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1) Foucault analiza cómo se construye y desarrolla el conocimiento a través de la historia, estudiando las condiciones de posibilidad de los diferentes saberes.
2) Usa el método arqueológico para rastrear las epistemes o configuraciones que posibilitaron diferentes formas de conocimiento en el pasado.
3) Busca comprender cómo surgieron disciplinas como la medicina, la biología o la economía política, y los límites de cada época en cuanto a lo que podía ser pensado.
1) Foucault analiza cómo se construye y desarrolla el conocimiento a través de la historia, estudiando las condiciones de posibilidad de los diferentes saberes.
2) Usa el método arqueológico para rastrear las epistemes o configuraciones que posibilitaron diferentes formas de conocimiento en el pasado.
3) Busca comprender cómo surgieron disciplinas como la medicina, la biología o la economía política, y los límites de cada época en cuanto a lo que podía ser pensado.
1) Foucault analiza cómo se construye y desarrolla el conocimiento a través de la historia, estudiando las condiciones de posibilidad de los diferentes saberes.
2) Usa el método arqueológico para rastrear las epistemes o configuraciones que posibilitaron diferentes formas de conocimiento en el pasado.
3) Busca comprender cómo surgieron disciplinas como la medicina, la biología o la economía política, y los límites de cada época en cuanto a lo que podía ser pensado.
Foucault es hoy en día quizá el filósofo contemporáneo más popular y es
sobradamente conocido. Lo que intentaré explicar breve, esquemática y simplificadamente a continuación será su gesto filosófico, aunque sabemos que por lo menos hay dos Foucaults, con dos gestos relacionados, uno asociado a la arqueología del saber y el otro a la genealogía del poder, pero diferentes. Me gustaría comenzar en cierto sentido por el principio, su Historia de la locura. El primer Foucault. La arqueología del saber. La tesis de Foucault es que la lepra desaparece de Europa al final de la Edad Media. Es una enfermedad, que se asociaba al estigma y a la marginación y que de golpe deja de ser visible. Ahí es donde aparece la locura. Naturalmente, la locura, bajo sus diversas formas, ya existía, pero lo que importa es la centralidad que gana y cómo se asocia a la experiencia de la expulsión o, luego, del encierro en hospitales o cárceles. En muchos casos, en antiguos leprosarios rehabilitados y reconvertidos. Con ello se la destierra al campo de la sinrazón y del silencio. Además, y no menos importante, muchas actitudes o costumbres consideradas como negativas son asimiladas a diversas formas de locura, como la homosexualidad. Ahí es donde se evidencia la maleabilidad (y politización) del instrumental concepto de locura. Al mismo tiempo, la centralidad de la sinrazón es lo que permite la exaltación a contrario de la razón (exterior constitutivo). La Modernidad se construye no solo desde la afirmación de la propia razón, sino también de la negación de aquello que se le opone. En muchos casos, de hecho, se la asocia al mal o a lo inhumano (a la animalidad). La propia apelación ética a la razón comporta desterrar la locura al costado contrario. Ambos gestos son necesarios e interdependientes. Ahora no puedo entrar en los detalles del libro, que es mucho más complejo y sugerente, con muchos giros históricos que matizan lo hasta aquí afirmado, sino destacar cómo la locura se constituye en un objeto de saber. La locura, pues, será un ejemplo concreto que nos conducirá a otros campos como el de la clínica. Por ello, el libro es sobre todo una puerta de entrada a un problema mayor que intenta desgranar cómo se construye y desarrolla el conocimiento. La respuesta crucial la ofrece en Las palabras y las cosas, cuyo subtítulo es Una arqueología de las ciencias humanas. Esta es la obra que más me interesa comentar, y que se debe leer junto a La arqueología del saber, su explicación teórica. O, por decirlo en diálogo con la Ilustración, es una historia de la racionalidad, y de las racionalidades, justamente con el objetivo de entender su historicidad. Y lo que esta evidencia es una continua confrontación entre la otredad y la mismidad. Ahí es donde interviene la mirada arqueológica: lo que quiere Foucault es rastrear en el pasado no solo lo que fue, sino las condiciones de posibilidad de lo que fue (y de paso de lo que es) con el fin de comprender sus potenciales y sus límites. O sus relaciones o tensiones internas. Un aspecto central, como en Wittgenstein, es su dimensión práctica (prácticas discursivas). No solo lo que dicen, sino cómo y por qué tienen un papel práctico en el desarrollo del conocimiento (y por qué las que no, como Vico, no se tienen en cuenta). “Se trata de mostrar en qué ha podido convertirse, a partir del siglo XVI, en una cultura como la nuestra: de qué manera, remontando, como contra la corriente, el lenguaje tal como era hablado, los seres naturales tal como eran percibidos y reunidos, los cambios tal como eran practicados, ha manifestado nuestra cultura que hay un orden y que a las modalidades de este orden deben sus leyes los cambios, su regularidad los seres vivos, su encadenamiento y su valor representativo las palabras; qué modalidades del orden han sido reconocidas, puestas, anudadas con el espacio y el tiempo, para formar el pedestal positivo de los conocimientos, tal como se despliegan en la gramática y en la filología, en la historia natural y en la biología, en el estudio de las riquezas y en la economía política. Es evidente que tal análisis no dispensa de la historia de las ideas o de las ciencias: es más bien un estudio que se esfuerza por reencontrar aquello a partir de lo cual han sido posibles conocimientos y teorías; según cuál espacio de orden se ha constituido el saber; sobre el fondo de qué a priori histórico y en qué elemento de positividad han podido aparecer las ideas, constituirse las ciencias, reflexionarse las experiencias en las filosofías, formarse las racionalidades para anularse y desvanecerse quizá pronto. No se tratará de conocimientos descritos en su progreso hacia una objetividad en la que, al fin, puede reconocerse nuestra ciencia actual; lo que se intentará sacar a luz es el campo epistemológico, la episteme en la que los conocimientos, considerados fuera de cualquier criterio que se refiera a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad y "manifiestan así una historia que no es la de su perfección creciente, sino la de sus condiciones de posibilidad; en este texto lo que debe aparecer son, dentro del espacio del saber, las configuraciones que han dado lugar a las diversas formas del conocimiento empírico. Más que una historia, en el sentido tradicional de la palabra, se trata de una "arqueología"”. El archivo establece en Foucault los límites de lo decible y lo no decible. El archivo es, en otras palabras, el sistema de las condiciones históricas de posibilidad de los enunciados. En efecto, los enunciados, considerados como acontecimientos discursivos, no son ni la mera transcripción del pensamiento en discurso ni el solo juego de las circunstancias. Los enunciados como acontecimientos poseen una regularidad que les es propia, que rige su formación y sus transformaciones. Por ello, el archivo determina también, de este modo, que los enunciados no se acumulen en una multitud amorfa o se inscriban simplemente en una linealidad sin ruptura. Por ello mismo, su objetivo será intentar comprender el régimen de diferentes epistemes históricas, y para ello su objeto propio de conocimiento será lo que él llamó el archivo. Por citar a Foucault, “Por este término, no entiendo la suma de todos los textos que una cultura ha guardado en su poder como documentos de su propio pasado, o como testimonio de su identidad mantenida; no entiendo tampoco por él las instituciones que. En una sociedad determinada, permiten registrar y conservar los discursos cuya memoria se quiere guardar y cuya libre disposición se quiere mantener (…). El archivo es en primer lugar la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares. Pero el archivo es también lo que hace que todas esas cosas dichas no se amontonen indefinidamente en una multitud amorfa, ni se inscriban tampoco en una linealidad sin ruptura, y no desaparezcan al azar sólo de accidentes externos; sino que se agrupen en figuras distintas, se compongan las unas con las otras según relaciones múltiples, se mantengan o se esfumen según regularidades específicas (…). Es el sistema de su funcionamiento (…). Hace aparecer las reglas de una práctica que permite a la vez a los enunciados subsistir y modificarse regularmente. Es el sistema general de la formación y de la transformación de los enunciados”. Ahora no puedo entrar en los detalles de su historia, la cual es por cierto bastante problemática. Lo que importa es primero es que no solo hay objetos de pensamiento o conocimiento sino también formas de pensar: por ejemplo, desde lo científico, lo religioso, lo histórico, lo lingüístico, lo sociológico, lo económico, lo psicológico, etc. Lo que le interesa es cómo nacen este tipo de miradas (digamos disciplinares), qué tipo de configuraciones previas las posibilitan y qué límites o relaciones tienen. Es decir, lo que llama los a prioris históricos. Todos nacemos con unos, aunque también los podemos ir transformando. En cierto momento llega a hablar del dominio del saber. Aquí es importante el matiz respecto al estructuralismo, o respecto a Kuhn, pues Foucault reconoce el dinamismo y el pluralismo interno. No todo es sincronía. Hay una diacronía importante, pero que depende de unas miradas comunes y también de unas diferencias que brotan de esos aspectos en común. Por ello mismo, lo que también le importa es ir más allá del sujeto cognoscente. Pensar es siempre pensar desde un sitio determinado. Especifica en La arqueología del saber: “Las palabras y las cosas es el título -serio- de un problema; es el título -irónico- del trabajo que modifica su forma, desplaza los datos, y revela, a fin de cuentas, una tarea totalmente distinta. Tarea que consiste en no tratar -en dejar de tratar- los discursos como conjuntos de signos (de elementos significantes que envían a contenidos o a representaciones), sino como prácticas que forman sistemáticamente los objetos de que hablan Es indudable que los discursos están formados por signos; pero lo que hacen es más que utilizar esos signos para indicar cosas. Es ese más lo que los vuelve irreductibles a la lengua y a la palabra. Es ese "más" lo que hay que revelan y hay que describir”. En otro momento añade: “El discurso, concebido así, no es la manifestación, majestuosamente desarrollada, de un sujeto que piensa, que conoce y que lo dice: es, por el contrario, un conjunto donde pueden determinarse la dispersión del sujeto y su discontinuidad consigo mismo. Es un espacio de exterioridad donde se despliega una red de ámbitos distintos. Acabo de demostrar que no era ni por las "palabras", por las "cosas" con lo que había que definir el régimen de los objetos propios de una formación discursiva; del mismo modo hay que reconocer ahora que no es ni por el recurso a un sujeto trascendental, ni por el recurso a una subjetividad psicológica como hay que definir el régimen de sus enunciaciones”. Sobre la cuestión del conocimiento, y su dinamismo, añade: “no se puede hablar en cualquier época de cualquier cosa; no es fácil decir algo nuevo; no basta con abrir los ojos, con prestar atención, o con adquirir conciencia, para que se iluminen al punto nuevos objetos, y que al ras del suelo lancen su primer resplandor. Pero esta dificultad no es solo negativa; no hay que relacionarla con algún obstáculo cuyo poder sería exclusivamente el de cegar, trastornar, impedir el descubrimiento, ocultar la pureza de la evidencia o la obstinación muda de las cosas mismas: el objeto no aguarda en los limbos el orden que va a liberarlo y a permitirle encarnarse en una visible y gárrula objetividad; no se preexiste a sí mismo, retenido por cualquier obstáculo en los primeros bordes de la luz. Existe en las condiciones positivas de un haz complejo de relaciones. Estas relaciones se hallan establecidas entre instituciones, procesos económicos y sociales, formas de comportamiento, sistemas de normas, técnicas, tipos de clasificación, modos de caracterización; y estas relaciones no están presentes en el objeto; no son ellas las que se despliegan cuando se hace su análisis; no dibujan su trama, la racionalidad inmanente, esa nervadura ideal que reaparece en su totalidad o en parte cuando se la piensa en la verdad de su concepto. No definen su constitución interna, sino lo que le permite aparecer, yuxtaponerse a otros objetos, situarse con relación a ellos, definir su diferencia, su irreductibilidad, y eventualmente su heterogeneidad, en suma, estar colocado en un campo de exterioridad”. Aquí es donde se configura una mirada alternativa que en verdad está contenida en las miradas anteriores: la histórica o metahistórica. Al fin y al cabo, Foucault historiza las otras miradas (una de las cuales, aparecida propiamente en el XIX) es la histórica. Y eso lo explica en La arqueología del saber. Ahí expone por ejemplo que, desde siempre, la historia ha lidiado con la discontinuidad, que es lo que le interesa: los momentos de continuidad dentro de un esquema de discontinuidad que no se caracteriza ni por su continuidad, ni por su gradualismo, ni por su progreso. Entre otras cosas, porque hace una historia de las prácticas de las discursivas que no se aborda desde un discurso de verdad. Por lo tanto, lo que se propone abordar es la historia desde su contingencia, y no desde una filosofía de la historia. Además, también le importa a Foucault que desde esta historia el humanismo queda desautorizado como un problema real. No hay que olvidar que el subtítulo de Las palabras y las cosas es Una arqueología de las ciencias humanas. Sobre todo porque el hombre se coloca como el fundamento tanto epistémico como moral de la realidad, y uno donde ambos se entremezclan, y eso es lo que se propone cuestionar. Denuncia el papel normalizador y disciplinario del humanismo. Y con una pretensión universalista o humana que destierra a los que no cuadran en lo inhumano. Liberarse del humanismo es, para Foucault, una exigencia y una tarea filosófica y política. Al respecto advierte del peligro de la antropologización. El hombre como el sujeto y objeto último de conocimiento de las ciencias humanas. Y señala que se trata de una cuestión que tan solo se puede entender recientemente y a la que augura un final. De ahí por ejemplo que escriba que El fin de la metafísica no es más que el aspecto negativo de un acontecimiento mucho más complejo que se produjo en el pensamiento occidental. Este acontecimiento es la aparición del hombre. No hay que creer, sin embargo, que ha surgido de súbito en nuestro horizonte, imponiéndose de una manera abrupta y absolutamente desconcertante para nuestra reflexión, el hecho brutal de su cuerpo, de su labor, de su lenguaje, no es la miseria positiva del hombre la que ha reducido violentamente la metafísica. Sin duda alguna, en el nivel de las apariencias, la modernidad empieza desde que el ser humano se puso a existir dentro de su organismo, en la concha de su cabeza, en la armadura de sus miembros y entre toda la nervadura de su fisiología; desde que se puso a existir en el corazón de un trabajo cuyo principio lo domina y cuyo producto se le escapa; desde que alojó su pensamiento en los pliegues de un lenguaje de tal modo más viejo que él que no puede dominar las significaciones reanimadas, a pesar de ello, por la insistencia de su palabra. Pero más fundamentalmente, nuestra cultura ha franqueado el umbral a partir del cual reconocemos nuestra modernidad, el día en que la finitud fue pensada en una referencia interminable consigo misma. Por ello, Foucault considera que el gran problema del presente tiene que ver con la necesidad de pensar ese fin del hombre que de algún modo es el fin de la Ilustración y de la Modernidad. En el fondo, el humanismo es el corazón de su investigación y frente al cual busca un futuro alternativo. En cierto sentido es un proyecto positivo. Añade al respecto: “Por extraño que parezca, el hombre —cuyo conocimiento es considerado por los ingenuos como la más vieja búsqueda desde Sócrates— es indudablemente sólo un desgarrón en el orden de las cosas, en todo caso una configuración trazada por la nueva disposición que ha tomado recientemente en el saber. De ahí nacen todas las quimeras de los nuevos humanismos, todas las facilidades de una "antropología", entendida como reflexión general, medio positiva, medio filosófica, sobre el hombre. Sin embargo, reconforta y tranquiliza el pensar que el hombre es sólo una invención reciente, una figura que no tiene ni dos siglos, un simple pliegue en nuestro saber y que desaparecerá en cuanto éste encuentre una forma nueva”. Foucault anuncia una muerte del hombre que sigue a la famosa muerte de Dios de Nietzsche. Justo antes de entregarse a la genealogía, una perspectiva de Nietzsche, ya sale este como una especie de profeta del futuro. Lo que parece anunciar con ello es el fin de las certezas y verdades últimas: el hombre ha sido el último gran fundamento y con ello el sustituto de Dios. Una vez, perezca el hombre, quizá se pueda soñar con la pérdida del fundamento absoluto. En cierto sentido, su enemigo es justamente Sartre, a quien se opuso en tantas cosas. Su famosa conclusión es esta: “En todo caso, una cosa es cierta: que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano. Al tomar una cronología relativamente breve y un corte geográfico restringido —la cultura europea a partir del siglo XVI— puede estarse seguro de que el hombre es una invención reciente. El saber no ha rondado durante largo tiempo y oscuramente en torno a él y a sus secretos. De hecho, entre todas las mutaciones que han afectado al saber de las cosas y de su orden, el saber de las identidades, las diferencias, los caracteres, los equivalentes, las palabras —en breve, en medio de todos los episodios de esta profunda historia de lo Mismo— una sola, la que se inició hace un siglo y medio y que quizá está en vías de cerrarse, dejó aparecer la figura del hombre. Y no se trató de la liberación de una vieja inquietud, del paso a la conciencia luminosa de una preocupación milenaria, del acceso a la objetividad de lo que desde hacía mucho tiempo permanecía preso en las creencias o en las filosofías: fue el efecto de un cambio en las disposiciones fundamentales del saber. El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin. Si esas disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo, a fines del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena”. ¿Se trata por lo tanto de tener que acudir a un posthumanismo o un transhumanismo? ¿Se trata de acudir a la posmodernidad frente a la modernidad humanista? En cualquier caso, Foucault no lo responde, pues se embarca en un nuevo proyecto, el genealógico. El segundo Foucault. De la arqueología a la genealogía. Lo primero que se debe tener en cuenta es que la genealogía no es una ruptura en Foucault, quizá más bien un complemento de la primera o una ampliación del campo de investigación. Se trata de analizar el saber en términos de estrategia y tácticas de poder. En este sentido, se trata de situar el saber en el ámbito de las luchas. Para comprender esta transición, quizá el texto programático más útil sea el breve Nietzsche, la genealogía, la historia. Hay que tener en cuenta que Foucault no escribió nunca un libro equivalente a La arqueología del saber para esta segunda etapa. “La genealogía no se opone a la historia como la visión de águila y profunda del filósofo en relación a la mirada escrutadora del sabio; se opone por el contrario al despliegue metahistórico de las significaciones ideales y de los indefinidos teleológicos. Se opone a la búsqueda del «origen» (…). Hacer la genealogía de los valores, de la moral, del ascetismo, del conocimiento no será por tanto partir a la búsqueda de su «origen», minusvalorando como inaccesibles todos los episodios de la historia; será por el contrario ocuparse en las meticulosidades y en los azares de los comienzos; prestar una escrupulosa atención a su irrisoria malevolencia; prestarse a verlas surgir quitadas las máscaras, con el rostro del otro; no tener pudor para ir a buscarlas allí donde están «revolviendo los bajos fondos»-, dejarles el tiempo para remontar el laberinto en el que ninguna verdad nunca jamás las ha mantenido bajo su protección. El genealogista necesita de la historia para conjurar la quimera del origen un poco como el buen filósofo tiene necesidad del médico para conjurar la sombra del alma. Es preciso saber reconocer los sucesos de la historia, las sacudidas, las sorpresas, las victorias afortunadas, las derrotas mal digeridas, que dan cuenta de los comienzos, de los atavismos y de las herencias; como hay que saber diagnosticar las enfermedades del cuerpo, los estados de debilidad y de energía, sus trastornos y sus resistencias para juzgar lo que es un discurso filosófico. La historia, con sus intensidades, sus debilidades, sus furores secretos, sus grandes agitaciones febriles y sus síncopes, es el cuerpo mismo del devenir. Hay que ser metafísico para buscarle un alma en la lejana idealidad del origen”. Por eso, Foucault, cuando habla de origen renunciar a la palabra Ursprung o Herkunft y prefiere la de Entstehung, que se puede traducir como génesis. Foucault la traduce como emergencia o punto de surgimiento. Lo que le importa destacar, de nuevo, es el desajuste entre lo inicial y el final. Por eso señala por ejemplo que Del mismo modo que muy frecuentemente uno se inclina a buscar la procedencia en una continuidad sin interrupción sería un error dar cuenta de la emergencia por el término final. Como si el ojo hubiese aparecido, desde el principio de los tiempos, para la contemplación, como si el castigo hubiese tenido siempre por destino dar ejemplo. Estos fines aparentemente últimos, no son nada más que el actual episodio de una serie de servilismos: el ojo sirvió, primero para la caza y la guerra; el castigo fue sometido poco a poco a la necesidad de vengarse, de excluir al agresor, de liberarse en relación a la víctima, de meter miedo a los otros. Situando el presente en el origen, la metafísica obliga a creer en el trabajo oscuro de un destino que buscaría manifestarse desde el primer momento. La genealogía, por su parte, restablece los diversos sistemas de sumisión: no tanto el poder anticipador de un sentido cuanto el juego azaroso de las dominaciones. La emergencia se produce siempre en un determinado estado de fuerzas. El análisis de la Entstehung debe mostrar el juego, la manera como luchan unas contra otras, o el combate que realizan contra las circunstancias adversas, o aún más, la tentativa que hacen -dividiéndose entre ellas mismas- para escapar a la degeneración y revigorizarse a partir de su propio debilitamiento. Obviamente, ya no hay un marco estructuralista o semejante. Lo importante es la atención a lo individual, desde una óptica relacional, muchas veces en conflicto, y desde su dinamismo o transformación. “Mientras que la procedencia designa la cualidad de un instinto, su grado o su debilidad, y la marca que éste deja en un cuerpo, la emergencia designa un lugar de enfrentamiento”. La historia no avanza natural o gradualmente, sino que depende de situaciones conflictivas con relaciones, positivas o negativas, con otras. Le interesa la definición de Nietzsche de la genealogía como historia efectiva (wirkliche). La historia como resultante. El sentido histórico, y es en esto en lo que practica la «wirkliche Historie», re- introduce en el devenir todo aquello que se había creído inmortal en el hombre. La historia «efectiva» se distingue de la de los historiadores en que no se apoya sobre ninguna constancia: nada en el hombre -ni tampoco su cuerpo- es lo suficientemente fijo para comprender a los otros hombres y reconocerse en ellos. Todo aquello a lo que uno se apega para volverse hacia la historia y captarla en su totalidad, todo lo que permite retrazarla como un paciente movimiento continuo -todo esto se trata de destrozarlo sistemáticamente-. Hay que hacer pedazos lo que permite el juego consolador de los reconocimientos. Saber, incluso en el orden histórico, no significa «encontrar de nuevo» ni sobre todo «encontrarnos». La historia será «efectiva» en la medida en que introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser. Dividirá nuestros sen-timientos; dramatizará nuestros instintos; multiplicará nuestro cuerpo y lo opondrá a sí mismo. No dejará nada debajo de sí que tendría la estabilidad tranquilizante de la vida o de la naturaleza, no se dejará llevar por ninguna obstinación muda hacia un fin milenario. Cavará aquello sobre lo que se la quiere hacer descansar, y se encarnizará contra su pretendida continuidad. Escribe contra Hegel. Pero de hecho también lo hace contra la historia oficial. Foucault declara explícitamente que “Se trata de hacer de la historia una contra- memoria, y de desplegar en ella por consiguiente una forma totalmente distinta del tiempo”. Aquí los ecos de Benjamin están presentes. Se trata de construir un relato contrahegemónico desde la historia, contra la historia y la memoria oficiales, que al mismo tiempo también obligue a repensar la temporalidad histórica. El problema con la historia no solo tiene que ver con su contenido, sino con la forma de relatarla desde una linealidad temporal marcada por la continuidad. Acontecimiento. Llega a decir que el historiador debe hacer “un gran carnaval del tiempo”. Parodiarla en cierto sentido. Todo se explica en buena medida desde el primer ejercicio que haga de la genealogía, como en Vigilar y castigar. Al principio ya marca una afirmación clave: “no existe relación de poder sin constitución correlativa de un campo de saber, ni de saber que no suponga y no constituya al mismo tiempo unas relaciones de poder”. Todo saber es política. Y no solo es política porque haya una politización del conocimiento, sino por los propios efectos constitutivos que ese saber-poder genera. Por eso en Vigilar y castigar lo que en cierto modo le interesa es la historia de las disciplinas y de los efectos productivos de estas. Y uno de los efectos productivos es justamente la constitución del sujeto tal y como lo conocemos. De ahí la importancia aquí de la anatomo-política (y de la biopolítica en otros lados). “El momento histórico de las disciplinas es el momento en que nace un arte del cuerpo humano, que no tiende únicamente al aumento de sus habilidades, ni tampoco a hacer más pesada su sujeción, sino a la formación de un vínculo que, en el mismo mecanismo, lo hace tanto más obediente cuanto más útil, y al revés. Fórmase entonces una política de las coerciones que constituyen un trabajo sobre el cuerpo, una manipulación calculada de sus elementos, de sus gestos, de sus comportamientos. El cuerpo humano entra en un mecanismo de poder que lo explora, lo desarticula y lo recompone”. Es decir, lo que le importa estudiar es la propia constitución del sujeto, la cual no es casual y en buena medida es un efecto del poder, no del conocimiento. O donde los dos se relacionan y entremezclan. No hay un conocimiento neutro a nivel político. En especial a partir del siglo XVII y XVIII, cuando se desarrollan conscientemente las disciplinas (discere, aprender, discípulo). Lo que se destaca entonces es que lo que caracteriza al poder debe ser su suavidad y sutileza. Foucault escribe al respecto que el poder funciona en la medida en que se enmascara y esconde sus propios mecanismos. El poder se presenta como otra cosa. Además, como sabemos, lo que todo eso implica es una fragmentación y multiplicación del poder. El poder ya no es uno, ni es una entidad o una abstracción, ni tampoco un monopolio del Estado, sino una multiplicidad de relaciones que se desarrollan, que se definen y redefinen sin parar. El poder se debe pronunciar en plural, tanto en un sentido cuantitativo como cualitativo. Microfísica del poder. Por ello es tan importante comprender la historicidad del poder. El poder debe ser entendido desde una perspectiva histórica, pues su misma comprensión, o sus potencialidades, se van transformando. Comprender el poder significa comprenderlo históricamente, en sus transformaciones históricas, pero para ello la historia debe ser enfocada en una clave genealógica. Y hacerlo en clave descriptiva, no moral o prescriptiva. Eso es el auténtico materialismo del poder que pretende encarnar. Llega a defender su tarea como la de una filosofía analítica del poder. Por ello mismo, el poder se caracteriza por su dimensión reticular. Repensar el poder significa luchar contra la representación del poder y sustituir su sustancia por una trama o un espacio relacional. Obviamente de relaciones asimétricas o quizá agresivas o intimidatorias. Además, con el tiempo se observa la emergencia de nuevas formas de poder: por ejemplo, lo que llama la gubernamentalidad. El intento de gobernar a distancia las vidas de las personas (y en diálogo con la biopolítica). También está el famoso tema del panóptico, pensado en el siglo XVIII, como la estructura ideal de las prisiones. Lo revolucionario no es solo la capacidad de poder verlo todo desde un solo lugar, sino que quien ve no es visto. Con ello se da la paradoja de que el poder se ejerce, pero sin sujeto. O el sujeto lo es más bien la disposición espacial. O un dispositivo (red de relaciones que se pueden establecer entre elementos heterogéneos: discursos, instituciones, arquitectura, reglamentos, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas, lo dicho y lo no-dicho). Todo esto forma parte de lo que Foucault llamó las tecnologías del poder. Todo eso conduce a repensar el poder no como una forma sobre todo negativa o de represión, mucho menos como solo violencia (o al menos la física), sino como uno afirmativo y productivo. Esto es algo que se manifiesta claramente en su primer volumen de La historia de la sexualidad. El poder es productivo porque en buena medida construye o redefine, o lo intenta, nuestras vidas cotidianas e incluso nuestros deseos. O lo que podríamos llamar la sexualidad ortodoxa, entre muchas otras cosas. Escribe Foucault por ejemplo que el individuo “es también una realidad fabricada por esa tecnología específica de poder que se llama la "disciplina". Hay que cesar de describir siempre los efectos de poder en términos negativos: "excluye", "reprime", "rechaza", "censura", "abstrae", "disimula", "oculta". De hecho, el poder produce; produce realidad; produce ámbitos de objetos y rituales de verdad. El individuo y el conocimiento que de él se puede obtener corresponden a esta producción”. Por ello mismo, el poder se caracteriza por no ser externo sino interno a nosotros y por su ubicuidad. El poder no está situado o localizado, sino en todas partes. “Omnipresencia del poder: no porque tenga el privilegio de reagruparlo todo bajo su invencible unidad, sino porque se está produciendo a cada instante, en todos los pun-tos, o más bien en toda relación de un punto con otro. El poder está en todas partes; no es que lo englobe todo, sino que viene de todas partes.” Eso no significa que el poder siempre venza. El ideal de soberanía, como un poder absoluto, es una utopía. Ahí donde hay poder hay resistencias. Al final de su vida se preocupará en buena medida por promover unas prácticas de vida que conduzcan a desujetarse de esta constitución del sujeto. Estética de la existencia, su parte más propositiva, el intento de escape de lo que él mismo analiza. Resulta sintomático que este escape se encuentre más en un dominio ético que político. Al final de la vida, Foucault también realiza un interesante intento de comprender su propio gesto o tentativa filosófica. Lo más interesante es que para ello apela a Kant. Kant, el autor que forma parte del final, de la forma ilustrada y humanista de Las palabras y las cosas, reaparece aquí como un referente con el que pensar, y sobre todo pensarse, y no contra el cual pensar. Para empezar, se debe tener en cuenta que lo recupera al final de sus días, en un ejercicio retrospectivo que hace de su propio recorrido filosófico y en el contexto de la parresía, palabra que sintéticamente podemos definir como la libertad de palabra cuando hacerlo implica un riesgo. Kant aparece, junto a Sócrates, como un precedente de un ejercicio con el cual se identifica. Además, también se encuadra con la ontología del presente dentro de la cual Foucault encuadra su quehacer filosófico. Pensemos en la Historia de la Locura, en El Nacimiento de la Clínica, en Vigilar y Castigar, en la Historia de la Sexualidad o en sus cursos del College de France. Foucault asume un riesgo y pronuncia su verdad y un ethos filosófico, que es la continua crítica de nosotros mismos. Ya no se trata solo de historiar el presente, sino de que la comprensión de nuestra época, de lo que somos, pasa por un análisis histórico de los precedentes que han posibilitado el rostro del presente. Introspección indirecta desde la historia. Lo interesante es que Foucault considera que el texto sobre la Ilustración de Kant sigue esta línea y se encuentra en la confluencia entre la reflexión crítica y la reflexión sobre la historia. Al final de su vida, Foucault recapitula su vida y la entiende desde la crítica kantiana. Es lo que relaciona con eso que llama con ontología histórica de nosotros mismos o con una ontología histórica del presente (o también ontología crítica). Pensar y criticar el presente tendrá que ver con criticarnos desde la historia, desde todo aquello que ha generado el actual estado de cosas. “Esto trae como consecuencia que la crítica se ejercerá no ya en la búsqueda de estructuras formales que tienen valor universal, sino como investigación histórica a través de los acontecimientos que nos han conducido a constituirnos y a reconocernos como sujetos de lo que hacemos, pensamos y decimos”. Por ello la crítica que se hace ya no es trascendental, tampoco lo es el texto de Kant sobre la Ilustración, sino genealógica en su finalidad y arqueológica en su método. Porque lo primero que aprenderemos con ello es que todo es contingente y nada necesario. Y no importará que para ello, como en el caso de la parresía (y para mí uno de los subtextos de este curso es la crítica a la democracia), se aborde el presente desde la lejana Grecia. Hablar incluso de un lenguaje pasado puede servirnos para encarar el presente. Para Foucault esta ontología del presente debe explorar cuestiones que orbitan en torno a tres ejes: el del saber (nuestras relaciones con las cosas), el del poder (nuestras relaciones con los otros) y el de la ética (ethos) (nuestras relaciones con no- sotros mismos). Y las investigaciones responderán una serie de preguntas: ¿cómo nos hemos constituido como sujetos de nuestro saber?; ¿cómo nos hemos constituido como sujetos que ejercen o sufren relaciones de poder?; ¿cómo nos hemos constituido como sujetos morales de nuestras acciones? [Recordemos las preguntas clásicas de Kant: ¿qué puedo saber? ¿qué debo hacer? ¿qué me cabe esperar? ¿qué es el hombre?]. Foucault se presenta como un heredero (no convencional) de Kant y de la Ilustración. Ahora bien, la razón ya no es abstracta, universal y trascendental sino eminentemente crítica y negativa, por así decir deconstructiva. Lo que hace Foucault es inscribir la razón en la historia o en la prehistoria de nuestro presente. Por eso, su Kant sería también el Kant del texto sobre la Ilustración, aquel que reorienta la crítica hacia el presente. Por ello mismo, las preguntas en Foucault son fundamentalmente históricas y bajo ningún concepto metahistóricas. Podríamos decir que el Kant que le interesa es el de la Crítica del juicio. De lo que se trata es de mostrar que no solo somos seres históricos sino que también nuestras categorías y nuestros “problemas” son asimismo históricos. Por lo mismo, lo que no busca es algún tipo de verdad concreta sino cómo (y este cómo es un cómo plagado de herramientas de coerción y formas de poder) se generan determinadas pautas de conducta o formas de creencia. Se trataría de estudiar el nexo saber-poder y cómo desde ahí se permite o alcanza que determinados discursos sean aceptables o hegemónicos. ¿Hasta qué punto lo que hace Foucault tiene cierta relación con el proyecto de Benjamin? “La ontología crítica de nosotros mismos se ha de considerar no ciertamente como una teoría, una doctrina, ni tampoco como un cuerpo permanente de saber que se acumula; es preciso concebirla como una actitud, un éthos, una vida filosófica en la que la crítica de lo que somos es a la vez un análisis histórico de los límites que se nos han establecido y un examen de su franqueamiento posible”. La ontología es en Foucault un ethos filosófico. Por ello mismo no es propiamente una ética, pues carece de todo imperativo o prescripción concreta. Es más bien una suerte de coraje del saber y de la verdad de carácter quizá exhortativo. Ese franqueamiento es muy importante porque la ontología lo es de nosotros mismos y de nuestros límites, que no son absolutos, pues en tanto que seres libres nos estamos transformando y están transformando la historia. La historia, pues, no deja de estar vinculada a cierto carácter ético y práctico".