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INTRODUCCIONES A LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

UNIVERSAL

INTRODUCCIONES

Esta problemática combinación simboliza bastante bien en términos filosóficos la


constitución del mundo moderno tal como Hegel lo concibe. El rasgo definitorio
de aquella forma es la escisión que se produce entre la realidad efectiva y los
principios o fundamentos sobre los que se supone descansa su legitimidad, su
realidad. Puede decirse que por un lado va el dios y por otro el curso de los
acontecimientos. Esta estructura característica de la realidad del mundo
moderno, de la era de la Ilustración, debe ser pensada hasta sus orígenes menos
evidentes. Si es algo que tiene razón de ser, entonces la filosofía debe dar cuenta
de ello. Hegel convierte en propósito del esfuerzo especulativo pensar la
mencionada escisión, así como dar lugar, mediante el pensamiento, al desarrollo
de la incipiente necesidad de superación de la misma. ¿No debe repugnar al
pensamiento que la razón se encuentre separada del mundo? En efecto, parece
extraño que pueda decirse, hablando de la Ilustración, que la razón es ajena a la
realidad efectiva. La Ilustración, ¿no es acaso la era de la razón, para la que ésta
lo es todo? Es cierto que la razón «lo es todo» siempre que se entienda el «todo»
en el sentido de que ella es la pauta de realidad (de verdad). Pero, al mismo
tiempo, esa razón convertida en instancia primera no es ya el orden supremo del
mundo en un sentido supramundano, sino que se trata de una razón subjetiva,
humana y, por tanto, mundana. Y «mundano» significa variable, temporal,
Fijado aquí o allá, fáctico. Así pues, esa razón que lo es todo está a la vez situada,
fragmentada, diversificada. (Pág.6)

El mundo real está ahí -tiene coordenadas espacio-temporales- y no se somete a


principios anteriores a él o heterónomos; parece, pues, antes que nada, ser
confuso en cuanto a sus fundamentos y no responder a regla general alguna. Esto
es lo que sucede con la realidad humana. Las acciones de los hombres -y lo que
de ellas depende: los acontecimientos históricos, las instituciones sociales,
económicas, etc.-son hechos en el mundo (que deben estar sometidos a legalidad
natural) y, a la vez, determinaciones de la libertad; y la combinación de ambos
aspectos resulta contradictoria. De ese modo, un importante territorio de la
realidad parece irreductible al principio: el entendimiento no puede ir más allá
de la intuición y la razón no puede salir del ámbito moral. No puede extrañar
entonces que el mundo moderno sea percibido como dejado de la mano del dios.
Pese a todo, la razón tiene por fuerza que aspirar a dar cuenta de la realidad
entera y no conformarse con acotar un territorio vedado. Orden -y, por tanto,
razón- en la naturaleza y confusión en el ámbito de la libertad, el humano. (Pág.
7)

Kant había buscado en la razón los recursos mediante los cuales se hiciera
posible desarrollar estrategias conducentes a «racionalizar» aquello que parecía
quedar fuera de la alternativa entre el ámbito teorético-cognoscitivo y el
práctico-nouménico, es decir, lo que no era ni determinación causal (natural) ni
determinación de la voluntad (libertad), sino algo mezclado y, en este sentido,
confuso. Y encontró, dentro de la facultad judicativa, la posibilidad de
considerar aquellas realidades que son radicalmente singulares o que se
diversifican en una multiplicidad confusa como si respondieran a un fin. Pero los
conceptos mediante los que tiene lugar la racionalización mencionada no bastan
para decir cómo está constituida la realidad, lo único que proporcionan es un
conocimiento de cómo ésta se acomoda a las exigencias regulativas de la razón.
(Pág. 7-8)

Valiéndose de dicho procedimiento, Kant ofrece en su «Idea para una historia


universal con intención cosmopolita» una posibilidad para racionalizar esa
realidad confusa y sin regla que constituyen las acciones humanas, los llamados
eventos históricos. Pero, además, le proporciona a la propia razón subjetiva, al
hombre racional, un argumento en favor de la esperanza (racional) en que la
historia va en la dirección de un creciente logro racional, que el mundo adquiere
sentido, lo que, entre otras cosas, debe animar la determinación pura de la
voluntad de cada individuo. No obstante, la situación seguiría siendo -según lo ve
Hegel- de abandono por lo que respecta a esa parte confusa de la realidad a la
que hemos hecho referencia. (Pág. 8)

La verdadera filosofía tiene también que hacer pie en el propio tiempo, pero sin
someterse a él. En la época moderna, lo que tiene que hacer es elevar esa razón
subjetiva ilustrada, a la que no se puede renunciar en modo alguno (no se trata
por tanto de volver atrás), a un lugar (mítico) o a una perspectiva que haga
posible la reconciliación, pero no una aparente, sino aquella que viene de la mano
de una adecuada comprensión de la realidad, de su verdad. A este esfuerzo y
logro es a lo que Hegel llama «especulación». Pero si se habla de «esfuerzo» es
porque se trata de un empeño costoso que, con la vista puesta en la demostración
de que la razón gobierna el mundo, habrá de tener como condición insoslayable
la muerte y resurrección de la propia razón. A esto hace referencia Hegel con
palabras bien significativas en nuestra tradición cultural: «El Viernes Santo
especulativo». Igual que Dios no sólo es eterno e inmóvil, sino que se hace
histórico pasando por vicisitudes y padeciendo sufrimientos, desgarramientos,
etc., lo absoluto (y la razón que tiene que aprehenderlo) debe hacerse histórico
(es decir, fáctico, limitado, imperfecto) y experimentar una historia (tiene que
llegar a ser lo que es, como les sucede a los entes mundanos, como le sucede al
hombre). Así es como lo absoluto se torna histórico y también como la filosofía,
cuyo asunto es precisamente eso absoluto, se convierte en una empresa y
actividad por completo histórica. (Pág. 8-9)

Pero la filosofía peculiar del mundo moderno es, para Hegel, mundana en otro
sentido (que en el fondo es siempre el mismo, aunque esté escorado a veces hacia
la unilateralidad): ha sido cautivada por la particularidad. Y, sin embargo,
también en ella apunta lo absoluto, aun cuando lo haga desde el lado de esa
particularidad. El modo de ese apuntar es un estado de necesidad: la filosofía es
de facto (históricamente) «estado de necesidad de la filosofía». Así es como la
filosofía se torna moderna y, también, unilateral: lo que presupone como un
requerimiento se encuentra más allá de ella, no es resultado (aún) de la propia
filosofía, es algo que a ésta, tal como es de hecho, se le escapa, pero es también
algo que, de jure, es su verdadero, su único asunto. Esta contradicción -como
siempre ocurre- es la que impide la quietud de la filosofía, lo que la pone en
marcha. Pero lo que se desata, lo que se desenvuelve, no es otra cosa que lo
absoluto mismo que deja de estar del otro lado, adviniendo como la totalidad que
es ya siempre, incluso en la particularidad, pero en la particularidad referida a la
totalidad (Hegel llama «ideal» a esta referencia, y porque percibe eso toda
filosofía debe ser, para él, «idealismo»). (Pág. 9)

Esa dialéctica constituye una historia que -vista desde el lado de la filosofía- no es
otra cosa que la realización de un requerimiento: la satisfacción del estado de
necesidad de la filosofía en la forma de una necesidad especulativa. La tendencia
a la dialéctica es síntoma de la unidad presupuesta en la escisión (entre
entendimiento y razón, entre sensibilidad y entendimiento, entre razón pura y
razón práctica, entre sujeto y objeto, entre necesidad y libertad, entre naturaleza
y mundo ético), de la infinitud en medio de lo finito. De ese modo, la idea
especulativa es un deber ser del entendimiento, deber ser que tiene que verse
realizado. Pero la transformación dialéctica del entendimiento no puede servirse
más que de los propios medios. De ahí que ese trabajo dialéctico tome la forma de
una «reflexión de la reflexión». (Pág. 9)

La posición absoluta posibilita el recuerdo de la experiencia acumulada: que la


substancia -lo que es- se sepa ella a sí misma como el sujeto que se mueve. En el
elemento del pensar se despliega ese saber mediado, de entrada, como lo lógico:
como el desarrollo reflexivo de la inmediatez a la mediación (regresando a la
inmediatez). En la lógica se lleva a cabo la transformación dialéctica de la
reflexión (entendida como la razón frente a la cosa), así como una crítica de la
metafísica y de la lógica tradicionales. Es también, con ello, una crítica de la
subjetividad escindida de su mundo. En el ámbito de las determinaciones puras
del pensar (la lógica) tiene lugar la historia inmanente de los conceptos, mediante
un movimiento de explicitación (hacia adelante) de lo que está puesto en cada
determinación (partiendo de «ser», que es la primera, la más abstracta,
inmediata e indeterminada de todas, según la tradición filosófica) y el recuerdo
(hacia atrás) de lo que está presupuesto en la posición primera. (Pág. 11)

ero esta experiencia de concreción, de mediación de la unilateralidad


característica de la inmediatez con su negatividad presupuesta, no acontece
únicamente para las determinaciones, sino también para el conjunto del saber,
que de ese modo engarza todas sus partes como momentos de una única historia
cuyo motor es la dialéctica de las determinaciones (del pensar). Así, se transita
desde la inmediatez lógica (del saber absoluto), efecto de su «pureza», a la
exterioridad (constituida en el sistema por la filosofía de la naturaleza), para
regresar finalmente a la interioridad (pero ahora una mediada, no unilateral)
que constituye la filosofía del espíritu. De ese modo, lo abstracto se concreta y se
convierte en realidad efectiva y el movimiento del sistema se muestra en su
subjetividad como filosofía del espíritu en la forma de derecho y de historia. El
motor que anima este movimiento de posición y ulterior hundimiento de la
posición eso que, desde Hegel, se llama «la dialéctica»- está constituido por tres
rasgos inseparables (o sólo separables para producir unilateralidad reflexiva),
que son los momentos de lo lógico, del logos, de esa razón universal y a la vez
concreta que buscaba Hegel: a) el abstracto o del entendimiento, b) el dialéctico o
negativo-racional y c) el especulativo o positivo-racional. (Pág. 11-12)

Como se ha dicho, la historia es diversa, caótica incluso, pero desde el punto de


vista de la razón tiene que ser vista como racional y la racionalidad sólo le podrá
ser atribuida desde una consideración sistémica, es decir, propia de una
conciencia elevada al punto de vista absoluto. La consideración de lo caótico
como el único (no) sentido de lo histórico sólo se justifica desde la posición de una
conciencia unilateral, desde el entendimiento abstracto que vive en la escisión a la
que hemos hecho referencia. Para Hegel, no es que al derecho y a la historia (tan
íntimamente ligados) les quepa en el sistema únicamente una realidad derivada -
de tal forma que tendrían su lugar reservado, previsto y, de ese modo, ya
establecido y sabido-, una realidad secundaria, sino justamente al revés. El punto
de partida se halla enclavado en la realidad múltiple, particular, fáctica,
histórica. En él, es el pensamiento el que se propone no conformarse con la
impresión primera, a saber: que el mundo humano se encuentra abandonado de
la mano de Dios. (Pág. 12)

Para Hegel, lo absoluto, la razón, se presenta, comparece en el presente y eso es


tanto la realidad encarnada resultado de la actividad humana -lo que él llama
espíritu objetivo- cuanto la no validez de esa realidad en lo que tiene de mera
facticidad, es decir, su idealidad, su tener que ser adecuada a concepto, su
transitar por tanto, su moverse, tener historia. Sólo para una consideración
unilateral -el otro lado de la conciencia presa en particularidades- es la razón
algo eterno y transmundano; para una consideración mediada, filosófica, la
razón tiene que encarnarse, hacerse realidad concreta. (Pág. 13)

Y esa encarnación, esa concretización de lo universal, de la subjetividad


substancial, en el mundo, no puede ser otra cosa que la constitución de un orden
humano que combine necesidad y libertad, determinación y voluntad, es decir, el
Estado tal como es concebido por Hegel. El Estado, además, representa una
realidad que no es ni únicamente determinación no sólo libertad, sino una
combinación de ambas, lo que la pone como la substancia-sujeto histórica. Se
trata de un resultado de la voluntad libre y que por eso mismo es más que ésta: es
realidad ahí, objetiva, siendo a la vez actividad, saber de sí, espíritu,
subjetividad. En ello radica el que Hegel considere que los hombres sólo entran
en la historia cuando se presentan como miembros de un Estado. (Pág. 13)

Pero el Estado no es sólo una idea, es también -de acuerdo con los términos de la
escisión moderna con la que hemos comenzado- una realidad efectiva y, de ese
modo, sometida a las condiciones espacio-temporales. El Estado se hace presente
como pluralidad de estados, como concurrencia y enfrentamiento, como conflicto
y guerra, y este mundo constituye la historia universal. La historia no es entonces
más que el «elemento de la existencia del espíritu universal, que en el arte es
intuición e imagen; en la religión, sentimiento y representación; en la filosofía, el
pensamiento puro y libre, y en la historia mundial. dial es la realidad espiritual
en todo su alcance de interioridad y exterioridad». (Pág. 13-14)

Puesto que en ese proceso de devenir hacia sí de lo absoluto el estadio de la


historia mundial corresponde a la realidad espiritual, de lo que se trata en él es
no sólo de acontecer, sino también, inseparablemente, del saber de ese acontecer
(historia:res gestae, rerum gestarum memoria). Por eso Hegel define la historia
como la realización de la conciencia de la libertad. La historia es la producción
efectiva de la conciencia que está en condiciones de recapitular, de rememorar,
en definitiva, de saber lo que ha acontecido y, precisamente por ello, de
comprender y fundamentar la necesidad de ese acontecer; de verlo como un
producto de la libertad humana y, al mismo tiempo, como resultado de una
necesidad de la cosa misma. (Pág. 14)

De ese modo, en la historia tiene que resultar la reconciliación entre la conciencia


y su objeto, entre la subjetividad y el mundo, entre la razón y la realidad. Todo
ello reclama una sociedad libre y racional, una sociedad civil justa -de acuerdo
con Kant-o una realización estatal -en los términos de Hegel-, porque así «la
actualidad ha abandonado su barbarie y su injusta arbitrariedad, y la verdad su
allende y su poder contingente, de suerte que la reconciliación verdadera ha
resultado objetiva, reconciliación que despliega al Estado como imagen y
realidad de la razón, en la cual encuentra la autoconciencia la realidad de su
saber y querer sustancial en desarrollo orgánico...». (Pág. 14)

INTRODUCCIÓN (1822-1828)

Por lo que respecta a la primera, pienso, para proporcionar mediante la mención


de nombres en cierto modo una imagen más determinada, p. ej., en Heródoto,
Tucídides y otros -a saber: historiadores que preferentemente han tenido [ante]
sí sólo los hechos, acontecimientos y situaciones que describen, los han
experimentado, vivido en ellos, presenciado, [han] formado parte de esos
acontecimientos y del espíritu de los mismos, y que han compuesto el informe
sobre esos hechos, aconteci-mientos; i. e., han trasladado aquello que hasta ahora
únicamente había sucedido y tenía una existencia al reino de la representación
espiritual, elaborándolo para ésta-, antes un ente, ahora algo espiritual, algo
representado. Así elabora, p. ej., el poeta para la representación sensible de la
materia que tiene en su sensación, en el ánimo interno y externo. Son también
ingredientes de este tipo de historiografía los relatos e informes de otros; pero
son -a través de otros- sólo en general el material disperso, menor, accidental,
subjetivo, incluso pasajero. Como el poeta, debe mucho al desarrollo de su
lengua, de los conocimientos formados que recibe. Pero un tal historiador es el
que esparce en el recuerdo subjetivo, accidental, lo que ya ha pasado en la
realidad y se conserva en un recuerdo fugaz; lo compone en un todo, lo coloca en
el templo de Mnemosine, proporcionándole así una duración inmortal. Lo
trasplantan y le proporcionan un suelo más elevado, mejor que el suelo de lo
efímero en el que ha crecido en el reino de los (solitarios) espíritus ahora
eternamente duraderos, como describen los antiguos el Elíseo, en que los héroes
continúan haciendo eternamente lo que en su vida sólo una vez hicieron-. (Pág.
21-23)
Él describe aquello en lo que, más o menos, ha participado, por lo menos ha
vivido. Son breves periodos, figuras individuales de hombres y de
acontecimientos; trabajan a partir de intuiciones que han vivido y pasado,
componen sus cuadros a partir de los rasgos individuales no sometidos a
reflexión, para llevarlos ante la representación de la posteridad determinados de
igual modo que los tenían ante sí en la intuición o en la narración intuitiva. (Pág.
25)

En tales historiadores la cultura del autor y la (cultura de los) acontecimientos


que convierte en obra, el espíritu del autor y el espíritu general de las acciones
que relata, son uno y el mismo. (Pág. 25)

Si el espíritu está formado para la cosa misma, sabe así él también de sí mismo.
Una parte capital de su vida y hacer es la conciencia sobre sus fines e intereses,
así como sobre sus principios. Un lado de sus acciones? lo constituye el modo de
explicarse [sobre sí] contra los otros, actuar sobre su representación, y mover su
voluntad. Así pues, no son las propias reflexiones del escritor respecto de lo que
él da la explicación y la exposición de esa conciencia, sino que él tiene que dejar
hablar a las propias personas y a los pueblos sobre lo que quieren y de cómo
saben lo que quieren -no pone en su boca discurso alguno extraño hecho por él-;
si él lo hubiera elaborado, el contenido y esa cultura y esa conciencia serían
igualmente el contenido y la conciencia del que les hace hablar así. (Pág. 25-27)

Si se quiere estudiar la historia substancial, el espíritu de las naciones, vivir y


haber vivido en, y convivido con ellas, se tiene entonces que estudiar
detenidamente a tales historiadores, demorándose en ellos, y nunca se puede uno
demorar lo suficiente en ellos; aquí se tiene la historia de un pueblo o gobierno,
reciente, viva, de primera mano. Quien no [quiera] convertirse precisamente en
un historiador erudito, sino que quiera DISFRUTAR DE LA HISTORIA, puede
atenerse en gran parte únicamente a tales escritores. De ello hay que distinguir
las biblias de los pueblos; cada pueblo tiene así una biblia fundamental, un
Homero. Éstos no son por lo demás tan frecuentes como se podría pensar. Tales
historiadores son Heródoto, el padre, i. e, el creador de la historia y además el
más grande historiador, y Tucídides, dotado de una admirable ingenuidad -un
libro no menos original es la Retirada de los diez mil de Jenofonte, etc.-. Los
Comentarios de César de Polibio son igualmente la obra maestra, la obra concisa
y sencilla de un gran espíritu. Para que [haya] tales historiadores se exige no sólo
que la cultura haya alcanzado un alto nivel en un pueblo, sino también que no se
encuentre solitaria, aislada en el clero, en los eruditos, etc., sino que esté
incorporada en los estadistas y generales. En la Edad Media, p. ej., ha habido
suficientes cronistas ingenuos como los monjes, no asimismo hombres de Estado;
hubo obispos eruditos que estaban en el centro de los asuntos y las acciones del
Estado, que también [eran] estadistas -pero por lo demás la conciencia política no
estaba formada-. Sin embargo, no son únicamente característicos de la época
antigua. En la época moderna han cambiado todas las circunstancias. Nuestra
cultura comprende en el momento y transforma de inmediato todos los
acontecimientos en relatos para la representación, y nosotros hemos conservado
en la época moderna relatos precisos, sencillos, ingeniosos, definidos, tanto sobre
hechos de guerra como sobre otros acontecimientos, comparables en todo a los
comentarios de César y que son aún más instructivos a causa de la riqueza de su
contenido, esto es, de la referencia determinada de los medios y las condiciones.
(Pág. 27-29)

Al segundo tipo de historia lo podemos denominar la historia reflexiva. Una


historia cuya presentación va en absoluto más allá de lo que está presente para el
propio escritor -no sólo en tanto presente en el tiempo, sino en tanto presente con
tal viveza en el espíritu-• Tiene que ver con un pasado verdaderamente completo.
En él se comprenden muy diferentes y variados tipos eso que solemos llamar en
general historiador-. En esto lo principal es la elaboración del material histórico
al que se acerca el que labora con su espíritu, que es distinto del espíritu del
contenido.
Entonces se trata principalmente de las máximas, de las representaciones, de los
principios que se hace el autor, en parte de los contenidos, de los fines de las
acciones y acontecimientos, en parte del modo de escribir la historia. En nosotros
los alemanes es muy variada la reflexión -y la inteligencia- sobre ello cada
historiador tiene en esto su propio modo y manera particularmente dispuesto en
la cabeza-. (Pág. 31)

Se exige en suma tener la visión de conjunto de toda la historia de un pueblo,


país, o del mundo entero; con este propósito se hace necesario elaborar historias.
Tales libros de historia son entonces necesariamente COMPILACIONES
realizadas, además de partiendo de informes ya elaborados de historiadores más
originarios y literales, haciendo uso de noticias e informes individuales. (La)
fuente no (es la intuición y el lenguaje de la intuición de los que han estado allí.
Este primer modo de historia reflexiva se conecta ante todo con la anterior, aun
cuando no tenga ningún otro fin que presentar a los hombres la totalidad de la
historia de un país. La índole de esta Compilation depende ante todo de los fines,
de si la historia debe ser más detallada o no. Lo que sucede es que tales
historiadores prefieren escribir la historia intuitivamente, de tal modo que el
lector se imagina estar escuchando relatar los acontecimientos a contemporáneos
y testigos oculares. Semejante empresa se malogra siempre más o menos. La obra
entera debe y tiene que tener también un tono único, pues su autor es un
individuo de una cultura determinada. Pero las épocas por las que pasa una tal
historia son de muy distinta cultura, igual que los historiadores de los que puede
servirse, así como el espíritu que habla en ellas por mor del escritor es diferente
del espíritu de esas épocas. Cuando el historiador quiere describir el espíritu de
las épocas, suele dominar el propio espíritu. (Pág. 31-33)

Ese intento de trasladarnos por entero a las épocas de modo totalmente intuitivo
y vivo -(de lo que somos tan incapaces como un escritor- un escritor es también
nosotros; pertenece a su mundo, a sus necesidades e intereses, a lo que tiene por
elevado y honra. Sea como fuere, cuando, p. ej., [penetramos en] la vida griega,
que nos agrada en tantos y en tan importantes sentidos, No podemos igualmente
simpatizar en muchos aspectos esenciales, sentir con ellos, griegos. Aunque
nosotros, p. ej., nos interesemos en grado sumo por la ciudad de Atenas -patria
nobilísima de un pueblo culto-, y participemos totalmente en sus acciones y usos,
no simpatizamos con ellos cuando se postran de rodillas ante Zeus, Minerva, etc.,
[cuando] el día de la batalla de Platea se atormentan hasta el mediodía con los
sacrificios esclavitud-. Como no tenemos la simpatía de un perro, si que podemos
imaginarnos un perro particular, adivinar sus ademanes, fidelidad, maneras
especiales. (Pág. 35)

[Se debería] dejar eso a las novelas de Walter Scott, ese colorido en el detalle
respecto de los pequeños rasgos de la época donde los hechos y el destino de un
único individuo constituye el ocioso interés, también lo por completo particular
de intereses similares, pero no así los retratos de los grandes intereses de los Esta-
dos: en éstos desaparece aquella particularidad de los individuos. Los rasgos
tienen que ser característicos, significativos para el espíritu DE LA ÉPOCA - esto
tiene que ser logrado de un modo más elevado y digno; Los hechos y acciones
políticos, las propias costumbres -lo general de los intereses en su determinación.
(Pág. 37-39)

Al principio un pueblo tosco, encubierto, no como tal sino en la medida en que


de lo que se trata es de ser un Estado - Sometimiento como Estado, [un] todo
racional en sí, es un fin racional universal. Cualquier ESTADO es un FIN para
sí; su conservación hacia afuera, su desarrollo y CULTIVO hacia adentro -
sucede en una serie necesaria de estadios a través de la cual surge la justicia
racional y el afianzamiento de la libertad; - un sistema de instituciones - aa) como
sistema la consecuencia B) su contenido asimismo, a través del que los
verdaderos intereses son llevados a conciencia y a la realidad, son satisfechos. En
cada progresar de un objeto no solamente existe la consecuencia externa y la
necesidad de la conexión, sino necesidad en la cosa -en el concepto-. Esta es] la
verdadera cosa, p. eJ., donde el Estado - alemán - romano - o GRAN
acontecimiento singular -la Revolución francesa- en sí cualquier gran estado de
necesidad. Este [esel objeto y fin de los historiadores, pero también el fin del
pueblo, el fin de la época misma. (Pág. 41)

INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA UNIVERSAL

INTRODUCCIÓN (1830-1831)

Sin embargo, la filosofía de la historia universal no es otra cosa que la


consideración pensante de la misma, y del pensar no podemos prescindir nunca,
pues el hombre es pensante, mediante el pensamiento se distingue del animal. En
todo lo que es humano, sensación, conocimiento y saber, apetito y voluntad, en la
medida en que es humano y no animal, hay un pensar; [que] por ello está
contenido también en todo ocuparse de la historia. Sólo que esta apelación a la
participación universal del pensar en todo lo humano y en la historia puede
parecer insatisfactoria porque consideramos que el pensamiento está
subordinado a lo que es, a lo dado, que lo tiene por su base y es dirigido por ello.
A la filosofía, sin embargo, se le atribuyen pensamientos propios, que la
especulación engendra por sí misma, sin atender a lo que es, con los que aborda
la historia; y tratandola como un material, no dejándola como es, sino
disponiéndose según los pensamientos, construye una historia a priori. La
filosofía sólo tiene que aprehender puramente lo que es, lo que ha sido, los
acontecimientos y los hechos; ella es tanto más verdadera cuanto más se atiene
sólo a lo dado y, en la medida en que esto no está ahí de modo inmediato, sino
que requiere múltiples investiga-ciones, unidas también al pensamiento, cuanto
más tiene en ello como fin únicamente lo sucedido. Parece que la actividad de la
filosofía se encuentra en contradicción con este fin, y sobre esta contradicción,
sobre el reproche que [se le hace] a la filosofía respecto de los pensamientos que
lleva con ella a la historia, tratando a ésta según ellos, es sobre lo que voy a
explicarme en la introducción; i. e., hay que proporcionar en primer lugar la
determinación general de la filosofía de la historia universal, haciendo patentes
las consecuencias inmediatas implicadas en ello. (Pág. 45-47)

Observaré, para comenzar, sobre el concepto provisional de la filosofía de la


historia universal, que, como he dicho, se hace de entrada a la filosofía el
reproche de que aborda la historia con pensamientos y que considera a ésta
según pensamientos V. El único pensamiento que lleva consigo es, sin embargo, el
simple pensamiento de la razón, que la razón gobierna el mundo y que por tanto
también la historia universal ha transcurrido racionalmente. Esta convicción e
inteligencia es un presupuesto en la consideración de la historia en tanto que tal.
En la propia filosofía no constituye presupuesto alguno. Por medio del
conocimiento especulativo está demostrado que la razón -aquí podemos
detenernos en esta expresión sin esclarecer más la referencia a, y la relación, con
Dios- es la substancia. Como la potencia infinita, ella misma es la materia infinita
de toda vida natural y espiritual, y como la forma infinita es la actividad de ese
su contenido. La substancia, eso a través de lo cual y en lo que tiene toda realidad
su ser y consistencia: la potencia infinita, porque la razón no es tan impotente
para llevarlo sólo hasta el ideal, hasta el deber ser, y que solo exista fuera de la
realidad, quién sabe donde, quizás solo como algo particular en las cabezas de
algunos hombres, el contenido infinito, toda esencialidad y verdad, -y para ella
misma su materia, que ella da a elaborar a su propia actividad. No tiene
necesidad, como la acción finita, de las condiciones de un material externo, de
medios dados, de los qué reciba el sustento y objetos sobre su actividad; se
alimenta de sí misma y es ella misma el material que elabora. (Pág. 47-49)

Lo que he dicho provisionalmente, y lo que diré aún, no debe tomarse como un


supuesto, ni siquiera en atención a nuestra ciencia, sino como visión de conjunto
del todo, como el resultado de la consideración que hemos de hacer, un resul-lado
que me es conocido porque yo ya conozco el conjunto. Ha resultado ya en primer
lugar, y resultará de la consideración de la propia historia universal, que ella ha
transcurrido de forma racional, que ha sido el curso racional necesario del
espíritu del mundo. El espíritu del mundo es el espíritu sin más, la substancia de
la historia, el espíritu uno, cuya naturaleza es siempre una y la misma, y que
explicita esa su naturaleza una en la existencia mundana. Este tiene que ser,
como se ha dicho, el resultado de la propia historia; pero la historia tiene que ser
tomada por nosotros tal como es; tenemos que proceder históricamente,
empíricamente. (Pág. 49-51)

Por consiguiente, podríamos enunciar como primera condición que concibamos


fielmente lo histórico; pero expresiones generales tales como fielmente y concebir
son ambiguas; también el historiador corriente y medio que cree y pretende
proceder receptivamente, entregándose únicamente a lo dado, no es pasivo con su
pensamiento y aporta sus categorías, viendo a través de ellas lo existente. Lo
verdadero no se encuentra en la superficie visible. En todas las cosas, y en
particular en lo que debe ser científico, la razón no puede dormirse y tiene que
emplearse la reflexión. Quien mira el mundo racionalmente, ese lo contempla
también racionalmente; ambas cosas se determinan mutuamente. Pero no
pertenece a este lugar el desarrollo de los diferentes modos de la reflexión, los
puntos de vista y del juicio sobre la mera importancia e insignificancia de aquel
inmenso material que se encuentra ante nosotros, que son las categorías más
próximas. (Pág.51-53)

Una es lo histórico de que es el griego Anaxágoras el primero que ha dicho que el


nous, el entendimiento en general, o la razón, gobierna el mundo -no una
inteligencia, como razón autoconsciente, no un espíritu en tanto que tal -debemos
distinguir muy bien ambas cosas; el movimiento del Sistema Solar tiene lugar de
acuerdo con leyes permanentes; esas leyes son la razón del mismo, pero ni el sol
ni los planetas que giran en torno al Sol conforme a esas leyes tienen conciencia
de ello; el hombre extrae esas leyes de la existencia y las sabe-. Esta idea de que la
razón está en la naturaleza, la cual se halla regida por leyes universales
inmutables, no nos resulta sorprendente; así y todo, en Anaxágoras se limita de
entrada también a la natu-raleza; estamos acostumbrados a tales cosas y no les
prestamos mucha atención. Por eso he mencionado también aquella
circunstancia histórica para hacer patente que la historia enseña que semejantes
cosas, que nos pueden parecer triviales, no han sido siempre evidentes; antes
bien, que tal pensamiento ha hecho época en la historia del espíritu humano.
(Pág. 53)

Pero, ante todo, he mencionado esa referencia a la primera aparición del


pensamiento de que la razón gobierna el mundo, así como a las carencias que
había en él, también porque éste tiene su completa aplicación en otra
configuración del mismo, que nos es bien conocida y de la que estamos
convencidos: la forma de la verdad religiosa, a saber, que el mundo no está
abandonado al azar y a las causas externas y accidentales, sino que una
providencia gobierna el mundo. (Pág. 55)

La verdad de que una providencia, a saber, la divina, dirige los acontecimientos


del mundo, corresponde al principio indicado, pues la providencia divina es la
sabiduría según la potencia infinita, que realiza su principio, i. e., del fin último
absoluto, racional, del mundo. La razón es el pensar, el nous, completamente
libre, que se determina a sí mismo. Pero, además, resalta ahora también la
diferencia, la oposición incluso, entre esa fe y nuestro principio, precisamente del
mismo modo que lo hacía, en el caso del principio de Anaxágoras, entre este y la
exigencia que Sócrates le pone. Aquella fe es igualmente indeterminada, una fe en
general en la providencia, y no pasa a lo determinado, a la aplicación a la
totalidad, al curso íntegro de los acontecimientos mundiales. Esto determinado en
la providencia, que la providencia actúa de esta o de aquella manera, se llama el
plan de la providencia; el fin y los medios para este destino, estos planes; pero
este plan es el que se encuentra oculto a nuestra vista, sería incluso temeridad
querer conocer. (Pág. 57)

Sin embargo, en la historia universal nos las tenemos que ver con individuos que
son pueblos, con totalidades que son estados; por tanto, no podemos contentarnos
con aquel, por decirlo así, comercio al por menor de la fe en la providencia, e
igualmente tampoco con la fe meramente abstracta, indeterminada, que se
satisface con el principio general de que hay una providencia que gobierna el
mundo, pero sin querer entrar en lo determinado, sino que tenemos antes bien
que hacerlo efectivo. En concreto, los caminos de la providencia, son medios, los
fenómenos de la historia, que se encuentran abiertos para nosotros, y debemos
referirlos a aquel principio universal. Pero, con la mención del conocimiento del
plan de la divina providencia, he recordado, en general, una cuestión de máxima
importancia en nuestros tiempos, a saber, la de la posibilidad de conocer a
Dios*X , o mejor, puesto que ha dejado de ser una cuestión, la doctrina
convertida en perjuicio de que es imposible conocer a Dios; que es contraria a lo
que manda la sagrada escritura como la más alta obligación, no solo amar a Dios,
sino conocerlo; es negado lo que se dice ahí mismo, que el espíritu es el que nos
introduce en verdad, que el conoce todas las cosas, penetra incluso en las
profundidades de la divinidad. (Pág. 59)

Nuestro conocimiento aspira a lograr la comprensión de que lo que la eterna


sabiduría se ha propuesto se ha cumplido, al igual que en el suelo de la
naturaleza, en el suelo de lo real y activo en el mundo. Nuestra consideración es
por tanto una teodicea, una justificación de Dios, lo que a su modo ha intentado
Leibniz metafísicamente mediante categorías aún abstractas, indeterminadas. Él
debía concebir el mal en el mundo en general, incluido el mal moral, reconciliar
el espíritu pensante con lo negativo, y es en la historia universal donde es puesta
ante nuestros ojos la entera masa del mal concreto. (Pág. 61)

Esta reconciliación sólo puede ser lograda por medio del conocimiento de lo
afirmativo en el que desaparece aquello negativo como algo subordinado y
superado -mediante la concien-cia, en parte de lo que es en verdad el fin último
del mundo, en parte de que este fin está realizado en el mundo y de que el mal
moral no se ha abierto paso al lado de él e igualmente con el-.
La razón, de la que se ha dicho que gobierna el mundo, es una palabra tan
indeterminada como la providencia -se habla siempre de la razón sin poder
proporcionar lo que constituye su determinación, su contenido, cuál es el criterio
según el cual podemos enjuiciar si algo es racional o irracional-. La razón
aprehendida en su determinación , éste es el asunto, lo demás, si permanecemos
en la razón en general, solo son palabras. (Pág. 61-63)

En primer lugar tenemos que tener en cuenta que nuestro objeto, la historia
universal, se desenvuelve en el terreno espiritual. El mundo comprende en sí la
naturaleza física y psíquica; la naturaleza física interviene asimismo en la
historia universal, y prestaremos atención ya desde el comienzo a esa relación
fundamental de la determinación natural. Pero el espíritu y el curso de su
desarrollo es lo substancial; espíritu más elevado que la naturaleza -nosotros no
tenemos que considerar aquí la naturaleza en el modo en que ella también es en
sí misma un sistema de la razón en un elemento particular, propio, sino sólo en
relación con el espíritu. (Pág. 63)

Pero es en el teatro en el que lo observamos, en la historia universal, donde el


espíritu se encuentra en su más concreta realidad. Ello no obstante o, mejor, para
aprehender de ese modo también lo universal de su misma realidad concreta,
tenemos que anticipar primero algunas definiciones abstractas de la naturaleza
del espíritu; y al mismo tiempo se puede hablar sobre ello más al modo de
afirmación que lo que constituye aquí el lugar y el momento, sin exponer
especulativamente la idea del espíritu. Decir lo suficiente haciéndolo accesible al
modo de imaginar propio de la formación habitual que se supone en los oyentes.
Lo que puede ser dicho en una introducción tiene que ser tomado como algo
histórico, como -de acuerdo con lo ya señalado- un supuesto, que o bien debe
recibir en otro lugar su desarrollo y su prueba, o bien recibir al menos, en lo que
sigue, su certificación del tratado de la ciencia. (Pág. 63-65)

Los orientales no saben que el espíritu, o el hombre en tanto que tal, es libre;
porque no lo saben, no lo son. Saben sólo que uno es libre, pero por eso mismo tal
libertad es solo arbitrio, barbarie y hosquedad de la pasión, o también una
dulzura y mansedumbre que es sólo un accidente natural o algo arbitrario -ese
uno es por eso solamente un déspota, no un hombre libre-. La conciencia de
libertad únicamente ha surgido entre los griegos, y por eso han sido libres, pero
ellos, como también los romanos, sabían sólo que algunos son libres, no que lo era
el hombre en tanto que tal; esto no lo sabían ni Platón ni Aristóteles. Por eso los
griegos no sólo han tenido esclavos, vinculando a ellos su vida y la existencia de
su bella libertad, sino que también su libertad era en parte únicamente una flor
azarosa, efímera, no elaborada y limitada, en parte al mismo tiempo una dura
servidumbre de lo humano. Sólo las naciones germánicas han alcanzado en el
cristianismo la conciencia de que el hombre es libre en tanto que hombre, que la
libertad del espíritu constituye su más propia naturaleza; esta conciencia ha
surgido en primer lugar en la religión, en la región más íntima del espíritu. Pero
inspirar este principio también en el estado de cosas del mundo era otra tarea
cuya solución y desarrollo exige un duro y prolongado trabajo de formación. Con
la adopción de la religión cristiana, por ejemplo, no ha (acabado) de inmediato la
esclavitud, aún menos se ha hecho dominante la libertad en los estados, ni se han
organizado los gobiernos y las constituciones de un modo racional, fundándose
sobre el principio de la libertad. Esta aplicación del principio a la realidad, la
penetración y organización por él de las cosas del mundo, es el largo proceso que
constituye la historia misma. (Pág. 67)

Ya he llamado la atención sobre esta diferencia entre el principio en tanto que tal
y su aplicación, i. e., su introducción y desenvolvimiento en la realidad del
espíritu y de la vida. Enseguida volveremos sobre esto. Se trata de una
determinación fundamental en nuestra ciencia, y hay que fijarla esencialmente
en el pensamiento. Esa diferencia que ha sido resaltada aquí provisionalmente
respecto del principio cristiano, de la conciencia de la libertad, también se
verifica esencialmente con respecto al principio de la libertad en general. La
historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad , un progreso que
tenemos que conocer en su necesidad. (Pág. 67)

Ha sido enunciado, pues, como lo que la razón del espíritu [es] en su


determinidad -lo que es así la determinación del mundo espiritual en tanto que lo
substancial a lo que se encuentra subordinado el mundo físico; o, dicho en
expresión especulativa, que no tiene verdad alguna contra él, como el fin último
del mundo, la conciencia que tiene el espíritu de su libertad, y con ello también
por primera vez la realidad de su libertad en general. Si bien esta libertad, como
se ha indicado, aún se encuen-ira indeterminada, o se trata de una palabra
infinitamente ambigua, que, en tanto que es la más alta, arrastra consigo infinitas
incomprensiones, equívocos, errores sin fin y comprende todos los posibles
excesos. Esto es algo que nunca se ha sabido y experimentado mejor que en la
época actual, pero nos conformamos por ahora con aquella definición general.
(Pág. 69)

Sin duda, los individuos se proponen en parte fines universales, un bien, pero de
tal forma que ese bien es asimismo de naturaleza limitada, p. ej., noble amor a la
patria -pero a un país que se encuentra en una relación insignificante con
respecto al mundo y a los fines generales del mundo-, o el amor a su familia, a los
amigos, la honradez en general -en suma, aquí caben todas las virtudes; sólo en
ellas podemos ver realizada la determinación de la razón en estos sujetos y en los
círculos de su influencia. Pero éstos son individuos particulares que se
encuentran en una proporción escasa con la masa del género humano -por
cuanto tenemos que compararlos, como individuos aislados, con los demás
individuos-; y, asimismo, el alcance de la existencia que tienen sus virtudes es
relativamente poco extenso. Pero en parte lo más poderoso son las pasiones, los
fines del interés particular, la satisfacción del egoísmo. Ellas tienen su poder en
que no respetan ningún límite que les pongan el derecho y la moralidad, y en que
la violencia natural de las pasiones es mucho más próxima al hombre que la
artificial y lenta disciplina para el orden y moderación, para el derecho y la
moralidad. Cuando contemplamos este espectáculo de las pasiones y tenemos
ante nosotros las consecuencias en la historia de su violencia, de la falta de juicio
que las acompaña no sólo a ellas, sino también e incluso preferentemente a lo que
son buenas intenciones, rectos fines -el mal, la perversidad y la destrucción de las
más nobles formaciones de pueblos y estados, la decadencia de los más
florecientes imperios que el espíritu humano ha producido, sólo podemos, cuando
[miramos] con profunda compasión la miseria sin cuento de los individuos,
acabar estando tristes por causa de esa caducidad y, en la medida en que esa
decadencia no es únicamente una obra de la natura-leza, sino de la voluntad del
hombre, estarlo más aún con tristeza moral, con indignación del buen espíritu -si
hay alguno dentro de nosotros- a causa de semejante espectáculo. (Pág. 69-71)

Los fines, los principios, etc.Están en nuestro pensamiento, en nuestra intención


interna o también en los libros, pero aún no en la realidad; o lo que sólo es en sí
VI es una posibilidad, una potencia, pero no ha pasado aún de su interior a la
existencia; unilateral (filosofía). Tiene que añadirse un segundo momento para su
realidad, y este es la actuación, la realización, y su principio es la voluntad, la
actividad de los hombres en el mundo.(Pág. 73)

Por eso, nada sucede, nada se realiza sin que los individuos intervinientes se
satisfagan a sí mismos; son particu-lares, es decir, tienen necesidades, impulsos -
intereses en general-particulares, suyos propios, aun cuando comunes con otros,
es decir, los mismos que otros -mi chaqueta-, no diferentes de los de los otros
según el contenido. Entre esas exigencias se encuentra no solo la de la propia
necesidad y voluntad, sino también la de la propia manera de ver, de la
convicción, o al menos del juicio propio, la opinión -con tal de que ya se haya
despertado la necesidad del razonamiento, del entendimiento, de la razón-.
Entonces los hombres exigen también, puesto que tienen que actuar en favor de
una cosa, que la cosa les complazca, que estén en ella con su opinión, con su
convicción, ya sea de la bondad de la cosa, de su legitimidad, utilidad, ventaja
para ellos, etc. Este es, en particular, un momento esencial de nuestra época, en
la que los hombres ya no son apenas atraídos hacia algo por la confianza y la
autoridad, sino que prefieren dedicar su actividad a una cosa con su propio
entendimiento, con convicción independiente y juicio propio. Por eso decimos
que nada se ha realizado en absoluto sin el interés de aqueIlos cuya actividad ha
estado implicada; y si llamamos pasión a un interés en la medida en que la entera
individualidad se sumerge en un objeto y, con todas las inclinaciones de la
voluntad que le son propias, concentra por entero en ese fin sus necesidades y
energías, desatendiendo todos los demás intereses y fines que se tienen y se
pueden tener, hemos de decir que nada grande se ha realizado en el mundo sin
pasión. La pasión es el lado subjetivo, por tanto formal, de la energía de la
voluntad y de la acción. Su contenido, o el fin, están aún indeterminados, lo
mismo que en la propia convicción, en la propia inteligencia y certeza. (Pág. 75-
77)

De esta explicación sobre el segundo momento esencial de la realidad histórica de


un fin en general resulta que -si atendemos de pasada al Estado-, según ese
aspecto, un Estado estará bien construido y será vigoroso en sí mismo si une a sus
fines generales el interés privado de los ciudadanos, si uno encuentra en el otro su
satisfacción y realización - una proposición de gran importancia por sí misma-•
Pero en el Estado se requieren muchas organizaciones, la invención de
instituciones convenientes, pero con larga lucha del entendimiento, hasta que él
lleva a conciencia lo que es conveniente, así como lucha con los intereses
particulares y las pasiones, una difícil y larga educación de las mismas hasta que
pueda ser realizada aquella unión el momento de tal unificación constituye en su
historia el periodo de su florecimiento, de su virtud, de su fuerza y de su
felicidad-. Pero la historia universal no comienza con cualquier fin consciente -
como en los círculos particulares de los hom-bres, donde el impulso sencillo de la
vida en común de los mismos tiene el objetivo consciente de asegurar su vida y su
propiedad y entonces, cuando se ha realizado semejante vida en común, aquel fin
se orienta en cierto modo más tarde a la conservación de la ciudad de Atenas, de
Roma, etc.-; la tarea se muestra como más precisamente determinada con cada
inconveniente o necesidad que se origina. La historia universal comienza con su
fin universal, que el concepto de espíritu sea satisfecho sólo en sí -es decir, como
naturaleza-; él es el impulso interno, más íntimo, inconsciente; y todo el asunto
de la historia universal es, como ya se ha dicho, el trabajo para hacerlo
consciente. Presentándose así en la forma de un ser natural, de una voluntad
natural, existe en cierto modo por sí mismo aquello que ha sido denominado el
lado subjetivo, el estado de necesidad, el impulso, la pasión, el interés particular,
así como la opinión y la representación subjetiva. (Pág. 77-79)
La unificación de lo universal, que es en y por sí, y de la individualidad, de lo
subjetivo, en que sólo ella es la verdad, es algo de naturaleza especulativa que es
tratado en esa forma general en la Lógica. Pero en el curso de la historia
universal misma, concebido como curso aún en progreso, constituye el lado
subjetivo. La conciencia todavía [no] se encuentra en condiciones de saber cual es
el puro fin último de la historia, el concepto de espíritu. Este no es por eso
tampoco el contenido de su necesidad e interés, y aunque no es consciente, sin
embargo lo universal está en los fines particulares y se realiza mediante ellos.
Puesto que, como se ha dicho, el lado especulativo de ese nexo pertenece a la
Lógica , no puedo proporcionar y desarrollar aquí su concepto, es decir, no
puedo, como se dice, hacerlo concebible, pero puedo intentar volverlo un poco
más imaginable y claro mediante ejemplos. Aquel nexo contiene esto, a saber,
que en la historia universal surge aún, mediante las acciones de los hombres, algo
distinto de lo que se proponen y alcanzan, de lo que ellos saben y quieren inme-
diatamente; ellos satisfacen su interés, pero con ello se produce algo más, que
reside también en su interior, pero no en su conciencia y en su intención. (Pág.
81)

En este ejemplo hay que retener solo esto, que en la acción inmediata puede
residir algo más que en la voluntad y en la conciencia del autor. Este ejemplo
contiene además esto otro: que la substancia de la acción, y con ello la acción sin
más, se vuelve aquí contra el mismo que la realizó; se convierte en un revés
contra el, que le abate, que anula la acción, al ser un delito, y repone al derecho
en su vigencia. (Pág. 83)

Éstos son los grandes hombres en la historia, cuyos propios y particulares fines
contienen lo substancial, cuya voluntad es el espíritu del mundo. Este contenido
es su verdadero poder, se halla en el general e inconsciente instinto de los
hombres. Se encuentran internamente impulsados a ello y no tienen otro apoyo
para resistirse a aquel que ha emprendido la ejecución de tal fin en su propio
interés. Los pueblos se reúnen antes bien en torno a su estandarte, él les muestra
y realiza lo que es su impulso inmanente. (Pág. 85)

Si admitimos ver sacrificadas las individualidades, sus fines y su satisfacción, su


felicidad entregada al reino de la violencia natural y con ello al azar al que
pertenece, y a los individuos en general considerados bajo la categoría de medios,
existe con todo un lado en ellos que vacilamos en aprehender también bajo ese
aspecto, ni siquiera frente a lo más elevado, porque no es en absoluto algo
subordinado, sino algo en su interior que es en sí mismo eterno, divino. Se trata
de la moralidad, la eticidad, la religiosidad. Ya cuando se ha hablado de la
realización del fin racional por los individuos, se indicó que el lado subjetivo del
mismo, sus intereses en general, los de sus necesidades e impulsos, de su juicio
propio e inteligencia, aunque constituyen el lado formal tienen un infinito
derecho a ser satisfechos. Cuando hablamos de un medio, nos lo representamos
de entrada como algo sólo externo en relación al fin, que no tiene parte alguna en
él. Pero, de hecho, ni siquiera las cosas naturales que son empleadas como medio,
incluso la más vulgar de las inanimadas, tienen que estar constituidas ya de tal
modo que se correspondan a los fines, que tengan algo en común con éstos. En
aquel sentido por completo externo se comportan los hombres al menos como
medios para el fin racional; no sólo satisfacen a la vez que éste y con ocasión de
éste los fines de su particularidad que, de acuerdo con su contenido, son distintos
de aquél, sino que toman parte en aquel fin racional mismo, y son precisamente
por ello fines en sí; fines en sí no sólo formalmente, como los seres vivos en
general -véase Kant-, cuya propia vida individual, de acuerdo con su contenido,
es algo subordinado ya a la vida humana, y es empleada con todo derecho como
medio, sino que los individuos son también fines en sí mismos, de acuerdo con el
contenido del fin. En esta determinación está comprendido asimismo aquello que
exigimos se sustraiga a la categoría de medio: la moralidad, la eticidad, la
religiosidad. Fin en sí mismo es el hombre solo a través de lo divino que hay en él,
a través de lo que ha sido llamado desde el principio libertad y que es en tanto
que tal activa en sí, autodeterminante. (Pág. 85-87)

Pero, en la consideración general del destino que tienen en la historia la virtud, la


eticidad, también la religiosidad, no tenemos que caer en la letanía del lamento
porque a menudo, o incluso la mayoría de las veces, a los buenos y piadosos les
vaya peor en el mundo que a los malos y perversos. Por «ir bien» se 1 suelen
entender cosas muy diferentes, también riqueza, honores externos, y cosas
parecidas. Sin embargo, cuando se habla de esto, de lo que constituye el fin que
es por sí mismo, el así llamado irle bien o mal a este o aquel individuo particular
no puede convertirse en un momento del orden racional universal.
Pero con mayor derecho que la mera felicidad y las circunstancias de la felicidad
de los individuos, se reclama del fin universal que los fines buenos, éticos, justos,
hallen bajo él y en él su realización y custodia. Lo que vuelve moralmente
descontentos a los hombres -un descontento del que se ufanan-es que se refieren a
fines más generales en cuanto a su contenido, y los tienen por lo justo y por lo
bueno, en especial hoy en día los ideales de las instituciones políticas; o que el
gusto de inventar ideales, dándose una gran satisfacción en cosas parecidas, no
encuentra que el presente corresponda a sus pensa-mientos, principios,
inteligencia. Le oponen a tal existencia su deber de lo que es el derecho de la cosa.
Aquí no es el interés particular, ni la pasión, lo que exige satisfacción, sino la
razón, el derecho, la libertad; y pertrechada con este título tal exigencia lleva alta
la cabeza, y fácilmente se encuentra no sólo descontenta con el estado del mundo
y con los acontecimientos mundanos, sino indignada con ellos. (Pág. 87-89)

La religión y la eticidad tienen precisamente, como las esencialidades universales


en sí, la propiedad de existir según su concepto, por consiguiente verdaderamente
en el alma individual, aunque no hayan tenido la extensión de la educación y la
aplicación a formas desarrolladas. La religiosidad, la eticidad de una vida
limitada -de un pastor, de un campesino-, en su concentrada interioridad y
restricción a pocas y muy sencillas situaciones de la vida, tiene un infinito valor,
que es el mismo de la religiosidad y etnicidad de un conocimiento formado y de
una existencia rica en volumen de relaciones y acciones. Este centro interior, esta
sencilla region del derecho de la libertad subjetiva, el foco de la voluntad,
decisión y hacer, el contenido abstracto de la conciencia, en lo que está encerrada
la culpa y el valor del individuo, su tribunal eterno, queda intacto y escapa] al
estruendo de la historia universal y a los cambios no sólo externos y temporales,
sino también a aquellos que trae consigo la absoluta necesidad del concepto de la
libertad. Pero en general hay que dejar sentado que lo que en el mundo es
legítimamente noble y magnífico tiene algo superior sobre sí. El derecho del
espíritu del mundo pasa por encima de todas las legitimaciones particulares,
comparte también estas, pero sólo de manera condicionada por cuanto
pertenecen a su contenido, pero se encuentran afectadas, a la vez, de
particularidad. (Pág. 91)

La vitalidad del Estado en los individuos ha sido llamada la eticidad; el Estado,


sus leyes, sus instituciones pertenecen a los individuos, constituyen sus derechos,
de ellos también la propiedad externa en su naturaleza, en su suelo, montañas,
aire y las aguas como su tierra, su patria-. La historia de ese Estado, de sus
hechos, así como los hechos de sus antepasados, son suyos, viven en su recuerdo,
han producido lo que actualmente existe, les pertenecen. Todo es su posesión, del
mismo modo que ellos están poseídos por él; pues constituye su substancia, su
ser; su representación está satisfecha con ello, y su voluntad es el querer de estas
leyes y de esta patria?*. Es esta totalidad espiritual la que constituye una esencia,
el espíritu de un pueblo. Atenas doble significado; puesto que espiritual,
comprendiendo todas sus determinaciones en sencilla esencialidad; tiene que
fijarse esto, como un poder - una esencia-. Los individuos le pertenecen; cada
individuo es hijo de su pueblo y al mismo tiempo, en tanto que su Estado está en
desarrollo, hijo de su tiempo; nadie queda detrás del mismo, menos aún salta por
encima de él; esta esencia espiritual es la suya, él es un representante del mismo;
es aquello de lo que él surge y en lo que reside. (Pág.95)
Este espíritu de un pueblo es un espíritu determinado y, tal como se ha dicho,
determinado también según la etapa histórica de su desarrollo. Este espíritu
constituye, pues, el fundamento y el contenido en las otras formas de la
conciencia de sí que han sido expuestas. El es una individualidad que, en la
religión, resulta representada, honrada y gozada en su esencialidad como la
esencia, como el dios; que, en el arte, es expuesta como imagen e intuición; y que,
en la filosofía, es conocida y concebida en el pensamiento. A causa de la
originaria identidad de su substancia, su contenido y su objeto, las
configuraciones se encuentran en inseparable unidad con el espíritu del Estado;
sólo con esta religión puede existir esta forma de Estado, del mismo modo que en
tal Estado sólo [son posibles) esa filosofía y ese arte. (Pág. 95)

Lo primero que nos sale al encuentro es el directo opuesto de nuestro concepto,


que el Estado es la realización de la libertad: la opinión de que el hombre es libre
por naturaleza, pero que, en la sociedad y en el Estado, en el que entra a la vez
necesariamente, tiene que limitar, sin embargo, esa libertad natural!Que el
hombre es libre por naturaleza es completamente correcto en el sentido de que
esto lo es para su concepto, pero con ello tam-bien solo para su determinación, es
decir, sólo en sí. La naturaleza de un objeto significa, en efecto, tanto como su
concepto. Pero a la vez con ello se comprende - haciéndolo entrar en aquella
proposición- también el modo en que el hombre es en su existencia sólo natural e
inmediata. En este sentido, es supuesto en general un estado de naturaleza en el
cual el hombre es representado como en posesión de sus derechos naturales, en el
ejercicio ilimitado y en el disfrute de su libertad. Esta suposición no vale
precisamente porque se trate de algo histórico -si se quiere hacer algo serio con
ello, sería también difícil probar que tal estado de cosas exista en la época actual
o que haya existido en algún lugar en el pasado. (Pág. 97)

Tal como encontramos empíricamente en la existencia semejante estado de


naturaleza, así es también según su concepto. La libertad, en tanto que la
idealidad de lo inmediato y de lo natural, no es en la forma de algo inmediato y
natural, sino que tiene que ser lograda, ganada en primer lugar y esto a través de
una mediación infinita que representa el cultivo del saber y del que-rer. Por eso,
el estado de naturaleza es más que nada el estado de la injusticia, de la violencia,
del impulso natural indómito, de los hechos y los sentimientos inhumanos. En
efecto, la sociedad y el Estado imponen una limitación, pero una limitación de
aquellos obtusos sentimientos y rudos impulsos, así como del capricho reflexivo y
de las necesidades, del arbitrio y de la pasión surgidos de la cultura. Este limitar
cae en la mediación a través de la cual se engendra la conciencia y el querer de la
libertad, en la forma en que ella es verdadera, es decir, como algo racional y
según su concepto. De acuerdo con su concepto, a ella le pertenece el derecho y la
eticidad, y estos son en y por si esen-calidades, objetos y fines universales, que
sólo tienen que ser encontrados por la actividad del pensamiento, que se
distingue y se aleja de la sensibilidad, para ser nuevamente desarrollados e
incorporados a la voluntad en principio sensible y, por tanto, en contra de ella
misma. Esto constituye el eterno malentendido: saber de la libertad sólo en
sentido formal y subjetivo, abstrayendo de aquellos objetos y fines absolutamente
esenciales para ella. De ese modo, el impulso, la concupiscencia, la pasión, el
contenido que pertenece sólo al individuo particular en tanto que tal, el arbitrio y
el gusto, así como su limitación, son tomados por una limitación de la libertad.
Pero esa limitación es antes bien simplemente la condición de la que surge la
liberación, y la sociedad y el Estado son esas situaciones en las que la libertad se
realiza. (Pág.99)

La familia es solo una persona, los miembros de la misma, o bien tienen que
renunciar a su personalidad (con ello, tanto a las relaciones jurídicas como
también a los demás intereses y egoísmos particulares) frente a otro (los padres),
o bien no la han alcanzado (los niños que se encuentran de entrada aún en el
estado de naturaleza mencionado anteriormente). Están con ello en una unidad
recíproca del sentimiento, en el amor, la confianza. En el amor el individuo tiene
la conciencia de sí en la conciencia del otro, está enajenado, y en esa enajenación
mutua ha ganado tanto lo otro como a sí mismo en la forma de uno con el otro.
Los demás intereses provenientes de las necesidades, de los asuntos externos de la
vida, como la formación de los niños en su interior, constituyen un fin común. El
espíritu de la familia, los penates, son una esencia sustancial del mismo modo que
el espíritu de un pueblo en el Estado, y la eticidad existe en ambos, en el
sentimiento, la conciencia y el querer no de la personalidad e intereses
individuales. Pero esta unidad es, en la familia, esencialmente algo sentido,
detenido dentro del modo natural; la piedad de la familia tiene que ser
máximamente respetada por el Estado; a través de ella sus miembros son
individuos éticos ya por sí mismos, lo que no son en cuanto personas, y aportan al
Estado su base sólida, el sentirse como uno con el todo. (Pág. 101)

El Estado mismo es una abstracción cuya realidad, que es sólo general, reside en
los ciudadanos; pero él es real y la existencia sólo general tiene que determinarse
hacia una voluntad y actividad individuales; surge la necesidad de un gobierno y
de una administración estatal?; un aislamiento y separación de aquellos que
dirigen muchos de los asuntos del Estado, resuelven sobre ellos, determinan el
modo de la ejecución y ordenan a los ciudadanos que los tienen que poner por
obra. Incluso si, en las democracias, el pueblo resuelve a la guerra, no obstante,
hay que poner un general al frente que la dirija. La abstracción del Estado
adquiere su vida y realidad sólo mediante la constitución. Con ello surge también
la distinción entre los gobernantes y los gobernados, los que mandan y los que
obedecen. Pero la obediencia no parece acorde con la libertad y los que ordenan
parecen incluso hacer lo contrario, lo que contradice el fundamento del Estado, el
concepto de libertad. La distinción entre mandar y obedecer es necesaria,
porque, en caso contrario, la cosa no podría funcionar; pero, si la libertad se
toma en un sentido abstracto, aquella parecerá únicamente una necesidad
externa y contraria a la libertad. Así, las instituciones tendrán que estar al menos
organizadas de tal modo que los ciudadanos obedezcan lo mínimo, y el orden se
deje al arbitrio 10 menos posible; que el contenido de eso para lo que el mando es
necesario, incluso según lo principal, sea determinado y decidido por el pueblo,
por la voluntad de muchos o de todos los indivi-duos, y no obstante el Estado, en
tanto que realidad, que unidad individual, tenga fuerza y robustez. La primera
determinación de todas es en general la distinción entre gobernantes y
gobernados, y con derecho han sido divididas las constituciones en general en
monarquía, aristocracia y democracia. (Pág. 103-105)

Hoy en día la constitución de un país no se concibe como tan por entero


entregada a la libre elección. La determinación subyacente, pero abstracta, de la
libertad tiene como consecuencia que, en la teoría, la república sea tenida muy
generalmente como la única constitución justa y verdadera; e incluso multitud de
hombres que ocupan puestos elevados en regímenes monárquicos, p. ej.,
Lafayette, no han contradicho semejante punto de vista o le han sido favorables.
Sólo comprenden que tal constitución, por mucho que fuera la mejor, no puede
ser introducida en todas partes, y que, al ser los hombres como son, es preferible
menos libertad, de suerte que la constitución monárquica es la más útil bajo tales
circunstancias y el estado moral del pueblo. También para este parecer la
necesidad de una constitución estatal determinada se hace depender de la
situación como de una sola causalidad externa. Semejante representación se
funda en la separación, que hace la reflexión del entendimiento, entre el concepto
y la realidad del mismo, ateniéndose a un concepto abstracto y con ello no
verdadero; no comprende la idea, o, lo que es lo mismo según el contenido, aun
cuando no según la forma, no tiene una intuición concreta del pueblo de un
Estado. Ha sido observado ya con anterioridad que la constitución de un pueblo,
con su religión, con su arte y filosofía, o, por lo menos, sus representaciones y
pensamientos, su cultura en general (por no mencionar las demás potencias
exteriores: su clima, sus vecinos, su situación en el a mundo), constituye una
substancia, un espíritu. Un Estado es una totalidad individual de la que no se
puede separar un aspecto particular, aunque sea sumamente importante, como la
constitución política, para discutirlo o elegirlo aislada y exclusivamente según
una consideración que sólo le compete a ella. No sólo es la constitución un
elemento conectado muy íntimamente con aquellos otros poderes espirituales y
dependiente de ellos, sino que la determinidad de la individualidad por completo
espiritual, con inclusión de todas sus potencias, es sólo un momento en la historia
del todo y se encuentra predeterminado por su curso, lo que constituye la
suprema sanción de la constitución, así como su suprema necesidad. (Pág. 107-
109)

C. EL CURSO DE LA HISTORIA UNIVERSAL

El cambio abstracto que tiene lugar en la historia ha sido hace tiempo concebido
de un modo general, de tal forma que ella contiene al mismo tiempo un progreso
hacia lo mejor y más perfecto.
Los cambios en la naturaleza, por muy infinitamente diversos que sean,
describen sólo un círculo que siempre se repite. En la naturaleza no sucede nada
nuevo bajo el sol; por eso al espectáculo multiforme de sus configuraciones le
acompaña el hastío. sólo en los cambios que suceden sobre el suelo espiritual se
produce algo nuevo*XXVI. Esto que aparece en lo espiritual permite ver en el
hombre una determinación diferente a la de las cosas naturales, en las que se
manifiesta sólo una y la misma, un carácter siempre estable, al que regresa todo
cambio, y dentro del cual se incluye como algo subordinado. Se trata de una
capacidad real de cambio, como se ha dicho, hacia lo mejor y más perfecto - un
impulso de perfectibilidad-• Ese principio que convierte el cambio mismo en algo
legal ha sido mal recibido por las religiones, como la católica, y también por
algunos estados que afirman como su verdadero derecho el ser estáticos o al
menos estables. (Pág. 109)

El principio del desarrollo contiene además el que a la base se encuentre una


determinación interna, un presupuesto presente en sí, que se lleva a sí mismo a la
existencia. Esta determinación formal es esencial; el espíritu que tiene a la
historia universal como su escenario, propiedad y campo de realización, no
fluctúa en el juego exterior de las contingencias, sino que es más bien en sí lo
determinante absoluto. Su determinación peculiar es absolutamente firme contra
las contingencias de las que se sirve para su propio uso y que domina. Pero a las
cosas naturales les corresponde asimismo el desarrollo; su existencia no se
presenta como algo sólo inmediato que únicamente es cambiante desde fuera,
sino que parte de sí, de un principio interno invariable, de una sencilla
esencialidad, cuya existen-cia, en tanto que germen, es de entrada igualmente
simple, y después va extrayendo de sí diferencias que entran en relación con las
cosas. Con ello viven un continuo proceso de transformación, pero que de un
modo igualmente continuo se vuelve en su contrario, esto es, se transforma más
bien en la conservación del principio orgánico y de su forma. De este modo, el
individuo orgánico se produce a sí mismo, haciéndose lo que es en sí. También el
espíritu es solo lo que él mismo se hace y él se hace lo que es en sí. (Pág. 111)

Hay en la historia universal muchos grandes periodos de desarrollo que han


transcurrido sin tener al parecer continuidad, produciéndose, antes bien, la
completa destrucción del inmenso logro cultural, teniendo por desgracia que
comenzar de nuevo por el principio para recuperar, con alguna ayuda de las
ruinas salvadas de aquellos tesoros, y con un renovado e inmenso derroche de
fuerzas y tiempo, de crímenes y de sufrimientos, alguna de las regiones de aquella
cultura adquirida mucho tiempo antes. Hay también desarrollos no
interrumpidos, ricos y acabados edificios y sistemas de cultura plasmados en
elementos originales. El principio formal del desarrollo en general no puede ni
dar preferencia a uno por encima de otro ni hacer comprensible el fin de aquella
decadencia de los antiguos períodos de desarrollo, sino que tiene que considerar
tales procesos, y en particular los retrocesos, como contingencias externas, y
puede juzgar las ventajas según puntos de vista indeterminados que,
precisamente porque el desarrollo es lo último, son fines relativos y no absolutos.
(Pág. 113)

La historia universal presenta el curso de las etapas del desarrollo del principio
cuyo contenido es la conciencia de la libertad. Ese desarrollo tiene etapas no solo
porque no se trata de la inmediatez del espíritu, sino en general de su propia
mediación consigo, de tal modo que está diferenciado como división y
diferenciación del espíritu en sí mismo. La determinación más precisa de estas
etapas es, en su naturaleza general, lógica, pero en la concreta debe ser
proporcionada en la filosofía del espíritu. Lo único que cabe indicar aquí sobre
esta abstracción es que la primera etapa, en tanto que la inmediata, cae dentro de
la ya indicada sumersión del espíritu en la naturalidad, en la que es sólo una
individualidad no libre (uno es libre), siendo la segunda el salir de la misma a la
conciencia de su libertad. Pero esta primera liberación es incompleta y parcial
(algunos son libres), al provenir de la naturalidad inmediata y con ello estar
referida a ella y verse aún afectada por ella, como un momento. La tercera etapa
es la elevación desde esa libertad aún particular a la pura universalidad del
mismo (el hombre es libre en tanto que hombre), en la autoconciencia y
sentimiento de sí de la esencia de la espiritualidad. Estas etapas son los principios
fundamentales del proceso universal. Sin embargo, queda reservado para
después el examen más preciso del modo en que cada uno constituye de nuevo
dentro de sí mismo el proceso de su configuración, como la dialéctica de su
tránsito. (Pág. 113-115)

Aquí sólo hay que apuntar que el espíritu comienza a partir de su posibilidad
infinita -pero solo posibilidad-, que comprende su contenido absoluto como en sí,
como el fin y la meta que alcanza solo en sus resultados, siendo entonces su
realidad. Aparece así en la existencia el avance como algo que progresa desde lo
imperfecto a lo perfecto, en lo que aquello no debe ser concebido en la
abstracción sólo de lo imperfecto, sino como algo que tiene en sí al tiempo lo
contrario de sí mismo, lo así llamado perfecto, como germen, como impulso;
como la posibilidad señala, al menos reflexivamente, hacia algo que debe hacerse
realidad y más precisamente la dynamis aristotélica es también potentia, fuerza,
poder. De este modo, lo imperfecto es en sí lo contrario de sí mismo, es la
contradicción que existe y que es también eliminada y resuelta, el impulso de la
vida espiritual en sí misma, que tiende a romper el lazo, la costra de la
naturalidad, de la eticidad, de la extrañeza de sí mismo para salir a la luz de la
conciencia, es decir, hacia sí mismo. (Pág. 115)

Lo único adecuado y digno de consideración filosófica es tomar la historia en el


lugar en el que la racionalidad comienza a entrar en la existencia mundana; no
donde es aún sólo una posibilidad en sí, sino donde está presente un estado de
cosas en el que aparece en la conciencia, la voluntad y la acción. La existencia
inorgánica del espíritu, la brutalidad, o si se quiere la excelencia, feroz o blanda,
ignorante de la libertad, esto es, del bien y del mal y con ello de las leyes, no es
objeto de la historia. La eticidad natural y también al mismo tiempo religiosa es
la piedad familiar. En esa sociedad, lo ético consiste precisamente en que los
miembros no se comportan mutuamente como individuos dotados de voluntad
libre, como personas; por eso la familia se halla fuera de ese desarrollo del que
surge la historia. Pero, si la unidad espiritual sale fuera de ese círculo del
sentimiento y del amor natural y llega a la conciencia de la personalidad,
entonces está presente ese oscuro y rudo centro en el que ni la naturaleza ni el
espíritu son abiertos y transparentes y para el que la naturaleza y el espíritu sólo
pueden abrirse y transparentarse mediante el trabajo de una cultura lejana, muy
lejana, en el tiempo, de aquella voluntad que se ha vuelto auto-consciente. Sólo la
conciencia es lo abierto, aquello para lo cual Dios y cualquier cosa puede
revelarse, y en su libertad, en su universalidad en y por sí, únicamente puede
revelarse a la conciencia que se ha tornado reflexiva. La libertad consiste
solamente en saber y querer semejante objeto universal, substancial, como la ley
y el derecho y producir una realidad adecuada a ella, el Estado.(Pág. 121)
Los pueblos pueden haber llevado una larga vida sin Estado antes de alcanzar
esa su determinación, y pueden haber logrado en ello también una formación
significativa en ciertas direcciones. De todos modos, esa prehistoria queda según
lo dicho fuera de nuestro propósito; puede que haya seguido una historia real o
que los pueblos no hayan alcanzado en absoluto una formación estatal. Un gran
descubrimiento en la historia, como el de un nuevo mundo, ha sido el que tuvo
lugar hace veinte [años] del sánscrito y de su nexo con las lenguas europeas, el
cual ha proporcionado una nueva perspectiva sobre la conexión histórica de los
pueblos germánicos en particular con los indios, una visión que trae consigo la
seguridad más grande que puede exigirse en tales materias. Aún en la actualidad
tenemos noticia de pueblos que forman apenas una sociedad y mucho menos un
Estado, pero de los que se sabe que existen desde hace tiempo; de otros cuyo
estado cultural tiene que interesarnos preferente-mente, y que cuentan con una
tradición que se remonta a antes de la historia de la fundación de su Estado y que
han sufrido muchas transformaciones con anterioridad a esa época. En los
mencionados anexos que se dan entre las lenguas de pueblos tan distantes -y no
solo en los tiempos actuales, sino desde las épocas antiguas, en que los
conocemos- por religión, constitución, eticidad y en todo lo que respecta a la
cultura espiritual y física, tenemos ante nosotros un resultado que nos muestra
como un hecho irrefutable la dispersión de esas naciones por Asia y al tiempo el
tan divergente desarrollo de una originaria familiari-dad. (Pág. 121-123)

Una comunidad que se consolida y se eleva a Estado exige, en lugar de los


mandatos puramente subjetivos del gobernante que son suficientes para las
necesidades del momento, preceptos, leyes, determinaciones generales y
universalmente válidas, y produce con ello tanto la narración cuanto el interés de
los hechos y acontecimientos inteligibles, determinados en sí y duraderos por sí
mismos en sus resultados, a los que Mnemosine, para servir al fin perenne, tiende
a añadir la duración del recuerdo en la forma y estructura aún presentes del
Estado. En general, el sentimiento profundo, como el del amor y la intuición
religiosa y sus configuraciones, se encuentra en él enteramente presente y
satisfactorio. Pero la existencia externa del Estado, al tiempo en sus leyes y
costumbres racionales, es un presente incompleto, cuyo entendimiento necesita
para su integración de la conciencia del pasado. (Pág. 125)

Sólo en el Estado, gracias a la conciencia de las leyes, están presentes los claros
hechos y, con ellos, la claridad de una conciencia sobre ellos, que proporciona la
capacidad para, y la necesidad de conservarlos. (Pág.125)
MARCHA DE LA HISTORIA UNIVERSAL

El lenguaje es el hecho de la inteligencia teórica en sentido propio, pues es la


expresión externa de la misma; las actividades del recuerdo, de la fantasía, sin el
lenguaje son únicamente expresiones internas. Pero ese hecho teórico en general,
así como su ulterior desarrollo y lo concreto de la dispersión de los pueblos que
implica, su separación, su mezcla y sus migraciones, queda envuelto en la niebla
de un mudo pasado; no son actos de la voluntad que se hace autoconsciente, de la
libertad que se da otra exterioridad, una verdadera realidad. Al no pertenecer a
ese elemento verdadero, aquellas transformaciones, variaciones, no han tenido
historia, a pesar de su desarrollo lingüístico; el rápido florecimiento de la lengua
y el impulso hacia adelante y de separación de las naciones sólo ha alcanzado
importancia e interés para la razón concreta, en parte al entrar en contacto con
estados y en parte por medio del propio comienzo de la formación del Estado.
(Pág. 129)

Ella presenta, como ha sido determinado anteriormente, el desarrollo que la


conciencia del espíritu tiene de su libertad y de la realización producida por tal
conciencia. El desarrollo trae consigo que [constituya] una marcha por etapas,
una serie de determinaciones de la libertad que surgen mediante el concepto de la
cosa, esto es, de la naturaleza de la libertad que se vuelve consciente de sí misma.
La naturaleza lógica y, más aún, la naturaleza dialéctica del concepto en general,
que se determina a sí mismo, pone determinaciones dentro de sí y las elimina de
nuevo, y gana mediante ese eliminar una determinación afirmativa, más rica y
concreta. Esa necesidad, así como la serie necesaria de las determinaciones puras,
abstractas, es conocida en la filosofía.
Aquí solo tenemos que suponer que cada etapa tiene, en tanto que distinta de las
demás, su principio determinado, propio. Tal principio es en la historia la
determinidad de un pueblo. En éste expresa el como concreto todos los lados de
su conciencia y voluntad, de su completa realidad; ella es el sello común de su
religión, de su constitución política, de su eticidad, de su sistema de derecho, de
sus costumbres, también de su ciencia, arte y destreza técnica, de la dirección de
su actividad industrial.
Estas peculiaridades especiales tienen que ser comprendidas a partir de aquella
peculiaridad general, del principio particular de un pueblo, del mismo modo que,
a la inversa, aquel universal de la particularidad tiene que ser extraído del detalle
fáctico presente en la historia. Que una particularidad determinada constituye de
hecho el principio peculiar de un pueblo XXIX es el lado que tiene que ser
aprehendido empíricamente y probado de modo histórico. Llevar a cabo esto
presupone no sólo una abstracción adiestrada, sino también un conocimiento
familiarizado con las ideas. Se tiene que estar familiarizado a priori, si se lo
quiere llamar así, con el círculo de eso en lo que caen los principios, tan bien
como -por mencionar al hombre más grande en este tipo de conocimiento-
Kepler^ tenía que estar familiarizado a priori, ya con anterioridad, con las
elipses, con los cubos y los cuadrados y con la idea de las relaciones entre ellos,
antes de que pudiera inventar a partir de los datos empíricos sus inmortales
leyes, que constituyen la determinación extraída de aquel círculo de
representaciones. (Pág. 129-131)

De ello se sigue la expresión de que la filosofía no comprende tales ciencias. En


realidad, ha de admitir que ella no tiene el entendimiento dominante en aquella
ciencia, esto es, no procede según las categorías de tal entendimiento, sino según
las categorías de la razón , con las cuales conoce aquel entendimiento, pero
también su valor y posición. En tal proceder del entendimiento científico vale
igualmente que lo esencial sea distinguido y separado de lo que llamamos
inesencial, pero para conseguirlo hay que conocer lo esencial y esto, si la historia
universal tiene que ser considerada por entero, es, como se ha señalado
anteriormente, la conciencia de la libertad y, en el desarrollo de la misma, la
determinidad de esa conciencia. La dirección hacia esas categorías es la dirección
hacia lo verdaderamente esencial. (Pág. 133)

La posición de la cultura, que se mueve en tales puntos de vista formales, ofrece


un campo inmenso a las agudas cuestiones, eruditas opiniones, llamativas
comparaciones, y reflexiones y declaraciones aparentemente profundas, que
pueden ser tanto más brillantes cuanto más indeterminado es su objeto, y que
pueden renovarse y modificarse tanto más cuanto menos se pueda lograr en sus
esfuerzos grandes resultados y llegar a algo sólido y racional. En este sentido,
pueden compararse -si se quiere- las conocidas epopeyas indias con las homéricas
y ponerlas incluso por encima de ellas, porque es grande la fantasía a través de la
que se prueba el genio poético, como se ha tenido por justificado reconocer
figuras de la mitología griega en la india por la semejanza de rasgos singulares
fantásticos o de atributos de las imágenes de los dioses. En sentido similar, la
filosofía china, en tanto pone a la base lo uno, ha sido considerada idéntica a lo
que más tarde ha aparecido en la filosofía eleática y en el sistema spinozista.
Puesto que se expresa también con números y líneas abstractas, se ha visto en ella
la filosofía pitagórica y también el dogma cristiano. (Pág. 135)
Podemos dispensarnos aquí de lustrar el formalismo y el error de semejante
modo de consideración, así como de establecer los fundamentos de la moralidad,
o, más aún, de la eticidad, frente a la falsa moralidad; pues la historia universal
se mueve sobre un suelo más elevado que aquel en el que la moralidad tiene su
propio lugar, que es la conciencia privada, la conciencia de los individuos, su
peculiar voluntad y modo de obrar; éstos tienen su valor, imputación,
recompensa o castigo por sí.
Lo que el fin último del espíritu, que es en y por sí, exige y realiza, lo que hace la
providencia, está por encima de las obligaciones y de la imputabilidad y exigencia
que recae en la individualidad en atención a su eticidad. Aquellos que por
razones morales y, por tanto, con una noble intención, se han opuesto a lo que el
progreso de la idea del espíritu hacía necesario, sobrepujan, sin duda, en valor
moral a aquellos cuyos crímenes se hayan convertido en medios para poner por
obra la voluntad de un orden superior. Pero en revoluciones de este género
ambas partes se encuentran sólo dentro del mismo círculo de corrupción y con
ello lo que preservan los defensores de la autoridad legal es sólo un derecho
formal abandonado ya por el espíritu vivo y por Dios. Los hechos de los grandes
hombres que son individuos de la historia universal aparecen así no solo
justificados en el significado inconscientemente interior a ellos, sino también
desde el punto de vista mundano. Pero a partir de este los círculos morales no
tienen derecho a reclamar contra los hechos histórico-universales y sus
realizadores, a los que no pertenecen; la letanía de las virtudes privadas de la
modesta, humildad, amor al prójimo y caridad, etc., no tiene que esgrimirse
contra ellos. La historia universal podría pasar completamente por alto el círculo
en el que se sitúan la moralidad y también la disensión -de la que tanto y tan
torcidamente se ha hablado- entre la moral, y ello no sólo porque se abstuviera
de los juicios -dado que sus principios y la relación necesaria de las acciones con
ellos constituyen ya por sí mismos el juicio-, sino en tanto dejaría al margen y no
mencionaba a los individuos; pues lo que ella tiene que referir son los hechos de
los espíritus de los pueblos, y las configuraciones individuales que éstos hayan
revestido sobre el suelo externo de la realidad podrían quedar reservadas a la
historiografía propiamente dicha. (Pág. 137-139)

Un formalismo idéntico al moral opera con las vaguedades de genio, poesía,


incluso filosofía, y las encuentra del mismo modo por doquier: éstos son
productos de la reflexión pensante, y moverse con agilidad en tales generalidades,
que destacan y caracterizan diferencias esenciales sin sumirse en la verdadera
profundidad del contenido, constituye cultura en general; es algo formal en tanto
se trata, haciendo abstracción del contenido, de descomponerlo en sus partes
constitutivas para aprehender en determinaciones y figuras del pensar. Lo que
pertenece a la cultura en tanto que tal no es una libre universalidad que es
necesario convertir por sí en objeto de la conciencia; tal conciencia sobre el
pensar mismo y sus formas aisladas de una materia es la filosofía, que sin duda
tiene la condición de su existencia en la cultura. Pero ésta consiste únicamente en
revestir el contenido ya existente con la forma de la universalidad, de tal modo
que su posesión contenga ambos inseparablemente, tomando tal contenido y
ampliándolo mediante el análisis de una representación en un montón de
representaciones, hasta convertirse en una incalculable riqueza gracias a un
contenido meramente empírico, en el que el pensar no participa en modo alguno.
Sin embargo, se trata igualmente de un acto del pensar y, más precisamente, del
entendimiento, hacer de un objeto que en sí tiene un rico contenido una simple
representación (como la tierra, el hombre, etc., o Alejandro, César)* y
caracterizarlo con una palabra, disolverlo como tal, aislar en la representación
las determinaciones encerradas en él, dándoles un nombre particular. Esto para
no decir algo vago y vacío sobre la cultura. (Pág. 139)

La filosofía tiene que aparecer también en la vida del Estado, en tanto que
aquello a través de lo cual un contenido es culto. Como ha sido indicado, se trata
de la forma perteneciente al pensar, pero la filosofía es sólo la conciencia de esa
forma misma, es el pensar del pensar; por eso el material peculiar para sus
construcciones se encuentra ya preparado en la cultura general. y en el
desarrollo del Estado tiene que haber periodos mediante los cuales el espíritu de
la naturaleza más noble es impulsado en parte a huir del presente hacia las
regiones ideales, para encontrar en ellas la reconciliación consigo mismo que ya
no puede disfrutar en la realidad escindida.
Y en parte -en la medida en que el entendimiento reflexionante ataca, y frivoliza
y disipa en generalidades abstractas y ateas todo lo que es sagrado y profundo,
que se encontraba depositado de un modo ingenuo en la religión, las leyes y las
costumbres- el pensamiento es impulsado a convertirse en razón y tiene que
buscar y desarrollar en su propio elemento la restauración de la ruina a la que ha
sido llevado. (Pág. 141)
La mencionada diferencia afecta a la razón pensante; la libertad, cuya
autoconciencia es ésta, tiene una raíz común con el pensar. Como solo el hombre
piensa, no así el animal, por eso tiene también sólo él, y sólo porque es pensante,
libertad. Su conciencia contiene esto, que el individuo se aprehende como
persona, es decir, en su individualidad como universal en sí, capaz de
abstracción, de abandonar todo lo particular; por consiguiente, como infinito en
sí. Así pues, los círculos que quedan fuera de esa aprehensión son algo común de
aquellas diferencias esenciales. Incluso la moral, que se encuentra tan
íntimamente conectada con la conciencia de libertad, puede ser muy pura y
faltarle sin embargo esa conciencia de la libertad; expresara los deberes y
derechos universales como preceptos objetivos o, también, en la medida en que se
detiene en la elevación formal, en la renuncia a lo sensible y a todos los motivos
sensibles, como algo meramente negativo. (Pág. 145)

HOJAS SOBRE LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA UNIVERSAL

Así fin último universal - razón con la actividad, intereses de los hombres - Pero
diferencia de la conciencia del mismo -y falta de conciencia-

Aquí, en la medida en que creemos que la razón gobierna el mundo - ella en los
hechos de los hombres, aunque sin conciencia - que a través de sus acciones es
realizado al tiempo aún algo diferente - resulta como saberlo y quererlo
inmediatamente - aún más es en ello - tienen su fin particular, sus intereses. (Pág.
149)

sólo digno de la consideración filosófica - conveniente iniciar la historia allí


donde la racionalidad comienza a entrar en la existencia mundana - no donde
todavía es únicamente una posibilidad sólo en sí - el en sí aquí para la existencia
histórica - lo que es racional en sí, saber esto otras ciencias filosóficas. (Pág. 155)

ESCENAS DE LA CONTROVERTIDA CONCEPCIÓN HEGELIANA DE LA


HISTORIA.

1.- LA CONSIDERACIÓN DE LA HISTORIA

A la filosofía de Hegel le acompañan, como «lo más natural del mundo», ciertos
predicados que condicionan lo que cabe esperar de ella. Esto sucede en general
con todas las filosofías que han hecho historia. De este modo, la historia de la
filosofía, en lo que tiene de un corpus doctrinal, presenta antes que nada
numerosos pensamientos e ideas de un modo que podría muy bien denominarse
«pre-juzgado». En el caso de Hegel, la definición de su filosofía como sistema de
la identidad, como idealismo (en un sentido vulgar del término, para el que se
trataría de reducir a concepto la realidad viva y múltiple), etc., imposibilita en
muchas ocasiones el acceso pensante a la verdadera letra de sus escritos. En lo
que respecta al asunto de la historia, la filosofía hegeliana queda prejuzgada
precisamente como «lo otro» de lo que la misma cosa requiere. (Pág. 183)
De hecho, la filosofía hegeliana se convirtió en el punto de partida negativo de la
ciencia histórica, en el ídolo que por fuerza debía ser derribado, ya que su
autoridad resultaba perniciosa para el desarrollo de un saber cabal acerca de lo
histórico. La filosofía hegeliana llegó a simbolizar, de tal modo, el tipo de
«agresión filosófica» a la realidad que una ciencia positiva debía superar. El
propio Hegel se refiere a ello en el escrito que nos ocupa cuando menciona el
reproche que se le hace a la filosofía de dirigirse a la realidad pertrechada de
prejuicios. La posición autónoma de la ciencia histórica nace, pues, en abierta
oposición al forzamiento que representa la filosofía, lo que implica la
reivindicación del plano horizontal histórico (de los hechos, de los
acontecimientos, de la particularidad) más allá de las ideas, así como el
correspondiente método positivo de investigación. Tal reivindicación constituye
uno de los significados (aunque no el único) del término «historicismo». Éste
representaría eso que se acaba de llamar positivismo de las ciencias del espíritu,
que fue en su origen la tarjeta de presentación de la escuela histórica
antihegeliana. El objetivo de este positivismo es el desarrollo de una ciencia
histórica que, haciéndose fuerte en la primacía de la realidad fáctica, de los
hechos históricos -de acuerdo con el modelo exitoso de la ciencia natural-, se
encuentre libre de valores (tanto de los supuestos que ordenan la realidad
haciendo que unos hechos reciban más relevancia que otros, como de la
subjetividad que se manifiesta en las construcciones filosóficas, etc.). Se trata,
pues, de una determinada praxis científica cuyos rasgos principales son la actitud
contemplativa (observar atentamente, establecer diferencias, describir) y la
abstinencia valorativa y práctica (dejar todo como está, no intervenir).(Pág. 184)

En primer lugar, Hegel toma distancia frente a las reflexiones tradicionales sobre
la historia, aquellas que, lejos de pretender algún saber científico, que no parecía
posible en este ámbito de lo humano, se orientaban preferentemente a la
producción de unos cuantos «pensamientos» sobre los diferentes modos de obrar,
sobre el acontecer, etc. Semejantes observaciones y «pensamientos» tenían, sobre
todo, una finalidad moral: se trataba de aprender algo de la historia que pudiera
convertirse en guía de las acciones futuras. Tales reflexiones filosóficas sobre los
acontecimientos y los procesos históricos daban lugar a reflexiones generales que
tomaban la forma de máximas de imprecisa aplicación a cualquier
acontecimiento histórico característico. Este es el caso, p. ej., de las
Consideraciones histórico-universales de Jacob Burckhardt. (Pág. 185)

Hegel quiere tratar la historia filosóficamente, por lo tanto, de un modo que se


aleja de ese pulular reflexivo que extrae pensamientos y máximas: lo que quiere
es aprender y exponer el asunto histórico o, lo que es lo mismo, disponerlo en el
orden de razones que le corresponde. Pero esto comporta también algunas
dificultades. (Pág. 186)

El lugar sistémico de la filosofía del derecho es la esfera de la filosofía del espíritu


que representa la mediación de lo interno de las determinaciones del pensar y de
lo absoluto, la lógica, con lo externo característico de la filosofía de la naturaleza.
El espíritu es la realidad que media la subjetividad, principio de toda actividad
moral, creativa, productiva, con la exterioridad de lo encarnado y subsistente -su
lema es «cabe sí en lo otro»-. El derecho pertenece a la esfera del espíritu
objetivo, de la realización objetiva de la subjetividad, de la voluntad libre. Y la
historia pertenece sistémicamente al derecho, más exactamente al derecho
realizado, es decir, a la mediación entre el derecho abstracto, el que está marcado
en las cosas en forma de propiedad, y el derecho subjetivo, la moralidad, el
principio autoconsciente que representa la referencia última de toda actividad
libre. Semejante mediación o superación de unilateralidades cobra su desarrollo
máximo en el Estado, el cual, para Hegel, constituye el verdadero sujeto real de
la historia. Esta forma parte, podríamos decir, de la vida del Estado: la historia
tiene lugar como expresión de la inquietud político-social, de que la constitución
de la realidad humana (ampliada de modo intersubjetivo) tenga una
configuración contradictoria. Por eso se dice que el Estado, forma de esa realidad
humana ampliada, tiene vitalidad, es decir, no se trata de una esencialidad
terminada, meramente estante, sino que es activa, lo que implica la no
estabilidad, la negatividad. Pues bien, la historia es, como desarrolla Hegel más
adelante, la vida efectiva de esa constitución. (Pág. 186 - 187)

Puesto que situada al lado de esta exposición sistémica del concepto de derecho,
así como del de historia, que no es, como hemos visto, otra cosa que un despliegue
o realización de aquél, la «filosofía de la historia» tiene que ser entendida por
Hegel como «otra cosa», pero ciertamente compatible con lo anterior.De acuerdo
con ello, la filosofía de la historia habrá de ocuparse no tanto del lugar sistémico
del concepto de «historia» en tanto que concreción del de «Estado» y, por
extensión, del de «espí-ritu», sino de la historia en tanto que tal, de su realidad
particular, de los acontecimientos, de las formaciones socio-políticas y culturales,
de los enlaces, contradicciones, enfrentamientos entre ellos, etc.; en resumen: de
lo realmente acontecido.( Pág. 187)

Además, por fuerza lo que, en la filosofía del espíritu, ha sido tratado en el puro
elemento del pensar requiere ser considerado también en su realidad más
concreta. Esta es la historia, y de ahí que en ella la investigación tenga por objeto
el modo en que el «espíritu es concreto en la historia universal». De tal forma, lo
que hace Hegel podría ser considerado tanto una historia filosófica cuanto una
filosofía de la historia concreta que no entraría en contradicción con su
concepción idealista -que es la consideración de que la realidad de lo efectivo no
reside únicamente en esa su efectividad sino en el concepto que lo subyace y en el
que se sustenta-, pero sí que ofrecería una nueva imagen de ella diferente de esa
según la cual el idealismo (hegeliano, en nuestro caso) es algo así como una
negación de la realidad concreta, puro nihilismo pues. (Pág. 189)

Así pues, los historiadores originales son aquellos que han tenido ante sí el
mundo, la realidad que describen, que la han vivido, transformándola después en
una obra de la representación-es decir: en discurso, lo que implica la fijación de
universales, etc. -. Pero ésta no es, para Hegel, similar a la que tiene como rasgo
definitorio la distancia entre la cultura del autor y la de aquello que constituye su
objeto. El mundo del historiador no se encuentra en otro plano formativo,
aunque sí se requiera -puesto que hay una cierta labor de ordenación, de
compilación y de relato- alguna distancia representacional. Lo que Hegel
pretende subrayar es que el historiador original o ingenuo deja hablar a su
«objeto» -los pueblos, culturas, personas, etc., reservándose poco o nada con
vistas a la reflexión. Se sitúa -problemática-mente, puesto que su trabajo produce
discurso en un antes de la reflexión, en todo caso en una posición que no reserva
para el historiador preeminencia alguna: lo suyo es una completa entrega, una
fidelidad casi total. (Pág. 190)

El historiador, como hombre que es, se encuentra prisionero de su propio tiempo,


no puede superar su época; además participa del espíritu de un pueblo, lo que
implica una especificidad que lo clava a un periodo y a una cultura
determinados. Pero esto supone también una ventaja: el historiador original
proporciona una vía de acceso insustituible a ese espíritu específico, sin el cual no
podría hablarse tampoco de historia en último término, se necesita siempre un
historiador que pueda decir «yo estuve allí». (Pág. 190)

A diferencia de lo que ocurre con esta demasía de razón, al historiador original le


falta aún trabajo racional. Lo suyo es, como se ha dicho, la inmediatez, la
fidelidad al tiempo en el que opera, con lo que el resultado de su labor tiene que
ser forzosamente antes un conjunto de imágenes que de pensamientos. Pese a
todo, el pensamiento tiene que volver continuamente a tales historias inmediatas,
al testimonio de las épocas pasadas, porque en él se tiene noticia directa de una
realidad que para la historia más elaborada está llegando o ha llegado a su fin,
que ha ido declinando y perdiendo con ello su vivacidad para regresar como
contenido de la memoria, como asunto para la lechuza de Minerva. (Pág. 191)
En realidad, la historia siempre hace pie en la historia original, parte de la
inmediatez y tiene que regresar de nuevo a ella. Hegel indica, además, que quien
no pretenda convertirse en un erudito, sino disfrutar de la historia, puede
atenerse únicamente a los historiadores originales. Éstos aportan un elemento de
vitalidad que puede ser suficiente para ciertas necesidades propias del operar
histórico, que no son precisamente ni las teóricas en general, ni mucho menos las
de un saber especializado. (Pág. 191)

A diferencia de lo que ocurre con el historiador original, el historiador reflexivo


labora desde la extrañeza, desde la distancia con respecto a lo vivido. Su lugar, su
posición, es la del entendimiento que se separa de lo inmediato. La historia
reflexiva va más allá de lo que está presente para el propio escritor (no sólo en el
tiempo, también en el espíritu). Y, al ir más allá, puede tomar su objeto como tal
objeto y no sólo entregarse a él. De ese modo, estará en condiciones de realizar un
trabajo de compilación, de reunión, de separación, de comparación de las
historias originales, de los testimonios directos. Pero al hacer esto no sólo agrupa
o clasifica, no sólo ordena, sino que también construye. Cuando compone,
organiza, selecciona, lo que hace este tipo de historiador es crear la historia como
un relato representacional, como algo distinto de lo acontecido. (Pág. 191-192)

Entonces, la actividad de los historiadores reflexivos se torna negativa -


separadora-: el pasado es para ellos algo extraño, de tal modo que el principio o
el sentido se encuentra únicamente en el presente del historiador y no en el
pasado de la misma. Este presente se agranda hasta convertirse en la fuente de
todo sentido, de tal modo que la época del historiador, una entre otras, termina
creyéndose a sí misma como la medida de objetividad y el principio de toda
justicia. Como dice Nietzsche, los últimos en llegar al convite se creen con
derecho a exigir el mejor lugar en la mesa. (Pág. 192)

La historia filosófica no es de este modo más que una forma de la Erinnerung,


que había sido establecida por Hegel en la Ciencia de la Lógica como el camino
de interiorización que va de las determinaciones externas del ser hacia la esencia
y el concepto. Este camino hacia adentro -Er-innerung- es al mismo tiempo
recuerdo, rememoración. El término Erinnerung es además la traducción
hegeliana de la anámnesis platónica y es utilizado por él sistemáticamente -en la
doctrina de la esencia de la Ciencia de la Lógica- para conceptuar un fenómeno
similar al que describe Platón. Como categoría de la Lógica, sirve para definir el
movimiento de la esencia (la reflexión) que consiste en ir más allá de las
determinaciones inmediatas - las del ser, es decir, las de la ontología. Dicho
movimiento, en el que lo siempre supuesto en todo ser y decir se vuelve temático,
da lugar a una investigación cuyo título tradicional es «metafísica». (Pág. 193)

En el «ir más allá» mentado, la Erinnerung representa una interiorización de las


propias determinaciones del ser, es decir, el penetrar a través de la negatividad
propia del pensar para el que valen tales determinaciones. Se trata, en definitiva,
de hacer valer dicha negatividad de tal modo que no se quede únicamente como
limitación, es decir, se trata de pensarla, de hacer saber de ella (si es posible),
pero entregándose a sus exigencias, a la relación entre las determinaciones por
medio de la cual puede ser aprehendida. Esa especie de entrega -que debe ser
distinguida del pensar representativo de objetos- constituye, al tratarse de la
esquiva negatividad, el principio de lo que Hegel entiende por «dialéctica».
Precisamente por ello, para Hegel la «dialéctica» no es la doctrina de la
confusión, sino el núcleo mismo de la realidad aprehendida especulativamente.
Cuando es tomada en todas sus dimensiones, la realidad no sólo presenta su cara
positiva, sino que se muestra en su negatividad escapándose a la determinación.
(Pág. 193-194)

Por lo tanto, la situación de partida para la reflexión se halla caracterizada por el


dominio de una noción negativa del hacer filosófico. La filosofía es vista como
una matrona entrometida que puja por subordinar la realidad a su imperio.
Absorta en ese empeño no se detiene en los detalles. Pero éstos constituyen lo
principal, aquello de lo que debe darse cuenta. Si esto es fundamental para el
pensamiento en general, lo es mucho más cuando se trata de la historia, puesto
que ésta es precisamente la realidad variada, diversa, detallista. Hegel se opone a
esa extendida idea de la filosofía. Para él, lo universal y lo particular pueden
hacerse confluir, y precisamente con ese objetivo se esfuerza la auténtica
filosofía. Como necesaria preparación para una adecuada comprensión del
trabajo filosófico, Hegel se ve obligado a disolver los prejuicios, así como a
esclarecer lo que se presenta como paradójico, y a ese cometido se dedica
también la introducción que nos ocupa, aunque, en realidad, lo que se discute a
propósito de ello tiene, como se verá enseguida, un calado mucho más hondo.
(Pág. 195-196)

No obstante, se le reprocha a la filosofía ir a la historia -aborándola- con


pensamientos, es decir, mediante abstracciones que no tienen que ver con las
cosas. ¿Se corresponde esto con el modo de proceder de la filosofía? No lo piensa
Hegel. La filosofía no lleva contenidos - pensamientos- a la historia. Por el
contrario, lo único que pretende es extraer de ella los conceptos que le
corresponden, puesto que su asunto principal es la razón. Sin embargo, la razón
no viene de fuera, de la mano de la filosofía, sino que está en las cosas mismas, es
lo que las constituye como principio de determinación, como sustento de su
realidad. A ésta, en tanto que racional, atiende la filosofía y, por ello mismo, el
único pensamiento que ella enarbola y que hace valer como un supuesto
ineludible en su consideración de la realidad es el que se desprende de la propia
razón: que lo real es racional o, lo que es lo mismo, que la razón gobierna el
mundo. (Pág. 196)

Pese a todo, el supuesto mencionado no puede ser absoluto, ya que es también un


resultado del pensamiento, algo que ha sido deducido (es relativo a otra
investigación). En la filosofía especulativa, el pensar del pensar mismo, ha sido
probado que la razón es la substancia, que la idea es lo verdadero y eso es algo
que la filosofía de la historia habrá de comprobar también en su investigación de
la realidad concreta. Pero el trabajo filosófico no puede confundirse con el del
historiador. Aunque Hegel insista en que no va a la historia con ideas
preconcebidas y extra históricas, ello no significa que el filósofo tenga que hacer
dejación de su principio. Su tarea no puede consistir en otra cosa que en mostrar
que la realidad humana, en su acontecer, es racional, que lo que aparece como
caótico, enredado, como inajustable a regla, es, de acuerdo con su concepto,
racional: que hay un orden. Y a la filosofía le corresponde exponer ese orden,
velado por la apariencia de la confusión. Una filosofía que no ponga su empeño
en esta tarea será únicamente una pseudo filosofía.(Pág. 196-197)

Para Hegel, la idea es la substancia, una substancia no inmó-vil, sino activa, no


mera posibilidad, sino movimiento de la negatividad. Precisamente por ello, el
sentido de todo lo real particular, finito, diverso, no puede residir más que en la
idea que lo anima, como su concepto, en la forma de fundamento racional-real.
Por eso, porque la verdad de lo finito es su idealidad, para Hegel toda filosofía
auténtica tiene que ser idealismo, fundamentándose como tal, es decir,
mostrando la idealidad de lo real-efectivo, lo que significa el desarrollo de su
postulado: superación en la unidad y en la universalidad. No obstante, la idea no
se percibe sin más en la realidad particular, se requiere trabajo especulativo,
elevación a un punto de vista adecuado. Tal punto de vista es lo que, según Hegel,
ha resultado ya de la filosofía especulativa y constituye entonces lo único que el
filósofo de la historia puede dar por sentado. No hay, por tanto, forzamiento de la
realidad histórica, sino únicamente punto de vista filosófico para la
consideración. (Pág. 197)

La tesis subyacente es ésta: todo ejercicio pensante, toda investigación racional,


por pegada que pueda estar a los hechos empíricos, comporta un esquema
conceptual, sin el que el pensamiento mismo no sería posible. Cuando se acusa a
la filosofía de investigar la historia pertrechada con sus conceptos, no se tiene en
cuenta que también el historiador interviene en la realidad, aportando su propio
esquema conceptual, incluso si intenta proceder -de acuerdo con el ideal
científico- del modo más receptivo posible, es decir, sin supuesto alguno. (Pág.
199)

La filosofía es la que establece los procedimientos imprescindibles para que el


pensamiento pueda aprehender la cosa misma, porque expone el camino que va
desde la conciencia inmediata separada de su objeto -que es el punto de partida
ingenuo que se reproduce, más tarde, en la unilateralidad propia de la
abstracción del entendimiento- hasta el punto de vista absoluto en el que se
descubre a sí misma como espíritu, es decir, como unificada con su objeto. La
transformación de la conciencia que se exige para que la cosa pueda darse por sí
misma es lo que constituye, para Hegel, la especulación, es decir, la dialéctica del
entendimiento, la aniquilación del propio punto de vista que se descubre
unilateral. La dialéctica constituye, pues, tanto la confusión en la que cae el
entendimiento cuando persiste en su posición unilateral -de determinación
separada de la cosa-, cuanto el movimiento hacia la superación de esa misma
unilateralidad y, en ese sentido, el primer paso en el surgimiento de una
concepción más compleja, comprehensiva, etcétera. (Pág. 199)

Este camino -insiste Hegel-, lejos de constituir el proceso de aplicación de un


método en el sentido corriente del término, es decir, un aparejo epistemológico
con el que cuente la conciencia cuando se dirige a un objeto, no es más que el
despliegue de la cosa misma. Se trata del camino que la filosofía ya ha recorrido y
cuyas etapas van resultando del esfuerzo especulativo por exponer el objeto del
pensamiento. En realidad, la filosofía se constituye a la par que su objeto va
desplegándose. De entrada es únicamente una inquietud, un estado de necesidad
de la razón que tiene que ser satisfecho. La filosofía, cuando aún no ha seguido el
camino especulativo, no tiene nada, es sólo aspiración, anhelo.
Puede decirse que, si nos atenemos a esta manera de ver las cosas por parte de
Hegel, su concepción de la filosofía coincide en cierto modo con la idea
contemporánea que ve en ella más una actividad que una doctrina o una ciencia
(no obstante, hay también en Hegel una concepción más tradicional de la
filosofía).
A diferencia de lo que sucede con otros modos de consideración, la filosofía sabe
de la vanidad del entendimiento, que ha tenido que superar, sabe de los peligros
que le acechan y sabe que lo que ella tiene que exponer sólo puede cobrar sentido
bajo el presupuesto de la identidad -lograda- entre sujeto y objeto. (Pág. 200)
La confianza en la razón, alentada por la religión, ya sea bajo la forma de Dios o
de la providencia, posibilitan al hombre un cierto reconocimiento de sí en la
realidad, que venía garantizado por la existencia de un suelo común (divino) de
sentido sobre el que todo descansaba. Precisamente por ello, para alentar
semejante confianza, necesaria tanto para dirigir las investigaciones de las
ciencias o de la filosofía cuanto para la conducción de la propia vida de los
hombres, la religión no puede ser arrojada fuera del mundo, sino a lo sumo
superada en la filosofía misma. Aunque la forma expositiva de la religión pueda
ser considerada inadecuada en relación a las necesidades del saber, lo que ella
contiene no debe perderse en un impreciso más allá, como ocurre en el presente
dominado por la escisión del entendimiento. La filosofía es la encargada de
alimentar esa confianza mediante su propio trabajo. De ahí que uno de los
asuntos fundamentales de la filosofía haya de ser la búsqueda y exposición de ese
plan oculto (que se sustrae siempre) de la providencia (del Dios, de la razón).
(Pág. 201)

Porque para Hegel lo que ocurre en su propio tiempo no deja de ser expresión de
esa esquizofrenia racional contra la cual dirige toda su reflexión filosó-fica: que
el hombre que se presenta a sí mismo como la razón activa deba reconocer que lo
extraño a él, la naturaleza, es más racional que su propio mundo -que la historia,
la economía, la sociedad, el arte, etc.-. Esa situación, cuya característica principal
es que el mundo ético se encuentra abandonado de la mano de Dios -del sentido,
de la razón-, debe repugnar a la (verdadera) filosofía. De ahí que ésta tenga que
ser concebida como una teodicea, una justificación de Dios - una argumentación
en favor de la razón-. Pero esta justificación no representa una negación del
mundo, sino la comprensión de éste como algo ideal. Por consiguiente, la historia
universal, que trata de lo particular y efectivo, debe constituir el lugar más
apropiado para emprender, por medio del pensamiento, esa reconciliación entre
la idea y la realidad. (Pág. 202)

Éste tiene que ver con la pregunta referente al fin último de la historia o, lo que
es lo mismo, al descubrimiento del plan que debía orientar la labor filosófica. La
pregunta por el fin último del mundo toma, para Hegel, la forma de una
consideración del espíritu tal como se encarna en la historia, pues el espíritu es el
fin buscado. (Pág. 203)

De entrada, el espíritu representa respecto de la escisión entre conciencia y


realidad -que es característica, para Hegel, del mundo moderno-, la integración,
la identidad o la reconciliación. Constituye, así, un suelo de sentido. Pero este
suelo, el elemento comparativo de los términos de la relación, o mediador de la
escisión, no es de suyo evidente, tiene que ser logrado, resultar del movimiento de
superación dialéctica en el que está inmersa la propia conciencia inmediata. De
ahí que el espíritu comporte una transformación de la conciencia. En la
introducción a la Filosofía de la historia, semejante variación constituye ya-mo
hemos visto que ocurre también con otros contenidos un resultado, algo que ha
sido deducido, que ha surgido del propio camino de desarrollo recorrido por la
filosofía. La experiencia del saber de sí de la conciencia, que ha dado lugar a la
transformación a la que se ha hecho referencia, ha supuesto un hito en el
desarrollo de la especulación, como camino de acceso al sistema. Esa experiencia
de la dialéctica de la conciencia -de la confusión y de la superación- ha sido el
tema de la Fenomenología del espíritu. Podría decirse que en esta obra la
conciencia experimenta, a partir de la realización de sus propias pretensiones,
que su constitución en realidad es espíritu y, por eso, mucho más que mera
conciencia. (Pág. 203)

En relación con esta experiencia de que la conciencia es más que escisión, la


historia debe mostrar cómo la reconciliación de la que se ha hablado toma la
forma de la vida humana individual y de la vida humana objetiva. Porque todo
ello constituye la realidad espiritual. El espíritu no es otra cosa que «la esencia
que es en y por sí y que, al mismo tiempo, es ella real como conciencia y se
representa a sí misma» (Fenomenología). Se trata del sí mismo de la conciencia -
su actividad, su libertad (separa-ción)- enfrentándose a lo que supone es su otro,
el mundo real objetivo, que ha perdido ya la significación de algo extraño, de la
misma forma que el sí mismo ha perdido la significación de algo exclusivamente
para sí, que se encuentra separado del mundo. «Cabe sí en lo otro», reza otra
formulación hegeliana de lo mismo. El espíritu es la subjetividad que se descubre
como substancial, como siendo no sólo actividad, inquietud, libertad de (el no
estar fijado, ser únicamente causado o dependiente), sino también realidad
objetiva, encarnada (pero no simple objetivación, sino objetivación sabida,
vivificada, etc.). De ese modo, como producción, autoproducción y como
substancia, realidad, contenido, el espíritu es «la esencia real absoluta que se
sostiene a sí misma» (Fenomenología). El espíritu representa sistémicamente el
regreso a la interioridad de la idea que fuera desarrollada primero en la lógica y
que, después, se ha exteriorizado en la filosofía de la natu-raleza; por lo tanto, se
trata de una interioridad exteriorizada, de la mediación de la idea, del ser, con la
realidad. Por eso en la historia, que se encuentra en el territorio, en el elemento
de lo espiritual, lo que rige, lo que es sujeto -tema, substancia, actividad- no
puede ser nada diferente de la idea, tal y como indica continuamente el propio
Hegel. (Pág. 204)
El espíritu consta también de sus momentos, pero puede decirse que en sí es ya
subjetividad. Su determinación más específica es que se trata de un yo. La
yoidad, y todo lo que ello conlleva, es la expresión más inmediata del espíritu. Lo
que manifiesta son esos caracteres que acaban de ser mencionados: inquietud y
actividad, autorreferencia y autoproducción, desafección, separación, etc. De ese
modo, el espíritu es la capacidad para abstraerse de todo contenido, de toda
realidad, al no encontrar en ella sentido, es decir, la única legitimidad para él
aceptable, que sólo puede provenir de él mismo. (Pág. 204)

El proceso de encarnarse, de tornarse realidad sabida, una realidad en la que


puede encontrarse auto conscientemente legitimado, y que por eso constituye un
acontecer que tiene su sentido en la propia actividad libre, es lo que, para Hegel,
da lugar a la historia universal. Ésta es, pues, el desarrollo o realización del
concepto de espíritu. (Pág. 205)

La idea de espíritu o, también, el principio espiritual entendido como lo absoluto


es un asunto filosófico de primer orden, es el asunto filosófico. Y, en efecto, Hegel
había convertido ya desde los comienzos este Propósito en parte fundamental de
su programa filosófico. En el Prólogo a la Fenomenología había establecido la
necesidad de aprehender y exponer lo verdadero «no sólo como substancia sino
también como sujeto». Que la verdad es no sólo substancia significa que además
de lo supuesto, lo estable, es también actividad, negatividad, autorreferencia, y
que es no sólo sujeto significa que la estabilidad, la positividad, los contenidos
que se establecen con cierta gravedad como algo objetivo, resultan también
imprescindibles. Ambas, substancia y sujeto, sujeto y substancia, tienen que
constituir los momentos -algo más que partes independientes que se reúnen
después para formar un compuesto- de esa sustancialidad activa, de lo absoluto o
de la idea. (Pág. 205)

En la substancia hegeliana, modificación de cierto modelo dominante en la


tradición filosófica, los accidentes se convierten en modos de una substancia que
es concebida a su vez como actividad noética, como percepción y apercepción. Así
es como alcanza a tener sentido la «movilidad subjetiva» que le es propia. La
substancia se encuentra, pues, en continua transformación; pero no se
transforman sus accidentes, sino ella misma.
Ahora bien, «movimiento esencial» y «subsistencia» son predicados
contradictorios: constituyen la contradicción que expresa la fórmula «substancia-
sujeto». La substancia tiene que ser, esencialmente, negatividad subjetiva. Pero a
Hegel no le vale, como hemos dicho, ni lo meramente «subjetivo» ni lo
exclusivamente «substancial» en el sentido de la tradición. Hegel quiere incluir en
la concepción transformada tanto la apercepción trascendental kantiana como el
yo fichteano, pero eliminando las limitaciones «reflexivas» a que tales principios
se encontraban sometidos en los sistemas correspondientes. Necesita, por tanto,
de un modelo que sea una Aufhebung de ambos lados, que podían venir
representados por dos concepciones clásicas sobre la subs-tancia: la de Spinoza y
la de la mónada (o «substancia viviente») leibniziana. Además, la crítica
hegeliana toma como orientación o referencia la filosofía aristotélica, que
representa siempre para Hegel la pauta filosófica que él pretende revalorizar
bajo las condiciones de la filosofía idealista de su tiempo. El elemento aristotélico
al que se remite es el de la sustancia o realidad concreta o «viviente»: la
entelequia. (Pág. 206-207)

Al lado de esta sustancia carente de negatividad y enfrentada por ello a la


reflexión se encuentra, para Hegel, la sustancia leibniziana, cuyo rasgo principal
es la actividad. Esta substancia, la mónada, incluye la reflexión en sí misma:
representa la realidad y se representa a sí misma, lo que implica una referencia
que trae consigo, en cierto modo, la desustancialización, la inquietud (eso que es
propio de la subjetividad). Precisamente por ello, para Hegel la unilateralidad de
la concepción spinozista requiere, por necesidad de la cosa misma (una
substancia entendida unilateralmente, que reclama lógicamente lo que le falta, el
otro lado), complementarse con la concepción leibniziana. (Pág. 207-208)

Este modelo activo de la substancia proporciona no sólo lo contrario de la


substancia de Spinoza, sino principalmente aquello que se andaba buscando: la
sustancia subjetiva, el principio especulativo, mediante el cual lo absoluto no
queda degradado al papel de una de las determinaciones de la reflexión del
entendimiento. Lo absoluto puede concebirse ahora como un principio activo
capaz de transformarse y, con ello, de comprender en sí mismo los diversos
contenidos de la realidad. De ese modo, la principal dificultad que ha acechado
siempre a cualquier determinación de lo absoluto, a saber, que se convierta en un
algo, en un ser determinado (lo que tiene como consecuencia la volatilización de
la absolutez), puede ser evitada. Si lo absoluto es por sí mismo reflexión, podrá
comprender en sí la determinación, a la vez que va más allá de ella. (Pág. 208)

En realidad, no se trata de un principio substancial absoluto. La mónada


leibniziana necesita de un dios que la ponga en coordinación con las otras
mónadas y que, de ese modo, garantice la necesidad de una totalidad más amplia
de la que constituye cada mónada por su lado. Su determinación recae en cierto
modo en un absoluto que le es ajeno y, por ello mismo, se enfrenta a la reflexión,
que es la encargada de ponerla en conexión con lo absoluto, en el que
desaparecen todas las limitaciones. De esa manera, el correcto principio de la
actividad substancial, que se halla contenido en la noción de «mónada», no queda
por completo desarrollado en la filosofía leibniziana, sino que en ella recae bajo
las coordenadas del punto de vista del entendimiento. La substancia leibniziana
es, pues, al igual que la spinoziana, unilateral y, precisamente por ello, reclama
también lo que le falta. A la filosofía especulativa le corresponde, según Hegel, la
integración o mediación de esas dos concepciones de la substancia. Lo
especulativo no es más que la eliminación (Aufhebung) de ambas posiciones
unilaterales, una eliminación que ponga de manifiesto la necesidad de ambas, al
convertirlas en momentos de un proceso que las deje atrás en tanto que tales pero
que las conserve en una nueva determinación. Con todo, el modelo que subyace a
la consideración hegeliana es -como se ha indicado más arriba- el aristotélico.
Hegel relaciona la noción de «actividad pura» con la definición de energía,
entendida como pura efectividad. Ello permite pensar la substancia como
actividad, como lo realizaste, la negatividad que se relaciona consigo misma. Pero
ésta es la reflexión que es idéntica consigo en el diferenciar, el noesis noeseos, el
pensar del pensar, momento álgido de la filosofía aristotélica que reaparece en el
«espíritu» hegeliano. (Pág. 209-210)

Mientras que una esencia entendida exclusivamente como potencia representa


únicamente lo en sí, la posibilidad carente de forma, la energía aristotélica
significa la actividad, lo que se realiza por sí, la negatividad que se relaciona
consigo misma.(Pág.210)

Pues bien, la substancia-sujeto o la entelequia se presenta para Hegel como el


modelo según el cual la actividad negativa tiene que elevarse por sí misma al
principio y constituirse como lo absoluto, como la totalidad que permanece, pero
que se forma y cambia. La negatividad absoluta no puede ser principio si no se
convierte en principio substancial, es decir, si permanece como mera forma. Pero
tampoco la substancia inmóvil puede convertirse en principio especulativo. La
actividad debe ser propia y sus determinaciones han de tener su origen en ella
misma. La substancia-sujeto, por el contrario, representa la unidad de ambos
momentos, pero no la simple identidad, en la que no cabe ninguna diferencia.
Precisamente porque se trata de un resultado de la reflexión, es inmediatez
mediada y unidad de los contrapuestos, que se encuentran en ella como
superados.(Pág. 210-211)

El elemento de la sustancialidad subjetiva es el elemento de lo espiritual y en él,


como parte de esa actividad, es donde acontece la historia. Por eso, Hegel concibe
la historia universal como una suerte de presentación del espíritu, como su
hacerse presente (concretarse, hacerse efectivo) en el proceso (y como un
proceso) de la actividad orientada a la realización completa de sí mismo, lo que
implica tanto la objetivación cuanto el saber de sí en ella (el reconocimiento y la
legitimación); es decir, llegar a saber lo que es en sí y, entonces, ser por y para sí.
Esta relación entre despliegue ontológico y saber es subrayada por Hegel cuando
insiste en que, por ejemplo, los orientales no son libres (efectivamente) porque no
saben que lo son (en sí). El principio mismo de la libertad no tiene que ser
únicamente puesto, sino que debe ser elaborado, desarrollado, y el saber forma
parte de esa elaboración. Aquí sitúa Hegel la definición fundamental: «La
historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad, un progreso que
tenemos que conocer en su necesidad». (Pág. 211)

La concreción del espíritu en la historia universal consta de tres momentos que


Hegel se ocupará de desarrollar en lo que resta de la introducción: 1) las
determinaciones abstractas de la naturaleza del espíritu, que han resultado en
gran parte en la filosofía especulativa, de acuerdo con lo que ha sido expuesto
anteriormente; 2) los medios que son requeridos por el espíritu mismo para su
realización, para el cumplimiento de su concepto; 3) la figura que constituye la
realización completa del espíritu en su existencia, su verdadera concreción: el
Estado. (Pág. 211-212)

5.- EL PRINCIPIO DE LOS INTERESES MEÁNDOSE EN LA HISTORIA: LOS


INDIVIDUOS

Hegel considera que, en sí misma, la idea de libertad, de voluntad libre, contiene


la necesidad de realizarse. Eso significa, en primer lugar, convertirse en
conciencia para, después, pasar a ser móvil y máxima de la acción. Y aquí
tenemos ante nosotros nuevas dificultades, que tienen que ver con algo que indica
el propio Hegel: el principio es interno, pero los medios tienen que ser algo
externo, lo mostrado y compareciente, lo que se presenta en la historia, la
exposición del principio, en el doble sentido de ponerse fuera y de arriesgarse,
aventurarse, comprometerse en el mundo. Aunque, dicho así, podría dar la
impresión de que un asunto que comporta una cierta facilidad general el
principio interno tendría que realizarse- se ve envuelto en ciertas complicaciones
-lo ideal tiene que venir de la mano de las acciones humanas que no son ideales-.
Esta «no idealidad» se muestra en que los hombres no actúan guiándose por la
idea, no parecen racionales. De hecho, lo que la historia ha mostrado
preferentemente es un confuso y contradictorio evolucionar de la humanidad
movida por necesidades cuasi naturales, pasiones, intereses, etc. Lo que tenemos
ante nosotros es, pues, la particularidad más absoluta asociada a la
arbitrariedad, una situación que Kant había definido ya como enredada y
carente de regla. (Pág. 212-213)

Este asunto ha tomado más recientemente la forma de un conflicto entre la ética


de la convicción y la ética de la responsabilidad o entre la ética de los principios y
la de los efectos. La acción resultante, en el ejemplo, aunque diferente de la
intención, debe cargar con esos efectos y cargarlos al agente. Otro ejemplo que
pone Hegel es el de César: su fin particular de mantener la preponderancia
frente a sus enemigos se combinó con ciertas determinaciones provenientes de la
necesidad real para terminar sirviendo no sólo a aquel fin particular, sino a los
fines de Roma y a los de la historia universal (la extensión del Imperio romano).
De ese modo, atendiendo a su fin particular, César realizó lo que reclamaba el
tiempo mismo. Los grandes hombres de la historia son de este tipo: sus fines
particulares contienen lo sustancial, su voluntad es el espíritu universal. Son los
individuos históricos. (Pág. 214- 215)

Los individuos históricos ocupan un lugar destacado en la concepción hegeliana


de la historia. En ellos la conjunción entre intereses particulares y fines
universales es aún más extrema, si cabe, que en el caso de los individuos
normales y corrientes. Por lo que respecta a estos últimos, la particularidad es lo
principal, de tal modo que insisten en sus fines, necesidades, pasiones propios, sin
que lo universal pueda comparecer en sus acciones más que en la forma de lo que
Hegel denomina «astucia de la razón». Esto significa que, aun obrando con vistas
a la realización del fin particular, o arrastrados por la fuerza de alguna
necesidad cuasi natural o de alguna pasión, terminan sus acciones por producir
algún sentido, pudiendo ser reconstruidas al final como si respondiera a razones.
Sin embargo, en el caso de los individuos históricos parece como si lo que anima
su acción, su pasión más propia, su interés más particular, no fuera en último
término otra cosa que la idea misma, que el fin último, universal, de la razón.
(Pág. 215)

En los propósitos de tales individuos reside lo universal, pero eso no significa que
sean individuos teóricos, que hayan comprendido el sentido de la idea y se
pongan a su servicio. Se trata de hombres prácticos cuya pasión, como hemos
dicho, conecta directamente con las necesidades del tiempo. Esto se expresa en
que dichos individuos no buscan satisfacer las necesidades de la humanidad, sino
las suyas propias; son egoístas, pero su egoísmo termina sirviendo a lo universal.
Persiguen, como César, su interés, pero de tal manera que su acción, la acción de
un hombre solo, arrastra consigo importantes transformaciones históricas en
ellos parece encontrarse agazapada la propia astucia de la razón. (Pág. 216)

Pero, aunque se vea forzado a moverse en el seno mismo de la paradoja, este


modo de considerar los asuntos humanos puede producir esperanza, una
esperanza racional que ya Kant había creído poder extraer de la idea de la
historia: la confianza en que la combinación entre libertad y necesidad dé lugar a
un mundo racional, a una sociedad mundial de ciudadanos racionales y libres.
Sin ella, como dice Hegel, el espectáculo de los acontecimientos produce
únicamente desconsuelo, así como la idea de que nada se puede en la historia, de
que en ella nada tiene remedio, de que todo sucede conforme a un inexorable
destino que arrastra compulsivamente al hombre y a cuanto se relaciona con él.
Abandonada tal esperanza -dice Hegel-, dejamos atrás la historia para
contemplar, seguros y tranquilos en nuestro propio tiempo, la escena (que
expresa tal vez cierta belleza) de una confusa masa de ruinas. (Pág. 217)

De nuevo aquí coincide Hegel con la tradición moderna del pensamiento político.
El hombre no puede ser concebido como un ente universal, como un agente
altruista, sino que se descubre como un ente particularizado, como individuo. Y,
además, esa individualidad aparece como un rasgo primero de la estructura
ontológica humana. La negatividad que conlleva el que los hombres sean
individuos produce conflictos, pero da lugar, también, al movimiento histórico.
Se trata de la «insociable sociabilidad» que Kant había establecido como motor
de su idea de la historia. El individuo quiere y no quiere la sociedad, tiene al
respecto preferencias contradictorias: necesita a los demás hombres,pero tiende a
expandir su propio ser con propósito egoísta y, de ese modo, se siente molesto por
la presión que ejerce la sociedad sobre él. De ahí que la forma propia de la
sociedad moderna sea, para Hegel, la «sociedad civil», el ámbito de confrontación
de intereses, el mercado, la competencia, etc. De acuerdo con lo anterior, puede
decirse que un Estado estará bien construido y será vigoroso si une a sus fines
generales el interés privado de los ciudadanos (en realidad, en esto consiste el
concepto de hombre como ciudadano, a diferencia del de súbdito). El ciudadano
(moderno) sirve a su interés y, a través de ello, al bien común. Con todo, se
requieren largas contiendas hasta que pueda llegarse a concebir esta necesidad
de convergencia de ambos intereses. (Pág. 218-219)

En lo referente a la comprensión de la necesidad de unificación de lo universal y


la individualidad, es decir, al descubrimiento de las razones en que se
fundamenta el supuesto histórico de que la razón gobierna el mundo, es como
siempre el sistema de los conceptos puros, la filosofía especulativa, el lugar en el
que se ofrece la explicación y justificación adecuadas. En ella reside, por tanto, el
fundamento de toda esperanza histórica, la confianza en que el dolor y la
destrucción tengan, a fin de cuentas, algún sentido; que lo disperso, caótico,
confuso, responda a un orden. El ámbito de las ideas, de los conceptos puros
acaba por ser la fuente de realidad a la que es preciso acudir para hacer posible
la existencia humana (que anhela sentido y reclama esperanza). Fuera de ese
ámbito, en la esfera de la realidad efectiva, de la historia, la conciencia actuante
no se encuentra en condiciones de saber cuál es el fin último, sólo tiene sus fines
propios (más o menos universales), y actúa de conformidad con ellos. No
obstante, ella es ya, en sí misma, espíritu y, por lo tanto, el concepto de espíritu
está en sus acciones, constituye el elemento necesario para que pueda
desenvolverse. Pero dicho elemento no se ha convertido aún en un contenido para
ella, en su fin particular y, de ahí que haya que recurrir a la astucia de la razón
como clave explicativa. Esta intervendrá cada vez menos a medida que se vaya
ganando conciencia. Entonces la racionalidad entrará en el mundo humano de la
manera que mejor se adecua a las condiciones de éste: como saber, como
principio de elección, como fundamento de las acciones. Esto explica por qué el
desarrollo de la conciencia es tan fundamental en el proceso histórico tal como lo
entiende Hegel. (219-220)

Es también plenamente moderna la idea de que sin servir al egoísmo particular


no puede favorecerse el bien común. No obstante, requiere mayor determinación:
¿hasta dónde alcanza la astucia de la razón?, ¿llega a ofuscar el entendimiento
humano?,
¿transforma a los hombres en peleles? Ésta suele ser la interpretación más
común: que la razón maneja a los hombres, que se encuentra entre ellos como un
agente más que -como se dice-«mueve los hilos». Pero es posible una
interpretación diferente.
Tal vez la expresión «astucia de la razón» no se refiera a nada más que a un
expediente teórico necesario en cierto modo para que una situación paradójica
no colapse la comprensión: alcanzar la confianza en que los fines particulares
contrapuestos se tornan fin universal común y último. De este modo, lo único que
haría Hegel -o A. Smith y otros- es proponer una interpretación ex post de lo
acontecido y no un mecanismo a priori que, como si se tratara de un algoritmo,
produjera resultados determinados para cada valor de las variables, con lo que la
libertad humana quedaría despotenciada, convertida en un valor más a procesar.
Pues hay que tener en cuenta que los modos, las formas, los caminos que siguen
los hombres pueden ser muy diferentes. En eso consiste la libertad. (Pág. 221)
Sea como fuere, lo importante para Hegel es mostrar que los hombres, en tanto
que individuos, no constituyen únicamente el elemento negativo de la realidad, de
la historia y, de ese modo, aun cuando sean motor, representan el opuesto de la
idea abstracta de espíritu. No sólo son medios, en tanto que inquietud y
actividad; son también, y principalmente, fines, y de ese modo también
positividad y universalidad. Eso es, precisamente, lo que sucede cuando para el
hombre su fin particular contiene lo universal en la forma de moralidad,
eticidad, religiosidad. La religión contiene lo universal, el dios, y al perderla en
una ilustración unilateral, escorada, abstracta, es cuando los fines particulares se
oponen a lo universal. De ahí el diagnóstico hegeliano: el hombre moderno ha
construido el principio del que extrae el sentido para su vida en lo negativo, en su
capacidad de separarse, de ser «libre de». Esta negatividad es fundamental para
él, constituye su principio espiritual, pero si cuenta únicamente con ella, entonces
carece de contenido, de universalidad. (Pág. 222)

Cuando los hombres consideran la realidad desde el punto de vista de su


adecuación a concepto (de bien: las instituciones, etc.) descubren que el presente
no se corresponde con las ideas que pueden hacerse del concepto de la realidad
(social, política, etc.). De ese modo, se distancian de él, se ponen más allá de la
realidad, pero ahora lo hacen éticamente, es decir, no se sitúan exclusivamente en
el deber ser o en la abstracción del entendimiento -que dice «no me reconozco en
esa realidad»-, sino que su reflexión, al incluir el concepto, propone la realización
de éste, lo que significa que su separación, que su negación se hace por mor de la
cosa misma. El centro interior de la libertad subjetiva escapa al estruendo de la
historia universal. (Pág. 223)

Así pues, puede decirse que la capacidad moral del hombre -su ser voluntad libre
autodeterminante-se juega en la historia en la forma de «eticidad». Este concepto
es fundamental en la concepción hegeliana de lo humano en general (lo ético, el
derecho, la historia, lo espiritual sin más). «Eticidad» -o también, según otras
traducciones posibles del término Sittlichkeit, «vida ética», «ética social», «ética
concreta», «moralidad social»- intenta definir la moral realizada en una
comunidad, es decir, una moral no meramente subjetiva, sino concretizada en la
realidad por medio de su objetivación en instituciones vivificadores de la
verdadera libertad. Se trataría del conjunto de concepciones y valores
compartidos y universalmente aceptados, que están vivos y operantes en las
acciones y actitudes de los miembros de la comunidad y que se encarnan en las
costumbres, leyes e instituciones que regulan sus relaciones. La realización de la
libertad requiere, entonces, no sólo de un principio autoconsciente que se
proyecte sobre lo real legitimando o rechazando, sino también la existencia de
una sociedad construida a imagen suya, ya que, según Aristóteles, una sociedad
es la mínima realidad humana autosuficiente. (Pág. 224)

Para Hegel, la eticidad se encuentra en la cúspide de la realización social del


espíritu de un pueblo. De acuerdo con la visión modélica de Grecia en la
Aufklärung alemana, la eticidad había sido en lo griego la expresión de la unidad
espiritual y objetiva propia de la vida de la polis. La colectividad representaba
allí la esencia y significado de la vida de los hombres, por ello éstos habían
buscado su gloria en esa vida y sus recompensas en el poder y la reputación
dentro de ella, así como la inmortalidad en su recuerdo. Así pues, «eticidad»
designa la virtud -la fuerza vivificante- que es fundamento del entramado
político-social en el que habitan los hombres, pero no sólo la antigua, significa la
virtud moderna que soporta sobre sus espaldas -como en Montesquieu- la obra
del Estado. (Pág. 224)

6. EL ESTADO COMO LA REALIZACIÓN Y CONCRECIÓN DE LA IDEA

En la filosofía hegeliana, el Estado representa, como se ha indicado, la realización


del espíritu y, por ello, también la concreción de la libertad individual y no su
negación. De acuerdo con la definición (8257 de la Filosofía del Derecho), «El
Estado es la realidad de la idea ética, el espíritu ético en cuanto voluntad patente,
ostensible a sí misma, sustancial, que se piensa y sabe y cumple aquello que sabe
y en la medida en que lo sabe. En la costumbre tiene su existencia inmediata, y en
la autoconciencia del individuo, en su saber y actividad, tiene su existencia
mediada, así como esta autoconciencia-por el carácter- tiene en él cuál esencia
suya, finalidad y productos de su actividad, su libertad sustancial». De acuerdo
con esto, el Estado es una realidad dialécticamente mediada o resultante, lo que
significa que representa la Aufhebung de ciertas unilateralidades y, por
consiguiente, una realidad que concreta lo que las realidades eliminadas ponían
de modo parcial, únicamente ideal. Esto, lo ideal de las realidades superadas, lo
constituye la realidad resultante, en tanto que el suelo sobre el que se han
precipitado aquellas realidades incompletas (puesto que unilaterales). Éstas se
han hundido o se han ido al fondo (al fundamento), puesto que sus posiciones
respectivas se han mostrado como carentes de verdad. (Pág. 226)

Pero, al tratarse de una mediación, el Estado representa no solamente la


eliminación de las posiciones unilaterales, sino también su conservación en una
forma más adecuada, en una forma mediada. De ese modo, el Estado es lo que ya
eran (en parte) tanto la idea abstracta de espíritu cuanto la libertad negativa
característica de la individualidad, tanto la costumbre de la tradición de un
pueblo, expresión de una cierta necesidad histórica, cuanto la autoconciencia, la
voluntad para sí como fuerza individual que no consiente, que es desafecta con
respecto a cualquier tradición. O, dicho en otros términos: el Estado es la
mediación de lo substante en tanto que lo dado y en cierto modo causa para el
hombre -el que esté fijado a algo, a un contenido determinado- y de lo moral en el
sentido moderno (kantiano) del término; la voluntad libre y autodeterminante
que no acepta ninguna otra substancia que no sea el principio de esa su libertad.
En cuanto resultado de una eliminación dialéctica, el Estado no es ni substancia
ni libertad tomadas por separado, abstractas, sino ambas cosas en la siguiente
combinación: es substancia subjetivizada, vivificada, y es libertad realizada de
modo concreto en instituciones, leyes, formas representativas, en una suerte de
casa en la que el hombre puede sentirse a gusto como sujeto moral. De esa
manera es como los individuos representan, en forma de eticidad -de libertad
substancial-, la vitalidad del Estado mismo, procurando que no sea una
superestructura cosificada y lejana en su abstracción. (Pág. 226-227)

La ética transformada en alma del Estado, bajo las condiciones que han sido
mencionadas, no puede seguir siendo únicamente lo que era antes de que se
produjera la mediación que ha dado lugar a la nueva realidad, i. e., la voz
fundante de los ancestros. De igual modo, la moral subjetiva experimenta una
transformación en la vida política (estatal), hasta convertirse en la disputa
coordinada y convergente de los intereses particulares, que, por ello, se organizan
en función de lo universal, del bien común. Y algo parecido sucede con el derecho
tradicional, en tanto que abstracción o cuerpo de leyes fijas cuya legitimidad -ya
fuera divina, natural o de cualquier otro tipo- se encontraba más allá de los
propios ciudadanos. La vida del derecho no puede separarse, en la concepción
hegeliana, de la vida auto-determinativa de los individuos, en la que halla la
imprescindible legitimidad. (Pág. 227-228)

En tanto que tal, como esencia espiritual precisa, formada, la eticidad-Estado se


autodetermina como una personalidad no sólo política, sino también histórica.
Un pueblo dotado de tal personalidad, una nación en el sentido moderno del
término -es decir, una comunidad constituida políticamente a partir de su propio
principio interior, y que se da realidad externa definida e identificable-, se
convierte por ello en un individuo histórico. Para Hegel, lo siguiente constituye
una tesis fundamental: un pueblo que no se ha estructurado como Estado no ha
alcanzado aún la forma de una individualidad histórica y, entonces, no puede ser
tomado como un agente histórico, sino que se encuentra en la historia de modo
confuso. De ello se sigue que la forma estatal deba ser entendida como el
principio de autodeterminación, que confiere personalidad al espíritu de un
pueblo con vistas a su concreción histórica. El tránsito de la prehistoria a la
historia se produce por la vía de la constitución ética de un pueblo en la forma
estatal. (Pág. 228)

Pero una individualidad semejante, la implicada por el significado moderno del


término, requiere no sólo la separación, la capacidad de no afectarse, sino
también, como algo imprescindible, que los hombres encuentren equilibrio, que
su hacer, su moralidad, alcance algún sentido, es decir, que pueda tornarse real -
en forma de propiedad, obras de arte, religión, saberes, instituciones, relaciones-.
Y es esto lo que hace posible el Estado, pero el Estado comprendido, al modo de
Hegel, como algo más que mera superestructura administrativa o represiva.
Dicho de otra forma: el Estado entendido como constitución. Los individuos se
constituyen como ciudadanos plenos y, con ello, como hombres realizados, por
medio de la constitución (que garantiza su individualidad). Este reconocimiento y
concreción tampoco están simplemente dados, requieren esfuerzo, logró, combate
histórico. Y ese combate abre nuevas vías siempre por el lado de la potencia
individual. El individuo es hijo de su pueblo y también de su tiempo, de ese modo
ni queda detrás de él ni salta por encima de él. Pero esto no agota las
posibilidades individuales. Si bien es cierto que sólo en la realidad fáctica que
representa un determinado pueblo puede tener existencia el principio (la idea de
espíritu), justamente por eso, por requerir la vinculación temporal y local, es por
lo que, como hemos visto, los intereses individuales se tornan centrales. El
individuo es lo que se necesita para que el principio no sea una nada separada de
la interioridad de la conciencia, como algo abstracto e indeterminado. Sin
embargo, él necesita al mismo tiempo de los principios, de la religión, del
derecho, de las instituciones, para poder tener contenido, es decir, algo más que
una mera conciencia o una validez únicamente trascendental. (Pág. 229)

El Estado hegeliano, un Estado moderno, que se pretende concreción de la idea


espiritual, de la libertad, tiene no sólo que permitir, sino que está obligado a
hacer posible también la evolución de la sociedad civil o, lo que es lo mismo, a
dar curso a las contradicciones y enfrentamientos que caracterizan a ésta. De tal
modo, el equilibrio que él representa no significa la última palabra, el que el
problema quede zanjado. El mencionado equilibrio se encuentra por fuerza
condicionado siempre históricamente, es una realidad cambiante que da lugar a
un proceso de metamorfosis cuyo resultado son las diferentes configuraciones
políticas. (Pág. 231)
De manera originaria, la sociedad constituye ya de entrada al individuo. El
individuo era ya siempre social, de modo que lo social era y es ya una
determinación esencial, constituyente, suya. De acuerdo con esto, incluso en la
sociedad civil entendida absolutamente, como si fuera posible en ausencia de toda
huella de forma estatal, el individuo no es otra cosa que individuo privado (a éste
le falta o le es negada una determinación esencial: lo político). Ese individuo
privado es, tal como se expresa en la esfera de la sociedad civil, que es el
territorio de las necesidades (y la búsqueda de su satisfacción), un ser de
necesidades. Pero es justamente este ser de necesidades, que evoluciona a la
búsqueda de su satisfacción, el que se define como el ente político por
antonomasia: el bourgeois, el ciudadano. (Pág. 231-232)

Es la propia vida política, entendida como la forma que toma el espacio necesario
para el desenvolvimiento de las actividades humanas, como la holgura
imprescindible para el florecimiento de la individualidad, la que tiene que
posibilitar la evolución histórica del Estado mismo. ¿Qué significa esto? Que los
individuos, aun partiendo de una situación temporal y localmente concreta - de
las condiciones de existencia político-sociales organizadas de acuerdo con los
términos de este Estado realmente existente-, puedan saltar por encima de él -Hic
Rhodus, hic saltus-. De acuerdo con esta manera de ver las cosas, el Estado no
puede constituir el fin último si éste es entendido como algo concluido, zanjado.
Que sea fin último no puede significar que se trate de una estación a la que se
llega para no poder partir ya nunca más de ella. Entre otras razones, no puede
ser la terminación del viaje si tiene, a su vez, que ser entendido como la
concreción de la libertad en la forma de la presencia, de la realidad efectiva de
esa libertad: el presente verdaderamente moral en el que lo activo en la historia,
la voluntad subjetiva, se en-carna. Pues esta voluntad subjetiva libre es principio
de acción, comienzo siempre renovado, y, aunque finalidad -nunca medio-, ni
terminación ni consumación (¿o puede acaso consumarse la voluntad subjetiva?).
(Pág. 232-233)

Para Hegel, el hombre es, en efecto, libre por naturaleza, pero lo es sólo según su
concepto, lo es únicamente en sí, en potencia, como algo puesto pero no
desarrollado, no realizado. En tanto que concepto, la libertad natural es
únicamente ideal (es decir: algo que es unilateral si se toma sin la referencia
necesaria a la totalidad, a la idea, al concepto realizado y que, precisamente por
ello, reclama su otro, aquello de lo que carece pero que está puesto como el otro
lado de sí). En tanto que ideal, la libertad natural es algo más que inmediatez en
sí, tiene que ser lograda, tiene que convertirse en resultado del proceso histórico,
de la acción humana. Por eso, dice Hegel, el estado de naturaleza es una situación
dominada por la injusticia, la violencia, por los impulsos naturales indómitos.
Según su concepto, a la libertad le pertenece el derecho y la eticidad, que son
esencialidades, objetos y fines universales, que hay que elaborar contra el
arbitrio y la unilateralidad.(Pág.233)

En tanto que desarrollo de la libertad en la forma de un presente, de una vida


moral efectiva, el propio concepto de Estado postula que sean encontradas
instituciones para que lo que acontece dentro del Estado efectivo sea adecuado a
aquel concepto. Y una tal adecuación se logra por medio de la constitución. Esta
requiere que no se ponga el principio de la libertad individual como la única
determinación de la libertad política, pues, si fuera así, si fuera necesario el
asentimiento subjetivo de todos y cada uno, no habría constitución (he aquí un
problema teórico-prác-tico): habría únicamente un centro que observaría las
necesidades generales, así como el estado de la opinión pública, que recogería los
votos, etc., para proceder enseguida conforme a la voluntad mayoritaria
expresada en un momento dado. Pero una administración de este tipo resultaría
demasiado pobre, tan exigua que no cabría calificarla de forma de la vida
política o de substancia ética. ¿Qué piensa Hegel al respecto, pues su comentario
es bastante irónico?, ¿es acaso en este punto contrario a la democracia? Puede
que sí, sobre todo si la democracia es tomada como el simple juego cuantitativo
de mayoría/minoría respecto a las opiniones. Pero también es posible entender de
otra manera sus palabras. No puede suceder que los votos de los individuos
sustituyen al concepto constitucional, al principio subyacente (instituido a su vez
por los hombres mismos). Si ocurriera esto, se podría terminar teniendo un
gobierno de la mera opinión de los individuos, aunque fuera ésa la voluntad de
una mayoría (que no dejaría de estar movida por la opinión, por mucho que
fuera de muchos, incluso la de casi todos). Hegel señala a modo de ejemplo que
aun cuando el pueblo sea el que, en una democracia, decide la guerra, eso no
elimina la necesidad de que tenga que ser un general quien se ponga al frente
para dirigirla. (Pág. 235)

El hombre comparece (existe, es ontológicamente efectivo) de modo histórico, es


decir, como un ente inquieto, afectado de mudanza, transformación, devenir. De
ahí que no pueda ser pensado como un ente universal eterno dotado de una
«naturaleza» o una «esencia» fijadas de una vez por todas-. Esto es lo que se
encuentra contenido en la concepción hegeliana: el hombre no es eterno, sino hijo
de su tiempo (y de su pueblo, de uno que se estructura mediante la constitución
estatal). Pero el tiempo mismo es más que sólo presente, así como el pueblo y el
Estado son más que su establecimiento momentáneo. Ser pues hijo del propio
tiempo y del propio pueblo no puede tener el sentido de una determinación
inmóvil, significa ser también hijo de las posibilidades ontológicas que se le abren
a ese tiempo y a ese pueblo. (Pág. 236)

Un presente absolutizado dejaría, pues, de ser devenir y se convertiría en aquello


hacia lo que todo deviene: un final de trayecto perfectamente determinado,
respecto del cual no sería siquiera pensable alguna desviación, alguna novedad.
(Pág. 237)

En este punto es donde el trabajo de la filosofía encuentra su lugar apropiado.


Como se ha dicho, la filosofía, en la medida en que es la averiguación de lo
racional, se convierte en la comprensión de lo actual y lo real -«lo que es racional,
es real y lo que es real es racional»-. Pero se trata de comprensión, es decir, de
pensamiento cuyo fin es la exposición verdadera de todo lo que la realidad actual
contiene (y semejante realidad contiene pasado, pero también futuro por
desarrollar). La filosofía trabaja así por la reconciliación, pero ésta no puede
tener lugar si la realidad no logra dar de sí todo lo que contiene. Además, es el
pensamiento el que trabaja por la reconciliación, lo que significa que es a la
razón subjetiva a la que le corresponde aquí un papel fundamental. Esta razón
trabaja en favor de la recopilación cuando descubre en el presente las
posibilidades que se abren en él y de esa forma, entregada a la cosa misma y no
desde la abstracción o la vanidad del entendimiento, posibilita su despliegue, su
advenimiento. (Pág. 237-238)

De ese modo, puesto que el pensamiento se objetiva como constitución de la


sociedad, como Estado en el sentido hegeliano, es por lo que la vida en el Estado,
en ese hogar de la realidad ética, se convierte en condición de posibilidad de la
transformación histórica, del acontecer.(Pág. 238)

7. EL CURSO DE LA HISTORIA UNIVERSAL

Sin embargo, para Hegel, la historia ha sido deducida sistémicamente no como


«la necesidad abstracta e irracional de un destino ciego». En el caso de que, fuera
obligatorio hablar de destino, éste no sería ciego, sino que al tratarse de razón en
y por sí, es decir, de razón rea-lizada, concreta, espiritual, sabida, tendríamos
ante nosotros el «despliegue necesario a partir sólo del concepto de su libertad, de
los momentos de la razón y por ende de su autoconciencia y de su libertad: la
exposición y realización del espíritu universal» (Filosofía del Derecho, § 344).
Hay necesidad y hay al mismo tiempo, una identidad con ella, libertad, y
viceversa. Hegel pretende haber superado, por medio de su concepción del
espíritu, la cesura hasta ahora insalvable que afectaba a la historia, la oposición
entre libertad y necesidad. (Pág. 239)

Ahora bien, como se ha dicho, la historia no es quietud, sino proceso. Pero ese
proceso, tratándose como se trata del movimiento espiritual, del devenir del
espíritu, no puede consistir únicamente en un acontecer. El devenir del espíritu,
el proceso de la historia, es un movimiento de la conciencia misma y, por tanto, es
saber progresando. En la historia, el espíritu actúa para «hacerse objeto de su
conciencia, aprehender a sí mismo explicitando»
(Filosofía del Derecho § 343). Esta aprehensión de sí mismo constituye el
principio del cual la consumación no representa sino la exteriorización, pero de
tal forma que, mediante el aprehender, supera el espíritu su exterioridad para
regresar a sí enriquecido. El tránsito puro del espíritu toma, pues, la forma
hölderliniana de un curso de exilio en el que se va logrando el derecho para la
vuelta a casa. En realidad, ese lugar al que se vuelve se va conformando durante
el viaje, así que puede decirse que, en un principio, la casa no es propia más que
como anhelo. Después, a medida que la existencia humana vaya formándose
como consecuencia de la experiencia, aquel impreciso hogar, únicamente anhelo,
se va haciendo poco a poco propio de modo efectivo (en el punto de partida se
trataba únicamente de inmediatez, de una vacía afirmación del sí mismo que se
mostraba enseguida como pura inhos-pitud). Para Hölderlin, el hombre es
inhóspito, esa su pretendida y supuesta casa representa de entrada el verse
arrojado fuera de sí, el tener que emprender el camino por lo extraño. En ese
largo viaje formativo va despuntando poco a poco y va esbozando, cada vez con
contornos más precisos, el verdadero contenido y ser de lo propio, de eso que al
comienzo no era más que un nombre sin referencia y que se va haciendo pleno en
la vuelta a casa, en el regreso. Un itinerario similar, presidido siempre por la
imperiosa potencia de la negatividad, es el que recorre el espíritu como concepto
dialéctico. Pero es también el que recorre el hombre que hace concretó ese mismo
espíritu. Como ser que carece de hogar, que no tiene lugar, el hombre -lo
espiritual-, en vez de ser natural, es viajero, es decir, histórico. (Pág. 239-240)

Historia y naturaleza pueden distinguirse por tres caracteres: 1) la


irreversibilidad de lo humano frente a la recurrencia de los procesos naturales;
2) la prevalencia del futuro frente a los orígenes (lo finalístico), que caracteriza a
la historia, frente a la importancia del origen (lo causal) en la natura-leza, y 3) el
antropocentrismo del acontecer histórico, dominado por la intencionalidad, que
se opone al mecanicismo causal de la naturaleza. Pero la perfectibilidad, dice
Hegel, «es algo casi tan carente de determinación como la variabilidad en
general; carece de fin y meta; lo mejor, lo más perfecto, a lo que debe
encaminarse, es algo por completo indeterminado». De ahí que la oposición de
características que acabamos de hacer defina la diferencia entre el reino de la
libertad y el de la necesidad. (Pág.240-241)

Sin embargo, el reino de la libertad, el mundo humano, no es el territorio de la


contingencia, no se encuentra -como hemos visto- dejado de la mano de Dios: es
racional, tiene sentido. Lo que ocurre es que tal sentido o principio no puede ser
ajeno al hombre mismo. El hombre tiene que constituir su propio sentido y su
determinación ontológica. Puesto que no puede ser natural, habrá de tener una
determinación por libertad, es decir, una autodeterminación. De ese modo, la
realidad espiritual es lo que ella misma se va haciendo y, puesto que trabaja con
una materia que no es externa, no puede hacer consigo misma otra cosa que
desarrollarse, que lograr que dé de sí lo que ella misma es ya en sí. El espíritu,
entonces, se autoproduce o se media. Los elementos intervinientes en tal
mediación no pueden tampoco venir de fuera, puesto que se trata de una
autodeterminación. El espíritu no puede contar con nada diferente de sus propios
atributos: la conciencia y la voluntad. El aspecto de la conciencia es aquel ya
señalado desde la Antigüedad mediante la fórmula «conócete a ti mismo». Este
conocimiento, la aprehensión del propio ser, constituye ya una forma de ser
superior a la inmediata anterior. La voluntad tiene que ver con la determinación
del propio hacer que se sigue de la adecuada conceptuación del propio ser. (241)

La historia universal presenta el curso de las etapas del desarrollo del principio
cuyo contenido es la conciencia de la libertad. Un curso que, como se ha dicho, no
se encuentra predeterminado en su resultado, aunque sí puede ser establecido
por la filosofía especulativa en lo que tiene de formal, es decir, en lo que implica
el concepto de espíritu -a saber: actividad, inquietud, exilio, mediación, cabe sí en
lo otro-. El desarrollo tiene etapas porque requiere mediación (ésta es resultado
de la contradicción y prueba de la vitalidad), la división y diferenciación del
espíritu mismo (concretización). Hay que decir en este punto que la lógica que
subyace a esa mediación y concreción no es otra que la que ha sido expuesta en la
Ciencia de la Lógica. En cuanto a la exposición, la necesidad, la fuerza interna,
proviene de la lógica, pero su concreción debe ser proporcionada por la filosofía
del espíritu. Esta diferencia es importante y debe ser señalada. La lógica y la
filosofía del espíritu no coinciden. Precisamente por ello, la filosofía del espíritu
no se reduce sin más a lógica. Esta puede (y tiene que) proporcionar un
conocimiento adecuado de las particularidades, así como de las relaciones y
mediaciones que tienen lugar entre ellas. Todos los aspectos de la realidad son
importantes y tienen que ser considerados de acuerdo con esa importancia. (Pág.
242-243)

El espíritu -y también la historia- tiene su comienzo, como se ha visto, en su


posibilidad infinita. En ella se encuentra contenido de algún modo el desarrollo
todo, aunque sólo en sí (y sólo como posibilidad, no como realidad simplemente
anticipada). Sin embargo, el mencionado desenvolvimiento no tendría lugar sin
aquella actividad que implica exteriorización, extrañamiento. La posibilidad de
la que se ha hablado lo es de perfección. Pero en el comienzo únicamente es, de
modo fáctico, algo imperfecto, algo extraviado en lo externo. Como esto último
contradice el propio concepto de espíritu, éste se ve forzado a moverse, para
superar dicha contradicción. Ello impulsa la vida espiritual. (Pág. 243)

Según ya ha sido señalado anteriormente, Hegel ha puesto siempre reparos a la


suposición teórica de un estado de naturaleza, de tanta relevancia en el
pensamiento político moderno. Para él, no hay necesidad de partir de una tal
situación ideal. No obstante, sí que hay algo que comparte con semejante
hipótesis, a saber: la idea de que es la constitución estatal condición de entrada
en la historia. La constitución inicial de pueblo no es la estatal, de tal forma que,
de persistir en ella, no alcanzará una configuración imprescindible para
convertirse en sujeto. Mientras que un pueblo no se determine en la forma de
Estado, carece de la objetividad y de la autonomía necesarias para darse a sí
mismo la estructura de un ente histórico, es decir, de un sujeto. Hay, por tanto,
pueblos que, en este sentido de logro de autonomía, pueden ser llamados
«prehistóricos». Éstos llevan una existencia informe y apática, aunque pueda ser
larga. No les corresponde papel propio alguno en la historia (se encuentran a
expensas de las intervenciones de otros). No son libres, lo que les sucede es
únicamente producto de la necesidad. No recorren su propio camino, sino que
son arrastrados por fuerzas que, consideradas desde su perspectiva, dan pie a un
destino implacable, pero que pueden ser vistas también como la historia que
hacen los sujetos históricos autodeterminantes, extraños para ellos mismos. (Pág.
243-244)

8. EL DOBLE SIGNIFICADO DE “HISTORIA”

Como consecuencia de lo anterior, «historia» significa también la información


adquirida mediante búsqueda, esto es, no la que ya se tiene y se desarrolla, sino
la que tiene que ver con lo novedoso, diferente, que va compareciendo. A este
respecto, en la historia cobra entonces gran importancia ese comparecer y
también el aguardar atentamente a lo que se va produciendo -sin ideas
preconcebidas-. El aspecto de la adecuación a lo que se da, la pregunta por la
«cosa misma», se halla, pues, íntimamente vinculada a lo histórico. Y, además, la
investigación se convierte en un aspecto principal del darse de la cosa. Sin una
ajustada investigación, la cosa no será accesible, se cerrará sobre sí misma. La
única manera de proceder con la que cuenta el pensamiento si tiene que ser
investigación, saber de la experiencia, averiguación cercana a la cosa misma que
no puede contar con principios de los que deducir, es una que consista en ir
tomando notas, en ir apuntando todos sus aspectos. Esto convierte a la
investigación en un seguimiento de las modificaciones de la cosa que se
corresponden con las modificaciones del propio pensamiento cuando va detrás
observando atentamente lo que se presenta y dando cuenta de ello. (Pág. 246)

El sujeto que narra se narra a sí mismo (aunque sea mediante, en todo caso a un
tipo de entes que son de su misma cualidad ontológica) y, además, interviene en
la constitución del objeto mediante esa su narración. Otra dificultad es la que se
sigue de que el mundo histórico, justamente por cobrar sentido en el contexto de
la historia narrada, es principalmente algo significativo y no objetivamente
neutro, con lo que el principio científico de la «neutralidad valorativa» se torna
problemático. Un corolario de la dificultad anterior es que no percibimos la
historia como si de datos objetivos se tratara, sino que la construimos, al situar lo
sucedido en el contexto de (al menos) una historia. Esto convierte en cuestiones
discutibles los asuntos de la interpretación, el desde dónde se escribe y de qué se
habla. Una prueba de esto es el distinto valor que los mismos hechos pueden
tener en el seno de diversos relatos. (Pág. 247-248)

Esto abona la perspectiva de lectura no sólo de la filosofía de la historia sino


también de la filosofía política hegeliana que ha sido tomada en estas páginas: el
Estado no puede ser entendido como una entidad fija carente de holgura, sólo
tiene sentido como sustancialidad subjetiva. Esta holgura se la aporta al Estado
la reflexión histórica.
Así, los periodos anteriores a la memoria escrita carecen de historia objetiva,
precisamente porque les falta la historia subjetiva, el relato histórico. También la
falta de eticidad -en el sentido de esa integración de lo subjetivo individual con lo
universal en la forma de una organicidad social-, como en el caso de la India,
origina en un pueblo la carencia de dimensión histórica, o, lo que viene a ser lo
mismo, que en éste no se encuentre a disposición ningún recordar pensante.(Pág.
249)

9. EL MODO DE LA MARCHA
Un tal principio lo constituye en la historia el fundamento y la capacidad de
determinación por sí mismo de un pueblo. En éste se hace concreto el concepto de
espíritu y, por tanto, la historia tiene que tratar de esas concretizaciones. Todas
las peculiaridades de un pueblo tienen que ser comprendidas a partir del
principio general del pueblo mismo, de su peculiaridad en tanto que tal; y, a la
inversa, «aquel universal de la particularidad tiene que ser extraído del detalle
fáctico presente en la historia». Y esto debe suceder de modo empírico, es decir,
histórico. Pero para proceder así hay que estar familiarizado con el conocimiento
de las determinaciones generales, pues en caso contrario la sola observación, por
atenta y detenida que fuera, no podría ser capaz de extraerlas, lo tomaría todo
indiscriminadamente. A la filosofía especulativa, aunque no pueda sustituir a la
investigación histórica, le corresponde un papel relevante: ella aporta una
hipótesis reconstructiva imprescindible para dirigir la investigación, así como
para la ordenación de los datos que resultan del trabajo recolector. Este carácter
de imprescindible y, sobre todo, el que deba darse por supuesta, se encuentra en
el origen del reproche que se hace a una consideración filosófica de la ciencia
empírica. Como se ha indicado, a la filosofía se le echan en cara los apriorismos,
la agresión vertical. Pero Hegel insiste en que la filosofía no actúa de acuerdo con
las categorías del entendimiento, sino con las de la razón (esta distinción faculta a
Hegel para tratar lo racional, respectivamente, desde los momentos de la
abstracción y de la mediación). La posición del entendimiento, aunque dé la
impresión de estar atenta a las distinciones y particularizaciones, no deja de ser
abstracta.(Pág. 250)

Por el contrario, para Hegel, la vida espiritual reconciliada es condición de una


razón que vaya más allá de la abstracción del punto de vista absoluto-, y eso se
logra en la concreción histórica que significa el Estado. Entonces, la cultura
formal tiene que nacer del Estado y florecer en él (las ciencias, la poesía, el arte).
Sin embargo, la filosofía, que posibilita esta toma de conciencia, precisamente
por ello se encuentra un paso más allá incluso de la vida ética reconciliada.
También ella tiene que aparecer en la vida del Estado y venir, por tanto,
determinada en cierto modo por ésta. Pero la filosofía, en tanto que pensar del
pensar, se separa de esa determinación. Por un lado, es lo común en la razón
común, se encuentra ya preparada en la cultura general y, por otro, como hemos
visto, es la posibilidad misma de ir más allá de las determinaciones, más allá del
espíritu de un pueblo o de un tiempo, en la forma de espíritu absoluto. (Pág. 251)

EPÍLOGO
Las consideraciones se refieren a tres interesantes aspectos del proyecto
hegeliano, que pueden mostrar la relevancia actual de ese pensamiento: a la
intención racional, liberal y cosmopolita-global de su teoría de la historia. Desde
una perspectiva sistémica, la filosofía de la historia constituye la clave de &
bóveda de la filosofía práctica de Hegel, que, según es conocido, fue caracterizada
por él como filosofía del derecho y que contiene una jurisprudencia, una ética y
una teoría de las formas de la eticidad. Entre todas las partes de la filosofía
práctica, la filosofía de la historia era -así, Eduard Gans en el prefacio a la
primera edición de las Lecciones hegelianas- la «última parte añadida y la más
escasamente tratada». Al mismo tiempo, la filosofía de la historia universal
representa dentro de la arquitectónica sistemática hegeliana el punto de tránsito
desde la filosofía del espíritu objetivo a la filosofía del espíritu absoluto, el puente
entre los objetos de la filosofía práctica y el arte, la religión y el saber filosófico.
(Pág. 254-255)

La filosofía de la historia no es para Hegel otra cosa que la consideración


pensante del acontecer humano. La filosofía aporta una sola idea, la idea de la
razón como el único presupuesto en el «examen de la historia». En el centro de
una tal consideración filosófica de la historia se encuentra el esclarecimiento de la
relación entre el «don» de la razón y la historia. El establecimiento de la historia
como objeto del saber filosófico exige la confrontación con posiciones de carácter
muy distinto. Con su decidida insistencia en el pensar, la aproximación hegeliana
se diferencia de entrada del modo de ver religioso-teológico, de los intentos de
fundamentación que se apoyan en narraciones bíblicas, de las «nimiedades
propias de la fe en la providencia» -«Dios guía las batallas y los saltos de las
pulgas»-, así como de los conceptos de la teodicea -«sólo la teodicea es la ciencia».
(Pág. 256)

Según Hegel, no hay razón sin entendimiento, sin experiencia, sin empiria, sin el
conocimiento de la facticidad. «Pero la historia tiene que ser tomada por nosotros
tal como es; tenemos que proceder históricamente, empíricamente.» Lo histórico
tiene que ser concebido fielmente, sólo que en expresiones universales tales como
fiel y concebir radica la ambigüedad y el verdadero problema. Cualquiera que se
ocupe de la historia, se comporta no sólo receptivamente, no «sólo
abandonándose a lo dado», es decir, «no de forma pasiva con su pensamiento»,
sino que «aporta sus categorías y mira con ellas, a través de ellas, lo que está ahí
delante» (12, 22-23). El autor no refleja el acontecer, sus concepciones y
conceptos se encuentran ya en juego desde un principio -«¡él piensa por
doquier!»-. Ese don de un sistema de coordenadas aparece como la condición de
posibilidad de una comprensión filosófica de la historia. Con ese proceder, la
filosofía modifica la historia presuntamente dada. La filosofía de la historia
universal es una reconstrucción de lo acontecido, una «revisión» de lo pasado a
través del prisma de la razón. Con el siguiente juego de palabras fijó Hegel esa
mutua determinación: «Quien mira el mundo racionalmente, él lo contempla
también racionalmente». (Pág. 257-258)

La propia elaboración que, según Ranke, tiene que ser evitada, no implica en
modo alguno un «enturbiamiento de la representación pura de los hechos»; el
«narrador tiene que vestir a los hechos supuestamente desnudos, aunque se
resista a ello con manos y pies» (H. Leo). La recepción de la pureza de la
facticidad histórica es un absurdo o un engaño. Representación, comunicación,
narración son ya siempre reflejo y elaboración, nunca el hecho mismo. Quien en
la historia sólo ve supuestos pure facta, no dispone de principio alguno para la
selección de los acontecimientos, ni de criterio para las conexiones, y tiene que
«pulverizar» la historia, explicándole como una aglomeración de fragmentos
falta de ingenio, como una mezcolanza de episodios, como un reino de
arbitrariedad subjetiva y de accidentalidad. (Pág. 259)

La verdad de lo acontecido -así Hegel y su intercesor Heinrich Leo- no es el


carácter de lo sido en la forma de algo meramente sucedido, sino que lo pasado es
al mismo tiempo algo reflejado espiritualmente, algo construido por el espíritu; el
espíritu es «el compositor». No hay «la desnuda batalla de Salamina», sino sólo la
de Heródoto, la de los griegos y la vestida por nuestra comprensión. La teoría de
la historia de Hegel aparece como un alegato contra una historia que ha estallado
en puntos, contra la insostenible tesis de una colección e indagación de supuestos
hechos singulares y puros no enturbiada por el esfuerzo conceptual, y a favor de
una hermenéutica de lo sucedido desde el punto de vista del espíritu, de una
concepción de la historia con intención racional. (Pág. 259)

Lo que «mantiene unida en lo más íntimo» a la historia universal, la substancia


de la historia o la cultura mundial es el espíritu como un espíritu universal que se
constituye a sí mismo en la forma de mundo. Si se pregunta qué representa lo
verdadero del espíritu, esto significa lo mismo que lo siguiente: ¿cuál es la
determinación del hombre? La substancia ética o cultural de las acciones y de los
acontecimientos humanos es entendida así como espíritu universal externo. No se
trata de una especie separada del individuo, del yo, sino que el sujeto ético se
somete a su propia ley en el proceso de su autodeterminación. La más alta
determinación de la sustancia ética es la libertad; la concepción hegeliana de la
historia universal está compuesta «de un metal: libertad» (E. Gans). La
humanidad se proyecta de acuerdo con su posibilidad, se constituye a sí misma
en la figura de un «mundo» o cultura producida por ella.(Pág. 259-260)

El pensamiento directriz de la filosofía de la historia hegeliana consiste en la


formulación de la historicidad de la libertad. El espíritu universal representa la
forma conceptual de la razón en su temporalidad o historicidad. La historia
universal puede ser concebida por consiguiente como progreso en la conciencia
de la libertad, de ningún modo como la necesidad abstracta y carente de razón de
un destino ciego prensado en la bota de tormento. Este acontecer de la
humanidad sólo puede ser construido o concebido con sentido a partir de ese
fundamento, del principio de la libertad autoconsciente. Su tarea consiste en el
«trabajo de llevar a conciencia el concepto de libertad y realizarlo como mundo»,
formar el principio de la libertad subjetiva en el interior de las cabezas y en la
exterioridad del mundo. (Pág. 260)

El Estado hegeliano representa la vida ética efectiva; los hombres se han dado a
sí mismos su propia ley, las constituciones muestran su propia
«constitucionalidad» en el tiempo. Los estados tienen su propio fundamento en el
principio de la libertad autoconsciente e individual y representan una unidad de
la voluntad universal y subjetiva; la libertad gana su objetividad. Los cambios
históricos son transformaciones de las formas de esa libertad en la conciencia de
los agentes y sus legislaciones. Los estados son por consiguiente el objeto más
pormenorizadamente determinado de una filosofía de la historia. La historia
universal es concebida esencialmente como una historia de los estados; en esto
subyace el concepto hegeliano de Estado tal como fue concebido en su Filosofía
del derecho. De acuerdo con ello, la historia no puede ser reducida a la historia
de las instituciones, ya que en el concepto hegeliano de Estado queda tematizada
esencialmente la dimensión cultural. (Pág. 261)

El Estado como forma del espíritu objetivo y finito no puede ser una obra-de-
arte, una obra de perfección. Él se encuentra en el mundo, por consiguiente,
también en la esfera del arbitrio y la contingencia. De acuerdo con ello, todo
Estado es por principio deficitario, se encuentra en continuo peligro de
desfiguración, puede convertirse en «una figura monstruosa y desgraciada», en el
caso «de que las energías del vicio y del error» tomen el mando. Lo irracional se
muestra, efectivamente, como una «existencia corrupta». Así pues, el Estado sólo
puede ser el espacio de una libertad limitada, un resultado del «día-laborable de
la vida», a diferencia del «domingo» de arte, religión y filosofía. Pero sólo en el
Estado puede ser lograda la libertad individual en el mundo. El principio de los
estados modernos éste es el auténtico emplazamiento de la hegeliana
interpretación retrospectiva de la historia- tiene la enorme fuerza de hacer que el
principio de la subjetividad se realice hasta el extremo independiente de la
libertad individual, volviéndolo a unir al mismo tiempo en la unidad substancial
de una comunidad ética. (Pág. 261-262)

El fin del Estado moderno como realización del concepto de la voluntad libre,
como forma de un reconocimiento logrado de los individuos, consiste únicamente
en la posibilitación y garantía de la libertad individual de todos sus ciudadanos.
Sobre esa base vació Hegel el 14 de julio una copa de champagne, comparando a
la Revolución Francesa con la aurora, con un «magnífico amanecer», aun cuando
reconociera agudamente el peligro del fanatismo y del terror, de la conexión
entre una imposición abstracta de las virtudes y el «espanto». Partiendo de este
motivo fundamental de un Estado libre, Hegel tiene que ser visto como un
pensador de la subjetividad y la libertad; su «hongo metafísico» en ningún caso
«ha crecido sobre el estercolero del servilismo», como supuso malévolamente
Jacob Friedrich Fries. Hegel no legitimó un Estado determinado, sino que
concibió la idea de un Estado de la libertad; no puede por eso ser denunciado en
modo alguno como un apologeta de la restauración o del prusianismo. (Pág. 262)

El único Estado moderno válido en la teoría hegeliana es un Estado en cuya


constitución entre como un presupuesto el principio del reconocimiento, en el que
el respeto sin límites a la dignidad y a la capacidad jurídica de cada El Estado de
la libertad es necesariamente un Estado de derecho y este principio moderno del
derecho universal sólo puede ser finalmente fundado de modo pensante,
conceptual, no mediante el presentimiento, el sentimiento o la fe. Sólo ese Estado
de la libertad, fundado de manera pensante en tanto que Estado de derecho,
puede ser visto como la fase más alta de la historia. La idea del espíritu libre
representa para Hegel el «eje de la época moderna», el «nuevo estandarte
alrededor del que se reúnen los pueblos». El espíritu del mundo ha encontrado la
configuración adecuada a su concepto, el hombre el modo de existencia digno de
su esencia. Sólo que Hegel no confunde esa situación con el reino de los cielos
sobre la tierra. Por supuesto que los individuos no son libres en el sentido del
mero arbitrio, están «arrojados en el tiempo», están «dispuestos» en formas
determinadas y en constelaciones históricas; sólo pueden obtener la libertad en el
mundo mediante realizaciones exitosas de reconocimiento, como relaciones
morales o instituciones y estados. (Pág. 263)

Como el Estado es asimismo la palestra del derecho y la injusticia, de la virtud y


del vicio, del éxito y del fracaso, la relación histórica de los estados y las culturas
se configura también como un juego enormemente agitado de pasiones, de
intereses, de talentos y virtudes, de la fuerza, de la injusticia, del vicio, del azar
externo. La historia muestra también la imagen del mal y de la destrucción de las
«configuraciones más nobles», aparece como «el banco de matarife en el que son
sacrificadas las virtudes de los pueblos». Así pues, en primer lugar, Hegel no
puede ser considerado como el pensador de la «crueldad imperial» al que «le
deja frío la carne de cañón» (Ortega) y, en segundo lugar, la historia de la
humanidad no es tomada únicamente como la caja de Pandora o como «la calle
que el demonio asfalta con los valores destruidos» (M. Weber). Como
consecuencia de la irreflexión y de la brutalidad fue sacrificada «en el vasto altar
de la historia» la felicidad de muchos individuos y pueblos, muchos ideales han
sido estrellados contra la roca de la dura efectividad y de la fría realidad; la
decadencia de las formas más florecientes, más logradas y bellas dibuja un
«espantoso cuadro». Estas «ruinas del anterior esplendor» producen «la más
profunda e infatigable tristeza», tristeza sobre la caducidad. Pero la historia no
es equiparable a una yuxtaposición de disparates, ni a una isla ante cuyas costas
sólo reposan barcos varados; contiene no sólo «el espectáculo de tormento de los
condenados», sino también «el espectáculo del libre crecimiento de múltiples y
vivas configuraciones». Hegel ataca la actitud «del egoísmo que se encuentra en
la orilla tranquila y desde esa posición disfruta de la vista lejana de la masa de
escombros». (Pág. 264-265)

En el mundo moderno se abre para la humanidad la posibilidad de determinarse


según la propia ley de lo racional, se presenta la oportunidad de que el humanus
se convierta en lo sagrado nuevo y definitivo, para así poder hacer justicia mejor
a la conditio humana, es decir, levantar también especialmente altas barreras
contra las amenazas substanciales, como el hambre, la pobreza, la
discriminación, el terror, la guerra y el genocidio. Una palabra del Cosmopolita
de Oliver Goldsmith acierta en el impulso fundamental del pensamiento
hegeliano: «El mundo se asemeja a un mar: la humanidad a un barco que navega
entre sus tempestuosas abras. Nuestra sensatez es la vela, las artes y la ciencia
sirven como remos, la felicidad y la desgracia como los vientos favorables o
contrarios: el juicio es el timón. Sin este último la nave es un juguete de las olas».
(Pág. 265)

En el concepto hege-Tiano de una unión transnacional de Estados reside la


oportunidad de superar la situación de imprudencia que se expresa
especialmente en la guerra en la forma de una posición «de violencia, falta de
derecho y azar». La paz mundial no resulta, según Hegel, en efecto, sólo del
principio común de la legitimidad de los Estados y de sus acuerdos: la
construcción de una constitucionalidad internacional es dependiente del respeto a
una identidad universal, substancial, de la constitucionalidad de los Estados. Esta
substancia universal se relaciona con los fundamentos espirituales de los estados,
con los componentes básicos de sus constituciones. Sólo su concordancia de
principio, en el sentido de un fundamento común de cultura cosmopolita,
posibilita el cumplimiento del reconocimiento sustancial, en el que se encuentra
incluido el respeto de la diversidad cultural. Se trataría -así Hegel-de que los
diversos lados se encontraran en una «fase aproximadamente igual»-es decir,
concordaron en la aceptación de los criterios fundamentales de lo humano, sin
tener en cuenta las diferencias cul-turales-, de que hubiera un consenso mínimo
de carácter universal-cosmopolita. El respeto por la correspondiente formación
cultural sólo alcanza hasta donde permanece intocada la esencia del fundamento
común, la substancia humana de la cultura humana, el reconocimiento del
humanus como lo sagrado nuevo y definitivo. (Pág. 266)

El concepto de espíritu del pueblo describe la diversidad en la constitucionalidad


interna y externa de una comunidad (des-de las determinaciones antropológicas
y geográficas hasta el arte, la religión y la filosofía, pasando por la estructura
política); el espíritu del mundo representa la conciencia ética universal, que está
contenida en cada autoentendimiento de una unidad ética, es decir, en cada
espíritu del pueblo. La conciencia ética, la substancia ética, puede así «ser
pensada no sólo como etnocéntrica-mente concreta, sino que tiene que ser
pensada también como una conciencia que desborda todos los límites étnicos» (H.
F. Fulda). El espíritu del mundo, entendido como una conciencia cosmopolita-
ética, se constituye en una forma adecuada en el espíritu de la época moderna, en
el cual el hombre se vuelve consciente tanto de su libertad como de su esencia, en
un mundo en el que él vale, en el que es reconocido únicamente porque es
hombre, porque sólo, a causa de su ser-hombre, es «ciudadano del mundo»
reconocido, cosmopolita. (Pág. 267)

«El entero género humano es el capataz del mundo moral.» El principio de la


conciencia de libertad de todos los hombres no es una substancia invariante del
acontecer histórico, sino resultado de un proceso de etapas que alcanza en el
mundo moderno su cenit como una formación del derecho, en la medida en que
la libertad individual puede ser reconocida y garantizada universalmente. El
mundo moderno representa el final de la historia, la última formación histórica
del mundo. Esto no implica ni una «moratoria utópica» (E. Bloch) o la «exclusión
del futuro» (Ortega y Gasset), ni el brusco abrirse hacia nuevas etapas. Una fase
más elevada como formación-de-mundo del principio de la libertad, como la de la
libertad de todos, es opuesta al concepto hegeliano de historia, un concepto que,
en general, no «se refiere a» un acontecer humano, sino a un proceso de etapas, a
una «estratificación», y se distingue esencialmente de nuestro uso actual. (Pág.
267-268)

El discurso hegeliano del fin de la historia no contiene la conclusión definitiva del


acontecer humano en el sentido de una situación de perfección, de la presencia
actual del mejor de todos los mundos o de un paraíso en el más acá. Según Hegel,
el despliegue humano se realiza ahora dentro del marco mundial logrado; el
principio moderno de la subjetividad tiene que formarse hacia dentro en las
conciencias y hacia afuera en el mundo.(Pág. 268)

En el final de la historia no se trata de la estratificación, sino de la estructuración


de la libertad; se puede conferir la forma que le es adecuada, que es digna de él,
al concepto de libertad que es conocido y que ha sido ganado. El siguiente
acontecer humano, que no puede ser comprendido mediante la categoría de
historia, aparece como un tiempo de formación de la libertad. El final de la
historia puede ser interpretado como el auténtico comienzo de la existencia
humana, como el principio de una era en la que el hombre vale como lo
«sagrado» nuevo, supremo y definitivo. Esto es lo único que Hegel dice sobre el
futuro; no se trata de la promesa utópica de un paraíso sobre la tierra ni de la
consolación en un reino celestial, ni de un susurrar profético o propio de visiones
místicas de futuro en la forma de una fe en edades del mundo venideras. La
configuración de la condición humana no es para Hegel una empresa cómoda
que vaya por sendas paradisíacas, no es un deambular como en los bellos bosques
de la antigua Grecia: por el contrario, constituye en absoluto la tarea más difícil
de la humanidad. (Pág. 268-269)

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