Está en la página 1de 9

Malditamente callado

Apresúrate, corre, no vuelvas nunca, salta a un tren, llama a un taxi, vete, corre, camina, pasea,
¡pero aléjate de aquí!

La fruta en el fondo del tazón, Ray Bradbury

Necesitaría una lámpara UV, susurró Pablo, como quien formula un deseo sin
esperar nada a cambio, más bien en completa abstracción del universo que lo
rodea. Cuatro paredes blancas, un techo de ladrillos antiguos, una puerta doble
con vidrio repartido, mesas de trabajo llenas de frascos, pinceles y tachos
metálicos con nombres y números. Jani apareció al minuto con la lámpara e
interrumpió el minucioso estudio de Pablo sobre la tela.

Aún no se acostumbraba a tener un ayudante —aunque fuera tan invisible, tan


silencioso como Jani—. Porque él apenas se acercaba, a una distancia exacta,
quizás hasta calculada, entre la molestia y la ayuda. Un espacio que a Pablo
apenas le permitiera entender las palabras que, como recuerdos confusos,
repiqueteaban en su cabeza. Me voy, le había dicho ella, y la voz que resonaba
no era igual a la que él había conocido. Era más bien una voz en off, seca, como
el ruido del pico y el martillo del escultor de la sala de enfrente.

Nueve días atrás había llegado a Budapest para restaurar una de las
Magdalenas Penitentes. Se haría una muestra de arte cristiano en el Museo de
Bellas Artes y la mayoría de ellas se exhibirían en un mismo salón, algo inédito
en la historia del arte. Y cuando se hablaba de restauraciones sobre óleo, él era
el indicado. Tenía vasta experiencia y una gran camaradería con el director de
la muestra “dos semanas trabajando en el museo con la magdalena, buena plata,
avión y alojamiento”.

Desde niño quiso ser restaurador, desde cuando tenía ocho años y vio colgado
en la pared de la casa de su tía el plato de porcelana china que hacía unos días
había roto de un pelotazo. Estaba intacto, impecable, mejor incluso que antes.
Ese día descubrió que la magia tenía otros bordes, que sus límites iban más allá
de un show infantil. Cuando vuelvas yo estaré en la casa de mi madre. También
le dijo eso. Se lo había dicho parada bajo el marco de la puerta del dormitorio
mientras él cerraba la valija para el viaje, exactamente nueve días atrás. Durante

1
esos nueve días, la había imaginado guardando en su bolso la crema para
blanquear los dientes; separando las tazas: tres para mí, dos para vos, cinco
platos, unos a una canasta y otros a la alacena, tres vasos para un lado y los
que sobraran al mueble de la esquina. Hasta pudo ver la valija que se habría
llevado llena de sus libros, de las películas en VHS y de las cintas V8 de su
infancia. Pero él tan solo había respondido, ¿me pusiste el sweater azul? Como
si aquella prenda hubiera marcado la diferencia entre la falta o la posesión de
una angustia galopante.

Aquel primer día Pablo se familiarizaba con la obra, analizaba las diferentes
intervenciones que había tenido a lo largo de su historia, que —con ayuda de la
lámpara UV— podía apreciar de manera exacta. Debía limpiar muy bien el lienzo,
sacarle los excesos de material adosado para llevar la pintura a su estado
original y así poder intervenirla. Algo, sin embargo —más allá de la frustración
propia de un dos que se convierte en uno—, lo arrastraba a una cierta
intranquilidad, quizás oriunda del ambiente, o tal vez del repiqueteo del escultor
de la sala de enfrente, o tal vez. Anotó el informe en una carpeta para que el
director lo autorizara y se apuró a salir a la calle, es que esa sala blanca
inmaculada le comprimía, desde algún sitio profundo e incomprensible, el pecho,
la paciencia, la hondura.

Había un banco de madera al costado del pórtico central del museo. Torpemente
abrió el celofán de una caja nueva de cigarrillos y golpeó el fondo del paquete
hasta que pudo separar uno y llevárselo a la boca, ansioso porque esa primera
pitada le devolviera el sosiego. Cuando abrió los ojos, observó con el
detenimiento de un curador la paleta de colores que formaban las flores en
mosaico del pórtico central. ¿Cómo habría que hacer para lograr el color naranja
de los tulipanes? Según su intuición, un rojo de cadmio claro mezclado con una
pizca de amarillo, ¿de cadmio también? Le gustaba sentarse en los bancos de
cualquier parte, elegir colores al azar, así como quien juega al veo veo, y adivinar
las mezclas, la combinación exacta, casi de alquimista, para llegar al color
elegido. Eso se lo había enseñado su profesor de Estética I, quien luego fue
profesor de otras materias, quien luego lo llevó al posgrado en restauración de
arte europeo. Le dijo que sentía que le faltaba algo, y que no podía más, se lo
dijo desde la ventana del taxi que lo llevaba al aeropuerto. Con la indolencia de

2
quien sabe que está perdonado, él le deseó suerte y el taxi lo alejó sin dejarle
otra opción que la de mirar desde su ventana cómo ella se hacía pequeña y más
pequeña.

La había llamado dos días atrás, un mediodía que salió a caminar y la vio con el
pelo atado a la altura de la nuca, con un tapado verde ocre Rembrandt hasta la
rodilla y unos borcegos negros marfil como ella solía lucir. Salía de la estación
Bajza Utca, con una carpeta grande que apenas podía sostener del brazo.

¿Pudiste regar las plantas? Ella le contestó que el portero ya tenía llave del
departamento. Su respuesta venía a decirle que esos menesteres domésticos ya
no eran asunto suyo, que ahora esa casa no estaba a su cuidado, que ella no
formaba más parte de todo aquello. Pero lo decía de un modo estudiado, como
si fuera necesario plantar distancia de una manera políticamente correcta. Como
si no quisiera entrar en la escena de una película que ya había rebobinado y visto
varias veces, sin intenciones de regresar en la historia. Después hicieron
silencio, porque él quería decir muchas cosas pero no sabía cómo. Tampoco
había sabido hacerlo cuando ella en un arrebato de felicidad le había dicho
alguna vez cuánto lo quería, cuando olvidó su aniversario de novios, o cuando…
su vida entera era una colección de omisiones. Por eso también omitió el saludo
y cortó. Sin siquiera decir chau. Cortó porque sintió una rabia empedernida
contra el clima que estaba demasiado frío, con el sol que le pegaba en los ojos,
con la rotisería que estaba llena de gente y con él mismo porque nunca había
sabido cómo hacerlo.

Mendigó errante buscando una compañía que no le era propia, buscando que la
misma ciudad pudiera explicarle. Se quedó atrapado en el laberinto del parque
Varos… Városliget y se preguntó qué hacía en esa ciudad de la que no podía
siquiera retener el nombre de sus calles, de sus parques, de su gente. Todo allí
era extrañeza, las personas, los sonidos, los sentimientos. Aun así, había
terminado el estudio preliminar y había llegado incluso, con la ayuda de Jani, a
desenmarcar el cuadro.

Alquilaba un departamento en la intersección de las calles Adari e Izabella, en


un edificio neogótico rodeado de anticuarios, con un parque interno adornado de
árboles y esculturas. Calles de adoquines y construcciones barrocas. La ciudad

3
de las mil caras. Caminar por las calles escondidas de Buda no tenía ninguna
similitud con hacerlo por las escondidas escalinatas de Pest, al otro lado del río.
Su trabajo le había dado la posibilidad de recorrer ciudades imperiales como
Viena, Salzburgo. Las fusiones que la historia había hecho propias, ciudades
como museos al aire libre en donde él podía apreciarlo todo. Pero en Viena y
Salzburgo había estado ella, que lo esperaba a la salida de su trabajo como si
fuera la guardia suiza. Lo esperaba con un tapado verde ocre, y cuando llovía
con un paraguas rojo cobalto con lunares de colores varios y una boina parisina
que se calzaba de costado y le dejaba al descubierto el lunar amorfo de la oreja
izquierda. Ella lo tomaba del brazo y se encogía sobre su hombro. Catadores de
bares perdidos a mitad de camino. Tenían debilidad por la cerveza belga, por las
salchichas alemanas y el chucrut.

Pero era distinto en Buda y también en Pest. Allí, él apenas se paraba a observar
rasgos artísticos, apenas curioseaba una que otra escultura o algún fresco
perdido entre las fachadas. Como si esa ciudad lo hubiera abrigado el tiempo
suficiente para que lo magnífico, lo extraordinario, se le hubiera vuelto
costumbre. Salía del museo y exploraba el aire con una intranquilidad que
removía sus vísceras, tenía hambre, pero la angustia ocupaba todo su estómago.
¿Hay otro? Ella respondió con un gesto de pena que lo decía todo, un gesto que
le había devuelto antes incluso de que el taxi arrancara.

La vio de repente en un bar en ruinas —estaba seguro de que la palabra “ruinas”


se acoplaba sin esfuerzo alguno a ese momento y formaba con él un coherente
sinsentido—. La vio entre objetos amontonados de cualquier modo, como un
mercado de pulgas pero con algo de caótica elegancia. No llevaba un tapado
verde ocre, aunque sí el pelo alborotado, amarillo níquel cayéndole sobre un
hombro. Estaba sentada en un sillón de pana gastada y sucia de un color
indescifrable. Quedó parado frente a ella, con las manos juntas estrujando una
servilleta de papel, malditamente callado. Ella rápidamente buscó a sus amigos
y se alejó de él.

Salió aturdido de aquellas ruinas y caminó ligero, como si así pudiera escapar
de algo que lo estaba persiguiendo. Pero al tiempo empezó a correr. Correr,
correr hacia la nada. Una ruta recta, monótona, cuyo destino estuviera en el
infinito. Apresúrate, corre, no vuelvas nunca, salta a un tren, llama a un taxi, vete,
4
corre, camina, pasea, ¡pero aléjate de aquí! Llegó aturdido a su departamento y
se recostó en la cama, sin sacarse los zapatos, sin lavarse los dientes, sin
prender una sola luz. Lo único que quería era dormir. Dormir para no pensar,
para no sentir.

Al día siguiente llegó a trabajar a media mañana con la misma ropa del día
anterior y un café en un vaso descartable. No puede ingresar con comidas y
bebidas, ya lo había escuchado infinitas veces. Pero necesitaba ese café para
espabilar sus ojos, sus sentidos, sus manos. Lo tomó de un sorbo y se quemó la
lengua. Tiró el vaso en la puerta y entró a su atelier, en el subsuelo del museo,
donde un hospital de obras de arte funcionaba como un reloj suizo. Debía
prepararse para la difícil tarea del día: el estucado sobre el óleo. Le pidió a Jani
que le llevase el sulfato cálcico y la cola de conejo para hacer la mezcla. Pinceló
un lienzo de prueba. No le gustaba porque el resultado era demasiado espeso.
Entonces volvió a llamarlo y le indicó que la colocara sobre baño maría y le
alcanzara el pincel. Pensó en ella, en cuántas mujeres cabían solo en ella, ¿sería
por eso que El Greco había hecho tantas versiones de la misma mujer? ¿Quién
era ella? ¿La chica que lo esperaba a la salida del instituto en Viena, la que se
acurrucaba a él y le robaba espontaneidad? ¿O la que le había dicho,
imperturbable, cuando vuelvas ya no estaré aquí?

Se retiró a la misma hora del día anterior. Ese atelier le cortaba el aliento. Se
sentó en un banco en el boulevard central de la calle, prendió un cigarro y
concentró su vista en la escalera de salida del subte. Ella no apareció. La mujer
del tapado verde y borcegos, la mujer de la boina parisina, no apareció. Ni ese
día ni el siguiente. Tampoco volvió a ver a la mujer del bar en ruinas. Mientras la
buscaba en aquella ciudad imprecisa, Pablo oía, como desde lejos, una serie de
reproches que tenían que ver con el atraso del trabajo. Las obras debían ser
terminadas en breve. Recordaba bien esa boina parisina, solía perderlas en
cualquier metro de la ciudad, o en alguna silla de algún bar, por eso tenía cientos
de ellas. En los bolsillos de los gamulanes o en el fondo de una mochila o en la
valija que había traído hasta Budapest, en la misma donde había guardado el
sweater azul. Había encontrado una verde estaño con el borde sepia. Pero la
boina parisina también había quedado atrás desde el momento en que le dijo
cuando vuelvas ya no estaré aquí. Tan solo seis palabras, veintiocho caracteres

5
responsables de dividir su mundo en dos pedazos irregulares y millones de trizas
repartidas por el suelo.

Las sombras comenzaban a ganarle al día, el frío helaba sus pies y su espalda.
La remera de mangas largas y el sweater de lana que llevaba no parecían
suficientes para los onces grados que estarían marcando los termómetros. O tal
vez ya serían diez, porque la temperatura iba descendiendo en una caída tan
libre como imparable. No volvió al museo. Tampoco a su departamento. En
realidad ya nunca supo a dónde volvía, si era que volvía a algún lugar.

Algunos días más se pasaron en el ritual de beber un café, llegar en la mañana


al museo, mirar el cuadro que debía restaurar y no saber por dónde seguir. Una
rabia sorda le recorría el cuerpo, un regimiento de soldados de plomo que se
preparaban para abalanzar contra su cordura y plantar bandera. Como en
respuesta a la amenaza, los dedos se le ponían rígidos, inútiles; las manos y las
rodillas se le ablandaban. Había llegado a estucar los bordes superiores, la
carabera y el evangelio, pero con el rostro no podía. Menos con los hombros
desnudos. Una tarde en el mar. La cámara retratando la figura de ella, una toalla
de playa celeste cubría uno de sus hombros, un cielo diáfano y azul, un
acantilado desnudo detrás de su cuerpo y su figura angelical. Esa imagen lo
perseguía como un perro lazarillo desde que había visto a la magdalena que le
tocaba restaurar. La había sacado con la cámara que ella le regaló el día de su
aniversario número dos, estaban en Natal, la playa del amor. Necesitaba un
rellenado suave, sutil, especialmente en el límite de los ojos y en algunos rizos
de cabello. Pero le temblaba tanto el pulso que apenas podía tocar el lienzo. Por
eso se exasperaba, por eso miraba al cuadro con el rictus rígido, las mandíbulas
apretadas, los músculos agarrotados. Hubiera querido restaurar la otra
magdalena, la que le habían asignado a su compañero, un madrileño tan parco
como él con quien solo intercambiaban un buen día a primera hora de la mañana.
Tal era su impotencia —parecía que sus manos respondían órdenes de otro
cerebro igual de aturdido que el suyo— que, luego de hacer el estucado a uno
de los dedos finos y largos, abandonó el óleo.

Ese cuadro le hablaba, esa mujer, hipnótica, bella, de rubios cabellos. El corazón
se le aceleró con la arritmia del fracaso, esa que le apareció como un golpe seco
cuando recordó lo perdido. La magdalena. Su mirada mirando al suelo, su cara
6
pidiendo compasión, su expresión arrepentida lo exacerbaba. Por escapar del
embrujo tropezó a medio camino con Jani, quien en ese momento le llevaba la
herramienta que él mismo le había pedido minutos antes. Pablo sabía que,
apenas al otro lado de la pared, el madrileño estaba terminando la obra. Sabía
que se rumoreaba por los pasillos que le reasignarían a él su magdalena
penitente. Por eso se fue a su atelier. Pero pronto llegó el director a increparlo,
a preguntarle de mala manera qué estaba haciendo en una sala que no era la
suya. Después, lo intimó a entregar el cuadro terminado. Bajo el tono
amenazante de su voz, podía adivinarse que hacía un tiempo que había dejado
de creer en que esto pudiera ocurrir. Pero Pablo aún se reestablecía de aquella
arritmia emocional que no lo dejaba respirar, que lo dejaba fuera de toda
posibilidad de ver o tan solo escuchar.

Al día siguiente, estucó los pocos rincones del lienzo libres de la mirada de
Magdalena. Aunque tan solo su presencia lo embargaba de furia, ese rostro
angelical verdaderamente lo hacía sufrir. Se alejó como quien huye del candor
que quema. Tenía que hablar con ella, tenía que hablar. Toٙmó el abrigo y salió
a la calle. La vida, esa ciudad, eran como una burbuja sin gravedad donde sentía
suspenderse en el tiempo. La encontró cruzando la avenida y la increpó al llegar
a la vereda, ella salió corriendo y se alejó de él, pero luego la reconoció subiendo
a un taxi que se alejaba y más tarde paseando a un perro por la calle de su
departamento, el perro ladró y mostró sus dientes, y ella escapó sin siquiera
emitir palabra. Entonces una lluvia repentina obligó a todo transeúnte a
guarescerse. Mientras, él seguía buscándola. En cada esquina, en cada negocio.
La buscó en el bar en ruinas, la buscó en el parque Városliguet, a la salida de la
estación, pero ella no estaba. Ella no estaba en ninguna parte y a él el agua le
había absorbido sus zapatos, su pelo, su cuerpo.

Fue así que se sintió a las puertas de un estado demencial; roja su cara, saltones
los ojos, azuladas las venas de la sien. La ira se imponía sin piedad en la fuerza
que sus dedos comprimían, en la velocidad de su cuerpo que avanzaba, en la
presión de su mirada, en los pensamientos espiralados que ya no podían salir.
Gritos mudos, voces ciegas, la realidad como un carrusel que gira en falso. La
realidad empañada por la lluvia que, implacable y sonora, iba tomando la ciudad
toda. Llegó a su casa, subió corriendo las escaleras que lo llevaban a su

7
departamento y allí también la vio: entraba al 4”D”. No dudó un segundo y le
preguntó a los gritos por qué lo había dejado. El ruido hizo que un hombre saliera
de aquel departamento y lo embistiera de un puñetazo que lo dejó tirado en el
piso. Entonces era eso, tenía otro, él ya lo sabía. A duras penas consiguió
incorporarse y entró a su casa, se cambió de ropa y salió nuevamente. En una
noche infinita —tanto como los días que le había tocado vivir— salió para
encontrarla.

Tan lejos de los platos que sobraban, de las plantas que debería regar, de las
cuentas matemáticas de una vida dividida en dos: tres para vos, dos para mí, el
sweater azul. Tan socarrona, tan desvergonzada y entera, cuando vuelvas ya no
estaré aquí. La foto del acantilado y sus dedos finos. Rompió todo lo que
encontró al paso. El velador de su mesita de luz, la planta del hall del edificio.
Corrió, corrió por el parque, corrió hacia la estación Bajda Utca, corrió sin saber
de los semáforos o de la gente que se le interponía. Corrió torpe porque él era
torpe, de movimientos bruscos, de comentarios filosos, de mirada retraída. Corrió
hasta que llegó. Apresúrate, corre, no vuelvas nunca, salta a un tren, llama a un
taxi, vete, corre, camina, pasea, ¡pero aléjate de aquí! Y quedó en la esquina,
jadeando, con la boca abierta.

Todas en algún momento lo abandonaban. Por eso entró con su tarjeta de


acceso. Abrió un frasco de diluyente y lo arrojó con fuerza al lienzo. El líquido
comenzó a diluir el óleo, a volverlo impreciso. Las partes azul cobalto, las partes
amarillas del pelo. El diluyente se deslizó ligero por la comisura de los labios de
la magdalena y nubló sus gestos. Cuando vuelvas yo estaré en casa de mi
madre, corre, no vuelvas nunca, sal de este lugar.

El lienzo ahora lloraba gotas de un líquido multicolor que se estrellaba contra el


piso. Pero eso a Pablo no lo conformaba, porque todavía desde un resquicio del
lienzo podía ver uno de los ojos azules. Arrojó la magdalena hacia la pared,
desarmando en el acto el bastidor en el cual se encontraba. El lienzo desarmado
cayó encima de la mesa de trabajo. El ruido de los tachos metálicos contra el
piso produjo un estruendo que hizo sonar la alarma. En definitiva, todas eran
iguales. Busca un tren, vete, camina, pasea. Y quiso irse, escapar, correr, justo
en el momento en que tres policías lo esposaban en el piso.

8
Le siguió a todo aquello una intemporalidad sorda. Una película reproducida en
cámara lenta. El cuidador del museo que le gritaba enfurecido, el guardia que
presionaba su brazo y lo inmovilizaba. Los gritos de un rostro familiar, conocido,
tan cerca suyo que podía sentir las gotas de saliva en su rostro. Al rato lo
sentaron en un auto y le cerraron la puerta en la cara. Sin embargo, todo aquello
había sido para él un filme, como los V8 que miraba en pijama junto a ella.
Atrapado entre la rabia y la vida, en ese resquicio de ira que se lo llevaba todo.
Imperturbable su rostro, dura su expresión, entumecidos sus gestos, las manos
rígidas al lado del cuerpo, los músculos duros.

Después, de a poco, mientras el auto se desplazaba por las calles aún mojadas,
su alrededor fue recuperando el rictus normal, devolviéndole, quizás a su pesar,
la conciencia infinita del bien y del mal.

Pero eso fue varios minutos más tarde, cuando la realidad lo sopapeó y lo hizo
entender que algo grave había sucedido. Porque minutos antes, las luces azules
e intermitentes de los patrulleros lo cegaron. Y aun con el revuelo que crecía
fuera de aquel habitáculo, una calma casi imperceptible lo rodeaba, una ciega
tranquilidad. Tal vez la certeza de no saberse dominado, tal vez la hombría de
una venganza a destiempo. Solo entendía que no volvería a verla, que ya todo
había terminado. El azul de las luces destellando como estrellas artificiales en
plena oscuridad lo obnubilaba. ¿Azul cobalto o azul opalino? ¿Cuál sería el azul
exacto de las intermitentes luces que lo cegaban?

También podría gustarte