Está en la página 1de 14

ANTOLOGÍA DE TEXTOS DE LA NOVELA ESPAÑOLA POSTERIOR A LA GUERRA

CIVIL

CAMILO JOSÉ CELA, La familia de Pascual Duarte


La familia de Pascual Duarte (1942) inaugura la corriente denominada tremendismo. Pascual, un
campesino extremeño, cuenta su vida mientras espera su ejecución acusado de haber matado a su
madre. La trágica vida de Pascual, la fatalidad que le ha perseguido desde la infancia y el ambiente
hostil en el que se ha criado han hecho de él un ser primitivo que solo sabe reaccionar de manera
impulsiva y violenta, impotente ante la adversidad y la maldad que le rodea.

Texto 1
Capítulo 1
Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mimos cueros tenemos
todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en
variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte.
Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se
les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquellos gozan de un mirar sereno
y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la
llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse
las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya.

Nací hace muchos años – lo menos cincuenta y cinco- en un pueblo perdido por la provincia de
Badajoz; el pueblo estaba a unas dos leguas de Almendralejo, agachado sobre una carretera lisa y
larga como un día sin pan, lisa y larga como los días - de una lisura y una largura como usted, para
su bien, no puede ni figurarse- de un condenado a muerte. (…)
Tenía un perrilla perdiguera -la Chispa-, medio ruin, medio bravía, pero que se entendía muy bien
conmigo; con ella me iba muchas mañanas hasta la Charca, a legua y media del pueblo hacia la raya
de Portugal, y nunca nos volvíamos de vacío para la casa. Al volver, la perra se me adelantaba y me
esperaba siempre junto al cruce; había allí una piedra redonda y achatada como una silla baja, de la
que guardo tan grato recuerdo como de cualquier persona; mejor, seguramente, que el que guardo
de muchas de ellas. (...) La perrilla, se sentaba enfrente de mí, sobre sus dos patas de atrás, y me
miraba, con la cabeza ladeada, con sus dos ojillos castaños muy despiertos; yo le hablaba y ella,
como si quisiera entenderme mejor, levantaba un poco las orejas; cuando me callaba aprovechaba
para dar unas carreras detrás de los saltamontes, o simplemente para cambiar de postura. Cuando
me marchaba, siempre, sin saber por qué, había de volver la cabeza hacia la piedra, como para
despedirme, y hubo un día que debió parecerme tan triste por mi marcha, que no tuve más suerte
que volver mis pasos a sentarme de nuevo... La perra volvió a echarse frente a mí y volvió a
mirarme; ahora me doy cuenta de que tenía la mirada de los confesores, escrutadora y fría, como
dicen que es la de los linces... Un temblor recorrió todo mi cuerpo; parecía como una corriente que
forzaba por salirme por los brazos. El pitillo se me había apagado; la escopeta de un solo caño se
dejaba acariciar, lentamente, entre mis piernas. La perra seguía mirándome fija, como si no me
hubiera visto nunca, como si fuese a culparme de algo de un momento a otro, y su mirada me
calentaba la sangre de las venas de tal manera que se veía llegar el momento en que tuviese que
entregarme; hacía calor, un calor espantoso, y mis ojos se entornaban dominados por el mirar, como
un clavo, del animal...

Cogí la escopeta y disparé; volví a cargar y volví a disparar. La perra tenía una sangre oscura y
pegajosa que se extendía poco a poco por la tierra.
Texto 2
Se llevaban mal mis padres; a su poca educación se unía su escasez de virtudes y su falta de
conformidad con lo que Dios les mandaba -defectos todos ellos que para mi desgracia hube de
heredar-y esto hacía que se cuidaran bien poco de pensar los principios y de refrenar los instintos, lo
que daba lugar a que cualquier motivo, por pequeño que fuese, bastara para desencadenar la
tormenta que se prolongaba después días y días sin que se le viese el fin. Yo, por lo general, no
tomaba el partido de ninguno porque si he de decir verdad tanto me daba el que cobrase el uno
como el otro; unas veces me alegraba de que zurrase mi padre y otras mi madre, pero nunca hice de
esto cuestión de gabinete.

Mi madre no sabía leer ni escribir; mi padre sí, y tan orgulloso estaba de ello que se lo echaba en
cara cada lunes y cada martes y, con frecuencia y aunque no viniera a cuento, solía llamarla
ignorante, ofensa gravísima para mi madre, que se ponía como un basilisco. Algunas tardes venía
mi padre para casa con un papel en la mano y, quisiéramos que no, nos sentaba a los dos en la
cocina y nos leía las noticias; venían después los comentarios y en ese momento yo me echaba a
temblar porque estos comentarios eran siempre el principio de alguna bronca. Mi madre, por
ofenderlo, le decía que el papel no decía nada de lo que leía y que todo lo que decía se lo sacaba mi
padre de la cabeza, y a este, el oírla esa opinión le sacaba de quicio; gritaba como si estuviera loco,
la llamaba ignorante y bruja y acababa siempre diciendo a grandes voces que si él supiera decir esas
cosas de los papeles a buena hora se le hubiera ocurrido casarse con ella.

Texto 3
Capítulo 4
Si Mario hubiera tenido sentido cuando dejó este valle de lágrimas a buen seguro que no se hubiera
marchado muy satisfecho de él. Poco vivió entre nosotros, parecía que hubiera olido el parentesco
que le esperaba y hubiera preferido sacrificarlo a la compañía de los inocentes en el limbo. ¡Bien
sabe Dios que acertó con el camino y cuántos fueron los sufrimientos que se ahorró al ahorrarse
años! Cuando nos abandonó no había cumplido todavía los diez años, que si pocos fueron para lo
demasiado que había de sufrir, suficientes debieran de haber sido para llegar a hablar y a andar,
cosas ambas que no llegó a conocer, el pobre no pasó de arrastrarse por el suelo como si fuera una
culebra y de hacer unos ruiditos con la garganta y con la nariz como si fuera una rata: fue lo único
que aprendió. En los primeros años de su vida ya a todos nos fue dado el conocer que el infeliz, que
tonto había nacido, tonto había de morir; tardó año y medio en echar el primer hueso de la boca y
cuando lo hizo, tan fuera del sitio le fue a nacer, que la señora Engracia, que tantas veces fuera
nuestra providencia, hubo de tirárselo con un cordel para ver que no se clavara en la lengua. Hacia
los mismos días, y vaya usted a saber si como resultas de la mucha sangre que tragó por el diente, le
salió un sarampión o sarpullido en el trasero (con perdón) que llegó a ponerle las nalguitas como
desolladas y en la carne viva por habérsele mezclado la orina con el pus de las bubas; cuando hubo
que curarle lo dolido con el vinagre y con sal, la criatura tales llores se dejaba arrancar que hasta el
más duro de corazón hubiera enternecido.

Pasó algún tiempo que otro de cierto sosiego, jugando con una botella, que era lo que le llamaba la
atención, o echadito al sol, para que viviese, en el corral o en la puerta de la calle, y así fue tirando
el inocente, unas veces mejor y otras peor, pero ya más tranquilo, hasta que un día –teniendo la
criatura cuatro años- la suerte se volvió tan de su contra que, sin haberlo buscado ni deseado, sin a
nadie haber molestado, ni haber tentado a Dios, un guarro ( con perdón) le comió las dos orejas.
Don Raimundo, el boticario, le puso unos polvos amarillitos de seroformo, y tanta dolor daba el
verlo amarillado y sin orejas que todas las vecinas, por llevarle consuelo, le llevaban, las más, un
tejeringo, los domingos; otras, unas almendras; otras, unas aceitunas en aceite o un poco de
chorizo… ¡Pobre Mario, y cómo agradecía, con sus ojos negrillos, los consuelos! Si mal había
estado hasta entonces, mucho más mal le aguardaba después de lo del guarro (con perdón);
pasábase los días y las noches llorando y aullando como un abandonado, y como la poca paciencia
de la madre la agotó cuando más falta le hacía, se pasaba los meses tirado por los suelos, comiendo
lo que le echaban, y tan sucio que aun a mí que, ¿para qué mentir?, nunca me lavé demasiado,
llegaba a darme repugnancia.

Cuando un guarro ( con perdón) se lo ponía a la vista, cosa que en la provincia pasaba tantas veces
al día como no se quisiese, le entraban al hermano unos corajes que se ponía como loco: gritaba con
más fuerza aún que la costumbre, se atosigaba por esconderse detrás de algo, y en la cara y en los
ojos una temor se le acusaba que dudo que no lograse parar al mismo Lucifer que a la Tierra
subiese.

La colmena
La colmena se editó en Buenos Aires en el año 1951. La censura impidió su publicación en España
hasta 1955. Es un retrato fiel de una triste realidad presidida por el sexo, el hambre y el miedo. La
novela está estructurada en seis capítulos y un epílogo. Cada capítulo consta de un número variable
de secuencias en las que se entrecruzan las amargas historias de unos trescientos personajes en el
Madrid de la posguerra. Cada secuencia es como la celda de una colmena. El protagonismo es
colectivo y no hay desenlace pues todas las acciones quedan inacabadas.

Texto 1
Doña Rosa va y viene por entre las mesas del café, tropezando a los clientes con su enorme trasero.
Doña Rosa dice con frecuencia leñe y nos ha merengao. Para doña Rosa, el mundo es su café, y
alrededor de su café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le brillan los ojillos cuando
viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga corta. Yo creo que todo eso son
habladurías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un buen amadeo de plata por nada de este mundo.
Ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más,
por entre las mesas. Fuma tabaco de noventa, cuando está a solas, y bebe ojén, buenas copas de
ojén, desde que se levanta hasta que se acuesta. Después tose y sonríe. Cuando está de buenas, se
sienta en la cocina, en una banqueta baja, y lee novelas y folletines, cuanto más sangrientos, mejor:
todo alimenta. Entonces le gasta bromas a la gente y les cuenta el crimen de la calle de Bordadores
o el del expreso de Andalucía.

Texto 2
Martín Marco
[Martín Marco, escritor sin dinero, es expulsado del café de doña Rosa, lugar en el que coinciden
muchos personajes de la obra. Este personaje actúa como nexo entre algunas de las historias que
pueblan la novela]

Uno de los hombres que, de codos sobre el velador, ya sabéis, se sujeta la pálida frente con una
mano –triste y amarga la mirada, preocupada y como sobrecogida la expresión-, habla con el
camarero. Trata de sonreír con dulzura, parece un niño abandonado que pide agua en una casa del
camino.
El camarero hace gestos con la cabeza y llama al echador.
Luis, el echador, se acerca hasta la dueña.
—Señorita, dice Pepe que aquel señor no quiere pagar.
—Pues que se las arregle como pueda para sacarle los cuartos; eso es cosa suya; si no se los saca,
dile que se le pegan al bolsillo y en paz. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
La dueña se ajusta los lentes y mira.
—¿Cuál es?
—Aquel de allí, aquel que lleva gafitas de hierro.
—¡Anda, qué tío, pues esto sí que tiene gracia! ¡Con esa cara! Oye, ¿y por qué regla de tres no
quiere pagar?
—Ya ve… Dice que se ha venido sin dinero.
—¡Pues sí, lo que faltaba para el duro! Lo que sobran en este país son pícaros.
El echador, sin mirar para los ojos de doña Rosa, habla con un hilo de voz.
—Dice que cuando tenga ya vendrá a pagar.
Las palabras, al salir de la garganta de doña Rosa, suenan como el latón.
—Eso dicen todos y después, para uno que vuelve, cien se largan, y si te he visto no me
acuerdo. ¡Ni hablar! ¡Cría cuervos y te sacarán los ojos! Dile a Pepe que ya sabe: a la calle con
suavidad, y en la acera, dos patadas bien dadas donde se tercie. ¡Pues nos ha merengao!

1.- velador: mesita de un solo pie, por lo común redonda. 2.- Echador: camarero encargado de
echar el café y la leche en las tazas. 3.- Se le pegan al bolsillo: se le descuentan del sueldo.

Texto 3
Merceditas
Por la calle van cogidos de la mano, parecen un tío con una sobrina que saca de paseo.
La niña, al pasar por la portería, vuelve la cabeza para el otro lado. Va pensando y no ve el primer
escalón.
—¡A ver si te desgracias!
—No.
Doña Celia les sale a abrir.
—¡Hola, don Francisco!
—¡Hola, amiga mía! Que pase la chica por ahí, quería hablar con usted.
—¡Muy bien! Pasa por aquí, hija, siéntate donde quieras.
La niña se sienta en el borde de una butaca forrada de verde. Tiene trece años y el pecho apunta un
poco, como una rosa pequeñita que vaya a abrir. Se llama Merceditas Olivar Vallejo, sus amigas la
llaman Merche. La familia le desapareció con la guerra, unos muertos, otros emigrados. Merche
vive con una cuñada de la abuela, una señora vieja llena de puntillas y pintada como una mona, que
lleva peluquín y que se llama doña Carmen. En el barrio a doña Carmen la llaman, por mal nombre,
“Pelo de muerta”. Los chicos de la calle prefieren llamarla “Saltaprados”. Doña Carmen vendió a
Merceditas por cien duros, se la compró don Francisco, el del consultorio.
Al hombre le dijo:
—¡Las primicias, don Francisco, las primicias! ¡Un clavelito!
Y a la niña:
—Mira, hija, don Francisco lo único que quiere es jugar, y además, ¡algún día tenía que ser!
¿No comprendes?

Primicias: fruto primero; hecho que se da a conocer por primera vez. Utilizado aquí
metafóricamente por “virginidad”.

Texto 4
Victorita y Paco
[Dentro del mosaico de vidas de La colmena, se relata la historia de amor entre Victorita, una joven
humilde, y su novio enfermo, Paco]
Victorita andaba por los dieciocho años, pero estaba muy desarrollada y parecía una mujer de
veinte o veintidós años. La chica tenía novio, a quien habían devuelto del cuartel porque
estaba tuberculoso; el pobre no podía trabajar y se pasaba todo el día en la cama, sin fuerzas
para nada, esperando a que Victorita fuese a verlo, al salir del trabajo.
—¿Cómo te encuentras?
—Mejor.
Victorita, en cuanto la madre de su novio salía de la alcoba, se acercaba a la cama y lo besaba.
—No me beses, te voy a pegar esto.
—Nada me importa, Paco. ¿A ti no te gusta besarme?
—¡Mujer, sí!
—Pues lo demás no importa; yo por ti sería capaz de cualquier cosa.
Un día que Victorita estaba pálida y demacrada, Paco le preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Nada, que he estado pensando.
—¿En qué pensaste?
—Pues pensé que eso se te quitaba a ti con medicinas y comiendo hasta hartarte.
—Puede ser, pero ¡ya ves!
—Yo puedo buscar dinero.
—¿Tú?
A Victorita se le puso la voz gangosa, como si estuviera bebida.
—Yo, sí. Una mujer joven, por fea que sea, siempre vale dinero.
—¿Qué dices?
Victorita estaba muy tranquila.
—Pues lo que oyes. Si te fueses a curar me liaba con el primer tío rico que me sacase de
querida.
A Paco le subió un poco el color y le temblaron ligeramente los párpados. Victorita se quedó
algo extrañada cuando Paco le dijo:
—Bueno.
Pero en el fondo, Victorita lo quiso aún un poco más.

ACTIVIDADES
· 1.- Caracteriza al personaje de doña Rosa en los fragmentos 1 y 2.
· 2.- ¿De qué modo se aprovechan doña Carmen y don Francisco de Merceditas en el
segundo fragmento?
· 3.- ¿Qué es lo que le propone Victorita a Paco en el tercer fragmento?
· 4.- Caracteriza a los dos personajes del cuarto fragmento.
· 5.- ¿Qué aspectos de la vida española de la época son criticados en los distintos
fragmentos? ¿Qué motivaciones mueven a los personajes de estos fragmentos?

Texto 5
El Paquito es el hermano pequeño de la chica. Son cinco hermanos y ella, seis: Ramón, el mayor,
tiene veintidós años y está haciendo el servicio en África; Mariana, que la pobre está enferma y no
puede moverse de la cama, tiene dieciocho; Julio, que trabaja de aprendiz en una imprenta, anda por
los catorce; Rosita tiene once, y Paquito, el más chico, nueve. Purita es la segunda, tiene veinte
años, aunque quizá represente alguno más.
Los hermanos viven solos. Al padre lo fusilaron, por esas cosas que pasan, y la madre murió, tísica
y desnutrida, el año 41.
A Julio le dan cuatro pesetas en la imprenta. El resto se lo tiene que ganar Purita a pulso,
callejeando todo el día, recalando después de la cena por casa de doña Jesusa.
Los chicos viven en un sotabanco de la calle de la Ternera. Purita para en una pensión, así está más
libre y puede recibir recados por teléfono. Purita va a verlos todas las mañanas, a eso de las doce o
la una. A veces, cuando no tiene compromiso, también almuerza con ellos; en la pensión le guardan
la comida para que se la tome a la cena, si quiere.
El señor José tiene ya la mano, desde hace rato, dentro del escote de la muchacha.
– ¿Quieres que nos vayamos?
– ¡Si tú quieres!
El señor José ayuda a Purita a ponerse el abriguillo de algodón.
– Sólo un ratito, ¿eh?, la parienta está ya con la mosca en la oreja.
– Lo que tú quieras.
– Toma, para ti.
El señor José mete cinco duros en el bolso de Purita, un bolso teñido de azul que mancha un poco
las manos.
CARMEN LAFORET, Nada

Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en
un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie.
Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una
aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje
largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro
miraba la gran Estación de Francia y los grupos que estaban esperando el expreso y los que
llegábamos con tres horas de retraso.

El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto,
ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande,
adorada en mis sueños por desconocida.

Empecé a seguir –una gota entre la corriente- el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas,
se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado - porque estaba casi lleno de libros-
y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación.
Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la
ciudad: una masa de casas dormidas, de establecimientos cerrados, de faroles como centinelas
borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada.
Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi
corazón excitado, estaba el mar. Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi viejo
abrigo que, a impulsos de la brisa, me azotaba las piernas, defendiendo mi maleta, desconfiada de
los obsequiosos “camàlics”.

Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera, porque la gente corría a coger los
escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía.

Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra se detuvo
delante de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él
desesperado, agitando el sombrero.

Corrí aquella noche, en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón de
la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció corto y
que para mí se cargaba de belleza.

El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió con
un grave saludo de bienvenida. Enfilamos la calle Aribau, donde vivían mis parientes, con sus
plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vívido de mil almas detrás de los
balcones apagados. Las ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en mi
cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el armatoste. Luego quedó inmóvil. -Aquí es-
dijo el cochero.

Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con
su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían
aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un poco temblorosa di unas monedas al
vigilante, y cuando él cerró el portal detrás de mí, con un gran temblor de hierros y cristales,
comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta.
Todo empezaba a ser extraño en mi imaginación; los estrechos y desgastados escalones de mosaico,
iluminados por la luz eléctrica, no tenían cabida en mi recuerdo.
Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas desconocidas
que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una
tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos de mi corazón y oprimí
de nuevo el timbre. Oí una voz temblona: “¡Ya va! ¡Ya va!”

MIGUEL DELIBES, El camino

El valle... Aquel valle significaba mucho para Daniel, el Mochuelo. Bien mirado, significaba todo
para él. En el valle había nacido y, en once años, jamás franqueó la cadena de altas montañas que lo
circuían. Ni experimentó la necesidad de hacerlo siquiera.

A veces, Daniel, el Mochuelo, pensaba que su padre, y el cura, y el maestro, tenían razón, que su
valle era como una gran olla independiente, absolutamente aislada del exterior. Y, sin embargo, no
era así; el valle tenía su cordón umbilical, un doble cordón umbilical, mejor dicho, que lo vitalizaba
al mismo tiempo que lo maleaba: la vía férrea y la carretera. Ambas vías atravesaban el valle de sur
a norte, provenían de la parda y reseca llanura de Castilla y buscaban la llanura azul del mar.
Constituían, pues, el enlace de dos inmensos mundos contrapuestos. En su trayecto por el valle, la
vía, la carretera y el río -que se unía a ellas después de lanzarse en un frenesí de rápidos y torrentes
desde lo alto del Pico Rando- se entrecruzaban una y mil veces, creando una inquieta topografía de
puentes, túneles, pasos a nivel y viaductos.

En primavera y verano, Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mochuelo, solían sentarse, al caer la tarde,
en cualquier leve prominencia y desde allí contemplaban, agobiados por una unción casi religiosa,
la lánguida e ininterrumpida vitalidad del valle. La vía del tren y la carretera dibujaban, en la
hondonada, violentos y frecuentes zigzags; a veces se buscaban, otras se repelían, pero siempre, en
la perspectiva, eran como dos blancas estelas abiertas entre el verdor compacto de los prados y los
maizales. En la distancia, los trenes, los automóviles y los blancos caseríos tomaban proporciones
de diminutas figuras de «nacimiento» increíblemente lejanas y, al propio tiempo,
incomprensiblemente próximas y manejables. En ocasiones se divisaban dos y tres trenes
simultáneamente, cada cual con su negro penacho de humo colgado de la atmósfera, quebrando la
hiriente uniformidad vegetal de la pradera. ¡Era gozoso ver surgir las locomotoras de las bocas de
los túneles! Surgían como los grillos cuando el Moñigo o él orinaban, hasta anegarlas, en las huras
del campo. Locomotora y grillo evidenciaban, al salir de sus agujeros, una misma expresión de
jadeo, amedrentamiento y ahogo.

Le gustaba al Mochuelo sentir sobre sí la quietud serena y reposada del valle, contemplar el
conglomerado de prados, divididos en parcelas y salpicados de caseríos dispersos. Y, de vez en
cuando, las manchas oscuras y espesas de los bosques de castaños o la tonalidad clara y mate de las
aglomeraciones de eucaliptos. A lo lejos, por todas partes, las montañas, que, según la estación y el
clima, alteraban su contextura, pasando de una extraña ingravidez vegetal a una solidez densa,
mineral y plomiza en los días oscuros.

Al Mochuelo le agradaba aquello más que nada, quizá, también, porque no conocía otra cosa. Le
agradaba constatar el paralizado estupor de los campos y el verdor frenético del valle y las rachas de
ruido y velocidad que la civilización enviaba de cuando en vez, con una exactitud casi
cronométrica.

Muchas tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la naturaleza, perdían el sentido del tiempo y la
noche se les echaba encima. La bóveda del firmamento iba poblándose de estrellas y Roque, el
Moñigo, se sobrecogía bajo una especie de pánico astral.
MIGUEL DELIBES, Cinco horas con Mario

En la década de los sesenta Miguel Delibes se presenta como un innovador de las técnicas
tradicionales con Cinco horas con Mario, largo monólogo interior de una mujer que vela a su
marido recién fallecido y muestra, a través de sus reproches, los dos modos de pensar de la España
de la época y la incomunicación, incluso dentro de la misma familia.

Texto 1
Carmen opina sobre la juventud
[Carmen vela a su marido difunto, un escritor y catedrático de instituto llamado Mario. En la soledad del
velatorio, comienza a hablar y expone su visión de los años de matrimonio y de la sociedad en la que les
tocó vivir]

No nos engañemos, Mario, pero la mayor parte de los chicos son hoy medio rojos, que yo no
sé lo que les pasa, tienen la cabeza loca, llena de ideas estrambóticas sobre la libertad y el
diálogo y esas cosas de que hablan ellos. ¡Dios mío, hace unos años, acuérdate! Ahora no le
hables a un muchacho de la guerra, Mario, y ya sé que la guerra es horrible, cariño, pero al fin
y al cabo es oficio de valientes, que de los españoles dirán que hemos sido guerreros, pero no
nos ha ido tan mal me parece a mí, que no hay país en el mundo que nos llegue a los talones,
ya le oyes a papá, “máquinas, no; pero valores espirituales y decencia para exportar”. Y
tocante a valores religiosos, tres cuartos de lo mismo, Mario, que somos los más católicos del
mundo y los más buenos, que hasta el Papa lo dijo, mira en otros lados, divorcios y adulterios,
que no conocen la vergüenza ni por el forro. Aquí, gracias a Dios, de eso, fuera de cuatro
pelanduscas, nada, tú lo sabes, mírame a mí, es que ni se me pasa por la imaginación, ¿eh?, no
hace falta que te lo diga, porque ocasiones, ya ves Eliseo San Juan, qué persecución la de ese
hombre, “qué buena estás, qué buena estás, cada día estás más buena”, es una cosa mala,
pero él lo dice por decir, a ver, de sobras sabe que pierde el tiempo, a buena parte va,
¡menuda!

TEXTO 2. Mario, escritor


[Cada uno de los capítulos de la novela empieza con un pasaje bíblico que trae a la memoria de Carmen
algún momento de su vida en pareja. Uno de los temas recurrentes es la falta de ambiciones de su
marido, autor de novelas minoritarias de contenido social]

Porque escudo es la ciencia y escudo es la riqueza, pero excede la sabiduría, que da la vida al
que la tiene, aunque reconoce, Mario, que si en vez de emplear tanto tiempo en esos librotes
absurdos, te hubieras dedicado a algo más provechoso, un Banco por ejemplo, cualquier cosa,
otro gallo nos cantara. Porque se dice pronto, hijo mío, las horas muertas que te has pasado en
este despacho, dale que te pego, es que ni a hacer pis, y total, ¿para qué? Muy sencillo, para
hacernos ver que los paletos viven sin ascensor, que hay que hacer a los locos un Manicomio
nuevo, que todos los hombres deben partir de cero, que tú sabrás lo que quieres decir con eso,
y que hay que cortar de arriba y añadir de abajo. Bueno, ya está, ¿y para eso tantos años como
yo digo? Se necesita ser tonto de capirote, hijo mío, no me digas, que una cosa que llevo muy a
mal es que me vieses a mí reventada, todo el día de coronilla, y tú sentadote en tu despacho, o
charlando y fumando con tus amigos, que hay que ver qué humaredas, Santo Dios, que, en
cuanto os ibais, dos horas ventilando. Te digo que cuando caíste malo, los nervios o lo que
fuera, descansé, alabado sea Dios, cada uno a su casa y todos tranquilos, ¡qué a gusto me
quedé!

TEXTO 3. Carmen se confiesa ante su marido


[Al final de la noche, Carmen no puede evitar confesar un hecho que la atormenta. Desconsolada, pide
perdón al marido muerto]

Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojaos del hombre viejo, viciado por la corrupción
del error, renovaos en vuestro espíritu y vestíos del hombre nuevo, lo que se dice otro hombre,
que me encantaría que le vieras, Mario, solo por gusto, que ha echado un empaque que no
veas, con una americana inglesa de sport, sacando el codo por la ventanilla, como muy curtido
y, luego, esos ojos… ¡de sueño, vamos!, no parece el mismo, que los hombres es una suerte,
como yo digo, si no valéis a los veinte años no tenéis más que esperar otros veinte, yo no sé
qué pasa… Y él, entonces, dio media vuelta y salió como un cohete por la carretera de El Pinar,
que yo le decía, “vuelve, ¿estás loco?, ¿qué va a decir la gente?”, pero él, ni caso, cada vez
pisaba más y decía, ¿sabes lo que decía?, decía, “déjales que digan misa” y los dos a reír,
figúrate qué locura, en un Tiburón, mano a mano, a ciento diez, que hasta se me iba la cabeza,
te lo juro, que hay cosas que no se explican, date cuenta, aquel chiquilicuatro que hasta
trabucaba las palabras, pues no veas ahora, un aplomo, una serenidad, hablando a media voz,
sin vocear, pero solo lo justo, como la gente de mundo, si no se ve no se cree, que hay que ver,
en un dos por tres, lo que ha corrido este hombre, si es el no parar, ¡Dios mío, aquel
chisgarabís!… Él me puso el brazo por detrás, que yo pensé que en buen plan, te lo juro, y
cuando me quise dar cuenta ya me estaba besando, visto y no visto, y sí, desde luego, muy
fuerte, que yo ni sabía lo que hacía, como de tornillo, sí, apretadísimo y muy largo, esta es la
verdad, pero yo no puse nada de mi parte, como lo estás oyendo, que estaba como
hipnotizada, te lo juro, que me había estado mirando sin dejarlo yo qué sé el tiempo, y luego
aquel olor entre de colonia y de tabaco rubio, que trastorna a cualquiera. … Perdóname,
Mario, anda, te lo pido de rodillas, no hubo más, te doy mi palabra, yo solo he sido para ti, te
lo juro, te lo juro y te lo juro…

ACTIVIDADES
· 1.- Describe a los dos protagonistas de la novela. ¿Qué valores representa cada uno de
ellos?
· 2.- Carmen está obsesionada por un secreto. ¿De qué se trata? ¿Por qué la obsesiona ese
secreto?
· 3.- ¿Quién ejerce la función de narrador en el relato? ¿A quién se dirige y qué persona
gramatical emplea en su narración? ¿Narra los hechos de forma ordenada? ¿Por qué?
· 4.- Explica la función que tienen los pasajes bíblicos reproducidos en la novela.
· 5.- La novela está narrada desde el punto de vista ideológico de Carmen. ¿Coincide
dicho punto de vista con el del autor?

Texto 4
En teniendo con qué alimentarnos y con qué cubrirnos, estemos con eso contentos. Los que quieren
enriquecerse caen en tentaciones, en lazos y en muchas codicias locas y perniciosas que hunden a
los hombres en la perdición y en la ruina, porque la raíz de todos los males es la avaricia, y por eso
mismo me será muy difícil perdonarte, cariño, por mil años que viva, el que me quitases el capricho
de un coche. Comprendo que a poco de casarnos eso era un lujo, pero hoy un Seiscientos lo tiene
todo el mundo, Mario, hasta las porteras si me apuras, que a la vista está. Nunca lo entenderás, pero
a una mujer, no sé como decirte, le humilla que todas sus amigas vayan en coche y ella a patita, que,
te digo mi verdad, pero cada vez que Esther o Valentina o el mismo Crescente, el ultramarinero, me
hablaban de su excursión del domingo me enfermaba, palabra. Aunque me esté mal decirlo, tú has
tenido la suerte de dar con una mujer de su casa, una mujer que de dos saca cuatro y te has dejado
querer, Mario, que así qué cómodo, que te crees que con un broche de dos reales o un detallito por
mi santo ya está cumplido, y ni hablar, borrico, que me he hartado de decirte que no vivías en el
mundo pero tú, que si quieres. Y eso, ¿sabes lo que es, Mario? Egoísmo puro, para que te enteres,
que ya sé que un catedrático de Instituto no es un millonario, ojalá, pero hay otras cosas, creo yo,
que hoy en día nadie se conforma con un empleo. Ya, vas a decirme que tú tenías tus libros y “El
Correo”, pero si yo te digo que tus libros y tu periodicucho no nos han dado más que disgustos, a
ver si miento, no me vengas ahora, hijo, líos con la censura, líos con ls gente y, en sustancia, dos
pesetas. Y no es que me pille de sorpresa, Mario, porque lo que yo digo, ¿ quién iba a leer esas
cosas tristes de gentes muertas de hambre que se revuelcan en el barro como puercos?. Vamos a ver,
tú piensa con la cabeza, ¿quién iba a leer ese rollo de “El Castillo de Arena” donde no hablas más
que de filosofías? Tú mucho con que si la tesis y el impacto y todas esas historias, pero ¿quieres
decirme con qué se come eso? A la gente le importan un comino las tesis y los impactos, créeme,
que a ti, querido, te echaron a perder los de la tertulia, el Aróstegui y el Moyano, ese de las barbas,
que son unos inadaptados.

Texto 5
De acuerdo, el señorío no se improvisa, se nace o no se nace, es una de esas cosas que da la cuna,
aunque bien mirado, la educación, el trato, también puede hacer milagros, que ahí tienes, sin ir más
lejos, el caso de Paquito Álvarez, un artesano cabal, no vamos a decir ahora, que de chico trabucaba
las palabras que era una juerga, bueno, pues le ves hoy y otro hombre, qué aplomo, qué modales, yo
no sé qué maña se ha dado, pero los hombres es una suerte, como yo digo, si a los veinte años no
estáis bien, no tenéis más que esperar otros veinte. Y, luego, esos ojos. Hay que reconocer que Paco
siempre les tuvo ideales, de un azul verdoso, entre de gato y agua de piscina, pero ahora como ha
encorpado y tiene más representación, mira de otra manera, como con más intención, no sé si me
explico, y, además, como no se apura al hablar, que habla sólo lo justo y a medio tono, con ese olor
a tabaco rubio, que es un olor que a mí me chifla, resulta, es uno de esos hombres que te azaran,
fíjate, quién se lo iba a decir a él. Yo daría lo que fuese porque tú fumases rubio, Mario, que te
parecerá una tontería, o por lo menos emboquillado, hace otra cosa, y no ese tabaco tuyo, hijo, que
ya no se ve por el mundo, nunca he podido con él, que cada vez que en una reunión te pones a liar
uno, me enfermo, como lo oyes, que luego ese olor, a pajas o qué sé yo, a saber qué gusto puedes
sacarle a esa bazofia, que si siquiera fuese elegante o así, vaya, pero liar un cigarro, lo que se dice
liarlo, ya no se ve más que a los patanes, ni los hijos de las porteras, si me apuras, que te queman la
ropa y te pones hecho un asco, como yo digo. Claro que dirás tú que a ti la ropa qué, que esa es otra,
que nunca te dio por ahí, que me has hecho pasar unos apuros que ni imaginas, hijo, siempre hecho
un adán, que yo no sé qué arte te das que a los dos días de estrenar un traje ya está para la basura,
que ni sé cómo me enamoré de ti, francamente, que el traje marrón aquel, el de las rayitas, me
horrorizaba, que yo me hacía ilusiones de cambiarte, pero ya, ya, genio y figura, a esa edad ya se
sabe, romanticismo pero ni tanto ni tan calvo, Mario, calamidad, que bien poca suerte he tenido
contigo en este aspecto, que me has hecho sufrir más que otro poco.

MIGUEL DELIBES, Los santos inocentes


Ambientada en un cortijo de Extremadura en los años 60, los protagonistas son una familia de
campesinos formada por Paco y Régula y sus cuatro hijos, la menor de ellos, la Niña Chica,
deficiente mental. Con ellos vive Azarías, hermano de Régula, con dificultades de expresión y
retraso mental. La vida en el cortijo muestra las tremendas desigualdades sociales: los campesinos
obedecen, muchas veces de forma humillante, a los señoritos. Es una denuncia contra los latifundios
y la jerarquización de la sociedad que deshumaniza al individuo.

Texto
Azarías, aculado en el tajuelo, junto a la lumbre, en el desolado zaguán, desplumaba las perdices, o
las pitorras, o las tórtolas, o las gangas, cobradas por el señorito durante la jornada y, con
frecuencia, si las piezas abundaban, el Azarías reservaba una para la milana, de forma que el búho,
cada vez que le veía aparecer, le envolvía en su redonda mirada amarilla, y castañeteaba con el pico,
como si retozara, todo por espontáneo afecto, que a los demás, el señorito incluido, les bufaba como
un gato y les sacaba las uñas, mientras que a él, le distinguía, pues rara era la noche que no le
obsequiaba, a falta de bocado más exquisito, con una picaza, o una ratera, o media docena de
gorriones atrapados con liga en la charca, donde las carpas, o vaya usted a saber, pero, en cualquier
caso, Azarías le decía al Gran Duque, cada vez que se arrimaba a él, aterciopelando la voz, milana
bonita, milana bonita, y le rascaba el entrecejo y le sonreía con las encías deshuesadas y, si era el
caso de amarrarle en lo alto del cancho para que el señorito o la señorita o los amigos del señorito o
las amigas de la señorita se entretuviesen, disparando a las águilas o a las cornejas por la tronera,
ocultos en el tollo, Azarías le enrollaba en la pata derecha un pedazo de franela roja para que la
cadena no le lastimase y, en tanto el señorito o la señorita o los amigos del señorito o las amigas de
la señorita permanecían dentro del tollo, él aguardaba, acuclillado en la greñura, bajo la copa de la
atalaya, vigilándolo, temblando como un tallo verde, y, aunque estaba un poco duro de oído, oía los
estampidos secos de las detonaciones y; a cada una, se estremecía y cerraba los ojos y, al abrirlos de
nuevo, miraba hacia el búho y al verle indemne, erguido y desafiante, haciendo el escudo, sobre la
piedra, se sentía orgulloso de él y se decía conmovido para entre sí, milana bonita, y experimentaba
unos vehementes deseos de rascarle entre las orejas y, así que el señorito o la señorita, o las amigas
del señorito, o los amigos de la señorita, se cansaban de matar rateras y cornejas y salían del tollo
estirándose y desentumeciéndose como si abandonaran la bocamina, él se aproximaba moviendo las
mandíbulas arriba y abajo, como si masticase algo, al Gran Duque, y el búho, entonces, se implaba
de satisfacción, se esponjaba como un pavo real y el Azarías le sonreía, no estuviste cobarde,
milana, le decía, y le rascaba el entrecejo para premiarle y al cabo, recogía del suelo, una tras otra,
las águilas abatidas, las prendía en la percha, desencadenaba al búho con cuidado, le introducía en
la gran jaula de barrotes de madera, que se echaba al hombro, y pin, pianito, se encaminaba hacia el
cortijo sin aguardar al señorito, ni a la señorita, ni a los amigos del señorito, ni a las amigas de la
señorita que caminaban, lenta, cansinamente, por la vereda, tras él, charlando de sus cosas y riendo
sin ton ni son y así que llegaba a la casa, el Azarías colgaba la percha de la gruesa viga del zaguán y
tan pronto anochecía, acuclillado en los guijos del patio, a la blanca luz del aladino, desplumaba un
ratonero y se llegaba con él a la ventana del tabuco, y uuuuuh, hacía, ahuecando la voz, buscando el
registro más tenebroso, y al minuto, el búho se alzaba hasta la reja sin meter bulla, en un revuelo
pausado y blando, como de algodón, y hacía a su vez, uuuuuh, como un eco del uuuuuh de Azarías,
un eco de ultratumba, y acto seguido, prendía la ratera con sus enormes garras y la devoraba
silenciosamente en un santiamén y el Azarías le miraba comer con su sonrisa babeante y musitaba,
milana bonita, milana bonita, y una vez que el Gran Duque concluía su festín, el Azarías se
encaminaba al cobertizo, donde las amigas del señorito y los amigos de la señorita estacionaban sus
coches, y, pacientemente, iba desenroscando los tapones de las válvulas de las ruedas, mediante
torpes movimientos de dedos y al terminar, los juntaba con los que guardaba en la caja de zapatos,
en la cuadra, se sentaba en el suelo y se ponía a contarlos, uno, dos, tres, cuatro, cinco... y al llegar a
once, decía invariablemente, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco..., luego salía al
corral, ya oscurecido, y en un rincón se orinaba las manos para que no se le agrietasen y abanicaba
un rato el aire para que se orearan y así un día y otro día, un mes y otro mes, un año y otro año, toda
una vida, pero a pesar de este régimen metódico, algunas amanecidas, el Azarías se despertaba flojo
y como desfibrado, como si durante la noche alguien le hubiera sacado el esqueleto, y esos días, no
rascaba los aseladeros, ni disponía la comida para los perros, ni aseaba el tabuco del búho, sino que
salía al campo y se acostaba a la abrigada de los zahurdones o entre la torvisca y si acaso picaba el
sol, pues a la sombra del madroño.

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO, El Jarama


El Jarama (1955) refleja la alienación de la vida cotidiana contando dieciséis horas de ocio de once
jóvenes madrileños a la orilla del río. A ellos se unen los personajes que acuden a la venta de
Mauricio y que representan a una generación de más edad. Escrita con una técnica objetiva,
predomina el diálogo. La acción es mínima, apenas pasa nada salvo un triste incidente final.

Texto 1
El sol arriba se embebía en las copas de los árboles, trasluciendo el follaje multiverde.
Guiñaba de ultrametálicos destellos en las rendijas de las hojas y hería diagonalmente el
ámbito del soto, en saetas de polvo encendido, que tocaban el suelo y entrelucían en la
sombra, como escamas de luz. Moteaba de redondos lunares, monedas de oro, las
espaldas de Alicia y de Mely, la camisa de Miguel y andaba rebrillando por el centro del
corro en los vidrios, los cubiertos de alpaca, el aluminio de las tarteras, la cacerola roja, la
jarra de sangría, todo allí encima de blancas, cuadrazules servilletas, extendidas sobre el
polvo.
- ¡Bueno, hombre! ¿Qué os pasa ahora? ¿Me la vais a quitar? - echaba el brazo por los
hombros de Carmen y la apretaba contra su costado, afectando codicia, mientras con la
otra mano cogía un tenedor y amenazaba, sonriendo:
- ¡El que se arrime...!
- Sí, sí, mucho teatro ahora -dijo Sebas-; luego la das cada plantón, que le desgasta los
vivos a las esquinas, la pobre muchacha, esperando.
- ¡Si será infundios! Eso es incierto.
- Pues que lo diga ella misma, a ver si no.
- ¡Te tiro...! -amagaba Santos levantando en la mano una lata de sardinas.
- ¡Menos!
- Chss, chss, a ver eso un segundo... -cortó Miguel-. Esa latita.
- ¿Esta?
- Sí, esa; ¡verás tú...!
- Ahí te va.
Santos lanzó la lata y Miguel la blocó en el aire y la miraba:
- ¡Pero no me mates! -exclamó-. Lo que me suponía. ¡Sardinas! ¡Tiene sardinas el tío y se
calla como un zorro! ¡No te creas que no tiene delito! -miraba cabeceando hacia los lados.
- ¡Sardinas tiene! -dijo Fernando-. ¡Qué tío ladrón! ¡Para qué las guardabas? ¿Para postre?

Texto 2
Los otros iban llegando a la venta. El de la camiseta a rayas iba el primero y tomaba el camino
a la derecha. Una chica se había pasado.
—¡Por aquí, Luci! —le gritaba—. ¡Donde yo estoy! ¡Aquello, mira, allí es!
La chica giró la bici y se metió al camino, con los otros.
—¿Dónde tiene el jardín?
—Esa tapia de atrás, ¿no lo ves?, que asoman un poquito los árboles por encima.
Llegaba todo el grupo; se detenían ante la puerta.
—¡Ah; está bien esto!
—Mely siempre la última, ¿te fijas?
Uno miró la fachada y leía:
—¡Se admiten meriendas!
—¡Y qué vasazo de agua me voy a meter ahora mismo! Como una catedral.
—Yo de vino.
—¿A estas horas? ¡Temprano!
Entraban.
—Cuidado, niña, el escalón.
—Ya, gracias.
—¿Dónde dejamos las bicis?
—Ahí fuera de momento; ahora nos lo dirán.
—No había venido nunca a este sitio.
—Pues yo sí, varias veces.
—Buenos días.
—Oye, buenos días.
—Fernando, ayúdame, haz el favor, que se me engancha la falda.
—Aquí hace ya más fresquito.
—Sí, se respira por lo menos.
—De su cara sí que me acuerdo.
—¿Qué tal, cómo está usted?
—Pues ya lo ven; esperándolos. Ya me extrañaba a mí no verles el pelo este verano.

· 1.- Comenta las características propias de la novela objetivista de los 50 presentes en


este fragmento.
LUIS MARTÍN SANTOS, Tiempo de silencio
En Tiempo de silencio (1962) valiéndose de un sencillo argumento, las desventuras de Pedro, un
joven médico que se ve arrastrado inevitablemente al fracaso y la frustración, Martín Santos
muestra los más variados ambientes sociales desde una óptica totalmente nueva. Estructurada en
sesenta y tres secuencias que no siguen un orden temporal estricto, cuenta seis días de la vida de
Pedro, sin que conozcamos su pasado ni lleguemos a conocer su futuro.

Texto 1
Solo aquí, qué bien, me parece que estoy encima de todo. No me puede pasar nada. Yo soy el que
paso. Vivo. Vivo. Fuera de tantas preocupaciones, fuera del dinero que tenía que ganar, fuera de la
mujer con la que me tenía que casar, fuera de la clientela que tenía que conquistar, fuera de los
amigos que me tenían que estimar, fuera del placer que tenía que perseguir, fuera del alcohol que
tenía que beber. Si estuvieras así. Manténte ahí. Ahí tienes que estar. Tengo que estar aquí, en esta
altura, viendo cómo estoy solo, pero así, en lo alto, mejor que antes, más tranquilo, mucho más
tranquilo. No caigas. No tengo que caer. Estoy así bien, tranquilo, no me puede pasar nada, porque
lo más que me puede para es seguir así, estando donde quiero estar, tranquilo, viendo todo,
tranquilo, estoy bien, estoy bien, estoy muy bien así, no tengo nada que desear.
¿Por qué fui?
No pensar. No hay por qué pensar en lo que ya está hecho. Es inútil intentar recorrer otra vez los
errores que uno ha cometido. Todos los hombres cometen errores. Todos los hombres se equivocan.
Todos los hombres buscan su perdición por un camino complicado o sencillo. Dibujar la sirena con
la mancha de la pared. La pared parece una sirena. Tiene la cabellera caída por la espalda. Con un
hierrito del cordón del zapato que se le ha caído a alguien al que no quitaron los cordones, se puede
rascar la pared e ir dando forma al dibujo sugerido por la mancha. Siempre he sido mal dibujante.
Tiene una cola corta de pescado pequeño. No es una sirena corriente. Desde aquí, tumbado, la
sirena puede mirarme. Estás bien, estás bien. No te puede pasar nada porque tú no has hecho nada.
No te puede pasar nada. Se tienen que dar cuenta de que tú no has hecho nada. Está claro que tú no
has hecho nada.
¿Por qué tuviste que beber tanto aquella noche?¿Por qué tuviste que hacerlo borracho,
completamente borracho? Está prohibido conducir borracho y tú... tú... No pienses. Estás aquí bien.
Todo da igual; aquí estás tranquilo, tranquilo, tranquilizándote poco a poco. Es una aventura. Tu
experiencia se amplía. Ahora sabes más que antes. Sabrás mucho más de todo que antes, sabrás lo
que han sentido otros, lo que es estar ahí abajo donde tú sabías que había otros y nunca te lo podías
imaginar. Tú enriqueces tu experiencia. Llegas a conocer mejor lo que eres, de lo que eres capaz. Si
realmente eres un miedoso, si te aterrorizas. Si te pueden. Lo que es el miedo. Lo que es el hombre
sigue siendo desde detrás del miedo, desde debajo del miedo, al otro lado de la frontera del miedo.
Que eres capaz de vivir tranquilo todavía, de estar aquí serenamente. Si estás aquí serenamente no
es un fracaso. Triunfas del miedo. (...). Decir: quiero, sí, quiero sí, quiero, quiero, quiero estar aquí
porque quiero lo que ocurre, quiero lo que es, quiero de verdad, quiero, sinceramente quiero, está
bien así. "¿Qué es lo que pide todo placer? Pide profunda, profunda eternidad."
Tú no la mataste. Estaba muerta. No estaba muerta. Tú la mataste. ¿Por qué dices tú? - Yo
Tú no la mataste. Estaba muerta. Yo la maté. ¿Por qué? ¿Por qué? Tú no la mataste. Estaba muerta.
Yo no la maté. Ya estaba muerta. Yo no la maté. Ya estaba muerta. Yo no fui.
No pensar. No pensar. No pienses. No pienses en nada. Tranquilo, estoy tranquilo. No me pasa
nada. Estoy tranquilo así. Me quedo así quieto. Estoy esperando. No tengo que pensar. No me pasa
nada. Estoy tranquilo, el tiempo pasa y yo estoy tranquilo porque no pienso en nada. Es cuestión de
aprender a no pensar en nada, de fijar la mirada en la pared, de hacer que tú quieras hacer porque tu
libertad sigue existiendo también ahora. Eres un ser libre para dibujar cualquier dibujo o bien para
hacer una raya cada día que vaya pasando como han hecho otros, y cada siete días una raya más
larga, porque eres libre de hacer las rayas todo lo largas que quieras y nadie te lo puede impedir.
Texto 2
Si no encuentro un taxi no llego. ¿Quién sería el Príncipe Pío? Príncipe, príncipe, del fin, principio
del mal. Ya estoy en el principio, ya acabó, he acabado y me voy. Voy a principiar otra cosa. No
puedo acabar lo que había principiado. ¡Taxi! ¿Qué más da? El que me vea así. Bueno, a mí qué.
Matías, qué Matías ni qué. Como voy a encontrar taxi. No hay verdaderos amigos. Adiós amigos.
Adiós amigos. ¡Taxi! Por fin. A príncipe Pío. Por ahí empecé también. Llegué por Príncipe Pío, me
voy por Príncipe Pío. Llegué solo, me voy solo. Llegué sin dinero, me voy sin… ¡Qué bonito día,
qué cielo más hermoso! No hace frío todavía. ¡Esa mujer! Parece como si hubiera sido, por un
momento, estoy obsesionado. Claro está que ella está igual que la otra también. Por qué será, cómo
será que yo ahora no sepa distinguir entre la una y la otra muertas, puestas una encima de la otra en
el mismo agujero: también a esta autopsia. ¿Qué querrán saber? Tanta autopsia; para qué, si no ven
nada. No saben para qué las abren: un mito, una superstición, una recolección de cadáveres, creen
que tienen una virtud dentro, animistas, están buscando un secreto y en cambio no dejan que
busquemos los que podíamos encontrar algo, pero qué va, para qué, tiene razón, no estoy dotado. La
impresión que me hizo. Siempre pensando en las mujeres. Si yo me hubiera dedicado solo a las
ratas. ¿Pero qué iba a hacer yo? ¿Qué tenía que hacer yo? (…) Florita, la desnuda Florita en la
chabola, florecita pequeña, pequeñita, pequeñita, florecilla le dio la vieja, florecita la segunda que…
ajjj… Me voy, lo pasaré bien. Diagnosticar pleuritis, peritonitis, soplos, cólicos, fiebres gástricas y
un día el suicidio con veronal de la maestra soltera. Las muchachas el día de la fiesta, delante de la
procesión, detrás del palio, rojas, carrilludas, mofletudas, mirando de lado hacia donde estoy
asqueado de verlas pasar, mirando sus piernas, sentado en el casino con dos, cinco, siete, catorce
señores que juegan al ajedrez y me estiman mucho por mi superioridad intelectual y mi elevado
nivel mental. Ya está, Príncipe Pío. Sí, por arriba. Luego se baja en un ascensor gratis con un
tornillo por debajo que parece que le están dando… Comprar un megret para el tren, hace tiempo
que no leo policíacas, a mí policiacas.

También podría gustarte