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(Ensayo 1954)
La búsqueda de las especias para sazonar las comidas de los potentados fue uno
de los mayores impulsos de la era de los descubrimientos geográficos. El
chocolate y las papas del Nuevo Mundo transformaron la vida europea.
En una cocina de aspecto tan tradicional como la del Museo de Arte Colonial de
Caracas es posible hallar la historia del país en testimonios mudos tan claros y
elocuentes como las que en los estratos de la tierra guardan la huella de los
grandes acaecimientos geológicos.
Para los que leían, desde la orilla europea las narraciones de los viajes heroicos
debía parecerles de las peores miserias aquel tener que alimentarse de raíces a
que hacían tan patética referencia los cronistas.
“Aunque en los frutos que se dan sobre la tierra es más copiosa y abundante
la tierra de acá, por la gran diversidad de árboles frutales y de hortalizas;
pero en raíces y comidas debajo de tierra paréceme que es mayor la
abundancia de allá... allá hay tantas que no sabré contarlas. Las que ahora
me ocurren, ultra de las papas que son lo principal, son ocas y yanaocas, y
camotes y batatas, y jícamas y yuca cochucho y caví, y totora y maní y otros
cien géneros que no me acuerdo”.
Blancos panes, sin levadura, de suave consistencia, con los que el indio se había
alimentado desde la más remota antigüedad.
Estaban allí las guanábanas y los anones de alba y perfumada carne; las piñas,
tan jugosas y aromáticas; los mamones y cotoperices, de breve y deliciosa pulpa;
las guayabas de rosados granos, llenas de voluptuosa fragancia
Toda una embriaguez de formas, colores y sabores, que pronto se combinó con
las frutas traídas de Europa. Especialmente con los higos y las uvas, tan familiares
a los hombres del Mediterráneo, y la naranja, que es como el Ulises del reino
vegetal. En la crónica admirable de Bernal Díaz del Castillo está la historia del
primer naranjo en tierra mexicana. En un viaje anterior al de Cortés, el buen
soldado Bernal habla traído algunas semillas de naranja.
Junto a uno de los pueblos de la costa las sembró. Tiempo después, cuando volvió
con Cortés a la conquista definitiva, halló el árbol nuevo cargado de doradas frutas
Los que llevaron la naranja a México encontraron allí el tomate. Otro fruto no
menos maravilloso, que puso su nota de grana en la rica y variada mesa criolla.
El chocolate, con su oscura sustancia, con su divagante olor, con los espesos y
espumosos meandros de su gusto, se combinó admirablemente con el estilo
barroco, que predominó en el arte hispanoamericano. Algunos dulces están
hechos de una combinación barroca de influencias indígenas y europeas, no
menos notable que la que da su característica belleza a tantos santuarios de los
siglos XVII y XVIII en los viejos virreinatos. En dulces como el “bien-me-sabe”
venezolano o el alfajor del Sur, la abundancia de sabores distintos se combina en
una riqueza de formas que recuerda las columnas salomónicas, los arcos
truncados, la decoración de oros, angelotes y flores de la Iglesia de la Compañía
de Quito o del Santuario de Ocotlán, en México.
En este sentido, nada es más barroco que aquel increíble banquete que ofreció
Cortés en la ciudad de México. Aquella especie de delirio gastronómico en que,
durante varias horas, se sirvieron centenares de variados manjares. Venados
enteros, pasteles rellenos de palomas vivas que salían volando al levantar la
corteza, fuentes y caños de vino, guisos de todos los colores y formas. Aquella
mesa debía ser como un gran mapa en relieve del mundo fabuloso de la caballería
andante, por el que los conquistadores sentían abierta predilección. Cordilleras de
palominos, picos de torrejas, llanuras de hojaldre, lagos de salsas y glaciares de
crema. Muchos comensales se desmayaron. Los silenciosos servidores aztecas
paseaban su felino paso y sus quietas pupilas por aquella erupción volcánica de
voces, trajes de colores, viandas y condumios.
Así como por una medalla enterrada o por un fragmento de fuste de columna el
arqueólogo puede comenzar a reconstruir toda una civilización, así también es
posible reconstruir, por la cocina, el pasado de una nación.
Vería allí lo que trajo España y lo que aportaron los indios. Lo que con los
conquistadores vino del largo proceso de formación de la civilización mediterránea.
El aceite y el trigo de los griegos y de los romanos que incorporaron España a su
mundo; la grasa de cerdo de los iberos; el maíz de los indios. Cada elemento ha
sido traído por la historia y, a su vez, evoca la historia.
Lo que somos como pueblo algo tiene que ver con que los musulmanes entraran
en España, y con que los ingleses se establecieran en las islas del Caribe. Esta
historia está narrada en las frutas y en los alimentos.
Ya Andrés Bello veía en su espiga algo de plumaje de cacique indio. Los mayas,
los incas, los aztecas, los chibchas, los caribes, los Araucos, los guaraníes, fueron
pueblos de maíz. Se alimentaban con la masa de las mazorcas molidas sobre la
piedra.
En la carne de gallina, las aceitunas y las pasas está España con su historia
ibérica, romana, griega y cartaginesa. En lentas invasiones sucesivas fueron
llegando a la península estos alimentos.