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Dénes Martos La Isla de las Cosas Perdidas
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Dénes Martos La Isla de las Cosas Perdidas
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Dénes Martos La Isla de las Cosas Perdidas
– Es distinto con las cosas y con las personas. Las cosas se quedan aquí. A veces
para siempre. Las personas no. Las personas no pueden perderse para siempre.
Tarde o temprano, alguien las encuentra. O bien ... bueno ... las reclaman desde
allá. – y mientras decía esto último su dedo índice señalaba hacia el cielo –
Aunque – agregó con cierto tono de complicidad – con las personas y con las
cosas inmateriales a veces hay una pequeña trampita.
– ¿Trampita? ¿Hacen trampa ustedes?
– Nosotras no. La hacen los mismos que a veces nos visitan.
– ¿Y eso cómo es?
– Algunos vienen y de pronto creen encontrar amores perdidos, o seres queridos
perdidos, o esperanzas perdidas, o algo parecido. Pero no es tan así. Esas cosas no
se pierden. Las personas las llevan dentro de ellas mismas y aquí sólo descubren
que las tenían. Los seres queridos se llevan en el corazón. En realidad, siempre
están ahí. Ya sea que estén vivos o que hayan fallecido, todos aquellos que hemos
amado siempre están con nosotros. A veces algunos se olvidan; pero nunca se
pierden.
Mientras caminábamos me quedé mirándola; esta vez con detenimiento. Es que
no sólo era hermosa; era ... ¿cómo decirlo? ... quizás la palabra exacta podría ser
“etérea”. Parecía tan liviana que la más leve brisa podía llevársela en cualquier
momento. Mi examen visual no pareció molestarle demasiado, pero luego de unos
instantes me miró y dijo:
– Creo que sé lo que estás pensando; así que antes de que me lo preguntes déjame
decírtelo. Me llamo Anahí y soy un hada.
No sé por qué habrá sido. Supongo que después de todas las cosas que me habían
pasado ya nada podía sorprenderme. El hecho es que lo tomé, quizás no como la
cosa más natural del mundo, pero sí con cierta naturalidad.
Así que un hada.
– Creí que las hadas solamente existían en los cuentos.
– Si existen en los cuentos es que existen, porque los cuentos existen. ¿Qué
demérito tiene el existir en los cuentos?
– ¡Ninguno por supuesto! – me apresuré a corregir, sabiendo que acababa de
embarrarla por hacerme el ingenioso – Lo que pasa es que nunca me imaginé que
terminaría metido en un cuento. Dicho sea de paso: mi nombre es Dénes.
– Hola Dénes.
– Hola Anahí
Y los dos tuvimos que reírnos.
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En la Isla de las Cosas Perdidas no hay ninguna gran ciudad. Las hadas viven en ...
Ahora que lo menciono. ¿Saben una cosa? No tengo ni idea dónde viven las hadas.
De algún modo, simplemente están. Están allí. Viven allí; en la isla. En toda la
isla. No me pregunten si hacen cosas tan pedestres como comer, dormir, bañarse,
cambiarse de ropa, peinarse o maquillarse. La verdad es que no lo sé. Supongo que
no. De hecho, ahora que hago memoria, no vi a ninguna de ellas haciendo nada de
eso. Probablemente las hadas son así. No tienen necesidad de esas horribles y
tediosas rutinas que consumen casi la mayor parte de la vida de las mortales
comunes.
Y si alguno de ustedes me preguntara cómo es la Isla en detalle, le diría que es
simplemente un grandioso, hermoso, paisaje. Un paisaje lleno de sorpresas,
rincones casi escondidos, árboles imponentes, senderos misteriosos, arroyos un
poco caprichosos, flores increíbles, algunas lomadas, algunas grutas y algunas
cavernas; pero en general lo que tiene es luz; mucha, mucha luz.
Y, por supuesto, están las cosas perdidas.
No crean que están en un lugar determinado, almacenadas, apiladas, etiquetadas,
catalogadas y registradas. No hay nada de eso, en absoluto. No existe nada
parecido a un depósito o algo semejante. Las cosas están por todos lados.
Recorriendo la isla uno sencillamente las encuentra. Están en el hueco de un
árbol, sobre una roca al lado de un arroyo, en la hierba de una pradera, en una
gruta, en el fondo de una laguna llena de camalotes, medio escondidas entre un
macizo de petunias, dentro del edificio de un molino de viento o puestas como al
descuido sobre la tabla de una mesa grande de madera tallada ubicada a la sombra
de un roble enorme.
En un momento dado, paseando por la isla, se me ocurrió preguntarle a Anahí:
– ¿Qué cosas se pierden en general? ¿Hay algunas que se pierden más que otras?
– ¡Oh! ¡No te puedes ni imaginar las cosas que pierde la gente! Desde botones de
camisa hasta valijas con más de cincuenta mil dólares. A veces hasta nosotras
mismas nos asombramos.
– ¿Valijas con más de cincuenta mil dólares? ¿Quién es el idiota que puede perder
eso?
– Vamos. No seas despectivo. Eso no está bien. Hay gente que tiene problemas.
Hay ciertas enfermedades que vienen con la edad ... Hay casos de amnesia grave.
– Todo lo que quieras; pero yo no llevaría una valija con cincuenta mil dólares si
tuviera un problema de ésos.
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– Suponiendo que supieras que tienes el problema. Hay gente que padece alguna
de esas enfermedades y no lo sabe. O no quiere admitirlo hasta el día en que le
pasa una cosa así.
– Bueno, sí, está bien. Pero de cualquier manera no me imagino como alguien
puede simplemente aparecer un día y decir: “¿Saben qué? Acabo de perder una
valija con cincuenta mil dólares”. No me entra en la cabeza. Te digo algo: yo no
perdería una valija con ese montón de plata. Seguro que no.
– ¿Alguna vez tuviste en la mano una con tanto dinero?
– Bueno ... eemm ... ¿la verdad? ... No. Nunca tuve tanta plata en absoluto.
– ¿Y entonces cómo sabes que no la perderías?
Le quedé debiendo la respuesta y sintiéndome bastante estúpido. Pero me lo tenía
merecido. Esas cosas me pasan por bocón. De modo que hice lo único que podía
hacer de una manera más o menos elegante: cambié de tema.
– ¿Y los sueños perdidos?
– No los tenemos aquí. En realidad, los sueños no se pierden.
– No me refiero a los que uno sueña cuando está dormido sino a los otros; a los
que uno tiene a lo largo de la vida.
– Esos son los que menos se pueden perder.
– ¿Y por qué?
– Pues porque los sueños, igual que la esperanza, no se pierden. Es sólo eso. Las
personas no pierden sus sueños; en general, únicamente renuncian a seguirlos
soñando. Y, cuando no es así, los modifican. El joven sueña con ser rico. Después,
más adelante, sueña con ser poderoso. Cuando madura, sueña con ser necesario. Y
al final se da cuenta de que su verdadero sueño es llegar a ser sabio. En realidad,
no son sueños distintos. Es el mismo sueño soñado de distintas maneras.
– ¿Y soñar con ser amado?
– Es sólo una de las más hermosas variantes del sueño de ser necesario.
– Bueno, tengo que admitir que siempre me gustó pensar que soy útil para algo.
– Es otra forma de ser necesario. Síntoma de que estás madurando.
– ¿Y te parece que podría llegar a ser sabio?
– Quien sabe ... En gran medida, eso depende de ti.
– ¿Por qué? ¿Qué hay que tener para ser sabio?
– Básicamente tres cosas: compromiso con la verdad, perseverancia en su
búsqueda y un enorme deseo de entenderla.
– ¿Y amor?
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– El amor por la sabiduría es necesario, pero no alcanza. Además, eso que los
hombres llaman filosofía es sólo otro nombre para el deseo de comprender. Los
filósofos en realidad no aman lo que saben. Aman el camino que los llevó a saber
lo que saben y, sobre todo, aman todo lo que creen que todavía les falta por saber.
Además, por regla general, el amor hace falta para ser bueno, no para ser sabio.
– Y eso quiere decir que puede haber sabios malos.
– No. Hay personas malas que saben mucho. Pero no hay sabios malos. Los sabios
no pueden ser malos.
– Y eso ¿por qué?
– Es un poco difícil de explicar. Una persona puede llegar a saber mucho y una
persona que sabe mucho puede ser mala. Pero no todas las personas que saben
mucho son sabias. El saber y la sabiduría, en realidad, son dos cosas distintas.
Una cosa es saber mucho acerca del mal y otra cosa muy distinta es comprenderlo.
La sabiduría te permite comprender y lo que pasa es que el mal, una vez
comprendido, deja de ser una opción. Por el otro lado, la sabiduría, la verdadera
sabiduría, es algo así como un premio especial a toda una vida dedicada a la
verdad. Y ese premio no es en realidad algo que uno alcanza. Es algo que se recibe.
Y solamente Dios puede darlo.
– Perdóname, todo eso será muy cierto pero basta con echarle una mirada al
mundo para convencerse de que el mal está por todos lados.
– Es cierto. Pero no todo el mal es obra de la gente mala. Además, las malas
personas, las verdaderamente malas, tampoco son tantas como generalmente se
cree. Y tampoco tienen tanto poder como muchos suponen. Las personas
realmente malas no saben hacer nada; sólo son capaces de destruir lo que otros
construyeron.
– Pero entonces, si los malos de verdad son pocos, ¿por qué hay tantas cosas
malas?
– ¡Mira que eres preguntón! Si fueras un poco sabio sabrías que por lo menos la
mitad de las cosas que nos parecen malas se deben más a las tonterías que hacen
las buenas personas que a las maldades que cometen las malas personas.
– O sea que la mayor parte de nuestros problemas se debe a pura estupidez.
– Aquí le decimos estulticia.
– ¿No es lo mismo?
– No – y sonrió ante mi ignorancia. – Es mucho peor. Aunque suene menos
agresivo.
Me anoté mentalmente que tendría que buscar la palabra “estulticia” en el
diccionario pero la duda me seguía picando el cerebro.
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– Así y todo – estallé por fin – sigo sin entender por qué hay tantas cosas malas
en este bendito mundo. Tantas enfermedades, tanta miseria, tanto sufrimiento.
– Dénes. Millones de personas se han hecho y se siguen haciendo esa pregunta. Yo
solamente soy un hada y no tengo todas las respuestas. Pero se me ocurre que, si
no hubiera cosas malas, tampoco sabríamos reconocer las buenas. Para poder
elegir hay que tener por lo menos dos opciones. Para comprender muchas veces
hay que contrastar. Para sentir la alegría de encontrar algo hay que pasar primero
por la pena de haberlo perdido. Mira: creo que Dios puso en este mundo un
montón de cosas y, en última instancia, Él sabrá por qué lo hizo. En todo caso, lo
importante no es tanto hacer una lista completa de todo lo bueno y todo lo malo
que hay en el Universo. Lo importante es lo que nosotros hacemos con lo que hay,
dentro de los límites del destino que nos tocó vivir.
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No sabría precisar con exactitud cuanto tiempo estuve en total allí en la isla. La
impresión que tengo es la de un tiempo bastante largo; aunque sé que eso es muy
relativo porque el tiempo que pasa afuera, en el mundo, tiene una medida muy
distinta del que pasa dentro de uno mismo. De alguna forma, hay como dos relojes
que nunca sincronizan. Cinco, diez o quince años en el reloj del mundo pueden
parecer relativamente poco tiempo. En lo objetivo, apenas si alcanzan para
construir un adolescente. Pero en lo interior, dado el caso, esos mismos escasos
años cronológicos a veces hasta pueden alcanzar para formar una persona sabia.
Yo lo sé. Conocí a una de esas personas. Y no sólo la conocí sino que la tuve y la
sigo teniendo guardada en mi corazón.
Tanto que, a veces, hasta me duele.
Llegó a sabio a la edad en que otros recién empiezan a descubrir que hay cosas que
vale la pena comprender y falleció a los años en que esos otros apenas si
comienzan a mirar el mundo con ojos de adulto. Algunos quizás pensaron que
vivió poco. Mi hada probablemente diría que, si llegó a sabio, entonces vivió
exactamente el tiempo que tenía que vivir.
Y creo que el hada tendría razón. La vida se mide con el reloj interno del que la
vive; no con el reloj del otro que la mira pasar.
Con todo, aún sabiendo por lo que el hada me dijo que no lo encontraría en esa
isla, tengo que confesar que lo busqué igual. Hubiera dado cualquier cosa por
encontrarme con él. De haberlo encontrado, entre muchas otras cosas le hubiera
preguntado cómo hizo para llegar a ser sabio en tan poco tiempo. Y también le
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estuve delirando por la fiebre; que todo eso no puede ser verdad; que esas cosas
no existen. Que lo mío es sólo un cuento.
Y sin embargo ...
Es como dijo mi hada: si algo puede existir en un cuento, entonces existe. Porque
los cuentos existen. Porque los cuentos son esa parte de la realidad que realmente
vale la pena contar. La Historia sin historias es tan sólo una colección de datos;
una lista de personajes, fechas, batallas y acontecimientos. La realidad sin cuentos
no es más que una fría secuencia cronologías. La vida, la verdadera vida, está en lo
que vale la pena contar. Y uno de los secretos de saber vivir la vida es hacerlo
viviendo a pleno aquellas historias que después merecen ser relatadas. Aunque, a
veces, no sean historias alegres ni divertidas.
Por eso me puse hoy a contarles mi historia. Y también porque, aparte y más allá
de lo que les acabo de contar, debo confesar que eso que no encontré en la Isla de
las Cosas Perdidas lo terminé encontrando de todos modos. Aunque también es
cierto que eso fue bastante después.
Fue cuando me di cuenta de que en la isla no sólo no estaba esa persona que
conocí y que llegó a ser sabia en tan poco tiempo, sino que tampoco hubiera
podido encontrar allí la esperanza de volver a encontrarme algún día con ella. Y no
la hubiera podido encontrar en la isla porque esa esperanza no estaba perdida. Tal
como me lo explicó el hada, estaba dentro de mí al igual que el recuerdo de esa
persona. Yo mismo estaba llevando conmigo las dos cosas de un lugar a otro.
Es que en la isla no hay esperanzas perdidas. Y no las hay por la misma razón por
la que tampoco hay sueños perdidos: porque la Esperanza no se pierde.
No la pierden ni siquiera los que desesperan.
Porque incluso ellos pueden hacerla renacer alimentándola con un poco de Fe.
Y si eso termina por no funcionar del todo, lo único que hay que hacer es agregarle
a la Fe una gran dosis de Caridad.
Con eso, la Esperanza se recupera.
Créanme: es infalible.
Porque la Fe, la Esperanza y la Caridad son tres hermanas que van siempre juntas.
Julio 2007
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