirar, como si estuviera impresionado. Pero yo só lo podía
mirar a Lucian, que parecía presumido pero extrañ amente tímido también.
―¿Lo hiciste por mí? ―Croé.
Su ancho hombro se movió bajo la chaqueta.
―Eso, y la combinació n de vainilla, jengibre y mango reflejaba lo que Delilah y
Saint habían querido en su pastel original.
Podría enamorarme de este hombre. Caer con fuerza. Quizá ya lo había hecho,
porque mi corazó n era demasiado grande y latía demasiado rá pido. Me dedicó otra
pequeñ a sonrisa, apenas perceptible, y sus pá lidos ojos brillaron con algo suave e
intencionado.
―Ven ahora, honeybee ―murmuró ―. Prueba mi crema.
Solté una carcajada sorprendida y mi cara se encendió , pero como él había
ordenado, abrí la boca.
Las fosas nasales de Lucian se encendieron. Su mano tembló un poco cuando
levantó el bollo de crema y lo colocó en el borde de mis labios. Abrí má s la boca y
saqué la lengua para probar el primer sabor dulce.
Un caramelo rico, casi con sabor a nuez, el suave crujido de la pastelería, una
rá faga de suave crema ligera con un toque de vainilla y especias de jengibre. Mastiqué
lentamente, con los ojos clavados en los suyos, el cuerpo tenso y la boca en el cielo. É l
se quedó conmigo, dá ndome otro bocado, con la crema en el pulgar.
Mi lengua se deslizó sobre el extremo romo, y él gruñ ó . Fuerte.
―Jesú s ―dijo Dougal, rompiendo el hechizo―. Hazlo en tu habitació n.
Al ser sorprendidos, los dos nos volvimos hacia él. El hombre grande y calvo, con
pequeñ as gafas redondas de color granate y una perilla perfectamente grabada, se
sonrojaba tanto que su piel morena se volvía de un color rosado intenso.
―Algunos de nosotros estamos aquí sin citas. No hay necesidad de burlarse de
nosotros con ese preludio de sexo pervertido. ―Dougal se abanicó ―. Dioses de abajo,
necesito un trago.
Lo vimos alejarse y mi cara se encendió . Había estado a dos segundos de
chuparle el pulgar a Lucian y pedirle má s. Lucian, en cambio, no se inmutó y se limitó a
lamerse el pulgar hú medo, dirigiéndome una mirada perversa.
―Idiota ―murmuré, haciéndole soltar una risita, un delicioso sonido retumbante
que era pura satisfacció n masculina.
KRISTEN CALLIHAN
El coqueto Lucian era peligroso. Y guapísimo. En algú n momento entre la
preparació n del postre y la boda, se había puesto un traje gris humo de corte fino con
una camisa blanca y una corbata azul plateada. La combinació n de colores hacía que
su piel fuera de color bronce y sus ojos de cristal de mar.
Hizo una pausa y levantó sus oscuras y gruesas cejas en señ al de interrogació n.
―¿Por qué me miras así?
Porque te quiero.
Arrastré la punta de un dedo por una gota errante de crema en el plato y la lamí,
disfrutando de la forma en que él observaba con intenso interés.
―No se puede evitar, Brick. Realmente llevas ese traje.
Si no lo conociera mejor, pensaría que está avergonzado por los elogios. Su voz
salió en un estruendo á spero.
―Parecías sorprendida.
No me sorprendió en absoluto. El hombre podía hacer que un chá ndal de
terciopelo pú rpura pareciera una buena idea.
―Estoy acostumbrada a que lleves vaqueros. No estaba segura de que tuvieras
un traje.
Se rió , como si se divirtiera en silencio.
―Cariñ o, tengo docenas de ellos. Todos hechos a mano. ―Se sentó , mostrando la
forma en que su traje perfectamente cortado se alineaba con su largo y delgado
cuerpo―. Soy un jugador de hockey, después de todo.
―Sinceramente, no veo la conexió n.
―Los jugadores de hockey llevan traje o ropa de vestir el día del partido y
durante los viajes. Como señ al de respeto, de unidad del equipo. ―Agitó una mano
ociosa―. Para demostrar que somos, al menos en apariencia, caballeros.
Eso fue... increíblemente sexy.
―Y yo que pensaba que lo tuyo era todo batallas sangrientas en el hielo.
De nuevo vino esa peligrosa y preciosa sonrisa.
―Nosotros también somos eso. Aunque menos en los ú ltimos añ os. Nos hemos
templado.
―Un barniz en el mejor de los casos, ¿eh? ―Dios, eso también fue sexy. Aunque
supuse que no debería haberlo sido.
KRISTEN CALLIHAN
―Contigo, honeybee, siempre seré un caballero. ―Se rió suavemente, como si
estuviera impartiendo un secreto―. A menos que no quieras que lo sea.
Debería haber puesto los ojos en blanco ante eso, porque claramente me estaba
provocando con esa frase cursi, pero también estaba claramente relajado y
disfrutando tanto que no pude evitar sonreír.
―Te lo haré saber ―le dije―. Hasta entonces, siéntate ahí y ponte guapo para mí,
¿de acuerdo?
Soltó un suspiro, con la sonrisa aú n en los ojos, y sacudió ligeramente la cabeza,
como si dijera: Qué voy a hacer con esta mujer?. Yo estaba completamente de acuerdo.
Yo tampoco sabía qué hacer con él. Saltar sobre su regazo y rogarle que me diera má s
pasteles de crema me pareció la mejor opció n.
―Por cierto, está s muy hermosa ―me dijo, sacá ndome de mi lujuria. Su mirada
me recorrió , observando el vestido de seda sin tirantes en forma de A que llevaba.
Pero no fue eso lo que atrajo su atenció n. Su atenció n volvió rá pidamente a mi rostro,
como si fuera lo que má s le cautivaba―. Seguro que oyes eso todo el tiempo.
Lo hacía. Y siendo mujer, me habían enseñ ado desde muy temprano a no
sentirme có moda con los elogios. Lo que realmente era una putada, porque también
nos habían enseñ ado a anhelar los elogios y la aceptació n. Pero todo eso no me
impidió sentir una cá lida oleada de placer al ver que Lucian me encontraba hermosa.
Su voz bajó , volviéndose má s contundente.
―Cuando te conocí, me molestó que me diera cuenta de lo hermosa que eras.
―¿Qué? ―La palabra salió en un graznido confuso.
La sonrisa de Lucian era iró nica y tensa.
―Eres la invitada de Amalie. No tengo derecho a mirarte así.
Ahí tuve que discrepar. Pero no me dio la oportunidad.
―La cosa es que cuanto má s te conozco, má s hermosa eres para mí.
Oh. Demonios.
Mi aliento se fue en un suspiro racheado, mi corazó n se hinchó dolorosamente
dentro de los confines de mi pecho.
―Me gusta quién eres, Em ―dijo, como si la confesió n le fuera arrancada y no
quisiera que lo fuera. Pero no parpadeó , no se inmutó cuando mis labios se separaron
por la sorpresa. Tragué con fuerza.
―A mí también me gusta quién eres.
KRISTEN CALLIHAN
En ese momento, Lucian giró la cabeza, mostrá ndome su feroz perfil. Estaba
claro que se sentía tan incó modo con los elogios como yo. Una lá stima. Lo necesitaba.
Necesitaba saber que tenía valor. Pero nos habían visto, y nuestra delicada intimidad
se rompió cuando Delilah se acercó .
―¡Luc! ―Delilah casi chilló con una sonrisa radiante―. Necesito darte un gran
abrazo.
Estaba preciosa con su vestido de novia de encaje y seda, con flores de
azahar en el pelo. El ú nico guiñ o al color era el rojo de su lá piz de labios y sus zapatos
de tacó n, cuya visió n había hecho sonreír a Saint de forma tan brillante y amplia
durante la ceremonia que me había hecho sentir una punzada en el corazó n al verla.
Ahora, ella se acercó a Lucian, quien inmediatamente se puso de pie y aceptó su
abrazo con gracia.
Saint le siguió . Aunque no sonreía como Delilah, parecía satisfecho y má s feliz de
lo que nunca le había visto. El matrimonio estaba de acuerdo con el hombre. En cuanto
Dalila terminó de abrazar a Lucian, Saint extendió la mano y estrechó la de Lucian.
―Gran trabajo, hombre. En serio.
―Ha sido un placer ayudar ―dijo Lucian, pareciendo casi tan incó modo con sus
elogios como con los míos.
Delilah sacó una silla para sentarse, pero Saint se le adelantó y la cogió para sí
mismo, tirando luego de ella hacia su regazo. Ella le pasó el brazo por los hombros y se
apoyó en él con un suspiro.
―Estoy agotada.
Saint se rió .
―Ni siquiera hemos llegado al baile en el que insististe.
―Oh, estamos bailando, señ or. Ni se te ocurra intentar escabullirte de eso. ―Miró
el plato de bollos de crema que Lucian había puesto en la mesa―. Só lo necesito un
pequeñ o descanso primero.
Lucian vio la direcció n de su mirada y movió un poco el plato.
―¿Quieres uno?
―¡Sí! ―Tomó un bocado y le dio un enorme y gimiente mordisco antes de darle el
resto a Saint―. Tan bueno.
Delilah miró a Lucian.
―¿Nunca has horneado profesionalmente?
KRISTEN CALLIHAN
―No. Só lo en casa. O para mis compañ eros de equipo.
―Su bisabuelo era Jean Philipe Osmond ―puse, esperando que con las
conexiones de chef de Delilah, ella supiera quién era―. É l enseñ ó a Lucian.
Lucian me dirigió una mirada de reproche, pero no parecía realmente molesto,
sino má s bien sorprendido de que lo estuviera hinchando. Arqueé la ceja, como si
dijera: ¿Qué? Estás siendo modesto.
Los ojos de Dalila se abrieron de par en par.
―¿Es verdad? Santo cielo.
―Me estoy perdiendo algo ―dijo Saint.
Se giró y le limpió cuidadosamente una pequeñ a miga de la comisura de la
boca.
―Jean Philipe Osmond fue uno de los mejores pasteleros del mundo. Tengo dos
de sus libros de cocina. Lo cubrieron durante un semestre en la escuela culinaria.
Las cejas de Saint se alzaron. Las mías también lo hicieron.
Me volví hacia Lucian.
―¡No me has contado todo eso! ―Se encogió de hombros.
―Dije que era importante.
―Eres el maestro de la subestimació n, ¿lo sabías?
Mostró una sonrisa rá pida que hizo que mi pulso se agitara.
―Bueno, eso ayuda a explicarlo. ―Delilah miró a Lucian y luego tomó otro bollo
de crema―. No sé cuá nto te ha contado Emma sobre mí, pero voy a abrir un
restaurante en unos meses. Justo al final de la calle.
―Ella me lo dijo. Y que eres una chef excepcional.
Delilah me miró con alegría, pero su atenció n se centró en Lucian.
―He estado luchando por encontrar un pastelero.
Estaba claro hacia dó nde se dirigía, y Lucian se echó hacia atrá s, como si tratara
de distanciarse físicamente de toda la idea.
―No soy un chef profesional.
―Eres tan bueno como si lo fueras ―replicó ella―. Este es uno de los mejores
trabajos de pastelería que he probado, y creo que ni siquiera has sudado.
―No, pero...
KRISTEN CALLIHAN
―El postre desempeñ a un papel muy importante en lo que intento decir
―aclara―. Necesito a alguien que entienda los sabores y que no tenga miedo de dar
rienda suelta a su creatividad. Muchos de los pasteleros profesionales que he conocido
son demasiado rígidos o está n preocupados por el fracaso. ―Sus ojos dorados se
entrecerraron especulativamente―. De alguna manera no creo que te intimiden los
críticos.
Lucian se encogió de hombros.
―A la gente le gusta mi comida o no le gusta. No es mi problema.
―Exactamente ―exclamó ella con una pequeñ a carcajada―. Eres un pendenciero.
Necesito eso.
Hizo un sonido de diversió n, pero debajo de la cubierta de la mesa, vi la forma en
que sus dedos se apretaron, como si quisiera salir corriendo. Pero no lo hizo.
―Nunca he pensado en hacer algo así.
―Nena ―murmuró Saint, captando la reticencia de Lucian.
Delilah lo ignoró , con los ojos muy abiertos y suplicantes.
―Lo entiendo, es mucho para amontonar de la nada. Y un gran cambio de estilo
de vida para ti. Pero, ¿considerarías echar un vistazo a mis planes de menú y ver si te
despierta algú n interés creativo?
Lucian parpadeó , claramente sorprendido por su fervor. No lo estaba. Había
pasado tiempo con Delilah y sabía que le apasionaban la cocina y la comida. No era un
salto para ver que ella estaría emocionada de conocer a alguien con el mismo tipo de
talento y pasió n por la comida. Lo curioso era que Lucian no parecía entender cuá nto
de sí mismo revelaba a través de su trabajo. Dalila tenía razó n: era un luchador. Pero
también era un artista reflexivo que evocaba emociones a través de su comida. Sus
platos eran sensuales de una manera que no creo que se diera cuenta.
Bajo los ojos de cachorro de Delilah, que no parpadeaban, cedió con un gesto de
la boca, como si quisiera seguir resistiendo pero no tuviera energía para luchar contra
su fuerza de voluntad.
―De acuerdo. Te daré mi correo electró nico y podrá s enviarlo.
―¡Sí! ―Hizo un pequeñ o gesto con el puñ o que hizo que Saint se riera y la
recostara contra su amplio pecho. Parecían tan có modos juntos, tan enamorados, que
una pequeñ a punzada de envidia me pellizcó el corazó n. Delilah le sonrió antes de
dedicarme una sonrisa feliz y relajada―. Es mucho mejor que Greg, Em. Mucho mejor.
Un latido colectivo recorrió la mesa. Delilah sabía claramente que había hablado
fuera de lugar, y sus labios se separaron en señ al de angustia. Fue lo
KRISTEN CALLIHAN
suficientemente rá pida como para entender que darme una mirada de disculpa sería
demasiado obvio, pero supe que lo sentía de todos modos. Saint, que era má s sensible
de lo que la mayoría de la gente sabía, levantó a su novia y, en una impresionante
demostració n de fuerza, se puso de pie y la levantó con él.
―Si nos disculpas ―dijo, tomándola en brazos―. Tengo que reclamar unos bailes.
Nos dejaron solos con el fantasma de Greg colgando sobre nosotros como una
gran peste. Lancé un ataque preventivo.
―No quiero hablar de ello.
Lucian me observó con una quietud depredadora, y yo me preparé,
preguntá ndome có mo haría para sacarme la informació n.
―Muy bien.
Su simple aceptació n me hizo sentir pequeñ a en lugar de aliviada. Pero me callé
y jugué con el borde arrugado del mantel. La gente era engañ ada todo el tiempo. No
era su vergü enza, sino la del infiel. Aun así, el recuerdo de Greg entre los muslos de
una desconocida se arrastró por mi piel y se instaló en mi pecho. ¿Era realmente tan
fá cil dejarme?
―De alguna manera, lo dudo ―dijo Lucian. Y me di cuenta de que, muy a mi
pesar, había hecho la pregunta en voz alta.
Agaché la cabeza y arranqué una miga perdida que había caído sobre el charco
azul de mi falda.
―¿Podemos fingir que no he dicho eso?
―Muy bien.
―Estoy un poco... cruda.
Instintivamente, supe que lo entendería; Lucian también era crudo con muchas
cosas. El silencio se extendía entre nosotros, ocupado por las risas de la fiesta que nos
rodeaba. Pero aquí, en la mesa, está bamos en nuestra propia burbuja.
―Pienso en ti. ―La proclamació n á spera pero baja de Lucian me hizo levantar la
cabeza.
―¿En mí? ―Pero yo lo sabía. La fuerza de su mirada lo decía, la forma en que
parecía esforzarse hacia mí, pero se quedaba absolutamente quieto.
Unas líneas de sombría determinació n rodeaban su exuberante boca, como si se
arrepintiera de haber hablado. Pero luego continuó , las palabras cayendo sobre mi piel
en una ola caliente.
KRISTEN CALLIHAN
―Pienso en tocarte de nuevo, en saborearte. Me voy a dormir con tu nombre en
la lengua y tu olor en la piel.
No podía respirar. No podía moverme, atrapada por el pulso urgente de sus
palabras.
―Me despierto duro y dolorido, recordando có mo tu dulce pezó n se levantó para
mí. Pensando en có mo quiero chuparlo de nuevo, en un puto festín contigo.
Nos miramos fijamente, con el calor y la tensió n enroscá ndose entre nosotros
como un ser vivo, tirando de mis pezones, robá ndome el aliento. Su pecho subía y
bajaba agitado, el color bañ aba las crestas esculpidas de sus mejillas.
Yo quería. Quería mucho.
Tragó audiblemente.
―Me persigues, Emma. Cada maldita cosa sobre ti lo hace.
Mis dedos se cerraron en un puñ o mientras la sangre corría por mis venas.
―Yo también pienso en ti. Te he visto desnudo pero nunca he llegado a tocar.
Quiero hacerlo.
Lucian gruñ ó un sonido agó nico de deseo.
Mis palabras salieron sin aliento.
―Pienso en ello por la noche, cuando estoy sola.
Cerró los ojos, como si absorbiera un golpe. Cuando se abrieron, el verde
escarchado ardió con fuerza.
―No sabes lo que me hace eso, cariñ o.
―Dímelo.
Un mechó n de su pelo de tinta cayó sobre su frente mientras giraba la cabeza con
una sacudida, mostrá ndome su fuerte perfil.
―Me siento poseído. Por ti. Y me gusta.
Exhalé mientras mis entrañ as se hundían.
Pero su expresió n se endureció , la fuerte curva de su mandíbula se tensó .
―Y no debería, Em. No debería.
Reculando, parpadeé con fuerza, sin esperar eso. El orgullo me gritó que me
callara, pero de todos modos hice la pregunta.
―¿Por qué?
KRISTEN CALLIHAN
―Porque te mereces algo mejor que yo. ―Hizo una mueca pero no evitó
sostenerme la mirada―. Te lo mereces todo.
―Lucian...
Pero antes de que dijera otra palabra, cinco de mis antiguos compañ eros de
trabajo, borrachos y alegres, descendieron en masa.
―¡Emma amor! Ahí está s ―gritó Danny, ajeno a la tensió n que se respiraba
entre Lucian y yo.
Lucian me sostuvo la mirada durante un breve instante má s, el remordimiento y
la iró nica aceptació n oscureciendo sus ojos. Luego se levantó , deteniéndose só lo
para tocar mi hombro con la punta de sus dedos. Sus palabras, suavemente
murmuradas, bajaron en medio del barullo.
―Lo siento, Em.
Se me clavó en el pecho y me dejó un hueco mientras se alejaba, dejá ndome con
algo mucho peor que hablar de mi ex novio, que me engañ aba y era un imbécil. Tuve
que dar un largo y lento paseo por el carril de la memoria mientras mis amigos y
coprotagonistas decidían que lo que realmente necesitaba era que me recordaran todo
lo que había perdido.
Maravilloso. Simplemente maravilloso.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Dieciocho
Emma

―Has elegido uno bueno, Emma. ―Delilah se recostó en el silló n de mimbre


blanco con un suspiro, con una copa de champá n en la mano. Las luces de hadas
colgadas en lo alto daban a la zona un suave resplandor, pero no era nada comparado
con el brillo luminoso de su sonrisa.
―Yo diría que has elegido uno bueno. ―Levanté mi copa en señ al de á nimo.
Ella inclinó su vaso hacia eso pero no se dejó disuadir.
―¿No quieres hablar de tu nuevo hombre? Yo sí. Es guapo, tiene talento y está
claro que está ido por ti.
Mi mente tropezó con esa ú ltima parte. Delilah no sabía que no era realmente mi
hombre; Lucian y yo habíamos decidido que sería má s fá cil guardarnos eso para
nosotros.
Y eso me dolió . Porque sabía sin duda que estaba "ida" con Lucian. Empecé a caer
en el momento en que puse los ojos en él. Fue estú pido, estú pido, estú pido. Pensó que
no me merecía y se alejó , a pesar de ese deseo abrumador que se cocinaba a fuego
lento cada vez que nos poníamos en la ó rbita del otro. La sensació n de su boca en mi
pezó n había permanecido durante días, persiguiéndome con necesidad y lujuria. Pero
donde la carne estaba dispuesta, la mente no. Lucian no iba a ceder. Lo había dejado
perfectamente claro.
¿Dó nde me dejó eso? Jadeando sobre él y haciendo el ridículo. Tenía algo de
orgullo. Algo de dignidad.
Tomé un trago má s profundo de champá n y éste se deslizó por mi garganta,
me dio calor y sueñ o.
―Lucian y yo no vamos en serio. Apenas nos conocemos.
Dalila tomó esa mentira parcial con aplomo.
―Lo has traído aquí. Eso es enorme.
KRISTEN CALLIHAN
―Es una estupidez, Dee. ―Con un suspiro, giré mi cuello agarrotado y parpadeé
hacia las luces―. Es reacio a cualquier relació n.
―Pero vino aquí contigo...
―Como un favor. ―Hice una mueca―. Y cuando termine el fin de semana,
tomaremos caminos separados, por así decirlo. ―No era como si pudiera evitarlo
mientras me quedaba con Amalie. Realmente necesitaba dejar Rosemont y todas sus
tentaciones. Volver a la vida real lo antes posible era lo má s inteligente y sensato.
―Sé que estoy metiendo las narices ―dijo Delilah lentamente―. Y no me
ofenderé si me mandas a la mierda, pero Greg no te encendió como lo hace Luc con
una mirada. Y puede que no lo veas, pero ese hombre cobra vida cuando está s cerca.
―Lá stima de un pequeñ o detalle... ―Separé el pulgar y el dedo índice unos
centímetros―. Está emocionalmente amurallado e inestable.
Dalila suspiró , sacudiendo la cabeza.
―Es difícil para algunas personas depositar su confianza en otras. Incluso
cuando lo desean en secreto.
―¿Está s hablando de Saint? ―Me burlé.
Sus labios se curvaron.
―No. Sobre mí misma. Me resistí a ceder ante Macon con uñ as y dientes. Porque
tenía miedo de abrirme a alguien, y mucho menos a alguien que podía hacerme dañ o
de verdad si quería.
―Probablemente sea lo mejor en mi caso. ―Un dolor a lo largo de mi pecho me
hizo levantar la mano para frotarlo, pero me resistí y dejé que la mano cayera sobre mi
regazo―. Está claro que tomo decisiones terribles cuando se trata del amor. Antes de
Greg, estaba Adam -un completo imbécil-, que no engañ aba pero menospreciaba
constantemente. Luego estaba Eric, un pomposo idiota que probablemente hacía
trampas pero que yo nunca he atrapado. ―Mi nariz se arrugó ―. Lo mejor que puedo
decir es que ninguno de ellos me contagió ninguna enfermedad, y que probablemente
esté mejor por mi cuenta.
Se rió y volvió a inclinar su vaso para escurrirlo, luego lo dejó sobre la mesa con
un chasquido decisivo.
―Tener esperanza no es una mala decisió n. Si renunciamos a la esperanza, ¿qué
nos queda?
―Nuestros vibradores.
Las dos nos reímos de eso. Y entonces me agarró la mano.
KRISTEN CALLIHAN
―Voy a echar de menos verte en el plató . ―Sin ser consciente de lo mucho que
cortaba hablar de ello, probablemente porque estaba felizmente zumbada, Delilah
sonrió ―. Fueron idiotas al dejarte ir.
Mi sonrisa murió .
―Gracias. Yo también te echaré de menos.
―No se lo digas a nadie, pero Macon deja el programa.
―¿Qué? ―Me incliné para que estuviéramos lo suficientemente cerca como para
hablar en voz baja―. ¿Por qué?
Se encogió de hombros.
―No quiere encasillarse. Quiere pasar a otras cosas.
―Créeme, empatizo con él.
―Por eso este corte puede doler, pero se curará y será s má s fuerte.
―Sí ―dije, sin sentirlo del todo pero queriendo hacerlo―. Lo haré.
Una voz grave irrumpió en nuestra burbuja de conversació n privada.
―¿Qué está n susurrando? ―Saint se acercó y sonrió a Delilah con profundo
afecto.
Ella le sonrió .
―Si quisiéramos que lo supieras, no habríamos susurrado.
É l se lo tomó con calma y se abalanzó sobre ella para besarla. Cuando se retiró ,
ella estaba sonrojada y sonriendo.
―Me encanta esa boca descarada, Tot.
La mirada de Delilah se volvió confusa.
―Llévame a la cama, bombó n.
―¿O perderte para siempre?
Puse los ojos en blanco, pero no pude evitar sonreír también.
―Si van a citar Top Gun, há ganlo en la intimidad de su habitació n.
Saint me miró y me guiñ ó un ojo.
―Buen punto. ¿Te importa si me robo a mi novia, Em?
―Por supuesto. Roba, saquea, cita viejas películas cursis hasta que te sientas
satisfecho.
KRISTEN CALLIHAN
É l se rió y, con una gracia impresionante, recogió a Dalila en sus brazos.
Ella gritó pero se aferró a su cuello.
―Bestia.
―Ese soy yo. ―Me señ aló con la cabeza―. Buenas noches, Emma. Gracias por
estar aquí esta noche.
―Gracias por invitarme. Me alegro mucho por ustedes dos. Ahora salgan de mi
vista antes de que me atragante con todo el amor.
Riendo, Saint se marchó y Dee me saludó por encima del hombro. Le devolví el
saludo con una amplia sonrisa, pero por dentro sentía el pecho apretado y frío. La
envidiaba. A ellos. Con una pequeñ ez que me impactó . Quería amor. Quería afecto y
consuelo. Quería saber cuá l era mi lugar en el mundo y saber que yo era lo primero
para alguien.
Lo que tenía que hacer era poner mi vida en orden. Y eso no iba a suceder si me
dedicaba a un hombre. Pero mientras me sentaba sola en una mesa, sin ver a Lucian y
con mis antiguos compañ eros de reparto riendo y charlando en pequeñ os grupos, me
invadió una abrumadora sensació n de depresió n. A pesar de estos contratiempos
actuales, tenía una vida que otros envidiaban. Tenía salud y amigos. Sin embargo,
seguía sintiéndome completamente sola. Y no tenía ni idea de có mo solucionarlo.

***

Lucian

La encontré junto a los acantilados que dan al mar. Rosemont estaba lo


suficientemente lejos en las colinas como para que el Pacífico fuera un lejano destello
de azul. Aquí, el mar chocaba violentamente contra la orilla, levantando niebla y el olor
a salmuera.
La ú ltima vez que vi a Emma, estaba rodeada de compañ eros de trabajo que
hablaban de sus mejores momentos en el plató . Entonces North, que era coordinador
de acrobacias, y un par de chicos cuyos nombres había olvidado pronto, me habían
apartado para hablar de hockey. Había sido sorprendentemente indoloro hablar del
KRISTEN CALLIHAN
deporte que había amado y perdido. Quizá porque habíamos hablado de todo menos
de mí. Pero Emma parecía feliz, riendo de esa manera tan brillante que tiene.
Ella no parecía feliz ahora.
Iluminada ú nicamente por las luces de la casa y las suaves lá mparas que
parpadeaban en el crepú sculo, parecía efímera y pequeñ a. Me acerqué, sin querer
asustarla. Algo en su forma de estar de pie, como si luchara por mantenerse en pie,
hizo que se me apretara el pecho. Hacía añ os que no daba un puñ etazo, pero por ella
lucharía contra el mundo.
Pero se me ocurrió que mi confesió n desacertada y mi rechazo descuidado de la
idea misma de nosotros podría haber hecho esto. Si pudiera haberme dado una
patada en el culo, lo habría hecho.
―¿Está s bien? ―Pregunté, deteniéndome junto a ella. Arriba, junto a la casa,
la gente había empezado a emparejarse, las parejas reían. Pero aquí, estaba oscuro y
solitario.
Asintió con dulzura, pero luego cruzó los brazos sobre el pecho.
―Sí-no. No realmente.
―Em. ―Me quité la chaqueta y la coloqué sobre sus hombros―. ¿Fue lo que
dije...?
―No.
Su respuesta se quebró en la noche. Ella suspiró , como si tratara de tirar de sí
misma juntos, y habló má s suavemente.
―No, no es eso. Me he resignado a la idea de que probablemente estemos
cometiendo un gran error.
Eso no debería haberme picado; lo había dicho varias veces. Mi pecho seguía
apretado, como si me hubieran golpeado. Porque se sentía mal, una traició n a todo lo
que era bueno y real en mi vida. Pero Emma estaba sufriendo, lo que significaba que
me centraba en ella.
―¿Entonces qué pasa?
Con otro suspiro, echó la cabeza hacia atrá s y miró al cielo.
―No pensé que sería tan difícil, estar cerca de ellos.
Ellos. Sus antiguos compañ eros de reparto.
Se rió sin humor, el sonido fue débil y se lo llevó el viento.
―Es una estupidez. La vida sigue y todo eso.
KRISTEN CALLIHAN
―No es una estupidez. ―Le toqué el brazo y se volvió para mirarme con ojos
oscuros―. Duele cuando lo que valorabas en tu vida sigue adelante sin ti.
Ella asintió , mordiéndose el labio inferior.
―Me siento como una idiota, haciendo pucheros por la pérdida de un papel
cuando tú lo tienes mucho peor. Parece petulante.
Solté una carcajada.
―¿Crees que eso es lo que pasa por mi mente? No, Emma. Ni siquiera un poco.
Emma sacudió la cabeza, pero no creí que me hubiera escuchado realmente. Los
pensamientos oscuros la habían arrastrado demasiado.
―El programa era conocido por sus direcciones salvajes, matando a la gente sin
remordimientos. Pero no puedo evitar pensar, ¿por qué yo? ¿Fue realmente por el
bien de la historia, o hice algo mal? ¿Aburrí al pú blico?
―La gente miraba por ti ―dije con una fiereza que esperaba que ella escuchara―.
Jesú s, Em. Fuiste su estrella. Brillaste. Nada cambiará eso.
Su mirada se encontró con la mía, todavía un poco confusa, pero estaba
escuchando.
Una pequeñ a sonrisa se dibujó en sus labios.
―Es el orgullo. El ego, má s bien. El mío recibió un golpe, y yo no estaba
preparada para el golpe.
―Nunca lo estamos, honeybee.
Su sonrisa se volvió má s cá lida.
―No, supongo que no. Pero siguen viniendo, y parece que no puedo salir de ello.
El infierno. ¿Y ahora qué? Eso fue en parte culpa mía. Le había confesado mi
deseo porque había visto có mo la menció n de quienquiera que fuera Greg la había
herido. Ella se había estremecido, la luz de sus bonitos ojos se había desvanecido. No
podía ver eso y dejarla seguir pensando que no era ... todo. Entonces lo había jodido.
Esta mujer me ha dado un vuelco, pero era preciosa y necesitaba saberlo.
La mú sica se extendía por el césped. Bonita y lenta, una canció n sobre el amor y
la nostalgia. Junto a la casa, las parejas bailaban bajo las luces. Extendí mi mano.
―Baila conmigo, Em.
Me miró a la cara, como si no estuviera segura de haberme escuchado bien.
¿Alguna vez quise bailar pú blicamente? No. ¿Pero para ella? ¿Con ella? Me mantuve
firme.
KRISTEN CALLIHAN
Y cuando deslizó su mano en la mía, algo en lo má s profundo de mi pecho hizo
clic. La cerradura y la llave, encajamos. La atraje al abrigo de mis brazos, contento de
bailar aquí en la penumbra. A ella no pareció importarle, sino que se fundió contra mí
con un suspiro, con la cabeza apoyada en mi pecho, como si ya no pudiera sostenerla.
Eso estaba bien; yo podía hacer el levantamiento por los dos. Mi mano libre se
deslizó por su cuello hasta llegar al calor de su pelo. Y ella suspiró , y la acció n se
trasladó a través de su cuerpo hasta el mío. Cerré los ojos e incliné la cabeza lo
suficiente para sentir la coronilla de su cabeza bajo mi mejilla.
―Todo va a salir bien.
Su susurro roto atravesó mi corazó n.
―¿Có mo lo sabes?
―Porque creo en ti.
Su cuerpo se sacudió antes de suspirar.
―Yo también creo en ti, Lucian.
Dios. ¿Por qué me dolió tanto? Quería hacer lo correcto con esta mujer, mostrarle
lo mejor de mí, no só lo los bordes rotos. No respondí, sino que me limité a abrazarla.
Apenas nos movimos, apenas un leve balanceo para dar un guiñ o al baile. Emma
me soltó la mano y se acercó má s, rodeando mi cintura con sus brazos. Se me hizo un
nudo en la garganta cuando seguí su ejemplo, rodeando con mi brazo su delgada
cintura, abrazá ndola. Simplemente abrazá ndola.
No fue un baile. Fue un abrazo. Porque ella lo necesitaba. Y aunque mi mente
captó los detalles -la presió n de sus pechos contra mis abdominales superiores, la
forma en que sus muslos tocaban los míos, la calidez de su cuerpo-, no se sintió
puramente sexual. Se sintió como una salvació n. La abracé, pero ella me cambió de
adentro hacia afuera. Había sido un añ o solitario, vacío y frío, pero aquí, en la
oscuridad, me sentía completo. La abracé porque yo también lo necesitaba.
Fue casi demasiado, la emoció n expuesta. Como una herida en carne viva que se
pincha. Pero se sentía demasiado bien para dejarla ir. Y yo estaba cansado de
resistirme. Simplemente cansado de todo menos de ella.
Nos balanceamos al ritmo de la voz ronca de Fiona Apple cantando "I Know", y
cuando terminó , llegó otra canció n, un poco má s animada, pero Emma se quedó donde
estaba.
―Gracias ―dijo finalmente, inclinando la cabeza hacia atrá s para encontrarse con
mis ojos.
KRISTEN CALLIHAN
Su rostro era claro y sombrío, los ojos brillaban en la oscuridad. Quería tocar su
mejilla, ver si era tan fresca y suave como parecía, pero no podía soltarla. Su mirada se
movió sobre mi rostro y sentí el momento exacto en que empezó a pensar de nuevo. Su
cuerpo se tensó lo suficiente como para poner un poco de espacio entre nosotros.
Quería recuperar ese espacio, pero me quedé quieto, mantuve mi voz suave.
―¿Está s bien? ―Pregunté.
―Vaya pregunta ―dijo con una pequeñ a carcajada.
Me encontré sonriendo.
―Sé que es difícil evaluar estos sentimientos, Snoopy.
Sus ojos se entrecerraron.
―Snoopy es un perro, te das cuenta.
Lo dijo como si se sintiera ligeramente ofendida, como si nunca la hubiera
llamado así. Pero todo estaba ahí en su cara, la necesidad de burlarse y ser burlada, de
aligerar el ambiente que había caído sobre nosotros. Lo entendí. En realidad, yo
también lo necesitaba.
―Un lindo perro.
―Me está s comparando con un perro. ―Sus cejas se alzaron como un signo de
puntuació n―. Un perro.
Dios, era linda.
―¿Qué tienes contra los perros?
―Nada. ―Volvió a apoyar su cabeza en mi pecho―. Só lo que no quiero que me
llamen así.
Luchando contra una sonrisa, la giré, bailando ahora.
―Deja de buscar cumplidos, Em. No los necesitas.
―¿No?
―Oh, vamos, te he dicho que eres la mujer má s hermosa que he visto nunca.
―Miré su rostro respingó n y me quedé sin aliento―. Eres impresionante.
―¿Todavía está s descontento por eso, Brick?
Mi barbilla tocó la parte superior de su cabeza.
―Sí.
KRISTEN CALLIHAN
―Durante añ os me preocupaba que los hombres só lo me quisieran por mi
aspecto. Y ahora llegas tú y te molesta que sea guapa. ―Sonaba tan agraviada que
quise reírme.
―Impresionante ―corregí, y una sonrisa floreció cuando ella gruñ ó . Mis labios
rozaron la cá lida piel de su sien―. Ya es bastante difícil mantenerse alejado de ti.
Un temblor recorrió su esbelto cuerpo, pero mantuvo su tono soso.
―¿Y crees que si fuera poco atractiva, sería má s fá cil?
Hice una pausa, considerando la pregunta.
―No, incluso entonces.
Su respiració n se entrecortó y supe que habría má s preguntas. Cosas que
cambiarían este momento de tranquila perfecció n.
Le puse la mano en la cabeza y la guié de vuelta al lugar de mi pecho que sentía
que ya le pertenecía.
―Deja de pensar tanto. Descansa aquí un rato y só lo baila, honeybee.
―Menos mal que eres tan có modo para apoyarte ―refunfuñ ó sin calor―. De lo
contrario, protestaría por este manoseo.
Dejo que mi mejilla se apoye en su cabeza una vez má s.
―No te preocupes; puedes devolverme el favor y darme ó rdenes má s tarde.
Extrañ amente, contaba con eso.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Diecinueve
Emma

La evasió n só lo podía llegar hasta cierto punto. Al final, había que ceder. Lucian y
yo nos quedamos en la boda hasta que los ú ltimos invitados empezaron a marcharse a
sus habitaciones. Y entonces nos fuimos también. A nuestra habitació n.
Había sido todo diversió n y juegos cuando me había burlado de él sobre nuestra
habitació n individual antes. Ahora ya no lo parecía. No cuando bailó conmigo bajo las
estrellas y me dijo que creía en mí. Nunca nadie me había dicho eso. No así, como si
saliera directamente de sus entrañ as. Lucian creía en mí. Eso lo cambió todo. Lo quería
a él. A él. A nadie má s.
Tenía las yemas de los dedos frías y la piel tan tensa que mis movimientos me
parecían antinaturales mientras me vestía para ir a la cama en la ultra tranquilidad del
cuarto de bañ o. Como había pensado que estaría sola esta noche, mi ropa de dormir
consistía en un camisó n de algodó n demasiado fino que me llegaba a la parte superior
de los muslos y unos shorts.
Sinceramente, me había mostrado má s en la piscina. El hombre, como muchos
otros, me había visto prá cticamente desnuda en la televisió n. Oh, la arrogancia de
burlarse de él con esa pequeñ a informació n. Ya no me parecía especialmente
divertido.
Me quedé vacilando en el bañ o, frotando loció n en mis pies y piernas, esperando
que mis malditos pezones bajaran. Pero mi corazó n seguía golpeando la frá gil pared
de mi pecho.
Al darme cuenta de que si me quedaba má s tiempo en el bañ o, Lucian podría
empezar a preguntarse qué demonios estaba haciendo, dejé esa cierta seguridad y salí
a nuestra habitació n. Estaba de espaldas a mí mientras miraba por el conjunto de
puertas de cristal que daban al mar.
Su voz de tostado retumbó a lo largo de mi piel ansiosa.
―El viento está empezando a levantarse... ―Se giró y guardó silencio. Unos ojos
verde cristalino me recorrieron, calientes, lentos y minuciosos. El sonido de su
KRISTEN CALLIHAN
deglució n, un sutil movimiento de su garganta acompañ ado de un suave chasquido,
resonó en mi pecho, y mi respiració n se entrecortó .
Lucian cerró los ojos con fuerza durante un grueso momento, como si se
preparara.
Cuando los abrió , sus ojos estaban claros y fríos. Una mentira.
―Iré a lavarme. ―Pasó junto a mí, un hombre con una misió n.
Buena suerte con eso, Brick.
Sin embargo, no había exagerado sobre el viento. Una rá faga de viento golpeó las
ventanas y las puertas con tanta fuerza que hicieron ruido. Me metí en la cama,
corriendo bajo la seguridad de las mantas. Al menos eso fue lo que me dije a mí
misma. Que era el tiempo del que me escondía. Pero cuando Lucian abrió la puerta
del bañ o unos minutos má s tarde, el sonido reverberó en mí como un disparo.
No pude evitar mirarlo mientras recorría la habitació n en silencio, apagando las
lá mparas que yo había ignorado en mi intento de llegar a la seguridad de la cama, lo
que resultaba muy iró nico dado que la cama era el lugar menos seguro.
Al igual que yo, llevaba una camiseta raída, una que se amoldaba a los planos y
contornos de su pecho. Pero había cambiado los pantalones de traje por unos
vaqueros. Mis labios se movieron mientras él se dirigía lentamente a la cama, dejando
só lo la lá mpara de mi mesa auxiliar encendida.
―¿Piensas dormir con eso? ―Pregunté.
Lucian se congeló en el acto de retirar su lado de las mantas, luego se enderezó y
se apretó la nuca.
―No empaqué nada má s. Pensé que dormiría solo.
―Lo sé. ―La culpa se mezclaba con una extrañ a ternura protectora por este
hombre. Lo cual era ridículo, suponía, dado que era má s que capaz de cuidar de sí
mismo―. Yo tampoco lo hice.
Se quedó allí, mirá ndome con una mirada de impotencia, con la mandíbula
fruncida.
Suspiré y me apoyé en los mullidos cojines.
―Quítatelos. No podré ponerme có moda sabiendo que duermes con los
vaqueros.
Un poco del viejo Lucian petulante brilló en sus ojos, y su sonrisa se desvió .
―Esa es una extrañ a ló gica, Snoopy.
KRISTEN CALLIHAN
―No, no lo es. ―Levanté un dedo para contar mis puntos―. La idea de dormir
bajo las sá banas en vaqueros suena increíblemente incó moda; ergo, el que yo sepa
que los llevas me hace sentir increíblemente incó moda.
―Podría dormir sobre las sá banas.
―Lucian. Está s titubeando.
―Vacilando.
―Sí. ―Yo debería saberlo. Había vacilado como una maestra en el bañ o―. Só lo
quítatelos y métete en la maldita cama.
De nuevo vino esa sonrisa de lado, como si no pudiera evitarlo.
―Ahí está esa mandona que has estado escondiendo.
―¿Escondiendo? ―Resoplé, ya sintiéndome mejor. Esto sí podía hacerlo―. Nunca
lo oculto. Y creo que te gustan mis maneras mandonas, Brick.
―Lo hago. ―Sin dejar de mirarme, se desabrochó los vaqueros y los dejó caer al
suelo.
Error. Un gran error, ordenarle que se quite eso. Dios, sus muslos. ¿Se puede
decir que los gruesos y rasgados muslos de un hombre son hermosos? Apreté los míos,
tratando de reprimir el deseo de sentarse a horcajadas sobre uno de esos poderosos
muslos ligeramente peludos y montarlo.
Pero no funcionó .
Llevaba calzoncillos. De color gris paloma. Abrazando suavemente toda esa
dureza. . .
No mires. No... pero el dobladillo de la camiseta só lo llegaba a la parte superior de
sus caderas. El resto se mostraba amorosamente.
Mis ojos se desviaron hacia los suyos, divertidos. Refunfuñ é y me giré para
apagar la lá mpara de mi lado.
Le siguió la lenta risa de Lucian en la oscuridad. La cama se movió cuando él se
metió en ella y las mantas crujieron con sus movimientos. Hiperconsciente, solo podía
agacharme e intentar ponerme có moda.
―Esto es divertido. ―Su voz, seca de humor, sonaba demasiado fuerte en la
habitació n oscura.
Me giré para mirarlo, dejando que mis ojos se ajustaran. Habíamos dejado las
cortinas abiertas lo suficiente como para que la habitació n se tornara de un azul
KRISTEN CALLIHAN
oscuro, y sus ojos brillaban en las sombras, su pelo de tinta una mancha en las
almohadas blancas.
―Ese viento es espeluznante como el infierno ―susurré―. Podríamos contar
historias de fantasmas.
Tarareó , como si contemplara la idea. Dios, pero estaba cerca. Estaba tan
compenetrada con él que podía oler el jabó n de su piel y la tenue menta de su pasta de
dientes. Quería acurrucarme má s, poner mi boca sobre la suya y saborearla. Me aferré
a la almohada como si fuera un salvavidas. No iba a dar el primer paso. Una chica tenía
algo de orgullo.
―Hablando de fantasmas ―dijo finalmente en voz baja―. ¿Quién es Greg?
Hice una mueca de dolor y mi cuerpo se tensó .
―Sé que no querías hablar de ello antes. Y puedes decirme que me calle ahora, si
quieres. ―Su rostro duro se vio afectado cuando su mirada se movió sobre la mía―.
Pero la forma en que tus amigos se unieron a ti hace que me preocupe. ¿Este tipo te
hizo dañ o?
Tal vez fuera porque le había contado que mi padre pegaba, o tal vez fuera
simplemente la naturaleza de Lucian de cuidar de la gente, pero su preocupació n por
que me hicieran dañ o me calentó las entrañ as.
―No físicamente. ―Suspiré―. Greg Summerland era mi ex.
La cama se sacudió .
―¿El mariscal de campo?
―Sí. ―Realmente odiaba que Greg fuera un héroe para tantos. Sinceramente
esperaba que Lucian no fuera un faná tico. Pero sonaba má s sorprendido que
maravillado. Supuse que tenía sentido, ya que él también era un atleta profesional.
―Cuando me echaron -literalmente- del programa, fui a casa a llorar en su
hombro y lo encontré follando con una chica de diecinueve añ os en el suelo de mi
saló n.
―Ouch.
―No parecía muy có modo en las rodillas.
―Em. ―Su voz me tocó como una caricia.
No quería compasió n. No por el estú pido Greg y su polla errante.
―¿Qué debo decir? Fue un golpe. Pero creo que debería haber sentido algo má s
que rabia. Debería haberme roto el corazó n. Pero se siente bastante intacto.
KRISTEN CALLIHAN
Lucian se lo pensó antes de hablar.
―Buen punto.
―Creo que sí ―dije con cierto descaro.
Comenzó a sonreír, pero luego su expresió n se nubló .
―Greg es un atleta estrella.
―Soy consciente.
―No me di cuenta de que estabas familiarizado con la vida.
―¿La vida siendo toda la locura de los faná ticos rabiosos y los interminables
viajes y horarios de prá ctica, quieres decir?
―Sí, eso. ―No parecía muy satisfecho.
―No es como si fuera muy diferente de mi vida.
Guardó silencio durante un segundo.
―No, supongo que no.
Lucian sonaba tan descontento que luché contra una sonrisa. Pero mi buen
humor se arrugó .
―Supongo que pensé que estaba por encima de todo el aspecto de persecució n
de faldas del que tanto había oído hablar. Al menos, afirmó que no era él cuando
empezamos a salir.
―Te dejó una mala impresió n de nosotros, ¿no?
―¿Nosotros? ―Pregunté.
―Atletas profesionales.
Los aleteos en mi vientre volvieron a aparecer, inexplicablemente fuertes. Me
acurruqué en la sensació n, medio apretá ndome a la cama.
―¿Está s tratando de decirme algo, honey pie?
Soltó una leve carcajada, pero no sonrió .
―No todos somos así, Em.
Los aleteos se trasladaron a mi pecho.
―Lo sé.
Un adorable gruñ ido fue su respuesta. Tuve la tentació n de presionarlo y
preguntarle por qué le importaba tanto que no renunciara a todos los deportistas.
Pero no tuve el valor. No cuando cualquier posible rechazo me nivelaría. Este hombre
KRISTEN CALLIHAN
me había abrazado con fuerza, me había sostenido cuando estaba deprimida y sentía
lá stima por mí misma. Había bailado en la oscuridad conmigo como si lo significara
todo. Yo quería que lo significara todo, y esa era mi debilidad.
Se quedó callado un momento antes de hablar con clara reticencia.
―Nunca preguntaste por Cassandra.
―Me imaginé que si querías hablarme de ella, lo harías.
Las esquinas de sus ojos se arrugaron.
―¿Esa es tu manera de decir que debería haberme ocupado de mis propios
asuntos con Greg el imbécil?
―Imbécil, ¿eh?
―Si te ha jodido, lo es.
Me reí.
―Sí, lo es. Y no, no me molesta que hayas preguntado.
Su asentimiento fue superficial, como si no estuviera escuchando del todo, y su
mirada se desvió .
―Cuando Cassandra se enteró de que me retiraba, se fue. Puso el anillo en la
mesa del vestíbulo y se largó .
Oh, Lucian.
Todo mi cuerpo se apretó de dolor por él.
―Esea imbécil.
Un fantasma de sonrisa asomó a su boca y emitió un gruñ ido de acuerdo. Menos
tenso ahora, volvió la cabeza hacia mí.
―Quiere ser actriz.
Oh, la ironía.
―Lo dices como si fuera otra palabra de cinco letras.
La comisura de su boca se crispó .
―No creo que sea otra palabra de cuatro letras.
―¿Está s seguro de eso?
―Puedo contar las letras. Estoy seguro.
―Me refiero a la forma en que te burlaste de la actriz como si significara una
mierda. Pero es bueno saber que puedes contar.
KRISTEN CALLIHAN
―Me vuelves loco; ¿lo sabes?
―Lo tomaré como un cumplido.
―No tengo ni idea de por qué lo harías.
Había una sorprendente ligereza en su voz. La idea de que el cascarrabias de
Lucian Osmond volviera a coquetear conmigo hizo que me recorrieran pequeñ as
burbujas de anticipació n por las venas.
―Al menos tengo un efecto sobre ti. Eso es mucho mejor que la indiferencia.
Gruñ ó , en voz baja y descontento. El silencio cayó como una cortina entre
nosotros, haciéndose má s grueso, má s potente. Me mordí el labio, esperando,
negá ndome a quebrar. Y entonces:
―¿Crees que soy indiferente a ti?
―Ya hemos establecido que no lo eres.
Volvió a gruñ ir.
―Em...
―Lucian.
Prá cticamente podía sentirlo vibrar de fastidio y de lucha por seguir con el tema.
Resopló con agrado.
―Completamente loco.
Agaché la cabeza para ocultar mi sonrisa.
―Lo sé.
―Te encanta. Admítelo.
―Difícilmente voy a admitir eso y perder mi ventaja, ¿ahora sí?
―Demonios.
Con una sonrisa de victoria, me acurruqué en la cama y traté de relajarme lo
suficiente como para dormir. Parece que Lucian también lo intentó . Las sá banas
crujían cuando se hacían los ajustes necesarios para estar có modos. Una vez
acomodados, nos tumbamos rígidamente uno al lado del otro, cada uno demasiado
consciente del otro para hacer el má s mínimo movimiento.
En el exterior, el viento aullaba y repiqueteaba contra el cristal, como si
protestara por no poder entrar. Lucian se aclaró la garganta y luego se calló . Mis labios
se crisparon al aflorar el nerviosismo reprimido que había sentido toda la noche. Una
risita surgió en mi garganta. Me esforcé por mantenerla bajo control, pero una
KRISTEN CALLIHAN
carcajada salió a pesar de mis esfuerzos. El silencio lo empeoró . Perdí la guerra y volví
a soltar una risita.
―¿Qué es tan gracioso? ―Preguntó en la oscuridad. Por su tono, me di cuenta de
que intentaba no sonreír.
Volví a reír, intentando en vano parar.
―No lo sé ―dije entre resoplidos y esputos.
―Por el amor de Dios ―exclamó , sonando totalmente exasperado, lo que só lo
me hizo reír má s. Sentí que se volvía hacia mí―. ¿Vas a decirme qué es lo que te hace
tanta gracia? ―Sonaba extrañ o en la habitació n oscura.
―Todo. Esta situació n, tu falta de ropa de dormir... ―Las risitas me tenían de
nuevo.
―Eres imposible ―dijo, tratando de sonar severo.
Me mordí el labio para no reír, pero se me escapó un bufido. Hubo una pausa
silenciosa.
Se rió en la oscuridad. Su sonido me excitó , y eso excitó a Lucian, hasta que nos
reímos incontroladamente con la cama temblando bajo nosotros.
―Oh, para; me duelen los costados ―dije, jadeando. Eran los nervios. Sabía que
eso era lo que me había hecho estallar, pero no podía controlar mi risa.
―¡Tú empezaste!
Bajé la voz para imitarlo.
―Podría dormir sobre las sá banas.
―Mira quién habla. Deberías haber visto tu cara.
La luna eligió ese momento para asomarse entre las nubes y su luz azul se coló
por la ventana, iluminando la habitació n. Lucian me miraba con los ojos entornados y
la lengua fuera en una expresió n de bobo realmente terrible.
―Eso es… ―Tomé mi almohada y lo golpeé con ella. Se rió en señ al de protesta.
―Te lo buscaste, cariñ o.
Una suave almohada golpeó mi cara cuando lanzó su represalia.
Grité indignada, le di un golpe en el pecho y me metí debajo de las sá banas antes
de que pudiera atraparme.
KRISTEN CALLIHAN
Arrancó las sá banas y se lanzó por mí con una carcajada. Me cubrí la cabeza con
las manos para protegerme, pero él las bajó , sujetá ndolas firmemente con una gran
mano, y me golpeó fuertemente con su almohada.
Grité y traté de apartar mi mano de su visceral agarre. Lucian só lo se rió má s
mientras yo luchaba. Conseguí liberar una mano y le clavé el pulgar en las costillas. Se
alejó rá pidamente, pero yo había encontrado su debilidad y fui tras él.
―¡Oh, no, no lo haces! ―Rodé hasta la mitad sobre él y le pinché los costados sin
piedad.
Dios, pero era adorable cuando se reía así, despreocupado y juvenil. Y astuto. En
un abrir y cerrar de ojos, me tenía de espaldas.
Volví a chillar, intentando desesperadamente hacerle cosquillas, pero me
resultaba difícil porque tenía las manos atrapadas debajo de mí. Mi mano se soltó ,
pero él la atrapó y la tiró por encima de mi cabeza. La acció n nos puso cara a cara.
Nos quedamos quietos, con el pecho agitado. Los ojos de Lucian buscaban los
míos, su aliento me abanicaba suavemente la cara. Ninguno de los dos se movió . Le
devolví el parpadeo, completamente consciente de la dura longitud de él presionado
contra mi sexo con só lo la barrera de nuestra ropa interior impidiendo que se
deslice dentro.
―Probablemente hemos despertado a toda la casa ―dije en un susurro
estrangulado.
Con los pá rpados a medio abrir, la tensió n le invadía con tanta fuerza que
temblaba. Y durante un breve segundo, creí que no me había oído en absoluto. Pero
entonces tragó audiblemente, y su voz salió ronca y tensa.
―Esa es mi señ al para hacer una broma, pero mi mente está en blanco, Em,
porque no puedo... No puedo. ―Apretó los ojos y luego los abrió de par en par―. No
puedo luchar má s contra esto. Te deseo. Te deseo tanto, joder.
Expulsé mi aliento de forma precipitada. Su mirada se dirigió a mi boca y
luego a mis ojos.
Otro temblor lo recorrió .
―¿Quieres esto?
Mala idea. La peor.
―Sí. ―Salió de mí―. Sí.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veinte
Lucian

Sí. Eso era todo lo que necesitaba escuchar. Sentí la palabra a lo largo de mi piel
acalorada, la saboreé en mi lengua. Un simple sí, y me estremecí. Bajo la luz de la luna,
me miró , con los ojos añ iles muy abiertos y deseosos, con los labios abiertos y
esperando.
Un gemido brotó de lo má s profundo de mi ser, y yo bajé la cabeza y tomé esa
boca que había estado deseando reclamar. Sí, sí y sí. Sus labios se movieron contra los
míos: suaves, deliciosos, perfectos. Dios, era perfecta. La besé, hambriento,
desesperado. Sabía a salvació n, a agua fresca y dulce después de haber ardido durante
tanto tiempo.
Mis manos se deslizaron por su pelo para sujetarla mientras acercaba mi boca a
la suya. Y ella se abrió a mí, arqueando su espalda para presionar sus pechos contra mi
pecho mientras me besaba con un fervor que hizo que todo mi cuerpo se apretara. La
lujuria se apoderó de mí con tanta rapidez y fuerza que la cabeza me dio vueltas.
Lamí su boca caliente, perdiéndome en ella. Los labios afelpados se movían con
los míos. Encontramos un ritmo, dulce y profundo. Yo me lanzaba contra la magnífica
boca de ella, y ella me acogía. Cada beso me provocaba un pulso de alivio, como si por
fin me hubieran dado exactamente lo que necesitaba. Cada beso me hacía desear
má s. Liberació n y necesidad. Liberació n y necesidad.
Las mantas crujieron cuando las aparté y la acerqué. Se acomodó contra mí como
si estuviera hecha para estar allí. Podría haberme reído de eso antes, pero aú n no
había tenido a Emma Maron en mis brazos. Ahora, todo lo que podía pensar era
¿Dónde has estado todo este tiempo?
La había echado de menos antes de conocerla.
―Lucian ―susurró contra mis labios, sus manos agarrando mis hombros―.
Lucian. ―Mi nombre se repitió como una oració n. Dios, pero quería concederle todos
sus deseos.
KRISTEN CALLIHAN
―Em. ―Deslicé mi muslo entre los suyos calientes. El calor hú medo se clavó en
mi mú sculo mientras ella apretaba y hacía girar sus caderas con un pequeñ o gemido
de impotencia.
―¿Se siente bien, cariñ o? ―Ella era má s que nada una sombra, y yo tenía ganas
de encender una lá mpara para poder verla bien. Pero eso significaría parar, y no
estaba dispuesto a dejarla ir. Me basé en el tacto, pasando mis dedos por su brazo,
hasta su cuello, donde el sudor se rociaba en su piel―. ¿Te gusta montar mi muslo?
―Sí. Sí. ―Esa palabra de nuevo. La mejor palabra de la historia.
Sus labios cosquillearon los míos mientras jadeaba, su dulce sexo trabajando en
un pequeñ o círculo. Acaricié su mejilla y le comí la boca mientras recibía su placer.
Llevaba mucho tiempo queriendo dá rselo. Tanto tiempo, joder. Sus manos
encontraron mi pecho y se deslizaron hacia abajo, recorriendo mi torso. No era nada
en el esquema de las cosas, pero esa simple exploració n, la forma en que gemía y
jadeaba en mi boca, enviaba lamidas de calor sobre mi piel.
Cuando su delgada mano alcanzó mi polla y me apretó a través de la barrera de
mis bó xers, un gemido salió de mí. Me estremecí, tan cerca de correrme por un
tanteo furtivo en la oscuridad que casi sería divertido si no estuviera tan excitado.
―Sá cala ―ronqué, flexionando mi muslo, sabiendo que ella lo sentiría.
Necesitaba su mano en mi piel desnuda―. Por favor.
Há bilmente, se metió debajo de la cintura y rodeó con sus dedos mi necesitada
polla, dá ndole un fuerte tiró n. Entonces fui yo el que gimió y jadeó , follando en el
apretó n de su mano porque se sentía tan bien. Un dulce alivio, un placer caliente. Vivo.
Ella me hizo sentir vivo.
Mi mano temblorosa encontró la curva de su cintura, donde su camisa de dormir
se desplomaba entre nosotros. Las puntas de mis dedos se deslizaron por debajo,
encontrando una piel sedosa.
―Em. ―La besé―. ¿Puedo verte?
Por favor. Por favor.
Emma me chupó el labio inferior, con su mano ocupada en acariciarme, pero se
apartó lo suficiente como para captar mi mirada. Tenía los ojos vidriosos, los labios
hinchados y hú medos.
―Quítamelo. Quítamelo.
Como si no pudiera respirar. La ayudaría.
Intenté levantarme la camiseta pero entonces solté una carcajada.
KRISTEN CALLIHAN
―Vas a tener que soltarme la polla, cariñ o.
Me besó de nuevo, una presió n codiciosa de labios.
―No quiero.
Sonreí, mi pecho se llenó de luz líquida.
―Créeme... ―Besé su suave boca―. Yo también estoy destrozado por ello.
―Busqué su cuello y lamí su piel resbaladiza―. Puedes recuperarlo muy pronto.
―Oh, lo haré. ―Sonrió , con un brillo perverso en los ojos, y se acercó ,
subiéndome por el muslo, y luego me soltó . Sentí la pérdida inmediatamente, pero no
perdí tiempo en quitarle la camisa. La luz de la luna coloreó los pechos que tanto me
había esforzado en no considerar de color plateado pá lido, los pezones eran sombras
oscuras.
Temblaban, casi tocando la pared de mi pecho mientras ella respiraba, su brazos
alrededor de mi cuello, su mirada amplia con anticipació n.
―Cristo, eres hermosa. Tan jodidamente hermosa, Em. ―Sería hermosa en la
oscuridad total.
La curva de su pecho desnudo me llenó la palma de la mano y ambos hicimos un
ruido de placer. Pellizqué el duro pezó n y me encantó la forma en que sus pá rpados se
agitaron al separar los labios. Ella se arqueó ante el contacto y su cabeza se inclinó
hacia un lado. La besé a lo largo de su cuello, pellizcando ese dulce pezó n, tirando de
él.
Oh, pero eso le gustó , gimiendo y contoneá ndose, levantando má s esas dulces
tetas como estímulo. Me sumergí y arrastré mi lengua a lo largo de una de las puntas.
El sonido que hizo fue tan sucio, caliente y codicioso que mi polla palpitó . Sujetando
ese suculento pecho en la palma de mi mano, lo lamí, lo chupé y lo besé como me
moría de ganas.
―Lucian...
Necesitaba má s, sus caderas rechinaban sobre mi muslo con movimientos poco
coordinados. Mi mano libre se dirigió a su culo -ese espectacular culo- y lo agarró .
La acerqué y mi boca encontró la suya.
―Mó ntame, cariñ o.
La apoyé en mi muslo, sujetando su culo mientras balanceaba el calor
resbaladizo de su sexo hacia arriba y hacia abajo. Los pechos de Emma me hacían
cosquillas en el pecho con cada empuje ascendente, y sus labios se posaban sobre los
míos. Nuestros alientos se mezclaron y le robé un beso, desordenado y frenético. Mi
KRISTEN CALLIHAN
polla palpitaba en busca de la liberació n, me dolía. Pero ver sus pá rpados agitados, la
forma en que su hermoso rostro se tensaba de placer, hizo que valiera la pena la
tortura.
―Me voy a correr si tú ... ―jadeó , mordisqueó mi labio inferior― Sigues haciendo
eso.
―Bien ―gruñ í, flexionando mi muslo, haciéndola rebotar. Eso le encantaba―. Ven
sobre mí, cariñ o. Déjame ver có mo te mueves.
Su cabeza cayó sobre mi hombro y sus labios me acariciaron el cuello. Se
balanceó y se apoyó en mi muslo, poniéndolo caliente y hú medo. Pero su há bil mano
se deslizó hacia abajo y encontró de nuevo mi necesitada polla. Hice un ruido que sonó
a dolor, pero era un placer puro que me hizo empujar hacia arriba para agarrar su
mano.
―No sin ti ―dijo, masturbando mi longitud. Nuestras bocas se encontraron y el
beso se convirtió en algo salvaje. La besé hasta que no pude respirar, y luego la volví a
besar. Y ella se movió sobre mí, con su mano acariciando y tirando.
El calor me invadió la piel y me lamió la polla. Mis abdominales se apretaron
mientras gemía y me enroscaba alrededor de ella con un estremecimiento de pura
lujuria.
―Estoy cerca.
―¿Lo estás?
―Sí.
Jadeando ahora, nos trabajamos mutuamente, má s fuerte, má s rá pido. El aire se
empañ aba, y ella temblaba.
―Ahora, Lucian. Ahora.
―Joder.
―Oh! ―Su profundo gemido, la forma en que se apretó a mi alrededor mientras
su orgasmo se estremecía en su esbelto cuerpo, me hizo estallar. Me liberé con un
grito, palpitando tan fuerte que mi cabeza se volvió ligera.
Durante largos momentos estuvimos tumbados en una marañ a desordenada y
resbaladiza, luchando por recuperar el aliento. Cerré los ojos y acaricié
ociosamente su pelo hú medo, con el corazó n retumbando en mi pecho. Ni siquiera
habíamos follado y, sin embargo, me sentía má s lleno que con cualquier sexo que
recordara.
KRISTEN CALLIHAN
Emma se acurrucó má s, rodeando mi cintura con su brazo mientras trazaba una
línea a lo largo de mi espalda.
―Vaya.
Débilmente, sonreí.
―Esa es una palabra para ello.
―¿Tienes otra? ―Su voz era ronca y grave. Puro sexo. Mi polla se retorció .
Bastardo codicioso.
Agaché la cabeza para mirar su rostro sonrojado.
―¿Má s? ¿Otra vez? ¿Por favor?
Su sonrisa creció , la mano en mi espalda se alisó con má s propó sito.
―A mí también me gustan esas palabras.
Le di un suave beso y me reí. Pero luego me detuve cuando se me ocurrió un
pensamiento horrible.
―Infierno.
Me besó la comisura de la boca.
―¿Qué?
Suspiré y atrapé su mirada con la mía.
―Dime que tienes condones.
Su expresió n de decepció n horrorizada podría haber sido divertida si no
estuviera a punto de llorar. Al menos mi cabeza pequeñ a quería llorar. De acuerdo, la
cabeza má s grande también quería llorar.
―Demonios ―dijo ella.
Dado que ella estaba igualmente agraviada, me encontré sonriendo. Mis dedos se
enredaron en la masa de su pelo, agarrá ndolo mientras mi boca encontraba la suya.
―Tendremos que hacer otras cosas.
Y lo haría. Se las haría toda la puta noche.

***
KRISTEN CALLIHAN
Emma
―No puedo soportarlo.
Su lengua me acarició el pezó n, una burla socarrona.
―Puedes hacerlo.
Me dolía todo; mi vientre se retorcía en dulces nudos de placer. Suavemente, me
besó el pezó n. Muy suavemente. El calor palpitaba. Me mordí el labio, luchando por
mantenerme quieta, amando el tenso deseo que tiraba de mi nú cleo. Me sujetó allí,
tomá ndome el pecho con una mano firme, lamiéndome el pezó n y dá ndome besos de
succió n con las má s suaves caricias con la intenció n de sacarme de mis casillas.
Y me encantó . Me encantó.
Nos encontramos con el pequeñ o inconveniente de que ninguno de los dos tenía
preservativos. Aunque estaba segura de que había algunos en esta casa, no estaba
dispuesta a ir a buscarlos. De acuerdo, mi carne estaba má s que dispuesta, pero no me
atrevía a hacerlo. Tampoco podía dejar que Lucian fuera a buscarlos. Mi orgullo no
podía soportar que mendigá ramos como universitarios en una fraternidad.
Ademá s, ninguno de los dos quería separarse durante tanto tiempo. Nos
comprometimos a pasar la noche besá ndonos y tocá ndonos. Sin lenguas por debajo de
la cintura, só lo con las manos. «Cuando por fin pueda probarte», había dicho Lucian,
«quiero poder hundirme en ti después. Necesito eso, Em».
Pues bien.
Era bueno con las manos. Eso creía yo, al menos. ¿Y ahora? Ahora, me estaba
desmontando lentamente. Me besó durante horas: besos lentos y profundos hasta que
mis labios se hincharon y mi cuerpo zumbó . Manos que exploraban, que se burlaban
de mis pechos, que acariciaban mi piel. Me acostumbré al terreno de su cuerpo,
trazando los desniveles e hinchazones de la carne firme, los mú sculos tensos y la piel
caliente.
Cada nervio se agudizó ; cada mú sculo dolía. Apartadas las mantas, nos
tumbamos en una marañ a caliente de miembros y pieles sudorosas. Só lo la fina tela de
nuestra ropa interior nos separaba.
Una medida necesaria.
Excepto.
KRISTEN CALLIHAN
Su mano se deslizó por debajo de la banda de mis bragas y las á speras
almohadillas de sus dedos encontraron mi sexo empapado. Grité y me retorcí mientras
me rodeaba lentamente el clítoris.
―Dios, eres encantadora. ―Unos solemnes ojos verdes me observaron sonrojada
y jadeante mientras me acariciaba y se burlaba―. Ese sonido que haces. Ese pequeñ o
gemido. Voy a escucharlo en mis sueñ os, Em.
Volví a gemir. La visió n de su mano estirando mis bragas mientras me trabajaba
provocó un escalofrío ilícito a lo largo de mi piel, y me aferré a su antebrazo movedizo,
sujetá ndolo allí donde lo necesitaba.
―Lo sé, cariñ o. ―Sus labios rozaron los míos―. Lo sé. Voy a estar aquí pronto,
Em.
―No lo suficientemente pronto.
Eso me hizo reír.
Le lamí el labio superior y luego se lo mordisqueé. Me encantaba su boca. Me
encantaba la forma en que besaba, un poco sucia, tan minuciosa. Adoraba con su boca,
devoraba y entregaba. Lo besé má s profundamente, necesitá ndolo. Anhelá ndolo.
El grueso y largo dedo de Lucian se deslizó dentro de mí, y yo gemí, un sonido de
dolor.
―Eso es ―raspó , metiéndome los dedos con empujones agó nicamente lentos―.
Joder, eso es.
Jadeé, con la cabeza ligera, y mis muslos se aferraron a su mano, como si pudiera
aguantar la sensació n.
―Abre las piernas un poco má s, cariñ o. Déjame entrar. Buena chica. ―Me tomó el
cuello con su mano libre, con su frente pegada a la mía―. Un día, pronto, voy a trabajar
en esta caja de miel apretada, follarla durante horas.
Mis muslos temblaban, el calor me invadía mientras el bajo vientre se apretaba.
―Lucian. ―Moví las caderas.
Añ adió otro dedo y me lo metió en un á ngulo que me hizo gemir de placer.
―Justo aquí, Em. Justo aquí es donde estoy dolorido por lo mucho que quiero
estar.
Lo deseaba con todas mis fuerzas. Mi cuerpo se movía con él, meciéndose
contra su mano.
KRISTEN CALLIHAN
―Justo aquí es donde adoraré. ―Me besó suavemente, un simple encuentro de
bocas, mientras su pulgar se deslizaba y encontraba mi clítoris. Presionó hacia abajo,
má s duro ahora que estaba excitado y en el borde. Justo como me gustaba. La cabeza al
rojo vivo chisporroteó y se encendió , y me corrí en una ola que me hizo apretar contra
él―. Di mi nombre. ―Frotó mi sexo resbaladizo, con los dedos dentro de mí.
―Lucian. ―Sollozaba―. Lucian.
Su agarre en mi nuca era cá lido y tranquilizador mientras me besaba.
―Esa es mi chica ―dijo mientras bajaba de mi altura, mi cuerpo temblando―. Mi
chica.
Volví a concentrarme cuando se desprendió de mis bragas. Se llevó la mano a la
boca y, sosteniendo mi mirada con sus ojos verdes y cristalinos, se chupó los dedos
hú medos.
Una sonrisa perversa curvó su exuberante boca mientras su voz rodaba sobre mí
como miel caliente.
―Delicioso.
Solté una débil carcajada, cayendo en su hú medo pecho.
―Lucian Osmond, me has destrozado.
Su brazo me rodeó los hombros mientras sus labios tocaban la coronilla de mi
cabeza.
―Es justo. Me has destrozado desde que nos conocimos.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veintiuno
Emma

Me desperté con el crujido de las sá banas y una mano cá lida que me acariciaba la
mejilla. Abrí los ojos y allí estaba él, con el pelo oscuro despeinado y los ojos verdes
brillantes. Sonrió , un lento amanecer sobre las austeras facciones, haciéndolas suaves
y abiertas.
―Hola, Em.
―Honey pie.
La sonrisa creció , llegando a mi corazó n y tirando de él. Y entonces se inclinó
hacia delante, su boca se movió sobre la mía en un beso mantecoso que me derritió
por dentro. Fue suave, reverente. Una promesa. Sonreí contra sus labios, y él también
lo hizo, apartá ndose para encontrarse con mi mirada una vez má s, como si necesitara
la confirmació n de que realmente estaba allí.
Luego, como si no pudiera evitarlo, volvió a inclinar la cabeza y me besó con má s
descaro, sorbiendo mi labio inferior, acariciando el superior. Mi mano se dirigió a la
fuerte curva de su cuello para aferrarse, para acercarlo. Pero terminó demasiado
pronto con una risa ronca.
―Me levanto y voy a la tienda.
―¿La tienda? ―Era lo ú ltimo que esperaba que dijera.
Lucian enarcó una ceja, con una expresió n cargada de significado.
―Sí, la tienda. Y luego nos vamos a casa a darle un buen uso a mi compra.
La comprensió n revoloteó a través de mí.
―Ah. Sí. Lleva tu buen culo a la tienda, Brick.
Soltó otra carcajada y me besó los labios rá pida y superficialmente, deteniéndose
só lo un poco al final. Con un gemido, se levantó de la cama.
No sabía si debía ignorar la enorme erecció n que tenía o impresionarme por ella.
No, ignórala, pensé mientras me lanzaba una mirada iró nica pero completamente
KRISTEN CALLIHAN
impenitente y se dirigía al bañ o, con los apretados globos de su trasero de burbuja
moviéndose como una poesía.
El vértigo me recorrió . Ya me había enamorado de hombres antes. Había tenido
aventuras amorosas y novios de larga duració n. Esto debería haber sido un territorio
familiar. Pero no lo era. Era la diferencia entre ser una suplente en una obra de teatro y
conseguir el papel protagonista. Todo era simplemente má s.
Y eso debería haberme asustado. Pero no lo hizo. Al menos no al principio. No
cuando conducíamos de vuelta a Rosemont, con el viento en el pelo y Lucian a mi lado.
Todo lo que podía sentir era anticipació n. Necesidad. Lujuria. Felicidad.
La felicidad era algo tan frá gil en mi vida. La encontraba, me agarraba a ella con
las dos manos, só lo para que se esfumara cuando no estaba preparada.
No fue hasta que entré en la plaza de estacionamiento de Rosemont cuando me
di cuenta de que algo iba mal, de que Lucian ya no estaba relajado ni sonreía. Se movía
con rigidez y su mirada se alejaba de mí.
―¿Está s bien? ―Pregunté, nerviosa. ¿Se estaba arrepintiendo de haber derribado
sus muros?
Giró la cabeza, con el cuerpo tenso.
―Só lo cansado.
Cansado. Dios, eso sonaba como una frase que usaría con Greg cuando no
quisiera que esperara sexo.
El corazó n me dio un vuelco y luego comenzó un tatuaje de dolor.
Lucian tomó nuestras bolsas y se dirigió al camino. Lo seguí, sin saber qué decir.
Está bamos casi en la bifurcació n del sendero donde se dividía, una que llevaba a mi
bungalow, el otro hacia la casa de la piscina de Lucian. Me tensé, sintiéndome mareada
por la inquietud mientras me preguntaba qué camino tomaría. Pero no llegó tan lejos
antes de que apareciera Sal, paseando sin aparente cuidado.
Lucian se detuvo.
―¿Esto significa que Anton se ha ido?
Sal se burló , torciendo sus labios de color rosa intenso.
―No. Significa que, aunque quiero a mi mami, no podría soportar otro día con
ella poniendo telenovelas a todas horas.
―Tal vez deberías considerar la posibilidad de conseguir un lugar propio ―dijo
Anton desde detrá s de mí, haciéndome saltar de sorpresa.
KRISTEN CALLIHAN
Tanto Sal como Lucian se volvieron hacia él con un ceñ o sorprendentemente
similar.
―¿No tienes otro lugar donde estar? ―dijo Sal―. ¿Como el infierno?
Anton sonrió .
―Estoy demasiado caliente para el infierno. Así que parece que está s atrapado
conmigo. Al menos hasta el campo de entrenamiento... ―Se calló con una mueca y miró
a Sal, como si fuera su culpa que Anton hubiera metido la pata.
Lucian se quedó tieso como una tabla, pero sus labios se curvaron con humor
negro.
―Deja de andar de puntillas a mi alrededor. Es molesto. ―Y se marchó ,
dejá ndonos a todos atrá s.
No me importaba que se alejara de su primo, pero me escocía que no me hubiera
reconocido. Ademá s, me cabreó . Sin mirar a Sal ni a Anton, pasé de largo y fui tras
Lucian.
Era rá pido, aunque su zancada era constante. No lo alcancé hasta que estaba
abriendo la puerta de la casa de la piscina.
―Me dejaste atrá s.
Se quedó quieto y luego maldijo en voz baja. Pero no giró la cabeza.
―Lo siento, Em. No pensé.
―No pensaste ―repetí. Y entonces me sentí como una completa idiota. Só lo
habíamos pasado una noche juntos. Una noche de besos como adolescentes cachondos
y desesperados. No se habían hecho promesas. Nada concreto, en todo caso. Tal vez
había leído demasiado en él.
Abrió má s la puerta y entró , dejá ndome una vez má s seguir.
Mi irritació n aumentó , pinchando y dando vueltas en mi vientre. De acuerdo, tal
vez había leído má s de lo que Lucian había hecho anoche. Era algo, y que me aspen si
lo dejaba así.
―¿Qué demonios está pasando?
Al dejar caer las bolsas al suelo, agachó la cabeza y dio un largo suspiro.
―Nada. Fue una noche larga, y tal vez deberíamos descansar...
―Lucian.
Levantó la cabeza y se encontró con mis ojos. Los suyos estaban apagados, su
expresió n era tensa y dura.
KRISTEN CALLIHAN
Tomé aire y lo solté.
―Tienes una opció n ahora mismo. Dejarme fuera o dejarme entrar. Espero que
hagas lo segundo.
Parpadeó como si le hubieran golpeado y, de repente, sus rígidos hombros se
hundieron.
―Lo siento ―dijo entrecortadamente―. No puedo... no ahora...
Me preparé mientras la decepció n me azotaba.
Levantó una mano en un gesto medio impotente, medio frustrado.
―Mi cabeza. Es mi cabeza, Em. No puedo...
Oh. Oh.
Di un paso, pero su gruñ ido me detuvo.
Se agarró la nuca con fuerza.
―No creo que entiendas del todo el horror que me produce decirle a la mujer
que má s quiero que no puedo actuar porque me duele la puta cabeza. Debe ser una
broma có smica, pero ahora mismo no tengo ganas de reírme.
Parecía tan miserable, tan decepcionado, que mi corazó n dio un gran golpe.
―Yo tampoco me río ―dije en voz baja. Ahora que lo había admitido, podía ver
las señ ales. Señ ales en las que había estado demasiado distraída por mis propias
lujurias e inseguridades como para darme cuenta. Estaba sufriendo de nuevo. Mucho.
―Emma. Cariñ o. No quiero que me veas débil.
―Bueno, eso es bueno. Porque todo lo que veo es fuerza.
Lucian tragó saliva visiblemente, incapaz de formular una respuesta. Las
marcadas líneas de su rostro hablaban de sufrimiento, pero no cedió , obstinado hasta
la médula.
Con movimientos fá ciles, cerré la puerta y luego procedí a correr las pesadas
cortinas que rodeaban la casita, bloqueando la brillante luz del sol y sumiéndonos en
un silencio fresco y tenue.
Lucian se quedó como una estatua, observá ndome. Me acerqué a él, notando
có mo su gran cuerpo parecía balancearse por el cansancio.
―Métete en la cama, cariñ o.
Un temblor recorrió sus labios.
―¿Cariñ o?
KRISTEN CALLIHAN
―Como en cariñ o, querido, queridísimo Lucian.
―Vas a hacer que me ruborice.
Como si no me diera cuenta. Hombre tonto.
―Bien. ―Tomé su mano que no se resistía y lo guié hacia la cama. El hombre era
ordenado; lo reconozco. La cama estaba hecha, las sá banas frescas―. A la cama
contigo.
Só lo se detuvo un momento, con la mirada moviéndose entre la cama y yo. Por
fin pareció entender que yo tampoco iba a ceder, y me dedicó una débil sonrisa.
―Sí, señ ora.
Con una lentitud dolorosa, se despojó de los shorts y se metió en la cama con un
suspiro que hablaba de dolor. Lo tapé y luego acaricié la curva rígida de su hombro
antes de dirigirme a su bañ o para ver si tenía alguna medicina. Encontré
demasiados, incluida una receta para las migrañ as. Volví a darme cuenta de la
cantidad de dolor físico con la que tenían que lidiar los atletas. El hecho de que Lucian
se pusiera a llorar cuando le daban dolores de cabeza me decía lo malo que era para él.
Recogí el resto de mis provisiones y volví al dormitorio. Lucian ya estaba
tumbado, con el brazo agarrado a la almohada.
―Lucian ―susurré, y él se revolvió , con un ojo de jade mirá ndome. Le tendí una
píldora―. Tó mate esto.
Con un gruñ ido, se giró y se levantó sobre un codo para tomar la píldora y el vaso
de té helado que le tenía.
―Bébelo todo ―dije.
―Sí, señ ora... ―Se interrumpió cuando me quité el vestido de verano. Con el vaso
a medio camino de su boca, siguió mis movimientos con una mirada contemplativa
entrecerrada―. Eres hermosa.
El placer fluyó sobre mí. Pero le dirigí una mirada de cortesía.
―Ahora no es el momento de hacer cumplidos. Bébete el té.
Una pequeñ a sonrisa se dibujó en sus labios, e hizo lo que le dije, entregá ndome
el vaso vacío en cuanto terminó . Demasiado consciente de estar en ropa interior y
de sus ojos sobre mí, tomé el paquete frío.
―¿Dó nde quieres esto? ¿En el cuello o en la frente?
Algo se movió en sus ojos, una emoció n que no pude precisar, y su garganta
trabajó en un trago. Cuando habló , su voz estaba oxidada.
KRISTEN CALLIHAN
―Cuello. Por favor.
―Muy bien, muévete.
Vigilante pero silencioso, me hizo sitio y, cuando me recosté contra las
almohadas, Lucian me sorprendió acurrucá ndose en mi cuerpo y apoyando la cabeza
en la parte superior de mis pechos. Cuando le coloqué la compresa fría en la nuca,
suspiró satisfecho y me rodeó la cintura con el brazo.
Sonriendo para mis adentros, pasé los dedos por su espesa cabellera. Lo había
sentido anoche, pero eso había sido frenético y cargado de deseo. Al calmarlo, pude
permitirme disfrutar de la simple sensació n de aquellas sedosas hebras. Su pelo era
excepcionalmente grueso, con ondas. Lo envidiaba; mi pelo sería un gran puf
inmanejable a estas alturas.
Lucian gimió , como si le hubieran arrancado el sonido. La parte superior de sus
hombros se puso dura como una roca. Mirando hacia abajo, vi su expresió n dibujada y
pellizcada.
―Es malo, ¿no? ―Susurré.
―Sí. ―Respiró con fuerza por la nariz, como si tratara de controlar el dolor.
Conocía este nivel de migrañ a. Tenía unos dientes que se clavaban y te arrancaban
como un muñ eco de trapo. Salir de ese tipo de dolor era difícil y agotador. Pero
conocía una forma.
―¿Lucian? ¿Alguna vez te ha dolido la cabeza por el sexo?
Se calmó , un pulso de sorpresa recorrió su cuerpo y llegó al mío.
―Em... Realmente quiero, pero...
―No, no estoy pidiendo eso.
―De acuerdo. ―Sonaba confuso, sus palabras eran pesadas―. No, el sexo no me
da dolores de cabeza. Cuando esté mejor, estaré bien para ir. Lo prometo.
Tuve que sonreír.
―Estoy seguro de que lo hará s. ―Con la mayor delicadeza posible, nos desenredé
y me deslicé hasta quedar frente a él. Sus pá rpados apenas se abrieron y le acaricié la
mejilla―. Quiero probar algo para ayudarte a sentirte bien. ¿Confías en mí?
―No me aferraría a ti si no fuera así. ―Su mano se flexionó en mi cintura, como si
ofreciera una prueba―. ¿En qué está s pensando?
―Quiero darte un orgasmo. ―Sus ojos se abrieron de par en par ante eso, y
continué―. Puede ayudar. A mí me ayuda cuando sufro.
KRISTEN CALLIHAN
Lucian tenía los ojos desorbitados, sus movimientos eran lentos, pero la sonrisa
que coqueteaba con su boca dejaba claro que tenía todo tipo de cosas que decir.
Entonces su mirada se estrechó .
―¿Me está s diciendo que haces que alguien te haga venir cuando tienes migrañ a?
Mi pulgar pasó por encima de sus cejas dibujadas.
―No. Me hago venir a mí misma. Pero prefiero hacer que te corras ahora, si te
parece bien.
La sonrisa se liberó .
―A veces, me pregunto si te estoy soñ ando.
El sentimiento era mutuo.
Lo volví a apoyar en la almohada.
―No hay sueñ o. Ahora, relá jate. Déjame hacer esto por ti.

***

Lucian

Ella dijo que no era un sueñ o. Yo no estaba tan seguro. Parecía uno, con sus
manos frías sobre mis hombros, guiá ndome hacia la espalda mientras se elevaba por
encima de mí, con el nimbo de su pelo como la luz de la luna en la penumbra de la
habitació n. Sus ojos añ iles sonreían mientras me acariciaba el cuello. Y me dieron
ganas de llorar.
Era el dolor de cabeza. Siempre me hicieron débil de voluntad y emocional. No
era por ella. No pudo ser.
Era excelente para mentirme a mí mismo.
Sus suaves palmas se deslizaron por mi pecho, trazando un mapa, como si
quisiera aprender su forma só lo con el tacto. A pesar de la presió n que ejercía sobre
mi crá neo, que amenazaba con abrirlo de par en par, el placer ondulaba a lo largo de
los senderos que trazaban sus manos. Me tocó como si yo fuera un tesoro inesperado
que hubiera encontrado, explorando con silencioso deleite.
KRISTEN CALLIHAN
Un escalofrío me recorrió y apoyé los brazos sobre la cabeza, estirá ndome hacia
ella, suplicando en silencio que me diera má s.
Tócame en todas partes. Soy tuyo.
Tarareó en voz baja, como si estuviera satisfecha, y se inclinó para besarme. Yo
era un hombre dividido: la cabeza se me hundía, el cuerpo se hinchaba de suave
placer. No dudé de su palabra de que un orgasmo ayudaría. Emma no era de las que
se aprovechan. Pero me sorprendió lo bien que se sentía tener sus labios presionando
suavemente a lo largo de mi piel. Mi tensió n se disipó y cerré los ojos, dejando que mi
cabeza cayera a un lado, hundiéndose en la almohada. Só lo sentir.
Manos suaves, labios blandos y pequeñ os alientos calientes en mi estó mago. El
placer, un espeso jarabe que se derramaba sobre mis miembros. Mi polla se levantó ,
creciendo pesada por el deseo. É ramos tan nuevos juntos, por lo que debería estar
jadeando enloquecidamente, tratando de tomar el control. Pero poco a poco fui
calentando la cera amoldá ndome a su voluntad.
Emma me tocó a través de los calzoncillos y yo gruñ í. Quería quitá rmelos, sin
barreras entre nosotros. Como si hubiera escuchado la demanda silenciosa, me besó el
pezó n y bajó lentamente los calzoncillos. Levanté las nalgas para ayudarla. Mi polla
golpeó contra mi vientre cuando se liberó . Emma hizo un ruido de agradecimiento y
luego me rodeó con sus há biles dedos.
―Por favor ―susurré. Mi cuerpo era débil, pero mi necesidad se hacía má s fuerte,
ahogando todo lo demá s.
Ella cumplió , acariciando, sus labios en mis abdominales inferiores, burlá ndose a
lo largo de la V que lleva a mis caderas.
―Em... ―Mi sú plica se rompió en un gemido cuando su boca caliente me
envolvió . No hubo má s palabras. Dejé que me tuviera, que hiciera lo que quisiera, y le
agradecí por ello.
Y me sentí tan bien que só lo pude quedarme tumbado y aguantar, intentando no
empujar en su boca como un animal. Pero ella se soltó con un chasquido lascivo y me
miró .
Jadeando ligeramente, le devolví la mirada, dispuesto a prometerle cualquier
cosa, cuando ella besó mi punta palpitante.
―Adelante ―dijo―. Fó llame la boca.
Casi me derramo allí mismo. Me chupó profundamente una vez má s, y un
sonido salió de mí que era en parte doloroso, en parte "Oh Dios, por favor, no pares
nunca". La mujer me estaba desmontando de la mejor manera.
KRISTEN CALLIHAN
Olas de calor me lamieron la piel mientras bombeaba suavemente en su boca,
manteniendo mis movimientos ligeros porque no quería hacerle dañ o y porque
negarme a mí mismo era una auténtica tortura. Al parecer, eso me gustaba.
Me chupó como si fuera un postre, mientras su mano trazaba círculos constantes
en la piel tensa y sensible de mis abdominales inferiores. Fue ese contacto, el saber
que lo hacía porque quería cuidarme, lo que me llevó directamente al límite.
Mi mano temblorosa tocó la coronilla de su cabeza.
―Em. Nena, voy a... ―Jadeé mientras ella hacía algo realmente inspirado con su
lengua―. Voy a...
Se liberó con una ú ltima chupada y se levantó para besarme, con su mano
rodeando mi dolorida polla y acariciá ndola. Jadeando en su boca, con un beso
frenético y descuidado, me corrí con un estremecimiento de placer. Y toda la tensió n,
todo el dolor, se disolvió como un terró n de azú car en un té caliente.
Con un gruñ ido, caí de espaldas, un montó n sin huesos de hombre bien usado.
Emma me besó suavemente la boca, luego se bajó de la cama y tomó una toallita
fría. Cerré los ojos y me quedé tumbado mientras ella me limpiaba con cuidado. La
ternura de su tacto amenazó con destrozar lo que quedaba de mí, y tragué
convulsivamente, incapaz de abrir los ojos.
Cassandra se había preocupado por mí, pero nunca había visto mi verdadero yo
en toda mi imperfecta y humilde gloria. En el fondo, lo sabía. Me gustaba eso. Me
sentía seguro. Fá cil. Nada en Emma se sentía seguro o fá cil. Ella me conocía de una
manera que nadie má s lo hacía. Y aú n así estaba aquí, cuidando de mí.
Las mantas se agitaron cuando ella volvió a meterse en la cama, apoyando su
cabeza cerca de la mía.
―¿Mejor?
¿Estaba mejor? Mi migrañ a se había disuelto con el resto de mí. ¿Pero estaba
mejor? No. Estaba en verdadero peligro de perder mi corazó n y mi alma por completo.
Mientras me dormía, un pensamiento se mantenía firme: la perspectiva de darle a esta
mujer los pedazos fracturados de mí era aterradora.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veintidos
Lucian

Me desperté débil pero sin dolor. Emma se había encargado eficazmente de ello.
Una parte de mí se preguntaba si lo había soñ ado. Pero al estar desnudo, con las
pelotas y los abdominales sensibles con un dolor satisfecho, supe que era real. Ella
lo había hecho por mí. Me tocó con una avidez que me hizo correrme demasiado
pronto. Me tocó con una dulzura que me envolvió el corazó n y me apretó .
Tan apretado que dolía. Era incó moda esta sensació n, esta exposició n, como una
costra arrancada demasiado pronto. Tumbado en la cama, miré al techo, deseando
que mi cuerpo y mi cerebro volvieran a funcionar y se pusieran en marcha.
Emma no estaba a mi lado. No recordaba que se hubiera levantado, pero yo
había estado fuera de sí, cayendo en el mejor sueñ o que había tenido en añ os. Los
sonidos venían de má s allá de las cortinas corridas que separaban mi dormitorio del
resto de la casa. Un pequeñ o escalofrío de alarma me recorrió ; estaba en la cocina. La
mujer era una auténtica amenaza en la cocina.
Gruñ endo, me incorporé y salí de la cama. Tardé un segundo en acomodar la
habitació n y luego, con el andar de un anciano, me dirigí al bañ o. Podría haberme
retirado por el síndrome de conmoció n cerebral, pero la verdad era que mi cuerpo,
como el de muchos de mis compañ eros, había recibido una paliza a lo largo de los
añ os. Los dolores físicos se hacían notar cuando me despertaba.
En este momento, sentía las viejas punzadas en la rodilla izquierda, los
pinchazos de protesta a lo largo de la espalda y el hombro derecho. Pero estos dolores
eran buenos; me recordaban que estaba vivo. Apestoso y dolorido, me di una ducha
caliente para eliminar los restos de la migrañ a. El sol ya estaba bajo en el cielo, un día
entero perdido por el dolor y el sueñ o. No era la forma en que quería pasarlo.
Aunque la boca de Emma había sido una bendició n, jodidamente gloriosa, un
sueñ o febril, quería complacerla. Probarla. Tomarla. No quedarme allí indefenso y
necesitado. La compensaría.
KRISTEN CALLIHAN
Después de secarme, me puse unos pantalones cortos y salí a la habitació n
principal. Mi paso vaciló al verla de pie frente a mi estufa. Todavía no me había visto,
pero tarareaba en voz baja mientras removía una olla con lo que olía a sopa de tomate
sobrante. Vestida con una de mis camisetas que terminaba a mitad del muslo, dejando
el resto de sus curvilíneas piernas al descubierto, me dejó sin aliento, hizo que mis
latidos fueran salvajes y errá ticos.
Me froté el pecho, medio convencido de que me estaba dando un ataque. Pero era
ella. Só lo ella. Calentando la sopa. Esta mujer tenía el potencial de poner mi vida de
cabeza. Diablos, ya lo estaba haciendo.
Como si oyera mi pá nico interno, se volvió hacia mí. Una sonrisa brillante y
alegre me atravesó , en el centro de mi pecho apretado por el tambor.
―¡Hola, está s despierto! Estoy calentando sopa. ―Se rió , el sonido me hizo
cosquillas en la piel―. Y diciendo lo obvio.
Toda esa tirantez se derritió como la crema de mantequilla sobre un pastel
caliente. Me esforcé por no suspirar como un tonto embobado. Pero probablemente
fracasé, porque su sonrisa de felicidad volvió , má s amplia ahora, como si estuviera
emocionada de verme. Mi cuerpo se sintió flaco -incluso torpe- cuando fui a saludarla,
deslizando mi mano hasta la parte posterior de su delgado cuello antes de agacharme
para besar esa bonita boca rosada.
Sabía a limonada y a Emma, un sabor que no podía descifrar pero que se estaba
convirtiendo rá pidamente en mi favorito. Zumbó de placer cuando me alejé con un
ú ltimo y persistente hocico.
―Me muero de hambre ―le dije con voz ronca. Estaba hambriento de ella. Y ella
lo sabía. Su rostro era demasiado expresivo. En mi caso, lo consideraría una
desventaja, pero con Emma, ansiaba observarla, averiguar lo que estaba pensando
só lo por la forma en que se movían las delicadas curvas de su rostro.
Pero también estaba debilitado. Así que me senté y dejé que me sirviera,
sabiendo que ella también sentía placer al hacerlo. Lo comprendí. Alimentar a la
gente, complacerla con la comida, era satisfactorio a un nivel muy profundo.
La oferta de Delilah parpadeó en mi cabeza, haciendo que mi pulso se elevara un
poco con latidos ansiosos. En algú n momento, me había preguntado si debía
convertirme en chef de pâ tissier como Jean Philipe. Pero ese no había sido su sueñ o
para mí. Nunca llegó a verme jugar de verdad. ¿Qué pensaría de mí ahora? Flotando
sin direcció n. É l habría odiado eso.
Con el estó mago temblando, le di a Emma lo que probablemente era una sonrisa
falsa mientras ponía un tazó n frente a mí.
KRISTEN CALLIHAN
―Gracias, Snoop.
Tomó asiento a mi lado y comenzó a comer, su mirada se dirigió a mí con clara
vacilació n.
―¿Está s bien?
Ella decía que veía fuerza cuando me miraba, pero yo sentía que só lo le había
mostrado debilidad.
―Estoy bien. ―Otra sonrisa falsa tiró de mis labios―. Especialmente
después de tu… ¿có mo lo llamamos? ¿Remedio?
―Iba a decir una mamada ―respondió Emma con una sonrisa descarada.
―Me parece bien. ―Comimos en relativo silencio, y dejé que se preocupara por
mí, trayéndome rebanadas de pan, un vaso de limonada. Porque eso la hacía feliz. Y
una Emma feliz brillaba con una luz interior que yo no podía dejar de mirar.
Esperé a que recogiera los platos y observé có mo su culo se flexionaba y se
movía bajo la fina cubierta de mi camisa mientras se inclinaba para poner los platos
en el lavavajillas. Cuando se acercó de nuevo, enganché mi brazo alrededor de la curva
de su cintura y la subí a mi regazo.
Se acomodó de buena gana, riendo un poco, como si estuviera asustada. Su peso
se posó en mis muslos, cá lido y confortable. Mis manos encontraron los jugosos globos
de su culo y los apreté con aprecio mientras la acercaba. Que pudiera tocarla ahora era
un regalo. Un sueñ o.
Las manos de Emma se posaron en mi pecho. Sentí ese toque en el centro de mí.
―Hola ―susurré, sonriendo mientras la besaba suave, ligeramente. Un pequeñ o
saludo. Un pequeñ o gusto.
Sentí su sonrisa contra la mía.
―Hola.
La besé de nuevo. Un reconocimiento.
―Gracias por cuidar de mí, Emma. ―La concesió n valió la pena, só lo para ver la
forma en que sus ojos se iluminaron de felicidad.
Sus manos se clavaron en mi pelo.
―De nada, Lucian.
Quería hacer el amor con esta mujer. Tomarme mi tiempo, aprender sus secretos,
lo que la hacía suspirar, lo que la hacía pedir clemencia.
KRISTEN CALLIHAN
Mi boca recorrió la piel satinada de su mejilla hasta la curva de su cuello. Ella se
estremeció e inclinó la cabeza para permitirme el acceso, y las yemas de sus
dedos se adentraron en mi pecho. Olía bien, dulce. La hinchazó n de sus pechos me
rozó el pecho, y mi respiració n se entrecortó , mis manos agarraron su culo con má s
fuerza.
Necesitado. Ella me hizo necesitado. Me destrozó de formas que no podía
predecir.
Lo amaba. Lo odiaba. Pero no dejé de besarla, mi lengua se deslizó para
probar su piel.
Emma se estremeció de nuevo, se metió en mí, con sus dedos enredados en mi
pelo.
―¿Lucian?
―Hmm… ―Bajé los pá rpados mientras acariciaba el hueco de su garganta.
―Quiero preguntarte algo, pero tengo miedo de que te molestes.
Sus palabras se me pegaron a la piel, dejá ndome inmó vil. Entonces respiré, fingí
que mi pulso no se había disparado. Pero ella probablemente lo sintió , tan cerca como
estaba.
Má s interesada en besar que en hablar, volví a arrastrar mis labios hasta la
línea de su mandíbula.
―Eso suena mucho a cebo, cariñ o.
―Lo es. ―Me besó la sien. La cresta de mi mejilla―. Pero también soy seria.
Tenía dos opciones. Retirarme o ceder. Dado que esto ú ltimo me permitiría
seguir tocá ndola, cedí.
―Entonces, pídelo. ―Piqué a lo largo de la elegante línea de su garganta―. Lo
haré en tu cuello.
Un sonido de diversió n zumbó bajo su piel.
―Es justo. Tus dolores de cabeza. ¿Está s viendo a un médico?
No me sorprendió . Ni siquiera me decepcionó : se preocupó lo suficiente como
para preguntar. Aun así, me sentí expuesto.
Débil. Mantuve mi tono neutro, mis manos ocupadas en palpar sus curvas
maduras.
―Sí, Em. Estoy siendo monitoreado. Fui a un chequeo la semana pasada. Mi
cerebro se está curando. De hecho, se ve muy bien. ―Mi médico había quedado
KRISTEN CALLIHAN
impresionado y complacido con lo bien que me había curado―. Los dolores de cabeza
está n reduciendo su frecuencia. Las migrañ as suelen aparecer en momentos de estrés;
eso es todo.
La rá pida expresió n de horror de Emma me hizo hacer una mueca.
―Dios, Luc...
―No me refería a ti...
―Tuviste uno cuando me conociste. Y también cuando... ―Se sonrojó , dolorida, su
mirada recorrió mi rostro―. ¿Te estreso?
La sujeté con firmeza, sin apartar mis ojos de los suyos.
―Em, no. ¿De acuerdo? La palabra estrés es engañ osa. Anoche fue algo que he
estado deseando desde que te conocí.
Se ablandó un poco, pero la preocupació n se mantuvo, y le di un ligero apretó n.
―Fue. . . No sé có mo explicarlo. ―Exhalé un suspiro―. Fue emocional. Los
altibajos emocionales me pueden desconcertar; eso es todo.
Emma parecía que iba a discutir, y la detuve con un ligero beso.
―Estoy bien, Snoopy. Lo prometo. ―Ahora quería concentrarme en otras cosas,
como llevarla a la cama. Pero ella se aferró a mi cabeza y se encontró con mi mirada.
―Lo juro, Em. No voy a romperme si nosotros...
―Lo sé. Só lo me alegro. ¿De acuerdo? Estoy... muy contenta de que estés a salvo y
bien.
La tierna mirada de sus ojos y la forma en que su voz se agitó me envolvieron,
llenaron mi cabeza y la marearon. Si no hubiera estado sentado, podría haberme
tambaleado. Nos conocíamos desde hacía poco tiempo. No se suponía que yo sintiera
tanto y tan rá pido. Tampoco ella. ¿Lo hacía? No estaba seguro.
La incertidumbre y la vulnerabilidad me hicieron hablar sin pensar.
―Al final me curaré del todo. Y entonces... ―Mierda. No había querido llegar
hasta ahí. Era demasiada informació n. Demasiada exposició n.
Emma frunció el ceñ o.
―¿Y entonces?
Tenía en la punta de la lengua evadirme con una broma. Pero quería decírselo,
tantear el terreno tal vez. O tal vez só lo tener las palabras al descubierto.
Sosteniendo su mirada, me senté de nuevo en la silla, manteniendo mis manos
KRISTEN CALLIHAN
ligeramente en sus caderas. Le dije a Emma algo que no había pronunciado a nadie
fuera de las conversaciones con mi médico, entrenadores y ex entrenador.
―Podría esperar, dejarme curar y volver.
―¿Qué? Tú … harías eso? ―Parecía horrorizada.
―A veces, pienso en ello. Diablos, sueñ o con ello. Pero pienso en Jean Philipe, en
lo que pasó mi familia, en la cá scara de hombre en que se convirtió . No le haría eso a
mi familia de nuevo.
Me lo decía cada día. Pero en los rincones má s oscuros de mi alma, estaba
tentado. Tan jodidamente tentado.
El toque de la mano de Emma en mi mejilla me devolvió al presente.
―Gracias ―susurró , con sus dedos rozando mi sien, como si pudiera calmar de
algú n modo mi maltrecho cerebro―. Por cuidar de este cerebro. He descubierto que
me gusta mucho.
Ahí mismo, me perdí. No estaba preparado. Mi vida era una ruina, incierta e
inestable. Y ella se paseó con su sonrisa de estrella, sin arrepentirse, desafiá ndome a
cada paso. Diciéndome que todavía valía algo. Que yo significaba algo. Para ella.
Eso me asustó mucho. Porque eventualmente ella vería que yo era un hombre
viviendo una media vida.
Me agarré a la parte superior de sus suaves muslos, como si pudieran
castigarme, pero seguía sintiendo como si el fondo cayera de mi mundo.
―Em. . .
―¿Titou? ―El sonido de la voz de mi abuela en la puerta, seguido de cerca por un
golpe, nos hizo congelar a ambos en algo cercano al horror―. ¿Está s ahí?
―Mierda, es Amalie. ―El agudo susurro de Emma cortó el tenso silencio, y se
bajó de mi regazo, prá cticamente bailando en pá nico―. ¿Qué hacemos?
Gorgojeé una carcajada.
―¿Esconderse?
―¡Lucian! Esto es serio. Estoy en tu camisa. ―Señ aló su longitud, atrayendo mis
ojos a sus piernas desnudas. Había tenido mi mano en ellas durante un tiempo
demasiado breve―. Mierda. ¿Dó nde está mi vestido?
Se dirigió al dormitorio y me miró por encima del hombro mientras yo me
reía; no podía evitarlo; era adorable en su estado de agotamiento.
―Y ponte una camisa.
KRISTEN CALLIHAN
―¿Por qué no me tiras la que llevas puesta?
En lugar de eso, me tiró el dedo.
―¿Titou? Sé que está s ahí.
―¿Crees que puede escucharnos respirar? ―Le susurré a Emma al oído mientras
se apresuraba a entrar en la habitació n, arrancando su vestido de verano por encima
de sus bonitas tetas antes de empujar una camisa hacia mi pecho desnudo.
A pesar de la mirada de sosiego que me dirigió , empezó a reírse.
―Dios. ¿Cuá ntos añ os tenemos?
Ignorando la camisa, la agarré por la cintura y la acerqué, rozando un beso en la
curva de su cuello.
―¿Por qué te asustas?
―Porque... " Levantó una mano impotente y la agitó . "Es grosero para Amalie que
yo esté…
―¿Chupandosela a su nieto?
―Oh, Dios mío. ―Me dio un puñ etazo en el brazo, horrorizada, mientras sus ojos
brillaban divertidos―. ¡Está s enfermo!
―¡Titou! ―Amalie sonaba aguda ahora, molesta porque no había respondido.
Me giré para hacer eso, cuando la puerta sonó y luego comenzó a abrirse. Volví
a mirar a Emma.
―¡No la cerraste!
Mierda. Tenía el pelo alborotado, no llevaba camisa y Emma aú n estaba a medio
vestir.
Ella sonrió con razó n al ver el pá nico en mis ojos.
―¿Pasa algo, honey pie?
―Será implacable. ―Puse a Emma a un lado con todo el cuidado que pude para
que alguien se apresurara a llegar a la puerta antes de que pudiera abrirse del todo,
saltando sobre uno de mis zapatos y bordeando una silla. Pero era demasiado tarde.
Mi abuela entró en la casa con una falsa expresió n de sorpresa en su rostro al
contemplar la escena.
―Bueno ―dijo expansivamente―, ahora entiendo por qué no respondiste antes.
Ahí estaba yo, totalmente sonrojado delante de mi abuela. Era el karma, la
venganza por burlarme de Emma. Podía sentir a Emma justo a mi derecha, su silencio
KRISTEN CALLIHAN
hablaba mucho en mi cabeza. Sabía que si me giraba y captaba su mirada, vería en sus
ojos un "Mira quién se ríe ahora, idiota".
Me dio un tic en la mandíbula.
―Mamie. ¿Necesitas algo?
La mirada de Mamie pasó de mí a Emma y viceversa.
―Oh, nada realmente. No hay nada tan serio como para molestarlos ahora
mismo. ―Dio una palmada, los pesados anillos de sus dedos tintinearon―. Oh, pero
esto es maravilloso. Esperaba que esto...
―Está bamos almorzando ―interrumpí.
Pude sentir que Emma se ponía rígida. Y me estremecí internamente. A pesar de
todas sus protestas, no creo que le gustara que la relegasen sólo a comer.
El labio de Mamie se curvó astutamente, diciéndome exactamente lo que
pensaba de mi triste excusa.
―¿Así es como lo llaman los niñ os hoy en día?
Dios. Negá ndome a retorcerme, entrecerré los ojos hacia ella.
Mamie se limitó a sonreír.
―Bueno, entonces ―dijo ella―. Los dejo para que coman. ―Nos hizo una
inclinació n de cabeza como una reina y nos dejó solos, cerrando silenciosamente la
puerta tras ella con un clic definitivo.
Durante un largo momento, ninguno de los dos habló . Entonces la voz musical de
Emma, teñ ida de ironía, se deslizó sobre el espeso silencio.
―Só lo almorzando, ¿eh?
Haciendo un gesto de dolor, la miré. Estaba de pie junto a la mesa, con el pelo
revuelto, los labios aú n suavemente hinchados por mis besos y los ojos brillando con
humor o irritació n. Era un dilema.
El infierno. Necesitaba explicarme.
―Yo...
Emma se echó a reír.
―Dios. Eso fue horrible. Me sentí como una quinceañ era atrapada en un cuarto
de chicos.
Una sonrisa se me dibujó en la boca.
―¿Te has colado en las habitaciones de muchos chicos, verdad?
KRISTEN CALLIHAN
―Lamentablemente, no. Yo era una persona torpe y hogareñ a que no tuvo una
cita hasta la universidad. Pero soñ aba con eso.
No podía imaginar un momento en el que no quisiera a Emma.
―Si nos hubiéramos conocido de adolescentes, yo te habría invitado a mi
habitació n. O me hubiera arrastrado a la tuya.
―No, no lo habrías hecho ―dijo ella con una seguridad frívola―. Ni siquiera me
habrías visto.
―Yo lo haría. ¿Có mo puedes decir eso? ―No sabía por qué discutía
hipotéticamente con ella, aparte de que era mejor que centrarse en el pá nico rabioso
que había sentido cuando Amalie nos había encontrado juntos.
―Eras uno de los chicos populares, ¿no? ―Me miró , como si viera a mi yo má s
joven―. Y probablemente má s caliente de lo que necesitabas ser.
―Bueno, no sé si es sexy, pero bueno, era popular. ―Cambié mi peso, frotá ndome
la nuca―. Era de hockey. Y el béisbol.
―¿Has jugado a las dos cosas?
―Yo era receptor. Pero el béisbol era secundario. Necesitaba algo para
mantenerme en forma durante los meses de descanso.
―Me sorprende que tengas tiempo para las chicas. ―No se había movido de su
posició n junto a la silla. La luz de la lá mpara que había encendido en deferencia a mi
migrañ a proyectaba un brillo dorado sobre su hombro.
Me encontré moviéndome hacia ella, atraído por la necesidad de tocar esa
piel tersa, sentir las suaves curvas de su cuerpo.
―Tuve tiempo para ellas. Probablemente demasiado. ―Cuando llegué a ella, se
rindió , cayendo en mis brazos con un suspiro. Su pelo tenía el aroma de mi champú ,
pero su piel llevaba su propia fragancia, cá lida y ú nica, adictiva. La acerqué a mi
nariz, respirando largamente―. Me habría fijado en ti.
Sus dedos subieron por mis hombros.
―¿Có mo puedes estar tan seguro?
―Porque no puedo concebir una situació n en la que no lo haría. ―Las palabras
salieron a borbotones, precipitadas en su honestidad. No me gusta hablar de
sentimientos ni de necesidades. Cerré los ojos y tragué con fuerza, una vez má s
golpeado por la incó moda sensació n de caída libre. La cosa era que aferrarse a Emma
só lo lo empeoraba. Cuanto má s se acercaba, má s la necesitaba.
Había perdido demasiado para perder má s.
KRISTEN CALLIHAN
―Amalie parecía muy satisfecha ―dijo Emma secamente.
Volví a tragar saliva, luchando por encontrar mi voz.
―Sabes que ella ha estado detrá s de nosotros para estar juntos desde el
principio. ―Y maldita sea, le había dado la razó n a mi astuta abuela. Definitivamente,
ella cacareó sobre esto. No me sorprendería que ahora empezara con los nietos―.
Estaba convencida de que éramos la respuesta a todos nuestros problemas.
Emma resopló , pero lo hizo sin rencor, simplemente con diversió n.
―Es una romá ntica. Algunos creen que el amor lo arregla todo.
El amor.
Una ola de frío hú medo me recorrió la espalda y las palabras salieron de mi boca
desbocada.
―No te preocupes. Dejaré claro que só lo estamos bromeando.
Emma se echó hacia atrá s, como si le hubiera picado, y se le frunció el ceñ o.
―Bromeando.
―Bueno, no lo diré así. Es mi abuela. Pero le haré saber que no es serio.
La pequeñ a línea entre sus cejas se profundizó .
―Sí. No es serio.
Joder. Esto estaba yendo hacia el sur y rá pido. Pero parece que no podía
detenerlo. O cerrar la boca.
Me froté las manos sobre su piel, tratando de tranquilizarla aunque me diera
pá nico.
―Has sabido desde el principio que no buscaba una relació n. No había planeado
esto. No esperaba… no te esperaba.
―Yo tampoco te esperaba. Pensé en irme de vacaciones, leer algunos guiones y
recuperar el sueñ o.
Mis manos no podían asentarse. Seguían moviéndose sobre su piel satinada
como si fuera mi ú ltima oportunidad de sentirla. Y podría serlo. Porque no podía
mantener la boca cerrada.
―Esa es la cuestió n, Em. Está s de vacaciones. ¿Cuá nto tiempo te vas a quedar?
Emma se deslizó . Sentí la pérdida inmediatamente, mi cuerpo se enfrió . Me metí
las manos en los bolsillos para no alcanzarla. Cada célula egoísta de mi cuerpo, tan
tenso, protestó .
KRISTEN CALLIHAN
Todavía con el ceñ o fruncido, se apoyó en la encimera de la cocina.
―No lo sé. Un mes, tal vez. Amalie no me ha dado un plazo.
―No necesitas una. Jesú s, Em, no estoy tratando de correrte. Estoy tratando de
señ alar que no es serio para ninguno de nosotros.
―De nuevo con seriedad. Como si la sola idea fuera horrorosa.
―Bueno… ―Mierda. Cállate, Oz.
Su mirada se volvió penetrante.
―¿Esto es porque dije la temida palabra A?
―¿Qué? No. ―Tal vez. Joder.
―Só lo lo dije en términos de romance e idealismo ―continuó , a la defensiva y
sonrojada.
―Ya lo sé. No me estoy volviendome loco porque hayas pronunciado lo-la palabra
A.
Ella resopló con fuerza.
―Ni siquiera puedes decirlo.
―Tú tampoco puedes ―señ alé, e inmediatamente me estremecí, sabiendo que
había sonado como un imbécil petulante.
Su mirada represiva decía que estaba de acuerdo.
―Mierda. No es que sea... ―Me pasé una mano por la boca, sintiendo el rastrojo
del crecimiento de mi barba nocturna―. Sinceramente, cariñ o, no sé qué coñ o estoy
diciendo. Aparte de que te vas, yo... No sé nada de relaciones...
―Estabas comprometido ―dijo con cierta aspereza―. Creo que sabes un poco del
proceso.
―Eso es lo peor de todo. Cuando se fue, me di cuenta de que no hice una mierda
en esa relació n. Ella se encargó de todo como si fuera... ―Levanté una mano,
luchando―. Una anfitriona, alguien allí para asegurarse de que nunca sufriera un
momento de incomodidad.
―Jesú s.
―No estoy orgulloso de ello. Me avergü enza no haberme dado cuenta de que era
así hasta que terminó .
La voz de Cassandra parpadeó en mi mente: Pensé que eras más que hockey, Oz.
Ahora veo que no lo eras.
KRISTEN CALLIHAN
No quería pensar en Cassandra. No con Emma mirá ndome con dolor en los ojos.
Fue un golpe ver su decepció n. Pero no podía mentirle a Emma.
―No quiero que se repita.
―Bien, porque no conseguirías eso conmigo.
―Créeme, Snoop; lo sé. La cosa es que ahora mismo soy una ruina andante.
Cometo errores todo el tiempo.
Dios, fue como si la hubiera abofeteado. Emma se apartó de mí como si
necesitara poner toda la distancia posible entre nosotros.
―Te arrepientes de lo que hicimos.
―¡No! Joder, no. ―Me acerqué a ella, pero la dura mirada de su rostro me hizo
dudar―. Te deseo, Emma. Má s de lo que he deseado a cualquier mujer. Y ese es el
problema. Si nos tenemos el uno al otro, será intenso. Y puede que esperes... para
siempre.
Lentamente asintió , pero era como si no estuviera realmente allí. Una parte de
ella se había retirado de una manera que no había visto antes. Lo odiaba.
―Tienes razó n ―dijo ella―. No se trata de ser eterno. No estoy sentada aquí
esperando que me profeses tu amor eterno ni nada por el estilo. Pero sí esperaba algo
má s que "só lo un lío". ―Soltó una carcajada plana y dolorosa―. Pensé que... No sé, al
menos intentar algo real.
―Em...
―Pero eso es cosa mía. Siempre estoy construyendo castillos en el aire, só lo para
descubrir que no hay nada só lido en lo que confiar.
Expuesto en esos duros términos, no podía estar en desacuerdo. Diablos, era lo
que había estado tratando de articular. No impidió que la decepció n me carcomiera
las entrañ as. Fui un idiota por hablar de ello. Debería haberla llevado a la cama y
preocuparme de los detalles má s tarde.
Y como era un tipo, un imbécil codicioso que acababa de darse cuenta de su
error, cometí uno aú n mayor.
―Todavía podríamos...
―¿Improvisar? ―Dijo ella, frunciendo los labios―. Follar el uno con el otro,
sabiendo que no va a ir a ninguna parte.
―Lo dices como si fuera algo malo. ―Mierda. Cállate, imbécil. Pero no lo hice―. El
sexo no tiene que significar todo.
KRISTEN CALLIHAN
Su expresió n se agrió .
―Pero lo hará , Lucian. Contigo, sí. ―Levantó la barbilla, su cuerpo inflexible, y se
apartó de mí―. Lamento si eso te incomoda...
―No lo hace. ―Cristo, ella era un regalo. Y yo había ido y la había tirado. Di un
paso hacia ella, un poco desesperado sabiendo que la estaba perdiendo.
Pero ella ya estaba retrocediendo.
―Y podría ser fá cil para ti mantener la emoció n fuera de eso...
―Esa es la cuestió n, Em. Yo tampoco puedo. No contigo.
Una sonrisa triste jugó en sus exuberantes labios.
―No, esa es la cuestió n. Sabes que esto puede ser algo má s, y tú no lo quieres.
Lo quiero. Sólo que no lo merezco. Te romperé. Como yo estoy roto.
―No quiero hacerte dañ o.
Su sonrisa se transformó en algo doloroso.
―No te preocupes. Lo detuviste antes de que pudiera ocurrir.
Con una inhalació n audible, se pasó la mano por el pelo, como si se recogiera.
―Me voy a ir.
―No. ―Flexioné mis dedos, tratando de averiguar có mo salvar algo entre
nosotros, tratando de alcanzarla. Ella había sido mía por tan poco tiempo. No lo
suficiente.
Es lo mejor. Hazlo por ella.
―Todavía podemos salir ―intenté, encogiéndome incluso mientras lo decía―.
Ser…
―¿Amigos? ―Ella negó con la cabeza, mirá ndome como si yo fuera un tonto―.
Me temo que no puedo ser amiga de alguien a quien quiero follar.
―Demonios, cariñ o, me está s matando aquí.
Pero no sonrió ; sus ojos estaban apagados, esa bonita boca que no había probado
lo suficiente una línea plana.
―De alguna manera, creo que sobrevivirá s.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veintitrés
Emma

No me tomé bien el rechazo de Lucian. Se podría pensar que los añ os de lucha


para triunfar en el negocio má s duro del mundo me habrían hecho inmune al rechazo.
Me habían dicho que no de tantas maneras, en términos tan duros, que debería haber
sido fá cil escuchar uno má s.
Pero era lo que se esperaba en la actuació n. Aceptaste los golpes y seguiste
adelante. Levantaste la cabeza cuando te dijeron que eras demasiado baja,
demasiado gorda, demasiado plana, demasiado joven, demasiado vieja. Te decías a ti
misma que aguantabas la mierda porque había oro al final del arco iris. Algunos días
eso funcionaba. Otros días no.
El rechazo de Lucian, sin embargo, fue algo totalmente diferente. Fue una patada
en los dientes, un puñ etazo en el pecho. Me dolió .
Lo peor de todo era que él había sido el responsable en la habitació n, el adulto.
Había olvidado todo sobre dó nde estaba, quién era, quién era él. Nada de eso había
importado. Simplemente lo había deseado. Pero él tenía razó n; yo estaba de
vacaciones, y él no estaba dispuesto ni siquiera a intentar una relació n. Era mejor
dejarlo claro antes de que todo tipo de emociones desordenadas se involucraran.
No podía tener sexo casual con él. Lo sabía tanto como él. Así que le mentí y le
dije que no estaba herida. Incluso mientras la fría bola de rechazo y arrepentimiento
crecía a proporciones épicas en mi pecho.
Creció en tamañ o y pesadez cuando me desperté para encontrar otra cesta de
desayuno en mi puerta. Esta vez Lucian lo había hecho todo, incluyendo mis frutas
favoritas, perfectamente maduras, cortadas en rodajas y con formas que parecían
flores. Yogur fresco, espeso y cremoso, con un chorrito de miel dorada y nueces
tostadas. Cuatro tipos diferentes de mermeladas y, por supuesto, los panes. Una gran
variedad de panes dulces y salados para elegir.
Devolví la cesta sin tocarla. Era insignificante, pero no tenía apetito. Tampoco
podía obligarme a comer su comida. Simplemente no podía. Me dolía demasiado.
KRISTEN CALLIHAN
También me enfadaba. No quería su cuidado de esta manera. No si no podía tener el
resto de él.
¿Ves? Mezquina.
No es mezquino. Resguardada. Tienes que protegerte.
Resoplé y me preparé un poco de café -no tan bueno como el suyo- y me lo tomé,
luego fui a hablar con Amalie. Tenía que decirle que me iba. No podía seguir en
Rosemont.
Amalie me mandó un mensaje diciendo que estaba en el saló n rojo. Había
incluido un mapa de la casa, lo que me hizo sonreír. La casa principal de Rosemont era
enorme, pero con unas proporciones elegantes que la hacían parecer, bueno, no
acogedora, exactamente, pero sí có moda.
Me dirigí a la terraza trasera. La luz del sol se reflejaba bajo los pérgolas de teca
con glicinas moradas que colgaban como uvas. Todas las habitaciones que daban a la
parte trasera de la casa tenían un enorme conjunto de puertas de cristal, abiertas para
dejar entrar el aire fresco.
Finalmente, encontré a Amalie en una hermosa habitació n que bien podría
haber estado ambientada en la Españ a colonial, con sus vigas de madera a la vista, sus
azulejos españ oles pintados a mano en azul y dorado y sus paredes de yeso
suavemente desgastadas. Amalie estaba sentada en un gran sofá de felpa cubierto de
damasco crema. Como una reina, me hizo un gesto para que entrara con un elegante
movimiento de muñ eca.
―Querida niñ a, te he estado descuidando, ¿no es así?
―En absoluto ―dije, tomando asiento junto a ella. En la mesa de centro cuadrada
de roble envejecido había una bandeja de plata con desayuno para dos. Se me revolvió
el estó mago, apretando en señ al de protesta mientras se me hacía la boca agua.
Maldito sea ese hombre; había entrenado tan bien mis papilas gustativas que temía
que nunca me libraría de desear otro bocado.
―Ven. ―Amalie se inclinó hacia delante y tomó una delicada taza de café rosa con
bordes dorados―. Comeremos y charlaremos. ―Hizo una pausa, como si se le
ocurriera una idea―. ¿A menos que ya hayas comido?
―Sí ―mentí. Tenía hambre y quería comer desesperadamente, pero reconocí el
trabajo de Lucian. El desayuno de Amalie era ligeramente diferente al mío: frutas
simplemente puestas en cuencos -sin formas de flores-, panecillos crujientes en lugar
de una variedad de panes dulces, y rebanadas de huevos duros y de jamó n. La
diferencia entre su desayuno utilitario y el mío extravagante me hizo gracia por
dentro.
KRISTEN CALLIHAN
Para mi horror, un estruendo no tan sutil surgió de algú n lugar cercano a mi
estó mago.
Con las mejillas calientes, ignoré el sonido y le dediqué a Amalie una sonrisa de
disculpa.
―Pero me gustaría un poco de café. ―Dios, eso fue débil. Maldito sea mi apetito
traidor.
Por suerte, Amalie no hizo ningú n comentario mientras nos servía una taza a
cada uno y luego se acomodó con un suspiro.
―Entonces, ¿qué tienes en mente? Perdona que te lo diga, pero pareces
disgustada. ―Sus ojos verde pá lido, tan incó modamente parecidos a los de Lucian, me
estudiaron―. ¿Ha pasado algo?
―Yo...
―Mamie ―llegó una voz profunda y familiar desde el pasillo―. Voy a la tienda...
Lucian entró en la habitació n y se detuvo al verme, sus palabras se cortaron en
un silencio absoluto. Inmovilizada por su mirada inexpresiva, só lo pude mirar hacia
atrá s, con el corazó n agitado. Era injusto lo hermoso que era este hombre para mí. No
era perfecto, no era impecable, pero era hermoso igualmente.
Ahora sabía có mo se sentía contra mi piel, en mi boca. Conocía la expresió n que
ponía cuando se corría, conocía los sonidos -esos profundos gemidos agó nicos de
placer- que emitía. Y él sabía lo mismo de mí. Me había reducido a un desastre
jadeante y necesitado só lo con su boca y sus manos.
El conocimiento colgaba entre nosotros como un humo, espeso y asfixiante. No
volveríamos a hacer nada de eso. Se acabó antes de que empezara realmente.
Como si el pensamiento exacto se filtrara en su mente, la mirada de Lucian se
profundizó con lo que parecía un arrepentimiento... o quizá s una disculpa. O tal vez era
lo que quería ver. Ya no lo sabía.
Tragó grueso, su garganta trabajando; luego parpadeó , como para salir de una
neblina.
―Hola.
No había ningú n malentendido sobre con quién estaba hablando. Mis labios se
sentían entumecidos y torpes mientras respondía.
―Hola.
Encantador. Nos habíamos reducido a esto.
KRISTEN CALLIHAN
Gruñ ó , moviendo su peso, como un hombre que decide si es mejor quedarse o
huir de la escena. Lo aguantó , poniendo las manos en las caderas.
―No has desayunado.
Mi mirada se entrecerró , la molestia me invadió .
―No, no lo hice.
Como el infierno le daría una excusa. Pero era demasiado consciente de que
Amalie estaba sentada a mi lado. Y envié a Lucian una rá pida mirada. ¿Có mo se atreve
a delatarme delante de Amalie? É l me devolvió mi mirada con una de pura terquedad,
como si de alguna manera pudiera obligarme a comer su comida. Qué pena. Esos días
se acabaron.
Volvió a parpadear y tuve la extrañ a sensació n de que estaba absorbiendo un
golpe. Pero entonces su expresió n se volvió pétrea y su atenció n se dirigió a su abuela.
―Recibí tu nota sobre los vinos. ¿Los necesitas para hoy?
Amalie, que había permanecido pensativa y callada durante nuestro intercambio,
se animó de nuevo.
―Sí, querido. Si eres tan amable. ―No tenía ni idea de lo que estaban
hablando, ni me importaba. No iba a seguir hurgando en sus vidas―. Tina ha estado
pidiendo salir. ¿Quizá s podrías llevarla?
Lucian me miró , y esa breve atenció n se encendió sobre mi piel. Pero no se
detuvo. Se centró en Amalie, y la ú nica señ al externa de que yo estaba en la habitació n
fue la dura línea de su mandíbula. Me había convertido en una molestia para él tanto
como él lo era para mí.
―Yo la llevaré. ―De nuevo, me miró , como si quisiera decir algo. Pero no lo hizo.
No a mí―. Volveré en un par de horas, entonces.
Vaciló , quedá ndose en el umbral de la habitació n, con los anchos hombros
rígidos. Y una aguda sensació n de tristeza me abofeteó . Durante un breve periodo de
tiempo, había visto a este hombre y me había hecho sentir vivo saber que podía
burlarse de él, que daría lo mismo que recibía. Que podía aliviar la oscuridad de sus
ojos.
Ahora, simplemente dejó que su mirada me rozara, impersonal, retraída.
―Emma.
―Lucian.
Salió tan rebuscado que me encogí por dentro. Pero mantuve una expresió n
neutra.
KRISTEN CALLIHAN
Incluso cortés. Y apestaba.
Intercambiamos el má s incó modo de los asentimientos, y se fue, quitando toda la
vida de la habitació n. Por eso tenía que ir. Y por eso había tenido razó n; habría sido
peor si hubiéramos ido má s lejos. Debería darle las gracias por ello.
Pero todavía no me atrevía a hacerlo. Todavía no.
Amalie esperó un minuto, tal vez para asegurarse de que Lucian no estaba
escuchando, antes de volverse hacia mí. Me preparé para sus preguntas, pero se limitó
a dar un sorbo a su café.
―Entonces, ¿cuá les son tus planes para el día?
Me dejé caer en la esquina del sofá .
―He alquilado un coche para ir a Los Á ngeles.
Sus cejas negras, perfectamente delineadas, se arquearon.
―¿Hasta Los Á ngeles?
―Sí. Tengo que empezar a buscar casa. Pensé en echar un vistazo a algunas de
las propiedades. Tal vez pasar el fin de semana allí. ―Prefiero registrarme en un hotel
por unas noches que saber que Lucian está cerca.
―Hmm. ―Dio un sorbo a su café.
Oh, ella estaba sobre mí. Me negué a moverme.
―Cuanto antes me instale en un nuevo lugar, antes podré dejar de molestarte.
Amalie dejó su taza con un suave chasquido.
―Querida, no está s 'molestá ndome', pero uno nunca debe esconderse de las
cosas importantes de la vida. Poner en orden tu casa es una idea maravillosa.
Fue una clara señ al de que estaba hecho un lío que me encontré extrañ amente
decepcionada por su rá pido acuerdo. Decepcionada e incó moda. No había pasado
por alto lo incó modos que éramos Lucian y yo en presencia del otro. Era horrible
pensar que ella podría haber pensado que le había hecho dañ o y que quería que me
alejara lo má s posible de su nieto.
Me puse de pie sobre unas piernas que no eran tan firmes como me gustaría.
―Te veré en unos días.
Por impulso, me incliné y besé su suave mejilla, que olía a Chanel nº 5.
―Gracias por todo, Amalie.
Me acarició el brazo.
KRISTEN CALLIHAN
―Ah, mi querida niñ a, gracias por venir aquí. Haz lo que debas. Y nos veremos
pronto.
Llegué hasta las puertas que daban a la terraza, cuando sus siguientes palabras
me detuvieron.
―Só lo recuerda, no importa lo lejos que vayas; siempre estará s donde esté tu
corazó n.
Las palabras golpearon como dardos, y cerré los ojos brevemente, de espaldas a
ella.
Tenía el corazó n en el pecho. Justo donde debía estar, maldita sea. Lo repetiría
hasta que lo creyera.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veinticuatro
Lucian

―Has dejado de parpadear ―dijo Brommy, interrumpiendo mis pensamientos―


Y es espeluznante.
Nos sentamos en las tumbonas, bebiendo cervezas junto a la piscina mientras se
ponía el sol. En algú n momento, dejé de escuchar la conversació n incoherente de
Brommy y, al parecer, dejé de parpadear.
Desvié mi mirada del agua y le lancé una mirada fulminante.
―Sí, bueno, es espeluznante que me hayas mirado lo suficiente como para
saberlo.
Resopló , y luego dio un trago a su cerveza.
―Amigo, he estado hablando durante diez minutos sin una respuesta real de tu
parte. En un momento dado, incluso te pregunté si preferías depilarte a afeitarte.
Hice una pausa en el acto de tomar un trago.
―¿Contesté?
―Has gruñ ido. ―Resopló y dejó su cerveza sobre las losas―. ¿Qué pasa, Ozzy?
Está s de peor humor que nunca. No, tacha eso. Está s en el vacío. Un vacío raro, y me
está asustando.
Fue la verdadera preocupació n que trató de ocultar, sin lograrlo, lo que me hizo
responder en lugar de volver a gruñ ir.
―Só lo estoy fuera hoy.
Fuera. Esa fue una buena manera de decirlo. Fuera. No diezmado.
Ver a Emma esta mañ ana me había hecho polvo. Había pensado que podría
manejarlo. Que sería capaz de enfrentarme a ella con el mismo desapego con el que
me enfrentaba ahora a la mayor parte de mi vida. Qué broma.
KRISTEN CALLIHAN
La había mirado y todo el aliento había abandonado mis pulmones. Me había
quedado totalmente en blanco, sin saber qué decir o hacer. Estaba sentada en aquel
sofá , con una belleza sobrenatural que hacía que me doliera mirarla, con cada
centímetro de ella alejado y bloqueado. Había desaparecido la sonrisa descarada de
esos ojos azul oscuro. Atrá s quedaba cualquier sensació n de familiaridad. Sentí que
había perdido un miembro.
Y supe que había calculado mal. Mal.
No me había salvado de un posible desamor. Ya me había ido con esta mujer.
―Ella no se comió mi desayuno.
―¿Qué? ―Brommy arrugó la frente en señ al de confusió n.
Mierda. Lo había dicho en voz alta. Me froté el punto de dolor en el centro de mi
pecho. Sabía que mi corazó n estaba allí. Podía sentir cada latido doloroso. Pero seguía
sintiéndose frío y vacío.
―Emma ―grité. Diablos, incluso decir su nombre dolía―. Se negó a desayunar.
Brommy se sentó un poco má s recto.
―¿Tú haces los desayunos aquí?
Un gruñ ido agraviado salió de mi garganta.
―¿Quién creías que lo estaba haciendo? ―El hombre me había visto hornear. Por
el amor de Dios, yo había horneado para los chicos todo el tiempo. Hubo un período de
dos añ os en el que me llamaron Pastel, lo que no había sido divertido.
Brommy se encogió de hombros débilmente.
―La verdad es que no lo había pensado.
Experimenté un momento de incomodidad, preguntá ndome si era patético que
hubiera estado cocinando y horneando para todos. No lo habría hecho el añ o pasado.
Oh, todavía habría horneado; me relajaba. Pero no habría hecho mi trabajo de
alimentar a todo el mundo día tras día en cada comida.
Pero ahora, era algo para mantener mi mente aguda y fuera de las cosas que es
mejor ignorar. Desafortunadamente, eso no funcionaba cuando se trataba de Emma.
Pensaba en ella cada segundo que preparaba su desayuno. Puse todo mi
remordimiento y mis esperanzas en que ella estuviera bien.
Y lo había devuelto sin tocar.
Volví a frotarme el pecho. Era mi maldita culpa.
La tumbona de Brommy chirrió cuando se giró má s hacia mí.
KRISTEN CALLIHAN
―Bien, déjame entender esto. Está s mirando al fondo de la piscina porque hiciste
el desayuno para Emma y no se lo comió .
―No. No es por eso.
―Eres un mentiroso de mierda estos días, Oz. ―Se echó hacia atrá s, estirá ndose y
poniéndose có modo―. Se enrollaron en la boda, ¿eh?
―¿Qué? ―Me quejé. Mierda. No estaba pensando en eso. No podía pensar en la
suave piel de Emma, en la forma de su boca contra la mía. No. No pensar en eso, joder―.
¿Có mo diablos se te ocurrió eso?
Se encogió de hombros.
―No es una exageració n. Has estado jadeando tras ella; está claro que pensó
que eras ―hizo una mueca― atractivo. Las bodas son romá nticas, supongo. Al menos
parece que ponen a la gente cachonda.
―Jesú s.
―Y fue una noche de trabajo. Vamos, Oz. ―Sus ojos se llenaron de humor―. Soy
yo. Te conozco. Te la follaste y...
―Ni siquiera vayas por ahí, Brom. No me la he follado. Está bien. ―Maldita sea,
quería hacerlo. Debería haberlo hecho. Soy el hombre más estúpido de la tierra.
―Lo que tú digas. ―Volvió a encogerse de hombros―. Sí, tal vez es mejor decir
eso, si ella está rechazando su comida ahora. Debe haber sido... bueno, diablos, nos
pasa a todos en algú n momento.
―¿Qué es lo que nos pasa? ―Pregunté en voz baja.
Su sonrisa era amplia y malvada.
―Ya sabes. ―Levantó el dedo índice y luego lo hizo caer.
Lo miré fijamente. Con fuerza.
―Escucha, imbécil. No me quedé sin fuerzas. No tuvimos sexo porque... ―El calor
me subió por el cuello. ¿Por qué estaba hablando de esto con Brommy? Porque no
tenía a nadie má s. Y, por alguna razó n, necesitaba desahogarme. Hice rodar mis
hombros rígidos―. No había condones.
Hizo una pausa.
―Ah. Sin preparació n. Movimiento de novato, chico Ozzy.
―Estar preparado implica que esperaba algo.
―¿De verdad no lo hiciste? ―Parecía realmente desconcertado.
KRISTEN CALLIHAN
Resoplé con sentimiento.
―Lo creas o no, estaba tratando de mantener la distancia.
―Por qué diablos querrías mantener tu distancia con Emma Maron? ―Ahora
estaba casi apoplético.
Me pasé una mano por la cara y eché la cabeza hacia atrá s en la tumbona.
―No tengo ni puta idea, Brom. ¿Porque no es del tipo de mujer de una noche?
―No, no lo es ―aceptó de buen grado―. Ella es del tipo 'Oh, gracias a Dios que a
este le gusto. Voy a aguantar y esperar que nunca se dé cuenta de lo estú pido que soy.
―Gracias. Y esto viniendo del Sr. Nunca Comprometerse. ―Brommy había
intentado apoyarme en mi relació n con Cassandra, pero había sido bastante categó rico
al decir que era una mala idea declararse.
―Oye, nunca he dicho que nunca. Si encuentro una chica que me hace sonreír en
mis horas má s oscuras, voy a hacer todo lo posible para mantenerla.
Mi pecho se hundió . Emma era la ú nica persona que había conocido que podía
hacer eso por mí. El hecho de que Brommy obviamente lo supiera era un testimonio
de lo voluntariamente obstinado que había sido.
Había pasado toda mi vida trabajando para proteger a mis seres queridos o
viviendo para demostrar que era el mejor en mi deporte. Era una unidad autó noma.
No lo había querido de otra manera. Porque no había sabido lo que me estaba
perdiendo. No había conocido a Emma.
Tragué con dificultad.
―Le dije que era un error empezar algo. Que só lo está bamos tonteando.
―Imbécil. ―Lo dijo con simpatía.
Gruñ í de acuerdo.
―Tengo que ir a hablar con ella.
―Ella no está aquí. ―La voz de Sal nos hizo saltar a los dos.
―Jesú s ―gruñ ó Brommy―. ¿Có mo diablos te mueves tan silenciosamente?
―Añ os de escabullirse. ―Sal tomó asiento en el extremo de la tumbona vacía
junto a mí―. Así es mejor escuchar a escondidas.
―Me encanta que lo diga sin vergü enza ―me dijo Brommy.
Estaba a punto de aceptar, pero me quedé helado.
―Espera. ¿Qué quieres decir con que no está aquí?
KRISTEN CALLIHAN
Sal se golpeó una uñ a.
―Se fue. Esta tarde temprano.
―¿Se fue? ―Me senté con la espalda recta. La sangre se agolpó en mis oídos, los
latidos de mi corazó n se aceleraron―. ¿Se fue?
―Repetirlo no hará que sea menos cierto ―señ aló Sal de forma servicial.
―Sal.
―¿Qué? ―Batió sus pestañ as, y juré por Dios que estuve a dos segundos de
tirarlo a la piscina.
Debió ver esto, porque dejó escapar un suspiro exagerado.
―Se fue a Los Á ngeles el fin de semana para ver casas. Dijo que cuanto antes
encontrara una, antes podría dejar de molestar a Amalie.
―¿Las anteriores expediciones furtivas te dieron esa informació n? ―Preguntó
Brommy.
―No. Amalie me lo dijo. Nos lo contamos todo. ―Sal me dirigió una mirada
significativa.
Le devolví la mirada. Pero mi corazó n no estaba en ello. No, mi corazó n hacía lo
posible por salirse de mi maldito pecho o arrastrarse hasta mi garganta. Parece que no
puede decidirse.
Ella quería salir de aquí. Por mí.
¿Y por qué no iba a hacerlo, imbécil? Le dijiste que no estabas interesado en nada
real.
―Pero ya es real.
Brommy y Sal me miraron con preocupació n.
―¿Qué pasa? ―Preguntó Sal.
Me froté la cara.
―Nada. ―Levantá ndome de la silla, me puse de pie y giré el cuello, mi mente se
adelantó al juego, viendo el panorama general y todas las opciones de juego. Por una
vez.
―Sal ―dije―. Vas a poner en prá ctica esas habilidades furtivas.
Se inclinó hacia atrá s y me miró con frialdad.
―¿Ah, sí?
KRISTEN CALLIHAN
No me estaba engañ ando. Conocía al hombre, y lo tenía todo.
―Sí. Haz una maleta para Los Á ngeles. Pagaré tu habitació n.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veinticinco
Emma

―Todos los accesorios está n hechos a medida por artesanos locales ―señ aló
Remington, mi agente inmobiliario, por tercera vez mientras recorríamos la casa.
Hice un murmullo apropiado, sin que mi corazó n estuviera en ello, y seguí
caminando por la fría y elevada sala de estar, con los tacones chocando con fuerza en
los suelos de hormigó n vertido.
―Este lugar no es para ti ―dijo Tate, mi actual compañ era de compras
inmobiliarias, sin molestarse en bajar la voz―. Es demasiado frío.
―¿Frío? ―Las cejas rubias de Remington se alzaron en señ al de protesta―. ¡Mira
esta luz! Tienes el canal justo delante de tu puerta. ¿Sabes lo raro que es encontrar una
buena casa en el canal?
Está bamos en Venecia, buscando casas aquí porque Remington me dijo que era el
lugar para estar en Los Á ngeles. Tal vez lo era. Pero no pude entrar en la bú squeda.
Sentía la cabeza pesada y me dolían los hombros. Quería una bebida fresca y una
tumbona blanda en la que tumbarme.
¿Y tal vez darse un capricho con un bonito pastelito que le llene la boca de sabores
y le haga palpitar el corazón?
No. Eso no.
Agravada, pasé una mano por mi cabello, arrastrando los dedos por el cuero
cabelludo en un intento de devolverme algo de sangre a la cabeza.
―Tate tiene razó n. Esta no soy yo. Pero estoy agotada. Demos por terminado el
día.
Remington no estaba contento y disparó dagas a Tate cuando pensó que no
estaba mirando.
Pero Tate podía cuidar de sí misma. Le lanzó un beso perezoso y yo me mordí
una carcajada.
KRISTEN CALLIHAN
Tate era mi amiga má s antigua en Hollywood. Nos conocimos como novatas en
una audició n para un anuncio de cereales. Me rechazaron porque era "demasiado
rubia californiana" a pesar de haber nacido y crecido en Fairfax, Virginia, y demasiado
baja, a pesar de ser una de las actrices má s altas del grupo. Y mi sonrisa parecía una
invitació n al sexo. Tate se había reído mucho de eso. Hasta que le dijeron que era
demasiado pechugona pero le preguntaron si consideraría la posibilidad de teñ ir de
rubio su pelo negro como el cuervo.
Habíamos ido a comer para quejarnos y coincidimos en que los directores de
casting eran los má s puntillosos y despistados del negocio. En realidad no lo eran; con
el tiempo aprenderíamos que había actores mucho peores en este extrañ o y
desordenado negocio. Pero nuestro vínculo se había formado.
Ahora, Tate enganchó su brazo entre los míos cuando volvimos a entrar en el
hotel y nos vimos envueltos en el exuberante papel pintado de hojas de plá tano de
color verde kitsch.
―Ya encontrará s algo ―dijo, dá ndome un apretó n de apoyo mientras
encontrá bamos el camino por el jardín.
―Lo sé. Só lo estoy cansada. ―Abrí la puerta del extravagante bungalow que
había alquilado. Podría haberme quedado en una habitació n sencilla. Podría haberme
quedado con Tate. Pero estaba lamiéndome las heridas rodeá ndome de un lujo que
habría hecho que los jó venes pobres en efectivo me estremecieran de horror.
Tate dejó caer su bolso sobre la mesa auxiliar y se dejó caer en el sofá con un
suspiro.
―Hola, Marilyn ―dijo a la foto en blanco y negro de Marilyn Monroe―. ¡Estamos
en casa!
Yo también asentí con la cabeza a Marilyn y me acurruqué en el otro extremo del
sofá .
―¿Quieres llamar para tomar unos có cteles? ―Preguntó Tate, mirá ndome―. ¿O
tal vez ir a la piscina?
No piscinas. No estaba segura de cuá ndo volvería a pasar por una, pero hoy no.
―Estaba pensando en una siesta. ―Me quité los tacones y moví los dedos de
los pies.
Como no dijo nada, levanté la vista y descubrí que Tate me observaba con el ceñ o
fruncido.
―¿Está s bien? ¿Es el espectá culo?
KRISTEN CALLIHAN
Tate era la ú nica amiga a la que le había contado lo del hacha. Bueno, aparte de
Amalie, Tina y Lucian. Aparté su nombre de mi mente. O lo intenté.
―Estoy bien ―mentí―. Y no es el espectá culo. Bueno, en realidad no. He calmado
esas preocupaciones. ―Porque un hombre rudo y hermoso me abrazó en la oscuridad
y me dijo que estaba bien llorar.
Se me apretó el pecho y me aparté, mirando a ciegas la expresió n sensual de
Marilyn. Alguien me dijo una vez que ser una estrella es brillar sola en el cielo
nocturno. Siempre admirada, siempre sola. Me había reído de eso. ¿Por qué no podía
tenerlo todo?
Se me nubló la vista y me pellizqué el puente de la nariz.
―Yo só lo...
Una vibració n a mis pies me interrumpió cuando apareció un texto en mi
teléfono.
Como no quería romper a llorar en el hombro de Tate, saqué el teléfono del
bolso.
Sal: ¡¡No puedo creer que te hayas ido a Los Ángeles sin mí!!
Sonriendo, negué con la cabeza y respondí con un golpecito.
¿Quién es y cómo ha conseguido este número?
Hubo una ligera pausa.
¡Emma, malvada! Y pensar que iba a hablarte del vestido de baile vintage de
Dior de los años 50 en seda azul hielo que he encontrado. ¡En tu talla!
Me envió una foto del vestido y respiré con fuerza. Era precioso.
―¡Mierda! ―Exclamó Tate, que era extremadamente entrometida en los mejores
días y se había inclinado para mirar por encima de mi hombro―. Quién es Sal, y si no
quieres ese vestido, dile que yo sí.
La aparté con una carcajada.
―Es el asistente y modista de Amalie. Es un encanto y un experto en todo lo
relacionado con la moda. ―Le había contado a Tate todo sobre la estancia con Amalie.
No le había hablado de Lucian. No podía. Todavía no.
Só lo pensar en él ahora hacía que se me borrara la sonrisa. Lo echaba de menos.
Maldita sea, no debía echar de menos a un hombre que apenas conocía.
Pero sí lo conocía. No por el tiempo, sino por la profundidad de su cará cter. Me
sacudí y respondí a Sal.
KRISTEN CALLIHAN
¡Perdó name, Sal! ¡O nunca me lo perdonaré! :)
Sal: Sólo quieres el vestido.
Sí. Pero supongo que tú vienes con el vestido.
Sal: ¿Es una insinuación, querida Emma?
Resoplé.
Buen intento, Sally.
Sal: :P Ya he comprado el vestido. Es tuyo.
¡¡¡Te quiero, Sal!!!
Miré a Tate.
―Estoy consiguiendo el vestido.
―¡Perra! ―Hizo un mohín por un segundo, y luego me golpeó con el dedo del
pie―. ¿Cuá ndo voy a conocerlo?
Sal envió otro mensaje antes de que pudiera responder.
Sal: Entonces, ¿dónde te alojas? Por favor, dime que es fabuloso. Déjame
vivir a través de ti.
Entonces te gustará esto. Bungalow en 1el Hotel Beverly Hills.
Sal: ¿¡El MARILYN!? ¿Sin mí?
Me reí y le mostré a Tate el texto.
―Oh, me gusta este tipo ―dijo.
―A mi también. ―Me gustaba todo el mundo en Rosemont. Una punzada de algo
que se parecía alarmantemente a la nostalgia me recorrió . Tomé aire y lo solté
lentamente. No podía encariñ arme.
Sal volvió a enviar un mensaje de texto.
Sal: ¡Dime que vas a salir a la ciudad y a divertirte!
Ah. No. Podría arrastrar mi trasero hasta el salón para cenar, pero eso es
todo.
Sal: ¡Aburridaaaaaa!
Esa soy yo. ¡Ahora a dormir la siesta!
Me pregunté brevemente si se burlaría de mí por eso, pero no lo hizo.
Duerme bien, bella Emma.
KRISTEN CALLIHAN
Y me dolió . Porque quería escuchar esas palabras de otra persona. Quería hablar
con él.
Só lo quería... a él.
―Tiene razó n. Eres aburrida. ―Tate me empujó de nuevo con su dedo del pie, y
yo lo aparté de un manotazo.
Ella hizo un ruido de protesta.
―Vamos a salir.
―No. ―Dejé el teléfono―. No puedo. Yo . . . ―Mi voz se entrecortó y se apagó .
La mirada de Tate se agudizó .
―Algo está pasando contigo. Dímelo.
Tenía en la punta de la lengua negarlo. Pero las palabras surgieron sin mi
permiso.
―Oh, ¿por dó nde empezar?
―El principio.
―Creo que necesitaremos bebidas para eso.
Ya se dirigía al minibar.
―En ello.
Y así derramé mi corazó n. Pero no me hizo sentir mejor.

***

Finalmente, Tate me arrastró hasta el saló n y acabamos en el patio, metidos en


un rincó n privado medio oculto por los ficus en maceta.
Tate nos pidió una bandeja de ostras y dos gimlets fuertes.
―¿Qué, no hay bebidas afrutadas? ―Me burlé.
―Esta es una noche de ginebra y oso ―dijo Tate con cara seria.
Hice un falso sonido de ná useas.
―Odio tus juegos de palabras.
―Los amas.
KRISTEN CALLIHAN
Llegaron nuestros có cteles. Tate se sacudió el pelo largo de los hombros y respiró
con fuerza. Rodeada de estuco rosa y muebles blancos de hierro forjado, parecía una
Rita Hayworth moderna.
―Por las buenas bebidas y una noche sin hombres.
―Amén.
―¿Emma?
Las dos nos quedamos paralizados al oír esa voz masculina tan familiar. Y se me
cayó el estó mago.
―Oh, por el amor de Dios ―dijo Tate, mirando a nuestro intruso.
No miré fijamente, sino que puse mi mejor cara de "estoy feliz y perfectamente
bien".
Porque Greg, el cabró n tramposo de la polla doblada, estaba delante de mí.
―¿No está s seguro? ―Pregunté.
La cara de Greg se arrugó por la confusió n.
―¿No estoy seguro de qué?
―Si soy Emma.
Ladeó la cabeza. Greg nunca había sido muy bueno con ningú n tipo de juego
verbal.
―Por supuesto que sé que eres Emma.
―Lo has formulado como una pregunta. ―Se me ocurrió entonces que había
bromeado con Lucian de manera similar cuando nos conocimos, y él lo había captado
enseguida.
Maldita sea, no voy a suspirar por él.
Miré al imbécil que había intentado romperme el corazó n hace un mes mientras
se rascaba la nuca, con un aspecto claramente inquieto. Era de esperar que me
encontrara con él. Jugaba en los Rams, así que, a menos que estuviera en los partidos
fuera de casa, estaría merodeando por algú n lugar de la ciudad. De cuatro millones de
personas. Maldita sea, ¿por qué tenía que encontrarme con él?
―Me sorprendió . ―Enderezó los hombros. Tenía unos bonitos, lo reconozco―.
Me alegro de verte.
―No puedo decir lo mismo.
KRISTEN CALLIHAN
Tate resopló en su gimlet. Le lancé una mirada divertida y luego volví a centrar
mi atenció n en Greg con una expresió n anodina. Podía ser una adulta.
―¿Ya has encontrado un nuevo lugar?
Había contratado a alguien para que trasladara todas mis cosas de su casa, pero
él había enviado una rá faga de mensajes insistiendo en que si ya no vivía allí con él,
tampoco podría soportarlo. Mi empatía era nula.
―No. ―Su boca se torció , y me miró con demasiado cariñ o para sentirse
có modo―. Parece que no puedo encontrar nada que se sienta bien.
―Bien. Bueno. ―Levanté mi vaso―. Que tengas una buena noche.
Ya ves. Madura.
Ahora, vete a la mierda, Greg.
Frunció el ceñ o. No es una mierda.
―¿Está s aquí con alguien?
―Estoy sentada junto a ella ―exclamó Tate exasperada.
Le lanzó una breve mirada y luego se centró en mí, sacando el amuleto.
―Mira, Emma. Tenemos que hablar.
Solía derretirme por esa sonrisa dulce y despreocupada. Debe haber sido el
hoyuelo. Greg tenía un gran hoyuelo. Só lo en una mejilla. Si le añ adimos el pelo
castañ o y los ojos azul aciano, parecía honesto y amable. Cuando en realidad era un
gran mentiroso, tramposo...
Me mordí el interior del labio y le miré con frialdad. O al menos eso esperaba.
―Sí, no me interesa tener una charla. Así que... ―Hice un movimiento para
espantarlo.
―Vamos, cariñ o. Hemos vivido juntos durante un añ o. No podemos terminar las
cosas así.
¿Así? É l había terminado las cosas metiendo su polla dentro de otra vagina. Pero
da igual.
Realmente no quería entrar en esto. No en pú blico, donde Dios sabía quién
podría estar tomando fotos o grabando. Nunca, en realidad. Nada de lo que pudiera
decir me haría desearlo. Incluso escuchar su explicació n requeriría demasiado
esfuerzo.
KRISTEN CALLIHAN
El problema era que claramente no aceptaba un no por respuesta, lo que
significaba que tenía que sacarlo de aquí y regañ arlo en la privacidad de mi bungalow.
El cual estaría contaminado con su presencia. Maldito sea todo.
―Guá rdame unas ostras ―le dije a Tate con un suspiro.
Su expresió n se torció .
―No vas a hablar con este grano de pene, ¿verdad?
―¿Grano de pene? ―Greg puso con el ceñ o fruncido.
―Eres todo eso y má s ―espetó Tate.
Apoyé mi mano en su brazo.
―Quiero hacer esto en privado.
Su mirada recorrió mi rostro, buscando si realmente estaba bien, y la apreté para
tranquilizarla.
―Vuelvo enseguida.
―De acuerdo. Pero si te da algú n disgusto... ―Se interrumpió con una mirada
significativa a Greg, que puso los ojos en blanco.
Recogiendo mi bolso, me levanté y salí a propó sito del rango de contacto de Greg.
―Vamos, grano. ―No le esperé, sino que salí con una elegante zancada de "tengo
el control total".
―Escucha, Emma...
―Ni una palabra ―interrumpí mientras nos dirigíamos por el apartado camino
del jardín hacia mi bungalow―. No voy a hacer esto hasta que estemos en total
privacidad.
―Bien.
El pequeñ o bungalow de estilo españ ol, de color rosa crepuscular, estaba justo al
lado del camino y tenía una amplia entrada de baldosas de terracota que conducía a la
puerta principal. Me lo esperaba. No esperaba que Lucian Osmond estuviera allí.
Bañ ado por el resplandor dorado de las luces del porche, también parecía
sorprendido, como si lo hubieran atrapado, pero entonces me di cuenta de que estaba
mirando a Greg a mi lado.
Demasiado sorprendida para procesar otra cosa que no fuera él en mi puerta,
con sus habituales vaqueros y un jersey de punto fino de color oliva contra el fresco de
la noche, só lo pude quedarme boquiabierta.
KRISTEN CALLIHAN
Entonces su mirada se fijó en la mía, y la emoció n se disparó a lo largo de mi piel,
caliente y aguda. Mi corazó n se hinchó , dio un vuelco y se agitó .
―Em.
Dios, su voz. Cada vez que la oía, mis rodillas se debilitaban un poco. Aspiré un
poco de aire.
―Está s aquí.
No apartó la mirada.
―Sí.
―¿Luc Osmond?
Greg. Me había olvidado de él.
―¿Oz?
La boca de Lucian se aplanó .
―Sí.
Greg pasó junto a mí y se acercó a Lucian.
―Greg Summerland. Eres una bestia en el hielo, hombre.
No debería haber comparado a los hombres, pero no pude evitarlo. Ambos eran
de una altura similar y tenían una anchura de hombros parecida. La complexió n de
Greg era un poco má s gruesa en el torso, lo que sabía que prefería, dada la cantidad de
golpes que recibía cada temporada. El cuerpo de Lucian era má s delgado, sus
mú sculos estaban cortados con una precisió n que sospechaba provenía del constante
trabajo físico fuera del hockey.
Pero se trataba má s bien de la forma en que se movían. Greg se movía con
lentitud, como si quisiera asegurarse de que todo el mundo le miraba. Mientras que
Lucian poseía una gracia fluida, una pantera al acecho. Podía moverse con la rapidez
de un rayo si quería, pero la mayor parte del tiempo simplemente fluía. Con
arrogancia.
Se enfrentaron, Greg con su mirada expectante de "vamos a intercambiar
cumplidos" que tenía alrededor de otros atletas famosos, y Lucian con su sombría
reserva.
Greg le tendió la mano, pero Lucian la miró como si fuera tierra. Sus ojos verdes
como el invierno se acercaron a los de Greg, pero no intentó estrecharle la mano. En
su lugar, dirigió su atenció n hacia mí.
―¿Es un mal momento?
KRISTEN CALLIHAN
Sabía lo que estaba preguntando. ¿Quería a Greg aquí? ¿Que volviera con él?
Se me hizo un nudo en la garganta. Lo echaba de menos. Só lo había pasado un
día y lo echaba de menos. Estaba tan jodido.
―Greg ya se iba.
Greg, que aparentemente se había olvidado de que yo estaba allí ante el gran Luc
Osmond, volvió a azotar hacia mí.
―Íbamos a hablar.
―¿Sabes qué? Ahora mismo se me han ido las ganas. ―Incliné la cabeza hacia el
camino.
―¿Está s con Oz ahora? ―Preguntó , incrédulo. Luego negó con la cabeza antes de
que pudiera responder―. Supongo que tienes un tipo.
Mis dientes traseros se encontraron con un chasquido.
―A menos que te refieras a un hombre, Lucian no se parece en nada a ti.
Lucian gruñ ó . Lo conocía lo suficientemente bien como para entender que ese
tono en particular significaba sorpresa. Sin embargo, no podía mirarlo, todavía no.
Tenía que lidiar con un ex cada vez má s autoritario.
―No vamos a hacer esto. Por favor, vete, Greg.
Dado que Lucian lanzaba una mirada de advertencia que ni siquiera Greg podía
pasar por alto, y yo no cedía, dejó escapar un suspiro.
―Bien. Te llamaré má s tarde.
―Me gustaría que no lo hicieras.
No respondió , pero se detuvo a mi lado, se inclinó y me dio un beso en la
mejilla antes de que pudiera alejarme.
―Hasta luego, Emma.
Mantuve la mirada fija en Lucian, con el corazó n latiendo errá ticamente contra
mi pecho. É l me devolvió la mirada, con una expresió n tensa e intencionada. Me
encontré avanzando.
En cuanto lo hice, Lucian bajó las escaleras para encontrarse conmigo a mitad de
camino. Nos detuvimos a un metro de distancia el uno del otro. Percibí el olor de su
piel, azú car quemado y chocolate agridulce; había estado horneando de nuevo. Podía
sentir el calor de su cuerpo. Quería apretarlo, absorberlo.
Me quedé quieta y busqué en su rostro. No me dio nada, me miró fijamente con
una expresió n solemne. Cuando habló , su voz profunda sonó má s á spera.
KRISTEN CALLIHAN
―¿Te parece bien que esté aquí ahora mismo? Podría volver. ―Lo dijo como si
forzara la oferta a través de sus labios. Pero lo dijo. Lucian nunca me obligaría a hacer
algo que no quisiera.
Mi sonrisa era acuosa, débil y fugaz.
―Me alegro de que estés aquí. Greg estaba siendo un pesado por querer hablar, y
yo estaba tratando de deshacerme de él lo antes posible.
Lucian dejó escapar un rá pido y audible suspiro. Só lo entonces me di cuenta de
que llevaba una pequeñ a caja blanca en la mano. Yo conocía esas cajas. Había traído un
pastelito.
La esperanza se enfrentó a la cautela. Me preparé para lo peor y esperé lo mejor.
―¿Quieres entrar?
Todavía no había quitado sus ojos de mi cara.
―Sí.
La simple declaració n hizo que mi corazó n diera un vuelco en mi pecho. Me
limité a asentir y me dirigí a la puerta, fingiendo que no temblaba por dentro de los
nervios y la necesidad. Saqué mi teléfono y le envié un mensaje rá pido a Tate, luego lo
puse en silencio antes de que ella tuviera la oportunidad de responder con un aluvió n
de preguntas.
―Mi amiga me estaba esperando en el saló n ―expliqué, dejá ndonos entrar.
Frunció ligeramente el ceñ o.
―¿Quieres volver a encontrarte con ella? No te he avisado exactamente. ―Tan
cuidadoso. ¿Se arrepintió de haber venido?
―No. Ella vive cerca. ―Entré en el bungalow. La casa había sido revisada, y las
lá mparas se habían dejado encendidas en lugares estratégicos para dar al espacio un
suave resplandor romá ntico.
Lucian se detuvo en el centro de la pequeñ a sala de estar, con sus anchos
hombros tensos y su postura sobre las puntas de los pies como si fuera a salir
corriendo. Y me di cuenta de lo nervioso que estaba. Curiosamente, a mí me hizo estar
menos nervioso.
―¿Quieres un trago?
―No. ―Se miró la mano y frunció el ceñ o, como si le sorprendiera encontrarse
con la caja en la mano―. Esto es para ti.
La sostuvo, lo que significaba que tenía que acercarme.
KRISTEN CALLIHAN
―Gracias. ―Sentí los dedos entumecidos cuando tomé su ofrenda. La caja parecía
extrañ amente ligera, lo que despertó mi curiosidad, pero no la abrí. La dejé en el suelo
y me encontré con la mirada preocupada de Lucian.
―Hiciste que Sal me encontrara, ¿no? ―Pregunté cuando la idea me vino a la
cabeza.
Me entendió perfectamente, y una pequeñ a sonrisa iró nica tiró de su expresiva
boca.
―Lo hice.
―Só lo dime una cosa ―dije con la debida seriedad―. ¿Todavía voy a tener ese
vestido? ¿O tengo que matarlos a los dos?
La verdadera sonrisa de Lucian se liberó .
―Sigues teniendo el vestido.
Mi sonrisa de respuesta se extendió como la luz del sol por mis venas.
Lucian aspiró con fuerza.
―Echaba de menos esa sonrisa.
No iba a hacerme llorar.
―Só lo ha pasado un día.
―¿Sí? ―Se acercó má s.
―Medio día como mucho ―balbuceé, con el corazó n latiendo frenéticamente.
Siguió viniendo, con ojos de jade cá lidos pero preocupados.
―Ha parecido un añ o.
―Lucian...
Se detuvo a poca distancia. Tan cerca que tuve que inclinar la cabeza para
encontrar su mirada. El remordimiento llenó la suya.
―Quería protegerte. Quería protegerme a mí. ―Su mano se levantó y se quedó
flotando, como si quisiera tocarme la mejilla pero no se atreviera todavía―. Pero era
demasiado tarde.
―¿Demasiado tarde? ―Mi mente se había quedado en blanco en el momento en
que se había acercado.
―Sí ―roncó , con la punta de su dedo recorriendo el borde de mi sien―. Para mí,
al menos. Me empezó a doler en el momento en que te dejé ir, y no he dejado de
hacerlo.
KRISTEN CALLIHAN
Mis pá rpados se cerraron cuando las palabras me inundaron. Pero su rechazo me
había quemado demasiado como para proceder sin precaució n.
―¿Por eso has venido aquí?
―Vine a preguntarte si considerarías estar conmigo. Por el tiempo que tengamos.
Só lo estar conmigo.
Me balanceé, deseando tanto apoyarme en él.
―¿A pesar de que nuestras situaciones no han cambiado?
―Sí. ―Bajó la mano pero no se apartó ―. Esto es real para mí. No estoy jugando.
Me gustas. Mucho. Te deseo tanto que me duele. Y eso me asustó mucho. ―Buscó en
mi cara mientras su tono se volvía serio―. Fue tan rá pido, tan fuerte, que entré en
pá nico, Em.
Un suave pulso de sentimiento me recorrió .
―¿Crees que no tengo miedo? Acabo de salir de una relació n de mierda con Greg,
el grano de pene.
―¿Un grano en el pene? ―Repitió , luchando contra una sonrisa aunque el aire
entre nosotros seguía tenso por la incertidumbre.
―Sí. Y acabas de terminar con Cassandra la imbécil.
―Reconozco que Cassandra me ha hecho má s dañ o de lo que pensaba. Es
inquietante darse cuenta de que alguien estuvo conmigo só lo por la fama, y yo ni
siquiera me di cuenta ni me importó . ―Hizo una pequeñ a mueca―. Me hizo reevaluar
todas mis interacciones con las mujeres.
No lo culpaba por ello. Greg también había hecho un nú mero en mí. Lo peor de
que alguien destruyera tu confianza era que se hacía má s difícil dá rsela a alguien
nuevo.
―¿Y aú n así quieres probar esto? ―No estaba segura de por qué seguía
insistiendo en ello. Hacía tanto tiempo que quería hacerlo. Una parte de mí gritaba que
se callara. Pero quería que estuviera seguro.
―Sí, Emma, lo sé.
Un hipo me levantó el pecho. Me gustaban esas palabras. Mucho.
―¿Aunque podamos fracasar estrepitosamente?
―¿Te perdiste la parte en la que dije que me dolía por ti? ¿Que hoy se sentía
como un añ o? Em... eres la primera persona que me ha hecho sonreír desde que me
retiré. Incluso si todavía estuviera jugando al hockey, te querría. Estoy vivo de una
KRISTEN CALLIHAN
manera que no había estado antes. Mi mundo es má s brillante, má s real, cuando tú
está s en él. Fui un tonto al...
Me metí en su espacio y rodeé su cintura con mis brazos.
―Yo también te he echado de menos. Hoy ya es mejor ahora que está s aquí.
―Demonios. ―Me atrapó en un abrazo tan fuerte que lo sentí en mis huesos. Pero
no me importó . Su boca se pegó a la parte superior de mi cabeza, e inspiró antes de
dejarla salir en una exhalació n estremecedora―. Gracias.
―¿Por qué? ―Pregunté contra el calor de su pecho.
Unos largos dedos se enroscaron en mi pelo y me hizo retroceder para
sonreírme.
―Por ser tú .
Entonces me besó . Suave, reverente, una disculpa. Y me sentí tan bien que me
levanté sobre los dedos de los pies, lanzá ndome al beso. Con un pequeñ o gruñ ido, se
enganchó rá pidamente, su cabeza se inclinó para besarme má s profundamente.
Nuestras lenguas se tocaron, una primera cata. Toda nuestra cuidadosa reserva se
derritió y fue sustituida por toques, lametones y pellizcos tensos.
Mi cuerpo recordó lo mucho que le gustaba el beso de Lucian, su sabor, y entró
en hiperconciencia, el calor me inundó en una ola que me hizo gemir dentro de su
boca. Lucian apretó los pliegues sueltos de la parte trasera de mi vestido, y su otra
mano grande me acarició la mejilla, moviéndome hacia donde quería, dando largos
tirones codiciosos a mi boca.
―Dime que esta vez tienes un maldito condó n ―le supliqué contra sus labios.
Se apartó para encontrarse con mis ojos. Con el pelo revuelto y los labios
hinchados, parecía casi aturdido.
―Yo. . .
―Si dices que no ―advertí, robando un rá pido y desordenado beso con la boca
abierta―, podría matarte.
Una risa baja retumbó en su pecho y, de repente, me levantó , con un brazo bajo
mi trasero y el otro asegurando mis hombros. Su sonrisa era dulce y sensual.
―No quería parecer presuntuoso, pero ya que la muerte está en juego, sí, tengo
condones.
Rodeé su cintura con mis piernas.
―Entonces llévame a la cama, Brick. Ha sido un largo día.
KRISTEN CALLIHAN
―Un añ o ―murmuró , sonriendo y besando mi boca mientras se apresuraba
hacia el dormitorio―. Quizá má s. Me pareció una eternidad, Em.
Sí, fue algo así.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veintiseis
Emma

Pensé que sería rá pido, frenético. Pero en cuanto entramos en la fresca


tranquilidad del dormitorio, Lucian me dejó en el suelo. Su mirada feroz se mantuvo
en mí mientras se quitaba los zapatos.
―Ahora los tuyos ―dijo, con voz profunda y ruda.
Yo imité sus acciones, quitá ndome las sandalias de tacó n sin apartar la vista de
él. Una pequeñ a sonrisa se dibujó en los bordes de sus labios mientras se llevaba la
mano a la nuca y agarraba el cuello de su jersey para quitá rselo. Pero cuando me
dispuse a levantarme el top, levantó una mano para impedirlo.
―No. Quiero hacerlo. ―Se acercó a mí, deteniéndose tan cerca que pude sentir el
calor de su suave piel. Finos pelos oscuros espolvoreaban su pecho, coqueteaban
alrededor de las rígidas puntas de sus pequeñ os pezones.
Contemplando la hermosa extensió n de fuerza masculina, me encontré
balanceá ndome hacia él, con la necesidad de besar, tocar, acariciar ardiendo de forma
pura a través de mis miembros.
Su mirada era algo vivo, que se deslizaba como seda líquida por mi piel
sensibilizada. Respiraba hondo y tranquilo, pero el pulso agitado en la base de su
garganta lo delataba. Con infinito cuidado, pasó las puntas de sus dedos por el borde
erizado de mi camisa, de un lado a otro, jugando con la tela.
Observó los movimientos con una silenciosa absorció n, como si necesitara
presenciar lo que me estaba haciendo. Sus dedos se deslizaron por debajo del top y mi
respiració n se entrecortó . Cuando levantó la mirada hacia la mía, casi sonrió , y el gesto
se detuvo cuando encontró mi pezó n y lo frotó en un círculo perezoso.
El calor me recorrió , tan fuerte que mis rodillas se debilitaron. Gimiendo, me
agarré a su brazo para estabilizarme.
―Te tengo ―dijo, rodeando mi cintura con un brazo.
KRISTEN CALLIHAN
Pero no frenó en su empeñ o. Su mano amasó ligeramente mi pecho mientras su
cabeza bajaba. Unos labios suaves recorrieron la sensible piel de mi cuello. Me sujetó
allí, con la mano acariciá ndome la nuca, mientras me daba un prolongado beso en el
tierno hueco de la garganta.
―¿Có mo lo quieres, Em? ¿Lento y fá cil? ―Me pellizcó el pezó n―. ¿Rá pido y duro?
Me incliné hacia él, presioné mis labios contra la só lida curva de su hombro.
―Lo quiero todo. Todo.
Lucian gruñ ó .
―Buena respuesta.
Nuestras bocas se encontraron, el beso era urgente y envolvente. Lo sentí en mis
muslos, a lo largo de la parte baja de mi espalda, en la palpitació n entre mis piernas.
Me besó como si lo quisiera. Como si fuera todo lo que quería. Y yo le devolví el beso,
amando su sensació n y su sabor. Amando que fuera mío para besarlo.
―Te necesito, Em. ―Sus dedos se aferraron a mi cintura, se aferraron, su boca se
amoldó a la mía―. Te necesito.
Con un há bil movimiento, me levantó la camisa y me quitó la falda, y volvió a
capturar mis labios mientras avanzá bamos hacia la cama. Lucian se sentó en el borde
de la cama con un gruñ ido, y sus grandes manos me agarraron por las caderas para
meterme entre sus muslos.
La mirada de Lucian se encendió con calor cuando se deslizó hacia mis pechos
desnudos. Lentamente, arrastró sus dedos hacia arriba, con una voz grave y á spera.
―Probablemente esté mal que sueñ e con esto.
Solté una carcajada, pero se cortó cuando se inclinó hacia mí y me besó
ligeramente la punta del pezó n. Mis manos se metieron en su pelo, sujetá ndolo
mientras me besaba una y otra vez, abriendo un poco su boca para apenas chupar. Era
el peor tipo de provocació n. La mejor.
Un cá lido aliento recorrió mi piel.
―Sueñ o contigo todas las noches, Em. Sueñ o febrilmente con desearte. ―Su gran
mano me tomó el pecho y lo levantó para poder lamerlo a su antojo.
La cabeza se me puso ligera, el deseo se enroscaba en mechones de calor a través
de mi vientre. Me mantuvo allí, lamiendo y chupando, atormentando mis pezones
doloridos. Cada movimiento de su boca tiraba de algo en lo má s profundo de mi
sexo, lo hacía palpitar, hacía que mis entrañ as se apretaran dulcemente.
KRISTEN CALLIHAN
Lentamente, sus manos bajaron hasta mis caderas, recorriendo mis bragas antes
de bajarlas. Me miró , incluso cuando su mano se introdujo entre mis muslos. Sus ojos
verdes como el hielo brillaban.
―Nunca he deseado a nadie tanto como a ti. ―Las callosas puntas de sus dedos
se deslizaron por mi sexo hinchado y resbaladizo―. Ahora que te tengo, no sé por
dó nde empezar.
Mis pá rpados se agitaron, las manos se aferraron a sus hombros mientras él se
frotaba hacia adelante y hacia atrá s.
―Justo ahí funciona para mí.
Su sonrisa era pecado y promesa.
―¿Te gusta eso, cariñ o?
―Sí.
Jugó con la entrada de mi sexo, deteniéndose allí para empujar lo suficiente para
que lo sintiera, para que lo deseara.
―¿Qué tal aquí?
―Es... ―Se me cortó la respiració n. Empujó hacia dentro, con unos dedos largos y
fuertes que me llenaron.
―¿Es qué? ―murmuró en tono sombrío, con esos talentosos dedos follá ndome
lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. El extremo romo de su pulgar
encontró mi clítoris hinchado y lo rodeó .
Volví a gemir, cayendo contra él, mis brazos rodeando su cuello.
―Tan jodidamente bueno.
Hizo un ruido, posesivo y codicioso, su boca encontró mi pezó n, sus largos dedos
empujando dentro de mí.
―Dios, eres perfecta. Tan perfecta para mí.
El leve rizo de sus dedos tocó un punto, y eso fue todo. Me corrí en oleadas,
temblando, con el calor inundá ndome. Sus ojos me sostuvieron mientras me
persuadía, sacando mi placer.
Con un gemido que sonó casi doloroso, Lucian se deslizó hasta el suelo, con sus
anchos hombros metiéndose entre mis piernas. Me agarró los muslos con sus grandes
manos para mantenerme firme. Y entonces, con un gruñ ido impaciente, se inclinó
hacia mí y me besó el clítoris palpitante. Lo besó como besaba mi boca, con avidez y
profundidad, lamiendo y chupando, mordisqueando con labios firmes.
KRISTEN CALLIHAN
Volví a gritar, con las rodillas tan débiles que tuvo que sostenerme. Me comió
como si fuera un postre, lamiendo mi raja antes de introducir su lengua en mi interior.
No pude soportarlo. Era demasiado. Me corrí de nuevo, retorciéndome contra su
boca.
―Eso es ―dijo entre besos frenéticos―. Eso es, Em. Trabaja ese dulce coñ o en mi
boca.
Oh, diablos.
Me arrugué, desprendiéndome antes de caer sobre su regazo. Apreté la gruesa
columna de su nuca y lo besé, aspirando su aliento mientras gemía y me devoraba.
Lucian se levantó , llevá ndome con él. Volvimos a caer en la cama y me moví hacia
un lado, con las manos tanteando sus vaqueros, intentando bajá rselos. La caliente
longitud de su polla cayó en mi palma y la sujeté con firmeza, acariciá ndola como
sabía que le gustaba.
―Joder. ―Sus caderas se sacudieron―. Déjame...
Sus manos se enredaron con las mías y trabajamos para quitarle los vaqueros.
Una vez libres, estuve a punto de tirarlos de la cama, pero él los tomó en el ú ltimo
segundo y sacó un largo paquete de condones del bolsillo.
Su sonrisa fue breve, pero amplia y agradable, y me encontré riendo suavemente.
Hizo una pausa, y su mirada recorrió mi rostro.
―Joder, eres muy hermosa, Em.
Unas simples palabras que llegaron a lo má s profundo de mi corazó n. En cuanto
puso el preservativo sobre su gruesa longitud, lo atraje hacia mí, queriendo sentir su
fuerza y su peso sobre mí. Quería estar rodeada de él.
La caliente corona de su polla se clavó en mi sexo, y ambos nos detuvimos,
chocando nuestras miradas.
―Em.
Sabía a qué se refería. Esto se sentía diferente. Esto se sentía como algo má s que
sexo.
No apartó la mirada mientras empujaba lentamente dentro de mí, con toda esa
circunferencia caliente que se sentía como en casa.
Gemí y abrí má s las piernas, trabajando con él. Era grande. Y allí. Y se sentía tan
bien que apenas podía respirar.
Lucian bajó la cabeza, temblando por el esfuerzo de ir despacio.
KRISTEN CALLIHAN
―Dios. Dios. Te sientes... ―Se interrumpió con un gemido torturado y una fuerte
embestida, llená ndome por completo.
Cerré los ojos y mis manos recorrieron su espalda hú meda.
―Tan bueno, Lucian. Tan bien. ―Eso era todo lo que necesitaba. Moviéndose
como un líquido, se balanceó dentro de mí, besando mi boca, susurrando lo mucho que
necesitaba esto, lo mucho que me deseaba. Me volví incandescente con él, el calor
lamiendo a través de mí en oleadas.
Lucian follaba como lo hacía casi todo, con perfecta delicadeza y feroz
determinació n. Con contoneo. Pronto los dos jadeá bamos, nos movíamos má s rá pido,
alcanzando ese punto á lgido pero queriendo prolongarlo.
―No quiero que se acabe ―dijo contra mi boca. Pero entonces inclinó sus
caderas, golpeando ese punto que me encendía y me hacía gritar.
No hubo má s delicadeza, ni má s dilatació n. Só lo el celo bá sico, follando el uno al
otro como si pudiéramos morir y no tener otra oportunidad. Y cuando se corrió , me
quedé mirá ndolo, con esos mú sculos tensos, sus ojos verdes como el invierno
brillando de lujuria y sorpresa, como si no pudiera creer lo bueno que era.
Yo tampoco podía, porque nunca había sido así.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veintisiete
Emma

―Dios, lo necesitaba.
Tumbada contra el hú medo pecho de Lucian, sentí có mo su cuerpo se contraía
por la sorpresa justo antes de que una sonora carcajada brotara de él, haciendo
temblar la cama. Sonreí contra su piel y me acurruqué má s. Para tener un cuerpo tan
duro, era maravillosamente có modo de abrazar.
Con una amplia sonrisa, se giró hasta que estuvimos frente a frente. Sus ojos
invernales eran cá lidos ahora, y su sonrisa creció .
―Oh, lo hacías, ¿eh?
Incapaz de dejar de tocarlo, pasé mis dedos por la elegante línea de su clavícula.
―Pareces sorprendido. ¿Dudas de tu capacidad para complacerme, Brick?
Rá pido como un rayo, capturó mi mano y me mordió las yemas de los dedos.
Grité, aunque no me dolió , y él volvió a sonreír.
―Si hubiera fallado, me habría esforzado má s la pró xima vez.
Me acerqué má s, y el roce de mis pechos con los suyos hizo que un exuberante
escalofrío recorriera mi cuerpo.
―Qué dedicació n tan desinteresada.
La mirada de Lucian se volvió somnolienta mientras su mano se deslizaba por mi
hombro para acariciar mi cuello.
―Dalo todo, o vete a casa.
―Buen lema. ―Rastreé la elevació n de sus bíceps. Señ or, pero el hombre tenía
bonitos brazos, musculosos sin ser odiosos.
Canturreó de acuerdo.
―La prá ctica hace la perfecció n y todo eso.
Cuando me reí, me atrajo completamente contra él. Piel con piel.
KRISTEN CALLIHAN
Su voz bajó un registro.
―Yo también lo necesitaba. ―Besos ligeros pero persistentes me salpicaron la
sien, la mejilla. Me rodeaba, cá lido y firme, con un aroma a azú car quemado y a sexo
almizclado.
Cerré los ojos y rodeé su cuello con el brazo. Mi lengua pasó por encima de la
dura tapa de su hombro para saborear un poco de su piel salada. Lucian se estremeció ,
zumbó en lo má s profundo de su garganta.
―Dame cinco minutos ―raspó , acariciando mi pelo―, y practicaremos un poco
má s. "
―Cinco minutos? ―Me burlé, con una voz lenta como la miel.
―Mujer ―se quejó en el hueco de mi garganta―, me has tenido tres veces
seguidas. Dale a un hombre un poco de descanso.
Me reí, la felicidad bullía en mi interior. É ramos nuevos amantes, pero parecía
que siempre habíamos estado juntos. No en el sentido de que lo deseara, que era
tan nuevo y tan fuerte que me preguntaba si alguna vez tendría suficiente de él para
calmar mi sed. Sino en lo fá cil que era estar con él. En lo divertido. No recordaba
que el sexo fuera divertido. Que fuera fá cil.
Tal vez lo era para otras personas. Pero yo solía hundirme en mi cabeza y
preocuparme por mi aspecto, por lo que decía. El verdadero horror era que me volvía
loca en la cama. No había sido yo misma.
Pero con Lucian, no podía ser otra cosa. Aunque quisiera, él se daría cuenta. Y me
sacaría de cualquier caparazó n tras el que pudiera esconderme.
Con una expresió n ligera, me empujó hacia mi espalda y luego apoyó su cabeza
en su mano mientras se recostaba a mi lado. Su otra mano se posó suavemente entre
mis pechos, como si quisiera proteger mi corazó n. La acció n fue tan tierna que mi
pecho se contrajo. É l no pareció darse cuenta, sino que me estudió con una
expresió n de satisfacció n.
―¿Tienes sed?
No lo había pensado hasta que me preguntó .
―Me vendría bien un poco de agua.
Las líneas de la risa alrededor de sus ojos se hicieron má s profundas.
―Ahora vuelvo. ―Me besó la boca y luego, con esa gracia de movimiento sin
esfuerzo, se dio la vuelta y se levantó de la cama.
KRISTEN CALLIHAN
Me acomodé y lo vi caminar completamente desnudo por la habitació n. El
contoneo de Lucian desnudo era un espectá culo para la vista, con ese trasero insano
flexioná ndose y apretá ndose a cada paso. Incluso las pantorrillas del hombre eran
impresionantes. Un espectá culo que se esfumó demasiado rá pido cuando entró en el
bañ o para lavarse.
En cuanto terminó , se marchó a la cocina. Me acomodé en la cama, acomodando
las almohadas amontonadas y dispersas y enderezando las sá banas que, de alguna
manera, se habían convertido en una larga torcedura. El traqueteo de una bandeja
anunció el regreso de Lucian. Me recosté contra las almohadas, con la respiració n
entrecortada, y levanté una mano.
―¡Má s despacio! ―Le supliqué. Cuando lo hizo, las oscuras alas de su frente se
alzaron en divertida confusió n, sonreí―. Deja que te vea bien.
Un rubor le recorrió el cuello y se deslizó hasta la oreja. Pero él cumplió , con su
paso suelto y rodante.
―¿Es lo suficientemente lento?
―Creo que tengo que filmarlo para la posteridad. Creo que nunca he apreciado
má s las piernas de un hombre.
Eso hizo que sonriera, aunque parecía má s bien un "La mujer es ridícula, pero
me gusta".
―Si te portas bien ―dejó la bandeja en la mesa auxiliar― te dejaré montar mi
muslo má s tarde.
Eso no debería haber hecho que mi sexo se apretara con un calor anticipado tan
fuerte. Pero lo hizo.
Lucian me miró .
―Aunque tengo que decir que no te hiciste ningú n favor al ponerte esa camisa.
―¿Fue malo?
―Muy ―dijo con severidad―. Te lo quitará s pronto, o no habrá paseo en el muslo
para ti.
―Sí, Lucian.
Con los labios crispados, me entregó un vaso de agua fría con un toque de limó n.
Le sonreí.
¿Qué? ―Se sentó en el borde de la cama.
―Tú . Poniendo una rodaja de limó n en el agua. ―Tomé un sorbo.
KRISTEN CALLIHAN
―Hace que sepa mejor ―refunfuñ ó , todavía un poco rosado alrededor de las
orejas.
―Lo hace. ―Bebí un poco má s y se lo di―. Eres adorable.
Puso los ojos en blanco y bebió un trago.
―Te gusta cuidar de la gente.
Lucian me ofreció má s agua.
―Me gusta cuidar de ti.
Di otro trago largo.
―Y estoy en verdadero peligro de dejar que lo hagas todo el tiempo. Pero es má s
que eso. Tienes ese sentido innato de ver algo ordinario y hacerlo extraordinario.
―Está s intentando avergonzarme, ¿verdad? ―Aceptó el vaso y lo vació .
―No. Te estoy haciendo un cumplido.
Lucian dejó el vaso, con una expresió n de desconcierto en su rostro.
―No tengo ni idea de có mo manejarlos.
Su sinceridad me sorprendió .
―Te adulan casi todos los que conoces. Incluso el imbécil de Greg te hacía la
pelota.
Lucian agachó la cabeza, sacudiéndola un poco.
―Pero ya no soy ese hombre. Incluso cuando jugaba, ese tipo de elogios me
parecían rutinarios. Se referían má s a mi rendimiento que a quién era como
persona.
Lentamente asentí.
―Cuando la gente me dice lo mucho que quiere a la princesa Anya, no puedo
evitar pensar: Pero se supone que lo haces. Ese es mi trabajo.
―Y, sin embargo, si se quejan o lo critican, no puedes evitar pensar que son unos
tontos que no aprecian el talento cuando lo ven. ―Lo dijo con el humor seco de un
hombre que lo había vivido.
Me reí.
―Sí, es cierto. Aunque suena horrible cuando lo dices en voz alta.
―Así de extrañ a es la fama. ―Volvió a sacudir ligeramente la cabeza, luego se
volvió hacia la bandeja y tomó la cajita blanca―. No has abierto esto.
KRISTEN CALLIHAN
―Estaba demasiado nerviosa. ―Le tendí la mano para tomar la caja y me la dio,
con su desconcierto creciente.
―¿Te puse nerviosa? Estaba listo para ponerme de rodillas, Em.
El corazó n me dio un vuelco en el pecho y cubrí el momento tanteando el cordó n
que mantenía cerrada la caja. Se soltó de un tiró n y la caja, diseñ ada para abrirse como
una flor, reveló su regalo.
Se me escapó un grito. En medio de una nube blanca de azú car hilado, había una
pequeñ a esfera perfecta en forma de Gâ teau cubierta de un chocolate tan oscuro y
brillante que parecía de medianoche. Pero eso no fue lo que hizo que me quedara con
la boca abierta de asombro.
En la parte superior de la esfera había una mariposa rosa y dorada hecha de
cristal de azú car. Las delicadas alas eran tan finas y delgadas que la luz brillaba a
través de ellas. Parecía tan real que casi esperaba que saliera volando.
―Lucian...
―Así es como te veo a veces ―dijo en voz baja, con los ojos puestos en el
Gâ teau―. Hermosa y rara, algo que no debe contenerse sino atesorarse.
Mis ojos se empañ aron. Me estaba matando. Ya me habían llamado hermosa
antes, pero no de esta manera. Y sin embargo, temía que me viera como algo fugaz. No
quería ser un breve momento en su vida. Sin embargo, no me atrevía a decirlo. No con
su regalo en mi mano.
―Es hermoso. Perfecto. ―Lo miré, temiendo que todo mi corazó n estuviera en
mis ojos―. ¡No puedo comer esto!
Sus cejas se juntaron.
―¿Por qué no?
―Es arte. No puedo entrar como Godzilla y hacerlo pedazos.
Lucian se ahogó en una carcajada.
―Realmente tienes una imaginació n desbordante. Se supone que se come,
Snoopy.
―No me digas Snoopy ahora. Estoy teniendo un momento aquí.
Resoplando, Lucian alargó la mano y tomó el pequeñ o pastel de su nido. Yo lo
habría despeinado o lo habría dejado caer en mi torpeza. Pero sus manos eran firmes
como una roca, sus dedos há biles cuando arrancó la mariposa, la puso de nuevo en el
nido y luego me tendió el pastel.
KRISTEN CALLIHAN
―Dale un mordisco, Em.
Tenía tantas ganas de hacerlo que se me hizo la boca agua, pero me contuve por
un momento.
―Esto va a ser una cosa contigo, ¿no? Alimentarme, quiero decir.
Su mirada se dirigió a mi boca.
―Sí. Intento no desglosar las razones. Só lo se que me gusta.
Las palabras acariciaron entre mis pechos, encendiendo algo en lo má s profundo.
Antes de Lucian, nunca había probado la comida con toda mi alma. Había pasado la
vida observá ndola, imitá ndola para entretenerme. Con él, cada momento era para ser
disfrutado, saboreado.
Con los ojos fijos en los suyos, abrí la boca para que me diera de comer.
Sus fosas nasales se encendieron cuando introdujo el caramelo entre mis labios.
Un chocolate agridulce tan oscuro y profundo que casi resultaba demasiado
agudo cubrió mi lengua. Entonces mordí el suave pastel, liberando una suave y
cremosa mousse. No era chocolate, tal vez café o caramelo, pero el sabor era incierto.
Pero la combinació n de todo ese oscuro y amargo bocado con la suave crema lo
convertía en algo nuevo, rico pero no empalagoso.
Hice un ruido de satisfacció n que hizo que la mirada de Lucian se volviera
embelesada.
―¿Bueno?
―Exquisito. ―Me lamí los labios―. Má s.
Aspiró con fuerza.
―Maldició n, no pensé en esto.
Una mirada hacia abajo me hizo relamer los labios de nuevo. Estaba duro.
Gloriosamente. Grueso y palpitante. Levantando una ceja, pasé el dedo por el pastel
relleno de crema, recogiendo una porció n.
―Será mejor que tomes el ú ltimo bocado ―le aconsejé―. Voy a estar ocupada.
―¿Qué...?
Hice girar la crema sobre la gorda cabeza de su polla y me lo tragué.
―Oh, joder... ...oh... ―Un gemido torturado salió de su garganta mientras apretaba
la sá bana con una mano, con la cabeza echada hacia atrá s―. Em...
Era hermoso. Y delicioso. Y lo saboreé como se merecía, lenta y profundamente.
Hasta que gimió mi nombre, deshecho y jadeante.
KRISTEN CALLIHAN
Só lo má s tarde, cuando cayó sobre mí, apoyando su cabeza en la parte superior
de mi pecho, con su brazo rodeando mi cintura como si necesitara sujetarse para
tranquilizarse, comprendí la interpretació n completa de su postre. Toda esa oscuridad
tragá ndose la luz. Una belleza brillante que no estaba hecha para durar.
―Yo soy la mariposa. Tú eres el pastel.
Repleto y sin fuerzas, dirigió su mejilla má s completamente hacia mi pecho,
dá ndome un ligero beso.
―Cariñ o, para mí, eres ambas cosas.
Pero no estaba convencida. Y creo que él tampoco lo estaba. Pero por ahora, era
suficiente.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veintiocho
Emma

Una de las ventajas del bungalow que había alquilado era que tenía un comedor
en el que cabían fá cilmente seis personas. Como Tate no había dejado de reventar mi
teléfono en busca de detalles, y Lucian admitió que Brommy y Sal se habían unido a
nosotros y se alojaban también en el hotel, los invitamos a comer, prefiriendo la
intimidad de la habitació n.
Aunque Tate y yo podíamos llevar grandes sombreros y gafas de sol y a menudo
no ser fotografiadas, no me cabía duda de que Lucian y Brommy juntos llamarían la
atenció n al instante. Los hombres eran demasiado guapos para no causar revuelo. Y
aunque no tenía ni idea de lo grande que era la ciudad del hockey en Los Á ngeles, ya
había suficiente gente que reconocía a Lucian como para saber que también lo harían
aquí. Si añ adimos a Sal, con su atrevido destello, es como si hubiéramos apuntado un
cartel de neó n hacia nuestra fiesta.
―¿Puedo decir que gracias a Dios? ―Me murmuró Tate mientras le servía un
poco de champá n del carrito de la barra colocado en la esquina de la sala―. Pensé que
recibiría un mensaje diciendo que habías vuelto con Greg.
―Ew. ―Arrugué la nariz―. No puedo creer que hayas pensado eso. ¿Me conoces
en absoluto?
Hizo una mueca de autodesprecio.
―Lo sé, lo sé. Pero la gente hace cosas estú pidas todo el tiempo. ―Miró a Lucian,
quien, a pesar de no haber cocinado la comida, estaba preparando nuestros platos con
su típica y feroz atenció n al detalle―. Esa, la de ahí, es la mejor elecció n que te he visto
hacer fuera de tu carrera.
El calor me inundó las mejillas, pero levanté ligeramente mi propia copa y nos
dimos un toque de vaso encubierto.
―¿Esto es una reunió n privada de chicas, o puede unirse cualquiera? ―Preguntó
Sal, apareciendo a mi lado. Llevaba un auténtico traje zoot verde oliva con una corbata
de lunares rojo cereza. El atuendo había impresionado tanto a Tate que, al conocerlo,
KRISTEN CALLIHAN
se había llevado una mano al pecho y había exclamado: "Tranquilo, mi corazó n
chicano".
Había cimentado una amistad instantá nea.
Le entregué un vaso.
―No sé. Primero cuéntame má s sobre este vestido que voy a comprar.
Tuvo la delicadeza de parecer avergonzado.
―¡Fui un chivato, lo sé! Y no lo habría hecho por cualquiera, pero el pobre Luc
parecía tan patético. ―Sonrió a Lucian, cuya cabeza se había levantado al oír su
nombre, y miró hacia nosotros―. Ademá s, me amenazó con convertirme en una
hamburguesa de carne de Sal.
Lucian puso los ojos en blanco.
―No hubo tales amenazas.
―Tal vez no verbal ―replicó Sal, llevá ndose la botella de champá n a la mesa―.
Pero hubo miradas. Todos sabemos lo potentes que pueden ser tus miradas.
―Ahí te tiene ―dije con una sonrisa, tomando el asiento que Lucian me tendía.
Lucian gruñ ó y se sentó a mi lado.
―Bueno, ahora parece muy contento. ―Brommy se deslizó cuidadosamente en el
asiento entre Tate y yo―. Casi como si estuviera ronroneando por dentro. Me siento
seguro sabiendo que lo dejo en tus capaces manos, Emma.
―Estar sentado al otro lado de la mesa no impedirá que te patee el culo ―dijo
Lucian sin acalorarse. La verdad es que ahora tenía un aire perezoso. Parecía un
hombre satisfecho, con su gran cuerpo suelto y relajado en su silla. Tenía un buen
aspecto. Y aú n mejor cuando su mirada se encontró con la mía, y un conocimiento
caliente de lo que habíamos hecho la noche anterior y esta mañ ana se cocinó a fuego
lento entre nosotros.
Lo quiero de nuevo, dijo su mirada.
El calor me inundó .
Pronto, dijo la mía.
Un pequeñ o gesto de su frente. Más pronto que tarde, cariño. Cuenta con ello.
Un sonido de diversió n puso fin a nuestra comunicació n ocular no verbal, y me
giré para encontrar a Brommy observá ndonos con una sonrisa ñ oñ a.
KRISTEN CALLIHAN
―Só lo míralo. ―Brommy hizo un gesto expansivo con sus enormes manos―.
Jodiendo con los ojos y sonriendo como un adolescente que ha sentido su primera
teta... ―Un bollo de pan le dio de lleno en la frente.
Lucian bajó la ceja y lanzó una mirada de advertencia a Brommy.
―Cierra la boca, o la pró xima será en tu boca.
Brommy se rió .
―Como el Oz de antañ o. ―Se secó una lá grima imaginaria, pero luego levantó las
manos en señ al de paz cuando Lucian gruñ ó ―. De acuerdo, de acuerdo, me callaré.
Oculté mi sonrisa clavando un puñ al en mi ensalada y dá ndole un bocado.
Brommy era burdo, pero no se equivocaba; Lucian parecía feliz. Lo había conseguido:
lo había hecho sonreír con los ojos, lo había hecho reír con facilidad. Después de una
serie de descalabros y reveses personales, el hecho de que pudiera experimentar este
poco de felicidad con alguien que también había sufrido se sentía como la luz del sol
líquida fluyendo por mis venas.
Tate había estado charlando con Sal, sin fijarse realmente en nosotros mientras
le mostraba imá genes de conjuntos que había escogido en su reciente viaje de
compras.
―Tienes que llevarme contigo la pró xima vez que salgas ―exigió Tate con un
mohín que yo sabía que practicaba con los hombres desprevenidos.
―Chica, podemos ir hoy si quieres. Aunque puede que ya tenga algo para ti... ―Sal
hojeó sus fotos―. Toma.
Tate tomo el teléfono y chilló ante la foto.
―¡Quiero!
Brommy, que había estado claramente tratando de llamar su atenció n desde que
había llegado, se inclinó y miró el teléfono.
―Estarías preciosa con eso.
Tate lo miró , y su boca roja se torció .
―No voy a dormir contigo, así que ni lo intentes.
Brommy se limitó a sonreír.
―Me decepcionaría si el sueñ o estuviera involucrado.
Tate hizo una doble toma y luego se rió , realmente divertida. Y supe que estaba
enganchada. Lo que me sorprendió , porque su inclinació n habitual sería destriparlo
verbalmente.
KRISTEN CALLIHAN
―Dios mío ―murmuré a Lucian, acercando mi cabeza a la suya, principalmente
porque olía bien y quería estar má s cerca―. Eso podría haber funcionado.
―No tienes ni idea. ―Sus labios tocaron mi oreja y se quedaron―. Añ os, tuve que
presenciar esto.
Mi mente se volvió un poco confusa ante ese contacto, la proximidad de él.
Respiré y levanté la vista para encontrarme con su mirada. Como siempre, sus ojos
tenían la capacidad de debilitarme. Hacerme desear.
Su atenció n se centró en mi boca, y la amplia extensió n de su pecho se encogió .
―¿Por qué hemos decidido invitar a todo el mundo aquí?
―Porque nos reventaban los teléfonos, y nosotros éramos buenos amigos.
―Y al final los habríamos cazado ―dijo Brommy en voz alta.
―Tiene el oído de un murciélago ―le susurré a Lucian, que se rió .
―Y los reflejos de un gato ―añ adió Brommy.
La mano de Lucian se levantó y atrapó un panecillo en el aire. Grité y me sacudí
en mi asiento; se había movido muy rá pido. Lucian se giró y le dirigió a Brommy una
mirada de suficiencia.
―El centro gana al gato.
Y durante un momento brillante, vi toda la fuerza de Oz, el gran y poderoso
jugador que había dominado su deporte. Brillaba con ella, la confianza y la chulería
rezumaban por sus poros, hasta que se le ocurrió que ya no jugaba de central. La
comprensió n que le sobrevino fue dolorosamente clara, desde la forma en que su
expresió n se desvaneció de repente hasta la tensió n que endurecía visiblemente su
columna vertebral.
Me dolió por él. Porque la agonía expuesta en ese breve momento hablaba de un
hombre que ya no sabía quién era. Sin embargo, el ú nico consejo que mi madre me
había dado sobre los hombres cuando empecé a fijarme en ellos, no fue escuchado ni
deseado.
No intentes recoger los pedazos de los rotos. Nunca podrás volver a ponerlos como
estaban.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veintinueve
Emma

―Lo está s apretando demasiado.


―No lo hago. Só lo está s siendo puntilloso.
―No se trata de ser puntilloso cuando el objetivo es la perfecció n. Sujétala con
firmeza; no intentes escurrir la vida, o salpicará por todas partes. Y cuidado con la
punta.
―No puedo creer que ya estés criticando mi técnica. Acabo de empezar.
―Snoop, nunca aprenderá s si no puedes aceptar las críticas.
Con un resoplido, dejé la manga pastelera y me limpié la frente con el antebrazo.
―Dime otra vez, ¿có mo te relaja esto?
Los dientes blancos de Lucian brillaron cuando se rió . Apoyó una cadera en la
encimera y me acomodó con cuidado el mechó n de pelo que me hacía cosquillas
detrá s de la oreja.
―Creo que hay que tener un mínimo de paciencia, honeybee.
―Paciencia ―murmuré―. Todavía no te he estrangulado, ¿verdad? Diciéndome
que estoy apretando demasiado.
Sonrió y se inclinó para besar mis labios con cariñ o.
―En este caso, sí. Pero si quieres intentarlo conmigo...
Le pinché el punto de las cosquillas y se alejó con una profunda risa masculina
que me hizo sonreír a pesar mío.
―No te atrevas a hacer insinuaciones. Estoy malhumorada.
Me tomó la muñ eca con un apretó n flojo y se llevó mi mano a la boca.
―Eres maravillosa. ―Sin dejar de mirarme, me metió el dedo en su cá lida boca,
acariciá ndome con la punta de su lengua.
KRISTEN CALLIHAN
El calor se me hinchó entre las piernas, pero fue la mirada de sus ojos, toda
ternura y afecto, la que hizo que mis entrañ as se agitaran.
―Está s perdonado.
El beso de Lucian como respuesta fue un poco má s largo, mucho má s dulce. Me
incliné hacia él, olvidando el pastel, rodeando su cuello con mis brazos. Me permití
disfrutar de él, dejarme llevar y simplemente sentir.
Desde que volvimos a casa, a Rosemont, no nos habíamos tomado las cosas con
calma, no cuando no podíamos apartar las manos el uno del otro durante má s de unos
minutos. Pero habíamos sido cautelosos, cada uno a su manera, cuidando nuestros
corazones al hacer un punto de no hablar demasiado tiempo o demasiado
profundamente sobre las emociones que mejor se guardan para nosotros mismos.
Me dije que era inteligente. Pero con cada día que pasaba en compañ ía de Lucian,
me parecía menos seguro y má s un error no decir lo que sentía. Yo era actriz; sabía
có mo interpretar un papel. Pero no quería hacerlo con Lucian. El problema era
que no sabía có mo derribar los muros de precaució n que teníamos entre nosotros.
Era fá cil distraerse, sobre todo cuando Lucian hacía cosas como levantarme y
ponerme sobre la encimera, separando mis muslos con tranquila autoridad para
acercarse y besarme má s profundamente.
―Hombre ―se quejó una voz grave―. ¡En la cocina no! ―Nos separamos para
encontrar a Anton frunciendo el ceñ o con disgusto―. Por el amor de Dios, tú cocinas la
comida aquí, Luc.
Lucian mantuvo su mano en mi nuca y resopló .
―Sigue interrumpiéndome y podrá s hacer tus propias comidas.
―Oye, Anton ―dije, contentá ndome con permanecer en el círculo de los brazos
de Lucian, a pesar de la mirada de reojo que nos dirigía su primo.
Anton agitó un dedo de reproche.
―Y tú , la princesa de América.
Lucian debió notar que me ponía tensa, porque su agarre se tensó lo justo para
transmitir apoyo. Pero el dañ o ya estaba hecho. Mi alegre zumbido se desvaneció y fue
sustituido por una pesada carga en mi vientre.
Me tomé una noche para leer los guiones que me habían enviado. Todos eran
erró neos, todas copias débiles de mi papel de la princesa Anya o comedias romá nticas
rancias. No tenía nada en contra de una buena comedia romá ntica, el ingenio y el brío,
pero los guiones que había leído no daban la talla. Tampoco quería ser encasillada.
KRISTEN CALLIHAN
Francamente, quería algo sustancioso, algo a lo que hincarle el diente. Algo que fuera
el polo opuesto a Anya.
―Con esa cara tan bonita ―había dicho mi agente―, va a ser difícil convencer a
los directores. Te ven como una princesa.
―He ensartado a no menos de cinco hombres en Dark Castle―respondí―.
Literalmente liquidé a decenas má s. No hubo nada dulce en ello.
―Y sin embargo, así es como te ven.
Todo aquello me dejó un sabor amargo en la boca y me giré para alcanzar una
porció n de crema de chocolate del mostrador. Lucian me miró con silenciosa
preocupació n mientras me chupaba el dedo. Normalmente, verme chupar el dedo
habría provocado una respuesta diferente en él. Pero me conocía lo suficientemente
bien como para entender por dó nde iba mi mente.
Bajo la cortina de mi pelo me acarició la piel, y luego se volvió hacia Anton.
―¿Querías algo, o simplemente andas por ahí intentando molestar a la gente?
No se me escapó el parpadeo de decepció n en los ojos de Anton. A pesar de la
aparente alegría que le producía el hecho de provocar a Lucian, le molestaba que lo
despidieran tan fá cilmente. Tal vez incluso le doliera. Pero no me correspondía jugar al
á rbitro con ellos.
―Carlos me dijo que rechazaste la recaudació n de fondos de los Raston.
Los ojosde Lucian se entrecerraron en señ al de advertencia.
―Lo hice.
―¿Quién es Carlos? ―Me sentí obligada a preguntar.
―Nuestro agente. ―Anton se acercó y tomó una manzana de la cesta de fruta de
cerá mica del mostrador de enfrente.
Francamente, me sorprendió que compartieran agente, viendo lo mal que se
llevaban. Pero también me resultaba extrañ o no saberlo. No había ninguna razó n para
que lo supiera, pero no podía quitarme la sensació n de estar a oscuras en lo que
respecta a muchos aspectos de la vida de Lucian.
Anton dio un gran mordisco a la manzana y habló entre bocado y bocado.
―La recaudació n de fondos de Raston es un evento anual de caridad en el que el
chico Ozzy siempre ha participado.
―Ant.
La aguda reprimenda de Lucian no fue escuchada.
KRISTEN CALLIHAN
―Se recauda una cantidad demencial de dinero para los niñ os hambrientos
―continuó Anton, dirigiéndose a mí con una voz cargada de advertencia―. Niñ os a los
que se invita a patinar junto a sus héroes como el bueno de Luc aquí.
La mano de Lucian se apartó de mi cuello cuando se apartó y tomó el trapo del
fregadero. Sus hombros trabajaron bajo la tela de su camiseta mientras limpiaba
metó dicamente la encimera, como si la superficie inmaculada necesitara un buen
pulido.
―Como le dije a Carlos ―gruñ ó , pasando el trapo por el mismo sitio―, como ya
no estoy jugando, mi presencia sería superflua.
―Si fuera superfluo ―replicó Anton―, no te habrían invitado.
―Francamente, me sorprende que me hayan invitado ―dijo Lucian sin levantar la
vista.
―Entonces no só lo eres testarudo, sino completamente iluso. Los fans te
quieren. Quieren verte.
―Vete, Ant.
Anton suspiró y me miró , con las gruesas alas de sus cejas tan parecidas a las de
Lucian anudadas.
―Hazlo entrar en razó n, ¿quieres? El Señ or sabe que no me escuchará , y esos
niñ os son má s importantes que su ego magullado.
Con eso, salió de la cocina, dejá ndome con un hombre empeñ ado en fregar un
agujero en el má rmol.
―Creo que está limpio ―dije señ alando el mostrador.
Lucian se detuvo, parpadeando lentamente, y luego tiró el trapo en el fregadero.
No se volvió hacia mí.
―¿Es aquí donde intentas manejarme, porque tengo que decir que estoy
intrigado por lo que crees que va a funcionar.
Resoplé en voz baja, con el suficiente sarcasmo para hacerle saber que me había
hecho enfadar.
―Un jugador ofensivo hasta la médula, ¿no?
Se puso rígido, y yo hice una mueca de dolor, dá ndome cuenta de que
probablemente cortaría de una manera que no quería.
―Lucian ―dije, má s suave, arrepentida―. No estoy aquí para dirigirte. Estoy aquí
para apoyarte. Si me dejas.
KRISTEN CALLIHAN
Se giró entonces, con una expresió n de molestia, y cruzó los brazos sobre el
pecho mientras me miraba.
―¿Eso funciona en ambos sentidos?
―Sí... ―Fruncí el ceñ o―. ¿Por qué me miras como si estuviera llena de cosas?
―No es así como te estoy mirando.
―¿Oh? Entonces explica esa sonrisa, porque estoy armada con escarcha y me han
dicho que tengo un apretó n malo. ―Levanté la bolsa en señ al de demostració n.
Consiguió una media sonrisa, que es lo que había estado buscando. Pero se apagó
rá pidamente.
―¿Quieres hablar de los guiones que has estado leyendo, Em? ―Su tono era
tranquilo, pero había un hilo subyacente de acusació n.
Dejé la bolsa en el suelo.
―Crees que porque no he hablado de la mierda de material que me enviaron no
deberías hablarme de lo que pasó con Anton hace un momento.
Lucian apoyó una cadera en el mostrador.
―Funciona en ambos sentidos, ¿no? Quieres que me abra; entonces, ¿por qué no
puedes hacerlo tú ?
―Bien. Voy a abrir. Estoy preocupada. Quiero hacer má s con mi carrera de lo que
se me ofrece. Tengo que averiguar có mo hacerlo cuando los poderes tienen todas las
cartas. Cuando no estoy contigo, pienso demasiado en eso. Me duele el estó mago en
momentos aleatorios. Y a veces, en la oscuridad de la noche, me esfuerzo por no
asustarme, porque sé que estoy mucho mejor que la mayoría de la gente, y no debería
quejarme de ser una actriz famosa que no puede salirse con la suya. Pero sigo
teniendo miedo e incertidumbre, y lo odio.
Me detuve y dejé escapar una respiració n agitada.
―¿Es suficiente compartir para ti?
Lucian se apartó del mostrador, con la línea de su boca sombría. Me alcanzó en
dos pasos y, antes de que pudiera protestar, me acercó , envolviéndome en sus brazos.
Me hundí contra la amplia pared de su pecho con un estremecimiento.
―Lo siento ―raspó contra mi pelo, sus dedos agarrando la parte posterior de
mi cabeza con firmeza―. Odio que te sientas así.
Asentí con la cabeza y apreté la palma de la mano contra su carne firme.
Me acurrucó má s, como si tratara de eliminar cualquier espacio entre nosotros.
KRISTEN CALLIHAN
―No, lo digo en serio. No deberías tener que llevar esa carga sola.
―¿Como tú ?
Mi suave susurro lo calmó . Entonces soltó un suspiro.
―Sí, como yo.
Le froté el pecho.
―Esa es la cuestió n, Brick. Si estamos tratando de estar juntos, deberíamos ser
capaces de decirnos estas cosas.
Soltó una carcajada oscura.
―¿De eso se trata toda esta relació n?
―Eso me han dicho.
Lucian suspiró y me pasó los dedos por el pelo.
―No exageré cuando dije que no era bueno en esto.
―No, realmente no lo hiciste ―bromeé.
Lucian gruñ ó .
―Mocosa. ―Me hizo cosquillas, lo que me hizo reír y retroceder lo suficiente
como para encontrar su mirada.
La suya era cariñ osa pero cansada.
―Cassandra quería que compartiera mis problemas. Lo intenté al principio, pero
me resultó má s fá cil no hacerlo.
―¿Por qué?
―Esto va a sonar ridículo, pero ella siempre estuvo de acuerdo conmigo, incluso
cuando yo sabía en el fondo que estaba equivocado. ―Se encogió de hombros,
haciendo una mueca―. Descubrí que no quería ese tipo de apoyo.
―Greg me decía: 'Nena, deja de quejarte. Lo tienes muy fá cil comparado
conmigo'.
Lucian frunció el ceñ o.
―Maldita sea.
―Sí, así es. ―Mi sonrisa disminuyó ―. Creo que no me he dado cuenta hasta ahora
de lo mucho que me ha afectado a la cabeza.
Asintió con la cabeza, mordiéndose el labio inferior en señ al de contemplació n. Y
durante un minuto ninguno de los dos habló . Teníamos tantos muros, los ocultos y los
KRISTEN CALLIHAN
que habíamos apuntalado, como si estuviéramos sitiados. Me había advertido de que
era un desastre emocional, pero quizá yo también debería haberle advertido.
―Me imagino yendo a ese evento, y todo lo que puedo ver es a mí de pie allí
como un triste cuento de advertencia ―dijo con repentina franqueza, sus ojos
sombríos―. Miren al pobre Oz, no puede jugar, cortado en su mejor momento. Denle la
mano, niñ os; denle un gran abrazo de apoyo.
―Oh, Lucian.
Levantó las manos, apartá ndome, mientras sus ojos se volvían brillantes.
―Estando ahí con la gente con la que solía jugar, competir. Tipos que todavía
pueden jugar. Y ahí estoy yo, el que se tiene que ir cuando se acaba.
―Entonces no vayas. Si te duele tanto...
―Duele de cualquier manera. ―Se pasó una mano por la cara, gruñ endo con un
sonido desgarrador―. Soy patético si me voy. Soy patético si me quedo en casa.
―No eres patético.
Su sonrisa era una cosa amarga y retorcida.
―Sigo diciéndome eso, pero no se me da.
Me dolía por él, pero él lo sabía. Era evidente por la rigidez con la que se
mantenía, mirá ndome con una mezcla de precaució n y advertencia. Apreté la mano
contra la fría suavidad del mostrador.
―No quería ir a la boda de Macon y Delilah. Pensé en todos mis amigos y
antiguos compañ eros de trabajo mirá ndome con lá stima y... ―Me estremecí―. El
orgullo es algo feroz, ¿no?
El ú nico reconocimiento que hizo fue un movimiento brusco de la barbilla. Su
mirada se alejó de mí y supe que intentaba recomponerse.
―Pero ir me quitó todos los "y si ". Lo hice. Se acabó . La vida cambia, pero no se
apiadaron de mí como yo pensaba.
Lucian me miró de reojo bajo el grueso flequillo de sus pestañ as.
―Hay una diferencia clave, cariñ o.
―¿Cuá l es? ―Sabía lo que era, pero quería que lo dijera. Porque yo no iba a ser la
mujer que le hiciera todo fá cil.
―Todavía quieres actuar.
―No quieres...
KRISTEN CALLIHAN
―No en una exposició n. No... ―Tomó aire y lo soltó rá pidamente―. Diablos, Em.
No creo que pueda soportar entrar en el hielo de nuevo, sabiendo que no puedo volver
al deporte.
El hielo. Lo amaba con toda su alma. Lo sabía. Só lo había que verle jugar para
saberlo. El hielo era una parte de él, y se había cortado sin previo aviso. Le sostuve la
mirada, haciéndole ver que lo entendía.
―Si te dijera que no sé patinar, ¿me enseñ arías?
Parpadeó , pero una genuina sonrisa de asombro tiró de su boca.
―Qué?
―¿Me enseñ arías? ―Repetí―. "Por diversió n? ¿Estarías dispuesto a hacerlo si te
dijera que soy una triste excusa para patinar?
La sonrisa se inclinó y creció .
―Diablos, eres buena.
―¿Buena?
―No me pongas esos inocentes y grandes ojos azules, Snoop. ―Me tocó el borde
de la mandíbula―. Sabes exactamente lo que está s haciendo, tentá ndome así.
―¿Funciona? ―Tomé su gran y á spera mano entre las mías―. ¿Quieres patinar
conmigo, Lucian?
―Maldita sea ―murmuró , pero no parecía molesto. Sus ojos verdes brillaban
con algo de emoció n sin nombre―. Muy bien, cariñ o. Te llevaré a patinar. Lo intentaré.
Por ti.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Treinta
Lucian

El hielo tenía un aroma, nítidamente metá lico y puro. Mi amor por ese aroma
estaba tan arraigado que cada vez que lo olía, mi ritmo cardíaco se aceleraba de
inmediato y la sangre bombeaba por mis venas con mayor intensidad. ¿Pero una pista
de patinaje? ¿Esa mezcla de hielo y caucho hú medo, con un leve rastro de cloro bajo
todo ello? Ese era el aroma del hogar. Mi religió n.
O lo había sido.
Lo aspiré mientras guiaba a Emma hacia el vestíbulo principal de la pista de
hielo y, por primera vez en mi vida, mis entrañ as se estremecieron, el sudor floreció en
mi piel ante el aroma del hielo. Mi ritmo cardíaco se aceleró , sí, pero no era el pulso
constante de la excitació n. Amenazaba con sacarme ese ó rgano doloroso del pecho.
Mis pasos se ralentizaron hasta una dolorosa detenció n, y el espacio que me
rodeaba parecía cerrarse y expandirse hacia fuera en un vaivén enfermizo. La mano de
Emma encontró la mía y se aferró a ella. Nada má s que eso. Só lo se quedó a mi lado y
me sostuvo. Hice una mueca, temblando y jadeando, con la piel helada y acalorado por
la fiebre.
Só lo podía agradecer que hubiéramos reservado el lugar fuera de horario para
estar solos. La idea de que alguien má s me viera así me llenó la boca de un sabor agrio
y tragué convulsivamente.
―Vamos a sentarnos un momento ―dijo Emma, guiá ndome suavemente.
Mi mano hú meda la agarró como un ancla, incluso cuando la vergü enza inundó
mi sistema. Tampoco quería que me viera así. Pero no había ayuda para ello.
―Estaré... bien.
―Sé que lo hará s. ―Me hizo bajar a un largo banco de madera antes de sentarse a
mi lado, sin soltar mi mano.
Cerrando los ojos, me concentré en respirar. Inspirar. Fuera. Inspirar. Fuera.
Podía hacerlo. Esto era fá cil. Un paseo. ¿Qué carajo significaba un paseo?
KRISTEN CALLIHAN
El pensamiento se aferró a los bordes de mi mente como la crema de
mantequilla, y me centré en eso en su lugar. De pasteles y cremas, gateaux y tartes au
citron. Y poco a poco mi corazó n acelerado se redujo a un ritmo aceptable. Después de
agonizantes minutos, pude respirar sin esfuerzo.
―Esto me cabrea ―dije.
El pulgar de Emma acarició mis nudillos.
―¿Qué lo hace?
Le eché un vistazo. Me sostuvo la mirada con sus firmes ojos azules, un mar en
calma en el centro de mi tormenta. Me obligué a relajar mi agarre sobre ella.
―Entrar en pá nico por la simple visió n de una pista de patinaje. Lugares como
este solían ser mi hogar. La encarnació n de todo lo que estaba bien en el mundo.
Todo lo que había perdido. Lo sabía. Ella lo sabía.
―¿Cuá ndo aprendiste a patinar por primera vez?
Su pregunta en voz baja me sorprendió ; esperaba que tratara de reconfortarme
con tó picos. Me giré hacia las puertas que conducían al hielo.
―Siete. Quería volar. ―La nostalgia y la pena me atravesaron―. Era lo má s cerca
que podía estar de ello.
Mierda. No iba a llorar. No iba a hacerlo. Parpadeé rá pidamente y respiré. Sólo
respira, Oz.
Emma apoyó su mejilla en mi hombro.
―Vamos a volar, Lucian. Só lo tú y yo.
Volar. Con ella.
Con el corazó n apretado, bajé la cabeza y besé la parte superior de la suya.
―Muy bien, honeybee. Te llevaré a volar.
Normalmente, podría haberme atado los patines con los ojos cerrados. Hoy, sin
embargo, mis dedos temblaban y tanteaban las cuerdas cuando pensaba en salir a la
calle. Pero podía arreglá rmelas. Emma quería patinar.
Al terminar, me arrodillé a sus pies, donde se ponía los patines. A diferencia de
mí, ella había pedido un par de patines artísticos.
―Déjame ver ―dije, comprobando sus cordones para asegurarme de que estaban
lo suficientemente apretados.
KRISTEN CALLIHAN
Rehice una, dirigiéndole una mirada de reproche pero atenuá ndola con una
pequeñ a sonrisa. Porque era condenadamente hermosa con sus patines blancos y un
gorro de lana rojo en la cabeza.
―¿Mejor, Brick? ―Preguntó ella, incliná ndose para observar.
Atrapé su dulce boca con un beso, quedá ndome allí porque sabía a gloria y se
sentía aú n mejor.
―Perfecto, Snoop.
Mis manos alisaron sus muslos. Llevaba pantalones vaqueros por deferencia a la
fría pista de patinaje. Eché de menos sus faldas vaporosas y se lo dije.
Sus ojos se arrugaron con diversió n.
―Só lo quieres meter las manos debajo de ellos.
―Culpable. ―Me incliné para acariciar entre sus pechos, mis manos
serpenteando bajo su ligero suéter para encontrar la sedosa piel de su vientre―. Estoy
bastante seguro de que soy adicto.
Zumbó de placer mientras yo besaba suavemente sus pechos. Sus dedos me
acariciaron el pelo y luego detuvieron suavemente mi avance. Cuando levanté la vista,
me miró con ojos solemnes que me decían que todo el retraso no la engañ aba.
―¿Está s lista ahora?
No.
―Sí.
Me puse de pie, sintiendo al instante el cambio en mi cuerpo, la altura añ adida de
los patines, la forma en que la memoria muscular se ajustaba para acomodarse al
equilibrio sobre las finas cuchillas. Todo en mí se despertó . Mi atenció n se centró en
Emma.
Le tendí la mano y ella la tomó , dejando que la levantara. Sonriendo, me miró .
―Eres un verdadero á rbol con esos patines.
―Tendrías que haberme visto con el equipo completo.
Sus labios se movieron.
―Hombre montañ a, ¿eh?
―Má s o menos. ―Le agarré la mano con firmeza y le miré los pies. Los
patinadores novatos a menudo dejan que sus tobillos se inclinen, lo que les hace
perder el equilibrio y los prepara para una lesió n. Pero ella mantenía los suyos rectos y
fuertes. Una buena señ al―. Vamos a hacerlo.
KRISTEN CALLIHAN
La primera rá faga de aire frío me hizo aspirar una bocanada de aire mientras
llegá bamos al hielo. Quería esperar a Emma, tomá rmelo con calma, pero salí al hielo
como un hombre que sale de la cá rcel. El blanco puro y prístino se extendía ante mí,
un deslizamiento perfecto.
Y volé, el viento besando mi cara, el aire llenando mis pulmones. Corriendo, hice
un circuito alrededor de la pista, pivotando para ejecutar un viejo ejercicio de los días
del instituto. Mis manos se flexionaron con la necesidad de sentir mi palo. Me dolía
eso. Ansiaba soltar un disco y jugar.
Un silbido de lobo atravesó el aire y vi a Emma aplaudiendo y animá ndome.
Parecía tan impresionada por un simple patinaje que me encontré presumiendo para
ella, yendo má s rá pido, sorteando defensas imaginarias. Volví a dar la vuelta y me
dirigí hacia ella, pero me detuve con calma, porque podía ser un fanfarró n, pero no iba
a ser el imbécil que rociaba hielo a una chica.
Con las mejillas rosadas y los ojos añ iles brillantes, sonrió ampliamente.
―Eres hermoso.
―Esa es mi línea. ―Extendí mi mano―. Vamos, entonces. Vamos a patinar.
A lo largo de los añ os, he participado en diferentes organizaciones benéficas y en
campañ as para enseñ ar a los niñ os los fundamentos del hockey y del patinaje.
Disfrutaba enormemente. Ver có mo se iluminan los ojos de un niñ o cuando por fin le
coge el tranquillo, ver có mo sus pequeñ os cuerpos se lanzan al hielo, alimentaba al
niñ o que había en mí y que recordaba lo que era encontrar algo maravilloso, algo que
podía moldear y controlar. Lo había olvidado.
Los dientes de Emma se engancharon en el labio inferior y me miró con clara
vacilació n. Yo también conocía esa mirada. Estaba nerviosa. El calor se extendió por mi
pecho y le regalé una sonrisa alentadora.
―Nos lo tomaremos con calma... ―Mis palabras se cortaron bruscamente cuando
Emma salió disparada hacia el hielo y arrancó .
Pasó volando junto a mí, todo gracia y belleza fluida.
Con la boca abierta, me quedé ató nito mientras ella corría, haciendo piruetas.
Durante un largo momento, no lo entendí. ¿No había dicho que no sabía patinar?
Pero ahí estaba, deslizá ndose como si hubiera nacido para estar en el hielo.
Cuando ejecutó un giro de camello, me eché a reír. La pequeñ a chivata había jugado
conmigo. Me la había jugado bien. La vi moverse, con su cabello dorado arrastrá ndose
detrá s de ella como una bandera, y me golpeó con fuerza, rá pidamente y con total
plenitud: Adoraba a esta mujer. Estaba loco por ella.
KRISTEN CALLIHAN
Salí a su encuentro, dejando suficiente espacio para que no chocá ramos
accidentalmente. Ella me vio y se sonrojó , deslizá ndose para acercarse. No nos
detuvimos, sino que patinamos con facilidad.
―Enseñ arte a patinar, ¿eh? ―Solté una ligera carcajada.
Puso una cara de culpabilidad.
―Técnicamente, dije, si no supiera patinar, ¿me enseñ arías?
―Hmm... ―Arrastré el sonido, dejando que se retorciera un poco.
Principalmente porque me encantaba burlarme de ella. Ella respondía tan bien a
ello.
―¿Está s enojado? ―Preguntó , un poco sin aliento.
―¿Parezco enojado, Snoopy?
Su nariz se arrugó de forma simpá tica mientras me miraba.
―No... te ves... extrañ amente engreído.
¿Era eso lo que veía?
Con una amplia sonrisa, le di la oportunidad de alejarse patinando un poco;
luego me abalancé sobre ella, tomá ndola en brazos mientras chillaba de asombro. Sus
muslos rodearon mis caderas y se aferró a mí.
―¡Lucian!
Le besé la frente.
―Te tengo.
―Tú me tienes a mí; ¿quién te tiene a ti? ―Bromeó , relajá ndose un poco.
―¿Acabas de citarme al Superman supercampista de los setenta? ―Pregunté,
riéndome.
―Tú empezaste. ―Se agarró un poco má s fuerte―. Con tu cuerpo de superhéroe
y todo eso.
―¿Qué? ―Le acaricié la mejilla, besando su suave piel mientras daba una vuelta a
la pista.
―Patinando conmigo en brazos como si no fuera gran cosa ―refunfuñ ó mientras
inclinaba la cabeza lo suficiente para dejarme pellizcar el borde de su mandíbula.
―Eres ligera como una pluma ―le dije. Ella resopló , y la besé de nuevo―. Sin
embargo, cuéntame má s sobre esto del cuerpo de superhéroe.
KRISTEN CALLIHAN
―Bá jame, y te mostraré todos mis momentos favoritos.
―Sujétate ―le indiqué, y luego la hice girar mientras se reía y chillaba. La dejé
junto a las tablas, pero seguí abrazá ndola―. ¿Dó nde has aprendido a patinar así?
Fiel a su palabra, sus manos se deslizaron por mi pecho, acariciando con aprecio.
―Había una pista de patinaje a dos manzanas de mi casa. Iba allí después de la
escuela y tomaba clases.
Mis manos se dirigieron a la curva de su culo.
―No tienes ni idea de lo mucho que me excita que sepas patinar.
―Tengo una idea. ―Sus caderas se apretaron contra las mías―. Una pista
bastante prominente ahí, Lucian.
―Vas a recibir algo cuando lleguemos a casa, Em.
Se echó a reír, sus ojos brillaron con humor.
―No tenía ni idea de que fueras tan fá cil.
―Sí, lo sabías. ―Agaché la cabeza y atrapé su boca con la mía, besá ndola lenta y
profundamente, deleitá ndome con el calor de su boca contra el aire relativamente frío.
Me pareció que estaba en el hielo, disfrutando. Feliz. Era feliz.
―Gracias ―dije cuando nos separamos.
Sus labios estaban ligeramente hinchados y suavemente separados.
―¿Por qué?
―Traerme aquí, llevarme al hielo. ―Le toqué la mejilla, apartando un mechó n
de pelo errante―. No pensé que volvería a disfrutar de ningú n aspecto del patinaje.
Pero esto es bueno. Es necesario.
Ella también lo era. Se había colado en mi vida en uno de los peores momentos
posibles y, sin embargo, ahora que estaba aquí, la idea de dejarla marchar era
inimaginable. La gratitud me inundó y apoyé mi frente en la suya. Como si supiera que
estaba deshecho, me rodeó la cintura con sus brazos y me abrazó .
Antes de Emma, no le daba mucha importancia a los abrazos de los amantes. No
había visto el sentido de los abrazos a menos que se tratara de un miembro de la
familia. No me avergonzaba admitir que Emma me daba ganas de abrazarla. La
presió n de sus curvas má s pequeñ as contra mi estructura má s grande me hacía querer
acunarla con cuidado. Pero la forma en que me abrazaba con fuerza me hacía sentir
protegido. ¿Y no era eso un placer para la mente?
KRISTEN CALLIHAN
La envolví en mis brazos y gruñ í, queriendo decirle lo mucho que significaba
para mí pero sin poder formar ninguna palabra real.
―Haré el acto benéfico ―fue lo que acabé diciendo.
Besó el centro de mi pecho.
―Eres un buen hombre, Lucian. Y estoy orgullosa de ti.
No podía entender por qué lo haría; todo lo que había hecho con mi vida era
jugar al hockey lo mejor posible, pero tomaría su elogio y lo mantendría cerca. No sé
cuá nto tiempo estuvimos allí; me sentía tan bien que no tenía ganas de moverme. Pero
finalmente, ella se retiró .
―Vamos entonces; déjame ver lo rá pido que puedes ir.
―¿Quieres que me exhiba para ti, Em?
―Lo hago.
―Bien entonces. ―Me empujé y lo hice.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Treinta y Uno
Emma

La recaudació n de fondos de los Raston tuvo lugar en Los Á ngeles, con una
jornada de patinaje y saludo para los niñ os y una cena para todos los donantes. Lucian
se quedó en silencio y tenso durante el trayecto, pero de vez en cuando alargaba la
mano y la apoyaba en mi rodilla, como si quisiera decir que seguía estando ahí
conmigo.
Lo dejé en su soledad, sabiendo que a veces había que resolver algunas cosas por
uno mismo. Si me necesitaba, estaría aquí. Para cuando llegamos al Staples Center, su
pierna rebotaba con un ritmo agitado mientras miraba con el ceñ o fruncido el estadio
que se avecinaba.
―Hola ―dije antes de llegar al servicio de aparcacoches, que estaba aparcando
coches para otros jugadores.
Unos ojos verdes como el invierno, sombreados bajo severas cejas, me miraron.
Me pregunté si realmente me veía en su inquietud. Por deferencia a las reglas de su
amado deporte, llevaba un traje gris claro y una corbata azul hielo, que lo hacían a la
vez devastadoramente guapo y cerrado.
―Tú tienes esto. ―Toqué su rodilla que rebotaba―. Te aman.
Pá lido y con la boca pellizcada, me miró fijamente y luego parpadeó una vez.
Como si saliera de un trance, dio un largo suspiro y me dedicó una apretada sonrisa.
―Estoy bien, Snoop.
No creía que ninguno de los dos estuviera engañ ado, pero estaría bien. Eso sí lo
creía. Tenía que. Una vez dentro, tomamos caminos distintos, Lucian fue aclamado al
instante y rodeado por sus antiguos compañ eros de equipo y de hockey mientras me
llevaban a una secció n VIP reservada para los invitados de los jugadores.
―¿A quién has venido a buscar? ―Preguntó una mujer de má s o menos mi edad,
con un precioso pelo negro que caía en una sá bana brillante por su esbelta espalda. Me
resultaba familiar, pero no podía identificarla.
KRISTEN CALLIHAN
―Lucian ―dije, y ella frunció el ceñ o, claramente sin reconocer su nombre―. Luc
Osmond.
Su expresió n se aclaró y sonrió ampliamente.
―¿Oz está aquí? ¿De verdad?
―Sí.
―Oh, Dios mío, estoy tan feliz de escuchar eso. Le hemos echado mucho de
menos, ¿sabes?
El orgullo se apoderó de mí y me encontré devolviendo la sonrisa. Realmente,
sonriendo.
Porque obviamente estaba emocionada, y Lucian era mi hombre.
La mujer extendió la mano.
―Soy May Chan. Drexel Harris es mi marido.
Nos dimos la mano, cuando su nombre por fin cayó en la cuenta.
―¿No es la May Chan dueñ a de Daisy Chain?
―La misma.
Había comprado en una de sus tiendas de ropa vintage algunas veces, pero só lo
la había visto de lejos.
―Me encanta tu tienda. Tienes la mejor ropa.
May miró mi vestido vintage de línea A de los añ os cuarenta, de lino azul oscuro
con pequeñ as mariposas granates bordadas en el corpiñ o, y sonrió .
―Es de Daisy Chain, ¿no?
―Lo es.
―Otro cliente satisfecho. Justo lo que me gusta ver.
Nuestras risas se interrumpieron cuando comenzó el programa. Las luces se
atenuaron y salieron al hielo los jugadores de hockey, cada uno de ellos escoltado por
un niñ o en patines. Era tan bonito, que me encontré aplaudiendo y con una gran
sonrisa. Los jugadores fueron anunciados por orden alfabético. Cuando se acercó el
nombre de Lucian, mis entrañ as se apretaron con anticipació n.
En el momento en que Lucian entró en el hielo, de la mano de una niñ a con una
coleta oscura y una sonrisa radiante, el estadio estalló en un alboroto de vítores. Se
me puso la piel de gallina.
KRISTEN CALLIHAN
Realmente parecía una montañ a de hombres en plena marcha, enorme y eterna.
Su sonrisa era la misma que me había regalado antes de separarnos, pero mientras
seguía saludando con la mano y el pú blico seguía gritando y animando, se me escapó
una verdadera sonrisa -fugaz y tímida- y mis ojos ardieron con lá grimas no
derramadas.
―Tiene buen aspecto ―observó May.
Por supuesto que sí. Pero me pareció que la gente podría haber asumido que
Lucian había quedado disminuido y enfermo al retirarse. ¿Es eso lo que temía que
vieran cuando llegara aquí? En cualquier caso, tenía razó n al suponer que se dirigiría
mucha atenció n hacia él.
Pero no mostró ninguna tensió n mientras ocupaba su lugar con los demá s, y
pronto comenzaron un simulacro de juego, los chicos trabajando con los niñ os. Vi a
Brommy y a Anton en el hielo, cada uno ayudando a su propio niñ o. Pero mis ojos se
centraron principalmente en Lucian. Dios, era tan bueno con la niñ a con la que había
sido emparejado. Y muy bueno con todos ellos.
Se movía como si hubiera nacido en el hielo. Y eso me rompió el corazó n un poco
má s. Quería envolverlo y abrazarlo, a este hombre grande y fuerte que había pasado
por tanto en tan poco tiempo.
―No puedo creer que haya aparecido ―dijo una mujer detrá s de mí. No me giré,
sino que miré a Lucian mientras su amiga respondía.
―Pensé que no podía patinar.
No tenía ni idea de si estaban hablando de Lucian, pero las probabilidades eran
buenas, y mi espalda se puso rígida, mis oídos se fijaron en su conversació n.
―Bueno, era un absoluto desastre cuando me fui. Ni siquiera se levantaba de la
cama.
―Oh, qué triste. Pobrecito.
Mi ceja se levantó ante eso.
―Lo sé. Pero fue lo mejor. No era el hombre que yo creía que era, y necesitaba
seguir adelante.
―Es una pena. Ozzy habría sido una leyenda.
―Ya no. Ahora es só lo un... ―Una respiració n expansiva me revolvió el pelo―. Un
espectá culo secundario.
KRISTEN CALLIHAN
En ese momento, me di la vuelta. No pude evitarlo. Se me pusieron los pelos de
punta y la ira se enroscó en mi vientre. A mi lado, May también se puso rígida. Estaba
claro que ella también había escuhado.
Dos mujeres -una pá lida y rubia, otra bronceada y morena- estaban de pie con
expresiones trá gicas. La rubia, que debía ser Cassandra, era hermosa como una
modelo de catá logo: impecable pero casi como una muñ eca. Era poco caritativo
compararla con una Barbie, pero no me sentía muy generoso en ese momento.
Sus grandes ojos marrones se fijaron en mí y me dedicó una brillante sonrisa.
―Dios mío, ¿eres Emma Maron?
―Lo soy. ―Las palabras apenas pasaron por mi mandíbula cerrada. Quería
abofetear a esta mujer. Lo cual era un shock; nunca había querido levantarle la
mano a nadie. Ni siquiera a Greg cuando lo encontré engañ andome. Pero mi mano se
movió a mi lado.
Cassandra no pareció percibir el peligro y se acercó má s.
―Soy una gran fan de tu programa. Cassandra Lavlin. Mi prometido es Adam
Cashon. ―Me miró expectante.
―Qué bonito. ―Quería apartarme. Quise echarme encima de ella. Me quedé
congelada.
Ella parpadeó , obviamente esperando má s.
―¿Y tú está s con?
―Lucian Osmond.
Fue bastante gratificante ver có mo se le iba el color de la cara.
―Oh. Yo... ah... Conozco a Luc... Lucian, es decir.
―Lo sé.
―¿Sí? ―Parecía complacida por ello y miró hacia el hielo. No hacía falta ningú n
talento especial para saber que estaba mirando a Lucian.
No mereces poner los ojos en él.
―Sí, su primo Anton dijo que Lucian había estado comprometido con una mujer
llamada Cassandra. ―Su sonrisa era un poco menos firme ahora, y me miró con
recelo―. Qué suerte tienes de encontrar otro prometido tan pronto.
May hizo un ruido estrangulado de diversió n, y la amiga de Cassandra la miró
con desprecio.
KRISTEN CALLIHAN
―Eh... ―La nariz de Cassandra se arrugó , y supe que estaba tratando de
averiguar si la había insultado―. Gracias.
Mi sonrisa de respuesta fue glacial.
―Realmente debería darte las gracias.
―¿Agradecerme? ―Unos confusos ojos marrones parpadearon rá pidamente.
―Sí. Si no hubieras abandonado a Lucian, tal vez no lo hubiera conocido. Es el
mejor hombre que he conocido. Así que gracias.
En ese momento, le di la espalda. Podría haber dicho má s, haber dicho cosas
peores, pero ella no merecía la pena. Me moví para sentarme, pero su mano en mi
brazo me detuvo. Se había alejado de su amiga y estaba frente a mí en las escaleras.
―Mira, sé que ha sonado mal lo que he dicho sobre Luc. Pero deberías saber que
el hockey lo define. Sin él, no es má s que una cá scara.
―Te equivocas. Es mucho má s que eso.
Su sonrisa era tensa y recelosa.
―Espero por tu bien que sea cierto. Porque el hombre que conocí no era capaz de
amar nada má s que el deporte.
Como si sintiera mi mirada, Lucian levantó la cabeza y su mirada chocó con la
mía. Algo ligero y dulce brilló en sus ojos, y sonrió , haciéndome un gesto con la mano.
Su sonrisa se atenuó cuando vio claramente a Cassandra conmigo. Espoleé una amplia
sonrisa, pero él no la devolvió .
A mi lado, Cassandra lo asimiló todo.
―Buena suerte con Luc.
Se marchó entonces, dirigiéndose a los tableros. El programa había terminado y
los jugadores se reunían y saludaban a má s aficionados y padres. Mis tacones
chasqueaban en las escaleras de cemento mientras bajaba, coincidiendo con los
latidos de mi corazó n. Quería tocarlo, escuchar su voz, estar cerca de él. Lo necesitaba.
Lucian se acercó a mi encuentro patinando, como un hermoso hombre
montañ a que era. Me miró desde su gran altura con ternura y afecto, pero su
mandíbula estaba colocada en una línea dura.
―¿Te molesta?
Sonaba como si fuera a hacer un problema si decía que sí. Lucian se preocupaba.
Se preocupaba tanto que rara vez dejaba que alguien lo viera. Pero yo lo vi. Me incliné,
apoyando mi vientre en las tablas.
KRISTEN CALLIHAN
―No, ella no me molesta. ¿Te molesta?
―No. ―Su sonrisa era tensa, preocupada―. Ya no.
Busqué en su rostro, queriendo tranquilizarlo, queriéndolo.
―Esa mujer no te merecía.
La luz llenó sus ojos de una tranquila felicidad.
―Está bamos mal avenidos. Yo estaba destinado a ti.
―Bésame.
La boca de Lucian se crispó , pero la tensió n le abandonó .
―Hay mucha prensa alrededor, Snoop. ¿Te parece bien que te vean como mía?
―Eso depende. ¿Te parece bien que te vean como mío?
Su mano enguantada se deslizó por detrá s de mi cuello para acariciar mi nuca.
―Llevaré una etiqueta con mi nombre que lo declare si quieres, cariñ o. ―Me
besó , suave, profunda y largamente.
Lo sentí en mi vientre, en el apretó n de mi pecho que se llenó de anhelo y
satisfacció n. Mis manos encontraron las voluminosas almohadillas de sus hombros y
me aferré a su camiseta mientras le devolvía el beso. No fue hasta que oí un silbido de
lobo y la voz familiar de Brommy llamá ndonos, que me aparté.
Lucian me sonrió , una mirada reservada que prometía má s cosas después.
―Estuviste genial ―dije un poco sin aliento, sin querer alejarme de él.
Las comisuras de su boca se curvaron.
―Fue divertido. ―Me dio un apretó n en la nuca―. Vamos; te presentaré a todos.
Se había colocado una larga alfombra en el hielo para que la gente caminara y se
saludara. Lucian me condujo hasta un grupo de chicos, todos ellos sobresaliendo por
encima de mí con sus patines. Conocí a los amigos de Lucian, la gente que había sido
una parte tan importante de su vida.
Estaba claro que los chicos lo querían y respetaban muchísimo. Parecían echar
de menos a Lucian tanto como Lucian a ellos, pero estaban resignados. Todos tendrían
que enfrentarse a lo mismo algú n día.
Un hombre escarpado y de pelo plateado de unos cincuenta añ os se acercó a
nosotros. "
―m, este es Davis Rickman, mi antiguo entrenador. Rickman, este es...
KRISTEN CALLIHAN
―Emma Maron. Veo su programa religiosamente. ―Rickman estrechó mi mano―.
Un placer conocerte.
Dado que todo el mundo parecía ver mi programa y sentía la necesidad de
decírmelo, cada vez era má s fá cil escuchar los elogios. Hiciera lo que hiciera con el
resto de mi vida, había entretenido a una buena parte de la gente durante mi etapa en
Dark Castle. Eso era una recompensa en sí misma.
Rickman miró a Lucian.
―¿Te parece bien la siguiente mitad? ―Lucian bien podría haber estado hecho de
má rmol.
―Por supuesto.
La siguiente mitad fue un espectá culo de ejercicios de carrera, tiros con truco y
lo que yo consideraba un patinaje elegante. Ver a Lucian maniobrar a toda velocidad
con el disco fue muy sexy.
Dios, era hermoso cuando patinaba. Alegre pero también concentrado, esa
expresió n severa y sus ojos verdes como el hielo formaban un combo que hacía que
muchos fans gritaran y silbaran de pura lujuria. Yo era una de ellas. Pero luego, yo iría
a casa con él.
Qué suerte tengo.
―Es extraordinario, ¿verdad?
Me giré para encontrar a Rickman de pie a mi lado.
―Sí. ―Pero no estaba hablando de hockey.
No me gustaba la forma en que Rickman miraba a Lucian, como si evaluara cada
uno de sus movimientos. Había algo de codicia que me molestaba.
―Tuvo suerte de tener un entrenador que supo dejarlo ir.
Rickman se volvió hacia mí, con los ojos medio ocultos bajo las cejas pobladas.
―Fue su elecció n. No la mía.
―¿Querías que se quedara?
Se encogió de hombros.
―Teníamos las manos atadas. Pero sigue siendo el mejor jugador que he
entrenado. La inteligencia del hockey como la que sueñ as.
No supe qué decir a eso y volví a aplaudir cuando Lucian pasó zumbando.
―Realmente es una pena ―reflexionó Rickman.
KRISTEN CALLIHAN
―Está vivo ―dije―. La pena sería que se muriera.
Unos ojos azules y planos me miraron desde un rostro con líneas obstinadas, si
no tristes.
―Algunos jugadores te dirían que está n mejor así que con una carrera truncada.
La rabia bullía en mis venas, pero conseguí mantener el tono frío.
―Cualquiera que piense eso es un tonto.
Rickman se limitó a encogerse de hombros y volvió a observar a los jugadores.
―No es a mí a quien tienes que convencer.

***

Lucian

―Entonces. ―Emma me sonrió mientras me rodeaba la cintura con su brazo y


salimos del estadio.
―Entonces ―repetí, conteniendo una sonrisa. Era demasiado adorable y se
sentía perfectamente bien arropada contra mí. Emma me dio un codazo en las
costillas, buscando mi punto de cosquilleo, la mujer malvada.
Definitivamente no me reí. Agarré su mano diabó lica y le di un beso en la punta
de los dedos.
―¿Te has divertido, Snoop?
―Sí. ―Apoyó su cabeza en mi hombro, tarareando―. Estuviste espectacular. Un
jugador realmente fenomenal.
Me lo habían dicho de tantas maneras diferentes a lo largo de los añ os que había
perdido su significado. Pero al oír las palabras que salían de la bonita boca de
Emma, con un tono reverencial y lleno de asombro, no podía sino sentirme orgulloso.
Quería cacarear, pavonearme. . levantarla y hacerla girar por el placer de hacerla
sonreír y reír.
Había tenido una pequeñ a muestra de lo que había sido, de mi mejor versió n.
Había visto a los aficionados animarme y lo había hecho con ellos, con sus ojos
KRISTEN CALLIHAN
brillando de orgullo. Me hizo querer poner esa mirada en su cara todos los días de mi
vida. Quería su admiració n, hacerla sentir orgullosa todo el tiempo.
Me dolía el pecho con una sú bita fiereza que me hizo apretar la mano contra
él. Pero ella no se dio cuenta. Seguía charlando de toda mi "habilidad sin esfuerzo", lo
cual era bonito pero me hacía sentir como una farsa.
Verla hablar con Cassandra no había ayudado. El intercambio no había parecido
amistoso, y podría haber adivinado lo que Cass había dicho, pero no quise preguntarle
a Emma. Principalmente porque no quería que dejara de mirarme como si fuera su
héroe.
Pensé que eras más que hockey, Oz. Ahora veo que no lo eras.
Molesto por haber pensado en las ú ltimas palabras de Cassandra, la aparté de mi
mente y tomé la mano de Emma.
Una multitud esperaba en los bordes de la zona acordonada que lleva al
aparcamiento. Varios jugadores estaban firmando autó grafos. A medida que nos
acercá bamos, se oían gritos que decían mi nombre. Emma movió sus doradas cejas.
―Su pú blico los espera.
―¿Te importa?
―¿Por qué iba a importarme? Los fans se merecen su tiempo.
Nos dirigimos hacia ellos y rá pidamente me inundaron con peticiones de
autó grafos.
Pero cuando escuché que decían su nombre, levanté la vista.
Emma se había hecho notar. Y todos esos faná ticos del hockey se habían
arremolinado. Había seguridad cerca, y Emma no parecía abrumada ni nerviosa. Al
contrario, su sonrisa era amable y hermosa mientras firmaba autó grafos y posaba
para los selfies.
―¿Es realmente tu novia?
El tipo cuya camiseta de Osmond había estado firmando miró a Emma y luego a
mí, como si no pudiera creerlo. Algunos días yo tampoco podía, no por lo que ella era
para el mundo, sino por el simple hecho de que no había nadie que me gustara má s
que ella.
―Sí. Esa es mi chica.
―Maldito afortunado. ―Era un adolescente tardío, el acné le acribillaba los
bordes de la mandíbula, su cuerpo aú n no estaba relleno. Recordé esos añ os. No
recordaba haber sido tan directa, pero no podía discutir su opinió n.
KRISTEN CALLIHAN
―Má s de lo que crees. ―Le devolví el bolígrafo y el jersey. Tenía la intenció n de
acercarme a Emma. Pero descubrí que no podía moverme. Dios, ella brillaba.
Ahora me doy cuenta de que su confianza en sí misma se vio afectada cuando
llegó a Rosemont. Siempre había sido hermosa, inteligente y testaruda, pero al
principio no irradiaba ese nivel de seguridad en sí misma y felicidad.
Rosemont la había curado.
Yo también quería atribuirme parte del mérito de su transformació n. Sin duda,
ella me había devuelto a la vida, me había hecho querer ser un hombre mejor. Pero,
¿había hecho yo algo similar por ella? Sabía que le gustaba estar conmigo. Pero,
¿podría hacerla sentir orgullosa? Porque después de hoy, volvería a Rosemont como
un hombre sin rumbo.
Su estrella estaba en alza, mientras que la mía había caído. Se me hizo un nudo
en la garganta mientras la miraba. Tal vez fue profético, o tal vez un deseo concedido,
que mi teléfono zumbó con un texto entrante de mi agente, Carlos.
Algo pateó fuerte y potente en el centro de mi pecho. Rickman y el GM de mi
equipo, Clark, querían reunirse.
Carlos: No prometo nada. Pero tienen algunas ideas interesantes que creo
que deberíamos escuchar.
Miré a Emma, que seguía trabajando con la multitud, y mis dedos se apretaron
alrededor de mi teléfono, con una extrañ a oleada de miedo y esperanza
arremoliná ndose en mi interior. Mis dedos se mantuvieron firmes mientras respondía:
Estaré allí.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Treinta y Dos
Emma

―Ven conmigo. ―Tomé la mano de Lucian y lo llevé al patio privado de nuestro


bungalow. Habíamos estado separados todo el día: Lucian en reuniones, yo en
reuniones y luego saliendo con Tate. Tenía tanto que contarle; la emoció n y la
anticipació n burbujeaban en mis venas como el champá n recién descorchado. Pero eso
podía esperar. Aquí y ahora era nuestro momento.
El bungalow Marilyn estaba reservado, así que Lucian nos había reservado el
bungalow 5, que tenía una característica particular que yo quería utilizar. Una piscina.
Se detuvo en su borde, y una pequeñ a sonrisa jugó alrededor de los bordes de
sus labios.
―¿Có mo es que sabía que al final me ibas a traer aquí?
Me quité las sandalias.
―Eso es lo que obtienes cuando atormentas a mujeres inocentes con tu
espectá culo acuá tico nocturno de cuerpos calientes.
Se rió , el sonido rico y retumbante. Libre. Puede que Lucian no estuviera
completamente curado de mente y espíritu, pero poco a poco estaba perdiendo la
tensió n que le montaba y empezaba a salir de su caparazó n. Me encantó .
―Cuerpo caliente, ¿eh? ―sus ojos verdes invierno brillaron en el crepú sculo.
―Lo sabes, Brick. Eres un incentivo andante para el sexo. Tentació n con
fanfarronería.
Sus fosas nasales se encendieron, pero su tono era suave como la crema.
―Dices las cosas má s bonitas, Snoop.
―Mmm... ahora quítate la ropa, honey pie.
Lucian frunció el ceñ o, pero estaba demasiado distraído con mi vestido sobre la
cabeza como para responder durante un buen rato. Cuando lo hizo, su voz se volvió
á spera.
KRISTEN CALLIHAN
―Te está s desnudando.
Sonreí ampliamente.
―Observador esta noche, ¿no?
Sus labios se movieron.
―¿Realmente quieres hacer esto?
Sabía a qué se refería. Los altos muros y la vegetació n rodeaban la piscina por
todos lados, pero no era una casa privada. Existía la posibilidad de que nos viera algú n
paparazzi emprendedor que trepara por las paredes. Una posibilidad infinitesimal.
Pero Lucian y yo éramos muy conscientes de nuestra fama. La cosa era que ya no me
importaba. Si alguien quería llegar a tales extremos para tratar de avergonzarme, no
había nada que pudiera hacer al respecto. Quería vivir. Quería regocijarme en la vida y
simplemente ser.
Llevé la mano a mi espalda y me desabroché el sujetador.
Lucian soltó un gemido bajo cuando la arrojé a un lado.
―Diablos, Em. No creo que nunca deje de desearte.
La intensidad de su mirada se sentía como un guante de terciopelo a lo largo de
mi piel.
―Bien, porque me vas a tener. Mucho.
Gruñ ó , con un sonido complaciente y ligeramente depredador. Un nuevo pulso
de calor subió por mis muslos y tensó mi sexo.
Mis dedos se engancharon en mis bragas, pero me detuve.
―No te está s desnudando.
Lucian parpadeó , como si saliera de la niebla, y me lanzó una mirada iró nica
mientras se quitaba la camisa. Señ or, pero tenía una hermosa complexió n, fuerte pero
grá cil, definida y ajustada. El tono aceitunado de su piel adquiría matices de azul
pá lido y gris en la penumbra de la noche. Me sostuvo la mirada mientras sus dedos
tanteaban el botó n de sus vaqueros. Sonreí y me quité las bragas.
―Joder. ―Exhaló una fuerte bocanada de aire, deteniéndose, observando.
Me reí y entré lentamente en el agua, con la respiració n entrecortada por el
repentino frescor.
La primera vez que Lucian se había desnudado para mí, había sido un
espectá culo. Eso estaba claro ahora. Esta vez, se quitó la ropa en un santiamén,
KRISTEN CALLIHAN
volando sobre una tumbona en su apuro. Me miró de reojo mientras se acercaba a un
lado y se dejaba caer en el agua. Pero en cuanto se acercó nadando, me escabullí.
―Así que es así, ¿eh? ―Me echó una mirada arqueada, con una risa en los ojos.
Luego vino detrá s de mí.
Chillé, para divertirme, y me evadí. La piscina no era muy grande ni profunda, y
en realidad no estaba tratando de escapar. Me atrapó en menos de un minuto,
riéndose mientras me arrastraba contra la dura y cá lida longitud de su cuerpo. Riendo,
me aferré a sus hombros mojados y le aparté un mechó n de pelo mojado de la frente.
―Me has atrapado. ¿Ahora qué vas a hacer conmigo?
Tarareando, Lucian nos hizo dar vueltas.
―Estoy creando una lista mental. ―Sus grandes manos se deslizaron por mi
espalda y ahuecaron mi trasero, sujetá ndome contra una impresionante erecció n.
Volvió a reírse cuando me retorcí contra él, mordiéndome el labio de lujuria e
impaciencia. Su boca atrapó la mía y chupó suavemente mi maltratado labio inferior.
Pero no hizo ningú n otro movimiento. No lo necesitaba. Los dos nos deleitamos en el
simple acto de aferrarnos el uno al otro, besá ndonos lenta y profundamente.
―Debería haber hecho esto la primera vez que estuvimos juntos en una piscina
―dijo contra mis labios, su calor y pereza.
Le acaricié la boca.
―Bueno, traté de tentarte.
―¿Trataste? ―Lucian soltó una carcajada que acabó siendo un gemido de
autodesprecio―. Acabé follá ndome la mano toda la noche y deseando que fueras tú .
Rodeé su cintura con las piernas y me contoneé, lo suficiente para que sintiera
mi sexo resbaladizo contra su dureza. Volvió a gemir, y su agarre en mi trasero se hizo
má s fuerte. Le mordí el labio inferior.
―Yo también.
―Joder, Em...
Durante largos momentos nos dejamos llevar y nos besamos, murmurando
palabras de necesidad y á nimo. Los hombros de Lucian se apoyaron en el borde de la
piscina y me abrazó . El agua salpicaba sus largas pestañ as, irradiá ndolas hacia fuera
desde unos ojos verde pá lido que no eran fríos, sino que estaban llenos de afecto.
―No debería haberme resistido a ti. Fue un ejercicio de fracaso.
―La resistencia es inú til.
KRISTEN CALLIHAN
Lucian rió , lenta y profundamente, pero su expresió n siguió siendo pensativa.
―Pensar que podríamos haber estado haciendo esto todo el tiempo.
Le besé la mejilla y la mandíbula, y luego me detuve y sonreí ampliamente.
―Bueno, hay algo que decir sobre la anticipació n.
Me tocó la frente, limpiando el agua, mientras su mirada buscaba en mi rostro.
―Dios, Em, te ves...
―¿Qué? ―Rechiné, con el corazó n golpeando la frá gil pared de mi pecho.
―Feliz ―dijo, con su propia sonrisa floreciendo―. Se te ve tan feliz.
―Porque lo soy. ―Le devolví la mirada―. Por ti.
Lucian tragó con fuerza, su garganta trabajando.
―¿Te hago feliz?
―Por supuesto que sí. ―Acaricié su mejilla hú meda―. ¿Có mo puedes no saberlo?
Me miró fijamente durante un momento, luego bajó la cabeza y me besó
ferozmente. Me iluminó el cuerpo, recorriendo mi vientre, revoloteando en mi
corazó n.
―Em... ―Su boca persiguió y acarició ―. No sabes... có mo podrías saber... ―Se
interrumpió , besando mi cuello, mi mejilla y mi boca una vez má s―. Todo era oscuro y
vacío hasta que llegaste. Sin sabor. Sin alegría.
Se estremeció , apoyando su frente contra la mía.
―Me alegro mucho de hacerte feliz.
Lo abracé con fuerza, nuestras respiraciones se mezclaron.
―Vivo en un mundo de egos y fantasías. Pensé que la fama era lo que necesitaba,
que estaría a salvo si la tenía. ―El agua nos golpeó en el pecho mientras yo lo miraba a
la cara―. No está s a salvo, Lucian. Pero eres real. Cuando estoy contigo, me siento viva.
Me siento só lo yo. Y tuve que conocerte para entender que eso es lo mejor que
podemos ser.
La noche caía a nuestro alrededor, el agua tintineaba mientras nos mirá bamos. El
pecho de Lucian subía y bajaba mientras me abrazaba, asimilando mis palabras.
Cuando habló , su voz parecía salir de lo má s profundo de él.
―No sé qué he hecho para merecerte, Em. Pero te juro que haré todo lo posible
para ganarme el derecho a conservarte.
KRISTEN CALLIHAN
Antes de que pudiera decirle que ya se había ganado ese derecho, me besó de
nuevo y luego nos sacó rá pidamente del agua, dirigiéndose a la cama.

***

Lucian
―Dios, te sientes tan bien. ―Tumbados frente a frente, con nuestros cuerpos
enredados lo má s cerca posible, bombeé en el calor resbaladizo de Emma y gemí.
Temblando, tomé su mejilla sonrojada y besé su suave boca. La amé durante horas,
lentamente, con cada centímetro de mí ansiando la liberació n, pero prolongá ndola
todo lo posible. Habíamos estado así toda la noche y, ahora, bajo el cá lido sol de la
mañ ana.
―Lucian. ―Se balanceó conmigo, las puntas de sus pechos rozando mi pecho.
Gruñ endo, metí la mano entre nosotros, encontré su dulce e hinchado pezó n y lo
pellizqué. Las paredes de su sexo se apretaron en respuesta, y ella giró sus caderas en
un gemido. Es tan jodidamente bueno.
Tan bueno que sentí que volaba.
Emma estaba en mis brazos y todo estaba bien en el mundo. No podría precisar
el momento exacto en que se convirtió en mi verdad; tal vez había sido desde el
momento en que nos conocimos. Desde el primer momento, ella me hizo sonreír,
arrojó sol y aire a mi mundo oscuro y cerrado.
La necesitaba como había necesitado el hielo, como necesitaba comida y agua. La
besé de nuevo, lamí la curva del labio inferior.
―Em. Nunca ha sido así ―susurré―. Nunca ha sido así.
Nuestras miradas chocaron justo cuando llegué a un punto en el que se corrió
alrededor de mi polla, apretá ndola con tanta fuerza que vi las estrellas. La seguí con
un gemido largo y desgarrado, me metí dentro de ella con golpes fuertes y apretados.
Vacío y repleto, la acerqué imposiblemente con un suspiro. Durante un largo
momento, permanecimos en perfecto silencio, contentos de abrazarnos el uno al otro.
Entonces ella inclinó la cabeza para mirarme.
Una sonrisa somnolienta, pero satisfecha, iluminó sus ojos.
KRISTEN CALLIHAN
―Me has reducido a un charco sin huesos.
Pasé mi mano por la sedosa curva de su mejilla.
―Déjame hacerlo de nuevo.
Lo decía en serio. No creí que fuera capaz de moverme durante un tiempo. Ella
también me había destrozado.
Con un gemido dramá tico, se echó hacia atrá s y se acurrucó en el hueco de mi
brazo.
―Primero necesito un largo bañ o caliente. Y un café. ―Parpadeó y me miró ―.
Dios, mataría por uno de tus croissants ahora mismo.
Me mordí una sonrisa. Como todavía está bamos en el hotel, eso tendría que
esperar.
―Es gratificante saber que me quieres por mis productos horneados.
―Y tu polla también.
Me ahogué en una carcajada y luego agaché la cabeza para acariciar su cuello.
―Descarada, Snoopy.
―Mmm. ―Su dedo trazó los espirales de pelo en mi pecho―. Tuve una buena
conversació n con mi agente ayer.
Después de la recaudació n de fondos, Emma se había reunido con su agente
mientras yo hablaba con Rickman y Clark. Ninguno de los dos había tenido la
oportunidad de hablar con el otro, ya que bá sicamente nos habíamos lanzado como
adolescentes cachondos en cuanto nos quedamos solos en la habitació n del hotel. No
podía decir que tuviera prisa por contarle mis noticias; sabía que no iba a ir bien. En
cambio, me concentré en la suya.
―¿Qué dijo tu agente?
―Hay un papel. El director y los productores me quieren. Es un drama basado en
un gran bestseller.
Me dijo el título y silbé por lo bajo.
―¿A quién quieren que interpretes?
―Beatrice.
Conocía el libro. Beatrice era la protagonista principal, que o bien se disolvía
lentamente en la locura o bien era acechada por un asesino; el pú blico no lo sabría
hasta el final. Si Emma lo conseguía, sería una gran estrella.
KRISTEN CALLIHAN
―Puedes hacerlo ―dije con convicció n.
Se agarró a mi brazo, aguantando.
―Lo sé. Puedo sentirlo. Esta es mi parte.
La besé rá pida y suavemente.
―¿Dó nde se filma?
―Aquí en Los Á ngeles en su mayor parte. Creo que también hay algunas escenas
en Nevada. ―Su sonrisa se suavizó ―. No voy a ir muy lejos"
La promesa me hizo detenerme; la realidad de nuestra situació n, de có mo
cambiaría pronto, volvió a asomar para hurgar en mis entrañ as. No le había contado
mis noticias. No podía hacerlo ahora. No ante su felicidad.
Aparté ese pensamiento y me concentré en besar sus labios, en ligeros picotazos
que no tenían por qué llevar a ninguna parte, pero que enviaban pulsos de placer por
mi columna vertebral cada vez que la tocaba.
Hizo un ruido de satisfacció n, sus dedos peinando mi cabello.
―Oh, y hay algo má s.
―¿Algo má s grande que un papel en un potencial éxito de taquilla?
―Bueno, no tan bueno, pero creo que es bastante grande.
―Dime, dulce Em.
Se acurrucó en mí.
―Quiero llevarte a algú n sitio. ¿Vienes conmigo?
―¿No me vas a decir dó nde?
―Es una sorpresa.
―Misteriosa. Me gusta. Voy a ir. ―Aparté el edredó n, exponiéndola a mi mirada―.
Pero tú primero.
Después de un largo y minucioso intercambio, ambos llegamos.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Treinta y Tres
Lucian

La casa estaba en Los Feliz, donde la carretera se adentraba en las colinas hacia
el Observatorio Griffith. Escondida tras una puerta privada de estuco, era una finca de
estilo revival españ ol de los añ os veinte. En muchos sentidos, era una versió n má s
pequeñ a de Rosemont, con su tejado de tejas de terracota, sus paredes de yeso blanco,
sus puertas con arcos oscuros y sus techos con vigas. Las rosas se aferraban a las
paredes y salpicaban el patio.
Nuestros pasos fueron silenciosos mientras me guiaba a través de un gran saló n
con una chimenea de piedra tallada, pasando por una biblioteca con paneles de roble,
hasta llegar a una cocina luminosa con amplios ventanales que daban a un oasis de
piscina. Las gastadas encimeras de má rmol se extendían frías y suaves bajo mi palma.
Observé los hornos de doble pared y los fogones de ocho fuegos. Era la cocina de un
chef. Y, evidentemente, el corazó n de una casa muy querida.
―Es privado ―decía Emma, caminando hacia las puertas dobles arqueadas que
se abrían al exterior―. Y tranquilo.
―Tiene buena luz. ―Mi mirada recorrió la cocina, observando la enorme
despensa y la zona de desayuno. Tenía guardada la vieja mesa de granja de Jean
Philipe. Encajaría perfectamente aquí, brillando a la luz del sol.
En la pared má s alejada había armarios y estanterías con cristales. Había espacio
má s que suficiente para guardar bandejas, platos, utensilios de cocina y vajilla. Miré a
Emma, sintiendo su mirada.
Me sonrió tímidamente.
―Te gusta.
―Lo hace. ―No explicaba la forma en que mi corazó n amenazaba con salirse del
pecho.
―Lo estoy comprando.
KRISTEN CALLIHAN
Ahí estaba. Me lo esperaba; ¿por qué si no me iba a traer a ver una casa en
venta? Pero la confirmació n siguió golpeando con la fuerza de una patada bien dada.
―¿Cuá ntas habitaciones?
―Cinco. ―Ella no se movió de su lugar en el sol.
―Un poco grande para una persona.
―Sí. Pero se siente bien aquí. Como en casa. ―Su mirada no se apartó de la mía.
En casa. La suya. Lejos de la mía. ¿Pero realmente tenía un hogar? Rosemont era
de Amalie. Sí, siempre sería bienvenido, y había sido mi refugio. Pero, ¿era un hogar o
un espacio seguro para esconderme del mundo?
Volví a pasar la mano por el mostrador. A diferencia de muchos mostradores de
las casas de lujo de California, éste era antiguo. Tenía una historia, contada a través de
débiles manchas y la sedosa suavidad del má rmol. Sería excelente para atemperar el
chocolate o extender la masa.
Casa. La tentació n de crear uno con Emma ardía en mis entrañ as como el azú car
hirviendo, dulce pero doloroso. Porque no podía hacerlo. No ahora, al menos.
―¿Cuá ndo te vas a mudar?
Las tablas del suelo crujieron cuando se acercó un poco má s.
―Tan pronto como pueda. Tal vez dos semanas.
Lo asimilé. Se suponía que ella se iría en algú n momento. Y no estaba tan lejos
de Rosemont. ¿Por qué se me clavó ? ¿Por qué sentía frío a lo largo de mi piel, como si
ella ya se hubiera ido?
Joder. Eso duele. Dijo que la hacía feliz. Quería hacerla feliz y orgullosa.
―¿Lucian?
―¿Sí? ―Intenté que sonara ligero, pero la palabra salió cortante.
Su expresió n era dolorosa y a la vez acogedora, como si tratara de decirme algo
que se me escapaba.
―¿Dó nde vives realmente?
―¿Có mo que dónde? Vivo en Rosemont.
Una pequeñ a arruga se formó entre sus cejas.
―¿Siempre has vivido allí?
KRISTEN CALLIHAN
―Por supuesto que no. ―Me pasé una mano por la nuca―. Tenía un
apartamento en DC. Un bonito lugar en Georgetown, con vistas al Potomac. Lo vendí
porque ya no lo necesitaba.
¿Pensaba ella que yo estaba tan mal? Cristo, yo había sido una estrella. Gané má s
de ochenta millones en mis añ os de juego, con má s ingresos de los avales. Yo era un
hombre rico. Francamente,probablemente gané má s que ella. Incluso sin jugar. Al
instante, me sentí como un idiota por pensar eso.
Tal vez mi ceñ o fruncido proyectaba má s de mis pensamientos de lo que yo creía,
porque ella sacudió la cabeza, como si se disculpara.
―Es que... nunca hablamos de ello. De tu vida. Te quedas en Rosemont como si
te escondieras...
―No me estoy escondiendo. Estoy allí porque... ―Se me hizo un nudo en la
garganta e hice un ruido de agravio para aclararlo―. Mamie necesita compañ ía.
Mierda. Sonaba totalmente ridículo. Y ambos lo sabíamos.
―¿Eso es todo? ―Preguntó suavemente, con dulzura―. ¿Vas a dedicar el resto de
tu vida a hacer compañ ía a Amalie?
Se me retorcieron las tripas y gruñ í, apartando los ojos de ella, para luego
cabrearme por ello y devolverle la mirada desafiante.
―Es mi abuela.
―Lo sé. ¿Pero qué hay de tu vida? ―Ahora estaba má s cerca, mirá ndome desde el
otro lado de la larga isla de la cocina―. Eres tan joven. Tienes tantas opciones...
―Así es ―interrumpí, sintiendo que se acumulaba ese viejo resentimiento, esa
vieja frustració n frustrada―. Así es.
Hizo una pausa y volvió a fruncir el ceñ o.
―Sí ―repitió , insegura.
Exhalé un suspiro.
―No quería discutirlo ahora. Pero hablé con Rickman.
―¿Tu antiguo entrenador?
Asentí con la cabeza.
―Rickman, sí. Y a Clark, el director general de mi equipo, así como a Jack
Morison, el propietario. ―Mis manos se extendieron sobre el mostrador, presionando
para que me apoyara―. Si mis médicos me dan el visto bueno, y si me siento bien para
jugar, me aceptará n de nuevo.
KRISTEN CALLIHAN
Fue como si todo el aire saliera disparado de la habitació n. Emma se quedó con
la boca abierta y me miró con horror.
―¿Te llevará n de vuelta? ―Ella palideció ―. Pero te has retirado.
―Todos somos conscientes de ello, Em.
―Te retiraste ―dijo con má s fuerza―, porque corrías el riesgo de dañ ar tu
cerebro. De forma permanente.
―Lo sé ―solté. Luego tomé aire―. Pero todavía estoy en plena forma. Estar en el
hielo de nuevo...se sentía bien. Todavía puedo hacer esto. Podría só lo...
―¿Só lo qué? ¿Morir, joder? ―Lo dijo con estridencia, luego se mordió el labio
como si estuviera luchando por calmarse.
―Tendré cuidado ―dije, luchando, también, cuando todo lo que quería hacer era
gritar―. Tendré mucho cuidado.
―Jugar al hockey. Un deporte de contacto. ―Ella resopló , haciendo una cara―. El
mismo deporte que te metió en esta posició n para empezar.
―Emma...
―No me digas Emma. ―Agitó una mano, como si pudiera alejar su irritació n―.
¡No... me aplaques!
―Bien. No lo haré. ―Me agarré a los lados del mostrador―. Entonces no me
sermonees como si fuera un niñ o ignorante.
―Entonces no actú es como un niñ o ignorante ―replicó acaloradamente. ―Usa
ese gran y precioso cerebro tuyo. Esto es irracional...
―Oh, por el amor de Dios...
―Usaste ese brillante cerebro cuando te retiraste. Ú salo de nuevo, maldita sea.
Mis dientes crujieron y los rechiné, incapaz de responder sin gritar.
La energía crepitaba en torno a Emma, iluminando sus ojos y dibujando las
líneas de su cuerpo en un relieve nítido. Era hermosa, aterradora.
―¿Qué hay de la oferta de Delilah? Te encanta hornear, crear postres. Eres un
artista...
―¡Soy un jugador de hockey! ―Mi grito resonó en el espacio y rebotó hacia
mí―. Es todo lo que siempre he sido o he querido ser! ―El sonido que arrancó de mí
fue como el de un animal herido, avergonzá ndome, enfureciéndome. Golpeé con un
puñ o el mostrador―. No me des lecciones sobre lo que soy cuando tengo la
oportunidad de... de... joderr.
KRISTEN CALLIHAN
Me di la vuelta, con la garganta atascada. Jadeando, apoyé las manos en las
caderas y parpadeé rá pidamente para despejar el ardor de los pá rpados.
El silencio tenía un peso y una frialdad. Cerré los ojos y tomé aire.
―Estoy en la mejor forma de mi vida, Em. Puedo hacerlo. Ahora tendré cuidado.
Sé lo que está en juego.
Las palabras eran tan frá giles como el azú car hilado. Pero ella no las destrozó
como yo esperaba. No luchó contra mí. Su suspiro fue suave, un soplo de aire. Ni
siquiera lo habría oído si no hubiera estado tan atento a su respuesta, esperando la
pelea que yo quería tener.
―Nunca vas a ser feliz con otra cosa, ¿verdad? ―Dijo.
Una onda de algo me atravesó , y todo lo que pude hacer fue sacudir la cabeza en
señ al de negació n. Cerrado y apagado, lo ú ltimo que esperaba era que sus brazos me
rodearan por detrá s, que se apretara contra mí y me abrazara con fuerza.
No lo esperaba. Pero en el momento en que lo hizo, mi cuerpo reaccionó con un
estremecimiento total, mi corazó n pataleando contra la jaula de mis costillas. Apreté
sus delgados antebrazos, rozando su sedosa piel, necesitando ese contacto.
―No quiero pelear ―dijo.
Me giré entonces, acercá ndola.
―Yo tampoco quiero.
Nos quedamos en silencio, abrazados en la cocina que pronto sería suya. Apoyé
mi mejilla en su cabeza, respirando el aroma de su pelo, absorbiendo el calor de su
cuerpo. Pero demasiado pronto, Emma se apartó y echó la cabeza hacia atrá s. Su
mirada añ il recorrió mi rostro.
―Si juegas con tu antiguo equipo, significa que vas a volver a DC.
La verdad se desplomó como una piedra arrojada a un estanque. Una vez má s,
ella había expresado algo que yo no quería. Pero ahora lo había dicho. Dejé que mis
brazos se apartaran de ella, cuando lo ú nico que quería era abrazarla má s fuerte.
―No hay nada establecido. Esto es só lo una prueba tentativa, pero sí, si juego...
DC es donde tendría mi base, pero viajaré por todas partes.
―Conozco el procedimiento. ―Su sonrisa era iró nica y forzada―. Yo también
estaré ocupada. La producció n empieza pronto. De hecho, tengo mi primera reunió n la
semana que viene. Ya sabes, para repasar algunas ideas, conocer al reparto, ese tipo de
cosas.
Se alejó , paseando por la cocina.
KRISTEN CALLIHAN
―Este lugar necesita una buena mesa de granja. Algo como lo que tiene Amalie
en la suya. Tal vez un estante colgante para ollas y sartenes de cobre sobre la isla.
El balbuceo de Emma no era una buena señ al. Se me formó un bulto en el pecho,
que fue aumentando de tamañ o a medida que ella hablaba de lo que quería hacer en
este lugar.
―El dormitorio principal tiene un balcó n parcialmente cerrado que da a la
piscina... ―Su voz se apagó mientras fruncía el ceñ o. Y supe que estaba pensando en el
balcó n de su casita de Rosemont y en la noche en que me vio nadar desnudo.
La pena me inundó . Esto se sentía como una muerte. El fin de nosotros. Quería
detenerlo. Podía hacerlo. Todo lo que tenía que hacer era decir las palabras correctas.
Pero serían una mentira. Tenía que intentarlo, o siempre me preguntaría si había
tomado la decisió n correcta. Nunca saldría de la pérdida. Y no podía soportar má s
pérdidas en mi vida. No en este momento.
―No quiero perderte ―solté.
Emma me miró , con una expresió n de incomodidad que dibujaba las líneas de su
rostro.
Le devolví la mirada, implorando que entendiera.
―Acabo de encontrarte. Pero no puedo abandonar esta ú ltima oportunidad.
Quiero volver a sentirme yo mismo, Em.
Sus hombros se hundieron en un suspiro.
―Sé que lo haces. ―Tragó saliva visiblemente―. No voy a ninguna parte, Lucian.
Pero yo si. Y ambos sabíamos que eso me alejaría de ella igualmente.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Treinta y Cuatro
Emma

No estaba entumecida. Entumecida implicaba una falta de sensació n, y yo sentía


en todas partes. Una horrible sensació n de calambre. No sabía que era posible sentir
tanto miedo por alguien que se empeñ aba en ignorar el peligro al que se enfrentaba.
Miré el duro perfil de Lucian mientras se concentraba en los ú ltimos retoques
del almuerzo de salmó n a la plancha que estaba preparando. La luz del sol, de color
amarillo limó n, brillaba a través de la ventana de la cocina y se reflejaba en su pelo
oscuro. Parecía tranquilo pero no contento.
No se podía evitar. El viaje de vuelta a Rosemont había sido tenso, cada uno de
nosotros callado y en su propio rincó n. Odié cada segundo. De alguna manera, Lucian
se había convertido en el centro de mi mundo, y no era un lugar feliz cuando
está bamos separados.
No es que ninguno de los dos quisiera admitir que está bamos en una pelea
prolongada.
Yo era demasiado buena para fingir que no sentía dolor, y él también.
Una solució n horrible, dado que mi ansiedad y mi dolor aumentaban cada vez
que mantenía la boca cerrada. Ahora, un día después, está bamos preparando la
comida para su familia. Mejor dicho, Lucian lo estaba haciendo, y yo le hacía compañ ía
en mi acostumbrada posició n en el banco de la cocina.
Un suspiro silencioso me recorrió . Esperaba que le encantara la cocina de la casa
que quería comprar. Esperaba que viera la posibilidad de convertir esa casa en un
hogar para los dos. Lo cual era una simple estupidez por mi parte. Era demasiado
pronto para esperar que viviera conmigo. No es que hubiera reunido el valor para
pedírselo siquiera. Nunca hablamos de amor ni de eternidad. ¿Por qué debería haber
esperado algo?
Pero lo había hecho. Había construido castillos una vez má s, imaginá ndonos en
esa versió n má s pequeñ a de Rosemont. Un lugar propio. Y él lo había destrozado de
un plumazo. Se estaba yendo.
KRISTEN CALLIHAN
Podría haber sido má s fá cil de tomar si no fuera por una carrera que muy
probablemente podría matarlo. Haciendo una mueca, miré hacia otro lado.
―Está listo. ―Su profunda voz cortó el silencio.
―Voy a buscar el pan.
Con una actitud de tranquilidad y sin ningú n tipo de autenticidad. Así era como
hablá bamos ahora.
Tragando convulsivamente, tomé la gran panera mientras él me observaba con
aquellos ojos verdes y fríos. Sabía que le molestaba que no estuviera de acuerdo con
su plan al instante. Al igual que sabía que, sinceramente, no quería hacerme dañ o.
Simplemente está bamos en un punto muerto.
Lucian llevó el plato principal y nos recibió Tina, que volvió corriendo a por el té
helado.
―Bueno, entonces ―dijo Amalie con una palmada de sus manos enjoyadas―.
Esto tiene una pinta estupenda.
Sal apartó una bandeja de tomates en rodajas de color rubí para hacer sitio al
pescado.
―Me muero de hambre.
―Siempre está s hambriento ―dijo Lucian secamente, ganá ndose un
movimiento de los dedos de manicura verde neó n de Sal.
―Ahora, ¿dó nde está Anton? ―Murmuró Amalie, mirando por la terraza, como
si fuera a salir de los arbustos. Pero atravesó las puertas de la cocina, ayudando a Tina
con las bebidas llevando dos botellas de vino.
Me senté y observé la forma en que los Osmonds se movían juntos, haciendo que
todo estuviera en su sitio, con diferentes expresiones de paz y expectació n que
adornaban sus atractivos rostros. Y en el centro, el severo y vigilante Lucian
dirigiéndolos a todos.
La tristeza guerreaba con el afecto má s absoluto. Por todos ellos. Eran personas
que amaban la vida, amaban la buena comida y la buena conversació n. Y lo compartían
con quien necesitaba esas comodidades.
Después de que Sal le sirviera una copa de chardonnay, Amalie levantó su copa
con un brillo en sus ojos de jade mientras nos miraba a cada uno de nosotros. Lucian
podía ser el capitá n, pero ella era la reina.
―¿En trinque?
Sus nietos respondieron inmediatamente como uno solo.
KRISTEN CALLIHAN
―A votre sante.
Sal y yo repetimos y seguimos el ritual de chocar las copas con todos. Cuando
Lucian se volvió para tocar mi vaso, me sostuvo la mirada y murmuró :
―À ta santé.
Mis pá rpados bajaron, la emoció n me llenaba demasiado fuerte y rá pido. Y él
lo sabía.
Sus labios rozaron mi sien mientras respiraba mi nombre.
―Em.
Yo amaba a este hombre. Y me estaba matando.
Cuando nos separamos, encontré a Amalie sonriendo, muy contenta. Parpadeé
para no llorar y acepté el plato de tomate que Tina me pasó .
―Entonces ―dijo Amalie―. Ahora que tengo a todos mis bebés aquí, tengo un
anuncio. ―Un murmullo recorrió la mesa y todos, excepto yo, parecieron prepararse.
―He decidido que echo de menos Francia. Así que ―agitó una elegante mano―
vuelvo a París.
―Vas a París todas las primaveras ―dijo Lucian, con una expresió n siempre
inexpresiva.
―Calla, tú . ―Bufó , como si estuviera ofendida, pero todos sabíamos que no lo
estaba―. Me voy a vivir a París permanentemente. Mi tiempo aquí ha terminado. Hay
que crear nuevos recuerdos.
La mujer tenía setenta y cinco añ os, y aú n así tomaba las riendas de la vida y la
guiaba hacia donde quería. Eso era lo que yo quería: tener la intrepidez de Amalie, su
ansia de vivir.
―¿Vas a vender Rosemont? ―Lucian no podía ocultar el miedo en su voz. No le
culpaba.
Este era su refugio y su infancia, todo en uno.
―Por supuesto que no ―dijo Tina, con una mirada ligeramente molesta hacia
él―. Ella te lo va a dar.
―¿A mi?
Anton resopló .
―Te haces el sorprendido.
La mirada de Lucian se estrechó y se congeló .
KRISTEN CALLIHAN
―Porque lo estoy. No tengo mayor derecho a este lugar que cualquiera de
ustedes.
―Oh, por favor. Eres su favorito.
―Si no lo eres, Ant, es só lo porque eres un idiota...
Amalie dio una palmada.
―Silencio. Todos ustedes. ―Miró a cada uno de ellos por turno―. Por supuesto
que no estoy vendiendo, Lucian. Qué ridículo. Y ustedes dos. ¿Có mo se atreven a
sugerir que muestre ese tipo de favoritismo?
Tina hizo una mueca.
―Disculpa, Mamie. Es só lo que Lucian vivió aquí contigo de niñ o y lo ha estado
arreglando.
Anton se limitó a gruñ ir.
Amalie dio un lento sorbo a su vino antes de continuar.
―Por supuesto, visitaré Rosemont de vez en cuando, pero les dejo la propiedad a
los cuatro en igualdad de condiciones.
―¿Cuatro? ―Anton parpadeó confundido.
Amalie enarcó una ceja.
―Tú , Lucian, Tina y Salvador.
Sal emitió un sonido ahogado, su piel cobriza se volvió de color bronce oscuro.
―Amalie... tú ... . . Yo . . .
―Eres como un nieto para mí, querido ―dijo ella con acero en su voz y
amabilidad en sus ojos―. Y no aceptaré un no por respuesta.
La amenaza de que se pelearía con cualquiera de sus nietos reales que se
opusiera también fue clara como una campana.
Sal se sentó con un jadeo estrangulado, ahora pastoso y sudando.
Lucian le dirigió una amplia y divertida sonrisa.
―Acéptalo, Sallie: ahora eres oficialmente uno de los nuestros.
―Puta . . .
Tina se acercó a acariciar sus manos.
―Mamie tiene razó n. Te queremos, Sal.
Anton se limitó a encogerse de hombros.
KRISTEN CALLIHAN
―Eres tan parte de Rosemont como lo es Mamie. ―Se volvió hacia su abuela―. La
cosa es, Mamie, que no puedo estar aquí para cuidar de este lugar. Tú también podrías.
Ella lo calmó con una mirada.
―Ahora bien. No espero que ninguno de ustedes viva aquí todo el añ o, aunque, si
así lo desean, pueden hacerlo. En cualquier caso, hay un fideicomiso que se encarga
del mantenimiento y los impuestos.
Lucian y Anton intercambiaron una mirada. Conocía a Lucian lo suficiente como
para comprender que ninguno de los dos echaría mano de esos fondos para pagar
Rosemont. Ambos eran lo suficientemente ricos como para ocuparse ellos mismos del
lugar. En cuanto a Tina, no tenía ni idea de lo que haría. Pero enseguida se animó .
―Me gustaría vivir aquí. ―Se volvió hacia Lucian y Sal―. Si les parece bien a los
dos.
Los ojos de Lucian se arrugaron en las esquinas.
―Cariñ o, ya has oído a Mamie; es tanto tu lugar como el mío.
―Sí, pero llevas un tiempo viviendo aquí. No quiero pisar tus pies.
―¿Me lo preguntas a mí? ―Sal se rió débilmente―. Todavía estoy tratando de
pellizcarme.
―Aquí, déjame ayudar. ―Lucian hizo ademá n de pellizcar a Sal y fue rá pidamente
apartado con un manotazo. Lucian soltó una risita, pero se apagó rá pidamente y se
removió en su asiento―. La cosa es que no voy a estar en Rosemont durante un
tiempo.
―¿Oh? ―Amalie me dirigió una mirada có mplice, como si lo hubiera esperado.
Quería arrastrarme bajo la mesa. Estaba muy equivocada―. Cuéntalo, Titou.
Lucian se aclaró la garganta, tomó un sorbo de té helado y volvió a aclararse la
garganta.
―Los Caps me han pedido que vaya a ver si vuelvo a jugar con ellos.
Fue como si hubiera estallado una bomba y la mesa hubiera explotado.
―¿Está s jodidamente loco?
―¡Luc, no!
―Madre de Dios.
―¡Non! Non, non, non! ―Amalie enfatizó cada no con un golpe en la mesa. Las
lá grimas se agolparon en sus ojos―. No puedes, Titou. No puedes.
KRISTEN CALLIHAN
Lucian levantó la barbilla y la sacó con esa manera obstinada y decidida que
tenía.
―Mamie, puedo.
Sus ojos brillaron.
―Só lo porque puedas no significa que debas hacerlo.
―No hay nada grabado en piedra. Quieren ver có mo me va, y ya veré có mo me
siento de nuevo en el hielo.
―Me lo prometiste, Lucian. ―Su voz se quebró al oír su nombre y desvió la
mirada.
―Lo sé. ―La mandíbula de Lucian funcionó ―. Pero tengo que hacer esto por mí.
No por ti ni por nadie má s.
Me encogí cuando dirigieron sus miradas indignadas hacia mí.
―No mires así a Emma ―dijo Lucian en tono duro―. Ella no tiene nada que ver
con esto.
Aquello me dolió má s de lo que esperaba, y agaché la cabeza, con los dedos
retorciéndose en la servilleta de lino que tenía en el regazo.
―No voy a participar en esto ―dijo Amalie, levantá ndose. Su voz tembló mientras
miraba a su testarudo y orgulloso nieto―. Te amo con todo mi corazó n, pero no voy a
ver có mo te destruyes.
Se alejó y vi que algo se quebraba en los ojos de Lucian. Pero no intentó
detenerla. Comprendí entonces que Lucian nunca pediría afecto o comprensió n. No
sabía có mo hacerlo.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Treinta y Cinco
Lucian

Mi noticia salió tan bien como esperaba, es decir, espectacularmente mal. Incluso
después de esperar la reacció n que obtuve, me dolió . Sentí que el pecho se hundía, el
estó mago se retorcía y ardía.
Uno a uno, me dejaron en la mesa, su amarga decepció n clara y cortante. Todos
ellos, excepto Emma. Estaba sentada tranquilamente a mi lado, incluso ahora, con sus
delgados hombros caídos.
―Bueno ―dije―. Eso fue una mierda.
No dijo nada durante tanto tiempo que pensé que podría haberme ignorado,
pero entonces tragó audiblemente y levantó la cabeza. Sus ojos añ iles estaban llenos
de tristeza.
―¿Qué esperabas?
Me estremecí, odiando sobre todo su decepció n.
―Sobre lo que tengo.
Ella resopló con elocuencia pero no dijo nada má s.
Me moví en mi asiento para mirarla.
―Só lo dilo.
Un poco de color llegó a sus mejillas. Bien. Quería una pelea.
―¿Qué quieres que diga, Lucian?
―Cualquier cosa. La verdad.
―No quieres la verdad.
Me aparté de la mesa.
―Sé que está n preocupados...
―No ―cortó ella bruscamente―. Estamos aterrorizados.
KRISTEN CALLIHAN
Recibí el golpe y respiré profundamente. No lo entendía. Ninguno lo hacía.
―Quiero que estés orgullosa de mí.
―Lo estoy. En muchos sentidos. Eres inteligente, polifacético, secamente
divertido y muy fuerte. Eres un luchador, Lucian. Admiro mucho eso en ti.
―Entonces, ¿có mo no puedes ver que soy yo quien lucha? Estoy subiendo de
nuevo a la cima.
Su mano se agarró al borde de la mesa mientras se inclinaba.
―Te aferras a un ideal. Eso no es luchar. Eso es desesperació n.
Se compadeció de mí. Eso era peor que cualquier ira que pudiera haberme
lanzado. Se aferró a mi piel, asfixiá ndome.
―Maldita sea ―dije―. ¿Y dices que me conoces? ¿Qué sabes tú de pérdidas?
Viniste aquí a esconderte después de un pequeñ o contratiempo. Todavía tienes tu
carrera.
Emma se levantó con la dignidad de una reina y se apartó de la mesa.
―Qué bien. Veo que estamos en el segmento de las agresiones de nuestra
discusió n.
―¿Qué esperas que haga? ―Respondí con un disparo, la desesperació n y la ira
hicieron que mis palabras fueran agudas y rá pidas―. ¿Cuando me pintas como un
cobarde?
―No lo sé. ―Agitó una mano exasperada―. Tal vez dar un paso atrá s y realmente
echar un vistazo a lo que está s haciendo. Fuiste muy valiente al retirarte. Valiente y
fuerte...
―No fue valentía. Fue el miedo.
―La valentía es tener miedo y seguir haciendo lo que hay que hacer.
―Trivialidades. Genial.
Emma me miró , con la cara enrojecida. Pero yo seguí adelante.
―¿Có mo no puedes ver? Estoy haciendo esto por nosotros. Estoy intentando ser
alguien que pueda mantener la cabeza alta y estar en condiciones de estar a tu lado.
Fue como si la hubiera abofeteado. Se balanceó literalmente sobre sus talones
antes de ponerse de pie. Tardó un momento en responder, y cuando lo hizo, su voz era
lenta y firme.
KRISTEN CALLIHAN
―Parece que piensas que una relació n se basa en la fama y el reconocimiento que
puedes aportar. Eso no es lo que quiero. Eso era Cassandra. Y lamento que te haya
hecho pensar que eso es todo lo que hay.
―Eso no es... ―Me interrumpí porque no sabía si lo que había dicho era cierto. Y
eso me frustraba muchísimo. La necesitaba. Só lo a ella. No a Cassandra, ni a nadie má s.
Creía que Emma me entendía en lo má s profundo de su alma. ¿Có mo no podía ver lo
mucho que necesitaba esta oportunidad?
―En lo bueno y en lo malo ―dijo, interrumpiendo mis pensamientos―. En la
enfermedad o en la salud. ¿No es así como se supone que debe ser?
No pude encontrar sus ojos tristes. Quería gritar. Por dentro me estaba
rompiendo, desmoronando junto con sus palabras.
―Una vez me dijiste que yo brillaba ―dijo―. Y que nada podía cambiar eso. Ni la
pérdida de un papel, ni un revés. ¿Por qué no puedes ver lo mismo en ti? Porque lo
haces, Lucian. Brillas tanto...
―¡Eso es lo que estoy tratando de hacer, maldita sea! Me dijiste que me estaba
escondiendo en Rosemont. Tenías razó n. Estoy tratando de cambiar eso.
El pá nico se arrastró por los bordes de mi alma.
―Lucian... Dios. ¿Por qué no puedes ver? Yo . . . ―Levantó las manos y luego las
dejó caer, como si estuviera derrotada―. Ya no sé qué decir.
La firmeza de su tono me heló hasta la médula.
―¿Así que eso es todo? ¿Me dejas?
Todos me habían dejado. Pero ella se había quedado. Había esperado...
―No, Lucian. No voy a dejarte. Te estoy diciendo lo que siento. Que la idea de que
hagas esto me aterra y me rompe el corazó n. ―Apretó el puñ o contra su pecho―. Esta
es tu elecció n. Tú decides a dó nde vamos desde aquí.
―Me suena mucho a un ultimá tum, Em.
Ló gicamente, sabía que tenía razó n. Sobre todo ello. ¿Pero mi corazó n? Mi
corazó n decía que tenía que intentarlo. Debía seguir mi pasió n. Jean Philipe lo había
sabido. Me había advertido que no estaría contento a menos que hiciera lo posible por
mantener cerca lo que amaba. Había tenido razó n; me había roto cuando dejé el
hockey. Si pudiera tener eso y a Emma, estaría completo.
La suave voz de Emma se deslizó sobre la brecha entre nosotros.
―No estoy diciendo que hagas esto o lo otro. Digo que elijas. Elige la vida que
quieres, pero no te sorprendas si la gente que te cuida no puede quedarse a mirar.
KRISTEN CALLIHAN
***

Emma

En cuanto estuve en la seguridad de la casa de huéspedes, me apoyé en la puerta


y sollocé. Grandes sollozos desgarradores que me sacudían el cuerpo y me hacían
vomitar. Entré a trompicones en el dormitorio, encontré una caja de pañ uelos y me
acurruqué en la cama para seguir llorando.
Las compuertas se habían bajado y no había forma de detenerlas. Me dolía el
alma; mi corazó n se abrió de par en par. Cayó en afiladas esquirlas para cortar en lo
má s profundo. Podía sentirme sangrando por dentro, ríos helados de dolor y
arrepentimiento.
Estaba volviendo al deporte que podría matarlo. Podría destruir su mente.
Quería aferrarme a él y rogarle que no se metiera en esto, que estuviera a
salvo. Y quería gritar y darle una patada por su obstinada estupidez, su arrogancia
voluntaria. Só lo que había visto la desesperació n en sus ojos, el dolor. É l también se
estaba desmoronando, y nada de lo que yo dijera o hiciera alteraría su curso. Só lo se
atrincheraría má s y se resentiría aú n má s por ello.
Había dicho que no quería perderme. Pero ya había matado una parte
importante de lo que éramos. No necesitaba elegirme a mí por encima de la vida,
nunca le pediría eso. Pero eligió jugar a la ruleta rusa con su vida. ¿Có mo iba a ver eso?
Y esa fue la primera mentira que le dije. Que no lo iba a dejar. Porque no podía
quedarme a ver esto. No podía.
Lo amaba. Cada centímetro de él. Era la sensació n má s pura y mejor que había
experimentado. Y fue la peor. Una aterradora caída libre sin paracaídas.
El suelo se precipitaba hacia mí ahora, lo inevitable se asentaba con una certeza
que calaba los huesos. Alguien me dijo una vez que tan pronto como tu vida se vuelve
perfecta, el destino encuentra la manera de estropearla. El destino había venido a
llamarme, una y otra vez; esa perra me había hecho perder los pies.
Otro sollozo gutural me arrancó , y me doblé, envolviendo mis brazos alrededor
de mi medio en un intento de aguantar el dolor.
KRISTEN CALLIHAN
Una mano cá lida me agarró por el hombro, y me sobresalté, parpadeando para
encontrar a Lucian cerniéndose sobre mí.
―Em... ―Su voz se quebró con mi nombre mientras me miraba―. Bebé.
Me aparté de él, horrorizada de que me hubiera encontrado así, sin querer que
lo viera.
Pero era demasiado tarde. Se metió en la cama y me abrazó .
―Em... no...
Me cubrí la cara con las manos.
Suavemente, me bajó las muñ ecas.
―Emma. Cariñ o...
―No. ―No sabía lo que estaba diciendo. Só lo que quería esconderme.
―Sí. Mírame, Emma.
Agachó la cabeza y se encontró con mi mirada apenada.
Mi labio tembló .
―Yo só lo... Yo só lo... ―Aparté la mirada, las lá grimas me cegaban.
Pero él lo sabía. Por supuesto que lo sabía. Lucian me conocía a un nivel al que
nadie má s había conseguido llegar.
Tomando mis manos entre las suyas, se inclinó y me besó . Me resistí durante un
instante, pero luego cedí y me levanté para ir a su encuentro. Sus labios se movieron
sobre los míos, cediendo y reconfortando. Me besó de nuevo. Y otra vez. Como una
penitencia. Como una absolució n.
Una mano se dirigió a mi nuca, sujetá ndome allí. Me acarició . Le dejé que se
hiciera cargo, que me tomara, que me quitara lentamente la ropa de mi cuerpo
dolorido, que me acariciara la piel en carne viva con toques fá ciles, como si estuviera
mapeando cada curva para guardarla en su memoria.
Me besó como si fuera su ú ltimo sabor y el primero. Y cuando finalmente
empujó dentro de mí, ambos suspiramos, mis pestañ as se cerraron para que só lo
pudiera sentir.
Me hizo el amor en la fría y tenue habitació n, adorá ndome con su cuerpo, sus
manos, su boca, dá ndome todo. Y cuando no pude aguantar má s, cuando le pedí que
me liberara, me facilitó la tarea con besos silenciosos y empujones lentos.
Y me rompió el corazó n de nuevo. Porque nunca me habían amado así. Nunca
me habían tocado como si fuera absolutamente preciosa y completamente necesaria.
KRISTEN CALLIHAN
Lo abracé mientras se corría en profundos estremecimientos que lo recorrían.
Lucian me abrazó , con su aliento inestable y cá lido sobre mi piel. Durante un largo
rato, ninguno de los dos habló , pero cuando por fin lo hizo, lo hizo en un susurro
desgarrado contra mi mejilla.
―Lo siento, Em. Lo siento mucho.
Lo lamentaba. Pero no quiso cambiar su rumbo. Y ahora, yo tampoco podría.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Treinta y Seis
Lucian

Todo el mundo estaba cabreado conmigo.


Mamie no me miraba a los ojos. Unos días después de que le dijera que iba a
volver al hockey, había cogido a Tina y a Sal y se había ido a París para "descansar" y
hacer compras.
Anton, de entre todos, había sacudido la cabeza y murmurado sobre idiotas. No
habíamos hablado en semanas.
Y ahora Brommy. Patinaba a mi lado, con la mandíbula crispada, los ojos duros y
concentrados. Normalmente, estaría contando chistes, deslizá ndose en círculos hasta
que Rickman le dijera que se pusiera las pilas.
Cuando me uní al equipo en una de las primeras sesiones de entrenamiento, se
podría haber oído caer un alfiler por la conmoció n que había en la sala. Pero la
mayoría de los chicos se unieron rá pidamente y me dieron la bienvenida con los
brazos abiertos. Sabía que estaba allí só lo a título provisional. Lo haríamos de oído
mientras mi agente resolvía las cosas con la direcció n.
Técnicamente, me quedaba un añ o de contrato. Hubo un montó n de divagaciones
legales, pero el resumen fue que podían recogerme o dejarme. No pensé en eso. Estaba
de nuevo en el hielo, vestido y sintiéndome bien. Al menos, físicamente.
Miré a un enfurruñ ado Brommy.
―Só lo di lo que sea que vayas a decir, y termina con esto.
Brommy me miró fijamente.
―Muy bien. Esto es una estupidez. Maldito imbécil. Mierda, Oz, pensé que lo
sabías mejor.
Un calor punzante subió por mi garganta.
―Sé lo que estoy haciendo.
KRISTEN CALLIHAN
―Como el culo que lo sabes. ―Se adelantó , intercambió unos cuantos tiros de
bofetada con Linz, y luego se reunió con Hap en la portería para hablar de mierda con
él. Esperá bamos a que Dilly, nuestro entrenador ofensivo, y sus asistentes llamaran a
los ejercicios.
Con mala cara, pedí un disco y un asistente me lanzó uno. Ignorando al resto del
campo, medediquéalomío, a trabajar con varios patrones. Pero demasiado pronto, Brommy
volvió a estar a mi lado.
―¿Qué dice Emma de todo esto?
Emma. Só lo su nombre tenía el poder de abrirme en canal.
Ella no me había dejado; yo la había dejado a ella.
Durante dos semanas habíamos fingido que nada había cambiado. Apenas nos
quitamos las manos de encima. Había algo casi frenético en ello, una desesperació n
por acercarnos y profundizar lo má s posible durante el tiempo que nos quedaba para
nosotros. Ella se burlaba de mí, me hacía reír cada día. Le daba de comer pasteles y tés,
y me encantaba la forma en que gemía y los devoraba como a menudo me devoraba a
mí, con total abandono y lujurioso regocijo.
Pero era una ilusió n, y ambos lo sabíamos. Una que se rompió cuando me llevó al
aeropuerto.
―Tengo que hacerlo ―le dije―. No quiero pasar el resto de mi vida
preguntá ndome ¿Y si?.
―Lo sé. ―Pero sus ojos estaban muertos, su espíritu ya se alejaba de mí.
―Esto no es un adió s, Em.
Sus labios se movieron entonces. Pero no lloró . No había llorado desde la noche
en que la encontré acurrucada en su cama. Su sonrisa era frá gil, la de un extrañ o.
―Llamemos a esto hasta que nos encontremos de nuevo.
Se había sentido como la muerte.
Seguimos hablando. Pero nuestras llamadas eran cada vez menos frecuentes. Yo
estaba en Washington, practicando y haciéndome escanear, pinchar y pinchar todos
los días. Ella estaba en Los Á ngeles, mudá ndose a su nueva casa-Esa casa perfecta con
una cocina que ansiaba probar, y ocupada con sus propias reuniones y preparativos
para su pró ximo papel.
Irritado por Brommy, fruncí el ceñ o.
―No metas a Emma en esto.
KRISTEN CALLIHAN
―¿Por qué no? Es tu chica, ¿no?
Mi puñ o se apretó .
―Vete a la mierda, Brom. ―Hizo un sonido de molestia, pero no me importó .
La echaba de menos. La echaba de menos con un anhelo tenso que me hacía
mirar por las esquinas con la esperanza de vislumbrar su amplia sonrisa. Echaba de
menos la sensació n de su calor, el dulce y fresco aroma de su piel, el sonido de su voz.
Me dolía Emma.
Así es la vida del hockey; a menudo estás lejos de tus seres queridos. Todo el mundo
en el equipo lidia con ello.
No quiero negociar. Estoy cansado. Jodidamente agotado.
Sin previo aviso, la imagen de una cocina se me vino a la cabeza. La luz del sol
brillando en las encimeras de má rmol, el aroma del pan horneado en el aire y
delicadas rosas rojas bailando en los bordes de las ventanas, abiertas de par en par.
No era la cocina de Mamie, me di cuenta con una sacudida. Era la de Emma.
La cocina que también podría ser mía. Había estado ahí en sus ojos, esa promesa,
la pregunta que no había hecho. Porque había lanzado un disco contra el cristal y lo
había destrozado todo.
Gruñ endo, sacudí la cabeza y me concentré en el ahora. En mi sueñ o. Mi pasió n.
―Estoy haciendo esto ―le dije a Brommy―. Puedes participar o no, pero he
vuelto.
Mostró sus dientes, casi gruñ endo hacia mí.
―Tienes la rejilla arreglada ―dije.
Eso le hizo pararse en seco, y me miró de reojo, como si estuviera totalmente
despistado.
―Sí, Ozzy. Me han arreglado la rejilla. ¿Sabes por qué? Porque mi dentista dijo
que el hueco empezaría a afectar al resto de mis dientes. Así que hice lo má s
inteligente y me la arreglé.
―Sutil, Brom.
―Me gusta pensar que sí. ―Miró hacia abajo y luego suspiró ―. Joder. Haz lo que
quieras, Luc. Por muy estú pido que sea. ―Me miró con una sonrisa sesgada que
contenía poco humor―. Te quiero como a un hermano. Así que me voy a
preocupar por ti como uno. ¿Entendido?
KRISTEN CALLIHAN
―Sí, lo tengo. ―Agarré mi bastó n―. Yo también te quiero, maldito oso
grande. ―Sonaron los silbatos y nos pusimos manos a la obra.
Y fue horrible.
―Oz, saca la cabeza del culo ―gritó Dilly, con la cara roja y probablemente
forzando algo importante.
He fallado tres pases, he fallado un tiro. Mi juego estaba mal. Muy mal. Me
encontré pensando en combinaciones de sabores en lugar de en patrones de ruptura.
Cada vez que me acercaba a los tableros, un sudor frío recorría mi piel. Patinaba tenso,
esperando un golpe que nunca llegaba. Porque los chicos se lo tomaban con calma
conmigo.
Mejoraría, me dije. Pero me costaba creerlo.

***

El día siguiente fue peor.


La prensa se había enterado de mi "interés" por volver. Se arremolinaron como
moscas a la fruta. ¿Me lo había perdido? No podía entender por qué mientras
esquivaba las interminables preguntas que me lanzaban y el incesante flash de las
cá maras. No era la primera vez que echaba de menos el cá lido zumbido de la cocina,
el tacto de una batidora en mis manos y el saber que tenía todo el control.
En la intimidad de un bañ o, perdí mi desayuno, mis manos temblando como
hojas de otoñ o. En el hielo, me contuve cuando debería haber atacado. Mi mente
seguía a la deriva, preguntá ndose por Emma, preocupá ndose por si estaba comiendo
bien, queriendo estar con ella.
Esto no se sentía como amor o libertad. Se sentía como un trabajo. Peor aú n. Se
sentía como una farsa. El final del día fue un alivio.
―Hola, Drexel ―llamé al delantero mientras salía de las duchas y se dirigía a su
taquilla de enfrente―. ¿Vas a salir esta noche?
Brommy se estaba enrollando con una mujer que había estado viendo los
entrenamientos toda la semana. Yo tenía ofertas similares, pero seguía siendo de
Emma. Siempre sería de ella. Pero eso no significaba que tuviera que quedarme dentro
de mi habitació n de hotel todo el tiempo. Drexel y yo salíamos mucho después de los
entrenamientos. Íbamos a un bar, veíamos deportes y hablá bamos de cosas.
Sacudió la cabeza hú meda, esparciendo las gotas de agua.
KRISTEN CALLIHAN
―No puedo. Tengo que ir a casa con Sarah y mi pequeñ o.
―Así es. Tuviste un hijo.
Eso fue todo lo que necesitó Drexel para mostrarme varias fotos de su hijo de
cinco meses, un bebé regordete de piel rojiza y enormes ojos marrones. Fingí interés,
pero por dentro me dolía.
Drexel se marchó y el vestuario quedó en silencio. Todos los demá s hacía tiempo
que se habían ido a casa. Mi casa estaba en California, probablemente nadando en una
piscina que se extendía ante la ventana de la cocina donde podía vigilarla mientras
amasaba la masa o templaba el chocolate.
No. No. Mi hogar estaba aquí. Había tomado la decisió n. Esta era mi vida ahora.
Todo lo que necesitaba era tiempo para volver a estar en sintonía con los demá s.
Volví a tener ganas de vomitar. Ya no podía retener mucho. Era como si mis
entrañ as estuvieran llenas de lodo. Cerrando los ojos, sentí los diversos dolores y
molestias que conlleva la prá ctica de un deporte al má ximo nivel. Mis muslos ardían
en señ al de protesta y chirriaban cada vez que los flexionaba. La espalda me mataba
cuando intentaba enderezarme. Pero ese tipo de dolor era de esperar. Formaba parte
de la vida.
No tiene que doler.
¿Pero quién sería yo?
Serías suyo. Serías libre. Serías feliz.
Parpadeando en el suelo, casi no escuché el texto cuando llegó . Absurdamente,
saqué mi teléfono del bolso y lo leí.
MiEmma: Acabo de pensar en ti. El sol brilla a través de las ventanas de la
cocina e ilumina la encimera. Me he acordado de aquella vez en Rosemont,
cuando estabas montando esos macarons de crema de limón y Earl Grey, y la
luz te daba en la cara. Ese rostro feroz y severo tuyo, tan envuelto en el
momento de hacer ese perfecto y delicado bocado de placer que apenas
parpadeó.
Tragué convulsivamente cuando llegó el siguiente texto.
MiEmma: Era arte. Era amor. Nunca lo admitiste, pero en ese momento supe
que te gustaba hacer feliz a la gente a través de tu comida. Y nunca te dije lo
cuidada que me sentía al comer tus creaciones. Lo viva que me sentía. Me
despertaste, Lucian. Me hiciste ver que la vida estaba en el momento, no en
un sueño lejano.
KRISTEN CALLIHAN
La pantalla vaciló frente a mí y parpadeé con fuerza, con un dolor de pecho que
me impedía respirar. Ella tenía razó n; era amor. Pero no só lo por la comida. Era un
trabajo de amor. Por ella.
MiEmma: Tal vez no debería decirte esto en un texto. Tal vez sólo me siento
melancólica. Los días son largos aquí, y el trabajo es... trabajo.
Sus mensajes se detuvieron, y mi corazó n palpitó , mis dedos picando para
responder.
No podía moverme. Por dentro, me estaba partiendo en dos. Necesitaba...
Sonó otro texto.
MiEmma: Sólo quería decir que, venga lo que venga, conocerte, tal y como
estabas en Rosemont, ha sido lo mejor que me ha pasado. Eres un buen
hombre, Lucian. Siempre lo fuiste.
Mi cuerpo se volvió gélido y luego se sonrojó ardiendo.
Cuando pensaba en Emma ahora, no era en imá genes sino en sentimientos. La
suavidad satinada de su piel, có mo me gustaba acariciarla, tocarla para asegurarme de
que era real. Pensaba en la forma en que me besaba en el pliegue del cuello y me
inspiraba como si estuviera memorizando mi aroma. Escuché el sonido ronco de su
risa en mis oídos y la forma en que siempre me hacía sonreír y me hacía sentir una
lujuria caliente sobre mi piel. Pensé en la forma en que podíamos hablar durante horas
y nunca se nos acababan las cosas que decir. En có mo se sentía acurrucada contra mí
en las horas má s bajas de la noche, apoyando su mano sobre mi corazó n como si lo
protegiera incluso en sus sueñ os. Y yo me acercaba a ella, dolorido por la ternura,
sabiendo que me habían dado un regalo.
Mi Emma. Pero ya no lo era.
Intenté aguantar, pero no pude. Las piernas me abandonaron y me derrumbé.
Acurrucado contra el duro borde de las taquillas, lloré como no lo había hecho desde
que era un niñ o. Todos los sentimientos feos y temerosos salieron de mí en forma de
sollozos ahogados, dejá ndome vacía y sola en el suelo hú medo.
Brommy me encontró un rato después.
―Oh, demonios, Luc.
―Por favor, no digas 'te lo dije'. ―Apoyé la cabeza en mis manos mientras él
tomaba asiento a mi lado.
―No diré eso. ―Su hombro se apretó contra el mío―. ¿Todo bien, Oz?
―Vete a la mierda.
KRISTEN CALLIHAN
―Entonces... ¿no?
Se me escapó una risa débil y me clavé los talones de las manos en las cuencas de
los ojos. Mi cabeza palpitaba, un pulso de bajo nivel que sabía que pronto se
convertiría en un brote completo.
―Soy tan jodidamente estú pido.
―Te lo dije hace semanas.
Lo miré torvamente por un ojo.
―¿Pensé que no ibas a decir 'te lo dije'?
―No creo haber usado esas palabras. ―Sonrió , pero su mirada era
comprensiva―. Há blame, Oz.
―Todo este tiempo, pensé que si volvía a tener el hockey... ―Me quedé en blanco
con un ligero movimiento de cabeza.
Brommy asintió pero no dijo nada. No tenía por qué hacerlo.
―Pensé que me definía.
―Espero por Dios que toda mi existencia no dependa del hockey ―dijo Brommy
en tono sombrío pero con un tinte de humor que me hizo sonreír con fuerza.
Una ola de soledad y anhelo me recorrió .
―Emma trató de hacérmelo ver. Me dijo que era digno sin el hockey. Pero me
aferré tanto a esta maldita ilusió n... ―Agaché la cabeza―. Joder, Brom. Le hice dañ o.
Maté algo bueno entre nosotros. Y ella...
―Ella te ama.
La palabra golpeó mi corazó n y me hizo estremecer.
Nunca habíamos dicho que nos amá bamos. Hubo momentos en los que pensé
que podría amarme como yo la amaba a ella, con todo mi alma. Pero ella nunca había
pronunciado las palabras. Por otra parte, yo tampoco lo había hecho; había sido
demasiado crudo, el momento equivocado, dado que la estaba dejando. La dejé. Y ella
me dejó ir, me dejó escapar. Porque esa fue la elecció n que hice. Sin darme cuenta de
que sin ella, la vida no era má s que días planos y noches vacías. Debí valorarla a ella
por encima de un sueñ o que no era má s que orgullo y miedo. Necesitaba responder a
su mensaje. Pero lo que tenía que decir tenía que hacerlo cara a cara.
Me puse de pie y giré los hombros para aliviar el dolor que sentía en ellos.
Extrañ amente, mi cuerpo se sentía má s ligero y fá cil que en semanas. Brommy lucía
una sonrisa de satisfacció n mientras me observaba.
KRISTEN CALLIHAN
―¿Me vas a echar de menos, Brom?
Se rió .
―No. No está s fuera de mi vida. Só lo te vas a casa.
A casa.
Ahí es exactamente a donde estaba yendo.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Treinta y Siete
Emma

La vida estaba... bien. Estaba bien.


Conseguí un papel de los que hacen carrera, carnoso e intenso. Un reparto y un
equipo que trabajaban bien juntos. Tenía una hermosa casa que era toda mía. Era
perfecta. Llena de luz, pero acogedora y segura.
Técnicamente, tenía un novio, al que amaba. Aunque ese novio estuviera en otra
ciudad, fuera en un trabajo que podría... Inspiré con fuerza y me acurruqué en la cama.
No quería pensar en Lucian. Só lo acabaría llorando. Y ya había hecho bastante de
eso.
Había sido mi intenció n romper con él. Pero no pude hacerlo. El hockey
estaba tan unido a su sentido de la identidad que estaba perdido sin él. ¿Habría hecho
algo diferente si me hubieran dado la oportunidad de recuperar una parte intrínseca
de mí? ¿Có mo podía sostener eso sobre su cabeza?
Lo amaba. Y si eso significaba dejarlo seguir su sueñ o, aunque me dejara atrá s,
eso era lo que haría. Así que lo dejé marchar, reteniendo cualquier sú plica para que se
quedara. Siempre que estaba con él, atesoraba los momentos que teníamos en su lugar.
Pero por dentro, me estaba desmoronando.
Y lo que es peor, no parecía darse cuenta de que nos está bamos distanciando. No
había respondido a mis mensajes. Dios, eso duele. Probablemente lo había asustado. O
tal vez hasta lo había hecho enojar.
Bueno, una maldita pena. ¿Era demasiado esperar una respuesta? ¿Incluso si era
algo tan simple como un agradecimiento? Me habría conformado con eso. Mierda. No
quería conformarme. Por nada. No debía hacerlo. La dolorosa verdad me estaba
mirando a la cara; tenía que terminar con él. No podía seguir así.
KRISTEN CALLIHAN
Con un suspiro, di un sorbo a mi vino y me quedé mirando el techo de estilo
morisco que se extendía por encima. Era realmente hermoso. Y no podía disfrutar de
nada, ni de la casa, ni del papel, ni de mi vida.
Había caído la noche, el tiempo era fresco, pero no demasiado frío como para
impedirme dejar abiertas las puertas dobles que daban a mi balcó n. A lo lejos, la luz
que se reflejaba en mi piscina creaba sombras azules vacilantes en las paredes.
Cerré los ojos e intenté no pensar en él. No ayudó que Edith Piaf empezara a
cantar sobre no lamentarse. Porque yo tenía océanos de remordimientos cuando se
trataba de Lucian. La mú sica se hinchó y se aferró a mi garganta con agudeza. Las
trompetas sonaban en una carga insistente, las cuerdas se elevaban con esperanza.
Mis ojos se abrieron de golpe. Escuchaba mú sica, no la imaginaba. Me levanté
tambaleá ndome, salí de la cama y volé hacia el balcó n.
Estaba de pie en el extremo de la piscina, con las manos bajas en las caderas en
esa postura arrogante suya, mirá ndome fijamente como un desafío. Demasiada
arrogancia.
Debería haberme enojado. Haberle gritado por su ausencia, su obstinada
insistencia, su silencio.
En cambio, una sonrisa me invadió , tirando de mis labios, iluminando mis
entrañ as. Para bien o para mal, este hombre siempre me iluminaba, me hacía sentir
viva.
―¿Vas a quedarte ahí toda la noche, Brick, o vas a desnudarte para mí?
Su sonrisa de respuesta era pura y libre.
―Esperaba que te unieras a mí, Snoopy.
Me aparté del balcó n y bajé las escaleras corriendo hacia él. Pero tan pronto
como estuve a unos metros de él, me encontré con que me detenía, con la falda
balanceá ndose alrededor de mis rodillas.
Nos miramos en silencio mientras EJdith empezó a cantar un alegre "Milord"."
La expresió n de Lucian se volvió tensa, una mezcla de arrepentimiento y ternura
dolorosa. Me atravesó el maltrecho corazó n.
―Está s aquí ―grazné. ¿Por qué ahora y por cuá nto tiempo?
Como si hubiera escuchado mis preguntas no formuladas, me dio una pequeñ a
sonrisa tentativa.
―Recibí tu mensaje.
KRISTEN CALLIHAN
―Es curioso, no he recibido respuesta.
―Algunas cosas necesitan respuesta en persona.
Mis labios se movieron peligrosamente. Temiendo sollozar, me conformé con
asentir una vez.
La mirada de Lucian se suavizó .
―Me he dado cuenta de algo, Em.
―¿Sí?
―Sí. ―Se acercó un paso má s―. Me di cuenta de que nunca te dije . .
―¿Qué? ―Susurré, con la respiració n entrecortada.
―Te amo.
Esas palabras fluyeron sobre mí, dulces y cá lidas. Mi corazó n dio un vuelco y
luego empezó a latir con fuerza. Era mi turno de responder. Sabía que debía
hacerlo. Pero mi boca no podía moverse.
Sin dejarse intimidar por mi estado de congelació n, siguió hablando, suave pero
insistentemente.
―Durante mucho tiempo el hockey fue mi amor. En algú n momento, ese amor se
torció y se convirtió en algo má s relacionado con mi ego. Sobre las estadísticas y la
fama. Tenías razó n; pensaba que era lo que todo el mundo valoraba de mí. Incluso
cuando me decían que no lo era.
Se frotó la nuca como si le doliera.
―Te amaba, Em. Casi desde el principio. Pero no me amaba.
―Lucian...
―No me arrepiento de haber vuelto. ―Las esquinas de sus ojos verdes como el
invierno se arrugaron en una expresió n de dolor―. Encontré claridad allí. Pero sí me
arrepiento de haberte dejado.
El suelo se sentía inestable bajo mis pies. No sabía si estaba aquí para quedarse o
simplemente para asegurarme de que me querían. Incluso si este era el final,
necesitaba entender algunas cosas también.
―Yo también te amo, Lucian. Mucho.
Se balanceó , como si absorbiera las palabras, y su sonrisa creció .
―Deseaba que fuera así.
―¿Có mo podías dudarlo? ―Aunque yo también había dudado de él.
KRISTEN CALLIHAN
Dio otro paso.
―Porque he sido bastante idiota todo este tiempo.
―Oh, yo no diría eso...
―Lo haría. ―Lucian se detuvo justo delante de mí―. Em, estaba perdido.
Pensé que me habían quitado todo lo que me hacía ser quien soy.
―Lo sé. ―Quería abrazarlo, protegerlo, a este hombre grande y fuerte que me
dolía. Pero ahora no parecía herido o perdido. Me miró con una nueva luz en sus
ojos―. Estaba equivocado. Sí, había perdido el hockey. Sí, me dolió , joder. Pero ya no
soy ese hombre.
―¿Quién eres, entonces?
Lucian me acarició la mejilla con su cá lida mano e inclinó mi cara hacia la suya.
―Soy Lucian, Brick, honey pie, el hombre que ama a Emma, Snoopy, honeybee
con todo su corazó n. Y no voy a volver. Me quedo aquí.
Un sollozo me arrancó .
Me acercó y me abrazó con fuerza, con sus labios presionando mi pelo.
―Siempre amaré el hockey, pero ya no es lo que quiero.
Las lá grimas me nublaron los ojos, y mi garganta estaba espesa, haciendo que
mis palabras fueran confusas.
―¿Qué quieres?
―A ti. ―Agachó la cabeza y se encontró con mi mirada―. Quiero irme a la cama
contigo y despertarme contigo. Hablar contigo todos los días de todo y de nada. Quiero
hornear en esa cocina, prepararte tentadores dulces y ver có mo se ilumina tu bonita
cara cuando los pruebes.
Se estremeció ahora, con sus manos peinando mi cabello.
―Quiero ser el pastelero del restaurante Delilah o tener mi propio local. Viajar
por el mundo contigo. Decirte lo mucho que te amo cada puto día de mi vida. Quiero...
Quiero volver a casa, Em.
Riendo y llorando, me puse de puntillas y lo besé. Y él me devolvió el beso,
devorando mi boca con lentas caricias. Me derretí contra él, empapá ndome de su calor,
del aroma a azú car y harina de su piel.
―Te dejé, Emma, sin decir que lo eres todo para mí. Y lo lamentaré hasta el día de
mi muerte...
―No lo hagas. Has vuelto.
KRISTEN CALLIHAN
―Tuve que hacerlo. Eres mi corazó n y mi alma. ―Sus labios tocaron mi mejilla―.
Ya no estoy perdido, Em. Me encontraste, y nunca te dejaré ir.
La felicidad burbujeaba y fluía entre nosotros, mi corazó n se moldeaba de nuevo
y se hinchaba con una sensació n de paz. La vida era buena. No, la vida por fin
empezaba. Enhebrando mis dedos en su sedoso cabello, me incliné hacia atrá s y me
encontré con sus ojos sonrientes.
―Bienvenido a casa, Lucian.
KRISTEN CALLIHAN
Epílogo
Lucian

―Quédate quieta.
Emma se retorció de nuevo, sus exuberantes labios se curvaron en una sonrisa
mientras me miraba tímidamente.
―Pero hace cosquillas.
Mi polla palpitaba, la pura lujuria me retorcía las entrañ as. Pero mantuve mis
manos firmes.
―Ya casi está .
Le hice otra serie de rosetas a lo largo de la curva de su pecho, dirigiéndome al
pequeñ o y bonito pezó n, ahora de color rosa intenso y rígido. Se le cortó la respiració n
y le dediqué una sonrisa perversa.
―Pó rtate bien, o no lo lameré.
―Mentiroso. No puedes esperar. ―Estaba tumbada en mi cama, sin má s ropa que
las flores y remolinos de crema de limó n con los que había decorado su precioso
cuerpo.
―Culpable de los cargos. ―Se me hizo la boca agua por la necesidad de probarla,
de mezclar sus sabores con mi crema. Follar en el apretado y sedoso abrazo de su
cuerpo, donde se sentía como un hogar y el mejor placer que había tenido en mi vida.
Mi mano tembló un poco al rodear su turgente pezó n, eligiendo resaltarlo en
lugar de cubrirlo. Emma se mordió el labio inferior y bajó los pá rpados mientras se
arqueaba sutilmente en la punta de la manga pastelera. El calor me recorrió y tiré la
crema de mantequilla a un lado.
―Ahora, ¿por dó nde empezar? ―Lo quería todo a la vez. Cada delicioso
centímetro de ella. Siempre. Todo el tiempo.
KRISTEN CALLIHAN
Impaciente y adolorido, acaricié mi eje, manteniendo el agarre ligero para no
soplar ahora. Porque nada parecía má s delicioso que Emma Maron extendida ante mí,
sonriendo de esa manera que decía que era toda mía.
La felicidad se mezclaba con la lujuria, creando un có ctel embriagador en mis
venas. Tenía a Emma justo donde la quería: conmigo. Todo lo demá s pasaba a un
segundo plano ante ella y la forma en que me miraba acariciar mi polla, toda
necesidad codiciosa y anticipació n. Eso alimentó la mía.
―Lucian...
―Sí, honeybee.
Su mirada se estrechó .
―Voy a moverme.
―No te atreverías.
―Entonces será mejor que vengas a comerme.
Gruñ í en voz baja y me incliné sobre ella. La punta de mi lengua tocó su rodilla.
Su piel cremosa se estremeció cuando lamí lentamente un camino a lo largo de su
muslo.
Ella gimió tan dulcemente. Encontré su ombligo y chupé.
―Mierda ―dijo con un siseo de placer, con la piel enrojecida. Sonreí a lo
largo de su cuerpo, y luego besé su vientre antes de trazar la flor de lis en su cadera―.
Lucian...
―¿Sí? ―Le pellizqué la cintura.
Ella se contoneó .
―Ya sabes qué.
Su tono oscuro me hizo reír. Su delicioso coñ o, hinchado y hú medo, esperaba
medio oculto por la elaborada rosa que había colocado justo encima. Sabía que me
quería allí. Tendría que esperar.
―Te voy a atrapar por esto ―prometió apenas por encima de una ronca.
―Cuento con ello. Ahora cá llate y déjame hacer esto, mujer.
Su gruñ ido de respuesta me hizo sonreír de nuevo. Me arrastré sobre su cuerpo,
manteniéndome sobre ella con las manos y las rodillas. Jadeó ligeramente y me miró
fijamente. Pero solo había calor impaciente en esos bonitos ojos.
―Hola ―dije, reprimiendo otra risa.
KRISTEN CALLIHAN
―Imbécil.
―Ahora hay un lugar que no cubrí. Tal vez debería.
―Tal vez deberías... ¡oh! ―Jadeó y se agitó cuando me incliné hacia abajo y lamí
su pecho, acariciando su pezó n. Dios, sabía bien, dulce mujer y cremoso limó n. La
chupé profundamente en mi boca, amando la forma en que gemía y se retorcía.
Sin soltarla, me retiré, tirando de su pecho hasta que su pezó n se liberó con un
decadente chasquido. Luego pasé a su otro pecho, tomá ndome mi tiempo, acariciando
y lamiendo hasta que mis labios se cubrieron de crema, y ella suplicó y gimió por má s.
Una porció n de limó n se deslizó por la curva de su hermosa teta, y la perseguí
con mi lengua, sorbiéndola, lamiendo su pezó n una vez má s porque podía hacerlo. Y
luego lo hice de nuevo.
Su brazo se enrolló alrededor de mi cuello, instá ndome a bajar má s.
―Ensú ciate conmigo, Lucian. ―Era hermosa, sonrojada y febril por su necesidad.
―Sí, señ ora. ―Me incliné sobre ella, mi polla encontró su sexo esperando, y
empujó en ese lugar perfecto. Ambos gemimos, nuestros cuerpos se deslizaron sobre
la resbaladiza crema de mantequilla. Mi boca encontró la suya, y ella me devoró , sus
muslos agarrando mis caderas, el cuerpo trabajando con el mío.
Empujé profundamente y con firmeza, deleitá ndome con su sensació n. Me sentí
tan bien que mi cuerpo se calentó , se enfrió y se calentó de nuevo.
―Jodidamente amo follar contigo.
Pero esa no era la ú nica verdad. La amaba. La amaba tanto que me dolía.
Los labios rosados se separaron, con una expresió n casi dolorosa pero tierna, y
me acarició la mejilla mientras nos movíamos juntos.
―Lucian.
Só lo mi nombre. Só lo ella. Todo lo que necesitaba.
Hice el amor con Emma toda la noche, dando vueltas y revolcá ndome en la cama,
lamiendo y chupando y riendo con ella. Nos ensuciamos tanto que tuvimos que
ducharnos dos veces para limpiarnos. Luego lo volvimos a hacer.
Cuando salió el sol, está bamos en el suelo, envueltos en un edredó n. El pelo de
Emma sobresalía en á ngulos extrañ os, tan adorablemente despeinado que mi corazó n
dio un vuelco al verlo. Había días en los que no podía creer que fuera mía. Pero nunca
la daría por sentada.
KRISTEN CALLIHAN
Emma abrió los ojos y al instante se centró en mí. Una sonrisa se extendió por su
cara, transformá ndola de hermosa a impresionante. ¿Porque esa mirada de amor? Era
toda mía también.
―Hola, tú .
―Te amo ―dije en respuesta―. ¿Te lo he dicho ú ltimamente?
―Todos los días. ―Me tocó la sien―. Y con cada dulce que me pones delante.
Ú ltimamente había estado horneando y creando sin parar, desde que nos
mudamos a nuestra nueva casa, a la que habíamos bautizado como La Vie en Rose. Lo
que realmente no encajaba para una casa, pero Emma había declarado que siempre
pensaría en mí cuando escuchara esa canció n. Y como yo pensaba en ella cuando
escuchaba esa canció n -recordando el momento exacto en que me desnudé por ella
mientras sonaba, una parte de mí sabiendo incluso entonces que ella llegaría a ser mi
todo-, la decisió n estaba tomada.
Había estado probando platos para Black Delilah, donde pronto sería el chef de
pâ tissier de una emocionada Delilah. Resultó que trabajamos bien juntos. Como ambos
éramos testarudos y testarudas, podría haber sido un desastre. Pero me encantó su
visió n creativa y, fiel a su palabra, me dio libertad para expresarme.
Emma estaba a menudo en el plató ahora, interpretando el papel de Beatrice en
un papel que, sin duda, la convertiría en una superestrella. Llegaba a casa exhausta
todas las noches. Daba de comer a mi niñ a y luego la arropaba en la cama y la amaba
todo el tiempo que me dejaba.
Ahora, sin embargo, corríamos el riesgo de llegar tarde. Con un gruñ ido, me
levanté y me estremecí.
―La pró xima vez, nos quedaremos en la cama.
―Oye, tú fuiste el que rodó fuera de ella. ―Ella también se puso de pie e hizo una
mueca―. De acuerdo, tienes razó n. Esa fue una monumental mala idea.
―Vamos a tomar una ducha caliente, pero luego tenemos que apresurarnos.
Hoy era el septuagésimo sexto cumpleañ os de Mamie. Después de meses en
París, había llegado ayer a Rosemont. Habíamos planeado una fiesta familiar para ella
en la terraza, y Emma y yo teníamos que empaquetar el Gâ teau Saint-Honore que había
preparado para ella.
Cuando llegamos a Rosemont, Tina y Sal estaban en la terraza dando los ú ltimos
toques a la mesa. Resultó que habían decidido hacer de Rosemont un bed and
breakfast, pero para personas que necesitaban refugio y curació n. Funcionaría desde
septiembre hasta justo antes de Navidad.
KRISTEN CALLIHAN
―Déjame ver ―dijo Tina, alcanzando la caja de pasteles. Con cuidado, la llevó a
la cocina y la abrió ―. Ah, ahí está . Hola, preciosa. En breve te presentaré mi vientre.
Se trataba de un sencillo Gâ teau con una base de pâte feuilletée coronada con un
hilo de crème pâtissière de vainilla y rodeada de hojaldres cubiertos de caramelo y
rellenos de crème chiboust de avellana. Emma lo calificó como el má s cremoso de los
postres.
Sal apartó de un manotazo la mano de Tina de la caja.
―Deja de hablarle sucio. Tendrá s tu oportunidad má s tarde.
―Nadie quiere oír eso después tampoco. ―Anton entró y lanzó una mirada de
reproche a su hermana―. Si me echas del Saint-Honore, luego te dejaré un sapo en la
cama.
Tina arrugó la nariz.
―¿Qué tenemos, doce añ os?
―Ustedes dos bien podrían. ―Tomé el Gâ teau y lo puse en la nevera de vinos para
que se mantuviera fresco.
―Como si no supiéramos la extrañ a manía de la crema que tienen Emma y tú
―dijo Tina.
Miré a Emma y ella levantó las manos.
―Oye, nunca he dicho una palabra. Ya sabes, sobre nuestra perversió n.
Riendo, negué con la cabeza.
―No tenías que decir nada, cariñ o ―dijo Sal. Cuando le dirigí una mirada, enarcó
una ceja―. ¿Qué? Ustedes dos eran ruidosos en esos primeros días.
―Todavía lo somos.
Con eso, volví a salir y encontré a Amalie esperando.
―Ah, mon ange. ―Ella besó mis dos mejillas―. Te he echado de menos.
―Yo también te eché de menos, Mamie. Tienes buen aspecto.
Me despidió con un gesto despreocupado y me agarró del brazo.
―¿Le has preguntado?
―Todavía no. ―Amalie me había enviado el anillo de compromiso que Jean
Philipe le había regalado. El anillo de diamantes de corte cojín deco era justo el estilo
de Emma, y significaba algo para mí. Quería que ella tuviera un pedazo de la historia
de mi familia.
KRISTEN CALLIHAN
―Pronto, ¿eh? ―dijo Amalie. Su sonrisa era de suficiencia―. Sabía que eran el
uno para el otro. Simplemente lo sabía.
Puse los ojos en blanco, pero luego sacudí la cabeza con una sonrisa.
―Sí, sí, eres muy inteligente.
Emma salió en ese momento, se detuvo en la puerta cuando captó mi mirada y
sonrió ampliamente. Las rosas trepadoras que cubrían la pared la enmarcaron
momentá neamente en un lavado de color carmesí. Una sensació n de paz me invadió .
No era la primera vez, ni mucho menos la ú ltima. Por fin me había encontrado a mí
mismo. Con ella.
Y la vida era buena.

Fin
KRISTEN CALLIHAN
Algunos términos de Pastelería
• Chef de pâ tissier: pastelero
• Gâ teau: bizcocho rico y elaborado que se puede moldear, y que suele contener
capas de crema, fruta o frutos secos.
• Pâ tisserie(s): pastelería/postres
• Brioche(s): un pan suave y rico con un alto contenido de huevo y mantequilla
• Pain aux raisins: una pasta hojaldrada rellena de pasas y crema pastelera
• Chaussons aux pommes: Las empanadas de manzana francesas
• Pâ te à choux: una masa de hojaldre ligera y mantecosa
• É clair: postre oblongo hecho de pasta choux rellena de crema y cubierta con
glaseado (a menudo de chocolate)
• Tarte au citron: tarta de limó n
• Macaron: un bocadillo de confitería a base de merengue relleno de ganache,
cremas o mermeladas de distintos sabores
• Croquembouche: una torre de dulces en forma de cono creada a partir de
hojaldres rellenos de crema y bañ ados en caramelo y envueltos en hilos de azú car
hilado, que se suele servir en las bodas francesas o en ocasiones especiales.
• Saint-Honoré : un postre que lleva el nombre del patró n de los panaderos y
pasteleros
• Pâ te feuilletée: Pasta de hojaldre ligera y hojaldrada
• Vanilla crème pâ tissière: crema pastelera de vainilla
• Hazelnut crème chiboust: una crema pastelera aligerada con merengue
italiano
• París-Brest: postre en forma de rueda, hecho de pasta choux y relleno de
crema de praliné. Creado en 1910 por el Louis Durand para conmemorar la París-
Brest, una carrera ciclista.
KRISTEN CALLIHAN
Agradecimientos
Muchas gracias al talentoso equipo de Montlake, cuyo duro trabajo hace que todo
funcione a la perfecció n. A mi editora, Lauren Plude, por sus atentos comentarios y su
apoyo; mis libros son mucho mejores en sus capaces manos. Y a mi agente, Kimberly
Brower, que siempre me apoya.
Mi agradecimiento a Amanda Bouchet y Adriana Anders por haber revisado
amablemente mis términos y frases en francés. Cualquier error es mío.
Y un especial y enorme agradecimiento a mis amigos y seguidores de Twitter
que, cuando les pregunté si debía escribir una historia sobre un exjugador de hockey
malhumorado que corteja a su heroína cociná ndole dulces, respondieron con un sí
entusiasta. Este libro no existiría sin ustedes.
KRISTEN CALLIHAN
Sobre la Autora
Kristen Callihan es autora porque no hay otra cosa que prefiera ser. Es autora de
bestsellers del New York Times, Wall Street Journal y USA Today. Sus novelas han
recibido críticas de Publishers Weekly y Library Journal. Su primer libro, Firelight,
recibió el Sello de Excelencia de la revista RT y fue nombrado mejor libro del añ o por
Library Journal, mejor libro de la primavera de 2012 por Publishers Weekly y mejor
libro romá ntico de 2012 por ALA RUSA. Cuando no está escribiendo, está leyendo.

También podría gustarte