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Capítulo III

El ático de la Esquina de los Vientos tenía habitante. Eduardo pasaba todas las tardes por allí, a pie,
pues el doctor Eugênio le había recomendado que dejara de conducir el automóvil hasta que le
hubiera tratado de los nervios. En la esquina biselada, se hallaba un almacén con sus amplias
puertas de metal corrugado que se abrían a la acera. Los niños se reunían delante de una de ellas
al atardecer, disputándose los helados. Justo al lado, en la calle del estudio de arquitectos, una
estrecha puerta de madera, de estilo antiguo, daba acceso a una larga escalera de caracol, que
llevaba al ático.

Hace unos días había visto a unos obreros cambiando la cerradura de la puerta y luego pintándola
de verde claro, y a los muchachos de la limpieza lavando la escalera con soda cáustica. Otra tarde,
vio a alguien frotando con un paño los vidrios de los ventanales que daban al exterior, sobre las
puertas del almacén. Después no reparó en más.

Ahora, en el departamento de allá arriba, los geranios de la jardinera bajo la ventana se asomaban
afuera, como espiando a quien pasaba. Las cortinas ligeras revoloteaban. Alguien moraba dentro.

Algún chiflado, de seguro, amante del romanticismo. A juzgar por el almacén, donde compraba
cigarrillos de vez en cuando, no habría mucho espacio arriba para vivir cómodamente.

Dos personas no podrían evitar mirarse la una a la otra todo el tiempo. Lo que es insoportable.

Un día, mientras compraba cigarrillos, oyó que el dueño de la tienda daba órdenes para la entrega
de mercancías al cajero:

—Llévelo arriba. La moza ya se ha quejado.

—¿Tenemos vecinos?

—Una moza, Señor Eduardo. Creo que artista. Tiene uno de esos aparatos desplegables que usan
los pintores…
—¿Caballete?

—Un caballete, sí.

—Bonita vecindad —se río—. Pronto tendremos aquí un nuevo Barrio Latino.

El hombre no lo captó.

—Sí, señor.

Pero durante más de un mes, no tuvo oportunidad de conocer a la habitante del ático de la
Esquina de los Vientos, apodo que los colegas del estudio le habían puesto por las ráfagas de
viento que descendían de la sierra, circulaban por la calle y tiraban por el suelo todos los planos y
proyectos que diseñaban.

¿Qué cara tendría la muchacha? ¿Sería realmente pintora? ¿Rubia o morena? Siempre había
sentido curiosidad por confrontar a las personas de las que le hablaban, fueran hombres o
mujeres.

Para él, los nombres, referencias y retratos hechos con palabras no eran más que abstracciones.
Sólo podía conocer mirando, viendo y analizando las formas. La cual era una manía suya de oficio.

Tiempo después, conocería bien y para siempre a la criatura. Sería capaz de dibujar su figura como
si la llevase grabada dentro, como si fuera un escultor de ceroplástica acompañando una
necropsia. Reconocía que a menudo erraba: las formas son engañosas y ocultan misterios que no
se exteriorizan en el corte de una boca, en la aleta de una nariz o en lo esquivo de un mirar. Como
si la carne se revistiese de un impulso sin dejarse contagiar por él, sino en cambio lo amortiguase,
lo desviase, lo embotase. Se equivocaba menos con los artistas, de temperamento nervioso, en los
que la cobertura no parece esparcirse sobre las almas, espesándolas y sofocándolas, a semejanza
de un secante de rodillo aplicado sobre la tinta fresca. ¿Podría, tras un vistazo, esbozar sobre el
papel el cuerpo y el alma que animaban a la residente de la buhardilla de la Esquina de los
Vientos? Y dejar allí explicado, en lápiz de color, ¿por qué aquella criatura habitaba un ático?

Cierta vez, anochecía cuando salió del estudio, donde se había demorado en concluir un proyecto
debido a las manías de Augusta, que constantemente andaba preocupada por introducir cosas
nuevas en su viejo caserón. No quería mandar a construir una casa moderna, pero quería las
comodidades de los apartamentos en una antigua. Eduardo ya le había dicho que una bañera
moderna en el caserón sería una auténtica indecencia: una anciana en traje de baño. Augusta, sin
embargo, no pensaba abandonar lo del caserón y, una y otra vez, le pedía nuevas ideas.

Pasando por la Esquina de los Vientos, como el ventanal estaba iluminado, miró hacia arriba. La
moradora se inclinó para verlo. Ella daba la espalda a contraluz y Eduardo no podía distinguir sus
facciones. Llegó a darse la vuelta, pero fue en vano. Y él se quedó pensando en el incidente hasta
el día siguiente.

Esta vez se retrasó a propósito, pero salió antes de que oscureciera del todo. Quería ver su rostro.
Sabía apenas que era rubia. Ella estaba nuevamente en la ventana. Desde la distancia se puso a
observar sus rasgos y la encontró linda.

La chispa en los ojos, la chispa que anima a la criatura, esa se le escapaba. Como la tarde anterior,
la moza se inclinó para verlo. Eduardo levantó la cabeza al pasar bajo la ventana.

Era realmente bonita, y vista así desde abajo hacia arriba, no se veía delgada. No, no podría
llamarse Cíntia. Siguió caminando y, antes de doblar la esquina, se volteó para verla una vez más. Y
la jovencita, que lo acompañaba con la mirada, sorprendida por su insistencia, le mostró la lengua.
Él se rió con lo inesperado de la reacción. Debía ser una chica de temperamento bohemio, alegre,
casi como el de Cintia. Ella se rió también.

Aquello le produjo un bienestar inmenso durante la noche. Frente al espejo, mientras se afeitaba,
le mostró la lengua a su propia imagen y lo halló gracioso. ¿Por qué no le había devuelto el gesto?
Siempre se atrasaba con las respuestas.

Al otro día, Eduardo, sonriente, la saludó como a una vieja conocida, y la muchacha respondió en
el mismo tono. Después, transcurrió casi una semana sin verla, el ático parecía triste y
abandonado. Comprando cigarrillos, se enteró que la pintora había viajado. Ella no se demoró
mucho fuera.

Cuando la vio, se sintió contento, como si ya la conociese y la recuperase. No le había visto la


chispa de los ojos, no la conocía, pero adivinaba en ella la proximidad de Cintia.

Todavía era incapaz de esbozar su figura de cuerpo entero. ¿Sería Cintia quien surgiría en ella?
Cuando cruzó por debajo de la ventana, le hizo un gesto amistoso con la mano, pues iba sin
sombrero.

—Buenas tardes...

—Buenas tardes —respondió ella, sonriendo y siguiéndolo con la mirada hasta que dobló la
esquina.

Si la tienda estuviera abierta, él entraría a comprar cigarrillos y tendría la oportunidad, al salir, de


saludarla otra vez.

Pero ya eran más de las seis de la tarde.

Se olvidó de ella durante tres días, confinado en cama, resfriado, arropado bajo los cuidados de
Lucía y leyendo el "Don Quijote" para que el tiempo pasara más deprisa.

El primer día que estuvo de vuelta en el estudio, al regresar a casa, necesitó traer consigo el
maletín lleno de los croquis para la reforma del caserón de Augusta. Y venía pensando en
convencer a su cuñada de que aquello nunca sería como una obra nueva, cuando, al cruzar por
delante de la puerta del ático, la moza pintora salió. Eduardo no la reconoció a primera vista y el
encuentro lo sorprendió. Estaba tan cerca de ella que se detuvo. Sería incluso descortés pasar de
largo sin saludarla, aunque no la conociera. Ella, retrocediendo para dejarle paso, se rió y
comprendió que él no la había reconocido.

—¿Tengo que volver a mostrarle la lengua?

Eduardo alzó su sombrero descubriéndose y riéndose con ella, dijo:

—Perdón, señorita. Venía con la cabeza tan llena de proyectos…

No supo qué más decir. Se quedó sonriéndole, localizando la chispa de sus ojos, que le daban una
apariencia más liviana y ágil de la que en un principio aparentó. Chispa que parecía impulsarla
hacia lo alto, en una búsqueda ansiosa de amplios espacios. Oprimida por la vida, se contenía con
una sonrisa fácil y alentadora.

—¿Sabe que parecemos un par de bobos mirándose el uno al otro?

Ella cerró la puerta y empezó a caminar a su lado, consintiendo de antemano a la petición que él le
haría de permitirle acompañarla.

Pero Eduardo ni se lo pidió. ¡La chica tenía un andar suave, elástico y sin esfuerzo, ¡tan agradable
de seguir!

—¿La señorita se llama Cintia?

—No es así como los hombres acostumbran hacer para saber el nombre de las mujeres —dijo,
buscándole los ojos—. Me llamo Anita.

—Un bonito nombre.

Había acertado. No era Cintia. Pero casi podría llamarse Cintia. Liberada, desatada. ¡Anita! Casi un
grito, pero con la "a" frustrando la fuerza como temiendo arrepentirse, y a pesar de todo, el grito
lanzado. Anita. Casi Cíntia, tal vez Cíntia, como si empezara a nacer a partir de ese preciso
momento, y toda ella se le revelase en sus misterios largamente guardados.

—¿Y el señor?

—Eduardo.

—Usted es dibujante, ¿no?

—En mi tiempo libre. Y la señorita, ¿es pintora?


—¿Yo? No. Tengo un caballete con un cuadro inacabado de no sé de quién. Pero solo para darle
color al ático. Y ya todos piensan que soy pintora. —entonces calló un rato para darse cuenta—.
Está bien. ¡Denota falta de criterio! —y se echó a reír, sacudiéndose el cabello enredado, divertida
ante el descubrimiento—. Bien, suba a mi casa una de estas tardes a ver el cuadro. Quiero que me
diga qué le parece. Voy a tomar ese tranvía. ¡Adiós, señor Eduardo!

Ella había llegado a la otra esquina y se apresuró a abordar. Ya distante, cuando el tranvía se puso
en marcha, le saludó con una sonrisa, dando la amistad por sentada.

Era como un pájaro feliz, bueno y solo. Si no era pintora, ¿qué sería? ¿Estaría soltera?

Tenía el desparpajo de una criatura libre, sin compromisos, viviendo la vida a su manera en su
incómoda buhardilla, que guardaba dentro un caballete con un lienzo inacabado, de autor
desconocido...

Saliendo y entrando a su antojo, indiferente a las habladurías de los vecinos, autosuficiente, ajena
a las cosas tangibles, ¡a la espera del Momento!

Caminó lentamente de regreso, pensando en ella. Y no era pintora… ¡Qué curioso! Si no supiera la
verdad, sería capaz de atribuirle todas las características de una artista, un tanto gitana, a pesar de
sus cabellos rubios y su piel blanca.

Tenía la chispa de una artista, con un aire de anhelo contenido, el temblor nervioso de una flecha
que vibra en el arco antes de soltarse. Y su nombre era Anita. Había algo en ella que lo
atemorizaba, no profundamente, sino a flor de piel, como el miedo de aproximarse a algo oculto e
improfanable, a alguien cuya vecindad nos hace sentirnos más idiotizados, sin aquella flama que
anima y libera.

Quiso examinar todas esas impresiones lo más minuciosamente posible, darles la vuelta, situarse
delante y dentro de ellas. Como alguien que se detiene en medio del campo y, a la vista de árboles
y caminos desconocidos, procura orientarse para proseguir. ¿Qué podría llegar a significar Anita
para él? ¿O qué significaba ya, si es que significaba algo? Una curiosidad morbosa le asediaba:
¿cómo se comportaría ella en el acto amatorio? Y tuvo miedo de que el alma que era ella, saliera
del lodo arrastrando sus alas inútiles.
Sin embargo, temeroso cambió de camino, no cruzando por la Esquina de los Vientos y no yendo a
buscarla por tres o cuatro días, mientras anticipaba el sabor de la conquista. Porque sabía que la
conquistaría, que sería para ella una invitación al pecado, tal vez en cuanto lo viera dentro de su
casa.

Con el correr de los días se sintió seguro de sí mismo, y aquella primera impresión de inferioridad,
de idiotización, se desvaneció. Podría enfrentarse a ella sin precipitarse ni rendirse al primer
impulso. Y un sábado, abandonando el estudio a las cinco de la tarde, fue a tocar a su puerta.

No había timbre. La cabeza de Anita se asomó sobre los geranios de la ventana:

—¿Qué se le ofrece?

Él miró hacia arriba.

—Ah, ¿es el señor Eduardo? No pensé que vendría... Espere, voy a abrir.

Poco después Anita le abría la puerta. Su pelo recogido en lo alto, dejándole la nuca al descubierto,
le brindaba un aspecto juguetón de colegiala fingiendo ser ama de casa. El "négligé" entreabierto
revelaba el comienzo de sus pechos turgentes, ciertamente aún más blancos que sus mejillas.

—Discúlpeme las fachas… Me estaba arreglando el tocado.

—Volveré en otra ocasión, a una hora menos inoportuna—. dijo él, dando un paso atrás.

—¡Para nada, señor Eduardo! ¡Pase, pase! —insistió. Y le posó su mano sobre el brazo,
impidiéndole alejarse—. Entre, ¡siempre estoy tan sola!— pero no se lo dijo para sobornarlo,
sufriendo en tono de víctima, sino simplemente reconociendo el hecho, sin lamentarse.

—Si no la molesto, entonces... Después de todo, se trata de una visita de carácter casi profesional.
Ella lo condujo escaleras arriba y, como después de los primeros escalones él avanzaba con
dificultad a causa de la oscuridad que se cernía, ella le tendió la mano; una mano seca, virilizada
por los nervios, cálida y electrizante. Así avanzaron, subieron toda la escalera, unos treinta
peldaños, jadeando en la oscuridad, la muchacha riéndose bajito del esfuerzo que él hacía,
mientras Eduardo se sentía satisfecho por la oportunidad que le concedía, de ser guiado por ella.

Escalera de densas tinieblas, las desviaciones negras e inútiles, retorciéndose en vueltas


innecesarias, sugiriendo misterios por los bordes. Los peldaños, al ser pisados crujían o apenas se
quejaban, como en una ofensiva o en un esfuerzo que no podrían soportar una segunda vez.

—Un verdadero ejercicio de alpinismo. —dijo Eduardo, apretándole la mano.

Y ella, sin corresponderle, le soltó la mano:

—¡Me costó encontrar una escalera más romántica! ¿No se ve adorable? —y le imploró una
respuesta afirmativa, que para ella parecía tener gran importancia—. ¿No le parece?

Eduardo no creía lo mismo. Pero los ojos de la moza se lo preguntaban también, incluso más que
su boca, y él no tuvo corazón para decirle que detestaba las escaleras.

—Es verdad. Tengo una cuñada que pagaría cualquier precio por una escalera como esta, aunque
no pudiera subirla por su problema cardíaco.

Anita se volvió hacia él, no sorprendida ni extrañada, sino con aire de quien registra un hecho
imprevisto:

—Ah, usted es casado.

—Sí, lo soy.

—Pues aquí estamos —anunció ella, mostrándole con un gesto circular el amplio aposento que
daba a la calle.
Toda la buhardilla, a excepción de los pequeños compartimentos del fondo, consistía solo en
aquella sala grande, dividida al centro por dos escalones, que daban acceso a una parte más alta,
donde se hallaba el dormitorio.

No, no era una artista: era un ama de casa. La denunciaba el leve toque femenino en el arreglo de
la pequeñas cosas que caracterizan a la mujer doméstica. Una psicología ordenada, exigente en los
detalles, meticulosa, pero nada convencional.

—Aquí está el cuadro —llevó a Eduardo junto a la ventana y levantó el trapo de seda que cubría el
lienzo—. Me dijeron que lo estaba pintando un joven que murió de tuberculosis, al parecer…

El lienzo representaba un páramo. Una casita de pastores en primer plano y, al fondo, en


contraposición a la línea del horizonte, el lucero del alba en plena ascensión. De hecho, estaba
inacabado. Aquí y allá, le faltaban las últimas pinceladas. El tono crudo del lienzo, que se
vislumbraba bajo las capas de pintura, impedía el libre flujo de la imaginación.

Las raíces retorcidas y expuestas de un tronco que brotaba de los intersticios de la piedra, daban al
cuadro un aire de feroz y obstinada desesperación, como una plaga sofocada o una maldición
continuamente rumiada. La niebla se elevaba del suelo, borrando las cosas y sumándose a la
atmósfera de abandono del páramo bajo la luz fría y distante de la estrella naciente.

—Debió ser un solitario —afirmó él. Intuía toda una tragedia detrás de aquellas pinceladas
espontáneas y afligidas—. No era un genio, desde luego, pero sí una criatura que valía la pena
conocer.

Anita se perturbó.

—Sí, es lo que me parece. Es la primera vez que una persona siente la misma impresión que yo.

Y lo miró intensamente, más allá de los ojos, más profundo de lo que mostraban sus pupilas,
atravesándolo en ese instante, con urgencia, como si tratara de prescindir de todas las palabras
que serían necesarias para acercarlos el uno al otro.

Eduardo tuvo la intuición de que aquel pintor la había amado hasta la locura y que había muerto
por ella. Nunca tocaría el asunto: se veía que la hacía sufrir. Y ella le estaba agradecida por
detenerse ante un silencio que él podría forzarle a romper. Comprendió que un desconocido había
llegado al umbral de su secreto y que ahora reculaba respetuosamente.

—No imaginaba que aquí arriba pudiera existir un rincón tan acogedor —y cubrió el lienzo con el
trozo de seda—. Mire, no insistiré en el asunto. Todos tenemos derecho a guardar nuestros
secretos.

—¿Usted ha pensado en eso? —exclamó ella. Y frente a él, ansiosa por la respuesta, como
siempre, juntó sus manos entrelazando los dedos. Si no estuviera usando tacones altos, se pondría
de puntillas.

—Confieso que sí, que tenía curiosidad… —y recorrió con la mirada el ático, absorbiendo
deliciosamente ese aire doméstico de romance que ella esparcía a su alrededor.

—¡Un ático, como en las novelas de Murger! ¡Hace mucho tiempo que soñaba con un lugar como
este! Y usted no se imagina lo barato que me cuesta. Nadie quería alquilarlo tampoco…

—Llevo muchos años pasando por aquí y nunca antes lo vi alquilado. Dicen los vecinos que está
embrujado.

Anita se rió y, cogiéndole de las manos en una intimidad que lo deslumbró, lo hizo sentarse en el
diván que estaba de espaldas a la ventana.

—¡Qué suerte, la mía! Le reclamaré al casero por la ausencia de fantasmas, ¡que más da!

Quiso que él abriese el maletín que se llevaba a casa y discrepó con su opinión sobre los planes de
reforma para el caserón de Augusta. Era como su cuñada: apreciaba las casas antiguas. Nunca sería
capaz de vivir sola en una casa moderna. Las nuevas casas, hechas de hormigón, no tienen alma.
No tienen nada en común con las criaturas. Son canteras artificiales, duras y frías, indiferentes a la
vida y a la muerte.

Su casero, por ejemplo, para volverle el ático más confortable, le había propuesto, sin aumento de
alquiler, mandar a sustituir la vieja escalera de madera por una de piedra, diseñada en dos grandes
tramos, con escalones más anchos.
Ella no aceptó. Nada de innovaciones. Quería su ático abandonado tal como estaba. Sólo accedió a
la pintura impermeable, ya que las paredes rezumaban humedad, y también a la calefacción
central y a un teléfono. Pero incluso el teléfono estaba escondido dentro de la mesita de noche.

De hecho, nadie le telefoneaba.

—Procuraré dar uso a su teléfono en la medida de lo posible…

—No, no. Cuando quiera hablar conmigo, venga a verme. Casi nunca salgo de casa.

—¿No trabaja?

—No, soy una vagabunda. Puedo pasarme el día entero tumbada en el diván imaginando cosas —y
se rió, ante el asombro que él fingía—. ¿Sabe qué, señor Eduardo? Me gusta imaginar cosas que
podrían haber sucedido.

Eduardo se levantó para irse. No debería quitarle mucho tiempo a la joven. Tal vez estuviese
esperando a alguien, en una tarde de sábado como esta.

De todos modos, era la primera vez que la visitaba y sabía tan poco de ella… Anita no insistió en
que se quedara. Lo acompañó hasta el rellano de la escalera.

—Usted se va a caer. ¡Está tan oscuro! Espere un poco.

Fue a la cocina y regresó con una vela, la cual, a causa del viento que soplaba por la ventana
abierta hacia la calle, no consiguió encender sino después de quemar media docena de fósforos.

Bajaron, Eduardo por delante, protegiendo la oscilante llama de la vela y divertido por lo inédito de
la situación. Ella, riéndose del cuidado con que él pisaba, sin poder apoyarse en la barandilla.
—¡Y mi casero quería estropear esta escalera con una lámpara! —exclamó, mientras se sostenía
suavemente del brazo de él.

Al abrir la puerta de la calle, la vela se apagó y quedaron completamente a oscuras. Eduardo le dio
el cabo de la vela y la caja de cerillas. Y le tendió la mano, despidiéndose:

—Si me permite, volveré para ayudarla a soportar tanta soledad.

Anita le apretó la mano y se la llevó al pecho:

—Vuelva si quiere, pero… Mire, soy capaz de enamorarme de usted —confesó en un arrebato, y
Eduardo juró que no se sonrojaría. Aceptó la revelación sin sorpresa, como si la estuviera
esperando.

Un aroma tranquilo y agradable emanaba de ella, tocado ligeramente por el dulzor del esmalte de
sus uñas, que debería haberse pintado hace poco.

—Yo volvería, de todos modos, precisamente para que eso sucediera… Anita.

—Ahora vete, anda, antes de que me ponga a llorar —y lo empujó afuera, riéndose mientras tanto.

Eduardo besó las manos con las que ella lo apartaba, luego la agarró por los hombros y la besó
rápidamente en la boca. Ella, asombrada, se resistió un poco, pero pronto cedió y lo abrazó por la
cintura. Eduardo la besó largamente, sin pensar, ahora con su brazo bajo la nuca de ella y con la
otra mano estrechando su cuerpo contra el suyo, en una posesión casi consentida. Cuando la soltó,
ella se reía:

—¡Atrevido!

—No me pude resistir…


—¡Qué excusa tan mala, Eduardo! —y empezó a tutearlo. Con los brazos extendidos, posó sus
manos sobre los hombros de él, para impedirle que la besase nuevamente—. Me gustaría salir
contigo esta noche.

Recordó que Lucía lo estaba esperando para llevarla junto con los niños a casa de Augusta. Y ya era
hora. Podría llamarla por teléfono...

—¿Por qué no vamos, entonces?

—¿Tú puedes?

—¡Claro que puedo! Basta con telefonear.

—Pues sí.

Y ella lo abrazó, ofreciéndole otra vez su boca y pegándose toda a él. Sólo no permitió que le
tocase las formas debajo del "négligé". Cuando las manos de él descendieron tímidamente por sus
caderas, ella lo apartó, con un resoplido de molestia.

—No.

Y como él no reaccionó, quedándose callado y cohibido, ella le pasó la mano por la frente:

—Tontito.

Él siguió sin decir nada, perturbado por el rechazo. Anita le pasó la mano por el rostro y le tocó los
labios con las puntas de los dedos.

—¿Por qué no te dejas crecer el bigote?


Eduardo le cogió la mano y la besó en la palma. Y tan ardientemente que Anita volvió a aferrarse a
él, conmovida. Entonces dejó que él le entreabriera el "négligé" y le besara el cuello. La mano
ansiosa del hombre encontró en su espalda el lazo del vestido y lo desató.

La joven, fastidiada, cerró su camisón, le dio la espalda y empezó a subir las escaleras lentamente.
Eduardo azotó la puerta y corrió tras ella. Subieron sin decir una palabra. En mitad del tramo de la
escalera, él tropezó y Anita volvió a tenderle la mano para guiarlo.

Cuando entraron en el aposento, vio que la moza no estaba enojada.

—Quédate junto a la ventana mientras me visto.

Él caminó hacia la ventana, pero se detuvo ante el cuadro y lo destapó. ¿Podría aquel pintor haber
sido amante de ella?

—Por favor, Eduardo, cubre ese cuadro: me entristece.

Eduardo obedeció y se acercó a la ventana. No se sentía absolutamente feliz. Pensó en Lucía que lo
esperaba con los niños, en Augusta, que encontraría extraña su ausencia, en las explicaciones del
día siguiente...

—Listo, puedes voltearte —y bajando las escaleras, se exhibió entera en un vestido oscuro, sin
adornos y con su pelo recogido en lo alto por pinzas de cabello.

—Sólo me falta arreglarme el cabello.

—¡Eres un primor, Anita! —exclamó, deseándola. Pero tenía a Lucía—. ¿Puedo llamar por
teléfono?

Ella, sujetando entre los dientes las horquillas que se quitaba del pelo, movió los ojos indicándole
la mesita veladora. Eduardo se sentó en el borde de la cama, sacó el teléfono y marcó. No
respondieron. Volvió a marcar y dejó que la señal se repitiera varias veces en el otro extremo de la
línea. Fue inútil.
Guardó el aparato con un suspiro de alivio:

—Ya salieron.

En el espejo de la puerta del armario, frente al cual se peinaba, Anita se reflejó sonriente.

Quiso llevarla al cine o al teatro, pero la moza no aceptó. Fueron a pasear por las tristes calles de
los arrabales, cogidos del brazo, cortejándose. Bajo los árboles, en la oscuridad, ella dejó que
Eduardo la besara rápidamente en el rostro y el cuello, pero le esquivaba la boca. Ya era tarde
cuando ingresaron en un pequeño restaurante desierto.

El vino la hizo más desinhibida y risueña. Sus mejillas se calentaron y perdió esa actitud que a
Eduardo le resultaba algo distante, inasequible, como de quien no se entrega sino a medias. Se
marcharon riendo ante las caras de sorpresa de los clientes que entraban y se sentaban en las
mesas para tomar el último café de la noche.

Él no quiso volver en automóvil, a pesar de la distancia. Regresaron en tranvía, acurrucados juntos


en el último banco, como un par de enamorados, diciéndose tonterías, sin intercambiarse
confidencias, que nada se habían contado de sus vidas privadas. En la puerta, ella le ofreció su
mejilla para que la besara.

—¿No puedo subir?

—Hoy no —y, divertida con su impaciencia, se reía.

—¿Por qué no?

—Porque no.

Eduardo cerró la puerta, la cargó en brazos sin que ella opusiera resistencia y comenzó a subir las
escaleras. Pero los escalones eran tan empinados y la oscuridad tan grande que, temiendo caerse
con ella, la bajó. Anita se paró delante de él, un peldaño más arriba, riéndose en la oscuridad.
—Mi dragón me protege. ¡Aquí sólo puede entrar quien yo quiera, tonto!

—¿Y realmente no quieres? – dijo él, con la mano palpando la pared y descendiendo un escalón.

Anita bajó hasta él y le entregó su boca. Se besaron en silencio, repetidas veces, ella sujetándole
las manos para que no la desvistiera.

—Ahora vete y vuelve mañana.

Eduardo no insistió más. Le besó las manos y partió.

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