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Católica Hispana, en el que se establecieron cuatro cánones expresamente dirigidos contra los
judíos: prohibición de matrimonios, uniones y relaciones sexuales entre judíos y cristianas (y
cristianos y judías); prohibición de que los judíos bendigan los frutos y las tierras propiedad de los
cristianos; prohibición de que cristianos y judíos se sienten en la misma mesa, y excomunión de
cinco años al cristiano que cometa adulterio con una mujer judía.
En el III Concilio de Toledo (589), por ejemplo, se prohibió de nuevo el matrimonio entre cristianos
y judíos, a la vez que se impedía a los hebreos la ocupación de cargos públicos. Estos sucesivos
intentos de segregación parece que no lograban nunca su propósito. ¿Por qué?
Junto a este rasgo psicológico (atracción/rechazo), que está en la base de la relación entre
judíos/no judíos, me interesa resaltar otro elemento extraño: la voluntad de permanencia del
pueblo judío en la Península Ibérica. La presencia de los judíos en Sefarad es algo que va más allá
del asentamiento de unos cuantos grupos o individuos. Es como si, especialmente a partir de la
destrucción del Segundo Templo (70 de n.e.), los judíos hubieran considerado a Sefarad como
sustituto simbólico y geográfico de la Tierra de Israel. No se entiende de otro modo su
determinación de permanecer en la Península a pesar del cúmulo de obstáculos, persecuciones y
muertes sufridas a lo largo de los siglos (recordemos que mucho antes de 1492, ya Sisebuto
decretó en el 616 la expulsión masiva de los judíos que no se convirtieran al cristianismo; y que
luego Ervigio impuso la conversión forzosa). Resulta insatisfactoria una explicación basada en
factores meramente económicos, comerciales o de supervivencia.