Está en la página 1de 5

Salta a la vista de quienes 

visitamos Pompeya y el Museo


Arqueológico de Nápoles, la instructiva colección erótica.
Nos da la medida de una sociedad anterior a los prejuicios
actuales en relación con el sexo y el erotismo. El comercio
de la carne. Hay énfasis en lo irreverente, en el sexo como cura
al desenfreno que parece y se veía natural en la especie.
También hay una medida de la explotación de quienes
ofrecían estos servicios.

Detall
e de un fresco con sátiro y ninfa
Promiscuos

Otra exposición en el Museo de Arte de las Cicladas, nos


permite contestar en parte a la pregunta que se acaba de
formular: el erotismo no sólo era un elemento decorativo (su
representación en esculturas y pinturas servía, entre otras
cosas, para alejar la mala suerte) sino parte integrante de la
vida ciudadana, tanto en la esfera privada como en la
pública. "Nuestros antepasados no eran mojigatos", dice el
director del museo Nicholaos Stampolidis. "Eran muy
tolerantes; su sociedad era abierta. Y el sexo era una fuerza
unificadora de la sociedad".

¿Por qué? Venus, la diosa del placer y del amor, era la madre de Eneas, fundador del linaje romano,
con lo que siempre gozó en Roma de especial veneración. A su vez, el falo representaba y
simbolizaba las misteriosas fuerzas creadoras y fecundadoras del universo, el poder generativo de
la naturaleza que protegía la vida contra las fuerzas que pudiesen amenazarlas. De ahí que formara
parte del inmobiliario urbano y doméstico.

Los límites de lo erótico y lo pornográfico

Y  tomando a la doncella,
la recosté sobre las flores, y cubriéndola
con un suave manto, sosteniendo su cuello entre mis brazos,
mientras temblaba de miedo como un cervatillo ante el lobo,
acaricié delicadamente sus pechos con mis manos
donde la piel mostraba el tierno encanto de su juventud.
Y abrazando su hermoso cuerpo,
liberé el blanco vigor acariciando sus rubios cabellos.

Lo que está permitido, desagrada.


Lo prohibido nos quema con más fuerza.
De hierro es el que ama lo que otro le permite.
Tengamos los amantes
un tanto de esperanza, otro de miedo,
y que deje un lugar para el deseo
de vez en cuando alguna negativa.
¿Para qué quiero yo una buena suerte
que nunca se preocupa por fallarme?
Yo no siento ningún amor por algo
que no me da ninguna vez molestias.

Ovidio, Amores, 2, 19

Permítanos entregarnos indiscriminadamente a todo


lo que sugieren nuestras pasiones, y siempre
seremos felices ... La conciencia no es la voz de la
Naturaleza sino sólo la voz del prejuicio.

II
Glande, punto supremo
del ser
del amado.
Con temor, con alegría
reciba tu acometida
mi trasero perforado

por tu macizo instrumento


que se inflama victorioso
de sus hechos y proezas
y entre redondeces se hunde
con sus ímpetus alevosos.
El evangelio según Jesucristo, de José Saramago, que tanto escandalizó a la Iglesia, le
quitó el halo divino a Jesús y lo volvió hombre de la cabeza a los pies. Hombre desde su
nacimiento, sin mediación del Espíritu Santo, como fruto de la alianza íntima de un
hombre y una mujer. Hombre hasta la muerte, con sus temores, angustias,
remordimientos y dudas, con deseos y tentaciones, con los ardores del sexo, del amor y
el erotismo.

Nace hombre, dice Saramago, de la simiente de José y de la matriz sagrada de María.


“Dios, que está en todas partes, estaba allí, pero, siendo lo que es, un puro espíritu, no
podía ver cómo la piel de uno tocaba la piel del otro, cómo la carne de él penetró en la
carne de ella, creadas una y otra para eso mismo y, probablemente, no se encontraría allí
cuando la simiente sagrada de José se derramó en el sagrado interior de María, sagrados
ambos por ser la fuente y la copa de la vida”.

En la novela, Jesús no se casa, pero vive la pasión del amor con la prostituta María
Magdalena, que le cura la herida de su pie en una de sus largas travesías. Él le revela
que no conoce mujer y ella lo lleva a su cama, lo desnuda, se ausenta un instante y le
ofrece su desnudez y su perfume. Toma sus manos y se las pasa por todo su cuerpo para
que lo aprenda, para que lo conozca.

“… entonces sintió que una parte de su cuerpo, ésa, se había hundido en el cuerpo de
ella, que un anillo de fuego lo envolvía, yendo y viniendo, que un estremecimiento lo
sacudía por dentro…”. Se quedó ocho días con ella y volvió porque lo habían tocado,
simultáneamente, el amor y el deseo.

De esa manera y sin decirlo, el premio nobel portugués se acerca al territorio de los
evangelios apócrifos o perdidos que hablan de un Jesús enamorado y casado. Entra, sin
mencionarlo siquiera, al escenario del papiro en lengua copta que ha pasado por las
pruebas del carbono 14 con su fragmento “Jesús les dijo, mi esposa…”. Una prueba
irrefutable de su boda para unos; una prueba de nada para el Vaticano, que niega su
autenticidad.

Por su obra, y en gran parte por su Evangelio, la Iglesia condenó dos veces a Saramago.
Lo condenó en vida y lo volvió a condenar tras su muerte. Lo definió como “ideólogo
antirreligioso”. Lo calificó como “insomne por las cruzadas o por la inquisición” y
olvidadizo de las purgas y genocidios del comunismo ruso. Pero Saramago nunca dejó
de ser marxista e hizo de su Evangelio una cara de Jesucristo, imaginaria, novelesca y,
por encima de todo, infinitamente humana.
Para leer esta carta baja hasta nuestro río. Escucharás, de pronto, una
cosecha de aire pasar sollozando en la corriente. Escucharás la
desnudez unánime del agua y el sonido. Y el rumor del minuto más
antiguo formado con el átomo de un día. Mas, de repente, escucharás,
oh bella música femenina, la catarata inmóvil del silencio.

Entonces, te hablaré desde las letras: Era enero. Salimos del colegio.

Veo tu blusa de naranja ilesa. Tus principiantes senos de azucena, y


siento que me duele la memoria.

Bella aprendiz de cartas y de melancolía, con los ojos cerrados y las


bocas unidas, tomamos esa tarde una lección de idiomas sobre el
musgo que hablaba de la cartografía.

¿Cómo has pasado estas vacaciones? ¿Sientes alguna vez entre los
labios ese azúcar azul de la distancia?

Mañana son dos años, siete meses. Te conocí con toda mi alma
ausente; sufría entonces, por la primavera, un bellísimo mal que ya no
tengo.

También podría gustarte