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I Es una suerte que la habilidad de la mente humana para correlacionar y asimilar

hechos sea limitada con relación a lo potencialmente cognoscible, incluso a lo


realmente conocido, y más si tenemos en cuenta lo que se halla más allá. Es una
suerte, porque los millones de habitantes de la Tierra, exceptuando un número
infinitesimal, viven así dichosamente ignorantes de las obscuras profundidades de
horror que se abren eternamente, no solo en extraños lugares perdidos del Mundo
sino a menudo tras la puesta del Sol o después de la siguiente esquina: los
abiertos abismos en el tiempo y en el espacio, y las cosas inconcebiblemente
extrahumanas que ocupan esas terribles lagunas.

Hace menos de un año, me dedicaba a un tranquilo estudio de la cultura criolla;


residía en New Orleans y efectuaba viajes ocasionales desde esa ciudad a la región
de los cayos del delta del Mississipi, que no estaba muy lejos de la ciudad en que
nací. Me había estado dedicando a esta tarea durante quizá tres meses cuando me
llegaron noticias de la muerte de mi tío abuelo Asaph Gilman, y del envío, bajo su
expresa orden contenida en su testamento, de algunas de sus propiedades a mi
nombre, dado que era el único «estudioso» que quedaba entre sus pocos parientes
vivos.

Mi tío abuelo había sido durante muchos años profesor de física nuclear en Harvard
y, tras su jubilación por ancianidad, había enseñado durante corto tiempo en la
universidad de Miskatonic, en Arkham. Desde este último puesto de trabajo, se había
retirado a su casa en un suburbio de Boston, y comenzado a vivir sus últimos años
en una casi total reclusión; digo «casi» porque la interrumpía de vez en cuando
para hacer extraños y misteriosos viajes a todos los rincones del mundo, en uno de
los cuales, mientras husmeaba por ciertos distritos de mala reputación en
Limehouse, en Londres, se había encontrado con la muerte, en un repentino tumulto
de lo que parecían ser los askaris o dakoits de los barcos del puerto, tumulto que
había terminado tan pronto como había caído muerto al suelo. Yo había recibido
mensajes suyos por escrito de vez en cuando, con su menuda y apretada letra,
enviados desde los diversos puntos a los que se había desplazado: desde Nome,
Alaska, por ejemplo, y Ponapé, en las islas Carolinas, o desde Singapur, El Cairo,
Cregoivacar, en la Transilvania, Viena, y otros muchos lugares. Al comienzo de mis
investigaciones sobre las costumbres criollas, había recibido una críptica postal
enviada desde París, en cuya parte delantera se veía un excelente grabado de la
Biblioteca Nacional y en la trasera una súplica del tío abuelo Asaph: «Si en tu
estudio te encuentras con alguna evidencia de ritos paganos, pasados o presentes,
te quedaría muy agradecido si reunieses todos los datos pertinentes y me los
enviases a tu conveniencia.»

Dado que, naturalmente, los criollos que yo estudiaba eran en su mayoría de


religión católica, no encontré datos como los que él buscaba; por ello, no escribí
a la dirección de Londres que me remitía; de hecho, antes de que pensase siquiera
en escribirle me llegó la noticia de su inesperada muerte. Los efectos de mi tío
abuelo siguieron a la noticia de su muerte con una quincena de diferencia. Dos
enormes baúles llenos completamente, o al menos así parecía por su peso. En el
momento de su llegada estaba demasiado ocupado asimilando los principales detalles
sobre las costumbres y folklore de la región de los criollos, y por esta razón pasó
más de un mes antes de que pensase en abrirlos y hacer al menos un repaso general
de su contenido. Cuando finalmente los abrí, descubrí que su contenido podía ser
dividido en dos partes: una colección de «piezas» extremadamente curiosas, que
hubieran hecho las delicias de cualquier coleccionista de arte indígena, y un
montón de notas, algunas escritas a máquina, algunas en la característica letra de
mi tío abuelo, mientras que otras eran simples recortes de periódico y cartas.

Obviamente, dado que el arte indígena se prestaba más a un rápido escrutinio, me


dediqué inmediatamente a él. Tras estar unas cuatro horas intentando conseguir un
cierto orden, llegué a la conclusión de que las piezas que mi tío abuelo había
recolectado tan trabajosamente representaban un extraño tipo de progresión
creativa. Mi propio conocimiento acerca de aquel arte indígena era bastante
limitado, pero mi tío abuelo había pegado notas adecuadas a las partes inferiores o
traseras de casi todas las piezas, excepto aquellas que evidentemente no lo
necesitaban, tales como, por ejemplo, los tipos más comunes de máscaras polinesias.
La división de las piezas en grupos era ya interesante por sí misma. Había
aproximadamente doscientas setenta y siete, contando dos o tres que quizá se
hubieran roto de tal forma que pareciesen dos en lugar de una. De ese
número,probablemente un cuarto de centenar eran de origen indio estadounidense, y
otro número similar de origen indio canadiense y esquimal. También algunas piezas
sueltas de diseño claramente maya, y una docena debidas a artesanos egipcios.
Aproximadamente un centenar de las piezas procedían del continente africano, y unas
dos docenas eran originarias de oriente. Casi todo el resto, y formando por
consiguiente el mayor grupo procedente de una misma zona, eran originarias del
Pacífico del sur, de Polinesia, Micronesia, Melanesia y Australia. Aparte de ésas,
quizá hubiera media docena de piezas cuyo origen estaba señalado como desconocido.
Esas piezas eran todas ellas extremadamente inusitadas, y aunque diferían
ampliamente unas de otras en lo superficial, parecía haber unos nexos de unión
entre ellas, como si se hubieran producido algunos obscuros desarrollos comunes a
todas las trazas culturales y raciales representadas, nexos tales como los que
sugieren ciertas básicas similaridades entre las repugnantes tallas del Pacífico
del sur y los repelentes totems de los indios canadienses; y desde luego, mi tío
abuelo se había dado cuenta de esa extraña relación, pues así lo indicaban sus
notas. Pero, por desgracia, no había en parte alguna clara indicación de la tesis
que movía las investigaciones de mi tío abuelo en lo que a esas curiosas obras de
arte se refería.

Bien a las claras se podía ver que mi tío abuelo había dedicado sus principales
esfuerzos a las piezas del Pacífico del Sur, que no eran, como pude ver en seguida,
las acostumbradas variedades de máscara, a pesar de que sus notas no eran demasiado
explicativas, y fue solo a la luz de los acontecimientos posteriores cuando me
resultó claro este «arte» y las notas que lo acompañaban. Entre las piezas del
Pacífico del Sur había algunas que llamaron en seguida mi atención. Son las que
siguen, puestas en el orden en que más atrajeron mi mirada, y las notas que la
acompañaban:

1) Una figura humana, coronada por un pájaro. «Río Sepic, Nueva Guinea. Se dice que
existe la figura opuesta, pero un gran secreto la rodea. No pudo ser encontrada.»

2) Una pieza de tela Tapa de las Islas Tonga, con el dibujo de una estrella verde
obscuro sobre fondo marrón. «La primera aparición de la estrella de cinco puntas en
esta área. No hay ninguna otra relación. Los nativos no pueden explicar el dibujo;
dicen que es muy antiguo. Evidentemente, no hay contacto posible aquí, dado que ha
perdido su significado.»

3) Dios de los pescadores. «Islas Coock. No es la familiar efigie de una canoa de


pesca. Nótese la falta de cuello, el torso deformado, los tentáculos en vez de
piernas y/o brazos. Los nativos no le daban nombre.»

4) Tiki de piedra. «Islas Marquesas. Interesantísima cabeza de batracio en una


figura presumiblemente humana. ¿Tendrá los dedos palmeados? Los nativos, aunque no
lo adoran, le prestan un significado aparentemente asociado con el miedo.»

5) Cabeza diminuta. «Claramente, es una miniatura de las colosales imágenes de


piedra que se encuentran en la ladera exterior del Rano-raraku. Típico trabajo de
la isla de Pascua. Encontrado en Ponapé. Los nativos la llaman simplemente Dios
primitivo.»

6) Dintel tallado. «Maori de Nueva Zelanda. Exquisito trabajo. La figura central es


obviamente octopoide, y sin embargo no es un octópodo, sino una curiosa combinación
de pez, rana, pulpo y hombre.»

7) Marco de puerta tallado (talé). «Nueva Caledonia. ¡Nótese de nuevo la aparición


de la estrella de cinco puntas!»

8) Figura ancestral. «Tallada en tronco de helecho gigante. Ambrym, Nuevas


Hébridas. En parte humano, en parte batracio. Si es la representación de un
verdadero antepasado ancestral, existe alguna relación manifiesta con el mismo
culto de Ponapé e Innsmouth. La mención de Cthulhu asustó al propietario, aunque no
parecía saber por qué.»

9) Máscara barbada. «Originaria de Ambrym. Impresionante sugerencia de una barba


formada por tentáculos y no pelo. Descubrimientos similares en las Carolinas, la
región del río Sepik en Nueva Guinea y las Marquesas. Encontrada una similar en una
tienda del área portuaria de Singapur. ¡No estaba en venta!».

10) Figura de madera. «Río Sepik. Nótese: a) la nariz: un tentáculo que se extiende
hacia abajo rodeando a la figura por la cintura; b) el mentón: otro tentáculo que
baja y se une al torso por el ombligo. La cabeza está grotescamente fuera de toda
proporción. ¿Hecha a partir de un modelo viviente?»

11) Escudo de guerra. «Queensland. Dibujo de un laberinto. Aparentemente: a) el


laberinto está debajo del agua; b) parece verse una figura maciza y antropoide al
final del laberinto. ¿Tentáculos?»

12) Pendentif de concha. «Papú. Similar a la pieza anterior».

Parecía evidente que mi tío abuelo buscaba algunas tendencias muy definidas en
aquellas piezas. Pero si se trataba del desarrollo del arte primitivo o de algún
objeto representado, era algo que ya no quedaba claro. No obstante, probablemente
era eso último, pues entre las restantes piezas de origen desconocido había dos que
eran extremadamente sugestivas a la luz de las crípticas notas de mi tío abuelo.
Una era una burda estrella de cinco puntas, hecha con algún tipo de piedra gris
desconocida para mí; la otra era una figura exquisitamente tallada de solo
dieciocho centímetros de altura, que no se parecía más que a una ficción de
pesadilla. Ciertamente, representaba a algún antiguo monstruo, si es que alguna vez
algo así había caminado sobre la Tierra. La criatura era aparentemente antropoide
de silueta, pero su cabeza era octopoide, y su rostro era una masa de apéndices
parecidos a tentáculos, mientras su cuerpo parecía ser al mismo tiempo escamoso y
elástico. Sus corvas y dedos de las patas acababan en garras desproporcionadamente
largas, y algo que se asemejaba a las alas de un murciélago parecía surgir de su
espalda. Dada su corpulencia y su rostro de horrible maldad, la acuclillada figura
tenía una fuerza indudable, daba una vivida e inolvidable impresión de una gran
perversidad... no como se entiende ésta habitualmente, sino de un terrible horror
destructor del alma que trascendía a la maldad que los hombres normales conocen. Su
aspecto era quizá aún más horrible debido a que la cabeza de cefalópodo estaba
inclinada hacia adelante, y el aspecto general de la figura acuclillada era el de
un ser que está a punto de abalanzarse. Mi tío abuelo había pegado a su base una
breve nota, aún más extraña que las otras. Solo decía: «¿C... o algún otro?» Aunque
mi conocimiento del arte primitivo era, como ya he admitido, relativamente pequeño,
estaba convencido de que no había ningún nexo de unión entre el arte de aquella
extraña figura y todos los otros tipos de arte conocidos a los que, como cualquier
otro individuo de una razonable cultura, estaba habituado; y esta convicción sirvió
para hacer aparecer ante mis ojos como aún más misteriosa la adquisición de mi tío
abuelo.

Igualmente, no había clave alguna de su origen; por lo menos en lo que a la misma


figura se refería. La busqué en vano, pero no apareció nada excepto la extraña
pregunta de mi tío abuelo. Por otro lado, aquella figura daba la impresión de una
tremenda e incalculable antigüedad; esto era indudable, pues el material con el que
había sido modelada era una piedra verde negruzca con estrías y puntos
iridiscentes, que no me recordaba ningún otro ejemplar geológico conocido por mí.
Además, se veían a lo largo de la base de la figura ciertas incisiones que al
principio yo había tomado por marcas hechas durante la talla; y no obstante, tras
un prolongado examen, me pareció que aquellas marcas no eran las mellas casuales de
una herramienta de talla, sino que habían sido cuidadosamente grabadas en la
piedra; de hecho, se trataba de jeroglíficos o caracteres de alguna lengua que no
tenía mayor relación con las actuales de la que la talla en sí tenía con los tipos
de arte conocidos.

No resultará extraño, pues, que pronto me decidiese a dejar a un lado mi estudio


sobre las culturas y costumbres criollas para ocuparme en realizar un estudio más
extenso de los papeles de mi tío abuelo. Me parecía bastante evidente que, por muy
en secreto que lo hubiese llevado, estaba tras la pista de algo, y que había
algunos factores, como por ejemplo su tarjeta inquiriendo acerca de «ritos paganos»
entre los criollos y su interés en las piezas indígenas que había conservado, que
tendían a mostrarme que el objeto de su búsqueda era probablemente algún tipo de
religión antigua que estaba intentando trazar a través de los siglos, en los
remotos rincones del Mundo en los que su supervivencia fuera más probable que en
los centros urbanos de nuestros días.

Sin embargo, fue más fácil decidirme que llevar a cabo mi decisión, pues los
papeles de mi tío abuelo no se encontraban en ningún orden, ni siquiera
cronológico. Dado su aparente buen orden dentro de los baúles, yo había esperado
que al menos estuviesen dispuestos en forma inteligible, pero me llevó un
considerable espacio de tiempo el efectuar el más elemental ordenamiento, y aún
mucho más tiempo el establecer un símil de secuencia, aunque no tenía seguridad
ninguna de que esta secuencia fuera la correcta. A pesar de todo, tenía algunas
razones para creer que si no lo era no debía estar demasiado equivocada, pues las
notas de viaje de mi tío abuelo me permitían asignar unas fechas relativas, ya que
era posible descubrir a dónde había viajado y cuál era el orden de esos viajes.
También fue posible encontrar el motivo original de esos viajes, dado lo inusitado
de ellos como forma en que transcurrir sus últimos años, sobre todo teniendo en
consideración su vida pasada.

Parecía bastante probable que lo hubiera impulsado alguna experiencia, propia o


asimilada, relacionada con los dos años pasados enseñando en la universidad de
Miskatonic. Pero el origen inmediato de sus primeros viajes se encontraba
aparentemente en un curioso manuscrito que, obviamente, era obra de un náufrago. No
tenía forma de saber cómo había llegado a poder de mi tío abuelo, aunque era
probable que el recorte de periódico que llevaba unido lo hubiera puesto sobre su
pista. El recorte era el breve relato del hallazgo de un manuscrito en una botella;
se titulaba:

«Resuelto el misterio de la nave perdida. el Advocate se hundió en el mar» y decía:


«Auckland, Nueva Zelanda, 17 de Diciembre. – El misterio del buque Advocate,
perdido el pasado agosto, pareció ser resuelto hoy con el hallazgo de un manuscrito
debido al primer oficial Alistair Greenbie. El manuscrito fue descubierto en una
botella que flotaba no lejos de la costa de Nueva Zelanda, por la tripulación de un
pesquero. Mientras que en su mayor parte parecía ser el resultado del delirio de
una mente ya afectada por las privaciones, los hechos esenciales concernientes al
hundimiento del Advocate aparecían claros. Tras salir de Singapur, la nave fue
alcanzada por la tormenta que descendió de las Kuriles a mitad de agosto; en aquel
momento se hallaba a 47° 53' de latitud sur y a 127 ° 37' de longitud oeste. La
tripulación del Advocate se vio obligada a abandonar la nave diez horas después de
hallarse en medio de la tormenta, mientras ésta aún proseguía. A continuación, se
hallaron a merced de las encrespadas olas y, si se puede hacer caso del relato de
Greenbie, cayeron en manos de unos piratas increíblemente brutales cuya acción
diezmó a los hombres que quedaban con vida, mientras el bote que llevaba a Greenbie
y a sus compañeros llegaba a la costa de una isla que probablemente era una de las
Gilbert o las Marianas. No obstante, una isla como la que describe Greenbie resulta
desconocida para los navegantes locales, que se inclinan a dudar del relato de
Greenbie en lo que se refiere a la parte posterior al abandono del buque.»

El manuscrito estaba redactado sobre las hojas, relativamente pequeñas, de un block


de notas de bolsillo, cosidas juntas. Aunque de muchas páginas, estaba escrito con
mano temblorosa, y no había muchas palabras en cada página. No obstante, tenía una
cierta longitud, considerando que con bastante probabilidad su redactor estaba
sufriendo los rigores de su situación y más o menos convencido de que estaba
condenado a morir en el mar.

«Soy todo lo que resta de la tripulación de la nave Advocate, que partió de


Singapur el 17 de agosto de este año. El día 21 nos encontramos con una tormenta a
47°53' de latitud sur y a 127° 37' de longitud oeste, que llegaba del norte y
soplaba con terrible fuerza. El capitán Randall alertó a la tripulación e hicimos
todo lo que fue posible, pero no pudimos enfrentarnos con tal tormenta en un barco
tan poco marinero como el Advocate. A comienzos de la sexta guardia, diez horas
después de que la tormenta cayese sobre nosotros, llegó la orden de abandonar la
nave; se estaba hundiendo rápidamente; algo se había desgarrado al costado de
babor; y era inútil tratar de salvarla. Nos metimos en dos botes. El capitán
Randall estaba a cargo del último en partir, y yo del otro. Perdimos cinco hombres
al abandonar el buque; el mar estaba más embravecido de lo que jamás había visto, y
cuando se hundió el Advocate aún empeoró.
«Durante la noche nos separamos, pero nos volvimos a reunir de día. Teníamos
bastantes provisiones como para aguantar una buena semana si las racionábamos, y
creíamos que nos hallábamos entre las Carolinas y las Almirantes, más cerca de
estas últimas y de Nueva Guinea. Así que hicimos lo que pudimos, enfrentándonos
contra la mar embravecida, para ir en aquella dirección. Al segundo día, Blake tuvo
un ataque de histeria y causó un desgraciado accidente; en la lucha, se perdió la
brújula. Dado que era la única brújula que había en los botes, su pérdida era un
asunto grave. No obstante, mantuvimos, o al menos así creíamos, un curso que nos
llevaba directamente hacia las Almirantes o Nueva Guinea, pero, al caer la noche,
vimos por las estrellas que nos habíamos salido de rumbo hacia el oeste. A la
siguiente noche, aún seguíamos fuera de rumbo, solo que más, pero no podíamos estar
seguros de nuestra dirección aun después de rectificar el curso, dado que las nubes
cubrieron todas las estrellas excepto la Cruz del Sur y Canopus, que pudieron verse
débilmente tras las nubes durante algún tiempo después de que las otras hubieran
desaparecido.
«Perdimos cuatro hombres durante aquellos días. Siddons, Harker, Peterson y Wiles
enloquecieron. Luego, durante la cuarta noche, Hewett, que estaba de guardia, nos
despertó con un alarido; y cuando estuvimos despiertos oímos lo que él había
escuchado: gritos y gemidos que llegaban sobre el mar de allá donde creíamos que se
encontraba el bote del capitán Randall. Al cabo de unos minutos, todo hubo acabado.
Tratamos de llamarlos a gritos, pero no logramos respuesta; si hubiera sido uno de
los hombres enloquecido, nos hubiéramos enterado. Pero no se oía nada. Al cabo de
un tiempo, dejamos de intentarlo, y esperamos el amanecer, más o menos
aterrorizados todos, en la obscuridad, con aquellos horribles gritos resonando aún
en nuestros oídos.
«Entonces llegó la mañana, y buscamos al otro bote. Sí, lo vimos, pero no había un
solo hombre a bordo del mismo. Ordené que nos acercásemos, pensando que quizá
hubiera hombres tendidos en el fondo, pero cuando llegamos junto a él no vimos a
nadie, ni señales de nada, excepto la gorra del capitán, que estaba echada por
allí. Estudié cuidadosamente el bote; la única cosa que descubrí fue que las bordas
parecían viscosas como si algo hubiera surgido del agua y subido al bote. No logré
comprender esto.
«Nos apartamos del bote, dejándolo tal como lo habíamos hallado. No teníamos
fuerzas bastantes como para remolcarlo, ni íbamos a ganar nada con ello. No
sabíamos en qué dirección íbamos, ni sabíamos dónde estábamos, pero creíamos
hallarnos cerca de las Almirantes. Unas cuatro horas después de la salida del Sol,
Adams dio un grito y señaló hacia adelante, y allí se veía tierra. Nos dirigimos
hacia ella, pero estaba mucho más lejos de lo que parecía. No fue sino hasta última
hora de la tarde cuando logramos acercarnos lo suficiente como para divisarla con
nitidez. «Era una isla, pero no se parecía a ninguna otra que hubiera visto antes.
Tenía un kilómetro y medio de largo y, si bien no parecía crecer vegetación en
ella, se veía algo similar a un edificio en su centro: un gran pilar de piedra
negra colocado allí en medio, y junto al borde del mar se veía algo que parecía
trozos de mampostería. Jacobson tenía el catalejo, y lo tomé. Había nubes y el Sol
estaba a punto de ocultarse, pero aún podía ver. La isla tenía un aspecto extraño.
Parecía como barro, hasta en sus partes más altas. El edificio también era raro.
Pensé que el calor y la falta de agua estaba afectándome, pero de todas maneras me
di cuenta de que no podríamos llegar a la costa hasta el día siguiente.
«Nunca logramos llegar a ella. Aquella noche le tocaba a Richardson hacer la
guardia hasta medianoche, pero estaba demasiado débil para ello, así que Petrie lo
substituyó y Simonds se sentó con él, por si uno de los dos se quedaba dormido.
Estábamos todos agotados, por haber intentado con demasiado ímpetu el llegar a
tierra, realizando un esfuerzo demasiado grande para las escasas raciones que
teníamos, y pronto estuvimos dormidos. Me pareció que no llevaba mucho tiempo así
cuando un aullido de Simonds nos despertó. Me levanté con un salto felino y me puse
a su lado. Estaba sentado, con los ojos y la boca muy abiertos, como un hombre en
el punto álgido del miedo. Balbuceaba que Petrie había desaparecido; que algo había
salido del agua y se lo había llevado del bote. Solo tuvo tiempo de decir esto;
solo tuvimos tiempo de oír esto. ¡Al siguiente minuto, cayeron sobre nosotros,
saliendo del agua como demonios, surgiendo por todos lados! Los hombres lucharon
como locos. Noté que algo me desgarraba, algo así como un brazo escamoso terminado
en una mano, pero, ¡juro por Dios que aquella mano tenía dedos palmeados! ¡Y juro
que el rostro que vi era un cruce de hombre y rana! ¡Y aquella cosa tenía
branquias! ¡Y su tacto era viscoso! »Eso es lo último que recuerdo de aquella
noche. Después, algo me golpeó; creo que fue el pobre muerto de miedo de Jed
Lambert, que probablemente creía que estaba golpeando a una de las cosas que nos
abordaban. Me desplomé y quedé sin sentido, y eso es probablemente lo que me salvó;
aquellos seres me dejaron por muerto. Cuando me desperté, ya hacía horas que era de
día. La isla había desaparecido... estaba muy lejos de ella. Derivé durante todo el
día y la noche siguiente, y esta mañana he escrito todo esto para que, si nunca
llego a tierra, o si no me encuentran pronto, pueda meterlo en una botella y rogar
porque alguien lo halle y regrese para vengarse de esas cosas que capturaron, a mis
hombres y al capitán Randall y a los suyos, pues no me cabe duda de que lo mismo
les sucedió a ellos: arrancados de su bote durante la noche por algo surgido de los
infiernos que acechan bajo esas malditas aguas.
(Firmado), «Alistair H. Greenbie Primer Oficial, buque Advocate»

Sea lo que sea lo que las autoridades de Auckland pensasen del testimonio de
Greenbie, lo cierto es que mi tío abuelo lo tomó con la más absoluta seriedad,
pues, siguiéndolo en secuencia cronológica, había una gran serie de historias
similares: relatos de sucesos extraños e inexplicables, narraciones de misterios
nunca resueltos, de curiosas desapariciones, de toda clase de acontecimientos
ultranaturales que pueden aparecer en millares de periódicos, pero que solo son
leídos con interés superficial por la gran mayoría de las gentes. En su mayor
parte, esos relatos eran cortos; parecía evidente que casi todos los redactores
jefes los utilizaban únicamente como material de relleno, e indudablemente se le
debió ocurrir a mi tío abuelo que, si el testimonio de Greenbie había sido tratado
de tal forma, entonces quizá otros artículos tuvieran tras ellos historias
similares. Debo dejar bien claro ahora que los recortes tan cuidadosamente reunidos
por mi tío abuelo se asemejaban únicamente en una cosa: en lo extraño de los
mismos. Aparte de esto, no había la más mínima similitud entre ellos. Los diversos
textos largos que allí se encontraban trataban de asuntos que habían despertado
algún interés local, a saber:
1) Un resumen muy completo de los hechos concernientes a la desaparición del doctor
Laban Shrewsbury, de Arkham, Massachusetts, al que estaban unidos varios obscuros
párrafos copiados de un manuscrito o libro del hombre desaparecido titulados: Una
investigación sobre las estructuras míticas de los primitivos de hoy en día con una
referencia especial al Texto R'lyeh. Por ejemplo:
«El origen marítimo parece incontrovertible, pues cada narración acerca de Cthulhu
está relacionada de alguna manera, directa o indirecta, con los océanos; esto es
cierto tanto si se trata de alguna manifestación que se suponga surgida de Cthulhu
o bien un relato de las acciones de sus seguidores. Uno no está demasiado seguro
acerca de la validez de la leyenda de la Atlántida; y no obstante, hay ciertas
similitudes superficiales bien aparentes que uno no se atreve a rechazar sin previa
investigación. Los puntos focales de estas actividades, a los que se llega
simplemente estableciendo unos círculos concéntricos a través de varios mapas del
globo, parecen ser ocho: a) el Pacífico sur, estando situado el centro del círculo
en o cerca de Ponapé, en la Carolinas; b) el Atlántico, cerca de la costa de los
Estados Unidos, estando el centro situado a la altura de Innsmouth, Massachusetts;
c) las aguas subterráneas bajo el Perú, centrándose alrededor de la antigua
ciudadela de los incas, Machu-Pichu; d) las tierras del norte de África y el
Mediterráneo, estando el centro situado en la vecindad del oasis sahariano de El
Negro; e) el norte del Canadá y Alaska, centrándose al norte de Medicine Hat; f) el
Atlántico, con el centro en las Azores; g) la mitad sur de los Estados Unidos,
incluyendo a las islas, con el centro situado en algún punto del Golfo de México;
h) el Asia del sudoeste, con su punto focal en un área desértica por los
alrededores de Kuwait (?), que se dice se halla cerca de una antigua ciudad
sepultada (¿Irem, la ciudad de los pilares?)».

2) Un informe detallado, con notas, aunque algo dispersas, de la misteriosa


invasión y parcial destrucción de Insmouth por los agentes federales.

3) El relato de un periódico dominical acerca de la desaparición de Henry W. Akley


de su casa en las colinas, cerca de Brattleboro, con alguna mención a las
impresiones horriblemente perfectas del rostro y manos de Akley halladas en el
sillón del que se había esfumado, y alguna alusión sobre las terribles pisadas
vistas en el suelo, alrededor de la casa.

4) La traducción de una larga carta que había aparecido en un periódico de El


Cairo, concerniente a las apariciones de extrañas bestias marinas vistas en las
aguas de la costa marroquí.

Había muchos otros pequeños recortes, pero todos, como los largos, se referían a
asuntos de una extrañeza que se salía de lo corriente, o que sugerían algún
asombroso misterio. Había relatos de raras tormentas, inexplicables temblores de
tierra, de incursiones policíacas a reuniones de ciertos cultos, fenómenos
naturales inusitados, narraciones de viajeros por rincones perdidos de la Tierra, y
centenares de asuntos similares.

Además de esos recortes, había varios libros: estudios de la civilización inca, dos
libros sobre la isla de Pascua, y asombrosas citas de libros con títulos que yo
nunca había oído previamente: los Fragmentos de Celaeno, los Manuscritos
Pnakóticos, el Texto R'Lyeh, el Libro de Eibon, el Manuscrito de Sussex, y
similares. Finalmente, estaban las notas de mi tío abuelo. Desafortunadamente,
estas eran casi tan crípticas como algunos de los relatos que tan cuidadosamente
había atesorado, pero no obstante era posible llegar a ciertas conclusiones a su
respecto. No había en parte alguna ningún sumario conciso de sus hallazgos, pero
quedaba bien manifiesta una cierta progresión que llevaba a inalterables
conclusiones. Por el tono de sus escritos, era bastante fácil deducir: a) que mi
tío abuelo estaba tras la pista de alguna organización bastante desconexa que
adoraba a uno de cierto número de seres relacionados, siendo el objeto específico
de la búsqueda de mi tío abuelo la sede central del culto de Cthulhu (que
ocasionalmente aparecía escrito como Kthulhu, Cluuluu, etc.), y que algunos o todos
los objetos de arte estaban relacionados con ese culto; b) que la adoración a aquel
ser era algo malévolo y muy arcaico; c) que mi tío abuelo sospechaba que la imagen
de piedra curiosamente repulsiva, de origen desconocido, era la concepción, según
el artista indígena, de aquel ser, Cthulhu; d) que mi tío abuelo sospechaba
firmemente que existía una relación entre los acontecimientos extraños narrados en
los recortes que había coleccionado y el culto de aquél u otros seres similares. A
este respecto, sus notas eran singularmente sugestivas, como pueden indicar las
siguientes:

«Se presentan ciertos paralelismos, de los que no nos cabe más remedio que sacar
algunas conclusiones innegables. Por ejemplo, el doctor Shrewsbury desapareció al
año de la publicación de su libro sobre las estructuras míticas. El estudioso
británico, Sir Landon Etrick, murió en un extraño accidente seis semanas después de
que permitiese la publicación en la Revista oculista de su estudio acerca de los
«Hombres-Peces» de Ponapé. El escritor norteamericano H. P. Lovecraft murió al año
de la publicación de su curiosa «ficción» La sombra sobre Innsmouth. De esas y
otras muertes, únicamente la de Lovecraft parece desprovista de algún elemento
extraño. Nota: Parece indicada una investigación acerca de la alergia al frío de H.
P. L. Es igualmente significativa su pronunciada aversión al mar y a todas las
cosas que a él pertenecen, llevada tan lejos que llegaba a ocasionarle trastornos
físicos a la sola vista de alimentos procedentes de él. Es inevitable llegar a la
conclusión de que Shrewsbury, y también Lovecraft, y quizá lo mismo pasó con Etrick
y los otros, estaban a punto de llegar a algún descubrimiento trascendental
concerniente a C.» «Nótese el curioso significado del nombre del oasis: El Negro,
que no solo puede significar el diablo sino cualquier criatura de la obscuridad.
Nota: no existe ningún relato que sugiera que ni C. ni ninguno de sus más próximos
servidores puedan aparecer más que durante la obscuridad, si exceptuamos el relato
de Johansen transcripto por Lovecraft. Sólo sus esclavos actúan durante el día.
¡Compárese con el manuscrito de Greenbie! ¿Puede haber duda alguna acerca de que
las islas vistas por Johansen y Greenbie son en realidad la misma? Creo que no.
Pero entonces, ¿dónde se halla? No hay datos de ninguna cercana a Ponapé. Ni
tampoco a Queensland. No hay nada en mapa alguno. El relato de Johansen y el de
Greenbie están de acuerdo en que debe hallarse entre Nueva Guinea y las Carolinas,
posiblemente al oeste de las Almirante. Johansen sugiere que la isla no está fija,
sino que se hunde y emerge. Si esto es cierto, ¿cual es la explicación posible para
los «edificios»?
«En todas partes existe evidencia, directa o entrevista, de «hombres» ícteos o
batrácicos, particularmente en conexión con ciertos acontecimientos. Fueron vistos
en Arkham antes de la desaparición del doctor Shrewsbury. Entrevistos en Londres
poco después de la muerte de Etrick. Greenbie menciona seres que le parecieron como
«un cruce de hombre y rana». Las ficciones de Lovecraft están repletas de ellos, y
su cuento sobre Innsmouth sugiere una horrible razón por la cual los servidores
batrácicos de C. quizá no deseen a un hombre muerto, lo cual permitió que Greenbie
escapase.»
«A propósito del manuscrito de Greenbie, compárense los relatos existentes acerca
de la misteriosa desaparición del Marie Celeste y otras naves. Si los seres marinos
podían abordar barcas del tamaño del Vigilant (cf. Johansen), ¿por qué no buques
más grandes? Si esta hipótesis es mantenible, en ella se encuentra una plausible
aunque increíblemente horrible explicación a muchos misterios del mar, a numerosos
barcos hallados a la deriva y navíos desaparecidos. Nota: por otra parte, los
únicos relatos que podrían constituir una evidencia directa, no debe olvidarse, son
los de hombres cuyas mentes pudieran haber sido afectadas por los sufrimientos
desacostumbrados.»

Había muchas otras notas de naturaleza similar, pero también había otras aún más
extrañas, que evidentemente venían originadas por las primarias. A medida que mi
tío abuelo se hundía más y más profundamente en sus investigaciones, hallé que sus
notas se iban haciendo de una creciente obscuridad. Por ejemplo, en cierto lugar
escribió, bajo la evidente tensión de algo que lo excitaba: «¿No podría haber algún
principio puramente científico relacionado con los viajes espaciotemporales que se
afirma pueden realizar los Primitivos? Es decir, algo que se relacionase con el
tiempo considerado como dimensión, transformando a C. y a los demás en seres
totalmente diferentes, sujetos a otras leyes antitéticas a las naturales que
nosotros conocemos?»

Y, en otra parte:
«¿Qué opinar de la posibilidad de una desintegración atómica con subsiguiente
reintegración en otro punto del tiempo y del espacio? Y, si es que hemos de
considerar el tiempo puramente como una dimensión y el espacio como otra, entonces
las «aberturas» que repetidamente se mencionan deben ser fisuras en esas
dimensiones. ¿Qué otra posibilidad cabe?» Pero el aspecto más intranquilizador de
la extraña investigación de mi tío abuelo no aparecía en sus notas hasta los
últimos meses de su vida. Entonces, comenzaba a hacerse manifiesta una clara
inquietud, una definida evidencia de que el culto o cultos en los que mi tío abuelo
estaba interesado no eran fenómenos del tiempo pasado, sino que habían sobrevivido
hasta el presente y, además, eran definidamente malignos y perversos. Pues en sus
notas aparecían unas ciertas preguntas bien patentes, hechas para sí mismo, como si
mi tío abuelo se estuviese planteando cuestiones a cuya importancia apenas si se
atrevía a creer. «Si puedo dar crédito a mis ojos», escribió en cierto lugar, tras
regresar de Transilvania, «mi compañero de viaje tenía un marcado aspecto de
batracio. No obstante, hablaba en perfecto francés. No tengo ni idea de en qué
punto del trayecto subió al Simplón-Orient. Me costó un cierto esfuerzo deshacerme
de él en Calais. ¿Estoy siendo seguido? Si es así, ¿cómo pueden haberlo
averiguado?» Y, de nuevo: «Seguido en Rangún, sin lugar a dudas. Mi perseguidor era
extremadamente escurridizo pero, a juzgar por un reflejo visto en una ventana, no
era uno de los Profundos. Su estatura sugería que formaba parte del pueblo Tcho-
Tcho, lo cual sería muy adecuado, dado que se supone que su habitat queda cerca.»
Y, en otro lugar: «Tres en Arkham, cerca de la universidad. La única pregunta
parece ya ser: ¿cuánto sospechan que sé? Y, ¿esperarán hasta que lo publique, como
en los casos de Shrewsbury, Vordennes, y los otros?»

Las implicaciones de todo esto eran claras como el cristal. Mi tío abuelo,
siguiendo de cerca los pasos de un extraño y maligno culto, había llamado la
atención de sus practicantes, y su existencia estaba amenazada. Fue entonces cuando
tuve la convicción instintiva de que la muerte de mi tío abuelo en Limehouse no
había sido un accidente, sino una muerte premeditada.

Llego ahora a aquellos acontecimientos que confirmaron mi resolución de abandonar


mi estudio sobre los criollos para hacerme cargo del problema que había atraído la
atención de mi tío abuelo Asaph Gilman. Mi interés, puramente abstracto, se había
cristalizado ante la convicción de que mi tío abuelo había sido asesinado, pero
cuando comencé a buscar a mi alrededor alguna clave sobre dónde iniciar mi búsqueda
de sus asesinos y del culto al que pertenecían, no supe por donde comenzar. Por
mucho que busqué en sus papeles, no parecía haber un lugar a partir del cual
iniciar mis pesquisas, ni persona alguna que pudiera ayudarme en ellas. A pesar de
todas las terribles sugerencias e indicios de los papeles y libros de mi tío
abuelo, no existía un verdadero punto focal; considerándolos como un todo, sus
papeles constituían más bien un trabajo preliminar que conducía a unas hipótesis y
conclusiones que mi tío abuelo no había tenido tiempo de formular. Lo que resolvió
mis dudas, así como los puntos obscuros de los documentos de mi tío abuelo, fueron
una serie de sueños que comenzaron la misma noche siguiente a mi decisión con
respecto a la investigación que había provocado el asesinato de mi tío abuelo. Los
sueños fueron singularmente vividos, y cada uno de ellos fue una unidad perfecta en
sí misma, sin la nebulosidad, la incoherencia y las increíbles fantasmagorías de la
mayor parte de los sueños. En efecto, eran asombrosos en el aspecto de que eran lo
suficientemente vividos como para no parecer sueños, sino experiencias de
clarividencia y clariaudiencia que trascendían a las leyes naturales. Además, cada
sueño me impresionó lo bastante como para impulsarme a pasarlo por escrito para
futura referencia, de forma que no olvidase ni un solo detalle de la experiencia.

Mi primer sueño fue como sigue:


«Alguien gritó mi nombre: ¡Claiborne, Claiborne Boyd! ¡Claiborne, Claiborne Boyd!
La voz era de hombre, y parecía llegar de una gran distancia y desde arriba. Me vi
a mí mismo despertar del sueño , y, al hacerlo, aparecieron los hombros y la cabeza
de un hombre. La cabeza era la de un anciano de largo cabello blanco, bien
afeitado, con una barbilla firme y pronunciada y labios gruesos. Tenía una nariz
romana y usaba unas extrañas gafas obscuras cuyos cristales se prolongaban hacia
los lados de la cara. Dado que ya me había despertado, no siguió llamándome sino
que me hizo seña de que mirase. «Cambió la escena; la cabeza se difuminó y
desvaneció. Yo, mi cama y mi habitación nos desvanecimos igualmente. La escena que
la substituyó me era vagamente familiar. Pasé junto a una calle que parecía estar
en Cambridge, Massachusetts. Estaba lejos de la universidad, y en un distrito en el
que viven profesionales. Había alguien a quien debía ver, y finalmente lo encontré:
era un hombre alto, enjuto, vestido de negro. Caminaba en forma extraña, llevaba
bufanda y gafas obscuras. Aunque parecía ser extraño en Cambridge, sabía adonde
quería ir. Entró en un edificio y se dirigió directamente a una oficina. Era la de
Judah y Byron, abogados. Entró y pidió ver al señor Judah. Tras un momento de
espera, fue introducido en el despacho de éste.

»El señor Judah era un hombre de edad mediana y llevaba unos quevedos. Su cabello
estaba comenzando a encanecer en las sienes, e iba vestido de gris. El traje era de
gabardina, de corte serio. Les oí hablar:

»–Buenas tardes, señor Smith –decía el señor Judah–. ¿Qué puedo hacer por usted?
»La voz del señor Smith era muy extraña; sonaba apagada y distorsionada, como si
tuviese un defecto de habla producido por un exceso de saliva. Dijo:
»–Tengo entendido que es usted albacea testamentario del finado Asaph Gilman, ¿no,
caballero?
«El señor Judah asintió.
»–El señor Gilman estaba realizando un trabajo en el que yo, como estudioso, estoy
profundamente interesado. Conocí al señor Gilman en Viena hace un año, y me dio a
entender en aquel entonces que tenía notas y documentos acerca de sus adelantos en
el trabajo. Estos papeles no pueden ser de interés más que para otro estudioso como
él. ¿Podría decirme si existe alguna posibilidad de que los adquiera a sus
herederos?
»El señor Judah agitó la cabeza.
»–Lo siento, señor Smith, pero los papeles del señor Gilman ya han sido remitidos a
uno de sus parientes, tal como él mismo indicó.
»–¿Podría quizá adquirírselos a él?
»–Eso ya queda fuera de nuestras manos, señor Smith.
»–¿Podría darme su dirección?
»Aunque el señor Judah dudó, finalmente dijo:
»–No veo que haya nada malo en ello –y le dio mi nombre y dirección.
»La escena se desvaneció, y regresó la cabeza del viejo de blanco cabello. Me
recomendó que cuidase de los documentos, que los ocultase en un lugar seguro.»
Luego, terminó el sueño.

En sí mismo, un tal sueño no debía parecer extraño, tras mi prolongado estudio de


los extraños papeles de mi tío abuelo. Pero su extraordinaria vividez me produjo
tal impresión, no solo al despertarme, cuando hubo concluido, sino durante toda la
mañana siguiente, que al final me llevó a poner una conferencia de larga distancia
con el mismo señor Judah, y a preguntarle si alguien le había interrogado acerca de
mí.

–¡Mi querido señor Boyd, qué coincidencia! –oí su voz por el teléfono, precisamente
con las mismas tonalidades que el señor Judah de mi sueño–. Vino aquí ayer un
hombre preguntando por usted... o mejor dicho por los papeles de su tío abuelo. Un
tal señor Japhet Smith. Nos tomamos la libertad de darle su dirección.
Probablemente se trata de un excéntrico, pero evidentemente es inofensivo. Parecía
desear adquirir los papeles de su tío abuelo, o al menos consultarlos. Como se
puede imaginar, esa confirmación de mi sueño tuvo un efecto bastante sorprendente
sobre mi. Ya no me quedaba duda alguna de que el «señor Japhet Smith» no era un
estudioso, sino un representante del mismo culto maligno que había ocasionado la
muerte de mi tío abuelo. Si era así, ciertamente vendría a New Orleans a por los
papeles. Entonces, ¿qué hacer? No era muy probable que se echase atrás ante mi
negativa de venderlos, sino que indudablemente utilizaría otros medios para
obtenerlos. Por consiguiente, determiné no perder tiempo en reordenar y empaquetar
los papeles de mi tío abuelo, sino sacarlos de mi domicilio para llevarlos a algún
lugar seguro en que ni Smith ni ninguno de sus compañeros pudieran hallarlos.

Pasé la tarde, por consiguiente, en repasar de nuevo los documentos, y al hacerlo


me encontré con dos anotaciones muy curiosas en la parte de atrás de unos sobres.
Eran más raras de lo usual, y ambas se referían, claramente, al mismo tema. La
primera, evidentemente hecha mientras mi tío abuelo estaba en el El Cairo, decía
simplemente: «¿Andrade? ¡Seguro que no!». La segunda, hecha durante su última
visita a París, justamente antes de su desafortunado viaje a Londres decía:
«Preguntar a Andrós acerca de Andrade». Me di cuenta de que en aquellas anotaciones
había por fin un punto en el que proseguir la investigación de mi tío abuelo. Pero,
¿quién era ese Andrós? ¿Y dónde estaba? Redoblé mis esfuerzos para hallar más
información en los papeles que poseía, alguna otra pista acerca de la identidad de
Andrós o Andrade, pero no había nada. No obstante, en vista de que ambos nombres
eran de origen latino, parecía bastante razonable el creer que sus poseedores
vivían en algún país de habla hispana o portuguesa; y dado que los viajes de mi tío
abuelo lo habían llevado solo de paso por España y Portugal, era mucho más probable
que aquellos sujetos en los que se había interesado se hallasen residiendo en algún
otro lugar del globo, desde las Azores hasta Sudamérica. Y lo más indicado parecía
ser Sudamérica, ya que había las suficientes pistas en los papeles de mi tío abuelo
como para deducir que su siguiente visita sería a algún lugar de Sudamérica.

Pero tuve poco tiempo para seguir especulando, pues se acababa el día, y aún me
quedaba mucho trabajo que hacer para tener los papeles dispuestos para su
transporte. No solo estaba movido por mi curioso sueño y su confirmación, sino por
una convicción, aún más extraña, de que no podía permitirme el perder tiempo. Por
consiguiente, trabajé con sumo apresuramiento, y al final del día ya hube
terminado. Ciertamente, había memorizado algunos datos de los papeles de mí tío
abuelo, y estos y los libros los reempaqueté cuidadosamente y al final de aquel día
ya los hube llevado a la oficina de recaderos de la localidad, entregándolos para
que quedasen en consigna durante noventa días, pagando por adelantado con una suma
adicional para cubrir mis subsiguientes instrucciones de que si no reclamaba los
dos baúles tras el período prefijado, fuesen enviados a la biblioteca de la
universidad de Miskatonic, en Arkham. Después, tomé todos los recibos y los envié a
mi nombre a cargo de Judah y Byron, con una breve nota de instrucciones que les
remití a ellos. Cuando regresé a mi apartamento, había caído la noche ¿Fue mi
imaginación o había alguien acechando alrededor del edificio en el que habitaba? El
señor Japeth Smith no había tenido tiempo de llegar a New Orleans. Aparté mis
imaginaciones y subí a mi apartamento con el vago presentimiento de hallar rastros
de unos visitantes indeseados. Pero no había nada, y me permití una leve sonrisa al
comprobar la forma en que los raros papeles de mi tío abuelo y mi extraño sueño se
habían apoderado de mí... Leve, porque recordé que si mi tío abuelo había estado en
lo cierto en su suposición de que el culto de Cthulhu tenía miembros en todo el
mundo, ciertamente no era imposible que hubieran algunos en New Orleans y de que
Smith hubiera entrado en contacto con ellos por telégrafo. Y, ¿acaso no me había
solicitado mi tío abuelo que estuviese al tanto de cualquier manifestación de
extraños cultos paganos, porque seguramente tenía referencias de que se llevaban a
cabo a Cthulhu y a aquellos otros seres nebulosos?

Apagué la luz y fui a la ventana, quedándome tras las cortinas para vigilar la
calle. El barrio en que vivía era uno de los más viejos de New Orleans. Sus
edificios eran elegantes, aunque pasados de moda. Eran habitados por artistas,
escritores y estudiantes en su mayor parte, y ciertos devotos de la música, desde
los clásicos a los blues, también estaban domiciliados en aquel vecindario. Por
consiguiente, la calle acostumbraba a estar concurrida a todas horas, y ahora,
entre las nueve y las diez, una hora aún relativamente temprana, no faltaba gente
en ella. Me llevó algún tiempo localizar a alguien que no pareciese pertenecer a la
calle. Y aún entonces, no pude estar seguro. Pero ciertamente había un individuo,
no muy visible, que podría haber estado vigilando mi casa, y mi apartamento en
particular. Caminaba lentamente arriba y abajo de la manzana y, aunque nuca miraba
en dirección a mi casa, podía darse cuenta de cada vez que abrían y cerraban la
puerta; de esto estaba seguro como si tuviera pruebas de ello. Además, también me
llamó la atención su paso, que era particularmente deslizante, como el de Japeth
Smith en mi sueño, y, aún más aterradoramente, como el que se asignaba a los
batracios seguidores de Cthulhu en varios de los relatos que acompañaban los
papeles de los que me había deshecho temporalmente.

Me aparté de la ventana, con la mente confusa. Falto de pruebas, no podía proceder


contra un caminante que quizá me dejase en ridículo al resultar ser un poeta
persiguiendo a su musa, lo que tal vez fuera tan natural como cualquier otra
explicación que se pudiera dar. No era demasiado aventurado pensar que pudiera ser
llevado a cabo un intento de entrar a mi habitación. Sin embargo, tras permanecer
sentado durante algún tiempo en la obscuridad, tratando de decidir lo que yo haría
si nuestras posiciones fueran inversas, concluí que si el tipo de abajo era en
realidad un centinela, los acontecimientos habrían seguido este orden: Smith habría
telegrafiado para que colocasen a un vigilante frente a mi apartamento; y este
habría llegado fortuitamente durante mi ausencia con los baúles, y ahora
permanecería, quizá relevándose con alguien durante parte del tiempo, hasta que el
mismo Smith llegase. Probablemente los miembros del culto no tenían deseos de crear
«incidentes» que revelasen pistas de su presencia a cualquiera lo bastante curioso
como para buscarles; por consiguiente, parecía poco probable que llevasen a cabo
cualquier tipo de ataque hasta que Smith se convenciera de que no le quedaba ningún
otro camino.

No obstante, permanecí en la obscuridad hasta medianoche; solo entonces, cuando la


calle estuvo desierta, y ya no pude ver a mi centinela, me atreví a irme a la cama.
Aquella noche tuve el segundo sueño, que aún fue más asombroso que el primero,
aunque no acabaría de apreciar toda su importancia sino después de transcurridos
algunos días. Como en el caso del primero, particularmente después de su
confirmación, tomé nota detalladamente del mismo:

»El sueño comenzó exactamente como el primero.


«El hombre de cabello gris con gafas obscuras apareció como antes. Esta vez había
algo más en la niebla que lo rodeaba. Al fondo se alzaba lo que parecía ser un gran
edificio de algún tipo. No resultaba muy claro si ese fondo era un interior o un
exterior, pero se veía la silueta de lo que parecía ser una enorme mesa de piedra
entre la cabeza y la construcción. Dicha construcción era de un tipo totalmente
extraño: una gran cámara abovedada, si es que era un interior, cuyos pétreos arcos
se perdían en las sombras de arriba; parecía verse también una ventana redonda de
colosal tamaño, y columnas monolíticas junto a las cuales la cabeza parecía
increíblemente pequeña. Había estanterías que soportaban gigantescos libros, a lo
largo de las paredes. En sus lomos se divisaban extraños jeroglíficos. De una forma
indistinta, parecían surgir bajorrelieves de la monstruosa construcción megalítica
de granito, cuyas piezas parecían ser bloques con la parte superior convexa
sostenidos por discos de fondo cóncavo muy ajustados. No se veía suelo alguno, pero
tampoco ninguna cosa por debajo del tórax del individuo que me llamaba.
«Me dijo que le prestase mucha atención.
«Se desvaneció la escena. De nuevo apareció una calle familiar. Esta vez la
reconocí en el acto. Era una calle de Natchez, Mississippi, donde yo había
realizado mis estudios antes de empezar con la investigación sobre los criollos en
New Orleans. Parecía estar caminando a lo largo de la calle, pero nadie se fijaba
en mí. Divisé la oficina de correos. Entré en ella. Atravesé la sala, pasé junto a
las hileras de apartados, entré en el interior. El director y sus asistentes
estaban trabajando allí. Nadie se fijó en mí.
«Entonces, ocurrió algo muy extraño El mostrador sobre el que colocaban las cartas
que debían ser enviadas desde la oficina postal pareció desvanecerse y tras él vi
una gruesa carta. Estaba dirigida a mí, y reconocí la letra como perteneciente a mi
tío abuelo. Estaba matasellada en Londres el día antes de su muerte. La carta, como
la última postal de mi tío abuelo desde París, había sido enviada a mi dirección de
Natchez, y reexpedida desde allí, pues llevaba mi dirección de New Orleans escrita
junto a la de Natchez, pero antes de serlo, de alguna manera, la carta había
resbalado tras el mueble sin que ello fuera advertido. Ahora, nadie de la oficina
la podía ver.
»De nuevo escuché la voz del hombre de gafas obscuras. Esta vez me dijo que tuviese
bien en cuenta cada una de sus palabras. »–Señor Boyd –dijo, con tono amistoso pero
urgente–. Tiene que hacer precisamente lo que voy a decirle. Como sabe, su
apartamento está siendo vigilado. Mañana el señor Smith vendrá a verle. No es
necesario que lo reciba. En algún momento de mañana, prepárese a abandonar su
alojamiento cuidando de que no le sea preciso volver a él; asegúrese de que no le
siguen y vaya a Natchez. Recupere la carta en la oficina de correos; es de su tío
abuelo y es lo bastante explícita como para permitirle que siga sus instrucciones
si aún está decidido a ello. Tenga buen cuidado de que la carta no caiga en otras
manos. »Luego, la voz se desvaneció.»

Como prueba de lo vivido del sueño, puedo decir que ni por un momento me interrogué
acerca de su validez. Desde el instante en que me desperté en la obscuridad de mi
habitación, supe también que, con la llegada de la mañana, me dispondría a seguir
las precisas instrucciones detalladas por mi mentor de los sueños: ir a Natchez y
leer la última carta de mi tío abuelo con toda la intención de seguir cualquier
instrucción que pudiera contener.

A pesar de que sentía aún la comezón de la curiosidad por verme frente a frente con
Japhet Smith, me daba cuenta de que en cuanto conociese mis pocos deseos de
deshacerme de los papeles de mi tío abuelo me sería mucho más difícil, si no
imposible, el eludir su persecución.

Por consiguiente, fue con algo parecido a la reluctancia como me evadí de mi


perseguidor al día siguiente... pues era seguido; no tenía ni la menor duda acerca
de esto. Y mi perseguidor era un individuo de un aspecto sugestivamente repelente:
boca amplia, cejas abultadas, ojos sin párpados, y casi sin orejas, con una piel
extrañamente correosa. No tuve dificultad en perderlo utilizando uno de los métodos
más tradicionales: meterme por una puerta de un edificio y salir por otra.
Naturalmente, en Natchez no pude alegar que conocía la existencia de la carta
perdida de mi tío abuelo, sino que expliqué simplemente que había venido de New
Orleans a inquirir acerca de una carta que debiera haber recibido, y finalmente
logré, tras ansiosos ruegos, convencerles para que mirasen tras el mueble donde
sabía que se encontraba. Allí fue hallada, entre asombradas disculpas, y me la
entregaron. Por aquel entonces había dejado de preocuparme sobre la forma en que se
me había informado de la carta y de los hechos referentes a Smith; el que mis
sueños no eran del tipo ortodoxo me parecía muy evidente, pero por qué medios había
adquirido aquel conocimiento en sueños era algo que no podía saber. No obstante, lo
tangible de la carta que tenía en mis manos superaba cualquier especulación. La
abrí ansiosamente y la leí. Una sola mirada me bastó para comprender que era de la
máxima importancia en lo que se refería a la extraña investigación de mi tío
abuelo, y que había sido escrita en un momento de gran inquietud, cuando a mi tío
abuelo ya no le quedaba ninguna duda acerca de la identidad de sus perseguidores, y
cuando tenía ya conocimiento de su posible final. «Mi querido sobrino», había
escrito con una letra un poco más grande de lo que acostumbraba, sin duda debido a
su nerviosismo. «Creo necesario dar algunos pasos que puedan asegurarme algún éxito
en la investigación que llevo realizando durante muchos meses... aún después de mi
muerte, pues es seguro que mis pasos están siendo seguidos por algunos de los
Profundos, día y noche. Hace algún tiempo, indiqué en mi testamento que debían
serte enviados todos mis papeles, así como una modesta ayuda económica para
contribuir a tu trabajo, siguieses o no el que yo realizo. Ahora, me apresuro a
ponerte al corriente de la naturaleza del mismo.

»Hace algún tiempo, bástete saber que fue después de que me retirase de Harvard, me
encontré con un libro muy raro y curioso: el Necronomicón, de un árabe, Abdul
Alhazred, libro acerca del cual, quizá, cuanto menos se diga mejor será, pues trata
de una creencia religiosa muy antigua, con cultos y ritos de esos cultos, tejiendo
toda una mitología que, a primera vista, parece paralela a la familiar historia de
la Creación, pero que al leerla incidió sobre extraños rincones de mi memoria de
forma que, antes de que me diera cuenta, me hallaba profundamente prendido por la
mitología de la que trataba. Esto se debía, posiblemente, a que yo conocía ciertos
acontecimientos que parecían, en forma bien extraña, verificar algunas de las cosas
sobre las que se había escrito hacía tantos siglos, y, por consiguiente, tomé la
determinación de estudiar aquel tema más a fondo... en uno de aquellos impulsos que
a menudo saltan a los educadores retirados. ¡Ojalá me hubiera apartado de aquel
libro maldito, y lo hubiera olvidado!
»Pues no solo desenterré evidencias, de ciertos hechos siniestros referentes al
libro y a otros textos similares que había estudiado, sino que descubrí que había
pueblos cuyos cultos seguían aún en nuestros tiempos dedicados al servicio de
aquellos arcaicos seres. Y aprendí la verdad del extraño pareado del árabe: »Pues
no es la muerte lo que eternamente puede yacer, »y tras extrañas eras hasta la
muerte puede perecer.
»Hay demasiado poco tiempo para explicártelo todo. Créeme si te digo que parece ser
que hay datos indiscutibles y horripilantes que indican que la Tierra, junto con
otros planetas y estrellas de este y otros universos, fue en otro tiempo habitada
por seres que no eran exactamente de carne y huesos, o no al menos de la carne y
los huesos que nosotros conocemos, seres llamados los Grandes Primitivos, cuyas
huellas aún pueden ser encontradas en lugares escondidos del Mundo, por ejemplo las
estatuas de la isla de Pascua; seres que habían sido expulsados de las estrellas
primigenias por los Dioses Arquetípicos que eran benéficos, mientras que los
Grandes Primitivos o Primigenios eran de intenciones malignas en lo que se refiere
a la humanidad. No tengo ni tiempo ni espacio para recapitularte la entera
mitología. Baste con decirte que esos Grandes Primitivos no murieron, sino que
fueron apresados, o se refugiaron (esto no está muy claro, pero presumiblemente se
trate de lo primero) en grandes lugares subterráneos de la Tierra y en otras
estrellas, y la leyenda dice que «cuando las estrellas sean favorables», o lo que
es lo mismo: cuando las estrellas estén de nuevo en la posición en que se
encontraban en el momento de la desaparición de los Grandes Primitivos y se cierre
el ciclo, aparecerán de nuevo, habiéndoles sido preparado el camino por sus siervos
en la Tierra.
»De todos ellos, el más temido es el llamado Cthulhu. Me he encontrado con indicios
de culto a Cthulhu en todos los rincones del globo: en el extremo norte ciertos
esquimales llevan a cabo un ritual al supremo demonio anciano o Tornasuk, cuya
imagen tiene una asombrosa similitud con aquellos repugnantes bajorrelieves que se
supone representan la apariencia de los Grandes Primitivos; tanto en los desiertos
de Arabia como en Egipto y Marruecos, existe el culto a un temible ser marino; en
lugares remotos de nuestro propio país se da la infernal adhesión a las antiguas
creencias en seres medio rana medio hombre... y así se podrían citar ejemplos
incontables. Me convencí de que el culto a Hastur y Shub-Niggurath y Yog-Sothoth
estaba menos extendido que el de Cthulhu, y me dediqué a descubrir tantos lugares
en que éste fuera practicado como me fuera posible. «Realmente, al principio lo
hice con el más impersonal de los motivos. Pero, cuando obtuve la aterradora
evidencia de que esos sirvientes se estaban preparando para abrir las puertas del
tiempo y del espacio a seres sobre los cuales nuestra ciencia nada sabe y contra
los cuales es muy posible que resulte impotente, cesé en mi actitud impersonal, y
comencé, conscientemente, a intentar enterarme de la identidad del más potente de
los grupos que seguían el culto de Cthulhu, y del líder de este grupo, decidido a
llevar a cabo todo lo que estuviera en mi poder para terminar con las actividades
de dicha secta, aun cuando ello significara el exterminar a su líder.
»Aunque estoy a punto de conocer su identidad, aún ha de pasar algún tiempo. Y, de
alguna manera, esos infernales hombres rana u hombres peces, llámeseles como se les
llame, también conocidos como los Profundos, que son unos de los siervos más fieles
de Cthulhu, han descubierto mis actividades. No sé cómo, se dieron cuenta de mi
intención; no deberían haber podido, pues hasta ahora ni he escrito sobre ella ni
la he comentado con nadie. Y, no obstante, me están vigilando, como llevan
haciéndolo durante meses, y me temo que no me quede mucho tiempo.
»No vale la pena agobiarte con más detalles.
»Solo quiero decirte que, si te decides a proseguir, creo que el punto focal de
actividad más importante en este momento se halla en Perú, en los territorios incas
situados más allá de la vieja fortaleza de Salapunco. La primera cosa que debes
hacer es ir a Lima, y visitar al profesor Viberto Andrós, de la universidad de esa
ciudad. Dile que te envío yo... o, mejor aún, muéstrale esta carta; y pregúntale
acerca de Andrade.»

Esto, aparte de su firma, era todo lo que la carta decía. La acompañaba un mapa
toscamente dibujado de un terreno totalmente desconocido para mí, y que no llevaba
ningún signo identificador.

El Profesor Viberto Andrós era un hombre bajo y delgado, de apariencia venerable,


con cabello sedosamente blanco y un rostro ascético. Su piel era obscura, pero no
atezada, y sus ojos eran negros. Leyó la última carta de mi tío abuelo con gran
minuciosidad y con un interés que no se molestó en ocultar. Cuando al final la hubo
acabado, agitó con gesto de simpatía su cabeza y expresó su condolencia por la
muerte de mi tío abuelo, de la que no se había enterado hasta entonces.

Le di las gracias y le hice la pregunta que necesitaba me respondiese, a pesar de


la convicción íntima que yo ya tenía: si, en su opinión, mi tío abuelo sufría algún
trastorno mental.

–Creo que no –replicó juiciosamente; luego, se alzó de hombros y añadió–: Pero,


¿quién puede decidir acerca de este, como usted lo llama, «trastorno mental»?
Ninguno de nosotros. Quizá usted lo haya pensado basándose en esto –señaló la
carta–, y en sus papeles. Pero me temo que estas cosas son ciertas, tal como él lo
escribió. No sé hasta que punto, ni si en mayor o menor medida de lo que él dice.
Su tío abuelo no era el único que lo creía. Y hay libros, manuscritos, documentos;
extraños, muy cuidados en algunas de nuestras grandes bibliotecas, que pocas veces
son consultados. Pero ahí están, escritos por gentes separadas por siglos, por
espacios incalculables... y todos tratan de los mismos fenómenos. ¿Nos atreveremos
a llamar a esto coincidencias?

Estuve de acuerdo en que no era muy probable, y le pregunté acerca de Andrade. Alzó
las cejas.

–Me asombra que él le impulsara a preguntar acerca de ese hombre. Andrade, Fray
Andrade, es un sacerdote, un misionero entre los indios del interior. A su manera
es un gran hombre, posiblemente hasta un santo, aunque la Iglesia tarde en
reconocer el valor de estos hombres. Andrade ha trabajado durante muchos años entre
los indios, y según tengo entendido ha logrado miles de conversiones.

–Por alguna razón, mi tío abuelo creía que usted podría darme alguna información
sobre Andrade, que él deseaba conocer –dije, buscando cuidadosamente las palabras–.
¿Es posible verle en persona? ¿Está en Lima?

–Estoy seguro de que le concedería una entrevista, pero el problema es encontrarlo.


Su trabajo lo lleva a los lugares más remotos del país... y, como ya debe de saber,
tenemos muchos de ésos, ya que la mayor parte del Perú está a lo largo de la costa,
y las montañas son difíciles y traicioneras, hasta para muchos de los descendientes
de los incas.
Proseguí inquiriendo acerca de las estructuras míticas que mi tío abuelo había
estado investigando y, a lo largo de nuestra conversación, se me ocurrió
preguntarle si conocía a alguien que correspondiese a la descripción de mi mentor
de los sueños. No había acabado aún de mencionar las extrañas gafas obscuras,
cuando el profesor Andrós sonrió y asintió.

–¿Quién iba a olvidarse de él? Es un hombre muy sabio. Me encontré con él hace
muchos años en la ciudad de Méjico en una convención de educadores. Me impresionó
mucho.

–¿Es un sudamericano?

–No. Se trata del doctor Lavan Shrewsbury, de Arkham, Massachusetts.

–¡Pero, si está muerto! –grité involuntariamente–. ¡No puede ser!


El Profesor Andrós volvió sus ojos obscuros hacia mí y me contempló durante un
largo rato, antes de replicar:

–No sé. Ya le he dicho que era un hombre muy sabio... y no me refiero solo a una
simple acumulación de conocimientos. Según dijeron, desapareció, y su casa ardió.
Pero, anteriormente, había desaparecido durante veinte años, regresando de nuevo,
tras lo cual se produjo su segunda desaparición, cuando su casa fue destruida. Pero
no se halló el cadáver... no fue hallada parte alguna de un cuerpo humano entre las
ruinas de la casa, o en ninguna otra parte. Creo que un hombre prudente únicamente
se atrevería a concluir que su muerte no ha sido probada –entrecerró los ojos y
concluyó–: Pero, cuando usted dice que no puede ser, será por alguna razón. ¿Cuál
es? ¿Acaso lo ha visto?

Interrogado de esta forma tan directa, le delineé brevemente mis sueños. Me escuchó
con gran interés, asintiendo de vez en cuando. –La descripción es correcta –dijo
cuando hube terminado–. Y las palabras del sueño parecen las que él hubiera
pronunciado. Me fascina su descripción del escenario en que se hallaba. Mucho más
de lo que pueda imaginar. ¡Cámaras antiguas, monolíticas! ¡Qué idea! Y seguramente,
no deben de estar en la Tierra.

–¿Cómo puede uno explicar racionalmente tales sueños? –inquirí. Sonrió suavemente.

–Muchacho, ¿cómo puede explicar alguien racionalmente su propio ser? Yo no sabría


qué contestar.
Tomé el mapa que mi tío abuelo había incluido en su última carta y lo extendí
frente al profesor, sin decir nada. Lo miró durante largo rato, siguiendo las
rudimentarias y apresuradamente trazadas líneas, estudiando detenidamente los
cuadraditos, tanto los que llevaban cruz como los que no, y los círculos y
rectángulos. Finalmente, puso un frágil índice sobre el mapa, y comenzó a seguir
sus trazos.

–Aquí –dijo–, está Lima. Este es el sendero hacia las montañas, hacia Cuzco, y
luego hacia Machu-Pichu, y desde aquí a Sachsahuamán. Aquí está Ollantaytambo, y
por aquí se extiende la Cordillera de Vilcanota. Aquí, con toda seguridad, está
Salapunco. El objetivo al que lleva el mapa parece estar en el área de más allá; el
sendero acaba aquí.
–¿Y qué región es ésta?

–Unos parajes bastante desconocidos, y muy poco habitados. Este mapa es realmente
curioso. Casualmente, en estos momentos está habiendo una gran agitación entre los
indios de esa zona... la clase de agitación que no parece tener significado, pero
que es realmente amenazadora. Y él no podía haber tenido conocimiento de esto.
Pero yo sabía, intuitivamente, que mi tío abuelo había tenido conocimiento de
ello... aunque no sabía cómo.

¡Y estaba seguro de que había llegado al lugar correcto, que las investigaciones de
mi tío abuelo lo estaban llevando al punto exacto en que se produciría el
resurgimiento mundial del culto de Cthulhu! De alguna manera, debía llegar al
interior.

–¿Cómo reconoceré a Andrade cuando lo vea? –pregunté.


El Profesor Andrós colocó ante mí una vieja fotografía del sacerdote. Había sido
recortada de un periódico y mostraba a un hombre de ojos brillantes y fanáticos, y
una boca de aspecto casi hosco... su ascetismo y energía interior quedaban
manifiestas en cada rasgo de sus facciones.

–Si va más allá de Machu-Pichu, tenga cuidado. ¿Va armado? Asentí.

–No necesitará guías hasta después de pasado Cuzco. Me gustaría que me mantuviese
informado de sus progresos. Encontrará mensajeros en Cuzco, que pueden llevar
cartas desde su campamento hasta la ciudad, para desde allí ser remitidas por
correo normal

Le di las gracias y regresé a mi hotel, cargado con los libros que me había
prestado: libros que contenían transcripciones del Manuscrito de Sussex, los
Fragmentos de Celaeno, y los Cuites des Goules del conde d'Erlette... libros que
contenían en sus páginas las increíbles leyendas de los Dioses Arquetípicos y su
destierro de los Grandes Primigenios de Betelgeuse: Azathoth, el dios ciego e
idiota; Yog-Sothoth, el que es Uno en Todo y Todo en Uno; el gran Cthulhu, que se
dice que duerme soñando en su gran palacio de la ciudad sumergida de R'lyeh;
Hastur, el Inefable, Aquel Que No Debe Ser Mencionado, que se esconde en una
estrella obscura cerca de Aldebarán; Nyarlathotep, que habita en la obscuridad;
Ithaqua, El Que Camina En El Viento; Cthugha, que regresará de la estrella
Fomalhaut; Tsthoggua, que espera en N'kai; todos, todos ellos esperando que llegue
el momento propicio, y confiando en las actividades de sus servidores secretos para
que les preparen el regreso a sus dominios... una tradición grotesca surgida del
más remoto pasado, una tradición apoyada por una enorme cantidad de datos, datos
que se extendían desde lo más lejanos tiempos hasta el presente, y que la
convertían en algo blasfemantemente asombroso por su credibilidad. Podía comprender
perfectamente el deseo de mi tío abuelo de dar cima a su propósito, y también su
imperturbabilidad en el momento de enfrentarse con la muerte por comparación con la
urgencia inherente en su deseo de hacer todo lo que estuviera en su poder para
evitar el triunfo de los siervos de Cthulhu. Aquella noche estuve leyendo hasta muy
tarde, hasta mucho después de que el hotel se hubiera quedado en silencio y que el
soñoliento sonido de la vida nocturna de Lima se hubo apagado.

Aquella noche tuve la tercera de las visitas en sueños de mi mentor. «El Doctor
Shrewsbury apareció como antes, precediendo a su aparición el sonido de mi nombre.
Esta vez no hubo cambio de escenario, sino únicamente la cámara monolítica del
sueño anterior, viéndose la cabeza, y hombros del doctor recortados contra aquel
fondo extraño e impresionantemente extraterrestre. Me habló durante largo rato,
advirtiéndome que no hablase con nadie de mi propósito de buscar a Andrade,
urgiéndome a que tomase las mayores precauciones posibles, y, una vez me
convenciese de cuál tenía que ser el curso de mi acción, que no perdiese tiempo en
llevarlo a cabo. El líder del culto debía morir, y debía ser llevada a cabo una
destrucción tan completa como me fuera posible del lugar en que se celebraban los
cultos, que se encontraba en lo profundo del interior, más allá de la antigua
fortaleza de Salapunco.

«Prosiguió diciendo que mi huida de aquel lugar sería prácticamente imposible. Y,


no obstante, había una forma en que podría realizarla. Debería esperar, antes de
partir en mi periplo hacia el interior del Perú, hasta que dispusiese de tres
artículos, que me serían entregados en el espacio de un día, más o menos. Esos
artículos eran, primero: un vial de hidromiel dorado que me haría insensible, a los
viajes por el espacio, muy por encima de la Tierra; segundo: una estrella de cinco
puntas; tercero: un silbato. Me explicó que la estrella de piedra me protegería
contra los Profundos y otros secuaces de Cthulhu, pero no contra el mismo Cthulhu o
sus siervos más allegados. El silbato traería en mi ayuda a una gigantesca criatura
voladora que me transportaría a un lugar en el que mi cuerpo yacería en animación
suspendida durante un tiempo sin fin, mientras mi esencia se unía al Doctor
Shrewsbury muy lejos, al otro lado de los abismos del espacio interestelar. Después
de que se hubiese realizado mi propósito, y antes de que la venganza de los
supervivientes pudiese caer sobre mí, debía beber el hidromiel, llevando puesta la
estrella de piedra, tocar el silbato, y repetir una extraña fórmula:

«¡Iä! ¡Iä! ¡Hastur! ¡Hastur cf' ayak 'vulgtmm, vugtlagl vulgtmm! ¡Ai! ¡Ai!
¡Hastur!» y debía someterme a lo que siguiese a continuación, sin miedo.»

Por extraordinario que este sueño fuera, lo que siguió aún lo fue más. Al
aproximarse el amanecer, fui despertado, o quizá lo soñé, por el sonido de unas
grandes alas. Entonces, en la ventana de mi habitación vi una monstruosa y horrible
criatura alada; de su lomo bajó un joven. Entró en la habitación por la ventana,
colocó algo sobre el escritorio, y salió por donde había entrado. El ser alado, del
que únicamente podía ver una parte muy pequeña, lo llevó instantáneamente fuera de
mi vista, disminuyendo con gran rapidez el sonido de sus alas.
Dos horas más tarde, cuando desperté, fui dubitativo hasta el escritorio; y allí,
exactamente tal cual lo había soñado... ¿o no lo había soñado?, se hallaban tres
objetos: un silbato, un vial de líquido dorado, y una pequeña piedra verdigris en
forma de estrella, duplicado exacto de la que se hallaba entre las piezas
coleccionadas por mi tío abuelo, que ahora estaban en depósito en New Orleans.
Partiré hacia el interior antes de que acabe el día.

9 de noviembre
Querido Profesor Andrós:
Estoy acampado en la vecindad del Machu-Pichu y, aunque no llevo aquí más de siete
horas, ya me he encontrado con varios hechos realmente inquietantes. Me enteré de
ellos a través de uno de los guías que me buscó el individuo ése, Santos, que usted
me recomendó. Ayer, de camino a la antigua ciudadela inca, detuve en el sendero a
algunos nativos y les pregunté si conocían el paradero de Fray Andrade.
Persignándose, hicieron gestos hacia atrás de ellos, en la dirección en que
caminábamos, pero no me pudieron dar datos precisos. No obstante, el guía en
cuestión se me aproximó poco después y me confesó que había oído mi pregunta y que,
si no me asustaba el abandonar el sendero a Machu-Pichu, me llevaría hasta donde se
encontraba su hermano mayor, enfermo en su casa de las montañas. Le dije que no me
asustaba; así que, en el punto preciso, le seguí durante quizá cinco kilómetros,
fuera del sendero, y encontré a su hermano, tal como me había dicho. Casi no
resulta necesario decir que ambos hombres son de raza quechúaayar; el hermano, que
parecía moribundo, era un converso al catolicismo, uno de los logrados por Andrade;
mientras que mi guía, mucho más joven, no lo era. Al enterarse de que buscaba a
Andrade, al principio se mostró muy poco dispuesto a hablar; pero cuando supo que
no lo conocía personalmente, y que no era un seguidor del sacerdote, comenzó a
hablar rápidamente, como si temiese no tener suficiente tiempo para contarme lo que
deseaba.
No puedo reproducir aquí sus palabras: hablaba en un mal español, y lo que me dijo
era sumamente asombroso. Me confesó sentir una gran admiración por Andrade, que
casi llegaba a la veneración. Pero Andrade, me dijo, estaba muerto. «Ya no era como
antes». Andrade ya no era Andrade; era otro, cuyas melosas palabras enseñaban cosas
malvadas. Decía saber dónde estaba escondido un «papel» de Andrade y que, si podía
prescindir de su hermano durante un tiempo, lo enviaría a buscármelo. Le llevaría
dos días a pie el llegar hasta aquel lugar. Naturalmente, asentí de buena gana, y
el guía ha partido con tal misión. Me apresuro a informarle de esto. De momento no
sé qué pensar del asunto, pero el viejo indio estaba muy agitado y no dudo de su
sinceridad; además, parecía más tranquilo al poder hablar con alguien que le
comprendiese. Tengo la oportunidad de remitir esta carta por medio de un grupo de
turistas estadounidenses que acaban de realizar un viaje organizado por las ruinas
incas. Cordialmente,
Claiborne Boyd.

10 de noviembre
Querido Profesor Andrós:
Mi guía regresó anoche con el «papel» que dicen escribió Andrade. Lo he leído, y
creo que tiene tal importancia que lo he puesto en manos de uno de mis mensajeros
para que lo lleve a Cuzco y le sea remitido sin más retraso. Evidentemente el
documento es sólo un fragmento de un relato más largo. Estoy a punto, en este
momento, de levantar mi campamento situado en la garganta de las montañas más allá
de Salapunco, cerca del lugar, según se me ha dicho, en que Andrade va a llevar a
cabo lo que parece ser una «misión» o «predicación», o algo similar. Sinceramente,
Claiborne Boyd.

Le adjunto el documento de Andrade:


«...quién es ese individuo, o de dónde viene, es algo que nadie sabe.
Indudablemente es maléfico. Toca una extraña música en un antiguo instrumento
similar a una flauta. Desde que ha llegado aquí se nota una gran desazón y aumenta
el mal. Por todas partes se aprecia el mal, hasta en las nubes; y de las aguas
surgen extraños sonidos... como si grandes seres caminasen por lugares
subterráneos. He tratado de combatirle, y no cesaré en mis intentos de luchar
contra sus maléficas enseñanzas.
»Un gran terror ha caído sobre mi pueblo. Me hablan de un maleficio o algo similar
que surgirá de nuevo, que es más antiguo que la misma Tierra, de extraños seres, a
uno de los cuales le llaman Kuiú o algo así, que saldrá de las aguas y se
convertirá en el dueño de toda la Tierra y con el tiempo, de todo el Universo. He
interrogado a alguno de ellos tan profundamente como me ha permitido su reticencia,
y a quien temen no es al anti-Cristo, sino a un ser que, según sus palabras, «no es
un hombre», que era «tan viejo como el tiempo» cuando la Humanidad aprendió las
enseñanzas de Cristo. Uno de mis feligreses hizo un burdo dibujo de ese ser, tal
como se lo describieron sus antepasados. Creí que sería una representación de
Pachacamac, al que se ofrecían sacrificios humanos, o de Ylla Tici Viracocha; pero
no era ninguno de estos, aunque podría haber sido el dibujo de uno de los monstruos
sobrenaturales en los que los antiguos incas creían. Era la bestial representación
de un ser que era una horrible parodia de un hombre: macizo, antropoide, con
tentáculos y una barba formada por serpientes o tentaculillos, con garras en las
manos y un tipo de alas similar al de los murciélagos.
»Él ha llegado predicando el culto a este ser, prediciendo su «regreso». Le
pregunté a mi pueblo si alguno de ellos recordaba a Kuiú. Ninguno de ellos lo
recordaba, pero algunos confesaron que su pueblo lo recordó en pasadas
generaciones. Pero nadie lo ha visto. Estoy seguro que muchos me ocultaban que
creían en él. Es descorazonador el observar esta tendencia entre mi pueblo. Haré lo
posible para alejar a ese extraño, si es necesario, a latigazos. Y no obstante, no
dejo de darme cuenta de la existencia de una cierta aura de peligro, de un peligro
mortal que se esconde en todas partes... no el peligro originado por Satanás, sino
de una maldad mayor, más primigenia y terrible. No puedo definirla, pero creo que
mi misma alma está en terrible peligro...»

14 de noviembre
Querido Profesor Andrós:
He visto a Andrade, pero solo a distancia, mediante mis prismáticos. Los guías me
dijeron que sería peligroso el acercarme mucho; así que les hice caso, me sitúe en
un lugar apropiado y a través de los prismáticos contemplé la reunión. El hombre
que vi vestido con hábitos no era el mismo de la fotografía que usted fue tan
amable de mostrarme. Y no obstante, me lo señalaron como Andrade, y representaba el
papel de Andrade. Esto es, daba una plática a los nativos reunidos para oírle, que
calculo serían unos trescientos. Y ciertamente su plática no era un sermón
cristiano, pues los tenía aterrorizados. Lo que más me preocupó fue el parecido que
tenía con el Japhet Smith de mi sueño; ciertamente no eran el mismo, no trato de
sugerir esto; pero también es cierto que existía una cierta relación entre ellos,
pues el Andrade que vi a través de mis prismáticos tenía esa curiosa boca de
batracio, esos ojos sin cejas y la extraña piel correosa que yo asociaba con Smith;
tampoco se le veían orejas. Creo que no cabe duda alguna de que Fray Andrade ha
sido asesinado, y que alguien está haciéndose pasar por él, con propósitos mucho
más horribles de lo que uno pudiera creer en un principio. Y no es difícil imaginar
que se trata de uno de los Profundos...
Ha pasado algún tiempo. Uno de mis guías nativos, que ha estado en la «misión» de
Andrade, ha vuelto y me dice que este hablaba en un idioma que le era extraño, pero
que despertaba algo en su memoria; dice que debió haberlo oído cuando era muy niño.
Lo que me parece totalmente conclusivo es una frase que, según dice, era repetida
una y otra vez, como una cantinela, por Andrade, y coreada por los que le
escuchaban. Trató de repetírmela y, por sus intentos, no me cabe duda de que se
trata del extraño cántico tantas veces reproducido en distintos lugares, y que
siempre ha sido asociado con este temible culto: Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh
wgah'nagl fhtagn. que ha sido traducido como:
«En su morada de R'lyeh Cthulhu muerto, sueña.»

A la mañana siguiente:
El Doctor Shrewsbury se me apareció la pasada noche, aparentemente en sueños; digo
«aparentemente» porque ya no estoy tan seguro de estar soñando. Ahora comprendo
muchas más cosas de este grotesco y repugnante culto. Según lo que S. dice, ha
utilizado a ciertos siervos de Hastur, que se oponen al regreso de Cthulhu, para
enfrentarse con los siervos de éste. Quedan así explicadas las criaturas aladas de
mi anterior sueño. Según parece, el hidromiel es un soporífero que tiene mayores
propiedades que las habituales en tales drogas, pues separa el yo, al que supongo
que uno podría denominar como cuerpo astral o espíritu, del cuerpo físico, que
queda inanimado pero vivo. El cuerpo físico es transportado a un lugar seguro, y el
yo toma otra forma corpórea en un lugar diferente (nunca la forma de un hombre), un
lugar muy lejano de nuestro Universo: Celaeno, en las Híadas. Puede comunicarse
conmigo a voluntad mediante una especie de hipnosis... Dice que Andrade es
sospechoso, pero que el punto álgido del culto se halla en un lugar ceremonial
secreto usado en otro tiempo por los incas, un templo abandonado excavado en la
roca de un cañón no muy lejano a nuestro campamento. Voy a ir allí tan pronto como
anochezca.

Más tarde:
He encontrado el lugar de reunión. Se halla al final de una escalinata que comienza
tras una oculta puerta de piedra que se abre en la pared de roca sólida del cañón;
evidentemente se trata de un antiguo pasadizo inca, pues la tosca talla de las
piedras es similar a la de Machu-Pichu y Sachsahuamán. El lugar de culto parece ser
algún tipo de viejo templo, tal como me había sido descripto, pero no hay ninguna
abertura al cielo, contrariamente a las tradiciones religiosas. Sin embargo, existe
un estanque de cierto tamaño; la sala en sí es de las dimensiones de una gran
caverna, capaz de dar cabida, diría yo, a varios millares de personas; y de ese
estanque emana una infernal luz subacuática verdosa. Parece que los adoradores se
reúnen alrededor del estanque, pues el antiguo altar situado al extremo opuesto de
la sala parece estar en desuso desde hace mucho. No me quedé allí demasiado tiempo,
pues me di cuenta de que había una extraña agitación en el agua, y oí el sonido de
una música lejana, como si se acercasen los creyentes, aunque a mi salida del lugar
de reunión no hallé a nadie.
Esto quizá sea lo último que oiga usted de mí. Tras enterarme por uno de mis guías
de que iba a tener lugar algún tipo de reunión importante en el viejo templo del
cañón aquella noche, regresé a ese punto y me oculté. Apenas había acabado de
esconderme tras el altar, cuando se produjo un ominoso chapoteo y movimiento del
agua iluminada de verde, y algo se alzó a la superficie.

Lo que vi me produjo náuseas.

Bastó una sola mirada para hacerme retroceder tambaleante, y el que no lanzase un
grito y traicionase mi presencia fue debido únicamente al hecho de que la visión de
la monstruosidad aparecida en la superficie de aquel lago subterráneo me hizo
enmudecer. Era un ser como únicamente puede soñarse en las más locas alucinaciones
de los fumadores de hashis: una bestial parodia de la humanidad, una criatura que
parecía haber sido otrora un hombre, con tentáculos y branquias, y una horrible
boca de la que salían una serie de horrísonos chirridos, similares a las notas
distorsionadas de una flauta u oboe. Cuando miré de nuevo, había desaparecido.
Pensé que se había alzado esperando la llegada de alguien, y no me equivocaba, pues
la caverna resonó con el ruido de pisadas, y en un momento entró alguien, siendo
iluminado por la extraña luz que emanaba del lago subterráneo.

Era Andrade, y a aquella luz todas las horribles características de batracio de su


rostro parecían aún más prominentes. Sin dudarlo, disparé contra él. Lo que sucedió
entonces, es casi demasiado increíble para escribirlo. Andrade, mortalmente herido,
pareció contraerse, desplomándose. Cayó al suelo, pero el hábito lo ocultó,
cubriendo su cuerpo. Y entonces salió de debajo del hábito una cosa horrible,
deforme, una masa de carne convulsa, que se deslizaba viscosamente, se retorcía, se
retorcía y deslizaba como una babosa hacia el borde del agua, expirando en el
momento en que se hundía y desaparecía... dejando tras de sí únicamente unas
sandalias, el hábito vacío y los ornamentos del mismo... una cosa que parecía la
caricatura de un hombre-rana, detenido en su evolución y moldeado por algún gran
maestro de lo terrible.

De nuevo el agua comenzó a agitarse, pero yo ya había empezado a colocar cargas de


dinamita. No miré hacia atrás; encendí la larga mecha a la entrada de la caverna y
hui de aquel lugar. He oído la explosión, y mis guías están nerviosos; les he dicho
que pueden regresar sin mí, pues sé que no tengo posibilidad alguna de salir con
vida de ese sendero. Quedaba únicamente el método del Doctor Shrewsbury. No volveré
nunca a verle a usted, y solo me cabe esperar que este mensaje final le llegue a
tiempo. Sé que lo que he hecho es bien poco, y que aún queda mucho que hacer en
otros rincones de nuestro Mundo, si es que queremos preservarlo de los repelentes y
malignos poderes que siempre están acechando, esperando regresar.

Adiós.
Claiborne Boyd

«Lima, Perú. 7 de Diciembre. AP. – A pesar de intensas búsquedas en la Cordillera


de Vilcanota y en la región de los alrededores de Salapunco, no ha podido ser
hallado ni rastro de Claiborne Boyd. Boyd desapareció a mediados de noviembre,
mientras realizaba una expedición para estudiar costumbres y cultos nativos, según
el Profesor Viberto Andrós, al que Boyd visitó en esta ciudad. Los restos del
campamento de Boyd revelaron únicamente que este lo había abandonado sin llevarse
su equipaje. Se encontró un vial vacío que se suponía que podía haber contenido un
veneno, pero un análisis químico de los restos de su contenido reveló que
únicamente se trataba de algún tipo de suero, no venenoso, aunque capaz de inducir
parálisis y sueño prolongado. Los investigadores no han sido capaces de explicar
algunas huellas halladas alrededor de la tienda, que recuerdan las de las alas de
los murciélagos, aunque de un tremendo tamaño...»

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