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Nunca jamás:

Eran muchas las manchas de humedad en el cielorraso de la habitación principal.

Estaban ahí desde hace un tiempo atrás, pero por primera vez José se percataba

de su existencia. Esto le solía ocurrir durante los lapsos de desconexión y a la vez

enfoque pleno característicos de la resaca, que a su vez se había vuelto

característica de sus mañanas. Días antes, durante uno de estos lapsos había

alcanzado a contar cuantos rombos tenía el azulejo de las paredes del baño

mientras tomaba una ducha. Hace unos años él jamás se hubiese fijado en tales

detalles, detalles que desde un inicio ignoró cuando su esposa escogió la

decoración para la casa. Por la ventana entraba una línea de luz que se colaba a

través de las cortinas deshilachadas y que como un juez se posaba sobre los

parpados cerrados de José para recordarle que era miércoles y la galería de arte

debía abrir. Los preparativos para salir de la casa no cambiaron ese día. Después

de una ducha, se vistió con uno de los tres trajes que tenía en su closet, él que

menos arrugas tenía. Desde que Rocío no estaba, los quehaceres de la casa de los

cuales ella se hacía cargo simplemente se detuvieron. La ropa no era planchada, el

café no sabía igual y en el jardín no había flores.

Caminar cuatro manzanas, esperar el bus y una vez montado en este esperar

quince minutos de trayecto no sonaba de ninguna forma como una odisea. Sin

embargo, ese corto recorrido que no consumía más de treinta y cinco minutos de

sus mañanas se había convertido en el momento del día más odiado por José. Ya

no toleraba cruzar mirada alguna con las demás personas y mucho menos con sus

vecinos, pues para él se trataba de un juicio permanente en el cual nunca se


escuchaba el golpe del mallete. La galería de arte se encontraba en la Calle de

Balmes a pocos metros del paradero en el cual descendía del bus. En las vitrinas

del sector resaltaban cuadros del impresionismo, algunas obras del fovismo y

demás post corrientes que se habían popularizado desde el comienzo del siglo. A

diferencia de los locales con los que colindaba la galería de José, el suyo resaltaba

por su pertinacia ya que en las vitrinas se exponían los retratos y desnudos que él

mismo pintaba con el mayor nivel de detalle para plasmar a los retratados, un arte

que para esos días se encontraba rezagado en la sociedad artística de Barcelona.

Mientras el sol se preparaba para su hora más brillante, los transeúntes en la Calle

de Balmes se multiplicaban, algunos en marcha y otros apreciando las vitrinas. Al

doblar la esquina y ver el gran número de personas, José cayó en cuenta que su

galería debía estar abierta desde hace ya un par de horas atrás, pero en ese

momento su prioridad era esconderse cuanto antes del sol que parecía animar a la

migraña que llevaba consigo. “El Jardín”, ese era el nombre que Rocío había

escogido para el local, pero ya tal título no representaba la realidad del recinto. Al

alcanzar la entrada del local y ver las vitrinas de este, José se detuvo enfrente para

proyectar en el espacio donde ubicaría su tan esperada obra con la cual recobraría

la vitalidad de los tiempos dorados de su galería.

Su obra no se encontraba a la vista. El lienzo se encontraba en un caballete en el

sótano, cubierto con un toldo que lo protegía de la humedad del oscuro sitio.

Descendió las escaleras, encendió las lámparas y con cuidado caminó entre los

restos de vidrios de una botella de jerez que el día anterior había dejado caer en el

piso de roca. Pero de esto no se acordaba José. Los últimos meses había pasado
las tardes, incluso en ocasiones desde la mañana, bebiendo y pintando hasta perder

la consciencia. Por esta razón, cada vez que volvía a la galería y destapaba el

cuadro era para él una sorpresa, ya que en algunas ocasiones se sentía satisfecho

con los avances logrados el día anterior y en muchas otras estaba inconforme con

los trazos realizados. Retiró la tela que cubría su trabajo y al mirarlo de arriba hacía

abajo quedó congelado. Era ella. Desde su partida, era la primera vez que la miraba

a los ojos. Era Rocío. Todos los lienzos que a la fecha había pintado retratando a

su esposa se convirtieron en ensayos porque este último era ella en óleos sobre

lienzo. Tenía su mirada pícara. Conservaba ese color rosa de sus mejillas. Su boca

entre abierta como siempre que algo cautivaba su atención. Al mirar el cuadro, José

podía sentir su olor. Definitivamente era Rocío. Había trabajado sobre bastidores

“25 figura” por lo cual subir el cuadro al primer piso no representaba mayor dificultad.

Como cuando una madre carga por primera vez a su hijo, José, con la mayor

delicadeza que podía garantizar tomó el cuadro con sus manos y lentamente subió

escalón tras escalón para ponerlo en uno de los caballetes de exhibición.

Ya eran las tres de la tarde y a pesar de que su gran éxito había aplacado su resaca,

el hambre era apenas normal pues desde el día anterior no había probado bocado.

Se dirigió entonces a la cafetería de enfrente. Siempre trataba de ir después de las

dos de la tarde cuando el restaurante ya tenía pocos clientes, pues al igual que en

el bus de la mañana, José evitaba a toda costa el contacto con otras personas y

sobre todo personas que lo reconocían. Allí tomó asiento en la barra que tenía vista

hacia su local. Pidió lo de siempre. El menú de la resaca. Se trataba de una sopa,

un cocido catalán junto con unos panes con tomate. La razón por la cual le llamaban
menú de la resaca radicaba en lo poco que debían masticar los comensales que

solo necesitaban llenar su estomago para sobrevivir a los días tristes que vienen

después de una noche de copas. Rocío detestaba a José durante estos días. Sin

importar que tan felices hubiesen estado el día anterior, él siempre estaba triste en

medio de su resaca. La peor parte de su malestar no era algo físico, o tal vez sí lo

era, pero se trataba de un mal que estaba dentro de su cabeza y no era el resultado

de la deshidratación a causa del alcohol, era el resultado de sus recuerdos y

nostalgias.

Comía muy despacio. No había premura alguna que lo llevara a hacer lo contrario.

Miraba al vacío a través del sucio cristal del local. Pasaba mucha gente frente al él

sobre la acera. La palabra gente definía de manera certera lo que para él

representaban la mayoría de las personas con las que se cruzaba. Desconocidos.

Cuerpos dentro una multitud. En esa cuadra donde abundaban las galerías, frente

a los locales solía detenerse una que otra persona que se jactaba de tener la

capacidad para juzgar el arte, en otros casos se trataba de parejas que buscaban

algún cuadro para decorar sus casas, pero ese día frente a “El Jardín” se comenzó

a apiñar lo que para la cotidianidad del sector era una multitud. Mientras, José había

vuelto a caer en uno de esos estados en los que su mente quedaba paralizada y

durante los cuales casi que veía su vida en tercera persona.

—¿José, que pasa en tu local? — exclamó el mesero de turno.

Después de tres parpadeos, el hombre alzo su mirada y al ver al grupo de personas

frente a su galería se precipitó por la acera hacia su local pues inmediatamente

vinieron a su mente los recuerdos de los saqueos, incendios y demás percances


que había tenido que vivir en otros momentos y que normalmente explicarían

aquella anomalía frente a su negocio. Esquivando a hombres y mujeres alcanzó la

entrada de la galería en donde entendió el origen de la conmoción. Había pensado

que ese sentimiento de aquella noche jamás se repetiría. Había dado por sentado

que había sido una cuestión de tragos. De no haberlo pensado no la habría

plasmado en aquel lienzo donde otros podrían verla. La muchedumbre se había

instalado en frente de su local a admirar el retrato de Rocío.

— Vaya trabajo, es hermosa. — Se escuchaba entre los murmullos de la gente.

Uno de los mayores logros del trabajo de José había sido conseguir centrar la pupila

de Rocío de tal forma en que en cualquier perspectiva ella estuviera mirando al

espectador. Esto significaba que ella no solo lo estaba mirando a él. Ella estaba

mirando a todos y todos la estaban mirando a ella. Algunos afirman que una de las

características que nos hace humanos son nuestros defectos. José era muy

humano. Había estado escondiendo su consciencia detrás del jerez y la ginebra.

Pero en aquel momento, ese demonio que llevaba su mismo nombre y apellido, que

vestía con su mismo traje arrugado y sus mismos zapatos volvió a aparecer. ¿Por

qué no soportaba que nadie más la mirara? ¿Por qué si siempre había sido su mayor

orgullo, lo que mas quería y lo mejor que tenía su vida? Malditos celos, aún estaban

dentro de él y nunca se habían ido.

—¡Váyanse! — Gritó con todas sus fuerzas José.

—¿Qué es lo que están mirando? — Continuó.


Nadie entendía lo que estaba pasando. José lanzaba golpes a diestra y siniestra

tratando de dispersar a aquellos que aún seguían en frente de la vitrina sin éxito

alguno. En medio de la furia combinada con su mareo que desde el momento en

que se había despertado esa mañana lo había acompañado, el desesperado

hombre resbaló y se estrelló contra el cristal que protegía el retrato de su difunta

esposa. Ya en el piso, entre vidrios rotos y con cortadas en sus brazos, de rodillas

miró hacia arriba. La miraba a ella una vez más. Una vez más la miraba con odio,

como si sus desgracias fueran su culpa. Cómo si la resaca hubiese sido causada

por ella. Como si las heridas en sus manos las hubiese hecho ella. Como si su

mediocridad y frustraciones existieran por ella. Nada había cambiado para José, ni

siquiera la partida del amor de su vida. Seguía siendo el mismo hombre obstinado,

inconforme y triste. Por su parte, ella seguía ahí, esbelta, esplendida y sobre todo

feliz. José se abalanzó sobre el caballete y con sus uñas cubiertas de sangre

comenzó a desgarrar el lienzo. El retrato se iba deshaciendo entre rasguños y

manchas. A la par, el hombre iba perdiendo sus fuerzas, como si con cada pedazo

que arrancaba estuviese arrancando pedazos de su propia alma. Exhausto, cubierto

de sangre y pintura se detuvo, volteó la cabeza y chocó con lo que tanto había

estado evitando: las miradas. Toda la manzana se había acercado a ver lo que

pasaba. En ese instante, las personas entendieron que Rocío no había caído por

las escaleras aquella oscura noche y José entendió que nunca jamás iba a volver a

verla.

Pejota

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