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UNIVERSAL
INTRODUCCIONES
Kant había buscado en la razón los recursos mediante los cuales se hiciera
posible desarrollar estrategias conducentes a «racionalizar» aquello que parecía
quedar fuera de la alternativa entre el ámbito teorético-cognoscitivo y el
práctico-nouménico, es decir, lo que no era ni determinación causal (natural) ni
determinación de la voluntad (libertad), sino algo mezclado y, en este sentido,
confuso. Y encontró, dentro de la facultad judicativa, la posibilidad de
considerar aquellas realidades que son radicalmente singulares o que se
diversifican en una multiplicidad confusa como si respondieran a un fin. Pero los
conceptos mediante los que tiene lugar la racionalización mencionada no bastan
para decir cómo está constituida la realidad, lo único que proporcionan es un
conocimiento de cómo ésta se acomoda a las exigencias regulativas de la razón.
(Pág. 7-8)
La verdadera filosofía tiene también que hacer pie en el propio tiempo, pero sin
someterse a él. En la época moderna, lo que tiene que hacer es elevar esa razón
subjetiva ilustrada, a la que no se puede renunciar en modo alguno (no se trata
por tanto de volver atrás), a un lugar (mítico) o a una perspectiva que haga
posible la reconciliación, pero no una aparente, sino aquella que viene de la mano
de una adecuada comprensión de la realidad, de su verdad. A este esfuerzo y
logro es a lo que Hegel llama «especulación». Pero si se habla de «esfuerzo» es
porque se trata de un empeño costoso que, con la vista puesta en la demostración
de que la razón gobierna el mundo, habrá de tener como condición insoslayable
la muerte y resurrección de la propia razón. A esto hace referencia Hegel con
palabras bien significativas en nuestra tradición cultural: «El Viernes Santo
especulativo». Igual que Dios no sólo es eterno e inmóvil, sino que se hace
histórico pasando por vicisitudes y padeciendo sufrimientos, desgarramientos,
etc., lo absoluto (y la razón que tiene que aprehenderlo) debe hacerse histórico
(es decir, fáctico, limitado, imperfecto) y experimentar una historia (tiene que
llegar a ser lo que es, como les sucede a los entes mundanos, como le sucede al
hombre). Así es como lo absoluto se torna histórico y también como la filosofía,
cuyo asunto es precisamente eso absoluto, se convierte en una empresa y
actividad por completo histórica. (Pág. 8-9)
Pero la filosofía peculiar del mundo moderno es, para Hegel, mundana en otro
sentido (que en el fondo es siempre el mismo, aunque esté escorado a veces hacia
la unilateralidad): ha sido cautivada por la particularidad. Y, sin embargo,
también en ella apunta lo absoluto, aun cuando lo haga desde el lado de esa
particularidad. El modo de ese apuntar es un estado de necesidad: la filosofía es
de facto (históricamente) «estado de necesidad de la filosofía». Así es como la
filosofía se torna moderna y, también, unilateral: lo que presupone como un
requerimiento se encuentra más allá de ella, no es resultado (aún) de la propia
filosofía, es algo que a ésta, tal como es de hecho, se le escapa, pero es también
algo que, de jure, es su verdadero, su único asunto. Esta contradicción -como
siempre ocurre- es la que impide la quietud de la filosofía, lo que la pone en
marcha. Pero lo que se desata, lo que se desenvuelve, no es otra cosa que lo
absoluto mismo que deja de estar del otro lado, adviniendo como la totalidad que
es ya siempre, incluso en la particularidad, pero en la particularidad referida a la
totalidad (Hegel llama «ideal» a esta referencia, y porque percibe eso toda
filosofía debe ser, para él, «idealismo»). (Pág. 9)
Esa dialéctica constituye una historia que -vista desde el lado de la filosofía- no es
otra cosa que la realización de un requerimiento: la satisfacción del estado de
necesidad de la filosofía en la forma de una necesidad especulativa. La tendencia
a la dialéctica es síntoma de la unidad presupuesta en la escisión (entre
entendimiento y razón, entre sensibilidad y entendimiento, entre razón pura y
razón práctica, entre sujeto y objeto, entre necesidad y libertad, entre naturaleza
y mundo ético), de la infinitud en medio de lo finito. De ese modo, la idea
especulativa es un deber ser del entendimiento, deber ser que tiene que verse
realizado. Pero la transformación dialéctica del entendimiento no puede servirse
más que de los propios medios. De ahí que ese trabajo dialéctico tome la forma de
una «reflexión de la reflexión». (Pág. 9)
Pero el Estado no es sólo una idea, es también -de acuerdo con los términos de la
escisión moderna con la que hemos comenzado- una realidad efectiva y, de ese
modo, sometida a las condiciones espacio-temporales. El Estado se hace presente
como pluralidad de estados, como concurrencia y enfrentamiento, como conflicto
y guerra, y este mundo constituye la historia universal. La historia no es entonces
más que el «elemento de la existencia del espíritu universal, que en el arte es
intuición e imagen; en la religión, sentimiento y representación; en la filosofía, el
pensamiento puro y libre, y en la historia mundial. dial es la realidad espiritual
en todo su alcance de interioridad y exterioridad». (Pág. 13-14)
INTRODUCCIÓN (1822-1828)
Si el espíritu está formado para la cosa misma, sabe así él también de sí mismo.
Una parte capital de su vida y hacer es la conciencia sobre sus fines e intereses,
así como sobre sus principios. Un lado de sus acciones? lo constituye el modo de
explicarse [sobre sí] contra los otros, actuar sobre su representación, y mover su
voluntad. Así pues, no son las propias reflexiones del escritor respecto de lo que
él da la explicación y la exposición de esa conciencia, sino que él tiene que dejar
hablar a las propias personas y a los pueblos sobre lo que quieren y de cómo
saben lo que quieren -no pone en su boca discurso alguno extraño hecho por él-;
si él lo hubiera elaborado, el contenido y esa cultura y esa conciencia serían
igualmente el contenido y la conciencia del que les hace hablar así. (Pág. 25-27)
Ese intento de trasladarnos por entero a las épocas de modo totalmente intuitivo
y vivo -(de lo que somos tan incapaces como un escritor- un escritor es también
nosotros; pertenece a su mundo, a sus necesidades e intereses, a lo que tiene por
elevado y honra. Sea como fuere, cuando, p. ej., [penetramos en] la vida griega,
que nos agrada en tantos y en tan importantes sentidos, No podemos igualmente
simpatizar en muchos aspectos esenciales, sentir con ellos, griegos. Aunque
nosotros, p. ej., nos interesemos en grado sumo por la ciudad de Atenas -patria
nobilísima de un pueblo culto-, y participemos totalmente en sus acciones y usos,
no simpatizamos con ellos cuando se postran de rodillas ante Zeus, Minerva, etc.,
[cuando] el día de la batalla de Platea se atormentan hasta el mediodía con los
sacrificios esclavitud-. Como no tenemos la simpatía de un perro, si que podemos
imaginarnos un perro particular, adivinar sus ademanes, fidelidad, maneras
especiales. (Pág. 35)
[Se debería] dejar eso a las novelas de Walter Scott, ese colorido en el detalle
respecto de los pequeños rasgos de la época donde los hechos y el destino de un
único individuo constituye el ocioso interés, también lo por completo particular
de intereses similares, pero no así los retratos de los grandes intereses de los Esta-
dos: en éstos desaparece aquella particularidad de los individuos. Los rasgos
tienen que ser característicos, significativos para el espíritu DE LA ÉPOCA - esto
tiene que ser logrado de un modo más elevado y digno; Los hechos y acciones
políticos, las propias costumbres -lo general de los intereses en su determinación.
(Pág. 37-39)
INTRODUCCIÓN (1830-1831)
Sin embargo, en la historia universal nos las tenemos que ver con individuos que
son pueblos, con totalidades que son estados; por tanto, no podemos contentarnos
con aquel, por decirlo así, comercio al por menor de la fe en la providencia, e
igualmente tampoco con la fe meramente abstracta, indeterminada, que se
satisface con el principio general de que hay una providencia que gobierna el
mundo, pero sin querer entrar en lo determinado, sino que tenemos antes bien
que hacerlo efectivo. En concreto, los caminos de la providencia, son medios, los
fenómenos de la historia, que se encuentran abiertos para nosotros, y debemos
referirlos a aquel principio universal. Pero, con la mención del conocimiento del
plan de la divina providencia, he recordado, en general, una cuestión de máxima
importancia en nuestros tiempos, a saber, la de la posibilidad de conocer a
Dios*X , o mejor, puesto que ha dejado de ser una cuestión, la doctrina
convertida en perjuicio de que es imposible conocer a Dios; que es contraria a lo
que manda la sagrada escritura como la más alta obligación, no solo amar a Dios,
sino conocerlo; es negado lo que se dice ahí mismo, que el espíritu es el que nos
introduce en verdad, que el conoce todas las cosas, penetra incluso en las
profundidades de la divinidad. (Pág. 59)
Esta reconciliación sólo puede ser lograda por medio del conocimiento de lo
afirmativo en el que desaparece aquello negativo como algo subordinado y
superado -mediante la concien-cia, en parte de lo que es en verdad el fin último
del mundo, en parte de que este fin está realizado en el mundo y de que el mal
moral no se ha abierto paso al lado de él e igualmente con el-.
La razón, de la que se ha dicho que gobierna el mundo, es una palabra tan
indeterminada como la providencia -se habla siempre de la razón sin poder
proporcionar lo que constituye su determinación, su contenido, cuál es el criterio
según el cual podemos enjuiciar si algo es racional o irracional-. La razón
aprehendida en su determinación , éste es el asunto, lo demás, si permanecemos
en la razón en general, solo son palabras. (Pág. 61-63)
En primer lugar tenemos que tener en cuenta que nuestro objeto, la historia
universal, se desenvuelve en el terreno espiritual. El mundo comprende en sí la
naturaleza física y psíquica; la naturaleza física interviene asimismo en la
historia universal, y prestaremos atención ya desde el comienzo a esa relación
fundamental de la determinación natural. Pero el espíritu y el curso de su
desarrollo es lo substancial; espíritu más elevado que la naturaleza -nosotros no
tenemos que considerar aquí la naturaleza en el modo en que ella también es en
sí misma un sistema de la razón en un elemento particular, propio, sino sólo en
relación con el espíritu. (Pág. 63)
Los orientales no saben que el espíritu, o el hombre en tanto que tal, es libre;
porque no lo saben, no lo son. Saben sólo que uno es libre, pero por eso mismo tal
libertad es solo arbitrio, barbarie y hosquedad de la pasión, o también una
dulzura y mansedumbre que es sólo un accidente natural o algo arbitrario -ese
uno es por eso solamente un déspota, no un hombre libre-. La conciencia de
libertad únicamente ha surgido entre los griegos, y por eso han sido libres, pero
ellos, como también los romanos, sabían sólo que algunos son libres, no que lo era
el hombre en tanto que tal; esto no lo sabían ni Platón ni Aristóteles. Por eso los
griegos no sólo han tenido esclavos, vinculando a ellos su vida y la existencia de
su bella libertad, sino que también su libertad era en parte únicamente una flor
azarosa, efímera, no elaborada y limitada, en parte al mismo tiempo una dura
servidumbre de lo humano. Sólo las naciones germánicas han alcanzado en el
cristianismo la conciencia de que el hombre es libre en tanto que hombre, que la
libertad del espíritu constituye su más propia naturaleza; esta conciencia ha
surgido en primer lugar en la religión, en la región más íntima del espíritu. Pero
inspirar este principio también en el estado de cosas del mundo era otra tarea
cuya solución y desarrollo exige un duro y prolongado trabajo de formación. Con
la adopción de la religión cristiana, por ejemplo, no ha (acabado) de inmediato la
esclavitud, aún menos se ha hecho dominante la libertad en los estados, ni se han
organizado los gobiernos y las constituciones de un modo racional, fundándose
sobre el principio de la libertad. Esta aplicación del principio a la realidad, la
penetración y organización por él de las cosas del mundo, es el largo proceso que
constituye la historia misma. (Pág. 67)
Ya he llamado la atención sobre esta diferencia entre el principio en tanto que tal
y su aplicación, i. e., su introducción y desenvolvimiento en la realidad del
espíritu y de la vida. Enseguida volveremos sobre esto. Se trata de una
determinación fundamental en nuestra ciencia, y hay que fijarla esencialmente
en el pensamiento. Esa diferencia que ha sido resaltada aquí provisionalmente
respecto del principio cristiano, de la conciencia de la libertad, también se
verifica esencialmente con respecto al principio de la libertad en general. La
historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad , un progreso que
tenemos que conocer en su necesidad. (Pág. 67)
Sin duda, los individuos se proponen en parte fines universales, un bien, pero de
tal forma que ese bien es asimismo de naturaleza limitada, p. ej., noble amor a la
patria -pero a un país que se encuentra en una relación insignificante con
respecto al mundo y a los fines generales del mundo-, o el amor a su familia, a los
amigos, la honradez en general -en suma, aquí caben todas las virtudes; sólo en
ellas podemos ver realizada la determinación de la razón en estos sujetos y en los
círculos de su influencia. Pero éstos son individuos particulares que se
encuentran en una proporción escasa con la masa del género humano -por
cuanto tenemos que compararlos, como individuos aislados, con los demás
individuos-; y, asimismo, el alcance de la existencia que tienen sus virtudes es
relativamente poco extenso. Pero en parte lo más poderoso son las pasiones, los
fines del interés particular, la satisfacción del egoísmo. Ellas tienen su poder en
que no respetan ningún límite que les pongan el derecho y la moralidad, y en que
la violencia natural de las pasiones es mucho más próxima al hombre que la
artificial y lenta disciplina para el orden y moderación, para el derecho y la
moralidad. Cuando contemplamos este espectáculo de las pasiones y tenemos
ante nosotros las consecuencias en la historia de su violencia, de la falta de juicio
que las acompaña no sólo a ellas, sino también e incluso preferentemente a lo que
son buenas intenciones, rectos fines -el mal, la perversidad y la destrucción de las
más nobles formaciones de pueblos y estados, la decadencia de los más
florecientes imperios que el espíritu humano ha producido, sólo podemos, cuando
[miramos] con profunda compasión la miseria sin cuento de los individuos,
acabar estando tristes por causa de esa caducidad y, en la medida en que esa
decadencia no es únicamente una obra de la natura-leza, sino de la voluntad del
hombre, estarlo más aún con tristeza moral, con indignación del buen espíritu -si
hay alguno dentro de nosotros- a causa de semejante espectáculo. (Pág. 69-71)
Por eso, nada sucede, nada se realiza sin que los individuos intervinientes se
satisfagan a sí mismos; son particu-lares, es decir, tienen necesidades, impulsos -
intereses en general-particulares, suyos propios, aun cuando comunes con otros,
es decir, los mismos que otros -mi chaqueta-, no diferentes de los de los otros
según el contenido. Entre esas exigencias se encuentra no solo la de la propia
necesidad y voluntad, sino también la de la propia manera de ver, de la
convicción, o al menos del juicio propio, la opinión -con tal de que ya se haya
despertado la necesidad del razonamiento, del entendimiento, de la razón-.
Entonces los hombres exigen también, puesto que tienen que actuar en favor de
una cosa, que la cosa les complazca, que estén en ella con su opinión, con su
convicción, ya sea de la bondad de la cosa, de su legitimidad, utilidad, ventaja
para ellos, etc. Este es, en particular, un momento esencial de nuestra época, en
la que los hombres ya no son apenas atraídos hacia algo por la confianza y la
autoridad, sino que prefieren dedicar su actividad a una cosa con su propio
entendimiento, con convicción independiente y juicio propio. Por eso decimos
que nada se ha realizado en absoluto sin el interés de aqueIlos cuya actividad ha
estado implicada; y si llamamos pasión a un interés en la medida en que la entera
individualidad se sumerge en un objeto y, con todas las inclinaciones de la
voluntad que le son propias, concentra por entero en ese fin sus necesidades y
energías, desatendiendo todos los demás intereses y fines que se tienen y se
pueden tener, hemos de decir que nada grande se ha realizado en el mundo sin
pasión. La pasión es el lado subjetivo, por tanto formal, de la energía de la
voluntad y de la acción. Su contenido, o el fin, están aún indeterminados, lo
mismo que en la propia convicción, en la propia inteligencia y certeza. (Pág. 75-
77)
En este ejemplo hay que retener solo esto, que en la acción inmediata puede
residir algo más que en la voluntad y en la conciencia del autor. Este ejemplo
contiene además esto otro: que la substancia de la acción, y con ello la acción sin
más, se vuelve aquí contra el mismo que la realizó; se convierte en un revés
contra el, que le abate, que anula la acción, al ser un delito, y repone al derecho
en su vigencia. (Pág. 83)
Éstos son los grandes hombres en la historia, cuyos propios y particulares fines
contienen lo substancial, cuya voluntad es el espíritu del mundo. Este contenido
es su verdadero poder, se halla en el general e inconsciente instinto de los
hombres. Se encuentran internamente impulsados a ello y no tienen otro apoyo
para resistirse a aquel que ha emprendido la ejecución de tal fin en su propio
interés. Los pueblos se reúnen antes bien en torno a su estandarte, él les muestra
y realiza lo que es su impulso inmanente. (Pág. 85)
La familia es solo una persona, los miembros de la misma, o bien tienen que
renunciar a su personalidad (con ello, tanto a las relaciones jurídicas como
también a los demás intereses y egoísmos particulares) frente a otro (los padres),
o bien no la han alcanzado (los niños que se encuentran de entrada aún en el
estado de naturaleza mencionado anteriormente). Están con ello en una unidad
recíproca del sentimiento, en el amor, la confianza. En el amor el individuo tiene
la conciencia de sí en la conciencia del otro, está enajenado, y en esa enajenación
mutua ha ganado tanto lo otro como a sí mismo en la forma de uno con el otro.
Los demás intereses provenientes de las necesidades, de los asuntos externos de la
vida, como la formación de los niños en su interior, constituyen un fin común. El
espíritu de la familia, los penates, son una esencia sustancial del mismo modo que
el espíritu de un pueblo en el Estado, y la eticidad existe en ambos, en el
sentimiento, la conciencia y el querer no de la personalidad e intereses
individuales. Pero esta unidad es, en la familia, esencialmente algo sentido,
detenido dentro del modo natural; la piedad de la familia tiene que ser
máximamente respetada por el Estado; a través de ella sus miembros son
individuos éticos ya por sí mismos, lo que no son en cuanto personas, y aportan al
Estado su base sólida, el sentirse como uno con el todo. (Pág. 101)
El Estado mismo es una abstracción cuya realidad, que es sólo general, reside en
los ciudadanos; pero él es real y la existencia sólo general tiene que determinarse
hacia una voluntad y actividad individuales; surge la necesidad de un gobierno y
de una administración estatal?; un aislamiento y separación de aquellos que
dirigen muchos de los asuntos del Estado, resuelven sobre ellos, determinan el
modo de la ejecución y ordenan a los ciudadanos que los tienen que poner por
obra. Incluso si, en las democracias, el pueblo resuelve a la guerra, no obstante,
hay que poner un general al frente que la dirija. La abstracción del Estado
adquiere su vida y realidad sólo mediante la constitución. Con ello surge también
la distinción entre los gobernantes y los gobernados, los que mandan y los que
obedecen. Pero la obediencia no parece acorde con la libertad y los que ordenan
parecen incluso hacer lo contrario, lo que contradice el fundamento del Estado, el
concepto de libertad. La distinción entre mandar y obedecer es necesaria,
porque, en caso contrario, la cosa no podría funcionar; pero, si la libertad se
toma en un sentido abstracto, aquella parecerá únicamente una necesidad
externa y contraria a la libertad. Así, las instituciones tendrán que estar al menos
organizadas de tal modo que los ciudadanos obedezcan lo mínimo, y el orden se
deje al arbitrio 10 menos posible; que el contenido de eso para lo que el mando es
necesario, incluso según lo principal, sea determinado y decidido por el pueblo,
por la voluntad de muchos o de todos los indivi-duos, y no obstante el Estado, en
tanto que realidad, que unidad individual, tenga fuerza y robustez. La primera
determinación de todas es en general la distinción entre gobernantes y
gobernados, y con derecho han sido divididas las constituciones en general en
monarquía, aristocracia y democracia. (Pág. 103-105)
El cambio abstracto que tiene lugar en la historia ha sido hace tiempo concebido
de un modo general, de tal forma que ella contiene al mismo tiempo un progreso
hacia lo mejor y más perfecto.
Los cambios en la naturaleza, por muy infinitamente diversos que sean,
describen sólo un círculo que siempre se repite. En la naturaleza no sucede nada
nuevo bajo el sol; por eso al espectáculo multiforme de sus configuraciones le
acompaña el hastío. sólo en los cambios que suceden sobre el suelo espiritual se
produce algo nuevo*XXVI. Esto que aparece en lo espiritual permite ver en el
hombre una determinación diferente a la de las cosas naturales, en las que se
manifiesta sólo una y la misma, un carácter siempre estable, al que regresa todo
cambio, y dentro del cual se incluye como algo subordinado. Se trata de una
capacidad real de cambio, como se ha dicho, hacia lo mejor y más perfecto - un
impulso de perfectibilidad-• Ese principio que convierte el cambio mismo en algo
legal ha sido mal recibido por las religiones, como la católica, y también por
algunos estados que afirman como su verdadero derecho el ser estáticos o al
menos estables. (Pág. 109)
La historia universal presenta el curso de las etapas del desarrollo del principio
cuyo contenido es la conciencia de la libertad. Ese desarrollo tiene etapas no solo
porque no se trata de la inmediatez del espíritu, sino en general de su propia
mediación consigo, de tal modo que está diferenciado como división y
diferenciación del espíritu en sí mismo. La determinación más precisa de estas
etapas es, en su naturaleza general, lógica, pero en la concreta debe ser
proporcionada en la filosofía del espíritu. Lo único que cabe indicar aquí sobre
esta abstracción es que la primera etapa, en tanto que la inmediata, cae dentro de
la ya indicada sumersión del espíritu en la naturalidad, en la que es sólo una
individualidad no libre (uno es libre), siendo la segunda el salir de la misma a la
conciencia de su libertad. Pero esta primera liberación es incompleta y parcial
(algunos son libres), al provenir de la naturalidad inmediata y con ello estar
referida a ella y verse aún afectada por ella, como un momento. La tercera etapa
es la elevación desde esa libertad aún particular a la pura universalidad del
mismo (el hombre es libre en tanto que hombre), en la autoconciencia y
sentimiento de sí de la esencia de la espiritualidad. Estas etapas son los principios
fundamentales del proceso universal. Sin embargo, queda reservado para
después el examen más preciso del modo en que cada uno constituye de nuevo
dentro de sí mismo el proceso de su configuración, como la dialéctica de su
tránsito. (Pág. 113-115)
Aquí sólo hay que apuntar que el espíritu comienza a partir de su posibilidad
infinita -pero solo posibilidad-, que comprende su contenido absoluto como en sí,
como el fin y la meta que alcanza solo en sus resultados, siendo entonces su
realidad. Aparece así en la existencia el avance como algo que progresa desde lo
imperfecto a lo perfecto, en lo que aquello no debe ser concebido en la
abstracción sólo de lo imperfecto, sino como algo que tiene en sí al tiempo lo
contrario de sí mismo, lo así llamado perfecto, como germen, como impulso;
como la posibilidad señala, al menos reflexivamente, hacia algo que debe hacerse
realidad y más precisamente la dynamis aristotélica es también potentia, fuerza,
poder. De este modo, lo imperfecto es en sí lo contrario de sí mismo, es la
contradicción que existe y que es también eliminada y resuelta, el impulso de la
vida espiritual en sí misma, que tiende a romper el lazo, la costra de la
naturalidad, de la eticidad, de la extrañeza de sí mismo para salir a la luz de la
conciencia, es decir, hacia sí mismo. (Pág. 115)
Sólo en el Estado, gracias a la conciencia de las leyes, están presentes los claros
hechos y, con ellos, la claridad de una conciencia sobre ellos, que proporciona la
capacidad para, y la necesidad de conservarlos. (Pág.125)
MARCHA DE LA HISTORIA UNIVERSAL
La filosofía tiene que aparecer también en la vida del Estado, en tanto que
aquello a través de lo cual un contenido es culto. Como ha sido indicado, se trata
de la forma perteneciente al pensar, pero la filosofía es sólo la conciencia de esa
forma misma, es el pensar del pensar; por eso el material peculiar para sus
construcciones se encuentra ya preparado en la cultura general. y en el
desarrollo del Estado tiene que haber periodos mediante los cuales el espíritu de
la naturaleza más noble es impulsado en parte a huir del presente hacia las
regiones ideales, para encontrar en ellas la reconciliación consigo mismo que ya
no puede disfrutar en la realidad escindida.
Y en parte -en la medida en que el entendimiento reflexionante ataca, y frivoliza
y disipa en generalidades abstractas y ateas todo lo que es sagrado y profundo,
que se encontraba depositado de un modo ingenuo en la religión, las leyes y las
costumbres- el pensamiento es impulsado a convertirse en razón y tiene que
buscar y desarrollar en su propio elemento la restauración de la ruina a la que ha
sido llevado. (Pág. 141)
La mencionada diferencia afecta a la razón pensante; la libertad, cuya
autoconciencia es ésta, tiene una raíz común con el pensar. Como solo el hombre
piensa, no así el animal, por eso tiene también sólo él, y sólo porque es pensante,
libertad. Su conciencia contiene esto, que el individuo se aprehende como
persona, es decir, en su individualidad como universal en sí, capaz de
abstracción, de abandonar todo lo particular; por consiguiente, como infinito en
sí. Así pues, los círculos que quedan fuera de esa aprehensión son algo común de
aquellas diferencias esenciales. Incluso la moral, que se encuentra tan
íntimamente conectada con la conciencia de libertad, puede ser muy pura y
faltarle sin embargo esa conciencia de la libertad; expresara los deberes y
derechos universales como preceptos objetivos o, también, en la medida en que se
detiene en la elevación formal, en la renuncia a lo sensible y a todos los motivos
sensibles, como algo meramente negativo. (Pág. 145)
Así fin último universal - razón con la actividad, intereses de los hombres - Pero
diferencia de la conciencia del mismo -y falta de conciencia-
Aquí, en la medida en que creemos que la razón gobierna el mundo - ella en los
hechos de los hombres, aunque sin conciencia - que a través de sus acciones es
realizado al tiempo aún algo diferente - resulta como saberlo y quererlo
inmediatamente - aún más es en ello - tienen su fin particular, sus intereses. (Pág.
149)
A la filosofía de Hegel le acompañan, como «lo más natural del mundo», ciertos
predicados que condicionan lo que cabe esperar de ella. Esto sucede en general
con todas las filosofías que han hecho historia. De este modo, la historia de la
filosofía, en lo que tiene de un corpus doctrinal, presenta antes que nada
numerosos pensamientos e ideas de un modo que podría muy bien denominarse
«pre-juzgado». En el caso de Hegel, la definición de su filosofía como sistema de
la identidad, como idealismo (en un sentido vulgar del término, para el que se
trataría de reducir a concepto la realidad viva y múltiple), etc., imposibilita en
muchas ocasiones el acceso pensante a la verdadera letra de sus escritos. En lo
que respecta al asunto de la historia, la filosofía hegeliana queda prejuzgada
precisamente como «lo otro» de lo que la misma cosa requiere. (Pág. 183)
De hecho, la filosofía hegeliana se convirtió en el punto de partida negativo de la
ciencia histórica, en el ídolo que por fuerza debía ser derribado, ya que su
autoridad resultaba perniciosa para el desarrollo de un saber cabal acerca de lo
histórico. La filosofía hegeliana llegó a simbolizar, de tal modo, el tipo de
«agresión filosófica» a la realidad que una ciencia positiva debía superar. El
propio Hegel se refiere a ello en el escrito que nos ocupa cuando menciona el
reproche que se le hace a la filosofía de dirigirse a la realidad pertrechada de
prejuicios. La posición autónoma de la ciencia histórica nace, pues, en abierta
oposición al forzamiento que representa la filosofía, lo que implica la
reivindicación del plano horizontal histórico (de los hechos, de los
acontecimientos, de la particularidad) más allá de las ideas, así como el
correspondiente método positivo de investigación. Tal reivindicación constituye
uno de los significados (aunque no el único) del término «historicismo». Éste
representaría eso que se acaba de llamar positivismo de las ciencias del espíritu,
que fue en su origen la tarjeta de presentación de la escuela histórica
antihegeliana. El objetivo de este positivismo es el desarrollo de una ciencia
histórica que, haciéndose fuerte en la primacía de la realidad fáctica, de los
hechos históricos -de acuerdo con el modelo exitoso de la ciencia natural-, se
encuentre libre de valores (tanto de los supuestos que ordenan la realidad
haciendo que unos hechos reciban más relevancia que otros, como de la
subjetividad que se manifiesta en las construcciones filosóficas, etc.). Se trata,
pues, de una determinada praxis científica cuyos rasgos principales son la actitud
contemplativa (observar atentamente, establecer diferencias, describir) y la
abstinencia valorativa y práctica (dejar todo como está, no intervenir).(Pág. 184)
En primer lugar, Hegel toma distancia frente a las reflexiones tradicionales sobre
la historia, aquellas que, lejos de pretender algún saber científico, que no parecía
posible en este ámbito de lo humano, se orientaban preferentemente a la
producción de unos cuantos «pensamientos» sobre los diferentes modos de obrar,
sobre el acontecer, etc. Semejantes observaciones y «pensamientos» tenían, sobre
todo, una finalidad moral: se trataba de aprender algo de la historia que pudiera
convertirse en guía de las acciones futuras. Tales reflexiones filosóficas sobre los
acontecimientos y los procesos históricos daban lugar a reflexiones generales que
tomaban la forma de máximas de imprecisa aplicación a cualquier
acontecimiento histórico característico. Este es el caso, p. ej., de las
Consideraciones histórico-universales de Jacob Burckhardt. (Pág. 185)
Puesto que situada al lado de esta exposición sistémica del concepto de derecho,
así como del de historia, que no es, como hemos visto, otra cosa que un despliegue
o realización de aquél, la «filosofía de la historia» tiene que ser entendida por
Hegel como «otra cosa», pero ciertamente compatible con lo anterior.De acuerdo
con ello, la filosofía de la historia habrá de ocuparse no tanto del lugar sistémico
del concepto de «historia» en tanto que concreción del de «Estado» y, por
extensión, del de «espí-ritu», sino de la historia en tanto que tal, de su realidad
particular, de los acontecimientos, de las formaciones socio-políticas y culturales,
de los enlaces, contradicciones, enfrentamientos entre ellos, etc.; en resumen: de
lo realmente acontecido.( Pág. 187)
Además, por fuerza lo que, en la filosofía del espíritu, ha sido tratado en el puro
elemento del pensar requiere ser considerado también en su realidad más
concreta. Esta es la historia, y de ahí que en ella la investigación tenga por objeto
el modo en que el «espíritu es concreto en la historia universal». De tal forma, lo
que hace Hegel podría ser considerado tanto una historia filosófica cuanto una
filosofía de la historia concreta que no entraría en contradicción con su
concepción idealista -que es la consideración de que la realidad de lo efectivo no
reside únicamente en esa su efectividad sino en el concepto que lo subyace y en el
que se sustenta-, pero sí que ofrecería una nueva imagen de ella diferente de esa
según la cual el idealismo (hegeliano, en nuestro caso) es algo así como una
negación de la realidad concreta, puro nihilismo pues. (Pág. 189)
Así pues, los historiadores originales son aquellos que han tenido ante sí el
mundo, la realidad que describen, que la han vivido, transformándola después en
una obra de la representación-es decir: en discurso, lo que implica la fijación de
universales, etc. -. Pero ésta no es, para Hegel, similar a la que tiene como rasgo
definitorio la distancia entre la cultura del autor y la de aquello que constituye su
objeto. El mundo del historiador no se encuentra en otro plano formativo,
aunque sí se requiera -puesto que hay una cierta labor de ordenación, de
compilación y de relato- alguna distancia representacional. Lo que Hegel
pretende subrayar es que el historiador original o ingenuo deja hablar a su
«objeto» -los pueblos, culturas, personas, etc., reservándose poco o nada con
vistas a la reflexión. Se sitúa -problemática-mente, puesto que su trabajo produce
discurso en un antes de la reflexión, en todo caso en una posición que no reserva
para el historiador preeminencia alguna: lo suyo es una completa entrega, una
fidelidad casi total. (Pág. 190)
Porque para Hegel lo que ocurre en su propio tiempo no deja de ser expresión de
esa esquizofrenia racional contra la cual dirige toda su reflexión filosó-fica: que
el hombre que se presenta a sí mismo como la razón activa deba reconocer que lo
extraño a él, la naturaleza, es más racional que su propio mundo -que la historia,
la economía, la sociedad, el arte, etc.-. Esa situación, cuya característica principal
es que el mundo ético se encuentra abandonado de la mano de Dios -del sentido,
de la razón-, debe repugnar a la (verdadera) filosofía. De ahí que ésta tenga que
ser concebida como una teodicea, una justificación de Dios - una argumentación
en favor de la razón-. Pero esta justificación no representa una negación del
mundo, sino la comprensión de éste como algo ideal. Por consiguiente, la historia
universal, que trata de lo particular y efectivo, debe constituir el lugar más
apropiado para emprender, por medio del pensamiento, esa reconciliación entre
la idea y la realidad. (Pág. 202)
Éste tiene que ver con la pregunta referente al fin último de la historia o, lo que
es lo mismo, al descubrimiento del plan que debía orientar la labor filosófica. La
pregunta por el fin último del mundo toma, para Hegel, la forma de una
consideración del espíritu tal como se encarna en la historia, pues el espíritu es el
fin buscado. (Pág. 203)
En los propósitos de tales individuos reside lo universal, pero eso no significa que
sean individuos teóricos, que hayan comprendido el sentido de la idea y se
pongan a su servicio. Se trata de hombres prácticos cuya pasión, como hemos
dicho, conecta directamente con las necesidades del tiempo. Esto se expresa en
que dichos individuos no buscan satisfacer las necesidades de la humanidad, sino
las suyas propias; son egoístas, pero su egoísmo termina sirviendo a lo universal.
Persiguen, como César, su interés, pero de tal manera que su acción, la acción de
un hombre solo, arrastra consigo importantes transformaciones históricas en
ellos parece encontrarse agazapada la propia astucia de la razón. (Pág. 216)
De nuevo aquí coincide Hegel con la tradición moderna del pensamiento político.
El hombre no puede ser concebido como un ente universal, como un agente
altruista, sino que se descubre como un ente particularizado, como individuo. Y,
además, esa individualidad aparece como un rasgo primero de la estructura
ontológica humana. La negatividad que conlleva el que los hombres sean
individuos produce conflictos, pero da lugar, también, al movimiento histórico.
Se trata de la «insociable sociabilidad» que Kant había establecido como motor
de su idea de la historia. El individuo quiere y no quiere la sociedad, tiene al
respecto preferencias contradictorias: necesita a los demás hombres,pero tiende a
expandir su propio ser con propósito egoísta y, de ese modo, se siente molesto por
la presión que ejerce la sociedad sobre él. De ahí que la forma propia de la
sociedad moderna sea, para Hegel, la «sociedad civil», el ámbito de confrontación
de intereses, el mercado, la competencia, etc. De acuerdo con lo anterior, puede
decirse que un Estado estará bien construido y será vigoroso si une a sus fines
generales el interés privado de los ciudadanos (en realidad, en esto consiste el
concepto de hombre como ciudadano, a diferencia del de súbdito). El ciudadano
(moderno) sirve a su interés y, a través de ello, al bien común. Con todo, se
requieren largas contiendas hasta que pueda llegarse a concebir esta necesidad
de convergencia de ambos intereses. (Pág. 218-219)
Así pues, puede decirse que la capacidad moral del hombre -su ser voluntad libre
autodeterminante-se juega en la historia en la forma de «eticidad». Este concepto
es fundamental en la concepción hegeliana de lo humano en general (lo ético, el
derecho, la historia, lo espiritual sin más). «Eticidad» -o también, según otras
traducciones posibles del término Sittlichkeit, «vida ética», «ética social», «ética
concreta», «moralidad social»- intenta definir la moral realizada en una
comunidad, es decir, una moral no meramente subjetiva, sino concretizada en la
realidad por medio de su objetivación en instituciones vivificadores de la
verdadera libertad. Se trataría del conjunto de concepciones y valores
compartidos y universalmente aceptados, que están vivos y operantes en las
acciones y actitudes de los miembros de la comunidad y que se encarnan en las
costumbres, leyes e instituciones que regulan sus relaciones. La realización de la
libertad requiere, entonces, no sólo de un principio autoconsciente que se
proyecte sobre lo real legitimando o rechazando, sino también la existencia de
una sociedad construida a imagen suya, ya que, según Aristóteles, una sociedad
es la mínima realidad humana autosuficiente. (Pág. 224)
La ética transformada en alma del Estado, bajo las condiciones que han sido
mencionadas, no puede seguir siendo únicamente lo que era antes de que se
produjera la mediación que ha dado lugar a la nueva realidad, i. e., la voz
fundante de los ancestros. De igual modo, la moral subjetiva experimenta una
transformación en la vida política (estatal), hasta convertirse en la disputa
coordinada y convergente de los intereses particulares, que, por ello, se organizan
en función de lo universal, del bien común. Y algo parecido sucede con el derecho
tradicional, en tanto que abstracción o cuerpo de leyes fijas cuya legitimidad -ya
fuera divina, natural o de cualquier otro tipo- se encontraba más allá de los
propios ciudadanos. La vida del derecho no puede separarse, en la concepción
hegeliana, de la vida auto-determinativa de los individuos, en la que halla la
imprescindible legitimidad. (Pág. 227-228)
Es la propia vida política, entendida como la forma que toma el espacio necesario
para el desenvolvimiento de las actividades humanas, como la holgura
imprescindible para el florecimiento de la individualidad, la que tiene que
posibilitar la evolución histórica del Estado mismo. ¿Qué significa esto? Que los
individuos, aun partiendo de una situación temporal y localmente concreta - de
las condiciones de existencia político-sociales organizadas de acuerdo con los
términos de este Estado realmente existente-, puedan saltar por encima de él -Hic
Rhodus, hic saltus-. De acuerdo con esta manera de ver las cosas, el Estado no
puede constituir el fin último si éste es entendido como algo concluido, zanjado.
Que sea fin último no puede significar que se trate de una estación a la que se
llega para no poder partir ya nunca más de ella. Entre otras razones, no puede
ser la terminación del viaje si tiene, a su vez, que ser entendido como la
concreción de la libertad en la forma de la presencia, de la realidad efectiva de
esa libertad: el presente verdaderamente moral en el que lo activo en la historia,
la voluntad subjetiva, se en-carna. Pues esta voluntad subjetiva libre es principio
de acción, comienzo siempre renovado, y, aunque finalidad -nunca medio-, ni
terminación ni consumación (¿o puede acaso consumarse la voluntad subjetiva?).
(Pág. 232-233)
Para Hegel, el hombre es, en efecto, libre por naturaleza, pero lo es sólo según su
concepto, lo es únicamente en sí, en potencia, como algo puesto pero no
desarrollado, no realizado. En tanto que concepto, la libertad natural es
únicamente ideal (es decir: algo que es unilateral si se toma sin la referencia
necesaria a la totalidad, a la idea, al concepto realizado y que, precisamente por
ello, reclama su otro, aquello de lo que carece pero que está puesto como el otro
lado de sí). En tanto que ideal, la libertad natural es algo más que inmediatez en
sí, tiene que ser lograda, tiene que convertirse en resultado del proceso histórico,
de la acción humana. Por eso, dice Hegel, el estado de naturaleza es una situación
dominada por la injusticia, la violencia, por los impulsos naturales indómitos.
Según su concepto, a la libertad le pertenece el derecho y la eticidad, que son
esencialidades, objetos y fines universales, que hay que elaborar contra el
arbitrio y la unilateralidad.(Pág.233)
Ahora bien, como se ha dicho, la historia no es quietud, sino proceso. Pero ese
proceso, tratándose como se trata del movimiento espiritual, del devenir del
espíritu, no puede consistir únicamente en un acontecer. El devenir del espíritu,
el proceso de la historia, es un movimiento de la conciencia misma y, por tanto, es
saber progresando. En la historia, el espíritu actúa para «hacerse objeto de su
conciencia, aprehender a sí mismo explicitando»
(Filosofía del Derecho § 343). Esta aprehensión de sí mismo constituye el
principio del cual la consumación no representa sino la exteriorización, pero de
tal forma que, mediante el aprehender, supera el espíritu su exterioridad para
regresar a sí enriquecido. El tránsito puro del espíritu toma, pues, la forma
hölderliniana de un curso de exilio en el que se va logrando el derecho para la
vuelta a casa. En realidad, ese lugar al que se vuelve se va conformando durante
el viaje, así que puede decirse que, en un principio, la casa no es propia más que
como anhelo. Después, a medida que la existencia humana vaya formándose
como consecuencia de la experiencia, aquel impreciso hogar, únicamente anhelo,
se va haciendo poco a poco propio de modo efectivo (en el punto de partida se
trataba únicamente de inmediatez, de una vacía afirmación del sí mismo que se
mostraba enseguida como pura inhos-pitud). Para Hölderlin, el hombre es
inhóspito, esa su pretendida y supuesta casa representa de entrada el verse
arrojado fuera de sí, el tener que emprender el camino por lo extraño. En ese
largo viaje formativo va despuntando poco a poco y va esbozando, cada vez con
contornos más precisos, el verdadero contenido y ser de lo propio, de eso que al
comienzo no era más que un nombre sin referencia y que se va haciendo pleno en
la vuelta a casa, en el regreso. Un itinerario similar, presidido siempre por la
imperiosa potencia de la negatividad, es el que recorre el espíritu como concepto
dialéctico. Pero es también el que recorre el hombre que hace concretó ese mismo
espíritu. Como ser que carece de hogar, que no tiene lugar, el hombre -lo
espiritual-, en vez de ser natural, es viajero, es decir, histórico. (Pág. 239-240)
La historia universal presenta el curso de las etapas del desarrollo del principio
cuyo contenido es la conciencia de la libertad. Un curso que, como se ha dicho, no
se encuentra predeterminado en su resultado, aunque sí puede ser establecido
por la filosofía especulativa en lo que tiene de formal, es decir, en lo que implica
el concepto de espíritu -a saber: actividad, inquietud, exilio, mediación, cabe sí en
lo otro-. El desarrollo tiene etapas porque requiere mediación (ésta es resultado
de la contradicción y prueba de la vitalidad), la división y diferenciación del
espíritu mismo (concretización). Hay que decir en este punto que la lógica que
subyace a esa mediación y concreción no es otra que la que ha sido expuesta en la
Ciencia de la Lógica. En cuanto a la exposición, la necesidad, la fuerza interna,
proviene de la lógica, pero su concreción debe ser proporcionada por la filosofía
del espíritu. Esta diferencia es importante y debe ser señalada. La lógica y la
filosofía del espíritu no coinciden. Precisamente por ello, la filosofía del espíritu
no se reduce sin más a lógica. Esta puede (y tiene que) proporcionar un
conocimiento adecuado de las particularidades, así como de las relaciones y
mediaciones que tienen lugar entre ellas. Todos los aspectos de la realidad son
importantes y tienen que ser considerados de acuerdo con esa importancia. (Pág.
242-243)
El sujeto que narra se narra a sí mismo (aunque sea mediante, en todo caso a un
tipo de entes que son de su misma cualidad ontológica) y, además, interviene en
la constitución del objeto mediante esa su narración. Otra dificultad es la que se
sigue de que el mundo histórico, justamente por cobrar sentido en el contexto de
la historia narrada, es principalmente algo significativo y no objetivamente
neutro, con lo que el principio científico de la «neutralidad valorativa» se torna
problemático. Un corolario de la dificultad anterior es que no percibimos la
historia como si de datos objetivos se tratara, sino que la construimos, al situar lo
sucedido en el contexto de (al menos) una historia. Esto convierte en cuestiones
discutibles los asuntos de la interpretación, el desde dónde se escribe y de qué se
habla. Una prueba de esto es el distinto valor que los mismos hechos pueden
tener en el seno de diversos relatos. (Pág. 247-248)
9. EL MODO DE LA MARCHA
Un tal principio lo constituye en la historia el fundamento y la capacidad de
determinación por sí mismo de un pueblo. En éste se hace concreto el concepto de
espíritu y, por tanto, la historia tiene que tratar de esas concretizaciones. Todas
las peculiaridades de un pueblo tienen que ser comprendidas a partir del
principio general del pueblo mismo, de su peculiaridad en tanto que tal; y, a la
inversa, «aquel universal de la particularidad tiene que ser extraído del detalle
fáctico presente en la historia». Y esto debe suceder de modo empírico, es decir,
histórico. Pero para proceder así hay que estar familiarizado con el conocimiento
de las determinaciones generales, pues en caso contrario la sola observación, por
atenta y detenida que fuera, no podría ser capaz de extraerlas, lo tomaría todo
indiscriminadamente. A la filosofía especulativa, aunque no pueda sustituir a la
investigación histórica, le corresponde un papel relevante: ella aporta una
hipótesis reconstructiva imprescindible para dirigir la investigación, así como
para la ordenación de los datos que resultan del trabajo recolector. Este carácter
de imprescindible y, sobre todo, el que deba darse por supuesta, se encuentra en
el origen del reproche que se hace a una consideración filosófica de la ciencia
empírica. Como se ha indicado, a la filosofía se le echan en cara los apriorismos,
la agresión vertical. Pero Hegel insiste en que la filosofía no actúa de acuerdo con
las categorías del entendimiento, sino con las de la razón (esta distinción faculta a
Hegel para tratar lo racional, respectivamente, desde los momentos de la
abstracción y de la mediación). La posición del entendimiento, aunque dé la
impresión de estar atenta a las distinciones y particularizaciones, no deja de ser
abstracta.(Pág. 250)
EPÍLOGO
Las consideraciones se refieren a tres interesantes aspectos del proyecto
hegeliano, que pueden mostrar la relevancia actual de ese pensamiento: a la
intención racional, liberal y cosmopolita-global de su teoría de la historia. Desde
una perspectiva sistémica, la filosofía de la historia constituye la clave de &
bóveda de la filosofía práctica de Hegel, que, según es conocido, fue caracterizada
por él como filosofía del derecho y que contiene una jurisprudencia, una ética y
una teoría de las formas de la eticidad. Entre todas las partes de la filosofía
práctica, la filosofía de la historia era -así, Eduard Gans en el prefacio a la
primera edición de las Lecciones hegelianas- la «última parte añadida y la más
escasamente tratada». Al mismo tiempo, la filosofía de la historia universal
representa dentro de la arquitectónica sistemática hegeliana el punto de tránsito
desde la filosofía del espíritu objetivo a la filosofía del espíritu absoluto, el puente
entre los objetos de la filosofía práctica y el arte, la religión y el saber filosófico.
(Pág. 254-255)
Según Hegel, no hay razón sin entendimiento, sin experiencia, sin empiria, sin el
conocimiento de la facticidad. «Pero la historia tiene que ser tomada por nosotros
tal como es; tenemos que proceder históricamente, empíricamente.» Lo histórico
tiene que ser concebido fielmente, sólo que en expresiones universales tales como
fiel y concebir radica la ambigüedad y el verdadero problema. Cualquiera que se
ocupe de la historia, se comporta no sólo receptivamente, no «sólo
abandonándose a lo dado», es decir, «no de forma pasiva con su pensamiento»,
sino que «aporta sus categorías y mira con ellas, a través de ellas, lo que está ahí
delante» (12, 22-23). El autor no refleja el acontecer, sus concepciones y
conceptos se encuentran ya en juego desde un principio -«¡él piensa por
doquier!»-. Ese don de un sistema de coordenadas aparece como la condición de
posibilidad de una comprensión filosófica de la historia. Con ese proceder, la
filosofía modifica la historia presuntamente dada. La filosofía de la historia
universal es una reconstrucción de lo acontecido, una «revisión» de lo pasado a
través del prisma de la razón. Con el siguiente juego de palabras fijó Hegel esa
mutua determinación: «Quien mira el mundo racionalmente, él lo contempla
también racionalmente». (Pág. 257-258)
La propia elaboración que, según Ranke, tiene que ser evitada, no implica en
modo alguno un «enturbiamiento de la representación pura de los hechos»; el
«narrador tiene que vestir a los hechos supuestamente desnudos, aunque se
resista a ello con manos y pies» (H. Leo). La recepción de la pureza de la
facticidad histórica es un absurdo o un engaño. Representación, comunicación,
narración son ya siempre reflejo y elaboración, nunca el hecho mismo. Quien en
la historia sólo ve supuestos pure facta, no dispone de principio alguno para la
selección de los acontecimientos, ni de criterio para las conexiones, y tiene que
«pulverizar» la historia, explicándole como una aglomeración de fragmentos
falta de ingenio, como una mezcolanza de episodios, como un reino de
arbitrariedad subjetiva y de accidentalidad. (Pág. 259)
El Estado hegeliano representa la vida ética efectiva; los hombres se han dado a
sí mismos su propia ley, las constituciones muestran su propia
«constitucionalidad» en el tiempo. Los estados tienen su propio fundamento en el
principio de la libertad autoconsciente e individual y representan una unidad de
la voluntad universal y subjetiva; la libertad gana su objetividad. Los cambios
históricos son transformaciones de las formas de esa libertad en la conciencia de
los agentes y sus legislaciones. Los estados son por consiguiente el objeto más
pormenorizadamente determinado de una filosofía de la historia. La historia
universal es concebida esencialmente como una historia de los estados; en esto
subyace el concepto hegeliano de Estado tal como fue concebido en su Filosofía
del derecho. De acuerdo con ello, la historia no puede ser reducida a la historia
de las instituciones, ya que en el concepto hegeliano de Estado queda tematizada
esencialmente la dimensión cultural. (Pág. 261)
El Estado como forma del espíritu objetivo y finito no puede ser una obra-de-
arte, una obra de perfección. Él se encuentra en el mundo, por consiguiente,
también en la esfera del arbitrio y la contingencia. De acuerdo con ello, todo
Estado es por principio deficitario, se encuentra en continuo peligro de
desfiguración, puede convertirse en «una figura monstruosa y desgraciada», en el
caso «de que las energías del vicio y del error» tomen el mando. Lo irracional se
muestra, efectivamente, como una «existencia corrupta». Así pues, el Estado sólo
puede ser el espacio de una libertad limitada, un resultado del «día-laborable de
la vida», a diferencia del «domingo» de arte, religión y filosofía. Pero sólo en el
Estado puede ser lograda la libertad individual en el mundo. El principio de los
estados modernos éste es el auténtico emplazamiento de la hegeliana
interpretación retrospectiva de la historia- tiene la enorme fuerza de hacer que el
principio de la subjetividad se realice hasta el extremo independiente de la
libertad individual, volviéndolo a unir al mismo tiempo en la unidad substancial
de una comunidad ética. (Pág. 261-262)
El fin del Estado moderno como realización del concepto de la voluntad libre,
como forma de un reconocimiento logrado de los individuos, consiste únicamente
en la posibilitación y garantía de la libertad individual de todos sus ciudadanos.
Sobre esa base vació Hegel el 14 de julio una copa de champagne, comparando a
la Revolución Francesa con la aurora, con un «magnífico amanecer», aun cuando
reconociera agudamente el peligro del fanatismo y del terror, de la conexión
entre una imposición abstracta de las virtudes y el «espanto». Partiendo de este
motivo fundamental de un Estado libre, Hegel tiene que ser visto como un
pensador de la subjetividad y la libertad; su «hongo metafísico» en ningún caso
«ha crecido sobre el estercolero del servilismo», como supuso malévolamente
Jacob Friedrich Fries. Hegel no legitimó un Estado determinado, sino que
concibió la idea de un Estado de la libertad; no puede por eso ser denunciado en
modo alguno como un apologeta de la restauración o del prusianismo. (Pág. 262)