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RAMSEY CAMPBELL – Biografia y Compilado de relatos...

Nacido el 4 de enero de 1946 en Liverpool, Ramsey Campbell ha dedicado la mayor


parte de su vida a ahuyentar turistas asustados de esa ciudad. Campbell es un
escritor de horrores urbanos que deambulan por deterioradas vecindades y barrios
industriales, por lo que no sorprende que Liverpool haya sido la sede de muchas de
sus historias y novelas. El primer libro de Campbell, The Inhabitant of the Lake &
Less Welcome Tenants (El habitante del lago y los menos bienvenidos inquilinos)
fue publicado por Arkham House en 1964. Desde su enamoramiento quinceañero
por la obra de H. P. Lovecraft, Campbell avanzó rápidamente hasta establecer su
propio enfoque a la ficción del terror, y hoy es considerado como uno de los mejores
estilistas de dicho género. Campbell es versátil. Sus libros incluyen recopilaciones de sus propias
historias: Demons by Daylight (Demonios a la luz. del día), The Height of the Scream (La
culminación del grito); antologías originales seleccionadas por él: Superhorror, retitulada The Far
Reaches of Fear (Los largos alcances del miedo) en edición de bolsillo, New Tales of the Cthulhu
Mythos (Nuevos relatos de los mitos de Cthulhu), y New Terrors (Nuevos terrores) en dos
volúmenes; al igual que novelas: The Doll Who Ate His Mother (La muñeca que se comió a su
madre), The Face That Must Die (El rostro que debe morir), To Wake the Dead (Despertar a los
muertos), que fue retitulada The Parasite (El parásito) para su edición en los Estados Unidos, con
un final alternativo.
Campbell vive con su esposa, Jenny, en un Liverpool amenazado de canibalismo, donde durante
los últimos años ha trabajado como escritor a tiempo completo... evocando inesperados horrores
surgidos de territorios que amenazan con expandirse por todo el mundo. Actualmente (1980),
Campbell se halla trabajando en una novela de horror situada en Chapell Hill, Carolina del Norte.
El hueco se publicó en el segundo número de Fantasy Readers Guide, subtitulado The File on
Ramsey Campbell (El archivo sobre Ramsey Campbell). Ese folleto contiene un índice de toda la
obra de ficción de Campbell hasta entonces, junto con varios comentarios y apreciaciones, y lo
recomiendo a todos los aficionados serios a la literatura fantástica.
Ramsey Campbell ha aparecido en todas y cada una de las doce antologías publicadas por DAW
con el título The Year's Best Horror Stories —y por dos veces en tres de ellas—, y con tres editores
distintos. Sin embargo, esto no debería sorprender a los lectores habituales del género, pues
Campbell es, sin lugar a dudas, uno de los mejores escritores de terror que ha dado la literatura.
Nacido en Liverpool en enero de 1946, Campbell escribió su primer libro a la edad de 16 años, The
Inhabitant of the Lake & Less Welcome Tenants (El habitante del lago y los menos bienvenidos
inquilinos), publicado en 1964 por August Derleth, de Arkham House; de hecho, Campbell es otro
de los escritores que debe su introducción a la ayuda de Derleth. Sus primeros trabajos fueron una
poco corriente imitación de H. P. Lovecraft. Pronto Campbell dejó de seguir esta influencia, y dos
décadas después se ha convertido en especialista de las narraciones breves, novelista y editor de sus
propios y muy personales escritos, de estilo tenso y corrosivo.

Entre sus obras más recientes se halla una colección de sus propias historias, Dark Companions
(Oscuros compañeros), una antología de relatos tenebrosos para lectores jóvenes, The Gruesome
Book (El libro horripilante), una novela, Incarnate (Encarnado), una reedición revisada de una
importante novela, The Face That Must Die (El rostro que debe morir), y una novela bajo
seudónimo, Night of the Claw (La noche de la garra), firmada como Jay Ramsey. Suele vivir en
Merseyside —quizá huyendo de los horrores que evoca asiduamente Liverpool—, y en la actualidad
está trabajando en una nueva novela, For the Rest of Their Lives (Durante el resto de su vida), junto
con una colección de sus primeros relatos lovecraftianos, The Revelations of Glaaki (Las
revelaciones de Glaaki). El próximo proyecto de Campbell consiste en «una novela sobrenatural de
terror, provisionalmente titulada Blind Dark (Ciega oscuridad)».
SU OBRA

Ha escrito simultáneamente novelas realistas y sobrenaturales. Con la más original colección de


relatos Demons by Daylight (1973), trató de alejarse de la impronta de Lovecraft. Otros relatos
como The End of a Summer's Day (El final de un día de verano) y Concussion (Conmoción),
muestra a un autor dueño de un estilo propio que se caracterizaba principalmente por la adopción
del punto de vista de mentes enfermas y distorsionadas, además de una gran riqueza metafórica para
dar vida objetos inanimados y de continuos cambios de orientación en la estructura narrativa.

El autor ha publicado un gran número de libros desde entonces. Muchas de sus mejores historias
pueden encontrarse en Alone with the Horrors (Solo entre los horrores, 1993).

Novelas

The Doll Who Ate His Mother, (1976)


The Bride of Frankenstein (con el pseudónimo Carl Dreadstone), 1977
Dracula's Daughter (como Carl Dreadstone), 1977
The Wolfman (como Carl Dreadstone), 1977
The Face That Must Die, 1979
The Parasite, 1980
The Nameless, 1981
The Claw (como Jay Ramsay), 1983
Incarnate, 1983
Obsession, 1985
The Hungry Moon, 1986
The Influence, 1988
Ancient Images, 1989
Midnight Sun, 1990
Needing Ghosts, 1990
The Count of Eleven, 1991
The Long Lost, 1993
The One Safe Place, 1995
The House on Nazareth Hill, 1996
The Last Voice They Hear, 1998
Silent Children, 1996
Pact of the Fathers, 2001
The Darkest Part of the Woods, 2003
The Overnight, 2004
Secret Story, 2006

Libros de cuentos

The Inhabitant of the Lake And Less Welcome Tenants, 1964


Demons By Daylight, 1973
The Height of the Scream, 1976
Dark Companions, 1982
Cold Print, 1985 (contiene relatos de The Inhabitant of the Lake así como otros en la estela de
Lovecraft)
Scared Stiff: Tales of Sex and Death, 1986
Night Visions: The Hellbound Heart , 1986
Dark Feasts: The World of Ramsey Campbell, 1987
Waking Nightmares, 1991
Alone with the Horrors, 1993
Strange Things and Stranger Places, 1993
Ghosts and Grisly Things, 1998
Told By The Dead, 2003

Incluye estos 11 relatos...

EL HUECO-EL REGALO DE NAVIDAD-A LA ESPERA-EL SOTANO-OTRA VEZ-


ACORRALADO-ERROL UNDERCLIFFE: UN TRIBUTO-LA CASETA SIGUIENTE-LA
IGLESIA DE HIGH STREET-EL PARASITO-TURNO NOCHE

EL HUECO

Tate estaba encajando un pájaro en el cielo cuando oyó el coche. Se apresuró hacia la ventana. La
luz del sol se reflejó en los coches, una doble gargantilla allá en la distante carretera principal; las
nubes se habían transformado sobre las colinas, juntando el cielo. Sí, eran los Dewhurst: podía
verles, apretados en el asiento delantero de su Fiat mientras éste penetraba en el camino particular.
Sobre su mesa, fragmentos de nubes estaban esparcidos en tomo al rompecabezas. No esperaba a
los Dewhurst hasta dentro de una hora. Miró todas las piezas aún por colocar y luego, resignado, se
dirigió a la escalera.

En el tiempo que necesitó para bajar las escaleras y abrir la puerta principal, los otros habían salido
ya del coche. Los botones de la chaqueta de David reflejaban varios colores entrelazados. A
continuación apareció su esposa Dottie: su auténtico nombre era Carla, pero creían que Dave y
Dottie formaban una combinación más atractiva en las portadas de los libros; idea con la que
parecían estar de acuerdo millones de lectores. Su apariencia era la de la típica turista
norteamericana de las caricaturas: pantalones abultados como salchichas, pelo cuidadosamente
plateado. A veces Tate deseaba que su ojo de escritor estuviera menos opresivamente alerta a los
detalles reveladores.
Dewhurst hizo un gesto hacia su coche, como un prestidigitador desvelando una sorpresa.
—Y aquí están nuestros amigos que te prometimos.

¿Había habido una promesa? Aquello parecía más bien un efecto secundario de su invitación a los
Dewhurst. ¿Y cuándo su amigo se había convertido en plural? De todos modos, Tate se sentía
incapaz de experimentar mucho resentimiento; estaba demasiado saciado por el hecho de haber
terminado su novela sobre brujería.
El rostro agresivamente huesudo del joven estaba rematado por un pelo tan corto como el césped; el
rostro de la muchacha tenía casi el color y la textura de la tiza.
—Éste es Don Skelton —dijo Dewhurst—. Don, Lionel Tate. Supongo que los dos tendréis mucho
de qué hablar; estáis en el mismo campo. Y ésta es la amiga de Don, esto...
Skelton miró a la enorme y antigua villa como si no pudiera creer que se suponía que debía sentirse
impresionado.
Dejó que la muchacha llevara su maleta hasta arriba, y ella se negó a dársela a Tate cuando éste
protestó.
—Ésta es su habitación —dijo Tate a Skelton, y se sintió como un casero desaprobador—. No tenía
la menor idea que no iba a venir solo.
—No se preocupe, haré sitio para ella.
Si la muchacha hubiera sido más atractiva, si su enmarañado pelo hubiera sido menos inerte y su
rostro menos ansioso, ¿hubiera envidiado a Skelton?
—Tomaremos un cóctel antes de ir a cenar, si le apetece —dijo a la puerta cerrada.
El rompecabezas le ayudó a relajarse. El atardecer penetró en la casa, las sombras se hicieron más
intensas en el interior de las grandes ventanas. La mesa relucía oscura en el último hueco del
rompecabezas, entonces colocó la pieza en su lugar. ¿Hubo un eco de aquel ruido detrás de él? Se
volvió, pero nadie estaba observándole.
Mientras se afeitaba en uno de los cuatro de baño oyó a alguien bajar las escaleras. Buen Dios, no
era un anfitrión muy eficiente. Se apresuró, terminando el nudo de su corbata justo cuando
alcanzaba el salón, pero se tranquilizó cuando vio que allí tan sólo estaban Skelton y la muchacha.
Al menos ella llevaba ahora algo parecido a un traje de tarde; la parte superior de su pálido pecho
estaba salpicado de pecas.
—Generalmente nos cambiamos para la cena —dijo Tate.
Skelton alzó sus hundidos hombros.
—Está bien.
El alcohol hizo a Skelton más hablador.
—Tendré algo como esto en algún lugar —dijo, mirando a la habitación victoriana con muebles de
caoba tallada. Y tras una calculada pausa añadió—: Pero mejor.

Tate hizo un último esfuerzo por conectar con él.


—Me temo que no he leído nada suyo.
—Pronto no habrá mucha gente capaz de decir lo mismo. —Sonaba extrañamente amenazador.
Rebuscó en su maletín y extrajo un libro—. Le daré algo para que lo conserve.
Tate observó cajas talladas, una cámara, un pequeño destello redondo que le provocó una
indefinible punzada de aprensión, antes de que el maletín volviera a cerrarse. Unas letras plateadas
brillaron en el libro de bolsillo, tan negro y lustroso como el carbón: La senda negra.
Una virgen estaba siendo mutilada, contemplada perversamente desde encima por la elegante prosa.
Tate buscó alguna pregunta que no sonara insultante. Finalmente consiguió decir:
—¿Cuáles son sus temas?
—La autobiografía.

Quizá Skelton fuera uno de esos escritores de lo macabro que necesitan bromear defensivamente
acerca de su obra, puesto que los Dewhurst estaban riendo.
La cena en el mesón fue para crispar los nervios. La luz de las velas hacía que la comida brincara
incansablemente en los platos, los camareros aparecían bajo las inclinadas y bajas vigas del techo
arrojando sus vagas sombras sobre las mesas. Los Dewhurst se alegraron pronto, pero no
consiguieron arrastrar a la muchacha a la conversación. Mientras un camarero dirigía a las ropas de
Skelton una marchita mirada, éste preguntó a Tate:
—¿Cree usted en la brujería?
—Bueno, he tenido que efectuar una minuciosa investigación para mi libro. Alguna de las cosas que
he leído me ha hecho pensar.
—No —dijo Skelton impacientemente—. ¿Cree usted en ella... como una forma de vida?
—Cielos, no. Por supuesto que no.

—Entonces, ¿por qué malgasta su tiempo escribiendo sobre ella? —Estaba observando aún al
camarero desaprobador. ¿Era la luz de las velas la que hacía que sus labios se crisparan?—. Va a
dejar caer eso —dijo.
La sombra del camarero pareció perder su equilibrio antes que él. Su bandeja llena de comida se
estrelló contra una mesa. La vela se rompió, llameando; la luz osciló en las vigas de roble. Cera
fundida salpicó toda la chaqueta del camarero, la comida caliente saltó a su rostro.
—Usted es un escritor —dijo Skelton, ignorando la conmoción—, pero no tiene ni idea del poder de
las palabras. Quedamos muy pocos que lo sepamos. —Sonrió mientras otros camareros se llevaban
a su compañero lastimado—. Entienda, las palabras son sólo una parte. La ciencia no nos ha robado
el poder, nos ha proporcionado más herramientas. Teléfonos, cámaras..., tantas formas de anunciar
el poder.
Obviamente estaba bebido. Los Dewhurst le contemplaban como si fuera su hijo preferido, aunque
en cierto modo incontrolable. Tate se sintió feliz de volver a casa. Las luces brillaban a través de las
ventanas, encantamientos contra los ladrones; la muchacha se apresuró hacia ellas, delante del resto
del grupo. Skelton se demoró, feliz con la oscuridad.
Después de que sus huéspedes se hubieran ido a la cama, Tate se llevó el libro de Skelton escaleras
arriba. El desdén de Skelton había apresurado las dudas que siempre sentía cuando terminaba un
nuevo libro. Vería qué tipo de logros tenía Skelton que ofrecer, puesto que parecía tan orgulloso de
sí mismo.
No había llegado ni a la mitad del libro cuando lo arrojó al otro lado de la habitación. El narrador
había buscado perversiones, tomado todas las drogas disponibles, probado la mayoría de los
crímenes en la búsqueda de su poder, su pasatiempo preferido era el robo, y la mayoría de las
escenas eran pornográficas. De modo que esto era autobiográfico, ¿eh? Algunas drogas podían
explicar el estado de la silenciosa muchacha.

Los ojos de Tate estaban sensibilizados por noches de revisión y mecanografiado. Mientras leía La
senda negra, las paredes parecieron oscilar y adelantarse, los muebles habían flexionado sus patas.
Necesitaba dormir, no la basura de Skelton.
Lo despertó el amanecer. Oh Dios, sabía qué era lo que había visto brillar en el maletín de Skelton...
Un ojo. Seguro que se trataba de un sueño, nacido de una imagen particularmente desagradable del
libro. Intentó volverle la espalda a la imagen, pero no pudo dormirse de nuevo. Atisbos
desagradables lo mantuvieron despierto: su propia novela con una brillante portada negra, sus
amigos rechazándole, su incrédulo disgusto volviendo a leer su propio libro. ¿Podía su libro ser
acusado de los pecados de Skelton? Nunca antes se había sentido tan inseguro acerca de su trabajo.
Sólo había una forma de tranquilizarse a sí mismo, o convencerse de sus temores. Echándose una
bata por encima, pasó por delante de la hilera de cerradas puertas hacia su estudio. ¿Podía volver a
leer toda su novela antes del desayuno? Las largas sombras de la mañana se iban acortando
imperceptiblemente. La de una mujer brotaba de las abiertas puertas de su estudio.

¿Tan pronto había venido su asistenta? Al cabo de un instante se dio cuenta de que había sido tan
absurdamente confiado como los Dewhurst. La muchacha silenciosa estaba de pie justo al otro lado
del umbral. Como guardiana era un fracaso, porque Tate tuvo tiempo de ver a Skelton junto a su
escritorio, reuniendo páginas del manuscrito de su novela.
La muchacha empezó a chillar, un gimiente sonido desigual que parecía no necesitar hacer acopio
de aire. Aunque era tan perturbador como la sirena de un coche de la policía, Tate mantuvo su
mirada fija en Skelton.
—Salga de ahí —dijo.
Una sospecha lo atenazó.

—No, lo he pensado mejor... quédese donde está.


Skelton se mantuvo inmóvil, con una expresión apenada, como la víctima de un ineficiente
detective de almacén, mientras Tate se aseguraba de que todas las páginas estaban aún sobre su
escritorio. Aquellas que Skelton había seleccionado eran las mejor documentadas. De modo
intolerable, aquello era un tributo.
Los Dewhurst aparecieron, parpadeando mientras se envolvían en sendas batas.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó Carla.
—Vuestro amigo es un ladrón.
—Oh, vamos —protestó Dewhurst—. ¿Sólo por lo que dijo acerca de este libro? No te creas todo lo
que dice.
—Te aconsejo que elijas más cuidadosamente a tus amigos.
—Creo que somos perfectamente aptos para juzgar a la gente. ¿Qué otra cosa crees que hace que
nuestros libros tengan tanto éxito?
Tate estaba demasiado furioso como para contenerse.
—Una competente técnica, un ingenio de cuarto grado, una fe ingenua en la gente y una promesa de
vida después de la muerte. Vendéis a vuestros lectores lo que ellos desean... Todo menos la verdad.
Contempló cómo se marchaban apresuradamente. La muchacha aún estaba produciendo aquel
sonido, algo entre el jadeo y el lamento, mientras bajaba penosamente la maleta. No la ayudó.
Mientras se metían en el coche, tan sólo Skelton le dirigió una mirada. Su sonrisa parecía casi
cálida, ciertamente complacida. Tate la encontró insufrible, y miró hacia otro lado.
Cuando se hubieron ido y la humareda del tubo de escape se hubo disipado, releyó de nuevo toda su
novela. Parecía inteligente y nada sensacionalista... Por encima de lo habitual. Esperaba que sus
editores pensaran así también. ¿Cómo se leería una vez impresa?
Nunca le satisfacían entonces..., pero él era su lector menos importante.
¿Debería haber llamado a la policía? Ahora parecía trivial. Lástima por los Dewhurst... Aunque si
eran tan estúpidos, resultaba mejor librarse de ellos. La policía ya se encargaría de Skelton si había
hecho todo aquello de lo que se vanagloriaba en su libro.

Después de comer, Tate paseó hacia las colinas. Las laderas resplandecían con su verdor, e
incontables llamaradas de hierba se agitaban suavemente. Las nubes ponían polvo en el horizonte.
Se tendió, gozando de la paz del cielo. Al anochecer, el enorme vacío de la casa fue relajante. Tras
cenar en el mesón, regresó paseando, negándose a mirar hacia las furtivas formas que se movían y
susurraban a su lado.
Durmió bien. ¿Por qué le sorprendió eso al despertar? El correo le aguardaba al extremo de su
cama, colocado allí suavemente por su asistenta. El sobre con las franjas azules y rojas era de su
agente en Nueva York...Una nueva venta en América para una edición de bolsillo. Estupendo. ¿Qué
más? Una factura asomándose por su ventanilla de celofán, otra circular y una resonante caja de
cartón envuelta en papel marrón.

Su dirección estaba anónimamente escrita a máquina sobre la caja; no había remitente. Su contenido
se desplazaba libremente en su interior, una ola de cascotes. Finalmente rasgó el envoltorio. Cuando
abrió la caja sin ninguna identificación, el contenido se esparció ante él y confirmó lo que
sospechaba: un rompecabezas.
¿Era una ofrenda de paz de los Dewhurst? Habían elegido uno sin foto en la tapa porque quizá
pensaban que así disfrutaría más con la dificultad. Y, efectivamente, así era. Deshizo el paisaje de
cielo y bosques que había sobre la mesa y metió las piezas en su caja. Al otro lado de la ventana,
árboles y nubes se agitaron.
Empezó a montar la esquina del rompecabezas. Ah, era la cuarta esquina. Una cálida brisa agitó las
cortinas hacia dentro. Tras él, la puerta se abrió unos centímetros al vacío de la casa.

El mediodía había barrido la mayor parte de las sombras de la habitación cuando hubo compuesto el
borde. La mayor parte de los mezclados fragmentos eran de un color marrón lustroso, como el
barnizado de un mueble, pero había una figura humana... No. Dos. Las ensambló parcialmente —
una iba vestida con un temo, la otra con un traje de dril—, luego bajó para comer la ensalada de
verduras que su asistenta le había preparado.
El rompecabezas había puesto en acción su mente para pensar en las posibilidades de todo aquello.
¿Una historia de rivalidad entre autores...? ¿Una historia de asesinato? ¿Dos colaboradores, uno de
los cuales se vuelve resentido, celoso, determinado a conseguir la fama para sí? Pero no podía
imaginar a nadie colaborando con Skelton. Guardó la idea en la parte de atrás de su mente para un
posterior uso.

Volvió a subir las escaleras. ¿Qué estaba haciendo su asistenta? ¿Había barrido el rompecabezas
fuera de la mesa? No, por supuesto: se había marchado a casa hacía horas... Tan sólo se trataba de la
sombra de un árbol agitándose en el suelo.
Las incompletas figuras aguardaban. El ojo de una pieza le contemplaba desde la mesa. No debería
montar las secciones fáciles primero. Seguramente debía haber puntos en los cuales podía ir
montándolo hacia adentro a partir del borde. Sí, ahí había uno: la pata de algo, probablemente un
mueble... Inmediatamente vio otras tres piezas. Era una vitrina tipo imperio. La sombra de una nube
se arrastró hacia él.

Las conexiones se iban haciendo claras. Alcanzó el estadio en el que su subconsciente dirigía su
atención hacia las piezas apropiadas. La habitación iba encajando: una estantería de nogal, una mesa
de caoba, una rinconera. Cuando la sombra se inclinó hacia él, tuvo un sobresalto y esparció
algunas piezas. Debía de tratarse de un árbol al otro lado de la ventana... No se necesitaba mucho
para ponerle nervioso ahora: había reconocido la habitación en el rompecabezas.
¿Debía desmontarlo sin terminar? Eso seria como admitir que le había inquietado. Absurdo. Colocó
la figura con el temo en su lugar sobre la mesa. Antes de acabar de componer el rostro, con su único
ojo de perfil, pudo ver que la figura era él mismo.
Se detuvo a punto de terminar el rompecabezas, y se volvió para mirar detrás de él. ¿Cuándo había
sido tomada la fotografía? ¿Cuándo se había deslizado tras él la figura vestida con un traje de dril,
sin ser oída? Resistiéndose con irritación a una urgencia de mirar por encima de su hombro, puso de
golpe la figura en su lugar y colocó en su sitio las últimas piezas.
Quizá era Skelton: sus trajes estaban lo suficientemente deshilachados y manchados. Pero todas las
piezas que hubieran compuesto el rostro faltaban. La luz que se reflejaba en el hueco sobre la mesa
proporcionaba como rostro a la figura un pálido y plano resplandor.
—¡Malditas tonterías!

Dio media vuelta rápidamente, pero allí sólo había la entreabierta puerta arrojando su sombra
encima de la moqueta. Skelton debía de haber superpuesto la figura; no había la menor duda de que
había disfrutado haciéndola aparecer amenazadora..., inclinada ansiosamente hacia delante, las
manos tendidas. ¿Había pretendido dejar un hueco allá donde debía estar su rostro, a fin de
oscurecer sus intenciones?
Tate sostuvo la caja como un cubo de la basura, y barrió dentro de ella el desintegrado
rompecabezas. El sonido detrás de él no fue más que el eco de su caída. Se negó a volverse. Dejó la
caja sobre la mesa. ¿Debía mostrársela a los Dewhurst? Sin duda se alzarían de hombros
considerándolo una broma... Realmente, era ridículo tomárselo siquiera un poco en serio.
Se dirigió al mesón. Debía hacer que su asistenta le preparara la cena más a menudo. Se
anticipaba... porque tenía hambre, eso era todo. ¿Por qué deseaba estar de vuelta a casa antes de que
oscureciese? En el sendero, parte de un insecto se contorsionaba.
En el mesón había una gran fiesta. Tuvo que aguardar, en una mesa apenas más grande que un
taburete. Camareros y clientes, sus rostros oscurecidos, le rodeaban. Se dio cuenta de que estaba
observando compulsivamente cada vez que la luz de una vela iluminaba un rostro. Cuando
finalmente volvió a casa, su mente estaba murmurando a las inquietantes formas de ambos lados del
sendero: marchaos, marchaos.

Un lejano coche parpadeó y desapareció. Las luces de su casa eran las únicas que podían verse.
Parecían menos acogedoras que perdidas en la noche. No, su asistenta no estaba. Que le condenaran
si iba a registrar todas las habitaciones para asegurarse. La presencia que sentía era tan sólo el calor,
desparramándose por toda la casa. Cuando se sintió cansado de su esfuerzo por intentar leer, el calor
se fue a la cama con él.
Finalmente lo despertó. El amanecer convertía la habitación en un apunte al carbón. Se sentó en la
cama, presa del pánico. Nada estaba observándole desde los pies de la cama, lo cual era en cierto
modo el problema: más allá de la cama, una ausencia flotaba en el aire. Cuando se alzó, vio que
estaba colgada de los hombros. La figura, con un traje de dril, avanzó rápidamente a tientas en torno
a la cama. Cuando se abatió sobre él, sus manos se alzaron, ágiles y ansiosas, como una varita
mágica.
Gritó, y la luz fue borrada de sus ojos. Permaneció tendido, temblando, en una absoluta oscuridad.
¿Seguía aún dormido? Gradualmente, un atisbo de la habitación empezó a formarse a su alrededor,
como si estuviera surgiendo de entre la niebla. Sólo entonces se atrevió a encender la luz. Aguardó a
la llegada del amanecer antes de volver a dormirse.
Cuando oyó pasos abajo, se levantó. Era idiota pasar las horas rumiando acerca de un sueño. Antes
de hacer nada más debía librarse de aquel odioso rompecabezas. Se dirigió apresuradamente a su
habitación y se detuvo vacilante. La luz del sol inundaba la vacía mesa.
Llamó a su asistenta.
—¿Ha quitado usted una caja de ahí?

—No, señor Tate. —Cuando él frunció el ceño, insatisfecho, añadió altaneramente—: Por supuesto
que no.
Parecía nerviosa. ¿A causa de su desconfianza o a causa de que estaba mintiendo? Debía de haber
tirado la caja por error y ahora temía ser reprendida; hacerle más preguntas no conseguiría más que
disgustarla.
La evitó durante toda la mañana, aunque los ruidos que hacía por las otras habitaciones le
molestaban, del mismo modo que los ocasionales atisbos de su sombra. ¿Por qué sentía la tentación
de pedirle que se quedara? Era absurdo. Cuando ella se fue, se sintió contento de poder oír la
soledad de la casa.
Gradualmente, su placer se desvaneció. La casa, cálidamente iluminada por el sol, parecía
demasiado brillante, incluso expectante, como un escenario aguardando un primer acto. También él
estaba escuchando, pero menos para absorber el silencio que para penetrar en él. ¿En busca de qué?
Vagó sin rumbo fijo. Su compulsión de mirar por todos los rincones le enfurecía. Nunca se había
dado cuenta de la cantidad de sombras que contenía cada habitación.
Después de comer, luchó por empezar a organizar sus ideas para el próximo libro, al menos en
líneas generales. Pero era demasiado pronto después del último. Su mente parecía tan vacía como la
casa. ¿En cuál de ellas había una sensación de intrusión, de paciente y distante acechanza? No, por
supuesto que su asistenta no había regresado. La luz del sol se escapaba de la casa, dejando un
congelado residuo de calor. Las sombras se arrastraban imperceptiblemente.

Necesitaba un film absorbente. El de Bergman en el Academy. Iría ahora y cenaría en Londres.


Impulsivamente, se metió La senda negra en el bolsillo, para sacarla de la casa. El sonido de la
puerta delantera al cerrarse resonó en mil ecos por las vacías habitaciones. Desde los árboles y las
paredes y los arbustos se extendían las sombras, sus siluetas se agitaban al mismo ritmo inquieto de
la hierba. Un pájaro se alzó zigzagueando del suelo, con algo colgando en su boca.
¿No había nadie en la estación del ferrocarril? Finalmente, un taciturno y demacrado hombre
respondió a sus golpes en la ventanilla de los billetes. Mientras pagaba, Tate se dio cuenta de que se
había dejado llevar por sus dudas durante todo el trayecto desde su casa hasta allí. Al parecer, todo
aquello eran secuelas de escribir obras fantásticas de ficción.
Esta conclusión le hizo sentirse vulnerable. Caminó arriba y abajo por la corta plataforma. Un lecho
de flores componía el nombre de la estación, y unas cuantas farolas tendían hacia delante sus
deslustradas cabezas luminosas. Estaba solo, a excepción de un hombre sentado en la sala de espera
al otro lado de la plataforma. La ventana estaba llena de polvo, y la brillante imagen de las nubes se
reflejaba en el cristal. No podía distinguir el rostro del hombre. ¿Por qué deseaba distinguirlo?

El tren llegó a marcha lenta. Llevaba pocos pasajeros, como las últimas exhibiciones de un
maltrecho museo de cera. Las estaciones pasaron, mostrando plataformas vacías. Los campos se
extendían interminables hacia la menguante luz.
A cada estación, el tren se detenía esperando recoger pasajeros, pero siempre partía decepcionado...
Hasta que, justo antes de llegar a Londres, Tate vio a un hombre avanzando a largas zancadas para
alcanzarlo. ¿En qué plataforma? Tan sólo podía ver el reflejo del hombre: ropas azuladas, rostro
impreciso. El vacío vagón crujía a su alrededor; el metal vibraba bajo sus pies. Aunque el tren
estaba ganando velocidad, el hombre mantenía su ritmo, y seguía avanzando tan sólo a largas
zancadas; no parecía sentir la necesidad de correr. Buen Dios, ¿cuál era la longitud de sus piernas?
Una repentina explosión de follaje llenó la ventanilla. Cuando desapareció, el hombre ya no estaba.

La estación de Charing Cross estaba hormigueante, como siempre, y una resonante voz decía algo a
través de los altavoces. Mientras Tate salía apresuradamente, sorteando un pequeño tren de
carretillas, unas letras plateadas llamearon hacia él desde el kiosco de libros y revistas: La senda
negra. Y también allí, en otro lado, en un exhibidor especial: La senda negra. Seria una justa ironía
si alguien los robaba. De la gente que le rodeaba, varios llevaban traje de dril.
Comió un curry en el Wampo Egg de Charing Cross Road. Conocía otros restaurantes mejores por
los alrededores, pero estaban en calles laterales; prefería permanecer en la calle principal..., no
importaba el porqué. Siluetas vestidas de dril contemplaban el menú en el escaparate. El menú
tapaba sus rostros.
Pasó de largo ante la estación de Leicester Square. No deseaba bajar a aquella oscuridad donde los
trenes se enterraban, resonando metálicamente. Además, tenía tiempo para pasear; era una tarde
agradable. Los colores de las librerías eran relajantes.

Vio libros suyos en un par de tiendas, lo cual era reconfortante. Pero el título de Skelton
resplandecía en el escaparate de Book-smith's. ¿Había un hueco junto a él en el exhibidor? No, era
el reflejo de un callejón, del cual estaba surgiendo ahora una silueta. Tate se volvió y localizó el
callejón, pero la silueta debía de haberse apartado a un lado.
Siguió hacia Oxford Street. El libro de Skelton estaba allí también, en Claude Gill's. Más allá, entre
las sombras de la acera opuesta, una figura vestida de dril espiaba. Tate se volvió, pero un autobús
cruzó la calle, bloqueando su visión. Evidentemente, había muchos transeúntes llevando trajes de
dril.
Cuando llegó junto al cine Academy había vislumbrado aquella figura varias veces, reflejándose en
las lunas de los escaparates y, más frustrante aún, siguiéndole el paso por la acera opuesta, en el
límite de su ángulo de visión. Caminó más allá del cine, pensando en cuántos rostros sería incapaz
de ver en la oscuridad.

Dirigiéndose instintivamente hacia las luces más brillantes, bajó por Poland Street. El anochecer
había alcanzado ya las estrechas calles del Soho, despertando a las luces de neón. SEX SHOP.
AYUDAS SEXUALES. FILMS ESCANDINAVOS. Las tiendas estaban pegadas unas a otras, una
hilera de competidores codo contra codo. En un escaparate iluminado por un enfermizo neón, entre
El placer por la esclavitud y Novedades en caucho, vio el libro de Skelton.
Peatones y coches inundaban las calles. Mirara hacia donde mirara, Tate siempre entreveía una
figura vestida de dril en la otra acera. Por supuesto, no necesitaba ser la misma todas las veces... Era
imposible decirlo, porque nunca podía vislumbrar su rostro. Nunca se había llegado a dar cuenta de
cuántos rostros es uno incapaz de ver en una multitud. Se había dirigido hacia aquellas calles
precisamente para estar entre la gente.

Realmente, era absurdo. Se había permitido ir hacia todas aquellas miserables librerías en busca de
compañía, como un fugitivo de Edgar Allan Poe... ¿Y por qué? ¿Una conversación idiota, un
rompecabezas igualmente estúpido, unos pocos atisbos inconcretos? Aquello probaba que las
maldiciones podían funcionar en la imaginación... pero, cielos, ésa no era razón para sentirse
aprensivo. Y, sin embargo, se sentía así, porque detrás de los transeúntes pintados de neón había una
figura moviéndose como un cazador, al acecho, cerca de la pared. El miedo de Tate tenía sabor a
curry.
Muy bien, su perseguidor existía. Eso podía ser explicado a través de la realidad: era Skelton,
escondiéndose. ¡Qué fácilmente encajaban entre sí esas palabras! Skelton debía de haberle visto
contemplando La senda oscura en el escaparate. Era propio de Skelton pasear por ahí admirando su
propia obra en los exhibidores. Seguramente decidió perseguir a Tate, ponerlo un poco nervioso.

En cuanto entreviera el rostro de Skelton, saltana hacia él. Bruscamente cruzó la calle,
aprovechando un hueco en la secuencia de coches. Las imágenes de neón, mezcladas con las otras
imágenes provocadas por el neón, danzaron tras sus párpados. ¿Dónde estaba el maldito remolón?
¿Se había metido en alguna tienda? Por un momento Tate lo había visto, en la acera que en este
momento ocupaba él. Pero cuando la visión de Tate se liberó de imágenes accidentales, el rostro se
había confundido entre la multitud.
Tate cruzó de nuevo la calle, con el mismo resultado. Así que Skelton estaba jugando al escondite,
¿eh? Bien, Tate también podía jugar a lo mismo. Se metió en una tienda. Un jadeo amplificado
resonaba rítmicamente al otro lado de una puerta interior.
—El film de porno duro acaba de empezar, señor —dijo el hindú que estaba detrás del mostrador.
Varios hombres, algunos de ellos vistiendo de dril, estaban de pie junto a las estanterías de las
revistas. Ninguno de sus rostros era visible para Tate.
Estaba comportándose ridículamente... y eso lo asustaba: había permitido que sus defensas fueran
abatidas. ¿Cuánto tiempo pretendía sumirse en aquella absurda persecución? ¿Cómo podía poner fin
a aquello?
Miró hacia afuera de la tienda. Los transeúntes le devolvieron la mirada, como si estuviera
incitándoles. Las aceras se retorcían, incesantemente agitadas por los neones. La batalla de luces
sacudía las sombras de la multitud. Los rostros brillaban verdes, ardían rojos.

Si tan sólo pudiera descubrir a Skelton... ¿Qué haría entonces? Cerca de la puerta donde se
encontraba había un callejón, vacío excepto por la oscuridad. En su otro extremo brillaba otra calle.
Podía cruzar aquel callejón y eludir a su perseguidor. Quizá encontrara algún policía; eso le
enseñaría a Skelton... Aquello ya iba mucho más allá de una broma.
Allí estaba Skelton, atisbando desde un oscuro portal casi frente a él. Tate hizo como si saliera en su
persecución, e inmediatamente la figura se escabulló tras un grupo de peatones. Tate echó a correr
por el callejón.
Sus pisadas resonaron en las paredes. Más allá de la angosta salida al otro lado, las figuras pasaban
como las coristas de un espectáculo. Una pared rozó contra su hombro; un bulto invisible golpeaba
repetidamente contra su costado. Era La senda negra, aún metido en su bolsillo. Lo tiró
rabiosamente. Se enredó entre sus pies en la oscuridad hasta que le lanzó una patada y oyó partirse
el lomo. Al fin libre.
Estaba a medio camino del callejón, donde la oscuridad era más intensa, y miró hacia atrás para
confirmar que nadie le había seguido. Vacilando ligeramente, volvió la vista hacia delante, y las
manos de la figura que había ante él lo sujetaron por los hombros.

Retrocedió jadeando y la pared golpeó contra sus omoplatos. La oscuridad era absoluta frente a él,
pero sintió el otro cuerpo apretándose contra el suyo, el empuje de la invisible cabeza contra él, y su
cara recibió una impresión helada; no podía distinguir la forma de lo que la tocaba. Luego el
contacto desapareció y sólo hubo silencio.
Permaneció de pie, temblando. Sus manos colgaban a los costados, como si temieran moverse.
Comprendía por qué no lograba ver nada —no había luz tan al fondo en el callejón—, pero... ¿por
qué no podía oír? Incluso el sabor a curry había desaparecido. Su cabeza parecía como anestesiada,
y en cierto modo incorpórea. Se dio cuenta de que no se atrevía a volverla para mirar a ninguno de
los dos extremos iluminados. Lentamente, con temor, sus manos tantearon hacia arriba, hacia su
rostro.

EL REGALO DE NAVIDAD

Apenas se nota la Navidad en Liverpool 8, excepto porque hay más fiestas. En Nochebuena, me
dirigí temprano a la taberna; mientras me apresuraba por Gambier Terrace, busqué a las personas en
camino a fiestas, pero la mayor parte de los cuartos de estudiantes y escritores de versos efímeros
estaban a oscuras; las ventanas traqueteaban con el viento que llegaba desde el río alrededor de la
torre de la catedral anglicana y a través del camposanto enlodado, recién limpiado de tumbas. Aun
así, para las diez de la noche se estaban amontonando botellas de California Chablis en las mesas de
la taberna "Las Uvas"; en mi mesa se habían juntado tres y media botellas del Riesling anónimo. Yo
no conocía a la gente más que por sus nombres: sólo Bill, Les, Desmond y Jill que acababa de
regresar de Londres para Navidad y cuya mano yo tenía en la mía. No pude identificar al estudiante
mudo al otro lado de Jill; escuché su nombre y lo olvidé entre los vasos sucios. Era una de esas
personas que se conocen en la sección de neuróticos de la taberna de O'Connor, o discutiendo con
los marxistas en el Phil, un rostro que todos conocen y nadie puede nombrar, y yo no sabía qué
hacer con él.

No objetamos cuando se unió a nosotros, al ser empujado muy sonriente contra nuestra mesa por la
ensordecedora aglomeración de gente. Llevaba una bufanda que caía de su cabeza como correa roja
para el mentón; sin embargo, no mostró inclinación alguna a proporcionar una sola botella. No me
atreví a decirle. "Mira, ya somos bastantes aquí"; era Navidad. Quizá, si esperábamos, se iría. Pero
en las otras mesas los grupos se asían a las botellas como si fueran bastones de mando y se
levantaban. Afuera, las primeras patrullas policiacas ululaban en camino a las calles de Upper
Parliament y Lime. "Mejor nos vamos", dije y me levanté con Jill, seguido por los demás.
Por fin habló el estudiante. Sacudido, me di cuenta de que no había escuchado su voz, agresiva bajo
el deprecativo gimoteo sureño.

—Tengo un regalo aquí para alguien —indicó, dirigiéndose a sus manos, ocultas debajo de la mesa
—... Quería estar seguro de que sería apreciado. ¿Te lo doy? —me preguntó.
—¿Debo entender que me has estado observando para estar seguro?
—Fue un bonito pensamiento —señaló Jill, apretándome la mano mientras estudiaba mi rostro—.
¿No es cierto?
Yo sabía que ella necesitaba creer en el espíritu navideño.
—Bueno, eres muy amable —agradecí al estudiante—. Vamos a ir todos a mi departamento para
celebrar una fiesta... si tienes tiempo...

—Maravilloso —repuso él tendiendo la mano y me pasó una cajita envuelta en papel negro, bien
sellada con papel engomado—. Me gustaría estar presente cuando lo abras —me dijo.
Nos abrimos paso a través de las mesas llenas y en medio de discusiones en torno al arte
cinematográfico y salimos a la Calle Catherine. Separados por sombras de ramas duras y
puntiagudas, llegamos a la terraza de Gambier, pero Diana y Beatriz habían salido, porque su planta
de cactus arañaba una ventana oscura. Por un momento me pareció escuchar a los niños cantores de
hojalata entonando villancicos en el árbol afuera del Cine Jacey, pero al desvanecerse, apagados por
el aire, decidí que provenían de un radio. Jill se asomaba por los matorrales del otro lado de la
catedral; más allá brillaba el Mersey y en Birkenhead los esqueletos de las grúas, parecidos a
dinosaurios, habían bajado al agua para beber en la oscuridad. Sentí mi mano congelada deteniendo
la caja de cartón. Guardé la mano de Jill en mi bolsa y nos dirigimos a la calle Canning.
Al hacerlo, escuché al estudiante que decía:
—Mira el rostro en aquella catedral.

Miramos. El agudo viento de la noche se me metió al contemplar la imagen: los picos de las torres
se elevaban triunfantes y burlones, las ventanas largas eran como ojos jalados hacia abajo, como
hendiduras, expresando una maldad estática.
—Me gustaría que tuviera boca. Al menos sabríamos qué está pensando —comenté.
—Parece como si se estuviera abriendo paso desde los camposantos — señaló Jill e inmediatamente
añadió—. No permitas que diga esas cosas.
—No te preocupes —le contesté—. Ya no hay camposanto.
—Gracias por intentarlo —repuso Jill—. He estado mirando fijamente hacia el camposanto. Si tú
me hubieras dejado aún estaría allí. ¿Por qué hay tanta gente? ¿Y por qué tienen que iluminarlo en
la noche?
—Vamos, Jill. Tu estado de ánimo no es propio para una fiesta —protesté, conduciéndola de regreso
a la esquina de la Calle Hope, mientras los demás formaron una fila para seguirnos—. Ya limpiaron
el camposanto por completo. Te lo mostraré.
—¡No, John! ¡Por favor no lo hagas! —gritó Jill.
—Mira, no la obligues —intervino el estudiante—. Aunque él tiene razón, ¿sabes? Ya no hay
camposanto.
Jill nos llevó otra vez camino a mi departamento. Con la cabeza, le di las gracias al estudiante.
—Oye, ¿cómo te llamas? —le pregunté.
—Después te digo —prometió.
—¿Cuando decidas integrarte a nosotros? —pregunté.
—Pues, si así lo consideras...
—¡Santo Dios! —exclamé, un poco borracho, pero Jill me tomó del brazo.
—¡Mira! —me indicó—. Alguien nos sigue.
-¿Quién?
—La oscuridad.

Me persuadí de relajarme. Volteé y vi que la luz al final de la Calle Canning estaba apagada. Detrás
de nosotros la procesión nos seguía trabajosamente. Una figura oscura, probablemente Bill, me
saludó con una botella. Brevemente pensé: estoy seguro de que sólo éramos ocho en la taberna.
¿Cuántos somos ahora? Pero mientras se fueron acercando uno a uno a la orilla de la luz, me di
cuenta de que no éramos más de ocho, ciertamente, no las varias docenas de figuras oscuras que
pensé que había visto por un momento.
Cuando se apagó la segunda luz, le indiqué a Jill:
—En esta estación de luz eléctrica alguien está borracho.
—¿Acaso pueden apagar las luces individualmente? —murmuró ella.

—Por supuesto —contesté, permitiendo que ella se aferrara a mí mientras seguíamos nuestro
camino.
La tercera luz desapareció casi antes de que llegáramos a ella, transformada en una menguante
imagen de luminosidad que se alejaba, como la esperanza. Atrás de nosotros, los demás gritaban
diversos comentarios. No había un solo auto en la Calle Canning, salvo algunos armazones a la
orilla de la acera y aún debíamos pasar por dos luces. Jill casi iba corriendo para llegar a la luz antes
de que se apagara. Apreté mi regalo y corrí con ella. A su lado iba el estudiante. Su rostro sugería
una expresión que no pude interpretar; parecía que se identificaba con un puño de oscuridad asido a
su cara. Todos íbamos corriendo. El rostro del estudiante reapareció sin expresión alguna y por fin
llegamos a mi departamento. Los otros, no sé cuántos, llegaron jadeando. En la escalera me detuve
y miré hacia las falsas fachadas estilo regencia; seguramente algunas casas habían estado
iluminadas cuando pasamos. Pero un autobús con gente cantando de una manera incoherente nos
pasó por la Calle Catherine; metí la llave al cerrojo y entramos.

Jill y yo nos precipitamos directamente a la fiesta y llenamos los vasos donde yo los había dejado
preparados sobre la repisa de la chimenea. Recogí mi manuscrito que dejé abandonado en la tarde y
lo metí en mi alcoba, debajo de los abrigos. Abrí las cortinas para atraer a aquellos que aún pudieran
andar vagando por allí con botellas, encendí la chimenea y abrí la ventana. Un disco cayó sobre el
tornamesa y quedó atrapado por la aguja. Una botella se agotó; la conversación se mezcló; brotó la
risa. Alguien bailó; una esquina de mi cartel de los Beatles cayó roto de la pared, pero desde un mes
antes yo tenía la intención de tirarlo, así que no me quejé. Jill y yo nos apoyamos en la repisa de la
chimenea y bebimos lentamente. Jill vio al estudiante antes que yo, parado frente a la ventana
abierta, mirando la calle oscura hacia la catedral. Cuando el siguiente disco estaba listo para tocarse,
Jill gritó:

—¡Escuchen todos! John recibió un regalo.


—Pues ábrelo —gritó Bill a su vez.
Tomé la caja sellada de la repisa de la chimenea, donde se encontraba entre los vasos, pero el
estudiante volteó.
—No, todavía no —indicó—; espera hasta medianoche.
—¿Por qué hasta medianoche? —preguntó Bill.
—Es día de Navidad.
—Bueno, tienes razón —aceptó Bill—. Es la tradición.
—Tradición —siseó Jill. Sentí que se ponía tensa.
—Vamos Jill, siéntate amor —dije.
Pero Bill preguntó: —¿Qué tiene de malo la tradición?

—La tradición no —contestó Jill desde el sofá—. Los mitos. ¿Cómo es posible que todos nos
detengamos un par de días y nos dejemos engañar con el mito de la fraternidad y la camaradería
humana cuando se está matando a mucha gente en Vietnam?
—Vamos —repuso Bill, ofreciéndole una botella—. Olvídate de eso ahora. Es Navidad.
—¿También en Vietnam?
—Los mitos no se pueden pasar por alto —interrumpió el estudiante—. Una guerra es un choque
entre un mito y su antítesis.
—No seas pretensioso, —replicó Jill.

—Está bien, sigue en tu nivel de sociedad de debates, pero espérate y verás. Te demostraré que los
mitos son peligrosos.
Jill retrocedió. Los bailarines que se habían detenido lucían inquietos.
—Esa es una tremenda generalización —intervine—. ¿Qué tan peligrosos?
—Lo único que necesita una creencia es una multitud de gente para darle forma —contestó él—.
Mira, compañero, no hay nada más espantoso que la gente reunida alrededor de una creencia. Y te
diré por qué. Porque si una creencia existe, debe tener su antítesis. Ésta también existe, pero ellos
tratan de no hacerle caso. Por eso es peligrosa la gente en grupo.
No pude resistir la tentación de decirle:
—En ese caso, me sorprende que estés aquí.
—Bueno —contestó él—, ahora me siento seguro.

Creo que ninguno de nosotros entendió nada de esto. El segundo disco había caído sin que nadie lo
escuchara, pero la aguja sobre el tercero nos estimuló; todos bailamos con frenesí. Alguien trató de
hacer que el estudiante se incorporara al baile, pero él se libró de la muchacha y regresó a la
ventana. Mientras yo bailaba con Jill lo vi empujando la ventana para subirla y salir al balcón. Su
cabello volaba en la oscuridad. El disco siguió girando hasta llegar a su culminación y se detuvo. En
el silencio suspendido, todos escuchamos la campana.

Al menos, no pudimos imaginar qué otra cosa podía ser.


—Es la catedral. ¿Qué pasa? —exigió Bill, ya que la campana sonaba ahogada, sus notas eran
estrepitosas y luego se ahogaban y desaparecían con unos gritos. Volvía a sonar la campana de una
manera insoportablemente fuerte y luego se apagaba, quedaba ahogada como en lodo, sin tono.
Todos miramos fijamente la espalda resuelta del estudiante, pero él nunca volteó.
—Debe ser la electricidad, como sucedió con la luz —sugirió Bill, quien estaba a punto de retirarse
cuando comenzaron las voces.
—Son cantantes de villancicos —gritó feliz.
Sí, pensamos, deben ser cantantes de villancicos. No puede ser otra cosa. Pero parecía que eran
muchísimos los que llegaban de la catedral, un coro completo. No reconocí la música y me di
cuenta de que todos estaban perplejos, ya que la melodía parecía conocida y de pronto se apartaba
del tono, chillando y gruñendo hasta llegar a extremos imposibles; eran notas que saltaban como
sapos y luego caían muertas. Las voces se retorcían entre los tonos sofocados de la campana, voces
delgadas y frías como el viento, gruesas y negras como la tierra mojada y se acercaban a nosotros
por la Calle Canning.
—¿Qué cantan? —preguntó Bill con impaciencia.
—¿Acaso importa? —murmuró Jill.

Empujé al estudiante y me agarré del hierro frío del balcón. Pero la Calle Canning era un abismo de
oscuridad que conducía a la poderosa forma encornada de la catedral. No vi nada, sólo escuché las
voces emitiendo una contorsionada masa de sonido hacia el cielo y a la tierra y me pregunté si
estarían moviéndose al ritmo de la música. Sólo pude imaginar sus rostros mirándome mientras
cantaban y tocaban en la puerta abajo de mis pies.
Cuando volví a meter la cabeza por la ventana, era demasiado tarde.
—Iré a darles algo —anunció Bill—. Después de todo, es Navidad... — y se fue.
Nadie más se movió. Quizá tuvieron razón; tal vez Bill la tuvo. La campana continuó reverberando
por el cielo. Me asomé por la tela de alambre del balcón. Antes de que pudiera distinguir algo en la
oscuridad, oí que se abría la puerta de la calle.
Escuché varios minutos, esperando oír algo más que la campana y aquellas voces insistentes. Pero
no hubo nada, salvo una decidida conversación en el cuarto a mi espalda, hasta que Jill me tomó del
brazo a través de la ventana y me murmuró con urgencia:
—John, han entrado a la casa. Están subiendo...
Me empujé por la ventana y caí en el cuarto. Oí las voces en el primer descanso, subiendo por la
escalera de una manera letárgica, como un gigantesco gusano.
—¿Dónde está Bill?
—No lo sé.
—¡Pronto! —grité. Las voces hacían explosión ya arriba de la escalera—. Todos, hagamos una
colecta. Dales dinero, Jill. Tú recoge la mitad.

Pero ella miraba horrorizada por la ventana. Giré. En el balcón, el estudiante se inclinaba, extático,
contra la explosión de sonido. Jill estaba de pie; un grito bloqueaba su boca; su rostro estaba
palidísimo y arrugado como una manzana. Las voces se amontonaron hacia la puerta del
departamento.
—No les ofrezcas dinero —balbuceó Jill—. Dales ese regalo.
Arremetí contra la repisa de la chimenea, haciendo a un lado a los cuerpos. Todos parecían
decididos a pasar por alto lo que estaba ocurriendo, dejándome a mí la decisión; avancé con
diñcultad a través de conversaciones embrolladas y grupos de rostros que parecían burbujas. Estiré
el brazo y tomé la caja de cartón, pero el estudiante me detuvo el brazo.
—¡No lo toques, necio! —gritó—. ¡Ahora no!
Las voces estaban en la puerta, rugiendo una sola nota o un millón, era un sonido que pudo haber
surgido de gargantas, pero pudo haber salido de un túnel. Luché con él.

—Espera un momento más —me rogó—. Sólo para ver.


Jill gritó, me arrebató la caja de cartón y la lanzó al fuego.
Por un momento las llamas se ahogaron, lucharon, quedaron indefensas. La campana sonó como
toneladas de hierro ahogado; las voces chillaron, triunfantes. Luego, saltaron las flamas, llenaron las
esquinas de la caja y momentos después, se infló como madera podrida y cayó, hecha cenizas sin
forma. La campana tañó y luego quedó silenciosa; una corriente de aire silbó donde antes habían
estado las voces.
Esperamos hasta que Bill tocó a la puerta.
—¿A qué diablos bajé? —preguntó.
—¡Tú y tus mitos! —gritó Jill al estudiante—. ¡Maldito seas!
Yo me controlé.

—Sólo quiero saber una cosa —le dije—. ¿Qué pusiste en esa caja?
—Creo que puedes comprender que eso no importa —contestó el estudiante—. Sólo fue algo para
darle forma a una creencia, eso es todo. En realidad, era un regalo antinavideño. La antítesis de un
regalo de Navidad. Un experimento, compañero, tú entiendes. ¿O quieres saber del contenido real
de la caja?
—No necesitamos saberlo —repliqué—. De hecho, me parece que Jill prefiere no saberlo. —Le di
un solo golpe, pero cayó.
—Oye, espérate —protestó Bill. Los demás se hicieron los disimulados; ya lo esperaba. Sin
embargo, Jill me agarró de los hombros y gritó:
—¡Revívelo! ¡Revívelo, por el amor de Dios! ¿Cómo podemos saber dónde estuvo antes de llegar
con nosotros? ¿Cómo saber si no le dio a otra persona un regalo?
Y, ahora, no podemos revivirlo...

A LA ESPERA

Cincuenta años después, volvió. Había estado en el colegio y en la Universidad; tras un año de
buscar empleo sin ningún resultado, empezó a escribir una novela: rápidamente destacó como uno
de los mejores libros que se había escrito hablando de la infancia; nunca dejó de reeditarse. Antes de
que lo llamasen de Hollywood para que escribiese el guión cinematográfico de su novela, había
estado casado y se había divorciado; tuvo un asuntillo con una actriz, antes de que el novio de ella
le enviase una limusina, con dos fornidos individuos monosilábicos embutidos en unos impecables
trajes grises, y que se aseguraron de su partida hacia Inglaterra, después de que hubo entregado el
original de su adaptación al Gremio de Escritores. Escribió un par de libros más, que fueron
recibidos con expectación, y cuyas ventas resultaron moderadamente interesantes; pasó una noche
en la habitación de un hotel con dos mellizas adolescentes. Pero nada de todo ello consiguió
incrementar el bagaje de sus recuerdos; nada permanecía, excepto, cada vez más intensamente
revivido, aquel día en el bosque cincuenta años atrás.

Había algunos coches aparcados en el camino forestal; ninguno en los aparcamientos al lado de la
ruta. Paró junto al poste indicador del sendero, y se quedó sentado dentro del vehículo. Era la
primera vez que tomaba en consideración una carretera: nunca había observado lo mucho que se
retorcía; parecía una enorme manguera semienterrada en la tierra, con su superficie desnuda como
los árboles a su alrededor. No había ningún coche al alcance de los ojos. El viento helado entraba
por la ventanilla del coche, haciéndole temblar de frío. Se forzó a salir, el oro se hundió
pesadamente en los bolsillos de su grueso abrigo, y se adentró por el sendero de cantos rodados.
Quedó empapado en unos instantes. Un pájaro pasó volando ruidosamente; luego, el silencio. Las
ramas de los árboles relucían bajo el pálido cielo, panzudo de nubes. Tenues gotas de lluvia titilaban
sobre la yerba que bordeaba el sendero. Un camión roncó en la lejanía. Cuando se dio la vuelta, ya
no pudo ver su coche.

El sendero culebreaba una y otra vez. Los lingotes ahondaban en sus bolsillos, golpeándole las
caderas. No pensaba que el oro pudiera pesar tanto, o, pensó retorcidamente, que fuese tan difícil de
conseguir.
Le dolían los pies y las piernas. Hollywood y sus «noches» le parecía tan lejano como las estrellas.
Rayos de sol derramaban su luz, cual haces blanquinosos, por entre la brillante enramada,
desmenuzando su luminosidad en minúsculos arcos iris al incidir sobre las gotitas de lluvia; y
relucían sobre el fango de unas pistas que asemejaban senderos entre los árboles. Pero ¿cómo podía
seguir caminando sin perder el equilibrio entre tanto fango? Se dedicó a observar los alrededores en
busca de alguna señal.
Sin darse cuenta se hallaba en las profundidades del bosque. Si pasaba algún coche por la carretera,
el sonido de sus motores quedaba lejos de su oído. Por todas partes se veían pistas que conducían a
oscuras e impenetrables masas de vegetación. Agotado, andaba buscando un lugar donde sentarse, y
casi se le pasó por alto aquel árbol que parecía un arco.
Cuando sólo tenía diez años debía ser mucho más parecido a un arco; recordaba cómo se escondió
en el agujero curvo de su tronco. Por unos instantes, tuvo la impresión de que tal reconocimiento
iba a ser demasiado para su corazón. Se detuvo, y con un crujido de sus huesos se introdujo,
agachándose, en el agujero.

El tacto del suelo, bajo sus manos, era viscoso, olía a musgo y madera en descomposición. Los
lingotes giraron dentro de sus bolsillos golpeando la corteza del árbol. No podía incorporarse ni
tampoco darse la vuelta. Tampoco se había girado entonces. Se quedó escondido con el rostro
acariciando la húmeda oscuridad leñosa y oyendo a sus padres, caminando por el sendero. Él no
deseó nada entonces, se repetía con firmeza; él sólo se había querido hacer a la idea de estar solo en
el bosque, con el mero propósito de convertir la excursión en una aventura, aunque sólo fuese por
unos instantes.
Y ahora, mientras se esforzaba en salir del agujero, podía oír a sus padres llamándole.
—Ian, no te rezagues —gritó su padre, con tanto ímpetu que alguien contestó desde algún extremo
del bosque:
—¿Hola?
Su madre lo hizo con más suavidad.
—No queremos que te pierdas...
Era a mediados del verano. El sol caía a plomo sobre el sendero; por mucho que se curvase la
senda, podía seguir oliendo cómo los cantos rodados se cocían. Las masas de vegetación brillaban
con tal intensidad que, dondequiera que creciesen árboles, parecían una única e incandescente
umbría verdosa. Le dolían los pies, entonces y ahora.
—¿Todavía no podemos merendar? —preguntó, alcanzando a sus padres en una corta carrera y
deslizándose sobre las suelas de los zapatos—. ¿Puedo tomar un refresco?
—Todos estamos sedientos, no eres el único —dijo su padre, frunciendo el ceño en señal de aviso:
nada de posturas respondonas.
Una gota de sudor brillaba sobre su hirsuto bigote.
—No voy a sacar las cosas hasta que lleguemos al merendero. Tu madre quiere sentarse.
La madre de Ian hizo ondear la falda de su vestido veraniego, a través del cual se podía distinguir el
encaje que perfilaba su ropa interior, para refrescarse un poco.
—Si necesitas un descanso, por mí nos podemos sentar en la yerba —dijo ella.
—Bueno, bueno, ¡pero creéis que hemos estado andando todo el día! —dijo su padre, en lo cual Ian
estaba de acuerdo—. Descanso y bebidas cuando lleguemos a las mesas. Yo nunca pedí un descanso
cuando tenía su edad, y de haberlo hecho sabía muy bien lo que recibiría.
—Son sus vacaciones escolares —dijo ella, con un hilo de voz negándose a salir por su garganta
reseca—. Ahora no estás enseñando.
—Siempre estoy enseñando, no lo olvides.
Ian no estuvo seguro de a cuál de los dos iba dirigido el último comentario, especialmente cuando
su madre dijo, con la respiración entrecortada:
—Desearía que pudiese crecer con normalidad, desearía...

Él los tomó a ambos de las manos y avanzó unos centenares de metros. ¿Fue en ese momento que se
preocupó, o fue la tensión que pasaba del uno al otro lo que sintió? Sólo recordaba que anduvieron
apresuradamente hasta que su padre se detuvo exclamando:
—Aguarda, compañero. Busquemos una sombra para tu madre.
Ian se salió del sendero que parecía girar indefinidamente en la dirección equivocada. Su padre
estaba señalando hacia los árboles.
—Las mesas deberían estar por aquí —dijo.
—No me digas que nos hemos perdido por culpa mía —protestó la madre de Ian.
Su padre zarandeó la mochila con brusquedad, echándole una mirada de reojo por encima del
hombro.
—Un poco de sombra no me iría nada mal —dijo.
—Si quieres te puedo ayudar a llevar algo. Ya sabes que yo preparé la merienda...
Su padre se dio la vuelta ante ese comentario y se introdujo en el sendero entre los árboles, sus
shorts ondeando al viento; el negro vello de sus piernas relució alcanzado por un rayo de sol justo al
borde de la sombra. Así que Ian se hubo introducido bajo los árboles siguiendo a su madre, se
apercibió de que había estado oyendo el sonido de la corriente.

Ahora podía oírlo de nuevo. El sendero de cantos rodados que debía regresar hacia su punto de
partida, volvía, una vez más, a torcer en la dirección opuesta; no indefinidamente, pero sí hasta
donde la vista alcanzaba. Allí, a la izquierda, estaba el sendero que su padre tomase. Se lo veía
oscuro, frío y traicionero. Permaneció a la escucha mientras el viento y los árboles se acallaban. No
se oía nada en el bosque, ni pájaros ni pisadas. Tuvo que inspirar profundamente para aclarar su
mente, antes de introducirse entre los árboles.
—Mientras oigamos la corriente, no nos podemos extraviar —dijo su padre, como si tal cosa fuese
obvia.

El sendero que habían tomado fue siguiendo el sonido de la corriente, hasta que el de los cantos
rodados se perdió de vista y entonces, se bifurcó en un conglomerado de pistas: todas ellas tenían la
suficiente apariencia de caminos como para crear confusión. Ian notó la inquietud de su madre
cuando se empezaron a separar de la corriente, entre una arbolada que difuminaba cualquier conato
de sendero.
—¿No es el merendero? —dijo él de repente.
Empezó a correr alocadamente, derribando matas y arbustos. La débil luz bajo la hojarasca empezó
a palidecer. Cuando llegaron al claro en el bosque, comprobaron que la elevada silueta no era una
mesa.
—¡Ten cuidado, Ian! —gritó su madre.

Podía oír de nuevo su voz, elevándose por encima de sus jadeos. Estaba seguro de que se trataba del
mismo claro. A pesar de la desnudez de los árboles, el lugar seguía siendo umbrío. Salió al espacio
abierto bajo un pedazo de cielo azul. Le temblaba todo el cuerpo violentamente, a pesar de que el
lugar se asemejaba a cualquier otro: una depresión del terreno llena de hojas secas y de piedra de
forma irregular; algo bullía inquieto en su interior y, entonces, lo vio..., aquella palabra grabada en
una de las piedras: ALIMÉNTAME.
Ya era suficiente. Excesivo. Las otras palabras deberían estar en las piedras que habían sido usadas
para tapar el agujero. Buscó con apremio en sus bolsillos y tiró los lingotes junto a la palabra; luego,
entornó sus ojos y formuló un deseo, los mantuvo cerrados tanto tiempo como le fue posible, hasta
que tuvo que echar un vistazo a los árboles. Parecían aún más delgados de lo que él recordaba:
¿cómo podían proteger el secreto? Bajó la vista, esperando, casi deseando la posibilidad de formular
un segundo deseo. Los lingotes seguían a la vista.

Había hecho todo lo posible. Quizás no debería haber tenido que imaginarse una confirmación, no
mientras permaneciese vivo. Una rama crujió, una entre miles; la única que había producido un
sonido. Echó una rápida y violenta mirada a su alrededor, hacia el camino por el que había venido,
mientras aún recordaba cuál era. No debía apresurarse. No debía pensar hasta que hubiese
alcanzado el sendero de cantos rodados.
Sin saber por qué motivo, al llegar al extremo del claro, se volvió a mirar; no había oído nada.
Pestañeó. Lanzó un suspiro ahogado y se agarró a un tronco que hacía dos veces el grosor de su
palma. Se quedó con la vista fija en el lugar hasta que le escocieron los ojos. Podía ver las piedras,
la palabra rodeada de musgo e, incluso, las gotas de humedad que brillaban a su alrededor. Pero el
oro había desaparecido.
Se apoyó en el tronco, cogiéndolo con ambas manos. Así que era cierto: todo lo que había estado
tratando de ignorar considerándolo una pesadilla, una interpretación infantil de lo que él había
estado alimentando como un acontecimiento real, al final había resultado ser absolutamente cierto.
Se esforzó en no pensar, esperando que le fuese posible retirarse; luchó por tratar de no preguntarse
qué había allí bajo las hojas, sumergido en la oscuridad.
Era un pozo. Antes de que su madre le cogiera del brazo para evitar que cayese, ya se había dado
cuenta. Leyó las palabras que estaban grabadas en las piedras desmenuzadas que hubieran
conformado la periferia del brocal: ALIMÉNTAME UN DESEO.
—Debió poner «aliméntame y piensa un deseo» —dijo su madre, aunque Ian pensó que no había
espacio para tantas letras—. Se supone que debes tirar algunas monedas.

Acogido entre sus brazos se apoyó sobre el brocal. Alguien debía de haber formulado un deseo con
anterioridad; se veían los resplandores de algunas monedas allá en lo hondo, de donde provenía un
fuerte olor a humedad y podredumbre; demasiado alejado para que el sol que pugnaba entre la
arboleda llegase a alcanzarlo. Su madre lo bajó al suelo y sacó su monedero del bolso.
—Toma —dijo, alcanzándole una moneda—. Piensa un deseo y no lo digas.
—Te lo reembolsaré cuando volvamos al coche —dijo su padre uniéndoseles, cuando Ian se abocó
sobre el pozo. Esa vez no pudo ver los resplandores circulares. Su madre lo sujetó por los hombros
mientras él alargaba la mano y dejaba caer la moneda. Luego cerró los ojos de inmediato.
No quiso nada para sí, excepto que sus padres dejaran de pelearse. Pero no supo cómo exteriorizar
su deseo, para que tal cosa sucediese. Pensó que podía desear que se cumplieran los deseos más
ansiados por ellos dos; sin embargo, ¿eso haría un par de deseos? Trató de rectificar sus ideas a la
busca de algún otro deseo, para a continuación pensar cuál le podía ser de más utilidad. Y entonces
se dio cuenta que quizás el deseo había sido formulado mientras pensaba. Abrió los ojos, como si
ese gesto pudiese ayudarle, y creyó ver la moneda todavía descendiendo junto con el brotar de la
idea que le sugería que de abalanzarse tras ella, todavía estaría a tiempo de recuperarla. Su madre
tiró de él, y la moneda desapareció. Pudo oír un sonido hueco, como el de una burbuja al salir a la
superficie en un charco de agua o fango.
—Sigamos caminando; debemos estar cerca —dijo su padre, tomando del brazo a su madre, y
mirando ceñudamente a Ian—. Ya te advertí que no te retrasaras. No me colmes la paciencia, te
prevengo.
Ian corrió tras ellos, antes de tener tiempo de ratificar si las piedras estaban tan sueltas como
parecían, o si podían ser emplazadas en un orden diferente. Ahora, mientras se apartaba del claro
donde los lingotes habían desaparecido, no estaba seguro; no quería estarlo.

De repente se aterró ante la idea de haberse perdido, y tener que vagar por el bosque invernal hasta
hallar el sendero que recorriese aquel día lejano con sus padres, y que lo podía llevar a su lugar de
partida antes de que el corto día se oscureciese. No se pudo sacudir el terror del cuerpo ni incluso
cuando llegó al sendero de cantos rodados; no, hasta que estuvo dentro de su coche, aferrado al
volante que sus manos iban sacudiendo, sentado y rezando por recuperar su autodominio para poder
conducir y alejarse del bosque, antes de que cayese la noche.
No quería pensar si el oro había hecho que se cumpliese su deseo. No lo podría saber hasta que
muriese y, quizás, ni siquiera entonces.
Su padre nunca miró atrás, ni siquiera cuando la pista que estaba siguiendo se bifurcó poco después
de que abandonasen el claro en el bosque. Se decidió por el de la izquierda, que era más ancho.
Continuó ensanchándose hasta que la madre de Ian empezó a otear, tratando de ver más allá de los
árboles; deseando ver algo o a alguien.
—Sigue firme —le dijo a Ian con energía, y a su padre—: Tengo frío.
—Debemos estar cerca de la corriente, es todo lo que sé —dijo su padre, como si pudiese verla a
través de la compacta arboleda, tan tupida que parecía, al avanzar, que alguien fuese de árbol en
árbol al mismo tiempo.
Cuando Ian se volvió, ya no pudo ver dónde se había ensanchado el sendero. No quería que su
madre se diese cuenta, eso sólo la haría estar más nerviosa y provocaría otro altercado verbal.
Superó con dificultad una mata de zarzas y corrió tras ellos.
—¿Dónde estabas? —preguntó su padre—. Bien, permanece aquí.

El cambio en el tono de su voz hizo que Ian mirase ante ellos. Casi habían alcanzado otro claro,
pero esa no era suficiente razón para que la voz de su padre sonase como si hubiesen recorrido todo
aquel camino intencionadamente; en el claro no había nada más que algunos montones de leña seca.
Avanzó unos pasos para proteger sus ojos del resplandor solar, y vio que su apreciación anterior
había sido equívoca. En el claro se hallaban varias mesas y bancos, cual un merendero; de la leña no
había ni rastro.
Ian gritó; su padre lo había alcanzado silenciosamente, y le estaba comprimiendo el hombro con sus
dedos.
—Te dije que permanecieras donde estabas.
Su madre retrocedió y, tomándole de una mano, le acompañó hasta una de las mesas.
—No le permitiré que vuelva a hacerlo —murmuró—. Puede tratar así a sus alumnos en la escuela
pero no dejaré que se comporte de esa manera contigo.
Ian no estaba muy convencido de sus posibilidades para enmendar las maneras de su padre. En
especial cuando él dejó caer con estruendo la mochila sobre la mesa y tomó asiento ante ella,
cruzándose de brazos. Se avecinaba un altercado. Ian optó por alejarse para ver qué había más allá
del claro.
Había otro merendero. Pudo ver a una familia sentada a una mesa en la lejanía: un chico y una chica
con sus padres, pensó. Quizá podría jugar con ellos más tarde. Se estaba preguntando por qué
aquella mesa tenía una apariencia más de merendero que la suya, cuando su padre le gritó:
—Regresa aquí y toma asiento. Ya has incordiado bastante con tu sed.
Ian se aproximó con lentitud a la mesa, pues la discusión ya había empezado; con ella el claro
pareció empequeñecerse.
—¿No estarás esperando a que te sirva? —estaba diciendo su madre.
—¿Acaso no hice yo el transporte? —replicó su padre.

Ambos se quedaron contemplando la mochila, hasta que su madre optó por alcanzarla, y liberando
las correas, extrajo de su interior los vasos y la limonada.
Ella bebió su refresco a sorbitos mientras su padre apuraba su vaso de cuatro tragos acompañados
de profundos suspiros. Ian se bebió el suyo sin parar y medio atragantado jadeó.
—¿Puedo beber otro vaso, por favor?
Su madre repartió el resto de la bebida entre los tres vasos y alcanzando de nuevo la mochila, miró
dentro de ella.
—Me temo que esa es toda la bebida que nos queda —dijo, como si le costase creerse a sí misma.
—¿Quieres volverme loco? —dijo su padre elevando sus hombros ostentosamente—. ¿Se puede
saber qué demonios he estado yo cargando?
Ella empezó a sacar los recipientes con la comida, el pollo frío y la ensaladilla de remolacha.
Ian se dio cuenta entonces de la peculiaridad de aquella mesa, en contraste con el otro merendero.
Estaba demasiado limpia para ser una mesa expuesta a la intemperie, parecía una...
Su madre estaba indagando dentro de la mochila..
—Tendremos que comer con los dedos —dijo ella—. Olvidé los platos y los cubiertos.
—¿Qué crees que somos, salvajes? —Su padre miró con fiereza a los alrededores, como si alguien
pudiera observarlo comiendo de esa manera—. ¿Cómo quieres que comamos la ensaladilla con los
dedos? No he oído tal absurdo en mi vida.
—Estoy sorprendida, no puse nada de lo necesario —gritó ella—. Tú haces que me distraiga.
Ian pensó que parecía la mesa de un café y levantó la vista cuando notó que alguien se aproximaba.
Al menos así sus padres dejarían de discutir; nunca lo hacían delante de extraños. Por un momento,
y hasta que parpadeó apartándose de la claridad, tuvo la impresión de que los ojos de los dos
personajes eran completamente circulares.

Los dos hombres se dirigieron directamente hacia la mesa. Iban vestidos de negro, de los pies a la
cabeza. Al principio pensó que podían ser policías, que venían a decirles que allí no se podían
sentar, y entonces estuvo a punto de echarse a reír al constatar el significado de sus uniformes
negros. Su padre también se había dado cuenta.
—Ya hemos traído nuestras cosas —dijo abruptamente.

El primero de los camareros se encogió de hombros sonriendo. Los labios en su pálido rostro eran
casi blancos, y muy anchos. Hizo un gesto señalando la mesa y el otro camarero se alejó, para
volver casi de inmediato con platos y cubiertos. Venía de donde estaba el pozo, por un lugar de
espesa enramada y en una dirección que provocaba que el sol deslumbrase a Ian.
El camarero que se había encogido de hombros abrió los contenedores de la comida y la sirvió en
los platos. Ian vislumbró unos dibujos pintados en la porcelana, pero los platos fueron colmados con
rapidez y le fue imposible constatar los detalles.
—Esto está mucho mejor —dijo su padre.
Su madre permaneció callada.
Cuando Ian se incorporó para alcanzar una pata de pollo, su padre le golpeó la mano.
—Tienes tenedor y cuchillo. Úsalos.
—Oh, ¿de verdad? —preguntó irónicamente la madre de Ian.
—Sí —respondió el padre, como si estuviese hablando a un niño de la escuela.

Se quedó mirándole con fijeza, hasta que él bajó la vista hacia la comida que blandía su tenedor. No
podían discutir delante de extraños, pero las disputas silenciosas eran aún peor. lan permaneció
sentado, trinchando su pata de pollo. El cuchillo atravesó con facilidad la carne y arañó el hueso.
—Está demasiado afilado para él —dijo su madre—. ¿Tienen otro cuchillo?
El camarero sacudió la cabeza y mostró las palmas de las manos. Éstas eran muy finas y pálidas.
—Entonces ten cuidado, Ian —dijo ella ansiosamente.

Su padre inclinó la cabeza hacia atrás, apurando los últimos restos de su limonada. De nuevo
apareció el otro camarero. Ian no se había dado cuenta de su partida, ni podía saber dónde había ido.
Pero regresó con una botella de vino ya descorchada, con la cual llenó el vaso de su padre sin que
nadie se lo indicase y sin preguntar siquiera al interesado.
—De acuerdo, ya que está abierta —dijo el padre de Ian, dando la impresión de estar dispuesto para
objetar el precio.
El camarero llenó el vaso de su madre y se lo acercó.
—A él no le ponga mucho —dijo ella.
—Ni tampoco a ella —dijo su padre, tomando un sorbo y dando su conformidad con un gesto—,
pues tiene que conducir.

Ian tomó un trago para distraerse. El vino era atrayente: sabía seco y espeso. Pero no pudo tragarlo.
Se volvió al lado opuesto de su padre y lo escupió sobre la hierba, viendo que ambos camareros
tenían sus pies desnudos.
—Pequeño salvaje —dijo su padre en voz baja y llena de odio.
—Déjalo tranquilo. No le deberían haber servido nada.

Incrementando la confusión de Ian, los dos camareros asintieron con sus cabezas. Sus pies eran
finos como ramas, y parecían estar unidos al suelo; podían ser yerba y tierra apretujadas entre los
largos nudillos de sus dedos. No quería permanecer por más tiempo cerca de ellos ni junto a sus
padres, cuyos denuestos caían sobre él cual truenos.
—Quiero ir a un auténtico merendero —se quejó—. Quiero poder comer como solía hacerlo.
—Ve, pero no te pierdas —dijo su madre, apenas unos instantes antes de que su padre la
interrumpiese.
—Permanece donde estás y compórtate como es debido.
Su madre se dirigió a los camareros.
—¿No les importa que estire un poco las piernas, verdad?
Ellos sonrieron y mostraron otra vez las palmas de sus manos.
—Muévete de esta mesa antes de que te lo digan —dijo su padre—, y veremos que tal te sienta la
correa cuando lleguemos a casa.
Podía levantarse, su madre lo había dicho. Se tragó la ensaladilla, ya que no le era posible comer
fuera de la mesa, y se quedó contemplando el fragmento del dibujo que había descubierto en el
plato.
—No le pondrás un dedo encima —murmuró su madre.
Su padre tomó un bocado de ensaladilla, que le enrojeció los labios, y golpeó la mesa con el vaso.
Su brazo desnudo quedó próximo a un cuchillo bajo la claridad solar. Tanto la hoja como el vello de
su brazo relucieron.
—No has hecho más que conseguirle una propina con la correa, si no hace lo que le tengo dicho.
—Mami dijo que podía —replicó Ian, cogiendo la pata de pollo de su plato e incorporándose.
Su padre trató de atraparlo, pero la bebida debía de haberlo adormecido, pues quedó tendido sobre
la mesa sacudiendo su cabeza.

—Ven aquí —dijo con voz pastosa, mientras Ian se alejaba fuera de su alcance, después de haber
tenido tiempo de echar una última mirada al dibujo en el plato. Parecía algo que quisiese escapar al
tiempo de ser descubierto. No quena permanecer cerca de aquello, ni cerca de sus padres, ni
tampoco cerca de esos camareros con sus sonrisas silenciosas. Quizás los camareros no hablasen su
mismo idioma. Al tiempo que corría hacia donde se hallaban los otros niños, le dio un bocado a la
pata de pollo. Ellos se habían levantado de la lejana mesa y estaban jugando con una pelota de
trapo.
Por un momento miró tras de sí. Cada uno de los camareros se hallaba tras uno de sus padres
(¿esperando que les pagasen, o para limpiar la mesa?). Debían de ser muy pacientes para que sus
pies se hubiesen adherido al suelo de tal manera. Su padre se sostenía la barbilla en el cuenco de
ambas manos, mientras la madre de lan lo contemplaba fijamente desde el otro extremo de la mesa,
que ahora le parecía extrañamente desvencijada: mucho más parecida a un montón de leña seca.
Ian llegó corriendo al claro donde estaban los niños.
—¿Puedo jugar con vosotros?
La niña dio un grito de sorpresa.
—¿De dónde has salido tú? —le preguntó al chico.
—Pues de allí.
Ian se volvió señalando con la mano, y vio que no podía situar a sus padres. Al principio se quiso
tomar a broma la forma en que había sorprendido a los niños, pero de repente se sintió solo y
abandonado, aunque también temeroso de su padre y de su madre. Se volvió de espaldas cuando los
niños lo contemplaron con insistencia, y luego salió corriendo.

El nombre del chico era Neville; su hermana se llamaba Annette. Sus padres eran las personas más
encantadoras que nunca hubiese conocido..., aunque su deseo no había sido para ellos, se dijo a sí
mismo con firmeza cuando hubo puesto en marcha el coche, una vez tranquilizado; no sabía cuál
había sido su deseo junto al pozo.

Seguramente su madre se había embriagado. Ella y su padre debieron de extraviarse, y regresaron al


coche estacionado en la carretera del bosque para pedir ayuda en la búsqueda de Ian. Pero su madre
perdió el dominio del vehículo apenas empezó a conducir. ¡Si al menos el coche con sus ocupantes
dentro no hubiese ardido tan rápidamente! Ian no se habría visto forzado a desear con el oro que lo
que creyó haber visto no hubiese sucedido nunca: los árboles separándose ante él mientras corría,
mostrándole una última visión de su madre escudriñando el plato, cada vez con más rapidez,
contemplando el dibujo que había descubierto y poniéndose en pie, una mano tapándole la boca
mientras con la otra sacudía a su padre, sacudía sus hombros desesperadamente para despertarlo,
mientras las delgadas figuras abrían sus enormes fauces y las cerraban sobre ellos.

EN EL SOTANO

Arriba, en algún lugar, usted oye a su esposa y al joven conversando. Hace un esfuerzo para subir,
sus músculos temblándole como el agua, y consigue llegar en equilibrio inestable al siguiente
escalón.
Deben pensar que han terminado con usted. Ni siquiera se han molestado en cerrar la puerta del
sótano, y usted intenta llegar a la línea de luz oscilante a través de la abertura. Cualquier otro,
excepto usted, estaña muerto. El joven debe de haberle transportado desde el laboratorio y arrojado
al sótano escaleras abajo. Allí, sobre las losas polvorientas, ha recobrado el conocimiento. Todavía
tiene la sensación de que en su mejilla izquierda, la que golpeó contra el suelo, han introducido una
placa rígida en la carne. Descansa en el escalón al que ha llegado y escucha.
Ahora guardan silencio. Debe de ser de noche, ya que han encendido la lámpara del pasillo, cuya
luz penetra en el sótano. No pueden abandonar la casa hasta mañana, por lo menos. Usted sólo
puede conjeturar lo que hacen ahora, solos en la casa, pensando. Sus labios ateridos se abren de
nuevo al sonreír. Que disfruten mientras puedan.
El joven no le ha dejado muchos músculos utilizables. El suyo ha sido un trabajo a fondo. No es de
extrañar que se sientan seguros. Ahora usted tiene que concentrarse en los músculos que todavía le
funcionan. Balanceándose, consigue elevarse momentáneamente hasta una posición desde la que
pueda alcanzar el siguiente escalón más alto. Vuelve a concentrarse y, empujando con músculos que
casi había olvidado que poseía, consigue subir otro escalón.
Maniobra hasta que queda en posición vertical. Así hay menos riesgo de que pierda un momento el
equilibrio y caiga rodando al suelo del sótano desde donde, hace ya horas, empezó a subir. Entonces
descansa. Sólo quedan seis escalones más.
Nuevamente se pregunta cómo se han conocido. Naturalmente, usted debería haber sabido lo que
ocurría, pero su trabajo le importaba más que nada y no podía dedicar ningún tiempo a vigilar a la
mujer con la que se había casado. Debió de haberse dado cuenta de que cuando ella iba al pueblo
conocería gente y no estaría tan silenciosa como en casa. Pero su habitación podría hallarse tan lejos
de la de usted como el pueblo lo está de la casa; usted apenas pensaba en quienes vivían en uno y
otro lugar.
No es que se culpe a sí mismo. Cuando usted la conoció —en la ciudad donde cursaba sus estudios
universitarios— creyó que ella comprendía la importancia de su trabajo. No fue como si usted
intentara engañarla. Sólo cuando ella trató de apartarle de su trabajo, tanto para su propia
gratificación como porque le asustaba, usted se aisló de su compañía tras una barrera de silencio.
Puede oír sus voces de nuevo. Están en el primer piso. No sabe si están celebrando lo que han
hecho o consolándose mutuamente porque empiezan a sentirse culpables. No importa. Lo
importante es que él no haya cerrado la puerta del laboratorio cuando regresó del sótano. Si está
cerrada, usted nunca podrá abrirla. Y si no puede entrar en el laboratorio, él le habrá matado,
después de todo. Se levanta, los músculos se estremecen con el esfuerzo, su mejilla aprieta la
madera del escalón. No descansará hasta que pueda ver la puerta del laboratorio.
Está llegando al último escalón cuando resbala. Su mejilla cae sobre la madera y se desliza hacia
atrás. Usted agarra el escalón de madera con la boca y siente que se le alojan astillas entre los
dientes. Su cuello ha rozado el escalón inferior, pero ha perdido toda sensación, excepto un dolor
que va desvaneciéndose lentamente. Sólo sus mandíbulas le impiden caer allá donde empezó a
subir, y le laten como si clavaran clavos a través de sus articulaciones con golpes bien medidos. Las
aprieta más, sintiendo un intenso dolor, y luego se da impulso para ascender al último escalón. Allí
se balancea un poco, pero luego se encuentra seguro.
Sin embargo, aún no descansa. Avanza paulatinamente y se yergue a fin de atisbar fuera del sótano.
El contorno de la puerta del laboratorio se ondula ligeramente con la oscilación de la lámpara. Se le
ocurre pensar que han encendido la lámpara porque usted les aterra, ahí tendido, muerto, más allá
de la escalera principal... como ella cree. Usted se ríe en silencio. Puede permitírselo. Cuando la
llama deja de oscilar, puede ver la puerta del laboratorio destacándose en la oscuridad.
Escucha las voces en el piso de arriba y descansa. Usted sabe que él es carnicero, porque una vez
ayudó a uno de los criados a llevar la carne desde el pueblo. En cualquier caso, podría haber
adivinado su profesión por lo que le ha hecho. Todavía le asombra que ella haya podido juntarse
con una persona así. Por lo poco que sabía de la gente del pueblo, estaba encantado de que siempre
evitasen la casa.
Recuerda el día en que el nuevo párroco visitó la casa. Usted le dio cuenta de que había oído los
rumores más extravagantes sobre sus experimentos que corrían por el pueblo. Estaba sorprendido de
que no intentaran mantenerle a raya con una cruz. Cuando el sacerdote descubrió que usted podía
acorralarle discutiendo su teología, se marchó, con una sonrisa sesgada en los labios. Intentó
persuadirles a los dos de que asistieran a la iglesia, pero su esposa permaneció sentada en silencio
durante toda la visita. Fue entonces cuando usted decidió confiar en ella para que fuera al pueblo.
Despidió a los criados, pero se dijo a sí mismo que sería menos probable que ella hablara. Ahora
sonríe ferozmente. Si hubiera sido tan descuidado en sus experimentos, en este momento estaría
muerto.
En el piso superior siguen hablando. Se balancea e intenta servir usted mismo como cuña entre la
puerta del sótano y el marco. Dado lo limitado de su control resulta difícil, y se apoya en la abertura
sin ningún apoyo en la madera. Su peso no ha movido la puerta, la cual es más pesada de lo que
usted nunca había tenido antes ocasión de comprobar. Finalmente consigue hacer de cuña en la
abertura, empujando el marco con toda su fuerza. La puerta descansa en usted, y usted apoya
desmañadamente su peso en ella.
Se abre un poco, pero retrocede y la empuja. Nunca ha estado nivelada, persistiendo en permanecer
entreabierta, lo cual nunca le había molestado hasta ahora. Pero en este momento, la fuerza que él le
ha dejado, incluso centrada como luz a través de una lente, no parece suficiente para mover la
puerta. Atrapado en la ranura, usted se relaja un momento. Luego, como si quisiera cogerla
desprevenida, se apoya en el marco y empuja, avanzando con ella. Retrocede, respondiendo a la
fuerza de su empujón, y usted no ha salido, pero de todos modos cae hacia el pasillo, y cuando la
puerta encaja en el marco, usted oscila hacia atrás y queda fuera del alcance de la puerta.
Se ha liberado del sótano, pero en esa posición invertida es impotente. La lenta puerta es más móvil
que usted. Todos los músculos que ha estado utilizando sólo pueden moverse inútilmente, agitarse
en el aire. Está tendido en el pasillo como un animalillo de laboratorio, bajo la llama que ya no
oscila.
Entonces oye que el carnicero le dice a su esposa: «Iré a ver», y empieza a bajar las escaleras.
Empieza a crispar espasmódicamente todos los músculos de su lado derecho. Rueda un poco hacia
ese lado y luego su intensa crispación le balancea hacia atrás. La luz se agita a su alrededor,
haciendo que su sombra realice el truco cruel de conseguir el giro por el que usted se esfuerza. Él
está ahora a mitad de las escaleras. Usted mueve de nuevo su lado derecho y mantiene los músculos
inmóviles mientras empieza a girar en ese lado. De repente rebasa su punto de equilibrio y queda
tendido sobre el lado derecho. Fuerza sus doloridos músculos para avanzar centímetro a centímetro,
pero el laboratorio está aún a considerable distancia, y usted no puede moverse de ninguna manera
en línea recta. Resuenan las pisadas del joven. Usted oye la voz aterrada de su esposa, implorándole
que vuelva a su lado. Se produce un largo silencio; sin duda él vacila sobre lo que debe hacer.
Luego vuelve a subir apresuradamente las escaleras.
Usted no se permite descanso alguno hasta hallarse en el interior del laboratorio, aunque por
entonces el dolor es como una fría y rígida superficie dentro de su carne, y su boca parece un
polvoriento agujero en una piedra. Rebasada la puerta, se queda quieto y mira a su alrededor. La luz
de la luna que se filtra por la ventana incide en la puerta. Su mirada busca el banco donde estaba
trabajando cuando él le encontró. No ha recogido el material derribado al suelo debido a su
convulsión. Usted localiza en el suelo una aguja reluciente, y cerca de ella un hilo quirúrgico que
nunca tuvo ocasión de usar. Se relaja a fin de prepararse para el siguiente esfuerzo concertado, y
recuerda.
Recuerda el día en que perfeccionó la solución. En cuanto la bebió, sintió que su cerebro adquiría
una intensa agudeza, se hacía precisa y constantemente consciente de los mensajes de cada nervio y
los dominaba, realizando minuciosas correcciones a la menor señal de peligro. Sabía que éste era el
resultado que deseaba obtener, pero no pudo demostrárselo a sí mismo hasta el día que sintió los
aguijonazos del cáncer. Entonces su cerebro pareció condensarse en un sutil filamento de energía
que se extendió y acabó con el tumor. Aquella fue la prueba. Usted era inmortal.
Cierto que la investigación tuvo sus aspectos desagradables. Le costó considerables desembolsos
en los depósitos de cadáveres el descubrimiento de que algunos de los extractos que necesitaba para
la solución debían extraerse del cerebro vivo. Los habitantes del pueblo creyeron que los niños se
habían ahogado, pues encontraron sus ropas en la orilla del rio. Usted se dijo que los progresos de la
medicina siempre habían requerido sufrimientos.
Tal vez su esposa sospechó algo en esta etapa de su trabajo, o quizá ambos decidieron simplemente
desembarazarse de usted. Usted estaba trabajando en su banco, tratando de sintetizar su
descubrimiento, cuando le oyó entrar. Debió de precipitarse contra usted, pues antes de que pudiera
volverse sintió un violento corte en la nuca. Luego se despertó en el suelo del sótano.
Avanza poco a poco a través del laboratorio. Los mayores esfuerzos ya han quedado atrás, pero ésta
es la parte más difícil. Cuando casi llega a tocar su cuerpo tendido boca abajo, tiene que volverse.
Se mueve con las mandíbulas, orientándose con la lengua. Es difícil, pero no tanto como usar la
lengua para enderezarse sobre el cuello en las escaleras. Entonces se encaja en los hombros,
tanteando con su mente perfeccionada, hasta que siente de nuevo la unión de los nervios.
Ahora tiene que mantenerse impávido para no separar de nuevo la cabeza. Puede hacerlo gracias a
su mente. Con suma cautela, estira un brazo y toca la aguja quirúrgica y el hilo.

OTRA VEZ
Bryant no tardó en cansarse del camino Wirral. Cogió el sendero forestal porque estaba harto de los
parques de Liverpool, y terminó por descubrir que la naturaleza era demasiado implacable para él.
Claro que el sendero tendría más sentido para un botánico, pero a Bryant le parecía exactamente lo
que era: una vía férrea con demasiada vegetación para él y despojada de su línea. A veces pasaba
por debajo de puentes ahuecados y a continuación parecía atraparle entre los terraplenes durante
largos kilómetros. Cuando volvía a salir a terreno llano sólo era para mostrarle campos demasiado
exuberantes para ser cómodos, setos, árboles, y un verde tan constante que sus matices se
desdibujaban hasta convertirse en una sola masa opresiva.

No estaba seguro de qué era lo que hacía intolerable el valle en miniatura. Los niños cruzaban
gritando su camino, como trenes descarrilados; enormes perros surgían de la maleza para lamerle y
olerle la cara, aunque lo peor de todo eran las moscas, que parecían haber surgido todas en aquel día
de finales de junio, el primer día de calor del año. Le emborronaban la visión como si tuviera la
vista cansada, y su zumbido incesante amortiguaba todos sus sentidos. Cuando escuchó el paso de
los camiones en alguna parte por encima de él, trepó por el primer claro que halló entre la maleza,
sin esperar a encontrar la siguiente salida oficial del sendero.
Cuando se dio cuenta de que el camino no conducía a ningún sitio en particular, ya había cruzado
tres campos. Le pareció mejor seguir adelante, a pesar de que, ahora que había salido a campo
abierto observó que el sonido que había tomado por camiones no era más que el producido por
distantes tractores.
No creía ser capaz de encontrar el camino de regreso, aun cuando lo deseara. Seguramente,
terminaría por llegar a una carretera.

Sin embargo, tras haber cruzado unos cuantos campos más, ya no estuvo tan seguro. Se sintió
atrapado, cercado por el zumbido y el verde, como una mosca en una telaraña. Bajo el implacable
cielo sin nubes no había más que un bungalow, a unos tres campos de distancia a su izquierda.
Quizá pudiera beber algo allí y preguntar el camino hacia la carretera.
Le resultó difícil llegar al bungalow. Tuvo que retroceder una vez y recorrer los tres lados de un
campo, tras haberse aproximado lo suficiente como para ver que el jardín que rodeaba la casa
parecía tan cubierto por la vegetación como el sendero de la vía férrea.

Había alguien de pie frente al bungalow, cubierto por la hierba hasta las rodillas. Era una mujer de
hombros blancos que permanecía muy quieta. El se apresuró a rodear el laberinto de cercas y setos,
buscando la forma de llegar hasta ella. Se acercó bastante antes de darse cuenta de lo vieja que era y
lo pálida que estaba. Se apoyaba con una mano sobre una mesa estropeada por los excrementos de
los pájaros, y por un momento pensó que los hombros de la túnica, que le llegaba hasta los tobillos,
tenían el mismo color blanquecino que la mesa. Sacudió la cabeza vigorosamente para despejarse la
modorra causada por el calor, y entonces vio que lo que caía sobre los hombros era un cabello largo
y blanco, pues se movió un poco cuando ella le hizo una seña.
Al menos el creyó que le había hecho una seña. Cuando llegó a su lado, tras haber abierto la puerta
que cruzaba el camino lleno de hierba, ella seguía sacudiendo una mano, pero ahora para espantar
las moscas, que parecían lanzarse sobre ella con más avidez que sobre él. Los ojos de la mujer
parecían helados y vacíos; por un instante, él se sintió tentado de alejarse. Pero entonces los ojos le
miraron con una expresión tan suplicante que tuvo que acercarse más para ver que ocurría.
Debió de haber sido hermosa en su juventud. Ahora sus brazos largos y su rostro en forma de
corazón eran huesudos, con la piel marchita sobre ellos, a pesar de lo cual aún podría haber sido
atractiva si su complexión no hubiera sido tan gris. Quizá se veía afectada por el calor -se agarraba
a la mesa repleta de excrementos de pájaro como si fuera a caerse si se soltaba-, pero, en tal caso,
¿por qué no entraba en la casa? Él pensó que quizá le necesitaba por eso, pues la mano libre de la
mujer señalaba temblorosamente hacia el bungalow. Sus uñas eran muy largas.
-¿Puede usted entrar? -preguntó ella.
El tono de su voz fue desconcertante: apenas algo más que un suspiro audible. Sin lugar a dudas,
eso también se debía a los efectos del calor.
-Lo intentaré -dijo él .

Ella se dirigió inmediatamente hacia la casa, pasando junto a una maraña de rosas y un jardín de
rocas con una vegetación tan exuberante que parecía una montaña distante en una jungla.
La mujer tuvo que detenerse, respirando entrecortadamente, antes de alcanzar el bungalow. Él
siguió avanzando, pues ella le señalaba débilmente la ventana abierta de la cocina. Al pasar a su
lado, percibió que la mujer estaba envuelta en un perfume tan pesado que resultaba empalagoso,
incluso al aire libre. Debía de tener unos setenta años. Se estremeció al pensar que quizá fuera el
perfume lo que tanto atraía a las moscas. Le pareció un pensamiento mezquino. La ventana de la
cocina estaba demasiado alta para alcanzarla sin ayuda. Probablemente, ella creía que era seguro
dejarla abierta cuando no estaba en casa.
Él rodeó el bungalow, dirigiéndose hacia el garaje abierto, donde había un coche polvoriento
envuelto en el olor del metal y el aceite calientes. Allí encontró una caja de herramientas que llevó
hacia la ventana.
Cuando colocó la caja rectangular en posición vertical y se elevó sobre ella, no estuvo muy seguro
de poder entrar de aquella forma. Desenganchó el travesaño y se las arregló para pasar los hombros
por la abertura. Se impulsó hacia adelante, con el travesaño desenganchado golpeándole la espalda,
hasta que sus caderas obturaron el marco. Se encontró atrapado a medio camino, por encima de una
cocina grisácea que olía a aire viciado, colgando como la ristra de cebollas de plástico que colgaba
de la pared más alejada. No podía avanzar ni retroceder.

De pronto, las manos de la mujer le agarraron por los muslos, empujando hacia las nalgas. Tenía
que haberse subido sobre la caja de herramientas. No cabía la menor duda de que estaba ansiosa por
introducirle en la casa, y su fuerza repentina y desesperada le hizo sentirse incómodo, debido, en
buena medida, a que se sintió forzado. No obstante, ello le dio la posibilidad de pasar las caderas y
se encontró al otro lado. Descendió de un modo extraño, bajando primero la cabeza, agarrándose al
marco de la ventana, y después los pies, hasta que se dejó caer al suelo.

Se dirigió inmediatamente hacia la puerta. Aunque la cocina estaba casi vacía, olía a algo peor que
rancio. En la pileta había un par de platos cubiertos con un agua del color de la manteca, sobre la
que flotaban varias moscas muertas. Las moscas se arremolinaban sobre manchadas botellas de
leche que había a los pies de la ventana, tan ávidas como él de hallar la salida. Creyó haberla
encontrado, pero la puerta estaba cerrada con una llave rota atascada en la cerradura.
Intentó hacer girar la llave, hasta que se convenció de que no se podía. La caña de la llave no sólo
estaba atrapada en la cerradura, sino calzada en el mecanismo. Se apresuró a salir de la cocina,
dirigiéndose hacia la puerta frontal, situada en la pared que formaba ángulos rectos con la puerta
atascada. La cerradura de la puerta frontal también estaba atascada.
Al regresar hacia la ventana de la cocina, tropezó con el refrigerador. No debía de haber estado
completamente cerrado, pues la puerta se abrió, aunque eso no importaba, pues en su interior no
había nada excepto una mosca aletargada. La mujer debía de haber salido a comprar provisiones...,
probablemente en alguna parte entre la maleza del monte bajo.
-¿Puede decirme dónde está la llave? -preguntó pacientemente.
Ella se estaba subiendo al alféizar exterior de la ventana, y parecía tratar de ahorrar cada soplo de su
respiración. Por el movimiento de sus labios, supuso que contestó :
-Mire por ahí.
En los armarios de la cocina no había nada, excepto unas pocas latas de carne con guisantes, con las
etiquetas medio arrancadas. Regresó al vestíbulo frontal, que le pareció estrecho, caliente, casi sin
aire. Ni siquiera allí pudo librarse del zumbido de las moscas, a pesar de que no podía verlas. Frente
a la puerta había una alacena que contenía cepillos y fregonas llenos de polvo. Abrió la cuarta
puerta del vestíbulo, que daba a la sala de estar.
La gran habitación olía como si no se hubiera abierto en varios meses, y su aspecto era una parodia
del gusto de la clase media. Unos pequeños cañones plateados se desafiaban el uno al otro a lo largo
de la repisa de la chimenea, a ambos lados de los cuales había retratos de la familia real. Observó
una vitrina con muñecas de varias naciones, una estantería con libros resumidos del Readers Digest,
un póster de toros enganchado con chinchetas en una pared, y un sinfín de objetos a cual más
anticuado. Con tantas cosas, parecía extraño que la sala estuviera en desuso.
Empezó a buscar, intentando ignorar el ruido producido por las moscas..., que procedía de algún
lugar del interior de la casa y que sonaba desconcertantemente como si fuera un gemido. No
encontró la llave ni en los grandes muebles purpúreos, ni a los lados de los cojines. Tampoco estaba
en la mesita sobre la que se apilaban los ejemplares de Contact que, con una sonrisa, confundió por
un momento con una revista de contactos sexuales. Tampoco la encontró bajo la alfombra de color
verde chillón, ni en ninguno de los cajones. Las muñecas le miraban inútilmente.
Contenía el aliento todo lo que podía, tanto debido al desagradable olor que había asociado con la
cocina y que allí era aún más fuerte, como al hecho de que cada uno de sus movimientos agitaba el
polvo que cubría toda la habitación; no era extraño que las pestañas de las muñecas fueran tan
espesas. Por lo visto, la mujer ya no debía de tener la energía suficiente para limpiar la casa. Ahora,
él había terminado la búsqueda y pensó que debería aventurarse más en el interior de la casa, allí
donde las moscas parecían tan abundantes. Se encontraba ya junto a la puerta más alejada cuando
echó un vistazo hacia atrás. ¿Era la llave aquello que se veía bajo el montón de revistas?
Apenas había empezado a liberar el objeto de metal cuando se dio cuenta de que era una pluma, al
tiempo que el montón de revistas se desmoronaba. Al desparramarse sobre el suelo, algunas de ellas
se abrieron, mostrando fotografías: personas atadas tortuosamente, una mujer rolliza que llevaba un
portaligas y blandía un látigo.
Reprimió la indignación antes de que se apoderara de él. No debía dejarse engañar por la primera
impresión. Después de todo, la anciana debió de haber sido joven en otros tiempos. En realidad, ese
pensamiento, le pareció conveniente... para darse cuenta inmediatamente de que se trataba de algo
más. Una de las revistas tenía fecha de unos pocos meses antes.
Se encogió de hombros, como si aquello no le importara, cuando un movimiento le hizo dirigir la
mirada hacia la ventana de la sala. La anciana le miraba fijamente desde el exterior. Él se apartó de
la mesita como si le hubieran descubierto robando y se apresuró a acercarse a la ventana, mostrando
las manos vacías. Quizás ella no había tenido tiempo de verle junto a las revistas..., tenía que haber
tardado lo suyo en abrirse paso por entre la maraña de vegetación que rodeaba la casa..., pues señaló
hacia la puerta más alejada y dijo:
-Mire allí dentro.
Y entonces se sintió incómodo ante la perspectiva de visitar los dormitorios, por muy absurdo que
fuera. Quizá pudiera abrir la ventana ante la que estaba ella y auparla al interior..., pero la ventana
también estaba cerrada con llave y, sin duda alguna, la llave estaba junto a la que él buscaba. ¿Y si
no las encontraba? ¿Y si no podía volver a salir por la ventana de la cocina? En tal caso, ella tendría
que pasarle la caja de herramientas, para que él pudiera abrir la casa de ese modo. Hizo un esfuerzo
por dirigirse hacia la puerta más alejada, al tiempo que se sentía algo más confiado. No tardaría en
librarse de su mirada, y entonces no tendría que preguntarse qué pensaría de él.
A diferencia del resto de la casa, el vestíbulo situado al otro lado de puerta estaba a oscuras.
Distinguió débilmente tres puertas y varias fotografías enmarcadas, alineadas a lo largo de las
paredes. El sonido de las moscas aumentó, aunque tampoco surgía del vestíbulo. Ahora que se
hallaba más cerca, le pareció que aquel sonido se asemejaba cada vez más a un gemido débil.
También percibió cómo había aumentado el olor a podrido. Contuvo el aliento y confió en tener que
buscar únicamente en el dormitorio más cercano.
Al abrir aquella puerta, se sintió aliviado al descubrir que sólo se trataba del cuarto de baño...,
aunque el estado en que se hallaba no le produjo el menor alivio. Todo estaba cubierto de polvo, y
las arañas habían atrapado muchas moscas entre los grifos. ¿Acaso la anciana se lavaba en la
cocina? Pero, en tal caso, ¿cuánto tiempo hacía que estaba allí aquel agua estancada que había visto
antes? Buscó entre los tarros de ungüentos y lociones alineados sobre una repisa, todos ellos
cubiertos por una capa de polvos de talco; se estremeció al escuchar el chirrido de uno de los tarros
bajo sus dedos. No había la menos señal de la llave.
Salió apresuradamente y se detuvo ante el marco de la puerta. Al abrirla se había iluminado el
vestíbulo, de modo que ahora pudo ver las fotografías. Eran un total de siete fotografías de boda.
Aunque los novios eran diferentes -aquí un aviador con un delgado bigotito, allí un hombre que por
su aspecto podía haber sido un magnate o un jefe-, la novia era siempre la misma. Era la propietaria
de la casa, que había ido envejeciendo a medida que progresaban las fotografías, hasta que, en la
más reciente, en la que aparecía junto a un hombre con una gran nariz y una barba abundante, tenía
un aspecto casi tan viejo como el que mostraba ahora.
Bryant sonrió afectada e incómodamente, como si le hubieran contado un chiste que no acababa de
comprender, pero ante el que sentía la obligación de sonreír. Miró rápidamente las otras dos puertas.
Una de ellas aparecía pesadamente atrancada por fuera con un cerrojo. Era la puerta tras la que
podía escuchar el sonido intermitente parecido a un gemido. Prefirió inmediatamente abrir la otra.
Daba paso al dormitorio de la anciana. Se sintió bastante azorado, incluso antes de ver el corto
camisón transparente extendido sobre la cama doble. A pesar de todo, se vio obligado a entrar, pues
sobre la mesa de tocador había un montón de brazaletes y collares, el lugar perfecto para perder
unas llaves; el espejo contribuía a aumentar la confusión. Sin embargo, en cuanto vio las fotografías
apoyadas contra el espejo, un oscuro instinto le hizo mirar en otra dirección para no fijarse en ellas.
No había tantas cosas como para retrasarse. Miró bajo la cama, elevando los dos lados de la colcha
para asegurarse. Sólo cuando observó lo grises que se habían puesto sus dedos se dio cuenta de que
la cama también estaba cubierta de polvo. A pesar del salto de cama, no pudo hacer otra cosa más
que suponer que ella dormía en la habitación atrancada con un cerrojo.
Regresó a la mesita de tocador y removió la quincallería, pero en cuanto observó las fotografías sus
dedos empezaron a temblar. No sólo eran sexualmente muy explícitas, sino que, en todas ellas, la
mujer aparecía apenas más joven de lo que aparentaba ahora. Al parecer, tanto a ella como a su
barbudo marido les gustaba ser atados, y ésa era sólo la más suave de sus prácticas. ¿Dónde estaba
ahora su marido? ¿Y qué les había ocurrido a sus predecesores? Bryant ya había terminado de
rebuscar entre la quincallería, pero no podía apartar la mirada de las fotografías, a pesar de que le
parecían espantosas. Aún las estaba contemplando mórbidamente cuando ella le miró fijamente a
través de la ventana reflejada en el espejo.
En esta ocasión estuvo seguro de que ella sabía lo que él estaba mirando. Más aún : tuvo la
seguridad de que había tenido la intención de que él encontrara aquellas fotografías. Ésa debió de
ser la razón por la que se había apresurado a rodear la casa para observarle. ¿Estaría recuperando
ella su fortaleza? Sin duda alguna, tuvo que haberse abierto camino a través de una verdadera jungla
de maleza para llegar a la ventana a tiempo.
Se encaminó hacia la puerta sin mirar a la anciana, rezando para que la llave estuviera en la única
habitación que faltaba para revisar, para así poder salir de aquella casa. Cruzó el vestíbulo y tiró del
oxidado cerrojo, tratando de abrir la puerta antes de verse dominado por sus temores.
El ruido producido por el cerrojo al abrirse apagó el gemido procedente de la habitación, pero ésa
no fue razón para esperar encontrar una cámara de torturas. Cuando el cerrojo se corrió con un
golpe seco y la puerta se abrió ante él, retrocedió hacia el vestíbulo.
No había gran cosa en aquella habitación: sólo una cama y el peor de los olores. Era la única
habitación que tenía las cortinas corridas, de modo que tuvo que forzar la vista antes de ver que
había alguien tendido sobre la cama, cubierto de pies a cabeza con una manta. Aparte de una silla y
un armario, no se podía ver nada más..., excepto que, por lo que Bryant pudo distinguir entre la
polvorienta penumbra, la figura tendida sobre la cama se movía débilmente. Y, de pronto, ya no
estuvo tan seguro de que el gemido que había escuchado hasta entonces fuera producido por las
moscas. Aún así, si la anciana hubiera estado observándole, no habría podido entrar en aquella
habitación. Sin embargo, ella no podía verle ahora, y él tenía que saber lo que ocurría. Aunque no
pudo evitar caminar de puntillas, hizo un esfuerzo por acercarse a la cabecera de la cama.
No estuvo seguro de tener el valor suficiente para levantar la manta hasta que vio la lata de carne.
Eso, al menos, explicaba el olor, pues aquella lata parecía haber sido abierta hacía ya varios meses.
En lugar de pensar sobre el hecho y, en realidad, sin darse tiempo para pensar, apartó de un tirón la
manta que cubría la cabeza de la figura.
Después de todo, quizás el gemido procediera del sonido de las moscas, pues éstas surgieron a
montones del cuerpo del hombre con barba. Sin duda alguna, yacía allí muerto el mismo tiempo que
la lata de carne permanecía abierta. Bryant pensó con un acceso de náuseas que debían de haber
sido las moscas las que le hicieron creer que la manta se movía. Pero había algo peor que eso : los
arañazos en los hombros del cadáver, las marcas de los dientes sobre el cuello..., pues aunque no
había forma de estar seguro, tuvo la desagradable sospecha de que aquellas señales eran bastante
recientes.
Se apartó de la cama tambaleándose, con una sensación de ahogo causada por el polvo y las
moscas, cuando el sonido comenzó otra vez. Por un instante, se le ocurrió pensar que las moscas
hormigueaban por entre la barba del cadáver, ante lo que estuvo a punto de echarse a reír de histeria
y náuseas. Pero, después de todo, el sonido resultó ser un gemido, pues la cabeza del barbudo osciló
débilmente de un lado a otro sobre la almohada, con la lengua surgiendo entre unos labios
grisáceos, y los ojos en blanco. Cuando la mitad inferior del cuerpo empezó a agitarse débil pero
rítmicamente, las manos de largas uñas intentaron alcanzar a quien estuviera en la habitación.
De algún modo, Bryant se encontró fuera de la habitación, corriendo el cerrojo con ambas manos.
Rechinó los dientes a causa del esfuerzo hecho para mantener la boca cerrada, pues no sabía si iba a
gritar o a vomitar en caso de abrirla. Avanzó tambaleándose a lo largo del vestíbulo, tan mareado
que casi se sintió incapaz de caminar, y entró en la sala de estar. Y quedó aterrorizado al verla a ella
ante la ventana, dispuesta a impedirle escapar. Se sintió tan débil que dudó en poder alcanzar la
ventana de la cocina antes que ella.
Aunque no pudo fijar la mirada en la sala de estar, le pareció que tardaba minutos en atravesarla.
Cuando por fin se halló tambaleante ante el vestíbulo principal, se dio cuenta de que necesitaba algo
sobre lo que subirse para alcanzar el travesaño de la ventana. Midió con la mirada la mesita, tiró al
suelo las últimas revistas que quedaban sobre ella, y se dirigió con ella hacia la cocina, dando
traspiés. Y, mientras lo hacía, casi se sintió paralizado ante la idea de que ella pudiera estar
esperándole allí.
Pero no lo estaba. Aún debía de hallarse abriéndose camino a través de la maleza que rodeaba la
casa. Colocó la mesita bajo la ventana y se fijó entonces en la llave rota colocada en la cerradura.
¿La habría roto alguien, quizás el hombre de la barba, intentando escapar? Pero eso no importaba
ahora. No debía pensar en salidas que ya habían fracasado. Sin embargo, no parecía tener otra
alternativa, pues comprendió inmediatamente que no podría llegar hasta la ventana.
A pesar de todo, lo intentó una vez para asegurarse. La mesita era demasiado baja, y el estrecho
alféizar de la ventana se hallaba demasiado alto. Y aunque pudiera poner un pie en él, el ángulo no
le permitiría pasar los hombros por la ventana. Finalmente, habría quedado atrapado cuando ella
acudiera para encontrarlo allí.
Quizá si se traía una silla de la sala de estar... Apenas había dado un paso en aquella dirección
cuando escuchó a la anciana abrir la puerta principal con la llave que siempre había tenido en su
poder.
Sintió tanta furia por verse atrapado que casi desapareció el pánico. Ella sólo había pretendido
introducirle en la casa. ¡Dios! Lucharía por la posesión de la llave, sobre todo ahora que escuchó el
sonido producido al volver a cerrar la puerta. Avanzó precipitadamente hacia el vestíbulo, pues se
sintió aterrorizado ante la idea de que ella pudiera abrir la puerta atrancada con cerrojo para que
saliera aquella cosa que había sobre la cama. Pero cuando abrió de golpe la puerta de la cocina, se
encontró con algo mucho peor.
Ella estaba ante la puerta de la sala de estar, esperándole. Su túnica yacía arrugada sobre el suelo.
Estaba desnuda y ahora veía lo grisácea y marchita que era..., al igual que el hombre de la barba. Ya
no agitaba las manos para alejar las moscas, dos de las cuales correteaban por su boca abierta,
entrando y saliendo. Y finalmente, demasiado tarde, se dio cuenta de que no era el perfume lo que
atraía a las moscas. Aquel perfume no había tenido otro propósito que amortiguar el otro olor que
realmente las atraía : el olor de la muerte.
Arrojó la llave detrás de ella, un nuevo movimiento en su juego. Él habría preferido morir, antes
que tratar de cogerla, pues en tal caso habría tenido que tocarla. Retrocedió hacia la cocina,
buscando frenéticamente algo con lo que destrozar la ventana. Pero quizás ya no era capaz de
encontrar nada, pues su mente parecía paralizada ante aquella visión. Ahora, ella se movía tan
rápidamente como él, persiguiéndole con los largos brazos extendidos, bamboleando los grises
pechos caídos. La vieja se humedeció los labios lo mejor que pudo, saboreando el terror que él
sentía. Aquella era la razón por la que le había inducido a recorrer toda la casa. Y él supo que la
energía de la vieja procedía de la avidez con que le deseaba.
Fue una mosca, la única de la cocina que no se había posado sobre ella, la que atrajo su mirada
hacia las botellas vacías que había bajo la ventana. No sabía desde cuándo estaban allí, pero el
pánico embotaba su mente. Agarró la más cercana, aunque el sudor de su mano y el légamo lechoso
casi la hizo deslizarse al suelo. Finalmente la sujetó sólida y tranquilizadoramente, si es que algo
podía ser tranquilizador en tales circunstancias, y la lanzó con toda su fuerza contra el centro de la
ventana. Pero fue la botella la que se rompió.
Pudo escuchar su propio grito, no supo si de rabia o de terror, al tiempo que se abalanzaba hacia la
vieja blandiendo los restos de la botella para mantenerla a raya al menos hasta alcanzar la puerta. La
sonrisa de la vieja, distorsionada pero alegre, eliminó de su mente los últimos trazos de prudencia, y
sólo quedó el instinto de supervivencia. La vieja se interpuso directamente en su camino, con los
brazos muy abiertos.
Él cerró los ojos y lanzó el vidrio hacia delante. Aunque la piel resultó más dura de lo esperado, la
sintió perforarse secamente una y otra, y otra vez. La vieja se arrojaba hacia el vidrio, jadeando y
chillando como un cerdo, mientras el rasgaba desesperadamente, pues ahora el olor se iba haciendo
cada vez peor.
De pronto, ella cayó agitadamente sobre el linóleo. Por un instante, él temió que estirara las piernas
y le agarrara, atrayéndole sobre ella. Huyó, pateando ciegamente, antes de atreverse a abrir los ojos.
La llave..., ¿dónde estaba la llave? No se había fijado hacia dónde la había arrojado. Estuvo a punto
de echarse a llorar mientras registraba la sala de estar, pues la escuchó moviéndose débilmente en la
cocina. Pero allí estaba la llave, casi oculta bajo el lado de una silla.
Al dirigirse precipitadamente hacia la puerta principal, tuvo un último y terrible pensamiento. ¿Y si
aquella llave también se rompía? ¿Y si aquello también formaba parte del juego? Hizo un esfuerzo
para insertar la llave con todo cuidado, aunque le temblaban los dedos de tal modo que apenas podía
sostenerla. No giraba. No gir... Había intentado hacerla girar en el sentido opuesto. Un movimiento
fácil y la puerta se abrió. Se sintió tan inmensamente agradecido que casi se olvidó de mirar tras de
sí.
Arrojó la llave todo lo lejos que pudo y se quedó de pie sobre el jardín lleno de maleza, respirando
con dificultad. Se había olvidado de que había cosas tales como árboles, flores, campos y el cielo
abierto. Y, sin embargo, ahora el olor de las flores le parecía nauseabundo, y no podía soportar el
sonido del vuelo de las moscas. Tenía que alejarse de aquella casa y de aquellos campos..., pero no
había ningún camino a la vista, y el único que conocía conducía de regreso al camino Wirral. No le
importaba regresar al sendero forestal, pero aquella ruta le obligaría a pasar por delante de la
ventana de la cocina. Tardó mucho tiempo en ponerse en movimiento y sólo lo hizo porque aún
tenía más miedo de permanecer cerca de la casa.
Cuando llegó junto a la ventana, trató de pasar rápidamente. ¡Si sólo se atreviera a echar un vistazo!
Casi había pasado cuando escuchó unos arañazos al otro lado de la ventana. Los restos de las manos
de la vieja aparecieron sobre el alféizar, seguidos inmediatamente por su cabeza. Los ojos le
brillaban intensamente, al igual que los trozos de vidrio que surgían de su rostro. Ella le miró,
sonriéndole con una expresión retorcida y suplicante. Y, mientras se alejaba, abriéndose paso por
entre la maleza, vio que los labios de ella se movían espasmódicamente, diciendo :
-Otra vez.

ACORRALADO
No era de extrañar que el alquiler fuera tan bajo. Había grietas por todas partes; durante la noche
se habían formado otras nuevas, una de las cuales pasaba sobre el pie del lecho, por sus delicadas
molduras, y seguía hacia el suelo del parquet. Sin embargo, la casa le traía sin cuidado, pues Thorpe
no había acudido allí por la casa.
Apartó las cortinas. Acto primero, escena tercera. Había descendido la niebla y el lago estaba
cubierto por un fantasma de si mismo. La creciente luz diurna reavivaba los colores bajo la niebla y
de ella surgía la verde epidermis de las colinas y las verdes espigas de los pinos. Todo aquel paisaje
era gratuito. Thorpe tenía pocas razones para quejarse.
Como sucedía cada vez que salía de su habitación, la altura del techo le hacía levantar la mirada.
Sobre la escalera, una nueva grieta había desconchado el yeso. ¿Y si la casa se le caía encima
mientras dormía? Era una posibilidad muy remota, pues el edificio parecía demasiado sólido para
que tal cosa sucediera.
Titubeó mientras contemplaba la puerta entornada. ¿Podía dejarse llevar por la curiosidad? No
se trataba de una decisión sencilla de tomar: Thorpe había acudido a aquel rincón a recuperarse
físicamente, y era difícil que lo consiguiera si la curiosidad insatisfecha le mantenía despierto por
las noches. La noche anterior, por ejemplo, había pasado muchas horas en vela, haciéndose
preguntas. Sintiéndose casi como un niño que se hubiera introducido en la casa desierta para ganar
una apuesta o desafío, terminó por abrir la puerta.
La estancia era de menor tamaño que su dormitorio, y estaba más oscura, aunque quizá todo
aquello se debía a los armarios y vitrinas, que se alzaban hasta el techo y ocupaban todas las
paredes, con sus maderas negras como el ébano. Las vitrinas y los cajones de los armarios estaban
cerrados con candados, salvo una de ellas cuyo candado colgaba de las puertas entreabiertas. Más
allá de la puerta, sólo había oscuridad, difusamente repleta de objetos invisibles. Las especulaciones
sobre la naturaleza de tales objetos llevaban ya tres noches perturbándole el sueño.
Se aventuró a seguir adelante. De nuevo, con las vitrinas y armarios cerniéndose sobre él, volvió
a sentirse como un chiquillo. Sin titubear más, abrió de par en par la puerta. El candado cayó al
suelo produciendo un estrépito en la sala, que le devolvió un eco, y de encima de un armario cayó
una cascada de objetos. Algunos se abrieron al caer y su contenido se derramó encima de él.
Thorpe saltó hacia atrás de un respingo. Las cajas retumbaron sobre la madera del suelo.
Parecían cajitas para píldoras y eran de plástico transparente. Llevaban unas inscripciones en una
escritura como de araña, lo cual parecía totalmente adecuado, pues cada una de las cajas contenía
uno de tales animales. Un par de arañas oscuras y peludas le colgaban de la manga, pendientes de
unas largas patas. Se las quitó de encima con un escalofrío, sin poderse librar de la insidiosa
sospecha de que algunas de aquellas criaturas no estaban del todo muertas.
Empezó a recoger las arañas a regañadientes. Unos ojos como brillantes cabezas de alfiler le
devolvieron la mirada, muerta como el metal; junto a ellos, los palpos aparecían erizados. El vello
sin vida parecía inquietantemente frío al tacto. Finalmente, consiguió llenar todas las cajitas con los
ejemplares caídos, sin preocuparse de si acertaba o no el bichito correspondiente a cada una. Si
hubiera habido un público observándole, el cuadro habría sido una escena cómica de gran fuerza.
Tras volver a poner las cajitas en el estante de arriba, advirtió la presencia de una caja cerrada con
candado, grande como una caja de sombreros, semioculta al fondo de la estancia. Thorpe dejó que
siguiera donde estaba. Ya tenía suficientes emociones por aquel día.
Además, debía ir a informar acerca de las grietas. Por fin, vio aparecer el autobús, cargado de
excursionistas y escaladores, algunas de cuyas mochilas abultaban casi más que ellos mismos. Bajo
las colinas, humeaban los fuegos de campamento.
Las vacas pasaban frente a la oficina del agente inmobiliario, camino del mercado. El agente
escuchó con atención sus explicaciones acerca de las grietas.
—Me sorprende usted. Mañana pasaré a echar un vistazo. —Se pasó los dedos por el cabello
canoso con gesto suave y abstraído. Al observar que Thorpe vacilaba, alzó la mirada hacia él—.
¿Alguna cosa más?
—El propietario de la casa... ¿sabe usted a qué se dedica?
—Es anarcó... narancó... —El hombre movió la cabeza, molesto, para deshacer el trabalenguas
en que había caído—. ¡Aracnólogo! —dijo por fin.
—Ya pensaba que debía de tratarse de algo así. Inspeccioné una de las estancias... La que tiene
la cerradura rota.
—¡Ah, sí, sus chupadoras de sangre! Así es como le gusta llamarlas. Todos esos escritores son
unos excéntricos, cada uno a su modo, supongo. De todos modos, debería haberle advertido que no
tocara nada —añadió en tono reprobatorio.
Thorpe no había tenido ningún rubor en confesarlo, pero ahora se sentía avergonzado.
—Bien, quizá no se haya producido ninguna desgracia irreparable —continuó el agente
inmobiliario—. Hace seis meses, el propietario de la casa se fue a la Europa del Este en busca de
alguna rareza..., después de fijar la renta de la casa.
¿Había quizás en aquel comentario un tono de cierto reproche? Sonaba algo nostálgico. No
obstante, el agente se puso en pie con una sonrisa en los labios.
—Sea como fuere, el campo le está sentando a usted muy bien —comentó—. Tiene un color
mucho más sano.
Y, realmente, Thorpe se sentía mejor. Estaba a sus anchas entre las callejuelas del pueblo, se
abría paso entre los automóviles sin vacilar, sin sentir el temor insuperable a que los pedazos de
metal se le clavaran o a que el parabrisas le estallara en el rostro. Las cicatrices de sus mejillas
cosidas a puntos habían dejado de tirar de su piel. De vuelta a casa, hizo parte del camino a pie,
hasta que se sintió cansado.
Se sentó a contemplar el lago. En su superficie ondulaban reflejos fragmentados de pinos.
Cuando la niebla empezó a descender por las colinas, Thorpe continuó el camino, a tiempo de ver a
un grupo de excursionistas admirando la casa. Complacido, también la observó con atención. La
niebla se había adherido a las chimeneas. Las cinco formas cuadradas y huecas, borrosas, parecían
jugar a un juego secreto, escondiéndose una detrás de la otra.
Después de cenar, Thorpe deambuló por la casa, dándole unos sorbos a su copa de whisky. A su
alrededor resonaban las habitaciones. Parecían un escenario vacío, y él hacía el papel de dueño de la
casa. Subió las amplias escaleras, bajo la gran grieta longitudinal, y se detuvo ante la puerta
contigua a la suya.
No iba a ser capaz de dormir si antes no echaba un vistazo. Además, había encontrado
levemente perturbadora la actitud desaprobatoria del agente inmobiliario. Si no debía inspeccionar
las estancias de la casa, ¿por qué no se lo habían indicado expresamente? ¿Y por qué habían dejado
una con la puerta entornada?
Se aventuró en la estancia, entre el sinfín de puertas altas y oscuras. En esta ocasión, cuando
abrió la vitrina se aseguró de que el candado no se deslizara de su posición. Se adentró en la
oscuridad para localizar la caja de sombreros, o lo que diablos fuera. Sobre él se cernían de nuevo
los estantes y las pilas de cajitas.
La caja grande no estaba cerrada con candado. Lo había estado, pero la cerradura estaba rota y
sobre la tapa había un candado también forzado. Sobre la tapa, una escritura de avispa anunciaba
Carps: Trans: C. D. La misteriosa inscripción estaba fechada tres meses antes. Thorpe frunció el
ceño. Se incorporó y, con gesto de frustración, dio un puntapié en la tapa. Al hacerlo, escuchó un
extraño ruido. Era el candado, que se deslizó hasta caer con estrépito en el piso de la estancia. Libre
del peso, la tapa se abrió de pronto. Dentro no había más que una grieta en el metal que formaba el
recipiente. Cerró las puertas de la vitrina y salió de la estancia, preguntándose por qué parecía haber
sido forzada la tapa de la caja metálica.
¿Por qué era tan reciente la fecha de la inscripción? (¿Era tan excéntrico aquel individuo que
podía cometer un error de tul magnitud? Thorpe se acostó preguntándose esto y el significado de la
inscripción. Medio amodorrado, escuchó movimientos en una de las estancias; ¿era quizás un pájaro
atrapado en una de las chimeneas, rascando las paredes con sus patas? El ruido le molestaba casi
hasta el punto de hacerle levantarse a investigar, pero el whisky ya había surtido efecto en él y se
dejó llevar por sus pensamientos hasta dormirse.
¿Cómo traía el aracnólogo a casa sus trofeos? ¿En el bolsillo, o en el furgón de los animales de
compañía, junto con perros y gatos? Thorpe permaneció junto al muelle, esperando un paquete que
ahora bajaban, colgado de una cuerda. ¿O no era una cuerda? No,
pues cuando se cernía ya sobre él, el paquete se abrió y le asió con sus garras. Y cuando ya las
mandíbulas estaban acercándose a su rostro, Thorpe despertó jadeando.
Por la mañana, inspeccionó la casa, pero el pájaro parecía habérselas ingeniado para liberarse.
Las grietas se habían multiplicado; había al menos una en cada estancia, y dos ahora en la parte alta
de la escalera. Los restos de yeso en los peldaños tenían un extraño aspecto de tierra húmeda.
Cuando escuchó el motor del automóvil del agente inmobiliario, se abotonó la chaqueta y dio a
su cabello un cepillado rápido pero enérgico. El pájaro de la noche anterior seguía atrapado, por
desgracia; Thorpe lo escuchó agitarse detrás de él, aunque no alcanzaba a verlo por el espejo ante el
cual se encontraba. El animal debía estar en los conductos de la chimenea, pues sonaba demasiado
fuerte para permanecer oculto a su vista.
El agente revisó las estancias de la casa. Thorpe no llegó a determinar si el hombre había venido
sólo a observar las grietas, o si también aprovechaba para comprobar que el inquilino no husmeara
en las habitaciones cerradas.
—Esto es muy inesperado —murmuró el hombre, como si Thorpe fuera el responsable de las
grietas—. De todos modos, no veo peligro de hundimiento. Haré que echen una mirada, aunque no
creo que sea nada grave.
El agente remoloneó en la habitación de Thorpe, para reafirmarse quizás en la idea de que el
inquilino no era responsable de los desperfectos.
—¡Ah, ahí le tiene! —exclamó de repente.
Se agachó y palpó el suelo bajo la cama. ¿Quién debía de haberse ocultado allí mientras Thorpe
dormía? El propietario de la casa, al parecer... O al menos una fotografía del mismo, que el agente
colocó adecuadamente en la mesilla de noche para que supervisara la estancia.
Cuando el agente se hubo ido, Thorpe echó un vistazo al conducto de la chimenea. Sus fauces
parecían vacías, pero estaban muy oscuras. La luz parpadeante de la linterna eléctrica que había
encontrado recorrió la longitud del conducto. Una masa oscura y suave cayó hacia él. Por fortuna,
no le alcanzó y resultó ser una masa de hollín, pero la experiencia resultó suficientemente
desanimadora. En todo caso, si el pájaro seguía allí. ahora permanecía en silencio.
Thorpe contempló la fotografía. Bien, ¿así que ése era el aspecto de un aracnólogo?: una mata
de cabello, una mirada vidriosa. un intento de barba; el hombre parecía hipnotizado y, sin duda.
estaba muy preocupado. Thorpe consideraba desconcertante su polvorienta presencia.
¿Para qué seguir allí de pie, observando la fotografía? Thorpe se sentía lo bastante fuerte para
emprender un paseo junto al lago. Deambuló por la orilla y el paisaje invertido que reflejaba la
superficie del agua fue cambiando con su avance. Notaba que las fuerzas volvían a su organismo,
como si las estuviera absorbiendo de las colinas próximas. Por primera vez desde que saliera del
hospital, sus manos parecían vivas y bien regadas por la sangre.
Desde el extremo opuesto del lago, contempló la casa. Las chimeneas oscilaban, profundamente
enraizadas en las aguas. De pronto, frunció el ceño y entrecerró los ojos para observar con más
precisión. Debía de tratarse de un efecto de la distancia, se dijo. Siguió con la vista fija en la casa
mientras regresaba junto a la orilla. Una vez hubo dejado atrás el lago, no quedó ya lugar para la
duda. Sobre la casa sólo había cuatro chimeneas.
Debía de ser la niebla lo que, la noche anterior, le había hecho ver una quinta chimenea en la
semioscuridad. No obstante, Torpe se sentía muy extrañado. Las dudas asaltaron su mente mientras
ascendía la escalera y, al llegar a su alcoba, la sorpresa borró de su cabeza todos los demás
pensamientos: el cristal de la fotografía estaba agrietado de arriba abajo.
Thorpe se negó a aceptar la más mínima responsabilidad. El agente debería haber dejado la
fotografía donde estaba. Torpe puso el retrato cara abajo en la mesilla de noche. La grieta del cristal
le había hecho tomar conciencia de las demás; algunas eran nuevas, de eso estaba seguro. Entre las
nuevas grietas había una en uno de los ventanales del piso superior. Era una grieta que,
curiosamente, no pasaba directamente por el grueso cristal. Los escalones volvían a aparecer con
restos de yeso y escombros; esta vez, tales restos no sólo tenían aspecto de tierra húmeda, sino que
incluso olían a tal. Esa noche, ya acostado, creyó oír el polvo que se desprendía de las grietas como
en un susurro.
Aunque intentó burlarse de la sensación de que la casa no era segura, Thorpe siguió sintiéndose
vulnerable. La sombra cambiante de una rama parecía una nueva grieta que cruzaba toda la pared. A
su vez, ello hacía que toda la alcoba pareciera moverse. Cada vez que despertaba de su inquieto
sueño, Thorpe creía captar un movimiento subrepticio de la materia que componía la estancia.
Debía tratarse de un efecto óptico, aunque le recordaba que el leve movimiento de los cortinajes y
ornamentos de la estancia podía delatar la presencia de un intruso.
Una de las veces que despertó durante la noche, el corazón le dio un vuelco al captar la imagen
de un rostro semioculto entre mechones de pelo que le contemplaba desde el otro lado del cristal,
vuelto cabeza abajo. A Thorpe le puso furioso tener que sentarse en el lecho para asegurarse de que
no había nadie en la ventana, pero no se fiaba mucho del postigo que la cerraba. Llegó a la
conclusión de que su subconsciente debía de haber tomado prestada la imagen invertida del lago, y
nada más. Sin embargo, la estancia parecía estar temblando, igual que él mismo.
Al día siguiente aguardó con impaciencia al inspector o quienquiera que el agente inmobiliario
decidiera enviar. Pronto, su humor se hizo irritable. Aunque todo podía deberse al malestar tras una
noche de insomnio, permanecer en la casa le ponía nervioso. Cada vez que se miraba en un espejo,
se sentía como si alguien invisible le estuviera observando. Los oscuros hogares de las chimeneas
parecían siniestros proscenios a la espera de una cola de público. A intervalos, escuchaba en otras
estancias unos ruidos que no correspondían a piececillos, sino a la caída de escombros de las nuevas
grietas.
¿Por qué diablos seguía allí, esperando? Nunca se había sentido tan nervioso y alterado desde
que diera sus primeros pasos profesionales en alas de una compañía teatral de provincias. El agente
inmobiliario, seguramente, habría entregado al encargado de la inspección una llave de la casa..., y
si no lo había hecho, era problema suyo.
Thorpe salió a pasear por las laderas que rodeaban el lago. Disfrutó nuevamente de los reflejos,
increíblemente detallados sobre las aguas tranquilas, y se sintió muy recuperado físicamente.
¿Habría podido entrar el supervisor? Thorpe creyó divisar un rostro que aparecía a la vista en
una ventana semiiluminada del piso superior. Sin embargo, el único sonido en la casa era un débil
ruido de algo arrastrándose, que era incapaz de localizar. El rostro debía
de haber sido un fragmento de su sueño, mezclado con su febril insomnio. Ahora, su imaginación,
privada del sueño reparador, se disparaba en todo momento y lugar. Al ascender la escalera, creyó
apreciar un rostro que le espiaba desde un rincón en sombras, junto al techo.
Cuando volvió a bajar al piso inferior, los fragmentos de yeso caídos crujieron bajo sus pies.
Durante el almuerzo dio cuenta de una botella entera de vino, tanto por placer como por distraer su
mente. Después, se dedicó a inspeccionar la casa. En efecto, las grietas eran más numerosas. Ahora
las había en todas las superficies, salvo en los suelos. ¿Y las grietas más antiguas? ¿Se habrían
hecho más profundas? Por alguna razón, a Thorpe le preocupaban los restos de polvo bajo las
ventanas agrietadas, pues en absoluto parecían partículas de cristal pulverizado, sino más bien tierra
húmeda.
A Thorpe le habría gustado largarse al pueblo y pasar la noche allí, pero ya era demasiado tarde;
de hecho, el último autobús había salido antes de que él regresara de su paseo y se sentía demasiado
cansado para caminar hasta el pueblo. Desde luego, no cabía pensar en pasar la noche al aire libre,
pues la niebla calaba hasta los huesos. Resultaba absurdo pensar en otra alternativa que acostarse e
intentar conciliar el sueño. Sin embargo, antes de hacerlo apuró la botella de whisky.
Ya acostado, escuchó con atención. Sí. el pájaro atrapado seguía allí. Ahora el ruido parecía aún
más débil; debía de estar agonizando. Si se levantaba a buscarlo, no conseguiría dormirse en toda la
noche. Además, ya sabía que no podría localizarlo. Los sonidos que emitía eran tan débiles que sus
variaciones parecían imposibles, como si estuviera hurgando en la piedra misma de los muros.
Estaba dispuesto a mantener cerrados los ojos, pues la estancia parecía estar bailando en la
semioscuridad. Quizá se trataba de un efecto retrasado del accidente. Dejó volar la mente fuera de la
habitación, y recordó los árboles meciéndose y sus reflejos, el número cómico de su encuentro con
la vitrina de las cajitas, y aquella inscripción: Carps, Trans.
La oscuridad cegó sus ojos como el hollín. Una masa oscura cayó sobre él o, más bien, él se
hundió en la oscura masa. Se encontraba bajo tierra. A su alrededor, se abrían varios corredores sin
iluminar. El rayo de luz de su linterna exploró la figura que yacía ante él sobre una piedra
desagradablemente húmeda. La figura era pálida como el capullo de una araña. Cuando el haz de
luz se centró en ella, la figura se escabulló apresuradamente.
Cuando despertó, se encontró gritando, no a causa del sueño, sino de su repentino
descubrimiento. Acababa de resolver el enigma de la inscripción, o al menos una parte, mientras
soñaba. La clave estaba en Europa Oriental. Carps significaba Cárpatos. Trans era Transilvania...
Pero C. D... No, lo que se le pasaba por la cabeza era ridículo, un chiste malo... Se negó a tomar en
serio la posibilidad.
No obstante, la idea se había instalado firmemente en su cerebro. ¡Dios santo!, una vez había
tenido que aguantar toda una versión de la obra, estrujado en un escenario de provincias: las paredes
del castillo de Drácula se habían resquebrajado cada vez que alguien abría la puerta, el murciélago
de goma había ido a caer en el patio de butacas... C. D. podía significar cualquier cosa..., cualquiera,
menos esa. ¿No sería gracioso que fuera a eso, precisamente, a lo que se refiriera la inscripción del
anciano estudioso de las arañas? Sin embargo, en la oscuridad de la habitación no parecía tan
gracioso pues cerca de él, en la alcoba, algo se movía.
Tanteó con la mano, buscando el cordón de la lamparilla de noche. Lo encontró por fin: era
largo y peludo, y parecía inesperadamente grueso, pero era el cordón, pues al pulsar el interruptor la
luz se encendió. Inmediatamente, vio que las grietas eran más profundas; lo que había oído era la
caída de los escombros. No le dio tiempo a juzgar si las paredes habían empezado a saltar
rítmicamente, o ello también era un síntoma tardío del accidente. Tenía que salir de allí mientras
tuviera una oportunidad. Puso los pies en el suelo y derribó la fotografía de la mesilla.
¡Una lástima, no importa, adelante! Sin embargo, el sobresalto de la caída del objeto le irritó.
Echó una mirada a la fotografía, que había caído del revés. El rostro semioculto por los mechones
de pelo le miraba, cabeza abajo.
¡Ajá, era el rostro que en el sueño había visto en la ventana! ¡Cómo no iba a ser algo así! Se
apresuró a ponerse el pantalón encima del pijama... Pasaría la noche fuera si era preciso. Rápido,
aprisa... Las punzadas de dolor en las cicatrices no le recordaban el agitarse de las cortinas, sino otra
cosa.... algo que le aterrorizaba de tan sólo pensarlo.
Mientras terminaba de enfundarse los pantalones, negándose a pensar, vio que ahora había
grietas en el suelo. Peor aún: todas las grietas de la estancia se habían unido. Se quedó inmóvil,
pasmado, y escuchó el crujir.
Lo que más le asustó no fue lo alto que sonó, sino el hecho de que no pareciera aproximarse en
una dirección concreta. De algún modo, Thorpe tenía la impresión de que el fenómeno abarcaba
todo el espacio de la casa. A su alrededor, las grietas se alzaban de las superficies. Parecían
demasiado sólidas para ser grietas.
La estancia se agitó repetidamente. El olor a tierra húmeda se hacía más acusado. Thorpe apenas
conseguía mantener el equilibrio en la inestable habitación. Las líneas negras, que no eran grietas, le
estaban lanzando hacia la puerta. Si conseguía asirse a la cama, o arrastrarse hasta la ventana... Su
mente pugnaba por desconectar, por negar lo que estaba sucediendo. Luchaba no sólo por alcanzar
la ventana, sino por olvidar la imagen que se había formado en su mente: una araña situada en el
centro de su tela, atrayendo a su presa.

ERROL UNDERCLIFFE: UN TRIBUTO


Errol Undercliffe es un escritor de Brichester cuya obra empieza a ser conocida por el gran público.
Vivía aislado del resto del mundo, y ni siquiera le conocían los editores de Spirited, un fanzine de
Brichester. Se rumorea que participó en una mesa redonda de la Convención de Fantasía de
Brichester del año 1965, pero no se le ha encontrado en foto alguna del evento. Desapareció en
1967, a la edad de 30 años, mientras efectuaba una investigación en el área de lo psíquico. La
mayoría de sus relatos eran puestas al día de temas clásicos de lo macabro. La totalidad de su obra
ha sido recopilada en la enorme antología Fotografiados a la luz de un relámpago. El director de
cine coreano Harry Chang, gran admirador de Undercliffe, acaba de terminar una película que
contiene tres historias basadas en cuentos suyos, Sueños rojos.
LOS PÁRRAFOS DE FRANKLYN
Que Errol Undercliffe desapareciera de su piso en el Lower Brichester, un día de 1967, no mereció
los honores de ninguna primera plana. Las escasas especulaciones que provocó este misterio fueron
rápidamente sustituidas por la creencia generalizada de que había «desaparecido» para conseguir
publicidad. Actualmente sigue sin reaparecer, y su público aún parece esperar que se saque a sí
mismo del sombrero. En su momento, ya insinué por escrito que podía proporcionar pruebas de
algo más siniestro, pero temo que el estigma público de charlatán que tenía Undercliffe fue lo
bastante persuasivo como para disuadirme de publicar prueba alguna, por si se daba el caso de que
Undercliffe reaparecía y me reprochaba el hacer pública su correspondencia a mi persona. De todos
modos, en estos momentos me sentiría más que complacido si Undercliffe declarara que tanto su
desaparición como su carta eran sendas burlas.
Underchife me escribió por primera vez en 1965, cuando la Biblioteca Central de Brichester
adquirió mi primer libro. Incluyó en su misiva, tal como acostumbraba, un recorte de prensa de la
sección «Cartas al Director» del Brichester Herald. Bajo el encabezamiento «¿Pueden ser injuriosos
los cuentos de fantasmas?», un «Campesino» había escrito: «He leído recientemente una antología
de relatos de fantasmas, ambientados en Brichester, escritos por un tal J. Ramsey Campbell. El Sr.
Campbell parece considerar que nuestro pueblo está habitado exclusivamente por brujas, magos o
campesinos iletrados. La publicidad del libro hace hincapié en el hecho de que el autor es aún
menor de edad, lo cual no creo necesario señalar, dado que resulta patente por su contenido. Antes
de que al Sr. Campbell se le ocurra escribir otro libro, le sugiero que 1) visite Brichester, lugar que
demuestra no conocer, y 2) crezca un poco». Continuaba en parecidos términos.
Podía haber replicado que, en virtud de mis visitas a Brichester, no me parecía un pueblo apetecible
para pasar la noche, pero siempre he considerado este tipo de duelo epistolar un tanto infantil, y no
tenía ganas de cruzar espadas o plumas. Para que conste, diré que Brichester tenía en aquellos días
un aspecto impresionablemente vulgar, pero sigo pensando que era algo que podía resquebrajarse en
cualquier momento. Cuando Kirby McAuley y yo pasamos por la zona en 1965, cosa de un mes
antes de la primera carta de Undercliffe, tuve problemas para localizar la desviación de Severnford
y Brichester, y los jóvenes que tomaban indiferentes el sol frente a un cochambroso cine de
Berkeley (que, extrañameute, proyectaba la única película de terror de Jerry Lewis) resultaron de
escasa ayuda. Horas más tarde, ya de noche, un policía que hacía su ronda nos indicó cómo llegar,
pero acabamos volviendo adonde estábamos. Tuvimos que pasar la noche en una posada... ¡Cuyo
emblema, según descubrimos al día siguiente, era un macho cabrío!
Me estoy desviando del tema. Cito con detalle la carta del Herald porque creo que ilustra a la
perfección algunas características de la personalidad de Undercliffe. No quiero decir con ello que
fuera su autor (al menos, no lo creo así), pero sí que la incluyó en su primera carta, siendo algo que
poca gente elegiría para iniciar una correspondencia. De todos modos, el sentido del humor de
Undercliffe era bastante retorcido. algunos dirían que cínico o cruel. Lo poco que sé de su vida me
lleva a pensar que eso era consecuencia de su inseguridad. Nunca le visité, y sus cartas son poco
reveladoras (pese a que la primera del lote, aquí incluida, lo es más de lo que él mismo hubiera
deseado). La mayoría de ellas eran borradores de relatos firmados y fechados. Guardaba copia de
cada carta que escribía -las tenía cuidadosamente archivadas en su piso-, y la mayoría de los hechos
que describió en esos años de correspondencia acabaron convirtiéndose, palabra por palabra, en
cuentos cortos. Por ejemplo, la estación de ferrocarril descrita en El tren que no para está extraída
de una carta a mi persona fechada el 20 de noviembre de 1966.
Si esto dice poco acerca del hombre, sólo puedo añadir que, para el resto del mundo, Errol
Undercliffe era el señor Arkadin de los escritores de terror. De hecho, es casi seguro que «Errol
Undercliffe» no era el nombre con que le bautizaron. Su negativa a proporcionar datos biográficos
no es tan notoria como en el caso de J. D. Salinger, pero sí igual de obsesiva.
Debió de crecer en Brichester o en sus cercanías (véase la primera carta adjunta), pero no pude
localizar ni el colegio ni al amigo cuya fiesta de compromiso describe. Nunca he visto una
fotografia de él. Quizá pensaba transmitir así a sus relatos el aura de misterio con que se rodeaba; o,
de nuevo quizá, se limitaba a salvaguardar su propia intimidad.
Cuando me enteré de su desaparición y me acerqué a su apartamento, la experiencia me sorprendió
menos de lo que me entristeció. Esa zona del Lower Brichester es, como ya he mencionado antes, la
clase de ciudad cosmopolita en miniatura que se encuentra en la mayoría de los pueblos ingleses:
casas de tres pisos llenas de inquilinos de paso, cortinas tan variadas como banderas hay en una
conferencia, pero algo más descoloridas, ocasionales vidrios rotos, abundantes cotillas... Alguien
arreglaba una motocicleta en la calle del Abismo, y el humo se filtraba por un cristal roto hasta el
piso de Undercliffe, empañando el folio que tenía en la máquina de escribir. La casera pensaba
deshacerse de ello, junto con sus libros y demás posesiones, en cuanto venciera el alquiler del mes.
La convencí para hacerme cargo de sus cosas tras largo rato de discusiones e invocando el nombre
de August Derleth (que nunca le publicó), el del Consejo de las Artes (que supongo, no conocía su
existencia) y alguno que otro más. Cuando logré quedarme a solas, me dispuse a examinar el piso,
consciente de que sería registrado a la salida. El guardarropa y la cómoda contenían dos trajes,
algunas camisas y poco más.
Nada que resultara elegante para una fiesta de compromiso. Sobre la cama, en el techo, el yeso
estaba cuarteado y las grietas parecían formar una telaraña (que, evidentemente, era el que
«repentinamente, con horrible apatía, el techo se desplomó sobre el rostro de Peter» en El hombre
que temía dormir). El empapelado era del tipo Charlotte Perkins Gilman. En una ocasión,
Undercliffe se lamentó de que «podía haber utilizado tan absurda historia como base para escribir
uno de mis mejores cuentos». La ventana miraba a la humeante moto, testarudamente puesta en
primera, y a su ahumado propietario. Puedo imaginarle por la noche, sentado ante su máquina de
escribir, frente a la ventana, saludando quizá a la chica que vivía enfrente y que en esos momentos
se quitaba las bragas. Imité su gesto de vecino sin mucho resultado. En el antepecho de la ventana
se amontonaban las colillas como si fueran excrementos de pájaro. Solía arrojarlas a la noche, le
desagradaba la visión de un cenicero rebosante. Una vez me dijo que consumía un paquete cada mil
palabras. Intentó reemplazarlo con chicle, pero perjudicaba sus empastes y el dentista le
aterrorizaba (véase El taladro). Todo esto no dejaba de ser trivial, pero necesitaba -aún necesito-
distraerme.
Estaba al tanto de sus investigaciones por primeras tres cartas que incluyo aquí, y ese folio que
seguía en la máquina de escribir -una carta para mí, probablemente lo último que escribió- contaba
lo que había descubierto. La saqué de la máquina con reticencia y me marché. La casera permitió
que la conservara. Más tarde, dispuse el traslado de todos sus bienes. Los libros -libros de terror
comprados con la venta de sus relatos de terror, en un triste y solitario círculo cerrado, que parecían
ser sus posesiones más preciadas- están ahora depositados en la biblioteca de la Britisb Science
Fiction Association, el resto está almacenado. Deseo más que nunca que Undercliffe aparezca algún
día para reclamarlos.
La primera carta de Undercliffe (15 de octubre de 1965) contenía un pasaje que, visto
retrospectivamente, parece preñado de macabra ironía: «El tema implícito en su cuento Los insectos
de Shaggai» escribía, «es muy interesante, pero creo que no explota correctamente el verdadero
interés de la historia: el escritor de cuentos de terror que no cree en lo sobrenatural hasta que se
enfrenta con pruebas aplastantes. ¿Cuál sería su reacción? ¡Desde luego, no viene al caso escribir
sobre "el lóbrego brillo de la navaja que yacía en la mesa"! Resulta tan poco oportuna como el final
de El empapelado amarillo. Me gustaría saber si usted cree en lo que escribe. Por lo que a mí
respecta, creo que las molestias que me tomo rebuscando el tema en nuestra Biblioteca Central
hablan por sí solas. Y, ya que estamos en ello, ¿no habrá leído la obra de Roland Franklyn
Abandonar este mundo? El autor es un hombre de la localidad con teorías muy interesantes sobre la
reencarnación».
Lo que nos lleva a Franklyn y a su libro, tan misteriosos por sí solos como la desaparición de
Undercliffe. Pero sospecho que ambos misterios son interdependientes y que el uno explica al otro,
pese a que me gustaría encontrar otra explicación. De todos modos, y antes de hablar de Franklyn,
me gustaría mencionar la obra de Undercliffe. Quisiera que lo conociera un público más amplio que
el que tiene.
Sus favoritos eran El fluir (la sangre de un asesino muerto gotea lentamente de un grifo), El
escritorio tallado (las runas talladas en lo que fue un árbol druida atraen a algo que se clava en los
tobillos de todo el que se sienta a escribir en él), y Rostro a la deriva (jamás publicado y escrito para
el nunca editado segundo número de Alien Worlds, ahora ilocalizable). Yo prefiero una obra más
personal y menos popular como Ventanas en la niebla (las ocasionales visiones del narrador de una
mujer que vive frente a él provocan una obsesión creciente, que le obliga a abordarla y, al ser
rechazado, a matarla), El campanario de la colina (un escritor al que le gustan los caminos solitarios
es seguido por los miembros de un culto extraño, que le atraen a él: acaba convirtiéndose en la
reencarnación de su dios), y El hombre que temía dormir, que dio título a la mejor antología de su
obra (Peur de Sommeil, en Francia), editada bajo el sello de ese excelente editor que ha
redescubierto autores como Pursewarden o Sebastian Knight y que ha hecho accesible la legendaria
antología de Robert Blake Escalones en la cripta.
Resulta divertido hacer notar que todos los cuentos de esta antología -incluyendo el que le da título,
que es un estudio sobre el desequilibrio mental- están incluidos en el Short Story Index de H. W.
Wilson bajo el epígrafe «Fenómenos Sobrenaturales» (en una edición anterior incluyó mi La iglesia
de High Street en «Diversiones eclesiásticas», haciendo que pareciera una farsa parroquial de una
obra de misterio de Britten). Ultimamente, Undercliffe trabajaba en un guión para Delta Film
Productions, pero el productor Harry Nadler me notificó que nunca llegó a terminarlo. Al igual que
tampoco acabó el relato Atravesando los Colosos, un cuento metafísico basado en una referencia de
mi Minas en Yuggoth, emparejada con material de Abandonar este mundo.
Lo que vuelve a llevarnos a la necesidad de hablar del libro de Franklyn, algo que, me temo, he
estado evitando. Nunca he visto ese libro, y no tengo deseo alguno de hacerlo. Cuando fui al piso de
Undercliffe me contuve y no examiné el ejemplar de la Biblioteca Central de Brichester. Imagino
que podría conseguirlo por medio de la Biblioteca Nacional, pero sospecho que su ejemplar habrá
desaparecido, igual que ha sucedido con las otras.
Pese a que, tal como indica Undercliffe, ese libro tiene marcadas afinidades con los Mitos de
Cthulhu en algún que otro pasaje, ninguno de los estudiosos de Lovecraft, como Derleth, Lin Carter,
Timothy d'Arch Smith y J. Vernon Shea, pueden proporcionar información alguna sobre el libro.
Creo que fue publicado en 1964 por «True Ligth Press», de Brichester. Los datos que proporcionan
las cartas de Undercliffe sugieren que duplicaba el manuscrito original, que tenía cubiertas de
cartulina y que debía ir encuadernándose a medida que lo solicitaban las librerías. No he conseguido
descubrir un sitio donde haya estado a la venta, en el caso de que hubiese habido alguno. Me llegó
el extraño rumor de que toda la edición había sido robada de «True Ligth Press» -sita en casa de
Roland Franklyn-, y que no se volvió a hablar del libro. Quizá la destruyeron. pero ¿quién?
Ésta es la escasa información que he podido reunir.
The British National Bibliography tiene la siguiente acotación:
129.4 -Encarnación y reencarnación-
FRANKLYN, Roland
Abandonar este mundo. Brichester, True Light Press, 9/6. Enero 1964. 126 págs., 22 cm.
Sin embargo, el Cumulative Book Index, que lista todos sus libros publicados en inglés, no incluye
el libro. Y el personal de la Biblioteca Picton de Liverpool tampoco ha podido localizar referencia
alguna.
Un día que estaba repasando notas, descubrí con sorpresa la siguiente reseña, que podría haber sido
copiada del suplemento literario del Times:
SEUDÓPODOS
En el transcurso de las últimas décadas hemos visto surgir a la luz a un buen número de
pseudofilosofías. Abandonar este mundo debe situarse en el nivel más inferior que podamos
encontrar. Su autor, Roland Franklyn, escribe peor que la mayoria de los de su clase, pero las ideas
que subyacen bajo su estilo están expuestas con menos ambigüedad de la que seria deseable. Su
premisa básica sostiene que el número de almas que existen en el universo es limitado, en función
de no sé qué ilegítima utilización del principio de conservación de la energía; y que la humanidad.
por tanto, debe padecer un número infinito de encarnaciones simultáneas. El último capítulo, Hacia
el auténtico yo, es una especie de reductio ad absurdum de su teoría, segun la cual el «auténtico yo»
debe ser encontrado en el «exterior», y que cada ser humano no es más que una faceta de su «yo»,
por lo que es capaz de experimentar a la vez todas sus encarnaciones, pero sin poder controlarlas.
Incluye referencias a Beckett (y en particular a L'Innomable), y el señor Franklyn ha sabido dotar a
su texto del necesario humor inconsciente como para que provoque hilaridad al ser leído en voz alta
en una fiesta. Pero un libro que pregona la necesidad de las drogas para efectuar ritos de magia
negra no merece que se le preste atención en el campo del humor (y, desde luego. no lo pretende), y
sí en el de los fenómenos sociológicos.
¡Para reirse en una fiesta! Sigo encontrando escalofriante esa última frase. ¿Qué ejemplar era el que
se iba a leer en voz alta? Imagino que el del Times, y en ese caso, ¿qué fue de él? Como casi todo lo
relacionado con el asunto, eso es algo que se pierde en el misterio. Dudo que escribiera muchas
cartas de protesta por la reseña, y de hacerlo debieron de ser impublicables. A la altura de 1966,
recuerdo haber oído hablar de un libro titulado De cómo descubrí mi Yo infinito, escrito por «Un
iniciado», pero no sé si llegó a ser editado.
Undercliffe solía citar párrafos de Abandonar este mundo, por lo que me siento obligado a
incluirlos, pese a encontrarlos de escaso buen gusto. Aún conservo todas las cartas de Undercliffe, y
quizá escriba algun día una remembranza para The Arkham Collector, pero resultaria de mal gusto
hacer algo semejante con un hombre que puede estar vivo en alguna parte. De modo que si incluyo
aquí estas tres cartas es por considerarlas esenciales.
En su carta del 2 de noviembre de 1965, me escribía: «Éste es un pasaje bastante extraño que podría
servirle para escribir un cuento. Está extraído de la primera página del libro. El novicio tendrá
siempre en cuenta que el Yo es infinito y que no es más que una parte de él, y aun no sea consciente
de sus otros cuerpos y vidas. RECUÉRDELO cuando duerma. RECUÉRDELO al despertarse. Y,
sobre todo, RECUÉRDELO al empezar la Primera Etapa de la Iniciación. Más adelante, en el texto,
hay referencias a esta primera etapa, pero nada que sea muy lúcido. Franklyn menciona
constantemente "las ayudas", que parecen ser drogas de algún tipo suministradas bajo la supervisión
de un "iniciado" que va recitando invocaciones ("Ag'lak Sauron, Daoloth asgu'i, Eihort phul'aag", y
otras más que deben resultarle familiares) e intenta acceder al conocimiento subconsciente que tiene
el novicio de sus otras encarnaciones. No es que crea en todo lo que cuenta, pero su libro da esa
sensación de inestabilidad que sólo proporcionan las buenas historias de terror. No he podido
descubrir gran cosa sobre Franklyn. Parece ser que ha conseguido formar un círculo de acólitos en
los dos últimos años; según tengo entendido, suele recorrer Goatswood, Clotton, Temphill, la isla
que hay más allá de Severnford, y esos otros lugares en los que usted está tan interesado como yo.
Me gustaria reunirme con ellos».
Le contesté que no necesitaba drogas para inspirarse y que, prescindiendo de las advertencias de
Dennis Wheatley, no me parecía muy recomendable mezclarse con gente que practicaba la magia
negra. «El escritor se basa en sus experiencias», me replicó. No volvió a mencionar el tema, pero
entendí que no se había unido a Franklyn, y creo que por decisión propia. Luego, en septiembre del
66, cuando escribía su Algo se arrastra en el ático (yo había empezado a trabajar en la Biblioteca y
le había enviado el manuscrito de La media, que no le gustó por encontrarlo «innecesariamente
elaborado»), me incluyó la siguiente cita:
«Los psicólogos actuales se equivocan al pensar que los sueños se originan en el subconsciente. Los
sueños son el nexo de unión con las experiencias de nuestras otras encarnaciones. Debemos ser
receptivos respecto a ellos. DÍGASE A SÍ MISMO ANTES DE DORMIR QUE DEBE VER MÁS
ALLÁ DE SU FACETA ACTUAL. El iniciado llamado Yokh'Khim, en idioma tond, vino a mí y me
describió un sueño relativo a largos túneles en los que era perseguido pero no podía ver su cuerpo.
Tras gran número de sesiones, pudo verse con la forma de una bola de pelo que rodaba por los
túneles alejándose de los Troncos del Fango. La bola en tond se dice Yokh'Khim. Aún no ha
alcanzado la etapa de Iniciado Negro y pasa la mayor parte de su tiempo más allá de esta faceta,
habiendo trascendido todo su ser, a excepción de lo mínimo para seguir vivo en la Tierra.»
No tuve mucho que decir respecto al pasaje, a excepción de la sugerencia de que Franklyn había
plagiado la referencia a los «tond», lo que provocó una contestación de Undercliffe: «Parece que
Franklyn ha socavado su tranquilidad lo bastante como para que usted saque a relucir triviales
asuntos de copyright. De todos modos, seguramente Franklyn le diría que lo que usted sabe de tond
lo conoce a través de los sueños». No sé si lo decía con ironía o no. pero hice caso omiso de su
comentario y, de alguna manera, nuestra correspondencia disminuyó.
En febrero de 1967, citó un pasaje significativo. «¿Qué opina de la historia de un escritor que
hechiza sus propios libros?», me sugirió. «Franklyn tiene un párrafo que habla de fantasmas: "La
muerte del cuerpo no implica que su alma lo abandone. Eso es algo que depende de si tiene o no
algún lugar en el que encarnarse. Si ése no es el caso, el cuerpo sigue habitado hasta que es
destruido. El iniciado sabe que el miedo que tenía Edgar Allan Poe a ser enterrado en vida estaba
bien fundamentado. Y si la muerte es violenta, el alma tendrá mayores dificultades para dejar el
cuerpo. POR SU PROPIA SEGURIDAD EL INICIADO PROCURARÁ QUE SU CUERPO SEA
INCINERADO. De no ser así, se verá irremisiblemente atraído a la Tierra, a su cuerpo, donde los
cavadores del interior extraerán su cadáver de la tumba para llevarlo al festín de Eihort"».
Interesante, dije con hastío. Estaba cansado de todo este delirio verbal. El 5 de julio de 1967,
Undercliffe me informó de que el Brichester Herald había notificado la muerte de Franklyn. Me
afectó más bien poco. A continuación llegaron las últimas cartas.

Calle del Abismo, 7. Lower Brichester. Gloucestershire.


14 de julio de 1967. 1.03 de la madrugada: ligeramente intoxicado.
Querido JRC:
En el transcurso de una fiesta siempre hay un momento en que la cerveza sabe a vómito Una fiesta
espantosa, dicho sea de paso. Un amigo de escuela que se comprometía y me envió una invitación.
No sé por qué, pero quería volver a verle, pese a no acordarme ya de él. No me acerqué mucho a él.
El moscón azul y gordo con quien se había comprometido rondaba constantemente a su alrededor
queriendo ser besada, y estorbándole cada vez que intentaba asumir su papel de anfitrión. Suerte la
mía. Así pude mezclarme en las conversaciones. No sé de dónde sacó a aquella gente. Todos con
pajarita, «Por Dios, Bernard, ya deberías haberte dado cuenta de que la novela es un arte muerto»,
tragando jarras de cerveza, derramándosela encima y formando charcos entre las mesas
improvisadas con caballetes del edificio de la cooperativa (otro punto moral para el pueblo y los
habitantes de Brichester... Nuestro comprometido amigo siguió acariciando a su moscón azul y
bramando «He tenido una maravillosa infancia en Brichester, absolutamente maravillosa, son buena
gente»). El sitio estaba oscuro por el humo, y una banda tocaba en algún lugar de toda esa niebla.
Había centenares de ceniceros rodeados de montones de ceniza que parecían moscas muertas.
Finalmente, nuestro amigo se puso en pie para agradecer «tan soberbios regalos», lo que no hizo
que me sintiera más aceptado, dado que no sabia qué debía llevar uno. Me sentí un poco...
Mejor. Paso a la mañana siguiente. Pido disculpas. No debí hablar de novias y de compromisos. De
todos modos, creo que está usted mejor así. Los escritores funcionan mejor con sitio para moverse.
Tengo su carta conmigo. Tiene razón, la última conversación con su novia en la cafetería de la
estación de Lime Street, con mesas vacías, pelotitas de celofán y alguien cerca intentando no
escuchar, no debe salir impreso. Y llegado el caso de que se hiciera así, dirían que eso ya lo escribió
Graham Greene, pese a que sea algo que le sucedió a usted. Cuando ella le dijo «te quiero» por
encima del ruido de la lluvia, antes de que su madre la apartara de la ventana..., sí, es un momento
conmovedor, pero tendrá que reescribirlo mucho antes de publicarlo. Y cambiando a nuestra onda,
lo que me cuenta de esa chica huyendo de la encantada Biblioteca Hornby suena muy prometedor.
¿Piensa pasar la noche allí encerrado? Estoy muy interesado en las experiencias auténticas de lo
sobrenatural.
En la fiesta había un imbécil que quería saber a qué me dedicaba. A las historias de terror, dije.
Tendría que haberle visto palidecer. «¿Por qué escribe usted esas cosas?», preguntó, como si me
hubiera pillado hurgándome la nariz. «Por dinero», respondí. Una pareja, que se deslizaba por la
pared situada a nuestras espaldas, se echó a reír. Genial, tengo audiencia. Estoy seguro de que si
llego a añadir que no bromeaba, se habrían reído más aún. «No, no, se lo pregunto en serio», siguió
el pobre hombre (no se puede escribir sobre nada por dinero ¿sabe?), «¿No cree usted que el escritor
es una especie de Cristo que sufre para poder racionalizar su sufrimiento de cara al lector?». Estoy
seguro de que alcanza el súmmum de su sufrimiento cuando su banco le notifica que está en
números rojos. «¿Y no cree usted que una historia de terror racionaliza una experiencia?» En aquel
momento yo no razonaba demasiado. «Está usted diciéndome que cree en lo que escribe?», me
preguntó, como si hubiera escrito el Mein Kampf. «¿Cree usted que yo escribiría algo en lo que no
creyera?». le repliqué, colocando cuidadosamente la negación. La pareja se marchó, la función
terminó. El pobre fue a contarle su vida a Bernard.
Al menos, las calles estaban limpias y desiertas. Chica notable en el piso de enfrente. Debería venir
por aqui. Me voy a la cama. Mañana trabajaré en Atravesando los Colosos y visitaré la Biblioteca.
Saludos,
EU
Abismo Infernal: Lower Brichester. Gloucestershire.
14 de julio de 1967: ¡Más tarde!
Querido JRC:
No acostumbro a escribir dos veces en el mismo día, pero los acontecimientos de hoy son
demasiado importantes como para permitir que se me olvide algún detalle. He tenido mi
experiencia. Acabará incuestionablemente convertida en un relato corto, de modo que perdone este
primer borrador. Le ruego que no lo utilice usted.
Hoy, como ya le anticipé, fui a la Biblioteca. Tras la última noche/mañana no me encontraba muy
bien, pero lo acepté como penitencia. Intenté trabajar en Atravesando los Colosos mientras viajaba
en el autobús, pero me fue imposible. Ya sabe cómo es eso. La mitad de los pasajeros se agazapaba
y gritaba por una avispa que se había introducido en el vehículo, y la otra mitad permanecía
estoicamente sentada fumando y formando nubes de humo que ondeaban en el aire caliente. Me
senté al lado de un imbécil que silbaba sin cesar, y mis pensamientos se desviaban, continuamente
divididos entre intentar olvidar la melodía y encontrar una letra que fuera acorde con ella. Cuando
llegué a la Biblioteca había olvidado todo lo relativo a los Colosos. No era un buen principio. No
encontré Abandonar este mundo en la estantería dedicada a la Religión. Un cretino que vestía un
impermeable viejo estaba revolviendo los estantes, cogiendo libros y devolviéndolos mal colocados,
en el primer sitio que se le ocurría, ganándose así las iracundas miradas del personal. Otro individuo
había formado una barricada de libros en una mesa y, detrás de ella, rellenaba una quiniela. Me
maldijo visiblemente cuando examiné la muralla. Pocas veces he sentido la mirada de alguien
clavarse en mi persona. Allí estaba el libro, debajo del Manual del Matrimonio Católico y el
Identidad y conciencia de Graham Fisher. Quité los cimientos de la pared, pero ésta aguantó.
El libro estaba encuadernado en azul brillante. La tapa tenía un color verde pastel. La sala era cálida
y soleada, aunque algo sofocante. En un extremo. tras un escritorio color crema, un miembro del
personal contaba sus aventuras en otra biblioteca, cómo había sido rodeado de viejecitas que le
pedían lo que él llamaba «novelitas de a duro». Estoy seguro de que consideraba a toda la ficción
como un pariente pobre de la no-ficción, como los demas bibliotecarios. No es ningún consuelo
para nuestro trabajo. Lo unico que conseguiremos es que admitan, como mucho, la obra de
Lovecraft. El mundo es así.
Abrí el libro. La cubierta golpeó la mesa. Se hizo el silencio. Un rayo de sol se desplazó por el suelo
y resaltó sus grietas. Entonces, las páginas de Abandonar este mundo se movieron por sí solas.
Al principio pensé que sería una corriente de aire. Cuando estás en una biblioteca nueva y flamante,
rodeado de personas y libros, no se te ocurre pensar en algo sobrenatural. Cuando el libro muestra
huellas de haber sido leído (chicle en una página, una mosca muerta en otra), resulta difícil pensar
que está hechizado. Pese a todo. no podía apartar la mirada de esas páginas que se movían. Se
detuvo un instante en la dedicatoria («a mis fieles amigos»), y por un momento pensé que me
fallaba la vista, vi otras líneas de texto como superpuestas al que ya había leído. La página se movió
para dar paso a la siguiente, una blanca. Moví la mano, pero no me animaba a tocar el libro.
Mientras titubeaba, en la hoja en blanco aparecieron líneas de texto.
SOCORRO
Permanecí quieto, mirando fijamente el papel, con la mano próxima a la huella digital que había
dejado algún lector desaseado. SOCORRO. Las letras permanecieron a la vista durante unos
segundos: mayúsculas grandes y negras que parecían quemarme las pupilas mientras las miraba. Me
inundó una sensación de llamada. sentía que alguien intentaba ponerse en contacto conmigo
desesperadamente. Entonces se empañaron y desaparecieron.
SIENTO QUE ALGUIEN LEE
Esto apareció y desapareció. Lo leí en un segundo. La habitación parecía no tener oxígeno. Estaba
sudando. Las costillas parecían presionarme los pulmones. Sólo veía el libro abierto sobre la mesa y
sentía una terrible y tortuosa tensión, como si una mente atormentada intentara transmitirme su
sufrimiento.
ME ENTERRÓ SE VENGÓ LE DIJE A ELLA ME INCINERARA ZORRA NO PUEDO
CONFIAR AYUDADME
Ese AYUDADME se fundía.
SIENTO QUE VIENEN LENTAMENTE HORADANDO QUIEREN QUE SUFRA NO PUEDO
MOVERME SACADME SALVADME EN ALGUNA PARTE DE BRICHESTER AYUDADME
Y la página que se había elevado temblando cayó atrás, hacia su sitio. La sala se apelotonaba a mi
alrededor bajo la implacable luz del sol. La página continuó blanca. No sé cuánto tiempo esperé,
hasta que se me ocurrió pensar que el entorno no era el adecuado. Que en mi piso podría restablecer
el contacto. Cogí el libro -sujetándolo con cuidado; temía que, de alguna manera, se moviera e
intentara resistir a la presión de mis dedos- y lo llevé hasta el escritorio, volviendo así a lo
mundano.
-Me temo que ésa es la copia de consulta -dijo la chica mostrándome el brillo de su sonrisa y de su
anillo de compromiso. Le dije que parecía ser la única copia, que había varios libros míos en la zona
de ficción y que conocía al bibliotecario jefe (bueno, le había visto en su trono, en su despacho,
tomando café, el día que su secretaria me hizo firmar mis libros). Podía haberle dicho también que
sentía cómo el libro me latía en la mano. «Yo sé que puedo confiar en usted, y si fuera por mí
permitiría que se lo llevara, pero...», me dijo, y prosiguió con más cháchara del tipo de sólo-estoy-
haciendo-lo-que-me-mandan. Dejé el libro en la mesa para secarme el sudor de las manos y ella se
lo dio a una chica que estaba colocando libros en las estanterías.
-Ya no lo necesita, ¿verdad? -preguntó con retraso.
Vi que iba a parar bajo un montón de libros. Otra vez lo mundano eliminaba lo trascendental.
Franklyn sería cuidadosamente archivado y olvidado. Y eso me mostró el camino a seguir. Sabía,
naturalmente, que los párrafos que había leído eran de Franklyn hablando desde más allá dc su
tumba, o, más exactamente, desde su tumba. Pero no sabía cómo encontrarle. El Brichesrer Herald
no había proporcionado dato alguno sobre su dirección o el lugar en el que estaba enterrado.
-¿Sabe usted algo sobre Roland Franklyn? -pregunté.
-Oh, sí, solía venir por aquí... -Pero resultaba obvio que no quería hablar del tema y se dirigió, a
continuación, a su compañero-. Por Dios, Eric, no permitas que Mary se encargue de todo sola.
Éste estaba haciendo un castillo de naipes y, curiosamente, me dirigió la palabra.
-¿Franklyn? ¿El hombrecillo extraño de la capa? ¿No será usted amigo suyo? Estupendo. Solía
venir con un montón de ellos. Les llamábamos los Doce Discípulos. Un día se acercó uno de ellos al
mostrador porque oyó que hablábamos de su amo, y nos amenazó con un puño demacrado. Tenía
los ojos llenos de droga. ¿Por qué le interesa ese tipo? No puedo imaginarme qué es lo que les atraía
de él, con esa capa roída por las polillas y esa enorme calva. Debió de utilizar el poco cabello que le
quedaba para pegárselo a esa barba tan escasa. Creo que estaba casado. Debió de hacerlo antes de
meterse en todo eso. ¿Qué pasa, Mary, es que quieres que yo también me agote?
-¿Sabe usted dónde vivía?
-En la parte de abajo de Mercy Hill. La casa parece tener a Satán por inquilino. No tiene pérdida.
Tiró abajo el castillo de naipes y se alejó. Yo hice lo mismo, sintiéndome extraviado, a la deriva.
Imagino que podría haber intentado localizar a Franklyn hoy, pero quería cristalizar la experiencia,
preservarla antes de que perdiera forma. Llegué a casa y escribí esto. Creo que necesita reescribirse.
La realidad siempre lo necesita. Siempre tenemos que hacerlo, aunque sea pagando el precio de la
distorsión. Imagino a Franklyn en su ataúd, consciente de algo que cava hacia él, incapaz de mover
un músculo, pero aún capaz de sentir. Pero ya es de noche, y no podria localizarle en la oscuridad.
Seguiré mañana. Buenas noches, chica de la ventana.
EU
El mismo sitio, 15 de julio de 1967.
Querido JRC:
Hoy ha sido un día turbador.
Sabía que Franklyn vivía en Mercy Hill, pero eso es mucho terreno que recorrer y no podía buscarlo
limitándome a la casa como referencia. Se me ocurrió consultar la guía telefónica (resulta extraño
que no se me ocurriera antes) y llamé a la biblioteca para que me dieran el dato. Sólo hay un R.
Franklyn en Mercy Hill. También les pedí que buscaran en la sección de religión el ejemplar de
Abandonar este mundo, pero no consiguieron encontrarlo. Deben de haberme clasificado como uno
de sus chiflados habituales.
Tomé el autobús. El sol ya estaba alto y soplaba una ligera brisa. Una mosca forcejeaba con su
reflejo en el vidrio, intentando escapar de él. Por la calle, las parejas paseaban tomando helado, y, a
medida que nos acercábamos, los campos de tenis eran cada vez más abundantes, y en las ventanas
de las casas se veían bandejas llenas de pasteles. Era uno de esos días en los qúe sólo pasa algo si lo
provocas. En mi caso, tenia que terminar el siguiente capitulo de mi historia.
Bajé del autobús y empecé a recorrer las terrazas escalonadas. En una esquina estaban construyendo
una escuela y los obreros tomaban el sol en las vigas. Dos niveles más arriba estaba la terraza Dee,
y allí vi la casa de Franklyn.
Era inconfundible. La personalidad que confirió a ese edificio su apariencia final no había sido la
del arquitecto. Una chimenea había sido cercenada por la mitad, y quedaba sólo un montículo de
piedra blanca. Tenía una habitacion extra adosada con ladrillos. Todas las cortinas eran de color
negro, a excepción de una verde en el piso de abajo. La casa parecía desierta. El jardín parecía estar
desatendido desde hacía años y el césped crecía hasta la altura de la rodilla. Me abrí paso como
pude, pensando en cosas que reptaban a mis pies y se me introducían en los zapatos. A un lado
apareció una nube de moscas. Cuando llegué a la puerta principal vi que se movía la cortina verde y
que se asomaba un rostro que desapareció al instante. Llamé a la puerta y sólo me respondió el
silencio. A continuación oí una voz de mujer gritando:
-¡Estáte quieto! ¡Eh! ¡Ahí!
Antes de que pudiera reflexionar sobre esto. la puerta se abrió.
La mujer no estaba de luto, lo que resultaba descorazonador porque me dejaba sin saber cómo
empezar la conversación. Vestía un traje rojo, que palidecía al lado del empapelado escarlata del
vestíbulo. Estaba muy maquillada y llevaba el pelo teñido de forma arbitraria. Esperó a que yo
hablara.
-¿Es usted la señora Franklyn?
Me miró con sospecha, como si mi presencia allí fuera una amenaza.
-Roland Franklyn era mi esposo. ¿Quién es usted?
Eso, quién. No encontraba muy adecuado mencionar el aspecto sobrenatural de mi visita. Busqué
un término medio.
-Soy escritor. He leído varias veces el libro de su marido, y me sorprendió mucho su muerte -añadí
para seguir con el tema.
-Bueno, no hay por qué. Entre, entre -me dijo. Contempló el vestíbulo que nos rodeaba e hizo una
mueca-. Mire esto. ¿Viviría usted en un sitio así? La verdad es que no. Era para situarles en el
estado de ánimo adecuado. La mitad de ellos no sabía para qué tenían que estar preparados. Algunos
eran buenos chicos.
Dio una patada a la pared y me introdujo en una habitación situada a la derecha.
No estaba preparado. No podía estarlo. La habitacion tenía un guardarropa, un espejo ante el que
vestirse. una cama bajo una ventana, montones de revistas femeninas, una gruesa capa de polvo, y
un gato atado a una silla. No fue el ambiente de maldad lo que estuvo a punto de asfixiarme, fue una
sensación de algo que se ha encerrado, olvidado y vuelto malvado. El gato pataleó para acercarse a
mí. La cadena que lo ataba le permitía moverse por la habitación, pero no llegaba hasta la puerta.
-Le cae muy bien a Pussy -dijo la señora Franklyn.
Cerró la puerta y se hundió en un sillón, levantando una nube de polvo. El vestido se le subió y le
dejó al descubierto las piernas,.pero no hizo el menor gesto para bajarse la falda.
-Eso puede ser buena señal, pero ¿no dicen que sólo los afeminados hacen buenas migas con los
gatos? ¿Por qué me mira usted de esa manera?
No me había dado cuenta de que la mirara de alguna manera en especial. Cogí al gato, cadena y
demás incluido, y me senté frente a ella.
-No le gusta la cadena. Es eso, ¿verdad? Mi gato y yo, eso es lo que nos queda. Y no voy a permitir
que se lo lleven y lo sacrifiquen. Lo harían, sabe, por la noche. Lo suelo sacar al jardín, pero nada
más. No me fío de ellos, y no sé qué pasaría si dejara que se alejara más. -Recordé las moscas-.
¿Qué escribe usted?
-Cuentos relacionados con lo sobrenatural -respondí, aunque resultaba trivial en semejante contexto.
-Cuentos, ¿eh? Sí. A todos nos gustan los cuentos -murmuro-. Siempre son mejores que la realidad.
¿Quiere un poco de té? Me parece que es lo único que puedo ofrecerle.
-No se moleste. Ahora mismo no me apetece.
Podía ver las tazas agrietadas en la cocina, detrás de ella. Captó mi mirada. Siempre lo hacía la
maldita.
-Oh, no puedo reprocharle que piense eso. Pero con el tiempo acabas acostumbrándote. Después de
que se adueñara de toda la casa. Pero usted no lo sabe, ¿verdad? Pues sí, eso es lo que hizo. Se casó
conmigo, y empezó a invadir las habitaciones, colocando cosas que no podía tocar por toda la casa,
hasta que me quedé con este cuarto y con la cocina, y entonces le dije que si intentaba hacer algo en
mis habitaciones le matada.
Dio un golpe en el posabrazos del sillón y se levantó una nube de polvo.
-¿Por qué siguió con él?
-¿Que por qué? ¡Porque me había casado con él!
El gato saltó, golpeó un montón de revistas, estornudó y dio marcha atrás. Ella lo cogió y lo
consoló.
-Vamos, «Pussy», no tienes miedo de mami, ¿verdad?
Lo acarició y volvió a dejarlo en el suelo. El gato se puso a arañarle un zapato.
-¡Por el amor de Dios, estáte quieto! -le chilló, y el gato vino a mí, buscando consuelo.
-Cuando me casé con él -continuó, volviendo al tema-, me prometió que tendría toda esta casa para
disfrutar de ella y hacer cosas que nunca había podido hacer. Y le creí, pero acabé descubriendo
cómo era de verdad, y esperé mi momento. Le deseaba la muerte todos y cada uno de los días, para
tener así mi casa el resto de mi vida. No le dirigía la palabra desde hacía años, ¿sabe usted? Apenas
le veía. Le preparaba la comida y se la dejaba en una bandeja fuera de la habitación. Si se la comía
o no, era algo que no me incumbía. Pero cuando no la tocó en tres días, subí a su habitación. No, no
llegué a entrar -con todos esos libros, esas estatuas y esas luces-, pero me di cuenta de que no estaba
allí. Estaba en la habitación de su estúpida imprenta. Muerto. Tenía un libro consigo, debía de estar
copiando alguna cosa, pero no lo leí. El aspecto de su cara me bastaba. Metí el libro en el baúl. No
toqué el cadáver. Ah, no, no, podrían decir que lo había matado yo. ¡Con todo lo que he sufrido
estos años!
-¿Cómo pudo soportarlo?
La respuesta era obvia, no pudo.
-Me engañó hace tiempo. Nos conocimos cuando éramos estudiantes. Entonces yo era
impresionable. Le creí un buen hombre, el mejor, y me casé con él. Debí de habérmelo figurado.
Corrían rumores de que lo habían expulsado de la universidad, pero me dijo que no eran ciertos, y le
creí. Al morir sus padres le dejaron esta casa. Nos casamos. y mi marido... -Contrajo el rostro como
si hubiera puesto la mano en algo inmundo-. Me llevó a Temphill y me hizo mirar esas cosas que
bailan en las tumbas. Yo no quería hacerlo, pero me dijo que era para el libro que estaba
escribiendo. Recuerdo que entonces me agarraba fuertemente de la mano. Y luego..., luego bajamos
los escalones que hay bajo Clotton y... Oh, Dios mío, usted será escritor, pero nunca se atrevería a
escribir sobre... No, no quiero pensar en eso. Pero me endureció. Hizo que resistiera cuando empezó
a organizar aquí su mascarada, y que me enfrentara a él cuando intenté destrozar su basura...
Eso me dio una pauta y no la solté.
-¿Podría echarle una mirada a sus libros? Si no los ha tirado ya, claro está. En mi calidad de
escritor, naturalmente.
No sé muy bien por qué añadí la última frase.
-Pero usted es un hombre encantador, no querrá convertirse en uno de ésos -dijo, sentándose en la
cama.
Su vestido se abrió como si fuera una cortina. Empezó a quitar montones de polvorientas revistas de
la cama. Apareció una maceta con geranios.
-Un toque de color para ambientar la habitación, aunque no sé para qué. Nunca viene nadie. -Los
pétalos estaban caídos y casi marchitos por la pobre iluminación del lugar-. ¿Escribe usted
basándose en sus vivencias? Cómo puede hacer semejante cosa, estoy segura que nunca ha
padecido lo que yo. Lo está haciendo para impedírmelo... Ayer mismo cogí uno de sus libros para
tirarlo y se volvió pegajoso y unas cosas blanduzcas se me pegaban a los dedos y... ¡Dios! -Se
restregó las manos en la falda-. Solía tumbarme en la cama por las noches, despierta, y le oía ir y
venir del baño, y deseaba que se muriera. Y la noche pasada oí como recorría su habitación y
golpeaba las paredes. Y esta mañana me desperté muy temprano pensando que ya había salido el
sol, pero no, era su cabeza la que flotaba entre los tejados... Se acercó hasta mi ventana, y se filtró
por ella, y me persiguió por todas las habitaciones gritando... ¡Dios! No se le ocurra escribir sobre
ello. Nunca escribiría sobre nada más. Pero no puede vencerme, y él lo sabe. Siempre me tuvo
miedo. Por eso me tenía encerrada, para estar a salvo. Sí, pero no puede haber dejado muchos trucos
detrás de él. Sabe que al final ganaré yo. Pero usted no debe mezclarse con todas esas cosas malas.
Usted es una buena persona.
Terminó su monólogo levantando las piernas recostándose sobre la almohada, donde podían verse
marcas de tinte para el pelo.
Hasta ese momento había tenido la impresión de que mi historia estaba escribiéndose por sí sola, y
ahora parecía haber llegado a un clímax que no había previsto. No me quedaba más remedio que ser
directo en mis preguntas.
-Su marido fue enterrado, ¿verdad? ¿No pidió, acaso, ser incinerado?
Tardó una eternidad en erguirse y sentarse bien. Sus ojos me miraban fijamente todo el rato.
-¿Cómo lo sabe usted? Se ha traicionado con eso, ¿se da cuenta? ¡Usted es uno de ellos! ¡Lo supe
antes de abrirle la puerta! Sí, está enterrado, tal como deberían estarlo todos ustedes. Vamos, vamos,
únase a él, estoy segura de que le encantaría tener compañía. Ya debe de estar notando su
proximidad. Siiií, espero que sienta cómo se acercan a él poco a poco. Siempre hablaba de Eihort,
pero seguro que no le gustará que se acerquen a por él. Puede ir con el y cuidarle, si quiere. Sí,
usted...
No sabía de lo que podía ser capaz. Retrocedí cautelosamente mirando cómo me vigilaba en el
espejo y se burlaba de mí al ver mi gesto. Al dar un paso atrás, derrumbé una pila de revistas que
enterraron al gato, el cual intentó librarse liándome la cadena en los pies.
-¡No toque a mi gato! -grito-. ¡Vale lo que un millón de vosotros! Qué te pasa, cariñín, ven con
mamita.
Aproveché la ocasión para salir corriendo, atravesando el rojo intestino que era el pasillo y el
crecido césped, sin preocuparme de si tropezaba o no, sin fijarme por dónde andaba.
Pronto me encontré en la calle, sobre cemento sólido. Un poco más abajo en la calzada, un carrito
de helados tocaba la melodía de Greensleeves, y esta vez no encontré lo mundano tan desagradable.
Volví a casa caminando.
Cuando me puse ante la máquina de escribir, descubri la paradoja. Ni siquiera los escritores de lo
sobrenatural que creen en lo que escriben (y no digo que yo no crea) están preparados para ver
manifestaciones de los fenómenos. Más bien al contrario. Cada vez que recrea lo sobrenatural en
una historia (excepto cuando se basa en la experiencia) aumenta su propio escepticismo: sabe que
esas cosas no existen porque las ha creado él. Así que una confrontación con dichas fuerzas debe de
ser, es, doblemente perturbadora. Podría incluso forzarle a reconsiderar toda su obra anterior. ¿Sería
eso deseable? Desde el punto de vista de que uno debe estar en armonía consigo mismo y con sus
obras, imagino que sí lo es. De todas formas. sigo adelante. «Únase a él», dijo. Debe de estar en el
cementerio de Mercy Hill.
Iré mañana.
EU
(Sin fecha, sin dirección)
No se qué
(Párrafo borroso. No aparece en la copia. El original sacado de la máquina, copia hecha con papel
carbón reinsertada en la máquina.) No tiene sentido. Puedo escribir sobre ello. El mero hecho de
que pueda escribir sobre ello prueba que aún sigo cuerdo, que aún funciono.
Tomé el autobús de Mercy Hill este mediodia. Había pocas cosas moviéndose, las moscas y los
peatones se arrastraban cada uno a su manera, y los albañiles trepaban por el esqueleto de la futura
escuela. En el cruce de la Terraza Dee me paré a ver la casa. Parecía devorada por el césped,
eternamente aislada de cuanto la rodeaba.
Quería acabar con este asunto cuanto antes. El guarda me indicó el camino y cuando llegué a... No.
Describir antes el cementerio. ¿Por qué tengo que escribir como si fuera mi última obra? Los sauces
de ramas breves y curvas punteadas estaban cuidadosamente espaciados y alineados hacia la colina
en la que estaba enclavado el cementerio. Dentro de la misma colina había catacumbas de piedra
negra, tras las rejas y la hiedra. Encima del cementerio destacaba el hospital como un gris
recordatorio de la esperanza o la desesperacion. ¿Qué espantosa ironía los había puesto uno al lado
del otro, al hospital junto al cementerio? Las calles del cementerio parecían guardadas por ángeles
sin nariz que suspiraban por el cielo. Aquí un ángel mostraba un leproso parche donde habían
estado su ojo y mejilla izquierdos, allí destacaban las urnas como vasos vacíos ante una cama de
enfermo, y una mujer se arrodillaba frente a una corona de flores, ante un panteón. Cuando me
dirigía hacia las catacumbas vi la lápida nueva con su lecho de guijarros. Brillaba bajo la luz del sol.
Leí el nombre de Franklyn, las fechas que enmarcaban su vida, y esperé.
Descubrí que no sabía qué esperaba que pasara. No a la luz del día. El aire estaba quieto. Me moví
alrededor de la tumba y los guijarros saltaron. Mi sombra los había movido. ¡Aún era posible un
anticlímax! Dios mío, pensé, Franklyn debe de estar vivo ahí abajo (quizá ya no lo estaba). Se me
ocurrió algo, y miré por la avenida de tumbas. La joven había abandonado sus rezos y se marchaba.
Me arrodillé en el césped y puse el oído en la grava. Mi oreja se pegó a las piedras, pero no oí nada.
Me sentí perversamente disgustado. De pronto pensé que me podía ver alguien que entrara en el
cementerio, y me puse en pie, sonrojado.
Cuando me levanté, oí algo. No se qué. Si lo supiera. Preferiría tener algo concreto a lo que
enfrentarme, cualquier cosa excepto esta incertidumbre que me quita toda seguridad. Pudo ser un
grito del capataz haciendo que su voz destacara sobre el repiqueteo de la escuela en construcción. O
pudo ser (sí, debo escribirlo) un sonido formado por algo aprisionado, paralizado, intentando lanzar
un último y débil grito de socorro. Un ultimo espasmo muscular de algo que manotea en la
oscuridad mientras es arrastrado hacia abajo, hacia abajo...
No podía correr. Hacía demasiado calor para ello, y elegí caminar. Cuando llegué ante la escuela,
las vigas parecían temblar bajo el enorme calor como si estuvieran vivas. Desearía no haberme
fijado en eso. Ya no podía fiarme de lo que me rodeaba. Parecía que esta experiencia me había
revelado que existían innumerables fuerzas en todo lo que me rodeaba. Cosas invisibles, que
acechaban a plena luz del día, transformándose continuamente y planeando. ¿Qué habían edificado
en esa escuela? ¿Qué era lo que acecharía a los niños sin ser visto?
Seguí caminando. Sé que visualizaba demasiadas cosas, pero podía imaginar, sentir el cemento bajo
mis pies tan delgado como el hielo dispuesto a engullirme y hundirme en un mundo donde la vida
estaba constituida por cosas que se arrastraban. Me sentaba en los parques. No servía de nada. No
sabía qué era lo que podía espiarme desde los árboles. No sabía cuál de esos inocentes peatones
podía ser un agente disfrazado. un agente de otro mundo preparando éste para... ¿El qué? ¿Qué
había dejado Franklyn? El peligro del escritor: no puede dejar de pensar. Podía sobrevivir
escribiendo. pero no había sobrevivido. ¿Por qué voy a hacerlo yo? No debo rendirme. Vagué hasta
que se hizo de noche. Paré en un café. No recuerdo. Me encontré en una calle desierta, y una sola
luz de color rojo iluminaba una ventana situada encima de un oscuro establecimiento. No sé por
qué, me pareció maligna. Debió de recordarme el vestíbulo de Franklyn.
Así que volví a casa y escribí esto. La calle está vacía. Sólo parece moverse el farol de la calle. La
ventana de enfrente está a oscuras. ¿Qué puede esconderse tras ella, esperando no se sabe qué?
No puedo darme la vuelta. Miro fijamente el reflejo de la habitación que tengo a mi espalda. El
espejo parece una foto enmarcada a punto de resquebrajarse por algo que se meterá en su interior.
Cuando termine de escribir esto, daré media vuelta.
-No me atreveré -acabo de decir en voz alta.
¿Adónde puedo ir? ¿Dónde habrá un lugar en el que no sienta que algo se mueve entre bastidores?
(Sin firma)
EL INTRUSO - Errol Undercliffe
Cuando Scott entró en el aula, dio la impresión de que alguien había derramado una jarra de vacío
en la clase. Se interrumpieron trece conversaciones, se levantaron treinta chicos, treinta asientos
plegables resonaron al unísono, se rompió una regla y los pedazos se dispersaron por todas partes...
John Norris tosió nerviosamente, disimulando y preguntándose si Scott habria oído lo que le dijo a
Dave Pierce, hacía unos segundos: «Catacumbas a la hora del almuerzo».
La mirada de Scott le dejó helado.
-Muy bien, siéntense. No me gusta desperdiciar el tiempo de una clase.
Se sentó. La congregación le imitó. Se abrieron los cuadernos de los deberes. John percibió la prisa
de Scott y notó picores en la palma de las manos. Pensó en el acuerdo general y deseaba que llegara
ya el inspector que vendría por la tarde, cuando Scott no podría aguantarse más.
-Responda a la primera, Robbins.
Esa mañana, en el autobús, habían intercambiado las soluciones a los problemas. («¿Qué tienes tú,
Norris?» «A mí me sale 34,5.» «¿Estás seguro? A mime da 17,31.» «A mí también.» «Y a mí.») El
picor aumentó.
-Correcto, x = 2,03 o -3,7. ¿Hay alguien que no lo haya entendido? ¿Alguna pregunta? -Pero nadie
se levantaba voluntariamente-. El siguiente problema, Thomas.
Thomas se levantó, colocó sus papeles y se permitió un suspiro de falsa concentración. Scott
golpeteó con un trozo de tiza, manchando de polvo blanco las ropas de Thomas.
-Vamos, muchacho, en un examen no puedes perder el tiempo. La solución es 27,5, ¿verdad?
-Sí, señor, ésa es, señor -dijo Thomas, parpadeando.
-No, no es ésa, cabeza de chorlito.
Scott se colocó detrás de Thomas para mirar su cuaderno, mientras le clavaba los nudillos en el
riñón con una pericia conseguida tras largos años de práctica.
-¡Hay que prestar más atención, muchacho! Fuller, muéstrale a Thomas cómo se hace.
El examen semestral se apoderaba de Scott con fuerza aterradora. El traslado de la visita del
inspector a las clases de la tarde enfureció a Scott. Por favor, Dios mío, rezaba John, no permitas
que me pregunte la cinco.
-Muy bien, Fuller. Y usted, Thomas, puede sentarse ya. No le necesitamos como mascarón de la
clase. Hawks, ¿puede responder usted a la siguiente?
La clase de al lado vibró con una enorme carcajada. Debía de estar dando clase Silbato Fred, el
profesor de lengua. Era el preferido de John, le permitía escribir poemas en clase, cuando hacia un
buen trabajo. Silencio. Risas. John sentía celos. Scott estaba en algún lugar a su espalda,
acercándose cada vez más.
-¡Vamos Hawks, vamos
Del pasillo les llegó el ahogado chasquido de una correa. Podías entenderte con algunos profesores
como el de Arte; bastaba imitar a una mofeta para librarte de él. No se podía decir lo mismo de
Strutt, el encargado de la clase de Gimnasia. Si hacías lo mismo que en Arte, perdías el zapato. Y
poco menos podías hacer en la clase de Geografía dc Collins. Le llamaban Ametralladora porque
sentarse en primera fila era como pasear en una tarde de tormenta. Pero no había una clase tan
dominada por el miedo como la de Scott. En una ocasión, Thomas le cogió la libreta en la que había
escrito una poesía y Scott se la confiscó. Dave Pierce le sugirió que protestara ante Silbato Fred,
pero no tuvo valor para hacerlo. La clase de Ford rió. El correazo volvió a resonar en el pasillo.
Whap! Silencio. Risas. Whap! Whap! WHAP! John sintió los pesarosos ojos de Dave clavados en
él. Volvió la cabeza para asentir y Scott dijo:
-¡Norris!
Se levantó. El picor de sus manos se hizo más fuerte. En la tranquila atmósfera se percibía el olor de
la tiza y de la colonia de Scott.
-Sí, señor -tartamudeó.
-Sí, señor. La primera vez que me repitiese tenía que ser por su culpa. La cinco, Norris. ¡La cinco!
El inspector, las Catacumbas en el almuerzo. Silbato Fred siempre le llamaba «señor Norris». Nada
de todo eso podía aliviarle en este momento. El miedo ascendió por todo su cuerpo como una
corriente de aire.
-¿34,5, señor? -preguntó.
-Norris, Norris... Puedo comprender el caso de Thomas porque es un idiota, pero usted... Ayer
mismo le enseñé en la pizarra cómo resolver este ejercicio. No me diga que no estuvo presente.
-Estaba aquí, señor. Es que no lo entendí bien, señor.
-No lo comprendió, señor. No hizo preguntas, señor, ¿verdad, señor? Estaba componiendo una oda
sobre el tema, ¿verdad? Venga aquí.
Scott se puso bien sus ropas, la tiza silbó en el aire.
John quería cerrar los ojos, pero no estaba permitido. Toda la clase le miraba, deseando que les
representara en el ritual sin avergonzarles. Scott extendió la mano izquierda de John a la altura
adecuada, controlando las distancias con la correa. Tomó puntería. El pulgar de John se cerró
involuntariamente. Scott dio un paso atrás enarbolando la correa. El público estaba inmóvil, tenso.
La correa descendió. La mano de John se manchó de sangre.
-Ahora tú, Pierce. Estoy seguro de que podrás enseñarle a tu amigo cómo se hace.
Sonó un timbre. La clase de Ford se desparramó hacia el patio de recreo, aplastándose contra las
paredes en una fila cuando vieron a Scott.
-¿Tienes un rato para tomar algo, Ford? -dijo Scott.
John escondió el rostro inflamado por el miedo y el odio.
-Scott no es tan malo -dijo Pierce-. Siempre será mejor que ese puerco de Ford. Me retuvo en clase
la semana pasada.
Muy poco leal con mi lacerada e hinchada mano, pensó amargamente John.
-Me alegra que pienses así -murmuró.

-No hay de qué, John. A ver si conoces este chiste: son dos hombres que van al médico, y-. -
John podía adivinar qué clase de chiste era. No le apetecía escucharlo. Nunca se reía al llegar al
juego de palabras final, del tipo «¿Tiene magdalenas?», «Muy buenas», «Muy buenas. ¿Tiene
magdalenas?».
-Creo que será mejor que nos demos prisa -le interrumpió-. Tú pasa por la puerta; te espero al pie
del muro.
Atravesó el patio, y pasó entre chicos que caminaban y hablaban, temblando a la pálida luz de
febrero. Una luz que podría originarse en la carcomida rodaja de una luna en el horizonte. Un
grupito apelotonado en un rincón se intercambiaba fotografías, otro conversaba sobre los deberes
que tendrían que entregar por la tarde; más allá, en el brumoso campo de juegos, corria el grupo de
favoritos de Strutt vestidos de deporte. Esa mañana, en el autobús, un hombre que llevaba un
maletín se ofreció a ayudarles con los deberes, pero los extraños le daban miedo. Esperó apoyado en
el muro del campo de juegos. Cuando Dave le tiró el pase para salir a la hora de la comida, lo cogió
y se acercó a la puerta.
Un prefecto se apoyaba en la verja. Al verle se enderezó y frunció el ceño, como correspondía al
estatus que tenía una vez por semana, cuando prefería pasar ese rato en el pub. Sobre su cabeza
seguía viéndose una pintada a través de la tercera capa de cat con que había intentado cubrirla el
conserje, como si desafiara las órdenes del rector. John enseñó su pase con la mano sana y salió al
exterior.
Más abajo, Dave le esperaba rodeado de fragmentos de una nueva escuela: una solitaria y brillante
cafetera situada encima de un mostrador, una pirámide de sillas, un panel de vidrio manchado con
cráneos dibujados en tiza... En el cielo, un avión había dejado una estela de blanco a su paso.
-¿Cómo llegamos a las Catacumbas? -preguntó Dave.
-Ni idea -respondió, sintiendo que su confianza se desvanecía-. Pensé que tú lo sabías.
Unos tacones resonaron en el asfalto.
-Sigamos a esas chicas. Tienen buena pinta -dijo Dave-. Puede que vayan hacia allá.
John aceptó en silencio. Si las chicas volvían la cabeza, se reirían de su uniforme escolar. Sus
abrigos rosas se movieron al viento, atrayendo a Dave; su perfume dejaba un rastro tras ellas. El
aire de las Catacumbas estaría preñado de humo y de este aroma. Las chicas cruzaron la calle
corriendo, como si dejaran atrás las piernas a cada paso, y se perdieron dentro de un pub sito entre
una casa de apuestas mutuas y el Club Social de la Cooperativa. Dave estaba dispuesto a seguirlas,
pero John oyó un retumbar que provenía de una calle situada a la izquierda.
-Es por ahí. Vamos, sólo hemos perdido diez minutos.
Los coches que pasaban por la avenida parecían circular en silencio. En la calle lateral notaron un
latir bajo sus pies, como el retumbar de una guitarra eléctrica. En algún lugar del subsuelo estaban
las Catacumbas, pero las paredes que les rodeaban no traicionaban entrada alguna a estas cuevas
reclamadas por la ciudad en su ciega búsqueda subterránea de espacio. La amenaza parecía
introducirse en ese pulsante ritmo a través del de la mano herida de John. En una grieta se
columpiaban somnolientas unas arañas que pendían de su blanca telaraña. Una figura subía por la
callejuela, un vendedor de periódicos cargado de ejemplares del Brichester Herald, con un abrigo
tan parcheado y remendado como las paredes. El hombre pasó ante ellos en silencio, apoyando una
mano en los ladrillos. El muro en que se apoyaba, situado frente a los chicos, cedió ligeramente. Era
la puerta disimulada entre los ladrillos, y se deslizó sobre sus bisagras.
El hombre pasó de largo.

-Ahí debe de ser -dijo Dave, dando un paso adelante.


-Yo no estoy tan seguro.
El hombre había llegado a la avenida y empezaba a vocear ¡Brichester Herald! John miró atrás y vio
que la puerta del pub se abría para dar paso a Scott, que caminó en su dirección.
-No -dijo John, empujando a Dave a través de la abertura.
Lo último que vio del exterior fue a Scott comprando el periódico.
-Era tu amigo Scott -le ladró a Dave.
-Bueno, no es culpa mia.
Dave señaló al interior, a un corredor de piedra que conducía a la tenue luz azul, situada tras una
curva.
-Esto deben ser las Catacumbas -dijo.
-¿Estás seguro? -preguntó John mientras caminaba-. La música es cada vez más débil. De hecho. ya
no la oigo.
-La verdad es que tampoco podía oírla cuando estábamos fuera. Vamos, tiene que ser aquí.
Pasaron la curva. Un brillo pálido se estrechaba hasta la nada. Poco a poco, se hicieron una idea de
lo que tenían delante: un largo pasillo de piedra, ligeramente fluorescente, demasiado estrecho para
que pasaran de frente. Quizá más lejos pudieran hacerlo, allá donde la iluminación parecía proceder
de las propias piedras, pero aun así agarró el brazo de Dave.
-No puede ser aquí. Será mejor que no sigamos.
-De todas formas, yo voy. Quiero saber adónde conduce.
-Espera un momento, entonces. Antes quisiera ver si...
Pero no pudo expresar lo que le preocupaba.
Estaba muy asustado. Podían perderse y no llegar a tiempo a la clase de Scott de la tarde. Si Dave
quería seguir, adelante. Él se volvía.

Dobló la esquina, abandonando la estancada luz azul y sumergiéndose en la oscuridad. El aire


húmedo olía a oscuras charcas subterráneas. El único sonido era el de sus tacones sobre la piedra
resbaladiza. Alcanzó el muro exterior, la puerta. No había puerta.
La buscó con una uña, que se le rompió. Se la arrancó con los dientes. Su mano izquierda, aún
dolorida, tanteó la piedra sin fisuras. De pronto, se sintió solo y amenazado, y se precipitó corriendo
hacia el resplandor azul, pisando sus propias huellas. Dave no estaba esperándolo.
-Oh, Dios -gimió.
Los ojos se le acostumbraron a la oscuridad. Creyó divisar una figura al fondo del pasillo,
desprovista de sombra por la iluminación. Se lanzó hacia ella, rozando las piedras con la mano. La
bóveda parecía tirar de él; una araña color turquesa colgaba de un hilo azul y trepaba hacia arriba.
Las piedras estaban plegadas de protuberancias. John se secó el sudor de la frente mientras corría.
Delante de él, la figura se detuvo, esperándole.
-La puerta se ha cerrado. No podemos salir -dijo, y resopló, boqueando en busca de aire.
-Entonces, tendrás que venir conmigo -respondió Dave-. Sea lo que sea este sitio, debe de haber
otra salida.
-Pero esto va hacia abajo.
-Ya me he dado cuenta. Debe de volver a subir en algún momento. Quizá si... ¡Mira!
Seguían caminando y habían doblado otro recodo. El pasillo seguía adelante, brillante. John intentó
no mirar directamente a Dave. La luz parecía haberle chupado la sangre del rostro, y la duda
brillaba débilmente en su mirada. Las hebras de telarañas que forraban el suelo de piedra, teñidas de
azul, llevaban a otra desviación. En la pared de la izquierda, Dave había visto una abertura. Corrió
hacia ella seguido por un John que se había quedado sin Catacumbas y que sólo quería volver a la
clase de Scott y al inspector. Dave se enfrentó a la abertura y la duda se intensificó en sus ojos.
Era una abertura, sí, pero no conducía a ninguna parte. Era un nicho de poco más de metro y medio
de altura y treinta centímetros de profundidad. Totalmente vacío, a excepción de unas telarañas que
subían y bajaban siguiendo el ritmo de sus agitadas respiraciones. Dave miró al interior. Una araña
del tamaño de un pulgar corrió por la embotada esquina. Se echó a un lado, pero sólo era un
cascarón que cayó, rebotando en las piedras.
John, que había sobrepasado el siguiente recodo, descubrió otra curva y otra cámara. Esperó a que
Dave se le uniera. En el segundo nicho había una espesa capa de telarañas. Llenaban la abertura,
brillando blandamente, moviéndose cuando Dave volvió a ponerse delante. Los chicos corrían, la
luz parecía congelarse alrededor de ellos, el techo descendía, hebras de telarañas se agitaban a su
paso. Una curva, una cámara, telarañas. Otra más. John miraba en derredor, estremecido por un
terror indefinido. Las telarañas de los nichos parecían tomar una forma horrible en su imaginación.
Pero era otro el miedo que le quemaba como si fuera ácido: llegar tarde a la clase de Scott.
-¡Fíjate, el pasillo se hace más ancho! -gritó Dave.
Antes de que John pudiera darse cuenta, estaban en un espacio abierto.
Era una habitación circular. Sobre sus cabezas se abría un techo en forma de cúpula que irradiaba
luz azul a través de telarañas similares a nubes. En las paredes se abrían mas galerías, orientadas a
partir de una enorme charca de aguas tranquilas. La superficie parecía cubierta de una alfombra de
telaraña, como si fuera un enorme y andrajoso vello enjoyado.
-No lo entiendo -susurró Dave.
Su voz recorrió la estancia, agitando las partículas que flotaban en el aire. John no dijo nada.
Entonces, Dave le tocó el brazo y señaló un punto concreto.
Más allá de la charca, entre dos nichos, había un perchero con ropa: sombreros, capas, un sobretodo
negro, un traje de tweed, uno a rayas con un pañuelo naranja que ondeaba como una bandera, y otro
gris. La visión inundó a John de un horror de pesadilla.
-Deben de pertenecer a un vagabundo -dijo desesperadamente.
-¿Tantas cosas? Voy a echarles un vistazo de cerca -dijo rodeando la charca.
-No, Dave, ¡espera!
John se deslizó en su persecución. Un pie le resbaló en la orilla de la charca. Miró abajo. Su reflejo
fue capturado por las telarañas enjoyadas con gotas de agua, y devorado. Su voz se perdía en los
corredores.
-Ya son más de la una. Tú pruebas por un pasillo y yo por otro. Alguno debe de llevar al exterior.
Se dio cuenta de que estaría solo en el pasillo, rodeado de los nichos. Al menos, había distraído a
Dave de su propósito.
-Es una buena idea. Espera a que le eche un vistazo a esto. No me llevará más de un minuto.
-¡Haz lo que quieras! ¡Yo me vuelvo!
Penetró en el pasaje más cercano al que habían utilizado. El primer nicho estaba a un minuto. Miró
hacia atrás, deprimido. Dave miraba los trajes. John se obligó a seguir por la galería de empedrado
azul. Entonces oyó el grito de Dave.
John sintió ganas de correr, pero ¿hacia Dave o hacia el otro lado? Era demasiado mayor para el
heroísmo a ciegas y demasiado joven para el egoísmo consciente. Le temblaban las piernas. Se
sentía mal. Dio media vuelta.
Dave no se había movido, pero uno de los trajes yacía a sus pies. Miraba aquello de lo que había
estado colgado, demasiado lejano para que John pudiera distinguirlo con aquella mortecina luz. La
mano de John latió y sudó. Alargó los dedos hacia Dave como si con eso pudiera atraerle hacia él.
Las manos de Dave le advertían contra lo que tenía delante. John liberó sus pies de la necesidad de
correr y, cuando empezó a moverse, una figura se interpuso entre él y Dave. La telaraña se pegaba a
ella como si fuera un aura. Reconoció el perfil y el abrigo remendado. Era el vendedor de
periódicos.
John pugnó por gritarle una advertencia a Dave, pero ¿contra qué? Sus labios parecían pegados por
telarañas, tenía las piernas fundidas en la piedra. El hombre rodeó la charca, alejándose del campo
visual de John. Abrió los labios, y Dave dio media vuelta. Movió la boca, pero el grito no acudió a
ella. Se pegó a la pared, más allá de los trajes. Algo apareció entonces, resaltando sobre el
parcheado abrigo. Largos brazos engarfiados que se prolongaban más allá de las mangas, una
cabeza que sobresalía del cuello y de donde hubiera tenido que estar la boca salía un chorro de color
blanco que recorrió el aire, cayendo sobre el rostro de Dave a medida que éste se desplomaba,
gritando por fin. John se tapó los oídos con las manos y corrió hacia el exterior, pero los gritos de
Dave ya no se oían.
Cuando pasó ante el primer nicho, la tela bostezó y abrió un ojo atento. No más, rezó, no más. Cada
recodo era el último, cada estrechamiento de la galería se alargaba cruelmente por la luz constante.
Le ardían los pulmones. Cada aspiración llevaba a su garganta hebras de telaraña. Desde un nicho le
suplicaron los ojos de una chica que extendía hacia él una mano con un anillo de compromiso. Gritó
para acallar sus apagados gritos. En respuesta le llegó el ruido de algo que saltaba tras una curva,
detrás de él. Una brizna de telaraña le acarició la mejilla. Se arrojó hacia adelante. Otro recodo. Lo
rodeó jadeando y vio la luz del día.
La puerta estaba apuntalada con una botella de leche vacía. Alguien la había encontrado y
bloqueado, quizá con la intención de volver. Salió a un solar. A primera vista, advirtió una cama
rota, un coche destripado, un sonajero de niño lleno de barro... Retrocediendo, retiró la botella y la
puerta se hizo una con la tierra. Entonces se dejó caer en la cama.
¡Dave! ¡Seguía abajo, en la cueva! John se puso en pie, trastabillando, temblando. Por entre la
llovizna pudo ver que la gente le miraba con gesto de extrañeza. Tenía que decírselo a alguien. Dave
estaba en las Catacumbas. No, en las catacumbas. A alguien. ¿Dónde estaba? Caminaba por la acera
mirando continuamente hacia atrás, dispuesto a gritar si se le acercaba alguien, en dirección a la
escuela, desandando el camino que habían recorrido hacía tanto tiempo. Había más distancia de la
que creía. A Ford. Se lo diría a Ford. Le diría a Ford que Dave estaba en las Catacumbas. Consiguió
llegar. Las líneas entrecruzadas de la lluvia cayendo en el asfalto parecían algo olvidado.
Scott le esperaba en la puerta. Cruzó los brazos cuando le vio llegar. El terror de John le golpeó en
el estómago. Los labios de Scott se abrieron, esperando. Entonces desvió la mirada de John, hacia
alguien que venía tras él, y cambió de expresión.
-Muy bien, Norris, será mejor que suba a la clase -dijo.
¡Era el inspector!, pensó John mientras corría escalera arriba, en dirección a los rostros familiares.
No sabía dónde podía estar Ford, pero quizá pudiera decirle al inspector que Dave estaba en las
catacumbas. Si Scott le dejaba, claro. Tenía que dejarle. Le tenía miedo al inspector.
-El inspector le da miedo -le había dicho a Dave.
-¿Qué? -dijo Hawks tras él.
Scott y el inspector entraron en la clase. Scott le sujetó la puerta educadamente. La clase se levantó,
provocando una nube de tiza y haciendo que ondeara una telaraña en la chaqueta de John, gris por
las hebras. Se dio cuenta de que también lo estaba el traje a rayas del inspector, igual que el pañuelo
naranja de su bolsillo.
-Dave, señor... Señor Ford -gritó John, vomitando a continuación en el pupitre abierto.
-¡Dios mío! -gritó Scott.
-Permítame, señor Scott -dijo el inspector con tono alegre, pero tan pegajoso como una telaraña-. El
chico está enfermo. Parece asustado. Le sacaré fuera para atenderle mejor.
-¿Le espero? -siseó Scott.
-Será mejor que empiece la clase, señor Scott. Tengo tiempo de sobra para averiguarlo todo.
Corredores vacíos. Baldosas que olían a desinfectante. El restallido de una correa. Risas en alguna
parte. Un alumno retrasado que mira con la boca abierta a John y a la figura que le lleva de la
muñeca. El ensayo de la orquesta del colegio. El salón comedor, las mesas vacías, las bandejas
metálicas. El guardarropa con sus filas de abrigos colgando de perchas.
-Me temo que no puedo confiarte al cuidado de nadie -dijo el inspector.
Las puertas desiertas. Enfilaron hacia el pub, hacia la callejuela. Aún había tiempo. Los dedos que
le sujetaban la muñeca ya no eran dedos. Tenía los ojos tan velados como la charca. Se acercaban
dos mujeres con carritos de compra. Pero tenía la boca cerrada por el miedo. Se metieron en la
callejuela. Aún no tenía taponados los oídos y pudo oír el comentario de una de las mujeres.
-¿Te has fijado en eso? Debe de ser otro de esos críos que no quieren ir a la escuela.

LA CASETA SIGUIENTE
Cuando Gray pasó ante el quiosco cerrado, empezó a llover. El agua cayó tamborileando a través de
las capas de hojas otoñales que aún pendían de los árboles; las gotas repiqueteaban sobre el lago y,
más allá del parque, destellaban las auras de las torres.
No valía la pena apresurarse por regresar a casa. Se había olvidado la llave dentro, y su esposa no
regresaría- antes de media hora; por eso decidió dar un paseo por el parque. El quiosco resonaba
como un tambor. Su arco descarnado no ofrecía ningún refugio contra la lluvia. Si apretaba más,
quizá podría resguardarse un poco bajo los árboles.
El brillo febril causado por la lluvia hacía al menos que los senderos fueran más visibles. El resto
del parque estaba oscuro y manchado como un dibujo empapado. Las nubes formaban grandes
masas en el cielo, oscureciendo aún más la noche; parecían tan cercanas y espesas como el follaje.
una vez que viera las luces de la carretera que lo atravesaba, podría orientarse.
Bajo sus pies, el sendero parecía más de barro que de cemento. ;Acaso los jardineros habían estado
removiendo la tierra, o es que él se había perdido? Avanzó dando traspiés, parpadeando; la lluvia le
caía sobre la frente y en los ojos. Aquello que había allí delante, entre los árboles chorreantes, ¿era
un refugio? Pero no existía ninguna construcción así en el camino que solía seguir para llegar a
casa. Entonces escuchó cómo la lluvia repiqueteaba sobre metal. La figura oscura era una caravana.
Había varias, apiñadas como bestias bajo los árboles. Las gotas de agua trazaban regueros sobre la
suciedad de sus oscuras ventanas. ¿Tenían derecho aquellas caravanas a permanecer allí? Le estaban
privando de su refugio. Al pasar junto a ellas traquetearon como maracas.
Un par de cortinas permanecían abiertas, dejando que la luz cayera sobre la hierba anegada y
retorcida, iluminando parte de un anuncio. Gray distinguió algunas palabras: LABERINTO,
ESPECTÁCULO DE MONSTRUOS, BIENVENIDO. Las letras se retorcían bajo los delgados
chorros de la lluvia. ¿Habrían puesto aquel anuncio allí para que lo leyeran los viandantes? Más
bien parecía como si se hubiera caído sobre el barro.
Si las casetas estaban abiertas, quizá pudiera refugiarse allí... Pero nunca había visto un espectáculo
de monstruos, y no tenía la menor intención de empezar ahora. Sabía que la deformidad existía,
pero eso no le parecía razón alguna para verse envuelto en su explotación.
Mientras avanzaba chapoteando por el sendero, se detuvo de pronto. ¡Cómo! Sólo había podido ver
fugazmente un rostro que le contemplaba entre las cortinas. No tuvo tiempo para distinguirlo
adecuadamente. Tuvo la impresión de que era un rostro muy antinatural, pero pensó que eso se
debió a sus pensamientos previos sobre monstruos.
Ahora, alguien había corrido las cortinas. Junto a aquella caravana, había una construcción baja, sin
ruedas. ¿Era allí donde se ofrecía el espectáculo de los monstruos? No, porque pudo distinguir el
letrero colgado a la entrada: LABERINTO DEL ESPEJO.
La entrada estaba a oscuras. En el interior, a la izquierda, se abría como en un gran bostezo la
estrecha apertura de la caseta donde se compraban las entradas, ahora totalmente a oscuras. Los
cabellos empapados le enviaban hilillos de agua espalda abajo; tenía las ropas y las cejas
empapadas. Escuchó una nueva y furiosa embestida de la lluvia acercándose por el lago y,
estremeciéndose, se refugió en la entrada.
A su lado, una voz preguntó:
-¿No tiene ningún sitio adonde ir?
Retrocedió. Había notado algo ovalado en el interior de la caseta, pero había supuesto que era una
pintura, o un anuncio pegado sobre la pared del fondo.
-Sólo me refugio del agua -admitió, desconcertado.
La parte inferior de la sombra ovalada se abrió mucho. La voz era suave como el chaparrón, y casi
tan vaga.
-¿Por qué se queda aquí? Entre y eche un vistazo.
-Esas cosas no van conmigo -dijo, pensando que no tenía por qué pedir disculpas-. No me gustan
nada los espectáculos de monstruos -añadió con un tono algo más agresivo.
-¿Dice que no le gustan? -preguntó la voz, y Gray no supo si su tono era burlón o triste-. Intente
entonces los espejos, si es que dispone de media hora -dijo la voz con la suavidad de un
hipnotizador-. Es algo que no olvidará jamás.
Gray se quedó mirando fijamente hacia la oscuridad. Por lo que podía distinguir desde allí, el
parque podría hallarse inundado en varios kilómetros a la redonda.
-¿Cuánto es? -preguntó finalmente.
-Cualquier moneda -¿Lo había dicho como un gesto de buena voluntad? Gray se sintió aún más
desconcertado. Se metió la mano en el bolsillo y extrajo una moneda
Y una mano surgió por la ventanilla. ¿Por qué llevaba aquel descolorido guante de goma, tan grande
que los dedos parecían extrañamente aplastados? Pero aquella mano no estaba enfundada en ningún
guante, y Gray no pudo evitar quedarse con la boca abierta.
La mano permaneció con la palma hacia arriba sobre el pequeño mostrador... ¿desafiando su
asombro o exigiéndole más dinero? Finalmente, los dedos se cerraron bruscamente sobre la
moneda, como una planta que acabara de atrapar a su presa. Uno de los dedos señaló lo mejor que
pudo hacia un puerta, destacada ahora por un finísimo borde de luz.
-Está, preparado para usted -dijo la voz. En cuanto Gray abrió la puerta se sintió envuelto por un
opresiva atmósfera caliente. Sus ropas estaban húmedas y le colgaban lacias del cuerpo; el abrigo
empezó a emitir vapor. El sudor se mezcló con las gotas de lluvia, empapándote la frente. Dio un
paso adelante y la puerta se cerró tras él con un clic.
Los primeros espejos estaban polvorientos; el reflejo de su figura, a medida que avanzaba, era vago.
El techo bajo estaba apenas a unos treinta centímetros sobre su cabeza. Allí se encendió un luz,
produciendo un zumbido; y pudo escuchar muchos más zumbidos en lo más profundo del laberinto.
Se sintió contento de no haber pagado más.
Al mirar hacia atrás, se vio a sí mismo flotando en un mugriento espejo situado en la parte interior
de la puerta, como si lo hubieran echado al barro.
Se aventuró a pasar por el estrecho pasillo. Si la construcción era tan pequeña como daba a entender
su aspecto exterior, no tardaría en haberlo recorrido todo. Los reflejos de sí mismo, extendiéndose
hacia el infinito a ambos lados..avanzaron con él, hasta que su desaparición le indicó la existencia
de un cruce. Podía girar a la izquierda o a la derecha. ¿Lo echaba a suertes? En respuesta a un
recuerdo de algo que había leído -no pudo recordar dónde ni en relación con qué-, sobre un camino
que giraba hacia la izquierda, tomó aquella dirección. Y no tardó en tener que girar varias veces
más, entre una multitud de su propio reflejo. Aquel truco, ¿no le llevaría de vuelta al lugar por
donde había empezado? Pero tuvo que haber calculado mal los giros, porque salió a otro pasillo
estrecho muy diferente.
¿En qué sentido era diferente. un luz suspendida del techo zumbaba intermitentemente. Miró hacia
los borrosos espejos. El sudor le envió sal hacia los ojos; se los limpió con el dorso de la mano y se
quitó el abrigo. ¿Por qué razón el reflejo de sus movimientos le parecía tan poco natural? De pronto,
se dio cuenta de que todos los espejos estaban distorsionados.
Bueno, aquello no era más que un truco característico. En uno de los lados del pasillo su figura
aparecía hinchada, en un parodia de embarazo; en el otro lado no era más que un reloj de arena
dotado de rostro. Junto a aquellos reflejos se amontonaban otros, mucho más extraños. ¿Acaso el
propietario había tratado de conseguir mediante trucos extraños lo que al laberinto le faltaba en
tamaño?
Gray consultó su reloj. Aún tenía que encontrar la salida. Siguió avanzando. un imagen de carne
hinchada se desplegó hacia él, como si estuviera mirando a través de un acuario. ¿Qué camino debía
seguir ante este espejo? De nuevo a la izquierda; de ese modo, al menos sabría qué dirección no
debería seguir en caso de tener que retroceder.
Su rostro polvoriento se le fue acercando oscilantemente. La imagen era casi tan alta como él
mismo, y aplastaba su cuerpo hasta dejarlo a la altura del tobillo. Aquello era fascinante. Si los
espejos hubieran estado bien limpios -si el enorme y palpitante rostro no hubiera estado tan
borroso-, no se habría sentido incómodo en absoluto.
La única salida de aquel pasillo era hacia la izquierda. Ya debería de estar cerca del final; el
laberinto, encerrado en el edificio que había visto en el exterior, no podía ser mucho más grande. Y,
de nuevo, tuvo que efectuar varios giros, siempre a la izquierda. Sentía la piel caliente y tan
mugrienta como los propios espejos. La cercanía de la carne distorsionada era algo que le oprimía.
Ah, allí había un pasillo más largo. un figura delgada oscilaba en el extremo más alejado; quizás
aquel espejo ocultase la salida. Avanzó apresuradamente, echando apenas un vistazo a la miríada de
figuras distorsionadas que llenaban las paredes. Cuando volvió a mirar hacia delante, el cristal
situado al fondo del pasillo apareció en blanco.
El espejo debía de reflejar su figura sólo a partir de cierta distancia. Quizás aquello no era más que
un último intento por confundir a las víctimas del laberinto. Se acercó más al espejo, dispuesto a
empujarlo hacia un lado. Y entonces titubeó. Por muy polvoriento que estuviera, no cabía la menor
duda de que no era más que un plancha de cristal plano.
¿Qué había visto al otro lado al mirar a través de él? Nadie podía tener aquel aspecto. Sin lugar a
dudas debía de haber espejos al otro lado; él había visto un reflejo distante de sí mismo. ¿Dónde
estaba la salida? Irritado, se pasó la mano por la frente y se volvió hacia la izquierda.
-Nunca ha estado usted en un laberinto como éste.
Se giró en redondo. La carne se desplegó a su alrededor. La voz había surgido de detrás de alguno
de los espejos; de algún modo, el propietario, o quien le había cobrado la entrada, le había seguido
de cerca. Gray apretó los labios, aunque un vena palpitaba en su cuello.
Se negó a admitir que te había asustado.
-No es lo que usted esperaba, ¿verdad? Siempre ocurre lo mismo en todas las casetas. Pero no
juzgue nunca apresuradamente.
Ahora, el tono de la voz suave parecía más claro: era empalagoso, Y el propietario se recreaba con
un maligna satisfacción. ¿Estaba tratando de distraerle, de hacerle perder la paciencia a causa de lo
que había comentado sobre los monstruos. Muy bien, la visión de la deformación le hacía sentirse
mucho más incómodo de lo que había pretendido. Que le condenaran si preguntaba por el camino
de salida ¿Y qué? Miró su reloj. Aún podía disponer de otros diez minutos.
Atravesó salas llenas de espejos, girando hacia la izquierda, siempre a la izquierda. Los ojos le
miraban desde separadas burbujas de carne; un maraña de figuras distorsionadas se arremolinaba a
su alrededor. El zumbido de las inestables luces parecía aún más fuerte, como si se hubiera abierto
un colmena. Las incansables distorsiones te hicieron sentirse mareado. Tuvo que detenerse y cerrar
los ojos.
Sin duda alguna, ya debería de haber visitado todas las salas del edificio, ¿No estaría el propietario
cambiando los espejos de lugar, para vengarse? Cinco minutos más y preguntaría el camino de
salida.... y si el hombre no se lo decía se abriría paso destrozando espejos.
Cuando Gray abrió los ojos, observó un movimiento al fondo del pasillo. Buen Dios, ¿qué había
sido aquello? Él mismo, claro: debía de haberse movido sin darse cuenta. Seguramente, sólo había
visto un parodia de sí mismo reflejada en el cristal mugriento. Al final del pasillo, al doblar hacia la
izquierda, escuchó un clic.
-Estos son los últimos espejos -dijo la voz.
Eso significaba que estaba casi libre. Gray se dirigió casi corriendo hacia el lugar donde le pareció
que había sonado la voz. Por encima de él el zumbido se hizo más fuerte; la luz se retorcía en los
espejos, Evitó mirarlos al llegar al final del pasillo. A la izquierda, un espejo había oscilado hacia
atrás. Sacudiendo la cabeza para librarse del mareo, el zumbido y la opresión, atravesó la abertura.
La sala que había al otro lado era más pequeña que un celda. un luz aún más sombría parpadeaba
débilmente en un tubo. Miró los rectángulos de cristal de las paredes. No parecían espejos. ¿Eran
pinturas?
-Fue con éstos con los que empecé -dijo la voz desde el otro lado del espejo situado en el extremo
más alejado, donde seguramente estaría la salida-. Se supone que no fueron otra cosa que el pago de
unos servicios. Uno se encuentra con gente muy extraña en la carretera.
Gray se volvió hacia un panel. No, no era un pintura; era demasiado luminoso. Y, sin embargo, pudo
ver el sol poniéndose detrás de unas montañas. Sobre un ladera, un pueblo con torres brillaba bajo
la luz. ¿Cómo era posible que el pueblo brillara con mayor intensidad que el cielo, como si
estuviera dotado de un luz interna?
La imagen se desvanecía. Momentáneamente, tuvo la sensación de estar contemplándola no a través
de un cristal mugriento, sino de un velo de neblina. Avanzó un paso y el cristal quedó
inmediatamente opaco. Era alguna especie de truco óptico, nada más que eso. Pero se volvió con
rapidez hacia los otros paneles, en los que también se retiraban otras imágenes. Antes de que
pudiera distinguir ninguna superficie, todo el cristal quedó gris y opaco.
-Uno más -dijo la voz.
Una de las láminas de cristal no era opaca: la que estaba en el extremo más alejado de la celda.
Avanzó hacia ella, extendiendo la mano para apartarla a un lado. Su mano se abultó ante el espejo,
hinchándose como un globo cuyo cuello estaba formado por su muñeca. El cristal convirtió sus
piernas en columnas achaparradas y le hundió la cabeza como si fuera de cera blanda. Su rostro...
Ya no pudo soportar más distorsiones; se sentía mareado y con náuseas. Cerró los ojos.
Abrió los ojos de nuevo cuando escuchó el clic. El espejo se había movido, dejando al descubierto
la oscuridad. Avanzó rápidamente, tambaleándose. No había tenido conciencia de lo mareado que
estaba; apenas podía caminar o enfocar la vista. Pero tenía que salir de allí mientras tuviera
oportunidad de hacerlo. ¿Por qué? ¿De qué escapaba?
En cuanto hubo pasado por la abertura, el espejo se cerró con un clic. Pero lo que notaba bajo sus
pies no parecía ni tierra ni cemento..., era más bien como un alfombra desigual. Parpadeó, tratando
de enfocar la vista. ¡Buen Dios, estaba en un caravana! Abrió la boca para protestar y se esforzó por
recuperar el control de sus labios.
-Ese espejo me convirtió en lo que soy -dijo la voz.
Gray dio unos pasos, tratando de mantener el equilibrio y de levantar la cabeza. De pronto, se dio
cuenta de que no era sólo el vértigo lo que le causaba problemas; la caravana se estaba moviendo. Y
allí había mucha gente; escuchó retorcerse unos cuerpos en los rincones y en las literas. A medida
que sus ojos fueron enfocando la visión, distinguió algo parecido a un mano que sostenía un espejo
de mano tendido hacia él. En su configuración ovalada, el reflejo del interior de la caravana
aparecía sin distorsión alguna. ¡Dios santo! Sería mejor que le dejaran salir de allí; no estaba
dispuesto a que le distrajeran con ninguna otra locura, Pero cuando miró la mano que había
extendido para rechazar el espejo, empezó a gemir. Había pasado a través del último espejo
distorsionador de una forma múltiple, y con un resultado mucho peor de lo que hubiera podido
imaginar

LA IGLESIA DE HIGH STREET


...La Horda que vigila el portal secreto de cada tumba,
y medra con lo que se forma en los moradores de ésta...
Abdul Alhazred, Necronomicon.

De no haberme empujado las circunstancias, jamás habría visitado Temphill. Pero andaba mal de
dinero y, al recordar que un amigo mío que vivía allí me había ofrecido trabajo como secretario
suyo, empecé a desear que dicho puesto siguiera vacante. Desde luego, no me parecía fácil que mi
amigo hubiera encontrado un secretario permanente o, cuando menos, duradero. Temphill es un
pueblo de muy mala fama y a poca gente le agradaría vivir en él.
Alentado por esta esperanza, un día metí en un baúl mis pocos bártulos, los cargué en un cochecito
deportivo que me había prestado un buen amigo mío que ahora andaba de viaje, y salí muy
temprano de Londres, antes de que empezara el ruidoso tráfico de la ciudad. Y así abandoné el
edificio carcelario y el siniestro callejón trasero donde había estado hospedado.
Mi amigo -que se llamaba Albert Young- me había contado muchas cosas de Temphill y de las
costumbres de sus habitantes. Era un pueblo muy antiguo y en plena decadencia, situado en la
región de Cotswold. El llevaba allí varios meses. Había ido para documentarse sobre ciertas
creencias y supersticiones que perduraban en la localidad. Con el material que obtuviese pensaba
redactar un capítulo entero del libro sobre brujería que tenía entre manos. Como no soy
supersticioso, me chocó que gentes aparentemente normales procurasen evitar Temphill siempre
que podían; no porque fuese mal lugar -según Young-, sino más bien por un temor nacido de los
extraños rumores que corrían por esa región.
Quizá yo también me hubiese dejado impresionar por tales habladurías, pues es el caso que, a
medida que me adentraba en esa zona, el paisaje me iba pareciendo más inquietante. Las suaves
colinas de Cotswold y las aldeas de casas de madera y techo de paja, se sustituyeron por llanuras
áridas y tristes, casi desiertas, cuya única vegetación la constituían unos yerbajos grises y
enfermizos y algún que otro roble hinchado y nudoso. Algunos parajes me llenaron de viva
intranquilidad. Por ejemplo, hubo un momento en que la carretera se ciñó a un riachuelo de aguas
estancadas, cubiertas de espuma y verdín, que distorsionaban grotescamente el reflejo del paisaje.
Luego tuve que tomar una desviación que atravesaba una ciénaga cubierta de árboles inmensos y,
más adelante, llegué a un punto en que el camino se hundía bajo una ladera casi vertical donde
crecía un bosque de aspecto primitivo. Las ramas de los árboles se extendían sobre el camino como
millares de manos nudosas y torcidas.
Young me había escrito varias cartas hablándome de ciertas cosas que había leído en viejos
volúmenes. Una vez, recuerdo que mencionó «un olvidado ciclo mitológico que habría sido
preferible desconocer»; también citaba de cuando en cuando nombres extraños y sonoros, y en sus
últimas cartas -fechadas varias semanas antes- daba a entender que en Camside, Brichester,
Severnford, Goatswood y Temphill -y quizá en otros pueblos de la región-, aún se rendía culto a
ciertos seres transespaciales. En su última carta me hablaba de un templo consagrado a «Yog-
Sothoth», que se hallaba emplazado en el mismo lugar que una iglesia de Temphill donde
antiguamente se habían practicado monstruosos rituales. Se decía que este templo había dado
origen, no sólo al nombre de la aldea -que sería entonces una corrupción de «Temple Hill» o
«Colina del Templo»- sino a la aldea misma que, al parecer, fue creciendo en torno a la colina
donde se alzaba la iglesia. También se decía que en ella había ciertas «puertas» que, una vez
abiertas mediante conjuros ya olvidados, darían paso a antiquísimos daimones procedentes de otras
esferas. Según me escribió mi amigo, existía un leyenda espantosa relativa a la misión de tales
demonios; pero no quiso referírmela, por lo menos hasta no haber visitado el supuesto
emplazamiento terrenal de aquel templo de otra dimensión.
Nada más entrar en las viejísimas calles de Temphill, empecé a lamentar mi repentina decisión. Si
entretanto Young había encontrado secretario, me iba a resultar difícil volver a Londres. Apenas
tenía dinero para pagarme el hotel, el cual -dicho sea de paso-, ofrecía un aspecto muy poco
seductor, según comprobé al cruzar por delante. Tenía un porche torcido y la fachada estaba llena de
desconchados. A la puerta había varios viejos de pie, con la mirada perdida y el aire ausente. Los
otros sectores del pueblo no eran más tranquilizadores. Muy en particular me impresionó esa
escalinata que subía, por entre ruinas verdosas y muros de ladrillo, hacia el negro campanario de
una iglesia que se alzaba en medio de un campo de lápidas descoloridas.
De todo Temphill, sin embargo, lo más impresionante era el barrio sur. En Wood Street, que entraba
en el pueblo por el noroeste, y en Manor Street, donde terminaba la pendiente boscosa, las casas
eran de piedra y se hallaban bastante bien conservadas. Pero alrededor del tétrico hotel, o sea en el
centro de Temphill, había muchas viviendas medio en ruinas, e incluso un edificio de tres pisos -en
cuya planta baja estaban instalados los Almacenes Generales Poole- que tenía la techumbre
hundida. Al otro lado del puente, más allá de la céntrica Plaza del Mercado, se extendía Cloth Street
y, al final de ésta, pasados los caserones deshabitados de Wool Place, se encontraba South Street.
Allí vivía Young, en una casa de tres pisos que había comprado a bajo precio, reformándola después
a su gusto.
Los edificios del otro lado del puente me resultaron aún menos tranquilizadores que los de la parte
norte. Después de los grises almacenes de Bridge Lane venía una serie de viviendas de ventanas
rotas y fachadas remendadas, pero habitadas todavía. Unos niños desgreñados y sucios miraban con
resignación desde los miserables umbrales de sus casas o jugaban en el cieno amarillento de un
descampado. Imaginé los sórdidos cuchitriles donde vivirían sus familias. La atmósfera del lugar
me deprimía. Era como una ciudad muerta, habitada por espectros.
Me metí por South Street, entre dos edificios de tres plantas y buhardilla. Young vivía en el número
11, al otro extremo de la calle. El aspecto de su vivienda me llené de malos presentimientos: tenía
cerradas las contraventanas y del dintel de la puerta colgaban abundantes telarañas. Estacioné el
coche junto a la acera, crucé el césped salpicado de hongos, y subí en dos saltos los cuatro escalones
del porche. La puerta se abrió nada más tocarla, dejando a la vista un lóbrego recibimiento. Llamé
en voz alta y toqué a la puerta, pero nadie contestó. No me atreví a entrar. No había huella alguna en
el polvo del umbral. Recordando que Young me había hablado, en algunas de sus cartas, de las
conversaciones que había sostenido con su vecino del número 8, decidí recurrir a él para que me
informase acerca de mi amigo.
Crucé la calle y llamé a su puerta. Se abrió casi inmediatamente, aunque de manera tan silenciosa
que me asustó. El propietario era un hombre alto, de pelo blanco y ojos oscuros. Vestía un raído
traje de mezclilla. Lo que más impresionaba en él era su aire antiquísimo que le daba el aspecto de
una reliquia de épocas pretéritas. No cabía duda de que se trataba de John Clothier; mi amigo me lo
había descrito como un hombre bastante pedante y extraordinariamente versado en todo lo que se
refiere a la antigüedad.
Cuando me presenté y le dije que estaba buscando a Albert Young, palideció y dudó un instante,
antes de invitarme a pasar. Me pareció oírle murmurar que él sabía dónde había ido, pero que yo
probablemente no le creería. Al fin, me guió por el oscuro recibimiento hasta una sala amplia,
iluminada tan sólo por una lámpara de aceite que había en un rincón. Me señaló una butaca junto a
la chimenea, sacó su pipa, la encendió y, sentándose frente a mí, comenzó a hablar con repentina
precipitación:
-Yo he hecho juramento de no hablar -dijo-. Por esta razón, lo único que podía hacer era advertir a
Young que lo dejara estar y se marchase de este lugar, Pero no me hizo caso, y usted no encontrará
ya a su amigo, No me mire así,.. ¡es la verdad! Ya veo que tendré que contarle a usted más cosas
que a él; de lo contrario, tratará usted de buscarle y se encontrará... con algo muy distinto. Sabe
Dios lo que me pasará después a mí... Cuando uno se ha vinculado a Ellos, ya nunca pude hablar de
eso con los demás. Pero no puedo permitir que otro emprenda el mismo camino que Young. Según
mi juramento, yo debería dejarle que fuera allí; pero sé que de todos modos, un día u otro, acabarán
conmigo. ¿Qué más da? Márchese antes de que sea demasiado tarde. ¿Conoce la iglesia de High
Street? Tardé unos segundos en recobrarme de la sorpresa. Por fin, dije:
-Si se refiere usted a la que está cerca de la plaza... sí, la he visto.
-Ahora no se usa... como iglesia -continuó Clothier-. Allí se celebraban determinados ritos, hace
tiempo. Estos ritos dejaron sus huellas. ¿Le ha contado Young, por casualidad, algo sobre un templo
que había en el mismo lugar que ahora ocupa la iglesia, pero en otra dimensión? Sí, por la cara que
pone, ya veo que sí. Pero, ¿sabe usted que se celebran todavía ritos, en épocas propicias para abrir
las puertas y dejar paso a los del otro lado? Pues es cierto. Yo he estado en esa iglesia y he
contemplado esas puertas abiertas en medio del aire, a través de las cuales he presenciado cosas que
me han hecho gritar de horror. He tomado parte en ceremonias y rituales que harían enloquecer a los
no iniciados. Y mire usted, míster Dodd, la verdad es que en ciertas noches señaladas, aún acude a
esa iglesia la mayor parte de la gente de Temphill.
Casi convencido de que el señor Clothier no andaba bien de la cabeza, le pregunté impaciente:
-¿Y qué relación tiene todo esto con el paradero de Young?
-Mucha -continuó Clothier-. Le advertí que no fuese a la iglesia, pero no hizo caso. Fue a visitarla
una noche, en el mismo año en que habían consumado los ritos del Invierno. Sin duda estaban
acechando Ellos cuando mi amigo entró. A partir de entonces, le retuvieron en Temphill. Tienen el
poder de curvar el espacio, de manera que todas las líneas vayan a converger a un mismo punto...
No sé explicarlo. El caso es que no pudo marcharse, Esperó en su casa varios días, hasta que
finalmente Ellos vinieron por él. Le oí gritar... y vi el color que tomó el cielo sobre su tejado. Se lo
llevaron, en una palabra. Por eso no lo encontrará usted. Y por eso será mejor que se marche del
pueblo, ahora que aún está a tiempo.
-¿Ha registrado usted su casa? -pregunté escéptico.
-Yo no entraría en esa casa por nada del mundo -confesó Clothier-. Ni yo ni nadie. La casa ahora es
de Ellos. Se lo han llevado a otro mundo y... ¿quién sabe las cosas horrendas que habrá aún ahí
dentro?
Se levantó, dando a entender que no tenía nada más que añadir. Yo también me levanté, contento de
abandonar aquella lúgubre habitación y la misma casa... Clothier me acompañó hasta la puerta, y
permaneció un instante en el umbral, mirando con recelo a uno y otro lado de la calle, como si
temiese que le vieran conmigo. Luego desapareció en el interior de su vivienda sin esperar a ver
dónde encaminaba yo mis pasos.
Crucé al número 11. Al entrar en el recibimiento, recordé lo que mi amigo me había contado de la
vida que llevaba. La habitación donde Young acostumbraba examinar ciertos libros antiguos y
terribles, anotar sus descubrimientos y proseguir otras diversas investigaciones, estaba situada en la
planta baja. No me costó el menor esfuerzo encontrarla. En ella reinaba un orden perfecto: la mesa
cubierta de papeles con anotaciones, las estanterías repletas de pergaminos y libros encuadernados
en piel, la incongruente lámpara de escritorio, todo indicaba que el propietario era persona
entregada al estudio. Quité la espesa capa de polvo que cubría la mesa y la silla, y encendí la
lámpara. La luz confirió a la estancia un ambiente más tranquilizador. Me senté y alargué una mano
a los papeles de mi amigo. El primer montón de cuartillas llevaba el título de Pruebas y
Corroboraciones, y no tardé en darme cuenta de que ya su primera página era característica.
Consistía en una serie de anotaciones breves e inconexas, referentes a la civilización maya de
Centroamérica. Las notas, por desgracia, estaban tomadas sin orden ni sentido: «Dioses de la Lluvia
(¿elementales del agua?). Probóscide (ref. Primigenios), Kukulkan (¿Cthulhu?)»... Tal era la tónica
general de dichas anotaciones. Seguí repasándolas, no obstante, y no tardé en darme cuenta de que
no estaban tomadas al azar, sino que todas ellas tenían algo en común.
Al parecer, Young había intentado poner en relación determinadas creencias y leyendas del mundo
con un gran ciclo mitológico que les sirviera de eje. Este gran ciclo, a juzgar por las frecuentes
alusiones de Young, sería más antiguo que el género humano. No quise pararme a pensar si mi
amigo había llegado personalmente a esta conclusión o la había tomado de los viejísimos libros que
tapizaban las paredes de su cuarto. Me pasé horas enteras estudiando los resúmenes de Young sobre
el citado ciclo mitológico. Allí leí cómo Cthulhu había venido de un espacio inconcebible, situado
más allá de los lejanos confines de este universo, y supe de civilizaciones polares y de abominables
razas infrahumanas que procedían del negro Yuggoth, que tiene su órbita en el límite de nuestra
dimensión; también tuve conocimiento de la espantosa Leng, de su sumo sacerdote que, encerrado
en un monasterio, tiene que llevar cubierta la parte de su cuerpo que correspondería a su rostro, y de
otra infinidad de blasfemias que apenas se sospechan en el mundo, salvo en determinadas regiones,
donde se sabe que son verdad. Me enteré de cómo había sido Azathoth, antes de que dicho caos
nuclear fuese despojado de voluntad e inteligencia. Y leí lo que contaban del multiforme
Nyarlathotep, de los aspectos que puede asumir el Caos Rampante -aspectos que jamás hombre
alguno se atrevió a describir-, y de cómo se puede vislumbrar un Dhole y del aspecto que presenta
si se sigue la técnica adecuada.
Me horrorizó la idea de que leyendas tan espantosas pudieran aceptarse como verdad en algún
rincón de un mundo supuestamente equilibrado. Con todo, la forma de manejar Young este material
indicaba que tampoco él permanecía escéptico a este respecto. Aparté a un lado el montón de
cuartillas y, al hacerlo, moví la carpeta de escritorio. Bajo ella apareció un manuscrito de pocas
páginas con el título siguiente: Sobre la iglesia de High Street. Recordando las advertencias de
Clothier, lo tomé en mis manos para hojearlo. Había dos fotografías prendidas en la primera página.
El pie de una de ellas rezaba así: Fragmento de mosaico romano, Goatswood: el de la otra decía:
Reproducción del grabado de la p. 594 del «Necronomicon». La primera representaba un grupo
como de acólitos o sacerdotes encapuchados depositando un cadáver ante un monstruo acurrucado.
La segunda era una reproducción algo más detallada de esa misma criatura. El monstruo en sí era
tan absolutamente ajeno a cualquier ser de nuestro planeta, que me es imposible describirlo. Era de
forma ovalada, pálido y reluciente, sin más rasgos faciales que una hendidura vertical, acaso la
boca, rodeada de arrugas córneas. Igualmente carecía de miembros; en cambio había algo en él que
sugería una capacidad plástica de formar órganos o miembros a voluntad. Indudablemente se trataba
de una fantasía morbosa nacida de algún cerebro enfermo. Aun así, ambas ilustraciones resultaban
tremendamente impresionantes.
En la segunda página, escrita con esa letra de Young que me es tan familiar, figuraba una leyenda
local en la que se venía a decir que los mismos romanos que diseñaron el mosaico de Goatswood
habían practicado ciertos ricos decadentes, sospechándose que algunos ritos de estos habían pasado
después a formar parte de las costumbres de la región, perdurando hasta la actualidad. Seguía un
párrafo transcrito del Necronomicon: «La Horda del sepulcro no otorga privilegios a sus
adoradores. Son escasos en poder, pues sólo alcanzan a alterar dimensiones espaciales de pequeña
magnitud y a hacer tangible únicamente aquello que en otras dimensiones nace de los muertos.
Tendrán dominio y potestad dondequiera que fueren entonados los cánticos en loor de Yog-Sothoth,
si es la época propicia, mas pueden atraer a quienes abran las puertas que son suyas, en las moradas
sepulcrales. No poseen consistencia en nuestra humana dimensión, mas penetran en la mortal
envoltura de los seres terrestres y en ellos se cobijan y nutren mientras aguardan a que se cumpla el
tiempo de las estrellas fijas y se abra la puerta de infinitos accesos liberando a Aquel que, tras ella,
intenta destrozarla para abrirse camino.»
A estas frases sibilinas había añadido Young algunas notas escuetas de cosecha propia: «Cf.
leyendas de Hungría y de aborígenes australianos. Clothier en iglesia High Street, 17-dicbre.» Esta
fecha me incitó a examinar el diario de Young, cuya lectura había aplazado por el vivo deseo que
sentía de curiosear en sus trabajos.
Pasé rápidamente sus páginas, saltándome todas las anotaciones que parecían no tener relación con
el tema que buscaba. Por fin llegué a la que correspondía al 17 de diciembre. Decía así: «Más sobre
la leyenda de la iglesia de High Street. Me ha contado Clothier que en otros tiempos era lugar de
reunión para adoradores de dioses impuros y extraños. Túneles subterráneos que conducían a
templos de ónice, etc. Rumores de que ninguno de los que se arrastran por tales galerías hacia el
lugar de culto es un humano. Alusiones a una comunicación con otras esferas...» Y seguía en estos
mismos términos. Esto arrojaba poca luz. Continué pasando hojas.
Con fecha del 23 de diciembre, encontré una nueva referencia al tema que me interesaba: «La
Navidad ha hecho recordar más leyendas a Clothier. Me ha hablado de un curioso rito de fin de año
que se practicaba en la iglesia de High Street. Al parecer, estaba relacionado con ciertos seres de la
necrópolis enterrada bajo la iglesia. Dice que todavía se celebra en Nochebuena, pero que,
realmente, él no lo ha presenciado nunca.»
A la noche siguiente, según el diario, mi amigo había ido en persona a la iglesia: «En la escalinata
del atrio se había congregado una multitud. No llevaba luces, pero la escena estaba iluminada por
unas formas globulares que desprendían una extraña fosforescencia y flotaban en el aire, alejándose
cuando me acercaba yo, por lo que no pude identificarlas. Luego, la multitud, dándose cuenta de
que yo no era de los suyos, me amenazó y vino por mí. Eché a correr. Me persiguieron, pero no sé a
ciencia cierta qué era lo que me perseguía.»
Después venían unas páginas en las que no había ninguna alusión a este tema. El 13 de enero,
Young había escrito esto: «Clothier me ha confesado por fin que él fue obligado una vez a tomar
parte en ciertos ritos. Me ha aconsejado que abandone Temphill y me ha dicho que no debo visitar
la iglesia después de oscurecer porque puedo despertarlos, y acaso me visitaran después... ¡y desde
luego, no se trata de seres humanos! Me parece que se está volviendo loco.»
A partir de aquí, se pasó nueve meses sin volverse a ocupar del asunto. El 30 de septiembre escribió
que tenía intención de visitar la iglesia de High Street esa misma noche. A continuación, con fecha
del 1 de octubre, había varias frases escritas evidentemente con precipitación: «¡Qué deformidades,
qué perversiones cósmicas! ¡Casi demasiado monstruosas para la razón humana! Todavía no puedo
dar crédito a lo que vi al bajar por aquella escalinata de ónice que conduce a las criptas. ¡Qué
manada de horrores!... He intentado marcharme de Temphill, pero todas las calles van a desembocar
a la iglesia. Creo que me estoy volviendo loco.» Luego, al día siguiente, mi amigo había
garabateado estas palabras desesperadas: «No puedo salir de Temphill. Ahora todas las calles
desembocan en mi casa. Este es el poder de los que están al otro lado. Quizá Dodd pueda
ayudarme.» Y luego, finalmente, el borrador inacabado de un telegrama dirigido a mi nombre, que
no llegó a enviar:
«Ven a Temphill inmediatamente. Necesito tu ayuda...» Aquí terminaba el diario, en una línea de
tinta que ondulaba hasta el borde de la página, como si hubiera dejado de serpear la pluma hasta
fuera del papel.
Y eso era todo, excepto que Young había desaparecido. Se había esfumado. Y el único indicio de su
paradero era el que estas notas apuntaban: la iglesia de Hig Street. ¿Pudo haber ido allí, y, al
meterse en algún recinto sin salida, quedarse aprisionado? En tal caso, quizá podía llegar a tiempo
de salvarle. Salí precipitadamente de la casa, subí al coche y arranqué.
Torcí a la derecha y enfilé por South Street arriba, hacia Wool Place. No había ningún otro coche en
las calles; tampoco vi ninguno de esos grupos de ociosos que suele haber en los pueblos al terminar
la jornada. Resultaba curioso, además, el que las casas no tuvieran luz. El parterre central de la
plaza, totalmente descuidado, protegido por una barandilla herrumbrosa, tenía un aspecto
inquietante y desolado a la luz de la luna que ya empezaba a asomar por encima de las buhardillas.
El ruinoso barrio de Cloth Street era menos acogedor aún. Una o dos veces, me pareció ver unas
siluetas que salían sigilosas de las puertas; pero tan fugaz era aquella impresión, que más me
parecieron engaño de los sentidos que seres reales. Sobre el pueblo entero flotaba una intensa
atmósfera de desolación, particularmente en los oscuros callejones flanqueados de casas estrechas y
sin luz. Finalmente, entré en High Street. La luna parecía una diadema suspendida sobre el
campanario de la iglesia, y al detener el coche al pie de la escalinata, el satélite se hundió tras el
negro campanario como si la iglesia lo hubiera arrancado del firmamento.
Al subir por la escalinata, me di cuenta de que los muros que me rodeaban eran de roca viva y
estaban llenos de grietas y oquedades en donde brillaban perladas telas de araña. Los escalones
estaban cubiertos de un musgo resbaladizo que hacía muy desagradable mi subida. Por encima de la
escalinata colgaban las ramas de unos árboles pelados. Una luna gibosa que oscilaba en los abismos
del espacio iluminaba la iglesia. Las ruinosas lápidas, invadidas por una vegetación moribunda,
arrojaban extrañas sombras sobre la yerba plagada de hongos. Era raro: a pesar de que la iglesia
mostraba su evidente abandono, flotaba en ella algo así como una presencia. Y era tan intensa esta
sensación, que casi esperaba encontrarme con alguien, al entrar. ¡Qué se yo! ... Con algún guardián
o con algún devoto...
Había traído conmigo una linterna para alumbrarme en el interior de la iglesia, que yo, suponía en
completa tiniebla, pero me encontré con que reinaba allí cierto resplandor iridiscente, debido quizá
a la luna que se filtraba por las ventanas ojivales. Recorrí la nave central y enfoqué la linterna sobre
las filas de bancos. En el polvo no había señales de que nadie hubiera estado allí últimamente. Unos
volúmenes amarillentos que contenían himnos se apilaban contra una columna, adoptando formas
grotescas y confusas de seres acurrucados, abandonados allí desde tiempo inmemorial. Por todas
partes se veían bancos deteriorados por los años; en el aire cerrado flotaba cierto olor a corrupción.
Seguí avanzando hacia el altar. El primer banco de la izquierda estaba levantado por un extremo. Ya
había observado anteriormente que algunos bancos se inclinaban en ángulos insólitos, pero ahora vi
que, bajo el primer banco, el mismo suelo estaba levantado, mostrando una estrecha franja de
negrura. Comprobé que podía mover el banco, y lo empujé hacia atrás, aprovechando la
circunstancia de que el segundo estaba bastante alejado del primero. Así quedó al descubierto una
trampilla rectangular que, una vez abierta del todo, reveló un vacío negro como boca de lobo. A la
luz amarillenta de mi linterna, distinguí un tramo de escalera hincado entre unas paredes que
rezumaban humedad. Vacilé ante el borde del abismo, mirando inquieto a mi alrededor. Me decidí,
por fin, y comencé a descender con la máxima cautela. No se oía más que un constante gotear en
aquel túnel que se hundía en la tierra. Las paredes, ceñidas a la escalera de caracol, relucían
perladas de gotitas. Unas sabandijas reptantes y negras, aterradas por la luz, escaparon veloces
buscando refugio en las grietas. Al cabo de un tiempo, observé que los peldaños no eran ya de
piedra, sino que estaban labrados en la tierra misma, y sobre ellos crecían unos hongos carnosos,
hinchados y enfermos. El techo de aquel subterráneo, sostenido por arcos rudimentarios y endebles,
me llenaba de un desasosiego invencible.
No podría decir cuánto tiempo duró mi descenso bajo aquellos arcos inseguros. Finalmente, uno de
ellos se prolongó en un túnel gris. A partir de aquí, los peldaños, respetados por el tiempo,
mostraban aún el agudo filo de sus bordes... porque estaban tallados en la misma roca, en una roca
de extraño color, que resaltaba a pesar del barro con que la habían manchado los pies que
descendieran por allí. Con la linterna en alto, observé que la pendiente se hacía menos pronunciada,
como si estuviese llegando al final de la escalera. Al darme cuenta, me embargó una sensación
intensa de incertidumbre e inquietud. Una vez más, me detuve a escuchar.
No se oía nada, ni abajo ni arriba. Reprimiendo mis temores, me lancé adelante, resbalé en un
peldaño y bajé rodando lo poco que faltaba hasta el pie de la escalera. Al levantarme, me encontré
con que había ido a parar junto a una estatua grotesca de tamaño natural que parecía mirarme como
deslumbrada por el fulgor de la interna. Con ella había otras cinco formando fila, y de cara a éstas,
había otras seis más, idénticas, igualmente repulsivas, esculpidas con tal arte, que daban una
impresionante sensación de realidad. Aparté la mirada, me levanté del suelo, y enfoqué la linterna
hacia las tinieblas que se abrían ante mí.
¡Ojalá pudiera borrar de mi memoria lo que vi! Hasta el fondo, poblado de sombras, de aquellas
bóvedas inmensas y bajas, se extendían interminables hileras de lápidas grises, y en cada una de
ellas, con la cara hacia el techo, yacía un cadáver amortajado. Y en los muros de la cripta se abrían
nuevos arcos de los cuales arrancaban otras escaleras de caracol que llevaban más abajo aún, hacia
inconcebibles profundidades subterráneas. Esas escaleras me helaron la sangre, más aún que el
macabro espectáculo que tenía ante mí. Me estremecí ante la idea de buscar los restos de Young
entre los cadáveres que yacían en las losas; pues, sin saber por qué, me sentía convencido en el
fondo de que el cuerpo de mi amigo descansaba, con ojos abiertos y sin vida, sobre alguna de
aquellas lápidas grises. Procuré dominar mis nervios y empecé a buscar. Ya me había aventurado a
caminar entre las filas de sepulcros, cuando un sonido repentino me dejó paralizado.
Fue un silbido que se elevó lentamente en la oscuridad, allá en el fondo, delante de mí. Luego
sonaron unos ruidos más roncos y violentos, y fueron aumentando todos a la vez, como si se fuese
acercando la causa que los provocaba. Clavé la mirada, aterrado, en el punto de donde parecían
provenir aquellos ruidos extraños. Sonó entonces como una explosión prolongada y apareció en las
tinieblas, flotando, un círculo de luz verdosa, pálida y difusa, de diámetro escasamente mayor que el
de una mano. Esforzaba yo mi vista por distinguirlo, cuando el círculo de luz desapareció. Pero a
los pocos segundos, volvió a aparecer, tres veces mayor que antes... ¡y durante unos momentos de
pesadilla vislumbré, a través de él, un paisaje infernal y remoto, como si me hubiera asomado a una
dimensión absolutamente extraña por una ventana abierta! Retrocedí espantado, y la luz se eclipsó;
pero al instante volvió a aparecer con brillo renovado. Y entonces, en contra de mi voluntad,
contemplé una escena que se grabó de manera imborrable en mi memoria.
Era un extraño paisaje dominado por una estrella temblorosa. Por el cielo, a la deriva, navegaban
unas nubes de forma elíptica. La estrella, de la cual procedía el resplandor verdoso, derramaba su
luz glauca sobre un paisaje de rocas negras, enormes, triangulares, dispersas entre inmensos
edificios metálicos en forma de globos. Casi todos estos edificios parecían en ruinas. De su parte
inferior habían sido arrancadas planchas enteras, dejando al aire las vigas mondas y retorcidas,
fundidas parcialmente por alguna energía inimaginable. El hielo relucía con verdes reflejos en las
grietas de las vigas. Y de las profundidades de aquel cielo tenebroso, caían grandes copos de nieve
teñida de rojo, que iban a posarse en el suelo o entraban sesgados por las grandes hendiduras de las
paredes.
La escena se mantuvo durante unos instantes. De improviso, surgieron del fondo unas formas vivas,
horriblemente blancas, gelatinosas, que avanzaron, a saltos grandes y torpes, hacia el primer plano
de la escena. Serían unas trece, y vi -helado de terror- cómo se acercaban al borde del círculo de la
luz y cómo, atravesándolo, ¡se precipitaban en la cripta donde me encontraba yo!
Eché a correr hacia las escaleras y, como en un sueño, vi saltar aquellas formas horrendas por entre
las estatuas, y vi cómo se diluían los contornos de aquellas estatuas y cómo empezaban a moverse.
Entonces, rápidamente, una de aquellas horribles criaturas se abalanzó sobre mí, y sentí que algo
frío como el hielo me tocaba en una pierna. Grité... y por fortuna, me hundí en la negra noche de la
inconsciencia.
Cuando desperté por fin, me hallaba en el suelo, entre dos lápidas, a cierta distancia del lugar donde
había caído. Tenía un sabor de boca horriblemente amargo. La cara me ardía de fiebre. Ignoraba
durante cuánto tiempo había permanecido en el suelo, sin conocimiento. Mi linterna estaba aún
encendida donde había caído, lo que me permitió distinguir a duras penas mi alrededor. El círculo
de resplandor verdoso, ventana de pesadillas, había desaparecido. ¿Acaso mi desvanecimiento
obedecía tan sólo a los olores nauseabundos o al macabro espectáculo de este pudridero
subterráneo? Entonces me di cuenta de la presencia de un hongo repugnante y extraño que,
desparramado por el suelo, me había subido por la ropa formando colonias... Lo cierto es que no lo
había visto antes, y no sabía cómo pudo brotar así, aunque prefería no pensar en ello. Sentí tanto
miedo al verlo, que me puse en pie de un brinco, agarré la linterna y me lancé a subir
atropelladamente las tenebrosas escaleras por las que había bajado a ese pozo de horror.
Trepé febrilmente, chocando contra las paredes, tropezando en los peldaños y en los mil obstáculos
en que parecían materializarse las sombras. Por último llegué a la iglesia. Huí por la nave central,
abrí de un empujón la puerta chirriante y bajé sin aliento la escalinata poblada de sombras, hasta el
coche. Intenté frenéticamente abrir la portezuela, pero el coche estaba cerrado. Lo había cerrado yo.
Me rasgué los bolsillos registrándome... ¡en vano! No tenía las llaves. Las había perdido en aquella
cripta infernal de la que tan milagrosamente acababa de escapar. Sin las llaves, el coche quedaba
inútil... y por nada del mundo volvería a entrar a buscarlas en la embrujada iglesia de High Street.
Dejé el coche. Corría por la calle, dispuesto a tomar Wood Street y salir al campo abierto, al azar,
pues prefería ir a cualquier parte antes que el maldito pueblo de Temphill. Eché por High Street
abajo, hacia la Plaza del Mercado. La luz pálida de la luna se fundía con la de una farola alta y
mortecina. Atravesé la plaza y me metí por Manor Street. A lo lejos divisé los bosques en donde
desembocaba Wood Street. La calle trazaba una amplia curva, después de la cual dejaría atrás
Temphill. Me lancé a la carrera por las calles angostas, sin preocuparme por la niebla que
comenzaba a espesar, ocultando las laderas boscosas que constituían mi objetivo y desdibujando el
paisaje que asomaba por encima de las casas.
Corría ciego, desatado, pero no conseguía acortar la distancia que me separaba de las colinas. Y de
pronto, vi horrorizado las siluetas destartaladas de las buhardillas de Cloth Street, que debía haber
dejado atrás hacía rato, al otro lado del río. Un momento después, me hallaba de nuevo en High
Street, ante los gastados peldaños de la iglesia maldita, junto al coche aparcado en la rotonda.
Estaba temblando con todo mi ser. La cabeza me daba vueltas. Me apoyé en un árbol, tomé aliento
y, sollozando de horror, con el corazón saltándome del pecho, me lancé otra vez hacia la Plaza del
Mercado y crucé el río nuevamente. Oía tras de mí una vibración espantosa, un silbido apagado que
inmediatamente reconocí con indecible horror. Comprendí que estaba siendo objeto de una terrible
persecución...
No vi el automóvil que se acercaba. Sólo tuve tiempo de saltar hacia atrás. El coche me arrolló, sin
embargo, y perdí el conocimiento.
Me desperté en el hospital de Camside. El coche que me había atropellado iba conducido por un
médico que regresaba a Camside por Temphill. El fue quien me sacó, con un brazo roto e
inconsciente aún, de ese pueblo maldito. Escuchó mi relato -al menos, lo que me atreví a contarle- y
fue a Temphill a recoger mi coche, pero no lo encontró. Tampoco encontró a nadie que me hubiera
visto a mí o a mi coche, ni halló los libros, los papeles y el diario que yo leí en el número 11 de
South Street, último domicilio de Albert Young. De Clothier, no halló ni rastro. El vecino de al lado
le dijo que se había ido de viaje y que seguramente tardaría mucho tiempo en volver.
Quizá tengan razón cuando dicen que he sufrido una alucinación progresiva. Quizá, también, haya
estado delirando cuando, al recobrarme de la anestesia, sorprendí a los médicos cuchicheando sobre
la forma en que aparecí en el camino para meterme bajo las ruedas del coche... ¡y hablando de esos
hongos extraños que tenía pegados en la ropa, que me habían invadido la cara y se me adherían a
los labios como si brotaran de ahí! Puede ser. Pero ahora que ya han pasado meses y el solo
recuerdo de Temphill me llena de aversión y de horror, ¿pueden explicarme por qué me siento
irresistiblemente atraído por esa población, como si fuese la meca hacia la cual debo orientar mi
camino? Les he suplicado que me encierren, que me encarcelen, que hagan algo; y ellos se limitan a
sonreír, a tratar de calmarme, a asegurarme que todo «se resolverá por sí mismo»... ¡Argumentos
necios, palabras tranquilizadoras que no me engañarán, palabras inútiles y vanas frente a la
atracción de Temphill y los fantasmales ecos de los silbidos que me invaden en sueños y aun
despierto!
Haré lo que debo hacer. Prefiero morir, a seguir soportando este horror inenarrable...
(Documento adjunto al informe redactado por P. C. Villars sobre la desaparición de Richard Dodd,
Gayton Terrace 9, W. I. El manuscrito, de puño y letra de Dodd, fue hallado en su dormitorio
después de su desaparición.)

EL PARASITO

INTRODUCCION

—¿No me has oído? —gritó su madre—. ¡He dicho que Wendy está aquí!
Y de repente era demasiado tarde: la noche la había sorprendido, y ella no deseaba salir.
No existía nada dentro de la habitación que pudiera ayudarle. Metida en su funda, la raqueta
de tenis estaba apoyada en una pared. Varios posters habían inmovilizado aves salvajes en vuelo.
Elvis Presley reía despectivamente encima de la cama, con el pelo reluciente como aceite. Lomos
de enciclopedias le brindaban fragmentos de palabras, ninguna de las cuales inspiraba una excusa.
Sacó el abrigo del armario, donde lo había ocultado después de extenderlo, en la esperanza
de que eso alejara a Wendy. Al abotonarse la prenda notó calor e hinchazón en sus dedos, la picazón
de los nervios.
—Cuídala, Wendy —oyó decir a su madre desde la parte superior de las escaleras—. Que no
se excite demasiado.
Estaba sonando La Flauta Mágica. Su padre permanecía en la puerta de la sala de estar,
temeroso de perderse la ópera.
—¿Cómo dijiste que se titulaba la película? ¿Rock Around the Clock? —Él lo sabía
perfectamente, pero intentaba dar a entender que no valía la pena saberlo—. Me sorprende que te
interesen esas cosas. Bueno, debes aprenderlo tú misma.
¿Es que él no se daba cuenta de que era una mentira? Que la chica pensase que Elvis Presley
era sexy no significaba que desease ver al gordinflón Bill Haley cantando tres notas. Sus húmedas
manos se retorcieron, ahogadas por los bolsillos. El resentimiento le hacía sentir más náuseas que el
nerviosismo. ¿Cómo se atrevía su madre a sugerir que ella era menos madura que Wendy? ¿Acaso
ella no podía demostrar su madurez, admitir la mentira y salvarse? Pero sus padres estaban agitando
las manos para despedirse, la puerta se cerraba... y se encontró en la helada noche.
Los ojos de Wendy parecían magullados a la luz de las farolas, a causa del maquillaje. Un
aroma ascendía lentamente por debajo de su abrigo rosa. En comparación, la muchacha más joven
iba vestida de un modo infantil, cosa que le hacía sentirse irritada y vulnerable. Sus rodillas ya
ardían a causa del frío.
Por lo menos no iba a trepar la colina, donde el depósito de agua ya no se asemejaba al
laberinto de elevados arcos entre los que tantas veces había jugado al escondite con sus amigos.
Ahora era un descollante montón de patas y un cuerpo que se cernía sobre un alargado vislumbre de
luz natural, igual que una araña acecha a una mosca atrapada. La noche cambia fácilmente todas las
cosas.
Incluso la carretera había cambiado. Los parterres resplandecían bajo las farolas como si
estuvieran paralizados antes de una tormenta. Dos enfermeras marchaban como si fueran monjas en
dirección al hospital, que en otros tiempos había sido un asilo. ¿Y si las enfermeras les preguntaban
a dónde iban? Pero desaparecieron en el hospital, entre risas, dejándola a solas con sus pisadas y las
de Wendy, con el reiterado roce de las rodillas de su amiga y su falda larga, con sus temores...
Una joven pareja pasó rápidamente a su lado, con humeantes alientos y cucuruchos de
pescado y patatas fritas. Hileras de automóviles iban adelantándose en la angosta carretera; sus
conos de luz iluminaban polvo, humos, una mariposa nocturna... No tardaron en desaparecer, y el
asfalto destelló tristemente.
—¿Qué crees que haremos? —dijo la jovencita, intranquila.
—Oh, solamente estar sentados alrededor de una mesa, supongo, igual que en aquella
película. —Wendy se alegró de poder hablar—. O quizá Richard coja un lápiz e intente escribir
algo. Supongo que escribirá alguna tontería, si es que él entiende algo de eso. Ya sabes cómo es
Richard.
Estaban aproximándose al pueblo. Las viviendas y jardines iban siendo cada vez más
rústicas, y a veces no se veía más que un grupo de casitas de campo. Las fugaces vistas de brillantes
habitaciones —cálidas, inexpugnables y alejadas para ella— hicieron que la niña recordara el hogar.
Un último y secreto aliciente le dio cierta confianza: mientras estuviera sobre el pavimento en el
lado de la carretera opuesto a la casa, se encontraría a salvo.
A salvo... ¿de qué? Había visto la muerte, había contemplado a su abuela con ese sueño tan
profundo que ni los susurros pueden penetrarlo, con los labios irritados y abiertos en un silencioso
ronquido. A Richard le gustaba asustar a la gente, pero ella tenía demasiados años para que la
asustaran. ¡Caramba, el año pasado ese chico había contado a todo el mundo que la mujer
desenterrada en las afueras del pueblo acababa de ser asesinada, cuando la verdad era que llevaba
cincuenta años muerta!
Pasaron junto al bajo y amplio edificio no iluminado, el Salón del Reino de los Testigos de
Jehová. Junto a éste, detrás de la taberna del Molino, las gallinas cloqueaban somnolientas. Era un
sonido reconfortante, aunque nada alentador, ni mucho menos, puesto que significaba que las dos
jóvenes habían llegado al grupo de viviendas que incluía la casa.
Se trataba únicamente de una casa en la que había fallecido alguien: hacía meses. Nadie
aparte de Richard insistía en que el muerto había pedido ayuda a gritos; nadie aparte de Richard
decía que la casa tenía una desagradable fama... Por lo menos, ninguna otra persona había dicho
estas cosas a las chicas. ¿O quizá corrían rumores que habían dado a Richard la idea de su más
reciente mentira terrorífica?
Más allá de las viviendas, varias personas estaban sentadas en un banco en el exterior de la
estación de autobuses. Disraeli se erguía en un pedestal, haciendo caso omiso del semáforo que
había a sus pies, y la luz estaba cambiando a verde. Había seguridad: muy, muy distante. Wendy ya
había cruzado a la acera opuesta, tomando el corto camino que había junto al mirador iluminado y
estaba tocando el timbre.
Unas figuras sentadas relumbraron al pasar junto a la jovencita en ambarinas rodajas de luz.
Relucientes salpicaduras se esparcieron en el pavimento, sobre las fulgurantes y romas punteras del
calzado de la chica. El autobús acabó de pasar, y Richard estaba mirándola, ceñudo.
—Bueno, ¿a qué espera? ¿Es que no quiere cruzar?
Ella respiró con tanta ferocidad que el aliento hirió su pecho. No era una niña, tenía diez
años. Wendy le superaba en edad, pero ella era más madura que su amiga. Cruzó a grandes
zancadas la desierta calle, pasó junto al mirador oscuro desprovisto de cortinas y entró en la casa
que tenía luz.
La sala de estar parecía atestada de gente, de personas sentadas en abultados y algo
descoloridos muebles. En realidad sólo había cinco personas, pero todas miraban a la jovencita
como si no tuviera derecho a encontrarse allí. Un chico de cuyo mentón brotaban escasos y
desiguales pelos se quejó de la imprevista presencia.
—Es demasiado joven para esto, ¿no?
—¡Oh, no planteará problemas! Déjala en paz. —Wendy dio la impresión de estar
sorprendida por la censura de sus palabras y, también, de sentir cierta vergüenza. Tal vez, en su
interior, estaba de acuerdo con su amigo.
Richard se hallaba en la ventana, en medio de varias sillas, atisbando por una rendija de las
cortinas.
—¿Estamos todos? —dijo un muchacho que tenía el cabello de Elvis y un bigote
razonablemente crecido.
—No, falta Ken. Ha de venir desde cerca de los Camaradas del Club de la Gran Guerra.
Al mirar al chico del bigote, el rostro de Wendy se iluminó.
—No sabía que ibas a venir.
—¿Quién, yo? No me lo habría perdido por nada del mundo. —Dio una palmada en el brazo
de su sillón, como si quisiera hacer saltar a un perro—. Además, alguien tenía que preocuparse de ti.
La jovencita pensó que el del bigote era presuntuoso y vanidoso, y muy mal sustituto de
Elvis. Después de una simbólica protesta por la forma en que le había hablado, Wendy se sentó al
lado del chico. Se había unido al mundo de los adolescentes, donde todos parecían hacer cosas que
no deseaban hacer y que, una vez realizadas, no les proporcionaban satisfacción. La jovencita se
sentía excluida, apenas tolerada por el grupo. Se sentó en el sofá, junto a dos chicas que no le
hicieron caso alguno. Deseó no haber ido.
¿Acaso Richard quería asustarla? ¿Por qué la miraba mientras estaba hablando?
—Hoy he oído otra cosa.
—¿Qué? —quiso saber una chica, muy nerviosa.
—No lo sé. Era algo así como... —¿Hizo una pausa para impresionar, o para buscar las
palabras adecuadas?— Era algo así como si un enfermo intentara apoderarse de cosas, cosas que
buscaba en la casa de al lado... Un enfermo que se esforzaba en encontrar algo.
Richard se apoyó en la desportillada repisa de la chimenea y contempló a los que le
escuchaban. No había duda de que estaba divirtiéndose, pero... ¿mentía? Habrá oído a los ratones,
se dijo la jovencita. Pero estaba pugnando por reunir el suficiente coraje para decir que había
decidido no entrar en la casa.
Sonó el timbre de la puerta. Todos se sobresaltaron, y trataron de disimularlo, o rieron
nerviosamente.
—Estúpido —refunfuñó una chica... y no quedó claro a quién se dirigía.
¿Habrían regresado inesperadamente los padres de Richard? ¡Oh, por favor, que sea eso!
Pero el muchacho volvió de la puerta para anunciar:
—Bien, es la hora. Ken ha llegado.
Les condujo fuera de la casa. Entre esta y la vivienda vecina había una especie de porche
con arcos, más estrecho que la longitud de los brazos de la jovencita. Las luces de los automóviles
que circulaban por la carretera lo iluminaban, pero cuando dejaron de pasar quedó muy oscuro. Las
pisadas de la niña resonaron de un modo agudo y penetrante, burlándose de su nerviosismo.
Al final del porche se hallaban las puertas de dos patios traseros. Richard empujó una de
ellas, que se abrió de un modo vacilante, rozando piedra. Al otro lado, la cocina de la casa
abandonada sobresalía en el patio, en dirección a un cobertizo de carbón. No había espacio para
muchas otras cosas con excepción de la oscuridad, densa como el barro, y en un rincón del patio, un
anónimo arbusto, mustio y sediento.
Mientras avanzaban lentamente por el patio, unos ojos destellaron en el carbón, que se
esparció con gran estruendo cuando el despertado durmiente saltó hacia la pared y huyó, maullando.
—Silencio —musitó Richard para acallar las risitas.
El chico estaba maniobrando torpemente en la puerta trasera de la casa. Debía estar imitando
lo que había visto en alguna película, era imposible que conociera el método apropiado. Se oyó un
chasquido metálico; Richard debía haber roto el cuchillo. La jovencita se tranquilizó y reprimió a
duras penas un audible suspiro... antes de ver que la puerta estaba abierta.
La linterna de Richard escudriñó la oscuridad. La luz se extendió sobre las losas del suelo de
la cocina, amortiguándose. Piernas de madera con tobillos llenos de bultos se alzaban en las
sombras; en lo más profundo de la negrura, algo produjo un gorgoteo.
—Bueno, adelante —dijo Richard, irritado, mientras entraba.
La jovencita se esforzó en no quedarse detrás de Wendy, que estaba agarrada al chico del
bigote. Mientras la linterna oscilaba de un lado a otro para comprobar que todos habían entrado, una
inquieta gota destelló en la boca de un grifo. De ahí habría surgido el gorgoteo.
—Cerrad la puerta —ordenó Richard.
Más allá de la cocina había una habitación de mayor tamaño. La mancha de luz se arrastró
por el suelo, permitiendo ver el dibujo de la alfombra, aunque sólo parcialmente. ¿Por qué Richard
no levantaba el haz de luz? Nadie que estuviera en la carretera podía distinguir esta parte tan
interior de la casa. Varias sillas cubiertas con trapos acechaban en la sombría sala, con su mole
agazapada bajo los recubrimientos. El ambiente olía al polvo que flotaba en el aire.
Al aventurarse en el recibidor, una delgada silueta surgió ante ellos. Un afilado garfio de
pánico rasgó el corazón de la niña. Todos se detuvieron, con la boca abierta o maldiciendo, excepto
Richard. Al cabo de un instante empezaron a mofarse y a darse empujones unos a otros, puesto que
se trataba simplemente de la cruz que separaba los cristales de la puerta, perfilados por los faros de
los coches. Pero la jovencita se había sentido prisionera de su pánico. Un momento antes, cuando
los demás la rodeaban, apiñándose de una forma instintiva, los había creído capaces de aplastarla.
Ellos y su indiferencia la achicaban. Su miedo era mayor que ella misma.
—Seguid en silencio —murmuró Richard, y comenzó a subir las escaleras de puntillas.
La linterna de Richard permitía ver dos escalones al mismo tiempo. Las sombras se
aferraban a la barandilla, que se movía y crujía bajo la mano de la niña. El nerviosismo y el
polvoriento aire que respiraba encogían su corazón; bajo sus pies, la invisible alfombra parecía un
espeso montón de polvo. Estaba atrapada en medio de la inquieta procesión. Lo único que podía
hacer era subir las escaleras, dada la presión de los que iban detrás.
Todas las puertas del rellano estaban entreabiertas. Cuando la oscilante luz recorrió las
habitaciones, la oscuridad les dio un aspecto increíblemente grande, y sin embargo, parecían más
pequeñas de lo que debían ser. La alfombra amortiguaba los crujidos del rellano. ¿Por qué los
crujidos que replicaban —sin duda debían ser ecos— sonaban con más claridad en las habitaciones?
Este detalle no parecía preocupar a Richard, que se introdujo furtivamente en el dormitorio
delantero.
El muchacho apagó la linterna. La luz de una farola iluminaba la habitación, si bien
únicamente a través de dos angostas ventanas. Un dibujo indeterminado trepaba por el empapelado
de las paredes. Mientras los demás la empujaban para que entrara, la jovencita distinguió una gran
mesa que no parecía pertenecer a la habitación, rodeada por un oscuro lecho, un tocador y un par de
sillones; desiguales cuadrados de papel yacían en el borde de la mesa, conteniendo todas las letras
del alfabeto...
—¡No cerréis esa puerta! —musitó Richard con tono apremiante.
Sacó un cajón del tocador y lo usó para mantener abierta la puerta.
—No toquéis nada —explicó, divertido por la disimulada consternación, o recelo, de los
demás—. Vamos, antes de que vuelvan mis padres.
La niña avanzó, porque no había otra cosa que hacer.
—Adelante —dijo el chico que tenía algunos pelos en la barbilla, y dio un empujón a la
jovencita.
¿Acaso aquel chico estaba preocupado por causa de su propio nerviosismo? Antes de que la
niña pudiera saberlo, se encontró sentada a la mesa, apretada entre el que le había empujado y, en
dirección a la puerta, Wendy.
—Bien —dijo Richard con acento de triunfo—. Sigamos.
El muchacho cogió un objeto que había junto al tocador, algo parecido a un patín de madera
hecho con medios caseros, con ruedas que podían cambiar de dirección. Su gesto esperaba una
reacción, y la obtuvo: risas contenidas, suaves codazos, risitas...
—Va a escribir con los pies —dijo alguien, riendo disimuladamente. La jovencita se unió al
casi histérico regocijo, aunque pensó que lo fingido de su risa la excluía del grupo.
—¡Silencio! —ordenó ferozmente Richard—. ¿Queréis que alguien nos oiga y llame a la
policía?
Poco a poco, fueron sumiéndose en el silencio. Hubo un intermedio de contenido forcejeo
mientras todos ponían una mano sobre el patín en el centro de la mesa.
—¿Y ahora qué? —quiso saber el chico que tenía algunos pelos en el mentón.
—Esperaremos —dijo Richard.
Así lo hicieron, más o menos en silencio.
—Se me va a dormir el brazo —musitó una chica.
—Igual que a mí —se quejó su amiga.
Durante unos segundos después, las palabras permanecieron en el aire, revoloteando como si
el ambiente estuviera estancado. La habitación pareció oscurecerse más, como si se aproximara una
tormenta... Los ojos de la jovencita debían estar fatigados, simplemente eso. Las luces de los
automóviles recorrían el techo y se arrastraban por el dibujo del empapelado de la pared, que
oscilaba furtivamente. La luz no llegaba a la entornada puerta, ni a la negrura que había más allá. La
niña imaginó cuánta extensión de la oscura casa tendría que recorrer para huir.
El aburrimiento y la intranquilidad iban en aumento.
—¿Cuánto tiempo vamos a estar sentados? —protestó el muchacho de incipiente perilla.
Unas manos desocupadas estaban explorando.
—¡Oh, arranca! —gritó con furia una chica.
—No creo que esto funcione —dijo el del bigote—. La plancheta es demasiado pesada.
Hace falta algo más ligero.
De repente, junto con un curioso sonido que al parecer provenía de las profundidades de la
casa, el patín de madera empezó a rastrear en dirección al borde de la mesa, avanzando y
retrocediendo igual que una rata atrapada.
—Claro que si tú vas a hacer que se mueva...
—No estoy haciendo nada —contestó Richard, ofendido.
—Bueno, alguien debe hacerlo. —Contempló a los demás uno a uno. La jovencita notó que
el bigote del chico relucía. ¿Debido al sudor? El muchacho no vio nada en los ojos de sus
compañeros que le complaciera—. Bueno, yo no soy, desde luego —aclaró, como si negara su
responsabilidad en ocasión de un mal olor.
El patín osciló y quedó inmóvil. Richard tenía una mirada iracunda... ¿A causa de la
interrupción, o porque había dejado de ser el líder?
—¿Vamos a seguir sentados discutiendo? —preguntó.
—Se supone que debemos hacer preguntas. ¿Cómo se llamaba el tipo que murió aquí?
—Allen. Señor Allen.
—Perfecto. —El del bigote se echó hacia adelante igual que un ejecutivo en una reunión;
quizás estaba imitando una escena de cierta película—. Vamos a ver si es él. —Lentamente y en voz
alta, como si se dirigiera a un niño mentalmente atrasado, preguntó al patín—: ¿Es usted, señor
Allen?
Obtuvo una instantánea respuesta: tensas risitas. Se permitió una ligera sonrisa; la broma era
francamente infantil para él. Sólo Richard se mantenía solemne, furiosamente solemne. La jovencita
se contuvo en sus ansias de reír con más fuerza que los demás. ¿Por qué temía atraer la atención
hacia ella? ¿Porque la habitación estaba muy oscura?
La niña volvió a oír el tenue sonido, que tal vez, a pesar de todo, no venía de lo más hondo
de la casa: un leve desasosiego. ¿Un ratón? No, debía ser el sonido del patín, que parecía tan
distante por culpa del opresivo ambiente... Porque el patín se movía. Giró decididamente y se
dirigió en línea recta hacia un cuadrado de papel, donde se detuvo.
Un confortable absurdo, al parecer. Una letra no podía indicarles nada. Entonces la jovencita
vio que otros dos cuadrados interrumpían el alfabeto en lados opuestos de la mesa: SÍ y NO. No,
había dicho el patín.
No, no era el señor Allen el que estaba acercándose a través de la casa, el que estaba
haciendo chirriar las puertas en el recibidor de la planta baja y, en ese momento, en el rellano. Debía
ser una simple corriente de aire. Pero no era el señor Allen el que había entrado en la habitación,
cuyo leve desasosiego ya era claramente audible, aunque no así su posición. La cabeza de Richard
se volvió, inquisitiva.
—Eso es lo que yo escuché —dijo con cierto disgusto.
El sonido era más definido. Sí, era como si alguien muy viejo o muy enfermo estuviera
buscando algo a tientas en la oscuridad... pero en cuanto la jovencita estaba a punto de localizarlo
en una parte de la sala, reaparecía en otro lugar. Los dedos que la niña tenía sobre el patín estaban
paralizados, pegados por el sudor, aunque temblaban. Ni su mano ni el resto de su cuerpo podían
ayudarla en su pánico.
Quizá todos aguardaban a que otro fuera el primero en escapar. Antes de que alguien pudiera
moverse, el patín giró. Aunque los brazos de los jóvenes estaban tensos debido al cansancio y a los
nervios, el patín se movió con más rapidez, con más eficacia. ESTOY, deletreó con celeridad.
El chico del bigote se inclinó más, aguardando el resto del mensaje. Su mano libre enjugó el
brillante mostacho. Los demás contemplaron de mala gana la escena, el patín arrastrando sus manos
por la mesa. Concluida la frase, todos permanecieron en tensión, sin atreverse a hacer comentarios
sobre el mensaje por si acaso ello le suministraba fuerza. Sólo el chico del bigote lo recitó
silenciosamente, con la frente fruncida: ESTOY EN TODAS PARTES AQUÍ DENTRO.
—Creo que será mejor que nos vayamos —tartamudeó el otro muchacho. Su última palabra
brotó en falsete, pero nadie rió.
Y nadie se movió, tampoco, porque los amorfos sonidos recorrían la habitación,
escudriñadores, rodeando al grupo. Las luces de los coches introducían luminosos rectángulos en la
habitación; los rectángulos se transformaban en relucientes paralelogramos y desaparecían. La
jovencita mantuvo los ojos lejos de la luz, porque podía hacer visible el objeto de aquella búsqueda.
El patín se lanzó hacia el centro de nuevo, y correteó por la mesa. Su rapidez parecía casi
jubilosa. Una de las chicas no cesaba de sollozar sin lágrimas; como si estuviera ahogándose. El
patín seleccionó diestramente su mensaje y a continuación descansó bajo el montón de dedos.
HACED LO QUE OS HAN DICHO, había deletreado.
Una ola de enojo, violenta como la electricidad, cruzó el grupo igual que un relámpago.
—Cochino —dijo Ken, a quien la jovencita no había escuchado todavía. Su voz había sido
baja, casi inaudible, inadecuada para la protesta; y había exhalado cerveza, el olor de su bravata. Su
silla crujió cuando se dispuso a levantarse.
—¡No lo soltéis! —gritó la chica que sollozaba, después de encontrar espacio para las
palabras entre sollozo y sollozo.
Quizá creía que aquella presencia no podría hacer cosas peores si estaba ocupada en
deletrear mensajes. Y en realidad, el sonido no localizado de alguien que buscaba a tientas había
cesado... aunque la jovencita pensaba que sólo estaría descansando. Ella creía oír desplazamientos
debilísimos, como los movimientos que revelan la serenidad de un gato cuando se prepara para
saltar sobre su presa. La niña no se atrevía a mirar.
En cualquier caso, ella debía mirar el patín, ya que estaba recorriendo la mesa
presurosamente. Las yemas de los dedos se aferraban al objeto como si fuera su única protección en
la oscuridad. Antes de que el mensaje concluyera, la jovencita sufrió un acceso de temblores. Todos
se quedaron con la mirada fija en la mesa, no deseando encontrar los ojos de cualquier otro. La niña
tuvo la sensación de que su mano estaba intentando hacer vibrar su cuerpo hasta despedazarlo. El
mensaje fue expandiéndose en su mente, igual que una imagen secundaria en una oscuridad
repentina y absoluta.
TODOS FUERA EXCEPTO UNO.
—¡No, jodido, eso es demasiado! —protestó Ken—. ¡Eso es jodidamente estúpido! —Había
hablado en el límite de su voz... ¿Para impresionar a los demás? ¿Para impresionarse él mismo? ¿O
para impresionar a alguien distinto? Su voz aflautada resultaba chocante en la oscuridad. Pero
Richard, al que iba dirigida la mirada de furia de Ken, prefirió estar a la defensiva.
—Yo no he hecho que dijera eso —replicó Richard—. Habría dicho quién debía ser ese
«uno», ¿no?
Al instante, como si hubiera estado esperando su pie, el patín salió disparado. Se precipitó
hacia la cama, lanzando letras al suelo, y tiró de los brazos de los jóvenes con tanta fuerza que
Wendy cayó sobre la jovencita. Wendy se puso a temblar igual que si tuviera fiebre... porque el
patín le apuntaba directamente.
—¡No! —gritó Wendy—. ¡Yo no! ¡Yo no! —Apenas era capaz de formar palabras. Logró
ponerse en pie con torpes movimientos y huyó hacia el rellano.
La niña pugnó por separarse del chico de los pelillos en el mentón, y éste se apartó de ella
con gestos de impaciencia.
Al incorporarse y volver al lugar en que Wendy le había propinado el codazo, la jovencita se
dio cuenta de que el patín estaba apuntándole.
La huida de Wendy había liberado a los demás. Todos se apartaron de la mesa como si de
algo horrible se tratara. Ninguno miró a la niña; de hecho, la habían olvidado, ya que en su
precipitación empujaron la mesa hacia ella, golpeándola y echándola violentamente sobre la cama.
El lecho no estaba vacío. Al caer, la jovencita vislumbró un rostro vuelto hacia arriba en la
almohada. Una convulsión se apoderó de todo su cuerpo. Arqueó el cuerpo, enderezó su espinazo...
hizo todo lo que pudo para no tocar lo que yacía en la cama. ¿Sería la cara pura imaginación suya,
sombras en una desigual almohada? Tal vez, porque al torcer el cuello para mirar alocadamente, vio
que el rostro estaba incompleto. Pero cuando intentó apoyar la mano en la cama para levantarse, sus
dedos tocaron una pierna, delgada pero flácida, a través de las sábanas.
Oyó que alguien tropezaba con el cajón de la puerta y que lo apartaba de una patada. La
puerta se cerró de golpe.
—Hey, Richard —dijo la amortiguada voz del muchacho casi imberbe—, ¿te das cuenta de
que dejamos ahí dentro a esa niña? ¿Es que era ella la que debía quedarse?
Hubo varias risas de alivio. Quizás habían comprendido que tenían que dejarla encerrada.
La jovencita apartó la mesa de un puntapié y corrió a ciegas hacia la puerta. Su jadeo de
terror había herido su pecho y la había dejado sin aliento para gritar. Escuchó a Wendy a una
distancia que le pareció enorme.
—¿No la habréis dejado allí, verdad? ¡Imbéciles, sólo es una niña! ¡Se supone que yo debo
cuidarme de ella!
—Muy bien. Tranquilízate. —Era la voz del muchacho del mostacho—. La puerta no está
cerrada con llave, ¿no? Y de todas formas, ella es más valiente que la mitad de vosotros, chicos. No
he oído que lloriqueara.
La manecilla de la puerta resonó. Hubo un ruido sordo, y silencio.
Cuando el chico del bigote volvió a hablar, su voz había sido suavizada por la cólera.
—¿Qué clase de juegos tienes entre manos, Richard? La manecilla se ha salido y la puerta
no se mueve.
La oscuridad se cerró en torno a la niña, igual que el abrazo de la fiebre. La puerta se
estremeció a causa de los hombros que la golpeaban, pero resistió. El murmullo de coléricas voces
fue alejándose.
—No hay que preocuparse. —¿Era Richard?—. Tranquilidad, ya encontraré algo.
Las voces fueron debilitándose escaleras abajo, dejando a la niña a solas con el silencio.
Pero el silencio no era total. Detrás de ella, algo cayó blandamente al suelo. Fue incapaz de
volverse o lanzar un grito, mas no necesitaba dar la vuelta para saber de donde procedía aquel
sonido: las sábanas habían caído. ¿Acaso algo más había abandonado la cama?
Logró mover la mano. Metió un dedo en el agujero donde debía encontrarse la manecilla de
la puerta. Tiró de la puerta, aunque su mano temblaba con tanta violencia que amenazaba con salir
por el otro lado del agujero, pero todo fue inútil. La puerta se negaba a moverse. Estaba atrapada
allí dentro, sin poder soltar la puerta, inmovilizada por la oscuridad que se asemejaba a una ciénaga.
Ni siquiera fue capaz de gritar al notar que algo la rozaba. Debían ser manos, puesto que
tenían dedos, aunque unos dedos con la blandura del polvo... no, mucho más blandos que el polvo.

PRIMERA PARTE
EL PERSEGUIDOR
I

—Discernir la personalidad de un director en sus películas es bastante parecido a resolver un


rompecabezas —dijo Rose—, con la excepción de que a veces las piezas están borrosas.
Trevor levantó los ojos hacia ella, sonriendo de un modo ambiguo. Al sentarse y cruzar las
piernas, su puntiaguda nariz resaltó como la de Polichinela, con las cortinas de largo cabello negro a
los lados.
—¿Por qué no puede ser su método lo que está borroso? —preguntó.
Rose sonrió, contenta por aquella mordaz pregunta que animaba el último día del trimestre.
—Bueno, porque ese método me ha dado buenos resultados a lo largo de los años, supongo.
Espero no haberte producido la impresión de que mantengo como premisa que las películas de un
director van a expresar su personalidad. Al contrario, se trata de investigar para saber si es así. Pero
recuerdo que vi una serie de películas de Hitchcock y, de pronto, comprendí que pese a la existencia
de distintos guionistas y estudios, por no decir nada de los actores con papeles contrarios a sus
deseos, los filmes tenían una personalidad absolutamente consistente, una forma de considerar las
cosas que sólo podía ser de Hitchcock. En cuanto me di cuenta de eso, sus películas me parecieron
muchísimo más interesantes.
—Y si no descubre personalidad, dice que el director es flojo. Eso es como despreciar a
todos los realizadores que no encajan en su teoría. ¿Y si son mayoría? Es posible que cuando crea
haber encontrado una personalidad se trate simplemente de una serie de coincidencias.
—No lo creo, Trevor. —Deseó que otros de sus alumnos participaran, pero los demás
estaban contemplándola igual que a una película bastante insulsa—. De hecho tienes razón, los
directores despersonalizados son mayoría. Pero, ¿no hace eso que la consistencia de gente como
Hitchcock sea aún más notable? En mi opinión, lo que hace al cine tan fascinante es que la
expresión de la personalidad propia suele ser ni más ni menos que una lucha. Eso, y los métodos
con que un buen director resuelve los problemas de un material inconsistente. Como recordaréis,
nuestra sensación de que Paul Newman se ha ido a la cama con Mary Poppins actúa realmente en
favor de la película de Hitchcock.
La observación hizo reír a los alumnos, que se pusieron a hablar sobre papeles dados de
forma inapropiada.
—Una vez vi a Terence Stamp haciendo un papel de mejicano con acento de barrio
londinense —dijo alguien.
—El peor caso era el de John Wayne cuando decía, «Truly this was the son of Gawd.»
El interés decayó en seguida. Los estudiantes debían ansiar tanto el fin de trimestre como
ella llegar a Nueva York. Sólo Trevor quiso continuar la discusión.
—Sigo pensando que no se puede llamar autor de un filme a su director. No es lo mismo que
escribir un libro, donde el autor tiene un control completo.
—¡Cielos, ojalá fuera así! —replicó ella—. No lo es en mi caso, me temo. Aunque no creo
que lo sea para ningún escritor, ¿sabes? Cualquier escritor está influido por cosas que ha leído o
experimentado pero que no recuerda conscientemente, sin contar con el hecho de cómo ha
aprendido a narrar un argumento o cualquier otra forma que use para expresarse. Un escritor está
parcialmente a merced de su subconsciente, igual que cualquier otra persona.
Trevor parecía creer que ella le había engañado, que había hecho algún juego de manos
mental. Rose no sabía si los demás estaban, por lo menos, escuchando.
—Creo que vamos a dejarlo aquí —dijo—. Que tengáis un buen día de Pascua, pues no creo
que os vea antes.
Dispuso su cartera, salió del aula y recorrió el estrecho pasillo. La iluminación, más o menos
oculta, llameaba en las paredes. Después de los dibujos de Henry Moore, el retrato del matrimonio
Andrews de Gainsborough le miró desdeñosamente. Temblorosas imágenes secundarias de luz
explotaron ante ella, y tuvo que cerrar los ojos. Confiaba en que ello no se debiera a una jaqueca.
No había duda de que se sentía a la espera de que sucediera algo... Nueva York, probablemente.
Mientras se dirigía al Centro de Estudios de la Comunicación, bajo la cubierta del nublado cielo, un
asustadizo nervio intentó dar un tirón a sus labios.
Atravesó un grupo de arbolillos atados a palos, con las delgadas puntas de las ramas
salpicadas de verde, y su felicidad aumentó al instante, puesto que allí estaba Bill: muy erguido y
sonriendo en silencio en el exterior del Centro, una capilla reformada y erizada de antenas con
aspecto de rastrillos. Bajo un cabello que encanecía, la cara de Bill, con sus tupidas y oscuras cejas
y sus vigorosas facciones, parecía la de un joven y no, ni mucho menos, la de un hombre que tenía
seis años más que Rose. La primera vez que se habían citado, cuando ambos estudiaban en la
universidad de Sussex, Bill tenía esa misma apariencia, fuerte, paciente y cumplidor. Un hormigueo
de electricidad sexual hizo estremecer el cuerpo de Rose, con la viveza acostumbrada.
Bill la abrazó rápida y afectuosamente, en cuanto estuvo a su lado.
—¿Has tenido buen día? —dijo ella.
—Aparte del hecho de que una plaga de zombies ha contagiado a mi clase, supongo que he
tenido un día muy bueno.
—Preciosa letargia de fin de trimestre...
—Quince variedades distintas de incomprensión y bocas abiertas, querrás decir. Como estar
ante uno de esos espectáculos de segunda clase en que debes echar monedas en los agujeros.
¡Gracias a Dios que hay gente como Hilary, estudiantes maduros!
—Sí, sé cómo te sientes... —Caminaban hacia el centro de la ciudad, junto al Hospital
Infantil cuyas ventanas eran un zoo de osos de trapo, junto a las doradas caretas de las puertas del
Philharmonic Hotel. Al otro lado del Mersey, el verde resplandor del crepúsculo se zambullía en el
profundo lago celeste. Por encima Pier Head, las esferas de los relojes eran nebulosos soles.
—De todas formas —dijo Rose—, no puedo culpar del todo a los estudiantes, no, ya que
ellos saben que sus títulos, cuando salgan de aquí, no les asegurarán un empleo. Algunos van a estar
calificados en exceso para los trabajos que hay disponibles. ¿Podemos esperar que se droguen con
conocimientos por mera vocación?
—¿Por qué no? Es una droga indudablemente preferible a la mierda que se consume. Lo
siento, hoy no estoy receptivo a razonamientos especiales. Si yo me hubiera quedado sentado y
abatido cuando acabé los estudios, no estaría donde estoy ahora. No me gusta haber llegado ahí sólo
para malgastar mis energías.
Rose tenía la impresión de que él estaba irritable debido a otra cosa.
—Los dos nos sentiremos mejor camino a Nueva York —aseguró ella, apretando el brazo de
Bill.
Y de repente le sobrevino el ansia de estar allí, entre las escaleras de Jacob de brillantes
ventanas, los parques observados por rascacielos, los olores callejeros de rosquillas saladas, pinchos
morunos y marihuana, los establecimientos y restaurantes siempre abiertos, la energía nerviosa, el
constante máximum de Nueva York. De todo eso se había enterado gracias a su agente
norteamericano, Jack Adams, y a las cartas de éste. Más para ella, Gene Kelly seguía bailando en
Broadway, King Kong se balanceaba en lo alto del Empire State Building, Brando apenas podía
hablar en los muelles con los dientes rotos... No había duda de que Nueva York no se parecería en
nada a las películas. Rose estaba convencida de que la ciudad contendría infinidad de sorpresas.
En el centro comercial de la población, en Lewis’s, Rose siguió sintiéndose excitada.
Siempre le habían gustado las grandes tiendas, donde la profusión de artículos nuevos y limpios le
recordaba los cumpleaños de su infancia. Flotaban en el ambiente aromas emanados de cosméticos
en mostradores color pastel, y niños de corta edad corrían en coches de plástico con gruesas ruedas
relucientes como pinturas hechas con los dedos. Rose compró blusas adornadas con encajes, y un
vestido que resplandecía igual que las alas de una mariposa cuando se sostenía frente a la luz.
Quería estar guapa para Bill y para Nueva York.
Bill se marchó al departamento de librería mientras ella pagaba. El dependiente regresó por
fin, tras haber desaparecido discretamente para comprobar la tarjeta de crédito de Rose. Esta se
precipitó hacia la escalera descendente, y el primer escalón golpeó su tobillo. Durante un instante
temió caer de cabeza. Una chispa de jaqueca causó escozor en su vista: un grupo de niños la
observaba, con los ojos sumamente pintados. En realidad no tenía motivo para estar nerviosa, ahora
que estaba con Bill y disponía de un empleo.
Pero, ¿dónde estaba Bill? Ciegos rostros color de malva estiraban hacia ella cuellos largos
como brazos; en sus cabezas anidaban pelucas. Allí estaba su marido, en el extremo opuesto de la
sección de librería. Rose se abrió paso entre los atestados pasillos, cruzando una estantería de cinco
estantes llena de MISTERIOS DEL UNIVERSO. ¿Fue la Tierra colonizada por hombres del
espacio? ¿Era Dios un astronauta? Había un libro titulado Violación astral: el placer sin el dolor,
pensó Rose, y no pudo menos que reír, pese a que un hombre calvo la miraba.
Se puso nerviosa en el acto. Volvió a buscar a Bill. Sólo se hallaba a tres pasillos de
distancia, muy ceñudo ante los rótulos de cartón que había sobre las estanterías. Seguramente estaba
intentando encontrar los libros del matrimonio, pero nunca había existido una sección para libros
relacionados con las artes. Rose se estaba acercando a su esposo cuando su estómago se contrajo y
sus dedos empezaron a temblar.
Antes de volverse ya sabía cuál era el problema. El hombre calvo seguía mirándola
fijamente. Su cabeza, que parecía estar colgada en lo alto de una estantería, relucía igual que
plástico iluminado por tubos fluorescentes. Sus ojos eran muy brillantes, insulsos, tan inexpresivos
como trozos de vidrio. Rose imaginó la cabeza de un maniquí despojada de su peluca. Cuando una
gruesa y rosada lengua salió entre aquellos labios, tuvo la impresión de que una cabeza de plástico
había cobrado vida.
¿Sería un detective de los almacenes? ¿Acaso sospechaba que ella era una ladrona? Pero
estaba viéndole con una claridad anormal, incluso distinguía el vello, las patas de araña que
sobresalían de las ventanas de la nariz. La frente del individuo estaba llena de gotitas, como un
huevo hirviendo. No, aquel hombre no era un detective.
Incapaz de pensar por culpa de su consternación y su enojo, Rose siguió abriéndose paso
entre el gentío para reunirse con Bill. Las cajas registradoras ronroneaban y cantaban.
—¿Lista para salir? —dijo Bill.
Rose miró hacia atrás, pero no había rastro alguno del hombre calvo. No valía la pena hablar
de él, no cuando ella debía averiguar qué era lo que preocupaba a Bill.
En el tren, camino del hogar, Bill sacó de su maletín la fuente de su malhumor: una crítica
de Las mismas escenas de las películas antiguas, de W. y R. Tierney, aparecida en Times Literary
Supplement. Bill leyó algunas frases.
—... es difícil saber la seriedad con que los autores abordan el tema... se esfuerzan en
demostrar su tesis de los clichés, reglas formales que proporcionan al artista un contexto para la
experimentación y expresión personal... el libro carece de las disciplinas de la semiología y el
estructuralismo... desagradables tentativas humorísticas... sensación de académicos que visitan los
barrios bajos...
—No importa —dijo Rose—, sólo es la opinión de una mujer. Pero sabía que una crítica
hostil confundía y deprimía a Bill durante varios días.
—Filmes y filmaciones enteramente a nuestro gusto. —Bill inclinó ligeramente sus gafas
para mirar la revista—. «El nuevo libro de los Tierney es especialmente bueno cuando demuestra el
desarrollo de escenas supuestamente manidas... brillante y específico análisis de reglas en el thriller
urbano... combina perspicacia y humor con sentido común...»
«Estoy preguntándome qué parte nos corresponde a cada uno —dijo Bill refiriéndose al
comentario anterior, conteniendo la risa, mientras subían las escaleras que llevaba la elevada
construcción campestre de la estación de St. Michael. El tren fue empequeñeciéndose, la cola de
una cometa de iluminadas ventanas.
Se dirigieron hacia el Mersey, siguiendo un camino apenas visible que brillaba como una
pared blanqueada entre márgenes cubiertos de hiedra. El apagado resplandor de la luna se reflejaba
en celosías de árboles.
—A veces me pregunto si no me habré alejado de mis alumnos —dijo Rose.
Se agacharon para pasar bajo una tubería tan ancha como el tórax de Bill. Un automóvil
estaba oculto entre las zarzas.
—¿No estarás culpándote aún por el asunto John Wayne? —preguntó Bill.
—Culpándome no es la palabra exacta. —Rose había analizado Río Bravo con sus alumnos;
era el western más ameno que conocía y uno de los que permitían un análisis más provechoso. Pero
sus alumnos sólo consideraron la política de John Wayne: su presencia aniquilaba el resto de la
película para ellos, destruía el carácter del filme—. Pero hay que considerar los sentimientos de los
chicos.
—Considéralos, sí, pero no seas complaciente con los estudiantes. Estás esforzándote en
abrir sus mentes, no en aferrarte a sus prejuicios.
—Lo sé. —A veces se sentía frustrada... Creía poseer recursos no explotados, aunque no
tenía idea de su naturaleza—. Pero hubo tiempos en que los estudiantes solían ofrecerme puntos de
vista hasta entonces desconocidos para mí.
—Bien, todavía sucede eso en nuestras colaboraciones, ¿no es cierto? No estés tan triste.
«Podrías ser una maravillosa bailarina en lugar de permitir que la gente se sofoque.»
—La historia de Vernon e Irene Castle. «Es inútil llamar ahí, todos han muerto» —respondió
Rose, sonriente.
—El diabólico doctor Z. «Si tiene suerte, su novio disfrutará de una vida espléndida y
satisfactoria como parapléjico.»
—Más allá del valle de las muñecas. «Soldado que caíste por tu patria, tu acción no caerá en
oídos sordos.»
—¡Oh!, esa fue la película de Roger Vadim... ¿Cómo se titulaba? Helle. —Estaban
recordando citas de su libro sobre papeles y guiones cinematográficos inolvidablemente malos,
¡Cuidado con las patrullas sodomitas! La proyección televisiva de Sodoma y Gomorra había dado a
Bill el título y la idea del libro, que había obtenido espectaculares ventas: muchos alumnos del
matrimonio lo habían comprado. Este hecho había sido el más satisfactorio para Rose.
—De todas formas —dijo Bill, recordando la conversación—, nuestros libros no se han
alejado del público.
Mientras el camino les conducía a terreno más elevado, junto a un prado en el que pastaban
vacas descoloridas cerca de enormes piedras enhiestas, las nubes se arremolinaban sobre el Mar de
Irlanda. Las gaviotas volaban a baja altura semejando escamas desprendidas de la solitaria luna
llena y el río era un torrente lácteo en el que se deslizaba un luminoso barco de línea. En la zona
donde el río se ensanchaba hacia el mar, bajo el nítido y vivo disco de la luna, la oscuridad era vasta
y misteriosa como el espacio exterior.
Fullwood Park fulguraba a través de una brecha del seto que circundaba la senda. Las villas
de estilo italiano se erigían en jardines semejantes a parquecillos, bordeadas por árboles. Una villa,
iluminada para una fiesta, brillaba como un barco. Junto a Rose, bajo un puente ferroviario cerrado
a los peatones, el viento procedente del Mersey ululaba igual que un búho enorme e incorpóreo.
Espaciadas farolas alumbraban la carretera privada de Fullwood Park, gotas cónicas de
lechosa luz, congeladas cuando estaban a punto de caer. Todo tenía un aspecto artificioso: el soporte
rojo del buzón de correos, los bolardos unidos por cadenas que separaban un jardín de uso exclusivo
para los residentes, la masa de tréboles que cubría el pavimento, con todas las hojas descoloridas,
separadas y bien visibles, embalsamadas por la gélida luz.
Entre las villas, la vivienda de los Tierney y su hermana siamesa daban la impresión de estar
un poco fuera de lugar. Las luces de la casa hermana estaban encendidas, pero conservaba la
apariencia extraña que Rose advirtiera en ella desde que la anciana señora Winter falleció, dos
meses antes, como resultado de una caída cerca del camino del río en una noche de helada. No cabía
duda de que Rose conocería a los nuevos propietarios cuando regresara de Nueva York.
Rose acababa de rebasar el seto, y se dirigía hacia el camino de entrada a la casa,
desprovisto de puerta, cuando tuvo un sobresalto y contempló Fullwood Park con ojos penetrantes.
Zonas de luz y sombra conducían a la carretera principal, bajo los árboles. Alguien se había
introducido en una zona oscura en ese mismo momento.
Instantes después Rose se encontraba dentro de su casa, cálida como una cama e igualmente
placentera. Bill se dirigió a la cocina mientras ella dejaba el correo en la sala de estar. Accionó el
interruptor de luz y la habitación victoriana se iluminó suavemente. En los sillones tapizados,
amantes bordados sonreían a través de las bordadas hojas. En el aparador —de suntuosa madera
negra, lustrosa como un gato del mismo color— los chinitos que tío Wilfred y tía Vi le habían
dejado extendían las manos uno hacia el otro, unas diminutas y perfectas manos de porcelana. Rose
se sentó en el sofá y abrió el correo.
—Aquí hay una carta de Gerhard —dijo—. Ha investigado nuestro redescubrimiento
alemán.
—Magnífico. El libro está tomando forma. —Redescubrimientos cinematográficos iba a
consistir en una serie de entrevistas con innovadores que no habían recibido atención—. Y no
podíamos tener un motivo mejor para ir a Munich.
—¡Oh, cariño, hay unas pruebas que corregir!
—Tal vez puedas empezar a hacerlo mientras yo preparo la cena. Acabaré todo el trabajo
antes de que emprendamos el viaje.
Bill parecía más contento; la rutina siempre le calmaba. ¿Por qué ella no estaba tranquila?
Se levantó bruscamente y apagó la luz. Las luces de los apliques fueron oscureciéndose igual que
velas faltas de oxígeno. Rose se acercó a las cortinas de terciopelo, que pesaban como colchas, y
miró por la ventana. Por encima de las farolas relumbraban las ramas de los árboles cual
inmovilizadas explosiones de madera. La carretera estaba solitaria, y Rose retrocedió
repentinamente mientras movía la cabeza de un lado a otro, en un gesto de ironía. El hombre del
que había tenido un vislumbre hacia cinco minutos llevaba un casco protector, no había duda. Por
eso su cuero cabelludo tenía un aspecto liso y reluciente.

II

Cuando el autobús del aeropuerto llegó al puente de Manhattan, Rose estaba tratando de
despertarse. Tenía la sensación de seguir en vuelo sobre el Atlántico. Pero allí estaba la silueta de
Nueva York, perfilada en un cielo azul oscuro que había absorbido los últimos restos de luz.
Incesantes e irregulares hileras de iluminadas ventanas, brillantes perforaciones en tarjetas de
computadora, se elevaban hacia grisáceos jirones nubosos. Rose percibió inmediatamente el hervor
urbano; pensó, que la ciudad no debía dormir nunca. No obstante, aun cuando los primeros
rascacielos se elevaban ante ella, creyó que todavía no había llegado.
Se esforzó en concentrarse en Jack Adams, su agente norteamericano, y también de Bill, que
estaba sentado frente a ellos. Era un hombre alto y de piel morena con un hoyuelo en la barbilla, y
unos brazos que no dejaban de moverse, de sostenerse uno a otro alternativamente.
—A David Tracy se lo había tragado la tierra —estaba diciendo el agente—. Por eso
tuvimos problemas para dar con él. Un director retirado de setenta y ocho años. Vale la pena, ¿no?
Se supone que hoy mismo podremos concertar una entrevista.
—Me alegra estar escribiendo este libro —dijo Rose para despertarse del todo—,
enriqueciendo la literatura cinematográfica.
—Por supuesto. En tanto que también les sirve para ganar bastante dinero. —Adams cruzó
los brazos, y volvió a separarlos—. Una cosa: cuando vayan a Munich, para las entrevistas quizá
puedan ponerme en contacto con su agente alemán. Necesito relaciones estrechas con alguna
persona de ese país.
Al llegar a Grand Central Station, Adams recogió el equipaje en el maletero del autobús.
—Escuchen, ¿por qué no tomamos un taxi? He invitado a varias personas para que les den la
bienvenida a Nueva York.
El asfalto emanaba vapor. Productos de pastelería humeaban en un mostrador. Un hombre y
un perro de lanas pasaron junto a Rose, ambos luciendo un esmalte carmesí en las uñas. Las sirenas
ululaban entre los angulosos valles de cemento, y las motos iban haciendo regates en los cruces, sin
prestar ninguna atención a los semáforos.
Jack abandonó la esperanza de encontrar un taxi y llevó apresuradamente al metro a los
Tierney. Durante el trayecto el agente les enseñó un mapa de metros que parecía un complicadísimo
enredo de lanas de colores diversos, pero el sentido de dirección de Rose siguió siendo tan pobre
como hasta entonces; se sentía como una carga arrastrada por su cuerpo sonámbulo.
Jack vivía en West 89th Street, en el décimo piso. Pese a que la habitación principal era un
laberinto de estanterías, tenía un aspecto limpio y ordenado. Las filas de libros estaban
interrumpidas por figurillas mejicanas, una tarántula bajo una cúpula de vidrio y un reloj con una
esfera y unas manecillas que no dejaban de cambiar de color. Grabados de Brueghel humanizaban
las secciones de pared blanqueada.
Rose no tuvo tiempo para curiosear, puesto que los invitados ya estaban llegando: el editor
de una revista de ciencia-ficción, expertos cinematográficos, y una mujer acompañada por otro
editor.
—Te presento a Diana, la mujer que deseabas conocer —dijo a Jack el segundo editor.
—¡Oh, claro, perfecto! —Visiblemente confundido, Jack añadió—: Aquí están dos de mis
autores. —Y lo dijo como si los Tierney fueran un adorno—. Beban lo que quieran —anunció a
todos los presentes.
Rose «conoció» a Jack Daniels. Tomó un whisky y no tardó en sentirse lo bastante contenta
para ir de grupo en grupo y degustar las variadas conversaciones, mientras la asistencia iba en
aumento.
—... lo último que se supo de él es que se emborrachaba tanto en Frankfurt que olvidó los
libros que estaba vendiendo...
—... y Asimov le advirtió, «no digas eso, es lo mismo que mi mujer repite sin descanso...»
Bill estaba en un rincón, representando su papel de autor.
—Una crítica deshonesta no tiene sentido —estaba declarando—. Es absurdo falsear la
propia opinión en favor de otras personas.
Rose charló sobre películas y contempló a Diana, la joven menuda y delgada de grandes
ojos oscuros que había sido presentada a Jack. Diana erraba de un lado a otro, tal vez desorientada
por el desaire del agente literario. Cuando Rose se dirigió al bar para servirse otro whisky, Diana se
acercó de un modo vacilante, y la escritora se compadeció de ella.
—¿Conoces a muchos de los presentes? —dijo Rose.
—No, no a muchos. Supongo que es evidente.
—Bueno, yo estoy en el mismo caso, así que podríamos conocernos las dos.
—Me encantaría siempre que no pienses que soy demasiado egoísta. Lo digo porque todos
deben querer conocerte.
—No hay problema. No vas a ahuyentarlos.
—¡Hey, qué extraño! Sabía que ibas a decir eso. Te diré una cosa: tengo la sensación de que
ya te conozco. ¿Te ha pasado lo mismo alguna vez?
Sus ojos se habían abierto aún más, su mirada era más intensa, y de repente Rose creyó tener
la misma sensación: una afinidad con Diana que no podía definir claramente. Detrás de ella, un
escritor decía:
—Una noche le provoqué quince orgasmos en el suelo del estudio.
Las dos mujeres se miraron, y prorrumpieron en risas. Estaban francamente en armonía.
—Ese hombre es su propia mala publicidad —opinó Rose—. El problema es que conozco
gente que cree que todos los autores son así.
—En todas las profesiones hay bocazas. No como tu marido, que estoy segura de que es una
persona amable. Escucha, si Jack está demasiado ocupado para enseñarte Nueva York, me ofrezco
para hacerlo, si quieres.
—Eso sería estupendo —dijo Rose, y habría contestado igual aun cuando Diana no hubiera
sufrido antes un desaire.
Antes de que Diana pudiera continuar —parecía ansiosa por hablar— se presentó su
acompañante.
—Has traído las cartas, ¿verdad? El tipo de Doubleday se irá dentro de poco, pero le dije
que le harías una lectura.
—Nos veremos después —se disculpó Diana, y se encaminó hacia la mesa que había en un
rincón, donde sacó una baraja de cartas de Tarot.
Jack se acercó a Rose al instante; quizás había estado aguardando a que Diana se alejara. El
alcohol había calmado sus brazos.
—Es realmente magnífico haberles conocido —dijo—. Es decir, yo conocía a Bill a través
de sus cartas, pero usted era algo así como una figura misteriosa. Y quiero decirle que no me ha
desilusionado.
—Sí, sí, querida —decía el escritor bocazas, reprendiendo a su amiga porque pretendía
interrumpir su saga erótica—, pero estamos hablando de mí.
—¡Jesús, qué tipo! —Jack estaba a punto de sonrojarse—. Le ha traído su editor.
—No se preocupe, Jack. No pensaba que fuera amigo suyo.
—Pensaba simplemente que, bueno, que tal vez usted se sentía, eh... desconcertada. ¿Sabe
una cosa? Es como si me recordara a cierta persona.
—Espero que será alguien de mi agrado.
—Por supuesto, creo que lo sería. Es decir, lo habría sido. Me enteré de que se había ido.
Bueno, las chicas de Nueva York son magníficas, vivarachas, interesantes, ¿comprende? Pero
progresan con excesivo brío.
¿Pretendía decir excesivo ímpetu, excesivo espíritu competitivo, excesiva ansia sexual? Tal
vez las tres cosas.
—¿No habrá...? —dijo Rose, y se interrumpió, igual que en un centenar de instantes
cinematográficos.
—¿Cómo? Ah, quiere decir si ha muerto. No, supongo que sigue viviendo en su ciudad.
Fuimos muy amigos durante cierto tiempo... en realidad nos habíamos prometido. Pero sus padres
rompieron las relaciones... Ya sabe, que si yo no tenía futuro y tonterías por el estilo. Y... ¡Dios! —
exclamó Jack, estremecido por un recuerdo—. Sí, dijeron que mi lenguaje era muy descarado para
ella. Lo había olvidado. Tendrían que escuchar a las chicas que hay aquí. Yo no empleo esas
palabras, excepto por obligación y cuando tengo que librarme de alguien a puñetazos. La cuestión
es que a ella no le importaba, eran sus padres los preocupados. Nos entendíamos, Kathy y yo. —Un
trago de whisky le hizo toser, pero pareció acoger bien la aspereza—. De todas formas necesitaba
alejarme de allí. Debí alejarme para lograr hacer lo que realmente deseaba. Y lo he conseguido,
¿sabe?
Rose intuyó que Jack deseaba una mujer tanto como ella había ansiado un hijo hasta que se
acostumbró a su esterilidad. Le dio una palmadita en el brazo.
—Ya encontrará a alguien.
—Sí, es posible. Diana parece muy interesante. ¡Caramba! Mire, ha atrapado a Bill.
Así era. Diana estaba llevándole hacia la mesa de las cartas. Bill tenía aspecto divertido,
demasiado cortés o demasiado borracho para resistirse. Rose se acercó a la pareja: aquello prometía
ser interesante.
—Ojos azules, cabello cano, piel blanca —decía Diana—. Es el Rey de Bastos. —Entregó a
Bill el resto de la baraja—. Mézclelas como guste y después corte tres veces hacia su izquierda.
Bill eligió un montón y Diana empezó a levantar cartas.
—Esta le cubre, ésta le atraviesa, ésta le corona, ésta se halla debajo de usted... ¡Qué
extraño! ¿Es aficionado al ocultismo?
—No, en absoluto.
—¿Quizás alguien muy allegado?
—No, no puedo creerlo.
—¿Está seguro? Todas las cartas tienen varios significados, pero esta interpretación parece
correcta. Y cuando parece correcta casi siempre lo es.
—Estoy convencido de que es imposible.
Diana apartó un mechón de su rojizo cabello que tapaba una oreja ligeramente puntiaguda, y
continuó sacando cartas.
—Bien, no sé. Me gustaría mucho explicarle lo que estas cartas me parecen.
—No se reprima.
Quizá Diana no comprendía que el tono de Bill era conscientemente paciente.
—El ambiente en que se encuentra está en conflicto... el Ocho de Bastos está al revés —
empezó a leer Diana—. La Luna actúa contra usted: fuerzas ocultas. Su objetivo es amor, amistad,
unión: el Dos de Copas. Pero su motivación, o la motivación del asunto, es la impostura, la
falsedad: el Dos de Espadas.
La audiencia iba congregándose, como alrededor de una partida de póker. ¿Tendría Steve
McQueen un as de reserva?
—Esto es muy interesante. La influencia que acaba de finalizar es el Hierofante invertido.
La influencia en que está entrando es El Ahorcado al revés... ambas cartas se refieren a algo cuyos
efectos son de largo alcance.
A Bill, no había duda, le parecía menos interesante que a la adivina. Diana señaló la fila de
cartas: Cinco de Copas, Caballo de Bastos, Tres de Copas, Nueve de Espadas.
—Hay un matrimonio, pero con frustración y amargura. Un período de tiempo fuera del
hogar en extraños paraderos. Sus esperanzas en este asunto son victoria, satisfacción. Pero lo que
acaecerá es muerte... de algo —añadió, perdiendo el tono objetivo de su voz—. No se refiere
forzosamente a una persona. Debe recordar que las cartas sólo muestran posibilidades, no
certidumbres. Pero, ¿puede relacionar lo que le he explicado con algún hecho de su vida?
—No. —Después de una pausa, Bill decidió proseguir—. Ya que lo pregunta, creo que esto
es el colmo del absurdo.
—Supongo que es posible leer las cartas de otra manera —repuso Diana, disgustada—.
Podrían significar que usted y su esposa van a tener cierto desacuerdo... un libro, quizá. La Luna
podría ser algo, una forma de ver las cosas, por ejemplo, que hay que descubrir. Tal vez necesite
destruir una barrera para comprender. Quizás eso suceda aquí, en Nueva York.
—Estoy seguro de que puede darse a las cartas cualquier significado que se desee.
Visiblemente ofendida, Diana se puso a recoger las cartas. La audiencia se alejó,
desilusionada o desconcertada.
—Perdón —murmuró Bill—. Soy el culpable. En primer lugar no debía haberme prestado a
la lectura. No creo en este tipo de cosas, aunque tampoco pensaba que usted creyera en esto... en
una fiesta. Escuche, ¿le apetece algo de beber?
Bill se alejó rápidamente para hacer la diligencia, aliviado.
—¡Oh, es terrible! —se lamentó Diana—. No pretendía trastornarle. Debe pensar que soy
totalmente incapaz de relacionarme con personas.
—¡Por el amor de Dios, Diana, no te preocupes! —Rose tenía ansias protectoras; casi veía
en Diana a la hermana menor que jamás había tenido—. Él no debía haber sido tan brusco contigo.
—Ella misma se había sorprendido ante la brusca reacción de Bill.
—¿No estás de acuerdo con él?
—No, no del todo.
—Entonces podría leerte las cartas para comprobar si están relacionadas con las suyas.
Rose estaba intrigada e intranquila al mismo tiempo.
—De acuerdo —dijo.
Su carta era la Sota de Espadas. En cuanto Rose preparó el monte, Diana empezó a levantar
cartas: Tres de Espadas invertido, Cinco de Espadas invertido, Reina de Espadas, la Luna, la Torre,
Reina de Pentáculos invertida... De repente mezcló los naipes en el mazo.
—Oye, debo estar muy cansada. Leeré tus cartas en otra ocasión, ¿de acuerdo?
Bill regresó con aspecto travieso.
—Permítanme que les enseñe un juego inglés en que el ganador es la persona que recuerda
las peores frases de una película...
Bill salvó la situación y reanimó la tertulia, que continuó hasta que los Tierney mostraron
signos de fatiga. Todos convinieron en que el matrimonio había ganado el juego con su rutina
favorita de La historia más grande jamás contada —(¿Cómo te llamas? —Santiago. ¿Y tú? —
Jesucristo. —Es un buen nombre.) Al salir, varias personas les hicieron invitaciones para tomar una
copa.
—Lamento que no tuviéramos más oportunidades de hablar —dijo torpemente Jack a Diana
—. Quizá los cuatro podamos cenar una noche. Te llamaré.
Ya en el cuarto de baño, Rose se desmaquilló con rapidez, precavida ante la acechante
presencia de una cucaracha. Bill y ella eran tan populares que parecía perverso albergar dudas, y sin
embargo era su éxito lo que, en cierto sentido, le preocupaba. Al leer las pruebas de su último libro
se dio cuenta de que el texto era poco audaz, carecía de nuevos planteamientos, estaba escrito con la
atención puesta en la popularidad. ¿Sería que Bill y ella adolecían de éxito?
Oyó a Bill hablando por teléfono. Cuando regresó al dormitorio encontró a su marido
juvenilmente excitado.
—Acabo de hablar con David Tracy y parece estar muy entusiasmado por la entrevista. Dice
que tiene material suficiente sobre los primeros años de Hollywood para llenar un libro, pero que
nadie se lo había pedido hasta ahora. Espero tener el mismo ánimo cuando llegue a su edad.
Su excitación era contagiosa. Se abrazaron por puro deleite, y Rose olvidó al instante su
pasajera depresión. No tardaron en hacer el amor, cosa que siempre hacía más cálidas, más
acogedoras las habitaciones extrañas. Ambos se hallaban en un estado hipersensible a causa del
viaje y las horas de desvelo, y sus caricias resultaron eléctricas. Después él la abrazó y permaneció
junto a ella.
A pesar de todo, Rose no pudo dormir. La habitación la asfixiaba. Abrió la ventana y caminó
lentamente hasta la balaustrada del balcón. Las farolas fijaban discos de luz en el pavimento, que
fulguraba como si estuviera cubierto de escarcha. La calle estaba desierta aparte del vislumbre de
una figura que desapareció en Amsterdam Avenue.
Rose se apresuró a volver a la cama, temblando. En su sueño recorrió la calle de un lado a
otro. Todas las puertas estaban cerradas. Tenía miedo de doblar alguna esquina, ya que había
olvidado por cuál de ellas había desaparecido la figura del hombre calvo.

III
Nueva York era un conjunto de puertas en la pared de Grand Central Station, puertas que no
daban paso a habitaciones, sino, como en una sorpresa de la infancia, a andenes. Vista desde el
Empire State, la ciudad era un entramado de valles, una plataforma de lanzamiento de anchura
kilométrica. Era un hombre que gritaba el alarido del rebelde al final de un concierto de Pierre
Boulez, un camarero japonés llevando un plato como un malabarista, masoquistas que merodeaban
por las calles nocturnas con llaves en los cinturones, una cafetería francesa en el sótano de Carnegie
Hall, la torturada explosión del Guernica de Picasso que llenaba una sala entera. Era la Calle 42,
que resonaba igual que una canción y tenía el aspecto de infinidad de cines infantiles alineados para
presentar sus ofertas: hombres murmurando una letanía de drogas a la venta, una bonita joven negra
que preguntó a Bill, «¿De juerga, cielo?» Nueva York era un millón de impresiones distintas, y una
de ellas fue David Tracy, el hombre más insufrible con que se había topado Rose.
Tracy se alojaba en una habitación de un piso de Brooklyn. Aunque en el resto del piso no
había nadie —el amigo del cineasta estaba trabajando, al parecer— Tracy insistió en permanecer en
aquella habitación, entre montones de revistas rotas y libros destrozados y el hedor de sus cigarros
puros.
Al principio Rose creyó que Tracy estaba mostrándose respetuoso.
—No puedo decir mucho más al respecto —dijo él bruscamente, mirando a Rose, en medio
de una sórdida anécdota relativa a una antigua estrella.
Era obvio que se daba cuenta de que su explicación no era lo bastante clara, ya que hizo caso
omiso a las preguntas de Rose y recortó sus respuestas a Bill.
—Bien, estoy fatigándome. Podría volver a hablar con usted el jueves, Bill. Usted tendría
que pasar la noche aquí. Sólo hay sitio para usted.
Antes de que Bill pudiera demostrar que estaba tan furioso como ella, Rose respondió:
—Eso sería estupendo, ¿verdad, Bill?
Su libro era más importante que sus sentimientos. Haber respondido en lugar de Bill era una
especie de triunfo sobre Tracy.
No obstante, cuanto más pensaba en el incidente, más aumentaba su enfado. No era extraño
que se sintiera irritable y nerviosa. Se alegró de poder pasar la noche con Diana. Además, ella le
haría una lectura de Tarot aprovechando que Bill no estorbaba.
Haciendo juegos malabares con los paquetes de comida, Rose abrió la puerta del edificio
con la llave que Diana le había dado. Superando a las persecutorias sirenas de los coches de policía,
los caballos relinchaban en las cercanías, en los establos Claremont. Rose sostuvo la puerta abierta
con un pie y entró de espaldas y con paso vacilante en la planta baja. La puerta se cerró de golpe, y
Rose cayó sentada en un condescendiente regazo.
Se asustó antes de comprender lo ocurrido. Muebles por todas partes, como si se hubieran
apoderado del edificio: una mesita sin ornamento alguno estaba en el vestíbulo, con la apariencia de
haber sido despojada de su teléfono; un armario ropero se hallaba junto al ascensor, equiparado a
una puerta. La mujer que habitaba el piso inferior del de Diana se trasladaba. Nada que no fueran
cojines reposaba en el sillón donde Rose había caído.
Después de aguardar el ascensor durante un rato, Rose inició la penosa subida. Las escasas
ventanas parecían rebanadas de humo por las que asomaban oscuras paredes. El empapelado, con
un color semejante al de papel periódico viejo, embebía buena parte de la mortecina iluminación,
que tenía la densidad de la grasa.
El segundo piso era casi idéntico al primero: un largo y desnudo corredor con pétreo suelo
en el que las pisadas de Rose produjeron un ruido sordo y bronco, como si se tratara de una calle
desierta. Un sofá con vocación de banco público. Una absurda silla mantenía abiertas las puertas del
ascensor.
Al acercarse al último tramo de escaleras, Rose echó un vistazo al piso desocupado.
Alfombras enrolladas se apilaban en el zócalo. Huellas de muebles subsistían en las paredes, con
colores más pálidos por no haber estado expuestas a la luz.
Rose se volvió hacia las escaleras, y escuchó movimientos justo al otro lado de la puerta.
Podía haber mirado hacia atrás, pero no tuvo tiempo, el puño golpeó antes su nuca.
O tal vez fue un bastón, lleno de protuberancias. Los paquetes de comida cayeron al suelo
antes que Rose. Sus rodillas se arañaron con la piedra del pavimento. ¿Lograría volverse antes del
próximo golpe? Pero el corredor se convirtió en algo así como una imagen televisiva en el momento
de apagar el aparato, un distante punto luminoso que contenía su cuerpo, y Rose fue arrebatada
hacia la voraz oscuridad.

IV

Rose despertó con el dolor de cabeza de quien ha perdido el sentido por un acto de
violencia. Estaba acostada, forcejeando para calmar el ritmo del dolor. Los movimientos de Bill
parecían distantes; quizá estaba corrigiendo las galeradas en el despacho. Pero ¿por qué notaba tan
estrecha la cama? ¿Por qué la luz estaba teñida de rojo?
Se aterrorizó al abrir los ojos, pues el techo estaba demasiado cerca de ella y le resultaba
totalmente extraño. Reflejaba un apagado resplandor carmesí sólo roto por la circular sombra
blanquecina que se cernía por encima de la pantalla de la lámpara. Rose se obligó a volver la
cabeza, porque alguien se aproximaba.
El hombre avanzaba de puntillas hacia ella sobre las tablas del piso, al parecer cubiertas con
polvorientas alfombras. Su rostro era más que negro: su negrura se derramaba de sus mejillas,
sumía los labios. La escasa luz contribuía a oscurecer su cara. Rose sólo vio los ojos, húmedas
piezas de mármol, gelatina amarillenta.
No gritó, pero sus manos se cerraron bajo la manta que la tapaba. Rose notó las arrugas de la
ropa en sus manos, y abrió la boca como si le hubieran desgarrado los labios. Detrás del hombre,
una mujer salió de una habitación interior. Era Diana.
Su aparición no fue tranquilizadora. Con su rostro menudo y demacrado, con sus piernas
embutidas en calcetines, con aquel cabello que ni era corto ni largo... Diana tenía un aspecto
anónimo, vulgar. Perfilada por el resplandor de un fluorescente, la cara de Diana no era clara ni
mucho menos. Pero la mujer avanzó con gran ansiedad.
—Te pondrás bien, Rose. Este es John, que vive al lado. Es enfermero.
Una amistosa sonrisa rutiló entre la barba de John. Rose intentó incorporarse para
corresponderle, hasta que el dolor le aferró la frente y la nuca.
—Tranquilícese. Permítame que examine esto. —Hablaba como cualquiera de los médicos
que Rose había tenido en la infancia—. Aquí es donde la golpearon, ¿verdad? ¿Y aquí? ¿Nota algo?
—Las manos de John eran suaves y firmes como las de tío Wilfred—. Muy bien. Tendrá dolor de
cabeza durante un rato, pero no se ha producido contusión. Ahora debo ir al Bellevue, pero volveré
a primera hora de la mañana por si necesita algo.
Necesitaba a Bill. Su presencia le aseguraría que todo era estable, que el mundo cotidiano no
estaba lleno de cubiles, de gente al acecho, a la espera de que ella les diera la espalda... Más si le
telefoneaba, Bill iría corriendo. Y eso no sólo echaría a perder el libro, sino que aumentaría el
desprecio del insufrible Tracy. La principal razón para no telefonear.
Rose cogió su bolso. No le habían robado nada; su pasaporte seguía allí. Su nombre, su
arrugada fotografía... esos detalles fueron profundamente tranquilizadores. De todos modos, ¿por
qué había temido no poder demostrar quién era?
—La policía quiere que vayas a la comisaría y hagas una declaración, cuando te encuentres
mejor —dijo Diana.
Aparte de su dolor de cabeza, Rose ya se sentía mejor. El ataque había sido menos espantoso
que inevitable, uno de los riesgos que se corren en Nueva York. Ella tenía la impresión de que el
incidente le había sucedido a otra persona, que no le había afectado a ella en absoluto.
—¿Te apetecería un plato de sopa?—preguntó Diana.
Ella y Rose habían planeado preparar una complicada cena, pero la perspectiva de estar de
cuerpo presente era casi apetecible para la escritora en aquel momento. Examinó la alargada y
estrecha habitación. Una partitura de Scriabin reposaba en el teclado de un viejo piano. Encima del
lecho de Rose, varias estanterías cargadas de libros ladeados pendían precariamente de la pared.
Otro lecho era una confusión de bultos; a su lado, un jersey yacía en el suelo. El apartamento
parecía más utilizado y, desde luego, más descuidado, que el de Jack. Rose no había visto nunca al
agente quitando el polvo a los muebles, pero estaba segura de que lo hacía en el caso de que no
tuviese una criada fantasma.
—¿Qué opinas de Jack? —preguntó Diana entre ruidos de algo que estaba revolviendo.
—Después de conocerle, me gusta.
—Lo mismo pienso yo. Bueno, es que pone tantos obstáculos para evitar que llegues a él...
Igual que en la fiesta. Creyó que debía decirme los nombres de todos sus clientes. Le asusta
abandonar su papel por si acaso no te gusta tal como es en realidad. Pero estoy segura de que tiene
buenas cualidades.
Rose estaba mirando los estropeados lomos de los libros que había sobre su cabeza: Catch-
22, Brautigan, Hesse, Violación astral, Kafka, La experiencia psicodélica, El Tarot divulgado, El
Tarot explicado, Manual de Tarot...
—Me gusta Bill —estaba diciendo Diana—. Se parece a uno de los Beatles, ¿no? Mira, no
fui a la fiesta para conocer a Jack. Deseaba conocer a los Tierney.
—¿Por qué, porque habías leído algún libro nuestro?
—No, nunca.
Rose había cogido Violación Astral. SI ALGUIEN PUDIERA ATRAVESAR LAS
PAREDES DE SU HOGAR Y SECUESTRARLE, proponían las llamativas letras rojas de la
satinada tapa negra, ¿NO SENTIRÍA PAVOR? QUIZÁ ALGUIEN PUEDA HACERLO.
—¿Lo has leído? Es un libro pavoroso. Imagínate a ese tipo, Peter Grace, metiéndose en tu
cuerpo. Me alegra que los nazis no descubrieran su secreto, ¿a ti no? —Diana dispuso una mesita al
lado de Rose—. ¡Ah, no lo has leído! Pero te interesan las ciencias ocultas, ¿no?
—No, de verdad que no. —Rose volvió a poner el libro en su hueco, estropeando aún más
sus tapas, y se sintió avergonzada; al fin y al cabo, había importunado a Diana para que le hiciera la
lectura de Tarot—. Perdona, Diana. Ya te das cuenta de que estoy más bien irritable. Antes tenía
miedo a ese tipo de cosas, pero lo he superado. En realidad estoy interesada.
—Claro, sabía que lo estabas. Es como lo que te decía: pensé que debía conocerte. Tú
también tienes vislumbres psíquicos, ¿me equivoco?
—¿A qué te refieres?
—Algo así como premoniciones.
—No. —Al observar la desilusión de Diana, Rose se impacientó con ella misma. Pero el
misionero fervor de Diana había empeorado su aturdidora jaqueca.
—Yo sí. —Diana la miró con un aire similar al de una niña insolente—. Por eso bajé las
escaleras para buscarte. Perdóname, no querrás hablar de eso.
—Sí, no importa. No deseo camuflarlo en mi mente.
—Bien, no hay mucho que decir. Bárbara, ya sabes, la que se ha mudado, subió para utilizar
mi teléfono porque el suyo se había estropeado. Pues bien, estábamos tomando café cuando tuve ese
presentimiento. Bajamos corriendo las escaleras a tiempo para ahuyentar al tipo... oímos cómo se
alejaba. Debía estar intentando arrastrarte hasta el piso de Bárbara. Espera, déjame coger la sopa.
Al incorporarse, Rose notó que la habitación se inclinaba. Logró afianzarse con grandes
esfuerzos.
—¿Quieres que te ayude? —preguntó Diana.
Durante un instante Rose volvió a tener diez años, y se desesperó al ver que cuidaban de
ella. Luego tía Vi se sentó en la cama y levantó la cuchara, pero Rose ya no precisaba de esos
cuidados. Aquello había pasado, apenas era ya un recuerdo, más bien una sensación.
—¡Por el amor de Dios, no! —protestó.
La cara de Diana se agachó rápidamente entre el refugio de su cabello, hacia su plato de
sopa.
—Gracias, de todas formas —dijo Rose.
Era sopa de vegetales, espesa y con trozos enteros. Rose la tragó precavidamente previendo
que el dolor volviera. Si sufría una contusión, ¿no debería evitar los alimentos sólidos? Pero la
primera cucharada la reanimó como si fuera licor, estabilizó su cabeza.
Diana estaba liando un grueso cigarrillo y bebiendo sopa en una jarra de barro. A su espalda,
una ventana excesivamente pequeña para la habitación daba a una escalera de incendios.
—¿Tomas drogas? —preguntó Diana.
—Sólo alcohol. Pero continúa si te apetece.
Diana desvió la mirada, como sintiéndose reprendida.
—Me han ofrecido droga algunas veces —comentó Rose—, pero siempre temo que me
cause jaqueca.
—Es posible. —Diana levantó los ojos bruscamente—. ¿Tienes jaquecas?
—Menos desde que me acostumbré. Ninguna desde hace un año. —¿Por qué la pregunta
había reflejado tanta ansiedad? Diana exhaló una nube de humo dulzón; la luz rojiza se amortiguó
como una llama que se apaga.
—¿Qué tipo de cosas sueles ver cuando cierras los ojos por la jaqueca?
—Bueno, una especie de diamante minúsculo que estalla en fragmentos y se esparce por
todo mi campo visual. La primera vez fue terrible, porque yo no sabía lo que ocurría... como una
explosión en la realidad. Todavía veo una chispa de vez en cuando.
—Conozco a gente que le pasa igual. —La voz de Diana era más pausada, ponderada—. Y
algunas personas ven complicados dibujos orientales. Lo recuerdo porque se parece a un viaje con
LSD.
—Yo no podría saberlo, Diana. —El olor a hachís estaba provocando que la cabeza le diera
vueltas. ¿Estaba afectándole la droga? Rose escuchó un golpe que la alivió repentinamente, una
confusa voz amortiguada por lo que de repente le pareció una infinidad de paredes interpuestas.
Estaba intranquila, pero cuando intentó levantarse sus piernas eran agua, agua que se vertía por el
borde del lecho.
—Yo solía tomar ácido —dijo Diana—. Mi Tarot dice que no puedo llegar lejos en un
empleo, que tengo que desarrollarme interiormente. Eso casi nos hace volver a lo que te explicaba
sobre tus percepciones.
—Ciertamente.
—Sí, creo que sí. Mira, ciertas cosas pueden intensificar tus percepciones. Las drogas lo
hacen, por supuesto, y voy a decirte lo que alguien me aseguró una vez: participar en una sesión
espiritista puede darte talentos especiales en algunas ocasiones.
Rose se sentía vagamente amenazada, quizá por el acechante hachís.
—Pero las migrañas intensifican tus percepciones de una forma natural —continuó Diana.
—No a mí, me temo.
—Quizá tú misma lo impides. John dice que en la mayoría de casos se experimenta la
intensificación justo antes de una migraña. Imagino que existe una relación entre la fluctuación de
la jaqueca y el efecto estroboscópico de un viaje. ¿Sabes que la ergotamina, la única cura efectiva
para la jaqueca, se deriva del LSD?
Rose estaba cada vez más soñolienta.
—Perdóname, Diana, creo que intentaré dormir.
—Claro, apagaré la luz grande. —Así lo hizo, y luego, como si la oscuridad le ayudara a
convencer a Rose, añadió—: Pero si alguna vez tienes esos vislumbres, no debes reprimirlos. Creo
que nunca se ha de soportar más de lo que se debe soportar.
Rose se tapó con las mantas. ¿Por qué Diana no la dejaba en paz? Apagadas voces resonaron
en el pasillo; un vago óvalo flotaba al otro lado de las barras de la escalera de incendios: la cabeza
de Diana vista por detrás. Rose cerró resueltamente los ojos. Confiaba en que aquella sensación de
flotar y la pesadez de su cráneo fueran los principios del sueño.
Su calor corporal la adormeció. Bajo sus párpados había un sosegador brillo. Flotaba.
Tenues sonidos de Nueva York despertaron recuerdos: calles, caras... Muy cerca, los pasos de Diana
le aseguraron de nuevo que no estaba sola, aunque las pisadas retrocedían en su sueño.
No eran los pasos de Diana. Salían rápidamente del piso vacío. El oscuro corredor era un
túnel, y más allá de su distante boca la escalera desaparecía como el furgón de cola de un tren. Rose
corrió hacia la salida, aterrorizada por el contacto en su nuca. Una oscuridad densa como el barro
paralizó sus piernas. Tuvo la sensación de que el golpe doblaba su columna vertebral. Cayó.
De pronto comprendió que aún tenía una posibilidad. Si se liberaba del cuerpo, escaparía.
Aquel hombre sólo atraparía su caparazón. Nada más darse cuenta de ello salió de su cuerpo,
abandonó el corredor. Apenas tuvo tiempo de ver fugazmente al individuo, una tenebrosa figura
desesperada y frustrada por el ardid. Rose ascendió jubilosamente, contenta de haber derrotado al
atacante. Estaba a salvo, y más libre que nunca.
Y ya no estaba soñando... porque podía verse, tendida en la cama, dormida.
Habría gritado si hubiera tenido una posibilidad, pero había abandonado su boca en el lecho.
Allí, debajo de ella, a unos metros de distancia, yacía su cuerpo, y era el de otra persona. Su cuerpo
tenía el tamaño de una muñeca; la oscuridad había convertido en cera su rostro. Una cara extraña,
Rose creía no haberla visto hasta entonces. Pero incluso ese rasgo era menos terrorífico que la
visión de su puño izquierdo, que apretaba los nudillos contra su mejilla del mismo lado de un modo
desagradable... ya que ella no sentía nada.
A menos que recobrara su cuerpo al instante, moriría. La oscuridad la rodeaba, devorando su
sensación de personalidad. Era incapaz de moverse en ninguna dirección. Al parecer, todo lo que
podría usar para combatir la negrura yacía desplomado en la cama. Sólo sus pensamientos luchaban,
aplastados por la oscuridad y por su pánico, en un último e intenso instante de consciencia que se
agotaba con rapidez.
Entonces su redoblado terror pareció explotar, y se encontró en la cama. Pero estaba
paralizada, despojada de todo sentido que le indicara cómo mover su cuerpo. El olor a hachís
revoloteaba sobre ella. Cerca, en la penumbra, sus ojos fijos sólo distinguían una figura de abultada
cabeza. ¿Estaba la cabeza observándola, aguardando para ver qué hacía ella?
En seguida notó que se unía a su cuerpo. El abrazo fue torpe, excesivamente ruidoso. La
oscura figura se inclinó sobre ella. Hubo un destello luminoso. La sombra de la cabeza de Diana
brotó momentáneamente en la pared, mientras encendía un segundo cigarrillo. Los auriculares la
ligaban a un tocadiscos estereofónico.
—¿Estás bien, Rose? —gritó.
—Sí. —Estaba contenta por haber despertado y hallarse en su cuerpo que le permitiría hacer
algo más que estar echada en una cama. Aunque, ¡oh, deseaba que Bill estuviera allí!
—Pareces... eh... ¿Algún problema?
—Ninguno. —Mas rehusar compartirlo no iba a ser una ayuda para sus nervios—. He tenido
una pesadilla —explicó a regañadientes—. Era como un sueño que tuve una vez, no mucho después
de mi primer período. Caí enferma, con fiebre, y tuve que estar en cama una semana. —Sus
palabras iban afirmándose—. Soñé que alguien me seguía... no sé quién, alguien espantoso. Así que
salí de mi cuerpo para que nadie pudiera encontrarme. Recuerdo que floté escaleras abajo y escuché
hablar a mis padres. La parte más extraña fue que, al parecer, dejé atrás todas las sensaciones de
fiebre.
Diana se inclinó hacia adelante igual que una periodista.
—¿Preguntaste alguna vez a tus padres si habían dicho lo que tú les oíste decir?
—No, naturalmente que no. Sólo era la fiebre. Además, tal vez les escuché por casualidad
desde mi habitación. —El recuerdo era confuso y resultaba opresivo. Rose se arrepintió de haberlo
mencionado—. He tenido todo tipo de incidentes, Diana. Es absurdo exagerarlos. Fíjate, cuando
estudiaba para mis exámenes finales solía apartarme del bordillo por miedo a los autobuses... en
realidad los veía, aunque jamás pasaban autobuses por nuestra calle.
La punta del cigarrillo enrojeció la cara de Diana, que tenía un aire de insatisfacción.
—¿Sabes qué me parece tu sueño?
—Sí, por supuesto. —La frase se cernía sobre Rose, en un estante—. Proyección astral.
—Exacto, sólo que nosotros solemos denominarlo experiencia extracorporal.
—Sí, bueno, prefiero no hablar de eso ahora, Diana. Intentaré volver a dormirme.
No obstante, la conversación le había servido para comprender por qué había sufrido una
pesadilla: los esfuerzos de Diana para convencerla de que poseía facultades psíquicas, quizá,
conjuntamente con el efecto producido por el humo del hachís.
Pero no pudo dormir. Se esforzó en relajarse un poco, y esperó a que Bill llegara. Necesitaba
más confianza de la que Diana podía ofrecer. Nunca hasta entonces había tenido una pesadilla que
permaneciera tan vívida en su memoria, negándose a difuminarse o confundirse... como si no fuera
un sueño, sino un recuerdo.

SEGUNDA PARTE
INICIACION

Rose se detuvo a medio camino, en Fulwood Park, para contemplar el haya. Era más bien un
grupo de árboles que brotaban del inmenso tronco. Había permanecido dormida durante todo el
invierno, una paralizada explosión de madera, color plata sobre el fondo del desapacible cielo. El
invierno había contenido la explosión. En el momento presente las puntas eran flamas verdes;
innumerables filamentos de madera echaban hojas, abiertas por la primavera.
La primavera había tapizado el camino, que era una paleta de verdes, hierbas y helechos. En
los jardines, los tojos resplandecían de amarillo, iluminando sus púas. Frente al buzón de correos, la
blonda hierba del campo recuperaba su verdor; flores silvestres exponían los tintes amarillos de sus
tallos. Incluso del buzón parecían haber brotado raíces de hierba. En el jardín de los residentes, al
otro lado de la valla, los pájaros levantaban el vuelo igual que hojas resucitadas. Todo hacía que
Rose estuviera ansiosa por encontrarse en su casa y escribir.
Antes de llegar al buzón, la señorita Prince apareció en un camino particular. Marcadas
ondulaciones del cabello, fríamente blanco, coronaban su cabeza como una peluca. Estaba
arrancando florecillas de su jardín con un bastón. Su pierna derecha renqueaba, y al parecer contraía
el mismo lado de su cara en una perpetua mueca de dolor.
—Buenos días —dijo gélidamente, como si Rose fuera una oveja extraviada.
La señorita Prince había sido el primer visitante de los Tierney en Fulwood Park... para
solicitar votos electorales.
—¿Saben —había dicho entonces con un tono que retó a Rose a fortalecer su paciencia—
que esta zona es conservadora?
—Bueno —había replicado Rose, más divertida que ofendida, aunque ansiosa de librarse de
la visita—, nosotros estamos más bien en medio.
—Pero eso es peor que nada.
Desde entonces la señorita Prince apenas había hablado con Rose, ni siquiera cuando ésta
tuvo que dejarle las llaves antes de partir hacia Nueva York.
—Buenos días —contestó ahora Rose, mirando a la mujer como si fuera la nueva jardinera,
y siguió caminando.
Pero... ¡qué estupidez, qué tontería! Rose se esforzó en quitar importancia al incidente, para
poder pensar en su libro. De repente el camino le pareció un cementerio estucado. Las villas eran
esmeradas cajas talladas en hueso, tan delicadamente esculpidas, tan sumamente frágiles que no se
podían tocar, ni aun acercarse a ellas. Rose raramente había visto personas saliendo de las casas.
Grupos de vigilantes automóviles reposaban en los caminos de acceso.
A pesar de todo, Rose estaba en su hogar. El rocío, o la lluvia, chispeaban en el césped de la
retorcida senda de entrada, formando minúsculos arcos iris. Debido a que Rose aún tenía que
conocer a los nuevos vecinos, su hogar parecía incompleto, un gemelo cuyo hermano estaba
enfermo. No sabía nada de los recién llegados, excepto que tenían un Fiat carmesí, que relucía en el
camino como si fuera un anuncio.
Rose guardó la carne en el refrigerador, y después buscó el libro de notas. Un ejemplar
anticipado de Pesadillas Compartidas holgazaneaba en un sillón del cuarto de estar; idilios
victorianos, con la delicadeza de lo oriental, estaban bordados en los muebles. En el comedor,
botellas de vino yacían ociosamente en un estante.
¡Oh, era imposible que Bill se hubiera llevado el cuaderno de notas a la universidad sin
darse cuenta! Rose subió trabajosamente las escaleras, sintiendo un creciente y opresivo calor.
Cuando la señora Winter habitaba la casa de al lado, los Tierney se habían acostumbrado a ir
desnudos; los árboles impedían la visión desde el camino.
El borroso rostro de Rose se deslizó por las negras baldosas del cuarto de baño. Encontró el
cuaderno en el suelo del dormitorio, junto al lado de la cama que ocupaba Bill. ¡Maldición! Su
marido había escrito uno de los pasajes que ella preveía redactar, puesto que estaba tachado en el
cuaderno: «Cuando dirige películas, Clint Eastwood parece estar paralizado junto al espejo de su
lente...»
Tomó asiento en el despacho y se concentró en un párrafo. Sus palabras eran rígidas y
pesadas, obstáculos que obstruían sus ideas. Naturalmente se trataba sólo de un borrador, que debía
ayudarles a escribir rápidamente Los significados del estrellato en cuanto acabara el curso, de forma
tal que pudieran proseguir con Redescubrimientos cinematográficos.
¿Qué iba a hacer si no, por amor de Dios? ¿Seguir la pauta de Diana, desarrollar sus
supuestas facultades psíquicas? Sí, tendría que flotar bajo el techo mientras su cuerpo se tomaba la
vida con calma en la cama; eso serviría para que le apodaran «Rose, la mariposa astral». Ojalá ese
recuerdo —pesadilla, alucinación o lo que fuera— se apresurara a desaparecer.
Tampoco los diccionarios de Tarot de Diana habían resultado alentadores. El Tres de
Espadas invertido era enajenamiento mental; el Cinco de Espadas al revés estaba relacionado con
sepultura; la Reina de Espadas significaba esterilidad, la Luna era oscuridad, terror, lo oculto. Había
otros significados, pero éstos dominaban su atención: la Torre significaba catástrofe, la Reina de
Pentáculos al revés era maldad, recelo, miedo.
Aquellas cartas no significaban nada. Yo estaba cansada, le había asegurado Diana. Mas,
¿cómo afectaba eso al modo en que Rose había barajado las cartas?
Sus ideas iban frotándose una contra otra sin producir chispas. Rose no vio motivo alguno
para forzarse a trabajar. Mecanografió una posdata en la carta de Bill a Jack: «Le veremos en
Munich... ¡y haremos que se emborrache!» Escribir cartas solía dar a Rose una apariencia banal.
La carta aérea se deslizó, silenciosa como Valentino, en el buzón. Por encima del blanco
fuego del río, nubes similares a montañas ablandadas por nieve flotaban en el cielo. Al regresar,
Rose encontró a dos personas en el camino de acceso a su casa.
—¿Puedo servirles en algo? —gritó.
La menuda mujer del raído abrigo fue la primera en volverse. Tenía un rostro envejecido por
la resignación. Un esparadrapo unía las dos partes de sus rotas gafas. Cabellos color de polvo
brotaban bajo el pañuelo que llevaba en la cabeza.
—No es preciso —contestó la mujer, asiendo la mano de su esposo. Los hombros de éste se
alzaban sobre ella, unos hombros costosamente forrados por un flamante abrigo. El hombre se
volvió.
Debía ser el hijo, no el marido. Quizá tendría veinte años, aunque su tersa piel recordaba la
de un niño. Sus mejillas brillaban como si estuvieran pintadas y sus inexpresivos ojos parecían
abrumados por los gruesos mofletes. La saliva brillaba en su mentón.
—Perdón —dijo Rose, excusándose más que nada por su instintivo sobresalto, y se retiró
hacia su casa.
No podía evitarlo: deseaba que aquella mujer no fuera su vecina. Quizá sólo estaba de visita,
como otros extraños que Rose había visto últimamente en Fulwood Park: un hombre corpulento que
iba tambaleándose de un lado a otro del camino, un joven con cabellos dos veces más largos que su
cabeza, una niña muy delgada que miraba su cerrada mano como si contuviera un tesoro... ¿Cuántos
residentes se dedicaban a espiar al abrigo de sus cortinas? Bien, Rose no pensaba hacer lo mismo.
Subió las escaleras, sintiéndose vagamente angustiada. Tal vez estaba a punto de manifestarse una
idea.
Antes de llegar al rellano, sonó el timbre de la puerta.
Se asustó, y tuvo remordimientos. El aspecto del hijo de la mujer no sólo era inofensivo sino
también desvalido. Además, si Rose distinguía bien, una cara femenina aparecía en la parte inferior
del vidrio de la puerta, una cara oscurecida por el cristal esmerilado y rodeada por un aura de
fragmentos de carne, la mujer parecía estar sola. Al abrir la puerta, Rose se encontró de frente con
una persona totalmente distinta.
¿Sería una gitana? Llevaba un gran bolso de mano de tartán, del tipo que sirve para guardar
artículos para la venta, o panfletos. Pero vestía un conjunto en jersey de color de malva y parecía la
encargada de un puesto parroquial de venta de artículos donados con fines caritativos, no una
vendedora puerta a puerta. Su tímida sonrisa estaba a punto de desaparecer. La delgada capa de
maquillaje no ocultaba que era una mujer entrada en años.
—Lamentaría molestarla —dijo, y tuvo que aclararse la garganta—. Soy Gladys Hay. La
casa de al lado es nuestra.

VI

Gladys tenía miedo de entrar, al parecer. Se detuvo nada más cruzar el vestíbulo y sus
regordetas manos ahondaron como ratones entre la masa de papeles de su bolso.
—No debía haberme dejado entrar en su casa sólo porque le he dicho quién soy —expuso en
tono de reproche, y sacó un arrugado y manchado sobre con un sello de Sudáfrica. Colin y Gladys
Hay, decía el sobre, y la dirección donde había vivido la vieja señora Winter.
—Espero no molestarla. Oí que estaba escribiendo a máquina hace un momento.
—No se preocupe por eso, ya he terminado.
—¿Es mecanógrafa?
—No —replicó Rose con cierto resentimiento—. Soy escritora.
—¿Escritora? ¿Escritora de libros? —Su menudo y cuadrado rostro parecía atrapado en la
sorpresa, con las mejillas ardiendo como si hubieran sido abofeteadas
—Sí, Bill y yo hemos escrito varios libros. Aquí hay uno. —Rose pretendía tranquilizar a
Gladys, pero su gesto fue excesivamente ampuloso, afectado.
Gladys se aventuró a una tímida mirada al libro.
—Pesadillas compartidas. Ooooh —añadió con un extravagante encogimiento de hombros
—. Y usted escribe con su marido. Deben estar muy unidos. Nosotros, mi hijo Colin y yo, también
lo estamos. Cuidamos uno del otro.
Se sentó y abrió el libro.
—¿Le apetecería una taza de café? —dijo Rose.
—Oh, sí, por favor. —Miró ansiosamente a Rose—. Siempre que no sea una molestia para
usted.
Rose se alegró mucho de poder huir a la cocina; Gladys resultaba más bien agobiante. La
nueva vecina no tardó en seguirla, acompañada por el apagado crujido de su bolso. Gladys tomó
asiento, resbalando ligeramente, en la banqueta de pino de fabricación casera que solía ocupar Bill.
Su cara enrojeció con el resbalón y condescendió en sonreír breve y cohibidamente.
—¿Es ese su invernadero? —preguntó bruscamente como si estuviera ansiosa por desviar la
atención de Rose.
—Pertenece a las dos casas. La señora que vivía al lado antes que ustedes solía cultivar
hortalizas. Bill y yo acostumbrábamos a pagar la mitad. No somos expertos en jardinería, por
desgracia.
—Veré si puedo hacer algo... es decir, si a ustedes no les importa. Me gustaría compartir las
cosas. Estoy habituada a personas sociables. —Después de una pausa, añadió—: Ustedes se
marcharon al extranjero antes de que tuviéramos oportunidad de conocerles. —Lo cierto es que
había estado a punto de decir algo distinto.
—Sí, es verdad. —Rose sirvió el café—. Me sentí rara durante los días siguientes a nuestro
regreso, como si estuviera soñando. A la vuelta, el carácter inglés que impregnaba aquí todas las
cosas me parecía extraño. Ustedes no proceden de Inglaterra, ¿verdad?
—No. —Gladys estaba explorando en su bolso; papeles que crujían, objetos que tintineaban
al chocar...—. Llevo encima todas mis cosas... temo que me las roben. Es una manía, dice Colin. —
Sacó un tubo de cápsulas verdes y marrones—. Disculpe, debo tomar esto para los nervios.
¿Estaba eludiendo la pregunta de Rose? Su acento armonizaba con el sello del sobre.
—Ustedes son de Sudáfrica —dijo Rose.
—Sí, así es. —Daba la impresión de estar dispuesta a defenderse, aunque Rose no estaba
dispuesta a atacar: sus libros se vendían en Sudáfrica, su banco invertía allí. La vida era una serie de
compromisos—. Ojalá estuviéramos allí aún.
Gladys no pretendía mostrarse tan desafiante, por lo que se apresuró a añadir:
—No piense que no estoy agradecida a Inglaterra. Llegamos aquí pasando por los Estados
Unidos y Canadá, pero yo no podía quedarme en esos países. Si queda alguna seguridad en el
mundo, está aquí. La gente empieza a comprenderlo ahora. Pero no puedo evitarlo, mi sensación es
que me han echado de mi hogar, el hogar que mis padres hicieron para mí.
Los tranquilizantes parecían haber dejado propensa a las confidencias a aquella mujer.
—No siempre he tenido tantos nervios, ¿sabe? No hasta que murieron mis padres. Estaba tan
unida a ellos que no pude creer que habían muerto. Me es imposible imaginar que el mundo pierda
personas de estas características. Pero he aprendido a ser paciente. Es el modo correcto de
comportarse, ¿no le parece?
—Estoy segura de que usted siempre se comporta correctamente, Gladys —contestó Rose,
ante la sinceridad de la exposición.
—Sabía que diría eso. —La sonrisa de Gladys perdió fuerza—. Pero en aquel tiempo sentí
que mi vida no tenía sentido, como no fuera por Colin. No sé que haré si le pierdo. El me hizo
comprender que no debía desperdiciar mi vida. Juntos empezamos una vida nueva, y entonces los
negros se echaron encima de nosotros, de nuestra cultura. Las cosas que actualmente hacen a sus
víctimas en África... no hay motivo que las justifique. —Su rostro se había puesto rojo de ira—.
Jamás habría creído que pudiera decir esto, pero me alegra que nos fuéramos cuando todavía
podíamos hacerlo.
Rose pensó que era mejor cambiar de conversación.
—¿Cuál es la profesión de Colin?
—Es psiquiatra. Trabaja en casa, de momento. Dispondrá de un despacho en Rodney
Street... alguien nos dijo que ahí deben estar los médicos. —Y con cierta renuencia añadió—: Tal
vez ha visto a algunos de sus pacientes...
—¿Por qué? Colin no atiende a deficientes mentales, ¿me equivoco?
—Oh, se refiere a la señora Kimber y su hijo. Colin no está tratando al hijo, sino a la madre.
—Tengo una amiga psiquiatra. Trabaja en una especie de comuna psiquiátrica en el sur. Sus
ideas se basan en Laing, R. D. Laing. —Gladys estaba desconcertada pero no parecía impresionada,
y Rose prosiguió—. Se opone a los métodos ortodoxos: nada de drogas, nada de electroshock,
ningún tratamiento forzado.
—No podría confiar en esas cosas, comunas y similares. Forman parte de la tendencia
general hacia el caos. —Al parecer estaba haciendo acopio de valor para cambiar de tema. ¿Le
acobardaban todos los extraños, o sólo los escritores?—. En realidad, la razón de mi visita —
continuó abruptamente— es que deseo invitarles a nuestra fiesta la semana que viene. El próximo
viernes.
—Creo que estaremos libres —dijo Rose, con cierta precaución—. Se lo diré a Bill cuando
vuelva a casa.
—¡Oh, me complace tanto! ¿A qué otras personas deberíamos invitar?
—En realidad no lo sé, Gladys. Apenas conocemos el nombre de la gente que vive por aquí.
—En ese caso tendremos que ser amigos. —Quizá los tranquilizantes estaban disipándose;
Gladys se había puesto más nerviosa de repente—. No debo entretenerla más.
No obstante, retraso su salida del cuarto de estar para un último murmullo de espanto frente
a Pesadillas compartidas.
—Tengo la impresión de que ése formaba parte de una pareja —dijo a punto de salir.
Un chino de porcelana estaba en cuclillas sobre el aparador. Su mano derecha, delicada
como la pata de una ardilla, debía estar presentando a su compañero, copia exacta de él mismo. Pero
estaba solo.
—Debía haber otro. ¿Dónde está? —El desaliento hizo que el tono de Rose fuera acusador.
—¿No está en el suelo? —Gladys retrocedió en una pantomima de pánico—. Perdone —se
lamentó—. No pretendía trastornada.
—No sea tonta, Gladys. Usted no tiene la culpa.
Pese a todo, Rose creía que aquella mujer destrozaba los nervios. En cuanto pudo, sin herir
los sentimientos de su vecina, despidió a Gladys.
La señorita Prince debió romper la figurilla mientras se preocupaba supuestamente de la
casa. La vieja bruja debió pensar que carecía de valor y que no tenía motivo para mencionar el
accidente. Pero las figurillas habían pertenecido a tío Wilfred y tía Vi, y evocaban recuerdos de las
estancias de Rose en el piso de Southport, sobre todo de su última visita: el sosegador murmullo de
las olas, la sensación de seguridad total, de estar lejos de todo lo que le había puesto tan enferma.
Entonces tenía diez años, temía que le dejaran sola aunque sólo fuera un instante. Se había bañado
de un modo obsesivo como si de esa forma pudiera eliminar la fiebre o lo que le había afectado. Sus
tíos le ayudaron a recuperarse, le hicieron creer que nada debía temer. Volvió a su casa muy
contenta y con la intención de visitar a sus parientes el año siguiente, pero fallecieron. Primero su
tío y luego tía Vi, sólo unos meses después, agobiada por la pena.
Y ahora había perdido la mitad de lo poco que conservaba de ellos. Durante unos instantes,
mientras contemplaba el espacio que debía ocupar el chinito, Rose sintió mareo. Había una oscura
mancha en el aire, un boquete en el que estaba cayendo. Suponiendo que fuera una amenaza de
migraña, nunca antes le había afectado así. Rose cerró los ojos un rato, después se dirigió a la
cocina. Sin saber por qué, creía que acostarse no sería una buena idea.

VII

Todos deseaban conocer a Rose, en especial Colin. La cabeza del psiquiatra de rostro
bronceado, coronada por cabellos rizados, aclarados por el sol, se apoyaba firmemente en un fuerte
cuello. Su camisa era blanca como el mármol. Sus ojos sorprendentemente azules... Sí, parecía la
foto de un agente de viajes, en un anuncio, se mofó Rose en silencio, muy impaciente. Sin embargo,
Colin se mostró muy complacido por conocer a los Tierney y por presentarles a todos los asistentes.
La casa de los Hay tenía el aspecto de un enorme aparato radiofónico, una batalla de ondas
que se interferían: informes del mercado de valores, discusiones sobre investigación mental, las
deficiencias del país, cómo racionalizar el sistema político, algunas canciones y cómicos
aficionados que se reían mientras explicaban chistes, una peculiaridad que Bill no soportaba. Las
mesas estaban atestadas de botellas, montones de bocadillos de embutidos similares a orugas
durmientes, platos de huevos rellenos que Rose había suministrado para evitar que Gladys se viera
dominada por el pánico...
Gladys aferraba un vaso de refresco y había arrinconado a Bill. Hilary, la alumna preferida
de Bill, había sido atrapada por Frank Sherratt, propietario del grupo de salas cinematográficas
Visión, que lucía su acento de Lancashire como insignia del hombre que ha triunfado por esfuerzo
personal.
—¿Puede explicarme por qué tengo que ir nada menos que a Londres para ver tantas y
tantas películas? —era la pregunta que Hilary había cometido el error de formular.
El novio de Hilary, Des, estaba discutiendo con Colin, y Rose temía que la escena se
volviera desagradable.
A Des se le había visto manifiestamente fuera de lugar desde que llegó. El muchacho había
deambulado por el lugar con los pulgares metidos en los bolsillos de sus tejanos, inspeccionando la
fiesta como un camorrista de taberna cuando selecciona a su víctima.
—Le explicaré qué es el apartheid —estaba gruñendo—. Una bota que patea la cara de un
negro, eso es el apartheid.
Si no pasaba de un Orwell de segunda mano, tal vez Rose no tendría que preocuparse.
Además, estaban presentándole invitados: un director de banco, con un puro sobresaliendo de su
boca que semejaba un oxidado desagüe decorativo; un tedioso rector de colegio; un magistrado
encadenado en sus collares y esposado por brazaletes, y un editor periodístico cuyo rostro era
demasiado joven para sus penetrantes y desapasionados ojos.
—Es interesante que haya usado esa imagen. —Colin se tocó la ceja, un saludo ligeramente
irónico. Todos sus movimientos eran elegantemente sucintos—. He pensado con frecuencia que
Sudáfrica se ha convertido en el chivo expiatorio del mundo, una conveniente distracción de los
defectos personales... del mismo modo que los judíos fueron los chivos expiatorios del
nacionalsocialismo. En particular, los sindicatos ingleses usan Sudáfrica para ganar fuerza so
pretexto de adoptar una posición moral.
—Pertenezco a un sindicato —afirmó ominosamente Des—. Estoy en la planta de la Ford.
—¡Oh, sí, los planes de ustedes son muy conocidos! Usted y sus camaradas se preocupan
por el sistema de gobierno inglés tan poco como por el de Sudáfrica.
—¿Qué cochino sistema? ¿El que roba a los trabajadores que ganan dinero para poder
subvencionar a los gobiernos fascistas? —Des estaba blandiendo una botella de whisky que casi
había vaciado él solo—. Le diré qué es lo que quiero ver, señor. Los negros acabarán con la
represión en el país de usted cualquier día... Quiero ver a los obreros tomando el poder aquí.
Entonces tal vez empecemos a trabajar en aras de un mundo gobernado por el pueblo.
—Y usted bailará sobre las ruinas. ¿Pero se divertirá en la matanza? Sí, sospecho que es
posible. —La repentina cólera de Colin desapareció con rapidez—. ¿Tiene una idea mínima de los
objetivos del apartheid? Hay que dar tiempo a la evolución para que dé resultados... hay que
dirigirla, si es preciso. Ciertas personas son aptas para saltos evolutivos, pero no los negros. Muchos
de ellos se niegan incluso a que se les eduque según las normas blancas.
—Es el mismo cochino sistema que hay aquí. Alimentan a la clase obrera y se aseguran de
que no se haga demasiado ambiciosa. Construyen cloacas para que las habite el trabajador, dividen
familias y comunidades, congelan los salarios, dicen que no vale la pena educar a los trabajadores...
Gladys se había aproximado y estaba escuchando nerviosamente. Rose se sentía
responsable, pese a que Bill y ella no sabían que la invitación a Hilary iba a incluir a Des. La
escritora se apartó de un grupo de jóvenes que vestían costosos atuendos informales y que deseaban
narrarle sus experiencias en la India, África y el Tíbet.
—Colin —dijo mirando fijamente a Des—, ¿podría hablar con usted a solas?
Des contempló a Rose con el ceño fruncido y se alejó haciendo eses, con la botella en los
labios.
—Sí, por supuesto —contestó Colin mientras ella le hacía pasar entre el grupo de jóvenes
exploradores en dirección a las bebidas—. ¿De qué se trata?
—Bueno, sólo quería hacer callar a Des. Le pido disculpas.
—En realidad no me disgusta. —Su sonrisa fue franca pero breve—. Estaba divirtiéndome
con él. Y ahora que usted me ha apartado por la fuerza, deberá encontrar un tema como
compensación.
—Usted hablaba de saltos evolutivos. —Fue lo único que se le ocurrió, aparte de Sudáfrica
—. Aunque no sea lo mismo, una amiga mía tiene ciertas ideas sobre percepciones intensificadas.
No sé qué piensa usted de ello.
—Aunque no sean lo mismo, es imposible una cosa sin la otra.
Parecía estar tan interesado que Rose le explicó las ideas de Diana: LSD, jaqueca, incluso
sesiones espiritistas como disparadores de nuevas percepciones.
—Debo pensar que usted desaprueba el LSD —dijo Rose.
—Como herramienta tiene sus aplicaciones. Pero lo que usted dice acerca de las sesiones
espiritistas es extremadamente interesante. Me gustaría conocer a su amiga.
—Tendría que desplazarse a Nueva York.
—¡Ah, bien! —Su sonrisa se hizo más amplia—. No importa.
De repente, como si se tratara de un tema musical puesto de moda por una orquesta, todos
los presentes se pusieron a hablar de sesiones espiritistas. Los jóvenes exploradores habían acertado
a escuchar a Rose y estaban haciendo correr la voz igual que una infección... aunque bien pensado,
¿por qué ella pensaba en el tema en esos términos? El rumor había llegado a Hilary, que estaba
musitando algo a Des.
—¿Una sesión espiritista? —dijo en voz alta la estudiante, ansiosa de una diversión—. Eso
sería divertido.
—Sí que lo sería, ¿no le parece?, —opinó Bill, sonriendo a Rose. Todo el mundo parecía
entusiasmado, excepto Gladys.
—¿Por qué quieren hacer eso? —preguntó nerviosamente la anfitriona.
Des avanzó dando tumbos hacia ella. Él era el motivo de que Rose estuviera nerviosa; ¿qué
otro motivo podía haber?
—Después de todo no es tan cochinamente racional, ¿eh? —dijo Des con exagerado
cuidado.
—No me importa en absoluto que me ataque —contestó Colin—. Pero puesto que ha
insultado a mi madre, debo pedirle que se vaya.
—¿Debe? ¿Quién le obliga?
Finalmente Des tropezó con el coche, pues sus piernas vagaban independientemente de él.
Rose le ayudó a sostenerse y observó que Hilary se alejaba.
La escritora quedó en la entrada de la casa, tragando el aire nocturno. La grava golpeaba
sordamente sus pies bajo la suela de sus zapatos. En la bahía, más allá de New Brighton, resonaban
las sirenas de niebla. El ambiente tenía un gusto acre; las escasas farolas parecían haberse
debilitado. Rose esperaba que la gente renunciara a la sesión espiritista.
Colin había dado la impresión de estar ansioso por evitar otra escena. Había sonreído
tranquilizadoramente a su madre, prometiéndole que él no permitiría un nuevo desbocamiento de la
situación. ¿Acaso él no había accedido a su intranquilidad? Pero alguien había apagado la luz de la
puerta principal. Cuando Rose entró de mala gana en la casa, sólo un resplandor se filtraba de la
sala de estar.
La mesa de la habitación estaba vacía. Una lámpara estiraba su articulado cuello en la
oscuridad; su cono metálico producía un difuso disco luminoso. En el borde del disco, pares de
desiguales manos quedaban unidas, cortadas a la altura de las muñecas por la oscuridad. Estaban
inmóviles como carne sobre una tabla. Tenían un aspecto excesivamente preciso, demasiado rosado,
con vello hirsuto y destellante y unas uñas que semejaban conchas incrustadas.
Por encima de las manos había rostros en suspenso, teñidos y magullados por las sombras.
La cara de Bill reflejaba diversión aunque también cierta cohibición, un adulto en una merienda
infantil. La visión de su marido ayudó a Rose a seguir acercándose, pese a que notaba que sus
entrañas eran líquidas, ardían.
—Gracias por la fiesta —dijo a los Hay.
—¿No vas a quedarte? —Bill arrugó la frente; las sombras inundaron sus ojos—. ¿Qué
ocurre?
—Sólo que estoy cansada y me duele la cabeza. —Un nervio intentó torcer su sonrisa—.
Quédate si quieres. Perdone, pero voy a irme a la cama —dijo al flotante rostro de Colin.
—No faltaría más. —Pero Colin estaba sorprendido, casi molesto. ¿Tal vez sospechaba que
había más problemas que los admitidos por ella? Todos miraban a Rose. Era lógico que lo hicieran,
iba a marcharse.
—¿Estás segura de que no te importa que me quede? —preguntó Bill.
—No, ya te lo he dicho. —La habitación en que tantas veces había estado sentada con la
vieja señora Winter era invisible, estaba agrandada de un modo siniestro por la oscuridad, que en
cierto sentido parecía mayor que la noche—. Buenas noches a todos —tartamudeó, y se apresuró a
salir.
Se alegró de poder encender las luces de su propia sala de estar. El chinito estaba acuclillado
en el aparador, alargando vanamente la mano hacia su gemelo. «Lamentaría que usted hubiera
preferido que las cosas se llenaran de polvo», le había dicho altivamente la señorita Prínce. Pero no
había admitido la rotura, y Rose estaba convencida de que había sido obra de aquella mujer.
El rostro de Rose vagó de negrura en negrura, de baldosa en baldosa al entrar en el cuarto de
baño. Su cara tenía una apariencia abotargada, como de embrión. Se apresuró al máximo en el
lavabo y después se tumbó en la cama para intentar dar un sentido a sus sentimientos.
Quizá conocía la fuente de sus temores: que la sesión espiritista, por más festiva que fuera,
cogiera en la trampa a la vieja señora Winter. ¿De manera que ella, Rose, creía que su antigua
vecina vivía aún en alguna parte, de alguna forma? No estaba segura, lo que significaba que era
mejor no jugar. Podía aceptar la eventual inexistencia de su propia persona porque el concepto era
incomprensible... pero se negaba a creer que Bill dejara de existir un día, debido a que podía
imaginarlo. Creerlo sería prácticamente igual a desear que su esposo estuviera muerto.
Sus temores resultaban confortantes en cierto sentido. Al fin y al cabo, no había razón para
suponer que la señora Winter seguía confinada en su casa. Rose confiaba en que la sesión espiritista
iba a ser un fracaso total. Sintiéndose razonablemente calmada, apagó la lámpara de la mesita de
noche.
La sesión espiritista aguardaba a Rose. Las manos descendieron y se unieron en torno al
borde de la mesa circular, una reunión de ciegas criaturas rosadas que tenían cinco patas. Algunas
yemas apretaban la mesa, ya que medias lunas de color blanco invadían el tono malva bajo las uñas.
La brillante mesa era un escenario a oscuras ante el público. Rose estaba flotando sobre ese
escenario, mirando hacia abajo.
¡Oh, Dios mío...! ¡Otra vez eso, no, por favor! Sus manos se aferraron a las mantas. Hasta
que le dolieron las yemas de los dedos y un acre y finísimo rayo de pánico le abrasó desde la
garganta al estómago. Las sensaciones contribuyeron a que se mantuviera en su cuerpo, le
aseguraron que no se había elevado desvalidamente en la negrura.
No estaba a merced de la oscuridad, sólo de su imaginación. Por eso veía la mesa con tanta
claridad. Pero al parecer podía percibir la fuerza de la sesión, una fuerza que tentaba la oscuridad
ciega y descuidadamente en busca de algo con que jugar, por muy peligroso que fuera. Durante un
instante esa fuerza dio la impresión de que iba a arrastrar a Rose fuera de su cuerpo.
Luego la sensación pareció abandonarla, aunque notó debilidad e irritabilidad, en su cráneo.
Rose reprimió un suspiro de alivio por miedo a salir ella misma con el aliento por entre sus labios.
En cualquier caso el suspiro habría sido prematuro, puesto que no estaba sola en la oscuridad. La
búsqueda había captado algo.
Quizá sólo fuera una de esas descarriadas ideas de pesadilla que surgen en las profundidades
de la noche y el insomnio y son tan difíciles de controlar. Había un rostro en una almohada de una
habitación en penumbra. Rose tropezaba en la oscuridad, caía en la cama, en los brazos de aquello.
La fría y fláccida cara abría sus ojos sin vida, sonreía.
¿Había tenido ese sueño cuando era niña? ¿Se trataba únicamente de un sueño que había
aguardado en la oscuridad? Si soltaba las mantas podría encender la luz... pero lo único que hizo fue
seguir tumbada, implorar que el rostro en las tinieblas se fuera antes de que ella lo viera con
claridad.
Finalmente la cara pareció desaparecer en la negrura. Rose ya podía sacar la mano hacia la
lámpara, y lo haría dentro de un instante, sólo al cabo de otro instante. Antes de poder moverse, oyó
algo que rascaba la cerradura de la puerta principal.
Era Bill, naturalmente. Su avance era vacilante, andaba a tientas porque estaba borracho.
Rose escuchó que su marido subía la escalera a gatas. Ya estaba en la habitación, se acercaba de
puntillas en la oscuridad para no despertarle. Pero Rose no estuvo segura de nada hasta oír un
susurro.
—¿Estás dormida?
—No. Métete en la cama.
En cuanto se acostó, Rose se apretó a él.
—¿Qué sucedió en la sesión? —preguntó por fin.
—Nada. ¿Por qué? ¿Qué diablos esperabas?
Al parecer Bill se había sorprendido por la angustia con que había sido formulada la
pregunta. Rose se aferró a la cintura de su marido, esforzándose en encontrar términos aceptables
para lo que deseaba decir. Pero Bill estaba roncando.
¿Acaso ella había tenido lo que Diana denominaba vislumbre psíquico? No quería más
vislumbres como ése. El calor de Bill era una hoguera que hacía retroceder la oscuridad. Rose
aspiró la calidez, el olor de Bill, para calmarse, para que el whisky le hiciera flotar hasta dormirse.
Sin embargo, sus pensamientos no reposaron. Si lo que había percibido era real de algún modo,
¿cómo iba a ser más seguro estar menos consciente?

VIII

Al salir del cuarto de baño, donde la tapa de la taza verde jade decía Après Moi Le Déluge,
Rose pasó junto a la habitación de sus padres. Su yo infantil irradiaba en la cómoda. Había tenido
que sentarse en el local de la galería de Southport mientras los relucientes focos producían escozor
en sus ojos y picazón en sus axilas. Se había quedado muy quieta, ya que la fotografía era para tío
Wilfred y tía Vi. En aquel marco tenía un aspecto irreal, estaba resplandeciente con su mejor
vestido, como un fantasma de la niñez que ya entonces estaba dejando atrás.
Sus tíos habían muerto con semanas de lapso entre uno y otro, justo cuando Rose llegaba a
la pubertad. Todo había cambiado: su cuerpo dejó de parecerle suyo, y Southport se convirtió en
una tumba. Se acabaron los paseos nocturnos por Lord Street, donde la música se elevaba desde el
estrado para la orquesta, bajo árboles que habían echado botones luminosos; se acabaron los
vertiginosos descensos en la montaña rusa mientras su tía mordisqueaba nerviosamente una
manzana con caramelo. Rose había sido incapaz de hablar con otra persona durante varios días.
Lo había olvidado hasta hoy. El recuerdo era casi desagradablemente vívido, esa sensación
de estar atrapada en su extraño cuerpo. Se apresuró a bajar al jardín delantero, donde la aguardaban
Bill y sus padres.
Los cuatro pasearon cogidos del brazo hasta la carretera de Wigan. Pasó un camión cargado
de vidrio, transportando un reflejo del enlazado cuarteto mientras descendía la colina, igual que una
toma de un filme musical. Dos mujeres cabalgaban con sus ponies a lo largo del lado opuesto.
El pavimento de la carretera de Wigan hizo que el grupo paseara en parejas. Compradores de
todas las edades volvían del mercado con sus bicicletas.
—¡Oh, ya sé lo que tenía que decirte! —comentó el padre de Rose a Bill—. Estuvimos
discutiendo si os gustaría nuestro viejo tándem.
—Bueno, yo, eh... ¿Qué piensas tú, Rose?
Rose recordó las brisas que revolvían su cabello, arbustos en hilera que convergían en un
flujo verde, campos deslizándose ociosamente, sus pies pedaleando al unísono con los de su padre...
—Podríamos probarlo mientras estamos aquí.
—Sólo necesita una pequeña reparación —dijo su padre—. El... ah... ¿cómo se llama eso,
el...? ¡Oh, buen Dios! ¿Qué diablos es esa cosa que se controla con la palanca, Margaret?
—El cambio de velocidades.
—Sí, claro. No me venía a la cabeza.
—No entiendo mucho de mecánica —contestó Bill, igual que un hombre biónico que admite
una falla.
—Te enseñaré lo que has de hacer.
La boca de cemento de la chimenea del hospital estaba quemada como un cigarrillo. Las
casas tiraban de sus jardines, se apretaban más a la carretera. Algunas viviendas se habían
transformado en tiendas; detrás de las puertas que había al otro lado de los mostradores, Rose
vislumbró sofás que se calentaban delante de hogares. Las gallinas cloqueaban en los jardines
traseros.
—Ahora voy a contarte todas las novedades —estaba diciendo la madre de Rose—. La Pat
de al lado se dedicó finalmente a la hípica y ganó una muñeca dislocada y un tobillo roto. La vieja
señora Lewis murió y no dejó más que deudas. Tendrías que haber visto a los familiares después del
funeral, daba la impresión de que habían asesinado a la pobre mujer. ¡Ah! Leí un cuento en el
círculo de escritores y les gustó a todos menos al poeta gordo. ¿Te he contado la vergüenza que
pasamos todos cuando leyó sus poemas? Se ponía a llorar en cuanto leía dos versos. ¿Estás bien,
Rose?
—Perfectamente. —Sólo la brusquedad de la pregunta le había sorprendido.
—No tienes buen aspecto. No tiene buen aspecto, ¿verdad, George?
El aludido se inclinó hacia Rose como si examinara una colección de sellos para su tienda.
—Tal vez un poco delgada, a la moda. Nosotros te haremos engordar, Rose.
—Estoy perfectamente bien.
La noche de la sesión espiritista había pasado, por fortuna. Por la mañana Rose había sido
incapaz de volver a captar sensación alguna de la presencia que había vislumbrado; esa presencia
había regresado a la oscuridad en que había despertado (las profundidades de la mente de Rose,
naturalmente). Bien, no debía haberse preocupado. Si la sesión espiritista había atraído alguna cosa,
esa cosa había marchado a casa de los Hay.
La llegada a Ormskirk había hecho que se sintiera todavía mejor. Cierta parte de su persona
siempre consideraría esa población como su hogar. Allí estaba la estación de autobuses, con su
banco repleto de niños aburridos. Allí estaba Disraeli, verde como una col, haciendo caso omiso de
los semáforos. Allí estaba la tienda de Abblett, detrás de la cual Rose jamás podría encontrar
vestigios del teatro en que Shakespeare había aparecido. Y allí estaba el mercado.
El mercado se desparramaba en las calzadas, convertía las aceras en estrechos y atestados
pasillos, ocultaba las tiendas, apagaba el ruido de las calles. Hasta la torre del reloj en el cruce, y
doblando la esquina hacia la izquierda, las aceras eran una confusión de puestos de venta. Las
verduras se alineaban cerca de las baratijas, un perro examinaba la colgante punta de un tejido, unos
sostenes yacían en el suelo. Diversos vestidos, sin la protección de un armario, se estremecían en
sus colgaduras de alambre. Rose se vio fugaz y oscuramente atrapada en un espejo entre infinidad
de solitarias chaquetas. En los pasillos, los compradores se movían como en un sueño a cámara
lenta.
El olor a carne significaba recuerdos revividos. Los libros de bolsillo del quiosco parecían
haber estado allí desde la infancia de Rose, Mientras ojeaba unas portadas del período de la guerra
—vestimentas de los años cuarenta, rostros dulces, idealistas— alguien le tocó el brazo.
—¡Qué coincidencia! El otro día estaba preguntando por ti a tu madre. ¿Tú eres Bill? ¡Qué
agradable poder conocerte al fin!
A Rose le costó unos instantes reconocer a Wendy. Se había hecho una mujer cordial,
deseosa de hablar con todo el mundo, puesto que era enfermera. Wendy los acompañó a tomar algo
en el bar del Snig’s Foot Hotel, que a Rose siempre le había recordado un monstruo de Lewis
Carroll. La escritora no tardó en sentirse achispada, después de beber una engañosa cerveza y
escuchar a Wendy, que discutía con Bill.
—Lo único que me disgusta de mi trabajo es la gente que muere. Me gusta llegar a casa
sintiendo que he trabajado duramente. Este país está dando demasiadas facilidades a la gente que
vive a costa de los demás. —En cuanto hacía una observación, Wendy daba la vuelta a un
posavasos, como si ensayara un truco de naipes—. No puedo aguantar a los huelguistas. Pero
mientras ofrezcamos seguridad social a cualquier negro que viene aquí y no encuentra trabajo, no
nos libraremos de las huelgas.
—¿Estás contenta de que te paguen mucho menos que a mí por un trabajo que debe ser por
lo menos tan agotador como el mío?
—Ya he oído ese tipo de cosas, las dice gente que me disgusta. —El posavasos chasqueó
como si fuera un as de reserva, exhibiendo un lema publicitario. Con más dulzura, Wendy añadió—:
Mira, Bill, yo elegí quedarme aquí y cuidar de mi madre. Nadie me forzó a hacerme enfermera.
Entonces, ¿qué derecho tengo a quejarme? Pero algún día me casaré, Rose. Hay un joven médico
que a veces me invita a comer.
Quizá Rose puso cara de duda, porque Wendy se apresuró a decir:
—No es una vida tan mala. Todavía asisto a fiestas cuando puedo. Eso me recuerda que
alguien me preguntó por ti.
—¿Quién era?
—No creo conocerle. Yo estaba charlando de las cosas que solíamos hacer cuando éramos
niñas. Él te conocía, o había oído hablar de ti.
—¿Estuviste revelando las imprudencias de mi niñez?
¿Por qué la jarra del padre de Rose se había detenido a medio camino de su boca? Y su
madre había cerrado fuertemente los ojos con su característico nerviosismo.
—Bueno, solamente cosas en general —dijo Wendy—. Cosas de la infancia.
—Pero, ¿qué dijiste de mí?
—Oh, sólo que tú... que tú siempre querías ser escritora y luego creciste y lo conseguiste.
¿Es esta hora? Debo irme. —Y aunque no iba de uniforme, Wendy explicó—: No debo tomarme
tanto tiempo para ir a beber algo.
Los padres de Rose se tranquilizaron visiblemente. Habían empezado a tener antipatía a
Wendy en la misma época en que Rose entró en la escuela de segunda enseñanza, cuando tenía once
años. ¿Habían pensado que aquella chica no era lo bastante inteligente para ella, o que era
demasiado alocada? Era muy presuntuoso por parte de sus padres que continuaran mostrándose
protectores.
En cuanto Rose vació otra jarra de cerveza y después de que Bill ganara algo en la máquina
tragaperras que había bajo la escalera —cosa que le costó golpearse la cabeza en el techo—
emprendieron el regreso a casa por entre los despojados puestos del mercado. Rose estaba
complacida con todo: la iglesia parroquial con su torre y su campanario separados; la doble imagen
de manecillas y sombras en la torre del reloj en el cruce, como si el reloj soñara que era el cuadrante
de un artificio solar; y las reducidas parcelas similares a jardines frente a las casitas campestres que
había por encima del ferrocarril.
—¿Te gusta hacer entrevistas? —estaba preguntando su padre a Bill.
—No, no especialmente. —Bill se encogió de hombros a manera de excusa cuando Rose le
miró, sorprendida—. Dejó de gustarme cuando tuve que entrevistar a un director en Nueva York.
Rose estaba comprometida en otra parte aquella noche —mintió Bill, acordándose de que no debía
intranquilizar a la madre de Rose explicando la verdad—. Obtuve lo que deseaba, pero fue como
extraer muelas. Además, aquel tipo era como una patada en el trasero, Rose puede confirmarlo.
Más allá de la estación de autobuses, el primer grupo de edificios de la carretera de Wigan
había cambiado. Dos ventanales sobresalientes albergaban tiendas de comestibles que Rose
recordaba, la de Morris y la de Smith. Pero después, separada de las anteriores por casas vacías que
parecían dientes necesitados de empastes, había una carnicería nueva.
—Caramba —dijo la madre de Rose—. Carne picada. Sabía que me faltaba algo.
—Yo la compraré, mamá.
Rose salió corriendo antes de que su madre pudiera poner reparos, hacia la puerta de la
carnicería.
Pero allí no había ninguna tienda. Sólo había oscuridad, mucho más enorme que la
habitación que había vislumbrado. Mientras la negrura atraía a Rose, el hedor la asfixió: sangre,
crudeza, corrupción y algo peor... algo viejo y muerto y sin embargo vivo en cierto sentido, que
avanzaba a su encuentro. Casi pudo ver los ojos de aquello, si es que quedaba algo de ellos.
Se echó hacia atrás, hacia la luz del día. La tienda reapareció como si se hubiera encendido
una luz, pero el hedor permaneció. Rose se agarró a un bajo muro de ladrillos en la entrada de un
arqueado pasaje entre las casas. ¿Estaría solo enferma, o iba a sufrir un colapso total?
—¡Por el amor de Dios, Rose! ¿Qué ocurre? —Su madre, que estaba hablando, se dio cuenta
por fin. Observó la cara de Rose y luego arrugó la nariz—. Sí, hay un poco de mal olor, ¿verdad?
Aguarda aquí.
Ante el horror de Rose, su madre entró en la carnicería.
Bill y su padre llegaron para atenderla.
—Siéntate un rato en el muro. ¿Quieres poner la cabeza entre las rodillas?
Pero Rose debía mirar atentamente a la tienda, debía vigilar a su madre, inclinada
despreocupadamente sobre el mostrador, debía contemplar la fachada que relucía con tanta
inocencia, debía prestar atención a la ventana con cortinas que había encima de la entrada. Estaba
sentada en el exterior de una casa en un miserable lugar, rodeada por su familia, a plena luz del día.
Pero nada en el mundo podría hacerle cruzar de nuevo aquel umbral, ni siquiera la idea de arrastrar
a su madre hacia la seguridad. Lo único que podía hacer era seguir sentada, acurrucada dentro de su
ser, deseando que su madre se apresurara... ¡Apresúrate, por favor!
La madre de Rose salió por fin, y la escritora forzó a todos a que se alejaran rápidamente.
Quizás había bebido demasiado. Eso explicaría la irritable pesadez que saturaba su cráneo y
que le hacía desear liberarse de la opresión de su nuca. Tal vez había sufrido un momentáneo mareo
en el momento de entrar en la tienda; pero eso no podía ser toda la verdad. Había tenido un
vislumbre de malevolencia que ninguna otra persona podía percibir. Incluso al llegar a la colina y
trepar ociosamente en dirección al hogar, todos cogidos de la mano, Rose se sintió vulnerable. Si el
vislumbre había sido real (y si no lo había sido, ¿qué podía pensar de sí misma?), cosas similares
podían sucederle en cualquier lugar y. momento.

IX

Estaban pedaleando tranquilamente cuesta abajo. La brisa manaba sobre los hombros de Bill
y se vertía sobre la cara de Rose. Bill llevaba el manillar con naturalidad, orgulloso de haber
aprendido a guardar el equilibrio con tanta rapidez. Mientras movía las piernas al unísono con las de
su marido, Rose disfrutaba la sugestión de un mutuo entendimiento. Su avance transformaba las
casas en una flota de naves que navegaban ociosamente a su lado. Rose había olvidado la intensidad
con que gozaba del ciclismo.
Casi habían llegado al desvío lateral, poco antes de que la colina descendiera hacia la
carretera de Wigan. Los padres de Rose habían entrado en su casa después de admirar el pedaleo de
Bill. Ya no había espectadores, sólo los alargados y fértiles jardines y los árboles llenos de verdor
bajo la luz del sol.
—Vayamos un poco más lejos esta vez —dijo Bill. Ajustó sus lentes como si fueran gafas
protectoras y siguió pedaleando después del desvío.
Rose notó que la pendiente de la colina aumentaba bruscamente. Ello la obligó a pedalear
con más celeridad, para no perder el ritmo. La carretera parecía estar llena de camiones, una colosal
carrera automovilística frustrada por la obligación de ir en fila india; Rose imaginó las casas
temblando. De repente lo supo...
—No, Bill, da la vuelta —dijo con tono apremiante—. Los frenos no funcionarán.
—Claro que funcionarán. —Ahora que ocupaba el asiento delantero, Bill casi parecía darse
aires de superioridad—. Hasta el momento han funcionado perfectamente.
Rose lo sabía igual que Bill; su padre había reparado el tándem a conciencia. Pero eso no
importaba: ella sabía que los frenos iban a fallar. La bicicleta estaba precipitándose cuesta abajo. Ya
iba con excesiva velocidad. Rose escuchó el ronco ruido de los camiones, cada vez más cerca.
—¡Prueba los frenos! —suplicó—. ¡Sólo para mi tranquilidad, pruébalos!
Bill, muy impaciente, tocó las palancas del manillar. Sus puños se cerraron sobre ellas, las
apretaron con fuerza... y el tándem aceleró. Rose ya veía los camiones, envueltos en humo, enormes
y sucios bloques de metal que avanzaban lentamente, igual que cabezales de una prensa. Bill estaba
luchando con las palancas.
—¡Dios mío! —gritó Bill— ¿Pero cómo paro esto, cómo paramos?
—¡Gira, gira en la carretera! ¡Caeremos pero no importa! ¡Apoya los pies en el suelo…!
Los talones de Rose chirriaron en el camino, pero al parecer carecían de potencia para el
frenado. Delante, en la carretera, a sólo unos metros, se oyó el silbante jadeo de unos frenos
neumáticos. Nadie se había percatado del problema; un conductor, simplemente eso, había reducido
velocidad para no chocar con el camión que iba delante, antes de volver a acelerar.
Bill estaba haciendo girar el manillar, muy deprisa; perdía el control. Sus pies buscaron
alocadamente el suelo y los desbocados pedales restallaron en sus tobillos.
—¡Oh, Cristo! —gruñó de dolor.
La bicicleta iba a caer, pero ¿a qué distancia de la carretera? La rueda delantera golpeó la
cuneta y el asiento produjo un pinchazo en la ingle de Rose. La máquina subió al pavimento y se
lanzó hacia un camino particular, lanzando a Bill contra un pilar. El tándem se detuvo allí, con los
pedales aquietándose.
Rose estaba aferrada al armazón. Sus magulladuras empezaron a vibrar. Durante un rato
quedó paralizada por la conmoción y el alivio, y por la amenaza de nuevos dolores. Bill, jadeante,
se hallaba apoyado en el pilar y miraba al cielo.
—Si sabías que los condenados frenos estaban mal, ¿por qué demonios no lo dijiste antes?
—preguntó Bill finalmente.
—Porque antes no lo sabía. Lo he sabido hace un instante.
En cuanto advirtió que Rose estaba temblando, Bill se acercó y la abrazó.
—Lo siento —dijo—. No debo echarte la culpa, Dios lo sabe. Es una suerte que pensaras en
los frenos en ese instante.
Bill siguió abrazándola, aunque también él temblaba, y Rose no pudo evitar preguntarse si
su esposo comprendía o no que estaba abrazando a una mujer distinta, a una mujer tan cambiada
que ni ella misma podía reconocerse.
De eso ya no había duda. Algo estaba desarrollándose en su interior, estaba creciendo como
una semilla. ¿Qué era aquella semilla y donde la había captado? ¿Cuándo sufrió el ataque en Nueva
York, en la sesión espiritista de la fiesta de los Hay? Lo único que sabía era que percibía cosas que
jamás había percibido, cosas que ninguna otra persona parecía percibir...
Como el peligro de los frenos. De no haber tenido aquella premonición, ella y Bill estarían
bajo un camión. No debía pensar que esos vislumbres eran algo separado de ella; formaban parte de
su persona, eran una nueva dimensión de sí misma, y quizá lograra aprender a usarlos. Por muy
desagradables que hubieran sido sus visiones en la tienda de Ormskirk y después de la sesión
espiritista de los Hay, esas visiones no le habían afectado. Eran percepciones, simplemente eso. Si
eran un efecto secundario ocasional pero inevitable de su creciente instinto del peligro, ¿por qué no
iba a soportarlas? Rose pensó que debía desarrollar ese instinto, y no obstante creía que la habían
forzado a esa opción. En su interior estaba simplemente agradecida por encontrarse a salvo con Bill,
dos semanas después del accidente, acostada en su hogar.
Rose volvió la cabeza en la almohada, fresca bajo su mejilla. Entre los dígitos del reloj, dos
puntos luminosos indicaban el paso de los segundos con su vibración. Al otro lado de la ventana, los
pájaros piaban agudamente.
En Ormskirk no sucedió nada más. Rose había evitado la carnicería de la carretera de
Wigan, y no había sufrido más premoniciones. Tal vez su vida estaba sosegándose. Pero hoy había
despertado con una punzada de anticipación, tan amortiguada que no sabía si era prometedora o
amenazadora.
Se sentía intranquila. Se apartó silenciosamente de Bill, que seguía durmiendo, y miró por la
ventana. El Mersey descomponía la luz en partículas que nunca volvían a recombinarse; sobre el
agua, las gaviotas relucían como fragmentos de conchas. Ese era el río que los comerciantes de
Fulwood Park contemplaban desde sus villas en la década de 1830, a la espera de ver a sus barcos
que regresaban del Oriente. El Fulwood había sido un buque velero. El brillo estroboscópico del
agua alejó a Rose de su percepción de la casa.
El chasquido del buzón le hizo volver a la realidad. Sobre el felpudo, el sobre mostraba las
franjas rojas y azules de una carta aérea, cosa que resultaba alentadora. Calle 81, Nueva York. Era
de Diana. Durante un instante la esperanza de Rose fue urgente, penetrante; luego volvió a
difuminarse. Corrió hacia la cocina, conectó la cafetera y rasgó el sobre.
Querida Rose:

¡Qué alegría tener noticias tuyas! Fue un placer conocerte y no perdía la esperanza de que
me escribieras. Todo indica que vamos a volver a vernos muy pronto, pero de eso hablaré más
adelante.

En primer lugar debo responder la pregunta que me haces en nombre de tu amiga relativa a
si estar muy cerca de una sesión espiritista puede o no puede acrecentar las facultades psíquicas de
una persona. Dudo que pueda añadir mucho a lo que te dije en Nueva York. Pero he leído que una
persona que asistió a una sesión descubrió que era médium. El gran problema debe ser adaptarse a
las nuevas percepciones. Si tu amiga está pasando por esta experiencia, tal vez debería solicitar
consejo a un ocultista profesional.

Me pregunto si tú misma no estarás interesada por el ocultismo. ¿Has leído algo sobre
experiencias extracorporales después de lo que pasó en mi piso? Algunos de los libros que creo
están publicados en Inglaterra son Técnicas de proyección astral de Crookall, otro titulado La
proyección del cuerpo astral de Muldoon y esa obra extraña aunque fascinante titulada Violación
astral, un libro que, ahora que recuerdo un capítulo en particular, tal vez deberías leer antes de que
nos encontremos en Munich.

Esta es la parte principal de mis noticias, que quizá ya habías supuesto. Voy a ir a Munich en
compañía de Jack. Somos buenos amigos y nos comprendemos mutuamente mucho mejor.

En cuanto a mí, estoy muy interesada por los experimentos Christos, un tipo de proyección
astral que, se dice, te permite ir al pasado. Precisa un grupo de personas. He estado discutiéndolo
con mi ocultista, que vive cerca de mi lugar de trabajo en la ciudad. Podrás conocerle la próxima
vez que visites Nueva York, si es que lo deseas.

¡Qué ganas tengo de verte en Munich! Con cariño, también para Bill,

Diana

Una carta bastante impropia de Diana; tanto el lenguaje como la caligrafía eran rígidos como
una composición escolar. Tal vez Diana pensaba que debía dirigirse así a una escritora. Cuando
estuvo el café, Rose ocultó el sobre en el bolsillo de su bata.
Oyó que Bill había despertado estornudando, como de costumbre. No había necesidad de
que él leyera la carta. Rose no estaba segura de que pudiera ayudarle. Diana aparentaba ser
inteligente y estar bien informada, ¿pero hasta qué punto se podía confiar en ella? Era lo bastante
fiable como para haber acudido en ayuda de Rose en el piso desocupado.
El estado de expectación acosó a Rose durante todo el día. Tomó asiento invisiblemente
junto a ella en el autobús, y tuvo la impresión de que aferraba su nuca suave pero opresivamente. El
significado de esa sensación permanecía reprimido, y resultaba intensamente frustrante. El ambiente
que rodeaba a Rose chispeaba con amenazas de jaqueca.
Al menos las clases del día fueron bien. Los estudiantes estaban ávidos de discutir,
preparados para desarrollar sus argumentos. Después, oscuras y reptantes manchas siguieron a Rose
en el camino hacia el hogar bajo el grisáceo cielo, reflejadas como barro en el río. Las villas estaban
sumidas en las sombras. A Rose le parecieron tan confusas como su expectación.
Bill había cocinado mousaka. El olor a carne y queso flotaba en la casa.
—Hay una carta de Jack —dijo Bill—. Al parecer él y Diana están haciendo grandes
progresos.
Sintiéndose algo culpable, Rose leyó la carta. Una reimpresión de un libro; una oferta de
Film Comment por los derechos de sus entrevistas para la revista; les veré en Munich. Rose deseó
estar más entusiasmada, menos oprimida.
—Mi alumna Hilary ha dejado a Desmond el Rojo —comentó Bill—. Él había empezado a
maltratarla.
—Es lo mejor que Hilary podía haber hecho.
—Sí, ella es demasiado inteligente para Des. Su problema es que se muestra demasiado
simpática con la gente.
Rose sirvió el Beaujolais mientras Bill hacía lo propio con la cena.
—Me alegro por Jack —dijo Rose.
—Sí, se lo merecía. En realidad, también me alegro por Diana. Quizás él pueda curarla de
sus tendencias sobrenaturales.
—Es posible —replicó Rose, sin mirar a su marido.
Después de cenar, Bill puso el nuevo disco de la octava de Mahler. El viento estaba
aumentando de fuerza fuera de la vivienda. Acometía los campos y se remontaba sobre la casa,
tiraba de los árboles hasta arrancar hojas y parecía que las ramas iban a emprender el vuelo,
mientras los coros cantaban, Ven, Espíritu del Creador, llena nuestras almas... A Rose le gustaba
esta sinfonía por su romanticismo, pero aquella noche le parecía el vocinglero lenguaje misionero
de un converso. Varios tragos de whisky le permitieron gozar al menos de las melodías.
Necesitaba whisky para embotar su sentido de expectación, para poder dormir. Una especie
de languidez daba a su anticipación un aire falso, meramente irritante, una condescendencia para
consigo misma. Cuando Rose se metió en la cama, la sensación era lo bastante difusa como para no
hacerle caso.
Rose yacía de costado, con un brazo en torno a la cintura de Bill, y oía el murmullo de los
árboles. Al empezar a flotar pensó que las aguas del río se acercaban lentamente a la casa, lo
suficientemente cerca para ser oídas. Entre sus pensamientos había negrura; cada vez se hundía
más. El viento era más suave, ¿o sería la respiración de Bill? Los graves y rítmicos sonidos la
arrullaron, y la introdujeron en una casa.
Rose empezó a forcejear. Aunque sólo veía el sombrío umbral, prefería morir a seguir
avanzando. Escuchó unos susurros. Ellos, fueran quien fueran, no conseguirían que entrara. Pero el
aprehensor de Rose era la oscuridad, enorme e impalpable. Sus forcejeos fueron absurdos,
ineficaces. La casa se cerró a su alrededor como una boca.
Y quizás era una boca... porque no había duda de que estaba viva. Las paredes no eran de
ladrillo, sino de abundante carne corrupta. Había cobrado vida nada más entrar Rose. Ella había
despertado a la cosa que dormía allí, la presencia que se había filtrado en la estructura del edificio.
Notó que el suelo era blando, que se hundía bajo sus pies. Como si los cimientos fueran de gelatina
la casa estaba hundiéndose en el pantano de la negrura.
Había un temor peor. ¿Podría su pánico en aumento liberarla de su cuerpo? No importaba
que estuviera soñando; de hecho, ese detalle tal vez hacía más vulnerable a Rose. Se clavó las uñas
en las palmas hasta notar que la piel se abría. Despertó, y yacía junto a Bill, rodeada de cuchicheos.
Quizá los cuchicheos estaban más lejos, tal vez la envolvían menos. ¿Estaban en la
habitación, detrás de las cortinas, o simplemente al otro lado de la ventana? Rose ya se hallaba
completamente despierta. El crujido del follaje, nada más que eso. No debía dejarse dominar por el
pánico, no mientras el tacto de su cuerpo fuera tan tenue.
Se relajó e intentó oír claramente los sonidos. Tenían que guiarla para volver a la realidad.
¿Se trataba de hojas, o del agua que lamía la orilla? Quizás ambas cosas, porque parecían distantes,
y sin embargo cercanas. El ritmo de los sonidos se quebraba, resultaba insidiosamente fascinador.
Era un ruido desagradable, un coro de apagadas voces, cuyas palabras temía oír Rose. Su corazón
estaba estremeciendo todo su cuerpo.
Había voces. Estaban buscando a Rose en la noche. Sonidos sibilantes, siseos muy claros
entre el vago murmullo, igual que reptiles en plena cacería. Estaba segura de que esas voces decían,
Rose, Rose...
Quizá las voces estaban en su cabeza, porque el ritmo se había insinuado en su cuerpo. Las
extremidades de Rose vibraban al unísono con ese ritmo. No sentía su pulso, sólo su cuerpo entero a
merced de la vibración. No tenía control alguno sobre su cuerpo, ningún punto de apoyo en él.
Seguramente sus temblores despertarían a Bill… ¡Oh, por favor, que Bill despertara antes de que los
temblores la separaran de su cuerpo!
Debía despertarle. Pugnó por estirar el brazo, por agarrar a Bill, pero su cuerpo se negó a
moverse. Los susurros ensordecieron su mente; los intermitentes temblores frustraron sus tentativas
de pensar. Sólo le quedaba instinto. Rose efectuó un violento esfuerzo, como un silencioso grito
para pedir ayuda, y logró mover el brazo hasta la mano de Bill.
Rose sintió que su mano atravesaba las mantas.

La conmoción fue enorme. El corazón de Rose debía estar latiendo irrefrenablemente, su


cuerpo debía estar ardiendo de pánico y sus labios debían estar resecos como el polvo; mas ella no
podía sentirlo. De hecho, no notaba su cuerpo. En ese caso, debía estar soñando.
Sin embargo, ¿cómo era posible que un sueño fuera tan vívido? Percibía la textura de las
mantas —cálidas, fibrosas, ligeramente ásperas— de un modo que jamás había experimentado. Las
sensaciones resultaban demasiado pavorosas para ser meramente alarmantes. Durante un momento,
y puesto que sólo podía tratarse de un sueño, Rose dejó que el terror la abrumara. En ese momento
fue arrastrada fuera de su cuerpo, hacia la negrura.
Bill yacía bajo ella, con los labios fluctuando en un ronquido. Su marido estaba muy lejos,
era inalcanzable, igual que la cosa que había a su lado: el cuerpo de Rose. Distinguió un rostro, una
máscara de carne laxa y tenuemente luminosa, y un cuerpo, el suyo, que respiraba en una parodia de
la vida. Aquel cuerpo era una falsificación, un maniquí colocado en la cama para no intranquilizar a
Bill. Rose notó su auténtico cuerpo, flotando en el aire, suavemente palpable como una brisa.
Los pensamientos dejaron consternada a Rose en el acto. Aquello no era verdad, su auténtico
cuerpo estaba junto a Bill, lo único que debía hacer era luchar para regresar... Su pánico era
reconfortante en cierto sentido, porque forzosamente debía despertarla. Pero estaba dominada por
una especie de vértigo en que no era consciente de nada como no fuera de su impotencia, la flotante
e incorpórea víctima en que se había convertido. Rose tuvo la fugaz visión de su cuerpo
empequeñeciendo, dando violentas vueltas y alejándose como si la sombría habitación se hubiera
transformado en una vorágine, y se precipitó hacia la pared. La pared la detendría, no había duda...
¡oh, por favor!
Notó los ladrillos: ásperos, porosos, fríos como metal y no obstante conteniendo un calor
interno. No hubo dolor, pero eso difícilmente podía tranquilizarla. Nada era tranquilizador, puesto
que Rose había salido al exterior, estaba en plena noche.
Ella no era nada. Por eso no existía barrera capaz de frenarla. Incluso tenía la impresión de
haber perdido el pánico; puesto que no podía despertarse, el horror se había convertido en una
especie de severa y agónica incredulidad, una incredulidad monótona e ineludible. Las sensaciones
abrumaron a Rose: la inmensa y opresiva frialdad de la noche, una luz sin fuente que le demostraba
que carecía de forma, que no era en absoluto visible... ¿Cómo iba a ver si no tenía ojos?
Estaba sola. Los murmullos habían cesado sin que supiera cuándo. No había luna y el cielo
estaba tapado por las nubes. Y sin embargo todo lo percibía, con fulgores internos, hasta el
horizonte. Los árboles eran tremendamente extraños, llameaban con muchos colores. El uniforme
cielo resplandecía como cobre bruñido, el río ardía como hielo.
La conmoción había paralizado a Rose en el aire. Luego, atraída por una fuerza contra la que
desconocía por completo cómo luchar, se precipitó ineludiblemente hacia el río. Esto es un sueño,
pensó Rose, un sueño, un sueño... La monotonía de la repetición contribuyó a amortiguar sus
sensaciones, un poco. Pero todo era más sólido que ella, e incesantemente perceptible: el
polvoriento camino que era como una capa de niebla bajo el encadenado jardín de Fulwood Park,
un destrozado televisor cuya pantalla mostraba un cuadro de flores silvestres, una pareja que
paseaban asidos de la mano en el prado por encima de la alameda del río... Todo era real excepto
ella.
El prado fluyó bajo Rose, hasta la última hoja de hierba era un distinto filamento de apagada
luz. Se abalanzó irrefrenablemente hacia la pareja que pasaba, pasó tan cerca que vio el tenue brillo
de las cejas. De pronto, la mujer levantó los ojos. Sus relucientes labios se separaron; admiración o
temor iluminaron sus ojos. ¿Había visto a Rose? Y si era así, ¿qué había visto exactamente? Antes
de que la escritora pudiera pensar en aquella mujer como un aliado potencial, que con su conciencia
podría actuar a manera de ancla, Rose se zambulló en el río.
¡Oh, Dios, iba a ahogarse! Sabía nadar, pero no tenía miembros para impulsarse hacia la
superficie. El agua estaba oscura como el fango, y tenía un tacto igualmente espeso; el líquido llenó
su ser, le asfixió. Pero si bien se sentía ahogada, al parecer no tenía necesidad de respirar. Lo único
que podía hacer era soportar la presión de las profundidades, la polución que la cegaba, las
corrientes que parecían tirar de su tenue substancia, que amenazaban con desgarrarla. Creyó estar en
trance de disolverse, de mezclarse con las empantanadas aguas que brillaban igual que ponzoñosa
niebla. El deforme mantillo buscó a tientas a Rose, desplegando húmedos zarcillos obstaculizados
por la suciedad. Los filamentos invadieron su sustancia, y Rose no podía hacer nada.
Finalmente su flotación pareció hacerse menos azarosa. Iba a alguna parte, aunque no tenía
la menor idea sobre quién o qué le había marcado un objetivo, ni sobre cuál era ese objetivo. El río
fluía a través de Rose, arrastrando sus informes cargas. ¡Por favor, quiero liberarme de mis
tormentos! ¡Por favor, que esto se acabe!
Al salir del río, Rose se encontró bajo tierra.
Pese a la oscuridad total, Rose sabía dónde se hallaba. Quizá sólo eran recuerdos de olor y
sabor lo que estaba experimentando, pero esos recuerdos la sofocaban. Era peor que ser enterrada
en vida, puesto que mientras era arrastrada hacia adelante sentía cosas que se retorcían en la tierra,
que serpenteaban dentro de su ser. Rose creyó estar formada por carne en putrefacción.
Cualquier cosa habría sido un alivio, incluso la sensación de estar ascendiendo sin freno a
través de piedra, que parecía fría y colosal, que amenazaba atraparla. Se trataba de los cimientos de
una casa, puesto que Rose emergió en el interior de una pared... igual que una rata, si se exceptuaba
que ella no podía escarbar.
Estaba desesperada por liberarse de la pared, al menos por ser capaz de ver, y lo consiguió
en un momento. Había un suelo que parecía arbóreo, aunque menos vital. Tras elevarse, Rose se
encontró flotando en una ensombrecida habitación.
Experimentó todo el alivio que podía sentir. Como mínimo se encontraba en el hogar de
alguien. Quizás allí podría descansar y calmarse, antes de ponerse a pensar cómo volver a su casa, a
su cuerpo, con Bill. Al vislumbrar las figuras en la oscuridad no la sobrecogió un pánico
instantáneo.
Había más de una decena de sombras. Estaban sentadas en círculo, en sillas. Llevaban
máscaras atadas a sus rostros, como si fueran cirujanos preparados para una operación. En el centro
del círculo, sobre la alfombra, yacía un pequeño objeto que la oscuridad hacía indistinguible.
Rose tuvo miedo al comprender lo que aquellas figuras planeaban hacer. Sus máscaras eran
negras, y ella no veía ningún rasgo de sus caras aparte de los ojos, que relucían con el color blanco
de los gusanos y tenían destellantes magulladuras en lugar de pupilas. Aquel objeto inmóvil en el
medio... ¿tenía unas delicadas manitas? ¿Era un bebé? Rose no iba a tardar en saberlo, porque los
rostros se inclinaron hacia el círculo... y Rose fue atraída hacia allí, hacia el punto central.
Cuando las sombras levantaron la cabeza, cuando alzaron sus blancuzcos y fulgurantes ojos,
Rose sintió una ola de pánico peor que cualquier otra que hubiera experimentado hasta entonces.
Aquellos seres sabían que ella se hallaba allí. Estaban alargando sus brazos para atraerla. El círculo
de sus manos se fue cerrando como la boca de una planta carnívora; los gruesos zarcillos que eran
los dedos mostraron su ansia por atrapar a Rose. Notó que caía irremediablemente hacia el centro, y
el pensamiento que la salvó de un pánico superior formaba parte de la pesadilla: ellos no podían
cogerla, porque no tenía nada por donde pudieran agarrarla.
Pero la atraparon.
En cuanto estuvo dentro del círculo, los dedos se agolparon a su alrededor. Más que dedos le
parecieron una tela de araña, unos dedos con el mismo grosor que una mosca debía percibir en los
hilos de una telaraña. Los dedos se aferraron pegajosamente a Rose, y ésta, finalmente, fue
consciente de su substancia, notó su extremada fragilidad. En el último momento supo de un modo
instintivo cómo debía luchar, luchar desesperadamente como una mosca en las garras de una araña,
pero las manos se pegaban a ella o dentro de ella, y experimentó el pavoroso temor de que cualquier
esfuerzo desgarrara su substancia. Las enmascaradas caras se cernían amenazadoramente sobre ella.
Los ojos parecían hinchados por el triunfo.
A continuación Rose creyó oír una voz, fría como la de un reptil, un silbido que decía, No.
Aún no. Él dice que no.
El círculo de manos se apartó al instante. ¡Oh, Dios, iban a despedazarla! Pero era obvio que
las sombras habían renunciado a la fuerza utilizada para tener a Rose, porque ella se precipitó
rápidamente hacia atrás siguiendo el mismo camino de llegada, atravesando los frígidos cimientos
de la casa, el pululante subsuelo, el descolorido río... En alguna parte, una mano sacudía el hombro
de Rose. La sensación resultaba menos convincente que el recuerdo de un sueño, pero ella estaba
convencida de que si alguien intentaba despertar su vacío cuerpo, moriría. Notó que sus párpados,
muy lejanos, oscilaban y se abrían.
Rose inundó sus abiertos ojos. La sensación fue prácticamente insoportable. Notó sus globos
oculares, líquidas esferas cubiertas por una delgada piel, a punto de estallar con la acometida del
regreso. La conmoción hendió el pecho de Rose como una sierra. Sobre ella, en una imagen
desenfocada, flotaba un objeto con ojos. Chilló.
Incluso el contacto de la mano en su frente, aquella mano que intentaba calmarla y
despertarla, fue muy poco tranquilizador, porque Rose casi había olvidado las sensaciones de su
propia carne.
—No pasa nada, cariño —musitaba Bill—. No pasa nada. Has tenido una pesadilla. No
podía despertarte.
Finalmente la cara de su esposo quedó enfocada. La lámpara de la mesita de noche
iluminaba la aureola de desgreñados cabellos de Bill. Rose consiguió no acobardarse, aunque la
sensación de carne contra carne era extraña, demasiado intensa.
—No era una pesadilla —balbuceó Rose—. Yo no estaba aquí. No sabía dónde estaba.
—No pasa nada. Estabas aquí. Llevo un minuto intentando despertarte.
¡Un minuto! ¿Cuánto tiempo había estado Bill roncando, insensible a su angustia?
—Estaba fuera de mi cuerpo —dijo Rose pese al crispamiento de sus labios—. No podía
volver. Notaba todo lo que tocaba.
—No hay razón para que no fuera así —afirmó Bill con voz tranquilizadora.
—No me entiendes. —Su cuerpo ya estaba más estable, mucho más que su mente. Aquella
fiebre estaba desapareciendo—. Notaba todas las cosas con más intensidad que cuando estoy en mi
cuerpo.
—Yo nunca he soñado eso.
Era lógico que Bill pretendiera mostrarse apaciguante, pero lo único que Rose entendía es
que no estaba impresionado. ¡No estaba soñando! —gritó, casi histérica, porque aún sentía el
pegajoso contacto de los dedos en su interior—. Yo estaba en otro lugar, en otro lugar real, ¿no lo
comprendes? Era una sesión espiritista, no podía ser otra cosa. Ellos me llamaron y me fue
imposible quedarme quieta. ¡No ha sido un sueño! ¿No ves lo que me están haciendo? —Estaba
agarrada a Bill puesto que ya empezaba a parecerle una persona conocida, pero Rose no estaba
segura, ni mucho menos, de que su marido pudiera ser un ancla para ella—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué
me está sucediendo?
—No te pasará nada. Yo estoy aquí.
Bill le acarició el pelo, con caricias lentas, casi hipnóticas, mas Rose no podía arriesgarse a
que la arrullaran. No imaginaba más cosas que decir a su marido, y eso aumentó su tensión.
—¿No crees que quizá debieras hablar de esto a Colin? —murmuró Bill al cabo de un rato.
Quizás esa fuera la única verdad: todo había sido una alucinación, un efecto posterior del
ataque que sufrió en Nueva York. Rose se aferró a esta explicación con más desesperación que en su
abrazo a Bill. Las alucinaciones podían curarse.
—Sí —contestó, y creyó que su tono era de esperanza.
—¿Podrás dormir ahora?
Rose se puso rígida, consciente de que sólo había sido capaz de comunicar una ínfima parte
de su terror.
—Muy bien —dijo Bill al ver su reacción—. Seguiré despierto hasta que estés dispuesta a
dormir otra vez.
De acuerdo con su estado actual, ese momento tal vez no iba a llegar nunca. Bill se
incorporó, rodeando a Rose con los brazos, y se esforzó en permanecer despierto, pero antes de una
hora ya estaba roncando. Sin duda estaba ocupado en placenteros sueños. Rose se agitó
nerviosamente, en busca de una posición en que se sintiera encerrada en su cuerpo. No había
ninguna. La lámpara de la mesita brillaba, pero era mucho menos tranquilizadora que la lamparilla
de la niñez de Rose. Las paredes y el techo tenían un aspecto frágil, inútil como protección.
Finalmente el amanecer tiñó las cortinas. La tenue luz hizo que Rose pensara en un entrometido, en
alguien que se había introducido furtivamente en su habitación.

XI

—No estoy muy seguro de poder ayudarle —dijo Colin.


Rose permanecía sentada en el comedor. Marcos con diplomas decoraban una pared. La
mesa había sido desterrada a la sala de estar; un escritorio ocupaba su lugar. El sofá desalojado por
la mesa se encontraba colocado en diagonal frente al escritorio. El resto de la habitación estaba
igual que cuando vivía la señora Winter, aunque no se percibía su presencia, ni otra presencia aparte
de la de los Hay.
Rose estaba en el sofá. Al otro lado de la cerrada puerta de la cocina, Gladys murmuraba
mientras preparaba la cena, increpando malhumoradamente a ciertos ingredientes de la misma. Más
allá de la ventana, el césped tenía un aspecto húmedamente nuevo. Desordenadas hojas apretaban
sus venas contra las ventanas del invernadero. Los árboles, intrincadas masas de abanicos verdes, se
balanceaban sobre la pared. Durante un instante, hasta que logró controlarse, Rose experimentó la
rigidez de la madera, la vida interna de aquellos árboles.
Se sentía desilusionada, casi traicionada, y peor que eso. Había confiado en que Colin le
diera una explicación completa que le ayudara a creer que había soñado, a pesar de que sus
sensaciones fueran extraordinariamente vívidas. Rose había intentado convencerse de eso, pero
aunque llegara a creer dicha explicación no lograría dormir, porque temía que la pesadilla se
repitiera.
Su insomnio, al menos, era algo que Bill comprendía; un motivo para pedir consejo a Colin.
No obstante, cuando el psiquiatra le abrió la puerta Rose se sintió tímida, avergonzada de sí misma.
Después de todo, era indudable que él no pensaba trabajar en sábado. Rose se había comportado
como Gladys.
—¿Está muy ocupado?
—No, en absoluto. Simplemente ocupándome de la correspondencia. —Llevaba un rollo de
cinta adhesiva en un dedo—. La verdad es que me alegra verla. Nos preguntábamos si la fiesta la
habría alejado de nosotros.
—No, naturalmente que no. ¿Qué les hizo pensar eso?
—Bien, tal vez me mostré indebidamente rudo con su amigo. Era un caso digno de
tratamiento más que de críticas, ¿no le parece? Pero pensé que él estaba abusando de nuestra
hospitalidad.
—¡Oh, cielos, él no era amigo nuestro! No sabíamos a quién habíamos invitado. Es posible
que usted haya hecho algo útil indirectamente. Hilary... ¿Recuerda a Hilary? Ella hizo de tripas
corazón y acabó dejándole.
Colin frunció ligeramente el ceño.
—Las relaciones ya no son tan estables como antes... igual que todas las cosas, me temo. De
todas formas es absurdo soportar a una persona que no nos es simpática.
—No entiendo de esas cosas. No habría que admitir la derrota con tanta facilidad.
—Tiene toda la razón. Sólo me refiero a casos extremos.
Colin la había hecho pasar a su despacho. Empezó a ordenar rápidamente su escritorio,
amontonando los sobres y metiendo pequeños recipientes de plástico en un cajón.
—Perdone que la haya hecho pasar aquí —dijo el psiquiatra—. Seguiremos dentro de un
instante, con más comodidad.
¿No era aquel el momento de decirle por qué estaba allí? Antes de que Rose se obligara a
hablar, Colin se refirió a la fiesta.
—Debo decirle que usted fue la estrella de nuestra fiesta. Todos nuestros amigos quedaron
muy impresionados por su presencia.
Su sonrisa, y la amplitud de su sonrisa, cogieron desprevenida a Rose.
—Gracias —dijo, ruborizada.
—Espero que este detalle dé valor retrospectivo a la fiesta. Tal vez exageré en mi análisis,
pero pensé que aquel juego la había trastornado.
—¿Qué juego?
—El de levantar la mesa, o lo que fuera.
Rose se obligó a aprovechar la oportunidad.
—Esa es una de las cosas que deseaba comentar con usted.
—Le prometo que la próxima vez que les invitemos no habrá nada parecido.
—No, no me refiero a eso. —La sonrisa de Colin aguardaba a que ella siguiera
explicándose. Finalmente añadió—: Me resulta muy difícil hablar.
—¿No quiere intentarlo? —Ante la sorpresa de Rose, Colin se acercó y tomó asiento junto a
ella en el sofá—. Me sentaré en otro sitio, si lo prefiere.
—No, es mejor que se siente aquí. No deseo sentirme como una paciente. —¿Estaría dando
la impresión de que esperaba un tratamiento gratuito? Pero ella no precisaba tratamiento, sólo
consejo—. No puedo dormir. Tengo muchas pesadillas. Aunque —se esforzó en aclarar— son más
reales que simples pesadillas... más bien son alucinaciones.
Tal vez el psiquiatra lograra vislumbrar el oculto temor que había en los ojos de Rose, pero...
¿sería capaz también de devolverle la confianza?
—¿Le molesta en particular la idea de tener alucinaciones? —sugirió Colin.
—Sí. Me aterroriza.
—¿Por qué?
Rose estaba segura de que él lo sabía.
—Porque tal vez signifique que estoy perdiendo la razón.
—Cosa que le asusta. Sí, comprendo que le asuste, es muy comprensible. Bien, permítame
tranquilizarla un poco. Según mi experiencia, el temor a la locura es una indicación bastante fiable
de que el individuo no está enloqueciendo. Se trata de una neurosis, que es algo muy distinto. Nadie
se cree más cuerdo que un loco. En cuanto a las alucinaciones, hay infinidad de causas posibles, y la
locura no es normalmente, de ningún modo, una de ellas. ¿Le apetece una taza de té?
La voz de Colin era tan sedante que la formulación de la pregunta sobresaltó a Rose.
—Pues... sí —tartamudeó.
El médico se acercó a la puerta de la cocina.
—Gladys, nos gustaría tomar té. Si tienes la amabilidad de hacerlo... Rose está aquí.
—¡Oh, creía que era una...!
—Rose me ha pedido consejo. —Después de volver al sofá con Rose, añadió—: Bien,
intente explicarme con el máximo de detalles qué es lo que le preocupa. Tómese tiempo.
—Creo que empezó en Nueva York.
Le explicó el ataque en el edificio de Diana, el sueño subsiguiente y su secuela en el piso de
su amiga.
—Tal vez fue un simple efecto secundario de la agresión —comentó Rose.
A continuación pasó a relatar su pánico en la noche de la sesión espiritista. Le produjo pavor
tener que referirse a su percepción de una presencia despertada y a su visión en Ormskirk.
Estaba describiendo su percepción de la fuerza de la sesión espiritista cuando Gladys abrió
la puerta de golpe y entró cargada con una bandeja repleta de temblorosas piezas de porcelana.
—Deja que te ayude —dijo Colin, y cogió la bandeja.
Gladys insistió en servir el té... y se turbó nada más reparar en que Rose se había callado.
—Lo siento. No tardaré ni un segundo —se excusó, mientras el chorro de té fluctuaba
peligrosamente hacia el borde de una taza—. Solamente haré esto. ¿Le importa que me sirva una
taza? Perdón.
—Tiende a dejar que las cosas la abrumen —confió Colin a Rose en cuanto estuvieron a
solas—. Pero ha sido una ayuda para mí. Cuando me tienta la desesperación, ella me devuelve mi
sentido de finalidad. Tal vez la sorprendería la firmeza que demuestra en algunos aspectos. Aprecio
su consideración para con mi madre. —Colin le dio una palmadita en la mano, como pretendiendo
que ambos despertaran de la meditación—. No obstante, estábamos hablando de usted, ¿no es
cierto? Lo que me cuenta de la sesión espiritista es muy importante, creo.
Rose prefirió no ahondar en ese tema, sin saber a ciencia cierta el motivo. Incluso la
descripción de su última experiencia le pareció un alivio. Le explicó el máximo de detalles,
incluyendo la sombría habitación y la voz que había dicho, No, aunque no se decidió a describir el
contacto de los dedos en su interior.
—¿Eso es todo? —Colin parecía estar absorto, casi infantilmente ávido de más
explicaciones—. Supongo que no hubo ningún hecho anterior.
—Tal vez sí. —Rose describió la fiebre de su adolescencia, la premonición de que la
perseguían, su visión de volar separada de su cuerpo.
—Bien. Muy interesante. —Las yemas de los dedos del psiquiatra se unieron y encerraron
su boca en una jaula; sus índices golpearon suavemente las comisuras de los labios, como para
liberarlos. Sus dedos se extendieron—. Me pregunto si no habrán existido otros hechos mucho
antes. Estas cosas suelen empezar en la infancia.
Rose lanzó un grito. Un ardiente líquido estaba extendiéndose sobre sus senos. El dolor le
hizo pensar que era sangre hasta que comprendió que su mano había derramado la taza de té. El
pensamiento que se había agitado en su mente, fuera cual fuera, había desaparecido, arrastrado por
el dolor.
—Gladys, ¿tienes una toalla? —Colin trajo enseguida una toalla para que Rose se secara—.
Perdone, he elegido un mal momento para mi pregunta.
¿Pensaba el médico que esa pregunta la había desconcertado? Tal vez tuviera razón. A Rose
le escocía mucho la piel, parecía haber oscurecido en su mente y estaba a punto de perder la calma.
—¿Qué cosas empiezan en la infancia? —dijo, y expuso la respuesta que deseaba oír—:
¿Sueños desagradables?
—Sueños desagradables... Es posible. —Colin arrugó la frente, acercando cejas y ojos—.
No estoy seguro de poder ayudarle.
La oscuridad estaba muy próxima.
—¿No puede ayudarme a dormir? —suplicó.
—¡Por supuesto, es muy fácil! Un tranquilizante resolverá ese problema. Pero no me gustan
los tranquilizantes... son drogas negativas, en mi opinión. Sirven para tratar el síntoma, no la causa.
—¿Pero cuál es la causa?
—No estoy seguro. Espero que eso no le moleste. Francamente, en mi profesión todos los
que afirman estar seguros son charlatanes. Suponga una cosa, suponga que sus experiencias ni son
sueños ni son alucinaciones.
—No le comprendo.
—Suponga que en realidad son percepciones extrañas.
¿Por qué aquel hombre no desempeñaba el papel que ella esperaba de él?
—Es indudable que usted no cree en eso —dijo Rose con voz acusadora.
—La psiquiatría está en su infancia. No sólo no puede curar todo sino que además hay
ocasiones en que se impacienta por hacerlo. Tenemos escasas nociones acerca de las posibilidades
reales de la mente. —Estaba disertando—. Considérelo de este modo —añadió con más naturalidad
—. Si alguien le dijera que puede protegerse en el plano astral, creo que se mostraría escéptica. Pero
ya que usted, después de todo lo que me ha contado, insiste en que es imposible, me inclino a creer
que puede hacerlo.
Rose fue incapaz de otra cosa que no fuera mirar fijamente al psiquiatra.
—Comprenda, estamos formulando hipótesis —dijo Colin, con un tono no muy
tranquilizador—. Pero estoy sorprendido por el número de afinidades que hay entre sus
descripciones y otros relatos similares. Supongo que no habrá leído libros al respecto... No, ya sabía
que no. Del mismo modo, las descripciones de experiencias con LSD suelen concordar en formas
muy sugestivas. Buena parte de la mente está inexplorada, ¿comprende? Sabemos muy poco de esos
estados visionarios.
Rose había empezado a sentirse como un conejillo de Indias.
—¿Pero qué se supone que debo hacer?
—¿Quiere decir si la experiencia es real? Yo sugeriría que intente llevarla a cabo. No hay
duda de que al principio estará nerviosa, pero... suponga que aprende a controlar lo que le sucede.
Puede ser más fácil de lo que usted cree. Verá, lo que pienso es esto: que si usted tiene esas
facultades, resultará más nocivo reprimirlas que desarrollarlas.
—¿Pero y si yo no las deseo? —dijo Rose desesperadamente.
—Quizá no las posee. Perdone, debería tener más consideración con sus sentimientos. Es
posible que después de tomar los tranquilizantes no vuelva a tener experiencias extraordinarias.
Dígame una sola cosa más: la voz que según usted la liberó de su pesadilla... ¿no pudo pronunciar
las palabras: «Ella dice que no»?
—Es posible. ¿Por qué?
—Pudo ser la voz de su propia mente, afirmando que usted no se encontraba suficientemente
preparada. He entendido que no está segura de qué tipo de voz era.
Colin la miró como si su observación tuviera que calmarla por completo.
—Bien —dijo el psiquiatra al cabo de unos instantes—, le daré las cápsulas. Por fuerza han
de ayudarle a pasar lo peor.
Colin se tomó tiempo para encontrar los somníferos en su escritorio. Cuando el psiquiatra
puso la caja en su mano, Rose creyó ver una débil sonrisa de desilusión.
—Por favor, avíseme inmediatamente si ocurre algo más. O si precisa tranquilizarse —
añadió Colin, con una ligerísima nota de burla que resultaba exasperante y maliciosa—.
Naturalmente, si decide que hay algo de cierto en mi hipótesis, recuerde que le ayudaré en todo lo
que me sea posible.
Una vez en casa, Rose abrió la caja de Librium. Las cápsulas verdes y marrones le hicieron
pensar en huevos de insecto. Bill las contempló y la animó con una sonrisa, quizá demasiado
amplia.
—¿Te ha servido de ayuda Colin? —preguntó.
No podía empezar a contarle lo sucedido, no hasta que recuperara cierto control sobre el
torbellino de sus sentimientos.
—Sí, creo que sí —fue lo único que pudo decir.
Pocos minutos después de ingerir dos cápsulas, Rose se habría sentido más contenta en caso
de haber sido más precisa. El alivio comenzó a brotar de su plexo solar; parecía un ungüento que la
bañaba, suave, frío, exhaustivo. Ya no temía dormir. Al cabo de unos segundos estaba adormecida.
Sin embargo experimentaba una punzada de culpabilidad: ¿no sería un alivio demasiado fácil, una
solución de cobardes? ¿Cuánto tiempo iba a tardar en parecerse a Gladys, en disculparse
nerviosamente por tomar drogas?

XII

—¡Oh, Dios mío! —gritó Bill con simulado disgusto. Durante un instante Rose pensó que la
exclamación iba dirigida al libro que ella estaba leyendo—. Escucha esto, ¿quieres? Han impreso
«Geiss» en lugar de «Geist».
—¿Y eso significa...?
—Bien, lo cierto es que no significa lo que nosotros escribimos. En lugar de que Vincent
Price sea poseído por el espíritu de su antepasado, es poseído por la cabra de éste.
Era julio. Al día siguiente emprendían vuelo a Munich. Bill ocupaba un sillón cambiado de
sitio, y estaba lamentándose por la traducción alemana de Pesadillas Compartidas. El mobiliario
había sufrido cambios de emplazamiento en la sala en previsión del verano, para evitar los rayos del
sol. La alfombra, en toda su extensión estaba llena de sombra. Rose se hallaba sentada en el sofá,
sobre los bordados de plateadas enredaderas. El mueble se encontraba cerca del hogar abierto. Un
día, tal vez, sustituirían ese hogar, al que Rose profesaba gran cariño, y las estufas de gas del resto
de habitaciones, por calefacción central... si es que permanecían en la casa el tiempo suficiente, y
suponiendo que pudieran soportar el trastorno de las obras. Rose estaba leyendo un libro titulado
Fuera del cuerpo.
Los tranquilizantes le habían permitido al menos hacer eso. Y habían conseguido más cosas:
Rose se sentía menos vulnerable por las noches, antes de dormir, y la droga la había acompañado en
las frustraciones de los exámenes, de la corrección de ejercicios, de la justificación de las bajas
calificaciones ante los tutores de las escuelas de aprendizaje. Un mínimo de diez alumnos de una
misma escuela había presentado textos prácticamente idénticos, planteando un problema de
estructuralismo: «Descifren el original a partir de sus imitaciones.»
Rose había dejado de tomar Librium. La droga le había permitido pensar con calma en el
consejo de Colin, y en el de Diana. Había empezado a creer que aferrarse a lo racional podía ser
irracional. ¿No era absurdo descartar todo lo que le había pasado con la explicación de un golpe en
la nuca?
Había acudido a la biblioteca obedeciendo a un impulso. Pensó que sería divertido hojear
Violación astral, para comprobar si la obra era tan graciosa como su título. Pero alguien había
robado el ejemplar, y lo mismo había sucedido en la mayoría de bibliotecas de Liverpool. ¡Oh, no,
ella no deseaba encargarlo!, se había apresurado a decir. Todos los libros sobre proyección astral
estaban prestados —se trataba de un tema popular—, pero un empleado acababa de leer Fuera del
cuerpo y entregó el libro a Rose.
La lectura constituyó una serie de sobresaltos, como si hubiera encontrado publicado un
texto que ella planeara escribir. Todos los relatos tenían algo en común con sus experiencias. Los
viajeros (así los llamaba el libro) siempre creían estar despiertos; sus sentidos no se embotaban
nunca, como en los sueños. La continuidad de la experiencia era inevitablemente lineal, sin las
dislocaciones de los sueños. Algunas personas creían que sus cuerpos vibraban de un modo
invisible, otras pensaban que las vibraciones correspondían a la forma astral. Fuera de sus cuerpos
se sentían ingrávidos, o ligeros como la niebla. Ciertos individuos creían que habían muerto o que
estaban enloqueciendo... pero la mayoría consideraba tranquilizador el recuerdo subsiguiente,
puesto que demostraba que se podía vivir fuera del cuerpo, que era posible una vida después de la
muerte. Aunque en numerosos casos se trataba de una sola e irrepetible experiencia, algunos
viajeros aprendían a controlar sus viajes. El problema fundamental era acostumbrarse a la facilidad
del acto, opinaban los últimos. «Pensar en moverse es haberse movido», informaba un viajero.
—¿Has dejado las llaves en casa de los vecinos? —preguntó Bill.
—No, todavía no. Lo haré dentro de poco.
¿Qué partes del texto eran absurdos, o falsedades? Algunos relatos tenían el mismo tono
sermoneador que Rose había leído en descripciones de viajes con LSD, con los que tenían algo en
común: la intensificada vividez de los colores, por ejemplo. Aunque el mero número de informes
astrales era impresionante, muy posiblemente se trataba de sueños que casi todo el mundo
experimenta alguna vez: sueños de estar volando, cayendo o corriendo sin poder reaccionar. Había
demasiados relatos increíbles o intencionadamente excéntricos. Rose no deseaba estar relacionada
con maniáticos.
Hojeó un capítulo de teorías y cosmologías. La vida después de la muerte quedaba
determinada por las expectativas personales en el momento del óbito, opinaba alguien. Había
numerosos cielos exclusivos, todos poblados por fieles de una religión distinta, que creían que sólo
ellos podían salvarse. Eso habría hecho reír a Bill, pero Rose decidió no compartir el libro. Otra
visión —difícilmente podía ser otra cosa— sostenía que existían planos de evolución astral después
de la muerte. El más cercano a los vivos estaba atestado de personas recientemente fallecidas,
cercadas por fragmentos de sus vidas anteriores, obsesionadas por su perdida sexualidad y por
obtener algún tipo de liberación sexual, hasta que olvidaban sus mundanas preocupaciones y
seguían adelante... si es que alguna vez lo lograban. No podía ser otra cosa más que una teoría, pero
a Rose le pareció opresiva. Siguió pasando páginas, referencias a un grupo inglés de principios de
siglo fundado por alguien llamado Peter Grace, que había intentado avanzar en exceso la
investigación astral. El resultado había sido infanticidio, locura y (afirmaba vagamente el libro)
cosas peores, pero al menos eran hechos plácidamente lejanos, aunque ciertos nazis, Himmler en
particular, al parecer habían intentado redescubrir los secretos del grupo.
—¿Te gustaría dar un paseo por la alameda? —dijo Bill—. Es una pena desperdiciar un día
como este.
—Sí, me gustaría, dentro de unos minutos.
¿Estaba Bill intentando distraer su atención del libro? Su esposo no le ayudaba a decidirse.
Rose creía que le sería muy fácil despreciar el libro como si fuera basura, evitar el examen de sus
experiencias personales. Por lo menos estaba en buena compañía, suponiendo que decidiera unirse a
aquella gente. Se aseguraba que San Antonio de Padua había aparecido simultáneamente en dos
lugares el Jueves Santo de 1226. En 1774, Alfonso de Liguori se presentó ante testigos en el lecho
de muerte del Papa Clemente XIV, aunque de Liguori estaba encarcelado en una celda de Arezzo,
donde había dormido cinco días después de un ayuno. Goethe encontró en el camino a un amigo
vestido con bata y zapatillas, mientras el amigo soñaba que encontraba a Goethe. En su niñez, Thor
Heyerdahl sintió el pánico de no poder volver a su cuerpo bajo los efectos de un anestésico.
Encontrándose enfermo en París, Strindberg imaginó que estaba en su hogar, con tanta claridad que
creyó estar allí, de pie junto al piano... y allí lo vio su madre política, que le escribió para preguntar
si estaba enfermo. Al final de una visita a su amigo Theodore Dreiser, John Cowper Powys
prometió impulsivamente volver a presentarse más tarde; dos horas más tarde apareció un reluciente
Powys en la casa cerrada con llave, aunque se hallaba a cincuenta kilómetros de distancia. Hacia el
final de su vida, Hitler fue visto entrando en breves trances de los que era imposible liberarle; y en
tales ocasiones sus ayudantes, que a menudo estaban a varios kilómetros, tenían la convicción de
que él se encontraba cerca y les observaba. En el momento de su muerte, D. H. Lawrence dijo a
Aldous Huxley que era capaz de verse fuera de su cuerpo. Uno de sus gritos desde el lecho de
muerte fue: «¡Sujetadme, sujetadme, no sé dónde estoy, no sé dónde están mis manos...!»
—¿No quieres salir? —preguntó Bill.
Su impaciencia iba manifiestamente dirigida al libro. Lo cierto es que Rose se alegró de
abandonar la lucha de Lawrence para aferrarse a la sensación de su cuerpo. Pensó que seguramente
el escritor se había mostrado tan apasionado por su propio bien, ante el terror y ante cualquier otra
cosa. De todos modos, a Rose le complació ver el sol durante un rato.
El buzón de correos era un tubo de neón color carmesí. El cielo estaba sediento de nubes.
Las villas se cocían igual que pasteles. Todo irradiaba calor. Aromas de tojos y rosas flotaban como
si fueran en busca de sombra. Los intensificados colores —el agobiante azul del cielo, la efusión de
verde— parecían converger en el foco insoportablemente blanco del sol.
Los vecinos que vivían enfrente de los Tierney estaban paseando por el jardín de los
residentes, ambos con zapatos deportivos. El bigote del hombre era una fina línea negra en la
azulada penumbra del afeitado. Frágiles rizos azulados adornaban la cabeza de la mujer, como si
fuera de biscuit.
—Buenas tardes —dijo fríamente la mujer, parándose—. ¿Organizaron ustedes la fiesta de
hace unas semanas?
—No, fueron nuestros vecinos de al lado.
—¡Ah, sí! En casa del psiquiatra. Hubo tanto ruido que pensamos que uno de sus pacientes
había perdido el control. ¿Es que pretende seguir visitando aquí a sus enfermos?
—Creo que ha encontrado un local en Rodney Street. —Rose había avistado brevemente
visitantes nocturnos, pero no había visto sus caras. Amigos de los Hay, seguramente.
—Espero que no se equivoque. —Hablaba como si Rose fuera responsable de ciertos errores
—. Bien, no les entretendremos más —añadió la mujer, y prosiguió su camino.
En el límite del jardín, un abatido fragmento del muro de cemento daba acceso a la alameda
de Otterspool. Los Tierney treparon a la carretera que conducía al montón de desechos. El polvo
pululó sobre el asfalto después de pasar un camión, igual que una solidificada calina provocada por
el calor. Junto a la carretera, el armazón de un televisor sintonizaba una selección de hierbas y flores
silvestres.
Rose se detuvo, con la mirada fija.
—No lo había visto antes. Al menos...
—Está ahí desde hace algún tiempo.
Se agacharon para pasar por un boquete de la alambrada y siguieron la senda del prado.
Desde el punto más elevado se distinguía el recorrido del Mersey, que se precipitaba desde los
distantes Peninos en dirección al Mar de Irlanda. Los fulgurantes escarceos del agua hicieron que
Rose pensara en un código, muy difícil de descifrar por su rapidez.
Había estado a punto de sincerarse con Bill, pero la oportunidad había pasado. Rose había
dejado Fuera del cuerpo donde su marido pudiera verlo, con la esperanza de que él sacara a relucir
el tema. Si tan sólo Bill le ofreciera esa ayuda...
La mirada de Bill interrumpió bruscamente el ensimismamiento de Rose.
—¿Qué ocurre, Ro? —dijo con anhelo—. Estuviste mucho tiempo con Colin aquel día...
Debiste contarle algo. ¿No quieres explicármelo?
—Sabes que deseo hacerlo. Pero es tan difícil explicarlo de palabra... —Se sentía nerviosa y
torpe. Iba a ser más arduo que hablar con Colín. Unas gaviotas pasaron por encima, una explosión
de blanco y unas sombras que alcanzaron a Rose con la fugacidad precisa para no sugerir siquiera
frialdad—. Lo intentaré —dijo finalmente—. Pero no me interrumpas hasta que termine. Por favor.
—De acuerdo. —A Bill pareció ofenderle su necesidad de implorar.
Lisas sendas rojas como ladrillos se inclinaban hacia la alameda. Jovencitos con patines se
lanzaban hacia el Mersey. Había niños por todas partes, jugando con discos de plástico, lanzando
improvisadas bolas para que un terrier las recogiera... Hasta había un esperanzado grupo de
muchachos que corrían por el prado con una cometa a ras de suelo. Una jovencita con las piernas
llenas de esparadrapos como parches de ropa vieja, hacía la vertical en la barandilla del paseo. Los
adultos ocupaban bancos o refugios de ladrillo con portillas, o empujaban cochecitos infantiles
junto al río.
—He estado extraña —dijo Rose con gran esfuerzo— desde la noche que pasé con Diana.
—¿Hubo un destello de irónico acuerdo en los ojos de Bill?—. La noche siguiente al ataque. Me
sentía a punto de flotar, de salir de mi cuerpo. Pudo ser un simple mareo, un efecto secundario, lo
sé. Lo cierto es que soñé que eso sucedía en la realidad. Bien, cuando volvimos a casa creí que iba a
sucederme otra vez. Eso fue unas semanas más tarde, durante la sesión de espiritismo.
—¡Ah, esa estupidez! Ojalá no hubiera participado.
—¡Oh, Bill, me has prometido no interrumpir! No lo hagas más difícil. —El río lamía
silenciosamente la orilla, mecía con suavidad su carga luminosa y ofrecía una sensación de calma...
pero le recordó a Rose su zambullida en las lodosas profundidades, y por eso se mantuvo bien
apartada del margen—. Luego —añadió, y tuvo la impresión de que las palabras obstruían su boca y
no podía desatascada—, luego hubo una noche en que eso sucedió realmente. La noche que no
podías despertarme.
—¿Qué es lo que sucedió realmente?
—Me pareció que abandonaba mi cuerpo... que salía fuera de la casa. No pude pararme.
—Soñaste que abandonabas tu cuerpo —dijo apaciblemente Bill, como si corrigiera a un
estudiante de primer año.
—Sabía que dirías eso. No te estoy convenciendo... Yo experimenté lo mismo cuando Diana
intentó convencerme de que era real Pero la última vez fue real. Ahora estoy segura. Vi ese televisor
junto a la carretera. No lo había visto antes.
—Ya te lo he dicho, ha estado allí desde hace meses.
—Sí, pero yo no lo había visto.
—Debiste verlo. —La voz de Bill era firme y razonable, y parecía intolerablemente
protectora—. ¿Qué otra explicación puede haber? Francamente, Ro, es imposible que quieras creer
ese tipo de cosas. ¿Por eso no podías dormir?
—Sí, temía que volviera a suceder.
—Pero entonces, ¿qué maldita razón hay para leer ese libro? «Algunos viajeros hablan de
que sus cuerpos astrales pueden dilatarse como chicle» —citó Bill, y se sorprendió al ver que Rose
no reía— ¿Por qué tentar a otra de esas pesadillas? En serio, Ro, tú has de saber que no son más que
pesadillas.
—Repito que yo pensaba así hasta hace muy poco.
Rose se sentía sola, aislada con su problema. Los postes de alumbrado exhibían soportes
para salvavidas a lo largo del paseo. Numerosos soportes estaban vacíos, ya que su carga había sido
robada o desechada.
—Supongamos que estas cosas sean reales —propuso Rose—. ¿Me ayudarías?
—Claro que te ayudaría. Siempre cuidaré de ti. Pero no son reales, no pueden serlo. Escucha
—dijo, invocando racionalismo—, ¿qué opinó Colin?
—No estaba seguro. Pensaba que tal vez fuera real. Creía que yo no debía reprimirme si mi
experiencia era real.
—¿Colin dijo eso? ¿Colin? —Durante un instante Rose pensó que el dogmatismo de Bill iba
a debilitarse—. ¡Ese tipejo! —Algunas parejas que estaban paseando se volvieron para mirar a Bill
—. ¿Por qué tuvo que decirte esa mierda? ¿De qué te va a servir eso? ¡Maldito guarro! ¡Jesucristo
todopoderoso! —De haber estado presente Colin, Bill le habría dado una paliza—. ¿Y de quién fue
la idea de que leyeras ese libro? —preguntó con aire amenazador.
—Mía.
El sosiego de Rose calmó a Bill. Estaba avergonzado, ansioso por perder de vista a los
paseantes que le habían escuchado. Apretó el paso. Más allá del extremo opuesto de la alameda, las
grúas se amontonaban como esqueletos de plantas en los muelles de Garston. El viento había
empezado a barrer el río, y revolvía el cabello de Bill. Cuando Rose lo alcanzó y se cogió de su
mano, un avión regular procedente del aeropuerto de Speke se alzaba lentamente sobre las grúas.
—No sigas leyendo ese libro, Ro. No puede hacerte ningún bien.
—No estoy segura. Ahora ya no me trastorna leer cosas sobre ese tema. ¿No comprendes
que me tranquiliza? Quiero estar convencida de no haber sufrido daño.
Junto al paseo, los tojos resplandecían entre apagados colores verdes; Rose casi notaba las
espinas. La acrecentada sensación era más terrible que molesta.
—Hay una cosa que me atrae —dijo Rose—. Pensar que es posible sobrevivir fuera de tu
cuerpo.
—¿Te atrae? —repitió tristemente Bill.
—Sí, porque significa que puedes sobrevivir a la muerte del cuerpo. ¿No te gustaría
imaginar que seguiríamos estando juntos?
—Claro que me gustaría. —Bill se comportaba como si estuvieran discutiendo un sueño, un
hecho placentero pero irreal—. Pero en el supuesto de que exista vida después de la muerte, existirá
tanto si tú te complicas con este otro asunto como si no lo haces.
Se apoyaron en la barandilla. Un buque petrolero se deslizaba pesadamente, guiando a su
cría de remolcadores. Por encima de la meseta, la cola de la cometa trazaba figuras en el viento. En
la orilla opuesta del Mersey, las humaredas brotaban de elevadas chimeneas, plumas de cemento
con puntas de fieltro negro. Chimeneas que parecían enormes montañas llenas de tocones
fabricaban sus propias nubes. El humo desaparecía en el inmenso y despejado cielo.
—Antes no he sido sincero —dijo bruscamente Bill—. He dicho que te ayudaría, pero no es
cierto, porque no sabría cómo hacerlo. No me creo apto.
—¡Oh, Bill, no hay ninguna necesidad de...!
—No, déjame hablar. Ninguna interrupción. —Miró al otro lado del río. El resplandor del
cielo parecía no afectar a sus ojos—. No quiero que lleguemos a estar como mis padres. Nunca te lo
he explicado, pero mi casa solía ser como la sangrienta Irlanda del Norte. Mi padre era católico, mi
madre protestante... Mi madre fue a la catequesis católica para poder casarse. Batallas religiosas
todas las tardes mientras tomaban el té.
—No importa, Bill, eso ya ha pasado.
—Tienes razón. Y yo tuve que arreglármelas como pude. —Las uñas de Bill dieron tirones a
su bigote igual que pinzas—. Mis padres querían que les acompañara a la tienda, ¿sabes? Solían
decir que yo podía escribir en medio de los clientes. En realidad jamás trataron de desanimarme
para que no estudiara, pero yo estaba convencido de que ellos no creían que lo consiguiera, ya que
no había ido a la escuela primaria. Bien —concluyó con tono desafiante—, lo conseguí y estoy
donde quería estar.
¿Por qué Rose se sentía tan oscuramente acusada?
—Lo sé —contestó, y tras hacer una pausa añadió—: Igual que yo.
—¿Sí? Así lo creía. No podría haberlo logrado sin ti. —Su sonrisa era incierta, casi
implorante—. No puedo evitarlo, me siento amenazado.
—Amenazado... ¿por qué?
—Por lo que me has dicho. Sé que piensas que yo debería mostrarme más dispuesto a
aceptar los cambios. Quizás he hecho planes excesivamente rígidos, pero pensaba que eso era lo
que deseabas. Aunque esto es más que un mero cambio. De repente tengo la impresión de que no te
conozco.
—¿De verdad?
—No, no es cierto. Sólo respecto a ese asunto. Pero, Ro, por favor, no sigas. Por favor, te lo
suplico. Tú no deseas tener que volver a recurrir a las drogas.
—No ha sucedido desde aquella noche. A muchas personas les ocurre una sola vez en toda
su vida.
—Simplemente, no sigas. Es lo único que tengo que decir. Déjame que devuelva ese libro a
la biblioteca.
—No hay necesidad de hacerlo —dijo tajantemente Rose—. En cualquier caso no voy a
tener tiempo de leerlo antes de que nos vayamos. No te preocupes, Bill, ahora me encuentro
perfectamente. De verdad que sí, ya que te lo he contado.
Era cierto que se sentía aliviada, aunque quizás era únicamente por haberse desembarazado
del secreto.
Al regresar a casa, Rose vio la cometa Su larga cola describía grandes y variables lazos,
violentos pero graciosos. La cometa planeaba, se arrojaba hacia el suelo, planeaba como si le
atrajera la intensidad y vastedad del cielo. Bill le cogió de la mano. Rose pensó que los dedos de su
marido estaban apresando los suyos.

XIII

Baviera sosegó a Rose.


La vida tenía un despacioso ritmo y olor a cerveza. Durante el día, el matrimonio exploró
Munich. Rose nunca había visto tantas iglesias: fríos bosques de pilares, floraciones de estuco. Al
atardecer sacaron al gato de Gerhard para que cazara ratones de campo mientras ellos paseaban
entre los trigales de Aschheim, asustando a los faisanes que les sobresaltaban. Gerhard se hallaba en
Frankfurt, resolviendo los problemas de uno de sus autores.
Jack y Diana habían llegado poco después. Las mujeres no tardaron en encontrar una excusa
para hablar a solas. Diana sugirió que la amiga psíquicamente dotada de Rose era la misma Rose, y
la escuchó cautivada, aceptando todo... incluso el grupo enmascarado que al parecer había llamado
a Rose y le había hecho abandonar su cuerpo. Diana creía que se trataba de algún tipo de rito
mágico, gente que había invocado a alguien o algo cercano, no necesariamente a Rose.
—No debes desperdiciar tus facultades —había dicho Diana, con un tono que canonizaba a
Rose—. Supongamos que puedes usarlas para ayudar a otras personas. Piensa en cuánto avanzarás
mientras desarrollas esas facultades.
Rose no estaba segura, pero de poco importaba. Había olvidado sus problemas. Y ahora
anochecía, y Munich estaba convirtiéndose en un sueño.
Había leones agazapados, medio enterrados en las fachadas de los edificios. Dorados relojes
brillaban en el aire, reflejando los últimos rayos solares. Ornamentos de pizarra en los capiteles de
las columnas aleteaban en el cielo, porque se trataba de palomas. Impresionantes espadachines del
color de la niebla montaban guardia sobre las calles. Querubines con rostros lisos como huevos
servían de apoyo a diversos balcones. Su aspecto era tan pacífico como la primera hora de sueño,
antes de soñar. Todo era apacible, excepto Bill.
Diana se había invitado a la residencia de Josef Dietrich, el director.
—No, no soy la señora Tierney —le había oído decir Rose—. Soy, eh… soy la secretaria de
su agente. ¡Cómo! ¿No sabía que nosotros también estamos aquí? Naturalmente, nos encantaría
conocerle.
Rose sabía que a Bill le hubiera gustado resistirse a las súplicas de Diana.
Cuando el tranvía chirrió pausadamente en una curva, Rose extendió los brazos para frotar
los hombros de Bill, pero éste le hizo desistir.
—Estoy bien —murmuró
El tranvía había dejado atrás el Hauptbahnhof, los clubs nocturnos donde los matones
imponían precios absurdos. La ruta llevaba después a las calles residenciales. Los balcones eran
gigantes maceteros radiantes de flores.
—Tal vez podáis encontrar el modo de contactar con nuevas estrellas —estaba diciendo Jack
—. Ir a Hollywood o donde sea y entrevistarlas. Algo que el gran público va a querer leer, ¿Qué
opináis?
—Bien, pensaremos algo. —Bill miró a Rose para solicitar su aprobación—. Pero ahora me
gustaría tener la mente despejada para Dietrich.
Diana leyó algunas frases del manual de alemán de Rose:
—Apártese, no me ponga las manos encima, déjeme en paz, no siga o gritaré... ¡Jesús! ¿Qué
vacaciones tienen estos tipos?
Los hombros de Bill se pusieron en tensión, pero Diana no estaba incordiándole; iba a
levantarse porque habían llegado a su parada.
El tranvía se alejó hacia Nymphenburg Palace, desplazando su fulgor a lo largo de los rieles.
Bill condujo al grupo a una calle lateral, entre dos abedules que parecían centinelas. Las escasas
viviendas se erigían en espaciosos jardines. Diversos álamos se balanceaban suave, casi
imperceptiblemente, y los arbustos recortados, distribuidos en grupos, parecían caras de gnomos.
Unos gigantes, misteriosas y luminosas encarnaciones de la puesta de sol, se cernían en los muros
de las casas. Lüftlmalerei, Rose sabía que se llamaban así, pinturas en el aire.
Ninguna figura decoraba la casa ante la que Bill se detuvo. Amplios balcones sobresalían de
las paredes, blancas como huesos. Las galerías tenían el color carmesí de las flores, tajos de sangre
sobre el hueco. Igual que sus vecinas, la casa se hallaba encerrada entre puntiagudas verjas.
Matorrales bajos se escondían en el césped.
Una rejilla en el pilar del portalón recibió los apellidos de los recién llegados. Poco después,
apareció un hombre uniformado que llevaba un espigado dobermann.
—Entren —dijo con la voz de la reja.
A lo largo de todo el camino de entrada, el perro no dejó de olisquear a Diana, que reculó
varias veces. Una sonrisa furtiva pasó por el blando semblante del criado. El césped era abundante y
compacto alrededor de los visitantes. Nadie podía arrastrarse para penetrar furtivamente en la
vivienda. Los arbustos parecían disolverse en sombras.
Cuando el criado llamó en la puerta de madera de pino, el perro se agazapó detrás de él en
las escaleras, en posición de alerta, mostrando unos dientes iguales que los clavos de su collar. Los
golpes en la puerta eran complicados, sin duda se atenían a un código. Un zumbido abrió la puerta,
dejando al descubierto un vestíbulo suavemente iluminado.
Al pie de una escalera que se curvaba con elegancia, había un hombre que se apoyaba en un
bastón. Unas cuantas canas rayaban su pelado cuero cabelludo. Unos ojos penetrantes observaban
bajo unas cejas con pelo fuerte como virutas de acero. Durante un instante el hombre se encorvó
sobre el bastón, como si pretendiera inmovilizar lo que le rodeaba, convertirse en su centro.
Después avanzó, cojeando ligeramente.
—Señor y señora Tierney —dijo—, son exactamente iguales que la fotografía de su libro.
Preséntenme a sus colegas. Gracias, Günter.
Dietrich cerró la puerta.
—¡Jesús, no me gusta ese perro! —dijo Diana.
—Lo siento. ¿La ha molestado? Pertenece a mi hijo. Todo esto es propiedad de mi hijo.
Trabaja en productos químicos. Le dije que no se metiera en el cine, que el cine destrozaría su
corazón. —Sonrió a manera de excusa, como si los presentes hubieran escuchado aquello por error
—. Aquí está mi despacho.
La habitación era muy grande y muy blanca. Rose recordó el escenario de una película,
porque la decoración de la sala parecía fuera de contexto respecto al edificio, los muebles estaban
separados unos de otros. Muebles modernos rodeaban una alfombra persa en el centro de la
habitación; estanterías con libros de cine; espadas cruzadas en la pared, sobre un escudo; un
escritorio con una máquina de escribir, teléfono, una fotografía enmarcada de Dietrich cuando era
joven y una muchacha, ambos vestidos con ropa de los años 30, entre montañas.
Dietrich usó la palanca de su bastón para dejarse caer en un sillón.
—¿Les gusta el coñac a todos? Puedo hacer que traigan cualquier otra cosa sin problema
alguno. —Mientras llenaba los vasos que había en una bandeja, añadió—: ¿Debo empezar
inmediatamente? Quizá sea mejor que empiece a hablar en lugar de que perdamos el tiempo
diciendo... wie sagt man?... trivialidades, ¿verdad?
Bill conectó la grabadora.
—En cuanto esté listo.
—Nací en 1897. ¿Les interesan este tipo de detalles?
—¿Qué? ¿Tiene ochenta años? ¡Caramba, es increíble! Yo habría opinado que eran sesenta.
—Diana guardó silencio ante la mirada ceñuda de Bill.
—Sí, intento conservarme bien —comentó Dietrich—. Hace falta algo que distraiga la
mente, aunque sólo sea el cuerpo.
—Hemos investigado su biografía —dijo Bill—. Creía que le habíamos enviado una copia.
—Sí, ahora lo recuerdo. Bien, en ese caso ya conocen estos detalles. Hablaremos de mi
carrera. Fue mi padre quién me introdujo en la cinematografía. Él era un famoso director teatral en
Berlín, pero el cine le apasionó, vislumbraba sus posibilidades. Reinhardt lo encolerizaba. Ya
habrán oído hablar de Max Reinhardt, que pretendía que las películas fueran meras grabaciones de
obras teatrales. Y existía el movimiento Kinoreformbewegung, la gente que consideraba un crimen
interpretar a Schiller en un filme. Puritanos y filisteos, dos cabezas del mismo animal. Ahogaban la
imaginación, y en la actualidad están triunfando. ¡Ah, lo olvidaba! —dijo con potente desinterés—.
¿Alguno de ustedes habla alemán?
Durante un instante Rose no se dio cuenta de que la pregunta también iba dirigida a ella, por
cuanto estaba esperando algo especial en el monólogo de Dietrich, algo oculto o a la espera de ser
revelado.
—Bill habla alemán —dijo.
—Excelente. Tal vez sepan que estoy autorizado para disertar sobre cine en la Universidad.
Hablé de ustedes al rector, y a él le gustaría que se dirigieran a los estudiantes. Este es el número al
que deben llamar.
Sorbió su coñac y le dedicó una sonrisa.
—Bien, deben saber que la primera guerra mundial fue la comadrona de nuestra industria
cinematográfica, ya que no podíamos importar películas. De modo que Universum Film
Aktiengesellschaft, UFA, ya saben, contrató a mi padre como colaborador, y también a mí. Me
rompí una pierna al caer de un caballo en las propiedades de mi padre, y eso me salvó de la guerra.
—Su tono había sido vagamente amargo, como si hablara de una oportunidad perdida—. Así que
ayudé a mi padre durante algunos años. Trabajé con Asta Nielsen, nuestra mejor actriz
cinematográfica. Ella me enseñó las posibilidades del cine, incluso mejor que mi padre. Bien, al
cabo de un tiempo era posible saber qué escenas había dirigido yo. Un día, Carl Mayer me llamó y
me preguntó si me gustaría dirigir un guión suyo.
—Sería Oktoberfest —sugirió Rose.
—¡Oh, sí! ¿Vio esa película? —Su gozo decayó—. No, ya sabía que no. Leí en Sight and
Sound que se había localizado una copia, pero creo que se habían precipitado. Bien, no fue mi
mejor producción. Mayer, ¿saben?, acababa de hacer Hintertreppe. Una mujer que se tira de un
tejado debido a que un cartero tullido y mentalmente anormal se enamora de ella y mata a su
amante con un hacha... Hoy día harían una comedia, ¿verdad? Creó que Mayer se puso nervioso y
pensó que necesitaba popularidad, y por eso ideó un tema policíaco. Escribirlo no le produjo
satisfacciones, y sin embargo no estuvo satisfecho hasta que lo terminó... Así era Mayer.
«Bien, yo me había formado con las películas de Stuart Webbs. Era un detective con pipa y
gorra de visera. Creo que tienen un personaje similar en Inglaterra —comentó irónicamente—. De
manera que ayudé a Mayer a completar su guión, y me atribuí el mérito de la dirección. Tenía
algunas escenas que me gustaban.
—Kracauer opina que estaba muy por delante de su época.
—Cierto, él opina así, pero el resto de los especialistas hacen caso omiso de la película. La
historia del cine, como cualquier otra historia, la reescriben los triunfadores. Pese a todo,
permítanme que mencione mis filmes favoritos. Erich Pommer, que produjo Caligari, llegó a ser
jefe de producción de UFA. Le gustaba la fantasía. Hoy día no sería bien acogido —dijo con voz
nostálgica—. Ahora quieren política, quieren ideas lo bastante insignificantes para que lleguen a sus
mentes sin abrirlas. Excepto, quizá, Herzog... Al menos él intenta hacer películas que expresen algo
más importante que él mismo. Bien, Pommer me animó a dirigir mi mejor película, Die Wiederkehr,
es decir, El regreso.
—Otro título que no hemos podido ver —comento Rose.
—¿Les gustaría verlo ahora? Pues vamos. —Dietrich les hizo descender unos toscos
escalones blanqueados que discurrían bajo la escalera elegante y encendió la luz del sótano—. Aquí
está lo que queda de mí.
La sala parecía estar llena de pantallas. Hasta las encaladas paredes tenían ese aspecto. La
pantalla verdadera se hallaba en el centro de la habitación, frente a varias sillas plegables sobre las
que se alzaba un proyector. En un rincón, junto a montones de bobinas, sobresalía la pantalla de una
moviola, que reflejó una fugaz visión de Rose en su grisácea burbuja.
—Tengo una copia suplementaria de Die Wiederkehr. —Dietrich señaló la moviola—. De
vez en cuando vuelvo a montarla. Creo que hay una forma mejor de organizar el material, un
planteamiento que hay que encontrar.
Cerró la puerta y redujo la iluminación mientras los demás tomaban asiento en las sillas
plegables.
—Si hablo no les distraeré demasiado. —Quizá pensaba que la película no iba a ser del
agrado de sus visitantes.
Un hombre y una mujer trepaban en los Alpes. Rose conocía sus rostros por otras películas:
Gustav Froehlich, Asta Nielsen. Pese a tener veinte años más que Froehlich, la actriz gozaba de un
aspecto mágicamente juvenil. Los defectos de la copia ocasionaban nerviosas sacudidas a la pareja.
Habían encontrado un pueblo abandonado. Al aventurarse entre las casas, sus sombras se
dilataron tanto como la noche. Fulgurantes figuras emergieron de esas sombras: los aldeanos, que
volvían. Descendían de las alturas con el cadáver de uno de ellos. Curiosamente, sonreían.
—Además de la iluminación —murmuró Bill—, también las actuaciones se adelantan a su
época.
—Bien, la iluminación fue idea de Mayer. Yo me atribuiré el mérito de la actuación de
Froehlich. ¿Le vieron en Metrópolis? Aquí, como pueden observar, no actúa igual que si estuviera
emitiendo señales. Yo habría ido a Hollywood en lugar de Murnau, pero Alemania estaba mejor sin
él y sus amiguitos.
—¿Por qué no fue? —inquirió Diana.
—Porque deseaba hacer películas alemanas. Jamás imité a Hollywood, a diferencia de Pabst.
A continuación dirigí un guión de fantasmas, Die Tanzes, que no puedo enseñarles porque los del
cine dejaron que se perdiera después de la guerra. Creo que lo que más deseaban era perder Die
Wiederkehr. Miren, Hitler mostró cierto interés por la película, ya que trata el tema de la
reencarnación.
—¿De verdad? —dijo ansiosamente Diana.
—Hitler debió pensar que yo sabía algo que a él le interesaba conocer, pero mi filme era
pura imaginación. Gracias a Dios, le distrajeron otras cosas, y no me llamaron.
La habitación fluctuaba como una migraña. Rose se sentía irritablemente oprimida. Antes de
que pudiera cambiar de conversación, el mismo Dietrich lo hizo.
—Bien, Die Wiederkehr no fue un gran éxito, así que me pidieron que hiciera operetas. De
todos modos, un crítico opinó que yo tenía más talento que Lubitsch. Entonces llegaron los años 30,
y dirigí un filme bélico, igual que hacía todo el mundo.
Rose lo había visto: El abanderado, un joven soldado de la primera guerra mundial que
después de la aniquilación de los oficiales de su batallón lleva a sus compañeros a una muerte
gloriosa en el Tirol austriaco. Parecía obra de un artista vencido por la propaganda.
—Luego llegaron los nazis. ¿Tenía que huir a Hollywood como Sirk y Lang? Pero aún había
películas alemanas que hacer. Entonces me pidieron que hiciera un filme sobre los británicos y la
guerra con los bóers. Perfectamente, hice caricaturas que todo el mundo iba a saber que lo eran.
Hice comedia con caras inexpresivas. ¿Pero qué sucedió? El público pensó que así eran los
británicos, porque eso es lo que deseaba creer.
—Concédame un segundo para cambiar la cinta —dijo Bill.
Los escaladores habían pasado la noche en la aldea. Nielsen estaba resuelta a averiguar qué
había arriba, en las nieblas. Dado que Froehlich se niega a acompañarla, se va sola tras dejar una
nota. Finalmente, Froehlich y un grupo de aldeanos encuentran a la escaladora, víctima del frío...
pero sonriente.
—¿Podría proseguir con lo que estaba diciendo de Hitler? —preguntó Diana.
—¿Los secretos que deseaba conocer? Puedo explicarle lo que me contaron. Pensaba que no
iba a interesarles.
Al levantar una mano, un gesto inconsciente para interrumpir a Dietrich, Rose se dio cuenta
de que estaba temblando. Pero su sensación era que el miembro estaba completamente inmóvil. El
pánico la sobrecogió al recordar las vibraciones que habían provocado el abandono de su cuerpo... y
entonces comprendió que la luz producía el efecto de fluctuación de su mano.
—Yo estoy interesada —había replicado ya Diana.
—Bien, en ese caso, me pregunto cuáles serán sus conocimientos. Tal vez sepa que los
dirigentes nazis se interesaban por esas cosas. Himmler creía que era el rey Enrique I reencarnado.
Se dice que había creado una orden mágica formada por él mismo y doce generales de las
Schutzstaffel, las SS. Algunos lo denominaban el Jesuita Negro, y Hitler le llamaba su Ignacio de
Loyola. ¿Han oído hablar de Ahnenerbe? Himmler lo fundó para investigar los orígenes raciales
alemanes. Bien, ahí creó una sección para investigar lo sobrenatural. ¿Por qué? ¿Qué podría
pensarse?
«Quizá todo esto fuera obra de Himmler, pero hay otros detalles. ¿Saben quiénes fueron los
primeros perseguidos por los nazis? No los judíos, no, sino los ocultistas. Se dice que los nazis
querían acabar con los que pudieran oponérseles... como Hitler. Porque se afirma que Hitler tenía
misteriosas facultades.
Bill había dispuesto la nueva cinta y estaba contemplándola con aire más o menos paciente.
—Si estoy aburriéndole, debería decirlo —manifestó Dietrich—. Me alegra poder hablar
toda la noche, pues ha pasado mucho tiempo desde que tuve la última oportunidad de hacerlo.
¿Estaba a punto de acabar la película? El resplandor seguía aferrando las manos de Rose.
Las paredes avanzaban y retrocedían, como en juego en que se tratara de captar sus movimientos.
Tatuajes de luz y sombra se arrastraban en cl rostro de Dietrich. Quizá Bill iba a desviarle del
tema... pero Bill tenía cara de resignación.
—No hay problema —dijo el escritor—. No tengo prisa.
—Bien, se afirma que Hitler tenía misteriosas facultades. ¿Quién lo afirma? No sólo locos.
Hombres importantes se han manifestado al respecto. .Albert Speer dice que se sentía
psíquicamente... ¿es correcto?... psíquicamente vacío en cuanto dejaba al Führer. Hermann
Rauschning, presidente del senado de Danzig... estuvo presente cuando Hitler vio una aparición que
le aterrorizó. Rauschning explica que Hitler chilló, «¡Es él, viene a por mí!» ¿Pueden imaginar
alguna cosa que aterrorizara a Hitler? Se dice que se trataba de algo que el mismo Hitler había
evocado en su provecho, para que le concediera poderes.
«¿Qué poderes? Esa es la cuestión, ¿no les parece? Algunos dicen que Hitler era capaz de
ver el futuro. ¿Cómo si no pudo estar seguro de que los aliados no harían nada cuando reforzara su
ejército y ocupara la Renania, se anexionara Austria y ocupara Bohemia y Moravia? Sin embargo,
somos muchos los que de vez en cuando vemos el futuro, aunque tal vez no tengamos tanta fe en
nosotros mismos.
«Hay más. Tengo un amigo que ha investigado estos hechos. Todavía se muestra ansioso.
Cosas así no desaparecen sin dejar una señal en el mundo, opina mi amigo. ¿Saben que Hess, en
cierta ocasión, vio a Hitler en un lugar que no podía ocupar, en la penumbra de una sala donde Hess
había convocado una reunión secreta? Todos le vieron, pero cuando Hess encendió la luz, allí no
había nadie. ¿Saben también que Hess encontró a Hitler sumido en un trance del que no despertó
hasta que, en palabras de Hess, «volvió a introducirse en sus ojos»? Ver a Hitler sumido en un
trance, con los ojos fijos como si hubiera muerto... eso es lo que fundamentalmente asustó a Hess.
Tal vez Hess huyó a Inglaterra por este motivo. Él tuvo la misma sensación que Speer, ¿saben?,
aunque dijo que Hitler extraía vitalidad de las personas que le rodeaban. Como es de suponer, Hitler
afirmó que Hess estaba loco. ¿Quién sabe? Muchos hombres de confianza de Hitler creían que él
podía oírles a distancias imposibles para un individuo normal.
«Bien, sabemos que Hitler no era un individuo normal. Quizá se trata de historias que hay
que contar junto al fuego. Pero mi amigo dice algo que no es tan intrascendente. Algo que cuesta
creer... pero recuerdo el interés de Hitler por mi película. Mi amigo sostiene que Hitler deseaba, más
que ninguna otra cosa, toda la fuerza posible para volver a nacer.
—Pero no la obtuvo —intervino ansiosamente Diana—. Quiero decir que no obtuvo la
fuerza.
—No lo sé.
Se produjo un silencio sólo roto por el agitado sonido del proyector. En la pantalla, figuras
con yesosos bultos en lugar de caras avanzaban con la rigidez de marionetas mutiladas. Las bobinas
estaban enlodadas de luz; los montones parecían retorcerse con los variables reflejos. La aprensión
apretaba el cráneo de Rose.
—Espero que no, naturalmente —dijo Dietrich—. Dicen que Hitler llegó a la senilidad cerca
del fin. Perdió la memoria, no podía concentrarse. Pero mi amigo arguye que la gente no interpretó
correctamente estos síntomas, que sólo eran indicativos de que estaba preparando su abandono del
cuerpo. Todavía tenía albedrío, ¿comprenden? Sólo dormía tres horas, y después del amanecer. Mi
amigo les explicaría que tales hábitos son los de un mago cuyos poderes se fortalecen por la noche.
«Bien, tal vez no consiguiera lo que buscaba, pero hay pruebas de que lo buscaba. ¿Han oído
hablar del hombre de los guantes verdes? Era un monje tibetano que vivía en Berlín. Hacía
predicciones en los periódicos. Hitler solía recurrir a él... ¿por qué?, se estarán preguntando. Al
entrar en Berlín, los rusos encontraron mil cadáveres de tibetanos vestidos como soldados alemanes.
Quizá conozcan la leyenda del Dalai Lama del Tíbet: en el momento de morir, sufre una
reencarnación. Un detalle que tenía que interesar a Hitler, ¿no creen?
«Mi amigo cuenta que Hitler investigó con más profundidad. Himmler ordenó al Ahnenerbe
que averiguaran todo lo posible sobre una orden secreta inglesa formada por un hombre apellidado
Grace. Es posible que ustedes lo sepan.
—Ciertamente no —dijo Bill—. ¿Por qué debíamos saberlo?
—Creía que... siendo ingleses... Bueno, no importa. Tal vez no sea muy conocida. E
indudablemente es preferible así, si su finalidad era la misma que la de Hitler. Bien, hemos de creer
que Hitler fracasó. En Inglaterra no había nada que pudiera serle de ayuda, ¿no es cierto? Quizá
previó su destino e intentó algo, por muy desesperado que fuera. Sí, opino que hemos de creer que
fracasó. Pero mi amigo piensa que eso es demasiado simple, piensa que estamos ansiosos de creer
que nos encontramos a salvo. Miren, incluso el Dalai Lama debe volver a nacer con forma de niño y
recibir educación como monje una vez más. Pero Hitler deseaba renacer con su personalidad
intacta.
El único sonido fue de nuevo el zumbido de insecto del proyector. Luz reflejada fluctuaba en
las desnudas paredes. La vibración era una molestia en el límite de visión de Rose, igual que una
jaqueca. Su cabeza estaba en la pantalla de la moviola, empequeñecida, distorsionada y pálida. Rose
apartó la mirada y distinguió a Jack. Los puños del agente literario eran una cuña en su mentón.
Jack estaba fascinado.
—¿Nos sería posible conocerle? —dijo Diana—. Me refiero a su amigo.
—¿Con qué fin?
—Averiguar qué otros detalles conoce. Bueno, usted ha dicho que él cree que la gente está
ansiosa por olvidar. Quizá podríamos publicar lo que nos cuente... de ese modo la gente se enteraría.
Podría ser un buen artículo, ¿no te parece, Jack?
—Por supuesto, es una posibilidad. —Su tono fue el de un profesional cauteloso si bien
intrigado.
—Es posible que él no desee hablar con vosotros —intervino Rose—. Tal vez no quiera
publicidad.
—No habría que mencionarle.
—Oh, no, mi amigo está dispuesto a hablar. Desea ser conocido. O quizá prefiera que no se
le mencione. Bien, tengo el número de teléfono de ustedes. Veré qué opina mi amigo.
Froehlich había envejecido, y estaba al borde de la muerte. Logró ascender penosamente a la
aldea alpina, una vez más, aunque sin saber por qué lo hacía. Una mujer joven le aguardaba. Ella
había nacido el día en que murió Nielsen. La joven habló de recuerdos que sólo Nielsen había
compartido. Froehlich se puso a sollozar, y a lamentar que ella fuera joven y él estuviera
agonizando... pero no tenía importancia. La muchacha estaba guiándole montaña arriba, hacia la
niebla.
De repente, los dos se detuvieron, retorciéndose débil y repetidamente. Sus semblantes
adquirieron la blancura de un hueso, como si sus cráneos estuvieran fundiendo la carne. La luz tiró
de las extremidades de Rose, dando la impresión de querer ponerla en pie y llevarla hacia el
repentino y cegador resplandor que había consumido a los escaladores.
Dietrich desconectó el proyector; la película se había atascado. Los últimos cuadros se
habían calentado hasta quedar retorcidos.
—Bien, ya no tiene importancia. Ahora iremos arriba.
Fluyó luz, fijando las sombras. El sótano era una simple sala de trabajo, con el aspecto de
plenitud que Dietrich había intentado darle... antes de descubrir que la tarea de toda su vida era
excesivamente pobre. Para Rose, la luz y la transformación significaron una pronta tranquilidad.
Siguió a Dietrich y al resto, hacia el recibidor, que brillaba como un cielo despejado.
—Antes de seguir con su carrera posterior me gustaría comprobar algunas fechas —estaba
diciendo Bill, visiblemente aliviado por el final del intermedio—. ¿Cuándo trabajó con Asta
Nielsen? Es posible que recuerde algunas anécdotas...

XIV

Al salir a Odeonsplatz, la luz del sol los deslumbró. Bajo el resplandeciente cielo, las
escaleras de la estación del metro parecían translúcidas como una concha. Al otro lado de la plaza,
la Theatinerkirche brillaba como arena amarilla; sus bulbosas cúpulas tenían el resplandor verde de
las hojas de los árboles. Un león de mayor tamaño que un hombre yacía a la sombra de los arcos del
Feldherrnhalle. En el otro extremo de la Ludwigstrasse, los leones se alzaban en un arco de triunfo.
Al dirigirse hacia el Hofgarten, Jack se puso al lado de Rose.
—Te has quitado algunos kilos de encima desde que te vi en Nueva York —dijo—. Estás
mejor ahora.
—¡Oh, gracias! —Elogiar los efectos de su ansiedad era un cumplido irónico.
En la arcada que amurallaba el Hofgarten, pinturas enormes resplandecían bajo los arcos.
—Será mejor que nos apresuremos —estaba diciendo Bill—, si queremos ser puntuales.
Creo que no es el tipo de personas que esperan.
—Sinceramente, confío en que no te aburras —dijo Diana—. Si no fuera por ti no
tendríamos intérprete.
—Bueno, puede resultar bastante divertido... Jack se rezagó, para que no le oyeran los otros.
—Escucha —comento a Rose—, quería pedirte un consejo. —Sus brazos intentaron
cruzarse. Sus manos asieron los codos opuestos y recularon, como pájaros buscando un lugar donde
posarse—. Tú conoces muy bien a Diana. En cierto sentido sois iguales. Lo que te quería preguntar
es... ¿crees que este asunto en que se está metiendo puede perjudicarla?
¡Vaya, pero si Diana parecía capaz de salir airosa de todo aquello! Era ella, Rose, la que
tenía problemas.
—¿Has leído Violación Astral? Parte de lo que Dietrich mencionó está en ese libro.
Tal vez Diana había comentado el último best-seller. Cuando Dietrich les llamó por teléfono
para confirmar la entrevista con su amigo, Diana había tranquilizado a Rose diciéndole: No hay
problema. Todo está en el pasado. No tiene que preocuparnos... es simplemente fascinador.
—Creo que Diana sólo desea saber cosas, Jack. No me parece que se lo tome muy en serio.
—¿Y tú?, exigía saber la mente de Rose.
—Bueno, eso es lo que me imaginaba. Sólo quería estar seguro. Mira, conozco a personas
tan ineptas para enfrentarse al mundo que creerían cualquier cosa con tal de que les diera
argumentos para explicar su situación. Pero no hay duda de que Diana es muy inteligente, no puede
tomarse en serio este asunto. De todas maneras, podríamos ganar bastante dinero con este relato si
el tipo se muestra lo bastante fantástico.
—Vamos, pandilla —llamó Diana—, o llegaremos tarde.
En el paso subterráneo, al otro lado del jardín propiamente dicho, los estridentes ecos del
grupo quedaron flotando bajo el techo de blancas baldosas, igual que pájaros ciegos. La
embaldosada pared del extremo opuesto aparecía transformada en una luz deslumbrante. Poca cosa
más era visible. Los muros del túnel eran una vaga presencia grisácea que servía de marco al
resplandor. Los peatones eran siluetas sin rostro, perfiles inestables a causa de la luz. La acechante
multitud de siluetas se dividió para dejar pasar a Rose... excepto una de ellas, que obstruía su
camino. Era una figura opresivamente enorme, igual que las manos que avanzaban hacia la
escritora, enguantadas irregularmente en luz.
Durante un instante no tuvo importancia que Rose estuviera en compañía de amigos. Se
hallaba sola, medio cegada, con la masa sin rostro y el murmullo de los ecos.
—Tierney —dijo entonces una voz.
Una voz excesivamente débil para aquella masa, prácticamente un silbido.
—Si, somos nosotros —afirmó Bill.
La silueta se volvió hacia el escritor, sin expresión en su rostro hasta que empezó a hablar en
alemán. Rose oyó que mencionaba a Diana y a Jack.
De pronto la figura se lanzó hacia la luz.
—Gehen wir —les apremió.
Rose había imaginado que el hombre se reuniría con ellos en el paso subterráneo en lugar de
en la Torre China, tal como habían convenido, para observarles sin ser visto. Pero la obscuridad, la
masa de rostros despersonalizados, le molestaban.
Cuando el individuo salió a la luz, Rose estuvo a punto de echarse a reír, porque el aspecto
del hombre era absurdamente tranquilizador. Parecía un camarero de cervecería, cincuentón,
paternal y sonrosado, con una barriga que podía ayudarle a llevar un montón de jarras. Lo único que
le faltaba era un delantal.
Entonces Rose se dio cuenta de que los ojos del recién aparecido miraban a todas partes,
preparados para avisarle de que debía volver a la madriguera del paso subterráneo. Su rostro era
blando como un globo, aunque sus ojos daban la impresión de sentirse apresados, siempre en
movimiento para compensar la lentitud del cuerpo. Su nerviosismo hizo que el cuerpo de la misma
Rose se sintiera realmente afectado.
El Jardín Inglés la desorientó. Avenidas de grava se extendían entre árboles de gran altura;
vestigios de follaje yacían perdidos en la grava, o pugnaban débilmente por brotar. Gente que
tomaba el sol estaba desplegada en un extenso prado. Varias mujeres agitaban sonajeros ante
cochecitos infantiles. Durante un momento, Rose se encontró en Inglaterra. Después, su sensibilidad
la situó: aunque el jardín pretendía imitar un parque inglés, su aspecto era alemán. Pero no sabía por
qué razón.
—Bien —dijo Bill con un atisbo de impaciencia—, ¿qué se supone que debo preguntarle?
—Pregúntale algo sobre la investigación secreta de Peter Grace —contestó Diana, y al ver
que Bill sonreía irónicamente, añadió—: Pregúntale si sabe qué averiguó Hitler de esa
investigación.
Mientras hablaban, el individuo los contempló con recelo, de soslayo. Parecía hallarse
especialmente intimidado por la altura de Jack. En cuanto Bill formuló la pregunta, inició un rápido
murmullo. Una débil y congraciadora sonrisa fluctuaba en sus labios, incapaz de llegar a los
oyentes. Su voz era indistinta, como si el hombre temiera que alguien le escuchara, aunque el
paseante más cercano se encontraba a treinta metros de distancia. En dos ocasiones Bill le pidió que
repitiera frases.
Rose pensó que aquel agudo murmullo destrozaba los nervios, tanto más a ella que no
comprendía ni una palabra. Estaban aproximándose a un puente junto a una pequeña cascada. A lo
lejos, sobre el césped, Rose distinguió las columnas jónicas de un templo monóptero que se alzaba
entre una explosión floral. Los relucientes pilares, el vasto y brillante cielo, los líquidos coros de la
cascada... todo parecía letárgicamente pacífico. También ellos habrían estado en paz, de no haber
sido por el murmullo.
El amigo de Dietrich había enmudecido, y Bill estaba traduciendo, sin poder contener una
tenue sonrisa de superioridad.
—Dice que a Himmler se le tenía por médium. Solía alardear de ello, afirmaba que podía
emplazar a los muertos para pedir su consejo... con un teléfono directo, debe suponerse. —Dio la
espalda al alemán, para permitirse una sonrisa más amplia—. Nuestro amigo asegura que Himmler
intentó invocar a Peter Grace, ese famoso inglés, tan famoso que yo no había oído hablar de él hasta
ahora. Pero fracasó, porque sólo podía invocar a espíritus de un pasado lejano. ¡Qué absurdo!
¿Queréis algo más?
—Sí, por favor —dijo Diana. Rose sabía que su amiga estaba haciendo un gran esfuerzo
para contenerse. Quizá deseaba haber llevado la grabadora, pero el individuo lo había prohibido—.
Pregúntale cuáles eran las facultades de Hitler.
Al otro lado del puente había un poste metálico de color verde más alto que Rose. Una
bombilla anaranjada sobresalía en la cúspide, igual que un chichón de caricaturista. Detrás de una
reja había una palanca que se accionaba para llamar a la policía. POLIZE!, decía un cartel en lo
alto, HILFE! Rose se sintió vagamente agradecida por la presencia del poste, ya que el nerviosismo
del alemán iba en aumento.
Sus ojos iban de un lado a otro con más rapidez. En torno a él convergían varias avenidas,
pero al parecer no era ese el problema. Los ciclistas circulaban por allí; algunos llevaban niños en la
parte delantera, como si fueran mascotas. Los cochecitos infantiles avanzaban por las avenidas;
diversas parejas paseaban, enlazadas del brazo. No era la aglomeración de gente lo que preocupaba
al alemán. Estaba mirando, de un modo cada vez más nervioso, la extensión de hierba y cielo.
Aquel hombre hacía que la manifiesta brillantez del parque pareciera traicionera.
Rose lo miró fijamente. ¿Había oído mal? Tal vez no, porque también Diana estaba
observándolo, y Bill se había puesto muy serio. Los árboles cercaron al grupo. La sombra avanzó a
tientas sobre la grava.
—¡Oh, todo es muy vago! —dijo finalmente Bill, irritado—. Dice que Hitler veía el futuro...
Bien, ya habíamos escuchado eso anteriormente. Hay otro detalle absurdo, ingenioso, debo
admitirlo. Este hombre piensa que la política de tierra abrasada que siguió Hitler al final de la
guerra no pretendía únicamente destruir Alemania para que los aliados no ganaran nada. Era un
supuesto sacrificio, para invocar algo que llevara a Hitler lejos de allí. ¡Cuidado! Hitler pudo ser lo
bastante loco para creerlo.
—Ese hombre ha dicho más cosas, ¿no es cierto? —inquirió Diana—. Ha dicho algo así
como «astral». ¿Qué era?
—Cierto, creo haberlo escuchado. ¿Qué estás haciendo, Bill? ¿Estás censurando a ese tipo?
No saberlo sería menos soportable que saberlo.
—Vamos, Bill —insistió Rose—. No debes ocultarlo.
—Me resulta increíble que estemos perdiendo un día magnífico con este absurdo. Y en
particular que lo hagas tú, Jack.
—Si nos sirve para abrir un mercado, no habremos perdido el día.
—Bien, como queráis. De todas formas, creo que será un material grotesco para cualquier
tipo de publicación. Él quiere hacernos creer que Hitler podía proyectar su cuerpo astral, eso
significa Astralleib, es de suponer, o algo igualmente estúpido. Al parecer, tendríamos que
considerar literalmente el hecho de que Hitler estuviera mentalmente ausente al final de la guerra.
Por eso no le importó permanecer en el bunker. ¿Sabéis por qué ordenó que le dispararan? Se
admiten sugerencias. Porque si lo cogían prisionero, las fuerzas que había invocado podían
presentarse a recogerle en una dirección equivocada. Se ve que no estaba en su cuerpo cuando lo
mataron. Lo había abandonado para ir en busca de sus amigos.
Bill acabó riendo abiertamente, y resuelto a que los demás le acompañaran, en especial
Rose. Esta intentó sonreír de un modo indiferente, para demostrar que el tema no le preocupaba; no
había razón para lo contrario. Jack y Diana estaban visiblemente sorprendidos por la conducta de
Bill, tal vez avergonzados.
El alemán también lo había notado. Sus dedos, que semejaban veteadas salchichas crudas,
aferraron el brazo de Bill. Una sonrisa, que presumiblemente pretendía ser atractiva, logró
mantenerse en sus labios, aunque éstos temblaron a causa del esfuerzo y dieron la impresión de
estar a punto de crisparse. Después de coger un sobre de su bolsillo, el individuo lo apretó en la
mano de Bill.
—¿Qué es esto, el premio de consolación? Creo que lo merezco, os lo aseguro.
Bill introdujo un dedo para rasgar el sobre. El hombre tiró de su brazo y su rostro se contrajo
en una elástica máscara de pánico que dejaba paso a la boca. Empezó a parlotear. Estaba lanzando
feroces miradas al cielo, visible a través de una brecha entre los árboles. Sus ojos parecían estar a
punto de quedar en blanco.
—¿Sabéis qué dice que acaba de darme? —Bill apretujó el sobre en su bolsillo, como si se
tratara del panfleto de un fanático, del que hay que reírse una vez en casa—. Se supone que es una
carta de Hitler a Himmler, poco antes de que Heinrich intentase rendirse a los aliados... un detalle
que Hitler no previó, al parecer. Nuestro amigo se niega a explicarme el contenido, y no debo leerla
mientras él esté aquí. Se han distribuido copias a los simpatizantes nazis a partir de la guerra. Bien,
supongo que eso puede ser cierto.
Bill estaba más contento, después de haber disfrutado aquel intermedio dramático. El
alemán se había puesto a murmurar de nuevo, con más rapidez conforme se aproximaban al
alborotado espacio abierto que rodeaba la Torre China.
—Queda muy poco tiempo —tradujo Bill satíricamente—. Hay muchas personas que desean
resucitar los secretos buscados por Hitler. No sólo alemanes, hay un complot en todo el mundo.
Quieren obtener lo que él estuvo a punto de lograr. ¿Qué será eso?, me pregunto. ¡Ah, aquí está la
respuesta! —exclamó mientras el individuo mascullaba algo—. El desenlace paranoide. Nadie está
seguro hasta que se destruya a esas personas. No podremos ocultarnos en ninguna parte.
Habían llegado a la terraza de la cervecería. Junto a la pagoda de cinco pisos, numerosas
mesas de madera se encontraban en un lecho de grava, con las redondeadas tablas pintadas de
verde. El olor a mantequilla y ajo se desprendía de los mostradores del self-service en una cabaña.
La mayoría de las mesas estaban ocupadas, algunas por monjas que bebían cerveza, excepto una en
la parte más alejada del claro, vacía si se exceptuaba a unos pájaros que disputaban los restos de un
pastel.
El alemán avanzó nerviosamente hacia la mesa. De nuevo parecía preocuparle menos la
multitud que el espacio abierto. Varios perros erraban entre las mesas, y Rose estuvo a punto de dar
un traspié; enormes jarras de grueso cristal lleno de hoyuelos destellaban por todas partes, afectando
los límites de su visión. El pegajoso calor y los bruscos destellos afectaban igual que una jaqueca.
Rose casi se alegró tanto como el individuo de llegar a la mesa. Diana se puso al lado de Bill.
—Pregúntale si Hitler ha vuelto a nacer —dijo rápidamente.
—Debes estar bromeando.
—No, de verdad, debes hacerle esa pregunta. —La impaciencia de Diana estaba próxima al
pánico—. En serio, tienes que preguntarle eso. ¡Por favor, pregúntaselo, Bill, por favor!
—No lo creo. ¿Tú, en serio, quieres que hable con este pobre tonto y le diga...?
—Sí, debes hacerlo. De lo contrario —añadió Diana, con un astuto cambio de tono—, no
obtendremos recompensa por nuestro relato.
—¡Oh, perfectamente! Aunque espero una bebida fuerte como compensación.
Al volverse hacia el alemán, Bill parecía en peligro de sufrir un ataque de risa. Finalmente
se decidió a hablar. Rose pensó que nadie de los presentes podía estar seguro de lo que su marido
estaba preguntando... pero la horrorizada y feroz mirada del alemán y su jadeo al decir Nein! no
dejaban lugar a dudas.
—Bien, así que Hitler no ha renacido. —Diana se tranquilizó visiblemente—. Ahora debes
preguntarle si sabe cuándo sucederá.
—¡Oh, Diana, por favor! Esto es demasiado. Me niego a seguir pareciendo un necio.
Rose había empezado a compadecerse de Bill. Al mismo tiempo, se sentía inquieta,
frustrada. ¿Acaso Diana estaba contagiándola?
—Vamos, Bill —dijo suavemente—. Sólo esa pregunta.
—Bien, esto es demasiado. Bill Tierney, escritor y excéntrico en sus ratos libres.
A pesar de todo, Bill se volvió cansadamente hacia el alemán y se dispuso a traducir.
Pero el alemán estaba contemplando el cielo. La piel se contraía en torno a sus enfurecidos
ojos. Un atisbo del pánico de aquel hombre encogió el estómago de Rose, hasta que se dio cuenta de
que el alemán sólo estaba mirando una nube. La sombra afectó a Rose con un súbito y violento
escalofrío, y Diana se estremeció.
Era sólo una nube, por más que se asemejara vagamente a un rostro. El cielo azul brillaba a
través de unas brechas, que se cerraban y abrían sin cesar. Rose iba a poder mirar directamente la
nube en cuestión de unos instantes, para comprobar que no era más que una nube, para comprobar
que el sol se reflejaba, destellaba en dos puntos del nubarrón.
El alemán se apartó de la mesa de un salto y corrió tambaleándose hacia los árboles.
Parloteó algo que hizo fruncir el ceño a Bill, en un gesto de incomprensión. El hombre huyó por la
arboleda, con el rostro tembloroso como gelatina. Un instante después los árboles más lejanos
ocultaron su figura.
—Creo —dijo Bill— que todos nos hemos ganado un trago.
Su voz rompió la tensión, e hizo posible que Rose mirara la nube... pero de repente
comprendió que, pese a que estaba temblando, ninguna sombra había oscurecido la mesa. Levantó
los ojos con rapidez, con nerviosismo. En todas direcciones, hasta donde alcanzaba su vista, el cielo
estaba absolutamente despejado.

XV

Rose se apoyó en la baranda del balcón y contempló Aschheim. La luna era un brillante
disco rebanado del vacío cielo. El asfalto era una senda de leche helada que los faros de los
camiones no podían fundir. La luz de la luna se posaba en las filas de palcos de cemento como una
promesa de nieve. En los trigales, claro de luna y sombra efectuaban pases mágicos en los árboles.
Los inextinguibles fuegos de artificio que eran los aviones se alzaban del aeropuerto de Munich,
lenta y silenciosamente.
Al notar que la luna empezaba a flotar entre las nubes, y que ella misma flotaba mientras el
amarillento disco estaba inmóvil, Rose entró en la habitación, lejos del cielo. Aunque nada había
sucedido desde el día anterior, ella prefirió no ahondar en el vislumbre que había tenido junto a la
Torre China, pese a que había deducido su posible naturaleza: una bandada de pájaros.
Después del incidente, Bill había estado muy tenso. Quizá pensó que sus burlas del alemán
les había hecho perder información. Por la mañana había confiado la carta a Diana.
—Es toda tuya —le había dicho—. Pero no cuentes conmigo en el futuro.
El mecanografiado de la carta era defectuoso, y la fotocopia parecía hecha por manos
inexpertas. Su fecha era 21 de abril de 1945. Rose había visto la firma en libros de historia: la
inicial igual que una pincelada de luz, una Z invertida, la mitad de una esvástica; el apellido, con la
H apenas reconocible, seguido por un apretado garabato descendente como una larva negra. El
grisáceo papel tenía un tacto viscoso. Diana podía haber pedido a Gerhard que le tradujera la carta
cuando regresara, pero la presencia de aquel papel le resultaba desagradable y lo había enviado por
correo a su piso de Nueva York, para traducirla posteriormente.
Rose cerró la ventana y caminó lentamente sobre un suelo ablandado por alfombras de lana.
Varios libros compartían la habitación de los huéspedes; algunos eran de Bill y de ella, un regalo
incomprensible.
Bill despertó cuando ella se metió en la cama.
—No apagues la luz —gruñó confusamente, y apartó la sábana con torpes movimientos—.
Estoy ardiendo.
No se molestó en ponerse las gafas. Rose escuchó como bajaba las escaleras dando tumbos,
con los pies descalzos golpeando los peldaños. Luego tiró de la puerta del cuarto de baño, pero
debía estar ocupado. Sus pasos se alejaron escaleras abajo, hacia el lavabo de la otra planta.
Rose permaneció atenta al regreso de su marido. El gato de Gerhard entró en la habitación y
se frotó contra su mejilla. Ella estaba demasiado somnolienta para levantar el brazo y acariciar al
animal. El calor que Bill había dejado era confortable. El suave cobertor hacía que Rose se sintiera
ligera y delicada; una figurilla protegida por un blando embalaje, flotando ingrávidamente hacia el
sueño. El contacto del pelaje del gato resultaba arrullador. El silencio de la retirada del animalito
atrajo a la escritora al silencio del sueño.
El pavor la sobrecogió sin previo aviso. Fue mucho peor que despertar con un calambre. El
pánico retorció violentamente todo su cuerpo, igual que un shock eléctrico. El mensaje era
manifiestamente claro: Bill estaba en peligro. Estaba tendido, o iba a estarlo, al pie de las escaleras,
rodeado de sangre. Estaba herido, quizá agonizando.
Debía ir a buscar a Bill. ¡Por favor, que aún esté a tiempo! Al menos podría gritar desde lo
alto de las escaleras, avisarle. Pero no pudo hacer ninguna de las dos cosas. El calambre del pánico
había sido más que físico. Ya no tenía piernas para andar, ni boca.
Durante un instante se debatió para recuperar sus piernas. Su cuerpo le parecía un
desconocido intruso, apretado estrechamente a su espalda. Si lograba asirlo ya no sería un cuerpo
extraño, sería su cuerpo, que se lanzaría en busca de Bill, para salvarlo...
Aunque... ¿no había una forma más rápida de llegar hasta su marido?
Apenas acababa de tener este pensamiento cuando se encontró en la puerta. Una puerta fría y
cristalina, y que no le obstruía el paso. Inmediatamente Rose estuvo al otro lado, como si la puerta
hubiera cedido igual que una cáscara, arrojándola vertiginosamente sobre las escaleras.
No estaba preparada para aquello. Vista desde arriba, la caja de la escalera resultaba más
amilanadora que la noche abierta. Rose estaba desorientada, aturdida, indefensa. La casa amenazaba
con dar vueltas, lanzarla hacia un torbellino de pánico del que jamás escaparía. En esta ocasión
Rose no podía fingir que soñaba.
Y en ese caso, no debía permitir que el pánico la dominara, porque Bill se encontraba en
peligro. Debía bajar, comprobar qué tipo de peligro era. Pensar en moverse es haberse movido...
Recordó aquella frase, porque podía emplearla en su provecho. El peligro debía estar en las
escaleras. Sólo tenía que imaginar que bajaba.
Al principio resultó horriblemente desagradable, mucho peor que estar borracha, porque no
pudo agarrarse a nada para estabilizarse. Las paredes cayeron hacia ella, dispuestas a devorarla. Las
escaleras oscilaron, remolinearon como si no estuvieran sujetas a ninguna parte. En cuanto Rose
pensaba en lo que estaba haciendo, en lugar de pensar en ir rápidamente a salvar a Bill, sus instintos
vacilaban, dejándola varada en el aire.
Entonces vio al gato. Estaba junto al rellano, haciendo rodar una ovalada pastilla de jabón de
un lado a otro del escalón, fingiendo que la dejaba huir, volviendo a capturarla en cuanto llegaba al
borde. Cuando Bill subiera la escalera dando tumbos, a ciegas, sólo tendría que pisar el jabón...
El gato levantó la cabeza y vio a Rose. El pelaje del animal se erizó. Huyó al instante,
emitiendo un sofocado maullido que, en otras circunstancias, habría sido divertido. ¿Qué habría
visto exactamente? No tenía tiempo para especular, el jabón seguía allí. Rose no podía apartarlo o
avisar a Bill hasta que recuperara su cuerpo.
Se volvió, y quedó frente al espejo.
El cristal no estaba completamente vacío. Aunque el reflejo del rellano diera esa impresión,
una forma se cernía sobre él. Pálida como la niebla, e igualmente difusa. Su perfil parecía inestable,
Quizá tenía un rostro, incapaz de quedarse inmóvil. Igual que el perfil, la cara se transformaba sin
control. Era una cara indefensa, insegura...
Rose quedó atónita unos instantes, incapaz de pensar. La aparición en el espejo definía lo
único que era ella. Lo suficientemente inestable para convertirse en cualquier cosa, para quedar
terriblemente deformada. La imagen le atrajo, absorbiendo la sensación que tenía de sí misma.
Junto a la forma, en el espejo, estaba la pared de la escalera, los peldaños, la pastilla de
jabón. Rose vio a su marido, echado boca abajo sobre la sangre que se esparcía. ¡Debía apartar la
mirada del espejo, debía hacer un esfuerzo para alejarse! No importaba el aspecto aparente... Rose
sabía perfectamente cuál era su percepción, quién era ella. Sólo tenía que pensar en su cuerpo.
Pensar en moverse... Sólo tenía que pensar. ¡Piensa, oh, Dios, piensa! La palabra obstruía su mente,
una infinidad de repeticiones que cada vez tenían menos sentido, que no dejaban lugar para
pensamientos: piensa, piensa, piensa, piensa...
El pestillo resonó al abrirse la puerta del lavabo, y Rose escuchó los pies descalzos de Bill.
Al instante recuperó la calma, la calma de la desesperación. Se había retrasado en exceso, no
había nada que hacer. No quedaba tiempo para asir su cuerpo. Si Bill la veía tal como era en aquel
momento, se negaría a creer en ella... De hecho, la mente de su esposo se negaría a verla. Habría
llegado a tiempo tan sólo con haber percibido su cuerpo hacía un segundo, las extremidades que
aguardaban su regreso, el pecho que respiraba pacientemente, haciéndose cargo de ella mientras
estaba fuera...
Regresó a su organismo sin apenas transición. Las escaleras pasaron zumbando a través de
ella, la puerta fue un atisbo de frigidez. Sólo debía emparejarse con su cuerpo, percibir su posición
con exactitud, la posición de las extremidades, de los dedos de las manos, de los dedos de los pies...
Era fácil, sólo necesitaba dejar que sucediera, recordar cuán fácil era, evitar el pánico, relajarse.
¿Pero cómo iba a poder hacerlo, cuando los pasos de Bill en las escaleras estaban contando los
segundos que faltaban para su lesión o algo peor? ¿Cómo podía encajar en el engorroso e inútil
guante que era su cuerpo, que se resistía a ella como un saco de carne, que se negaba a moverse,
que la expulsaba, que permanecía tercamente separado de ella? Los pasos de Bill se avivaron:
cuatro, cinco, seis...
Notó que una pizca de aire se precipitaba en su boca. El aire desgarró su garganta y le obligó
a toser. Tuvo la impresión de que el gas llenaba su cabeza hasta dejarla con la consistencia de un
globo. Cuando se puso en pie, titubeante, la habitación dio vueltas, vueltas de embriaguez.
Afortunadamente pudo agarrarse a la pared para afianzarse, y logró correr hasta el borde de la
escalera y gritar:
—¡Cuidado, Bill! ¡En los escalones!
Tal vez sus palabras fueran tardías, o demasiado imprecisas, o confusas por culpa de la tos.
Se lanzó hacia abajo, casi perdió el equilibrio. Los bordes de los escalones hirieron sus pies
descalzos.
Bill se había detenido, y estaba contemplando las escaleras.
—¿Qué es esto...? ¿Jabón? —Por su tono, pareció acusar a Rose de la incongruencia—. No
estaba aquí cuando bajé. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
Rose se apoyó en la pared, intentando recuperar el aliento entre la incesante tos. De repente
advirtió que la puerta del cuarto de baño estaba abierta. Diana se encontraba allí, con la mirada
clavada en ella. La expresión de su cara indicó a Rose que su amiga sabía lo que había sucedido.
Bill miró con sorpresa a las dos mujeres. Aunque estaba medio cegado, ¿habría reparado en
que cierto mensaje se había cruzado entre ellas?
—Oh, debe haber sido cosa del gato, naturalmente —dijo mientras recogía la pastilla, con
tono de excusa y en un esfuerzo para dar por finalizado el incidente.
Pero al apresurarse escaleras arriba, los hombros de Bill se contrajeron nerviosamente.
Rose le siguió. Evitó mirar a Diana, puesto que percibía el apremio de su amiga: ¡Díselo
ahora, aprovecha la oportunidad! Diana tenía parte de razón... pero no conocía a Bill.
Cuando Rose llegó al dormitorio, Bill estaba dormido, o determinado a dar esa sensación. Su
rostro parecía encerrado en él mismo. Rose se avergonzó instantáneamente de su enojo: ¿por qué
Bill no podía dormir? Él estaba a salvo, eso era lo importante. ¿Por qué ella tenía que insistir en
ocasionarle más preocupaciones? Estaba empezando a preguntarse si no sería capaz de ocuparse de
aquellas experiencias por sí misma.
En cuanto su respiración se calmó y notó menos aspereza en la garganta, Rose se deslizó
bajo el cobertor. No se sentía exhausta o especialmente insomne. Permaneció acostada, explorando
cautelosamente sus pensamientos, y le sorprendió comprobar que ya no estaba turbada. Su
elasticidad la alentó. Resultaba consoladora la rapidez con que una persona se acostumbra a las
cosas, por muy atemorizantes que parecieran al principio.
¿Estaba haciéndose más fuerte? Incluso la fugaz visión del espejo le resultaba menos
inquietante. ¿Qué había esperado ver, por Dios, sino algo que era difícil de distinguir? En cualquier
caso, había que resistirse a la tentación. Si alguna vez repetía la experiencia, evitaría los espejos.
Aunque sus pensamientos se sucedían con excesiva rapidez para ella, eran tranquilizadores
en general, y la condujeron al sueño. Estaba casi dormida cuando algo se posó suavemente en el
balcón. En el instante que Rose logró fijar su atención, la cosa estaba elevándose en el cielo, pálida
y vaga. ¡Un pájaro, sólo un pájaro! Se aquietó y se encomendó a sus pensamientos, que se
ensanchaban cada vez más, abriendo paso al sueño.

XVI
Una almohada de viento apretó la cara de Rose mientras doblaba la esquina del
Viktualienmarkt, ruidoso como un águila que aleteara sobre los puestos del mercado. El viento
intentó quitarle la respiración, echarle atrás la cabeza tirando de su cabello. El aire se metió a tientas
en sus mangas, asió la parte inferior de sus tejanos. Al girar la cabeza, sus cabellos le fustigaron la
cara.
En Odeonsplatz, el pelaje de los pétreos leones seguía inalterado. Las chispas se vertían
sobre los techos de los tranvías y se alejaban flotando en el viento. En el Hofgarten, el surtidor de
una fuente era una agitada hoja cuyos bordes se deshacían en rocío.
Las paredes del paso subterráneo para peatones parecían de niebla. Frías, agobiadas por la
tierra. Rose se volvió al notar un murmullo detrás de ella, muy cerca, pero la encajonada penumbra
estaba desierta.
En cuanto llegó a la senda de grava del Jardín Inglés, el viento alejó su momentáneo
nerviosismo. No tardó en llegar al puente. Algunas figuras distantes paseaban por la hierba, con las
cabezas bajadas, pero el parque estaba casi vacío de gente. Rose se apartó del prado, en dirección a
la cascada que había junto al puente.
La cascada era ensordecedora pese a su insignificancia. El agua se arrojaba sobre rocas bajas
con barbas de musgo, una lisa pendiente líquida que parecía encresparse antes de estallar en espuma
y precipitarse hacia adelante. Los árboles se inclinaban sobre el agua, alborotando. Había algunos
bancos junto a una senda de grava, a merced del viento. Rose se aventuró hasta el borde del agua,
para que los árboles la protegieran tanto como fuera posible.
Se sentó en una roca que esparcía hierbas en la corriente. Antes de llegar a la cascada, el río
se bifurcaba. El brazo más alejado corría hacia las profundidades del parque, mostrando reflejos de
hojas y trozos de cielo entre sus destellos. Igual que el río Isar, al que alimentaba, el Eisbach tenía
una verdusca y blanquecina palidez, un apagado color que ayudó a Rose a persuadir a sus
pensamientos a que no se ocultaran.
No obstante, después de haberse procurado esta oportunidad de meditar, no había excesivos
ni arduos problemas que resolver. Quizá el simple hecho de estar sola había dado a sus
pensamientos el espacio preciso para ajustarse. Después de todo, ya confiaba en sí misma, ya no
trataba desesperadamente de negar lo que le sucedía. Ni estaba volviéndose loca, ni temía en secreto
que pudiera ocurrirle tal cosa. Estaba madurando, junto con sus facultades. Salvar a Bill le había
dado esa fuerza, o la había aumentado. En aquel momento se sentía menos frustrada que expectante.
¿No seguía existiendo el riesgo de ir demasiado lejos? Rose pensaba que no. Al menos, no
era un riesgo inmediato. El peligro real era que al desarrollarse se apartara de Bill. ¡Vaya, él había
querido hacerle admitir que no sería capaz de llegar a la Universidad sin perderse!... pero ahora
poseía un fino sentido de la dirección. Bill ni siquiera podía amoldarse a esta facultad, la menor de
sus facultades.
Rose escuchó el lejano sonido de campanas repicando en la ciudad, un sonido que
atravesaba el tumulto de los árboles y que el viento falseaba, hacía irregular. ¿Estaría examinando
su problema de un modo erróneo? No debía permitir que Bill restringiera su desarrollo. Pero eso
parecía injusto. Estaba menospreciando a su marido. Por supuesto que a Bill le costaría más tiempo
amoldarse a lo que acaecía, pero ella podía ayudarle si se esforzaba en hacerlo. Era indudable que le
conocía lo bastante para lograrlo.
Las sombras alcanzaron a Rose y extendieron su red sobre el río. El sol seguía aferrando su
nuca, que el viento hacía temblar. Una ominosa y persistente sensación. Debía recordar que ciertos
tipos de clima confundían sus nuevas percepciones. No obstante, su tranquilidad iba en aumento,
sólo tenía que imaginar formas de guiar suavemente a Bill hacia la comprensión de sus
revelaciones. Con el tiempo lograría encontrar una prueba que su marido sería incapaz de refutar.
Una de las sombras que se extendían hacia ella era la de un hombre.
Se volvió apresuradamente, y a punto estuvo de res balar y caer al río. Una piedra suelta
cayó al agua y le salpicó las piernas. El hombre estaba justo detrás de ella, a su lado, en la hierba
que había entre las rocas y la grava. El capuchón de su comando se esforzaba débilmente por
sobresalir entre sus hombros. Bajo el cabello cuidadosamente arreglado y peinado, la cara del
extraño se parecía a una de las muchas que Rose había visto por todo Munich: lisa, simétrica, difícil
de interpretar. ¿Había estado contemplando el río, o a ella?
En ese momento la estaba mirando. A juzgar por aquella sonrisa cada vez más amplia, Rose
podría haber sido una amiga de la adolescencia. No pudo menos que sentirse curiosa, pese a su
intranquilidad. ¡Si tan sólo sus sentidos no estuvieran tan embotados por los embates y el clamor del
viento!
El individuo se aproximó antes de hablar.
—Tiene muy buen aspecto. Me complace.
Su acento era tan inglés que casi parecía una parodia, como si aquel hombre se esforzara en
cuadrar en el ambiente. No importaba su acento. ¿Y sus palabras? ¿Le conocía, del mismo modo
que él, obviamente, creía conocerla?
Entre una baraúnda de pensamientos dispersos y sofocadas sensaciones, un recuerdo empezó
a agitarse. Ella había visto a aquel hombre recientemente, de un modo breve, pero su aspecto difería
en algún detalle... por eso no podía recordarlo. ¿Habría asistido a la fiesta de los vecinos? No, Rose
estaba instintivamente segura de que su acompañante no tenía relación alguna con Colin o Gladys.
—Perdone —dijo Rose, esforzándose en afianzarse en la resbaladiza roca. El hombre estaba
arrimado a ella. ¿Por qué no retrocedía un poco?—. Creo que nos hemos visto antes, pero no
recuerdo...
El hombre tendía los brazos hacia ella, para ayudarla a no perder el equilibrio. Por eso no
había retrocedido. Rose se sintió al borde de un burdo desastre. ¿Y si caía al río y arrastraba al otro
con ella? No había duda de que el extraño estaba peligrosamente inclinado. Pero su mano era fuerte,
y la otra mano ya se había cerrado sobre la de Rose. La escritora ascendió hacia la sonrisa del
individuo.
Algo ocurría. La sonrisa del extraño se había torcido, igual que la parte superior de su
cabeza. Se produjo un insignificante sonido de desgarro mientras el viento le arrancaba el cuero
cabelludo. Un momento después su cabello estaba agitándose en el río, alejándose como el pellejo
de un animalito de color pardo. La bufonada se había materializado... pero Rose no sintió ninguna
gana de reír.
—Por favor, no vuelva a huir de mí —dijo el hombre calvo.

XVII

Cuando el hombre soltó su mano, Rose pensó que iba a empujarla, pero no había necesidad.
Se hallaba en el borde de la roca, únicamente podía ir hacia atrás. Escuchó el río que intentaba
superar el murmullo de los árboles.
La sonrisa del hombre calvo estaba cambiando, con una terrible lentitud: su rostro parecía
una máscara recalcitrante. Finalmente la mueca se afirmó. Era un burlón remedo de compasión.
—No deseo hacerle daño. —No hizo ademán de retroceder—. Sólo quiero que me escuche.
—De acuerdo. —La voz de Rose era tan incontrolable como el rostro del extraño, pero se
esforzó en adoptar un tono convincente—. Le escucharé. No quiero huir, pero me gustaría sentarme.
¿Nos sentamos en aquel banco?
—¿Promete escucharme? ¿Usted no...? —Su cabeza empezó a girar, tal vez para juzgar la
distancia al banco, pero inmediatamente sus ojos volvieron a Rose—. No, no puedo correr ese
riesgo. Usted ha huido de mí en muchas ocasiones.
Las manos de Rose temblaban, tanto de contenida rabia como de miedo. Si tan sólo lograba
persuadirle para que diera un paso hacia atrás, tendría la posibilidad de propinarle un rodillazo en la
ingle o arañar su cara... Si lo intentaba desde su posición presente correría tantos riesgos como el
hombre. Este había encontrado una nueva expresión, una irregular sonrisa que en otra persona
habría indicado voluntad de pedir disculpas.
—Es un buen augurio que nos veamos aquí, ¿no le parece? —dijo el extraño—. Me refiero a
que es apropiado encontrar una Rose en un jardín inglés.
Ridículamente, aquel hombre pretendía hacerle sonreír. Rose se esforzó en mover la
comisura de sus labios. Si lograba que confiara en ella, que bajara la guardia...
Pero el hombre pareció poco complacido con lo que vio en la cara de Rose.
—Perdone —dijo con visible esfuerzo—. Está preguntándose cómo he sabido su nombre.
Pues ya ve, conozco todo acerca de usted. He pasado años averiguándolo. He estado buscándola
desde hace años.
Lo peor era que aquel hombre creía sin ninguna duda que estaba mostrándose razonable. Era
como tener que reconstruir una conversación escuchando únicamente a una de las personas que
habla... con la agravante de que el castigo por fallar podía ser el río o algo más terrible.
—He leído parte de su obra —dijo él—. El libro con frases de películas... me gustó mucho.
—Su voz cobró un tono agudo, para indicar que estaba haciendo una cita—. ¡Cuidado con las
patrullas sodomitas!
Se echó a reír, un seco chasquido incapaz de escapar de su garganta. Estaba intentando
congraciarse con Rose. Quizá fuera la oportunidad de la escritora.
—Estoy muy cerca del borde —dijo Rose, mientras un picor hormigueaba en las palmas de
sus manos—. ¿No podría retroceder un poco?
—No se preocupe. Basta con que me diga que va a caerse. Yo la sujetaré.
Rose apretó las manos, clavando las uñas en las palmas. Su rostro debió revelar el desaliento
que sentía, porque el hombre dijo bruscamente:
—No sé quién está intentando engañarme, pero no lo intente usted. No quiero volver a
hacerle lo que tuve que hacerle en Nueva York.
Sin duda Rose había oído mal. Su mente estaba pesada, un abultado objeto en su cabeza al
que no llegaban completamente las palabras del extraño.
—Me alegra no haberle hecho daño. Yo no quería hacerlo, pero nunca me daba oportunidad
de hablar con usted. Siempre estaba con gente. Tenía que asegurarme de que usted no volvería a
huir.
Las manos del hombre calvo avanzaron vacilantes hacia ella, con las palmas hacia arriba.
¿Debía saltar antes de que él le empujara? Tal vez no fuera tan fácil, quizá el hombre fuera más
rápido corriendo que ella nadando, y acabara ahogándola. En cualquier caso, aquellas manos
pretendían, al parecer, tranquilizarla, calmarla. Ese simple detalle habría bastado para convencerla
de que estaba ante un loco. Aparte de eso, Rose era incapaz de pensar.
—¿Comprende que no deseaba hacerle daño? —Su voz se arrastró entre el estruendo de los
árboles—. No podía correr el riesgo de que alguien la pusiera en contra de lo que tenía que decirle,
eso es todo. Por eso tenía que estar a solas con usted. Presta atención a demasiada gente. Debería
tener más cuidado. Es demasiado confiada.
Una ráfaga de viento arremetió contra el extraño, y el sudor brilló en sus cejas. También él
estaba al borde del pánico, lo que le hacía más peligroso. Más razón todavía para que ella no
perdiera la calma, para que sonriera, para que fingiera que estaba deseosa de escucharle... porque de
pronto, por el rabillo del ojo, había distinguido una posibilidad.
Rose se esforzó en reflejar ánimo con su sonrisa. A ella le pareció una sonrisa, tenía que
serlo. No debía apartar los ojos del hombre, no debía permitir que su atención se desviara de ella,
porque aquello seguía allí, en el límite de su visión: azul brillante, amarillo brillante, moviéndose
entre distantes árboles. Debían ser colores de ropa, de gente que se acercaba. Rose no se atrevía a
mirar para comprobarlo.
El hombre calvo la miraba fijamente, como si ambos esperaran a ver quién parpadeaba
primero. Rose notaba que le ardían los ojos, irritados por el polvo; distinguía hasta la última grieta
de los globos oculares del extraño. El sudor producía picazón en sus palmas. Sus piernas habían
empezado a temblar sobre la resbaladiza roca.
—No me gusta su marido. Vamos a tener que meditar profundamente acerca de él.
No importaba lo que él decía: cuanto más divagara, tanto mejor. Ella debía sonreír como si
el hombre estuviera comportándose de forma enteramente razonable. Si él sospechaba que estaba
pensando en otra cosa, era imposible saber cuál sería su reacción. Rose tenía los pies fríos,
empapados. Ya no sabía a qué distancia del borde se hallaba. Pero los colores se aproximaban, y ya
estaba segura de que eran colores de ropas. Con tal de que él no lo notara hasta que estuvieran lo
bastante cerca...
—Bien, ahora estamos solos. —Logró hablar sin tartamudeos, pese a que sus dientes
trataban desesperadamente de rechinar—. Pero aún no me ha explicado nada.
—Lo sé. —Su tono reflejaba un peligroso resentimiento. ¿Acaso no se le podía decir nada
que no fuera arriesgado? Las dos figuras seguían acercándose, por el prado. Si el hombre hablaba
un poco más, lo suficiente para que ella estuviera segura de que iban a oírle en medio del ruido del
viento...
—Espero que no piense que esto me resulta fácil. —El hombre calvo volvía a comportarse
de un modo razonable, aunque había cierto nerviosismo en su voz—. ¿Sabe cuántas veces he
meditado lo que tenía que decirle? Y usted siempre estaba con alguien, o alguien se inmiscuía ames
de que pudiera hablarle. Aclarar mi mente para que usted me comprenda es algo difícil de por sí, sin
todos esos problemas.
La mirada de Rose se esforzó en ir más allá del hombro del extraño; un tic torció sus labios.
—Me esforzaré en comprender —prometió Rose.
—Eso lo dice ahora. Se lo aseguro, no va a ser sencillo. Ojalá yo pudiera hacerlo más fácil.
Debe estar preparada, eso es todo. Es absurdo que ande con rodeos, sólo serviría para empeorar las
cosas. La simple verdad es que cuando usted era una niña le...
¿Había dicho «influyeron» o «infectaron»? Al volverse, distraído por el crujido de la grava,
el viento se llevó sus palabras. Era igual, porque las dos chicas habían llegado a la senda.
Eran quinceañeras. A Rose le parecieron desalentadoramente jóvenes; ni física ni
emocionalmente iban a ser rivales para el hombre calvo. Por eso no gritó para pedir ayuda.
—Perdonadme, ¿podéis indicarme el camino de la Universidad?
Las dos muchachas se quedaron mirándola. En principio se contentaron con sonreír.
—Ich spreche nicht Englisch —dijo después una de ellas, mientras la sonrisa de su
compañera pedía disculpas.
No hablaban inglés, y siguieron caminando, despreocupadas. Rose intentó apartar al hombre
calvo, y recordar las frases para casos de apuro que había en su manual de alemán. No recordó
ninguna.
—¡No, esperad! —gritó—. ¡Esperad, por favor, este hombre no quiere dejarme en paz!
Su talón resbaló en la roca. El río salpicó su tobillo, helado y empapado. Antes de poder
recobrar el equilibrio, el extraño la agarró por un hombro, ni siquiera ejerciendo su fuerza. Sólo la
mano del individuo evitó que Rose cayera. Él se dirigió a las chicas con un tono prácticamente
casual y en alemán.
Estaba diciendo algo de Rose, porque las dos jovencitas miraron a la mujer. Sus expresiones
reflejaron pena y temor. Intercambiaron unas palabras, y se alejaron rápidamente.
Rose empezó a luchar. De poco importaba que cayera al río: si las chicas lo veían, le
ayudarían, pese a lo que el extraño les hubiera contado sobre ella. Rose no pudo llegar a la cara del
hombre, porque estaba sujetándola con los brazos estirados. Al arañar la mano del individuo notó
que la piel se amontonaba bajo sus uñas igual que si fuera suciedad. Intentó dar patadas, pero la
pierna más próxima al sujeto era su único apoyo.
—¡Socorro! —gritó, y finalmente recordó—. ¡Hilfe! ¡Hilfe!
Las quinceañeras volvieron la cabeza como si temiesen que Rose las persiguiera. Echaron a
correr, cruzaron el puente y desaparecieron. Al otro lado del puente estaba el poste con el
dispositivo para pedir ayuda.
—¡Por favor, llamad a la policía! —chilló Rose—. ¡Por favor! ¡Polizei! ¡Polizei!
Pero las huidizas pisadas se perdieron entre el clamor de los árboles.
Sollozos sin lágrimas interrumpieron la respiración de Rose. Lanzó las manos hacia los ojos
del hombre, sin importarle el daño que causara; la cuestión era escapar. El hombre calvo le asió
diestramente las muñecas y las apretó contra su cintura, sujetando firmemente a Rose en el borde de
la roca. Ni siquiera podía hacer perder el equilibrio al individuo, una artimaña que le había venido a
la mente demasiado tarde.
—Ahora va a escucharme. —La voz del extraño recordaba la de un terrier: un gruñido
agudo, perverso.
El hombre lanzaba a su cara un cálido aliento de cerveza rancia. Sus ojos miraban a todas
partes, y parecían demasiado abandonados para sus cuencas. Él tenía tanto miedo como ella.
—Lamento que esté asustada. —Pero su tono no era de pesar, y el extraño daba la impresión
de agradecer secretamente los temblores de Rose. Quizá era un sádico además de estar trastornado
—. Pero es inevitable. Será mejor que se acostumbre a la idea de estar asustada. Va a experimentar
sustos mucho mayores.
Sí, él estaba confortado por el miedo de Rose. Ese miedo le hacía sentirse más fuerte. Se
apretó contra ella en la roca como en un baile grotesco o en un doble suicidio. No obstante, a pesar
de su proximidad, Rose pensó que resultaba menos real, menos opresivo... porque ella estaba
comprendiendo algo nuevo.
—Sería una pena que se hiciera daño —estaba diciendo él, con la atemorizante resolución de
un fanático, aunque sus palabras sonaban lejanas, más allá del confín de lo que ocurría en la mente
de Rose.
Algo intentaba abrirse paso entre su miedo. Rose temió dejarlo pasar, porque era algo
completamente extraño. ¿Una locura? ¿Sería su única oportunidad de escapar de aquel hombre? El
no pareció darse cuenta.
—Hay cosas más importantes que usted —estaba murmurando—. Hay que purificar el
mundo antes de que sea demasiado tarde...
Y de repente sus palabras fueron meros sonidos, ajenos a lo que había sucedido en el interior
de Rose.
Era energía: eso debía ser, porque estaba haciendo temblar todo su cuerpo. Esa energía no
dejaba lugar para el miedo al extraño, aunque ella no podía acogerla con satisfacción, porque era
excesivamente rauda, demasiado rara. No estaba segura, ni mucho menos, de que su cuerpo o su
mente pudieran contener tanta energía... pero ella no podía controlarla. ¿Iba a ser arrollada por aquel
torrente de fuerza que estaba manando en sus entrañas?
El hombre calvo notó sus temblores, y torció el gesto a escasos milímetros de ella. Abrió la
boca para hablar. Sin previo aviso, mientras contemplaba los ojos de Rose, sus labios sufrieron
incontrolables convulsiones que retorcieron su boca. Rose notó que el temor entorpecía las manos
del sujeto. La impresión que tuvo no fue la de que aquellas manos soltaban sus muñecas, sino que
pugnaban por liberarse de todo contacto con ella.
Al arremeter contra él, para huir del borde del río, el extraño reculó como si ella tuviera una
enfermedad contagiosa. ¿Se habría dado cuenta de que ella sentía el mismo espanto? Porque la
energía que fluía por su organismo, que barría y liberaba su mente de pensamientos, no parecía
tener nada que ver con ella. Era como si la fuerza hubiera tomado prestada su cara a manera de
máscara, para fulgurar a través de sus ojos.
El hombre estaba retrocediendo. El canto de un banco golpeó inadvertidamente su muslo.
—No importa lo que haga conmigo —tartamudeó—. Siempre habrá otros. No estoy solo.
Los ojos de Rose lo contemplaron ferozmente. Ella estaba oculta en un rincón de su mente,
observando.
—Estáis perdiendo el tiempo —dijo la voz de la escritora.
Observó cómo huía, sin ningún interés. El hombre tropezó, cayó en la hierba, se levantó
vacilante. Su figura, cada vez más pequeña, no merecía la atención de Rose, igual que los delirios
del extraño, los desvaríos que ella ya estaba olvidando. Como tampoco le importaba la identidad del
sujeto. Creía saber, en lo más hondo de su ser, quién y qué era aquel hombre, pero no valía la pena
recurrir a la información. Rose no vio la desaparición del hombre calvo en la distancia. Sólo era
consciente de su energía, que fue menguando en sus entrañas del mismo modo que una puesta de
sol va siendo absorbida en el cielo.
Cuando la fuerza se desvaneció, y en cuanto comprobó que estaba ilesa, su gratitud fluyó.
Aquella fuerza la había salvado, como ninguna otra cosa podía hacer. Sus temblores se debilitaron,
se fundieron con los ritmos de su organismo. Su pulso fue sosegándose. Era intensamente
consciente de sí misma. No se sentía agotada, ni siquiera psíquicamente perturbada. Empezaba a
experimentar una sensación de enorme bienestar. Por fin había tenido una breve visión del alcance
de su poder. La novedad la había atemorizado, pero formaba parte de sí misma. Su cuerpo y su
mente parecían transformados, radiantes.
Por último, recordó que debía encontrarse con Bill. Sí, llegaría tarde. El habría terminado ya
su conferencia, seguramente estaría aguardándola... ¡pero que esperara a escuchar lo que tenía que
contarle! Rose avanzó hacia el reflejo de sombras bajo los árboles.
Pero, ¿debía ser sincera con Bill? Ya no precisaba la ayuda de nadie. ¿Qué lograría si
hablaba con él, como no fueran problemas innecesarios? Sin embargo, creía que era importante,
quizá crucial, explicar la verdad a Bill, aunque no comprendía bien por qué. Sí, el esfuerzo de
convencer a su marido valía la pena. No, era indudable que no podía permitir que Bill averiguara
por sí mismo su desarrollo personal, ni tampoco, y quizás esa era la razón de que estuviera tan
ansiosa de hablar con él, debía quedarse aislada con sus facultades. Apretó el paso entre las sombras
de los árboles que se doblaban sobre ella, obstruyendo la luz, dejándola medio ciega. Debía
compartir con Bill su nueva personalidad. Se sentía curiosamente indefensa, dominada por
presentimientos. Cuanto más pronto encontrara a Bill, tanto mejor. Había que encontrar una forma
de obligar a su esposo a creer, antes de que fuera demasiado tarde...
Algo tanteaba su mente y devoraba sus pensamientos. Una vez, cuando era niña, la habían
anestesiado. Había luchado contra la parálisis que se filtró en su mente y aniquiló sus pensamientos.
Había temido que al despertar hubiera dejado de ser Rosalind. Pero el nuevo invasor era mucho
peor que anestesia, puesto que no carecía de forma. Lo único que le impedía distinguir esa forma
era que se había posado en su mente, como un ave de rapiña.
Lanzó un grito y se llevó las manos a la cabeza, como para aprisionar sus pensamientos. Los
árboles se agitaban y bramaban en el solitario parque. Los gritos de Rose se perdieron en el torrente
de sonido. Después hasta el estruendo empezó a disminuir, o quizá su mente había quedado
totalmente encerrada. Su último pensamiento surgió adormecido, sosegado. Ni siquiera pudo
aferrarse a su pánico.
Rose estaba caminando. Las sendas desembocaban en sendas, los árboles extendían
alfombras de sombra para ella. Antes de llegar a la Universidad, encontró a Bill. Su marido
avanzaba bordeando el parque, y su aspecto era de satisfacción.
—¿Lo ves? En definitiva te has perdido —dijo, sonriente. Así que por eso estaba tan
satisfecho—. ¿Por dónde has ido?
Rose era incapaz de pensar. Estaba debatiéndose en las tinieblas, a punto de caer en el
pánico. Entonces se iluminó un recuerdo: el incesante fluir de la cascada, los coros de los árboles.
Allí debía haber perdido el sentido del tiempo.
—He estado paseando junto al Eisbach —dijo.
—¿Ha ocurrido algo? Estás un poco pálida.
—No —replicó instantáneamente, sorprendida por la pregunta—. Nada en absoluto.

XVIII

Al despegar el avión las últimas gotas de lluvia desaparecieron de las ventanillas, rayando el
vidrio con translúcidas líneas. El cristal no tardó en quedar limpio. El menguante paisaje cobró
brillo y precisión, una composición abstracta de una multitud de variados rectángulos.
Microscópicas poblaciones fueron pasando entre velos de nubes; techos de casas chispearon a
intervalos, diminutas ventanas centellearon y se desvanecieron. Poco a poco los lagos fueron
llenándose de luz, delineada por minúsculos escarceos, y acabaron oscureciéndose. Con el ascenso
del avión, Rose distinguió edificios diseminados en la tierra igual que pálidos granos de polvo;
algunos estaban dispuestos en líneas. El paisaje se hundió, y el reactor emergió por encima de las
nubes, un brillante e inmóvil campo de ondulaciones casi insubstanciales.
No transcurrió mucho tiempo antes de que Rose se sintiera confinada. El hombre que había
delante de ella insistía en inclinar al máximo su asiento. Estaba atrapada en una celda con forma de
cuña. El cinturón de seguridad era tan restrictivo como el correaje de un militar; los pies de Rose
compartían espacio con una bolsa de viaje repleta de libros y licor. Los chorros reactivos eran un
constante rugido en sus oídos. Se agarró al tubo de plástico que había encima para ganar una
fracción más de aire.
Cuando sirvieron la comida, el hombre de delante se incorporó... pero en cuanto terminó, su
asiento volvió a desplomarse. Bill se quedó dormido, con los brazos extendidos en la mesita
plegable, dejando la bandeja de plástico en peligro de caída. Rose entregó la bandeja a la azafata y
el cinturón tiró de ella hacia el asiento.
Estaba aburrida. Su incomodidad le hizo ver la ventana excesivamente pequeña, un
empequeñecido fragmento de un ilimitado fulgor azul y blanco, igual que un filme épico reducido
para televisión. El trayecto era muy corto para una película en vuelo. Los libros que tenía a sus pies
eran alemanes. Hojeó sin gran interés el satinado Diario de vuelo de Lufthansa. Finalmente le
llamaron la atención las instrucciones de seguridad. Flechas rojas apuntaban a caricaturas de
pasajeros, inclinados en posiciones de desesperación, con la cabeza entre las manos. Unos pasajeros
se habían apresurado a saltar con un paracaídas amarillo; en su prisa habían olvidado sus dentaduras
en el avión. Una mujer ayudaba a un niño a ponerse un chaleco salvavidas. El pánico había
paralizado la cara del niño en una inexpresiva máscara, idéntica en tres dibujos. Cualquiera que
fuese el modo en que la mujer volvía la cabeza, su perfil conservaba exactamente la forma de una
fresa.
Rose se hundió en el asiento y, después de cerrar los ojos, se retiró a sus recuerdos. A Jack le
había gustado Gerhard, y ambos habían convenido en trabajar juntos. Gerhard había vendido la
entrevista con Josef Dietrich a Der Stern. Diana seguía engatusando a Jack para que la aceptara
como secretaria. La casa de Aschheim había estado llena de triunfos y de promesas de triunfos.
Por casualidad, Rose había sorprendido a Diana mirándola cuando pensaba que ella estaba
distraída. Su amiga reflejaba ansiedad, confusión, quizá cautela. ¿Se sentía acobardada por la
creciente sensación de fuerza interna que tenía Rose? Bien, Diana era muy joven en diversos
aspectos. Por eso Rose le tenía cariño, tal vez mostrando excesiva indulgencia. Recorrer Baviera
con Diana había sido como enseñar el mundo a una niña, y recordaba los gritos de gozo de su amiga
con tanta claridad como los lugares e incidentes que los produjeron: el Wieskirche, cuyo interior
resplandecía con sus dorados frescos, como un santuario dedicado a la puesta de sol;
Neuschwanstein Palace, el castillo de Luis II de Baviera que se elevaba entre pinos, cuyas paredes y
salas eran un febril sueño de una galería de arte; hombres volando a la altura de las montañas, bajo
enormes planeadores triangulares, remontándose sobre los picos alpinos donde crecían flores que no
podían encontrarse en ninguna otra parte del mudo...
No obstante, Rose se alegraba de volver al hogar. Tuvo una visión del bullicio del mercado
de Ormskirk. ¿Por qué había pensado en Ormskirk? Ya no era su hogar. Sus pensamientos
empezaron a divagar. Al parpadear para despertarse, estuvo a punto de tener un nuevo vislumbre:
una pesadilla en Munich... Debía haber soñado algo mientras estuvo allí, y lo había olvidado.
Intentó recordarlo, pero el sueño se había perdido. Era mejor que permaneciera despierta hasta que
concluyera el vuelo. No deseaba arriesgarse a perder la sensación de su cuerpo en el avión.
¿Por qué no?
La idea hizo brincar su mente. Esa era la manera de huir de su confinamiento. De repente,
notó que no sólo el cinturón de seguridad, sino también todo su cuerpo le resultaba opresivo. En el
exterior, justo al otro lado del fuselaje, las nubes descollaban más que las montañas, habían sido
holladas menos que las laderas nevadas más elevadas del mundo, y más allá aguardaba la libertad
del cielo. Pero ella estaba atrapada en la cabina. Sólo necesitaba voluntad para liberarse del
armazón.
Controló sus pensamientos con cierto esfuerzo. No debía ceder a la tentación. Podía
perderse, cegada por las nubes o por su espanto. El cielo era demasiado grande, demasiado alto. No
debía arriesgarse. Pero su mente estaba poseída por el anhelo de libertad. ¿No estaría
comportándose con un exceso de cautela?
Tarde o temprano debería descubrir si era capaz de abandonar su cuerpo a voluntad. Sería un
paso necesario para controlar sus experiencias. ¿Había algún lugar más seguro que aquél? El cielo
se hallaba libre de peligros, parecía puro, inmaculado. Su intuición le decía que era correcto
intentarlo... y fue su intuición la que había salvado a Bill. Debía intentarlo. Estaba segura de poder
regresar cuando quisiera.
¿Cómo podía decidirse a partir? Bien mirado, la idea era ridícula. La cabina estaba presente
con excesiva solidez: la vigilante azafata, el bramido del aire, opresivamente sordo, el débil aliento
de la diminuta garganta del aire acondicionado, las recostadas cabezas de los pasajeros que
dormitaban... todos estos detalles arrastraban a Rose hacia lo cotidiano. Pero no eran pertinentes.
Sólo precisaba confiar en sí misma, dejar que sus instintos la guiaran fuera de la trampa de la
cabina.
Cerró los ojos. Una vez relajada, sus instintos harían el resto. Pensar en moverse... El
apagado bramido sonó en su mente como si el cielo estuviera atrapado. Imagina los campos del
cielo, más extensos que el mundo... De pronto, un extraño acechaba detrás de ella, muy apretado a
ella: su cuerpo.
¡Demasiado rápido! La cabina apareció violentamente ante sus ojos mientras ella se retiraba
a su cuerpo: rancio humo de tabaco que salía de la cabina procedente de la zona de fumadores, un
niño gimiendo de un modo desentonado y tan incesantemente como los reactores, otro niño que
entonaba un ruego sin expresión (Quiero los caramelos ahora. Quiero los caramelos ahora.
Quiero...) La trampa del aburrimiento.
Volvió a recostarse, para que su cuerpo tuviera tiempo de relajarse. No había imaginado que
controlarse resultara tan fácil. Eso era lo único que la había turbado. Puesto que ya sabía cuán
sencillo era, puesto que ya sabía cuál era la sensación, nada le impedía prepararse para un nuevo
intento.
Instó a su mente a que se ensanchara. Un desarrollo gradual. Dejó que se extendiera sin
esfuerzos, que se aventurara a considerar la amplitud del cielo, la promesa de la mayor libertad que
podía comprender. Rose notó que los pensamientos iban poseyéndola, aunque la sensación de
separación de su cuerpo fue más sutil, apenas perceptible. Lo único que percibió fue que la cabina,
repentinamente, le producía más claustrofobia... debido a que ella se hallaba más cerca del techo.
Estaba contemplando las recostadas cabezas. Si miraba atentamente, vería que una de ellas
era la suya. Eso era secundario. Ya no podía soportar aquella cárcel. El techo era tan opresivo como
la niebla, pero su delgadez era ridícula, no constituía ninguna barrera. Ciertamente no podía
restringirla.
De pronto Rose quedó libre, y se transformó en luz.
La luminosidad abrumó todos sus sentidos, aniquiló el tiempo. La luz la hizo flotar, la
poseyó. Aunque el cielo y las nubes eran cegadores, la sensación no resultaba penosa, de ningún
modo. Los vientos que tiraban de los bordes de las nubes pasaban directamente a través de Rose. La
impresión era intensamente regocijadora. Se sentía henchida de un clamor de júbilo capaz de
resonar en el cielo entero... pero ella no tenía voz.
O el primer impacto de libertad fue menos prolongado de lo que parecía, o estaba siendo
guiada por sus instintos, porque Rose descubrió que aún estaba revoloteando junto al avión. Los
pasajeros se alineaban como guisantes en una vaina metálica que retumbaba en el cielo. Las testas
que había en las ventanillas recordaban cabezas de muñecos, dispuestas en hileras excesivamente
simétricas para ser reales. Al otro lado de una de las ventanillas yacía una cabeza que era la de
Rose.
Esa visión, por primera vez, fue menos desorientadora que tranquilizadora. El reactor estaba
manteniendo a salvo su cuerpo en provecho de ella. Rose reaccionó con indiferencia después de la
momentánea punzada de aprensión. Ella era superior al avión y a su contenido, incluido el cuerpo
que le pertenecía. En todo caso, debía estar menos indefensa fuera que dentro del aparato. En el
exterior ella tenía un control absoluto.
El éxtasis se apoderó de ella. Se remontó por encima del avión, se lanzó hacia el fuselaje, se
alejó de él bajando en picado. Ni siquiera un halcón habría sido tan hábil. Las relucientes nubes
oscilaban intensamente, el cielo bailaba con Rose. Experimentó la tentación de volar delante del
avión, un extático desafío. ¿Y si el piloto la veía? Arriesgarse a distraerlo era una irresponsabilidad.
Sus facultades exigían autodisciplina. Dio la vuelta y se zambulló en las nubes.
El vapor le produjo algo parecido a la ceguera de la nieve. Un blanco puro la cercaba. Las
nubes eran menos sólidas que Rose, un sueño de ventisqueros. Su penetrante frigidez no era un
sueño, era gozosamente real.
Al salir de la masa nubosa, el reactor se hallaba casi a un kilómetro. Rose aceleró para
alcanzarlo, no por culpa del miedo sino por la alegría de volar. El avión era gracioso y absurdo
mientras avanzaba pesadamente sobre las nubes. Pero hizo compañía a Rose sobre las terribles y
luminosas llanuras muy por encima del mundo. Ella jugó con el aparato durante un tiempo,
abalanzándose sobre él desde todas direcciones, fingiendo que cambiaba su orientación... un
gigantesco juguete. Rose no experimentó vértigo.
Finalmente ascendió tan alto como se atrevió. Las nubes se transformaron en islotes de un
nebuloso mar. El 747 era una fulgurante aguja de minúsculas alas, muy por debajo. En el horizonte,
donde se distinguía la curva del mundo, un microscópico avión de reacción enhebraba las nubes con
hilo fundido.
Rose vio naciones enteras. El mundo parecía demasiado pequeño para recuperarla, su
dominio sobre ella iba debilitándose. Su espanto estaba próximo al terror, y el terror estaba
alzándola, liberándola de la atracción del mundo.
Percibió la infinita oscuridad más allá del cielo, cada vez más enrarecido. Hacía más frío del
que ella podía acostumbrarse a soportar. La oscuridad estaba infinitamente muerta, o bien tenía
formas de vida que la mente de Rose era incapaz de abarcar. ¿Acaso parte de la oscuridad podía
moverse y estaba alerta? Se vio poseída por un vértigo mucho peor que mareo físico. El mundo sólo
era una mota en la negrura. Iba a perderlo de vista dentro de un instante, quedaría sola en la
oscuridad... o quizá no tan sola.
De repente el terror se apoderó de Rose. El terror estaba alejándola, haciéndola caer en las
tinieblas. El mundo no tenía influencia sobre ella, igual que su cuerpo, aquel punto submicroscópico
contenido en una cabeza de alfiler metálico que revoloteaba sobre la mota del mundo. El colmo de
las pesadillas infantiles, hallarse perdida en la oscuridad... y la oscuridad buscaba a Rose con sus
infinitas extremidades.
Sin previo aviso, la energía de Rose fluctuó, reculó como una araña cuya red ha sido
rasgada. Ya no estaba a solas con la oscuridad. Apenas se atrevió a comprender lo que sentía, no
porque pudiera ser falso, sino porque podía clarificarse. En alguna parte, tan distante que su mente
se negaba a imaginarla, una presencia había percibido a Rose.
Un hecho difícilmente tranquilizador. Incluso en medio de su pánico, tenía que agradecer
por fuerza que su percepción de aquella presencia fuera tan torpe y difusa. ¿Se trataba de una sola
entidad, o de muchas? Quizá las dos cosas, y más. Parecía más vasta que una nación, y Rose temió
vislumbrar siquiera un indicio de lo que podía ser.
Sin embargo, la sensación de que su apuro estaba siendo observado desinteresadamente le
devolvió cierto sentido de sí misma. Ella era la descarriada víctima del confín del espacio y el
germen que constituía su cuerpo, aunque ambas cosas, víctima y cuerpo, fueran invisibles para ella.
Las dos Rose estaban unidas. Por muy insignificante que fuera, ya había captado el concepto de su
cuerpo. Era un hilo que la guiaría hasta el avión, un hilo más potente que la gravedad.
Con una zambullida capaz de haberle arrancado hasta su último aliento, Rose descendió en
picado hacia el mundo, hacia la brillante cruz del reactor. Estruendosas alas resonaron agudamente
mientras las atravesaba, y después notó los brazos del asiento bajo sus brazos, el almohadón bajo su
cabeza, la hebilla que descansaba en su cintura. Una victoria quizá demasiado fácil, pero al parecer
se encontraba completamente a salvo.
Mantuvo los ojos cerrados mientras se acomodaba en su cuerpo. La solidez resultaba
profundamente tranquilizadora. Fue probando todos sus músculos, toda su carne y su piel, hasta que
su cuerpo fue una armadura que nada podía atravesar.
Por fin abrió los ojos. Un sueño fluctuaba al otro lado de los párpados de Bill. Cabezas
caídas, dormitando. Refrenó su sensación de superioridad; no debía consentir más tentaciones.
Tenía que conocer sus facultades pero, por encima de todo, evitar riesgos innecesarios. Estaba
aventurándose en un mundo transformado donde cualquier lugar podía estar habitado y donde
ningún lugar era enteramente seguro. Bill murmuró en el incomprensible lenguaje de los sueños.
Rose le sonrió, contenta de aquel recordatorio. Ninguna facultad era demasiado costosa o peligrosa
siempre que le sirviera para mantener a salvo a Bill.

TERCERA PARTE
ATADA A LA TIERRA

XIX

Algo hizo que Rose mirara por la ventana.


¿Había sido un movimiento? Al principio le pareció improbable. El jardín estaba aletargado
bajo el sol de agosto. La reseca hierba tenía la tonalidad amarilla de la paja, casi era de color blanco.
El despejado cielo azul parecía tan sólido como un telón de fondo. Los ladrillos del muro del jardín
eran una batalla de llameantes tonos rojos. Los árboles cercanos al muro daban la impresión de estar
lanzando trémulos resplandores al cielo, una llama verde equilibrada en el instante de brotar hacia
arriba, hacia el cielo.
Rose contempló el invernadero. Los vidrios eran casi opacos a causa de la luz, y parecían de
metal. A través del fulgor era difícil distinguir las enredaderas, que trepaban por los enrejados del
centro del invernadero. Las hojas cubrían algunos de los cristales que estaban enfrente de Rose.
Gladys regaba las plantas, pero debía ignorar cómo podarlas, suponiendo que hubiera que hacer tal
cosa. El interior del invernadero era como una jungla. Quizás ella tendría que aprender algo sobre
cultivo de plantas... no podía permitir que Gladys hiciera todo el trabajo.
Naturalmente, Gladys debía estar allí en ese momento. Eso era lo que había llamado la
atención de Rose. Sí, había movimiento detrás de los cristales. El reflejo de la luz, y las manchas de
condensación en los cristales, hacían que el movimiento se percibiera de forma difusa.
Rose forzó los ojos hasta sentir irritación, para intentar desenredar su visión de la red de
plantas y estar segura de que Gladys se hallaba en el invernadero. Entonces empezó a hervir el agua
de la cafetera.
Subió una taza para Bill. Su marido estaba sentado en el despacho, con la cabeza inclinada a
un lado y con la mirada clavada en los árboles. Tenía una mano sobre el pelo, con las puntas de los
dedos hundidas en los cabellos. Daba la sensación de que se esforzaba trabajosamente en atrapar
ideas. Ante él, en el escritorio, yacía el cuaderno de notas del matrimonio.
—¿Atascado?
—¿Qué? —Los dedos de Bill saltaron de su pelo. Cabellos revueltos cayeron sobre su frente
—. No, de verdad que no. —Pero estaba contemplando su inacabada frase en la última hoja como si
no existiera posibilidad de remisión.
—No hay necesidad de apresurarse, ¿no es cierto? No es como si hubiera un límite de
tiempo. Todavía disponemos del resto del verano.
—Sí, lo sé.
Por supuesto que ella no debía interrumpirle, pero usualmente se prestaban ayuda para
superar impedimentos temporales. Rose dejó la taza delante de Bill y observó el jardín. Desde
arriba era fácil ver el interior del invernadero, y estaba vacío.
—¿Ha estado Gladys en el invernadero?
—No me habría enterado aunque así fuera. Estaba intentando hacer algo con esto. —Bill
observaba el libro con tanta ferocidad como si fuera un examen deplorablemente incorrecto de uno
de sus alumnos—. ¡Oh, sal de aquí! —murmuró, y a Rose le costó unos instantes comprender que
su marido estaba gruñendo por culpa de un fastidioso mechón de cabello.
Bajó las escaleras lentamente, cada vez más deprimida. No a causa de la irritabilidad de Bill,
que ciertamente iba en aumento, ni por la pesadez de su nuevo libro. De hecho, el libro parecía
secundario y quizás ese era el problema.
Aunque su habilidad como escritora hubiera aumentado de repente, aunque ella fuera
súbitamente capaz de poner en orden pensamientos e ideas sin grandes esfuerzos, la tarea le habría
parecido poco trascendente, no mucho más que una afición. Ya había dejado de absorberla lo
bastante como para resultar satisfactoria. Rose creía que había tareas más importantes que hacer...
aunque aún no estaba segura de qué clase de tareas.
Nada espectacular había ocurrido desde el regreso de Munich. Al principio tuvo miedo de
caer en la tentación de otro éxtasis, pero poco a poco comprendió que poseía control. De vez en
cuando, impulsada por el instinto, adquiría conciencia de todo su cuerpo, reforzando su control. Eso
era lo único preciso. No necesitaba a Bill como soporte... si bien lo amaba, aunque su impasibilidad
resultara frustrante en algunas ocasiones. Ella le amaba, y eso era algo que no debía cambiar nunca.
Indudablemente no existía tal peligro. Si ella debía ocultar sus nuevas aptitudes, ¿no iba a
tener fuerza para hacerlo? Sus facultades no eran tan malas, habían agudizado su memoria,
mejorado el control de su mente. Sus intuiciones eran más sutiles, comprendía las situaciones con
mayor rapidez. Nada de eso era difícil de controlar.
Pero creía que el futuro le reservaba más sorpresas. La sensación de inminencia le
preocupaba, obstruía sus intuiciones. Si iban a producirse nuevos avances, ¿no podía tener al menos
un anticipo? Sin embargo, no debía forzar su desarrollo, para no fracasar por querer ir demasiado
deprisa. Si en la actualidad no confiaba en sus instintos, no podría confiar en nada.
Abrió las puertas del comedor que daban al patio y se sentó fuera, en el rústico banco que
Bill había hecho, para hojear el último número de Film Comment. El sol se reflejó en las satinadas
hojas. La impresión parecía deficiente. La entrevista con David Tracy se leía con facilidad. Rose no
detectó rigidez en las preguntas de Bill.
Una gota de oscuro jugo cayó de una campanilla y se alejó vacilante en el aire. Los
saltamontes hacían que el césped vibrara como un alambre. A espaldas de Rose, la casa exhibía sus
abiertas puertas, que mostraban un interior oscuro como una cueva, como si un nefasto misterio
hubiera transformado el edificio. Cuando le fue imposible seguir soportando la irritación del
misterio, Rose cogió la carta del aparador. Al desplegarla, la fotocopia rechinó bajo sus uñas. Era
anormal, una parodia de documento, y parecía el espectro de una página.
Mi querido Heinrich, Ignacio de Loyola:

No considere como mi última palabra el testamento que proyecto publicar, como harán esos
cobardes ansiosos por traicionarme. No se desanime si algunas de las personas que nombro para
gobernar Alemania me traicionan. Usted y Goebbels saben que el tiempo no importa, porque ahora
tenemos aliados que no están regidos por el tiempo. Aguardo con interés la muerte de mi cuerpo, ya
que entonces me libraré de la sospecha que desde hace tanto tiempo es mi compañera, que esta
carne está envenenada.

Usted sabe que el tiempo, ante todo, era el enemigo al que yo me esforzaba en vencer. Ahora
he vencido, y el tiempo es mi aliado. El acabará con mis enemigos y multiplicará los hombres y
mujeres de carácter que destruirán a los envenenadores de todas las naciones.

Esos hombres y mujeres no deben confundir la muerte de mi cuerpo con mi muerte. Estas
palabras van dirigidas a ellos. Ellos verán mis palabras como una promesa del amanecer del día a
que nos hemos referido. Usted y Goebbels deben instruir discípulos, que difundirán mi mensaje:
pronto llegará el día en que yo, y otros como yo, acaudillarán a la humanidad para que se purgue de
la judería internacional y de sus defensores, y de esos otros individuos cuyo veneno impide que la
raza humana alcance su meta.

No se acobarde. Aquellos cuyos objetivos son legítimos no tardarán en redescubrir los


secretos de que hemos hablado. Esos secretos se perdieron para no ser mal empleados por criaturas
sin carácter, indignas de conocerlos. El día de los verdaderos líderes de la humanidad está próximo.
Ellos se ocuparán despiadadamente de todas las imperfecciones para lograr la meta de la raza
humana. Cuando yo vuelva a hablar, y utilice mi nombre, usted sabrá que el nuevo día ha
amanecido.

A. Hitler

Rose dobló la carta rápidamente. Después de meterla de nuevo en el sobre, se limpió los
dedos en la falda. Por supuesto que aquel hombre había enloquecido. Si Himmler hubiera recibido
la carta, ¿habría traicionado a su líder? Rose pensó que era imposible que él hubiera creído aquello.
La locura de la carta era demasiado flagrante para que fuera una falsificación. Un pensamiento
inquietó a Rose: suponiendo que Hitler hubiera estado psíquicamente dotado, ¿acaso sus dotes
habían destruido su mente?
Cogió la carta explicatoria de Diana. El sobre estaba abultado, como si la fotocopia intentara
salir por la fuerza, sacando una lengua lisa y grisácea. «Se trata de una carta extraña», era lo único
que decía Diana. «Jack no está convencido de que valga la pena publicarla. ¿Podrías investigar la
relación de Hitler con el ocultismo y elaborar un artículo en torno a la copia adjunta? Te indicaré un
raro detalle a investigar: el significado oculto del 30 de abril, la fecha elegida por Hitler para su
muerte...»
Bill salió al jardín y entornó los ojos. Al parecer le había sorprendido el exceso de luz,
estaba casi lacrimoso, con el rostro encogido.
—Treinta de abril —dijo Rose—. ¿Significa algo para ti?
—¿Por qué iba a significar algo para mí?
—No importa. Si no está en el diario telefonearé a la biblioteca.
—Oh, no te molestes. Es Walpurgisnacht, el equivalente alemán de la noche de Walpurgis,
cuando se supone que todos los seres maléficos... bueno, ya conoces ese absurdo.
Ni la burla de Bill ni la luz del sol tranquilizaron por completo a Rose. La abertura del
abultado sobre estaba más forzada, más abierta.
—Es extraño —murmuró, casi absorta—. ¿Por qué planeó morir precisamente ese día?
—Porque estaba loco. —Rose estaba a punto de manifestar su desacuerdo, cuando Bill
añadió—: Me gustaría que no te tragaras todo lo que ella dice.
—¿De quién estás hablando, si puede saberse?
—De Diana. Estás consintiendo que influya en ti demasiado. Francamente, Ro, me
sorprendes. —Bill se comportaba prácticamente como si tuviera celos—. Dejarte embaucar por una
chiquilla como ésa...
—Si te disgusta tanto, no debías haberlos invitado.
—No es cuestión de gustos. Además, si Jack le da trabajo supongo que tendremos que
aguantarla. Pero cuando os juntáis las dos...
—¿Qué? —dijo Rose con tono furioso—. Continúa.
—No sé de qué habláis, eso es todo, y me preocupa. En Munich estuvisteis solas muchas
horas.
—¡Oh, Bill, no seas ridículo! Dices que yo te sorprendo, pero en realidad...
—No me importa ser ridículo. —Al parecer, Rose había tocado una llaga oculta, pero antes
de que pudiera suavizar el roce, Bill añadió—: ¿Qué me dices de Nueva York? ¿Vas a negarlo?
Fumaste droga con Diana la noche que entrevisté a Tracy, ¿no es cierto?
Un tic cobró vida en los labios de Rose.
—No, o mejor dicho, yo no lo hice. Pero no necesitaría tu permiso para hacerlo.
—No me necesitas para nada. Es indudable que no te preocupas por mis sentimientos.
Bill se pellizcó el bigote, arrancándose varios pelos.
—No hagas eso —dijo Rose, irritada. Pero Bill prosiguió su ataque.
—Después de todo lo que hablamos, sigues sacando porquerías de la biblioteca. ¿De qué
trata ese último libro... esa asquerosa Violación Astral? ¿Qué porquería es esa?
Cuando la bibliotecaria le dijo que tenían el libro reservado para ella, Rose había dejado el
carné en el aparador; no pretendía ocultar el hecho a su marido.
—Desconozco qué tipo de libro es —dijo Rose, intentando calmar a Bill—, ya que no lo he
leído. Pero después de lo que nos contaron en Munich, me interesa.
—Otra cosa. Aquel maldito loco y su carta falsificada... ¿Cómo es posible que lo tomes en
serio? Lo habría esperado de Diana, pero de ti, nunca.
El escepticismo de Bill resultaba insoportablemente pesado. Y lo que era peor, Rose estaba
comenzando a darse cuenta de ello. Su infancia le había hecho ser escéptico, pero ¿no iba a crecer
nunca? No sólo estaba encerrado en su mente, parecía resuelto a poseer también la de Rose. El
resentimiento la obligó a elegir las palabras.
—Escucha, Bill, creo que ya es tiempo de que te esfuerces en comprender. Hay cosas que no
te he contado. Sabes que he tenido premoniciones... sí, lo sabes, ¡no lo niegues! Hubo aquella vez,
cuando fallaron los frenos, y cuando te salvé en las escaleras de la casa de Gerhard. Vi lo que iba a
suceder, y te salvé. Sabes perfectamente que no podía verlo de un modo normal. Diana también
tiene premoniciones... ella sabía que algo iba mal aquel día, en su casa. Bill, ¿no comprendes que si
no hubiéramos confiado en estas sensaciones ni tú ni yo estaríamos vivos ahora?
—Tienes razón en una cosa: no comprendo. —El sol que se reflejaba en las gafas de Bill
tapaba sus ojos—. No puedo entender que este asunto te tenga tan dominada. Aceptemos que hayas
tenido un par de premoniciones. Casi todo el mundo las tiene. Si las tienes con frecuencia por
fuerza acertarás de vez en cuando.
—Es más que eso. No lo intuyo, lo sé. ¿Ya no confías en mi criterio?
—Déjame terminar. —Bill alzó una mano, como un guardia de tráfico... aunque una duda
oculta encogió la piel que rodeaba sus ojos—. Supongamos que tus premoniciones fueran genuinas.
¿Cómo puedes permitir que te alucinen hasta el punto de creer el resto de este absurdo? He dejado
de comprenderte. La mitad de las veces desconozco qué piensas o sientes. No eres la mujer con
quien me casé.
En medio de su enojo, Rose experimentó un temor, momentáneo pero violento, de estar
quedándose sola. E inmediatamente lo rechazó.
—Estoy comenzando a pensar que tú tampoco eres el hombre con quien me casé. No puedes
ser dueño de mi persona o de mis ideas, Bill.
—Ese no es el problema. Se trata de compartir, y nosotros no estamos compartiendo nada.
¡Dios mío! —exclamó, al borde de la rabia—. ¡Hablas como si la culpa fuera mía, como si no
estuviera dispuesto a dar un paso para comprenderte! ¿Y tú, por el amor de Dios? Estás tan
encerrada en ti misma que ni puedo tocarte. Ni siquiera sabes lo que te está sucediendo.
Bill entró en la casa, con las gafas destellando cegadoramente.
—Aguarda aquí —dijo—. ¡Dios, voy a enseñarte algo!
Aunque el sol parecía intensificarse, Rose creía estar apartada del calor. Se sentía furiosa
porque Bill la hubiera atrapado en aquella trifulca, indigna de perder el tiempo en ella... pero
también esa sensación era una trampa. No podía permitirse creer que su matrimonio no merecía un
esfuerzo. Sus nuevas dotes a ese precio. Además, algunas acusaciones de Bill eran ciertas.
Despreciarle diciendo que carecía de percepción y sensibilidad era injusto, y peligroso para su
matrimonio.
Bill llevaba el cuaderno de notas cuando volvió a bajar. Parecía avergonzado y renuente,
pero se explicó de inmediato.
—Preferiría no tener que decirlo, pero hemos de hablar de ello. No escribes como solías
hacerlo antes. —Su voz era de crítica a una alumna, no a una colaboradora—. Escucha, a esto me
refiero: «Los paroxismos de disgusto de Laughton con su jorobado cuerpo reflejan el propio
disgusto del actor con lo que consideraba su deformada sexualidad.» Bien, esto podría pasar,
aunque creo que no hay muchas personas que sigan interesándose por Laughton. Pero mira esto, a
ver qué te parece: «En David Copperfield (1935), el primer plano inicial del señor Murdstone (Basil
Rathbone) fumando en pipa recuerda exactamente un bosquejo preliminar para el Sherlock Holmes
de Rathbone de cuatro años antes, de forma tal que la inflexible represión de Murdstone ilumina
con una inquietante luz las inexpresivas interioridades de Holmes.» ¿Cuánta gente entenderá algo
en este embrollo?
—Pero yo no puedo eliminar mis ideas. Eso no mejorará nuestros libros.
Bill le miró. Un fulgor de sol explotó delante de sus ojos.
—No sabía que pensaras que necesitaban mejorarse. Estabas muy orgullosa de nuestros
libros. Escucha —dijo Bill con más suavidad—, he leído todo esto, y me he esforzado en ser
objetivo. Veo que intentas hacer algo nuevo, pero no sirve para el libro. Has perdido la
comunicación con nuestros lectores.
—¿Qué lectores?
—Los que nos han ayudado a triunfar. Escucha, Ro, parte de estos apuntes parecen una
enciclopedia. Simples hechos y juicios, nada de personalidad. La gente no compra nuestros libros
por eso. No son estudiantes que pagan para aprender. Quieren humor, entretenerse, y pensaba que
estábamos muy orgullosos de poder complacerlos. No querrás deshacerte de todo eso, ¿no?
En los labios de Rose, el tic nervioso era una astilla.
—Bueno, espero que puedas encargarte de la popularización.
—Sí, supongo que es mi nivel.
¿Cuántas heridas ocultas más existían? ¿Cuánto tiempo llevaba Bill cavilando, ocultando sus
pensamientos?
—¡Oh, Bill, no es preciso que discutamos de esta forma! ¿No crees que de vez en cuando
deberíamos llegar a un público distinto? ¿A un público que entiende de cine? ¿No crees que siempre
deberíamos esforzarnos en progresar?
—No, no lo creo. Sabemos cuando destacamos y, con franqueza, creo que es escribiendo,
más que dando clases. ¿Cómo es posible que desprecies nuestra popularidad?
—Siguiendo ese criterio, Harold Robbins es el mejor escritor vivo. ¡Oh, por el amor de
Dios, Bill! ¿Nunca te sientes insatisfecho?
—Sí, desde que empezaste a convertirte en otra persona. —Los luminosos discos que
ocultaban los ojos de Bill hicieron que Rose pensara en monedas sobre los ojos de un muerto—. Sé
que tú no estás satisfecha —comentó con tristeza—. Lo supe desde que explicaste a Jack que al
menos estábamos contribuyendo a la literatura cinematográfica. Al menos, fue lo que dijiste, ¿no es
cierto? Supongo que te darías cuenta de que tampoco a Jack le gustó el comentario.
Ella no debía comprometerse más en la riña. Jamás habían tenido una discusión así, una
discusión que reducía a balas todo lo que compartían para acribillarse mutuamente con la máxima
malicia posible. Ella no iba a rebajarse a tales banalidades. Pero esa resolución podía ser,
simplemente, otra forma de sentirse superior a su marido.
—Escucha, te explicaré cómo me siento —dijo Bill—. Me siento igual que Joel McCrea en
aquella película de Preston Sturges: soy feliz divirtiendo a la gente. Llegar a la gente, eso tiene
cierta importancia, ¿sabes? Ahora das la impresión de querer vagar hacia el elitismo. Bien, es inútil
que intentes comprometerme en eso. No me tienta lo más mínimo.
Rose no podía creer que Bill estuviera hablando en serio. Su forma de hablar era tan
pomposa como para igualar lo peor de Hollywood.
—¡Oh, Bill! —exclamó casi entre carcajadas—. Este heroísmo de clase obrera no va
contigo.
El rostro de Bill perdió expresividad a causa de su contenida rabia.
—Es obvio que va mucho más conmigo de lo que tú te has molestado en pensar. —Cuando
siguió hablando, su tristeza fue casi indiferencia—. No creo que comprendas lo mucho que has
cambiado.
Bill se volvió violentamente. Colin estaba en la puerta de su despacho, sonriéndoles.
—Vamos adentro —murmuró Bill—. No quiero que ese tipejo se entrometa.
Rose estaba harta.
—Voy a dar un paseo.
—En ese caso yo me ocuparé de que el libro tenga sentido.
—Sin duda lo harás mejor sin que yo te estorbe.
Cuando llegó al campo que había después del límite de Fulwood Park, Rose creyó estar
enjaulada. Bill pretendía encerrarla en la monotonía, al negarse a ver más allá de lo conocido. Su
esposo tenía todo lo que se había propuesto, y no estaba dispuesto a arriesgar una simple fracción de
ello... Pero, ¿cuánto tiempo llevaba incluyendo a Rose entre sus posesiones? Debía amoldarse a su
desarrollo o perderla, y a Rose, en aquel momento, no le importaba lo que Bill decidiera hacer.
Lo peor de todo era que creía que Bill no confiaba en ella. Su marido pensaba que ella era
incapaz de salir adelante con su desarrollo. ¿O era posible que todavía no creyera en sus facultades?
Seguramente ni siquiera Bill podía mostrarse tan escéptico.
Rose se sentía oprimida por la falta de fe de su marido. Era una barrera que la separaba del
extenso y soleado campo, del insondable cielo azul, del bullicio de luz sobre el Mersey. Un barco de
línea, que parecía ingrávido, destellaba en su ocioso desplazamiento. Las gaviotas daban vueltas,
brillantes como fragmentos de la nube más elevada. Rose sintió la tentación de tumbarse en la
hierba y flotar a cualquier parte que le fuera posible.
Eso no le serviría de nada. No debía usar sus dotes como una droga para huir de los
problemas de su matrimonio, pues en seguida sería una adicta. Decidirse por no abusar de sus
facultades; era demostrar cierta fortaleza. Siguió paseando, y finalmente el veraniego día llegó hasta
ella, fundió la barrera. Había oscuridad en algún punto próximo... ¿en el futuro, tal vez? Un tren
bramó al avanzar a toda velocidad bajo Fulwood Park, y Rose, inquieta, imaginó la tierra,
hormigueante, infestada...

XX

Al dejar a un lado el libro, Rose se sintió satisfecha de sí misma. Como mínimo había
aprendido lo suficiente para empezar. Su mente se había hecho más ágil, ávida de conocimiento,
capaz de retener más cosas. Indudablemente se trataba de una facultad merecedora de su completo
agradecimiento.
El cielo estaba nublándose. La oscuridad avanzaba letárgicamente por el horizonte. La
reseca hierba parecía emitir la luz que había almacenado. La casa estaba llena de fastidioso calor.
Gladys aún se hallaba en el invernadero, por lo que Rose sabía. Había vislumbrado
movimiento allí mientras estaba leyendo. Bien, el libro le había enseñado lo bastante para ser capaz
de ayudarle: colaboraría con Gladys para variar.
Era injusto; no podía seguir usando a Bill como chivo expiatorio, no podía esperar que su
esposo hiciera un esfuerzo sin esperar que ella hiciera lo propio. La noche anterior apenas se habían
hablado. Se habían tratado como inválidos, temerosos de tocarse para no correr el riesgo de abrir
una herida. Su matrimonio había sido tan racional, tan seguro en la paz, que el enfrentamiento
resultó penosísimo. Cuando el enfado terminó, ambos intentaron superarse en el dominio de sí
mismos: Yo haré la cena. No, no es justo, yo haré la cena. Es perfectamente justo, yo la haré... Si tan
sólo hubieran sido capaces de reírse... pero los dos estaban encerrados en sí mismos. En la cama se
habían mantenido separados. Bill fue el primero en dormirse, ruidosamente.
Por la mañana, muy tarde, Bill la había despertado suavemente.
—Tengo que ir a la biblioteca —había dicho Bill—. ¿Nos encontramos a las seis en Las
Parras y comemos algo en Zorba? Podemos descansar un poco y hablar.
Al parecer, Bill pretendía olvidar la discusión, aunque luego había dicho algo, de mala gana
pero en tono de excusa, que hizo que Rose no pudiera menos que pensar que lo amaba:
—Si quieres pediré tu libro astral mientras estoy en la biblioteca.
Ella creía conocerlo por completo. Debía tomarse la molestia de comprenderlo.
Naturalmente que Bill debía investigar sobre el último de los entrevistados, al que debía ver en el
National Film Theater, pero... ¿había decidido hacerlo hoy para que ella releyera su trabajo a solas,
o simplemente pretendía olvidarse del libro hasta después de hablar? Rose le había dicho que no
pidiera Violación astral; ya no estaba segura de querer leer el libro. Y además, Bill tendría la
oportunidad de leerlo antes y preparar sus objeciones.
Quizá él tenía razón, quizá estaba reflejando excesiva erudición en su forma de escribir.
Repasaría lo escrito en cuanto hablaran. Corregir su estilo sería una especie de desarrollo, al fin y al
cabo. Debía estar más cerca de Bill para compensar su nuevo estado. Si a ella le había resultado tan
difícil aceptarlo, ¡tanto más difícil sería para Bill!
Llevaba mucho rato sin hacer nada, meditando. ¡Estaba siendo introvertida para intentar no
ser introvertida, vaya! Ya era hora de ayudar a Gladys. Los reflejos oscurecían los vidrios del
invernadero, pero no había visto salir a Gladys.
El sombrío cielo era una masa perezosa. Nubes reflejadas fluían en el invernadero. El césped
era una malla de lívidos arañazos. La penumbra anidaba en los árboles, variando sin cesar. La
amenaza de una tormenta se aferraba a la cabeza de Rose como si fuera una gorra de tamaño muy
pequeño. Cuando apretó el paso en el jardín, las sedientas garras de la hierba rascaron sus tobillos.
Abrió la puerta del invernadero y se detuvo, consternada.
A primera vista, el interior era tan fértil, y tan exuberante, como una jungla. Melones y
pepinos sobresalían en los lechos de tierra. Por encima de ellos, en diversos estantes, los tomates
colgaban bajo las hojas. Las hojas de las vides ascendían en surtidores hacia el techo y caían en
cascadas. La humedad causó picazón a Rose. Pero nada de lo anterior le había hecho quedarse
inmóvil. Era el hedor a podredumbre.
Mareada, Rose tuvo que agarrarse un momento al marco de la puerta. ¿Era posible que
Gladys estuviera allí? Sí, ella escuchaba movimiento en el interior. Su vecina debía estar tapada por
la maraña de vides que trepaban en el centro del invernadero, en las macetas que tenían más de
medio metro de altura y casi idéntico ancho. Las plantas parecían descuidadas.
Una brisa silbó entre la reseca hierba y tiró de la parte trasera de la camiseta de manga corta
de Rose, desprendiéndose de su piel. Al menos la brisa ventilaría un poco el invernadero. La
creciente cerrazón del cielo hizo que se sintiera irritada, aprensiva. ¡Supera esto, por Dios! Tras
respirar profundamente, Rose avanzó.
Tuvo que aflojar el paso, porque cuanto más se acercaba, tanto más distinguía lo que estaba
podrido. La corteza de los melones se había partido y rezumaba una espuma verde. La mayor parte
de los tomates estaban negros; algunos habían reventado en el suelo de cemento. Vestigios de
charcos aparecían en los desniveles del pavimento. Daba la impresión de que el lugar había sido
medio anegado y abandonado después.
Era absurdo culpar a Gladys. ¿Lo habría hecho mejor ella, antes de leer el libro? Imaginaba
los torpes esfuerzos de Gladys, llena de buenas intenciones, desesperada, atrapada en la
desconfianza de sí misma. Nunca debía haber permitido que su vecina se encargara sola de la tarea.
Su contenida respiración estaba a punto de asfixiarla. Se precipitó hacia el extremo opuesto
del invernadero. Momentáneamente pensó que habían brotado granos en los marchitos pepinos,
hasta que vio que las excrecencias eran blancuzcas y se retorcían. ¿Había visto movimiento en una
de las macetas? No importaba. Pasó rápidamente junto a las vides, antes de que su respiración se
consumiera. Pero Gladys no estaba allí.
No había sitio en donde su vecina pudiera estar oculta. Al otro lado de las vides sólo había
cuadros de fresas. Toda la fruta estaba ennegrecida; algunas fresas parecían racimos de rutilantes
huevos, con gusanos saliendo de la cáscara. Arriba, en las ventanas, otras vides estaban paralizadas
en el acto de buscar a tientas una salida. Rose se sintió enjaulada entre plantas, entre un verdor de
tétrico brillo. Conforme la luz solar se amortiguaba, se intensificaba la presencia del verdor... la
presencia de podredumbre, que estaba abrumando a Rose.
Absurdo. Dentro de un instante ella se encontraría fuera, antes de que aumentara la
oscuridad y no pudiera abrirse paso entre aquella porquería. Pero tenía que averiguar qué era lo que
había oído moverse. ¿Habría entrado algún animal extraviado? Tras respirar forzadamente a través
de sus dedos, Rose miró por los rincones. Las hojas de las vides eran un cubil de sombras. En los
puntos donde las hojas se apretaban a los cristales, gotas de humedad se amontonaban formando
una espuma gris. No había rastro de movimiento, excepto fuera, al otro lado de los vidrios.
No era al otro lado de los vidrios. Era detrás de Rose. Un vago e informe bulto oscilaba
hacia ella.
Se volvió bruscamente.
—¡Oh, maldita loca! —se dijo, jadeante.
Sólo se trataba de la masa de vides en lo alto de las macetas. Las plantas se mecían en la
brisa que finalmente había logrado penetrar en el invernadero. La misma brisa hizo girar la puerta
con un ligero crujido, y la cerró. No había que preocuparse: la puerta no tenía cerradura. Seis
rápidos pasos y estaría fuera del invernadero... pero algo se movía entre ella y la puerta.
Se quedó completamente quieta. La brisa topaba contra la parte externa de los vidrios, que
vibraban suavemente. Sí, había otro sonido. A pesar de que era menos indeterminado que cuando lo
había confundido con los movimientos de Gladys, seguía siendo difícil de identificar. Era algo
grande, al parecer lento o torpe. Tal vez estaba despertándose poco a poco, o esforzándose, con su
deformado cuerpo, para no hacer ruido.
Eso era ridículo: ¿Cómo era posible que ella supiera esos detalles si no veía nada? Quizás un
vagabundo se había metido allí para dormir e intentaba arrastrarse hacia el exterior sin ser visto...
¿pero no era raro que alguien, incluso un vagabundo, se refugiara en un lugar como aquel? Rose
pensó en cosas que crecían entre podredumbre. El desarrollo de putrefacción en el invernadero
parecía excesivamente rápido, demasiado total.
No importa lo que pienses. Limítate a salir. Ya tenía fuerza suficiente para no dejarse llevar
por el pánico. Lo único que debía hacer era abandonar el invernadero antes de que el pánico le
afectara, antes de que el pánico la despojara de su control. Su imaginación era traicionera, y podía
conspirar con lo que acechaba allí dentro, ponerla a merced de la misteriosa presencia.
Avanzó de puntillas. Los cristales parecían revestidos de penumbra. Plantas putrefactas
agobiaban a Rose con su espeluznante brillo. Todo tenía una intensa presencia, una desagradable
proximidad. Los pepinos sobresalían entre las hojas, como muñones de piernas abrasadas. Los
tomates pendían igual que bolsas de putrefacción. Brotaba espuma de los partidos labios de los
melones. En el cemento, semillas desparramadas relucían sobre reventadas pieles de tomate.
Antes de llegar a las macetas de madera, Rose vio movimiento entre ella y la puerta.
Tuvo que apretar los dientes en la carne de su muñeca para contener un grito. Luego sus
dientes empezaron a abrirse en una tenue sonrisa. Una vez más el movimiento era simplemente el
de las vides, que oscilaban suave, irregularmente. Tal vez era lo mismo que había escuchado con
anterioridad, lo que había conspirado con su calenturienta imaginación, con la confusa penumbra,
con la humedad tan agobiante como la fiebre, para asustarla...
¿Cómo era posible que las vides se agitaran con la brisa, estando la puerta cerrada?
Rose contempló las plantas con una mirada de fascinada desesperación. Su movimiento no
era enteramente irregular. Estaban siendo separadas con penosa lentitud por algo que había detrás
de las hojas, algo supuestamente erecto.
Los sonidos ya eran clarísimos. Sonidos de humedad, sonidos de vacilación, pero que al
mismo tiempo reflejaban un propósito. Rose pensó que la fuente de los ruidos era torpe como un
niño, aunque sabía que era considerablemente mayor que un niño... Un apagado crujido indicó a
Rose que algo estaba saliendo de una de las macetas.
Algo que destacaba entre la maraña de hojas. Rose no se atrevió a volverse, pero se esforzó
en no ver para centrar la atención en su mano, que se movía a tientas detrás de ella, a lo largo de un
estante buscando algo con que defenderse. Seguramente habría un arma, seguramente...
Sus dedos se hundieron en una fruta que parecía un globo inflado con fango. No debía
acobardarse, no debía perder tiempo en temblores, sólo buscar, seguro que había un arma, el arma
que había visto antes. Las yemas de sus dedos tocaron metal: una punta, no muy afilada, bastante
roma, en realidad. Una fila de púas que pincharon los dedos de Rose, amenazando con provocarle
espasmos y obligarle a tirar al suelo su arma. Después cogió las púas, y empezó a atraer lentamente
hacia ella el rastrillo de jardinería.
Se había abierto una brecha entre las vides. Rose no logró distinguir la causa de la
separación de las hojas, pero algo se vislumbraba detrás. Algo húmedo, color de manteca.
Suponiendo que aquello estuviera mirándola, ¿por qué ella no distinguía un solo rasgo?
Asió con tanta fuerza el mango del rastrillo que se magulló la palma, y se esforzó en dar un
paso adelante. ¡Ahora, ahora, antes de que eso se haga más fuerte, antes de que vea su cara! Era
muy posible que sus pies se hubieran fundido con el cemento; apenas los sentía. ¡Ahora, antes de
que eso perciba mi espanto! De repente recordó que ya en otra ocasión había experimentado
idéntico temor a llamar la atención, la noche en que la sesión espiritista de los vecinos despertó a la
presencia.
Aquello sólo aguardaba a que ella llegara a las vides. Aun suponiendo que lo que acechaba
fuera incapaz de moverse con más rapidez, sin duda podría caer sobre ella como un derrame de
entrañas. En cuanto lo viera con claridad, la visión la mantendría paralizada hasta que la cosa
pudiera erguirse y desplomarse para apresarla.
¿Por qué no se abría paso destrozando la pared del invernadero? Sólo se trataba de vidrio.
¿Pero hasta qué punto podría hacerse daño? ¿Cuánto tardaría en escapar? ¿Lo bastante para que
aquella cosa blancuzca pudiera salir de su escondite y dejarse caer más cerca, y más cerca, mientras
ella se debatía entre los fragmentos de vidrio?
De improviso, Rose perdió el dominio de sí misma. Lo que la inundó no fue tanto el pánico
como la rabia; rabia contra sí misma por haberse aventurado a entrar allí, rabia contra la inminente
tormenta por haber embotado su instinto, rabia contra el acechador por haberla reducido al estado
de una niña aterrorizada. Avanzó con paso vacilante, balanceando el rastrillo para pinchar y rasgar.
—¡No se atreva a tocarme! —gritó.
¡Dios, se había puesto en evidencia! Después de echar atrás los brazos, tanto que el rastrillo
obstruyó su visión, Rose arremetió con fiereza contra la brecha de las vides... con tanta fiereza que
erró el golpe. Las hojas enredaron la herramienta y tiraron de ella. La fuerza del golpe hizo que
Rose perdiera el equilibrio. Mientras la maraña de plantas caía hacia ella, su mano libre se hundió
en el hueco y tocó algo.
Quizás eran hojas, una viscosa masa de hojas tan unidas que tenían el tacto de una superficie
uniforme. ¿Pero cómo era posible que estuvieran tan frías? ¿Cómo era posible que las hojas se
retorcieran, que se apretaran glutinosamente a la palma de su mano? Rose deseó con desesperación
que se tratara únicamente de hojas, que su mano tan sólo hubiera penetrado entre ellas, que sus
dedos no se hubieran hundido realmente en una masa blanda. Se echó hacia atrás y logró retener el
rastrillo. Pero el escondrijo de las plantas se deshizo, y Rose no pudo menos que cerrar los ojos.
El pánico le hizo abrirlos inmediatamente. No había nada que ver: las vides sólo habían
dejado al descubierto las macetas, con sus enormes bocas abiertas sombríamente bajo el
derrumbado enredo. ¿O acaso había movimiento en las profundidades de la maceta más próxima,
como la confusa visión de un nido de larvas? ¿Un movimiento de retirada, o de preparación para
salir?
Rose se arrimó a los estantes y avanzó lentamente, manteniéndose tan apartada de las
macetas como le era posible. La boca más cercana era enorme y oscura; era capaz de contener
muchas cosas. La madera arañó su espalda. El dolor le hizo asir el rastrillo con más fuerza,
asiéndose a una defensa. Finalmente se encontró tanteando la puerta, prestando atención a los
sonidos entre el ruido de la brisa, a los deformados sonidos que había a su espalda. Un instante
después abrió la puerta de par en par y se tambaleó sobre la hierba, sin dejar de restregar su mano
libre contra sus tejanos.
Echó a correr, entró en la casa y se cerró con llave... pero en cuanto puso sus manos bajo el
grifo del agua caliente y dejó de esforzarse en considerar que la casa era un lugar seguro, Rose se
dio cuenta de que se había metido en una ratonera. El invernadero estaba muy cerca. El invernadero
era el amo de sus pensamientos y contaminaba su hogar. Quizá lo que ella había vislumbrado era
incapaz de salir, tal vez estaba menos presente físicamente de lo que ella había temido, pero hasta la
idea de su proximidad resultaba horripilante. Rose erró por la vivienda, con las manos en sus
palpitantes sienes. Sus pensamientos eran igual que martillazos. ¿Estaban sus facultades haciéndola
más receptiva, sólo eso, o también atraían las cosas que ella percibía?
Las nubes habían proseguido su lento avance, arrastrando su carga de lluvia no derramada.
El sol inundó el jardín, y proporcionó a Rose valor para mirar por la ventana. Clavó la mirada en el
invernadero durante un instante, y a continuación cogió su bolso y huyó hacia la ciudad, hacia Bill,
hacia la normalidad. A través de las hojas que oscurecían los cristales, Rose había visto fugazmente
algo parecido a unas manos y una cara, muy apretada al vidrio y mirando hacia la casa.

XXI

Bill no estaba en la biblioteca. Ninguno de los rostros que miraron a Rose desde las mesas,
como animales interrumpidos mientras comían, era el de su esposo. El alboroto de sus pasos la
siguió bajo la cúpula de la biblioteca Picton. Bill no estaba en la biblioteca de Arte, desde cuya
galería Rose vio a los lectores en sus mesas como si fuera el vigilante de una cárcel. Bill no estaba
en el ruedo, relleno de filas de mesas de la Internacional. En esta última biblioteca, Hitler la miró
desde un libro, El dios psicópata. El semblante del líder nazi parecía a medio formar, y próximo a
un pánico secreto, mientras flotaba en la lustrosa negrura de la tapa. Sus retocados ojos semejaban
brasas.
Rose deambuló por el centro de la ciudad en busca de Bill. En Manchester Street, el rey
Jorge V y la reina María se alzaban como supervivientes de una gigantesca partida de ajedrez, y en
el patio de las dependencias policiales el capitán Pottle dirigía la banda de la policía de Merseyside
en una interpretación de temas de los Beatles. Pero Bill no estaba en la pinacoteca, ni en ninguna de
las librerías, restaurantes o bares.
Negras nubes fluían en el cielo. El agonizante sol daba en las torres del Liver Building.
Sobre el fondo de un cielo que era un turbio abismo, las torres tenían excesivo brillo, y la fragilidad
de un esqueleto. En torno de Rose, Church Street había cobrado una intensa luminosidad. Los
grandes almacenes fulguraban con violencia, todo era nítido y estimulante: las texturas de los
ladrillos, lunas y baldosas, los contrastes entre anuncios fluorescentes y escaparates, ramilletes de
flores que vibraban en macetas de cemento, las inquietas y azarosas configuraciones de las
multitudes... El ponderoso cielo encajonaba a Rose. ¿Estaba su mente aferrándose a las apariencias
para no atisbar una verdad?
Las tiendas iban expulsando a sus clientes. Los dependientes bajaban las persianas metálicas
de los escaparates, o manipulaban las cerraduras, prohibiendo el paso a Rose. Oleadas de gente
fluían hacia las paradas de autobús y los aparcamientos. La calle no tardó en quedar casi vacía. Por
lo menos las calles del centro comercial tenían vida y buena iluminación, y Rose no se sintió
completamente sola.
Pero sus compañeros no resultaron alentadores. La pierna de un vendedor de periódicos
sobresalía de su madriguera de hojalata, igual que la pata de una araña. Una anciana estaba sentada
en un banco, con la cabeza subiendo y bajando rápida e incesantemente, con el automático
desasosiego de un pájaro enjaulado. Al subir por Bold Street, Rose pasó junto a un hombre vestido
con una raída camisa, sentado en la acera que, apoyado en la pared de una tienda, leía el Liverpool
Echo del día anterior aprovechando la luz del escaparate. A su lado, diversos sombreros se
balanceaban en lo alto de unos soportes, igual que calaveras. ¡Bribón!, gruñía el hombre en cuanto
el viento agitaba el periódico. Tenía el aspecto engañosamente amable de un sádico.
La brisa apenas movía el aire. El cielo parecía estar a la altura de los tejados. Rose se sentía
como empapada en aceite descompuesto; una turbia oscuridad llenaba sus ojos. La cabina de un
camión apareció circulando por Leece Street, y le hizo pensar en la cabeza partida de un insecto,
todavía moviéndose. Cerca del Hospital Infantil, un guante estaba atrapado en un desagüe. Los
dedos se agitaban, luchando débilmente para liberarse de la rejilla.
Cuando Rose llegó a Egerton Street, la luz estaba prácticamente extinguida. Se apresuró a
entrar en un bar, menos recelosa de la lluvia que de la oscuridad. El interior no era tan brillante
como ella esperaba... aunque sí lo suficiente para permitirle ver que Bill no se encontraba allí.
El revestimiento de las paredes en madera negra, absorbía la escasa iluminación. Lámparas
asfixiadas por vidrio color carmesí resplandecían sobre sus soportes; rojizos lunares relumbraban en
las rugosidades de las paredes. Rostros tallados miraban de reojo bajo las lámparas. Las narices de
los presentes abultaban tanto como la mitad de sus sombríos e impasibles rostros. Los ojos eran
gotas de aceite.
Rose acababa de reparar en un ángel dorado que colgaba sobre su cabeza de una cadena y
cuyo semblante expresaba sufrimiento, cuando se presentó Guilda. GUILDA MEAKIN DEVORA
MUCHACHOS, se leía en su blusa de manga corta.
—Hola. Perdone que la haya hecho esperar. ¿Dos cervezas?
Rose sintió una opresión en su cabeza.
—¿Dos? ¿Por qué dos?
—Una para su marido.
—Todavía está aquí, ¿verdad?
¡Oh, Dios, Bill debía haber salido hacía poco! ¿Cuánto tiempo iba a tardar en encontrarle?
—Sí, no se equivoca. Aquí está —dijo Guilda.
Rose no habría soportado una broma... pero era Bill, con las cejas brillantes a causa del agua
que acababa de mojar su cara. Su sonrisa no sólo era un saludo, sino también una promesa de buena
voluntad.
—¡Ah! Justo lo que necesitaba —dijo Bill, mientras cogía la jarra de cerveza.
Rose podría haber dicho lo mismo, con excesiva pasión. Su alivio al ver a su esposo le había
quitado la fuerza para explicar lo sucedido en el invernadero, suponiendo que realmente hubiera
pretendido explicarlo. Pagó las bebidas, dejando descuidadamente una moneda que había estado
retorciendo entre sus dedos, y siguió a Bill hacia el salón del bar.
Había pocas personas en la reducida y oscura habitación, en donde vidrios de colores
atrapaban la luz en engarces de plomo. Varios estudiantes estaban leyendo el Socialist Worker: LOS
FASCISTAS GANAN ELECCIONES COMPLEMENTARIAS, decía el titular. Una masa grisácea
fluía de la mesa, dejando rastros largos y delgados. Un cenicero se ocultaba bajo una rejilla en todas
las mesas. Vacilantes figuras con grasientas caras asomaron entre las sombras, unas figuras pintadas
en las paredes. Había formas escondidas por todas partes, recordando a Rose lo mucho que había
cambiado su mundo.
—¿Tomamos algo aquí y cenamos más tarde? —preguntó Bill.
—Si te apetece... —El cambio era insignificante comparado con los problemas de Rose.
—La cuestión es que te quería hablar de una cosa que me parece muy interesante. —La
actitud de Bill parecía defensiva—. ¿Recuerdas a Hilary, mi alumna, la que tenía aquel terrorífico
amigo? Después de romper sus relaciones con él, Hilary decidió asistir a clases de meditación, que
han sido muy útiles para sus nervios.
—¿Intentas decir que deberíamos asistir nosotros?
—Bien, podríamos probarlo.
Cualquier esperanza de paz merecía una buena acogida, pero los problemas de Rose no se
limitaban a los nervios. Sin embargo, probar no iba a hacerle ningún daño. Tal vez moderaría sus
percepciones. No sabía qué otra cosa podía hacer.
—¡Guilda! —gritó Bill tras el primer indicio de acuerdo por parte de Rose—. ¿Puedes
servirnos dos pâtés?
Tenían que esperar. Rose miró a su alrededor, intranquila, a los estudiantes que
intercambiaban consignas políticas en lugar de conversación, a dos damas con sombreros de piel
cuyos pintados labios eran visibles gracias al resplandor de sus cigarrillos, a un hombre que había
pedido cena y que no cesaba de mirar con el mismo aire esperanzado de un enamorado en el lugar
de la cita. Aquel hombre tenía los dientes apretados, y los dientes se astillaban y crujían. No, el
hombre estaba masticando cubitos de hielo.
—Siento haber estado tan estúpido ayer —dijo Bill en voz baja—. Después de todo lo que te
ha pasado... el ataque, el insomnio y todo lo demás... No me extraña que no escribas bien.
Los rostros de las paredes estaban sonriendo burlonamente, medio enterrados en una
grasienta penumbra, y sin poder mover un solo músculo mientras se hundían más. Rose sabía cómo
debían sentirse.
—Pierdo el control por cualquier motivo. —Bill apartó violentamente un mechón de pelo
sobre su frente—. ¿Me has oído? Digo que yo también estoy nervioso. Es otra razón para dar una
oportunidad a Ananda Marga.
¿Ananda Marga, eso era? Lo único que Rose sabía del grupo era que poseían un restaurante
vegetariano en Hardman Street, al parecer frecuentado por lúgubres barbudos y jóvenes delgados y
ariscamente virtuosos. Los pensamientos de Rose eran un torbellino, pero aparentemente estaban
surgiendo en otro lugar, apartados de ella.
—Creo que lo que yo escribo también se ha resentido —estaba diciendo Bill—. Después de
la sesión de esta noche tal vez podamos repasar juntos el libro y ver lo que se puede hacer. Es
posible que nos estemos esforzando mucho sin necesidad. Quizá nos haga falta un cambio de ritmo.
Sí, hablar del futuro podía ser útil, podía ayudarle a creer que su estado actual no duraría
siempre, que dejaría de sentir pánico al pensar en volver a casa. ¿Acaso lo que había en el
invernadero la había dañado física o psíquicamente? Tal vez las dos cosas, tal vez había sido peor
de lo que ella temía.
—Un cambio de ritmo, sí —balbuceó, deseando aferrarse a la posibilidad, aunque
desconociera qué tipo de posibilidad iba a ser—. ¿Hacer más entrevistas? ¿A eso te refieres?
¿Estabas pensando en la idea de Jack de ir a California?
—¡Oh, por Dios, no, nada de entrevistas! Me sentiré contento cuando ese libro esté
concluido. Creo que deberíamos desarrollar más los temas que dominamos, pulirlos, esforzarnos en
que el libro sea más accesible. También me refiero a mi parte, no sólo a la tuya. Pero, caramba,
evitemos las entrevistas. Todavía tengo que hablar con ese maldito cerdo del National Film Theater.
—¡Oh, Bill, se supone que ese tipo no es tan inaccesible! No para personas que conozcan
tanto su obra como tú. Te acompañaría si no fuera por mis clases. —De repente comprendió que iba
a estar sola en la casa cuando Bill fuera a Londres—. Incluso iría sola —añadió con desesperada e
indefinida esperanza.
—Mira, Ro, ya sabes que no harías tal cosa. No te gusta hacer entrevistas más que a mí.
¡Vaya, tuve que entrevistar a Dietrich casi sin ayuda!
El bar estaba llenándose. Miembros del profesorado de la universidad examinaron el salón y
saludaron a los Tierney; luego se alejaron, al darse cuenta de que la conversación era personal. El
banco forrado de cuero negro que ocupaba Rose extendía unos brazos que parecían serpientes con
cabezas semihumanas, con unos labios más prominentes que las abultadas narices. Rose no quería
tocar aquellos brazos; igual que las paredes, las caras estaban revestidas con su antigüedad, con una
sustancia indistinta y viscosa de la que quizá no podría liberarse jamás.
—Entonces, ¿a qué tipo de cambio de ritmo te refieres? —interrogó.
—Bien, sólo es una idea. Tendremos que hablar de ello, por supuesto, concedernos tiempo
para meditarlo. Pero creo que podríamos permitirnos el lujo de no dar más clases y dedicar todo
nuestro tiempo a escribir. ¿No estarías más contenta?
—Tal vez.
Al menos eso sería una excusa para cambiar de residencia, quizás hacia el sur, más cerca de
los editores. Rose notaba la preocupación de Bill, su buena disposición para cambiar si eso servía de
algo, y sin embargo las intenciones de su esposo eran insatisfactorias para ella. Se encontraba sola
en un mundo que se transformaba.
Apuró su cerveza, sin hacer una pausa para respirar. El alcohol hacía más pesada su mente,
evitaba que flotara.
—Me gustaría tomar otra —dijo.
—A mí también. Sé cómo te sientes.
Naturalmente Bill no sabía nada. Ella esperaba que la merienda durara poco, ser capaz de
comer sin ponerse enferma, para no tener que continuar allí. El alboroto del bar estaba perdiendo
perspectiva, quizá superado por la oscuridad. Las pinturas de las paredes parecían gelatina que
cubría rostros ahogados. Una forma inestable, casi insubstancial flotaba sin control sobre una mesa.
Rose iba acercándose cada vez más al borde de lo que antes tenía como realidad. Nada parecía
bastante sólido para aliviarla. Quizá no existiera ningún lugar seguro.
XXII

Cuando llegaron a Ringle, la lluvia había cesado. Los había perseguido desde la parada de
autobús junto a la catedral anglicana, un aguacero que había danzado en las calles laterales que
llevaban al Mersey, brincando sobre los hoyos de los charcos y convirtiendo el techo del autobús en
una estruendosa capa de agua. Al bajar, el aire olía a frescor. Rose experimentó un ligero alivio.
Sin embargo, la noche tenía un rasgo siniestro. La negrura se congregaba en el cielo.
Mientras corrían por las anegadas calles, los transeúntes hollaban caricaturas de sí mismos,
empequeñecidos y semidisueltos. Rose trataba de zafarse de una mancha de oscuridad y de gotas
color carne que se pegaban a sus pies.
Aigburth Road estaba cubierta por una reluciente capa anaranjada bajo luces similares a
barras de estufas eléctricas fijadas en ganchos de cemento. Los semáforos salpicaban la calle con
pintura fluorescente: verde, ámbar, rojo... Los automóviles avanzaban sobre quebrados zancos
luminosos y las luces traseras sangraban en el asfalto. Pese a todo ello, de ningún modo parecía
haber suficiente iluminación.
El domicilio de Ananda Marga se hallaba al doblar la esquina, en Ullet Road. Dos viviendas
georgianas con pequeños porches sostenidos por pilares se unían más allá de un tortuoso camino de
entrada. Muchas de las numerosas ventanas estaban iluminadas, pero todas se encontraban
discretamente tapadas por cortinas. Una torre, baja y ancha y rematada por una aguja de piedra,
abundaba en ventanas; algunas estaban encerradas en balcones de hierro forjado. La mitad de una
puerta de madera descansaba en un porche; un Renault repleto de heridas de orín se hallaba
aparcado muy cerca. Gotas de lluvia color naranja se arrastraban en los árboles y arbustos que
rodeaban estrechamente el edificio.
No sabían qué puerta usar. Finalmente probaron la del porche más lejano. El distante y
apagado sonido del timbre pudo haber sido un ruido cualquiera de la calle. El silencio puso en
tensión los nervios de Rose.
—Vámonos, Bill. Es muy tarde. Nadie va a abrirnos.
—Probemos una vez más. Les dije por teléfono que íbamos a venir.
Lo había hecho antes de consultar con ella. Pero no importaba. Lo que Rose era incapaz de
soportar era la espera, la inminencia vaga y abrumadora como la niebla... Mas la puerta se abrió, sin
el mínimo aviso de unos pasos audibles, y apareció un joven. Vestía una blusa india y llevaba el
cabello recogido atrás con una goma.
—Hemos venido a la clase de meditación —dijo Bill.
—¿Ah, sí? Entren.
Atravesaron varias salas blanqueadas y subieron una escalera cercada por paredes sin brillo.
Aunque parecía saber exactamente a dónde iba, el joven vaciló al llegar arriba.
—No, aguarden... Aquí hay yoga. Será mejor que probemos allí.
Hizo que se apresurasen a lo largo de pasillos descoloridos, de aspecto monótono; algunos
parecían familiares, otros no. El nerviosismo de Rose iba rayando su sentido de dirección. Una
puerta se abrió a un nuevo pasillo, y siguieron al joven. Seguramente ya debían encontrarse en la
casa contigua. Su guía llamó a la puerta y echó una ojeada al interior.
—No, aquí hay una clase avanzada de MT. Ustedes desean clases para principiantes. No sé
dónde estarán... ¡Ah, esperen un momento! —Examinó otra habitación—. Sí, creo que es aquí.
No era muy probable. En la amplia habitación de alto techo, sobre las desnudas tablas del
piso, cerca de diez personas estaban acuclilladas frente a una mujer joven con aspecto de monja que
vestía un hábito anaranjado. Algunos de los presentes pugnaron por imitar la posición de piernas
cruzadas de la joven, otros lo hicieron con flexibilidad y pulcritud.
—Me llamo Winnie. Tengo una tienda —estaba diciendo una galesa vestida de oscuro.
—Me llamo Gwen, soy su dependienta —murmuró la muchacha galesa que había al lado de
la anterior.
—Madre e hija, ¿verdad? —La suave voz de la monja tenía acento norteamericano... Rose
no pudo ser más concreta—. ¡Hola, entren! Usted es el que llamó antes —comentó a Bill—.
Gracias, Joshua —dijo al joven.
Rose apenas logró acuclillarse en el espacio que los demás le dejaron, y cruzó las piernas
con aire desafiante. No estaba muy segura de querer ver lo que iba a suceder, fuera lo que fuera.
Observó a los componentes del semicírculo: mujeres jóvenes con absortas sonrisas, excesivamente
tranquilas para necesitar aquella clase; un hombre con una chaqueta de tweed, tan larguirucho como
una jirafa; un hombre menudo y rechoncho, de cara sonrosada, que se asemejaba a una caja
fuertemente cerrada. El auditorio no era muy tranquilizador.
—Acabábamos de empezar —dijo la norteamericana—. Hemos hablado de razones para
meditar. Al parecer a todos nos hace falta un medio para relajarnos, que es algo excelente. —Parecía
muy cordial, incluso algo insegura de sí misma—. Estamos presentándonos y hablando un poco de
nosotros mismos.
—Soy Diana —dijo la joven que estaba junto a la pareja de galesas—. Soy maestra. —Su
rostro, tranquilo y claro como un cuadro, no se inmutó al añadir—: Sufrí un colapso.
—Soy mecánico —dijo un joven de Liverpool. Una arruga permanente en forma de pico
hundía su frente entre los ojos, acercando sus cejas—. Siempre estoy peleándome. La gente excita
mucho mis nervios.
—Soy... Robert —dijo recelosamente el hombre de la cara sonrosada—. Trabajo en la banca.
Tengo dificultades para dormir.
Las confesiones iban avanzando con demasiada rapidez para Rose. Cuando llegara su turno,
¿qué iba a decir?
—Me llamo Bill —se presentó su marido, al lado de ella—. Soy escritor. Últimamente he
tenido ciertos problemas nerviosos.
—Me llamo... me llamo... —La mente de Rose tropezaba en la confusión de sílabas—.
También soy escritora. Tuve que tomar Librium durante algún tiempo. —Una declaración
deshonesta y pobre.
—Perfectamente —dijo la monja de ropa anaranjada—. Para empezar, es preciso que
efectuemos ciertos ejercicios de relajación. Debemos estar en una situación de calma corporal. Así
pues, lo primero que haremos será levantarnos.
Algunos tuvieron que levantarse apoyando las manos en las rodillas. El hombre larguirucho
demostró poseer la elegancia de una jirafa. El hombre de tez sonrosada se frotó una pierna; un
sofocado gruñido escapó a través de sus apretados labios.
—No se sienten como yo si no están cómodos —dijo la monja anaranjada—. Pero inténtelo
si pueden. Les ayudará a encontrar su punto de equilibrio.
Algo inesperado estaba sucediendo a Rose. ¿Había empezado con el tartamudeo? Nadie
había reparado en su torpeza, todos estaban nerviosos, tanto si lo demostraban como si no. Todos
sentían simpatía por ella, deseaban que se calmase junto con ellos. Levantarse a la vez que los
demás, cosa que siempre le fastidió en sus años escolares, le resultaba ahora francamente
tranquilizador. ¿Acaso su nerviosismo estaba disipándose, ante la promesa de calma? Era muy
pronto para saberlo.
—En primer lugar quiero enseñarles a que se relajen —dijo la monja anaranjada, con aire de
desmayo...
Pero había empezado a hacer girar su cabeza, con soltura, pegando la oreja al hombro, la
barbilla al pecho, la otra oreja al otro hombro, la cabeza a la espalda como si estuviera
gargarizando. Igual que Música y Movimiento en la escuela primaria, y su acción despejó la
habitación de los últimos vestigios de cohibición. Incluso el sonrosado Robert inclinó su cabeza con
sumo entusiasmo. Al echar atrás la cabeza, Rose distinguió la cornisa del techo, limpia y sin
mancha.
Agitaron los hombros para eliminar la tensión. Flexionaron el tronco, buscando a su
alrededor la calma. Alzaron los brazos y los dejaron caer, igual que en una película a cámara lenta
cuando la acción está a punto de congelarse por completo. Luego agitaron los brazos,
lánguidamente, para desembarazarse del último resto de tensión.
—Ahora voy a enseñarles a respirar.
Un poco tarde para aprender eso, pensó Rose. El chiste fue un producto de la tranquilidad
más que un acto defensivo. A pesar de que aún le daba miedo admitirlo, Rose se sentía segura. No
percibía una sola amenaza en la espaciosa habitación blanca, sólo la esperanza de paz. ¿Lograría
llevarse con ella aquella paz, fuera de la habitación?
Quizá sí... porque estaba aprendiendo a inhalar paz. Inspiraba con su diafragma y el aire
hinchaba su pecho entero antes de llegar a los pulmones. Al expulsar el aire, experimentó fuerza y
limpieza en su pecho. Las sensaciones henchían su cabeza.
Había más. Al inflarse su pecho, la habitación se llenaba de paz. Todos estaban tranquilos —
gracias a Dios, Bill no era una excepción—, pero había algo superior a la calma individual en la
habitación, o muy cerca. ¿Acaso la paz compartida constituía un tipo de energía? Cuanto más
confiaba en su sensación de tal energía, tanto más aumentaba la paz. Quizás ella colaboraba a que
fuera así. Estaba eliminando su tensión como si fuera un trasto viejo e irritante.
—Ahora realizaremos el mejor ejercicio de relajación. Es preciso que nos tumbemos, con las
manos en los costados.
Rose experimentó una punzada de nerviosismo. ¿Y si aquella posición le hacía salir de su
cuerpo? Era la posición ideal para un viaje astral, lo había leído en su libro. No obstante, ¿qué
importancia podía tener? En el lugar donde se hallaba no iba a verse dominada por el pánico,
lograría controlarse inmediatamente. Además, un saliente entre las tablas del piso estaba apretando
su muslo. Ese detalle tenía que mantenerla consciente de su cuerpo. Le produjo consternación el
hecho de que necesitara tener tanto cuidado consigo misma.
—Cierren los ojos —dijo la monja anaranjada—. Ahora quiero que todos ustedes sientan su
cuerpo. Empiecen con los pies. Sientan la tensión que hay en ellos, en los dedos. Póngalos tensos.
Ahora eliminen toda la tensión, hacia el suelo. Noten cómo va eliminándose. Ahora las pantorrillas.
Perciban lo tensas que están...
Quizás el ejercicio iba a resultar doblemente útil: además de relajar a Rose, le ayudaría a
vigilar su cuerpo.
—Dejen que la tensión salga de sus muslos, hacia el suelo...
Las tablas del piso tenían un tacto más blando, absorbían la tensión de las piernas, que
adquirían una flaccidez cada vez más sensual. La voz norteamericana ejercía un efecto sosegante,
casi hipnótico. Llenaba la habitación de suavidad y calma. Se había hecho más firme, más segura
ante la confianza del grupo. Todos estaban unidos.
—Eliminen la tensión de sus rostros. Pongan cara de diversión.
El semblante de Rose se suavizó en una sonrisa. Podía imaginar a todo el mundo sonriendo
obedientemente: Bill, Robert, incluso la monja de hábito anaranjado. Todos olvidarían su timidez.
Confiaban en los demás, eran compañeros en la búsqueda de paz. Rose ansió poder verles las caras.
De repente lo consiguió, las caras estaban debajo de ella, sobre el suelo.
De manera que había sucedido a pesar de todo, a pesar de su vigilancia. Aquella calma
compartida la había despojado de la percepción de su cuerpo, de su individualidad. No obstante no
experimentó pánico. Se mantenía con buen ánimo gracias a la calma de los demás, gracias a la
visión de Bill en reposo, de su propio cuerpo, totalmente relajado. La fría habitación blanca era paz
hecha visible. Rose no tenía miedo de flotar. Al contrario, sentía un inmenso agradecimiento por
poder estar así sin temor, acunada por la blancura. Tal vez era el alivio, en parte, lo que había
superado su miedo, pero jamás en su vida había experimentado tanta tranquilidad.
Un movimiento llamó su atención. La monja estaba sentándose. Por debajo de Rose, la
norteamericana ofrecía un aspecto insignificante, frágil, de complacencia ante la calma que había
ayudado a crear. Sintió un inmenso afecto por la monja, y ansia de poder expresarle su gratitud de
algún modo.
—Siéntense lentamente —dijo la monja.
Visto desde arriba, el semicírculo de figuras se asemejaba a una flor que cerraba sus pétalos
para pasar la noche. Todos se sentaron excepto Rose. Debía regresar antes de que alguien observara
algún detalle raro. Naturalmente los presentes sólo podían suponer que ella estaba completamente
relajada, pero era mejor que actuara deprisa. Sólo tenía que pensar en...
Aún estaba mirando hacia abajo cuando su cuerpo se irguió y abrió los ojos.
Los movimientos de su cuerpo fueron espasmódicos, de ningún modo naturales. Rose habría
dicho que era una marioneta que trataba de imitarla, una marioneta que tenía mente propia, o algo
similar. Una mano de aquel cuerpo se arrastró por el suelo en busca de apoyo, y tocó los dedos de
Bill. Este parpadeó ante la masa que se acuclillaba a su lado, y le ofreció una secreta sonrisa, como
si el espasmódico objeto fuera Rose.
Mientras su marido sonreía, la cabeza de la otra Rose se volvió hacia él, oscilando
ligeramente como si el cuello estuviera cediendo. Los ojos del cuerpo de Rose miraron los de Bill.
La sonrisa del escritor vaciló, reflejó un creciente asombro... pero Bill desconocía evidentemente
que lo que había detrás de aquellos ojos no era Rose.
Lo más terrible era tener que mirar sus ojos. Su mente estaba a punto de estallar, era una
cáscara carente de pensamientos. Lo único que podía hacer era chillar antes de que su horror la
llevara fuera de la habitación, hacia la ilimitada oscuridad. El chillido surgió de sus labios en forma
de ahogado alarido, que guardaba poco parecido con su voz.
Pero ella se encontraba acuclillada junto a Bill. Notaba su mano aferrando la de su esposo, el
temblor de sus labios, el calambre en sus muslos. ¿No se exponía a que los temblores volvieran a
expulsarla de su cuerpo?
—Oh, Dios mío, oh, Dios mío —estaba musitando.
Hasta que Bill no jadeó, Rose no se dio cuenta de que sus uñas habían punzado la piel de la
palma que apretaban.
La monja de hábito anaranjado se acercó presurosa, ansiosa de ayudar. Las galesas iban de
un lado a otro alrededor de Rose y Robert mostraba su ceño en segundo término, con la cara cada
vez más sonrosada. Ninguna de aquellas personas tenía utilidad para Rose. Sólo servían para
abrumarla. Deseaba estar sola, para juzgar la gravedad de su problema, sola con aquel objeto
desconocido y traicionero, su cuerpo, que percibía como algo febril, inestable, quizá nada parecido
a carne.
Se levantó con esfuerzo. Habría empujado a las preocupadas caras de no haber sido porque
éstas se retiraron. No podían ayudarle. ¿Pero había algo que pudiera ayudarle? ¿Alcohol, sedantes?
—Lo lamento —logró decir, y salió de la habitación dando tumbos, confiando en que Bill la
siguiera, aunque demasiado asustada para preocuparse de ese detalle.
Cuando llegó a la puerta, neuróticamente consciente de todos los pasos que había dado para
atravesar las dos casas, su cuerpo empezó a parecerle algo propio. Pese a que sus sensaciones se
aferraban a ella como si de fango se tratara, deteniendo el tiempo a su alrededor, Rose se alegró en
parte del cambio: le servía para mantenerse consciente de su cuerpo.
En el exterior, las lámparas de vapor de sodio marchitaban la noche. Los árboles eran
esqueletos de metal color naranja provistos de piel, plateados con oleosas hojas.
—Mañana iré a ver a Colin —dijo Rose bruscamente. Era la única esperanza que podía
ofrecerse. Su voz era débil, la noche la apagaba.
—De acuerdo —contestó Bill con tono de fatiga, de desesperanza. Al parecer ya habían
llegado al tácito acuerdo de que él no haría preguntas sobre sus problemas—. Pero no permitas que
te utilice como conejillo de Indias.
Caminaron por Aigburth Road. Varios autobuses pasaron estruendosamente a su lado,
cargados de luminosas y flotantes cabezas, arrastrando confusos velos de luz sobre la acera. En el
cielo, las nubes se hallaban tremendamente diseminadas. La oscuridad se cernía sobre la ciudad,
como antesala de lo infinito. Delante, Rose vio algo, quizás un recuerdo y una premonición al
mismo tiempo, que tenía color de manteca y estaba emergiendo torpemente de unas vides.

XXIII

—Gladys —dijo abruptamente Rose—, ¿ha estado en el invernadero hace poco?


Gladys se agachó con la tetera que llevaba en las manos. El chorro de té se bamboleó en
torno al borde de la taza, como si buscara una salida.
—Regué tanto como pude —masculló—. Pero aquello era demasiado para mí.
—Entonces, ¿hace tiempo que no entra allí?
—Perdone, Rose. No era mi intención desatenderlo. Sé que lo prometí, y que la he
decepcionado. Lo intenté, pero entonces descubrí que no sabía cómo hacerlo.
—No se culpe, Gladys. Dije que le ayudaría, y no lo he hecho. —Rose guardó silencio,
maldiciendo su propia torpeza.
Finalmente Gladys se fue a la cocina con el tembloroso plato de su taza de té.
—Entre nosotros, Rose —dijo entonces Colin—, hay cosas que usted no sabe. Creo que el
lugar es un recordatorio de ingratas experiencias africanas para mi madre... Hay excesivo verdor,
¿comprende?, y el ambiente... Debí ofrecerme para la tarea, pero he estado tan ocupado que...
—Es más que el ambiente. Quizás ella percibe también algo extraño, vagamente. —Rose
creyó estar a punto de un acceso de temblores—. Hay algo allí dentro. Lo he visto.
—¿Algo? Ah, ¿se refiere a...?
—Sí, algo sobrenatural. Algo diabólico.
—¿Se trata de una de sus nuevas percepciones? ¿Debo considerar que ya las acepta?
Colin estaba ansioso, no turbado, ni mucho menos, por lo que Rose acababa de explicar. Ella
recordó la advertencia de Bill.
—Sí, tengo que hacerlo —replicó tristemente—. Pero no lo deseo; no cuando se trata de
cosas así.
—Excúseme. Es lógico que esto sea muy duro para usted. ¿Podría acercarse a la ventana y
decirme si ve algo ahora?
El césped brillaba como fragmentos de hueso. Las vidrieras del techo del invernadero tenían
el color azul de una piscina en la que se reflejaba un mar de nubes. Los vidrios que daban a la casa
eran transparentes, excepto en los puntos donde las hojas se pegaban al cristal.
—No, allí no hay nada —contestó Rose con voz de fatiga.
Por lo menos, nada visible, lo que significa que ella no podía ver lo que aquella cosa estaba
haciendo. Ni siquiera distinguía las macetas de madera. La noche anterior Rose no había dormido
bien, repitiéndose una y otra vez que aquello estaba prisionero en el invernadero, que el dormitorio
no daba al jardín, que no tenía que vigilar. Sus pensamientos habían flotado sin rumbo en olas de
whisky, y la tranquilidad que le habían proporcionado resultó patéticamente escasa.
—Sí, hay algo. —No podía permitir que Colin creyera que se encontraba tranquila—. Lo
percibo. Todo está podrido allí dentro. Es posible que la podredumbre hiciera crecer eso, o al revés.
Sea como sea, se trata de algo vivo, o que al menos puede moverse. —Las frases iban siendo cada
vez más insensatas, pero apenas tenía importancia—. Creo que se halla en una de las macetas de
madera.
Colin mostró su simpatía.
—Bien, le diré una cosa que podemos hacer. Antes de que acabe el día, Bill y yo
limpiaremos completamente el invernadero. ¿Se sentirá mejor así?
—Es posible. —Rose deseó mostrarse más agradecida... pero entonces descubrió el fallo—.
No debe explicar a Bill el motivo de la limpieza —suplicó.
—Claro que no. Lo comprendo perfectamente. Lo único que su esposo ha de saber es que
hay cosas en estado de putrefacción.
A Rose no le gustaba conspirar contra Bill, ¿pero qué otra cosa podía hacer? Su marido se
había ofrecido para volver a casa con ella, tratándola como si fuera una niña asustada del dentista.
Tuvo que aparentar firmeza antes de que él le permitiera regresar sola.
—¿Qué otra cosa le preocupa? —preguntó Colin.
—No quiero tener tanto miedo. En estos momentos siempre estoy asustada.
—¿Miedo a las facultades que se están desarrollando en usted, a eso se refiere?
—Exacto. Sobre todo, me aterroriza que mis facultades sean las que atraen las cosas que
veo.
—No creo que tal cosa sea probable. ¿Usted sí? Recuerde, sólo se trata de percepciones, por
más extrañas que puedan parecer. Sabemos que la observación altera el objeto observado, pero no
del modo que usted menciona. Francamente, creo que puede tranquilizar su mente a este respecto.
Rose no comprendía cómo Colin podía saberlo, pero en cualquier caso sus palabras no eran
demasiado tranquilizantes.
—¿Sigue teniendo miedo? —inquirió Colin.
—Sí.
—¿Puede explicarme qué es lo que le asusta?
La habitación era brillante y reducida como una concha, no ofrecía defensa alguna contra el
lento movimiento del invernadero. Todo era frágil y parcial, todo lo que Rose había considerado
como el conjunto de la realidad.
—Temo que me estén dando demasiada energía —contestó.
—¿Quién? ¿Lo sabe? Esfuércese en explicármelo.
—Las cosas que veo. Las cosas que me están ocurriendo, los cambios. Y el pánico. —Sus
palabras eran incapaces de expresar sus temores. Se esfumaban como niebla a la luz del sol, dejando
sus temores enterrados en su interior, en la oscuridad.
—¿Pero por qué ha de tener miedo? No olvide que ha sobrevivido a todas estas cosas. No la
han vencido. Me parece que su fuerza interior ha aumentado para hacer frente a ellas. Muchas
personas habrían sufrido un colapso nervioso con la mitad de sus experiencias. ¿Puedo sugerir que
la causa que entorpece su fuerza interna es simplemente la amenaza de pánico?
—Es probable que tenga razón. —Había llegado a idéntica conclusión la noche anterior,
mientras estaba desvelada entre las oleadas del whisky. Ello le había permitido dormir un rato...
pero nada más despertar, sus temores seguían allí, aguardándola—. Sin embargo no sé qué puedo
hacer para evitarlo —gritó—. A veces el pánico es tan insufrible que me impide pensar. Eso ocurre
cuando me encuentro en peligro.
—Y por tanto, desea que yo le ayude.
Colin se mostraba tan seguro de sí mismo que Rose se quedó con la boca abierta.
—¿Puede hacerlo?
—Bien, no me es posible detener su desarrollo. Aunque pudiera, dudo que la medida fuera
aconsejable. —Al ver el desaliento de Rose, el psiquiatra se apresuró a añadir—: Pero es posible
que pueda aliviar su temor, tal vez curarlo.
—¿Cómo?
—Enfrentándola a la fuente de ese temor. No se preocupe, no me refiero a un enfrentamiento
real. Creo que esa fuente se halla en su memoria. En realidad, usted misma me ha convencido de
ello, hace un rato. Me gustaría guiarla para volver a ese punto.
Seguramente un recuerdo no le causaría daño, pero Rose reflejó intranquilidad en su
respuesta.
—¿Cómo lo haría?
—Preferiblemente con drogas.
—No. No, ya he perdido el control en demasiadas ocasiones.
—De acuerdo —dijo Colin, ecuánime—. Estará consciente mientras la guío. Tal vez dure
más, pero se sentirá segura. —Bill asomó la cabeza por la puerta de la cocina—. Rose y yo
necesitamos estar solos durante un rato.
El psiquiatra echó las cortinas.
—Me gustaría que se tumbara en el sofá —dijo mientras tanto—. Y excúseme por ese
procedimiento tan convencional.
En cuanto se acostó, Rose se sintió vulnerable, al recordar lo sucedido en la casa de Ananda
Marga. La penumbra confundió su percepción de la sala.
—No se preocupe, estaré siempre a su lado. —Las palabras de Colin indicaban que había
notado su nerviosismo.
Quizás el experimento fuera útil. Al menos Colin parecía tener una vaga noción de los
peligros a que Rose se arriesgaba. El médico tomó asiento junto a ella en una silla y empezó a
acariciarle la frente.
—Trate de relajarse —dijo suavemente—. Limítese a escuchar mi voz. Confíe en mi voz.
Tranquilícese y deje que mi voz la guíe. Podrá oír mi voz constantemente, de tal manera que sabrá
que estoy con usted. Relajase y déjese llevar por mi voz. Recuerde que estoy con usted. No está
sola...
¿Estaba tratando de hipnotizarla? Su voz siguió sonando monótonamente, su mano continuó
las caricias. Voz y mano compartían un sosegado ritmo. Seguramente la hipnosis sería algo más que
eso. Al menos estaba empezando a sentirse segura, y no le importó cerrar los ojos. La mano de
Colin parecía enorme, como la de un gigante protector. Rose creyó ser una niña, estaba segura, sin
complicaciones, aliviada de sus responsabilidades.
—Ahora quiero que vuelva al pasado conmigo. —¿Había estado repitiendo la frase durante
algún tiempo?—. Voy a guiarla para que recorra algunos de sus recuerdos. Tenga en cuenta que yo
estaré allí. Si no lo soporta, haré que regrese inmediatamente. Ahora retroceda —dijo su murmullo
de gigante más allá de la acariciadora y gigantesca mano—. Retroceda a la última ocasión en que
estuvo al borde del pánico.
Eso no era justo. Se suponía que Colin estaba vigilándola, no llevándola a lugares que no
deseaba visitar. Pero ya estaba allí flotando en la habitación blanca, y por debajo de ella, en el
suelo...
Comenzó a debatirse alocadamente, gimiendo. No se trataba de un recuerdo, sino de un
momento que había aguardado una segunda oportunidad de abrumarla.
—Dígame qué ve. Debe decírmelo, Rose. Dígame por qué tiene miedo.
¿No se daba cuenta de que ella no podía hablar? Su boca se hallaba en algún lugar lejano,
fuera de su alcance. La voz de Colin había acudido en su socorro demasiado tarde. La blancura
había atrapado a Rose igual que ámbar. En lontananza, empero, había alguien que murmuraba. Rose
creyó ser capaz, hasta cierto punto, de controlar el significado de los murmullos; sí, aquellas
palabras eran algunos pensamientos suyos. Pese a su vaguedad, se trataba de un cabo salvavidas.
Significaba que una parte de Rose estaba a salvo de la habitación blanca.
—Estoy fuera de mi cuerpo —logró decir, o así se lo pareció—. En una clase de meditación.
Queríamos relajarnos. He perdido el control.
—¿Puede ver su cuerpo? ¿Dónde está, Rose?
—En el suelo. Ella dice a todos que se sienten. Se sientan. Igual que mi cuerpo, pero yo no
estoy allí. ¡Oh, Dios! —musitó la voz distante—. ¡Hay algo dentro de mi cuerpo!
—¿Puede volver a su cuerpo? Debe hacerlo. Puede hacerlo, ¿verdad, Rose?
—Estoy aterrorizada. —Al mismo tiempo se sentía extrañamente separada de sus
sentimientos, como si éstos se hallaran proyectados en una pantalla, con los lejanos murmullos
como banda sonora—. No puedo pensar. ¡No puedo, no puedo! ¡Tengo que chillar!
La banda sonora se encargó del chillido, un fluctuante alarido similar al grito de alguien que
es sordo de nacimiento, un grito de agonía.
—¿Ya está en su cuerpo, Rose?
—Sí. —Bill estaba mirándola, y tenía la boca abierta. Rose notó que sus uñas se hundían en
la piel de su marido.
—De modo que ha logrado salvarse, ¿no es cierto? Sucediera lo que sucediera, ya no es
preciso que siga asustada. Ha sobrevivido.
Parecía cierto. Los distantes murmullos se habían llevado parte de su pánico. La voz de
Colin la guiaba hacia una paz final.
—Retroceda ahora, Rose —decía el psiquiatra—, a la primera vez que abandonó su cuerpo.
Por eso la mano que acariciaba su frente le había parecido tan grande. Era una niña, y la
mano pertenecía a su madre. Pero su madre se iba; abandonaba a Rose, igual que tío Wilfred y tía
Vi. Su dormitorio era inmenso como la noche.
—Vuelve —imploró, pero la voz era indistinta, casi fuera de su control.
—¿Cuántos años tiene, Rose?
—Once. —Los murmullos eran más lentos, ya que había que dragarlos en el pasado en que
Rose se hallaba inmersa—. Tengo fiebre. Mamá me ha dejado sola. ¡No quiero que me deje sola!
Los murmullos vacilaron, agitados por el pánico. Algo se extendía hacia ella, y la niña
prefería morir antes que saber de qué se trataba. Su ropa, colgada en una oscura silla, se había
convertido en un rostro que esbozaba una lenta sonrisa. Las sombras se aferraban a los rincones del
techo, dispuestas a lanzarse, a arrastrarse hacia Rose... pero lo que se agitaba como un bebé en
algún lugar de la negrura, ansioso de llegar hasta ella, era infinitamente peor.
Antes de que pudiera advertirlo, Rose había huido. Su cuerpo, hinchado y ardoroso a causa
de la fiebre, había desaparecido. Rose seguía sintiéndose aturdida, aunque de un modo nuevo y
divertido. Se hallaba en las escaleras, o por encima de ellas. Su madre estaba debajo. La parte de
Rose que observaba el recuerdo se sorprendió al ver lo joven que era su madre —no tenía canas, no
caminaba encorvada, no tenía manchas blancas en los dedos— y al mismo tiempo, a pesar de todo,
su madre estaba encogida y fatigada, era más vieja que sus años.
—¿Está fuera de su cuerpo ahora, Rose?
—Sí. —La voz de Colin la distrajo, importunó su concentración—. Cállese —consiguió que
expresaran los murmullos—. Mis padres están hablando. Déjeme escuchar.
Se encontraba junto a la puerta del cuarto de estar. Apenas la reconoció, puesto que estaba
acostumbrada a mirar desde abajo, no desde arriba, los paneles más altos.
—¿Cómo está? —oyó decir a su padre en medio de su fascinación, que había dejado atrás el
pánico.
—Oh, George, no lo sé. Pienso que no ha mejorado nada. ¿Y si fuera algo más que fiebre?
Wilfred y Violet murieron poco después de aquella otra complicación... eso no ha ayudado mucho.
—No te aflijas, Margaret. Somos tan capaces de atenderla como ellos.
—No me refiero a eso. A veces pienso que hemos perdido a la niña junto con Wilfred y
Violet. Ella no cree que podamos ocupar su lugar.
—Bueno, francamente, eso es absurdo. La niña les tenía cariño y ellos la querían, pero no
hay que exagerar. ¿A dónde quieres ir a parar?
—A veces creo que ha dejado de confiar en nosotros. Nos culpa por no haber evitado que
saliera aquella noche.
Rose se alejaba flotando, como ceniza en una chimenea. El recibidor se hundió bajo ella.
¡Pero ella deseaba escuchar el resto!
—No, todavía no —se quejaron los murmullos.
—¿Dónde se encuentra, Rose?
—En la cama. —Apenas tuvo fuerzas, frustrada como estaba, para añadir—: Ha terminado.
—¿Está asustada ahora?
—No.
—Perfecto. —El médico acariciaba su frente, pero Rose sabía que no era la mano de su
madre, no podía engañarla. La voz de Colin se hizo muy suave—. Creo que tenemos que retroceder
más. Recuerde que estaré a su lado siempre. No la abandonaré ni un instante. Puedo hacerla volver
inmediatamente si es preciso.
¿Por qué se tomaba tantas molestias en tranquilizarla? Rose experimentó una agitación en su
mente, a duras penas perceptible.
—Vamos a regresar a un momento de su infancia en que usted tuvo mucho miedo —dijo
suavemente Colin—. Tanto que casi lo ha olvidado. Quiero que me hable constantemente.
Cuénteme...
El psiquiatra debía estar modulando su voz para sujetar a Rose, para evitar que se
zambullera en las profundidades del momento a que se refería. Pero era demasiado tarde. Un súbito
terror había abrazado a Rose y tiraba de ella. La oscuridad era total, y sofocaba todos sus sentidos.
Apenas oía la voz cada vez más débil de Colin.
—Vuelva, Rosalind. Vuelva. Tiene que oír mi voz. Vuelva.
El terror de Rose era un pozo sin iluminación por el que estaba cayendo. Quizá no habría
fondo, sólo negrura... pero algo que había hecho de aquella negrura su madriguera ascendía
rápidamente, con la rapidez de una araña, para atrapar a Rose.

XXIV

Era la hora del crepúsculo, y sin embargo el invernadero estaba oscuro. La brisa tentaba el
montón de basura que había junto a la pared; por eso estaba agitado el montón. El contorno de vides
se estremeció, la masa de basura cambiaba de forma inquietantemente. El crepúsculo contribuía a
oscurecer los movimientos en las entrañas de los desechos.
Bill y Colin tenían que sacar parte de la basura usando cajas; varias manchas rezumaban a
través del cartón. Bill cargó su caja con tanta cautela como si el contenido fuera algo vivo. Unos
melones yacían en el enmarañado lecho de vides igual que cabezas, relucientes y sin rostro.
Conforme el montón crecía, más difícil resultaba escudriñar sus entrañas. Al menos soplaba una
brisa definida para explicar los movimientos; los árboles se inclinaban sobre el muro. Rose pensó
que cualquiera de ellos podía transformarse fácilmente en un cubil.
La escritora se encontraba en el despacho. El cuaderno de notas yacía abierto ante ella, para
hacer creíble su excusa de estar escribiendo. Colin la había acompañado hasta su casa, para poder
hablar con Bill.
—Me temo que el estado del invernadero se nos ha ido de la mano.
Y Bill había convenido en ayudar, muy rápidamente, quizá para eliminar obstáculos y
formular la pregunta importante:
—¿Te encuentras mejor, Ro?
Mientras Rose sonreía, consciente al hacerlo de que el centro de paz que estaba sosegándola
era el Librium, Colin le había ahorrado la contestación.
—Hemos hecho algunos progresos, pero creo que nos hemos esforzado demasiado con
excesiva rapidez.
Rose debía haberse desmayado sobre el sofá de Colin. Había despertado pugnando por
ascender, para apartarse de la negrura. La habitación le pareció no tener vida, poco convincente, un
decorado cuya iluminación descubría su falsedad, incluso después de que el psiquiatra abriera las
cortinas. En ese momento había creído que su mente estaba vacía: apenas recordaba nada, sólo una
zambullida en la oscuridad después de que sus padres dijeran algo que era incapaz de evocar.
—Por lo menos vamos a ocuparnos del invernadero hoy mismo —había dicho Colin.
Y Rose comprendió durante un instante a qué se refería el médico. Pero las siguientes
palabras de Colin anularon su comprensión.
—Hay algo que sigue enterrado en su mente. Debemos tratar de descubrirlo pronto.
El cuerpo entero de Rose se había encogido, y creyó correr el peligro de temblar hasta
perder el dominio de sí misma.
—Por el amor de Dios, déme un Librium —había suplicado.
Colin estaba arrastrando las últimas vides y arrojándolas al montón. Entró en el invernadero
tras evitar el choque con Bill, que salía en ese mismo instante, y Rose oyó sonidos de astillamiento.
Bill se apresuró a dar la vuelta, pero Colin surgió del invernadero cargado de madera rota.
—Estos cubos están podridos —dijo el médico—. Será mejor partirlos y volver a empezar.
El único deseo de Rose fue que Colin no se encargara personalmente de la tarea. Las
tinieblas cobraban volumen como estático humo. El psiquiatra no iba a distinguir el interior de los
cubos. Rose contempló inquietamente la puerta del invernadero... pero Colin salió con los restos de
un cubo, que hundió en el montón.
Lo peor —más consternador, en cierto sentido, que el terror que había extinguido con el
Librium— era que ya no confiaba por completo en Colin.
—Lo siento —le había dicho él al cabo de unos instantes—. No pensaba que usted fuera tan
sugestionable. Supongo que debí haberlo previsto. Tenía que haber ido más despacio, con más
cuidado.
¿Acaso no había sido una simple afirmación de que él no podía mantenerla a salvo tal como
le había prometido? Tal vez Colin se sintiera también cada vez más inseguro de sus habilidades,
porque le había sugerido que ensayara la acupuntura para calmar sus nervios.
El invernadero ya estaba vacío. Los cristales estaban limpios, si se exceptuaba los espectros
de hojas que subsistían en los lugares donde éstas habían sido arrancadas del vidrio. Colin vertió
gasolina en el montón de desechos. Esa era la única razón de que ciertas partes de la pila fulguraran
húmedamente y no estuvieran totalmente inmóviles.
El primer estallido de las llamas iluminó los rostros de los dos hombres mientras éstos
retrocedían. El fuego se esparció por la hoguera, avanzando apresuradamente hacia la cima. Las
vides se retorcieron y crujieron, las podridas hortalizas silbaron. Las sombras de la hierba danzaban,
avanzando en hileras y retirándose. Los ladrillos del muro parecían calentados al rojo. Los cristales
del invernadero recordaban pantallas de monitores, repitiendo constantemente imágenes del fuego.
Rose había renunciado a su excusa de estar escribiendo, ya que no debía apartar los ojos del
fuego ni por un solo instante. Tenía que estar segura de que nada escapaba. Se sentía como una niña
demasiado pequeña para permanecer levantada la noche de Guy Fawkes(1), mirando furtivamente
por la ventana. Indudablemente tenía la sensación de ser pequeña y estar sola. No se había atrevido
a acercarse al invernadero.
Humo gris se alzaba de la hoguera. Tenía un aspecto grasiento, casi excesivamente sólido
para ser humo. Tentó torpemente el muro y dio la impresión de enredarse en los árboles. Parte del
humo se liberó y avanzó hacia Rose; una forma enana y abotagada, casi amorfa. La brisa desvió
aquel humo, que flotó hacia el cielo y se desintegró.
La hoguera no tardó en extinguirse. Las vidrieras del invernadero fueron oscureciéndose, se
apagaron. La sombra de Bill, que se retorcía en la hierba, era cada vez más débil. Colin levantó los
ojos hacia Rose, y golpeó la maraña de socarrados esqueletos. Varios fragmentos estallaron en
llamas y se derrumbaron, ennegreciéndose. Sólo quedó un reluciente montículo de color rojo claro
repleto de cenizas. Ígneas semillas se alejaron con el viento y se extinguieron casi antes de huir. Era
obvio que Colin pretendía tranquilizar a Rose... pero mientras las últimas brasas menguaban para
quedar reducidas a ceniza, la noche se cerró.

XXV

—¿Habéis escrito buenos libros últimamente? —dijo a Rose el padre de Bill.


La voz de su suegro la apartó bruscamente de sus pensamientos.
—Oh —contestó vagamente—, nos va bastante bien, creo.
La suegra de Rose empujó la silla de ruedas de su marido por el vestíbulo del Royal Hotel,
junto a jardineras con plantas y una vitrina donde se exhibía un torso vestido con un terno. Salieron
bajo la amplia marquesina que daba a Southport Promenade. La fachada del hotel era de color
crema; las ventanas relucían bajo altos y estrechos gabletes. Cerca del hotel, las ventanas del
Kingsway Casino semejaban hojas. Más allá del jardín convencional que bordeaba el paseo —
masas de arbustos, frecuentes resguardos, gruesas balaustradas plagadas de farolas—, botes de remo
se congregaban en Marine Lake.
—Me alegra que os vaya tan bien —estaba diciendo el padre de Bill—. Nosotros, yo y Edna,
teníamos nuestras trifulcas. Ella y sus ganas de discutir.
—Escúchale. Pensarás que siempre era por culpa mía. Solíamos ponerte nervioso, ¿verdad,
Bill?
—De vez en cuando, quizá. Nunca demasiado.
—Con tal de que no te impidiéramos concebir tus libros...
—¡Oh, no, nada de eso!
—Perfecto. Así lo creíamos. Siempre supimos que tendrías éxito en la vida.
Si era verdad que lo habían pensado, jamás lo habían hecho saber a Bill. A veces Rose se
preguntaba cómo había podido triunfar su marido con una educación así. ¿Una reacción contra su
situación familiar, quizá? Cada vez se sentía más tensa. Pronto iba a tener que tomar una pastilla
cuando nadie la observara. Todavía no, todavía no. Aún no se había viciado.
—¿Puedo empujar un rato? —dijo Bill.
—No, yo lo haré. Soy perfectamente capaz.
La madre de Bill apretó la barra de la silla de ruedas como si intuyera la amenaza de un
robo. ¿Estaba resuelta a asirse a todo lo que pudiera hacer por su esposo? Las discusiones del
matrimonio habían perdido fuerza, ablandadas por la edad, y la mujer se aferraba a ese alivio. Tras
décadas de peleas, su nueva situación debía parecerle de completa estabilidad.
La mano de Rose apretó disimuladamente el envase de los tranquilizantes. Otros quince
minutos más, seguramente podría soportarlo. ¿Por qué demonios estaba allí? En esta ocasión sus
instintos la habían decepcionado.
De repente, ante la sorpresa de Bill, Rose había dicho: «Vamos a ver a tus padres.» En los
últimos tiempos Bill solía ir solo; sus padres se mostraban circunspectos con Rose, ocultaban su
acento como si de andrajosa ropa interior se tratara, pronunciaban las palabras igual que
borrachines, temerosos de tropezar con la gramática. Todos estos detalles ponían nerviosa a Rose.
Cuando Bill le preguntó por qué sugería la visita, ella sólo pudo contestar: «Me apetecería un día a
orillas del mar.»
Naturalmente, lo que Rose pretendía era volver a experimentar su infancia. Salpicaduras de
la distante playa, vertidas por cubos infantiles, fulguraban en el pavimento. Un tren en miniatura
repleto de familias de turistas rodaba en la orilla opuesta del lago. El Mar de Irlanda era apenas
visible en la lejanía, un hilo metálico en el horizonte de la playa. Las olas casi no se oían, su sonido
era más bien un siseo de la arena. ¿Qué faltaba?
Hoteles victorianos se extendían a lo largo del paseo, interrumpidos por un grupo de
viviendas semejantes a cajas. ¿Qué cambios habían sufrido desde la niñez de Rose? Allí estaba el
hoyo de golf, donde tío Wilfred había fingido no darse cuenta de que ella escamoteaba un golpe.
Allí estaba el muelle, cuyo trenecito no llevaba a ningún lugar especial, a un tablado sobre una
extensión de arena, sobre el mar si se tenía suerte. Rose recordó a tía Vi chillando como una niña en
el lago, mientras los remos le salpicaban. Recordó los monos del zoo infantil que actuaban
tímidamente ante el público, el gigantesco barril giratorio del parque de atracciones en cuyo interior
había que reírse hasta de las propias magulladuras, la maqueta de una población igual que un
abandonado poblado de gnomos. Los recuerdos eran microscópicos, estaban fuera del alcance de las
emociones de Rose. Todo tenía un tamaño menor del que ella recordaba, y menos brillo. Incluso las
luces que festoneaban los postes de alumbrado tenían un aspecto polvoriento.
La Torre de Blackpool era un rutilante alfiler en el horizonte. Rose recordó los viajes para
ver la iluminación de Blackpool, la primera visión de la ciudad iluminada como un árbol de
Navidad, las luces ornamentales que iban encendiéndose paulatinamente hasta componer luminosas
imágenes a lo largo del paseo, surtidores de luz —milagrosos fuegos artificiales— que se
reproducían sin cesar. Esa había sido su última etapa siempre que iba a Blackpool.
Y estaba allí. Incluso distinguía las mariposillas, relucientes, teñidas de rojo y verde
mientras revoloteaban alrededor de las luces. Pero entonces su suegra le hizo volver bruscamente a
Southport, a la arena que crujía bajo sus pies, al autobús descubierto que circulaba a su lado.
—Solíamos pasar aquí las vacaciones —dijo Edna.
Y seguramente habrían llevado a Bill con ellos. ¿Y si ella lo hubiera conocido allí, años
antes de matricularse en la universidad de Brighton? No habrían experimentado ningún interés
mutuo. Ella no le habría dicho, «Eres de Liverpool, ¿verdad? Yo vivo en Ormskirk.» ¿Fueron esas
las primeras palabras que dirigió a Bill? Los recuerdos de Rose estaban sueltos, en peligro de ir a la
deriva.
—Nos gusta este sitio —dijo la madre de Bill—. Es pacífico, no como el resto del mundo.
El lugar parecía menos pacífico que inhibido. Los turistas se comportaban de un modo
discreto, temerosos de disfrutar llamativamente, asustados por la amplitud del paseo,
desconcertados por los elegantes hoteles y por los surtidores y arcadas de Lord Street. Máquinas
recreativas emitían sonidos discordantes en un mundo distinto, encerrado entre murallas de vidrio.
Tarjetas postales, ristras de insinuaciones, pendían en los mostradores exteriores de los
establecimientos comerciales, pero Emmanuelle estaba prohibida a los cines. Rose se sintió rodeada
por una curiosa resignación, como si Southport hubiera esperado en tiempos convertirse en un
balneario.
Un hombre y una mujer entrados en años aparecieron en el paseo, a cierta distancia de Rose,
después de doblar la esquina de Seabank Road. Eran prácticamente un recuerdo, pero sus caras
resultaban decepcionantes: la de la mujer estaba amortiguada por el maquillaje, y el bigote del
hombre tenía la rigidez de un peine metálico. Eran estilizados carteles que anunciaban la
intolerancia británica a lo irracional. El llevaba el Daily Telegraph como si fuera una porra,
preparado para usarla. Pasaron majestuosamente junto a Rose, conversando con cascadas voces.
Al otro lado de Seabank Road, en la parte tortuosa y florida del paseo, se alzaba Promenade
Hospital. Gracias a sus escalonados gabletes y a sus puntiagudas torrecillas, el edificio conservaba
su parecido con un castillo de ladrillos rojos arrancado de un cuento infantil. Junto al paseo, los
yates permanecían inmóviles como peces encallados, alanceados por los mástiles. A Rose le habían
encantado los yates en el lago, mientras se deslizaban y se hundían y ascendían en el agua.
Rose había corrido muchas veces por Seabang Road, casi sin distinguir las casas, en busca
del abrazo que siempre le aguardaba. «¿Compraremos uno de esos pasteles especiales que tanto
encanta a Rosie, Wilfred? ¡Oh, no sé si nos hemos acordado de pedir a la señora Hale que nos
guarde uno! Sí, se lo hemos dicho, sólo era una broma.» Pero después de tantos años la calle ofrecía
un aspecto decaído, irreconocible, con sus pequeñas y desnudas fachadas, con sus ventanales
cubiertos con las telarañas de las cortinas de malla, con los ancianos apuntalados en bancos de
jardín como si los hubieran puesto allí para que se secaran.
—¿No has pensado en trasladarte a Southport, Bill? Te iría muy bien para escribir.
—¿Y tú qué sabes, Edna? —El padre de Bill golpeó con el puño su única e inútil pierna,
intentando erguirse y volverse. Incapaz de hacerlo, dejó caer la cabeza sobre el respaldo de la silla
de ruedas, en un gesto de agresividad—. El no necesita ningún lugar especial para escribir. No es
como ocuparse de una tienda, sin poder moverte en todo el día por culpa de los precios y los
impuestos. Y no empieces a criticarme. Hemos salido de los apuros, con pierna o sin ella, no me
importa lo que opines. Lo único que nos hacía falta era que nos echaran una mano en la tienda, y un
poco más de dinero para seguir adelante.
—Sí, bueno —fue la penosa respuesta de Bill a su madre—, creo que nos encontramos a
gusto donde estamos ahora.
Pero Rose le oyó murmurar:
—Vaya, hombre. Maldita sea.
Últimamente Bill decía muchas cosas en voz baja. Rose no sabía a ciencia cierta si lo hacía
para que ella le oyera. En esta ocasión comprendía el enfado de su marido (al fin y al cabo Bill y
ella habían contribuido en el pago de la habitación del Royal Hotel), pero ya le bastaba con tener
que enfrentarse a su nerviosismo personal. No podía soportar los nervios de Bill, fuera cual fuera su
causa.
—Voy a ir un momento a Seabank Road —dijo Rose—. Ya os alcanzaré. Sólo quiero ver la
casa donde me alojaba.
Era el engaño definitivo: usar sus recuerdos como excusa para escabullirse y tomar sus
pastillas. Se apresuró a bajar la pendiente de la calle, ansiosa por quedar fuera de la vista de sus
familiares. Arena dispersa crujió en la acera, junto con algunas pisoteadas conchas y una pinza de
cangrejo. Al otro lado de la malla de las ventanas, las familias estaban sentadas ante las mesas de
los comedores. Los movimientos de los inquilinos se volvieron estilizados, cohibidos, cuando Rose
los miró. No tenían motivo de preocupación, ella no quería espiar. Y mucho menos que la espiaran.
Nada más pasar la última pensión se tomaría la pastilla. Sus dedos se escondieron en el
bolsillo, para abrir el tubo, extrayendo hábilmente la píldora. Un rápido alzamiento del brazo, como
su hucha infantil que se alimentaba de monedas, y se encontraría a salvo.
Tal vez la sesión de acupuntura de mañana le ayudara, o quizá se pondría en contacto con
Freda y su comuna psiquiátrica, en el sur... pero se trataba de una última esperanza, muy próxima a
la desesperación para considerarla en aquel momento. Tenía que ocuparse únicamente del presente,
no importaba la casa donde había vivido, no debía hacer caso a los que la miraban, simplemente
evitar sus miradas y correr hasta el final de la calle en busca de su recompensa, algunas horas de
tranquilidad...
Pero no pudo resistirse a levantar los ojos. Arriba, mirándola desde la ventana, estaban tío
Wilfred y tía Vi. Apenas fue consciente de que se detenía. Todo lo que le rodeaba —la calle, el cielo
azul intenso, las voces que se alejaban por el paseo— pareció retirarse respetuosamente, para
dejarla sola. Suponiendo que hubiera sentido sorpresa o temor, las emociones se desvanecieron con
rapidez en una sensación de absoluta certeza. Sus instintos no la habían traicionado al hacerla ir a
Southport. Al menos existía un lugar en el mundo donde podía estar a salvo.
Durante un largo rato permaneció inmóvil, mirando el frágil rostro triangular de tía Vi con el
desarreglado y canoso flequillo que le hacía perder simetría, mirando el cuadrado maxilar de tío
Wilfred que éste hacía sobresalir como nudillos, un gesto agresivo que resultaba francamente falso
en él y que se contradecía con su caído bigote. Las caras de los tíos de Rose siempre habían mirado
de frente, con despreocupación, y en consecuencia eran tanto más adorables. En ese momento sus
rostros estaban descoloridos como imágenes tras un vidrio lleno de polvo.
Pero sus ojos tenían vida. Aquellos ojos contemplaban conscientemente a Rose, no había
duda. Estaban dándole la bienvenida, deseando que se reuniera con ellos. El único temor de Rose
era que las figuras se desvanecieran cuando apartara la mirada.
Finalmente entró en la vivienda. Tal vez había sido hacía veinte años: el tablero para avisos
estaba repleto de carteles que anunciaban las atracciones en la Sala Floral. Las patas de la mesa del
teléfono aún poseían enroscaduras metálicas como claves de fa aunque el aparato era de color
carmesí No debía perder el tiempo con recuerdos, ni con la mujer que se aproximaba en el
vestíbulo... pero la mujer se puso delante de Rose.
—¿Sí? —dijo.
¿Qué podía decir Rose? Tenía que subir a la habitación del piso superior, aunque sólo fuera
unos segundos. ¿Pero cómo iba a explicarlo? Sólo he venido a visitar a una persona, la que vive en
el primer piso. He olvidado el apellido, no, me alojé aquí la semana pasada y creo que olvidé algo
arriba, hay un problema en la habitación del primer piso, será mejor que la acompañe a
comprobarlo...
La cara de la mujer impedía el paso a Rose, un rostro paciente pero firme. De repente Rose
comprendió que la edad de aquella cara era una máscara, que sus líneas y arrugas estaban
simplemente confundiendo lo que veía.
—¡Señora Hale! ¿No me recuerda? Soy Rose. Venía muchas veces a visitar a mis tíos.
—¿Rose? —La red de arrugas se encogió cuando la mujer frunció el ceño—. No creo
recordar a ninguna Rose. —Habló con recelo, con suspicacia.
Tal vez Rose podría escabullirse, lanzarse escaleras arriba... pero sería absurdo, la habitación
estaría cerrada con llave. Notó que los músculos de su cara se aflojaban, se sintió derrotada. Su
mano tanteó automáticamente el bolsillo en busca de un Librium. Súbitamente, los ojos de la señora
Hale se iluminaron. Las arrugas contribuyeron a la sonrisa de la mujer.
—Claro que sí, solían llamarte Rosie, ¿verdad? ¡Qué tonta soy! Claro que te recuerdo. Tus
tíos vivían en la parte delantera del primer piso.
—Exacto. —Rose iba haciendo planes velozmente, mientras su mente estaba lúcida—.
Pasaba por aquí y me pregunté, ¿habrá alguien en su habitación actualmente?
—En este mismo momento, no. Hay varios huéspedes que llegarán más tarde.
Rose logró contener un suspiro de alivio.
—¿Le importaría que viera la habitación, sólo para recordar?
—No, claro que no. Te acompañaré. Perdóname un momento, voy a coger la llave.
¡Pero Rose tenía que estar sola! Sólo unos instantes a solas con sus tíos, era lo único que
pedía. La seguridad aguardaba en la parte superior de las escaleras, un lugar donde ella jamás
sufriría daño, pero era para ella sola... nadie más debía entrometerse. Sus uñas le parecieron fuego
en sus palmas.
La señora Hale volvió apresuradamente. Varias llaves producían un apagado sonido en su
mano.
—Tendremos que darnos prisa —dijo—. Una de mis chicas ha tenido que llevar al hospital a
su hijo.
Las manos de Rose se abrieron, haciéndole pensar en flores que se despliegan.
—Escuche, no quiero crearle problemas, y menos con lo ocupada que está. —Se esforzó en
mantener indiferente su expresión, y creyó lograrlo—. Recuerdo el camino. Si me deja la llave, yo
misma entraré.
—No, no es ningún problema. —El recelo había vuelto a asomarse en su voz—. Pero no
podremos estar mucho rato, eso es todo.
La señora Hale empezó a subir y Rose la siguió pesadamente, aunque le pareció absurdo
hacerlo. Allí estaba el rellano, casi tan espacioso como Rose lo recordaba. Pero ya sólo tenía
recuerdos. La señora Hale lo había estropeado todo. Estaba guiando a Rose a una habitación vacía.
La anciana le habló mientras abría la puerta, pero Rose sólo escuchó la llave. La puerta se
abrió poco a poco, tomándose su tiempo. No tenía nada que ofrecer. La ventana estaba abierta,
llenando de sol la habitación. En la cama, algo se movió débilmente molesto por la apertura de la
puerta: un edredón escandinavo.
La habitación tenía la misma forma rara que Rose recordaba, no completamente cuadrada,
pese a que había variado el empapelado de discretos dibujos. Recordó la vista desde la ventana:
largos y estrechos jardines, casas con terraza color de arena. No tenía motivo para entrar, puesto que
desde el rellano ya veía que la habitación estaba vacía.
No obstante, al cruzar el umbral supo que estaba equivocada. Amor por ella llenaba la
estancia.
Finalmente recordó sus sentimientos habituales, al estar con personas cuyo único objetivo
había sido protegerla, hacerla feliz. Ella había sido la niña de sus tíos, y éstos la habían guardado
como un tesoro. Incluso ella y sus padres se habían mostrado mutuamente indiferentes de vez en
cuando, pero en aquel lugar jamás había experimentado esa sensación.
Nada de esto era un recuerdo. Estaba intensamente presente en la habitación. Rose se sentía
abrazada, aunque no físicamente. Alguien que sabía más que ella la protegía. Su protección había
sido tan completa que ella ni siquiera se había dado cuenta... excepto en aquel mismo momento.
De no haber sido por la presencia de la señora Hale, Rose habría llorado de gratitud. Todo lo
sucedido anteriormente había dejado de ser importante. Tal vez transcurrieron veinte años, veinte
años entre ella y la voz de la propietaria.
—Lo siento —dijo automáticamente Rose—. ¿Qué decía?
—Decía que ya están aquí. —La señora Hale estaba de pie junto a la ventana—. El
matrimonio que ha reservado esta habitación. Están entrando el equipaje. Tendremos que bajar.
—¡Oh, no podría...! —Era inútil, como si ella fuera la niña de hacía veinte años, deseando
implorar algo que los adultos no iban a comprender. Nadie podía hablar en su favor—. Sí, está bien,
me iré —dijo tristemente.
La señora Hale cerró la puerta en cuanto salieron. Vaciló, pareció decidida a no correr
riesgos, y cerró con llave. Se volvió hacia Rose con una sonrisa que negaba sus recelos. Después
frunció el ceño.
—¿Te encuentras bien? —dijo, mirando fijamente a Rose.
Rose no se atrevió a moverse durante un rato. Por fin halló su voz.
—Sí, creo que sí.
—Bien, tienes cara de felicidad. —Mientras aguardaba a que Rose bajara las escaleras, la
señora Hale meneó la cabeza, en un gesto de indiferencia ante las excentricidades de Rose—.
Tienes una cara como si acabaras de descubrir un tesoro.
—Sí —contestó Rose, sin apenas atreverse a hablar por temor a que la sensación
desapareciera—. Quizá lo he encontrado.
¿Debía aventurarse a salir de la casa? Si lo hacía, ¿no se expondría al despojo? Nada más
salir a la calle supo que no se hallaba en peligro. Su sonrisa se desplegó al sol. El cielo parecía más
extenso, azul inmaculado.
—Bueno —dijo la señora Hale desde la puerta—, ha sido una agradable sorpresa verte. Me
alegra que el regreso te haya hecho feliz.
El tono de la señora Hale era indulgente, casi de disculpa, pero Rose apenas lo oyó mientras
corría hacia el paseo. Tras la menor de las vacilaciones, metió la mano en el bolsillo. Dudar era
desleal. Echó el tubo de Librium en una papelera, junto a una agotada botella de jerez, y siguió
caminando por la brillante calle. Había alguien a ambos lados de Rose, protegiéndola. Mirarles
habría sido superfluo. Ella sabía que estaban allí.

XXVI

Rose despertó solitaria.


Había soñado con una pelea en un grisáceo lugar donde confines y formas variaban como
niebla. Todo estaba oscuro: los participantes, la razón de la pelea, el resultado de ésta... Lo único
que vio Rose fue que uno de los participantes era traicionero y detestable. Luego había tenido el
vislumbre de algo con patas que buscaba su presa. La red del animal eran los espacios entre las
estrellas, y su sustancia era mucho más oscura, e inimaginable. Al abrir los ojos para huir de la
sombra de los sueños, Rose notó que estaba sola.
No era únicamente el lado de la cama que ocupaba Bill: toda la casa parecía estar vacía.
Rose empezó a respirar lentamente, intentando calmarse antes de que sus nervios se pusieran tensos.
El sol atenuaba las cortinas, alisaba las paredes. La habitación era una brillante caja cuyo vacío no
aliviaban los muebles.
De repente se tranquilizó. Sus guardianes estaban cerca. No distinguía personalidades
individuales, pero percibía vigilancia. Estaban vigilándola. Bill debía haberse ido a trabajar, mas
ella no tenía clases hasta la tarde. Podía relajarse.
Abrió las cortinas y contempló el otoño. La niebla, una penumbra del Mersey, cubría la
hierba junto a la alameda. La niebla llenaba los perfiles de los árboles en el extremo opuesto del
campo, igual que un espectro de luz.
Decidió dar un paseo hasta Fulwood Park. Las lentas llamas del otoño iban consumiendo el
verde de los árboles. Las hojas se estremecían con la brisa y caían como escamas de pintura para
revelar el bosquejo preliminar de las ramas. El sol anidaba en el follaje, encendiendo los colores.
Un pájaro aleteaba sobre el tronco de un árbol, en busca de insectos... y luego cayó, porque era una
hoja muerta. Las hojas raspaban el camino como papel de estaño. Rose se sentía melancólica,
resignada. ¿También sus facultades agonizaban?
Southport le había proporcionado paz. Una sesión de acupuntura (agujas que hormigueaban
como una migraña en sentido inverso) había hecho que su paz fuera explicable para Bill. Un día
había errado por el campo que había junto al Mersey, y había sentido la inminencia de una
revelación, algo que involucraría al máximo sus nuevas facultades. Todas las cosas le habían
parecido cercanas y absolutamente claras: al otro lado del río, las ventanas rielaban, atravesadas por
la luz del sol; más allá de la incisión del ferrocarril, ventanas sobresalientes componían escenas de
vida doméstica. Las formas de las briznas de hierba se repetían, desarrollaban y transformaban igual
que frases musicales, moviéndose a coro. El sol fluía a torrentes de los costados de un barco de
línea, enorme pero con la elegancia de una nube.
Pero aquel día había ido oscureciéndose, igual que las esperanzas de Rose: aún no, había
murmurado su mente. En el momento presente sólo las palomas se movían en el campo, subiendo y
bajando la cabeza sabiamente, con las alas pulcramente plegadas sobre el cuerpo. Parecían tan
apegadas a la tierra como la misma Rose.
Se sentía casi excesivamente segura con sus facultades. Su forma de escribir armonizaba
perfectamente con la de Bill. Rose había descubierto esa habilidad en su interior... y sin embargo
tenía la impresión de estar imitando a su marido. Se mostraba más abierta con sus alumnos y las
ideas de éstos, más capaz de guiarlos para que expresaran nociones a medio formar, a veces no
explicadas. Pero todo ello trivializaba las facultades de Rose.
Esperó el autobús en Aigburth Road. Una lámpara de sodio relucía como un ámbar
ceniciento. Como mal menor, la resignación de Rose significaba que estaba amoldándose. Tal vez
sus facultades sólo estaban dormidas, a su disposición cuando las necesitara... si Bill volvía a estar
en peligro, por ejemplo. El estaría vigilado, igual que ella. ¿Qué otra cosa deseaba? No le
preocupaba que Diana respondiera o no a su pregunta.
Llegó a la universidad bastante antes de la hora de comer. Los estudiantes se agrupaban en el
campus; los más jóvenes daban la impresión de estar empezando a encontrar su camino. Las
bufandas se agitaban con la brisa. Las hojas se inclinaban hacia Abercromby Square. Rose debía
acordarse de mostrarles, a Jack y Diana, el Bishop’s Palace, en la plaza donde la solitaria estrella
situada bajo una ventana había señalado, según decían, la Embajada Aliada.
Al ver el sobre que estaba sobre su escritorio pensó en Diana inmediatamente, aunque sin
saber por qué. Si Diana le había escrito a la universidad en lugar de a su casa, ¿era que intentaba
sustraer su carta a Bill?
No, la carta había sido echada al correo en Inglaterra, en Manchester. Pero aún así podía ser
obra de Diana. Rose experimentó un repentino deseo de abrir la carta, y al mismo tiempo temor a
sufrir una desilusión. La caligrafía de las señas era extraña: después de «Sra. R. Tierney» las torpes
mayúsculas se hacían mayores y más chapuceras. El sencillo sobre de color castaño tenía el tamaño
normal de un folleto corriente, y eso era lo que contenía.
El papel del folleto también era vulgar. No obstante, un sol del que surgían rayas brillantes
estaba impreso en ambas páginas; sus rayos abarcaban el papel entero, atravesando el texto. Las
líneas perdían claridad hacia los bordes, como si la niebla se hubiera filtrado en los márgenes. En la
portada, el título tenía la negrura y el espesor del alquitrán sobre el fondo del sol impreso:
ARMAMENTO ASTRAL. A continuación, el texto aparecía repartido en párrafos, igual que un
catecismo incuestionable.
Nosotros, Armamento Astral, somos un grupo de personas normales que hemos descubierto
poderes extraordinarios dentro de nosotros mismos.

Creemos que estos poderes no son tan extraordinarios o tan raros como tanta gente piensa.

Creemos que muchas personas tienen poderes aún no descubiertos, poderes que a veces se
denominan psíquicos.

Creemos que usted ha tenido ciertas experiencias, que tal vez no ha explicado a ninguna otra
persona, indicativas de que posee poderes ocultos.

Creemos que esos poderes se desarrollan mejor en grupo, para protegerse contra percances
causados por el pánico o la falta de experiencia. Tal vez usted ya ha sufrido percances que le hacen
recelar del desarrollo de sus poderes sin ayuda.

Creemos que las personas que poseen tales poderes deben unirse para desarrollarlos en favor
del bien común.

Si bien no somos una organización religiosa, creemos que nuestras experiencias como grupo
pueden ayudarnos a comprender y favorecer los poderes de la justicia que se oponen a las fuerzas
del caos.

A continuación el tono del folleto decaía, se torcía, y recordaba a una circular publicitaria:
por favor, escríbanos si está interesado, asista a una reunión, no se hará esfuerzo alguno para
forzarle a que se una a nosotros. Venga y eche un vistazo, pensó Rose, no hay obligación de
comprar. Finalmente, marcada con un sello de goma, aparecía una dirección de Hulme, un suburbio
de Manchester.
Rose conocía Hulme. Ella y Bill habían ido muchas veces al cine Aaben, a ver películas que
raramente llegaban a Liverpool. Hulme era un conjunto de casas y pisos del municipio, un origen
aparentemente adecuado para aquel folleto de aficionados. ¿Pero era correcto despreciar el folleto a
priori?
Rose pensó que no. Aun sin saber cómo habían logrado ponerse en contacto con ella, se
sentía inclinada a creer que eso demostraba que el grupo tenía algo que ofrecerle. Si era Diana la
que les había facilitado su dirección, Rose se enfadaría un poco con ella. Pero le indicaría que Diana
confiaba en Armamento Astral. Rose había escrito a su amiga hacía varias semanas, preguntándole
si conocía a alguien que ofreciera instrucción psíquica. El listín telefónico de Liverpool no le había
servido de ayuda; no contenía nada entre Occleston y Ocean aparte de Occomore, la palabra Occult
no aparecía. Por otra parte, si Diana no había indicado al grupo que Rose estaba interesada,
entonces el mismo hecho de que lo supieran resultaba prometedor.
Su intuición no logró profundizar en el folleto. Cualquier sensación que el texto pudiera
comunicar se perdía en su convencionalismo. Seguramente aquellos individuos eran todo menos
«personas normales»... Pero tal vez no deseaban espantar a miembros potenciales. Si no eran «una
organización religiosa», ¿por qué creían, creían y creían? Tal vez tomaban precauciones para no
enemistarse con ateos.
Las hipótesis no iban a llevarla a ninguna parte. Tenía que hacer más averiguaciones sobre el
grupo, preferiblemente antes de prometerles una cita. No era cuestión de temor, sino de precaución.
Disponía de una fácil excusa para ir allí e investigar la dirección. Llamó a Bill por el teléfono
interior.
—Si no nos vemos antes, nos encontraremos ahí mismo —estaba diciendo su marido a otra
persona—. ¡Ah, hola, Rose!
—Hola. Estaba preguntándome si te interesaría ver la película de Chabrol, mañana en el
Aaben.
—Sí, creo que sí. Tendría que ser por la noche, claro.
—Bien, no hay problema. En realidad estaba pensando en ir antes y mirar tiendas, ya que tú
tendrás clases por la tarde.
—Ojalá pudiera acompañarte. —Rose no supo si Bill había mirado el reloj antes de decir—:
¡Vaya, es casi la hora de comer! ¿Estás en tu aula? Iré a buscarte dentro de un momento.
Rose esperaba que a Bill no le pareciera rara su llamada telefónica hecha justamente antes
de la hora de la comida. Al colgar el teléfono, se alegró de que el aparato hubiera cumplido con su
misión, haciendo imposible que su marido le viera la cara.

XXVII

«En cierto lugar de Inglaterra se levanta una pequeña vivienda. Tiene exactamente el mismo
aspecto que el resto de casas de su calle, y que millones de otras casas. Sin embargo opino que es la
casa más diabólica del mundo. Confío en que este libro aclare por qué prefiero no explicar dónde se
halla.»
Rose pensó que era un buen principio, en cierto sentido: un principio conciso, con palabras
sencillas, calculado para que el lector volviera la página. Un inicio profesional. Parecía ideado para
atraer al lector ocasional en los quioscos de las estaciones. No obstante, Rose no tenía derecho a
quejarse, puesto que había cogido el libro para leerlo en el tren.
Al ver que le aguardaba media hora de espera en Lime Street, había dado un paseo hasta la
biblioteca, sin esperar que todavía estuvieran reservándole el libro. Al parecer nadie más lo había
solicitado. Indudablemente Rose precisó cierta dosis de valor para preguntar: «¿Tienen Violación
Astral?»
Poco quedaba de la sobrecubierta. Alguien debía haber usado las solapas como señal al dejar
de leer. El fragmento pegado al cartón de la tapa decía únicamente Violación Astral, por Hugh
Willis. Rose dio la vuelta al libro mientras miraba por la ventanilla del tren.
Los límites del paisaje estaban ocultos por la niebla. Los extremos más alejados de las calles
parecían abrasados, transformados en humo de la noche a la mañana. El sol era un encogido disco
de vidrio o metal. Cuando el tren salió de la ciudad, la niebla avanzó, disolviendo los amarillos
campos. La hierba tenía un aspecto senil a causa de la escarcha. Al cabo de un rato, Rose abrió de
nuevo el libro y pasó por alto el resto del prólogo, cuya vaguedad pretendía indudablemente ser
tentadora. Capítulo primero: El sacerdote maléfico. ¡Dios mío!
«La época victoriana fue una era de injusticia social y reforma social, de altos ideales y
secretos vicios, de revoluciones industriales y políticas, de Richard Wagner y de Thomas Hardy, de
Van Gogh y de Jack el Destripador. En Inglaterra fue una magnífica época de descubrimientos
científicos... pero también la gran era del ocultismo.
»Fue la época de las sociedades secretas, y de las sociedades que requerían a los nuevos
miembros que pronunciaran juramentos ocultos y practicaran rituales y disciplinas secretas...»
Rose recorrió el resto de la página: los rosacruces aún florecían, las librerías seguían
vendiendo libros de madame Blavatsky, que introdujo doctrinas tibetanas en Occidente y fundó la
Sociedad Teosófica.
«Estas sociedades, por lo que sabemos, no han hecho mal alguno... pero una de ellas dio a
conocer a los dos practicantes de la magia negra más siniestros que han existido. Uno de ellos fue
Aleister Crowley, al que los periódicos llamaban el hombre más inicuo del mundo. El otro, aún
peor, constituye el tema de este libro.
»La orden hermética del Golden Dawn —hermético significa “mágico” y “cerrado” al
mismo tiempo— fue fundada en 1887 por un forense de Londres, el doctor Wynn Wescott, junto
con William Woodman, masón y ocultista, y Samuel Liddell Mathers, que más tarde sería
conservador del Museo Horniman.»
A continuación se relacionaba una serie de miembros: el poeta William Butler Yeats, al que
se concedió el Premio Nobel, la esposa de Oscar Wilde, autores de literatura ocultista —Algernon
Blackwood, Arthur Machen, Sax Rohmer, Bram Stoker—, Sir Gerald Kelly, presidente de la
Academia Real, Florence Farr, directora del Abbey Theater. Al ingresar en la orden, todos juraron
«proseguir con celo el estudio de las ciencias ocultas». Rose empezaba a pensar que estaba en
buena compañía.
La Golden Dawn se dividía en Externa e Interna. Al acceder a la Orden Interna, tras haber
pasado por una serie de iniciaciones rituales, los miembros debían pronunciar otro juramento. Entre
otras cosas, debían declarar su intención de «llegar a ser más humanos». Ello debió atraer en
particular a un clérigo inglés, Peter Grace.

Resulta difícil investigar la vida de Grace antes de que se uniera a la Golden Dawn. Peter
Grace pudo no ser su nombre auténtico, puesto que es imposible encontrar un nombre así antes de
su ingreso en la orden. Es muy posible que sus superiores eclesiásticos ordenaran su discreta
eliminación de los registros; Grace se jactaba de que aquéllos le repudiaron con sumo placer.

En otra época tal vez habría sido un visionario. Pero en sus tiempos, cuando la iglesia creía
prudente apelar al racionalismo, Grace era un estorbo, un caso de retroceso que pronunciaba feroces
sermones contra la creciente amenaza de la ciencia, a la que consideraba como destructora del alma
y el mundo del hombre. Odiaba especialmente la psiquiatría, «el ladrón de la chispa divina del
hombre».

Al empezar a afirmar que tenía visiones del mundo asolado por la ciencia, y al negarse a
desmentirlas cuando fue requerido por su obispo, Grace fue trasladado a una remota parroquia en la
que, presumiblemente, su presencia resultaría menos molesta. Pero Grace abandonó la iglesia y se
unió a la Golden Dawn.

¿Hubo algo notable en el ascenso de Grace en la Orden? No subsiste prueba alguna de que
así fuera, aunque algunos poemas de Yeats contienen veladas referencias a visiones del ex
sacerdote. Volvemos a encontrarle, tras haber alcanzado el grado de Adepto, en 1900. Con el
nombre de Pater Luminis —Padre de la Luz— empezó a poner en duda los objetivos de la Orden.
En una carta, reta a Mathers a dirigir la Orden hacia una meta más positiva (según su concepto del
término). «Nuestro objetivo no debería residir en ser más humanos, puesto que ya lo somos, sino en
hacer consciente a la humanidad de la conspiración de la ciencia, la política y las iglesias para
reducir al hombre a una criatura experimental, un peón que hay que desplegar.»

En la misma carta, Grace describe sus visiones con más amplitud.

«Mi alma es capaz de volar a un lugar donde veo el futuro. Ese lugar no tiene paredes como
las habitaciones, a menos que yo las forme. Mi cuerpo es limitado, pero no mi alma, y así debe ser.
Allí veo el futuro, como si estuviera en una galería de pinturas.»

Tal vez exageraba para impresionar a Mathers, ya que le obsesionaba poner en tela de juicio
el mando de éste. Creía que Mathers, que afirmaba haber conocido astralmente a los «Jefes
Secretos», de la Orden, estaba impidiendo conscientemente que la Orden investigara la proyección
astral. «¿Es timidez lo que produce tal falta de celo», pregunta Grace posteriormente en la
correspondencia que ambos hombres mantuvieron, «o el viejo truco del perro del hortelano?»

Las páginas siguientes explicaban la proyección astral. Rose se las saltó, aunque un párrafo
atrajo su atención: «Definitivamente, no hay que arriesgarse a una proyección astral sin supervisión,
porque la experiencia, igual que ciertas drogas, puede liberar material reprimido o atávico del
subconsciente.» El subconsciente de Rose debía estar muy controlado, puesto que ella no había
experimentado una liberación así.
«En una carta, al parecer para intentar convencer a Mathers de la urgencia de sus propuestas,
Grace describe ampliamente una visión. “Los conspiradores harán que los hombres se agarren por
el cuello unos a otros. Los hombres cavarán hoyos para que los maten allí. Los que se salven de las
armas quedarán tullidos. Las naciones edificarán un falso orden a partir de este caos. De este
incluso reparto del botín nacerá una miseria peor. Los hombres tendrán que luchar de nuevo, se
atacarán unos a otros desde el aire. Tendrán que esconderse bajo tierra en busca de refugio. Nada
terminará con esta carnicería como no sea la devastación, comparada con la cual el fuego del
infierno es un cirio.” Pese a su vaguedad, parece una predicción notablemente exacta de las dos
guerras mundiales.»
Mathers no se impresionó; por lo menos, no lo demostró. «No toleraré nuevas tentativas de
interferir en la jerarquía de la Orden.» Pero la Orden ya sufría el problema de las divisiones.
Crowley incluso retó a Mathers a un duelo mágico. Quizá Grace viera aquí la oportunidad de luchar
por la jefatura, pero fracasó. No logró siquiera levantar su propio templo en las afueras de Londres
y llevarse con él a ciertos miembros, entre ellos Crowley.

No obstante, al salir de la Orden, reunió a un grupo de experimentadores ocultistas en una


pequeña población campestre. Al principio denominó Templo de Anubis al lugar donde se reunían,
a pesar de que se trataba de una vivienda vulgar unida a otras casas. (En Bradford había un Templo
de Horus. Y el templo de Isis-Urania, la primitiva sede de la Orden, era simplemente un conjunto de
habitaciones en una callejuela de Londres.) Al cabo de poco tiempo, empero, Grace declaró que no
debía nada a la Orden, porque «sus miembros están demasiado atentos a sus ombligos como para
ver lo que es preciso hacer». Le gustaba jactarse de que sus objetivos eran esenciales y únicos.

Su meta fundamental era la inmortalidad personal.

Pese a lo que pudiera haber explicado a sus seguidores, dicha meta no incluía a éstos.
Aunque generalmente tenía cuidado de ocultar sus sentimientos, Grace consideraba que sus
partidarios eran, en el mejor de los casos, aprendices a su servicio. Parece probable que la pequeña
población donde se estableció se encontrara cerca de su parroquia original, y quizás algunos
seguidores eran parroquianos que le habían pedido consejo respecto a temas ocultistas. Expertos en
estos temas se unieron a Grace con el transcurso del tiempo, atraídos por los rumores de sus
experimentos, pero el ex sacerdote no tenía muy buena opinión de ellos. Al parecer, y pese a sus
alardes, Grace seguía añorando la Golden Dawn, tal vez porque la consideraba como una
comunidad de iguales.

Nuestro conocimiento de los experimentos de Peter Grace procede de un documento otrora


famoso: Las confesiones de un mago reformado. Publicado anónimamente en la década de 1920, se
supuso que el folleto había sido escrito por un hombre que practicó, según sus propias palabras,
«magia negra» antes de entrar en un monasterio como penitencia. La lectura del texto llegó a estar
de moda, y durante algún tiempo se buscó ansiosamente ejemplares del mismo, puesto que describía
secretos de la orden de Crowley, la Argentum Astrum. Pero alguien observó que el dirigente
ocultista descrito en el folleto no se parecía a Crowley, y el interés menguó rápidamente.

El ocultista era Grace, y esta era su descripción:

«A primera vista parecía un clérigo modelo: altura superior a la normal, delgado y recto de
espaldas. Su cara siempre reflejaba calma, era como una bendición. Su cabello y cejas eran de color
blanco puro. Su voz era tan suave y apacible que parecía escucharse en un sueño. Pero ahora creo
que él andaba tan erguido porque era inflexible y no pensaba inclinarse ante los que consideraba
inferiores. Tenía la tranquilidad de la persona que no le importa ser oída, de manera que el oyente
ha de esforzarse por escuchar, como si sus palabras fueran preciosas. Sus ojos siempre eran dulces,
pero esta dulzura era la del hombre sabedor de que va a ser obedecido. Quizá sus ojos conspiraban
con sus palabras para influir a los que estábamos con él, a sus seguidores. No obstante, ¿puede Dios
permitir que te entregues al mal contra tu propia voluntad?»

Rose siguió saltando páginas. «La inmortalidad siempre ha sido el gran sueño de la raza
humana. Los alquimistas buscaron el elixir de la vida, y en la actualidad los cirujanos...» Se
encontraba a mitad de camino de Manchester, pero sólo había avanzado algunos capítulos del libro.
«Quizá no haya pecado en la búsqueda de la inmortalidad, pero lo había en los métodos de
Grace.
»Grace despreciaba la inmortalidad del cuerpo por considerarla absurda. La clave era la
reencarnación. No obstante, la reencarnación tal como solía entenderse en general —volver a nacer
sólo para tener que aprender de nuevo el mundo— ya no bastaba. Grace estaba convencido de que
adeptos como él mismo encabezarían una revuelta contra la «Ciencia Destructora y sus lacayos,
Religión y Política». Su paranoia fue en aumento, tal vez debido a que sus esperanzas habían sido
traicionadas, primero por la iglesia y luego por la Golden Dawn. Creía que los adeptos no debían
morir, ya que sus seguidores podían traicionarles después de la muerte.
»Su plan para renacer era simple y terrible. Puesto que era capaz de abandonar su cuerpo,
pensaba que podría entrar en otro cuerpo si vencía a la personalidad de éste. Un bebé no debía ser
adversario para él. Fue convenciéndose cada vez más de que, para triunfar, debía disponer su
muerte en una de las diversas fechas calculadas mediante fórmulas mágicas. Todo ello lo sabemos
gracias a una carta a Crowley.
»Así pues, por más increíble que parezca (pero demostrativo del dominio que tenía sobre sus
seguidores), Grace instruyó a algunos de sus partidarios en proyección astral, para descubrir si era
capaz de entrar en sus cuerpos mientras estaban “vacíos” y hacer que se comportaran según su
voluntad.»
Rose se estremeció como si la hubieran despertado bruscamente. El libro se cerró en su
regazo. Había visto su cuerpo sentándose en el círculo de alumnos de Ananda Marga. Varias
cabezas oscilaban en los respaldos, un tic nervioso que se había hecho epidémico. Las casas
flotaban, despojadas de sus cimientos. La capa de escarcha embebía el color de los campos, para
alimentar su apagado fulgor. Rose deseó ver al menos un rostro.
Al cabo de unos instantes empezó a saltar de página en página. Finalmente una frase llamó
su atención.
«Entonces, como para ayudarle a desarrollar su creciente poder, el azar le ofreció una
víctima menos dispuesta que sus seguidores: una niña fugitiva, tal vez escapada del reformatorio
cercano.
»La mala fortuna debía estar en vela aquella noche. Entre todos los extraños a que la niña
podía haber recurrido en una población desconocida, ¿por qué eligió a Grace? Indudablemente
debió creer que estaba salvada al ver al hombre alto con aspecto de clérigo que salía de su casa y le
preguntaba si se había perdido.
»Podemos imaginar más detalles de los que el autor del folleto se atrevió a describir: la niña
tentada a entrar en la casa con una promesa de refugio, para ser sujetada y amordazada por los
seguidores de Grace; sus forcejeos al verse en una habitación a oscuras, rodeada de gente cuyo
único objetivo era aterrorizarla, asaltarla con su energía psíquica, lo único realmente útil para Grace.
Quizá la niña vio que el hombre con aspecto de clérigo se tendía a su lado y se convertía en un
aparente cadáver. Tal vez sintió frenéticas ansias de escapar, de morir, si no había otro camino. Sin
duda, hacerla salir de su cuerpo resultaría fácil para los seguidores de Grace.
»Al cabo de un rato la niña dejó de resistirse, y sonrió.
»El autor del folleto jamás olvidó aquella escena, pese a sus años de esfuerzos. La niña, que
apenas tenía diez años, se levantó y paseó por la habitación con la espalda muy erguida, como si
imitara a un tío muy querido. Cuando empezó a hablar, varios seguidores de Grace sufrieron tal
consternación que se taparon los oídos. La voz seguía siendo la de la niña, pero no sus palabras, ni
el tono. Asumiendo una postura que parodiaba la de un sacerdote, pero que paralizó a los oyentes en
actitudes de temerosa atención, la niña pronunció un sermón con su chillona voz, sonriente mientras
las frases se hacían más largas y rotundas. Empezó diciendo: Yo soy la resurrección del alma.
»Al cabo de unos instantes, la niña se puso a caminar a zancadas, igual que un actor en el
escenario, sonriendo dulcemente y declamando. Grace estaba complacido con su nuevo juguete.
¿Acabó por cansarse del juguete, o acaso éste se desplomó, exhausto por las exigencias de Grace?
Lo único que sabemos es que la niña cayó súbitamente como una marioneta después de la
actuación, mientras Grace se movía y despertaba con una sonrisa en los labios. Pero la niña había
muerto.»
Rose miró por la ventanilla. La niebla estaba aclarando. Los edificios se aglomeraban junto
al ferrocarril. El color de los jardines parecía húmedamente refrescado. La estación de Warrington
estaba atestada de rostros sólidos y fiables... pero dieron la espalda a Rose cuando tomaron asiento,
y ella sólo vio las coronillas, excesivamente cubiertas de pelo e inexpresivas, en ningún modo
sociables. Le costó un rato volver al libro.
En un principio Grace consideró la muerte de la niña como una derrota. Tal vez se resintió
por lo inesperado del hecho, o quizás había esperado usar a la criatura en nuevos experimentos. No
obstante, no pasó mucho tiempo antes de que describiera el accidente como un golpe de fortuna,
porque (opinó Grace) había tenido la eficacia de un sacrificio.
Grace afirmó que sus experimentos, y en particular el fallecimiento de la niña, habían
atraído seres que deseaban que triunfara. Conversó con ellos en su sueño, o fuera de su cuerpo. Le
prometieron la facultad de poseer cualquier cuerpo a voluntad. Grace manifestó que otras personas
que en el pasado habían buscado la inmortalidad estaban determinadas a renacer. Se autodenominó
«Caudillo de la Resurrección».

Gran parte de sus seguidores consideraron que se había vuelto loco, y parece obvio que así
era. Quizá las reuniones nocturnas en que aseguraba haber participado, en compañía de los muertos
y otros seres, habían trastornado su mente, o tal vez las mismas reuniones eran simples síntomas de
locura.

Los objetivos de Grace se ampliaron. Además de proponer la resurrección de «aquellos


cuyas metas son las mías y que se han aferrado a ellas después de la muerte» (cosa que podría
implicar la resurrección de los personajes más maléficos del mundo), Grace mencionó planes para
expulsar de sus cuerpos a científicos y políticos, desbaratando así la «conspiración». Se trataba de
simple megalomanía, pero el caso es que reforzó la fe de Grace en su triunfo, «vivo o muerto».

Grace fue obsesionándose con la idea de su regreso. «Cuando los conspiradores demuestren
que son capaces de devastar una ciudad entera en un instante, tal vez el mundo les suplique que lo
esclavicen. Pero la hoguera que crearán no será su faro, sino su pira funeraria. Será la señal de que
nosotros, que somos más que humanos, estamos preparando nuestro triunfo.»

Por entonces la paranoia de Grace se había convertido en un odio prácticamente psicopático


a cualquiera que se le opusiese. Un odio que sólo se expresaba cuando bajaba la voz, con una falta
de vida en su tono que, según el folleto, resultaba tan aterradora como cualquier otro rasgo de
Grace. «El mayor poder del mundo es el odio», solía decir en sus últimos días. «Hay que aprender a
odiar. Aférrate a tu odio y aprende a usar su poder.»

En esa época varios de sus seguidores le habían abandonado, no sólo huyendo del grupo
sino también de la población. Los que permanecieron con él tal vez temían que Grace los encontrara
y robara sus cuerpos mientras dormían.

Finalmente Grace les exigió demasiado. Una mujer dio a luz a un niño que el mago reclamó
para sus experimentos. Deseaba asegurarse de que el bebé podía contener su maléfica personalidad
sin destruirse. La madre debía tener pánico de Grace, o estaba hipnotizada por él, porque le llevó el
niño la misma noche en que recibió la orden.

Sólo nos es posible deducir lo que ocurrió luego. Indudablemente los seguidores de Grace ya
estaban hartos, y huyeron con el niño antes de que sufriera daño. El cadáver del ex sacerdote fue
encontrado al pie de las escaleras, con el cuello roto. ¿Lo lanzaron por la escalera mientras el
espíritu de Grace se hallaba en otra parte? Una cosa es cierta: los partidarios de Peter Grace se
alegraron de que los secretos de éste, que no había revelado a nadie, murieran con él.

Me gustaría creer que al fin los seguidores de Grace prestaron atención a sus conciencias,
pero tal vez no fuera éste su motivo. De acuerdo con el folleto, los miembros psíquicamente mejor
dotados del grupo se volvieron contra su maestro porque «después de matar a la niña vislumbraron
un horror que se aproximaba entre la red de las estrellas».

Absurdamente, Rose notó que se había tranquilizado. Grace, el villano de la obra, había
muerto. Y en ese caso, ¿por qué el libro no acababa en ese punto? ¿Por qué le quedaban aún tantas
páginas por leer? Siguió hojeándolo. Los edificios desaparecieron de la vista, inundados por la
niebla.
«Pasado un tiempo, la casa fue ocupada de nuevo, pese a su mala fama. Aunque habían
prometido continuar en la vivienda en caso de que Grace muriera, los partidarios de éste
incumplieron intencionadamente la promesa.
»El folleto finaliza con una anécdota. Todos los seguidores de Grace, excepto uno,
fallecieron sin descendencia; al parecer habían temido que su maestro volviera a nacer. Sólo un
matrimonio tuvo un hijo. No tenemos más que su palabra sobre lo que sucedió después, y es posible
que los cónyuges estuvieran mentalmente desequilibrados tras sus experiencias con Grace. Muy
probablemente, aterrorizados por el posible regreso del mago, mataron al niño.
»El padre hizo las veces de comadrona, y tal vez la madre estuviera confusa respecto a lo
que sucedió. Sin embargo, ambos juraron que el bebé, en el momento del nacimiento no empezó a
llorar, sino a chillar. Murió en cuestión de minutos. Los padres juraron también (naturalmente quizá
sólo intentaban justificarse) que el bebé falleció “mientras intentaba pronunciar su nombre”.»
La niebla se acumulaba delante, succionando el color de los campos. No había nada sólido a
excepción de elevadas y delgadas formas llenas de huecos: árboles, o torres metálicas. Las uñas de
Rose dejaron su marca al pasar más páginas. Capítulo Nueve: La perpetua amenaza.
«Mi interés por Grace y sus actividades proviene de dos hechos aparentemente inconexos: el
descubrimiento de un cadáver y la muerte de un hombre de edad madura.
»Décadas después del fallecimiento de Grace, se encontró el cadáver de una niña enterrado
en las afueras de la pequeña población. El veredicto del jurado indagatorio fue que la niña había
muerto hacía cincuenta años, al parecer por causas naturales. Ahora estoy seguro de que se trataba
de la niña asesinada por Grace.
»El hombre de edad madura falleció poco después del descubrimiento del cadáver. Fue
encontrado en la parte delantera de su casa, supuestamente tras haber caído por las escaleras y no
poder llegar a la puerta para pedir socorro. Su muerte fue atribuida a un ataque cardíaco. El forense
afirmó que la tensión de sus esfuerzos debió deformar su rostro, confiriéndole una expresión similar
a la provocada por el miedo.
»Es posible que yo no hubiera investigado el caso si la prensa sensacionalista no lo hubiera
publicado. Un periodista se las arregló para localizar a un amigo del muerto, que afirmó que éste
había sentido un creciente temor a la casa que habitaba. No había explicado por qué a su amigo,
pero la vivienda “siempre ha tenido una molesta reputación”.
»En aquella época yo era un periodista al que gustaba escribir sobre hechos sobrenaturales e
inexplicados...»
¿Era un canal lo que había pasado debajo del tren, o asfalto, oscuro y reluciente? Manchester
estaba cerca. La mirada de Rose avanzó presurosa sobre los párrafos.
«En la actualidad creo que el descubrimiento del cadáver de la niña despertó algo en la casa
de Grace. Quizá, ya que falleció antes de lo que planeaba, Grace se encontraba menos libre de lo
que hubiera deseado y atrapado en el lugar de su fallecimiento. Su espíritu debió emponzoñarse allí
durante décadas. ¿Quién sabe por qué el hallazgo de la niña le permitió manifestar su presencia? Es
posible que un vestigio del terror de la niña estuviera aferrado a su cuerpo, y despertara a Grace...
»Mi primera visita a la casa me sugirió parte del poder que seguía acechando allí. En la sala
de estar encontré un manoseado ejemplar del folleto Las confesiones de un mago reformado.
Diversas frases habían sido temblorosamente subrayadas, en especial una que se repetía varias
veces: la habitación de arriba, donde Grace realizó sus experimentos. Subí la escalera...
»El aspecto de la vivienda era exactamente igual que el de millones de casas similares
construidas a principios de siglo, indefinido y más bien miserable, con el húmedo ambiente
característico de un lugar desocupado. Pero había algo desagradable. Mi trabajo me había hecho
muy sensible a los ambientes, pero allí había algo más que un ambiente. Tuve la impresión de que la
estructura de la casa había cambiado, como si los muros estuviesen podridos dentro de su envoltura
externa.
»Al llegar a la habitación de arriba escuché algo que se movía dentro de las paredes. No era
un ratón, puesto que parecía mucho más grande y carnoso. Me pareció que aquello estaba
moviéndose a tientas bajo la superficie de las paredes, intentando hallar una grieta por la que
escabullirse...»
Rose pasó las páginas con excesiva rapidez. ¡Deprisa, es Manchester! El tono del libro era
desagradablemente histérico, le hacía sentirse delirante, irritada... pero no sabía el porqué. La niebla
acechaba en su hombro. Bien, sólo quedaba otro capítulo: La resurrección del mal.
«Cuando terminé de escribir este libro, creí que eso era todo.
»Fui a la casa para una última inspección. Deseaba estar tan seguro como fuera posible de
que lo mejor era no incendiarla. Creía, y sigo creyendo, que destruir la casa sólo habría servido para
liberar a lo que estaba atrapado en ella.
»No debí volver. El aguardaba. Sabía que yo había escrito este libro y pretendía
aterrorizarme para que lo destruyera. Gracias a Dios, ya lo había enviado al editor.
»Su perversidad ha ido en aumento a partir de su muerte, alimentada por la locura y sus
compañeros. Los que son iguales se atraen después de la muerte. Seres deformados por su maldad
son sus compañeros constantes. Es como si su corrupción hubiera engendrado un nuevo tipo de
vida.
»He estado en el lugar donde él y sus criaturas se emponzoñan. El me arrastró hasta allí,
fuera de mi cuerpo, aunque no podía destruirme. He visto lo que planea hacer con el mundo...»
El libro fue arrancado de las manos de Rose. El tren había frenado bruscamente. Luces,
turbias a causa de restos de niebla, relucían en las ventanas. Infinidad de carteles repetían OXFORD
ROAD, OXFORD ROAD, OXFORD ROAD. Parte de las palabras se asomaba a las esquinas. Rose
apretó el libro dentro de su bolso, del que sobresalió como si intentara llamar su atención. Que lo
intentara. Ella no imaginaba ningún motivo que pudiera provocarle el deseo de abrirlo de nuevo. La
obra le había hecho sentirse mareada y nerviosa, y sin razón concreta. Su disgusto era casi odio.

XXVIII

El canal gris en que se zambullían las escaleras de la estación era una calle. Cerca, en la
carretera, los faros de los coches embestían a la niebla. En lo alto de una torre rielaba la esfera de un
reloj, una confusa y hierática máscara.
Rose avanzó por los adoquines y atravesó un arco que servía de apoyo al ferrocarril. La
oscuridad se adhería como hollín a la parte inferior del arco. Algunos arcos estaban cercados por
muros, y varios de ellos tenían puertas. Detrás de una de ellas diversos coches estaban siendo
desguazados. El metal chirriaba sin cesar bajo el resplandor de un tubo fluorescente.
En las estrechas calles se alineaban fábricas y almacenes, una multitud de ladrillos rojos
interrumpidos únicamente por hileras de ventanas idénticas. Algunas ventanas parecían estar
recubiertas de niebla. Varios locales vacíos, con paredes recubiertas de pintura grasienta, se veían al
pasar. Rose no distinguió a nadie en aquellos lugares.
Creía saber a dónde iba. Andaba deprisa, aunque la niebla le hacía pensar que no era así, y
confería un aspecto tétrico, oscuro y opresivo a los edificios. Sobre un muro se agitaban unos
andrajos, atrapados por los espinos de una alambrada. Al otro lado de ésta había un canal negro
como melaza, con los bordes mellados por desechos. El sol yacía en su superficie como la tapa de
una lata.
Delante de Rose brillaba como si fuera una blanqueada embarcación, un edificio con
muchas ventanas. Dio la vuelta junto a un garaje sobre el que flotaba el luminoso huevo de un
anuncio de Esso. Las ventanas fueron haciéndose menos frecuentes y los ladrillos acabaron por
unirse. Gruesas cuerdas que parecían empapadas pendían de los pisos superiores. Un olor a goma se
colaba entre la niebla. Alrededor de Rose gemía la maquinaria de manera uniforme, si se
exceptuaba el ruido del desagüe de un canal.
La bruma estaba enturbiando su sentido de la dirección. Quizá debía preguntar para no
perderse. Pero las calles se encontraban desiertas, igual que los patios interiores al otro lado de las
atrancadas puertas, donde se guardaban diversos vehículos. El vapor silbaba a través de los
respiraderos de los patios. Un hombre asomó la cabeza por una jaula de vidrio dentro de una oscura
entrada, pero su aspecto no era alentador, parecía más bien una figura de cera abandonada después
de una exhibición, todavía apuntalada en las tinieblas. ¿Había alguien descendiendo por una
escalera de incendios? Los peldaños resonaban. Pero cuando Rose llegó a la escalera, nada había en
ella a excepción de varios pisos de idénticas y cerradas puertas.
Al salir de la zona de fábricas, la niebla aclaró. Un camión amarillo con elevador de carga
erraba por allí, quizás escogiendo aparcamiento. Algunos autobuses transportaban iluminadas
muchedumbres entre la niebla; relucientes rostros que iban a la deriva sobre los tejados. Rose tuvo
que forzar la vista para hacer que los pilares del paso superior fueran más visibles que la bruma.
Al otro lado de un paso subterráneo para peatones, en una concavidad situada bajo el paso
superior, adoquinadas dunas, escamosos dorsos de reptiles enterrados, aguantaban las columnas.
Cuando Rose llegó a él, camino de Hulme, una mujer salió dificultosamente de la oscura boca,
arrastrando una abultada bolsa de plástico negro.
—Sí, encanto —jadeó la mujer—. Suba y gire a la derecha. Continúe en línea recta durante
un buen rato y llegará a Partington Street, si es que aún sigue existiendo.
La mayor parte de las calles, más allá del subterráneo, tenían forma semicircular, largas y
monótonas curvas de tres pisos de rojos ladrillos. Las que eran rectas quedaban interrumpidas por
intersecciones, con la ayuda de la niebla. Calles enteras estaban como amuralladas, con infrecuentes
ventanas tapadas con cortinas como únicas excepciones. En estrechas franjas de césped, rotos
arbolillos se apoyaban unos en otros. Algo similar a una lápida sepulcral advertía PROHIBIDO
JUGAR A LA PELOTA.
¿Le habrían dado una orientación errónea? Por todas partes había callejuelas abandonadas
que llenaban los huecos entre las calles. Las más alejadas eran una abstracción bajo la bruma. Sin
embargo, tendría que encontrar el lugar, ya que había llegado tan lejos. Los efectos del libro iban
desvaneciéndose. Tal vez habían sido el resultado de leer en un tren con poca luz.
Algunos semicírculos estaban dotados de balcones de corte cuadrado construidos con los
mismos ladrillos rojos. Las ventanas estaban abiertas, pero nadie se asomaba a ellas. La niebla
reptaba en torno a las habitaciones vacías. Un rostro iba siguiendo los movimientos de Rose,
oscilando de ventana en ventana a lo largo de una calle entera. Ella no cesó de repetirse que se
trataba de un reflejo del mortecino sol.
¿Dónde se hallaba la carretera para ir al centro? Rose miró por encima de su hombro, pero
no había nada aparte de estratos de calles, y algunas tal vez eran nebulosos espejismos. Todo era por
culpa de la niebla, que le había robado su sentido de la dirección y que parecía haber inundado sus
oídos hasta el punto de no poder oír los orientadores sonidos del tráfico.
¿Había oído el ruido de un vehículo? Podía ser grande y estar lejos, o pequeño y estar cerca.
Después de unos pasos más vio que no estaba sola. El siseo de ruedas era tan regular como el
movimiento de un limpiaparabrisas. Había encontrado la carretera.
Apretó el paso hacia una calle de viviendas municipales, dos cajas de hormigón de dos pisos
apretujadas tras desplomadas vallas y jardines cubiertos de yerbajos. Los faros de los vehículos
avanzaban como lentos fuegos fatuos. Al otro lado de un tendedero suspendido a poca altura, como
si fuera una cuerda para saltar, un montón de cartas yacían diseminadas sobre un enmarañado jardín
igual que un frustrado truco de naipes. Un arrugado cartel decía INTRUSOS FUERA en letras casi
tan grandes como la casa que desfiguraban. Y el nombre de la calle: Partington Street.
Si el sentido de orientación de Rose la había llevado hasta allí, sólo había sido para
desilusionarla. La calle estaba muerta. Ya había pasado la dirección del folleto. Irritada, desanduvo
el camino.
Tal vez la casa estuviera en alquiler. Las ventanas estaban tan sucias que no se sabía si lo
que las tapaban eran hojas de periódico o cortinas descoloridas. El jardín era un barrizal, cubierto de
rastrojos y marchitas briznas de hierba. Astilladas tablas de la valla sobresalían de ésta como si
fueran huesos rotos. Un avión de juguete con las alas partidas tenía hundida la proa en el barro.
Suponiendo que Armamento Astral ocupara la casa, el aspecto de ésta no favorecía mucho
su imagen. Aunque quizá no fuera justo pensar así. Si estaban entregados al ocultismo, ¿iban a
preocuparse por las apariencias?
Rose abrió la puerta de la cerca, que osciló y quedó torcida. Si los de Armamento Astral
continuaban allí (suponiendo que no hubieran sido desahuciados como ocupantes ilegales), en nada
iba a perjudicarle averiguar qué tipo de personas eran, y cómo se habían puesto en contacto con
ella. En cuanto quisiera marcharse, tendría la excusa de ir a buscar a Bill.
La puerta del cobertizo del jardín yacía apoyada junto a la entrada, igual que una ramera. En
el interior, la parte superior de los arbustos parecía tener bultos de polvo en los delgados tallos. Pese
a todo, las descoloridas superficies internas de las ventanas de la casa eran cortinas. Tal vez había
luz detrás de ellas, o simplemente era el insidioso fulgor del apagado sol.
Al levantar la rígida aldaba, ésta casi se quedó en su mano. Los tornillos se insertaban en
madera podrida. Rose dio unos cuantos golpes, y aguardó nerviosamente. ¿Y si el llamador hubiera
caído, dejándola paralizada en una pose de payaso? La aldaba seguía a punto de caer.
Nada más abrirse la puerta Rose supo que había perdido el tiempo. El hombre que surgió
ante ella era de edad madura y ofrecía un aspecto andrajoso. El inclinado cigarrillo de su boca vertía
ceniza sobre las solapas de una holgada chaqueta azul cuyos codos parecían pulidos. Mientras el
hombre miraba ceñudo a Rose, sus ojos chispearon cautelosamente. ¿Acaso pensaba que ella venía
a desalojarle de la casa?
—¿En qué podemos servirla? —preguntó.
—Perdone, debo haberme equivocado de dirección.
—Es posible que sí y es posible que no. No lo sabremos a menos que me diga qué desea.
La severidad de aquel hombre divirtió a Rose, le recordó a ciertos hombrecillos
uniformados: cuanto menores eran sus responsabilidades, tanto más pomposos e inflexibles se
mostraban.
—Pensaba que me habían enviado un folleto desde estas señas —dijo Rose.
—Sí, es cierto. —El hombre volvió a mirarla con el ceño arrugado bajo su espeso cabello
rojizo, que colgaba sobre su frente igual que paja mohosa—. Bueno, será mejor que entre, ¿no? —
dijo terminantemente.
Detrás del hombre había una alargada cocina. Descoloridos armarios empotrados mostraban
algunas latas de comida y un rasgado y chafado envase de cereales. Objetos metálicos ocupaban
prácticamente el resto de la pared: un gran fregadero, una cocina todavía mayor, manchada e
indistinta como niebla. La habitación era fría y vacía. En una mesita relucía un trozo de pan con
mermelada roja, que se escurría por la serrada brecha dejada por un mordisco.
El hombre abrió una puerta situada frente a la cocina metálica. La nuca del individuo parecía
despellejada; su pelo había sido cortado justo por debajo de las orejas.
—Es la que le enviaste el folleto —dijo en tono quejoso.
La gran habitación vacía tragó la voz del hombre. Rose vio un destartalado escritorio con un
montón de folletos junto a un sello de goma y un tampón. Era un bosquejo de oficina, una
caricatura. Igual que en la cocina, la pobre bombilla estaba llena de polvo.
Un hombre joven avanzó hacia Rose, sonriente como un vendedor. Su cabello estaba
recogido por una goma, y colgaba entre sus hombros.
—¡Qué sorpresa! —dijo con una voz que pareció henchir su pecho y brotar con una
resonancia desprovista de inhibición, clara como una nota de órgano—. No la esperábamos hoy.
El individuo andrajoso desapareció por una puerta en el extremo opuesto de la cocina. Rose
tuvo la breve visión de una habitación pequeña repleta de penumbra.
—Estaba de paso en el barrio —dijo Rose—. Pensaba hacerles algunas preguntas antes de
comprometerme.
—Por supuesto. —El joven estaba complacido—. Venga.
Atravesaron la pobrísima oficina y cruzaron otra puerta, para entrar en un corto pasillo en
cuyo extremo Rose distinguió otra vez la habitación pequeña y oscura. El hombre andrajoso estaba
hablando en voz baja, al parecer con varias personas. Tal vez se trataba de otro grupo, porque al
subir por la encajonada escalera que ascendía desde el pasillo, Rose vio una polvorienta pila de
folletos en el reducido rellano. OCUPA VIVIENDAS PARA DEFENDER TUS DERECHOS, decía
el folleto, y Rose pensó que se trataba de una consigna poco afortunada.
Las paredes del rellano estaban llenas de puertas, resueltas a superar en monotonía a los
muros. Angostos vidrios llenos de polvo sugerían la penumbra que había al otro lado de las puertas.
Las blanqueadas paredes parecían haberse secado, eran frágiles, habían adquirido una tonalidad
desigualmente pálida como producto de la ausencia de luz. Junto a la abierta puerta del cuarto de
baño, una solitaria y harapienta toalla pendía de un gancho de plástico.
El hombre joven introdujo a Rose en una habitación de la parte trasera de la casa.
—Tardaré unos segundos —dijo.
La habitación era tan grande como la oficina de la planta baja, y estaba igualmente vacía. El
polvo anidaba en los rincones, y en las dobladas puntas del empapelado. Cuando Rose se aventuró a
entrar, las tablas del piso se hundieron bajo sus pies, con un crujido. Las ruedecillas de una
desaparecida cama habían dejado cuatro polvorientas marcas en las tablas.
Rose abrió las cortinas con la mejor voluntad; los deslizadores se aferraron tercamente al
riel. Había pensado que la ventana permitiría ver la carretera, pero sólo había una zona asfaltada,
encerrada entre tablones, más allá de sendas de cemento rodeadas de barro. Se oía un murmullo de
tráfico, y Rose apenas fue capaz de distinguir las luces de los automóviles que flotaban entre la
niebla lejos de la zona asfaltada.
El hombre joven subió apresuradamente la escalera, conversando con alguien. Rose confiaba
en que no trataran de convencerla para que se uniera al grupo. Debía formularles muchas preguntas,
sin darles tregua. ¿Cuántas personas estaban subiendo las escaleras? Cinco o seis, por el ruido que
producían... Serían los de la habitación de la parte trasera. Era imposible que pretendieran celebrar
una reunión con Rose como invitada de honor.
—Tendrás que admitir que acerté —estaba diciendo el hombre joven, tal vez con cierta
amargura.
—Confío en que así sea —contestó otro hombre con una voz tan exageradamente inglesa
como para parecer afectada.
El que había respondido entró en la habitación igual que si estuviera aventurándose en una
guarida. Los demás le siguieron al momento —el hombre joven de sonora voz, el de los andrajos, y
otros—, pero Rose sólo vio al individuo que estaba ante ella.
—No creía que se sintiera atraída —dijo aquel hombre. Su calva cabeza relucía a causa del
sudor—. Lo cierto es que pensaba que tendríamos que ir a buscarla.

XXIX

Rose lo reconoció de inmediato. Lo había visto antes, en los almacenes Lewis de Liverpool,
espiándola entre las estanterías. Captó triunfo en los ojos de aquel hombre, unos ojos menos
amables que maliciosos.
—Lo lamento, no sabía que fuera tan tarde. —Rose mantuvo firme la voz—. Debo irme.
¿Acaso esperaba que mostrarse prosaica transformaría la situación en un mal entendido, en
un exceso de celo misional? La única réplica del hombre calvo fue cerrar la puerta y apoyarse en
ella, impidiendo el paso a Rose.
El pánico despertó en la boca de su estómago, pero ella respondió con firmeza.
—¿Me permite pasar, por favor?
Los acompañantes del hombre calvo respondieron por él. Se desplegaron a ambos lados del
misterioso personaje y avanzaron hacia Rose. Entre ellos había una mujerona con un vestido de
flores, cuya redondeada cara se apoyaba en numerosas papadas y temblaba conforme iba
acercándose. Había un hombre cuya mejilla izquierda era de color púrpura, contraída por una
quemadura o una marca de nacimiento. Otro hombre era muy delgado; sus hombros se movían
espasmódica, repetitivamente, como si intentaran liberarse de una invisible carga. Además de los
anteriores se encontraban allí el hombre andrajoso y el joven melenudo, que sonreía débil,
misteriosamente. No tenían prisa. Al fin y al cabo, ella no podía huir.
Rose no cedió.
—Les aconsejo que se aparten de mi camino. Mi marido ya estará esperándome. Sabe que
estoy aquí, y no aguardará mucho para venir a buscarme.
Una afectada sonrisa apareció en todas las caras. Su uniformidad era terrorífica.
—No lo creo —dijo el hombre calvo.
De pronto, de un modo instintivo, Rose recurrió al más joven de los presentes, le miró
porque aparentaba ser más humano que los demás y seguramente tendría sentimientos personales.
—¿Qué quieren? No van a asustarme. —Notó un escalofrío que casi se reflejó en su voz—.
¿Qué quieren hacer?
El joven clavó la mirada en Rose. Su indiferencia era tan natural como su sonrisa anterior.
—Creo que lo sabe perfectamente —contestó el hombre calvo.
Pero ella no lo sabía, ni deseaba saberlo, temerosa de que el conocimiento la dejara expuesta
al pánico. No iba a intimidarse. ¿Dónde estaba su fuerza interior? ¿Por qué aguardaba a que la
atraparan como si fuera una tonta? ¡Dios mío, si aquel hombre no hubiera estado fuera de su alcance
le habría hecho algo suficiente para derribarlo! Rose avanzó hacia él, dispuesta a clavar las uñas al
primero que intentara detenerla, dispuesta a golpear con su bolso, que pesaba de un modo
tranquilizador... y el libro cayó del bolso.
Todos bajaron la mirada, y volvieron a fijarla en Rose. Que se quedaran con el libro, era
exactamente el tipo de absurda histeria que merecían. Pero algunos volvieron a sonreír
afectadamente: el joven con cola de caballo, el andrajoso... Sólo la mujerona denotaba una vaga
consternación. Difícilmente podía estar tan consternada como Rose.
Sí, Rose conocía los deseos de aquella gente. Sólo la seguridad de no poder ser atrapada con
tanta facilidad le había impedido admitir la verdad. Había leído que una niña fue engañada para que
entrara en la casa de un grupo de fanáticos dedicados a experimentos astrales, pero sus instintos no
la habían advertido. La influencia de Peter Grace no había muerto, mas Rose no había tenido la
premonición de encontrar ese influjo en aquella casa.
El pánico la sobrecogió. Los cinco extraños estrecharon el cerco, y ella retrocedió. El
hombre joven apartó Violación Astral de un puntapié. La escritora escuchó el ruido del libro al
resbalar sobre las tablas del piso, y también oyó el sordo sonido de pisadas que hollaban una
alfombra de polvo. Miedo y polvo resecaron su garganta. Los relucientes ojos se acercaban.
Y aquellos ojos habían visto el miedo de Rose.
—Perfectamente, ahora está en nuestro terreno —dijo el hombre de la mejilla color púrpura
—. No en el suyo.
El acento de Lancashire de aquel hombre era tan pronunciado que recordaba a un cómico de
music-hall o a un personaje de una vieja comedia inglesa. ¿Qué estaba pasando por la mente de
alguien que hablaba así y sin embargo se comportaba de aquella manera?
Rose se volvió. Quizá podría romper los cristales y pedir socorro. Pero no había nadie en la
zona asfaltada, y la niebla amortiguaría sus gritos, del mismo modo que apagaba el murmullo del
tráfico. Si saltaba por la ventana, las baldosas del patio romperían sus huesos sin duda alguna.
—Ella sabe que es imposible escapar —observó el hombre joven.
—Perfecto —dijo el hombre calvo—. Perfecto. Quiero verla.
El semicírculo le abrió paso. A pesar de que no se había movido de la puerta, sus ojos eran
tan penetrantes que parecían estar al alcance de la mano. ¡Ojalá fuera así! Rose le habría desgarrado
la cara, le habría dejado paralizado... Pero estaba notando que aquella mirada penetraba en su ser,
entumecía sus extremidades, frenaba la circulación de su sangre... Lo único que podía hacer era
desviar los ojos e idear un plan antes de que su mente quedara inutilizada por el pánico.
Desviar los ojos era inútil. A cualquier parte que los dirigiera, otros ojos la aguardaban,
resueltos a dejarla desvalida. Tal vez sólo había una mente controlándolos. La cabeza de la
mujerona se retorcía sin cesar sobre sus rollos de grasa, pero su mirada jamás se apartaba de Rose.
—Tenemos que hacerlo —dijo el hombre calvo.
Durante un instante, de un modo grotesco, Rose pensó que le pedían excusas. Aquel hombre
debía dirigirse a la mujerona, cuya cara se había endurecido y detenido sobre su hinchado cuello.
Rose notó que el asalto se intensificaba.
Estaban mermándola. Sus personalidades se habían consumido en el fanatismo. Eran una
sola personalidad, descomunal y abrumadora. Fe y odio absolutos relucían como metal en sus ojos.
Mientras Rose se encogía en su interior, intentando sustraerse al sondeo de los demás, las paredes
fueron volviéndose cada vez más distantes. La habitación era un desierto de polvo, sin vida,
inmenso.
Suponiendo que la fuerza de Rose hubiera estado allí dentro, en sus entrañas, entonces se
había perdido. Le habían contagiado de vértigo. No había nada a que su mente pudiera agarrarse.
Había dejado de percibir la habitación como otra cosa que no fuera un hueco desecado, un vacío en
el que estaba a punto de precipitarse. Estaba temblando. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que sus
temblores la arrojaran al vacío?
El hombre calvo se acercó. Estaban preparados para ejecutar su plan. De pronto Rose no
tuvo duda alguna de sus intenciones: emerger en el vacío y capturarla.
Imágenes tan rápidas como los sucesos de una pesadilla, aunque mucho más claras, se
adueñaron de la mente de Rose. La mujer brotaría rápidamente de su cuerpo como grasa que se
funde, grisácea y sofocante. El hombre joven sería una substancia blanda e insidiosa, tan deforme
como un gusano. El hombre andrajoso sería áspero como humo acre. Quizás el hombre delgado
sería el más rápido para capturar a Rose, un espasmódico haz de grises varillas con manos y cabeza.
La cabeza del hombre calvo parecía frágil, y se retorcía. ¿Iba a quebrarse para permitirle fluir? No
había duda de que la mejilla purpúrea del hombre de Lancashire se movía y estaba hinchada. Tal
vez sólo era debido al retorcimiento de su lengua... aunque quizá lograra salir de la descolorida
carne, pese a todo, en forma de un torrente de veneno.
Entre el empequeñecido tropel de los pensamientos de Rose, una idea pugnaba por hacerse
escuchar. Mientras los demás se preparaban para abandonar sus cuerpos, con éstos al borde del
trance, serían incapaces de atrapar a Rose físicamente. Si ella lograba actuar inmediatamente, pasar
entre la brecha y dejar atrás al hombre calvo, tendría una oportunidad.
Quizá los otros habían previsto su artimaña, ya que Rose no podía moverse.
Sí, podía. Naturalmente que podía. Debía hacerlo. Tenía tiempo para recordar cómo
controlar su cuerpo, había aprendido a fusionarse con él, eso era lo único que necesitaba recordar,
aquel control instintivo. Sólo tenía que dejarse dominar por su intuición, creer que podía lograrlo,
mover un simple músculo y el resto actuaría en consecuencia, antes de que las cosas grises
emergieran, despreciando sus cuerpos como ropa inservible, y la atrajeran hacia su centro... Sólo
necesitaba que un grito brotara en sus labios, un grito de indignación que le diera fuerza,
simplemente que su boca succionara aire para sus pulmones, que su garganta anegada en saliva
formara el sonido, un grito, por favor...
Pero al sonar el grito, no brotó de los labios de Rose.
Era la mujerona.
—¡No puedo! —gritó, meneando la cabeza. Su rostro se tambaleó.
La interrupción devolvió a Rose la conciencia de la habitación: grande y llena de polvo, eso
era todo. La mujer se marchó dando tumbos antes de que el hombre calvo pudiera detenerla. Las
tablas del piso retumbaron como una bolera.
El puño de Rose se cerró, y comprendió que podía moverse. Los ojos, que habían fluctuado
momentáneamente, volvieron a contemplar a Rose, unidos en una sola y paralizadora mirada. Había
cierto cambio en aquella mirada; era más violenta, más resuelta, si bien menos potente, más... Rose
lo supo de repente: sus asaltantes tenían miedo.
¡Dios, así tenía que ser! Uno de ellos ya había huido, y naturalmente la llegada de Rose
había constituido una sorpresa. Posiblemente habían planeado agobiarla con más personas de las
que casualmente se encontraban allí en aquellos momentos. ¡Que la vencieran ahora! Su fuerza
estaba recorriendo su cuerpo, aquella fuerza que ellos habían pensado atrapar con trucos,
paralizando los pensamientos de Rose.
Todos la miraban con los ojos encendidos. Formaban un conjunto absurdo y abrumador:
unas grotescas figuras aisladas en una habitación que nadie había limpiado desde hacía meses.
Podía haberse tratado de niños excesivamente crecidos que intentaban mirarla sin pestañear, o
polvorientos maniquíes abandonados en una buhardilla, con ojos incapacitados para el movimiento.
Parecían haberse encogido en cuanto Rose los miró, y ella no entendía por qué había podido tener
tanto miedo. ¿Miedo de un tímido joven con cola de caballo, de un hombre con codos de aspecto
grasiento, de un fracasado del music-hall que se esforzaba en hacer caso omiso de una de sus
mejillas, de un hombre que sólo sabía encogerse de hombros, de un Yul Brynner en un papel de
hombrecillo insignificante? ¡Venga, luchad!, se mofaba la mente de Rose. Un ataque de risa la
dominaba.
De repente se cansó de aquella gente. Ni siquiera burla se merecían. Parecían estar ansiando
tener valor suficiente para retroceder. Sí, eran iguales que maniquíes, tenían unos ojos tan
pobremente fabricados que no podían contener personalidad. Todos los rostros denotaban derrota,
cansancio.
Recularon cuando Rose avanzó hacia ellos. Sólo el hombre calvo intentó cerrarle el paso.
—Apártese —dijo ella fríamente, y experimentó una oleada de odio. Ya le había pedido una
vez que se apartara, y él no lo había hecho. Rose no iba a derrochar palabras en esta ocasión.
La bofetada pareció llenar toda la habitación. El hombre calvo retrocedió, tambaleante, con
la mejilla casi del mismo color que la del hombre desfigurado. El picor que había en la palma de
Rose era intensamente satisfactorio.
Bajó las escaleras. El polvo hormigueaba en su cara. Abrió la puerta delantera, desafiando a
cualquiera que pudiera encontrarse allí. La niebla estaba aclarando; zonas herbosas brillaban igual
que si fuera primavera. Rose se detuvo junto a la puerta inclinada y volvió la cabeza para mirar las
ventanas mientras aspiraba el olor a abandono de la casa. Varios rostros atisbaban tras las cortinas
de planta superior, pero se echaron atrás bruscamente. Era su obligación. Rose les dio la espalda
tranquilamente y se dirigió hacia la carretera.

XXX

Rose sonrió cuando estaba a punto de llegar al cine.


Naturalmente, ella sabía por qué no había tenido premoniciones: no había necesidad. Ella
era más fuerte que los de Armamento Astral, era mucho más fuerte que la noche en que le habían
hecho temblar para sacarla de su cuerpo y arrastrarla hacia el río y por debajo de la tierra.
Rose estaba convencida de que habían sido ellos. Tuvo la impresión de que la habían
arrastrado bajo la tierra durante horas, sin duda para que no pudiera localizarlos. El hombre calvo
debió percibir sus poderes antes que ella misma, por eso la había seguido en Liverpool. Bien, ahora
sabían que Rose era más que superior a ellos.
Paseó entre las casas municipales. El crepúsculo y el regreso de la niebla hacían que el
asfalto fuera indistinguible de las grietas que contenía, pero Rose ya no estaba perdida. ¿Habría sido
el clima la causa que la había despojado de la conciencia de sus guardianes? Al menos no la habían
abandonado después de la desconfianza que su pánico, su sensación de haber sido traicionada le
había hecho sentir. Ahora se sentía vigilada, segura, lo bastante segura para no permitir que Bill
sospechara que algo raro le había sucedido.
Estaba sonriente cuando vio a Bill. Su esposo se encontraba bajo la marquesina del cine,
entre lunas crecientes de tres pisos de altura que parecían cubiertas de balcones y ásperos salientes:
lunas crecientes ahogadas en la niebla y cubiertas de coral artificial. La luz del vestíbulo humeaba
en torno de Bill, que asomaba la cabeza por la capucha azul de su cazadora, con un dedo
sosteniendo y alzando sus gafas, como si así pudiera apartar la niebla de sus ojos.
Al verla, Bill sonrió abiertamente. Pensaba que la sonrisa de Rose era para él. La expresión
de la escritora cambió antes de que ésta comprendiera que su semblante no revelaba la fuente de
alegría.
—Llegas tarde —dijo Bill, y se apresuró a añadir—: pero no importa. Habría sido
demasiado pronto, me equivoqué al leer el horario. ¿Qué has hecho?
—Oh, nada más que explorar.
—¿Sólo eso? —La observación no era totalmente casual. Bill parecía ansioso de dar la
bienvenida a la tranquilidad.
—Sí, sólo eso. ¿Qué otra cosa esperabas?
—No sé. Pareces... no puedo explicarlo con palabras. Cambiada, pero con eso no acabo de
expresarlo. —Estaba cada vez más inseguro de sí mismo, mientras Rose continuaba sonriéndole—.
De todas formas, ya sabes —dijo en tono vacilante—, si hay algo que quieras contarme...
—Naturalmente que te lo contaría, pero no hay nada especial.
—De acuerdo.
En el mismo tiempo que empleaba para bajar y subir la cabeza una vez, un gesto ceñudo
apareció y se desvaneció. ¿Se hallaba ligeramente alejado de ella cuando abrió la puerta del
vestíbulo, o acaso su reserva le hacía pensar que su marido debía sentirse así?
—Hay una carta para ti, de Diana —dijo Bill mientras subían la escalera de la mayor de las
cuatro unidades en que se dividía el local.
—¡Ah, sí! —Rose había pospuesto la lectura hasta que Bill no le estorbara.
Un grupo de personas ocupaba lugares aislados del auditorio. Los números de las entradas
de los Tierney les llevaron a un extremo de la fila. Las cortinas se agitaron soñolientamente en la
vacía pantalla.
—Aquí la tienes —dijo Bill, sacando la carta del maletín.
¡Buen Dios! ¿Estaba abierto el sobre? No, una sombra casual creaba la impresión de que
había un hueco bajo la tapa del sobre. Siguiendo las instrucciones, Diana había dirigido la carta
solamente a Rose. La escritora abrió el bolso para ocultar la carta.
—¿No vas a leerla?
—Sí, dentro de un momento. ¿Has cogido un programa?
—No. Podemos cogerlo al salir.
—¿Te importaría mucho cogerlo ahora mismo?
—La película está a punto de empezar. —Al ver que Rose continuaba sonriéndole, Bill
gruñó—: De acuerdo —y se levantó rápidamente.
Rose rasgó el sobre con tanta violencia que temió que Bill hubiera oído el ruido... pero la
puerta doble estaba cerrándose a su espalda. Junto a la entrada, un rostro y el objetivo del proyector
atisbaban por una ventanilla en miniatura. Rose leyó apresuradamente, forzando la vista en la
penumbra, para acabar antes de que empezara la película.
Querida Rose:

Lamento no conocer a nadie en Inglaterra que pudiera ayudarte a desarrollar tus facultades.
Ojalá te fuera posible conocer a mi ocultista. Él está muy interesado por lo que averiguamos en
Munich. Lo cierto es que cree que el interés actual en Hitler, todos esos libros y películas, puede ser
un presagio.

Supongo que ya habrás leído Violación astral. ¿Qué te parece? ¿Sabías que Hitler odiaba la
psiquiatría tanto como Peter Grace? La llamaba «medicina judía». Por cierto, tal vez sepas que
Hitler siempre sospechó tener sangre judía, por lo que dispuso que le hicieran sangrías con
sanguijuelas y luego se puso en manos de un cirujano, el doctor Morell. ¿Recuerdas lo que decía la
carta que nos dieron en Munich, que Hitler creía que su carne estaba envenenada? Sería muy raro
escribir una cosa así si la carta fuera una falsificación, ¿no te parece?

De Jack puede decirse que ha perdido interés, pero creo francamente que deberías escribir el
artículo, puede ser importante. Te contaré más detalles que he sabido. Ya sabes que Hitler estaba
obsesionado por conquistar el tiempo. Nunca llevaba reloj de pulsera y no permitía que nadie diera
cuerda a su reloj de pared. Solía hablar mucho de resurrección, y creía en la existencia de un elixir
de la juventud; quiso enviar una expedición a la India para encontrarlo. ¿Sabes que odiaba a la luna?
Cuando tenía treinta y cinco años dijo a Hess: «Es una cosa muerta, terrible e inhumana... Tengo la
impresión de que allí sigue viviendo parte del terror que la misma luna estableció en la tierra.» Al
parecer se refería a cierto tipo de fuerza oculta, y recuerda que Dietrich mencionó que Hitler había
evocado algo que le producía pavor.

Además Hitler dijo: «Tengo que alcanzar la inmortalidad aunque Alemania entera perezca en
el proceso.» No dejo de pensar una cosa respecto a este hombre, que cuando era joven planeó lo que
iba a hacer y luego consiguió prácticamente todo. Quizá consiguió más de lo que la gente piensa. La
última cita da a entender que Hitler deseó la destrucción de Alemania en sus últimos días, ¿no
crees? Y precisamente en sus últimos días, cuando decían que era un hombre senil, sus ojos seguían
vivos. Fíjate, vivía cuando otros pensaban que debía estar muerto.

Una cosa terrible que he visto en un libro es un cuadro de un tal Franz von Stuck, el artista
preferido de Hitler. Se titula Cacería salvaje y muestra al dios Wotan de caza, montando un caballo
y acompañado de sabuesos. Una cabeza cuelga de su espada y criaturas semejantes a cadáveres
corren y gritan a su alrededor. Pero su cara es exactamente igual que la de Hitler, incluso tiene el
bigote y el pelo sobre la frente. Por eso me asusta un poco esta idea de nuevos presagios, ya que
Cacería salvaje fue pintada en 1889, ¡el año del nacimiento de Hitler! Mi ocultista opina que si
hubiera más gente comprometida en destruir todo lo que quede de Grace, entonces no tendríamos
que preocuparnos por lo que pueda suceder por error si hay personas que empiezan a experimentar.

Jack y yo tenemos desacuerdos respecto a ciertas cosas, pero confío en que todo sea un
simple proceso de ajuste. De todas formas nos veremos el 27 o 28 de octubre, aún no sé el día
exacto. Te llamaré para que lo sepas. Jack tiene mucho trabajo en estos momentos. Me alegrará
verte, y espero que también puedas ayudarme a desarrollar mis facultades, que estoy intentando
exhibir otra vez. Me resulta muy agotador, como a la mayoría de la gente, aunque supongo que a ti
no te ocurre.

Con cariño,

Diana.

Rose apretó la carta dentro de su bolso. ¡Qué confusión, incoherencia y conclusiones


erróneas! Diana debía tener prisa cuando escribió. Al menos Rose se alegraba de que su amiga no
tuviera nada que ver con Armamento Astral. Y aquel día, Rose se había convencido de que lo que
quedaba de Grace apenas era digno de atención. Tal vez la carta tendría más sentido tras una
segunda lectura... pero allí estaba Bill con el programa.
—¿Puedo leer la carta de Diana? —preguntó mientras Rose fingía leerla.
—Preferiría que no lo hicieras. Diana me pide que no la enseñe a nadie. Asuntos femeninos.
—Rose se sintió frustrada, tanto por la mentira como por la necesidad de mostrarse tan vulgar.
Sabía lo que estaba pensando Bill: no hace mucho tiempo me habrías enseñado la carta de
todas maneras. Era algo infantil, violento. Lo único que podía hacer era cogerlo de la mano para
compensar el desprecio. Se alegró de que la oscuridad tapara la cara de su esposo.
Pasearon por Manchester después de la película. Niebla anaranjada se cernía bajo lámparas
de sodio. Junto a la carretera, extensiones de tierra parecían ocupadas por edificios de niebla.
—Hoy he visto un libro mientras curioseaba —dijo Rose—. Cinema Plus. Trata de técnicas
cinematográficas que no sobrevivieron, tres dimensiones, cinerama y cosas por el estilo. Me hizo
recordar todas esas cosas que había olvidado.
—Sí, un gran libro. Lo vi en Liverpool hace poco.
Naturalmente Rose lo había visto en el mismo sitio. Quizá sería menos arriesgado guardar
silencio. Sus pensamientos estaban anegados por la niebla, igual que la noche. La bruma iba delante
de ella sobre las aceras, dejando una huella reluciente. Las pisadas de Rose sonaban como si pisaran
almohadones.
En el restaurante indio, un camarero servil y resuelto al mismo tiempo insistió en que se
quitaran la chaqueta. El restaurante tenía la tranquilidad de un templo, con la excepción de Muzak,
que fluctuaba discretamente a espaldas del matrimonio. Los camareros les sirvieron con
movimientos rituales, como en una presentación de ofrendas a los dioses. Rose disfrutó hasta cierto
punto con aquellas atenciones, aunque intuía que para Bill eran excesivamente serviles.
—Jack y Diana vendrán el 27 o el 28 —dijo Rose después del primer plato, confiando en
que la observación lograra que su marido se sintiera menos excluido de la carta.
—¿No podrían ser concretos? Bien, supongo que él estará ocupado. De todas formas, eso no
te facilita las cosas. Ojalá no tuviera que dejarte sola para atenderlos.
—Oh, me encantará, no te preocupes. —Tendría más oportunidades de contar a Diana lo que
fuera—. Sólo espero que la entrevista vaya bien, para poder recopilar Redescubrimientos.
—Sí. —Bill volvió a llenar los vasos con riesling—. Escucha, tenemos que dar forma a Los
significados del estrellato. Sé que no tenemos un plazo fijo, pero de todas formas nunca habíamos
ido tan retrasados. Y dijimos que nos esforzaríamos en pensar un título mejor.
—Lo sé. —Por primera vez, escribir un libro había representado más tiempo que las
vacaciones de verano—. Lo siento.
—¡Cristo, no es culpa de nadie! Hemos tenido un verano muy liado, eso es todo.
Durante el plato principal y al empezar otra botella de vino, Bill siguió hablando.
—Hoy hemos hecho una práctica de producción televisiva. El personal ha indicado a los
estudiantes cómo debían proceder, y éstos han respondido con mucha timidez, como de costumbre.
Jim Logan puso una cara como si la policía estuviera fotografiándolo, Maurice parecía Peter Sellers
parodiando a un orador, las piernas de Hannah se agarrotan en cuando piensa que están filmándola,
de manera que sale a escena igual que John Cleese...
Como de costumbre... ese era el problema. Rose había escuchado todo aquello otras veces,
el año pasado y hacía dos años. Se esforzó por demostrar interés, aunque no muy convencida de
engañar a Bill. Su sonrisa volvía a ser un disfraz.
—Escucha —dijo bruscamente Bill cuando la segunda botella estaba medio consumida—, si
te estoy poniendo nerviosa o estás preocupada por algo, deberías decirlo, ¿comprendes? Creo que es
más saludable aclarar estas cosas, ¿no te parece? —Lanzó una feroz mirada a un camarero que daba
vueltas alrededor del matrimonio, atento, como una mariposa—. Mira, he intentado mostrarme
menos monolítico. No sé si se nota.
—Francamente, Bill, no sé cómo podrías mejorar para mí —contestó ambiguamente Rose.
¿Estaba incitándola Bill a que le criticara, de tal forma que tuviera una excusa para tantearla, para
sondear sus secretos?—. Mientras estés presente cuando te necesite...
—Creo que no debes preocuparte por eso. —Bill dejó el tenedor junto a un demolido
montículo de arroz—. Estaba pensando... sólo pensando, no puedo ser más concreto. Estaba
pensando que si esta entrevista acaba bien tal vez podríamos hablar con Jack respecto a la idea de
Hollywood. Es posible que al ganar en experiencia me sienta más tranquilo para las entrevistas.
¿Aún sigues tan ansiosa por ir allí?
Bill estaba esforzándose mucho por comunicarse con ella, y sin embargo Rose se sentía
trabada: había tantos temas que eludir, tantos secretos que ocultar a Bill. Rose cogió la mano de su
esposo y la apretó.
—Ya veremos —dijo.
Después de apurar otro vaso de vino, y de vuelta a casa, Bill citó diálogos deficientes de
películas. ¿Intentaba animar a Rose, o animarse él mismo?
—Sólo un milagro puede salvarla —citó Bill—. Haré todo cuanto pueda.
Su voz abrumó, irritó los nervios de Rose. Aunque respondió de un modo mecánico, pensó
que ya había superado el humor hacía mucho tiempo.
Por lo menos la oscilación del tren era ruidosa, y fue la excusa para que Rose no hablara.
Adormecidos viajeros abonados se balanceaban en el borde de sus asientos, suspendidos en sus
sueños. Rose contempló las distantes farolas de sodio, brasas en la ceniza de la niebla. Dispersas
ventanas iluminadas hacían pensar en sellos, ilustrados o en blanco, medio consumidos en la ceniza.
En Liverpool, los autobuses avanzaban pesada y tímidamente a través de la niebla. Astas de
luz sobresalían de los árboles de Fulwood Park. La sala de estar estaba helada; pronto tendrían que
encender la chimenea. Quizá deberían pensar en la calefacción central.
Bill calentó leche mientras Rose sacaba chocolate de una lata. Permanecieron en la cocina,
calentándose las manos alrededor de las abultadas tazas.
—¿Estás cansada? —dijo Bill, mirándola desde el otro lado de la mesa. Quería hacer el
amor.
—Enciende la estufa de arriba —contestó Rose.
Al subir las escaleras, Rose escuchó el siseo de la estufa de gas, un ruido molesto, incesante
y monótono. El calor de la llama aún no se había extendido mucho más allá de su encierro. Tal vez
Bill la haría entrar en calor.
Pero su marido parecía distante. Rose se sintió como un espécimen anatómico cuando él la
tendió en la cama. A pesar de la urgencia de las caricias, ella pensó que Bill estaba menos ansioso
de hacer el amor que de poseerla. Rose le abrazó suavemente, le acarició para que se sosegara y
reparara en ella.
Logró comunicar sus necesidades, hasta cierto punto. Los labios de Bill exploraron su
cuerpo, con impaciencia. Rose notó su deseo de que ella respondiera, y por lo tanto procuró hacerlo.
Cuando por fin notó el despertar de su sexualidad, la reacción le pareció que se producía fuera de
ella, una convulsión incontrolada, un tic nervioso. ¿Cómo iba a responder completamente a Bill?
Estaba permitiendo que su mente interfiriera en su cuerpo, eso era todo. Necesitaba liberarse
de sus dudas, confiar en su instinto. Quizá la sexualidad tuviera algo en común con sus facultades.
Bill se inclinó sobre su cuerpo. La estufa de gas silbó como si hubiera visto a un villano. La
situación resultaba ligeramente absurda: Bill había fruncido el ceño esperando a que capitulara ante
él... pero estos pensamientos eran traicioneros. Ella sólo tenía que sentir, amar, liberarse... Rose
cerró los ojos.
La sensación la inundó al instante. Pensó estar atravesada por luz. Inmediatamente notó que
seguía el ritmo de Bill, flotando sobre las olas de luz y calor que irradiaban de su cuerpo. ¡Santo
cielo! ¿Cuánto tiempo hacía que no pasaba por una experiencia igual? Era como cuando había
volado sobre las nubes.
Los pensamientos de Rose se disolvieron, sus dudas desaparecieron en las olas. Sólo tenía
que confiar en su intuición. Ella no era más que la agitación de las olas de luz y éxtasis. Las olas
llegaron a sus labios, separándolos en una amplia sonrisa. Abrió los ojos.
Un estremecimiento convulsionó todo su cuerpo. Sus brazos empujaron, apartaron a Bill.
—¡Dios mío! ¿Quién...? —gritó Rose.
Se contuvo, porque sólo era Bill… pero ya era demasiado tarde. En cuanto pudo, su marido
retrocedió. Antes de que Bill le diera la espalda, Rose tuvo tiempo de ver su cara un instante, una
cara contraída a causa del desaire.
El éxtasis había cegado a Rose, su placer había sido tan intenso que durante un momento
había olvidado a Bill. ¿Pero cómo podía esperar que Bill creyera esa explicación? Rose quedó
inerte, mientras su marido se dirigía al cuarto de baño.
Finalmente, cuando oyó que salía, se acercó a él. Bill se apartó como si fueran extraños en el
corredor de un hotel, y no quiso mirarla. Rose estaba demasiado deprimida para llorar. Al apagar la
luz, Bill estaba a su lado igual que una piedra, tolerando el brazo con que ella le rodeó la cintura. Al
cabo de un rato su esposo dejó de estar tenso, puesto que se había dormido.

XXXI

El tren se sumergió en la oscuridad. El andén, atestado igual que un bote salvavidas, se alejó.
Varias luces brillaron, rápidas como imágenes consecutivas, en las paredes del estruendoso túnel.
De repente las paredes fueron luz natural. El Mersey, una extensión de arrugada pizarra, corría
paralelo al ferrocarril. Bajo un cielo que era un albo papel de seda, barcos y almacenes recibían la
asistencia de descarnadas grúas. Con aquella luz difusa, todo tenía un aspecto lóbrego, introvertido,
no completamente real.
Rose miró por la ventanilla. Al menos la contemplación le daba oportunidad de no pensar.
Las vías se arracimaban bajo los puentes y luego se deshilachaban en los desvíos. Zonas herbosas se
aferraban a los pétreos márgenes de la cortadura, que tenía el mismo color y prácticamente idéntica
textura que el hollín. En Aintree, los márgenes desaparecieron para revelar una jungla de tuberías
metálicas. Más allá de Old Roan, fértiles campos quedaban divididos por canales. Casas idénticas se
aglomeraban en busca de compañía o seguridad. En las afueras de Maghull, las ovejas inclinaban la
cabeza sobre el prado, sin apenas moverse. Bancales de piedra roja se alzaban sobre los andenes de
Aughton Park. Encima de los bancales, como si anunciaran la proximidad de Ormskirk, varias
gallinas cacareaban.
Mientras el tren reducía velocidad, Bill se levantó para bajar el maletín.
—Tienes cara de felicidad —dijo.
—Bueno, hacía tiempo que no pasábamos un fin de semana aquí.
¿Se puso serio Bill porque creía que ella prefería estar con sus padres en vez de quedarse
sola con él? Debía asegurarse de que su marido no volvía a apartarse de ella. Su malentendido
sexual le había demostrado hasta qué punto era vulnerable su matrimonio.
No, había sido más que un malentendido. Rose había llegado a la conclusión de que su
momentáneo despiste era un síntoma de su creciente desilusión por Bill. Bien, ella no tenía derecho
a sentirse desilusionada. Bill estaba haciendo todo lo que podía para evitar una posible separación.
Pese a que no se había referido al incidente desde aquella noche, el tacto y el desvelo que
mostraba Bill eran una respuesta por sí mismos, y habían logrado que Rose se sintiera intensamente
avergonzada. Cuando Bill le dijo que habían llamado sus padres para invitarlos a pasar con ellos el
fin de semana, Rose sintió alegría. Tal vez una noche en Ormskirk contribuyera a que su
matrimonio recuperase el equilibrio.
La carretera de Wigan era una muchedumbre de niños recién salidos de la escuela, un casi
ininterrumpido desfile de tonos azules. Los niños atestaban las aceras, y Rose estaba al borde de la
sordera. Pese al gentío, la escritora no se apartó de la acera opuesta a las tiendas, y se apresuró a
pasar el bloque de casas. ¿Era posible que percibiera el olor de la carnicería en medio de los gases
del tráfico mientras pasaba frente a la tienda? ¿Era posible que el establecimiento despidiera un olor
tan rancio y putrefacto?
Aflojó el paso en cuanto vio el hospital, que en otra época había sido un hospicio y que
actualmente se asemejaba más a una aldea. ¿Estaría Wendy de servicio? Al subir por Tower Hill se
preguntó cuántos centenares de veces habría bajado por la colina con sus padres o con su amiga de
la infancia. Durante el invierno había sido un tobogán de hielo en cuyo pie aguardaba la carretera de
Wigan. En otoño Rose había caminado entre hojas arrastradas por el viento que producían un ruido
similar al del cereal que había desayunado. Siendo niña había subido y bajado la colina con el
cochecito y la muñeca, y los destinos de los camiones que iban por la carretera de Wigan le habían
resultado inimaginables, como otros mundos. Tenía cariño a esos recuerdos. No había perdido las
sensaciones que solía experimentar en su infancia.
La madre de Rose puso cara de sorpresa cuando abrió la puerta.
—¡Oh, no os esperaba hasta dentro de una hora!
—No me digas que Bill te habló de las trece horas en vez de la una.
—Me temo que lo hice. Lo siento, Margaret. Los ricos estamos locos por estos métodos
novedosos —bromeó Bill con cierta timidez.
—Bueno, es igual, ¿no? ¿Podemos pasar?
—Claro que podéis pasar, Rose. ¡Qué cosas dices! —Pero al echarse a un lado, las arrugas
de la frente de la mujer se hicieron más profundas—. Tu padre acaba de volver de una subasta.
La mesa del comedor estaba cubierta de sellos, era un lote costoso. La lámpara del techo
había descendido su cable, como una araña, para acompañar al padre de Rose.
—¡Ah, hola... eh... Bill! —dijo el hombre sin levantar los ojos—. Hola, Rose.
—¿Deseas que no te estorbemos? No queremos que tus sellos salgan por los aires.
El padre de Rose miró a su esposa antes de responder.
—No, quedaos y hablad conmigo, Bill. Estos pueden aguardar hasta que los examine del
modo apropiado, en la tienda. Sólo estaba echándoles una ojeada.
Algo poco creíble, pero el filatélico se puso a recoger los sellos.
—¿Estabas en la cocina? —preguntó Rose a su madre—. Iré contigo y hablaremos.
—No, Rose, no quiero interrupciones. Ya sabes lo que pasa con dos mujeres en la cocina.
Rose lo había experimentado cuando estaba realquilada, pero ella y su madre habían
compartido la tarea felizmente.
—Creo que tu padre quiere jugar a algo —dijo Margaret, quizá advirtiendo que Rose se
sentía herida.
—Sí, ¿qué os parece una partida de croquet? —contestó el padre de Rose, casi con la
suficiente rapidez para hacer creer que la idea era suya.
¿Acaso la madre de Rose estaba preparando sorpresas en la cocina? Su padre entregó a Bill
unos aros para que los hincara en la hierba.
—La única pega es que hemos perdido varias pelotas de croquet. Tendremos que usar... ¡oh,
válgame Dios! ¿Cómo se llaman esas cosas? ¡Dios Todopoderoso! ¿Cómo se llama ese condenado
juego? Petanca, eso es, petanca.
Tal vez ese era el motivo de que la madre de Rose estuviera inquieta: cada vez eran más las
palabras que abandonaban a su marido. Y no sólo se trataba de su forma de hablar, porque también
su modo de jugar era más irregular. En otros tiempos el hombre habría usado su conocimiento de la
inclinación del terreno para ganar, pero ahora, pese a que Rose le dio oportunidades para que echara
fuera su bola, su padre fallaba mucho.
El hombre pasó casi toda la partida hablando con ella.
—¿Recuerdas los días que pasábamos en Martin Mere? Han criado más aves exóticas desde
que tú estuviste allí. ¿Recuerdas cuando te llevamos a Appley Bridge? Donde está la Casa de la
Calavera, ¿te acuerdas? Dicen que la calavera regresa si alguien trata de desembarazarse de ella. Tú
querías aguardar fuera todo el día para verlo...
¿Estaba asegurándose de no haber perdido aquellos recuerdos?
La comida fue sencilla pero deliciosa, como todo lo que cocinaba la madre de Rose. Un
cuarteto de cuerda de Mozart sonó en segundo término. Fue una comida muy parecida a la primera
que Bill y Rose hicieron en aquella casa. ¿Qué libros tenía en mente? ¿Qué opinaban de la situación
mundial? ¿Se acordaba Rose de la vieja señora...? ¿Y de...? La charla fue tan brillante como la luz,
y centelleó al unísono con los cubiertos. Estos y la porcelana resonaron igual que campanas.
Pero la luz acabó por resultar demasiado viva y los sonidos fueron haciéndose cada vez más
agudos. La sorpresa de la madre de Rose no había sido la comida, después de todo. Lo imprevisto
se ocultaba en la conversación, haciendo que todo pareciera inseguro. Rose no estaba segura de que
fuera a gustarle la sorpresa cuando surgiera.
Ayudó a su madre a quitar la mesa.
—Oye, mamá —dijo en cuanto llegaron a la cocina—, no puedo soportarlo. Queréis decir
algo. ¿De qué se trata?
—Oh, Rose. —Su madre se mordió el labio, esforzándose por no volverse—. De momento
dejaremos los platos sin lavar y tu padre nos servirá una copa.
—No me apetece.
—Bueno, pero a mí sí. ¡Oh, no me pongas las cosas más difíciles, por favor!
La lámpara estaba apagada sobre la mesa del comedor. En aquel rincón de la habitación, el
cuarteto de Mozart armonizaba las notas en la penumbra, de un modo preciso, pulcro, perfecto. Bill
y el padre de Rose charlaban en el sofá, rodeados por una mortecina iluminación. Al ver la cara de
la madre de Rose, ambos hombres guardaron silencio.
El silencio persistió mientras el padre de Rose llenaba las copas. Bill miró las punteras de
sus zapatos y dio tirones a los restos de su bigote. Debía haber advertido la inminencia de una
discusión familiar.
La madre de Rose dejó la copa cuidadosamente, sin haberla probado. Quizá aguardaba el
momento preciso para beber. Miró resueltamente a Rose.
—Rose, hay algo que no he podido comentar desde que tú eras una niña. Ahora quiero
hacerte algunas preguntas.
—Bueno, adelante.
—No hables así, o no podré hacerlo.
Rose estaba convencida de no haber hablado con brusquedad, pero vio que su madre
meneaba la cabeza y cerraba fuertemente los ojos con su acostumbrado nerviosismo.
—Estoy seguro de que te acordarás, Rose —dijo finalmente su padre—. Fue la noche que
fuiste a ver aquella espantosa película con Wendy, aquella película de rock-and-roll.
—Pero no fue a verla, George. Ese es el problema.
—¿No fue a verla? No, exacto, no fuiste, Rose. Pero fue la noche en que Wendy se suponía
que iba a acompañarte, a eso me refería.
La confusión estaba frustrando a Rose.
—¿Estáis hablando de Rock Around the Clock? ¿Uno de mis errores infantiles? La vi con
Wendy.
—No, no fue así, Rose. —De pronto, la madre de Rose estuvo a punto de llorar—. Estás
recordando otra película que viste con ella, otro día. Sabes perfectamente de qué noche estamos
hablando.
—Sí, claro que lo sé. Y recuerdo haber visto esa película. —No se acordaba de los detalles.
Películas así eran indistinguibles—. La vi con Wendy, en el Pavilion.
Su madre se había echado hacia atrás y tenía los ojos cerrados, como si Rose la hubiera
herido. Su padre estaba muy serio.
—Rose, ¿por qué insistes en comportarte así? ¿Tendré que decirte yo dónde estuviste?
Rose se encogió de hombros, desesperada.
—Sé dónde estuve.
—Entonces sabrás que no viste la película. Estuviste jugando a sesiones espiritistas. Wendy
te llevó a casa de Richard... ¿cuál era su condenado apellido? No importa. Vivía en la carretera de
Wigan, cerca de la estación de autobuses. Había reunido a un grupo de gente que debía haberse
comportado mejor. Todos eran mayores que tú.
—Estás hablando de otra noche —dijo Rose—. De todas formas, la sesión espiritista me
debió parecer irremediablemente desilusionadora, porque ni siquiera recuerdo...
—¡Oh, no digas eso, Rose! Sabes perfectamente que la recuerdas. —Las manos de su madre
estaban cerradas en su regazo, estrujando su falda—. Aquellos indecentes te dejaron sola y
encerrada. No habrás olvidado eso, ¿eh? Wendy lo sintió mucho después... aquella zorra dijo que no
había querido hacerlo. Nunca la perdoné. ¿Sabes una cosa? Lo último que dijo antes de que os
marcharais aquella noche fue que prometía cuidarte. Y Richard... era igualmente malo... Entrar a
escondidas en una casa donde alguien había muerto... ¡Cuánto me hubiera gustado echarle el
guante! Te libraste de todos ellos, eso fue lo único bueno del asunto. Gracias a Dios, no pasó mucho
tiempo antes de que fueras a la escuela primaria e hicieras nuevas amistades.
—Mamá, ¿por qué te enfadas? —Rose intentó coger la mano de su madre, pero estaba
inamoviblemente unida a la falda—. No sé quién te contó todo esto. ¿Desde cuándo ha estado
preocupándote? Créeme, no sucedió.
—¡Oh, de acuerdo! No sucedió. —Su madre parecía agotada, desesperada. De pronto hizo
un último esfuerzo—. Rose, no fueron los otros los que te encontraron. ¿Lo has olvidado? Fueron
los padres de Richard. Ellos no podían mentir, ¿no te parece? Sólo Dios sabe cuánto tiempo
estuviste sola allí dentro. Cuando saliste no quisiste hablar con nadie, y no te culpo, hija mía. Sé
cómo debiste sentirte... ¿Piensas que yo no lo sentí también? Te dejamos salir con aquella mentirosa
cuando no debíamos haber confiado en ella. No me extraña que nos culparas. Te enviamos a pasar
una temporada con Wilfred y Vi, y eso pareció animarte. Pero... ¡oh, si tan sólo me hubieras dicho
una palabra, aunque hubiera sido que me culpabas por no haberme preocupado de ti!
Se puso a llorar. Rose fue incapaz de sentir lástima, pues la conversación no tenía sentido.
Los nombres de sus tíos habían logrado que se notara protegida, pero el resto era confusión.
—Esto no es necesario, francamente —fue lo único que dijo—. Estás trastornándote por
nada.
—¡Oh, muy bien! No es nada. —Su madre contuvo las lágrimas, hundiendo los nudillos en
las comisuras de los párpados.
—Margaret, ¿no hay otra posibilidad? —Bill se inclinó hacia adelante como si quisiera
excluir a Rose de su campo de visión—. Tal vez la experiencia fue tan traumática que ella no la
recuerda.
—¡Oh, no! No voy a creerlo. Nada va mal en su cabeza.
El padre de Rose se levantó. ¿Quería exhibir su estatura para que ella se sintiera pequeña,
una niña de nuevo? No tenía que tomarse la molestia de intentarlo. No, el disco de Mozart había
terminado, eso era todo. Un débil y monótono clic-clic-clic... brotaba de la penumbra, el sonido de
un insecto atrapado.
—En realidad, Margaret —dijo el padre de Rose mientras levantaba la aguja del surco
central—, he pensado muchas veces lo que Bill acaba de sugerir. No lo mencioné porque sabía
cómo ibas a reaccionar. Pero, francamente, Margaret, todo el mundo pierde algunos recuerdos. Dios
sabe que yo estoy perdiendo la memoria, pero eso no significa que yo esté grave. Mira, creo que si
Rose fuera al médico este asunto se arreglaría sin ningún problema.
—Escucha, no me he ido de la habitación, ¿sabes? Sigo aquí —dijo Rose en tono de enojo
—. ¿Qué asunto? ¿A qué te refieres exactamente? No hay nada que necesite arreglo por lo que a mí
respecta.
De pronto Bill y el padre de Rose empezaron a comportarse como si les dominara la torpeza.
Ambos eran incapaces de mirarla o de mirarse mutuamente. Lo único que contemplaban eran sus
piernas, repentinamente inquietas y pesadas.
—Sí, hay algo que arreglar —afirmó su madre, mirando coléricamente a los dos hombres
por haberla obligado a ser la que hablara. Tanto si te gusta como si no. Te estás comportando con
Bill exactamente igual que como te comportabas con nosotros... desde lo que te ocurrió en Nueva
York.
Cuando Rose comprendió finalmente lo que estaba diciendo su madre, comprendió también
por qué la situación le había parecido falsa. Clavó los ojos en Bill hasta que éste se vio forzado a
mirarla.
—Sabías de antemano lo que iba a pasar —dijo Rose acusadoramente.
—No irás a culpar de todo a Bill.
Rose fijó la vista en su madre, que estaba recobrándose. Su padre, turbado, contemplaba la
penumbra circundante.
—Lo planeasteis entre vosotros —dijo Rose—. ¿Cuánto tiempo hace que estáis hablando de
mí a mi espalda?
—¡Oh Rose! —exclamó su madre—. No hables como si hubiéramos estado conspirando
contra ti.
Pero eso era exactamente lo que habían estado haciendo. Un nervio crispó los labios de
Rose; si hablaba, se arriesgaba a un desatino. La habitación fue haciéndose distante igual que una
vieja película, con perspectivas aplastadas y una superficie que emitía chispas, amenazas de
migraña.
La madre de Rose supuso que aquel silencio significaba terquedad.
—Escúchame, Rose. Bill tenía que hablar con alguien de este asunto. ¿Con qué otras
personas iba a hacerlo?
Debían haber planeado por teléfono el modo de vencer a Rose. Una parodia de sorpresa de
cumpleaños.
—Si alguien pronuncia otra palabra sobre esto —logró decir Rose—, me iré.
—¡Oh Rose, no seas infantil! Sólo lo hacemos porque nos preocupamos por ti. Hemos de
llegar al fondo por tu bien y por el de Bill.
—Eso es todo —respondió fríamente Rose—. Ya os había advertido.
Sus nervios estaban cada vez más tensos, la ataban a sí misma. Antes de que alguien pudiera
detenerla, corrió hacia el recibidor, cogió la chaqueta y salió a la calle cerrando la puerta de un
codazo.
Se apresuró a llegar a la estación. Ella era un contraído punto de odio, tan intenso que se
consumía a sí mismo. Lo que más odioso le resultaba, quizá, era que Bill y sus padres le hubieran
hecho sentirse así, entregándola a emociones que había mantenido bajo control desde su infancia.
Al pasar junto a cálidas y brillantes habitaciones perfectamente aisladas, Rose se forzó a
salir de las profundidades de su mente. No necesitaba a Bill o a sus padres; otros cuidaban de ella.
Pero no debía depender tanto de lo invisible, era innecesario porque disponía de su propia fuerza.
No tenía que volver a confiar en nadie, y no creía en la posibilidad de hacerlo.
Delante, en la estación de autobuses, el motor de un vehículo vibraba con regularidad. Cinco
minutos más y Rose se hallaría en la estación ferroviaria. Esperaba que hubiera un tren a punto de
partir, aunque no le importaba tener que esperar y exponerse a que sus familiares la encontraran en
el andén. Nada que le dijeran la haría volver a la casa.
La vibración no era el ruido de un motor, porque no había un solo autobús visible.
Rose contempló la calle desierta. Un banco vacío aguardaba junto a la estación de
autobuses. Las luces de los semáforos ascendían, compelidas a moverse de prisa, únicamente para
volver a bajar. La luz roja teñía de sangre la estatua de Disraeli. Las últimas casas de la carretera de
Wigan tenían el color del barro, y embebían la luz de las farolas. Uno de los ventanales de una
planta baja estaba iluminado. De allí surgía la vibración.
Vibración no era exactamente el término adecuado. El sonido era grave y regular: chop,
chop, chop... No debía demorarse, no debía perder tiempo esforzándose por recordar dónde había
oído antes aquel ruido. Debía apresurarse a dejarlo atrás, antes de que tuviera demasiado miedo para
hacerlo, puesto que el sonido surgía de la tienda donde oscuridad y olor a sangre habían intentado
atraparla.
De repente se tranquilizó, aunque siguió caminando deprisa. Naturalmente se trataba de una
carnicería; eso explicaba el sonido. Rose vio al carnicero, un vigoroso hombre de tez sonrosada con
un delantal a rayas. Estaba cortando carne sobre una tabla de madera que resplandecía como el tubo
fluorescente del techo: chop, chop, chop... Eso explicaba el olor a sangre que se extendía en el
ambiente. Lo lógico era contener la respiración al pasar delante de la tienda... pero súbitamente se
sintió mareada, en peligro de tropezar, pues había visto que la carnicería se hallaba al lado de la
vivienda que había ocupado Richard.
Algo había sucedido allí. Una sesión espiritista, después de todo. No pudo ser la noche en
que había ido al cine con Wendy. Ella recordaba aquella noche, los débiles esfuerzos de su padre
para disuadirla, con La flauta mágica como fondo. Tuvo que ser otra noche. Rose creía estar a punto
de recordar, pero no debía hacer tal cosa. Su cabeza era un tenue caparazón que contenía una
erupción de pánico. ¡Por favor, quiero estar lejos antes de que esto me supere, por favor!
Echó a correr. El brazo del vigoroso carnicero subía y bajaba, subía y bajaba... igual que el
brazo de un títere de feria. La cuchilla tajaba, tajaba, tajaba... El resplandeciente delantal estaba
teñido de rojo. El olor a sangre fue intensificándose en las ventanas nasales de Rose, embotando
todos sus sentidos, abrumándola como una compacta negrura. En esa negrura había algo que se
retorcía, que aumentaba de tamaño.
Intentó mirar hacia adelante, a los semáforos, que iniciaban otra vez el cambio de luz. Casi
estaba allí, sólo veinte pasos más, quizá treinta, casi estaba allí... pero algo tiró de su cabeza y le
hizo volverse, y se encontró contemplando la oscura ventana superior. ¿Estaban las cortinas a punto
de separarse? Si parte de una cara miraba entre ellas, ¿sería reconocible como tal? Rose se
tambaleó, puesto que al parecer había olvidado cómo mover las piernas... y un instante después
echó a correr alocadamente, cruzó la calle y pasó ante un automóvil del que surgió un griterío. Los
gritos persiguieron a Rose, pero no miró atrás hasta que llegó a la estación. Sucediera lo que
sucediera, jamás volvería a Ormskirk.

XXXII

—No iré a Londres —dijo Bill.


Había dejado el café demasiado cerca de la máquina de escribir de Rose. Después Bill se
quedó como la taza: impasible y entremetido. Rose apartó la taza.
—Gracias —murmuró. Y sin levantar los ojos de la máquina añadió—: Es indudable que
tienes que ir.
—No, creo que será mejor que me quede contigo.
—Bueno, yo no pienso igual. ¿Qué es esto, Bill, una especie de chantaje emotivo?
—Nada de eso. ¿No puedo sentir deseo de cuidar de mi esposa?
—Puedo cuidar de mí misma perfectamente.
La preocupación de Bill le resultaba opresivamente paternal. Ella podía mirar por la ventana
mientras las teclas sonaban bajo sus dedos. Podía contemplar la luz del atardecer que abandonaba
lentamente el jardín y dejaba un sedimento de sombras. Podía distinguir la mancha que la hoguera
había dejado en la pared, una grasienta y oscura silueta que alzaba sus desiguales brazos mientras su
cabeza humeaba y se derrumbaba. Nada de eso le afectaba.
—Tienes que ir y entrevistar a ese hombre —dijo—. No querrás estropear nuestro libro... —
Sonó el timbre de la máquina de escribir, igual que al final de un asalto.
—Bien, ¿no podrías...?
—Sabes que no puedo acompañarte. Sabes que me esperan conferencias importantes. Y,
además, debo estar aquí para atender a nuestros huéspedes. Tengo mucho de que hablar con Diana.
—Después de una inteligente pausa, añadió—: Y con Jack.
Bill le dio la espalda. No podía responder sin exponerse a una pelea total. Pero se volvió al
cabo de unos instantes.
—De acuerdo, sólo estaré fuera hoy, para la entrevista. Cogeré el último tren para volver.
—Sabes perfectamente que debes ver las películas de ese hombre. Debes irte pronto y pasar
allí la noche. —Bill se disponía a contradecirla, pero ella no le dejó—. Mira, Bill, no me molestes.
Estoy esforzándome por acabar este capítulo. Si de verdad te importa mi estado de ánimo, déjame
en paz.
Los pasos de Bill mientras bajaba la escalera reflejaron incertidumbre, insatisfacción. Su
marido había conseguido hacer tambalear ideas que ella tenía controladas. Antes de poder continuar
mecanografiando el borrador definitivo, debía aclarar su mente.
Bill había hecho lo mismo en la estación de Ormskirk. Cuando ella acababa de lograr cierta
paz, basada en su alivio por haber dejado atrás la tienda de la carretera de Wigan, su esposo se
presentó en el andén.
—Vuelve conmigo, Rose —le había dicho—. Has trastornado mucho a tus padres. Vuelve,
por favor, no he cogido el maletín.
Bill había pensado influenciarla con esa excusa. Ella se había alejado, porque su marido le
había parecido un actor aficionado en el vacío escenario del andén: torpe, inepto, desconcertante...
La banalidad de la escena había puesto furiosa a Rose. Bill pretendía mantenerla alejada de sus
pensamientos. Cuando él insistió en acompañarla a casa, Rose decidió dedicarse a mirar por la
ventanilla, para intentar fijar sus ideas.
Debían haber celebrado la sesión espiritista en la habitación que había encima de la
carnicería. Por eso la ventana era tan amenazadora. ¿Fue allí donde adquirió Rose sus facultades,
que después habían permanecido dormidas durante tantos años? La sesión espiritista pudo ser un
detonante. Eso era todo lo que ella necesitaba saber. Era lo bastante fuerte para no recordar lo
sucedido en aquella habitación, y nunca regresaría. Tal vez se tratara del mismo recuerdo que Colin
había estado a punto de revivir. ¡No era extraño que sus facultades hubieran estado mentalmente
unidas al pánico en un principio!
Rose sonrió disimuladamente, con los ojos cerrados, y asintió en silencio. Ya estaba
tranquila. Sus dedos experimentaron el ansia de correr sobre el teclado. Pero antes de que pudieran
hacerlo, Rose oyó movimiento a su espalda, en la habitación. Bill había vuelto, de un modo bastante
tímido.
—Escucha, Ro, hay algo que tenía que haberte dicho antes. —Sus manos se apoyaron en los
hombros de Rose, pero él, avergonzado, estaba mirando los árboles, donde la penumbra regresaba a
sus nidos—. Ahora comprendo por qué te trastornó tanto aquella sesión espiritista en casa de los
Hay. Lo siento, debería haber considerado tus sentimientos con más seriedad.
¿Pensaba que así arreglaba las cosas? No era ese detalle por el que debía excusarse.
—Muy bien, Bill —dijo Rose con indiferencia—. Gracias.
Notó que las manos de su marido se hundían y luego se apartaban de ella. Tal vez fuera
cierto que él no se daba cuenta de lo mucho que su conducta había herido a Rose, o quizá se había
convencido a sí mismo de que, dado que había pretendido actuar en provecho de Rose, eso era lo
único que importaba.
—Todo va bien, Bill —comentó Rose, intentando mostrarse generosa—. Es la pura verdad.
No necesitas preocuparte por mí. En realidad, creo que a ambos nos beneficiará un par de días
separados. Tendremos oportunidad de meditar.
Bill le miró recelosamente. Ya debía estar convencido de que ella deseaba quitarle de en
medio para quedarse a solas con Diana. En esos momentos todo lo que hacía o decía Bill irritaba los
nervios de Rose.
—Oh, vete, Bill —dijo Rose en tono de fatiga—. Vete, por favor.
Bill supuso que ella deseaba que se marchara de inmediato, cosa que, aparte otro
significado, era cierta. Se alejó pesadamente escaleras abajo, cada paso una frase de una perorata.
Con un suspiro que reunía alivio y resignación, Rose miró por la ventana, observó la pacífica luz
prácticamente sin fuente, y vio la grisácea figura de un enano desnudo perfilada en el interior del
invernadero. No parecía tener cara o manos, sólo una masa de carne de color manteca.
Se había apartado del escritorio, que tembló peligrosamente, casi haciendo caer la máquina
de escribir, antes de ver con claridad la figura: una mancha en el vidrio del invernadero, hecha
visible únicamente por un ángulo especial de la luz. Sin embargo su presencia era insoportable.
Rose se apresuró a salir al jardín.
La figura era más que una mancha. Parecía moho, crecido en el punto donde una forma
enana se había apretado contra los cristales. Debía haberse formado moho desde la limpieza del
invernadero. ¿No podía haberse formado simplemente en las zonas donde las hojas se habían
pegado al vidrio? Pero su forma era demasiado definida para admitir una explicación tan sencilla.
Rose vertió desinfectante en un cubo de agua hirviendo. Mientras buscaba un cepillo, Bill asomó la
cabeza en la cocina.
—¿Qué estás haciendo?
—Limpiar ventanas. —Y preguntó impulsivamente—: ¿No lo ves?
Bill miró hacia el invernadero.
—Sí, por supuesto. ¿Por qué no iba a verlo?
—¿Qué dirías que es?
—Moho, supongo. ¿Por qué demonios me haces estas preguntas?
—No importa. Sólo quería saberlo. —No se le ocurrió otra explicación—. No, quiero
hacerlo yo —dijo al ver que Bill se ofrecía para limpiar los cristales.
La substancia grisácea tenía el tacto de la gelatina, y chirrió cuando Rose la frotó. El
crepúsculo ya se había congregado opresivamente en el interior del invernadero. Con furia, Rose
eliminó el último vestigio de los cristales, y salió deprisa del lugar, con el cubo en la mano. Grandes
fragmentos flotaban en la superficie del agua, igual que espuma. Cuando vació el cubo en el
desagüe del camino, los relucientes fragmentos se agarraron a las barras de la reja.
Al volver a la casa, sintió momentáneamente la tentación de explicar a Bill que tenía razón,
que no debía dejarla sola allí. Habría sido un gesto infantil, habría sido traicionarse
imperdonablemente. Debía tener el valor de confiar en su propia fuerza. Pero se preguntó una y otra
vez, hasta que logró controlar sus pensamientos, cuándo habrían salido las marcas de las vidrieras
del invernadero.

XXXIII

Rose se alegró de salir de su despacho, aunque el pasillo estaba en penumbra y las figuras de
Henry Moore que había en la pared carecían de cara. La clase de la mañana había sido
desilusionadora, puesto que los estudiantes, después de leer los principales análisis de Psicosis, no
habían encontrado nada nuevo que decir. Dentro de veinticuatro horas, cuando les mostrara Hour of
the Wolf de Bergman, serían más vivaces.
El viento acechaba entre los bloques de cemento. Varios arbolillos atados a estacas luchaban
con sus collares. En la parte trasera de Abercromby Square, el temblor de la hiedra daba la
impresión de que la pared se estremecía. Quizás el viento arrastrara la tensión de Rose, suponiendo
que ese fuera su mal. Durante toda la mañana había sentido pesadez e irritación en su cabeza. Tal
vez la reunión con su madre aliviara aquella tensión.
Bill había salido hacia Londres por la mañana. La noche anterior, tras la llamada telefónica
de su madre, Rose sospechó al principio que la mujer pretendía vigilarla en ausencia de Bill. Pero
su madre se había mostrado tan ofendida como deseosa de disculparse, y Rose no creyó que
estuviera ocultando algún ardid.
—Espero que sigamos viéndonos de vez en cuando para comer —había dicho la madre de
Rose—. Además, querrás que te devuelva el maletín que os dejasteis aquí.
El viento empujó a Rose cuesta abajo. Nubes similares a trozos de papel corrían en el cielo,
con los bordes flameando. La puntiaguda y enorme corona de la catedral católica parecía flotar en el
aire. En las paradas de autobús, muchos niños aguardaban, acompañados por encapuchadas figuras
con rostros de papel de periódico arrugado. Junto a Chaucer’s Tavern, dos niños pedían «un penique
para el chico» en favor de un osito de trapo tan grande como ellos.
Rose avanzó entre la muchedumbre que iba a comer, en dirección al Watson Prickard’s. El
restaurante se hallaba en el sótano de una tienda. Frondas de corbatas pendían de los mostradores.
Vacíos uniformes escolares formaban una hilera de múltiples reflejos. En una sala custodiada por
cerditos y monos de juguete, figuras vestidas con batas blancas blandían navajas de afeitar sobre
hombres sentados en sillones.
Al bajar las escaleras, junto a una confusión de maletas vírgenes, Rose vio que su madre
ocupaba una mesa cerca de la entrada. Estaba hablando con tres hombres. ¿Quiénes eran, y qué
hacían allí?
—Me alegra que hayas venido, Rose. —Su sonrisa reflejaba cierto alivio—. Estaba
hablando de tus libros con estos caballeros.
Sólo eran hombres de negocios, con idénticos trajes oscuros: dos de edad madura y un
tercero más joven, que no cesaba de sonrojarse y manifestar su acuerdo con todo lo que se decía.
Tal vez uno de los mayores era su padre.
—¡Oh, sí, naturalmente que lo haré! —dijo apresuradamente el más joven cuando la madre
de Rose le rogó que les guardara la mesa.
Las dos mujeres se pusieron en la cola. Pendientes del techo, varias lámparas se cernían a
poca altura sobre mesas circulares. Diminutas pirámides azules de minutas anunciaban «Auténtico
Smörgasbord escandinavo estilo gourmet». En la barra, una langosta artificial vigilaba los platos de
pescado; un trozo de arenque había huido de su cuenco. Una madre estaba dando prisa a su hijo.
—No, no lo toques. No, esas cosas no te gustan. No, eso no, te pondrás enfermo.
Ojos de huevo duro atisbaban entre trozos de pastel.
—¿Lo has pasado bien esta mañana? —preguntó la madre de Rose.
—No del todo mal, supongo. Mis alumnos sabían bastante sobre Psicosis pero no tenían
ideas originales. Con excepción de uno, que sugirió que la mosca en la mano de Anthony Perkins
era un símbolo de su podredumbre interna. ¡Dios mío, fíjate que conversación elijo para comer!
Pero su madre se alegró de que charlara tan abiertamente.
—A veces debe ser difícil para ellos. Nunca logré comprender cómo se puede dedicar tanto
tiempo al estudio... Hablo de ti.
—A veces me costaba mucho. No te lo decía porque no quería preocuparte.
—Podía haberme preocupado, es cierto. Yo era bastante tonta para esas cosas. Supongo que
subestimé tu capacidad para salir adelante. Bueno, ya no soy así. Es mejor tarde que nunca, ¿no te
parece? Mira, Bill nos explicó que su cabeza se comportaba de un modo extraño cuando se
acercaban los exámenes.
—Oh.
—Sí, nos dijo que solía padecer fallos de memoria. Una vez perdió toda una mañana antes
de un examen, y hasta ahora no ha recordado lo que estuvo haciendo. Nos lo explicó después de que
tú te fueras —añadió rápidamente, como si el detalle eliminara cualquier sospecha de conspiración.
Rose pensó con amargura que su madre aceptaba la idea de fallos mentales únicamente tras
conocer que los sufrió Bill, el impasible y sensible Bill, además de la nerviosa e insegura Rose.
—No sabes cuánto me ayudó, Rose, a aceptarlo. Mira, desde que me enteré de que aquella
zorra te había encerrado en una habitación, temí que tu mente estuviera dañada. ¿No recuerdas
cómo te restregabas la piel, como si jamás estuvieras limpia? Tuve tanto miedo que hasta pensarlo
me resultaba insoportable. Preferí pensar que me odiabas.
—Escucha, mamá, cambiemos de tema, si no te importa. —Su madre iba delante, para
volver a la mesa, y Rose estaba perdida si se veía envuelta en una discusión familiar ante unos
extraños.
—Por favor, dame esta oportunidad, Rose. Deja que me desahogue.
Los hombres que había al otro lado de la mesa no podían oírlas.
—Sí, tiene razón, por supuesto —se apresuró a decir el más joven, y los otros bromearon
ruidosamente, quizá para diferir sus pensamientos sobre la tarde que les aguardaba.
Detrás de Rose, varias secretarias chismorreaban en voz baja; sólo se escuchaban los
sonidos sibilantes.
—Estuve en vela toda la noche después de que te fueras como una fiera, quería meditar con
sensatez —dijo su madre.
Si Rose se negaba a escuchar, sus nervios se irritarían aún más.
—Bien, acaba de explicarte.
—Sólo quería decirte que Bill me demostró que no tenía que preocuparme como lo hice. Fue
por mi culpa, lo único que logré fue empeorar las cosas para mí y para ti, supongo. Rose,
sinceramente, ¿es verdad que no recuerdas lo que sucedió aquella noche, cuando saliste con
Wendy?
Un tren subterráneo pasó igual que un pequeño terremoto.
—Sí —dijo Rose, hastiada—. Sinceramente, no lo recuerdo.
Su madre le cogió la mano por debajo de la mesa. La mujer era incapaz de hablar
momentáneamente, y apretaba la mano de Rose para ayudarse a contener las lágrimas. Turbada, e
inquieta hasta cierto punto, Rose desvió la mirada, hacia una mujer que avanzaba resueltamente
hacia ella. De repente, la mujer dio la espalda a Rose, y luego se volvió otra vez, aunque sin mirarla
directamente. Por fin Rose reparó en la etiqueta del precio que colgaba del sobrio traje oscuro que la
mujer exhibía.
—No puedes imaginarte cuánto mejor me siento —estaba murmurando su madre—. Cuando
Bill telefoneó y le expliqué algunas cosas de aquella noche, no estaba segura de haber obrado bien.
Y cuando vinisteis a vernos, me dio mucho miedo hablar del incidente. No sabía cómo ibas a
reaccionar. —Su murmullo era un temblor que amenazaba transformarse en un repentino grito—.
¿Podrás perdonarme, ya que he sido sincera contigo?
Rose notaba dolor en la mano que le apretaban, pero parte de los sentimientos de su madre
le habían afectado. La mujer se había esforzado en aceptar los cambios de Rose, pese a que ya tenía
la carga de un esposo cada vez más irritable y con una memoria que se desintegraba. Por muy
fastidioso que a Rose le pareciera, su madre había actuado movida por el amor.
—Sí, mamá —dijo suavemente—. No te preocupes. No hay nada que perdonar, de veras.
Su madre le soltó la mano después de un apretón final. Rose notó algo extraño, como si la
barrera que se había derrumbado entre las dos hubiera cambiado por completo su perspectiva. Se
sentía muy cerca de su madre, pero era algo más que eso. Al pasar otro tren, el suelo vibró. Sí, ahí
estaba la clave: algo se había movido, o estaba a punto de hacerlo. Se encontraba mareada, a punto
de estallar. Su madre sonreía de alivio, con los ojos cerrados, finalmente sosegada...
Los sonidos del restaurante se alejaron de Rose, y se encontró mirando desde arriba la cara
de su madre. Pero su posición no había variado. Era la de su madre, que estaba tendida, con los ojos
cerrados y el rostro tranquilo: demasiado tranquilo. Alrededor de Rose, todos vestían de negro. El
silencio, tanto como el luto, hacía que la gente tuviera un mortecino aspecto.
El tenedor de Rose cayó en el plato. El sonido interrumpió su trance. Nadie vestía de negro;
los hombres de negocios, en cuyas cabezas asomaban algunas canas, llevaban trajes grises; las
secretarias, rebosantes de color, estaban perfumadas como un jardín artificial; había mujeres con
caras maquilladas y cabellos aparentemente suplantados por pulcras gorras de piel, todas sentadas y
vigilando sus medio consumidos platos.
—Oh, qué tonta soy, Rose —se reprendió su madre—. Estoy impidiéndote comer. Apenas
has probado nada.
Mucho peor que el vislumbre de Rose era el hecho de que no tenía idea alguna de cuándo
iba a suceder. Se obligó a comer, para convencer a su madre de que no le pasaba nada. Sus
movimientos fueron intolerablemente pesados. Su brazo arrastró el tenedor hasta la boca, sus
mandíbulas masticaron de un modo mecánico, pero masticaron. Los amontonados granos de arroz
eran infinitos. Habían estado en la nevera, y comerlos era igual que masticar hielo. La cabeza de
Rose se hallaba tan vacía como una cueva, en la que resonaban los sonidos de la masticación. Tuvo
que mantener el tenedor bien apartado del plato, para que no la delatara si empezaba a temblar.
Estaba solitaria con su visión. No podía explicarla a su madre, pues ésta pensaría que la
mente de Rose había resultado afectada después de todo, o bien, lo que era peor, la creería. No
podía hablar con su padre, que se mostraría perplejo, trastornado e impotente, suponiendo que
existiera alguna posibilidad de que creyera a Rose. No podía hacer nada. Jamás sus facultades le
habían hecho sentirse tan sola.
Tuvo que volver a acompañar a su madre a la barra, puesto que sus padres nunca se
conformaban con una ración. El arroz aderezado relucía en cuencos. No, no parecían nidos de
huevos. No, los granos no se revolvían sin descanso, todo era producto de sus nervios... aunque tuvo
que contenerse para no salir corriendo.
Varias mujeres con etiquetas de precio daban vueltas igual que figurillas de cajas de música,
describiendo lentas piruetas. Rose las observó, por cuanto le daban un pretexto para no comer. El
humo de los cigarros puros se deslizaba en la mesa de los comerciantes. Retumbó un tren, y Rose
no tuvo duda de que el suelo temblaba. Todos los detalles —el conjunto de platos, la compleja y
difusa banda sonora de las conversaciones— parecían irreales, una apariencia que amenazaba con
dar paso a otro vislumbre.
—¿No puedes comer más, Rose? Me haces pensar que yo no debería estar comiendo.
—Continúa, mamá. —Rose ocultó su apretada mano bajo la mesa—. Hoy no tengo mucha
hambre.
—Oh, espero no haberte trastornado —murmuró la madre de Rose. Mientras ésta agudizaba
su oído, los sonidos del restaurante se alejaron—. No decirlo habría sido irresistible. Ahora nos
comprendemos mejor, ¿verdad? Mira, nunca quise creer que me culpabas. Pero tú parecías muy
cambiada después de aquella noche, tanto que apenas te reconocía. Y de todas formas no podías
sentirte traicionada, ya que no recordabas nada. ¡Oh, me alegro tanto de que todo haya terminado,
Rose!
Rose apenas prestaba atención. De hecho se sentía traicionada, en lo más hondo de su ser,
aunque sólo fuera porque su madre seguía insistiendo en el tema. No era simplemente un recuerdo.
Sus sentimientos le estaban haciendo perder el tiempo a su madre y no sabía cuánto tiempo
quedaba. Indudablemente no tenía que pensar en eso. ¿No existiría otra interpretación de su
vislumbre? Deseaba aferrarse a ella misma y no soltarse jamás, antes de que su madre
desapareciera. Pero su madre le sonreía. Estaba cerrando los ojos.
Rose extendió los brazos para detenerla, mas lo hizo demasiado tarde. Estaban rodeadas de
figuras enlutadas. Bill parecía desconcertado, el padre de Rose atontado, con los ojos vacíos de
lágrimas, de todo. La inmóvil cara de su madre acechaba en el silencio. ¿Estaban a punto de
fundirse el presente y el futuro?
—Intenta comer un poco más —dijo su madre—. Vas a conseguir que me preocupe.
Tal vez sería la preocupación la causa de su muerte. Rose se obligó a comer más, casi sin
darse cuenta de qué comía. Si era preciso, iría al lavabo de señoras y se esforzaría en vomitar.
Estaba introduciendo comida en un agujero de una máscara rígidamente alegre. Bajo las
conversaciones circundantes, un ominoso estruendo avanzaba.
—Yo pagaré —dijo su madre ante la caja—. No, quiero pagar yo.
En cierta forma, sus palabras eran insoportablemente finales, una última amenaza. Al otro
lado de las escaleras, un hombre se echó hacia atrás, dejando al descubierto su garganta. Un barbero
se agachó ante él con fina navaja de afeitar.
Mientras subían los peldaños, Rose cogió la mano de su madre.
—Mamá, por favor, cuídate. —Eran las palabras menos adecuadas que había pronunciado en
toda su vida.
—Oh, nada va a pasarme. Tú sí que has de cuidarte, eso es lo que importa. Te noto muy
tensa. —Se detuvo en la entrada de la tienda, apretando la mano de Rose—. Debo darme prisa.
Telefonéame pronto, o ven a vernos. Quiero que nos veamos más a menudo.
Rose contempló a su madre mientras era engullida por la muchedumbre. Su cabeza se agitó
entre las demás durante unos instantes, luego desapareció. Los puños de Rose parecían pesas en sus
costados. ¡Oh, Dios, tenía que ver más a su madre, verla siempre que pudiera! Pero, ¿hasta cuándo?

XXXIV

En Aigburth Road el viento se esforzaba en gobernar a los compradores, aunque no logró


lanzar a Rose bajo un coche. Capas y más capas de oscuras nubes se congregaban como sedimentos
en el horizonte. Con el cielo como fondo, los árboles centelleaban, masas de alambre deshilachadas
y oxidadas. Los pájaros eran vestigios de luz en lo alto, en peligro de apagarse. Encima de la puerta
de una iglesia, la Virgen y el Niño estaban encarcelados en una tela metálica, que resonaba como si
ambos trataran de escapar.
La ropa de Rose la arrastró hacia Fulwood Park. El viento hacía que el tejido fuera tan fuerte
como ella. Las hojas eran derviches que danzaban en el camino. Sobre los pilares de los portalones
vibraba el pelaje verde que cubría las caras de pétreos leones. Al divisar el buzón de correos, cuyo
nido de hierba se retorcía, un coche desconocido estaba saliendo del camino de entrada de la casa de
Rose.
¡Oh, Dios! ¿Qué había pasado? Rose intentó correr, pero el viento era igual que agua. Antes
de llegar al buzón, el coche ya estaba lejos de la casa.
Rose avanzó penosamente hacia la calzada, para agitar los brazos y lograr que el vehículo se
detuviera. Pero al fin y al cabo no se trataba de personas que buscaban a Rose. Eran el editor
periodístico, el hombre que había estado en la fiesta de los Hay, el magistrado, que llevaba un
suéter, y uno de los jóvenes que, al parecer, habían viajado por todo el mundo.
Al entrar en la casa, la vivienda resonaba a vacío. El ruido del viento ocupaba todos los
rincones, el sonido de soledad, de insubstancialidad. Los muebles reposaban. El chino de porcelana
extendía la mano hacia su compañero, un rincón oscuro. La presencia de los guardianes de Rose
parecía tan debilitada como la del chinito.
El viento insistía en golpear el buzón. Rose reprimió el impulso de asegurarse de que no
había correspondencia, pero no pudo vencer la sensación de que alguien deseaba ponerse en
contacto con ella. ¿Tal vez Diana? Mas Rose iba a verla al día siguiente o dentro de dos días. No
debía telefonear a su madre, aún no. Si cedía al apremio con tanta prontitud, jamás se libraría de él.
Se sentó en la solitaria sala de estar. Finalmente el viento perdió fuerza, la luz empezó a
oscilar. La casa, silenciosa, tenebrosa y vacía, era igual que la mente de Rose.
Se hallaba en la cocina, contemplando inexpresivamente las primeras fluctuaciones de las
burbujas en la cafetera, cuando sonó el teléfono. Su sobresalto fue tan grande que transcurrieron
algunos instantes antes de que lograra correr hacia el pasillo. El timbre le pareció que sonaba con
demasiada rapidez para ella. Escasísimos pasos por cada timbrazo.
Al coger el aparato, escuchó unos apremiantes pitidos. Si no echaban más monedas, la
conexión se cortaría. Finalmente cayó una moneda.
—Soy yo, estoy en el National Film Theater —dijo él. Sólo era Bill. Después de todo, no
debía haber corrido.
—Me han invitado a ver una película de nuestro amigo —dijo su esposo—. Supongo que
será una ayuda para la entrevista. El National 2 está ofreciendo un ciclo de dibujos animados de
Europa del Este. Seguramente oirás a la gente entrando en tropel. Todo el mundo está
adecuadamente serio. Dos horas de hombres acosados por la letra K, armas que se convierten en
flores... ya sabes cómo son estas cosas. El próximo mes habrá un ciclo de películas nazis.
El puño de Rose se apretó al teléfono. Le pareció que el plástico estaba a punto de partirse.
Su madre al borde de la muerte, ella no podía hacer nada, y tenía que escuchar a su marido,
malgastar el tiempo en películas. Y no podía decirle nada.
—¡Oh! ¿No puedes callarte un momento? —contestó abruptamente.
—¿Qué ocurre? —dijo Bill tras una pausa en la que Rose oyó el parloteo de los
entusiasmados cinéfilos—. ¿Quieres que vuelva a casa?
No ocurría nada que pudiera explicar a su esposo.
—Eres la última persona que deseo ver en estos momentos, Bill.
—¡Vaya, hombre! —Bill parecía menos enfadado que herido—. Me haces creer que no
debía haber telefoneado.
Algo raro sucedía. Rose notaba que su voz era incontrolable. Poca importancia tenía lo que
dijera... Nada importaba, puesto que ella se veía impotente para salvar a su madre. Sin embargo
poseía un curioso sentido de fuerza: era libre de decir a Bill lo que se le antojase.
—¡Por el amor de Dios, no finjas que estás preocupado por mí, Bill! Estás preocupado por ti
mismo.
—Lo que dices es abominable.
—¿Por qué? ¿Porque es verdad? —Bill se comportaba de un modo insufriblemente falso con
ella. Ella se encargaría de hacerle perder su pomposidad—. Sabes perfectamente que has
telefoneado únicamente para tranquilizarte.
—¿Cómo diablos llegas a esa conclusión?
Antes de que Rose pudiera replicar, los pitidos iniciaron su clamor. Tuvo la momentánea
sensación de que se le ofrecía una última oportunidad, una oportunidad que ella no deseaba. El
enfado de Bill le hacía parecer extremadamente banal, despreciable. Rose se sentía poseída por su
voz, ávida de continuar el ataque.
Oyó la caída de la moneda. Bill había pagado más verdades y, ¡Dios!, ella se las vendería.
—¿Cómo diablos llegas a esa conclusión? —repitió Bill como si fuera la segunda toma de
una escena.
—El único motivo de que hayas telefoneado tan pronto es convencerte de que estoy
perfectamente, para poder olvidarme el resto de la noche. No creo que te des cuenta de lo
increíblemente egoísta que eres.
—¿Egoísta? ¿Tú me llamas egoísta? ¡Jesucristo...!
—No grites, Bill —dijo Rose, sonriendo disimuladamente. Ahí estaba Bill, obligado a
despojarse de su disfraz—. La gente puede oírte.
—¿Pueden oírme? Bueno, mierda para ellos. No intentes imponerme tus correctas maneras
de Ormskirk. No quieres oír hablar de mis sentimientos, ¿me equivoco? Estás demasiado ocupada
con los tuyos. Por eso tuve que recurrir a tus padres. Así se demuestra mi egoísmo, ¿no te parece?
Bill había farfullado un poco. Rose supuso que debía haber bebido en exceso.
—Y tanto que sí, Bill. ¿Tengo que explicarte por qué pensaste que debías recurrir a mis
padres? Porque yo había amenazado tu masculinidad. ¡El único motivo de que te preocupes por mí
es el miedo a que yo rompa tu rutina!
—¿Y quién pensaste que era yo aquella noche —contestó Bill, intentando gritar más que ella
—, cuando creíste que yo era otra persona?
—No me creerías si te lo dijera. No comprendo que eso te preocupe tanto. Lo único que
necesitas es alguna mujer que me sustituya.
Antes de que pudiera darse cuenta, Rose estaba riendo irrefrenablemente. Había imaginado
el aspecto que Bill tendría ante el gentío del National Film Theater, un hombre pomposo, con el
cabello revuelto, desgreñado, que despotricaba por teléfono sin preocuparle de que le oyeran. En
medio de sus risas, que Rose apenas reconocía como suyas, oyó decir a Bill:
—Hola. —Seguramente estaba saludando distraídamente a alguien.
Bill siguió hablando en tono avergonzado, amigable, esforzándose en fingir que no había
gritado. De repente Rose se cansó de él.
—No sé con quién hablas —dijo—. ¿Pero por qué no los aburres a ellos en vez de a mí?
Siempre habrá alguien que escuche tus quejas sobre mí.
Nada más colgar violentamente el teléfono, Rose sintió rabia. Era indudable que Bill iba
camino de emborracharse con la primera persona que encontrara. Era indudable que bebería hasta
sentirse bien, hasta que la pelea matrimonial fuera un simple altercado, una interrupción en la
comunicación, una explosión de insultos en los que Rose no creía realmente. Nada haría cambiar a
su marido, nada le haría ser menos impasible y seguro de si. Rose podía haberse ahorrado el
esfuerzo de salvarle en las escaleras, en Aschheim, en vista de la impresión que el incidente había
producido en él...
De pronto la habitación se iluminó, quedó bruscamente enfocada. Rose había pasado por
alto un detalle. ¿Se habría desesperado por un motivo francamente insignificante? ¿Se atrevería a
despreciar por completo la discusión? Pero creía haber descubierto la verdad, y tenía que confiar en
sus sensaciones. Debía irse. La casa era demasiado pequeña para dar cabida a su repentino
optimismo.
Deslumbrantes jirones nubosos, muy escasos, flotaban en el cénit, tan ociosos como sueños.
El cielo estaba transformándose en un vidrio de color intensamente luminoso. Gracias a una
transformación imposible de percibir, el subido color azul del cénit se ensombrecía hasta llegar al
matiz gredoso del horizonte. Los colores de la campiña se comprimían, preparándose para brillar en
el crepúsculo.
Rose permaneció inmóvil, reflexionando, hasta que llegó la oscuridad. No había error
alguno en su intuición. Había salvado a Bill, cosa que significaba la posibilidad de hacer fracasar
sus premoniciones... pero no podía deducirse que ella debía intervenir.
El azar podía salvar a su madre, y así sería. De lo contrario, ¿por qué la premonición ya
había perdido intensidad?
La brisa avanzaba lentamente desde el río. Sobre las farolas de Fulwood Park, lívidas y
desnudas ramas se agitaban. Bajo ellas, las hojas caídas sonaban, moviéndose como escarabajos a lo
largo del escenario de la luz. Rose debía comunicarse con Bill en cuanto pudiera. Aunque estaba
consternada por las cosas que le había dicho, no podía sentir otra cosa que no fuera esperanza:
seguramente su marido comprendería que ella había sido otra persona.
Todo iría bien a partir de entonces.
—Sé que estáis ahí —dijo en voz baja, para resarcir las dudas que había experimentado
hacia sus guardianes—. Sé que cuidaréis de mí.
La brisa avanzó hacia ella desde la oscuridad. Las ventanas nasales de Rose se contrajeron.
A continuación se retiró rápidamente hacia la casa. Temblorosa, cerró la puerta con llave y echó el
pestillo. Muy cerca, en la negrura, algo estaba pudriéndose.
CUARTA PARTE
EL ESCONDITE

XXXV

Rose salió corriendo del Centro de Estudios de la Comunicación. El sótano era una colmena
de monitores de televisión que zumbaban y fluctuaban. El mundo parecía transformado por el
atardecer. Los edificios de cemento brillaban tétricamente, absortos en su colorido. En los
montículos herbosos, cada brizna de hierba relucía por separado, barnizada de luz. La hiedra de las
zonas traseras de Abercromby Square era una congelada cascada de llamas anaranjadas. El cielo era
cristal helado, un insondable azul oscuro que iba matizándose imperceptiblemente de verde claro.
Rose quería estar en casa, para ordenar sus pensamientos.
La mayor parte de sus alumnos habían admirado la película de Bergman. Algunos habían
argumentado que era demasiado seria, que las buenas películas de terror tenían un desarrollo
subversivo, ocultando sus temas reales bajo una superficie convencional. Rose pensaba que se
trataba de una simplificación exagerada y representativa de un empalagoso uso del lenguaje, pero
no había dominado por completo la discusión. La película le había afectado impropiamente.
Y sin embargo todo se reducía a que Bergman usaba una escena de La flauta mágica de
Mozart. La sensación de un recuerdo que pugnaba por emerger —niñez, Ormskirk, sus padres, La
flauta mágica sonando, la noche a su alrededor— había hecho que la sala de proyección pareciera la
celda subterránea que en realidad era. Rose había olido la tierra que se apretaba contra las paredes.
Naturalmente se trataba de una de las óperas favoritas de su padre, y no le extrañó que le hiciera
pensar en sus padres.
La noche anterior, nada más encerrarse en su casa, había llamado a su madre. Charlaron
inconsecuentemente durante unos minutos, reprimiendo la preocupación mutua hasta un punto
soportable. A pesar de que todo parecía ir bien, Rose soñó que su madre corría un vago peligro.
Quizá los sueños fueron simples productos del nerviosismo, pero había despertado varias veces en
la indiferente oscuridad. Ayer, ¿no habría demostrado excesiva ansiedad en creer que su madre se
hallaba a salvo?
No había podido localizar a Bill en el National Film Theater, ni en su hotel, ni cuando se
había levantado a últimas horas de la mañana. Quizá él se negaba a hablar con ella, cosa por la que
difícilmente podía culparle. Era grotesco que hubiera esperado una reconciliación instantánea. Su
insomnio le había dado muchísimo tiempo para recordar todo lo que había dicho a su esposo.
Aunque hubiera estado enloquecida, ¿cómo había sido capaz de decir tales cosas? Era como si otra
persona las hubiera pronunciado.
Para irritar aún más sus nervios, alguien la había llamado por teléfono mientras iba a la
universidad. «Un escritor», le dijeron. Bill era el único escritor que conocía. Tal vez había sido Jack.
Tendría que esperar a llegar a casa para llamarlo, no podía llamar a Nueva York desde la
universidad.
¿O acaso Jack la habría llamado desde Londres? Rose paseó impacientemente alrededor de
la parada de autobuses, junto a la iglesia de San Lucas. Varias palomas recorrían el mellado borde
del lugar donde debía estar el devastado techo. Por entre las elevadas ventanas de arco, Rose
distinguió el cielo cada vez más oscuro que servía de marco al brillo de una estrella. El astro le hizo
pensar en un punto de fuga vislumbrado en los inimaginables abismos del espacio.
En Fulwood Park, el crepúsculo se asentaba en las villas. Los setos vivos se agitaban como
enjambres sombreados. La casa de los Tierney parecía más pequeña por culpa del nerviosismo de
Rose. Al menos el ambiente sólo olía a sal.
La casa estaba más fría que el camino. Las habitaciones parecían cajas de piedra. Los
movimientos de Rose eran los de un intruso, irreales; así se sentía ella. El interruptor despertó
suavemente a la sala de estar, y los majestuosos muebles victorianos parecieron erguirse con la
iluminación. Todo era exacto como una fotografía, e igualmente distante de Rose.
No obtuvo comunicación con Jack. La casa amplificó el zumbido del disco de marcar. Rose
se sirvió un whisky, para que le ayudara a tranquilizarse, y después hizo una nueva tentativa. Esta
vez se aseguró de la corrección del número que iba a marcar, pero no hubo más respuesta que el
sonido del teléfono.
Tampoco pudo localizar a Bill. ¿Seguía castigándola su marido? Seguramente ya debía
haber comprendido que ella le había hablado en un momento de terrible nerviosismo. ¿Cómo, si no,
podía haberse mostrado tan cruel con él? Bill tendría que telefonear para averiguar qué había
ocurrido. Su marido se estaba comportando de un modo más cruel que ella.
Rose no deseaba cavilar. Las cosas acabarían arreglándose. El whisky iba dulcificando la
casa, y volvió a llenar su vaso. Sin duda Jack sólo había deseado confirmar su llegada al día
siguiente. Rose golpeó el aparador con su vaso vacío.
—Encenderemos fuego —dijo.
La carbonera estaba junto a una esquina de la casa. Rose no se había dado cuenta de que el
crepúsculo se había oscurecido con mucha rapidez. Abrió del todo la puerta de la cocina, para
extender el abanico de luz. Los roces de la pala levantaron ásperos ecos en el jardín, haciendo que
Rose reparara en los altos y oscuros muros, en el acechante invernadero que parecía aplastado por la
oscuridad.
El carbón no tardó en llamear. Las sillas danzaron con sus sombras. Rose dejó que la
habitación se entretuviera con la luz del hogar, un umbroso paso adelante y otro atrás, mientras se
preparaba la cena. Corrió las cortinas, ya que verse revoloteando fuera, en la oscuridad, imitando
sus movimientos, le producía cierto desasosiego.
No iba a molestarse en preparar algo complicado, sólo una tortilla, porque se sentía relajada,
casi a punto de dormir. Cenó junto al hogar y contempló la transformación del fuego. Misterios
flameantes representados en grutas incandescentes.
—¡Vaya, hace siglos que no escucho un disco!
Cualquiera menos Shostakovich, que le resultaba intolerablemente depresivo. En cuanto
lavó el plato, puso la Misa de Janacek, cuyos ritmos desiguales, primitivos, casi paganos quedaban
caprichosamente interrumpidos por episodios de ternura o anhelo. El hogar ofrecía un espectáculo
luminoso.
Había empezado a dormitar cuando la aguda elevación del sonido brotó lentamente en los
auriculares. El coro estaba cantando Kyrie Eleison, Señor ten piedad de nosotros, y los violines
emitían idéntica e inalterable respuesta. No había piedad, sólo el sonido de un vacío infinito e
indiferente.
Tras levantar la aguja, el sonido continuó merodeando en la casa. Naturalmente se trataba de
un eco en la mente de Rose, y ella sabía cómo apagarlo. Encendió la luz, para interrumpir los
furtivos movimientos de la puerta iluminada por el hogar. No importaba Bill, que podía hallarse en
cualquier parte. Sabía a quién deseaba oír.
Un lejano teléfono empezó a sonar. Rose imaginó cables tendidos por la sombría campiña,
estremeciéndose con el viento nocturno. De repente cesó el sonido del timbre, y se escuchó un
murmullo sin voz.
—¿Sí, quién es? —dijo el padre de Rose.
—Hola, papá, soy yo.
Después de una clara pausa, el hombre respondió:
—¿Eres Rose?
—Sí, soy yo. —¿Quién más podía ser?
—Ah, hola. —No habían hablado desde aquella noche en Ormskirk, y su padre parecía
conservar la turbación—. Bien, ¿qué podemos hacer por vosotros?
Puesto que él se expresaba así, sólo había una pregunta.
—¿Cómo está mamá?
—Oh, la cosa es bastante satisfactoria, en general. No es para quejarse. ¿Y vosotros?
Jamás le había oído hablar de su madre en una forma tan rara.
—Yo estoy bien, gracias —dijo Rose, preguntándose cómo podía replantear la pregunta.
—¿Y el resto?
—Mi marido está perfectamente. —La conversación se había descentrado. La voz de Rose
era casi inaudible en la casa vacía. Se produjo otro silencio.
—¿Qué has dicho?
—Te decía que Bill también está perfectamente.
—Bill… tú marido.
¡Por Dios! ¿Qué le ocurría?
—Sí, claro. ¿Qué otro Bill iba a ser?
—Perdona, creía que me hablabas de cuentas(1). —Su tono no era de excusa, más bien de
irritación, de recelo—. Aún no has contestado mí pregunta.
Rose empezaba a asustarse.
—No sé a qué pregunta te refieres.
—Acerca de tu situación. ¿Cuál es tu situación? —Parecía hallarse al borde del enfado,
temeroso de que Rose estuviera manipulándole. Rose especuló alocadamente. ¿De qué hablaba su
padre, de la ausencia de Bill, o de su huida de Ormskirk? Pero su padre añadió irritadamente—: Tu
situación financiera.
Pese a la encendida chimenea, la habitación había cobrado una brusca frialdad.
—No me lo habías preguntado —dijo Rose, desesperada—. Pero nos va muy bien. —Tenía
que agotar el tema antes de seguir interesándose por su madre.
—No lo entiendo. ¿De qué otra cosa hablábamos? —Su padre estaba resentido—. ¿Qué me
has preguntado al principio?
—Te he preguntado por mamá.
—Tu madre... ¡Ah, comprendo! Creía que hablábamos de dinero.
De ahí venía el desasosiego de su padre: estaba quedándose sordo además de perder la
memoria. Ni siquiera había reconocido la voz de Rose al principio. Ella deseó compartir una
carcajada con su padre, pero él parecía muy frustrado.
—Bueno, ¿cómo está mamá? —preguntó, incapaz de soportar el silencio.
—Bien, perfectamente bien. No querías hablar con ella, ¿eh? Acaba de entrar en el cuarto de
baño.
—No, no la molestes. Puesto que está perfectamente. Dale un beso.
—Lo haré. ¿Alguna cosa más? Estaba viendo un programa.
—Bueno, papá, adiós. —Rose aferró el teléfono como si fuera la mano de su padre—. Dile
que puede llamarme más tarde si quiere.
El clic sonó antes de que hubiera terminado de hablar.
Después de colgar el aparato la casa entera le pareció un teléfono desconectado, o le habría
parecido así de no haber dominado su imaginación. ¿Debía tranquilizarse con un baño? Al meterse
en la bañera, su madre resbalaba, arrastrando con ella un aparato de radio, o una estufa eléctrica.
Absurdo, su madre no sería tan descuidada.
Rose subió la escalera. Tras pasar junto al cuarto de baño vio una hoja a medio
mecanografiar que pendía en la máquina de escribir. Tenía que trabajar. Mecanografió algunas
hojas, con la cabeza de la lámpara móvil próxima a la suya. Pero un heraldo de la jaqueca, una
araña formada por brillantes fragmentos de vidrio, se arrastraba en las teclas. La cara de Rose
atisbaba inquietamente en la ventana, una máscara suspendida y reluciente que no tenía pelo ni
orejas.
Ridículo. Debía bañarse, puesto que el alcohol no era suficientemente sosegador. El agua
llenó la bañera con un apagado bramido. Rose fue unos instantes a la planta baja temiendo que el
ruido sofocara otros sonidos... aunque era imposible que le impidiera oír el teléfono y, ¿qué otros
sonidos podía haber?
Se metió en la bañera y contempló la oscilación de sus extremidades lamidas por el agua. El
vapor de agua fue cubriendo la ventana, como si las translúcidas protuberancias del esmerilado
vidrio estuvieran multiplicándose. Rose se bañó tranquilamente, deseosa de no provocar excesivos
ruidos. Al salir, el rostro que reflejaban las baldosas de la pared parecía deforme, ahogado en
negrura, casi irreconocible. Pero se sentía mucho más tranquila, sabía que su sonrisa era de paz sin
necesidad de comprobarlo en el espejo...
Algo se movía dentro de la casa.
Rose se puso el albornoz y ató fuertemente el cordón; luego se obligó a abrir la puerta. El
rellano estaba iluminado y desierto. La pintura brillaba como hielo en las puertas cerradas, y daba a
éstas un aspecto de traicionera delgadez. El sonido había surgido cerca. Debía haberse producido en
la habitación para huéspedes. Un tenue e incierto deslizamiento.
Tras abrir la puerta y buscar a tientas el interruptor de la luz, Rose vio que todo estaba igual.
La cama, que había dispuesto para Jack y Diana la noche anterior, estaba tan lisa como nieve no
hollada. Se agachó rápidamente, pero no había nada en la alfombra, debajo de la cama. Quizá el
ruido había brotado de la casa de los Hay, o tal vez estaba relacionado con la bombilla, que no
brillaba excesivamente. Debía acordarse de cambiarla al día siguiente.
Rose examinó de modo superficial las otras habitaciones y después bajó a la planta. ¿Habría
sudado parte del alcohol? Se sirvió un nuevo whisky para ponerse a tono con los hermanos Marx,
pero la bebida no le bastó. El rápido parloteo de los actores exasperaba sus nervios y los trucos eran
sosas travesuras de monos enjaulados en el televisor.
No estaba siendo sincera consigo misma. Habría prorrumpido en risas si se hubiera atrevido,
pero su alegría habría sonado demasiado en la casa vacía. Imaginaba sus carcajadas resonando en
las habitaciones, imaginaba que atraían a un auditorio que se congregaba fuera de la sala de estar y
aguardaba en silencio a que ella abriera la puerta...
Apagó el televisor. El ruido también podía atraer la atención. El silencio que se produjo no
era natural y Rose creyó estar atrapada en una campana de cristal. Sin embargo no se atrevía a
hablar, porque temía que sus guardianes la hubieran dejado sola, o que otra persona respondiera.
¡Maldito Bill! ¿Por qué no telefoneaba? Finalmente, aunque ello significaba estar de pie
junto a la puerta del recibidor, Rose telefoneó al Bloomsbury Center Hotel
—No —dijo la voz latina y poco grata de un hombre—, su llave está aquí.
Estaría mucho mejor si procuraba dormir. Abrió con violencia la puerta del recibidor, y no
vio nada a que enfrentarse.
Tenía que comprobar que puertas y ventanas estaban cerradas. Deambuló por las
habitaciones, odiándose y odiando su paranoia, recelosa al tener que estar de espalda para examinar
las ventanas, escrutando los reflejos de lo que había alrededor de ella con la misma obsesión con
que revisaba los pestillos. Detrás de ella, en el dormitorio de los huéspedes, la luz menguaba, estaba
segura. El reflejo de la lámpara le hizo pensar en una gran araña suspendida de un hilo.
Al descubrir que estaba empezando a repetir su inspección, Rose decidió que debía
tranquilizarse. Debía estar exhausta, o amenazada por una jaqueca, puesto que los límites de su
visión aparecían grisáceos e indistintos, igual que los bordes de una película mal conservada. Se
sirvió un último y abundante whisky, tomó asiento y contempló el fuego, aunque no por mucho
tiempo, ya que todas las formas eran irregulares e inestables. Las llamas pugnaban por saltar y
liberarse de abatidas figuras. Después de beber el whisky de un trago, Rose dispuso adecuadamente
la pantalla de la chimenea y subió la escalera.
El whisky dio resultado, después de todo. Atrajo a Rose hacia el sueño casi al instante. Se
acostó en el centro de la cama, con la cabeza apoyada en el valle que formaban las almohadas. El
vacío que había a ambos lados de ella era un lujo más que una señal de aislamiento. Sus temores se
alejaron flotando como una capa de impurezas en el agua. Se zambulló en un estanque de sueño.
Yacía en una cama, en una hilera de camas. El ambiente rebosaba de lloros. Alguien le traía
un bulto, algo envuelto en ropa. Todos los ocupantes de las camas tenían un envoltorio así. El bulto
se agitaba débilmente. Cuando la enfermera apartó la ropa, lo que había dentro se puso a llorar, y
Rose vio que era un bebé.
Despertó bruscamente. A ambos lados de ella, la cama parecía estar muy fría. ¿Por qué, en
nombre de Dios, había soñado eso? No importaba, no importaba, era absurdo recordar... pero dormir
estaba fuera de su alcance, y nada la acompañaba en la oscuridad, excepto sus recuerdos.
Se había sentido aturdida. Todo le había parecido falto de vida, porque ella no podía
producir vida.
—Lo siento —le había dicho el médico—. Ojalá pudiera darle esperanzas, pero creo que eso
sería cruel. En cualquier caso, usted es demasiado inteligente para que la engañen.
El médico pretendía calmarla, pero su voz tenía tanta delicadeza como las baldosas del
hospital.
—Lo siento. Lo siento mucho —había repetido una y otra vez, ¿o lo había imaginado la
mente de Rose?
Lo peor del caso fue que ella perdió todo deseo por Bill. Se convirtió en una mujer frígida.
Cuando volvieron a hacer el amor, Rose experimentó repulsión ante un acto tan inútil, tan estúpido,
al participar en un acto reflejo tan absurdo. Su cuerpo no servía, estaba vacío. Tal vez sólo
transcurrieron algunas semanas antes de que se persuadiera a volver a la normalidad, pero a Rose le
parecieron eternas. Todo le había resultado tan triste como una meditación a las cuatro de la
madrugada.
Ya debía ser esa hora. Miró coléricamente su reloj digital. Los dos puntos rojos de la esfera
agotaban los segundos con su pulsación. Sí, tenía razón, y debía intentar dormir. El estado de vela
es terrible a esa hora.
Seguramente lograría conciliar el sueño. Ciertos recuerdos agradables le ayudarían a
quedarse dormida. ¿Por qué era incapaz de recordar, o tan sólo de pensar? ¿Por qué percibía todos
los sonidos de la casa?
No había forma de eludir algo que, en su interior, ya sabía. Estaba atenta al sonido que había
percibido en su sueño.
Al principio nada parecía anormal: el chirrido de roedor del buzón mientras una brisa aislada
intentaba introducirse secretamente, la caída de una solitaria gota de agua que debía haber estado
formándose en silencio durante varios minutos en el orificio del grifo, el incesante aleteo de un
pájaro sobre el cielo rojo...
Después los brazos de Rose fueron cobrando rigidez, sus uñas se hundieron en sus muslos.
Se quedó absolutamente inmóvil, deseando estar equivocada. Estaba casi tan rabiosa como
asustada. ¿Por qué no la dejaban en paz? Pero era inútil.
Un bebé lloraba en la planta baja.
De mala gana, salió de la cama. El sonido no podía provenir de su casa. ¿Tal vez de la casa
de los vecinos?
Era posible, si los Hay habían invitado a alguien que tuviera un bebé. Pero cuando Rose
salió sigilosamente al rellano y asió la baranda, fría y rígida como metal, no le quedó una sola duda
de que el sonido ascendía por la escalera.
Bajó los peldaños penosamente. Cada asimiento de la baranda equivalía a un paso. Quizá si
iba muy despacio desaparecerían los lloros... pero éstos continuaron y continuaron, al otro lado de
la puerta de la sala de estar El llanto llenaba la casa.
Al llegar a la puerta, fue incapaz de tocarla. Se sentía mal, mareada. Su desaliento era como
un nudo en el estómago. No se atrevía a hablar en voz alta para tranquilizarse. Sabía que debía
enfrentarse a lo que hubiera allí, fuera lo que fuera, pero sus dedos avanzaron milímetro a
milímetro, igual que si hubieran sufrido una quemadura. Tuvo que empujar la puerta con el puño, y
después golpear el interruptor de la luz, porque su mano se negaba a abrirse.
Aunque el llanto estaba muy próximo, la habitación se hallaba aparentemente vacía. Rose
rozó los nudillos contra el marco de la puerta. Los muebles aparecían ante ella vacuamente
impasibles. Muchos libros, objetos que no parecían tener nada que ver con ella, se apiñaban en las
estanterías. Las cortinas pendían tan inmóviles como las paredes.
Pero había movimiento en el límite de su visión. Tuvo que apretarse la mandíbula con los
nudillos para volver la cabeza, hacia el hogar. Clavó los ojos en la pantalla de la chimenea,
consternada. Al otro lado de la malla, algo se movía débilmente.
Quedó paralizada un instante, y después un tipo distinto de terror le impulsó a avanzar,
sollozante. Manipuló alocadamente las sujeciones de la pantalla. En ese momento cesó el llanto
detrás de la malla. El único sonido lo produjo la pantalla cuando Rose la tiró sobre el hogar.
En la chimenea no había nada aparte de ceniza y carbones semiconsumidos. Sólo una
repentina corriente de aire hacía que la grisácea masa pareciera agitarse débilmente, como si
intentara alzarse. Nada pugnaba por arrastrarse para salir de la ceniza. Rose estaba contemplando
los restos del fuego, un minúsculo agujero en las brasas que se abrió mientras ella observaba, dos
cavidades teñidas irregularmente de rosa por un último resplandor que fluctuó tenuemente.
Rose se volvió, tambaleante. Todo su cuerpo estaba incapacitado por el horror, contraído
igual que una araña muerta. Su mente estaba retraída, era incapaz de pensar. ¿No podía huir a la
casa de los vecinos? Pero tendría que aguardar en la oscuridad unos instantes antes de que alguien
le respondiera... y, además, aunque su preocupación resultara grotesca en aquellas circunstancias, no
quería asustar a Gladys en plena noche. Demasiado oscuro, no hay que despertar a Gladys, repetía
su mente de un modo anodino.
Logró abrir un poco la mano, lo bastante para coger el teléfono. Sus dedos vacilaron en el
disco, arañaron los números. Aquel susurro... ¿era la inquietud de la electricidad, o surgía del
hogar?
Finalmente un clic indicó que algo había encajado adecuadamente; un distante timbre
despertó. Rose aguardó un minuto, por lo menos, antes que una hostil voz latina, probablemente la
misma, respondiera. El tono carecía de importancia, lo único que Rose deseaba era comunicarse con
Bill.
—El señor Bill Tierney —dijo—. Habitación doscientas diecisiete.
Se produjo una prolongada pausa sólo rota por murmullos. En el hogar, algo se movía o
estaba derrumbándose. Rose tuvo que aferrarse al receptor con ambas manos para obligarse a no
huir. La voz regresó por fin.
—No, no está en la habitación. Su llave está aquí.
—¡Pero debe estar! —¿Había empezado a sollozar? No lo sabía—. ¿Ha intentado llamarle?
—No —repuso la voz, sin ninguna variación—, no está en la habitación. Su llave está aquí.
—Por favor, telefonee inmediatamente a su habitación y asegúrese. —Escuchó el plástico
del aparato, que crujía en sus manos, y débiles movimientos en la chimenea—. Por favor, haga lo
que le he dicho. Es muy urgente.
Cada instante de espera le hacía estar menos segura sobre qué iba a lograr hablando con Bill.
La segunda pausa, aunque rota por un sombrío movimiento en el hogar, le pareció muy
breve.
—No contestan. Mire, ya se lo he dicho, él no está...
Tal vez aquel hombre sólo había fingido que llamaba a la habitación de Bill, pero ella no
podía remediarlo. Dejó que el teléfono encajara bruscamente en su horquilla. Sin duda Bill había
ido a casa de alguien, de alguna persona que habría encontrado en el National. Para castigarla más,
su marido no se lo había comunicado.
Se obligó a avanzar, para poner en su sitio la pantalla de la chimenea. Sus entorpecidas
manos temblaron, notó la piel cubierta de reptante ceniza, sus ojos le parecieron heridas. Apartó la
mirada en cuanto colocó la pantalla. Un nervio le hizo torcer los labios, como si estuviera
burlándose de sí misma. ¿Qué utilidad podía tener la pantalla?
Se encontraba excesivamente exhausta por el miedo y la desilusión para subir corriendo las
escaleras. No percibía su fuerza interna, y apenas su cuerpo. Si había algo más aguardándola, no
podía hacer nada. En el dormitorio, puso una silla bajo el pomo de la puerta: otra absurda defensa.
Se acostó, para esperar el amanecer. En cuanto hubiera luz fuera podría hacer planes, pero
mientras tanto tenía que vigilar a la oscuridad. La luz de la habitación era escasa, depresiva. La
abrumaba como niebla, incorpórea pero provocadora de escalofríos. La luz paralizaba el tiempo.
Sólo se había consumido otro minuto cuando la inflamada vibración del reloj llegó a las seis.
Se durmió sin enterarse, y despertó sintiendo frío y dolor de cabeza. Su boca estaba reseca.
Aunque la luz de la habitación seguía siendo escasa y depresiva, se trataba de la luz del sol. ¡Buen
Dios, eran casi las nueve de la mañana! Inmediatamente recordó lo que deseaba hacer, pero... ¿iba a
tener tiempo?
XXXVI

El silenciado mundo se abalanzaba a su alrededor. Rose se encontró rodeada por un apagado


rugido similar al de un viento incesante combinado con sonidos de agujas de hacer calceta. Los
árboles flotaban al pasar, en su mayor parte desnudos. Algunas hojas, papel viejo, se llenaban de luz
y después perdían brillantez. Las siemprevivas se alzaban igual que sobresaltos. Las calles eran
correas transportadoras de una fábrica de juguetes; algunas muñecas se ocupaban en fruslerías en
los jardines. Rose se sintió segura.
—Buenos días, señoras y caballeros —dijo una voz embutida entre electricidad estática y
respiración—. Les habla el conductor. Tren de las diez cero cuatro a Euston (Londres), con llegada
prevista a las doce cuarenta y cuatro...
Nada más dejar el recado de que no iría a trabajar, Rose había experimentado una oleada de
alivio. Como mínimo estaba segura de lo que hacía.
Sabría qué decir a Bill en cuanto lo viera. Seguramente él la perdonaría al ver cómo se
encontraba. Y si tenía que esperarlo en el hotel, allí estaría a salvo. Además, necesitaba tiempo para
comunicarse con Jack y Diana en Heathrow, para asegurarse de que los tres irían a casa por la
noche, mientras Bill terminaba su trabajo. Todo estaba de su lado.
El tren aceleró entre explosiones de colorido, de sol y de plateadas ramas, bajo la lenta
florescencia del cielo, gris, blanco y, con menos frecuencia, azul, sobre repentinas y pasmosas
pendientes y fluctuaciones de herbosos peraltos. Un tortuoso río tallado a partir de un espejo forzó
la mirada de Rose hacia el horizonte, y vio un desfile de paisajes pictóricos de Constable y un
campo que exhibía vacas en diversas posturas. Rose experimentó una sensación de acunamiento, de
somnolencia.
Una verja anunció la estación de Crewe, indistinta y polvorienta. A Rose le recordó las horas
de espera en los vacíos y sombríos andenes desamparados, entre Brighton y Liverpool, los vientos
nocturnos que vagaban por la estación y hacían resonar los carteles, el zumbido de insecto de las
carretillas que arrastraban sus fragmentos bajo luces teñidas de amarillo por la niebla, el agobiante
silencio de la población cercana... Muchas veces había pensado que iba a la deriva en la noche, a
bordo de una oscura balsa.
El tren partió cuando Rose volvía del vagón restaurante. En los vagones de primera clase,
hombres de negocios hablaban cautelosamente o se ocupaban de los documentos de sus maletines.
Cerca de Rose, varios hombres jugaban al póker en una mesa que la cerveza había convertido en un
campo de juego. Una capa de nubes seguía el paso del tren; el horizonte extendía una franja de
iluminación indirecta en la que se bosquejaba una cenefa de nubes color limón. Rose destapó la taza
de plástico que contenía café y contempló la procesión de paisajes.
Un aguacero golpeó sin cesar las ventanillas. Infinidad de gotas se extendieron tenazmente
hacia atrás, sobre el vidrio, formando líneas ligeramente irregulares. El aguacero concluyó y el
paisaje fue cobrando brillo. Las sombras regaban la campiña, perdían rápidamente su agua en la
tierra, brotaban en otros puntos. Sí, así había sido en los Lagos.
Durante su luna de miel en Cumberland, ella y Bill hicieron el amor en una colina. El viento,
muy puritano, pasó entre ellos para separarlos y convirtió sus besos en una parodia; la lluvia los
empapó como una cura de boy scout. Eligieron otro día con más cuidado y recordaron llevar una
manta. Vieron los brezos bañarse en la brisa, contemplaron luz y sombra jugando como gatos
enormes en las extensas laderas. Rose estuvo estornudando el resto de la luna de miel, pero aquella
tarde había valido la pena, su tarde a solas con Bill, dominando el mundo.
Muchos recuerdos iban debilitándose. Ella y Bill debían compartirlos, revivirlos. Y lo harían
pronto, ella lo sabía. Por más inmundo que hubiera sido su arrebato, era imposible que acabara con
su matrimonio. Había infinidad de recuerdos que compartir... siempre y cuando pudiera recordarlos.
Eran recuerdos frágiles, naturalmente. Estaba desenterrándolos con excesiva rudeza, ese era
el problema. Sólo tenía que calmarse, dejarlos fluir. Nada se cernía sobre ellos aparte de las nubes y
su sensación de culpabilidad. No era extraño que le parecieran distantes y débiles.
Los andenes de Nuneaton pasaron como una exhalación, igual que cohetes. Aún quedaba
más de una hora para llegar a Londres. Se cruzaron con otro tren cargado con una calle entera de
coches aparcados. De pronto, Rose recordó Nueva York. En cierto sentido ella y Bill habían
empezado a separarse allí, cuando él se mostró tan sorprendentemente hostil con Diana y el Tarot.
Había sido el presagio de sus desavenencias. Rose intentó recordar las cartas de Bill… pero no
tenían importancia. La lectura de su marido había demostrado ser correcta, y la de Diana falsa.
¿Realmente había sido correcta la lectura que habían hecho a Bill? No en Nueva York, eso
era indudable. De todos modos, Rose pensó en la segunda interpretación, la que Diana había
inventado para calmar a Bill. Pero Diana había dicho la verdad la primera vez; influencias ocultas,
alguien próximo a Bill que estaba relacionado con el ocultismo, conflictos en el futuro...
Y luego muerte. Muerte en un ambiente extraño, lejos del hogar.
No tenía que significar la muerte de una persona, Diana lo había dicho. Habían sucedido
tantas cosas desde la lectura que seguramente las predicciones ya habían ocurrido, aunque Rose
fuera incapaz de recordar dónde habían ocurrido. Preocuparse sólo serviría para que el viaje fuera
interminable. Debía pensar en otra cosa.
Las chimeneas de las fábricas, vasos de cemento puestos al revés, parecían estar
succionando las nubes en lugar de expeler humo. Un tramo de noche se cerró sobre el tren, con un
gemido, y transcurrieron unos instantes antes de que el ferrocarril saliera del túnel. La oscuridad
tendió a Rose la trampa de sus pensamientos: aparte de Bill, sólo pudo pensar en el llanto en el
hogar de su casa. El túnel dio paso a brillantes campos y resplandecientes árboles, pero ella estaba
encarcelada por sus pensamientos. ¿Por qué se aferraba a sus recuerdos de Cumberland como si
fueran un amuleto?
Sus recuerdos estaban exhaustos, igual que ella. Eso era todo. ¿Pero y si su arrebato había
colmado la paciencia de Bill, y, en consecuencia, había dejado de preocuparse? Bill había bebido
cuando habló con ella. ¿Qué habría hecho después, adónde habría ido? Menos de una hora para
llegar a Londres... ¡Dios, casi una hora! Rose deseó poder adelantarse al tren, pero estaba abrumada
por su cuerpo, encerrada en una mente que le parecía acolchonada y poco ágil.
Quizá otro café le ayudara a despertar. El pasillo fluctuó, inclinando los bordes de los
asientos hacia ella. Una botella vacía rodaba bajo unas butacas, eludiendo a posibles aprehensores.
Unos niños estaban echados junto a sus padres. Grises madejas de humo serpenteaban en su ascenso
hacia el techo. Rose buscó a tientas su asiento, sosteniendo la tapada taza con una mano casi
escaldada. ¿Adónde habría ido Bill la noche anterior? ¿Qué le había impedido telefonear?
Bebió el café caliente, esperando que esto la distrajera. Un soplo de aire fresco procedente
de los frenos le recordó la orilla del mar, aunque esa sensación no resultaba especialmente
tranquilizadora. Si alguien la vigilaba, su presencia era muy vaga.
El tren perdió velocidad. Por eso olía el aire de los frenos. El ferrocarril se detuvo cerca de
un grupo de hombres vestidos con chalecos que arrancaban vías. Al cabo de cinco minutos los
pasajeros empezaron a murmurar sus quejas, débiles como una llovizna. Rose asió el borde de la
mesa; una uña se hundió en una masa de chicle y se apartó. Si el tren no se movía pronto, acabaría
con las uñas rotas.
Diez minutos. Once. Rose creyó que su mente hervía. El cohibido murmullo de los pasajeros
la frustraba tanto como cualquier otra cosa: no hagas una escena, no puedes hacer nada, olvida el
problema y tal vez desaparezca. Sus uñas se clavaron en sus palmas. Por lo menos el dolor era
tangible.
Finalmente un tren avanzó poco a poco por la vía contigua. El tren de Rose permaneció
parado unos instantes más, al parecer para asegurarse de que la vía estaba despejada. Por fin, partió
con una timidez intolerable. El paisaje fue girando lentamente, igual que un disco a punto de
pararse.
En cuanto el tren aceleró, de la rejilla del altavoz surgió un sonido, unos labios metálicos
que se abrían pero que no anunciaban nada. La flecha de Euston pasó velozmente y Rose se
apresuró a situarse en el vagón de cabeza, evitando que cayeran las botellas de la mesa de los
jugadores, regateando a los hombres de negocios que plegaban cuidadosamente sus documentos
igual que una doncella pliega las sábanas, y estuvo a punto de caer en una emboscada de niños.
Nadie debía llegar a los teléfonos de Euston antes que ella.
Aun no se había detenido el tren cuando Rose echó a correr por la pendiente que llevaba a la
valla de los billetes. La voz de una giganta anunció mensajes para diversos pasajeros de Liverpool.
Al otro lado de la valla, en un espacio con baldosas blancas que recordaba a un enorme pasillo
hospitalario, la gente miraba a los recién llegados. Rose se abrió paso a empujones, hacia los
teléfonos. Todos estaban ocupados. Delante de Rose, en una cabina pegada a la pared, un hombre de
negocios discutía pacientemente y golpeaba el suelo de un modo regular, sin nerviosismo, con la
punta de su paraguas. Otros recién llegados se apiñaron en torno de Rose, declarando su derecho a
usar el primer teléfono disponible. ¿No estaría perdiendo el tiempo allí cuando podría encontrarse
ya de camino al hotel?
El hombre de negocios salió, haciendo girar su paraguas. Rose se abalanzó hacia el teléfono,
casi empujando al hombre que salía, y marcó frenéticamente el número mientras buscaba monedas
en su bolso. El timbre empezó a sonar y siguió sonando, con la calma de un péndulo.
—Bloomsbury Center Hotel —dijo una voz femenina.
Rose introdujo la moneda para silenciar los pitidos.
—Bloomsbury Center...
—Sí —dijo Rose, desesperada por librarse de la mujer, por oír a Bill—. El señor Tierney, la
doscientas diecisiete, por favor.
—Doscientas diecisiete. Dos uno siete. —Tal vez la mujer fue incapaz de imaginar más
variaciones, porque se produjo un prolongado silencio—. Sí, creo que su llave no está aquí. Habrá
venido antes.
¡Oh, gracias a Dios!
—¿Hará el favor de llamar a su habitación? —rogó Rose, reprimiendo su irritación.
El silencio posterior significaba, presumiblemente, que la mujer estaba atendiendo el ruego.
El griterío de Euston amenazaba con inundar la cabina. Rose apoyó el codo en los lomos de una pila
de listines, hasta que éstos oscilaron de un modo alarmante, cediendo bajo el peso del brazo.
¿Alguien estaba cogiendo el teléfono en la habitación de Bill? No, era el inicio de los pitidos, de los
chillidos que pedían limosna. Rose introdujo otra moneda. Un precio insignificante para pagar su
tranquilidad.
Finalmente regresó la mujer. Su voz reflejó disgusto.
—Tendría que estar en su habitación —dijo igual que una niñera que no encuentra al niño—.
Pero no contesta.
XXXVII

Rose atravesó Euston corriendo. Una multitud intentó impedirle el paso, como si fuera una
ladrona. Las maletas acechaban, perros dispuestos a lanzarse a los pies de Rose. La voz de la
giganta resonaba en lo alto y era una caricatura de indiferente eficiencia, una voz pasmosamente
insulsa.
Los viajeros abonados bajaban en tropel las escaleras dispuestos a hacer cola para tomar
taxis. ¿No sería más rápido ir en metro? Los pies de Rose resbalaron en el suelo mientras agitaba el
brazo desesperadamente. Dio media vuelta y corrió hacia la estación de metro.
La escalera mecánica se deslizaba perezosamente, crujiendo. Mientras Rose bajaba, vio que
algunos peldaños no ocupaban exactamente el lugar que debían ocupar. En sus oídos resonó todo lo
que había dicho por teléfono a Bill. ¿Cómo era posible que su voz hubiera sido tan fría y cruel?
Las taquillas se encontraban sitiadas. Rose buscó monedas en su bolso y se abrió paso entre
el gentío, hacia las máquinas. Una de éstas tomó en consideración sus monedas durante algunos
instantes antes de emitir un billete amarillo. El aparato le arrebató el billete y contrajo sus codos
para dejarla pasar. Echó a correr inmediatamente. Piccadilly Line, Piccadilly Line...
La escalera mecánica parecía estar atascada por culpa de la gente, pero Rose descendió con
tanta brusquedad que todos se apartaron a la derecha. La movediza baranda de goma se pegó a su
húmeda mano. Más allá de un pasillo, dos chicas se introdujeron en un tren que parecía estar a
punto de cerrar las puertas.
Rose se lanzó hacia el vagón, hacia el último compartimento. Perfectamente, ya había
subido. Por favor, que no dejen subir a nadie más, pueden coger el siguiente...
Todas las puertas se cerraron menos una. Las demás se abrieron. Después se cerró la
primera, pero el resto hizo que oscilara y volviera a abrirse: un círculo vicioso de contagiosos
bostezos. Rose se movió en el borde de su asiento. ¿No podía meterse en un compartimento que se
hallara más cerca de la salida en su destino?
Las puertas se cerraron y el andén empezó a deslizarse, a alejarse. La iluminada boca del
túnel fue oscureciéndose mientras menguaba su tamaño y acabó por desaparecer como una cerilla
consumida. ¿Por qué esa visión era tan turbadora? Rose experimentó una sensación febril, de
bochorno. El esfínter de negrura, y la apagada iluminación del tren, eran casi insoportablemente
sofocadores.
El tren se demoró en King’s Cross, abriendo y cerrando las puertas de un modo reiterado.
Un rostro oculto asomaba a través de otro en un cartel rasgado. Los talones de Rose intentaron
espolear al tren, pero ello sólo le sirvió para que un estudiante pakistaní le dirigiera una mirada de
conmiseración. Que se extrañara, él no sabía cuánto estaba sufriendo ella. Sin embargo, la mirada
del estudiante inundó a Rose con una oleada de vergüenza.
Nada más abrirse las puertas en Russell Square, Rose saltó al andén y echó a correr. En el
andén opuesto vio fugazmente el letrero DIRECCIÓN OESTE que, según Bill, parecía el título de
una película de Randolph Scott. No era preciso aferrarse a ese recuerdo como si fuera algo precioso.
Seguramente no era preciso.
Un ascensor descendía igual que una persona obesa, crujiendo mientras desempeñaba su
labor. Rose no podía afrontar las escaleras de emergencia, un total de ciento setenta y cinco
escalones. Se introdujo en el ascensor con el resto del lento gentío. De repente, cuando ya estaba tan
cerca, su deseo de llegar disminuyó.
Fuera, la luz solar, tenía algo de irreal. Un camión con una escalera articulada de color
amarillo agitaba a un hombre frente a una farola. Un automóvil con una hélice pasó junto a Rose...
no, con la pata de un sillón de oficina sobresaliendo del portaequipajes. Una anciana cruzaba
tambaleante un paso cebra; con los gestos que hacía a los coches para que aguardaran, tenía el
aspecto de estar nadando. Todo tenía brillo, pero no significado. Rose deseó estar contemplándolo
en compañía de Bill.
Se apresuró al llegar a la calle próxima al Bloomsbury Center, que parecía un bloque de
pisos con una marquesina. Ninguna ventana de las muchas que había significaba nada para Rose. El
vestíbulo se hallaba atestado de rostros y más rostros: hombres cuyos abrigos les envolvían como
capas, una familia árabe sentada en sillones rojos, africanos con sus cicatrices rituales... Nadie que
ella conociera. Bill no estaba allí. Pugnó por acercarse al mostrador de recepción, aunque ello le
costó otra oleada de picores.
—¿Han respondido de la doscientas diecisiete? —preguntó.
La chica frunció el ceño de un modo encantador. Naturalmente, era una más entre muchas
chicas.
—¿Nos pidió que llamáramos a esa habitación? ¿Debo probar ahora?
—Sí, por favor.
Pero en cuanto la chica extendió el brazo hacia la centralita, Rose se creyó incapaz de
soportar la espera. Corrió hacia el ascensor, que estaba abriéndose.
Una familia alemana entró detrás de ella, y ayudaron a mantener la puerta abierta mientras
entraba otra familia. El ascensor quedó lleno, pero otras personas se apresuraron a entrar, gritando,
«¡Un momento!» Rose se encontró apretujada en un rincón. Cerró los ojos, porque las paredes eran
tan rojas y estaban tan deterioradas como un tomate sin piel.
El ascensor ascendió finalmente. Dos niños se pusieron a jugar con los botones.
—No hagáis eso, por favor —les dijo su madre sin mucha energía.
El ascensor se abrió en el primer piso para mostrar el aspecto del Happy Casserole
Restaurant. Rose se sintió tan desnuda como las paredes, y con picazón.
—No hagáis eso —volvió a decir la madre cuando el ascensor se detuvo en la segunda
planta.
—Yo bajo aquí —dijo Rose, pero nadie la escuchó. Las puertas estaban cerrándose al otro
lado del gentío—. ¡Yo bajo aquí!
Forcejeó para avanzar. Los niños no habían detenido las puertas. Se abrió paso con los
hombros y, tras apartar de un empujón a un niño, se introdujo por la menguante abertura. Un coro
de sofocadas exclamaciones brotó del ascensor.
Varios niños remoloneaban cerca de una máquina de refrescos. Una chiquilla daba patadas a
un cepillo automático para calzado, como si se tratara de un perro poco dispuesto a jugar. La niña
estaba a punto de llorar. Diversas flechas señalaban las habitaciones: 201-226, 227-263. El niño más
cercano se echó hacia atrás cuando Rose pasó corriendo a su lado, hacia la izquierda.
El corredor era asfixiante. Incluso la oscilación de las puertas contrafuego era incapaz de
crear una corriente de aire. El dibujo de la alfombra temblaba y variaba de forma y los ojos de Rose
quedaron atrapados por lazos de alambre cada vez más estrechos: 213-215. Las puertas eran una
ostentación de identidad. A excepción del número, la puerta de la habitación 217 carecía de rasgos
que la distinguieran del resto. Era un reto a imaginar su secreto.
El puño de Rose era un bastón dolorosamente tachonado de clavos. Los golpes que dio
despellejaron sus nudillos. El ruido flotó en el sofocante corredor y pareció caer en una habitación
vacía.
Después de una pausa, Rose escuchó pasos, unos pasos ligeros, rápidos, furtivos. No
pertenecían a Bill. ¿Surgían de la habitación contigua? No, indudablemente eran de una doncella.
No eran de un intruso que avanzaba sigilosamente tras haber terminado su tarea. No eran de un
hombre calvo.
De repente, alguien descorrió el pestillo. La puerta fue retrocediendo, la luz fue deslizándose
sobre ella igual que aceite, y Rose creyó estar en peligro de perder el conocimiento. Pero la puerta
se abrió finalmente, y Rose se encontró cara a cara con Bill.
No perdió el conocimiento, pero estuvo a punto de desmayarse de alivio. Su tensión la había
afianzado, le había proporcionado una vitalidad similar a la de una sonámbula, una vitalidad que
apenas podía imaginar o sentir. Cuando avanzó para abrazar a Bill le faltó muy poco para caerse.
Momentáneamente fue incapaz de hablar. Lo único que pudo hacer fue seguir agarrada a su
marido. Aunque Bill se mostraba sorprendido y ansioso, su aspecto no reflejaba odio. Ninguna otra
cosa tenía importancia. Después de cerrar la puerta con el pie, Bill retrocedió en el pasillo y pasó
junto al cuarto de baño. El portazo parecía haberle preocupado.
Continuaron abrazados, actuando como un confuso caballo de pantomima. En el dormitorio,
la maleta que Rose había preparado para su esposo yacía abierta al pie de la desarreglada cama,
rodeada de ropa esparcida. Bill siempre era muy desordenado en los hoteles.
Rose siguió abrazada a Bill junto a la deshecha cama, que recibía el silencioso reproche de
su pulcra compañera.
—Oh, Bill, no sabes qué contenta estoy de verte.
—¿Ah, sí? ¡Vaya, qué bien!
Alguien se movió en la habitación contigua.
—¿Has estado de viaje toda la mañana? —le preguntó Bill al oído—. ¿Te gustaría tomar una
copa? Estaba a punto de bajar.
—¡Oh, sí, me encantaría! Pero lo primero que debo hacer es bañarme.
—¿Debes hacerlo? Bien, entonces...
Los furtivos movimientos no surgían del dormitorio contiguo. Había alguien en el cuarto de
baño.
Rose notó picores de aprensión durante un instante. ¿Había alguien escondido allí, alguien
que había amenazado a Bill si le delataba? ¡Qué absurdo!
—¿Quién está en el cuarto de baño?
—Ya conoces a esa chica. —Se apartó de Rose para coger su chaqueta—. Es Hilary, la que
fue mi mejor alumna. Nos encontramos en el National.
Sí, Hilary solía ir a Londres para ver películas. Así lo había manifestado en la fiesta de los
Hay. Aunque la chica significaba un alivio, Rose no pudo menos que lamentar la intrusión. Ella y
Bill necesitaban hablar con libertad. Llamó a la puerta del cuarto de baño.
—¿Puedo pasar?
—Sí, por favor.
El pestillo produjo un chasquido al ser descorrido. Hilary vestía el albornoz de Bill. Su largo
cabello rubio se enredaba en la rugosa tela. Tenía las mejillas enrojecidas y había brillo en sus ojos.
Su aspecto era muy juvenil.
—Estoy en casa de unos amigos —dijo—. No tienen cuarto de baño, o está inutilizado. Su
marido me dijo que podía subir para bañarme.
Sube y usa mi bañera, pensó Rose, con una secreta sonrisa que le habría gustado compartir
con Bill.
—Bueno, comprendo perfectamente cómo te sientes —le dijo a Hilary—. ¿Has terminado
de bañarte?
—Sí, adelante. ¿No le importa que me vista mientras está aquí?
—No, claro que no.
Rose limpió una parte del espejo, cubierto de vapor, para comprobar hasta qué punto se
reflejaba su agotamiento. Su aspecto no era tan malo, un simple baño y un toque de maquillaje
podrían mejorarlo. Los golpecitos arrastraron gotas de agua del lavabo. Tendría que explicar a
Hilary que deseaban estar solos. Se restregó vigorosamente la cara y buscó a tientas una toalla. No
importaba que fuera una especial, todas estaban plegadas pulcramente en el toallero, era obvio que
no habían sido usadas...
Al levantar la cabeza, mientras ansiaba que todo fuera un pensamiento precipitado, Rose vio
que Hilary estaba mirándola en el espejo. La muchacha apartó la mirada instantáneamente. Sí, ella
había dicho qué estaba allí para bañarse... pero si bien había gotas de agua en el lavabo, la bañera
estaba seca.
Rose extendió la mano y tocó todas las toallas. Después se acercó a Hilary, inmóvil junto a
la cortina de la ducha, Hilary dudó entre salir corriendo o quedarse quieta cuando Rose levantó
hacia ella una mano y tocó el largo cabello de una forma tímida, casi en una parodia de caricia.
Igual que las toallas, aquel cabello estaba absolutamente seco.

XXXVIII

Si Rose sentía otra cosa aparte de estupor, esa cosa era la persistente esperanza de
equivocarse. Pero su esperanza se desvaneció para siempre cuando miró a Bill. Este, al ver la
expresión de Rose, pareció hundirse en sí mismo, pareció volverse liso como el agua para tratar de
ocultar sus interioridades. Sólo sus ojos chispearon a causa del desánimo. Dio unos pasos al frente,
con las manos vagamente extendidas, pero la mirada de Rose hizo que sus brazos descendieran. Era
un colegial caído en falta que aprendía a resignarse. Mientras Rose lo contemplaba, ambos
incapaces de moverse, empezó la jaqueca.
Algo similar a una brillante lágrima apareció en el ojo izquierdo de Bill. Inmediatamente la
lágrima chispeó y se extendió, como si el vidrio de las gafas se hubiera roto. Dentro de los
crecientes confines de la inestable luz, el rostro del escritor fue perdiendo perspectiva y quedó
desenfocado, se convirtió en un objeto sin sentido.
Rose no había sufrido una migraña en todo el año; la que sufría iba a ser peor, quizás, por
aquel descanso. Experimentó la tentación de desplomarse en la cama, para abrumar a Bill y a Hilary
con su presencia... pero no iba a dejarles pensar que la habían trastornado, ¡eso no, por Dios! Aparte
de una persistente incredulidad defensiva lo único que sentía era rabia, y fundamentalmente rabia de
que ellos le hubieran causado jaqueca. Dio media vuelta, casi ciega, y salió de la habitación.
El límite de su visión estaba formado por largos segmentos vibratorios que peleaban unos
con otros conforme iban creciendo. El corredor quedaba desenfocado y sólo parecía tener dos
dimensiones. Rose apenas pudo encontrar el botón en la pared que separaba ambos ascensores.
Había entrado a tientas en el ascensor y estaba buscando el botón de la planta baja cuando
Bill metió los brazos para detener las puertas.
—Ro, lo siento. Vamos a hablar a algún sitio. No tomes una decisión hasta saber todo lo
ocurrido. Seré sincero contigo, te lo prometo.
No deseaba que él fuera sincero, ya estaba harta de verdades. Cerró los ojos, porque las
paredes del ascensor parecían rezumar color carmesí.
—Vete —dijo inexpresivamente.
—No hagas eso, Ro. No me excluyas, ahora no. ¡Dios Todopoderoso! ¿Por qué crees que ha
sucedido esto?
Bill se acercó a ella, un torpe y repulsivo torturador en la apretada y tosca caja. Las puertas
permanecieron a un lado como obsequiosas camareras, ofreciendo sonidos del restaurante.
—¿Quieres irte, por favor? —dijo Rose.
Cuando las puertas se cerraron, Bill seguía con ella.
—Ro, en cierta ocasión hablamos de situaciones como esta. ¿Lo recuerdas? Estuvimos de
acuerdo en que acostarse con alguien distinto al cónyuge podía ser una especie de válvula de
seguridad.
Las sienes de Rose latían siguiendo el ritmo de los vibrantes fragmentos de vidrio.
—No oigo. No puedo oírte.
—¡Oh, Cristo, no le des más importancia de la que tiene! Fue como masturbarse, sólo que
más deprimente. Antes de acabar ya estaba deseando no haberlo hecho. —Golpeó la pared del
ascensor en un gesto de frustración—. Es absurdo actuar así. Por el amor de Dios, mírame como
mínimo.
—Si sales del ascensor conmigo, gritaré. —Levantó los temblorosos puños, tanto para
contener a Bill como para demostrarle que hablaba en serio—. Gritaré hasta que te vayas.
El alboroto del vestíbulo rodeó a Rose, denso como cola. La alfombra parecía estar tejida
con neón. La muchedumbre estaba formada por figuras de cartón. ¿Había un sillón libre cerca de la
puerta? La cabeza de Rose zumbó como un anuncio defectuoso. ¡Que Dios ayudara a Bill si se
acercaba a ella!
Se recostó en el sillón, con los ojos cerrados. Corrientes de aire procedentes de la puerta
batallaban con el calor del vestíbulo e hicieron que Rose creyera estar a merced de la fiebre. Bajo
sus párpados, un vacío gris se hallaba rodeado de fluctuaciones. Estoy perfectamente, diría a
cualquiera que intentara ayudarle. Sólo necesito descansar. No se preocupe por mí. No necesito
ayuda. Lárguese y déjeme en paz.
La persona que estaba sentada junto a Rose fue llamada para ocupar un taxi. Rose se quedó
sola con la monótona e incomprensible mole de sonido, sofocante como felpa. Un penetrante y
doloroso zumbido enlazaba sus sienes. La fluctuación se debilitó, dando paso a la fase más
desagradable, en la que abrir los ojos era odioso.
Otra persona tomó asiento junto a ella. Al cabo de un momento oyó un susurro.
—Señora Tierney.
Rose abrió los ojos para despedir a Hilary con su mirada. El vestíbulo era un simple plano
atestado de inquietos bultos que se mezclaban, unos bultos que sólo gracias a su intelecto sabía que
eran personas. El rostro de Hilary era una masa sombría, sonrosada, en la que se movían unos
húmedos objetos. Rose cerró fuertemente los ojos. Ni siquiera tenía fuerzas para ordenar a la chica
que se fuera.
—¿Puedo hablar con usted, señora Tierney? —La voz de Hilary estaba llena de
arrepentimiento y, lo que era peor, preocupación—. No quiero complicar las cosas, pero no puedo
irme sin decir algo. Su marido estaba tan preocupado cuando lo encontré que tuve que preguntarle
qué le ocurría. Y cuando me lo explicó, creí que debía animarlo. Sólo animarlo... es decir, estoy
segura de que nada más habría ocurrido si yo misma no me hubiera sentido sola. ¿Quiere que le
diga una cosa? Estoy convencida de que él pensaba en usted, no en mí. No quiero que crea que esto
ha sucedido otras veces. Señora Tierney... sé que para usted soy la última persona que podría darle
un consejo, la última persona que usted desearía escuchar, pero le diré una cosa. Cuando tenga
oportunidad de reflexionar, cuando todo se haya calmado un poco, permita que Bill le explique sus
sentimientos, los sentimientos que debía explicarme a mí.
Era menos esfuerzo dejar que Hilary siguiera diciendo bobadas que ordenarle que se fuera.
Rose se retrajo en aquella tonalidad grisácea sin perspectivas. Al cabo de un rato, tal vez pensando
que Rose se había quedado dormida, la chica se marchó.
Finalmente Rose logró ver, hasta cierto punto. Sus ojos no parecían tener coordinación,
aunque tampoco era como ver doble. Miró su reloj de pulsera, cuyos segundos vibraban tanto como
su cabeza. Llegaría muy tarde a Heathrow.
—Bastardo —murmuró, dejando pasmada a una dama entrada en años.
¿Podría alcanzar a Jack y Diana en Euston? Salió a la calle dando tumbos y paró un taxi. El
trayecto le hizo sentir como si sus entrañas oscilaran de un lado a otro. Cuando la escalera mecánica
la dejó en la ensordecedora sala de espera de blancas baldosas, el primer tren que Jack y Diana
podían haber tomado acababa de salir.
Por lo menos había una farmacia. Ingirió tres aspirinas sin agua y maldijo a Bill por el gusto
que quedó en la boca. Cualquier pensamiento de su marido le producía una oleada de odio tan
intensa que sentía miedo. Hasta entonces se había creído incapaz de odiar tanto a una persona.
Faltaba casi una hora para el próximo tren. Era insoportable esperar en aquella bóveda fría y
blanca, entre el absurdo bullir del gentío, bajo un cielo que parecía mugre sobre cristales de
ventanas. Todo irritaba los nervios de Rose: el ruido de los indicadores al exponer las incidencias de
los trenes, aquella voz colosal, eficaz e ineludible, el letrero de una tienda que decía, MUJER
SOLITARIA... ¿Qué nombre era aquel, por Dios? Tal vez un titular de periódico que alguien había
aprovechado. Otra visión fugaz: LA MALQUERIDA. ¿Un libro en un quiosco, el cartel de una
película, un primer síntoma de colapso nervioso? ¡Dios, ella no sufriría un colapso nervioso! Bill no
lo merecía. Se acostumbraría a estar sola, a partir de ahora. Mientras se dirigía al bar, sus labios
empezaron a temblar, estirados por el incansable nervio.
Pagó una cerveza y se fue con la bebida a una mesa similar a un tocón rojo oscuro. Rose
parecía estar actuando de un modo impersonal. La emoción o la jaqueca habían desordenado sus
percepciones. Afortunadamente tenía la cerveza y su odio para hacerle compañía.
Varios hombres estaban de pie junto a la barra como formando una hilera ante los urinarios.
Una máquina tragaperras devolvió algunas monedas. Rose intentó apartarse de sus alrededores y de
repente lo logró, quizá excesivamente: los límites de su visión se apagaron, igual que los sonidos de
la barra. Durante un instante perdió toda noción de lugar. ¿Sería a consecuencia del agotamiento, o
se trataba de un efecto secundario de la migraña?
Diversos rostros se agitaban al pasar al otro lado de la vidriera, igual que un montón de
globos. Algunos miraron a Rose. Finalmente anunciaron un tren. A pesar de que era poco probable
que Jack y Diana hubieran subido sin que ella se enterara, Rose escudriñó el tren en toda su largura
antes de asegurarse un asiento cerca de la entrada de viajeros. Seguramente Jack y Diana tomarían
aquel tren... ¿o tal vez intentarían telefonear a Rose y explicar sus planes?
Una mujer embarazada con un bebé en los brazos se acomodó en el asiento próximo a Rose.
Cuando el tren partió, Rose no había visto una sola cara conocida. Tras la interminable espera en
Euston, debía disponerse a sufrir casi tres horas dentro del tren.
El cielo había cobrado brillo, pero se veía manchado a través de la sucia ventanilla. Rose
sabía que el cielo era una resplandeciente cubierta sobre la infinita negrura. Fueron sucediéndose
los apagados paisajes. Los árboles más lejanos se asemejaban a puntadas de costura que pugnaban
por liberarse del cielo.
El crepúsculo empezó a espesarse como espuma. El mundo parecía anegado, era un
interminable desfile de tenues luces, de formas que podían estar formadas de humo. Fuegos
artificiales prematuros se alzaron en el cielo. Las chispas se aferraron a los ojos de Rose.
Ella no cesaba de ver la deshecha cama del hotel, la desarreglada maleta. Ella había hecho el
equipaje para Bill. Era él quien le hacía tener estos triviales pensamientos domésticos, el que la
arrastraba hacia su nivel. Lo maldijo. Sus gritos resonaron en su mente.
La ventanilla crujió como una cáscara, liberando un flujo de agua sobre el brazo de Rose.
Antes de que pudiera echarse atrás, notó frío y humedad en el brazo, pero ni se había producido
crujido alguno ni había agua. Sólo se trataba del reflejo de las luces con el paso del tren. El
cansancio estaba impulsándola furtivamente hacia los sueños. Se esforzó en mantenerse despierta,
porque no deseaba despertar en el tren y recordar los hechos recién ocurridos.
Debería haberlo sospechado. De entre todos sus alumnos, Hilary era la que Bill mencionaba
siempre. Su marido admiraba constantemente a aquella chica. ¿Habría estado hablando con ella
cuando Rose le llamó antes de ir a Manchester? «Probablemente nos veremos ahí.» ¿Había usado el
arrebato de Rose como pretexto para traicionarla? Pero Bill, en cambio, podía haberle dicho
cualquier cosa, y ella no le habría traicionado, nunca. Por lo menos ya sabía el significado de la
lectura de Tarot que hizo Diana a Bill. Si la predicción acababa de cumplirse, tal vez la realización
de la lectura de Rose estuviera aún pendiente. Las palabras parecían estar atrapadas en el ruido de
las ruedas: enajenación mental, entierro, oscuridad, terror...
Despertó. Un bebé lloraba junto a ella. Apenas logró contenerse en su impulso para golpear
ciegamente. Después se dio cuenta de que no se hallaba en su casa. Notó vacío y pesadez en su
cuerpo; un largo túnel taponó sus oídos. De repente no pudo seguir soportando el agobio. Tenía que
manifestar sus emociones, como fuera. En cuanto cambió el iluminado letrero de «ocupado», Rose
abandonó su asiento y pasó junto a la adormecida madre y el dormido bebé.
Se sentó en la tapa del retrete y trató de llorar, pero sus lágrimas fueron escasas y
deliberadas. Cada una de ellas le hizo odiar más a Bill por haberlas provocado. Llorar no significaba
alivio. Abrió la puerta y salió fuera, tambaleante, torpe.
El tren sufrió una sacudida que lanzó a Rose contra el alzado periódico de un hombre.
¿Pensaría él que estaba borracha, que no tenía educación...? ¡No, por Dios! Bill aún no la había
destruido, todavía tenía dignidad.
—Perdone —dijo.
—Es culpa del conductor —dijo el hombre.
Pasó junto a la adormecida madre, cuyo marido se ocupaba ahora de acunar al bebé. No, Bill
no la había despojado de su fuerza. Nadie sabía cómo se sentía, y nadie lo sabría. Era algo que
acabaría por olvidar. Con el tiempo agradecería haberse librado del entrometimiento de Bill. Sólo
deseaba que ese momento llegara pronto, que la sensación que tenía de su futuro cesara de
escabullirse...
El tren estaba deteniéndose. El doble rostro de Rose, multiplicado por dos hojas de vidrio,
atisbaba en la noche. Los oscuros andenes iban acercándose, igual que los diversos guiones de
plástico luminoso que decían CREWE. Rose cerró los ojos, para intentar olvidar dónde estaba.
Crewe reflejaba desolación.
Cuando despertó, el tren estaba vaciándose. Notó el aislamiento del silencio. Los límites de
su visión aparecían indistintos, grises; durante un instante creyó que estaba volviéndose ciega.
Después logró ver, si bien con poca claridad, y reparó en que los pasajeros que salían iban
acompañados de sonidos. ¿Por qué todos se bajaban en Crewe? Porque no estaban en Crewe, sino
en Liverpool.
Bajó al andén, atontada, y experimentó un repentino escalofrío. Los porteadores se cernían
sobre el tren igual que buitres, recogiendo periódicos abandonados. Bruscamente, Rose no tuvo
ninguna duda de que Jack y Diana habían bajado antes, bien de su mismo tren o del anterior.
Corrió hacia Central Station. Las aceras estaban salpicadas de escarcha, como si fuera caspa;
el hielo cubría las calles. Ya en Lime Street, Rose oyó el sonido discordante de las máquinas
electrónicas. Un hombre se tambaleaba en un portal junto al Yate’s Wine Bar. Los hinchas del fútbol
deambulaban por todas partes, sitiando cines y bares.
Una mujer de aspecto aburrido, encerrada entre cristales, entregó a Rose el billete y el
cambio en un soporte giratorio. Aquella mujer no parecía más distante que cualquier otra cosa.
Nada se movía en los andenes subterráneos excepto los indicadores de destino y algunos
estudiantes, que regresaban a las residencias de Aigburth. Rose no pudo refrenar su antipatía hacia
aquellos jóvenes.
Caminó de un lado a otro incesantemente. Era probable que Jack y Diana estuvieran ya en
Fulwood Park. ¡Oh, que el tren venga antes de que se vayan! El andén estaba cubierto de colillas,
gusanos pisoteados. El tablero anunció el «tren semirápido a Ormskirk». Rose se habría echado a
reír en otro momento. Los estudiantes rieron tontamente, una y otra vez.
Por fin llegó un tren, y partió casi en cuanto Rose lo abordó. La oscuridad engulló el
iluminado andén. Rose vislumbró un tren con las luces apagadas, oculto en un túnel lateral, y
después todo fue negrura, una negrura en la que las chispas del tren no iluminaban nada. Vislumbró
farolas de sodio a lo largo del Mersey, un vislumbre tan breve como un parpadeo entre dos
cabezadas. No debía dormirse, se hallaba cerca de St. Michael. De hecho, el tren estaba
deteniéndose.
Ascendió fatigosamente las empinadas escaleras. La estación olía a pintura, las puertas
mostraban un color verde luminoso, mareante. Rose se apresuró, con una mano en la cara para
evitar el olor. Estaría perfectamente en cuanto llegara a casa... en cuanto viera a Jack y a Diana.
Corrió por las calles, bajo blancos pezones fluorescentes que pendían en las pantallas de las
farolas, junto a casas independientes incrustadas de toques de guijarros y pintura blanca. Los
árboles aparecían paralizados por la luz. La iglesia de St. Michael tocó una campanada para indicar
el primer cuarto. Un perro se puso a ladrar en señal de advertencia.
Enmarcada por las últimas farolas, la entrada del atajo que corría junto al Mersey estaba
muy oscura. Rose se intranquilizó, pero no le dio importancia. Nada tenía importancia. ¿Cuánto más
intranquila iba a estar si hacía uso de la carretera, casi el doble de la distancia, y no encontraba a
Jack y a Diana?
No tenía idea de lo que iba a contarles de Bill. La verdad resultaría embarazosa para sus
amigos, y angustiosa para ella. Quizá acabara por perder el ánimo en ese momento, después de
todo. La carretera le daría más tiempo para preparar su relato. Sí, y más tiempo para que sus amigos
decidieran no esperar. Impaciente consigo misma, Rose se adentró en la oscura senda.

XXXIX
La senda estaba helada, dura como el cemento, aunque menos uniforme. Era un rastro de
niebla apenas visible. Marañas de ramas oscilaban sobre Rose, confundiendo el cielo. Entre los
árboles distinguió las elevadas espirales de alambre de púas que guardaban los depósitos
subterráneos de petróleo de Esso. El alambre resonaba débil, incesantemente.
El camino descendía suavemente entre muros oscurecidos por la hiedra. Un susurro entre las
hojas acompañaba a Rose: sólo la brisa, que se deslizaba en sus bolsillos para congelar sus manos.
Entre la agitación de las hojas y la vibración del alambre, Rose oyó autobuses en la carretera. Se
oían muy distantes. Odiaba a Bill por haberla obligado a caminar a ciegas, sola en la oscuridad.
Sin embargo, conocía el camino. El agotamiento y los restos de jaqueca eran responsables de
su desasosiego. Las últimas hojas, marchitas, pendían como murciélagos de las ramitas. La hiedra,
excesivamente crecida, hacía que los perfiles de los árboles parecieran a punto de desmoronarse.
Los sonidos que había entre la hiedra habían avanzado.
Una roca similar a un tocón petrificado señalaba el punto en que el camino descendía más
bruscamente. Los matorrales se estrecharon, erupciones de opresiva oscuridad. La senda se hizo
más accidentada, dura y llena de salientes. Los arbustos se inclinaron y susurraron mientras Rose
avanzaba con torpeza. Por lo menos podía ver las constelaciones de sodio que centelleaban en la
orilla opuesta del Mersey. Eran una promesa de luz, aunque hacían que los árboles que las
enmarcaban tuvieran un aspecto inestable, que la silueta de un árbol pareciera moverse.
Apretó el paso en la oscuridad. Pronto se hallaría en un espacio abierto, donde estaría menos
intranquila. Las travesuras de la luz eran las únicas responsables de que la silueta del árbol pareciera
agitarse, vigilante, igual que una araña alertada por su presa. Rose miró atrás para asegurarse, pero
fue inútil: el tronco en el que había creído ver un bulto estaba liso. Debía haberse confundido de
árbol. Todos eran iguales en la oscuridad.
Llegó a la parte menos iluminada de la senda. Sus pies se enredaron en varios surcos que
casi la arrojaron sobre las zarzas. Despacio, no hay que correr, pronto habría pasado lo peor de la
oscuridad. Ya distinguía el alargado edificio de cemento más allá del alambre de púas, con su
enorme tubería extendiéndose hacia el Mersey. En cuanto pasara bajo la tubería estaría muy cerca
de terreno despejado.
Casi había llegado a la tubería cuando oyó un prolongado y furtivo sonido en las
profundidades de las zarzas. No surgía de las mismas zarzas, era un ruido amortiguado por metal.
Un crujido, un arañazo. Rose vaciló, con sus manos retorciéndose en los bolsillos. Entonces
distinguió el coche aparcado cerca de la senda. Claro, una pareja debía estar dedicada a besos y
caricias, sin advertir la presencia de Rose o en silencio porque sabían que ella estaba allí...
Pero el coche estaba destrozado. Carecía de ventanillas, puertas y asientos. ¡Vaya, si hasta
podía oír el ruido del vehículo cuando oscilaba! Nadie pensaría en usarlo como refugio.
Por lo tanto el sonido debía proceder de un animal. Un perro que erraba cerca de la basura,
el tipo de acto que se espera de los perros. No debía perder el tiempo, no debía dar tiempo a que su
imaginación se concentrara, o jamás podría continuar andando. Sobre su cabeza, los árboles emitían
chirridos, el sonido del hielo cuando soporta un peso. Aquellos árboles parecían grietas del cielo.
Tras maldecir a Bill por haberla dejado sola con sus temores, Rose pasó corriendo junto al
automóvil, junto a la débil agitación de aquella mole.
Titubeó de nuevo al llegar a la tubería. Tendría que inclinarse mucho para pasar por debajo.
Trepar era imposible. ¿Y si mientras estaba agachada, momentáneamente incapacitada, algo se
abalanzaba sobre ella?
Arbustos, montículos de tierra y cemento la acechaban. Distantes autobuses dejaban oír sus
murmullos, recordando a Rose que estaba muy lejos de alguien que pudiera ayudarla. Pero no
estaba tan lejos de Jack y de Diana. Mientras vacilaba, ellos podían tomar la decisión de no
aguardar.
—Oh, Dios mío —musitó, temerosa de que alguien le oyera.
Con un esfuerzo que hizo temblar sus puños, se agachó bajo la tubería.
Mientras veía invertido lo que había a su lado —el oscuro hueco cubierto de hierbas, la
umbrosa celosía de los árboles— vio también algo pequeño, con larguiruchas patas, que surgía de
las zarzas y se escurría en las ramas situadas encima de su cabeza.
Una convulsión le hizo erguirse bruscamente, hasta que la tubería pareció cogerla por el
cogote y forzarla a bajar la cabeza, provocando dolor en su cabeza. Durante un instante creyó estar
atrapada e indefensa pese a sus esfuerzos, a punto de desintegrarse en un arrebato de histeria.
Después se encontró libre y aferrada a la tubería, contemplando alocadamente la oscuridad.
No había nada, sólo árboles que se agitaban con la suavidad de las antenas de un insecto
sobre el fondo de un sombrío cielo. Seguramente había visto árboles, y su imaginación, confundida
por la visión invertida, había hecho el resto. No había visto nada con claridad, la visión había sido
muy breve, el movimiento demasiado rápido. Tenía que salir del agujero para convencerse de que
allí no había nada. Simplemente moverse poco a poco en la oscuridad, con cuidado de que la senda
y la maleza que había invadido el hueco no atraparan sus pies, en silencio para no llamar la
atención... no, para que sus ruidos no la sobresaltaran y dispararan su imaginación...
Sólo había dado un par de pasos cuando oyó algo que corría aprisa a lo largo del techo de
cemento, delante de ella.
Se apoyó en la tubería. Sus entrañas estaban deshaciéndose, atacadas por el ácido del pavor.
Sus rígidas piernas amenazaban con partirse al menor movimiento. Mientras sus frígidos ojos se
clavaban en la oscuridad, una fina forma saltó del tejado y se asió a un árbol. Inmediatamente, la
forma empezó a saltar de árbol en árbol, cercando a Rose.
Iba a ver qué era dentro de un momento, y entonces prorrumpiría en gritos. Y en cuanto
empezara ya no pararía. Sus impresiones fueron intensificándose: era como una mano que avanzaba
con rapidez en los árboles, una mano nerviosa, ansiosa de llegar hasta Rose a través de los barrotes
de una jaula... o quizá era más bien una araña, que se balanceaba entre los árboles, tejiendo una tela
alrededor de Rose. Lo que acechaba sabía que Rose estaba atrapada, y por eso se tomaba su tiempo.
Durante un instante Rose percibió que algo pendía sobre su cabeza, dispuesto a saltar sobre ella,
para apresarla con todas las patas que tuviera.
Tal vez existiera otra explicación para la demora: el presunto agresor estaba disfrutando con
el pánico de Rose. Súbitamente deseó no haber tenido ese pensamiento. Sí, la criatura que había en
la oscuridad aguardaba a que Rose estuviera muerta de espanto antes de alimentarse... excepto que
alimentarse, por más terrible que fuera, era más natural que lo que aquella criatura iba a hacerle.
Todo su cuerpo temblaba. Rose tenía la sensación de estar desintegrándose en incontrolables
fragmentos, todos ellos estremeciéndose. Su mente estaba totalmente incapacitada. Le horrorizaba
lo que sentía, cosa mucho peor que la desesperación. Parte de ella se alegraba de su impotencia,
anhelaba ser apresada. Era como si Rose hubiera descubierto un pozo en su mente, un pozo repleto
de corrupción.
Escuchó de nuevo el ruido de algo que se deslizaba sobre el cemento, algo que la había
rodeado y se disponía a sorprenderla. Habría preferido cualquier otra cosa, habría preferido morir a
ver ensanchado el pozo de su mente. Rose luchó con sus rígidas manos. Su cabeza estaba vacía, no
tenía más que salvajes instintos. Tal vez podría desgarrarse la yugular con las uñas.
De pronto el alambre de púas empezó a resonar, a vibrar violentamente como si hubiera
capturado una víctima. Y algo estaba debatiéndose allí. Rose casi podía verlo, una masa oscura y
alargada que estaba arrancando las cortantes espirales, flagelando sus extremidades.
—¡Estás atrapado, bastardo! —chilló, y la poca cordura que conservaba su voz la dejó
consternada.
Sollozando, Rose salió del agujero y siguió adentrándose en la noche.
Amplias pendientes de reluciente hierba se extendían alrededor de Rose. El Mersey tenía el
sólido aspecto de una carretera mal iluminada; la orilla más alejada bullía de luces anaranjadas. La
basura se había esparcido en torno a la escombrera y se aferraba, susurrante, a los ocasionales y
pelados árboles, y se arrastraba y agitaba sobre la hierba. Los desechos hacían que el camino, que
en sus mejores tramos sólo era un oscuro rastro entre la blanquecina hierba, fuera más difícil de
seguir.
Rose echó a correr, esforzándose desesperadamente en concentrarse en la senda. Una
blancuzca zona alzó el vuelo entre chillidos y se convirtió en gaviotas. El terreno se encontraba
lleno de bultos, para hacer tropezar a Rose. En dos ocasiones estuvo a punto de torcerse el tobillo.
Dejó de oír la vibración del alambre, el único ruido era la incesante agitación de la basura... ¿Era
eso lo único que se movía a su alrededor?
No dejó de mirar atrás mientras corría. Sus oídos estaban embotados por su respiración, por
sus temblorosos jadeos. Las laderas brillaban tenuemente, mortecinamente pálidas a ambos lados de
Rose. No había señales de persecución. Nada se movía aparte de la basura, que parecía desplazarse
cojeando. Si el animal, o lo que fuera, lograba liberarse, estaría herido y por consiguiente su
comportamiento sería más cruel. Rose siguió avanzando, sollozante, tambaleándose.
¿Se habría apartado del camino? Más allá del terreno de la Esso brillaban varias farolas,
pasmosamente lejos... ¿Aún más lejos que antes? Rose advirtió que estaba corriendo hacia una zona
de aspecto más oscuro que la hierba. ¿Era un tramo del camino?
Tras coger un ladrillo y lanzarlo, escuchó el ruido del hielo al resquebrajarse como vidrio
delgado. El ladrillo produjo un chapoteo en la tierra. ¡Dios santo, estaba desviándose hacia la
escombrera! Se encontró rodeada de montones de desechos. El ruido del hielo al romperse había
sido muy fuerte. Quizá ese sonido había puesto al descubierto su situación.
Trepó penosamente por la pendiente y encontró el camino. Vio luces a ambos lados, junto al
terreno cercado, junto al río. Pero se hallaban demasiado lejos para iluminar la ruta. Rose estaba
obligada a seguir tambaleándose y dar tropezones entre los desechos de la oscura senda,
acompañada por los chasquidos y crujidos del hielo bajo sus pies.
Aunque los declives parecían desiertos, Rose estaba convencida de que la perseguían. El
alambre se hallaba ominosamente silencioso. Rose imaginó que su perseguidor avanzaba
arrastrando el cuerpo, suponiendo que tuviera un cuerpo, con su enorme y deseosa mano, de un
modo espantosamente resuelto. ¿Tendría su perseguidor la forma que Rose imaginaba, la forma que
sus instintos le indicaban? Sería una forma peor, que la mente de Rose no quería admitir.
La senda describía un círculo. Rose se hallaba cerca de su casa, aunque no lo bastante, ni
mucho menos. Tenía que seguir el camino, pese a que éste se había convertido en un estrecho surco
que trababa sus pies; su sentido de dirección la había abandonado. Además, si echaba a andar por el
campo, la costra de hielo podría ceder, sumergiendo a Rose en blandura. Casi había llegado al
ferrocarril. Las farolas relucían, interrumpiendo la cenefa de iluminadas ventanas. Seguramente la
luz estaba de su lado. En cuanto se acercara a la iluminación estaría segura.
Pero ni siquiera la luz le ayudó. La deslumbró, fue incapaz de ver el camino. No importaba,
no se perdería si corría paralelamente a la iluminada calle. Ya distinguía las luces de Fulwood Park,
medio tapadas por los arbustos. Había dejado atrás el primer puente del ferrocarril, cuya valla de
tablas crujía y resonaba con el viento. Un puente más y se encontraría en su hogar.
Mientras corría, buscó la llave en el bolso, para dejarla preparada en el bolsillo, sólo por si
acaso... ¿por si acaso qué, en nombre de Dios? En ese momento se detuvo, jadeante. Se balanceó en
el borde de un surco; un talón rompió el hielo y se hundió en la blanda tierra. La criatura no la había
perseguido, iba a cortarle el paso. Rose sabía que su perseguidor estaba suspendido bajo el puente,
delante de ella.
Antes de saber qué hacía, avanzó hacia el puente. Si se entregaba voluntariamente, tal vez el
horror sería menos insoportable, o como mínimo terminaría más pronto. No podía ocultarse en
ningún sitio. Deslumbrante luz llenaba sus ojos. Al menos no vería al animal cuando saltara sobre
ella y la arrastrara hacia su cubil, bajo el puente.
De repente empezó a gritar, a chillar como un animal asfixiado y agonizante, y huyó hacia
Fulwood Park. Huía de las profundidades de sí misma tanto como de la criatura que se ocultaba
bajo el arco.
—Por favor, oh, por favor —dijo entre sollozos.
Que Jack y Diana estuvieran aguardándola para salvarla, por favor. Parecía haber perdido la
capacidad de cuidar de sí misma.
Luz blanca se extendía a lo largo del seto. La espeluznante tierra se asemejaba a una jaula,
con alargadas sombras como rejas. Rose estaba tambaleándose dentro de una jaula. Sin saber cómo,
había logrado sacar la llave del bolso. El metal era una herida en su apretada mano. Distinguió el
camino más allá de la brecha del seto: las colgantes luces blancas tenían un brillo violento y las
paredes, igual que la hierba del suelo, tenían un aspecto apagado, irreal. No importaba, lo único
importante era la luz. Salió de la jaula de sombras y entró en Fulwood Park.
Acababa de llegar a la iluminación cuando algo le tocó la nuca. Era algo blando, húmedo,
atrozmente frío. Quizá se trataba de un dedo, aunque Rose pensó que tenía el tacto de barro
congelado. ¿Estaba empujándola o acariciándola? Ciertamente aquel tacto pretendía insinuar lo que
aguardaba a Rose.
No le quedaba aliento para gritar. Tenía que seguir dando tumbos a lo largo del camino
iluminado, hacia su puerta. Su oscilante sombra reflejaba desequilibrio. Tal vez iba a perder el
equilibrio, tal vez iba a caer en los brazos de su perseguidor. Si aparecía otra sombra junto a la suya,
estaba perdida. Pero no había nada aparte de la reluciente senda y los vacíos pilares de los
portalones. Ni una sola señal de Jack y de Diana, ni una sola señal de su casa, de la casa de los Hay,
sólo un simple edificio viejo en el lugar que deberían ocupar las dos viviendas.
Su mente estaba a punto de agrietarse, de permitir el vertido de todo lo que contenía, cuando
comprobó que se había confundido en parte. Las casas gemelas se alzaban allí, simplemente
absorbidas por la oscuridad. Rose echó a correr alocadamente, con la llave en la mano. La puerta
delantera se abrió un poco, quedando obstruida desde dentro.
Rose arremetió contra la puerta, entre sollozos y gritos. El obstáculo se apartó enseguida.
Sólo era un envoltorio apretado a la puerta. La escritora cayó en el recibidor y cerró bruscamente la
entrada. Sus latidos hacían que su cuero se estremeciera. A salvo, a salvo, a salvo, parecía cantar su
pulso. Gracias a Dios, se hallaba a salvo.

XL

Seguir en el suelo fue lo único que pudo hacer durante un rato, con las palmas apoyadas en
la pared. Su pulso daba al muro un tacto blando y vibrante. Aunque algo hubiera empezado a arañar
la puerta, habría sido incapaz de moverse. La puerta oscilaba, pero se trataba de una aberración de
la vista, que iba serenándose poco a poco.
Ya estaba a salvo. Sólo tenía que aguardar a Jack y Diana. Si habían desesperado de
encontrarla y preferido ir a un hotel, se reuniría con ellos en cuanto le telefonearan. ¡Oh, que se
dieran prisa en telefonear! Volteó el envoltorio con el pie, para ver qué era. Delante había algo
escrito por Jack.
¿Por qué habían escrito poco antes de partir de Nueva York, si es que venían a visitarla? Al
agacharse aturdidamente, la casa también dio vueltas. Abrió el envoltorio. En el interior había un
ejemplar de bolsillo de Pesadillas compartidas, con una fotografía de los Tierney, muy sonrientes.
Tanto el título como la fotografía eran chistes maliciosos. Rose arrojó el libro hacia las escaleras.
Aparte del libro, el envoltorio estaba vacío. Rose arrugó el papel en su puño como si ese
gesto pudiera darle fuerzas. Entonces vio una nota que sobresalía del libro. Después de referirse a la
obra, Jack decía que él y Diana llegaban aquel mismo día.
Ningún sonido habría podido expresar el alivio que experimentó Rose. Se levantó, con los
ojos cerrados, meciéndose igual que un bebé acunado. Soportaría la espera, por más exasperante
que fuera. No iba a sufrir daño alguno... suponiendo que la casa fuera un lugar seguro.
Una idea estúpida. La noche anterior había comprobado todos los pestillos y ventanas, y
luego no había tocado nada aparte de la puerta principal. Sin embargo sentía el impulso de una
nueva inspección. No significaba problema alguno en tanto que aseguraría su paz mental.
Se dirigió hacia la cocina. Tuvo que ir apoyándose en las paredes, temerosa de que sus
piernas flaquearan. Los nervios parecían haberle fracturado las piernas. La luz fluorescente se
agitaba, se agitaba... ¡Dios! ¿Estaba abierta la puerta trasera? No, era únicamente un efecto de la
fluctuación.
Todas las ventanas de la planta baja se encontraban perfectamente cerradas, y no obstante la
casa producía poca tranquilidad. No contenía recuerdos, la vivienda era tan impersonal como una
sala de espera. Bill la había despojado de su hogar.
Al subir la escalera cogió el ejemplar, que tiró en la papelera del despacho. El primer
borrador de Los significados del estrellato yacía en el escritorio. ¿Cómo iban a resolver este tipo de
cosas? ¿Cómo iban a dividir los despojos de su saqueado matrimonio? El problema resultaba
irritante y desalentador.
Sí, la ventana estaba cerrada. Igual que la ventana del cuarto de baño. No debía especular
sobre lo que había fuera, sólo recordar que, fuera lo que fuera, no podría entrar. Fuera no había nada
excepto silencio, quizás una respiración contenida, aunque tal vez lo que había en el exterior no
necesitaba respirar.
El reflejo de la cara de Rose se deslizó sobre las baldosas negras, una amorfa máscara de
masilla. ¿Quién estaba mirándola en el espejo? ¡Buen Dios, sólo era su reflejo! Pero su rostro
demostraba un vago nerviosismo. Salió corriendo del cuarto de baño, tras apagar la luz.
Agarrándose a la baranda como si se tratase de una muleta, Rose llegó a la habitación de los
huéspedes. La ventana estaba cerrada, naturalmente. ¿Debía entrar para asegurarse? ¿Por qué tenía
miedo a entrar, sólo porque creía haber oído movimiento allí la noche anterior? No había duda de
que la luz era escasa, pero eso no era motivo para suponer que se apagaría mientras ella se
encontraba en la habitación. ¿Prefería no quedarse tranquila con la ventana? Se obligó a entrar. La
bombilla tenía una tonalidad grisácea, como si estuviera formándose una sustancia en la superficie o
dentro. Debía ser polvo, y sin embargo se había amontonado.
La ventana se hallaba indudablemente cerrada. ¿No puedes dejar de comportarte como una
imbécil, por favor? Salió de la habitación, apagando la luz de un colérico manotazo. Estaba
recobrando parte de su fuerza.
En el instante anterior a la oscuridad, Rose vislumbró la bombilla por el rabillo del ojo. Algo
de mayor tamaño que una bombilla, y gris, parecía estar suspendido del cable. Quizá tenía rostro.
Cerró violentamente la puerta y se quedó inmóvil, temblorosa. No debía permitir que su
imaginación la dominara. Necesitaba beber algo para acallar sus temores o para ahogar sus
percepciones, no importaba qué bebida, hasta que llegaran Jack y Diana. ¡Por favor, que fuera
pronto!
Entró corriendo en el dormitorio, sin concederse más tiempo para pensar. Sí, la ventana
estaba cerrada, la cama doble permanecía encerrada en sus mantas, una parodia del matrimonio. A
continuación bajó las escaleras, camino del whisky. ¿Debía encender el hogar? Pero la ceniza de la
chimenea se agitaba débilmente con la corriente de aire. Cogió la botella y retrocedió.
No podía aguardar arriba, estaría demasiado lejos del teléfono. La cocina daba al
invernadero. Finalmente se refugió en el comedor. Al menos era una habitación neutral: las cortinas
oscurecían la visión del sombrío jardín, el invernadero. Se trataba prácticamente de la única
habitación en la que podría soportar cualquier período de espera.
Aunque las rejas de la estufa de gas parecían fundidas, el calor se negaba a envolver a Rose.
Los adornos victorianos bordados en los muebles del comedor se habían vuelto nauseabundamente
sentimentales. Sin duda lo habían sido siempre. Sólo el matrimonio había impedido que Rose se
diera cuenta. Quizás aquellos adornos compendiaban su matrimonio.
Echó más whisky en el vaso, hasta que estuvo casi lleno, y contempló el fondo, amplificado
y fluctuante. Se sintió mareada. Bebió para liberarse de las oscilaciones.
Necesitaba dar descanso a sus ojos. Los límites de su visión volvían a ser vagos, la grisácea
tonalidad crecía y en cuanto dejaba que ocupara su atención olvidaba dónde estaba. Quizás el
teléfono sonaría cuando hubiera descansado sus ojos... o tal vez, y sería mejor, mucho mejor,
sonaría el timbre de la puerta.
Cerró los ojos. Las chispas flotaban como si su cabeza estuviera ardiendo; oscuros
fragmentos se agitaban igual que humo. Aquella zona gris... ¿estaba retirándose o expandiéndose?
Rose no lo sabía. Tenía que mantener cerrados los ojos mientras desaparecían los restos de migraña.
Tenía que descansar, estaba muy cansada, despojada de todo aparte de un anhelo de sosiego. El
whisky le ayudaría a dormitar, sólo unos instantes, unos segundos no importaban. No se dio cuenta
de que había dormido hasta que Bill apareció ante ella.
Extendió los brazos instintivamente. Gracias a Dios, estaba a salvo. Después recordó. ¡Por
Dios, que Bill no se atreviera a acercarse! Como se atreviera a tocarla... Abrió sus pegajosos ojos.
Estaba sola en la habitación.
Un momento antes no estaba sola. Alguien o algo había estado muy cerca, al otro lado de la
ventana, tal vez dentro de la casa. ¿Habría algo aguardando a que abriera las cortinas, sabiendo que
ella debía hacerlo? ¿Qué era lo que tenía tanta ansiedad de que ella abriera la puerta que daba al
recibidor?
Un temor todavía peor la liberó del pánico: que cuando el teléfono sonara no se atreviera a
salir de la habitación. Abrió la puerta de par en par. El recibidor estaba vacío. De repente se puso a
recorrer frenéticamente la casa, encendiendo todas las luces.
El tubo fluorescente fluctuaba igual que una jaqueca. Algo oscuro se movía en el
invernadero, pero sólo se trataba del reflejo de la luz. Iluminó al máximo la sala de estar. Las
bombillas concentraron su luz sobre el teléfono, tan silencioso como un pájaro disecado.
Salió del despacho en cuanto encendió la luz. Ver una vez el invernadero ya era suficiente.
Tampoco tenía ganas de contemplar su cara hundida en las baldosas del cuarto de baño. Tiró del
cordón de la luz y se apresuró a llegar a la habitación de los huéspedes. Se inclinó rápidamente
junto a la entrada y tocó el interruptor con los nudillos.
La habitación pareció alzarse de un salto, igual que una ilustración plegable en un libro
infantil. Rose no tuvo tiempo para ver nada, no obstante, ya que la bombilla se fundió
inmediatamente. Mientras la oscuridad inundaba el dormitorio de nuevo, escuchó el ruido de algo
que caía en la alfombra.
Si la criatura de los árboles hubiera saltado sobre Rose, habría producido un ruido muy
similar. ¿No estaría renqueando, avanzando hacia Rose? Nada había asomado cuando cerró
violentamente la puerta y permaneció asida al pomo.
Aún estaba sosteniendo la puerta, y preguntándose desesperadamente si iba a ser capaz de
soltarla, cuando sonó el teléfono.
¿Podía soltar el pomo? No notaba otra cosa aparte de la perilla, que se había hecho enorme,
tan abrumadora como los pensamientos de Rose. Era una carga que Rose no se atrevía a soltar.
Había olvidado cómo mover sus dedos. Aunque el teléfono seguía sonando pacientemente, esa
paciencia no era, ni mucho menos, inagotable.
Al separarse penosamente, la puerta resonó. No debía mirar atrás. Ya en las escaleras, Rose
no tuvo duda alguna de que el teléfono enmudecería antes de que lo levantara. Al correr hacia la
sala de estar tropezó con el borde de la puerta... pero su brazo, a pesar del golpe, se alzó y cogió el
teléfono.
El alivio y la falta de aliento le impidieron hablar al principio. La puerta de arriba estaba en
silencio, como el resto de la casa, si se exceptuaba lo que parecía el débil correteo de un ratón.
—Rose Tierney —dijo finalmente.
—Hola, Rose.
Era Jack. Su voz había sonado como si estuviera en la habitación contigua. ¡Oh, gracias a
Dios! Rose logró contestar como si estuviera perfectamente.
—¿Habéis venido antes y os habéis ido? Lo siento.
—Bueno, no, no hay problema. Yo...
No había problemas. El ruido de correteo era lluvia.
—¿No estáis en Liverpool? —preguntó nerviosamente.
—No. —Jack hablaba con cierto tono de resentimiento—. Por eso te he llamado.
No importaba, ella podía quedar con sus amigos en el centro de la ciudad, esperarles allí.
—¿Cuándo llegaréis, lo sabes?
—Bueno, esa es la cuestión, Rose. Supongo que no iremos. Diana está enferma.
El teléfono empezó a vibrar fuertemente en el oído de Rose, su mano temblaba.
—¿Pero desde dónde llamas?
—Nueva York. No nos hemos movido.
Rose no supo qué decir. Su mente estaba cercada en sí misma.
—Así que no vais a venir —se oyó decir finalmente, desesperada o suplicante.
—Me temo que no, Rose. Lo siento. Hoy ya había intentado llamarte varias veces.
La mente de Rose estaba confundida, en desorden. El sonido de la lluvia se había mezclado
con los ruidos del teléfono, un solo siseo que circundaba a Rose. Era incapaz de pensar de un modo
coherente, tenía que seguir aferrada al teléfono, ansiosa de tener alguien con quien hablar.
—¿Me llamaste ayer a la universidad? —fue lo único que se le ocurrió decir.
—No, no sé el número. Tal vez fue Diana. No, ella tampoco lo sabe.
Jack le había recordado la pregunta que debía formular.
—¿Qué le ocurre a Diana? —Quizá no fuera nada grave, quizá pudiera persuadirles a que
vinieran...
—Supongo que ha sido un colapso nervioso.
—Oh, cuánto lo siento. —Una frase inadecuada, pero entre los temores de Rose no quedaba
espacio para comprensión o simpatía.
—Sí. —El resentimiento de Jack estaba aflorando—. Ha sido por culpa de esta porquería
ocultista en que se había metido.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—¡Dios, no lo sé! No comprendo este lío. Ojalá no se hubiera metido nunca en esas cosas.
Lo que Diana pretendía decir... bueno, tú lo habrías entendido mejor. —Al parecer, Jack pensaba
que la culpa era de Rose—. Intentó comunicarse contigo.
Antes de que Rose pudiera replicar, Jack siguió hablando, muy enojado.
—Tendrías que haberla visto. Salió para encontrarse con ese pelmazo, el tipo que la animó a
meterse en estos líos. No me preguntes qué le dijo o que sucedió después. Nunca has estado en el
Bellevue, ¿verdad? Bueno, Diana tiene el aspecto de algunos enfermos de ese hospital. Lo único
que sé es que intentó llamarte, y como le fue imposible, intentó comunicarse contigo de otro modo.
Ya me dirás que significa eso, si es que lo sabes. Este lío ocultista ha acabado con ella, eso es lo
único que veo claro.
Quizá la forma en que Diana había intentado comunicarse con Rose le había sido nociva. Si
era así, Rose tenía cierta culpa. Pero no debía sucumbir a la culpabilidad, no debía consentir que
Jack la avergonzara y le impidiera hacer preguntas.
—Jack, ¿te dijo Diana qué deseaba explicarme?
—Ya te lo he dicho, líos ocultistas. ¿Qué quieres saber? ¿Es por ese jodido artículo que
Diana te ayudaba a escribir? ¡Jesús, ojalá no se le hubiera ocurrido nunca!
—No, Jack. Deseo saberlo simplemente porque ella quería decírmelo. —Rose no estaba
segura de que el raciocinio diera resultado, ni de que ella fuera capaz de mantenerse razonable—.
Además, tal vez te ayudaría a comprender lo que ocurre en la mente de Diana.
—Sí, bueno, no opino igual. Incluso el amigo de Diana, que trabaja en el Bellevue, tiene
problemas por culpa de eso. Supongo que debería dejar que él entienda lo que ocurre. —No
obstante, Jack parecía más calmado, convencido de la preocupación de Rose por Diana—. Lo que
ella dijo era un lío. No entendí nada. Un montón de misticismo en torno a «la gracia» y una chica
que vivía en algún sitio cercano a tu casa, un sitio con un nombre extraño... ¿cuál era?... ¡Ah, sí, ya
me acuerdo! Ormskirk.
Rose tuvo la misma sensación que si Jack le hubiera apretado el estómago.
—¿Cómo se llamaba la chica?
—Grace.
Sí, le habían apretado el estómago, y el apretón era cada vez más fuerte, estaba haciéndole
perder el control. No lograría conservar la calma, sus preguntas irían cobrando ansiedad y harían
que Jack se extrañara.
—¿Recuerdas las palabras exactas? —Consiguió limitar su ansiedad a la forma en que
aferraba el teléfono.
—Ya te he dicho que era un lío. Las cosas que Diana estaba investigando acabaron por
abrumarla de algún modo. —Durante un instante pareció que Jack se negaría a seguir hablando—.
No dejaba de hablar de Hitler, de que Hitler no triunfaría sin «gracia». Luego encontró un material
al estilo de El exorcista, sobre un tipo que era capaz de posesionarse de los cuerpos de otras
personas sin que ninguna de ellas lo advirtiera. Quizás este hombre se llamaba Grace también, no lo
sé. Diana dijo que los seguidores de este individuo le tenían miedo porque podía entrar en sus
cuerpos y ellos no se enteraban. Luego dijo que había que detener a Grace, que quizá tú podrías ir a
Ormskirk e intentarlo. Supongo que parte de esta historia fue lo que investigó Diana, y que el resto
es una pura falsedad. Usó la palabra «gracia» y el apellido Grace de tantas formas distintas que no
pude comprenderla.
No había duda de que Diana se había referido siempre al apellido Grace. Rose miró lo que
tenía delante, la fría y vacía habitación.
—Escucha, tengo que colgar —dijo bruscamente Jack—. Quizá Diana me necesite, aunque
no creo que me reconozca en este mismo momento. Lamento que estéis decepcionados. Es posible
que os podamos visitar en otra ocasión. —Su voz, áspera al principio, adquirió un débil tono de
simpatía—. Permíteme decirte una cosa, Rose. Olvida ese artículo. No te metas en esta mierda
ocultista. No te hará ningún bien.

XLI

Rose dejó que el teléfono cayera en su horquilla y se apoyó en el marco de la puerta. Su


mente y su cuerpo estaban paralizados. Una rociada de lluvia hacía temblar las ventanas a su
alrededor. Parecía que la casa se resquebrajaba. Rose temía usar su mente. Desconocía cuán penoso
podía resultarle.
Por fin, de un modo cauteloso, se puso a pensar. La llamada de Jack la había dejado sola...
aunque quizá le había ayudado en el momento preciso. Tal vez lo sucedido a Diana era un aviso de
lo que podía ocurrirle.
El mensaje de Diana estaba demasiado mutilado para ser comprensible. La referencia a
Ormskirk debía ser una coincidencia, ya que Diana no sabía que Rose había vivido allí.
Seguramente Diana había descubierto otra referencia a Grace, una referencia menos evasiva que
Violación astral. Nada de aquello tenía importancia. No tenía nada que ver con Rose.
Sin duda parte del mensaje era producto del estado mental de Diana. Eso era lo importante:
Diana estaba desequilibrada. Su creencia en que nadie sufría más de lo que era capaz de resistir
había sido falsa en ese caso. Mas entonces, ¿por qué tenía que ser cierta en el de Rose?
No había motivos para pensar así, ninguna razón para creer que su mente seguía
conservándose intacta.
Era como si una puerta fuera abriéndose poco a poco en su mente. No veía qué había detrás
de la puerta, pero ya no podía cerrarla. Era absurdo eludir la verdad: desde la agresión en Nueva
York, se había comportado como una loca.
De repente sus recuerdos se entrelazaron. La forma en que había escrito a Diana, hablando
de sus experiencias como si estuviera describiendo las de una tercera persona... ¿no era un síntoma
de esquizofrenia? Recientemente había creído que sus actos los ejecutaba también otra persona. ¿Y
su paranoia? Nada salvo una enfermedad mental podía haberla hecho tan insensible a su alejamiento
de todo el mundo, cerrándose tanto en sí misma que corría el peligro de no volver a salir.
Era incapaz de soportarlo. Sus pensamientos la intimidaban hasta el punto de negar todos los
rasgos de su persona que antes eran lógicos y característicos. Su personalidad era frágil, incorpórea,
casi no existía. Tal vez soportaría mejor sus pensamientos si bebía un poco, aunque... también eso
era un síntoma: se estaba convirtiendo en una mujer alcoholizada.
Se había separado del marco de la puerta, pero no podía ir a ningún sitio. Se quedó inmóvil,
sin ningún apoyo. Nadie podía ayudarla.
¿Era así?
No podía recurrir a los vecinos. En primer lugar, no había oído que Colin o Gladys volvieran
a casa. Sería insoportable buscar consuelo y no encontrar a nadie. Además, Colin sólo podía
ayudarla sondeando el recuerdo que la había aterrorizado. No podía afrontar otra vez ese terror. De
hecho, se arrepentía de haberlo recordado. El recuerdo era un pozo oscuro, algo que acechaba en
alguna parte de su mente, un pozo cuyo borde debía evitar a toda costa.
Pero había una alternativa a Colin. Estaba Freda, que trabajaba en una comuna psiquiátrica
del sur. La comuna no forzaba a la gente a aceptar el tratamiento. Freda sostenía que la comuna
prestaba ayuda a los que la solicitaban —no los llamaban «pacientes»—, a los que querían
encontrar el camino de vuelta a la realidad.
Sin embargo la perspectiva era desalentadora. La comuna parecía un interesante
experimento que estimulaba la discusión, pero Rose jamás había esperado tener que visitarla en su
propio beneficio. No era extraño que Bill se acostara con otra. Su marido no soportaba vivir con
ella, con una mujer que ni siquiera sabía que estaba enloqueciendo. La locura debía ser la causa de
su crueldad con Bill.
Quizá bastara con explicar todo a Freda. Al menos tendría un motivo concreto para
abandonar su incómodo hogar. Ya no podía hablar con tío Wilfred y tía Vi. Hacerlo constituiría otro
síntoma de desequilibrio.
¿No estaba mostrándose falsa consigo misma? ¿Acaso parte de sus experiencias, como
mínimo, no habían sido reales? Quizá, pero la mayoría parecían aberraciones mentales; ella era
incapaz de distinguirlas de las experiencias reales, en todo caso. Todos sus recuerdos tenían algo de
irreales. Pensó en el grupo que había encontrado en Hulme. ¿Cuánto tardaría en acabar como ellos?
Tal vez su temor a Colin ocultaba el miedo a admitir su estado mental. El amigo médico de
Diana la había asustado: ese debió ser el primer paso. Pensar en Colin le hacía imaginar el oscuro
pozo que aguardaba en su mente. Debía recurrir a Freda.
Se sobresaltó, porque acababa de descubrir otro engaño distinto. Había tenido la visión de su
madre muerta porque pensaba que sus padres y Bill la traicionaban, porque estaba deseando ver
muerta a su madre. Después de todo, su madre no corría peligro alguno.
La puerta de su mente se abrió de par en par, liberando un flujo de luz. Estaba convencida de
hallarse en la senda que la devolvería a la cordura. Lo único que ansiaba era encontrar las señas de
Freda.
En el comedor, el bolso de Rose yacía ebriamente en el suelo, vigilado por los restos de
whisky del vaso. Buscó la agenda. Sí, gracias a Dios, allí estaban las señas de Freda, en Devon.
¿Habría algún tren por la noche? Si no era así, podía alojarse en la ciudad, en un hotel.
Se dirigía hacia las escaleras para preparar la maleta cuando sonó el teléfono.
Rose titubeó de un modo irritante. Era igual que si alguien la hubiera interrumpido mientras
redactaba un inspirado párrafo. Si se trataba de Jack, no iba a ser ninguna ayuda, ni mucho menos.
Desconocer quién llamaba sería aún peor. Corrió hacia el teléfono y lo descolgó.
—¿Eres tú, Bill? —preguntó.
Prácticamente había sido una súplica, cosa que enfureció a Rose. No hubo réplica aparte de
la estática, como si el aguacero del exterior estuviera filtrándose en el teléfono. Rose se mantuvo a
la escucha durante unos instantes, antes de colgar bruscamente el teléfono.
La llamada la había confundido. Su objetivo, maravillosamente simple y directo, quedó
interrumpido, embarullado con pensamientos del mensaje de Diana, del recuerdo que Colin casi
había revivido. Debía hacer caso omiso de todo, excepto de la urgencia de salir de la casa. Tras
subir al piso superior, Rose se apresuró a pasar junto a la cerrada puerta de la habitación de
invitados.
La cama doble del dormitorio no tenía brillo, estaba inerte, era una pizarra borrada. Eso no
importaba. Rose estaba avergonzada de su súplica ante el teléfono. Pero mientras bajaba una maleta
del altillo del armario, Rose fue intensamente consciente de la cama y de todo lo que había en la
habitación, objetos tan vívidos como el destello de un flash. Fue como si su mente se aferrara a lo
que la rodeaba para apartarse del oscuro pozo de cierto recuerdo.
Cogió un vestido para ponerlo en la maleta y tuvo la sensación de que se trataba de un vacío
pellejo y de que bailaba con él. Todo era demasiado extraño. Los jerseys ocuparon su lugar en la
maleta, con los rotos brazos plegados sobre el pecho. Los zapatos se abrazaron en una hueca
parodia de posición sexual. La lluvia daba golpecitos a las ventanas, escurriéndose sobre ellas.
Naturalmente sólo era la lluvia.
De pronto dejó de escuchar la lluvia. Fue una interrupción momentánea, el destello de una
ilusión. Tenía que ser algo trivial, un instante de pérdida de atención, pero Rose se puso nerviosa.
Tal vez se trataba de otro síntoma, puesto que durante ese instante el límite de su visión se
oscureció, la tonalidad grisácea creció.
Debía concentrarse. El cuarto de baño, sí, el cuarto de baño. Tenía que recoger los artículos
de aseo antes de que se olvidara. El vidrio esmerilado se encontraba repleto de gotas de lluvia. La
ventana parecía estar fundiéndose, cediendo. Rose apretujó el maquillaje, el cepillo de dientes, el
desodorante y la pasta dentífrica en el neceser. Alrededor, en las baldosas, vagos rostros se debatían
en la negrura. Rose cerró la cremallera del neceser y se encontró cara a cara, en el espejo.
Miró su rostro, consternada. Una cara intensamente presente, un óvalo casi perfecto
salpicado de pecas como un aderezo de imperfecciones; el marco del cabello, negro y largo; los
labios pequeños, en peligro de contraerse irrefrenablemente, y los ojos azules, muy grandes y
resplandecientes. Aquel rostro era tan irreal como una máscara, y Rose no se reconoció en sus ojos.
Le resultó imposible entender que aquella cara era la suya.
Su enajenamiento empeoraba. Se apresuró para seguir haciendo la maleta, y pasó junto a la
cerrada habitación de los huéspedes. No debía titubear ante nada. Tenía que hacer caso omiso de su
dormitorio, cuya intensidad era prácticamente sólida. Tenía que luchar con aquel ambiente. Nada de
pensar, sólo actuar, salir de allí...
¿Qué estaba haciendo? Se hallaba entre la maleta y el armario. ¿Había sacado de la maleta la
ropa que llevaba en las manos? ¿Se había distraído y no había colgado aquellos vestidos? El
grisáceo silencio había estado a punto de vencerla; durante un segundo la había despojado de
consciencia. Debía ser el peor síntoma posible.
Estaba haciendo la maleta, haciendo la maleta. La frase resonó, insulsa e irritante, en su
cabeza. No importaba, le ayudaría a concentrarse en lo que hacía, a no hacer caso de ninguna otra
cosa. Cogió ropa a puñados y la apretó en la maleta, hasta llenarla por completo. La falta de orden
carecía de importancia, lo importante era la rapidez. Tendría que coger un taxi, para llegar cuanto
antes a la estación... ¡pronto, que fuera pronto! En cuanto estuviera en el tren se sentiría más segura.
Por lo menos el conductor no confundiría el destino del tren.
La maleta estaba llena. ¿Olvidaba algo? Si era así, no había remedio; no podía perder
tiempo, se exponía a que aquel grisáceo silencio la dominara. No había ningún problema, seguía
escuchando la lluvia que se escurría en las ventanas. Tenía que concentrarse en aquel sonido
mientras cerraba la maleta.
La maleta estaba cerrada, el asa se hallaba firme en la mano de Rose. Seguramente el peso
acapararía su atención. Sólo tenía que llevar abajo la maleta y después sería imposible pasar por alto
la embestida de la lluvia, su mente no podría flotar. Sopesó la maleta, con agradecimiento. Aquel
peso era satisfactorio, era un arma contra la traición de su mente. Había precisado sosiego, algo a
que agarrarse, y...
—Demasiado tarde —dijo una voz.
Fue una voz sin tono, blanda como una ciénaga, una voz sin ningún tipo de vida. Aunque
Rose no la había oído nunca, aquella voz había brotado de su boca.

XLII

La maleta cayó de la mano de Rose. Tuvo que hacer ruido, tuvo que golpear el suelo, pero
Rose no percibió nada aparte de lo que había en su cabeza. Su cerebro era un huevo incubado en
cuyo interior se agitaba un gusano, o algo peor.
Igual que un aparato de radio que sigue hablando aunque no haya nadie que lo escuche, los
pensamientos de Rose continuaban balbuciendo racionalizaciones. Se esforzó en aferrarse a los
pensamientos como si de esperanzas se tratara. Le había sido imposible reconocer su propio reflejo.
¿Por qué no podía ocurrirle lo mismo con su voz? Sólo era alienación, rechazaba su voz porque
reflejaba sus temores. Aquel estado era curable, quizá no soportaría la espera antes de ver a Freda,
quizá debía pedir ayuda a los vecinos...
No recordaba por qué evitaba pensar en Colin. El recuerdo que el psiquiatra había estado a
punto de liberar aguardaba en su mente. Al parecer sólo era preciso pensar en eso para perder el
equilibrio y caer en el pozo. Rose creyó ser una niña aterrorizada, sola en la oscuridad.
—¡Tío Wilfred!, ¿dónde estás? ¡Tía Vi, por favor...! —gritó, casi sin darse cuenta de lo que
decía.
Hubo respuesta. Rose notó que la presencia que la vigilaba cobraba claridad. Sólo una
presencia. No se trataba de ninguno de sus tíos, pero ella conocía perfectamente a aquella criatura.
Era vieja, solapada y extremadamente cruel, y había engañado a Rose sin ningún esfuerzo. Era la
criatura despertada en la oscuridad por la sesión espiritista de los Hay.
La mente de Rose cedió. El oscuro pozo se abrió, y ella cayó, impotente, cada vez más
consumida. Su conciencia se contrajo hasta ser tan pequeña como la de una niña aterrorizada. Tenía
diez años, y se hallaba sola en la oscuridad.
No estaba sola. Los demás habían huido, asustados por los roces débiles e insidiosos que
surgían de las paredes. Aquel ser les había hablado durante la sesión. Se encontraba en todas las
partes de la habitación, quizá en todos los rincones de la sombría casa.
Pero su forma física, fuera cual fuera, ya no estaba atrapada en las paredes. La sesión
espiritista la había liberado. Rose la había palpado entre las mugrientas sábanas de la cama, una
extremidad delgada y fláccida. Tal vez aquel toque había despertado por completo a la criatura,
porque ésta había salido de la cama.
Cuando Rose llegó a la puerta ya era demasiado tarde. Las voces que había al otro lado
desconocían lo que estaba sucediéndole. Creían que estaba simplemente encerrada en la habitación,
sin ningún peligro aparte del pánico. Acabarían por sacarla de allí, pero no estaban preocupados de
un modo especial. Rose era más joven que ellos, al fin y al cabo, menos merecedora de
consideración. La niña intentó gritar, explicarles que la habían encerrado con alguien, pero sus
jadeos sólo le sirvieron para aspirar olor a polvo y algo más viejo, mucho menos limpio.
Las voces se retiraron, se hundieron en la oscuridad de la casa. Rose se hallaba
absolutamente sola, aparte de lo que se había levantado de la cama. Arañó la puerta, pero ésta ni
siquiera cedió cuando la niña metió un dedo en el agujero, donde tenía que estar el pomo.
Una figura oscura y deforme se arrastró por la habitación, se escurrió sobre el miserable
mobiliario. Era la descarriada luz de un automóvil, que debía estar dando la vuelta en la carretera,
porque la claridad alcanzó la puerta, delante de Rose. La sombra de la niña, menuda y fluctuante,
dio un brinco. Era la única sombra.
¿Un hecho tranquilizador, o más pavoroso? Antes de que lo supiera, algo frío y fofo, un
cuerpo que no parecía totalmente formado, se apretó a la niña.
Habría chillado de haber podido hacerlo. Quizá no le habría servicio de nada, pero al menos
el chillido le habría convencido de que seguía siendo ella misma... ya que el ser que se había
apretado a ella estaba penetrando en su cuerpo.
No pudo moverse, no pudo gritar, sólo retorcerse internamente mientras notaba el parásito
dentro de su cuerpo, fluyendo hacia su cerebro, donde se amadrigó, igual que un gusano en una
manzana. Y quedó oculto allí, iniciando al instante la tarea de borrar los recuerdos de Rose. La
mente de la niña no tardó en cobrar una calma anormal, la paz de la superficie del agua después de
que algo terrible se ha zambullido en ella. Era imposible ver las profundidades.
Pero aquellas profundidades habían dejado de ser invisibles, y explicaban demasiadas cosas.
Rose supo entonces por qué fue incapaz de hablar cuando los adultos la sacaron de la habitación: el
parásito continuaba el proceso de ocultarse en ella. No era extraño que hubiera olvidado el
incidente, no era extraño que su madre hubiera creído que Rose había cambiado de la noche a la
mañana. No era extraño que la niña hubiera experimentado el impulso de restregarse de un modo
obsesivo: aunque ella no era consciente de lo que había en su interior, parte de su mente lo sabía.
Por más espantosos que fueran aquellos recuerdos, eran sólo recuerdos, pero el parásito
había estado allí desde entonces. Y allí seguía.
Rose se tambaleó por el dormitorio, hincando las manos en su cabeza como si las uñas
pudieran penetrar y extraer el parásito. Tal vez debía golpearse la cabeza contra la pared. Su cabeza
era tan delgada como la cáscara de un huevo, estaba carcomida. Rose notaba el parásito en su
interior, algo pesado, blando e hinchado. Se enfureció. Había unas tijeras en el cuarto de bario... no,
en la maleta. Quizá podría operarse, extirpar el cáncer.
No, no podía hacer nada de eso, porque su cuerpo ya no le pertenecía. Su cuerpo era un
maniquí que se tambaleaba junto a la cama y temblaba irrefrenablemente, En cualquier momento
caería desplomado sobre el lecho y quedaría allí, tembloroso.
Rose sabía lo que sucedería a continuación: los temblores le harían salir de su cuerpo. Y
entonces quizá no podría regresar. ¿Qué seres le tendrían a su merced, en ese caso?
Se debatió internamente. Sus esfuerzos fueron penosamente débiles... y de pronto
comprendió el porqué de su impotencia. Carecía de fuerza para oponerse a la criatura que había en
su cerebro porque esa fuerza jamás había sido suya. Las nuevas facultades que había estado
desarrollando tampoco le pertenecían: eran patrimonio del parásito, síntomas del crecimiento de
éste.
Rose se esforzó en mover los pies. Si lograba llegar a la escalera podría tirarse abajo,
destruir su cuerpo. ¿No había sido esa la solución, desde hacía décadas? Pero sus piernas, y el resto
de su cuerpo, sólo servían para temblar. Sus pensamientos estaban fragmentados. No percibía nada
aparte de su temblor epiléptico.
Estaba perdida. El gris se cerraba sobre su visión, presionaba sus ojos como si estuvieran
llenos de niebla. Los sonidos del aguacero se debilitaron. No podía aferrarse a la sensación de su
cuerpo, porque no tenía cuerpo. ¿Estaba chillando internamente, implorando a los poderes
impersonales que en otras ocasiones habían intervenido en favor de ella, en el avión durante el
regreso de Munich? Esa no era la forma de invocarlos, no había duda, ya que no se produjo
respuesta alguna. Aparte de los movimientos de algo abultado que tenía en la cabeza, Rose se
encontraba extremadamente sola, a merced del silencio gris.
De pronto se dio cuenta de que aquel gris no significaba ausencia. Era un lugar,
excesivamente próximo a lo que rodeaba a Rose y por lo menos tan real: un nuevo estado de
existencia. El lugar donde iban a retenerla. ¡No, por favor, no! Pero la única oposición de que fue
capaz consistió en un chillido débil y apagado. La sensación que tenía de su cuerpo ya estaba muy
distante, no podía recuperarla. Nada de lo que había creído real era digno de confianza. Los sonidos
de la lluvia habían desaparecido. No percibía su cuerpo. Ya no estaba en la habitación. El gris la
cercó.
No era más que un intenso punto de desesperación. Era incapaz de moverse o pensar, estaba
forzada a observar. El gris asfixiaba cualquier sensación de sí misma. Podría haber pensado que
estaba sorda, ciega, completamente carente de sentidos de no haber sido porque percibía el gris. Era
igual que estar enterrada en manteca de cerdo.
Sus sentidos empezaron a recuperarse lentamente, para atormentarla. El medio en que estaba
encerrada, fuera cual fuera, cambió lentamente. Las formas fueron haciéndose visibles, aunque
Rose apenas las percibía de un modo normal. Parecían una cruel parodia de sosiego, puesto que se
trataba de objetos vulgares, constituidos por substancia gris: una cama vacía, una mesa, un tocador
con un espejo que se asemejaba a una lisa superficie líquida llena de impurezas, las paredes de una
habitación. Ninguno de estos objetos tenía suficiente solidez o estabilidad.
De repente, Rose reconoció el lugar de la parodia. Se trataba de la habitación de Ormskirk.
Faltaban algunos detalles, las paredes eran lisas, no había puertas ni ventanas. Rose era incapaz de
luchar, física o mentalmente. Tenía que limitarse a flotar, atrapada en el gris, y a esperar que se
formara una figura en la vacía cama y se levantara con sus delgadas y fláccidas extremidades.
Pero las paredes se movieron. El mobiliario se fundió hasta ser indistinguible del gris. Rose
se encontró en una cripta octogonal cuyas paredes estaban repletas de símbolos mágicos. Aunque
desconocía su significado, los símbolos eran pavorosamente siniestros.
También recordaba este lugar, a pesar de que no era un recuerdo. Se trataba del subterráneo
donde los novicios eran iniciados en la Orden del Golden Dawn. Rose tenía que admitir la identidad
de la criatura muerta que se había refugiado en su cuerpo. El conocimiento carcomió lo poco que
quedaba de su sensación de identidad. El parásito era Peter Grace.
Y Grace se había podrido después de su muerte en aquel lugar gris e inestable, hasta que
Rose le proporcionó un refugio. Aquel lugar había cobrado forma gracias a los recuerdos y
frustrados deseos de Grace. Era como si Rose estuviera atrapada en la mente de aquel hombre. La
huida era imposible.
El ambiente cambió de nuevo. Apareció una habitación alargada, oscura y de alto techo.
Hileras de objetos la llenaban: ¿ataúdes? No, eran bancos, bancos de iglesia. Delante de Rose estaba
el púlpito, el altar, una ventana con vagas formas engastadas. Grace debía haber pronunciado
sermones ahí, hasta el día en que fue sustituido. Ahí se había iniciado su odio.
Rose percibió el odio. La iglesia era una parodia minuciosa y depravada. Los bancos y el
púlpito eran hongos grises, cubiertos de relucientes abolladuras. Las columnas tenían un aspecto
abultado, sifilítico. La cruz del altar se inclinaba impotentemente. Entre la burla de un vitral, figuras
enormes hacían cabriolas y muecas; los deslucidos halos estaban desintegrándose. Todas las figuras
estaban dedicadas a defecar y masturbarse.
Rose se hallaba atrapada en la abominable iglesia, incapaz incluso de anular sus
percepciones. Estar allí podía ser una buena señal. Debía ser el recuerdo favorito de Grace, porque
si bien los contornos no eran estables, la evocación iba cobrando más y más realidad. Rose estaba a
solas con el recuerdo, tanto más cuanto que se trataba de una imagen tan sólida como ella misma, o
quizás más sólida.
No, no estaba sola. Había algo en el púlpito, algo que pugnaba por levantarse con agitados
movimientos. Finalmente apareció una cabeza que se inclinó sobre la barandilla. No tenía rostro,
sólo una masa grisácea.
La criatura debía haber subido al púlpito para localizar a Rose, porque a continuación se
deslizó escaleras abajo y avanzó trabajosamente hacia ella. La situación era peor que en el
invernadero. Era un ser enano y rudimentario, y parecía no tener inteligencia. Quizá Grace lo había
creado partiendo del gris, para tener compañía.
La criatura tardó mucho tiempo en llegar hasta Rose sin dejar de mover la cabeza de un lado
a otro como si estuviera olfateando. Tal vez para expresar su satisfacción, la superficie de la blanda
cabeza se agitó igual que un gusano. Después empezó a manosear a Rose con las desiguales masas
situadas en los extremos de sus deformes brazos.
De manera que Rose tenía un cuerpo, o al menos la sensación de tenerlo. Pensó que también
estaba formada de substancia gris. Y lo que era peor, una parte de ella disfrutaba con las atenciones
del espectro. Debía ser la parte contaminada por Grace.
La rudimentaria criatura se alejó renqueante al cabo de un rato. No pretendía dejar en paz a
Rose, sino tan sólo dejar paso a su compañero. Rose reparó en una forma acuclillada en el altar. Era
un bebé, casi tan grande como un hombre.
El bebé bajó del altar y avanzó hacia Rose igual que un pato. Su piel, o la superficie gris que
parecía piel, estaba arrugada y ablandada. Pese a su aspecto de infante, era un viejo. Su grasa se
agitaba dentro de la piel. ¿Se trataba del bebé supuestamente asesinado por Grace?
Al ver los ojos de aquel rostro, senil y sin embargo infantil, Rose supo que no estaba
equivocada. Aunque reflejaban la mirada de un infante, los ojos eran los de un hombre viejo y
solapado. Había sido un bebé y había crecido allí, en la iglesia de pesadilla.
El bebé caminó pesada y pausadamente hasta llegar a Rose y se apretó a ella que se sintió
espantosamente asqueada. Las facciones de la criatura estaban hundidas en la piel, en peligro de
desprenderse como si fueran tripas. Los labios eran una abultada ranura en un amasijo.
Cuando el bebé se alejó finalmente, Rose supo que aún quedaba otro horror. Un horror con
tormentos más refinados, porque agarró por detrás a Rose. ¿Eran dedos gigantes los bultos que
recorrían su espalda, o numerosas patas de araña? Durante un instante parecían fríos y gruesos
gusanos, e inmediatamente eran delgadas uñas. Rose sabía que la criatura estaba deleitándose con
su terror y su repugnancia, con la paralización que la había dejado sin voz. Quizás ella estaba
pagando los esfuerzos de aquel ser con el alambre de púas.
De repente comprendió las intenciones de su agresor. Sería mucho peor que una violación.
El terror de Rose se concentró, haciéndose insufriblemente intenso.
Súbitamente, y sin que Rose pudiera ver la forma de la criatura, ésta la soltó. Su terror había
satisfecho al espectro, al menos de momento. Al fin y al cabo, aquel ser disponía del resto de la vida
de Rose para jugar con ella, y eso sería una eternidad, una eternidad consumida en la fungoidea y
corrupta iglesia.
Pero estaba produciéndose otro cambio. Había aparecido un resplandor en el altar. ¿Sería
una señal de la presencia impersonal que había salvado a Rose en un apuro mucho menos terrible?
No, porque la luz estaba muerta; tal vez había revoloteado sobre una ciénaga. El gris contribuyó a
que coagulara. Se transformó en un rostro. Sólo un rostro podía manifestarse en aquel altar: el de
Peter Grace.
La cara era fina y alargada, delicada como un esqueleto. En otro tiempo debía haber sido
idéntica a la del clérigo perfecto, pero en aquel momento tenía la impasibilidad de una máscara. El
cabello y las cejas brillaban como nieve, pero la brillantez de la carne era chocante, sucia. La cara
era enorme, mayor que el altar, y los ojos... Rose no pudo encogerse más.
Los ojos de la gigantesca máscara le estaban diciendo que no podía hacer nada, que había
sido el títere de Grace desde la sesión espiritista en Ormskirk. Grace se había tomado tiempo, ya
que había disfrutado usando el cuerpo de Rose. Había adquirido ese placer al habitar el cuerpo de la
niña aterrorizada por sus seguidores. Era una perversión terrible.
Y ahora Grace estaba a punto de ver satisfechos sus sueños, los sueños que habían vegetado
con él desde su muerte. Quizá Rose fuera incapaz de soportar la verdad completa, puesto que sólo
tuvo vislumbres de ella. Todos los vivos iban a ser juguetes de Grace. Odiaba a los vivos, puesto
que el mundo de éstos le había sido negado durante mucho tiempo. El y sólo él merecía vivir. El
haría renacer el mundo de un modo particular. Quizá, después de todo, se le unirían los muertos que
pensaban como él; ellos también merecían vengarse. Tal vez conservarían el mundo, como mínimo
durante cierto tiempo, como un juguete.
La confianza de Grace en Rose demostraba la magnitud de su impotencia. No podía hacer
nada para obstaculizar a su amo, ese era el único hecho en que podía confiar. El la devolvería al
mundo durante cierto tiempo, para que sufriera al saber que volvería a aquella iglesia siempre que
Grace lo deseara, y para siempre. Ella sería la primera que sufriría del mismo modo que Grace se
había visto obligado a sufrir.
El gris desapareció bruscamente como niebla arrastrada por el viento. Rose se hallaba dentro
de algo caliente, hinchado, fláccido, pegajoso. Al principio creyó que parte de ella estaba dentro y el
resto fuera, pero luego aquel ambiente la atrapó. Era una masa voluminosa, repulsiva, asfixiante...
Sí, era su cuerpo.
Estaba echada en la cama. Escuchó la lluvia, un nítido sonido que no llegaba hasta ella.
Había vomitado. Se quedó quieta, porque moverse no serviría de nada. Tal vez, si permanecía
absolutamente inmóvil, dejara de existir, o como mínimo perdiera el conocimiento. No debía
recordar, no debía hacer previsiones, era mejor no pensar... Eso constituía un alivio, o por lo menos
todo el alivio que a partir de entonces sería capaz de experimentar.
Oyó que Bill recorría la planta baja. Ni siquiera eso era un motivo para moverse. Su esposo
había llegado demasiado tarde, pero no podía odiarle por ello. En realidad, Rose no experimentaba
sentimiento alguno. ¿Qué hacía Bill? ¿Estaba buscándola, o ya había subido al piso superior?
Le quedaba una última, debilísima emoción: el temor a estar sola. Bill no podía ayudarle de
ningún modo, pero su presencia le produciría sosiego. Era lo único que le era posible esperar. ¿Y si
él ya había tratado de despertarla y se había ido, suponiendo que ella no quería hacerle caso? ¿Y si
Bill estaba a punto de marcharse?
Intentó gritar, pero no logró articular sonidos. Se esforzó en levantarse de la cama. Su
cuerpo era un torpe maniquí que ella intentaba mover; la relación existente entre ella y el maniquí
era realmente tenue. Sin saber cómo, logró hacer rodar el maniquí hasta el borde, y las piernas
quedaron colgando de la cama. La vaga sensación que experimentó después debía provenir de sus
pies al apoyarse en la alfombra.
Tenía que levantarse. Incluso después de hacerlo, agarrada a la cabecera de la cama, creyó
que sus piernas eran zancos de goma sobre los que perdía el equilibrio una y otra vez. Se acercó a la
puerta, tambaleante, más bien guardando el equilibrio que caminando.
Sus tumbos la llevaron al rellano. Rose supuso que la mano que asía la baranda, para evitar
que cayera de cabeza, era su mano. La torpeza de Rose era ensordecedora, e hizo que Bill alzara la
mirada al pie de las escaleras.
Pero no era Bill. Era un hombre calvo, y blandía un cuchillo de trinchar.

XLIII
Rose no sintió temor. Probablemente ya no le quedaba. Aquel hombre era una amenaza
trivial, meramente humana. Como ser humano, sin importar su identidad, hizo que Rose creyera
estar menos sola. Desconocía los propósitos del desconocido, y tampoco le importaban.
Se miraron, con la escalera separándoles. La cabeza del extraño era un reluciente yelmo de
piel. Rose creyó distinguir gotas de sudor que se formaban en la calva. Las cejas brillaban, quizá
porque contenían gotas de lluvia, quizá por el sudor. Si aquella frígida mirada pretendía dominar a
Rose, tal vez iba a conseguirlo, por cuanto ella había dejado de dominar su mente.
Cuando Rose bajó el primer escalón, ni lo hizo por voluntad propia ni por obediencia: había
perdido el equilibrio. Su esponjosa mano resbaló en la baranda y logró asirse. Todos sus
movimientos aumentaban la repugnancia que sentía hacia su cuerpo. Su carne temblaba y se agitaba
dentro del fino pellejo. Percibía sus encajonadas vísceras, húmedas y despellejadas.
Al ver que Rose avanzaba, el hombre calvo levantó el cuchillo. El destello no fue ni más ni
menos metálico que los ojos del individuo. Quizás aquel hombre había llegado en buena hora, al fin
y al cabo. Parecía dispuesto a ejecutar el acto que Rose tal vez fuera incapaz de llevar a cabo.
Sólo tenía que bajar la escalera. Y así lo hizo, blandamente aferrada a la baranda. Se habría
tirado, pero no era seguro que la caída la matara. Mantuvo los ojos fijos en el hombre calvo,
invitándole a que fuera rápido.
Junto al extraño, un trozo de la alfombra ofrecía un aspecto húmedo y tembloroso. La iglesia
gris debía estar filtrándose en la casa. No, sólo era lluvia, que penetraba por el vidrio próximo a la
cerradura que el intruso había roto. De un modo absurdo, Rose lamentó aquel acto de vandalismo.
Bajó con más rapidez. No debía caer en la tentación de asirse a la vida.
El intruso retrocedió hacia la puerta. ¡No, no debía irse! Si ese hombre hubiera sabido quién
era ella, si hubiera tenido conocimiento de que ella albergaba y sufría a Grace, habría matado a
Rose al instante, aunque sólo fuera para liberarla de su pena. Quizás ella pudiera explicárselo... pero
sus labios estaban tan contraídos que era incapaz de hablar.
¿Era por culpa de la emoción, o acaso Grace le estaba impidiendo hablar? Rose no sabía si
era la única ocupante de su cuerpo. Al fin y al cabo, jamás lo había sabido. Pero no importaba, lo
único importante era que el hombre del cuchillo la liberara.
Avanzó vacilante hacia él, esforzándose en mostrar un aspecto de súplica. Pero no podía
reflejar nada con su cara; no le pertenecía. Tal vez fuera una ventaja, porque el intruso podía
interpretar mal la súplica. Rose extendió las manos de un modo espasmódico y confió en que su
aspecto fuera amenazador. El intruso tendría que defenderse.
Cuanto más se acercaba al individuo, tanto más absurdo parecía el comportamiento de éste.
Era obvio que jamás había usado un cuchillo como arma: lo blandía ante Rose y sin embargo lo
sostenía como si quisiera ocultar su presencia. Estaba desesperado por vencer a Rose sin tener que
usar el arma, por someterla con la mirada. Su frente era una masa de gotas que resbalaban y
producían un tic en su ojo izquierdo.
Mientras seguía tambaleándose hacia el hombre calvo, Rose tuvo una sensación de
irrealidad. Le fue imposible creer que estuviera avanzando hacia el filo del cuchillo, y tal vez ello le
ayudó a proseguir su avance. Aquel hombre absurdo que no dejaba de parpadear tenía en alto el
cuchillo como si fuera un estorbo del que deseaba desembarazarse. Pero tenía que actuar. No le
quedaba más espacio para retroceder.
Y el hombre calvo actuó de improviso. El cuchillo descendió. La violencia del movimiento
sobresaltó a Rose, pese a esperarlo, y le hizo perder el equilibrio. Se apartó torpemente, trató de
agarrarse a la pared. Notó que el filo del cuchillo penetraba en su ropa y rozaba su cuerpo.
Retrocedió, con la boca abierta. La muerte era algo deseable, pero no morir a cuchilladas. En
ese momento le vino a la mente un detalle infinitamente peor. ¿Y si la muerte la atrapaba para
siempre en la tétrica iglesia?
El pensamiento fue tardío. Ya había enfurecido al intruso. Una fanática resolución agrandó
sus ojos. Arremetió contra Rose. Esta apenas logró hacerse a un lado, y comprendió que no podría
maniobrar. Él tenía mucho más control sobre sus movimientos que Rose sobre los suyos.
Se tambaleó hacia la escalera. No podía luchar cuerpo a cuerpo con el hombre calvo: buena
parte de su fuerza no le pertenecía, y la inhibición de esa fuerza la había privado de fe en la suya
propia. Puntiagudos fragmentos de vidrio yacían cerca de la puerta de la casa, pero Rose nunca
lograría cogerlos. Obstaculizada por su cuerpo, se arrastró escaleras arriba.
El intruso murmuró detrás de Rose. Oyó la avidez de aquel hombre por acabar con ella. Al
mirar hacia atrás, aturdida, el cuchillo se abatió sobre sus piernas. Tras recibir el impacto, tan
violento que Rose estuvo a punto de caer encima del hombre calvo, la escritora sólo precisó un
instante para darse cuenta de que la hoja se había hundido profundamente en la alfombra de la
escalera.
El tiró de la empuñadura con ambas manos. ¡Por favor, que se rompa la hoja! Rose se
levantó al llegar al rellano, después de ir apoyando y desplazando las manos a lo largo de los
soportes de la barandilla. ¿A dónde podía ir? ¡Si hubiera habido teléfono en el piso superior!
Oyó el ruido de la hoja del cuchillo al salir de la madera. Vio el destello del arma mientras el
hombre calvo subía los escalones a grandes zancadas. ¡Dios mío! ¿En qué habitación hay posibles
armas? Podía dejarle atontado con la máquina de escribir, pero el hombre se hallaba entre ella y el
despacho. ¿Chillar desde una ventana? La habitación para invitados era la más cercana, daba al
camino... Rose asió el pomo de la puerta antes de recordar la bombilla fundida y los extraños
sonidos. Prefería enfrentarse al cuchillo que entrar allí.
Entró en su dormitorio dando un traspiés, casi cayéndose. ¡Rápido, rápido! ¡Usa la fuerza
que te queda para mover la cama, para bloquear la puerta! Pero apenas pudo agarrar la cama. Antes
de que el pie se hubiera movido un solo milímetro, el hombre calvo entró en la habitación abriendo
la puerta con el hombro.
Al ver las intenciones de Rose, el intruso sonrió. O al menos se abrió una grieta en su rostro
para dejar al descubierto el brillo de sus dientes. Durante un instante grotesco, Rose tuvo la
impresión de que el hombre pretendía ayudarla. Todavía con el cuchillo en la mano, el extraño
arrastró la cama hacia la puerta, dejando atrapada a Rose.
La escritora corrió hacia las cortinas y las separó bruscamente. La tela se enredó en su
cuerpo igual que sábanas durante una noche de fiebre. Tras liberarse, Rose abrió las rejillas de
ventilación de la parte alta del marco.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó.
La abertura era reducida, y daba paso al clamor de la lluvia. Rose no tenía ninguna
posibilidad de que alguien la oyera.
El hombre calvo también lo sabía, y se acercó tranquilamente, aguardando a que Rose
quedara acorralada en un rincón. Los dos sabían que la punta del cuchillo bastaba para hacer
retroceder. Si tan sólo dispusiera de un arma... Tal vez tenía una. Rose se agachó y logró quitarse un
zapato.
El esfuerzo la lanzó hacia la ventana. Notó que el vidrio se combaba bajo su peso,
amenazando con tirarla a la oscuridad. Se apartó del cristal, con el corazón encogido. De repente
supo lo que debía hacer.
Golpeó el cristal con el tacón del zapato. El vidrio vibró, una vez, dos veces. Un material
que le había parecido tan frágil mientras había estado apoyada en él, ofrecía ahora una resistencia
increíble. Golpeó de nuevo el vidrio con toda la fuerza que logró reunir, que era muy escasa. El
cristal se resquebrajó; algunos fragmentos saltaron por los aires y dejaron un boquete apenas mayor
que el zapato de Rose.
Pidió ayuda a gritos mientras continuaba golpeando los bordes del agujero. En el exterior no
había otra cosa aparte del seto, que se agitaba bajo la farola. No, había un automóvil en el camino
de acceso, teñido de negro por la noche. Cualquier persona que hubiera oído los chillidos y el ruido
del cristal al romperse, estaría en aquel momento quejándose de otra fiesta bulliciosa. Nadie
ayudaría a Rose, aunque alguien lograra escucharla pese a la lluvia.
Pero el hombre calvo no opinaba así, ya que utilizó el cuchillo para alejar a Rose de la
ventana, hacia el rincón más apartado de la puerta. Cuando la punta del arma avanzó hacia Rose,
ésta notó un dolor agudo en el pecho. ¿Acaso aquel hombre era indiferente a su pánico, o estaba
satisfecho de producirlo? El rostro del intruso era tan inexpresivo como calva su cabeza.
Mientras el cuchillo la empujaba hacia el tocador, Rose cogió diversos objetos —frascos de
perfume vacíos, un viejo cepillo para el cabello...— y los lanzó contra el hombre. Este los fue
rechazando mediante golpes, divertido por la debilidad de la defensa de Rose.
Ella lanzó un peine, que alcanzó al intruso debajo de un ojo y lo enfureció visiblemente. El
juego había terminado. Era el momento de acabar con ella. Rose continuó pidiendo ayuda a gritos,
pero la lluvia era más ruidosa. Al dar el último paso y levantar el cuchillo, el hombre calvo actuó
con el silencio de un sueño.
Había tanto ruido que ninguno de los dos oyó el movimiento de la cama. En cualquier caso
no podían dejar de mirarse, por más que la puerta se abriera.
—Será mejor que me entregue eso —dijo Colin—, y ahora mismo.
Fue igual que despertar. Todo parecía estar lejos de Rose, todo sucedía en un plano distinto y
difícilmente comprensible. Vio que el rostro del hombre calvo adquiría un aspecto de solapado
malhumor, como un niño despojado del insecto que estaba torturando. El intruso lanzó el cuchillo
hacia Colín. El arma rebotó en el hombro del psiquiatra y arrancó un chillido de temor, o de rabia, a
Gladys, que se hallaba detrás de su hijo.
Colin avanzó hacia Rose, mirándola solícitamente, y lanzó una mirada, recelosa si bien
dominante, al hombre calvo. Este se volvió hacia Rose, de nuevo pendiente de ella.
—¡Déjela en paz! —gritó Gladys, y corrió hacia el atacante, dispuesta a clavarle las uñas.
Colín, sorprendido, se volvió para mirar a su madre. El otro hombre pasó entre ellos y se
abalanzó hacia las escaleras. Antes de que llegara, Gladys se echó encima de él y le agarró. Rose
vio que el hombre calvo perdía el equilibrio en el rellano y caía como un enorme juguete: bump,
bump, bump... Y a continuación cayó la misma Rose, porque no había nada que la sostuviera.

XLIV

Mientras Colin cogía a Rose para ponerla sobre la cama, Gladys entró muy agitada en la
habitación.
—No sé si está muerto —dijo nerviosamente.
—No lo creo. Ya lo veremos. —Se agachó para examinar a Rose, mirándola con fijeza. Sus
manos y su sereno y bronceado rostro pretendían infundir calma. Su estancia en Inglaterra había
deslucido su color, observó Rose—. Ahora estará tranquila. Nos hemos ocupado de él. Gladys le
hará compañía mientras yo llamo a la policía.
Rose estaba conteniendo el deseo de explicar que no podía estar tranquila, ni mucho menos.
Colin la miró a los ojos.
—¿Qué ocurre, Rose? ¿Qué desea decir?
No estaba segura. No podía hablarle del parásito, que tal vez seguía dentro de ella. Era
imposible que Colin hiciera algo aparte de sondear su mente, y eso empeoraría las cosas. No quería
que el psiquiatra se marchara, no quería quedarse sola. Era incapaz de hablar: su boca se contraía de
un modo incontrolable.
—Lléveme a casa —logró decir finalmente.
—Pero si ya está en casa, Rose.
—No, a mi casa. —Al menos la voz era suya. Un hecho alentador—. A Ormskirk.
—Si eso es lo que quiere, la llevaremos allí. Pero déme tiempo para ocuparme de ese tipo y
asegurarme de que viene la policía. ¿Sabe quién es?
La cabeza de Rose se inclinó hacia un lado, luego al lado contrario. Quería responder que
no. Cuando sus mejillas tocaron la almohada pensó en gelatina puesta en contacto con hielo. Logró
asir la muñeca de Colin, un abultado guante de piel.
—No puedo hablar con la policía —balbució.
—No se preocupe. Yo me ocuparé de ellos.
Rose le oyó murmurar en la planta baja. Sonó el teléfono una vez colgado. Colin salió de la
casa y dejó la puerta abierta, detalle que Rose dedujo porque el siseo de la lluvia era más fuerte. El
hombre calvo debía estar sin conocimiento, aunque Gladys no dejaba de mirar nerviosamente hacia
la puerta del dormitorio. ¡Gladys, nada menos que Gladys cuidando de Rose! La ironía era irritante.
Colin entró corriendo en la habitación.
—No, ése sólo está fuera de combate —dijo a Gladys. A continuación se dirigió a Rose—.
Llegarán enseguida. Ahora quiero que se tome todas estas píldoras.
Levantó suavemente la cabeza de Rose y le hizo beber un poco de agua de un vaso. Rose
tomó las pastillas: una, dos, tres. El efecto fue el de un torrente de indiferencia. Por lo menos
lograron que la impotencia de Rose fuera más soportable.
Su cuerpo era una bañera, coagulada y elástica, en la que flotaba ella.
Un automóvil que aparcó cerca de la casa produjo el mismo ruido que si la grava fuera un
arenoso pantano. Sonó el timbre de la puerta. Colin bajó a la planta y Rose escuchó una prolongada
e incomprensible discusión. El psiquiatra debía estar convenciendo a la policía para que la dejaran
en paz. A ella no le importaba si subían o no, mientras a los agentes no les molestara que siguiera
echada y muda.
Oyó las puertas del automóvil al cerrarse. El sonido de las ruedas se alejó. ¿Cómo era
posible que la grava produjera chapoteos? Quizás el gris estaba sometiéndola. Colin se presentó de
nuevo.
—Bien, un problema menos. ¿Nos vamos?
Le ayudaron a llegar hasta el coche. Ella era una desinteresada observadora transportada por
su cuerpo. La empapante lluvia pareció no tocarla. Vestía una coraza de indiferencia.
Colin se puso al volante. Gladys tomó asiento en la parte trasera, junto a Rose. Las gotas de
lluvia levantaron el vuelo como fragmentos de vidrio, cuando los faros tantearon la carretera. El
asfalto hervía, era tan inestable como cualquier otra cosa.
Mientras el Fiat entraba en la carretera, Rose miró hacia atrás. Su casa se alzaba entre la
lluvia. Al otro lado de la ventana rota del dormitorio, la cortina oscilaba, una parodia de despedida.
Gladys extendió una tímida mano y apretó el brazo de Rose.
El tranquilizador gesto no significó nada para la escritora. Su mente estaba acolchonada, a
salvo, en un rincón de la caja que era su cabeza. Recibía impresiones, ninguna más importante que
el resto. El coche despedía un tenue olor a gasolina. Gotas de lluvia brincaban delante del
automóvil, hacia Aigburth Road. Los canales de los tejados de las villas chorreaban y salpicaban
desenfrenadamente. Colin era un busto apuntalado ante el volante. Gladys se fundía con su
espacioso bolso. El tic del limpiaparabrisas era constante, monótono. Rose habría gritado de haber
estado menos drogada.
Al llegar al cruce de Aigburth Road, una furgoneta hizo destellar sus faros y les cedió el
paso. Colin entró en Sefton Park, hacia Queens Drive. El parque era una masa de vacilantes
movimientos. Hojas, césped y piedra bullían o se fundían. Todo siseaba de un modo agudo. El arco
de un puente ferroviario sobre Queens Drive recordaba una gruta submarina. Al mirar hacia atrás,
Rose vio una veloz furgoneta que parecía un pez saliendo de una caverna.
Queens Drive se alargaba varios kilómetros. Colin condujo sin prisas, temeroso de que aún
quedaran tramos helados. El psiquiatra sólo habló una vez, para pedir a Gladys que abriera un poco
la ventanilla. El olor a gasolina debía preocuparle; a Rose le producía un ligero mareo. Bajo las
lámparas de sodio, los árboles exudaban un tinte anaranjado que los desagües usaban para hacer
gárgaras, ya que eran incapaces de cerrar sus gargantas.
Bloques de viviendas fueron pasando junto al coche, refrenados por los semáforos. Era
como una carrera en una máquina electrónica, donde las luces hacen que el coche vuelva al punto
de partida de la simulada ruta. El automóvil giró, hacia Walton Hospital. ¿Acaso Colin quería llevar
allí a Rose? No, iba más despacio porque un hombre con una lesión en el pie estaba cruzando la
calle. Rose era incurable. Después del hospital se hallaba la prisión de Walton. Quizá deberían
encerrarla allí.
El automóvil aceleró, atravesó varias calles llenas de bares y tiendas —atestados
establecimientos de comidas para llevar, una pastelería llamada Le Petit Gourmet...— y llegó a la
primera zona de campiña. El hipódromo de Aintree pasó junto al vehículo; parecía muerto sin el
Grand National. La oscuridad ocupaba el hipódromo e interrumpía la hilera de farolas, haciendo que
una furgoneta que iba detrás tuviera un color intermitentemente negro.
Maghull, un puñado de calles iluminadas de las que la oscuridad dio buena cuenta. Y a partir
de entonces nada más que kilómetros de carretera de doble sentido. Las últimas gotas de lluvia
pendían temblorosas de las farolas. Ocasionales hileras de casas parecían estar hechas de cartón
sumergido en un lívido líquido. Tramos anaranjados molestamente irregulares se extendían bajo las
farolas y teñían la furgoneta que seguía al coche de Colin.
Cerca de Ormskirk, la valla central desapareció y la carretera se hizo más sombría. La ruta
estaba salpicada de animales y pájaros que se habían mostrado demasiado lentos ante el tráfico. La
circundante oscuridad se derramaba entre las infrecuentes farolas, igual que tierra entre un frágil
muro subterráneo. Los faros azotaban fútilmente la negrura, los del automóvil y los de la furgoneta.
Pero esta última se desvió hacia Altcar, dejando que los faros de Colin se enfrentaran a la oscuridad
como pudieran. En cierta ocasión, Rose había oído a una liebre en Altcar, una liebre que chillaba
como un gatito mientras era atacada por dos perros en la Waterloo Cup, la competición anual de
liebre. Rose padeció insomnio durante varios días.
No debía pensar en esas cosas. Iba hacia su hogar. ¿Qué importancia tenía aquello? Tuvo
que existir una época en la que ella estaba intacta, sola. ¿Pero cómo podía regresar a esa época? No
importaba su destino. Su sentido de la perspectiva falló durante un instante y parte de la oscuridad
pareció alzarse sobre Rose, o sobre el mundo, apoyada en delgados zancos.
Ormskirk titilaba en la parte inferior. El coche descendió por Holborn Hill y la estación de
bomberos apareció brillante como un faro. Rose experimentó una repentina ansiedad. Distinguió
vagamente la torre y el contiguo campanario de la iglesia parroquial, la vista que siempre había
tenido cuando pasaba por allí con el tándem. Volvía a su casa.
El centro de la población se hallaba casi desierto, aparte de los grupos de automóviles
aparcados junto a los bares. Algunos soportes de los puestos del mercado habían quedado
sobresaliendo de las calles como si fueran tubos de ventilación. Junto a la estación de autobuses,
hileras de pasajeros ocupaban los asientos de un sombrío vehículo de largo recorrido. Los pasajeros
tenían un aspecto inerte y sucio, muñecos atrapados en el interior de un destrozado juguete. Rose se
alegró de que su viaje estuviera a punto de concluir.
Pero el coche se detuvo nada más pasar los semáforos, en el comienzo de la carretera de
Wigan. Un camión estaba maniobrando ante varios vehículos que emitían gases. Con la detención,
el olor a gasolina se hizo más fuerte. Gladys se puso a buscar algo en su bolso, tal vez a causa de la
demora. Rose se sintió mareada y nerviosa, pero no por los motivos anteriores. El automóvil se
había detenido a la vista de la carnicería, cuya ventana superior estaba iluminada y con las cortinas
corridas.
De improviso, la nostalgia que Rose había experimentado se transformó en sobresalto.
¿Estaba ansiosa por volver a la casa de sus padres, o por volver a la carnicería? Se enfrentó a su
ansiedad, la reprimió, se esforzó en olvidarla, en oscurecerla. Tuvo la sensación de estar huyendo
entre los confines de su mente, al borde del pánico. Pero no podría huir durante mucho tiempo,
porque los medicamentos la adormecían. Intentó pensar únicamente en la casa de sus padres. Algo
amenazaba su mente, pues la gasolina no olía tan sólo a gasolina.
El camión se alejó estruendosamente. El primer coche arrancó. El segundo le siguió, y
también el tercero. La ruta estaba despejada. ¿A qué esperaba Colin?
—Aún no hemos llegado —le dijo Rose. El nerviosismo confirió agudeza a su voz.
—Sí, me temo que hemos llegado. —Colin se volvió mientras las manos de Gladys salían
del bolso—. Por fin está en el hogar.
Y a continuación el psiquiatra sostuvo a Rose mientras Gladys apretaba el trapo empapado
de éter contra la nariz y la boca de Rose, y el éter había dejado de oler a gasolina.

XLV

Al principio, en cuanto recuperó el conocimiento, Rose no supo dónde se encontraba.


Aparte de la silla que ocupaba, la habitación carecía de mobiliario. Un viejo papel, similar a
la corteza de un árbol muerto, cubría irregularmente las paredes. Las tablas del piso parecían recién
fregadas, pero en realidad estaban deslustradas por el tiempo y la falta de uso; el polvo se había
depositado en las grietas igual que mugre en las uñas. Una lámpara con una mugrienta pantalla
adornada con borlas se cernía sobre la cabeza de Rose. Más allá de las cortinas de la ventana, la
iluminación fluctuaba sombríamente. No era un buen lugar para despertar en soledad... pero Rose,
mientras recobraba cierto control sobre los aturdidos movimientos de su cabeza, vio que se hallaba
rodeada de gente.
La presencia de los demás era agradable. Conocía a la mayor parte de aquellas personas, y
ninguna la intimidaba. Todos la miraban como si su única preocupación fuera el bienestar de Rose.
Allí estaba Colin, completamente tranquilo, y Gladys, resuelta a mostrarse valiente. Allí estaba el
magistrado de la fiesta, el editor periodístico, el empresario cinematográfico Frank Sherratt, los
jóvenes exploradores y otras personas que Rose había visto en Ormskirk: un vigoroso hombre de
sonrosadas mejillas, un joven cuyo cabello daba a su cabeza la impresión de estar derramando
burbujas de herrumbre. Todos iban sobriamente vestidos; por respeto, pensó vagamente Rose.
Algunos, entre ellos el magistrado, lucían banderitas del Reino Unido en sus solapas.
Rose anhelaba que alguien se acercara y le ayudara. Era incapaz de levantarse y corría el
peligro de caer de la silla. Su rostro estaba relajado, incapacitado para expresar sus pensamientos o
pronunciar una sola palabra. ¿Por qué todo el mundo estaba de pie, apoyado en las paredes? ¿Qué
esperaban? Únicamente al reconocer al hombre de las mejillas sonrosadas supo Rose dónde se
encontraba.
De repente recordó el sonido de la cuchilla, aquel sonido que en cierta ocasión pareció
resonar por toda la población. De pronto la abrumó el hedor de la sangre, y la corrupta criatura
avanzó ansiosamente... pero Rose ya no podía seguir fingiendo que la criatura se ocultaba en la
tienda. Aquel ser estaba brotando del interior de ella misma. Sabía por instinto, aunque tal vez el
instinto no fuera suyo, que el olor a sangre y la avidez eran simples sugerencias del sueño de Grace.
Rose estaba más allá del terror. Además, su aturdimiento le preocupaba. Quizá le habían
suministrado más medicamentos, o tal vez fuera por culpa del éter. ¿Era su mareo el causante de
que el suelo bajo la silla pareciera una costra a punto de abrirse, a punto de dejar brotar la
corrupción? A Rose le habría complacido seguir sentada, sin tocar el suelo, absolutamente inmóvil
hasta dejar de existir.
Pero era imposible, tenía que saber quién la hostigaba. Volvió la cabeza, a pesar de que la
habitación empezó a dar vueltas como si estuviera bebida.
—No, todo va bien —oyó murmurar a Colin.
Había más personas conocidas, aunque le costó unos instantes recordarlas: una menuda
mujer cuyo rasgo más notable era el esparadrapo que remendaba sus gafas, un corpulento joven que
babeaba. La mujer aferraba la mano del muchacho como si deseara obligarle a ofrecer la mejor
impresión posible.
Cuando Rose lo miró, la mujer buscó algo en el bolsillo y sacó un objeto que puso
torpemente sobre su cara. Era una máscara negra.
—Eso no te hace falta ahora —dijo Colin.
Rose debía haberlo previsto. No el hecho de que aquellas personas hubieran estado
acosándola, no la realidad de que algunas le habían hecho salir de su cuerpo aquella noche. No,
nada de eso: lo que tenía que haber previsto es que todo sería una traición para ella, que nada era
digno de confianza. Su cabeza se bamboleó hacia el lado opuesto, y Rose reconoció otro rostro.
Reaccionar no estaba al alcance de sus posibilidades. Allí estaba aquel individuo, entre dos jóvenes
altos y severos, magullado pero consciente: el hombre calvo.
La fuente del odio de aquel hombre no era Rose. Cuando las miradas de ambos se
encontraron, el hombre dio un paso adelante. Los dos jóvenes lo agarraron al momento, pero no
antes de que el círculo de observadores se pusiera tenso. Gladys se abalanzó hacia Rose.
—¡No toque a esta mujer! —gritó.
Con la precipitación, el bolso de Gladys se abrió. Se oyó el ruido de algo que se rompía, y
fragmentos de porcelana se esparcieron. Mientras recogía el bolso y los fragmentos, Gladys pareció
estar al borde de la histeria. Miró a Rose, esperanzada, pero la escritora ya había visto que uno de
los fragmentos era una minúscula y perfecta mano que pertenecía a la figurilla del chinito.
Las emociones habían llegado al límite. Rose decidió abstraerse, apartarse a un lugar donde
nada pudiera afectarla, ni siquiera los profusos retorcimientos que había en su cabeza. Que todos
obraran como les apeteciera. Era como si estuvieran representando una obra y se esforzaran
vanamente en impresionarla.
—Manténgase lejos de ella —estaba diciendo Gladys al hombre calvo. No se atreva a
estropear las cosas. No hemos sufrido tanto para no conseguir nada.
—Yo no me molestaría por él, Gladys. Ya no puede perjudicarnos. —Colin parecía
complacerse en su tranquilidad—. Dudo que alguna vez haya podido hacerlo. Sus seguidores deben
estar tan locos como él. Lo único que lamento es que no se encuentren aquí para comprobar que los
esfuerzos de su líder no han servido para nada. ¿Cómo se autodenominan sus lectores? —preguntó
cínicamente al hombre calvo—. ¿Alcohólicos Anónimos? No, no... Armamento Astral.
Tras una ligera sonrisa, Colin se volvió hacia Rose.
—Naturalmente, usted no sabe quién es este hombre. Un detalle sorprendente. Permítame
presentarle a Hugh Willis, autor de la popular obra Violación astral.
Munich. El hombre calvo junto a la cascada. Había sufrido una infección siendo niña, dijo
aquel hombre, Willis. No era extraño que Grace hubiera borrado el incidente en su conciencia.
Ahora podía recordarlo porque ni Willis ni nadie iba a evitar lo que tenía que ocurrir.
Pero Willis seguía intentándolo. Estaba mirándola fijamente.
—Intenté salvarla hasta que fue demasiado tarde. Yo sabía que era inútil tratar de discutir
con esta gente. —Willis desvió la mirada, horrorizado, como si hubiera comprendido de repente que
estaba hablando a un cadáver—. ¡Ninguno de ustedes tiene la menor idea de lo que tratan de liberar!
—Mantenga quieta su lengua de víbora —dijo Gladys, siseando—. Colin ha pasado la mitad
de su vida trabajando para esto, y la única ambición de usted, miserable gusano, es evitar que lo
logre. Usted se asusta de todo lo que no entiende. No puede soportar a nadie que sea mejor que
usted. Usted y los suyos constituyen el defecto del mundo.
—Estás sobrestimándole —intervino Colin—. Sólo es un escritor fracasado, al fin y al cabo.
Armaba tal jaleo que siempre sabíamos dónde estaba y qué hacía.
Rose observaba. Era una representación teatral protagonizada por locos, una parodia del
conflicto entre el bien y el mal. Los Hay y sus seguidores parecían más razonables, y por lo tanto no
había duda de que eran más peligrosos.
—No me silenciarán, Colin. Ya es hora de que ciertas personas sepan lo que has hecho. Lo
que yo sufrí después de perder a mis padres no fue nada comparado con tus sufrimientos para hallar
la verdad. Y sólo estaba yo para atenderte, no tu padre. ¡En buena hora me libré de tu padre! En
cambio, usted —añadió desdeñosamente Gladys—, usted tuvo que rodearse de protectores, y lo
único que sabe hacer es destruir. Haz que se calle, Colin. No puedo soportarlo.
—¡Vaya! ¿Y permitirle así que crea que puede doblegarnos? Estoy personalmente fascinado
por saber qué planeaba hacer con ese cuchillo de trinchar.
—Destruir el mal en su origen. —El fanatismo empañaba los ojos de Willis—. No tendría
que haberme preocupado de matarla ahora, ya debía estar destruida, carcomida.
Rose manifestó su acuerdo muda, indiferentemente, pero Colin hizo un gesto negativo con la
cabeza.
—Usted no tiene la menor idea sobre la identidad de esta mujer. Fue elegida para ser el
recipiente de Grace. Desde entonces ha sido algo más que humana.
—¡Todos vosotros acabaréis poseídos, no sólo ella! —exclamó Willis, con la mirada fija—.
Ella representaba la posibilidad de crecer, su personalidad era un disfraz para Grace. Ha utilizado a
esta mujer con la misma crueldad que demostrará con vosotros.
—¡No hable así de ella! —Gladys estaba exhibiendo una furia maternal—. Ella era más que
eso. Nunca he sabido quién era en realidad o si conocía nuestra forma de pensar. Me daba miedo, no
me avergüenza admitirlo, pero me he preocupado por esa mujer.
—Él transfiguraba desde dentro a Rose —dijo Colin—. Él le daba la fuerza para contenerle.
Ella se desarrolló mucho más que la simple niña que era. Usted no comprendió nada, Willis, porque
carece de visión.
Rose estaba hastiada. Su carne y sus entrañas no encontraban paz. Tal vez los demás estaban
igualmente hastiados, porque Frank Sherratt dijo:
—¿Cuánto tiempo vais a perder en discusiones?
—El tiempo de Grace no es como el nuestro. El aclarará cuándo está listo. —Colin miró
respetuosamente a Rose—. No hay que ser impaciente —dijo con más brusquedad a los otros—. Ya
tendríamos que haber aprendido esa regla.
Antes de que alguien pudiera interrumpirle, Colin siguió hablando. Willis parecía haber roto
su calma.
—Es posible que usted no sepa cuál fue mi visión. ¿Sabe por qué sentí el impulso de
investigar? Porque me creí responsable hasta cierto punto del estado del mundo. Toda la psiquiatría
es responsable. Explota al débil y degrada al fuerte, hace aceptable la debilidad y la negligencia,
incluso pone de moda esos defectos. No me extraña que Hitler definiera la psiquiatría como la
ciencia judía.
—En ese caso, ¿por qué usted sigue fingiendo que es psiquiatra? —preguntó Willis—. Sólo
es una excusa. Tiene que tratar a algunas de estas personas por culpa de los efectos de lo que hace.
Se contradice continuamente.
—La psiquiatría tiene cierta utilidad. —Colin no se preocupó en mirar a los demás. Al
parecer, Willis no había convencido a nadie—. Pero está impidiéndome que le explique mi misión.
Es muy sencilla. El mundo civilizado se ablanda porque no hay continuidad en la fuerza. No hay
generación que no sea más débil que su predecesora. La única solución es conservar eternamente la
fuerza. En determinado momento comprendí que la respuesta residía en el ocultismo. En todo el
mundo había señales de un renacimiento ocultista. Muchos de los que estamos aquí comprendimos
independientemente que se trataba de señales de un orden nuevo, en el que era preciso ejercer el
ocultismo. Fui yo el que descubrió la respuesta. Tal vez usted aprecie la ironía, pero en realidad esa
ironía demuestra que estamos en el buen camino. Encontré la respuesta nada más leer su libro.
Willis parecía traicionado. Su reluciente frente se contrajo como si estuviera bajo los efectos
del dolor.
—¿Saben sus seguidores cómo obtenía usted sus visiones? ¿Saben por qué abandonó
Sudáfrica con tanta precipitación? —Willis esperaba que le hicieran callar antes de poder añadir—:
Colin tuvo sus visiones mediante el uso de drogas.
—Naturalmente —replicó Colin—. Tenía que encontrar un medio para liberar mi mente.
Alguien tenía que ver más lejos.
Por primera vez, el círculo reflejó intranquilidad, en especial Sherratt y el magistrado. La
imperturbabilidad de Colin los había preocupado. Parte de los presentes miró nerviosamente la
ventana ante el sonido de pasos en la calle.
—Está presentando a Colin como un drogadicto, como un vago —comentó ardorosamente
Gladys—. Se arriesgó en provecho de otras personas. Si alguien le hubiera visto como yo lo vi, no
tendría duda alguna.
Tras un cobarde silencio, el magistrado se decidió a intervenir.
—La visión es lo importante, no la forma que permitió obtenerla.
—Pero eso sólo fue el principio. —Willis había visto su oportunidad—. ¿No saben que
Colin sigue envuelto en el asunto de las drogas? ¿Qué creen que vende a casi todos sus supuestos
pacientes? ¿Cómo piensan que logró comprar una casa en Fulwood Park?
—¡Basta! ¿Por qué tenemos que escucharle? ¿Es que nadie va a obligarle a callar? —Gladys
recorrió la habitación con una colérica mirada, tal vez buscando un arma. Los pasos de la calle
cesaron y después prosiguieron en sentido opuesto.
—No vale la pena que te enfades, Gladys. Él sabe que no nos está engañando con sus
mentiras. —La descolorida cabeza de Colin se movió de un lado a otro en un preciso gesto de
tristeza—. Nuestra casa fue subvencionada por otras personas que comparten nuestras creencias. Es
una pena que no estén presentes esta noche otros extranjeros amigos nuestros.
Colin hizo una pausa y contempló cínicamente a Willis.
—Mirad su cara, está aterrorizado —continuó—. De sus argumentos se deduce esto: sabe
que se halla en presencia de alguien muy superior a él. Ni siquiera usted puede negarlo, Willis. La
supervivencia de Grace demuestra su grandeza.
—¡Dios bendito, usted creería en cualquier cosa antes que admitir que está equivocado! —
Las manos de Willis se entrelazaron como si cada una quisiera estrangular la muñeca opuesta—.
Grace está usándole. Grace está completamente loco. Ni siquiera es humano. Lo único que desea es
destruir.
Rose sabía que eso era cierto, del mismo modo que lo sabía el parásito, que empezó a
retorcerse impacientemente en su cabeza. Quizá Grace pensaba dar buena cuenta de Willis, pero en
realidad no era preciso que lo hiciera: el círculo se cerraba en torno al escritor, todos estaban hartos
de él. De repente se quedaron quietos, atentos a un sonido. Los pasos habían cesado junto a la casa.
Colin corrió hacia la ventana y apartó ligeramente el borde de la cortina. Sus hombros se
movieron brusca, impacientemente.
—Es el marido, Bill —murmuró—. Ha visto nuestro coche.
Al principio Rose no comprendió las palabras del psiquiatra. Gladys, al contrario, lanzó un
grito.
—¡Oh, no, dejamos el bolso de Rose en el asiento!
Bill. Era Bill. De repente Rose comprendió por qué no lo había reconocido en la cama: una
conciencia distinta a la suya se había interpuesto entre ellos. De un modo instintivo, sin pensar,
Rose pronunció el nombre de su esposo. Su voz brotó con sorprendente fuerza, quizá por haber
estado enmudecida tanto tiempo.
Varias personas —el magistrado, Sherratt, Gladys— corrieron hacia ella, pero Rose ya había
sido silenciada desde dentro. Los hombres con aspecto de policías agarraron a Willis; uno de ellos
mantuvo cerrada la boca del prisionero con tal fuerza que parecía estar a punto de romperle la
mandíbula. En medio del silencio, la aldaba golpeó la puerta.
—Ha oído a Rose —dijo Colin, muy irritado.
Después de varios golpes en la puerta, los pasos retrocedieron y Bill gritó:
—¿Rose?
La voz no significó nada para ella. A duras penas conservaba una tenue sensación de sí
misma.
Los pasos se acercaron, dieron la impresión de introducirse debajo de la casa y se
convirtieron en el andar recatado y genuino de una solterona. Los ecos de las pétreas paredes habían
transformado las pisadas.
—Va hacia la puerta trasera —dijo Colin—. ¿Podrá entrar?
—Si lo hace, no va a gustarle —contestó el carnicero—. Voy a darle la bienvenida.
El carnicero bajó corriendo las escaleras entre un coro de crujidos. Hubo crujidos por todas
partes, más apagados y prolongados, y a continuación se oyó un ruido metálico. El último sonido
había surgido de la puerta del patio, que Bill había logrado abrir de alguna forma. A Rose le resultó
difícil concentrarse, seguir la acción. Los pasos que recorrían sigilosamente el piso bajo de la casa,
en dirección a la puerta trasera... ¡Ah! Eran los pasos del carnicero. El sonido de la puerta trasera al
abrirse, y un expectante silencio... ¿Una pelea? Rose había olvidado quiénes eran los contrincantes.
Un golpe sordo. Silencio durante un instante, el ruido de algo pesado al caer. Rose conocía
el primer sonido. Si lograra recordar... Un olor a sangre cada vez más intenso. Claro, había sido el
ruido de una cuchilla de carnicero. La boca de Rose se abrió.
—Empezaremos ahora —dijo la voz sin vida de la escritora.

XLVI

El último acto estaba a punto de empezar. El auditorio se apartó respetuosamente del pobre
escenario de la habitación. El cuerpo de Rose se levantó torpemente de la silla; su cabeza fue
irguiéndose a tirones, sin dejar de fluctuar. Los movimientos de aquel cuerpo no tenían nada que ver
con Rose, aunque ésta percibió en la lejanía el esfuerzo de todas sus articulaciones para disponerse
de un modo adecuado, con la obediencia y torpeza de un títere. La escritora creyó estar confinada
entre ojos.
No obstante, Rose no era el centro de atención. El círculo de personas prestaba oído a los
ruidos de la planta baja, a la puerta trasera que se abría, a los pasos en el patio. Las pisadas eran
lentas e irregulares, como si el hombre llevara una carga.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Gladys.
—¿Tú qué crees? —contestó Colin, muy impaciente.
Rose no sabía a qué se refería el psiquiatra, pero su voz parecía saberlo. Aquella voz era un
roce inmaterial en su boca.
—Bien —dijo la voz con cierto solapado malhumor—, ¿pensáis pasar toda la noche atentos
a los actos de ese hombre?
Colin reflejó sorpresa, vulnerabilidad.
—Estábamos esperando a que volviera.
—Ya sois bastantes sin él. —La voz expresó una secreta diversión.
—Cerrad la puerta.
Alguien cumplió la orden, pero la puerta no acabó de aislar la habitación del resto del
mundo. En la carretera, una mujer llamó a su perro. Un autobús salió de la estación. Un avión
retumbó en el horizonte igual que una bola de madera. Todo ello carecía de sentido para Rose, cuyo
único conocimiento consistía en que los ojos que la observaban eran excesivamente numerosos. El
auditorio estaba congregándose en la habitación.
Rose aún no podía ver a los espectadores, pero percibía su avidez. Un ansia similar a fiebre,
pero mucho más opresiva. Estaban ansiosos de que la experiencia nocturna fuera un éxito, aunque
pareciera imposible que acabara en fracaso. ¿Era eso lo que les había seducido, o habían sido
atraídos por la sangre de la planta baja, igual que moscas? Rose percibió su olor. Habían muerto
hacía mucho tiempo.
Ni Colin ni sus seguidores demostraban haber reparado en la intrusión. Sólo los ojos de
Willis iban de un lado a otro; su calva ofrecía un aspecto grasiento y flexible. El psiquiatra se
esforzaba en aparentar respeto y dignidad mientras miraba a Rose, pero no había duda de que
aquella voz suave, totalmente carente de vida le había afectado mucho.
—¿Podemos ayudarle en algo? —dijo Colin.
—¡Vaya! Creo que tú ya has hecho bastante. —La voz poseía la cautelosa inexpresividad de
un paranoico—. En varias ocasiones has atraído la atención sobre mi persona. Bien, al menos me
has proporcionado un recipiente. Quiero verlo.
De repente, la mujercilla avanzó tímidamente, lanzando fugaces miradas a los ojos de Rose.
Llevaba de la mano a su hijo, el retrasado mental, que parecía aturdido. El cuerpo de Rose sufrió
violentos espasmos, agitó las manos en un gesto de extraño enfado senil. Su cuerpo debía estar
entorpecido por las drogas, pero la voz que surgía de su boca reflejaba un maligno control.
—Apartad eso de mi vista.
Rose oyó que los observadores se ponían nerviosos, aunque la madre sólo reparó en el
desaire. La mujer tenía la misma cara que si acabaran de negarle una última oportunidad.
—Pero el chico es fuerte, y su mente es débil —protestó, casi a punto de llorar—.
Pensábamos que a usted le sería fácil...
—¿Esperabais que me metiera dentro de un idiota? —Una nota de cruel humor se insinuó en
la voz—. Bien, mi opinión sobre el conjunto de la humanidad no ha sido nunca excesivamente
buena. Seré generoso esta noche y supondré que tú tienes tan poco cerebro como ese imbécil.
La madre comprendió la amenaza de Grace, y se atemorizó tanto como sus compañeros.
Incluso Colin desvió la mirada con la esperanza de no ser elegido. Todos estaban tan preocupados
que no repararon en las vagas, pálidas formas que se agitaban en los sombríos rincones de la
habitación. En cuanto a Rose, su única posibilidad era seguir recostada en la silla, igual que un
muñeco de ventrílocuo.
—Traedme al escritor, que no estará sobre aviso.
Una oleada de intenso alivio recorrió el círculo. Los dos hombres que tal vez eran policías
sonrieron abiertamente al arrastrar a Willis hacia Rose. Quizá Willis se resistiera, pese a la futilidad
de tal reacción... Pero el escritor languideció en cuanto los ojos de Rose se clavaron en los suyos.
Incluso su mirada de espanto desapareció bruscamente. Sólo su frente mantuvo la actividad,
sudando copiosamente.
—Ahora apagad la luz y rodeadnos —dijo suave, ansiosamente la voz.
Cuando alguien apagó la luz, no todas las cosas se hicieron menos visibles. Rose distinguió
con más claridad, en la penumbra, las formas que había detrás del círculo. Eran pálidas manchas
que sobresalían de las paredes igual que hongos. Ya no estaban confinadas en los rincones, sino que
llenaban las zonas más oscuras de la habitación.
Una luz se arrastró sobre las cortinas, que dieron la impresión de moverse. Una esperanza
jocosa, puesto que ni nada ni nadie iba a intervenir. Rose interpretó lo mismo en el rostro de Willis:
una aterrorizada resignación. Y podía ver al hombre calvo pese a que el parásito estaba
contemplándole a través de sus ojos. Perfilado en el umbral, y paralizado por la mirada de Rose,
Willis era tan irreal como un cuadro... aunque nadie habría deseado pintar el aspecto de su
semblante.
Alrededor de Rose, todos guardaban un absoluto silencio. Colin y Gladys sonreían tenue,
nerviosamente, en un gesto que denotaba un extravagante orgullo paternal por Rose. Esta se sentía
asfixiada, y no sólo a causa de la tétrica habitación. La fascinación del círculo la rodeaba. Los ojos
de los presentes la inmovilizaban, igual que los ojos de las manchas que había en las paredes.
La parálisis de Rose era una insinuación de su inminente destino en la lúgubre iglesia.
Aunque nadie se movía, ella experimentaba la sensación de que el círculo iba estrechándose a su
alrededor, igual que un lazo corredizo. Debía ser a causa de la fuerza de aquellas voluntades, de la
voluntad de los presentes y de la voluntad de los bultos de las paredes, que urgían a Grace a triunfar
en su provecho.
Algo se movió, algo distinto al sudor que goteaba inadvertidamente de los ojos de Willis.
Rose lo percibió, era algo que estaba formándose en su interior, preparándose para emerger. Su boca
se abrió como si fuera a vomitar. Pero el vómito salió por sus ojos y los hinchó venenosamente.
Durante un instante quedó cegada, atrapada detrás de cataratas.
Después, como si el veneno hubiera inflado su cuerpo, Rose tuvo la sensación de
deshincharse. Cayó de la silla igual que ropa desechada. El suelo tenía un tacto fino, estaba
socavado por la podredumbre. Rose creyó estar desangrada, incapacitada para moverse. Si vio a
Willis fue únicamente porque se hallaba delante de ella.
El rostro del hombre calvo se retorció y arrugó en un gesto de indecible horror. Sus manos
se agitaron espasmódicamente junto a sus muslos. Rose sabía que aquellas manos querían llegar a la
cabeza para clavar las uñas en el intruso. Pero no podía aparentar excesiva comprensión, porque era
un gran alivio haberse librado de Grace.
Los ojos de Willis sufrieron una transformación, como si alguien vertiera veneno en ellos.
Su aspecto anterior era el de un demente, pero al menos un demente humano, a veces penosamente
humano. Ahora sus ojos eran los de un cadáver, unos ojos que, no obstante, se movían lenta,
esplendorosa, alegremente. El brillo sin vida de aquellos ojos se intensificó, hasta dar la impresión
de que iban a surgir llamas.
Colin se acercó cautelosamente. Evidentemente no sabía si debía o no debía extender la
mano para saludar. Varias personas rompieron el círculo, aunque dudando de acercarse. Ninguno de
ellos parecía ver las caras a medio formar que había en las sombras, las caras que brotaban
pálidamente en las paredes. Al parecer, ya que ella las distinguía, Rose aún era capaz de vislumbres
psíquicos, aunque esta capacidad no significara nada bueno para ella.
Estaba observando el tímido acercamiento de Colin y sus seguidores, mientras los ojos sin
vida sobresalían gozosamente en la calva cabeza (Rose observaba porque no podía hacer otra cosa),
cuando la puerta se abrió bruscamente y entró un hombre con una cuchilla de carnicero.
El recién llegado vestía una cazadora azul cuya capucha se agitaba huecamente en su
espalda. Iba despeinado y su rostro estaba sofocado. Su mejilla izquierda estaba oscurecida por una
magulladura. Una varilla de sus gafas pendía en el aire, rota, como si fuera la pata de un animal.
Parecía consternado y furioso, incapaz de creer lo que estaba ocurriendo pero resuelto a que su
incredulidad no fuera un estorbo. Su vestimenta le daba un aire de monje vengativo. Era Bill.
Vio a Rose desplomada a los pies del hombre calvo. Sus ojos se llenaron de rabia. Avanzó
decididamente, con la cuchilla levantada, mas un asomo de repugnancia amenazaba paralizarle. Dio
vuelta a la cuchilla y atacó con el borde sin filo, con toda su fuerza.
El golpe produjo un ruido extremadamente claro. Quizá había roto la cabeza del hombre
calvo. Sin embargo, Willis no cayó, y los ojos sin vida se resistieron a cerrarse. Bill parecía
angustiado por su acción, aunque insolentemente deseoso de repetirla si era preciso. Bill estaba
claramente decidido a pasar por alto sus escrúpulos hasta haber salvado a Rose.
De pronto, con una emoción tan intensa que hasta ese momento le habría parecido
imposible, Rose comprendió que amaba a Bill. Pese a su aventura londinense, él no la había
abandonado. Su marido no había cambiado tanto como para no poder redimirse, después de todo.
Ninguna otra persona habría acudido a salvar a Rose. Él le había devuelto en parte la sensación de
sí misma.
Willis, o el ser que había en su interior, se desplomó por fin. Los ojos sin vida se apagaron,
quedaron simplemente en blanco. Pero sólo era el primer adversario de Bill, el primero aunque
fuera el peor. ¿Cómo se arreglaría Bill para vencer a Colin y a los otros? ¿Podrían intervenir los
observadores de las oscuras paredes? Rose no podía ayudarle, ni siquiera podía moverse. ¿Qué
posibilidades tenía de que Bill la sacara de allí?
Ninguna, al parecer... o al menos ninguna posibilidad de salir de allí con esperanza. La
cuchilla de carnicero cayó de la mano de Bill y golpeó vibrantemente el suelo. Los ojos sin vida
seguían en la habitación. Tenían un brillo espeluznante a causa del triunfo. A Rose le costó unos
instantes darse cuenta de que aquellos ojos se hallaban en la cara de Bill.

XLVII

¡Tiene que ser un error, una broma de la oscuridad! Era imposible que las emociones de
Rose hubieran renacido para nada. Pero Bill exhibía la sonrisa de un cadáver, una sonrisa que podía
haber brotado en el marchitamiento de la piel, que no guardaba relación alguna con la vida. Una
sonrisa indicativa de que Grace dominaba completamente aquel cuerpo.
Rose no podía hacer nada. Su cuerpo tenía la flojedad de un trapo, su boca se convulsionaba
como la de un pez en plena asfixia. Si lograba chillar, literal o mentalmente, jamás se contendría.
¿Pero qué iba a lograr con ello? Si cedía a sus emociones, acabaría destruida. Aunque eso podía ser
agradable... Pero sus emociones se habían retraído, incapaces de soportar nuevas heridas. Su única
posibilidad era continuar allí y esperar que todo acabara.
—Por fin —dijo suavemente la boca de Bill.
Tal vez estaba dando la bienvenida a un fin predestinado. Bill empezó a caminar lentamente
alrededor del círculo, examinando todas las caras. Ya no caminaba como Bill, sino como alguien
más alto, jactándose de su estatura. Su espalda tenía la rigidez de un muerto.
Afortunadamente, Bill no prestó atención a Rose. Esta suplicó no ver en qué se había
convertido la cara de su esposo; un solo atisbo había sido suficiente. Algunas personas del círculo
lograron no estremecerse cuando Bill se les acercó, y dos consiguieron resistir su mirada, pero todos
estaban aterrorizados. Resultaba particularmente terrible que todos reaccionaran así ante Bill.
Pero no era Bill. Era la esencia de la corrupta casa. La habitación había dado a luz
finalmente. Débiles luces se apagaron más allá de las cortinas, grandes sombras tentaban el techo,
vagos bultos se agitaban con impaciencia en las paredes, y el centro de atención general era Bill.
—De modo que deseáis conocer mis secretos. Primero debo estar seguro de vosotros.
Su voz se había hecho cruel. Era una voz vengativa, paranoicamente virtuosa.
—Tendréis que demostrar vuestra fidelidad —dijo.
No era Bill, aunque su cazadora crujiera y aunque la varilla de sus gafas pendiera junto a su
oreja. Era como si alguien hubiera robado su cadáver y estuviera usándolo como un títere,
haciéndolo caminar majestuosamente, imitando a Grace. Bill jamás se habría comportado así. Él no
dominaba su cuerpo. Él era...
Tal vez ese fuera el peor horror. La mente de Rose se acobardó, hizo un esfuerzo para no
pensar. Si ese horror era real, Rose no podía hacer nada... La idea que en un principio parecía
penosamente tranquilizadora se había vuelto traicionera. Puesto que Grace había ocupado el cuerpo
de Bill, ¿dónde estaba su esposo? ¿En la iglesia fungoide, quizá?
Bill no podría sobrevivir, enloquecería. Un desenlace posiblemente misericordioso... aunque
Bill tendría que sufrir durante mucho tiempo antes de que su mente flaqueara. Rose recordó que el
gris la había inmovilizado. A Bill podía paralizarle con tanta fuerza que tal vez ni siquiera se
trastornaría, sólo sufriría.
El alarido de horror de Rose seguía formándose. Si no lograba darle voz, estallaría en su
mente y no cesaría hasta haberla socarrado. Y en ese caso ella no podría hacer otra cosa más que
desplomarse internamente
hasta el siguiente grito inútil. Nadie la oiría, nadie acudiría en su ayuda. Estaba sola.
¿Sola?
Sí, Rose creía estar sola, dejando aparte aquel cuerpo, el de Bill, que caminaba
majestuosamente; dejando aparte el inquieto círculo y los pálidos y atentos bultos de las paredes.
Pero aquellas hinchazones, por más consternadoras que fueran, tenían un significado distinto para
Rose. Puesto que seguía percibiéndolas, conservaba parte de sus facultades. ¿Podría usarlas para
convocar a la presenciar que la había salvado en cierta ocasión anterior?
Logró mover un poco los ojos, pese a que estaban bastante hinchados, y miró torpemente a
la criatura que era Bill. Este se hallaba escrutando el rostro de Gladys. La mujer intentó liberar sus
manos, que se retorcían ante ella como perros apaleados; su cara temblaba, incapaz de conservar
expresión alguna. Bill pareció divertirse con aquellas payasadas, y quizá pensaba perder un poco
más de tiempo. Cautelosamente, aterrorizada por la idea de que él percibiera sus intenciones, Rose
envió una súplica a la oscuridad.
Bill no se volvió. Quizá estaba demasiado preocupado con su nueva vida, o tal vez pensaba
que no valía la pena prestar atención al grito de Rose. Sí, debía saber que estaba a salvo. La súplica
de Rose recorrió la noche, se adentró en el espacio, entre las estrellas, y sólo encontró una noche
mayor, un infinito vacío sin calor y sin vida. Lo que Rose había vislumbrado anteriormente ya no se
encontraba allí. Estaba fuera de su alcance. La súplica fue perdiendo fuerza en la oscuridad y se
apagó.
Él continuó exhibiendo el cuerpo de Bill alrededor del círculo, y llegó a Colin, que le miró
sin pestañear. El rostro de Colin reflejaba calma... ¿o estaba inexpresivo únicamente porque
reprimía su miedo? Durante un instante Rose casi deseó que el psiquiatra venciera con la mirada al
ser que tenía ante él. Al menos Colin era humano. Pero la mirada de Colin no tardó en titubear y
desviarse.
Rose bajó los ojos, desesperada. ¿Cuánto tiempo iba a seguir tumbada, a la espera de su
destino? Si hubiera podido moverse se habría arrastrado hasta la escalera, se habría tirado por ella.
¿O sería ese el principio de sus tormentos, en vez del final? Al menos podría estar con Bill. No
debía pensar en su marido, era imposible ayudarle. Los ojos de Rose erraron libremente en sus
cuencas, en busca de reposo, y llegaron hasta el rincón más oscuro de la habitación.
Si Rose hubiera sido capaz de estremecerse, le habría sido imposible contenerse. Estaba
atrapada en su desplomada carne. Desvió la mirada violentamente, prefería mirar a cualquier parte
que no fuera aquel rincón. Dos ojos, dos óvalos de brillante espuma, sobresalían de un vago bulto
de la pared. Al verlos, Rose comprendió también los pensamientos de aquellos ojos.
Un momento más y habría sido incapaz de apartar la mirada. Pero conservó la impresión de
aquellos ojos, que habían tirado de ella igual que garfios, y sus pensamientos; hombres lisiados
colgados por los pies en un lugar muerto que parecía la luna; un joven, con aspecto de escultura
viviente que apuntaba un lanzallamas hacia una sala de hospital repleta de madres y niños, la
mayoría negros... Se trataba de sueños alegres, alimentados más allá del tiempo. Rose no tenía
necesidad de divisar el rostro que estaba formándose en el rincón, en el vago bulto.
Si existía una fuerza capaz de evitar el renacimiento de aquellos seres, ¿por qué esa fuerza
permitía la supervivencia de tales anhelos? No, nada podía oponerse a las fuerzas congregadas en la
habitación. Rose lo sabía perfectamente después del fracaso de su petición de ayuda.
Eso no era cierto. Existían fuerzas benefactoras, puesto que ella misma las había
experimentado. El recuerdo de haber sido rescatada no era lo único que demostraba su tesis. La voz
de Grace lo había admitido igualmente, ya que había acusado a Colin de haber estado a punto de
atraer la atención sobre su persona. ¿Había alguna posibilidad de atraer esa atención?
La mirada del rincón intentaba concentrarse en Rose, forzarla a mirar, quizá para que el
espectro se alimentara con su terror. La escritora lanzó otra súplica a la noche. Tal vez el pánico le
había proporcionado fuerza, porque su grito llegó más lejos antes de extinguirse. Pero sólo le sirvió
para ser más consciente de la eterna negrura que la rodeaba. Rose retrocedió, regresó a sus
percepciones de la tétrica habitación.
Bill se alzaba ante ella. Los ojos sin vida la miraban.
¿Acaso había percibido la llamada de Rose? No había recelo en los ojos de Bill, ni siquiera
enojo; sólo un desprecio próximo a la repugnancia.
—He tenido que depender de ti tanto tiempo —dijo Bill, en voz tan baja que apenas se oyó
—. Fue la más baja de sus traiciones, obligarme a valerme de algo como tú.
Retrocedió igual que si estuviera pisando basura. Rose tuvo la sensación de que ya no era
nada. La particular mirada de Bill la había destruido. Un gesto de burla apareció en aquel rostro,
aunque los labios no se movieron de un modo absolutamente natural, sino más bien como
corrupción agitándose.
—Póstrate ante mí —dijo Grace.
Rose no podía obedecer, ni aunque hubiera deseado hacerlo. Si se atrevía a desafiarle era a
causa del estado en que la había dejado. Rose supuso que ello sería una especie de triunfo.
Permaneció inerte, tratando de no ver los movimientos de gusano de los labios de Bill.
Percibió el creciente odio y frustración de Grace. Los componentes del círculo también
debían haber intuido las emociones del ex clérigo, puesto que reaccionaron empujando e incluso
pateando el cuerpo de Rose. ¿Estaban utilizándola como chivo expiatorio para demostrar su
fidelidad a Grace, o temían que la desobediencia de Rose les impidiera conocer los secretos de
aquel ser? Ello apenas importaba, porque Rose no podía moverse.
De improviso, Bill se agachó y cogió la cuchilla de carnicero. Luego se irguió ante Rose,
con el arma en alto. El círculo se inmovilizó, en señal de respeto ante un acto ritual. Únicamente el
joven atrasado mental demostró su nerviosismo con murmullos, preocupado por Rose.
¿Pretendía Bill matarla, o torturarla hasta obligarla a obedecer? El olor a sangre era
agobiante. Rose notó que Grace la odiaba más que a cualquier otra cosa. Al ver que la cuchilla se
alzaba, Rose no pudo hacer más que encogerse mentalmente.
La cuchilla titubeó.
—No —musitó Grace, deleitado, casi como si hablara consigo mismo.
Se apartó de Rose, sin dejar de mirarla para asegurarse de que la mujer estaba atenta a sus
actos, y cogió por el codo al murmurante joven. Aunque éste protestó y se resistió débilmente, Bill
le obligó a retroceder. Luego asió una de las muñecas del joven y la forzó a apoyar la mano en la
pared.
La madre dio un paso adelante. Colin sujetó a la mujer.
—No pasa nada —dijo en un susurro el psiquiatra.
¿Creía que Bill no haría nada, o no le importaba lo que hiciera? Pero Colin logró calmar o
intimidar a la madre, ya que ésta indicó por señas a su hijo que no se moviera. Tal vez comprendía
que el resto de los presentes estaba impaciente porque terminara el entreacto. Bill levantó la
cuchilla.
—¿No quieres humillarte?
Grace debía creer que Rose, pese a que se negara a obedecer para salvarse, haría el esfuerzo
para salvar a otra persona. Pero ella sólo tenía fuerzas para un último intento; emitir una
desesperada súplica a la oscuridad.
Grace debió percibir el grito, porque en su rostro apareció una solapada sonrisa. La cuchilla
tembló en el punto más alto del arco que describía. Los ojos de Bill chispearon, brillaron en gesto
de desafío de triunfo. Rose no podía hacer nada. La cuchilla descendió.
Rose escuchó el ruido de la hoja al golpear la pared, y un objeto de pequeño tamaño cayó al
suelo. La madre prorrumpió en gritos. Los dos policías tuvieron que sujetarla y obligarla a callar. El
joven gimió audible, entrecortadamente mientras contemplaba el muñón de su dedo.
A pesar de que el muchacho se debatía, Bill continuó apretando la mutilada mano contra la
pared y dedicó una sonrisa a Rose.
—¿Quieres que siga? —dijo.
¿Por qué no pierdo el conocimiento? Si lograba desmayarse, Grace comprendería que no iba
a ganar nada torturando al joven... pero era difícil que refrenara su maldad, porque su maldad era
inconmensurable. Los bultos de las paredes asentían alegremente, como si intentaran soltarse del
muro. Detrás de aquellos bultos no había nada aparte del vacío. Las súplicas de Rose no habían
conseguido nada, no porque aquella presencia infinita e impersonal desconociera la situación —
probablemente nada escapaba a su atención—, sino porque se mostraba indiferente. No valía la
pena perder el tiempo con las triviales fuerzas que se congregaban en la habitación.
De repente, la mente de Rose intentó retraerse. Algo se aproximaba, atraído por sus súplicas
o por el mal que llenaba la casa.
Las súplicas de Rose habían despejado excesivamente su conciencia. Percibió la inmensa
negrura, interrumpida por estrellas, por ocasionales defectos. La luz de las estrellas parecía estar
atrapada en el borde, incapaz de tocar la negrura. Una parte de aquella oscuridad estaba
moviéndose.
¿Se trataba de algo compuesto de oscuridad? Tal vez, porque los filamentos con que tentaba
el espacio entre las estrellas eran igualmente infinitos. Quizás aquella oscuridad se deslizaría por los
filamentos en cuanto éstos atraparan a su presa, o tal vez no tuviera ninguna necesidad de obrar así.
Rose iba a percibir los pensamientos de aquella oscura inmensidad de un modo instantáneo, en
cuanto los filamentos llegaran a ella, y en ese momento enloquecería.
Bill dio muestras de haber percibido la novedad, ya que sus ojos sin vida se agitaron
inquietamente. ¿Era un gesto de bienvenida, o de intranquilidad? Colin y el resto de los presentes
lanzaron nerviosas miradas a su alrededor, miradas vagas pero cautelosas. Todos estaban alerta,
excepto el atrasado mental y su madre, que seguían forcejeando para liberarse. Rose se debatió en
su interior con una furia que hasta entonces pensaba haber perdido. Su cuerpo era una carga inmóvil
y asfixiante que la mantenía atrapada en la habitación. Suponiendo que recordara el método para
salir de su cuerpo, ¿tendría tiempo de ponerlo en práctica?
Lo cierto fue que nadie había hecho nada cuando la presencia entró en la habitación.
El vacío del espacio exterior devoró la casa. Todo lo que había en su interior, personas y
objetos, quedó instantáneamente convertido en partículas infinitesimales, prácticamente
inmateriales, pues tal era su aspecto para la presencia. Se trataba de una identidad enorme, fría y
despiadada para la que ni el tiempo ni el espacio constituían barreras. Apenas guardaba parecido
con la vida.
El ánimo de Rose quedó paralizado, reprimido por la extraña visión. Habría preferido que la
odiaran. La presencia contemplaba a todos los presentes con una indiferente pesadumbre, como si
todos fueran defectos tan triviales que apenas se distinguían. La presencia no exceptuaba a nadie. Se
extendió resueltamente, y Rose fue incapaz de retroceder.
Los rostros que habían estado formándose en las paredes empezaron a desaparecer y sólo
entonces comprendió Rose que se hallaba ante la presencia que ella misma había invocado.
Pero aquella negrura no había acudido en respuesta a sus súplicas. Tal vez había llegado para
reprimir al sombrío ser que Rose había percibido. En la anterior ocasión, cuando la había salvado,
aquella presencia había tenido un aspecto menos terrible a causa de su lejanía. Encerrada en la
habitación, Rose comprendió que era imposible vislumbrar a la presencia o tener una idea de sus
motivaciones. Era una entidad profundamente extraña.
Pero los rostros continuaron sumergiéndose en las paredes, y Bill estaba refunfuñando o
riendo disimuladamente en un gesto de encubierta bravuconería. No había duda de que era incapaz
de moverse, pero su piel parecía estar retorciéndose. ¿Iba a estallar a causa de la lucha que estaba
produciéndose en su interior?
Algo vago salió apretadamente entre los labios de Bill, como si fuera la cabeza de una
crisálida, pero sólo se trataba de su lengua. Su rostro se amorató, tal vez a causa de la tensión que
inflamaba su piel. Sus ojos fueron cobrando una espantosa lividez. La presencia de Grace estaba
fluctuando en ellos, pero no había rastro de Bill.
De repente, Bill se desplomó, igual que si alguien acabara de retirar el andamiaje de sus
músculos. Y en ese mismo instante desapareció la presencia. Rose se hallaba demasiado aturdida
para pensar, pero deseó de un modo instintivo haber comprendido aquella extraña intervención. Los
rostros de las paredes se habían esfumado, pero ella no pudo menos que ansiar que se hubieran
alejado suficientemente o que la presencia los hubiera destruido.
La presencia se había ido. La habitación y todas las personas que la ocupaban eran irreales,
frágiles y contraídos caparazones. Colin y los demás permanecían inmóviles, sorprendidos y
conmocionados; era imposible saber qué habían percibido. Al cabo de unos instantes empezaron a
reaccionar cautelosamente, como víctimas de un accidente, examinando el estado de sus brazos y
piernas. Un terror común los sobrecogió bruscamente. Se abalanzaron hacia la puerta, pese a los
esfuerzos de Colin para restablecer el orden, y corrieron escaleras abajo.
La madre se acercó al retrasado mental, que seguía gimiendo lastimosamente y que había
envuelto su mutilada mano en los pliegues de su abrigo. La mujer parecía avergonzarse de mirarle.
Ejecutando una grotesca parodia de pulcritud, la madre cogió del suelo un pequeño objeto y empujó
a su hijo hacia la puerta.
—Vamos —dijo, en un tono que parecía acusador.
Colin se ofreció a ayudarla, pero la mujer cogió la cuchilla y obligó a retroceder al
psiquiatra. Tras una última mirada a la habitación, una mirada que combinaba frustración, espanto y
resignación, Colin desapareció en la escalera.
Rose siguió desplomada. Su cuerpo y sus emociones estaban inertes. La representación
había concluido. Bill y Willis yacían sobre las podridas tablas del piso. Quizás estaban muertos.
Rose escuchó actividad en la planta baja, y en el patio, como si la gente estuviera apuntalando los
extremos de la casa. Presurosos pasos recorrieron la vivienda y el pétreo pasadizo que le separaba
de la casa contigua. Las puertas de diversos automóviles fueron cerrándose bruscamente en
interminable sucesión, igual que ecos atrapados. El público del teatro se iba. El estruendo de los
coches se alejó con la rapidez que proporciona el pánico. La noche no tardó en ser algo vacío y
neutral, igual que la habitación y toda la casa.
Rose no supo cuánto tiempo transcurrió antes de que Bill se moviera. Horas, tal vez. Los
labios de su esposo se agitaron de un modo que para ella era desconocido. Un apagado sonido
surgió de la boca de Bill, una y otra vez, sin cesar. Quizás había perdido el dominio de sus
párpados, porque tuvo muchas dificultades para abrirlos. Rose tuvo miedo de oír lo que decía su
marido, miedo de ver sus ojos.
Los ojos de Bill estaban abiertos. Los murmullos continuaron, sin tono, invariables. ¿Había
alguna consciencia en los inexpresivos ojos del escritor? Sí, había algo, aunque débil y confuso.
Rose logró oír lo que estaba murmurando.
—Policía, policía, policía...
Era Bill, o lo que quedaba de él. Rose tendría que atenderle en cuanto pudiera. Alrededor de
su marido, la habitación estaba vacía, era tan inocente como si nada hubiera ocurrido en ella. Pero
en la mente de Rose surgían una y otra vez las imágenes de lo que Peter Grace había hecho con ella
y el atrasado mental.

EPILOGO

No quedaba gran cosa de Fulwood Park cuando Rose miró por la ventana del dormitorio. A
cincuenta metros a ambos lados de ella, el camino había desaparecido a causa de la niebla. El
campo próximo al Mersey palidecía hasta convertirse en nada, igual que una fotografía velada por
un destello de luz. Varias barcas marchaban río abajo, húmedos pájaros se posaban en los decrépitos
árboles. Rose se sintió protegida y segura. La nueva ventana hacía que la casa fuera todavía más
acogedora.
Se frotó los ojos para eliminar los restos de sueño y bajó con mucho cuidado las escaleras.
El hogar daba un tinte anaranjado al cuarto de estar. En la cocina, el plato de carne y verduras que
estaba preparando Bill hervía a fuego lento. En el jardín, a lo lejos, el invernadero parecía tallado en
la niebla.
—¿Bill? —llamó Rose, pero no hubo respuesta.
Ya tendría que haber vuelto. Sólo había ido a las tiendas de Aigburth Vale. Rose preparó café
y después se sentó y contempló las humeantes tazas. Finalmente cogió la llave del bolso y se dirigió
a la entrada del camino para esperar a su esposo.
La niebla de finales de octubre se apartó de Rose, y los árboles y el borde del campo se
hicieron claros, igual que una imagen televisiva que pasa de blanco y negro a color. El camino
estaba desierto hasta donde alcanzaba la vista de Rose. El puente del ferrocarril parecía obstruido
por el polvo, y esa impresión ni siquiera cambió cuando un tren pasó velozmente emitiendo un
apagado pitido. La niebla hacía que todas las cosas fueran indistintas: el inquieto murmullo de la
ciudad, los tristes sonidos de los barcos, las borrosas casas de Fulwood Park, los faros del coche del
abogado que habitaba la vivienda de al lado, incluso el saludo que el mismo abogado dirigió a Rose
mientras abría la puerta de su casa... Cuando la escritora se disponía a responder a su vecino, la
niebla empezó a cubrir su casa.
Pero allí estaba Bill, surgiendo de entre la pantalla de niebla. Bill echó a correr en cuanto vio
a su esposa.
—¿Qué ocurre? ¿Estás a punto?
—No. He salido a esperarte.
—Siento haber tardado tanto. He encontrado al doctor Thursaston en la farmacia y hemos
estado hablando.
—¿Qué te ha dicho el doctor?
—Nada nuevo. Sigue pensando que es un milagro.
Era lógico que Thursaston pensara así, aunque Rose estaba convencida de que su esterilidad
se había debido a la acechante presencia que durante tanto tiempo habitó su cuerpo. Una vez
exorcizada, nada pudo impedir que fuera fértil. Difícilmente podía ofrecer esta explicación al doctor
Thursaston, aunque fuera su ginecólogo.
—No deberías estar aquí, con este frío —dijo Bill—. No quiero que te resfríes, no en este
momento.
Al llegar a la cocina, Bill siguió hablando en tono de suave reproche.
—Escucha, el café podía haberlo hecho yo. Creía que ibas a descansar. ¿Por qué no te echas
un rato hasta que la cena esté lista? Y si necesitas algo, me llamas.
Estaban más unidos que nunca. Bill no podía ser más atento con ella. Su marido no quería
perderla de vista ante la inminencia del parto, se presentaba en casa en cuanto no tenía clases,
apenas la dejaba sola en los fines de semana. Rose podía estar agradecida al niño —y tal vez a la
aventura de Bill con Hilary— por la paz que había reencontrado. Ella jamás mencionaba a Hilary;
pasar por alto el incidente era un precio insignificante. Era extraordinaria la tranquilidad que Bill y
el niño le habían hecho sentir, apenas un año después de aquella última noche en Ormskirk.
Rose se echó en el sofá, blando como una cama. En la gran bolsa de invulnerabilidad que era
su vientre, el niño se movió, dio pataditas. Los libros iban multiplicándose en las estanterías:
traducciones y ediciones norteamericanas cada vez más populares. Bill había logrado completar la
introducción de Redescubrimientos cinematográficos, y éste era ya el mayor éxito del matrimonio.
Podían dejar de escribir durante un tiempo, igual que Rose no había tenido necesidad de volver a
trabajar. Podían confiar en que los libros se multiplicarían solos, un hecho excelente porque ahora
tenían una cuna en el despacho y conejos en el papel de la pared. Todo estaba preparado.
Rose se relajó y notó que su cuerpo alimentaba la vida que contenía. No podía quejarse de
nada. Un avión pasó estruendosamente sobre la niebla, el ruido de dos puertas de automóvil al
cerrarse anunció que el abogado y su esposa iban a cenar fuera, y finalmente Bill llamó a Rose para
cenar ellos también. Durante la cena, Rose vio la niebla, un luminoso muro de manteca al otro lado
de la ventana de la cocina. Pero no se preocupó.
Luego se sentaron en el sofá, abrazados ante el hogar. La casa era suya otra vez, con los
recuerdos de que estaba impregnada. Los terroríficos recuerdos de Rose habían sido expulsados
como si jamás hubieran existido. El danzarín fuego del hogar mantenía a raya a las sombras. Bill le
acarició el pelo, y Rose experimentó una ansiedad casi sexual de parir a su hijo.
Vieron televisión durante un rato. En un filme piloto, un exorcista de tres al cuarto
imploraba una serie televisiva con él como protagonista.
—Quizá deberíamos pensar en escribir un libro sobre televisión —dijo Rose, sintiéndose lo
bastante bien incluso como para pensar en escribir.
Bill no respondió. Como era lógico, el niño haría que Rose no tuviera tiempo para escribir
durante algunos años. No obstante, a Rose le encantaba hacer planes para el futuro.
—Quiero pasar una temporada con mis padres en cuanto dé a luz.
Bill la miró.
—Me alegra que te encuentres capaz de volver a Ormskirk.
¿Significaba eso que Bill recordaba el incidente? Rose no se había atrevido a hacer
preguntas durante los primeros meses, durante los meses en que, muy a menudo, los ojos de Bill
quedaban momentáneamente inexpresivos. Aquella falta de expresión desapareció afortunadamente
en cuanto Rose quedó embarazada —su embarazo había contribuido a que ambos se recobraran— y
ella se alegró mucho de poder olvidar los hechos. Pero ahora estaba tranquila y con ánimos para
hablar de aquel asunto, cosa que aún le haría sentirse más segura.
—¿Qué recuerdas de aquella noche? —preguntó Rose.
—Bien, no mucho, esa es la verdad —dijo Bill, y para Rose no fue sorpresa alguna—. Sin
duda llamé a tus padres al ver que no estabas aquí, pero ellos dijeron después, como ya recordarás,
que su teléfono estaba averiado. Supongo que fui a Ormskirk a buscarte, pero debí creer que antes
tenía que asegurarme de que no estabas en casa de los Hay. Como te he dicho, la verdad es que no
me acuerdo, es imposible después de la porquería que me dio Colin.
Rose había manifestado a la policía que ella y Bill habían sido drogados, una explicación
que aceptaron fácilmente en cuanto encontraron el escondite de LSD y otras drogas en la vivienda
de Colin. Rose explicó que el psiquiatra la utilizaba para hacer experimentos con drogas con la
excusa de que era un tratamiento para sus malestares nerviosos, y que él la drogó cuando le pidió
explicaciones. Al presentarse Bill, Colin le engañó con una bebida que contenía droga y después
llevó a los dos a Ormskirk, al parecer planeando abandonarles allí, muertos a causa de una
sobredosis.
—Gracias a Dios que esa era la causa de tus problemas —dijo Bill en ese momento,
mientras acariciaba la mejilla de Rose—. Drogas.
Rose reprimió una mueca de disgusto. Bill estaba usando la mentira que habían elaborado
los dos para dar por concluido el caso, pero indudablemente era mejor que su marido creyera que
esa era la verdad, ya que tal vez no sería capaz de soportar el recuerdo de lo que realmente sucedió.
Sin duda Bill había experimentado la necesidad de olvidar para recobrarse. Mas era extraño que se
mencionara una mentira para tranquilizar a la propia Rose. En fin, no tenía importancia: el bebé
estaba moviéndose. Al guiar la mano de Bill hacia el secreto movimiento, Rose vio en sus ojos un
fulgor desconocido.
—Fue estupendo que aquel tipo calvo se presentara en un momento tan oportuno —dijo Bill
al cabo de un rato.
Tenía razón, aunque no en el sentido a que se refería: Willis los había salvado. En el hospital
Willis demostró que su aturdimiento le había devuelto la cordura, al menos durante unos minutos.
Manifestó a la policía que estando en Ormskirk, dando un paseo, había visto una pelea dentro de un
coche aparcado en la carretera de Wigan. Una persona que salió de la cercana carnicería dispuesta a
intervenir fue obligada a retroceder con la misma cuchilla que llevaba en la mano. Entonces el
hombre y la mujer que ocupaban el automóvil arrastraron a sus víctimas, Bill y Rose, hacia la casa.
Las víctimas parecían hallarse bajo el efecto de drogas, explicó Willis, facilitando así la base de la
mentira de Rose. Al entrar en la vivienda para intervenir, la mujer dejó sin conocimiento a Willis
con la cuchilla.
Rose experimentó un momentáneo desasosiego: tener que mantener la mentira la estaba
llevando desagradablemente cerca del recuerdo que esa mentira ocultaba. El bebé siguió dando
pataditas, como si Rose estuviera intranquilizándole. Bill debió notar el nerviosismo de su esposa,
porque la abrazó con más fuerza.
—No importa —dijo Bill—. Todos están muertos. Muertos e incinerados.
Colin y los demás debieron conducir sus coches imprudentemente a causa del pánico,
porque nada más salir de Ormskirk se vieron envueltos en una colisión múltiple en un tramo de
carretera mal iluminado. Los cadáveres quedaron irreconocibles. Willis también falleció en un
incendio, algunos meses más tarde. Indudablemente Willis fue el hombre que estuvo vagando cerca
de la casa de la carretera de Wigan poco antes de que la vivienda ardiera en llamas, aunque la
policía determinó que se trataba del cadáver de un vagabundo. Todas las personas que podían
inspirar temor a Rose habían fallecido, y la única causa de su nerviosismo actual era su cuerpo, que
había empezado a actuar de un modo desconocido.
—Creo que las contracciones están comenzando —dijo Rose.
Bill la abrazó suavemente mientras los músculos ventrales de Rose se contraían y
distendían. El bebé quedó inmóvil, como si estuviera aguardando.
—Me gustaría que el doctor Thursaston viniera, si es posible —dijo Rose en cuanto estuvo
segura de que las contracciones habían cesado. El ginecólogo estaba particularmente interesado en
el embarazo de Rose, y vivía bastante cerca de Fulwood Park.
—Túmbate en el sofá —contestó Bill—. Voy a llamarle.
A Bill le costó varios minutos localizar al médico, tiempo suficiente para que Rose se
pusiera nerviosa pese a sus esfuerzos por mantener la calma.
—Bill Tierney —dijo finalmente Bill, y Rose se tranquilizó—. Parece que Rose está a punto.
¿Diez minutos? Estupendo.
Pasaron diez minutos, un cuarto de hora, y el doctor no aparecía. No debía haber tenido en
cuenta la niebla. Bill examinó la impresionante capa de niebla a través de las cortinas. Rose respiró
penosamente mientras su vientre volvía a contraerse. Ella sabía cómo comportarse, aún no
necesitaba al ginecólogo, pero la presencia de un experto la habría tranquilizado.
—Tendría que llamar a mi madre para decirle que ha llegado el momento —comentó Rose.
—De acuerdo, quédate aquí mientras llamo a su casa.
Bill estaba más nervioso que ella, y contento de tener algo que hacer. Era el clásico padre
que espera su primer hijo, pensó Rose. Bill marcó el número y después permaneció un minuto, o
quizá más, aguardando respuesta.
—Deben haber salido. No contestan.
Una repetición de aquella noche, hacía un año, si se exceptuaba que Bill debió estar más
nervioso en aquella ocasión. De repente, la similitud recordó a Rose lo que su marido había dicho
minutos antes, y el recuerdo fue tan inesperado que ella habló espontáneamente.
—Bill, nunca había pensado en eso... pero el caso es que recuerdas muchas cosas de aquella
noche. Te acuerdas de toda la gente que estuvo allí, no solamente de Colin y de su madre.
Se arrepintió de sus palabras nada más pronunciarlas, porque Bill se intranquilizó y pareció
un colegial cogido con las manos en la masa, una reacción que Rose no había presenciado desde
hacía un año. No había duda de que Bill la protegía al simular que apenas recordaba algunos
detalles... pero también él debía haberse esforzado en olvidar. ¿Y si ella le había forzado a recordar
cosas que casi había logrado dejar de lado? El sonido del timbre de la puerta fue un alivio para
ambos cónyuges.
—Aquí está —dijo Bill.
Mientras su marido se disponía a abrir la puerta, Rose experimentó cierta sensación de
culpabilidad. Bien pensado, tal vez iba a tardar horas en dar a luz, incluso podía tratarse de una falsa
alarma. No obstante, tenía que admitir que estaba más tranquila con el ginecólogo en casa. La
puerta se abrió. Una fría brisa empezó a penetrar en la casa. Un portazo. Los dos hombres
atravesaron el recibidor, y el primero que entró en la sala de estar fue Colin.
El cuerpo de Rose sufrió una convulsión, como intentando destruir al bebé, o a la misma
Rose, o incluso a lo que tenía ante sus ojos. Todo fue inútil, por supuesto. Colin continuó allí, más
moreno y confiado en sí mismo que en cualquier ocasión anterior. Estaba sonriendo abiertamente,
pero su sonrisa no iba dedicada a Rose.
Y lo que era peor, Bill había entrado en la habitación y se esforzaba en aparentar que no
sabía nada.
—Lo siento —murmuró, pero en realidad se sentía aliviado al poder hablar con claridad
después de tanto tiempo—. No murieron todos en el accidente.
El odio que había experimentado en la habitación de aquel hotel, en Londres, no era nada
comparado con el aborrecimiento que sentía en ese momento. Colin advirtió la extraña mirada que
Rose dirigía a su esposo, e intentó reconciliarlos. Era un amigo de la familia que se esforzaba en
remedar un matrimonio.
—No culpe a su marido. Nadie se libra de Grace después de haber sufrido su influencia. —
Hizo una pausa, y después añadió—: Y usted menos que nadie.
El niño se movió. Fue un movimiento lento, furtivo, que Rose no había experimentado hasta
entonces, y de repente comprendió el significado de las palabras del psiquiatra. No podía
horrorizarse, puesto que en cierto sentido nada había cambiado: la trampa había precisado un año
para ejercer su efecto, eso era todo. Rose había notado movimientos en otras ocasiones, pero esos
movimientos habían tenido lugar en su cabeza, no en su vientre.
Si le quedaba alguna duda, Colin acabó de despejarla. La mirada del psiquiatra era tan aguda
como la de una serpiente: quería comprobar si Rose comprendía el significado de sus palabras. La
escritora sabía perfectamente cuál era su única alternativa, y Colin debió deducirlo de su mirada,
porque se acercó para evitar que actuara. El psiquiatra abrió su maletín y extrajo una jeringuilla.
Rose todavía tenía tiempo, no había otra línea de acción... pero en ese mismo instante una nueva
contracción hizo estremecer su vientre, y quedó incapacitada para responder.
Aún disponía de una posibilidad. Debía quedarse inmóvil hasta que concluyera la
contracción. Se esforzó en respirar sosegadamente y deseó que el espasmo terminara, que todo
terminara, mientras Colin ponía la aguja en la punta de la jeringuilla. Afortunadamente Bill se
mantenía apartado, demasiado avergonzado para sujetarla.
—No te resistas, Ro —dijo en tono tranquilizador—. Colin sólo desea evitarte problemas.
Tenía que conservar la calma para que la contracción no la agotara. Tenía que fingir calma
para que los dos hombres creyeran que se sometía. Su respiración era temblorosa, pero logró
disimularla mientras Colin introducía la aguja en la ampolla y llenaba la jeringuilla. Bill siguió a la
espera, confiando en no tener que sujetar a su esposa. El escritor se acercó tímidamente al ver que
Colin aproximaba la aguja a Rose.
El ambiente cobró un repentino aspecto irreal, opresivamente preciso: los relucientes ojos de
Bill que pretendían infundir confianza, los ojos de Bill que habían dejado de mirarla, el finísimo
destello de luz que surgió de la aguja, la destellante gota de líquido que pendía en la punta... Pero la
oportunidad de Rose era más clara que antes, y la contracción había cesado. Cuando Colin se
inclinó sobre su cuerpo, Rose dio un manotazo y la jeringuilla cayó al suelo.
—Es absurdo que haga esto —dijo el psiquiatra, irritado, y se agachó para recoger la
jeringuilla, intacta gracias a la gruesa alfombra.
Bill se agachó también al mismo tiempo, y los dos hombres se estorbaron durante unos
instantes... el tiempo preciso para que Rose se levantara y llegara a la puerta.
—No hagas las cosas más difíciles —se quejó Bill al ver la reacción de su esposa—.
Después de dar a luz no volverás a verle jamás.
Rose no tenía la suficiente confianza en sí misma para replicar a Bill, y de todos modos no
disponía de tiempo. Salió al recibidor, tambaleante, a pesar de que su vientre amenazaba con
hacerle perder el equilibrio, porque la criatura que llevaba dentro se debatía. Cerró violentamente la
puerta después de haber salido y se adentró en la bruma.
La niebla era más espesa que antes, formando una sombría cámara que cercó a Rose y se
deslizó junto a ella mientras se concentraba en llegar al extremo del camino de acceso a la casa.
Vagas y luminosas manchas blancuzcas señalaban la ubicación de las farolas. Rose dejó de ver la
casa en cuanto llegó a los pilares de los portalones. El camino se reducía a un nebuloso tramo de
veinte metros, era una franja de asfalto repleta de briznas de hierba y arbustos que penetraban en la
bruma. Rose se agarró a un pilar durante unos instantes. Sus dedos rasparon la húmeda piedra y su
cuerpo se estremeció cuando el frío traspasó su vestido.
Al oír que abrían la puerta de su casa, Rose reaccionó bruscamente y siguió el camino. Si
lograba llegar a la casa iluminada más próxima, ¿qué ganaría con ello? Dirigirse hacia la carretera
habría sido más absurdo todavía y, además, sus perseguidores la alcanzarían. No, ella sabía qué
tenía que hacer algo concluyente. Escuchó pasos en el camino de grava de su casa e inmediatamente
se dirigió hacia el jardín de los residentes con la máxima rapidez y discreción de que era capaz.
La iluminación quedó atrás. Rose vio la cadena con el tiempo justo para no tropezar con
ella, los soportes se confundían con la niebla y los pocos eslabones que brillaban parecían flotar sin
apoyo alguno. Rose no estuvo segura de que los hombres la seguían hasta después de atravesar el
encharcado jardín y llegar a la cerca de cemento.
—¡Vuelve, Ro! —suplicó Bill, y Rose escuchó la vibración de la cadena—. ¡Es inútil!
Pasó rápidamente por el hueco abierto en el cemento y se deslizó por la herbosa pendiente.
Bill no había llamado al ginecólogo, ni a sus padres. Pero no importaba, nadie podía ayudarla. Su
odio hacia Bill había desaparecido, porque Grace, sin duda alguna, podía obrar a su antojo con él.
Ninguna persona influenciada por Grace podía desafiarle. Nadie... excepto ella.
Cruzó las basuras y encontró el boquete en la tela metálica, por donde pasó a la senda que
llevaba al prado. Al llegar arriba sólo había niebla, un espesamiento de la oscuridad que encerró aún
más a Rose. Pero no se perdería, porque las bocinas de niebla sonaban delante.
Había empezado a recorrer el prado cuando sufrió otra contracción. Se sentó en la hierba, y
su ropa se empapó instantáneamente. La contracción terminó, pero el bebé siguió moviéndose,
luchando. Rose escuchó el discordante sonido de la tela metálica: los hombres habían llegado a la
senda. Tal vez Bill había intuido el camino que ella iba a seguir, o quizá Grace estaba guiándoles
hacia ella.
Siguió avanzando trabajosamente por el prado, a pesar de que la niebla era una venda en sus
ojos, e inmediatamente se deslizó por la pendiente de la alameda. Un poste de hormigón sostenía un
plato de luz blanca en lo alto de un claro que se abría en la niebla. Rose distinguió un solitario
banco junto a un margen herboso que parecía una alfombra empapada y ennegrecida, un arco de
paseo iluminado, un grueso borde de barandilla. Cerca de allí, una farola acababa de apagarse; Rose
escuchó el crujido del metal al enfriarse. Aparte de esto no había otra cosa más que la pendiente que
llevaba al río. El agua parecía espesa como aceite.
Al aventurarse en la alameda, Rose distinguió la luz roja de una boya en el río, una herida
abierta en la bruma, que adquiría su color intermitentemente, cada dos segundos. Cruzó el paseo y
se agarró a la barandilla, que tenía el tacto del hielo. Su empapada ropa se pegaba a su cuerpo y
Rose experimentó irrefrenables escalofríos. Se aferró a la barra como si fuera un salvavidas, y miró
atrás.
No logró escuchar a los hombres. Debían estar avanzando lentamente entre la bruma, cada
vez más cerca. Contempló los matorrales que había al otro lado del margen de hierba, que no tenía
color alguno. ¿Iba a aguardar hasta que los arbustos se movieran? No, pero le aterrorizaba lo que
pensaba hacer. Además, la niebla le recordaba a la grisácea iglesia.
Los ojos de Rose se abrieron desmesuradamente. Si Grace hubiera podido enviarla allí, ya lo
habría hecho. Su forcejeo en el vientre de Rose se había hecho desesperado, y ello demostraba su
extremada impotencia. El bebé la había atrapado. Y el bebé estaba atrapado dentro de Rose. La
escritora sonrió amargamente, en señal de triunfo, y se volvió hacia la barandilla... Entonces acabó
por comprender lo que planeaba hacer.
De pronto, sus manos se aferraron a la barra para evitar que Rose actuara. Su cuerpo quedó
paralizado, era un peso muerto incapaz de encaramarse a la barandilla. ¿Cómo podía haber creído
que sería capaz de hacerlo? Todo lo que veía, y todo lo que le quedaba de vida, la abrumaba, la
paralizaba. Ninguna persona que estuviera en sus cabales haría lo que ella planeaba hacer. Era la
definitiva admisión de desespero.
En ese momento el bebé se agitó en su vientre —quizás estaba llamando a los hombres— y
Rose recordó el vislumbre de su sueño, la venganza contra los vivos, la eterna venganza del
psicópata. Se irguió bruscamente, decidida a no concederse más tiempo para meditar.
La tarea fue mucho más difícil de lo que había previsto: la barandilla magulló su vientre, la
malla que servía de protección para los niños desgarró sus muslos y arañó sus piernas. Sus brazos
temblaron a causa del esfuerzo antes de que lograra pasar un pie sobre la barra. De un modo
absurdo, Rose temió perder el equilibrio.
Acababa de alzar la pierna sobre la barandilla cuando Colin y Bill aparecieron al borde de la
bruma.
—¡Vuelva! —gritó Colin, pero Rose no creyó que estuviera dirigiéndose a ella.
—¡Vuelve, Ro! —chilló Bill, y Rose percibió pesadumbre en aquella voz.
Quizá Bill se había liberado de la influencia de Grace. Ella le salvaría. Pasó la otra pierna
sobre la barandilla y se soltó.
El declive rocoso la dejó sin respiración y produjo arañazos en sus piernas. El impacto con
las heladas aguas fue tan fuerte que Rose habría gritado si hubiera podido hacerlo. La corriente la
atrapó al instante, arrastrándoles, a ella y a Grace, hacia el mar, sin que nadie pudiera evitarlo. La
oscuridad encerró a Rose, que recordó las sucias profundidades del agua. Pero pronto terminaría
todo, y llegaría a su destino, fuera cual fuera. En cuanto al sufrimiento de Grace, que se debatía en
su vientre cada vez con más desesperación, Rose pensó que no acabaría nunca.

(1) Fiesta popular inglesa (5 noviembre) en recuerdo del fracaso de Guy Fawkes, que
pretendió volar el edificio del parlamento coincidiendo con la presencia allí del rey Jacobo I.

TURNO NOCHE
¿Qué hora se supone que es? Le da la sensación de que apenas ha dormido,
y sin embargo ahí está ya la alarma del despertador. No, se trata del
teléfono inalámbrico que venía con la casa y que siempre está de un lado
para otro. El amortiguado y estridente sonido le restituye los efectos del
jetlag, aunque hace meses que se mudó al Reino Unido. Sale de debajo de
la manta destinada a protegerlo del frío del norte, para darse cuenta de
que se ha dejado el inalámbrico abajo. Apreciaría llevar una bata, pero la
suya está colgada por la etiqueta a un gancho de la puerta, y el teléfono
no espera. Quizá es Gina, creyendo que es de día a este lado del océano.
Quizá se ha decidido a darle una oportunidad a su librería después de
todo.

Enciende el interruptor para arrojar algo de luz sobre la total oscuridad,


sale a grandes zancadas de la habitación y baja las escaleras, que no
son más anchas que una cabina telefónica. La barandilla barnizada de un
amarillo chillón, similar al de los dientes de un viejo, cruje para avisarle
de que no debe apoyarse demasiado en ella. La bombilla sobre las
escaleras gasta la mayor parte de su energía en ser simplemente amarilla.
Hasta el momento antes de posar los pies en ella, nunca había pensado
que una alfombra pudiera estar tan fría, sin embargo, ni de lejos puede
competir con el linóleo de la cocina. El teléfono tampoco está allí. Al
menos no hay muchos lugares donde buscarlo en una casa tan pequeña
que solo un británico la alquilaría.

Está en la habitación frontal, junto al sillón, frente a un televisor que


tiene tan pocos canales que ni siquiera necesita un teleprograma. Las
descoloridas cortinas color chocolate están abiertas y, de camino al sillón,
la luz rosácea le resulta molesta. El teléfono no está donde esperaba, sino
en el hueco del asiento, ¿y qué más encontramos por aquí? El envoltorio

de un caramelo decorado con pelos y pelusas y una moneda verdosa tan


vieja que su legalidad es dudosa. Aprieta el botón del teléfono con la otra
mano para acallarlo.
—Woody Blake.
—¿Es usted el señor Blake?
¿Lo ha soñado o acaba de decirle su nombre?
—Aquí me tiene, sí.
—¿El señor Blake, encargado de Textos?
Para entonces Woody ya se ha deshecho del pegajoso papel de entre sus
dedos tirándolo a una abollada papelera adornada con el mismo papel
florido de las paredes. Arriesga su desprotegido trasero sentándose en el
rasposo brazo del sillón.
—Eso es lo que soy.
—Soy Ronnie, de guardia en el complejo comercial de Fenny Meadows.
Tenemos un aviso de alarma en su tienda.
Woody se pone en pie.
—¿De qué tipo?
—Podría ser falsa. Necesitamos a alguien para comprobarlo.
—Voy de camino.

Ha dejado atrás la sombra proyectada por el vuelo de los pájaros de


yeso a la izquierda del pasillo. Medio minuto en el baño le rebaja algo de
su tensión, y al momento está vestido con unas ropas que han tomado
prestado parte del frío del edificio. Añade al conjunto el chaquetón, que
era ya lo bastante grueso para el invierno de Minesota, y cierra de golpe
tras de sí la pesada puerta de madera de la entrada, saliendo a la acera. Dos
zancadas le llevan al coche alquilado, un Honda naranja, que sería blanco
si no fuera por las luces de Halloween de la semana pasada, que parecen
inundar todo de tonos color zumo de calabaza. La calle (lo que los
británicos llaman terrace, casas adosadas las unas a las otras como un
acordeón de ladrillos rojos, con las ventanas delanteras sobresaliendo)
está silenciosa salvo por Woody y su aliento teñido de naranja. El coche
marca su territorio expulsando una nube de humo ocre, girando ciento
ochenta grados, y pasando el pub Flibberty Gibbet, que al parecer antes
se llamaba El Ahorcado, y es el lugar donde la mitad de los hombres de
la zona se pasa el día apostando en las carreras de caballos. Más de medio
kilómetro de terraces y semáforos en rojo sin nadie a quien esperar le
transporta más allá de las casas y las aceras, de los frondosos vergeles
donde los tardíos dientes de león florecen y las farolas alumbran los
otoñales árboles perennes. Tres kilómetros de autovía le llevan a la
autopista entre Liverpool y Manchester. Apenas ha alcanzado la veloci-
dad máxima permitida cuando tiene que frenar para coger el desvío del
complejo comercial.

Está seguro de que la librería se encuentra mejor situada que cualquier


otro local de la ronda de medio kilómetro donde se encuentra el
complejo. Nada más llegar a la rampa de salida, divisa las gigantescas
letras alargadas en la pared de cemento del edificio de dos plantas
formando la palabra «Textos»; la niebla rodea la tienda con su aura
blanquecina. Conduce por los alrededores del complejo, pasando varios
edificios a medio construir, y junto a la entrada del restaurante Stack
o’ Steak y el supermercado Frugo. Tríos de arbolillos jóvenes, plantados
en fragmentos de hierba, decoran el asfalto del aparcamiento. Acechan
al coche de Woody, proyectando sombras de los focos que montan
guardia encima de los edificios; la tienda de móviles Stay in Touch, la
Baby Bunting cerca de Teenstuff, la TVid con su escaparate lleno de
televisores, y la agencia de viajes Happy Holidays, que comparte una
calle con la librería. Un incesante trino, como el grito de un enloquecido
y enorme pájaro, invade sus oídos mientras aparca frente a la entrada
de Textos ocupando tres espacios.

Un hombre corpulento y de uniforme, con una carpeta bajo el brazo, se


acerca pesadamente a su encuentro.
—¿Señor Blake? —exclama con un tono de voz tan inexpresivo como su
corte de pelo al cero y un acento tan abierto como su rostro honesto y
carente de emoción.
—Y usted debe de ser Ronnie, ¿no he tardado mucho, verdad?
Necesita consultar su grueso reloj de pulsera negro y rascarse a conciencia
la cabeza para poder decir:

—Casi diecisiete minutos.


Grita mucho, lo que unido al quejido de la alarma es suficiente para
bloquear las entendederas de Woody.
—Déjeme solo… —exclama Woody para indicarle que va a desactivar
la alarma de la tienda. A continuación, teclea en el panel situado entre los
pomos de las puertas de cristal. Los números dos, doce, uno y once le dan
acceso al felpudo que pone «¡A leer!», entre los dos arcos de seguridad.
Mete otro código en el panel de la alarma, que muestra una luz roja
correspondiente a la sala de ventas, y entonces se hace un silencio tenso,
roto por un pequeño zumbido agudo del que culparía a un mosquito si
estuviera trabajando aún en la sucursal de Nueva Orleans.
No ha identificado todavía el origen del sonido cuando Ronnie le dice:

—Necesito que firme mi informe


—Lo haré encantado cuando eche un vistazo a la tienda. ¿Me ayuda?
12 Ramsey Campbell
El guardia se siente claramente intimidado por la visión de más de medio
millón de libros, comenzando con los de la mesa repleta de Textos
Tentadores cercana al felpudo de entrada. Woody enciende todas las luces
del techo y gira a la izquierda, pasando el mostrador con las cajas registradoras
y la terminal de información.
—Usted podría ir por el otro lado —sugiere.
—Si alguien está haciendo algo, lo cogeré.
Ronnie suena ansioso por atrapar a un malhechor. Enseguida empieza
a buscar, por el pasillo de Viajes e Historia, donde Woody advierte, a través
del escaparate a mano derecha, que las promociones necesitan renovarse.

Le recordará a Agnes, o Anyes, como se hace llamar, que los clientes


merecen ver algo nuevo cada vez que visiten Textos. Rápidamente pasa por
los pasillos de Ficción y Literatura de Jill, frente al escaparate de la
izquierda. No hay sitio para esconderse junto a la pared lateral (llena de
cintas de vídeo, películas en DVD y discos compactos), y los estantes de la
zona central solo llegan a la altura de los hombros de un adulto. La sección
de Wilf está tan ordenada que se podría pensar que nadie se interesa ya en
los credos, en las religiones o en lo oculto, pero cada libro tiene su público…
ese es otro lema de Textos, convertido ahora en internacional. Entretanto,
la cabeza de Ronnie se mueve de un lado a otro por los pasillos de Géneros
de Ficción.

—Nada —dice cuando se encuentra con los ojos de Woody—, solo


libros.
Woody no puede evitar tomárselo como algo personal. Nadie debería ser
tan poco entusiasta teniendo Textos tal selección de libros que ofrecer; el
comentario le molesta más incluso que la posibilidad de tener a un intruso.
—¿Qué clase de libros lee? —le pregunta.
—Cosas divertidas —admite Ronnie, pasando ahora por la sección de
Erotismo.
—La sección de humor está en el lateral.

Aunque Woody va con pies de plomo, Ronnie parece estar combatiendo


el pensamiento de que se está riendo de él, así que Woody decide dedicar
su atención al fondo de la tienda, donde está la sección Infantil. Parece que
alguien hubiera soltado monos en esa zona. No deberían estar así al final
del día; tendrá que hablar con Madeleine. Nadie se esconde tras las sillas,
tendría que ser un enano para poder hacerlo, pero hay un libro abierto y
boca abajo en la alfombra de Textos Diminutos. Es un libro de lectura con
palabras de una sola sílaba en una página y una imagen de lo que
representan en la siguiente. Seguro que Madeleine no ha podido dejar eso
ahí; quizás al caerse activó la alarma. Woody comprueba que no está

dañado y lo devuelve al estante. Para cuando se encuentra con Ronnie en


Textos Tentadores, no ha descubierto nada más fuera de su lugar.
El guardia los mira de una forma extraña. Parece que algunos bestsellers
han captado su atención. Woody está a punto de alentar su interés cuando
Ronnie suelta de golpe su carpeta contra la pila de ejemplares de Ringo por
Jingo.
—Toma eso, pequeño mamón.
Por mucho que odie a los Beatles o a su batería, nunca existen excusas
para dañar un libro; Woody ve el resultado del ataque. Un mosquito da sus
últimos estertores sobre la nariz del famoso músico. Ronnie despega el
insecto con el pulgar y luego se lo limpia en los pantalones, dejando un
rastro que parece de mocos en la nariz de Ringo Starr.
—Es eso del calentamiento global —murmura Ronnie—. El tiempo ya
ni sabe dónde está.

Woody limpia la portada con su pañuelo hasta que no queda rastro del
incidente. Está observando como el guardia escribe cuidadosamente una
letra en la carpeta cuando comienza a atronar una canción por los altavoces.
«Goshwow, gee and whee, keen-o-peachy…» Es la primera pista de un
disco compacto que la dirección provee con la intención de animar a los
empleados cuando están llenando de género una nueva tienda. Woody
tiene que admitir que es una de las pocas cosas que le hacen avergonzarse
de ser americano. ¿Y por qué se ha encendido? Quizá un error similar en
el suministro de energía activó la alarma. Cuando apaga el reproductor que
hay bajo el mostrador, Ronnie frunce el ceño.
—Me gustaba —se queja.

Woody ignora la petición implícita mientras el guardia escribe trabajosamente


y finalmente le cede la carpeta y un bolígrafo roto por el uso.
«Farsa alarma en la librería Texto, 00.28-00.49» es todo lo que pone,
además de un manchurrón de tinta.
—Gracias por cuidar de mi tienda —dice Woody, tratando de incorporar
el manchurrón a la primera vocal, pero en realidad ahora parece algo
parecido al dibujo de un ojo morado.
—Es mi trabajo.

Suena como si Woody hubiera dicho demasiado. Quizá piensa que el


encargado no debería tener ese sentido de la propiedad. Woody se ve
tentado a revelar que es la primera sucursal de la que es jefe después de
haber ido escalando puestos por las de Nueva Orleans y Mineápolis, pero
si eso no significó lo bastante para Gina, ¿por qué iba a servir con el
guardia? Ya era bastante malo que a ella no le gustara Fenny Meadows, y
mucho peor que no supiera decir el porqué. Las impresiones no valen para
nada si no puedes o no quieres convertirlas en palabras. No hay duda de que
en Misisipi es donde debe estar, este tiempo no va con ella.

—Bueno, supongo que ya hemos acabado por esta noche —dice Woody,
dándose cuenta demasiado tarde de que eso solamente va por él.
Ronnie arrastra su sombra hasta llegar a su garita, junto a Frugo,
pasando por las tiendas y los locales vacíos, mientras Woody vuelve a
encender la alarma. Los focos le hacen daño a los ojos hasta que se sube al
Honda, pero no va a permitirse dejarse vencer por su cansancio hasta que
no tenga la cabeza sobre la almohada. Saliendo por la incorporación a la
autopista, los grafitis en el cemento de los pilares se encuentran con la luz
de sus faros; palabras cortas y crudas, pintadas con letras primitivas tan
gigantes, sospecha, como diminuto es el cerebro de sus autores. Esa es una
clase de cliente sin la que Textos puede sobrevivir, y Woody espera que
Ronnie y sus colegas los mantengan alejados hasta que la tienda tenga
vigilancia propia. De cualquier modo, está seguro de que sus empleados
están listos para cualquier desafío, y eso incluye la campaña navideña;
aunque hubieran podido afrontarla con mucha mayor experiencia si la
tienda hubiera abierto en septiembre.

No pudo hacer nada respecto a eso;las obras del edificio se retrasaron


por culpa de los constructores.

Ahora en cambio sí puede hacer todo lo necesario y no debe esperar menos de sus
empleados. No importa absolutamente nada dónde y cómo viva, si luego
no se siente feliz respecto a la tienda. Quizá esa era la razón por la que Gina
decidió no trabajar en ella; no le gustaba compartir la pequeña cama,
aunque no estuvo fría mucho tiempo. Ese pensamiento le dibuja una
sonrisa irónica en los labios mientras conduce por la autopista y la niebla
se mezcla con las luces del complejo comercial.

El Nova de Jill necesita quince minutos para salir de Bury, donde los
camiones de reparto han convertido la estrecha calle principal en un
circuito de obstáculos. Otro cuarto de hora, apretando el acelerador, la
conduce al complejo comercial de Fenny Meadows. La niebla la precede
en su camino por el asfalto, y se extiende a través de los verdes y
húmedos campos hasta las distantes montañas Pennines, un oscuro
friso serrado recortado en el gris horizonte. Aparca detrás de Textos,
cuya última letra de plástico parece un gusano gigante sobre el coche.
Antes de salir acaricia la fotografía de su hija, colgada en el espejo del
parabrisas.
—Podemos con esto, Bryony —dice en voz alta.

El vacío callejón de cemento entre Textos y la agencia de viajes Happy


Holidays la conduce directamente hasta los libros de los que es responsable,
o al menos hasta poder verlos por el cristal del escaparate. Ficción y
Literatura no suena demasiado impactante, teniendo en cuenta que Jake
lleva Géneros de Ficción, pero se ha quedado despierta toda la noche
anterior intentando idear promociones. Su plan de pensiones se está
volviendo séptico, le es imposible dejar de pensar, y todavía tiene que idear
una manera de promocionar a Brodie Oates, el primer autor que visitará
la tienda. Sus preocupaciones deben de haber encontrado un atajo para
llegar a su cara; Wilf parece no estar seguro de cómo saludarla desde detrás
del mostrador.

—No te preocupes, Wilf —dice, y se pregunta si él también tiene


alguna razón para estar preocupado mientras se dirige hacia la sala de
empleados.

La puerta a las sencillas escaleras de cemento se abre para dejarle paso,


una vez que pasa su tarjeta de empleada por el lector. Dejando atrás los
servicios, uno frente a otro en el pasillo superior de la sala de empleados,
no encuentra una reacción especial a su llegada. Aunque Jill llega cinco
minutos antes de la hora, el resto de los de su turno ya están sentados
alrededor de la mesa de contrachapado de la habitación pintada en tonos
verde pálido y sin ventanas. Jill coge la tarjeta del montón de «salidas» y
la pasa por la hendidura bajo el reloj, para ponerla después en el taco de
«entradas». Cuando Jill se sienta, Connie le dedica una amplia sonrisa
digna de un anuncio de pasta dentífrica.

—Ay —dice Connie, arrugando la pequeña nariz chata a causa del


chirrido de la silla contra el suelo de linóleo—. No hay prisa, Jill, no llegas
tan tarde.
Angus hace el movimiento de tenderle a Jill una copia de la hoja diaria
de «artimañas» de Woody, pero retira la mano ante la rapidez de Connie.
Por un momento, el bronceado veraniego que ya se está disipando de su
cara alargada se torna más parcheado si cabe. Las cifras del fin de semana
son las mejores de la tienda hasta ahora, y el nuevo objetivo de Woody es
incrementar las ventas los días laborables.

—Si tenéis ideas, pinchadlas en el tablón —dice Connie mientras les


entrega a todos una copia del orden de los turnos rotatorios—. Gavin, ese
ha sido un bostezo monstruoso, tú te ocupas de las estanterías. Ross, ¿te
importaría poner etiquetas de seguridad en todo lo que pase de veinte
libras? De precio, no de peso, pero me valen las dos cosas. Anyes, ¿te
importaría informar en el mostrador de información? Jill, serás cajera
hasta las once.
Espera tener tiempo para recordar las diversas rutinas necesarias para
ocuparse de la caja mientras corre escalera abajo, pero Agnes ya necesita
ayuda; hay cola. Jill teclea su número de identificación en la caja 2 y frota
sus manos para calentarlas.
—El siguiente, por favor.

Una chica delgada a pesar de su embarazo, y ataviada con un impermeable


hasta los tobillos, desea comprar seis novelas románticas con su tarjeta
Visa. Pasa los códigos de los libros por el escáner, la caja acepta la tarjeta,
y Jill recuerda apoyar cada libro en el panel que neutraliza cualquier
dispositivo de seguridad que un encargado haya escondido en ellos al azar.
Coge una bolsa de plástico de Textos del montón bajo la caja, y esta chirría
contra sus uñas cuando mete en ella los libros antes de tendérsela a la
cliente.

—Disfrútelos —dice sin olvidarse de sonreír—. El siguiente, por favor.


Su petición invoca a un hombre grande con un sombrero pequeño, de la
misma lana rasposa que su traje. El hombre le entrega a Jill un único libro
grande sobre aviación militar y un cheque, que debe introducir en la caja
para que esta imprima los detalles de la transacción. La caja canturrea para
sí, declarando que no va a hacer pedazos el cheque.

Al fin, la caja saca la lengua y Jill solamente tiene que comparar las firmas
(no es la misma, pero al menos es lo bastante parecida)
antes de escribir el número de la tarjeta de garantía bajo el tique expulsado
por la caja. La bolsa más grande que tienen apenas puede contener el libro.
Justo después de terminar su lucha contra la bolsa, aparece una joven madre
sosteniendo a una niña en su brazo izquierdo.

La mujer arroja unos cuantos libros en el mostrador junto con


un cupón regalo de Textos para reducir su precio a la mitad y una tarjeta
Switch. La madre va informando a la niña paso a paso de las acciones de Jill,
mientras la caja zumba para sí como un insecto medio despierto.
—Ahora mira, la caja registradora se toma su desayuno y la cajera tiene
que darle el pedazo de papel de Patricia, que llamamos cupón. Ahora, la
cajera tiene que teclear todos los números de la tarjeta de mami. —Le tiene
que explicar varias veces a su hija que Jill no es una enfermera, pero no
parece servir de mucho.

—Disfrute de sus libros y vuelva a vernos pronto —dice Jill al fin,


arriesgándose a intentar pellizcarle la barbilla a Patricia; la tentativa es
vana, la niña se aparta.
—Gracias —dice la joven alegremente, llevándose sus dos paquetes de
la tienda.

Jill se permite un quedo pero expresivo suspiro justo cuando Agnes se


acerca furtivamente desde la terminal de información.
—Perdón por dejarte con toda esta gente. —Su voz es poco más que un
susurro. Esconde un oscuro mechón de su cabello tras la oreja y revela un
rostro pálido y huesudo moteado de rojo por la vergüenza.
—El ordenador parecía no querer ayudarme a encontrar un libro.
—No te preocupes, Anyes, todos estamos aprendiendo —dice Jill,
dedicándole una mirada de apoyo.

—Jill llama al cuatro, por favor. Jill llama al cuatro —dice una voz
proveniente del techo.
Se siente como si Connie la hubiera pillado ganduleando. Al menos
no tiene que utilizar el sistema público para contestar. No le gusta
escucharse en los altavoces, dejando al descubierto su acento de
Manchester; es como si la voz que oye dentro de su cabeza fuera un
vestido pijo que fingiera llevar, o quizá uno lleno de agujeros de cuya
existencia no es consciente.
—¿Te importaría irte a comer ahora? Wilf quiere salir a las doce y Ross
a la una —le pide Connie una vez están conectadas.

Son solo las once, y Jill trabaja hasta las seis. Al menos podrá
terminarse antes la novela de Brodie Oates, y seguramente entonces le
surgirán ideas. Se apresura a fichar y abrir el libro mientras el microondas
le da vueltas al envase de las verduras con chile de anoche, emitiendo una
serie de amortiguados gruñidos metálicos. La portada de la novela es
sencilla, solo aparecen el nombre del autor y el título, Vestir bien, vestir
mal, en diversos tipos de letra; no hay fotografía, solo una aclaración de
que es «la primera publicación del autor» en la solapa trasera. Todavía no
ha terminado de leer el primer párrafo cuando tiene que mirar a su
alrededor para averiguar quién está leyendo por encima de su hombro;
por supuesto, el aire frío ventilando su nuca proviene del aire acondicionado,
y también agita la esquina de la página. Come directamente del
envase con un tenedor mientras lee. ¿Es el final del libro una broma, y si
lo es, a quién va destinada? Cuando el hombre, solo en una habitación,
se quita la ropa, resulta ser todos los personajes: el detective Victoriano
cuya presa, un ladrón de joyas, es él mismo disfrazado; el sargento de la

Primera Guerra Mundial que al final resulta ser su propia hija, la


misteriosa cantante de un club nocturno de Berlín, su hijo y un hermafrodita;
y también el detective privado de los sesenta que no podía decidir
cuál era su sexo y descubrió tomando drogas psicodélicas que todos estos
eran sus parientes, sintonizando con sus congéneres a mitad del libro. A
partir de entonces estos comienzan a su vez a echar la vista atrás. Jill
pincha con el tenedor la mejor parte, que ha dejado para el final, pero
resulta ser una bola de papel de plata camuflada por la salsa. Lo escupe en
un pedazo de papel de cocina y lo tira a la papelera, para luego retomar
al libro.

Cuando ha acabado de relamerse la última partícula de comida de la


boca descubre que el significado del título del libro escapa a su mente.
La persona que estaba a punto de hablar por el altavoz ha decidido de
repente no hacerlo, pues el altavoz queda de nuevo en silencio. Seguro
que el titulo tiene que sugerir un modo de promocionarlo, o incluso las
iniciales.

—Puede sonar como VBVM… babum —piensa en voz alta, e intenta ser
más honesta—, ¿es esto un babum? Cómprelo y lo averiguará…
Pensándolo durante un momento descubre lo mala que es cualquiera de
estas ideas, pero ahora la palabra no se le va de la cabeza; ni siquiera es una
palabra que tenga algún significado, es un mero pedazo de lenguaje
traqueteando en su cráneo como un tambor o el inicio de un dolor de
cabeza. Babum, babum babum, babum… Se alegra de que la aparición de
Wilf lo interrumpa, salvo por el hecho de que está de pie en la puerta como
si espera órdenes y asumiera que ella sabe cuáles. Un ceño picudo se dibuja
sobre los pacientes ojos grisáceos y la larga y roma nariz de Wilf, antes de
que se pasara la mano el rostro delgado pero no exento de atractivo.

—Entonces —dice—, umm…


—¿Qué puedo hacer por ti, Wilf?
—¿Crees que por fin puedo escaquearme un rato?
Jill tiene que mirar su reloj para entender la pregunta. ¿Cómo ha podido
pasarse una hora entera arriba? Ni siquiera se ha tomado un café para
despertar la mente.
—Lo siento, por supuesto, sal —resuella poniéndose prestamente de pie
y dirigiéndose hacia las escaleras tan rápido que casi olvida volver a fichar.
Al menos está dando todo lo que puede por la tienda. Seguramente, eso es
más de lo que se le puede exigir.

Madeleine —Mira todos estos libros. ¿Cuántos libros piensa Dan que hay? ¿Hay
cantidad de libros?
—Cavidad.
—No cavidad, Dan, cantidad. Dan no está en una cavidad. Estos libros
no están en una cavidad. La mayoría de estos libros están en estanterías.

Esto de aquí son estanterías. Las estanterías son donde se ponen los libros
en las tiendas. ¿Tiene Dan estanterías en casa?
¿Acaso el padre del chico no debería saberlo? Debe de pensar que los
niños en edad preescolar no tienen porqué. El hombre se da paseos por
Textos Diminutos junto a su hijo, hablando por encima de la música
proveniente de los altavoces, que incluso Mad sabe que es obra de Händel.

Ella está en la otra zona, en Textos Primera Infancia, donde algunos de los
libros esparcidos por todos los estantes parecen delgados vagabundos,
procedentes de otras secciones, y un ejemplar de Textos Adolescentes está
colocado torpemente encima de un estante de cuentos de hadas simplificados.
A veces piensa que la única T para llamar a esta sección debería ser
«Traba».
—Tonterías —grita Dan, riéndose en el mismo tono elevado.
—Estanterías, Dan. ¿Buscamos ahora un libro para Dan? ¿Qué libro le
gustaría a Dan?
—Estos —dice Dan, trotando hasta el fondo del pasillo y siguiendo una
línea más o menos recta—. Bonitos.

Mad tiene que contener una risita; el niño se dirige directamente a la


sección de Erotismo. Ross cruza una mirada con ella desde la sección de
Psicología, pero no está seguro de si debe o no responder a su sonrisa, a
pesar de que estuvieron de acuerdo en seguir siendo amigos. Cuando ella
le responde con un guiño, Ross aparta la vista rápidamente, sin acabar de
formar la sonrisa en su rostro. Se está ocupando del niño, que ha sacado
Disciplina Sexual de un estante inferior, hasta que el padre llega y se lo
arrebata de las manos.
—No bonito —dice, soltándolo bruscamente sobre los libros de arte
erótico del estante superior, y mira a Ross, que tiene justo detrás a
Mad—. Nada bonito.

Se imagina que el hombre ha notado algún rastro de su anterior


relación, pero no hay nada de lo que arrepentirse. No van a correr el
riesgo de sentirse extraños en el trabajo. Ella se está olvidando de la sólida
y sedosa sensación de Ross en su interior, y del gel de ducha al que sabía
su pene; ya se ha olvidado de su bronceado rostro cuadrado bajo la rubia
cabellera cerca del suyo, a un milímetro de distancia. Le dedica una
sonrisa que no pretende ser demasiado secreta y continúa cargando el
carro con los libros que se encuentran fuera de su lugar correspondiente.
El padre de Dan elige uno de palabras cortas y sonidos y se marcha con
su hijo al son de Händel. Mad está empujando su carro a lo largo de Textos
Diminutos cuando se le escapa un «oh» cercano a un «ay»; media docena
de estanterías están ahora en peor estado del que se encontraban antes de
empezar a ordenarlas.

Ross separa sus labios, a punto de arriesgarse a hablar, y ella recuerda


vagamente el aroma mentolado de su pasta de dientes.
—Lo siento —murmura observando el desorden—. No vi cómo lo hacía.
No dejaría a mi hijo hacer eso.
—Nunca mencionaste que tuvieras hijos.
—No tengo. Me conoces, soy prudente —se justifica, y un recuerdo le
resta color a su bronceado cuando añade—: Quise decir si los tuviera.
—Ya lo sé, Ross —le tranquiliza; si siguieran juntos se hubiera dado
cuenta de que bromeaba, pero en estos momentos se pregunta cuántas
cosas deben de tener miedo a decirse—. Mejor sigo con esto —dice—.
Todavía me quedan libros por bajar.

Espera que haber oído al padre de Dan no la haya vuelto monosilábica.


Una vez Ross se ha retirado a su territorio, Mad ordena las estanterías de
nuevo antes de echar los libros sobrantes en el carro para ordenarlos y
colocarlos en su lugar. Va a toda velocidad, le gusta sentir esa sensación.
Cuando se pone la identificación y sale al pasillo de cemento por donde
llegan los pedidos, la puerta del montacargas detiene en seco la velocidad
de movimientos de Mad.

¿Es el objeto más lento del edificio? Tiene que aporrear el botón dos
veces para obligar a descender al amasijo que se esconde detrás de las
puertas metálicas. Las puertas tiemblan, al tiempo que una voz femenina
amortiguada, que a Mad le recuerda a la de una secretaria, anuncia: «puerta
abriéndose». Dos carros han estado de paseo arriba y abajo dentro de esta
jaula tan gris como la niebla, pero queda sitio para ella y el suyo. Aprieta
con el pulgar el botón de subir y la voz le dice «puerta cerrándose».
—Venga vamos, buen montacarguitas.

Imagina que espera a que ella termine de hablar para comenzar a hacer
temblar las puertas y arrastrarlas a su lugar. Todo vibra en el camino hacia
arriba, los carros se golpean unos contra otros, asemejándose el sonido al
de alguien muy joven aporreando una batería. «Puerta abriéndose», dice
la voz al tiempo que la cabina se asienta en lo alto de su recorrido. Las
puertas se mueven nerviosas, o puede que solo lo parezca porque Mad está
mirándolas fijamente. La frustración hace que parezca que las puertas no
se cerrarán nunca. La frustración hace que casi se choque con otro carro
cuando al fin llega a la zona de carga. Cuando comenzó en este turno no
tardaban más de una hora en cargar y descargar los libros, pero ahora están
a rebosar.

Maltratarlos no los va a hacer desaparecer, mirarlos tampoco. Llegan


nuevos libros cada día. Comienza a rellenar el carro tan rápido que no
entiende por qué le sobreviene un temblor. Quizá el aire acondicionado le
está jugando una mala pasada; no, hay alguien detrás de ella. Se gira y
encuentra a Woody observándola desde la puerta de la sala de empleados,
en la otra punta del pasillo de estanterías de metal. Debe de haber entrado
una bocanada de aire por la puerta que el jefe ha abierto tan silenciosamente.
Woody se pasa los dedos por la nuca, bajo su frondoso pelo, como si
ocultara allí un interruptor que levantara sus cejas, tan negras como su
cabello, y los lados de su boca.

—¿Llevas retraso? —exclama.


—Más vale que no, tomo precauciones —le responde; si hubiera alguien
delante de quien esa broma sería adecuada, desde luego no es precisamente
él—. No mucho —añade.
Woody avanza pesadamente, pasando junto a los estantes de libros
devueltos y dañados y asintiendo sin apartar la vista de ellos. Expresa más
paciencia que reproche, pero hay un atisbo de color en su cara alargada y
una arruga extra en su frente.
—El público no puede comprar lo que no ve. Nada debería permanecer
aquí más de veinticuatro horas.
—Solamente han sido estos —se defiende Mad, buscando torpemente
los libros en cuestión, ahora escondidos tras los del pedido de hoy.
—Si crees que necesitas ayuda, habla con el encargado de tu turno —le
dice Woody a su espalda.

No la necesitaría si anoche alguien hubiera ordenado su sección


durante su ausencia. Preferiría no hablar mal de sus compañeros, ella
puede cargar con la culpa sola. Woody la deja descargando sus libros,
pero está segura de seguir sintiendo su mirada. Deja escapar una risa
nerviosa al volverse y comprobar que está sola en el almacén. Acelera
el paso, aunque el carro de los libros hace tanto ruido que no podría oír
nada que sucediera a su espalda. Al menos es capaz de meter a duras
penas los libros en el montacargas, pulsar el botón de bajar y escapar de
allí. No le atrae la idea de encerrarse en la lentitud del montacargas.
Devuelve el carro a su lugar y abre la puerta de par en par, entonces
acelera con sus libros antes de que pasen treinta segundos y la alarma
se dispare. Para cuando la pestaña de metal choca y la puerta se cierra,
Mad ya está en la sección de Adolescentes, donde hay cantidad de libros
que tienen que hacer hueco para dar entrada a otros nuevos. No ha
dejado de sentirse observada, aunque Ross no la está mirando; está en
una caja, y Lorraine en la terminal de información. Woody podría verla
desde el monitor de su despacho si quisiera, en tal caso la vería vaciar
su carro hasta menos de la mitad antes de su pausa para comer de las
seis.

Aparca su carro junto a la puerta de Pedidos y corre escaleras arriba.


Los carros nunca deben permanecer desatendidos en la sala de ventas, no
sea que un crío, o cualquier persona, tropiece con uno, se haga daño y
demande a Textos (como pasó en Cape Cod). Llena de café, de la cafetera
color marfil, una taza amarilla de Textos, y se sienta a comerse su cena
de Frugo; ensalada de soja y gambas. Suena delicioso, pero tiene un
regusto grumoso que le recuerda a restos de comida de un picnic
recogidos del suelo. Come directamente del envase sin pensar en ello, ya
que al mismo tiempo selecciona preguntas de varios libros para su primer
trivial para niños. Cuando Jill ficha al final de su turno, Mad le pregunta
si son demasiado difíciles.

—Bryony podría responder a la mayoría —dice Jill con cierto orgullo.


—Deberías traerla, puede que ganara.
—Ese día se queda con su padre. —El alargado rostro de Jill es quizá
demasiado grave para andar solo por la treintena, y las arrugas
alrededor de sus ojos no son precisamente producto de un exceso de
sonrisas. Se pasa una mano entre el cabello rojizo, domado solamente
por lo corto del estilo de su peinado—. Le preguntaré qué prefiere
hacer —dice.

Mad menciona que ella y Ross son ahora solo amigos, y casi todos los del
turno de Jill lo oyen. Gavin desata un bostezo que atenaza sus pesados
párpados y pronuncia su ya de por sí alargado rostro, acercando la afilada
nariz hacia la puntiaguda barbilla. Agnes no parece segura de si mostrarse
triste por ella o darle ánimos. Todos fingen no estar pendientes de Ross
cuando lo ven subir por las escaleras. Lorraine está cerca de él, detrás, y
rompe el incomodo silencio.
—¿Puedo coger libros de tu carro de abajo, Madeleine?

Parece a punto de irrumpir en una carcajada. Mad piensa eso a veces


de la risa de Lorraine, que guarda relación con los caballos que suele
montar, y su acento, con ambiciones de distanciarse lo más posible de
Manchester; su tono parece forzado porque sus brillantes labios son
más pequeños de lo que su rostro requiere. Lorraine eleva su ceja
izquierda como un arco de signo de interrogación compuesto de vello
dorado, y Mad se levanta para alimentar a la papelera con lo que queda
de ensalada.
—Lo estoy usando, Lorraine. Ahora voy a seguir con ello.
—No has acabado tu descanso, ¿verdad? Seguro que no quieres pasarte
lo que te queda de él en el almacén.
—No, pero necesito adelantar trabajo.
—Dile a la dirección que te conceda más tiempo entonces.

Mad enjuaga la taza sobre el fregadero, que está a rebosar de otras


exactamente iguales a la suya y de platos y otros utensilios. La seca con un
trapo de Textos y la mete en el mueble sobre el fregadero; al volverse
descubre que Lorraine sigue mirándola.
—Si alguien hubiera dejado los libros ordenados anoche y otras noches
que yo no estaba, no me haría falta mucho más tiempo —se queja Mad.
Lorraine levanta la vista como si arrojara al cielo una plegaria o estuviera
examinándose las cejas, un gesto que provoca en Mad cierta irritación—:
¿Quién se encargaba de hacerlo anoche? ¿Tú, Lorraine?

A la destinataria de la pregunta se le abren los ojos aún más, pero no


aparta la mirada de donde está hasta que Gavin dice:
—Creo que sí, le tocaba a Lorraine, ¿verdad?
—Puede ser —le confirma Lorraine, lanzándole de inmediato una
mirada feroz—. Recuérdanos qué tiene esto que ver contigo, Gavin.
Su bostezo podría servir como respuesta.
—¿No decías que los empleados deberíamos permanecer unidos,
Lorraine? —comenta Ross.
—Dios mío —espeta Lorraine mientras se dirige hacia la puerta—. Si los
chicos van a aliarse entre ellos, es mejor que las chicas les dejemos con sus
asuntos.

Nadie quiere que parezca que la sigue, sin embargo Mad lo hace y se abre
camino hacia el almacén. Se mueve ágilmente, para ser más rápida que
nunca, empujando el carro hacia la sección de libros para adolescentes, pero
acaba por detenerse en seco, como si alguien la hubiera agarrado por el
cuello. Media docena de libros, no, más, han sido girados y colocados con
el lomo hacia dentro en los estantes inferiores desde que se salió a su
descanso.

¿Ha pensado alguien que sería divertido darle trabajo adicional? Mira a
su alrededor buscando al villano, pero no hay nadie. Da unos pasos atrás,
lentamente, desafiando a los demás libros a que estén fuera de sus lugares.
Ray aparece trotando desde el mostrador de información. Su generoso y
rosado rostro mofletudo ha adquirido la expresión paternal habitual de
cuando se dirige a una reunión.
—¿Has perdido algo? —le pregunta.
—La cabeza es lo que perderé si tengo que seguir aguantando esta
situación.
Ray se pasa la mano por los cabellos pelirrojos, despeinándose más si cabe.
—¿Y a qué viene eso? Estamos luchando por la liga, Mad.
Ya sabía que el fútbol es la segunda cosa más importante en la vida de
Ray después de su familia, pero no comprende qué tiene que ver eso ahora.
—Mira lo que alguien ha hecho mientras estaba arriba en mi descanso.
Camina tras ella hasta el lugar del crimen y dirige su mirada hacia donde
Mad le señala.

—Bueno, no he visto a nadie. ¿Y tú, Lorraine? Estuviste aquí antes —dice


una vez que ha dejado de torcer la boca y tragar saliva.
Lorraine estaba vagando arriba y abajo por los pasillos. No acelera en
absoluto para acercarse a la sección de Mad.
—No había nadie —dice, después de una pausa para levantar las cejas.
—No te descartes a ti misma —dice Mad.
—Nunca tocaría tus libros —dice Lorraine, como si fuera demasiado
superior a ellos, o a Mad, o a ambos.

—Querrás decir que no los tocarías otra vez, como hiciste anoche.
—Señoras —murmura Ray—. ¿Podemos intentar seguir adelante? No
queremos que nadie piense que nosotros los de Manchester no nos
movemos al mismo son.

No hay duda de que lo que tiene en mente no es otra cosa distinta a


cánticos de fútbol. Las arrugas en la frente de Lorraine evidencian cuánto
odia ser asociada con el fútbol y con Manchester, algo que divertiría a Mad
si el siguiente paso no fuera hacer la pregunta lógica.

—¿Entonces qué hacías en mi sección?


—Estaba buscando un carro, como ya sabes. ¿Has terminado con este
ya?
—Echa una vistazo en el montacargas a ver si hay alguno.
—¿Todo arreglado entonces? —dice Ray esperanzado—. Supongo que
antes se te pasaron esos libros, Mad. Solo te llevará un momento arreglarlo,
¿no?
Realmente le lleva bastante rato, pues resultan ser de otra estantería.
Antes de terminar de cambiarlos, comienza a sentir los dedos pegajosos,
aunque no encuentra una explicación para ello. Lorraine se aleja a
paso lento del montacargas, pero Ray se encarga del último libro
descolocado.

—Sigue colocando libros en las estanterías hasta que acabes del todo
—dice—. Estoy seguro de que eso es lo que quiere el jefe.
Apreciaría la propuesta si no la hiciera sentirse culpable por el
trabajo acumulado pendiente. Coloca el contenido del carro en orden
y va colocando los libros delante de las estanterías donde pertenecen.

Luego, regresa con el carro al pasillo y se desafía a sí misma a colocar


cada libro en su lugar correspondiente antes de que cierre la tienda.
Hay tan pocos clientes esta noche que pronto todos los empleados
(Ray, Lorraine y Greg, rechoncho y de rubia barba) acaban participando
en el proceso de colocado de libros y ya no se siente diferente.
También ayuda el hecho de que Woody se haya ido a casa. En menos
de treinta minutos ha mandado un carro vacío de vuelta hacia arriba
y lo ha bajado al poco rato, cargado hasta los topes con los libros que
quedaban en el almacén.
Mad balancea su peso de un pie a otro para espantar el frío del pasillo
de Pedidos, y entonces oye varios golpes sordos provenientes de detrás
de la puerta de metal. No puede evitar pensar en un mono intentando
escapar de su jaula, por lo que las palabras del montacargas («puerta
cerrándose») suenan como una advertencia. Desearía no estar sola en
el pasillo, o al menos eso piensa hasta que la puerta se abre. Debió de
cargar el carro más de la cuenta, pues se han caído media docena de
libros al suelo. Abre las puertas del montacargas, empujándolas con el
carro, y recoge los libros. Alguien ha dejado huellas de barro en el
interior de la cabina. Tiene que limpiarse las manos al volver a coger el
carro, y con el mismo pañuelo intenta borrar una marca en un libro
escolar de historia. La mancha consiste en algo parecido a una huella
dactilar gigante con arrugas en lugar de espirales. Aparte de eso,
ninguno de los libros ha sufrido daño alguno. El montacargas se cierra
a su espalda justo cuando se dirige a todo correr de vuelta hacia la planta
de la tienda con el carro, para acto seguido comenzar a organizar su
contenido.

Amontona libros en la moqueta verde y les va buscando espacio en los


estantes. En esas continúa durante una hora; si pensara en ello se sorprendería
de lo satisfactoria que es la tarea, pero el hecho de tratarse de un
proceso cuadriculado es parte del encanto, y algo extraño tratándose de
libros. Lo que importa es estar a la altura de su propio desafío, y solo le
quedan unos pocos volúmenes que archivar cuando Ray coge el interfono
para transmitir un aviso por los altavoces:
—Textos cerrará en diez minutos. Por favor, acerquen sus compras al
mostrador.

Dos chicas cogen tres novelas románticas cada una, y un par de


hombres, calvos por decisión propia, dejan los libros que estaban
hojeando en los sillones. Apenas ha anunciado Connie que quedan
cinco minutos para el cierre, Mad coloca el último libro en su sitio,
permitiendo que se le escape un suspiro de triunfo. Está preparada para
ayudar a repasar la tienda mientras Ray hace guardia a la salida. Se
siente absurda por comprobar su propia sección dos veces, mirando por
todas partes, como si esperara encontrar a alguien desordenando los
estantes inferiores. Por supuesto que no hay nadie agachado en una
esquina o arrastrándose por el suelo. Ella es la última en decir «despejado
», y se siente más tonta todavía al hacerlo.
Ray teclea el código para cerrar las puertas, al tiempo que Connie usa el
sistema de altavoces para decir:
—A limpiar. —Lo exclama a modo de invitación. Carga un carro con las
bandejas de cartón de las cajas para llevarlas a la oficina, y Ray se acerca a
Mad.
—¿Queda algo por hacer? —pregunta.

—Solo el resto de la tienda —le asegura con orgullo.


Hay varios libros perdidos desperdigados por la sala. El calvo del
sillón estaba ojeando una colección de cómics sobre un pene parlante;
sin duda sus gruñidos se debían a la risa. Tres películas de terror,
protagonizadas por insectos gigantes, han salido de sus crisálidas de
plástico y se han colado en la sección de Ciencia. A Mad le supone algún
tiempo localizar sus estuches. Una vez que los libros de los estantes de
novedades ya han sido devueltos a su redil, la gran masa de ejemplares
ha de ser ordenada. Mad desearía no seguir sintiendo la necesidad de
echar un vistazo a los suyos a cada rato. Ha perdido la cuenta de las veces
que lo ha hecho cuando Lorraine dice:

—¿No deberíamos haber acabado ya?


—Vaya, tiene razón —dice Ray—. Han dado las once.
Mad consulta el fino reloj de oro que le compraron sus padres por su
veintiún cumpleaños, el año pasado.
—No pasa nada por unos pocos minutos más, si la tienda los necesita
—comenta Greg.

—Te diré algo, Gregory —dice Lorraine—. Si quieres te regalo mis


minutos y tú sigues trabajando.
Ray blande su tarjeta de identificación en el lector junto a la puerta de
la sala de empleados. Ray se echa a un lado para dejar a Mad y Lorraine
fichar primero.
—Lo siento, se me olvidó avisar de la hora. El ordenador no parece
querer dejarme introducir las cifras —declara Connie desde su oficina.
Posiblemente Ray se mosquea un poco ante la afirmación implícita de
que mandar a los empleados a casa sea meramente una de las funciones de
su trabajo.
—Espero que lo arreglemos —le dice, y precede a los demás hasta la
salida—. Conducid con cuidado —aconseja a sus compañeros antes de
dejarlos salir, pues hay una gran cortina de niebla a doscientos metros de
la tienda, en Fenny Meadows.

El desierto de asfalto, adornado solo con los delgados rectángulos


pintados bajo la gigantesca equis de «Textos», brilla ligeramente, como si
estuviera embarrado. La superficie exterior de los escaparates se está
tornando del color gris del hielo. El aire está cargado con el espeso y lechoso
resplandor de los focos. Las luces más alejadas tienen un aspecto más
difuminado; las del exterior de Stack o’ Steak y Frugo podrían ser lunas
atadas con una cuerda invisible al pavimento, la clase de luna borrosa que
a Mad le parece un huevo gigante a punto de eclosionar y soltar una horda
de arañas. Se da prisa, temblando de frío y caminando detrás de Lorraine
para dar la vuelta al edificio y llegar al aparcamiento de empleados del
complejo.

Allí está su pequeño Mazda verde, blanqueado por el foco sobre la


equis de «Textos». Las sombras provocan que los cinco coches parezcan
estar sobre o junto a charcos que han surgido de debajo del cemento.
Lorraine se sube a su Shogun antes incluso de que Mad haya abierto la
puerta de su vehículo. Greg está esperando dentro de su Austin, y aprieta
el claxon como si les diera a sus colegas permiso para irse. Mad deja
tiempo al motor para que se caliente y no se cale. Una mancha de luz repta
por la pared y parece desaparecer en el cemento; es el reflejo de los faros
de Lorraine alejándose.

Cuando Mad pasa conduciendo por delante de Textos, vislumbra una


forma borrosa vagando entre las estanterías; Ray, presumiblemente. Sin
duda está comprobando si todo está en orden. No puede evitar preguntarse
durante cuánto tiempo estarán las suyas en ese estado. Sigue avanzando
con su coche, saliendo de la niebla que cae sobre el complejo, y ve las luces
de los faros volando como chispas por la autopista. No debería sentirse
como si estuviera emergiendo desde un lugar lóbrego. Ahora va a su casa
en St. Helens, a su primer pisito propio, a meterse en la cama comprada por
sus padres para su estancia en la universidad; con un poco de suerte
disfrutará de nueve maravillosas horas sin pensar en el trabajo.

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