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Dénes Martos La Isla de las Cosas Perdidas

La isla de las cosas perdidas


En un paraje muy lejano, más allá del Océano y más allá del sitio en el que hasta
los huracanes se cansan y se convierten en brisas, hay una isla.
Es una isla muy rara. No solamente porque el cielo es siempre azul y el agua que
rodea sus costas es siempre tibia. Es rara también por las cosas que contiene. Los
bastante escasos elegidos que la han visitado cuentan que allí es adónde van a
parar las cosas perdidas.
Y no crean ustedes que sólo van las cosas que se pueden toca o usar. Si bien es
cierto que – tal como pude enterarme – hay muchos anillos, pañuelos, valijas y
hasta cosas increíbles como servilleteros, collares para perros y hasta pantuflas
gastadas, eso, y por lejos, no es todo. En absoluto.
Porque, ocasionalmente, en la isla también se pueden encontrar muchas otras
cosas perdidas. Cosas no necesariamente materiales. Ésas que a uno casi le da un
poco de vergüenza llamarlas “cosas”. Aunque eso de encontrar lo inmaterial tiene
sus particularidades.
Yo lo sé porque estuve allí.
Pues, han de saber que en uno de mis largos y azarosos viajes por el mundo ...
......................
Bueno, está bien. No me miren con esa cara. Eso de mis “largos y azarosos viajes”
no es del todo cierto; pero no me digan que no era una forma clásica de empezar la
historia. Aunque no sería tan fantasiosa como parece. Porque la verdad es que
viajé bastante por el mundo; como que nací a más de quince mil kilómetros de
aquí. Y es verdad que estuve en esa isla. Si bien – tengo que confesarlo – también
es cierto que nunca supe exactamente cómo llegué ni, mucho menos, cómo salí de
ese lugar.
Todo empezó cuando nos atrapó esa tremenda tormenta.
No recuerdo muy bien como fue que terminé en ese bote en medio del mar. Sólo
me acuerdo que la tormenta estaba ya bastante avanzada cuando el primer oficial
me mandó a buscar un salvavidas que estaba en uno de los botes de salvataje.
Recuerdo que fui a popa, me subí al bote, en ese momento algo crujió, el bote se
bamboleó, yo me pegué la cabeza contra algo y debo haberme desmayado porque
lo próximo que sé es que, cuando volví a tener conocimiento de lo que pasaba,
estaba en medio de un oleaje de los mil demonios, medio amarrado por un

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montón de cuerdas que de algún modo habían caído sobre mí y bamboleándome


de lo lindo en ese bote que subía y bajaba flotando a la deriva como un corcho.
No recuerdo que nadie haya gritado el consabido “¡Hombre al agua!”; ni tampoco
el barco estaba a la vista cuando pude juntar suficiente presencia de ánimo como
para tratar de echar un vistazo. El cielo estaba negro, el viento soplaba
enojadísimo y estar en el bote era como viajar por una montaña rusa. Supongo
(pero sólo supongo) que las amarras del bote habrán estado podridas o
carcomidas y se terminaron de romper cuando yo me subí. Lo que sí sé es que no
había nadie cerca cuando todo ocurrió, de modo que en el barco nadie me vio caer
al mar. De hecho, por lo que me contaron después, tardaron horas en darse cuenta
de mi ausencia.
En una palabra: simplemente me perdieron. Habrá sido justamente por eso que
fui a parar a aquella isla, supongo.
El hecho es que no puedo decir cuanto tiempo duró la tormenta. No tengo ni idea.
Por lo que a mí me parece hoy, duró mucho. Y debe haber durado un buen par de
horas porque, cuando empezó a amainar, yo estaba completamente agotado.
Recuerdo que primero paró el viento y después entré en una niebla que, al poco
tiempo, se hizo tan espesa que desde la popa del bote uno casi no podía ver la
proa. Poco más tarde el viento, de un modo más bien extraño, paró por completo.
Se hizo una calma chicha en la que el mar, tan furioso como había estado, ahora
parecía una laguna.
Como ya les conté: estaba agotado. En medio de esa calma todavía se me ocurrió
pensar que generalmente los huracanes vienen en dos tandas. Porque, según dicen
los que saben, son como una especie de círculo. Los vientos fuertes están en la
periferia; en el medio, en eso que algunos llaman “el ojo de la tormenta”, por lo
general, reina la calma. Era bastante posible que yo me encontrara justo en el
medio de la tempestad.
“Tengo que cuidarme.” – pensé – “Si la segunda me pesca con este cansancio, no
voy a tener ninguna oportunidad“. La cabeza todavía me dolía horrores del golpe
que me había pegado, así que, me amarré lo mejor que pude al bote, cerré los ojos
con la idea de aflojarme un poco para descansar y no es que me quedé dormido:
realmente creo que directamente me desmayé por segunda vez.
Me despertó el sol. Primero tuve la sensación de un calorcito muy agradable.
Después, todavía sin despertarme y medio soñando, se me ocurrió que algo debía
andar mal: tirado en medio del océano, todo mojado, yo no podía estar sintiendo
calor. No era lógico. Además, ni siquiera era verano. ¿O sí? De última, ¿en qué
estación del año estábamos? ¿Primavera? ¿Otoño?
Es curioso y hasta ridículo pero, sin despertarme todavía, empecé a sentir una
rabia tremenda por no poder acordarme de la época del año en que habíamos
estado navegando. La mente humana, al menos la mía, tiene esas cosas. “No puede
ser verano” – refunfuñé – “pero hace calor y ¡maldición! ¡Eso tampoco puede ser!”

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De pronto, me asusté. Mi conciencia empezó a funcionar y me decía: “mar, agua,


humedad, calor, no es verano. ¿Qué demonios está pasando aquí”.
Abrí los ojos y me encontré con el cielo más azul que jamás ví en mi vida.
Me quedé un rato mirando ese cielo porque, la verdad, era un espectáculo.
Después, empecé a sentir sed y se me ocurrió que en un bote salvavidas tendría
que haber un bidón de agua por algún lado. Recorrí el bote con la vista varias
veces pero me tuve que convencer de que entre “tendría que haber” y “hay” a
veces existe una enorme diferencia. Nada de bidón. Nada de provisiones. Una caja
de bengalas, algunas otras cosas ... pero, de víveres: ¡nada!. O en el barco alguien
se olvidó de hacer el mantenimiento de los botes o las provisiones se fueron al
agua durante la tormenta.
Haciendo gala del formidable optimismo que me caracteriza, pensé: “Bueno; de
morir ahogado me salvé. Ahora sólo falta que me muera de sed y de hambre”. Así
que me paré en el bote para investigar si podía ver a mi barco, o alguna nave, o
algo en absoluto aparte de cielo y mar.
El agua estaba increíblemente tranquila y, cosa rara que me llamó la atención, era
casi tan azul como el cielo. El bote apenas si se hamacaba un poco. Cuando me di
vuelta para ver a mis espaldas, casi me caigo al mar de nuevo. Era para desconfiar
de un espejismo pero, si lo que veía era cierto, ¡estaba apenas a unos metros de la
costa de algo que tenía que ser una isla porque el continente no podía ser! Cerré
los ojos y los volví a abrir. La isla seguía allí. Por favor, no se burlen, pero hasta
me pellizqué para ver si no estaba dormido. Nada. La isla seguía estando. No me
quedó más remedio que aceptarlo.
Ni siquiera tuve que remar para llegar a tierra firme. Fue suficiente con bajarme
del bote y caminar unos metros en el agua que no me llegaba más allá de las
rodillas para terminar tirado en la arena.
Estuve un buen rato así, casi sin poder creer en mi buena suerte. Pero después la
sed me puso otra vez en movimiento. A pocos metros de la playa empezaba la
vegetación y me metí entre los árboles. No habré caminado ni cien metros cuando
descubrí un sendero casi paralelo a la playa. “Si hay sendero, hay gente” – pensé –
y me puse a recorrerlo.
Apenas unos doscientos o trescientos metros más adelante la vi.
Venía caminando en mi dirección y mientras más nos acercábamos menos podía
creerlo. Después de la mala suerte de caer al mar en medio de una tormenta, el
destino, decididamente, se había propuesto compensarme con mi día de suerte.
Era una mujer tan increíblemente hermosa que cualquier intento de describirla no
le haría justicia. Imaginen la mujer más fenomenalmente bonita que jamás hayan
visto y multipliquen por tres. No puedo decirlo de otra manera. Caminaba como
flotando en el aire y haría falta todo el arte de un poeta y de un pintor reunidos
para solamente dar una idea de su figura. No. Renuncio. Es inútil. Simplemente
no la puedo describir.
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Cuando estuvimos cerca, sonrió, y dijo tan sólo:


– ¡Hola! – como la cosa más natural del mundo.
– ¡Hola! – dije yo. A duras penas. Porque la verdad es que me había quedado casi
mudo y eso que no me tengo por tímido.
– ¿Llegaste bien?
No. Eso no podía ser. ¡Eso ya era demasiado! Lo único que faltaba era que esta
hermosura me dijera que me estaba esperando. Está bien que uno tenga su día de
suerte; pero con tanta suerte de golpe no hay sistema nervioso que aguante.
– Un poco movidito lo mío – dije, tratando de hacerme el héroe con el tono del
tipo que eligió pasar por el infierno como atajo para llegar más rápido al cielo. –
Pero, bueno; llegué.
– Pues, bienvenido. Espero que tu estadía aquí sea agradable; aunque, dime una
cosa: ¿sabes dónde estás?
Anoté mentalmente el “dime” y el “sabes”. Así que nada de argentinismos
extemporáneos ni de cosas por el estilo. Mi atravesado lunfardo rioplatense
estaría completamente fuera de lugar con esta belleza. Traté de acordarme de
cómo me había ido hacía algún tiempo atrás en Colombia. No por la Colombia que
sale en los medios sino por esa otra que vive debajo de la conocida por todos, casi
como tapada, y dónde aprendí que todavía hay gente normal, capaz de hablar un
castellano mucho más pulido que el de la supuestamente culturosa gente de otros
lados que se dedica a maltratar el idioma como si lo odiara.
– Pues no. – respondí – No tengo idea. ¿Cómo se llama esta isla? Porque es una
isla ¿no es cierto?
– Sí. Es una isla. Y se llama La Isla de las Cosas Perdidas.
– ¿Perdón?
Soltó una risa cristalina y repitió:
– La Isla de las Cosas Perdidas. Sabía que te sorprenderías. Aquí es dónde
recibimos todas las cosas que se pierden. Supimos que la gente de tu barco te
había perdido, así que te esperábamos.
– Y yo, si hubiera sabido que tendría este recibimiento, te juro que me habría
hecho perder mucho antes.
– Pues gracias. No me habían dicho un piropo así de bonito en mucho tiempo.
Lamentablemente aquí no puedes venir con sólo quererlo. Alguien te tiene que
perder. Y otra cosa: cuando te encuentren, ya no te podrás quedar; tendrás que
irte ...
– ¿Y si no me encuentran nunca? ¿No hay cosas que se pierden para siempre?

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– Es distinto con las cosas y con las personas. Las cosas se quedan aquí. A veces
para siempre. Las personas no. Las personas no pueden perderse para siempre.
Tarde o temprano, alguien las encuentra. O bien ... bueno ... las reclaman desde
allá. – y mientras decía esto último su dedo índice señalaba hacia el cielo –
Aunque – agregó con cierto tono de complicidad – con las personas y con las
cosas inmateriales a veces hay una pequeña trampita.
– ¿Trampita? ¿Hacen trampa ustedes?
– Nosotras no. La hacen los mismos que a veces nos visitan.
– ¿Y eso cómo es?
– Algunos vienen y de pronto creen encontrar amores perdidos, o seres queridos
perdidos, o esperanzas perdidas, o algo parecido. Pero no es tan así. Esas cosas no
se pierden. Las personas las llevan dentro de ellas mismas y aquí sólo descubren
que las tenían. Los seres queridos se llevan en el corazón. En realidad, siempre
están ahí. Ya sea que estén vivos o que hayan fallecido, todos aquellos que hemos
amado siempre están con nosotros. A veces algunos se olvidan; pero nunca se
pierden.
Mientras caminábamos me quedé mirándola; esta vez con detenimiento. Es que
no sólo era hermosa; era ... ¿cómo decirlo? ... quizás la palabra exacta podría ser
“etérea”. Parecía tan liviana que la más leve brisa podía llevársela en cualquier
momento. Mi examen visual no pareció molestarle demasiado, pero luego de unos
instantes me miró y dijo:
– Creo que sé lo que estás pensando; así que antes de que me lo preguntes déjame
decírtelo. Me llamo Anahí y soy un hada.
No sé por qué habrá sido. Supongo que después de todas las cosas que me habían
pasado ya nada podía sorprenderme. El hecho es que lo tomé, quizás no como la
cosa más natural del mundo, pero sí con cierta naturalidad.
Así que un hada.
– Creí que las hadas solamente existían en los cuentos.
– Si existen en los cuentos es que existen, porque los cuentos existen. ¿Qué
demérito tiene el existir en los cuentos?
– ¡Ninguno por supuesto! – me apresuré a corregir, sabiendo que acababa de
embarrarla por hacerme el ingenioso – Lo que pasa es que nunca me imaginé que
terminaría metido en un cuento. Dicho sea de paso: mi nombre es Dénes.
– Hola Dénes.
– Hola Anahí
Y los dos tuvimos que reírnos.

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*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.

En la Isla de las Cosas Perdidas no hay ninguna gran ciudad. Las hadas viven en ...
Ahora que lo menciono. ¿Saben una cosa? No tengo ni idea dónde viven las hadas.
De algún modo, simplemente están. Están allí. Viven allí; en la isla. En toda la
isla. No me pregunten si hacen cosas tan pedestres como comer, dormir, bañarse,
cambiarse de ropa, peinarse o maquillarse. La verdad es que no lo sé. Supongo que
no. De hecho, ahora que hago memoria, no vi a ninguna de ellas haciendo nada de
eso. Probablemente las hadas son así. No tienen necesidad de esas horribles y
tediosas rutinas que consumen casi la mayor parte de la vida de las mortales
comunes.
Y si alguno de ustedes me preguntara cómo es la Isla en detalle, le diría que es
simplemente un grandioso, hermoso, paisaje. Un paisaje lleno de sorpresas,
rincones casi escondidos, árboles imponentes, senderos misteriosos, arroyos un
poco caprichosos, flores increíbles, algunas lomadas, algunas grutas y algunas
cavernas; pero en general lo que tiene es luz; mucha, mucha luz.
Y, por supuesto, están las cosas perdidas.
No crean que están en un lugar determinado, almacenadas, apiladas, etiquetadas,
catalogadas y registradas. No hay nada de eso, en absoluto. No existe nada
parecido a un depósito o algo semejante. Las cosas están por todos lados.
Recorriendo la isla uno sencillamente las encuentra. Están en el hueco de un
árbol, sobre una roca al lado de un arroyo, en la hierba de una pradera, en una
gruta, en el fondo de una laguna llena de camalotes, medio escondidas entre un
macizo de petunias, dentro del edificio de un molino de viento o puestas como al
descuido sobre la tabla de una mesa grande de madera tallada ubicada a la sombra
de un roble enorme.
En un momento dado, paseando por la isla, se me ocurrió preguntarle a Anahí:
– ¿Qué cosas se pierden en general? ¿Hay algunas que se pierden más que otras?
– ¡Oh! ¡No te puedes ni imaginar las cosas que pierde la gente! Desde botones de
camisa hasta valijas con más de cincuenta mil dólares. A veces hasta nosotras
mismas nos asombramos.
– ¿Valijas con más de cincuenta mil dólares? ¿Quién es el idiota que puede perder
eso?
– Vamos. No seas despectivo. Eso no está bien. Hay gente que tiene problemas.
Hay ciertas enfermedades que vienen con la edad ... Hay casos de amnesia grave.
– Todo lo que quieras; pero yo no llevaría una valija con cincuenta mil dólares si
tuviera un problema de ésos.

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– Suponiendo que supieras que tienes el problema. Hay gente que padece alguna
de esas enfermedades y no lo sabe. O no quiere admitirlo hasta el día en que le
pasa una cosa así.
– Bueno, sí, está bien. Pero de cualquier manera no me imagino como alguien
puede simplemente aparecer un día y decir: “¿Saben qué? Acabo de perder una
valija con cincuenta mil dólares”. No me entra en la cabeza. Te digo algo: yo no
perdería una valija con ese montón de plata. Seguro que no.
– ¿Alguna vez tuviste en la mano una con tanto dinero?
– Bueno ... eemm ... ¿la verdad? ... No. Nunca tuve tanta plata en absoluto.
– ¿Y entonces cómo sabes que no la perderías?
Le quedé debiendo la respuesta y sintiéndome bastante estúpido. Pero me lo tenía
merecido. Esas cosas me pasan por bocón. De modo que hice lo único que podía
hacer de una manera más o menos elegante: cambié de tema.
– ¿Y los sueños perdidos?
– No los tenemos aquí. En realidad, los sueños no se pierden.
– No me refiero a los que uno sueña cuando está dormido sino a los otros; a los
que uno tiene a lo largo de la vida.
– Esos son los que menos se pueden perder.
– ¿Y por qué?
– Pues porque los sueños, igual que la esperanza, no se pierden. Es sólo eso. Las
personas no pierden sus sueños; en general, únicamente renuncian a seguirlos
soñando. Y, cuando no es así, los modifican. El joven sueña con ser rico. Después,
más adelante, sueña con ser poderoso. Cuando madura, sueña con ser necesario. Y
al final se da cuenta de que su verdadero sueño es llegar a ser sabio. En realidad,
no son sueños distintos. Es el mismo sueño soñado de distintas maneras.
– ¿Y soñar con ser amado?
– Es sólo una de las más hermosas variantes del sueño de ser necesario.
– Bueno, tengo que admitir que siempre me gustó pensar que soy útil para algo.
– Es otra forma de ser necesario. Síntoma de que estás madurando.
– ¿Y te parece que podría llegar a ser sabio?
– Quien sabe ... En gran medida, eso depende de ti.
– ¿Por qué? ¿Qué hay que tener para ser sabio?
– Básicamente tres cosas: compromiso con la verdad, perseverancia en su
búsqueda y un enorme deseo de entenderla.
– ¿Y amor?

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– El amor por la sabiduría es necesario, pero no alcanza. Además, eso que los
hombres llaman filosofía es sólo otro nombre para el deseo de comprender. Los
filósofos en realidad no aman lo que saben. Aman el camino que los llevó a saber
lo que saben y, sobre todo, aman todo lo que creen que todavía les falta por saber.
Además, por regla general, el amor hace falta para ser bueno, no para ser sabio.
– Y eso quiere decir que puede haber sabios malos.
– No. Hay personas malas que saben mucho. Pero no hay sabios malos. Los sabios
no pueden ser malos.
– Y eso ¿por qué?
– Es un poco difícil de explicar. Una persona puede llegar a saber mucho y una
persona que sabe mucho puede ser mala. Pero no todas las personas que saben
mucho son sabias. El saber y la sabiduría, en realidad, son dos cosas distintas.
Una cosa es saber mucho acerca del mal y otra cosa muy distinta es comprenderlo.
La sabiduría te permite comprender y lo que pasa es que el mal, una vez
comprendido, deja de ser una opción. Por el otro lado, la sabiduría, la verdadera
sabiduría, es algo así como un premio especial a toda una vida dedicada a la
verdad. Y ese premio no es en realidad algo que uno alcanza. Es algo que se recibe.
Y solamente Dios puede darlo.
– Perdóname, todo eso será muy cierto pero basta con echarle una mirada al
mundo para convencerse de que el mal está por todos lados.
– Es cierto. Pero no todo el mal es obra de la gente mala. Además, las malas
personas, las verdaderamente malas, tampoco son tantas como generalmente se
cree. Y tampoco tienen tanto poder como muchos suponen. Las personas
realmente malas no saben hacer nada; sólo son capaces de destruir lo que otros
construyeron.
– Pero entonces, si los malos de verdad son pocos, ¿por qué hay tantas cosas
malas?
– ¡Mira que eres preguntón! Si fueras un poco sabio sabrías que por lo menos la
mitad de las cosas que nos parecen malas se deben más a las tonterías que hacen
las buenas personas que a las maldades que cometen las malas personas.
– O sea que la mayor parte de nuestros problemas se debe a pura estupidez.
– Aquí le decimos estulticia.
– ¿No es lo mismo?
– No – y sonrió ante mi ignorancia. – Es mucho peor. Aunque suene menos
agresivo.
Me anoté mentalmente que tendría que buscar la palabra “estulticia” en el
diccionario pero la duda me seguía picando el cerebro.

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– Así y todo – estallé por fin – sigo sin entender por qué hay tantas cosas malas
en este bendito mundo. Tantas enfermedades, tanta miseria, tanto sufrimiento.
– Dénes. Millones de personas se han hecho y se siguen haciendo esa pregunta. Yo
solamente soy un hada y no tengo todas las respuestas. Pero se me ocurre que, si
no hubiera cosas malas, tampoco sabríamos reconocer las buenas. Para poder
elegir hay que tener por lo menos dos opciones. Para comprender muchas veces
hay que contrastar. Para sentir la alegría de encontrar algo hay que pasar primero
por la pena de haberlo perdido. Mira: creo que Dios puso en este mundo un
montón de cosas y, en última instancia, Él sabrá por qué lo hizo. En todo caso, lo
importante no es tanto hacer una lista completa de todo lo bueno y todo lo malo
que hay en el Universo. Lo importante es lo que nosotros hacemos con lo que hay,
dentro de los límites del destino que nos tocó vivir.

*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.

No sabría precisar con exactitud cuanto tiempo estuve en total allí en la isla. La
impresión que tengo es la de un tiempo bastante largo; aunque sé que eso es muy
relativo porque el tiempo que pasa afuera, en el mundo, tiene una medida muy
distinta del que pasa dentro de uno mismo. De alguna forma, hay como dos relojes
que nunca sincronizan. Cinco, diez o quince años en el reloj del mundo pueden
parecer relativamente poco tiempo. En lo objetivo, apenas si alcanzan para
construir un adolescente. Pero en lo interior, dado el caso, esos mismos escasos
años cronológicos a veces hasta pueden alcanzar para formar una persona sabia.
Yo lo sé. Conocí a una de esas personas. Y no sólo la conocí sino que la tuve y la
sigo teniendo guardada en mi corazón.
Tanto que, a veces, hasta me duele.
Llegó a sabio a la edad en que otros recién empiezan a descubrir que hay cosas que
vale la pena comprender y falleció a los años en que esos otros apenas si
comienzan a mirar el mundo con ojos de adulto. Algunos quizás pensaron que
vivió poco. Mi hada probablemente diría que, si llegó a sabio, entonces vivió
exactamente el tiempo que tenía que vivir.
Y creo que el hada tendría razón. La vida se mide con el reloj interno del que la
vive; no con el reloj del otro que la mira pasar.
Con todo, aún sabiendo por lo que el hada me dijo que no lo encontraría en esa
isla, tengo que confesar que lo busqué igual. Hubiera dado cualquier cosa por
encontrarme con él. De haberlo encontrado, entre muchas otras cosas le hubiera
preguntado cómo hizo para llegar a ser sabio en tan poco tiempo. Y también le

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hubiera pedido que me ayude. Porque a mí eso de la sabiduría seguramente me va


a costar una buena pila de años más que a él.
Si es que recibo ese premio algún día en absoluto.
Pero es como dijo mi hada: las personas no pueden perderse para siempre y esa
persona que yo llevaba conmigo en el corazón y que hubiera querido encontrar allí
en la isla, en realidad no estaba perdida.
Sólo estaba en otra parte.
Quizás esperando un reencuentro para el que yo todavía no estoy preparado.
Pero, así y todo, ¿qué quieren que les diga? Hubiera dado cualquier cosa por
volverlo a ver ...

*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.

Y un buen día, de repente, me di cuenta de que estaba de nuevo en el bote.


Empapado hasta los huesos; con un frío que me hacía temblar todo el cuerpo y
una sensación de vacío tremendo en la boca del estómago. Recuerdo que me pasé
la mano por la boca y, cuando la miré, tenía los dedos ensangrentados.
Recuerdo también en forma muy vaga y confusa que oí gritos; chapoteos; golpes;
el ruido de un motor. ¿O fueron varios motores? La verdad es que no lo sé.
Alguien gritó:
– ¡Está vivo!
Y no estoy seguro, pero juraría que también escuché la voz de mi viejo amigo
Adrián haciendo algún comentario amable como:
– Yerba mala nunca muere ...
O algo por el estilo.
La cuestión es que me sacaron del bote, me llevaron al barco y después de un par
de días el médico de a bordo consiguió convertirme de nuevo en un ser humano
relativamente normal.
Está bien. Notarán que dije “relativamente”. No crean que no me doy cuenta.
Sea como fuere, lo que el médico no consiguió fue sacarme de la cabeza el
recuerdo de la Isla de las Cosas Perdidas.
Mientras estaba tirado en la cama, recuperándome, repasé una y otra vez mi
historia. La tormenta, la isla, mis sensaciones, las charlas con mi hada ... ¿A quién
le iba a poder contar todo eso? En aquél momento pensaba que a nadie. Durante
mucho tiempo creí que nunca se lo contaría a nadie. Era demasiado fantástico.
Demasiado increíble. Sabía de antemano que todos me dirían que lo soñé; que

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estuve delirando por la fiebre; que todo eso no puede ser verdad; que esas cosas
no existen. Que lo mío es sólo un cuento.
Y sin embargo ...
Es como dijo mi hada: si algo puede existir en un cuento, entonces existe. Porque
los cuentos existen. Porque los cuentos son esa parte de la realidad que realmente
vale la pena contar. La Historia sin historias es tan sólo una colección de datos;
una lista de personajes, fechas, batallas y acontecimientos. La realidad sin cuentos
no es más que una fría secuencia cronologías. La vida, la verdadera vida, está en lo
que vale la pena contar. Y uno de los secretos de saber vivir la vida es hacerlo
viviendo a pleno aquellas historias que después merecen ser relatadas. Aunque, a
veces, no sean historias alegres ni divertidas.
Por eso me puse hoy a contarles mi historia. Y también porque, aparte y más allá
de lo que les acabo de contar, debo confesar que eso que no encontré en la Isla de
las Cosas Perdidas lo terminé encontrando de todos modos. Aunque también es
cierto que eso fue bastante después.
Fue cuando me di cuenta de que en la isla no sólo no estaba esa persona que
conocí y que llegó a ser sabia en tan poco tiempo, sino que tampoco hubiera
podido encontrar allí la esperanza de volver a encontrarme algún día con ella. Y no
la hubiera podido encontrar en la isla porque esa esperanza no estaba perdida. Tal
como me lo explicó el hada, estaba dentro de mí al igual que el recuerdo de esa
persona. Yo mismo estaba llevando conmigo las dos cosas de un lugar a otro.
Es que en la isla no hay esperanzas perdidas. Y no las hay por la misma razón por
la que tampoco hay sueños perdidos: porque la Esperanza no se pierde.
No la pierden ni siquiera los que desesperan.
Porque incluso ellos pueden hacerla renacer alimentándola con un poco de Fe.
Y si eso termina por no funcionar del todo, lo único que hay que hacer es agregarle
a la Fe una gran dosis de Caridad.
Con eso, la Esperanza se recupera.
Créanme: es infalible.
Porque la Fe, la Esperanza y la Caridad son tres hermanas que van siempre juntas.

Julio 2007

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