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Carlos III destacó como contraste, un prodigio entre los ineptos monarcas
Borbones, una importante mejora con respecto al pasado y un modelo no tenido en cuenta
para el futuro. Cuando accedió al trono de España el 10 de agosto de 1759 tenía 53 años,
estaba sano de cuerpo y de espíritu, tenía experiencia en las tareas de gobierno como duque
de Parma y rey de Nápoles y se sabía que era un gobernante reformista, con un criterio
propio. 1 A su llegada a Madrid en el mes de diciembre impresionó a los observadores
extranjeros y a sus propios súbditos por su seriedad, capacidad e integridad. Su vida
personal era ejemplar y mantuvo una gran lealtad a la memoria de su esposa María Amalia
de Sajonia, que murió un año después de su acceso al trono, tras haberle dado trece hijos,
seis de los cuales murieron a temprana edad. En un mundo difícil e incierto, comunicaba
una impresión de benevolencia y estabilidad. Por ello fue respetado por sus
contemporáneos y sobreestimado por los historiadores posteriores. No era ilustrado en el
sentido del siglo XVIII. Su educación católica había sido convencional y era piadoso y
tradicional en su práctica religiosa. Leía poco y tenía escasos intereses culturales y si bien
parece que conocía el mundo de las ideas a través de las conversaciones con los ministros y
cortesanos, no era un innovador intelectual. Sus intereses eran otros.
Más aún que gobernar, le gustaba cazar, o más exactamente disparar, y su mayor
placer consistía en dar muerte a la caza que había sido enviada hacia él. Esta actividad la
practicaba dos veces al día durante todo el año excepto en Semana Santa, una práctica que
sólo variaba cuando se organizaba una gran batida, en el curso de la cual encabezaba un
grupo de cazadores en la matanza de ciervos reunidos por los campesinos de la localidad.
Su fisonomía evolucionó con su obsesión y llegó a adquirir el aspecto de un
guardabosques, más rústico que real. Su aspecto físico es inconfundible, tal como aparece
en los cuadros de Mengs o Goya o en las descripciones de los cronistas contemporáneos.
De hombros redondeados, de gran osamenta, de complexión morena, con una nariz
prominente, podía vérsele habitualmente vestido de manera sencilla y con un fusil, seguido
por sirvientes cargados de provisiones y de animales muertos, como lobos, liebres, grajas y
gaviotas. No se apartaba en lo más mínimo de su rutina diaria: asuntos de gobierno,
disparar, comer, volver a disparar, más asuntos de gobierno, para acostarse a las diez en
punto. Incluso cuando el infante Javier estaba en su lecho de muerte, en Aranjuez, en abril
1
Véanse los estudios clásicos de este reinado a cargo de Antonio Ferrer del Río, Historia del reinado de
Carlos III en España, Madrid, 1856, 4 vols.; Manuel Danvila y Collado, El reinado de Carlos III, Madrid,
1890-1896, 6 vols.; François Rousseau, Régne de Charles III d'Espagne (1759-1788), París, 1907, 2 vols., y
la obra más reciente de Anthony H. Hull, Charles III and the Revival of Spain, Washington, DC, 1980.
Historia de España John Lynch
2
Joseph Townsend, A Journey through Spain in the Years 1786 and 1787, Londres, 1792, 2ª edic., 3 vols., II,
p. 124.
3
Para relatos contemporáneos, véanse conde de Fernán Núñez, Vida de Carlos III, Madrid, 1898, 2 vols.;
Edward Clarke, Letters concerning the Spanish Nation: Written at Madrid during the years 1700 and 1761,
Londres, 1763, pp. 323-324; James Harris, primer conde de Malmesbury, Diaries and Correspondence,
tercer conde de Malmesbury, ed., Londres, 1844, 4 vols., I, pp. 50-51.
4
De Visme a Shelburne, 17 de noviembre de 1766, Public Record Office, Londres, SP 94/175.
5
Bristol a Pitt, 3 de septiembre de 1759, PRO, SP 94/160.
El test de las intenciones y criterios del nuevo monarca fueron los nombramientos
ministeriales. Para reconstruir España existían dos modelos posibles de gobierno. El
primero estaría formado por hombres con ideas nuevas, dispuestos a socavar las estructuras
tradicionales y a oponerse a la política anterior. El segundo sería un gobierno de
pragmáticos cuya prioridad sería la reforma del Estado y el incremento de sus recursos.
Los dos enfoques entrañaban riesgos: el primero podía provocar una contrarrevolución y el
segundo sólo permitiría adoptar medidas tibias. De hecho, la segunda opción sólo se podía
asegurar con ayuda de la primera, porque el Estado sólo podía llevar a cabo una reforma
profunda a expensas de los grupos privilegiados. Carlos comenzó inclinándose hacia el
primer modelo, pero cuando éste encontró oposición, en 1766, adoptó una combinación de
los dos en una administración que duró hasta 1773. Entonces hizo su elección definitiva y
optó por un gobierno de administradores pragmáticos que cumplieron muchas de las
expectativas que habían despertado, pero que no modificaron sustancialmente la situación
de España. Varias razones explican este cambio. La primera, la escasez de personajes de la
vida pública que conjugaran unas ideas ilustradas con una capacidad administrativa; a la
6
Alian J. Kuethe y Lowell Blaisdell, «The Esquilache Government and the Reforms of Charles III in Cuba»,
Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gessellschaft Lateinamerikas, 19 (Colonia, 1982), pp
117-136.
7
Harris, Diaries and Correspondence, I, p. 56.
8
Rochford a Halifax, 13 de enero de 1764, PRO, SP 94/166, 7 de mayo de 1764, PRO, SP 94/167.
9
Bristol a Pitt, 31 de agosto de 1761, PRO, SP 94/164; Rochford a Halifax, 6 de agosto de 1764, PRO, SP
94/168; Alian J. Kuethe, «Towards a Periodization of the Reforms of Charles III», en Richard L. Garner y
William B. Taylor, eds., Iberian Colonies, New World Societies: Essays in Memory of Charles Gibson, 1985,
pp. 103-117.
La Ilustración en España
La monarquía española no vivía aislada. Era una época absolutista, en la que los
reyes intentaban, en todas partes, ser en la práctica tan poderosos como lo eran en teoría, en
parte para superar la resistencia a la modernización, en parte para derrotar a quienes
luchaban con ellos por el poder, como la Iglesia, y también para sobrevivir en un mundo de
conflictos internacionales. Algunos gobernantes intentaron reformar el gobierno y la
administración y en el proceso comenzaron a utilizar a una burocracia profesional, para
poseer más información y para perfeccionar la máquina financiera. ¿Hasta qué punto
estaban influidos por las ideas de la época? ¿Era la Ilustración o la conveniencia el punto
de mira fundamental del nuevo absolutismo? La respuesta parece ser que la filosofía era
una influencia pero no una causa. El programa de reformas estaba informado por un
espíritu empirista y respondía a unas necesidades más que a unas ideas. Es cierto que los
gobernantes invocaban una nueva justificación teórica para su posición, ya fuera la teoría
contractual de Locke o la teoría del «despotismo legal» defendida por los fisiócratas,
quienes creían que la monarquía se justificaba por sus funciones. Eran éstas la defensa de
la libertad y la propiedad, y si la monarquía quería conseguir estos objetivos de forma
eficaz necesitaba un poder ejecutivo y legislativo fuerte. Pero, en conjunto, se hace difícil
encontrar un modelo coherente de ideas ilustradas en las monarquías de la época, que
seguían actuando en el marco de autoridad y jerarquía existente.
Las ideas políticas de la Ilustración no eran ni mucho menos sistemáticas, pero
pueden apreciarse una serie de temas característicos. 11 El gobierno de los hombres
10
J. F. Bourgoing, Modern State of Spain, Londres, 1808, 4 vols., II, p. 159.
11
Para un estudio comparativo, sin incluir el caso de España, véase Roy Porter y Mikulás Teich, eds., The
Enlightenment in National Context, Cambridge, 1981; sobre el absolutismo ilustrado, véase H. M. Scott, ed.,
Enlightened Absolutism. Reform and Reformers in later Eighteenth-Century Europe, Londres, 1989.
derivaba de los derechos naturales y del contrato social. Entre los derechos fundamentales
se hallaban la libertad y la igualdad. Éstos podían ser discernidos por la razón, que se
oponía a la revelación y la tradición y que era la fuente de todo conocimiento y actuación
humana. El progreso intelectual no debía verse obstaculizado por el dogma religioso y la
Iglesia católica era identificada como uno de los principales obstáculos para el progreso. El
objetivo del gobierno era conseguir la mayor felicidad posible para el mayor número de
personas, y la felicidad se medía en gran medida en términos de progreso material. El
objetivo era incrementar la riqueza, aunque para ello se contemplaran procedimientos
diferentes: unos defendían el control de la economía por parte del Estado y otros un
sistema de laissez-faire. El éxito de los philosophes en la propagación de sus ideas —y en
conseguir silenciar a sus oponentes— ocultó una serie de fallos e incoherencias en su
visión del mundo. Uno de los puntos débiles de la Ilustración era la estructura y el cambio
social. La Ilustración no era en esencia un instrumento revolucionario, sino que aceptaba el
orden existente de la sociedad, apelando a una élite intelectual y a una aristocracia de
mérito. Era hostil a los privilegios seculares y a la desigualdad ante la ley, pero poco tenía
que decir sobre las desigualdades económicas y sobre la redistribución de los recursos en el
seno de la sociedad. Por esta razón era atractiva para los absolutistas. ¿Pero cómo podía
serlo para los católicos? Los escritos deístas y librepensadores, difundidos desde Inglaterra,
adquirieron nueva vigencia en Francia en el siglo XVIII. Cuando el deísmo salió a la luz
pública con los escritos de Voltaire y los enciclopedistas, no era una teología precisa sino
una forma vaga de religión utilizada como sanción de la política y la moral y como
protección contra la acusación de ateísmo. El reforzamiento del escepticismo en la religión
y la ofensiva específicamente anticristiana de los philosophes no representaban tan sólo
posiciones intelectuales; apoyaban también intentos de incrementar el poder del Estado
sobre la Iglesia e incluso de crear una religión estatal que, aunque espúrea, era considerada
como necesaria para el orden público y para la moral.
La literatura de los philosophes franceses sólo era conocida por una pequeña
minoría de españoles cultos, unos millares a lo sumo, pertenecientes a grupos burocráticos,
académicos, legales y eclesiásticos, en su mayor parte vinculados a la clase política en
Madrid y a algunos centros comerciales que tenían contacto con personas, ideas y escritos
procedentes del extranjero. En la primera mitad de la centuria se había producido una cierta
revitalización de la actividad intelectual, que se reflejó en la fundación de la Biblioteca
Nacional (1711), de la Academia Española (1713), de la Academia de la Historia (1735) y
de otras instituciones que con el tiempo constituirían una infraestructura para la
investigación, pero cuya distinción y utilidad no eran evidentes todavía. Fue una persona,
un precursor, el que indicó el camino. La fuente más importante de inspiración para
quienes perseguían el conocimiento fue un oscuro monje benedictino y profesor
universitario, Benito Jerónimo Feijoo, escritor con una misión y con un talento: conseguir
que sus compatriotas despertaran de su sopor y convencerles de que aprobaran el nuevo
conocimiento y aceptaran el cambio, y que trataran de alcanzar la verdad a través de la
razón y la experiencia, considerando la innovación como un medio para llegar a la
prosperidad. En una serie de obras enciclopédicas intentó poner a España al día en lo
referente al pensamiento europeo. Su Teatro crítico universal, en nueve volúmenes (1726-
1739), seguido por las Cartas eruditas en cinco volúmenes, no eran sencillos ni baratos,
pero se vendieron fácilmente a un público preparado para lo que contenían, información
global sobre una serie de tenías —teología, filosofía, ciencia, medicina e historia— en un
lenguaje claro y nítido y por un autor que era crítico sin ser iconoclasta, moderno sin
arrinconar los valores españoles. 12 Pero existía un límite a lo que los españoles podían
aprender de Feijoo, un especialista en algunos tenías pero no en todos, y hacia 1750 el
público lector esperaba nuevas fuentes de conocimiento.
Las ideas de la Ilustración penetraron en España desde mediados de la centuria.
Llegaron poco a poco y el flujo fue más fuerte en algunos campos que en otros, pero
gradualmente atravesaron las barreras oficiales que se interpusieron en su camino y
alcanzaron a aquellos que poseían los medios y el deseo de saber. La Encyclopédie
francesa, prohibida por la Inquisición española en 1759, estaba el alcance de quienes
deseaban leerla. 13 El conocimiento científico y técnico se difundió a través de libros,
visitas, museos y la prensa y en los decenios de 1770 y 1780 los escritos de Buffon y de
Linneo habían llegado a las manos de los lectores interesados. Las ideas económicas se
discutían con libertad; el pensamiento mercantilista, importado en gran parte, se revitalizó
a mediados de la centuria, aunque los escritos de los fisiócratas y de Adam Smith sólo
fueron conocidos por algunos lectores hasta los años 1780. 14 Las ideas políticas eran más
controvertidas. Los escritos de Montesquieu, test crucial para la Ilustración en muchos
sentidos, contenían demasiados argumentos en favor de la libertad individual, la tolerancia
religiosa y la monarquía constitucional como para escapar a la atención de la Inquisición,
pero a pesar de que fueron prohibidos su pensamiento penetró en la península. Rousseau
fue recibido de forma desigual en España, como en la mayor parte de Europa, y sus obras
fueron condenadas por unos y ensalzadas por otros, pero de una u otra forma todas ellas
eran conocidas por la élite culta, como las de Condillac y Raynal. Por otra parte, el impacto
de Voltaire, aunque ciertamente era un autor conocido, fue menor, no sólo a causa de la
Inquisición, de la que era posible escapar, ni de la oposición conservadora, que era
intelectualmente débil, sino porque despertó menos interés entre los lectores potenciales. 15
Los canales de difusión de la Ilustración también fueron de nueva creación. Las
universidades se hallaban en medio de la reforma, sin resolver aún el conflicto entre
tradición y modernidad, sus estructuras demasiado ancladas en el pasado como para poder
actuar como receptáculos de innovación. 16 Los lugares de debate fueron las Sociedades
Económicas y la prensa, creadas ambas en el espíritu de la época y reflejo de sus
preocupaciones. Entre 1765 y 1820 se crearon en España unas 70 Sociedades Económicas,
según el modelo del original vasco, protegidas por Campomanes y por el Consejo de
Castilla y sostenidas por el doble interés de sus miembros en las ideas europeas y en la
situación de España. 17 Aunque encontraron una cierta hostilidad por parte de los
conservadores, en modo alguno eran anticlericales y, de hecho, entre sus miembros se
contaban algunos eclesiásticos. Su objetivo fundamental era mejorar la agricultura, el
comercio y la industria mediante el estudio y la experimentación y su interés en la
Ilustración era pragmático más que especulativo. Desde el punto de vista social, pretendían
12
Sobre Feijoo, véanse Luis Sánchez Agesta, El pensamiento político del despotismo ilustrado, Madrid,
1953, pp. 35-84; Julio Caro Baroja, «Feijoo en su medio cultural», El P. Feijoo y su siglo, Oviedo, 1966, 3
vols., I, pp. 153-186.
13
Jean Sarrailh, L'Espagne éclairée de la seconde moitié du XVII siécle, París, 1954, pp. 269-270 (hay trad.
cast.: La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, Madrid, 19792).
14
Robert S. Smith, «The Wealth of Nations in Spain and Hispanic America, 1780-1830», Journal of Political
Economy, 65 (1957), pp. 104-125.
15
Richard Herr, The Eighteenth-Century Revolution in Spain, Princeton, NJ, 1958, pp. 42-85 (hay trad. cast.:
España y la Revolución del siglo XVIII, Madrid, 1973).
16
Sobre la reforma universitaria, véase infra, pp. 627-629.
17
Sarrailh, L'Espagne éclairée, pp. 225-262; Robert J. Shafer, The Economic Societies in the Spanish World
(1763-1821), Syracuse, Nueva York, 1958, pp. 24-28.
18
Herr, The Eighteenth-Century Revolution in Spain, pp. 183-200.
19
Laura Rodríguez Díaz, Reforma e Ilustración en la España del siglo XVIII. Pedro Rodríguez de
Campomanes, Madrid, 1975, pp. 45-47, 93; sobre Campomanes, véanse también Felipe Álvarez Requejo, El
conde de Campomanes: su obra histórica, Oviedo 1954, Ricardo Krebs Wilckens, El pensamiento histórico,
político y económico del conde de Campomanes, Santiago, 1960, y M. Bustos Rodríguez, El pensamiento
socioeconómico de Campomanes, Madrid, 1982
20
Citado por Rodríguez, Campomanes, p. 81.
privilegios del clero sobre el bienestar de la sociedad y el poder de los gremios sobre la
industria nacional. Las razones concretas de la postración de España eran, según
Campomanes, la utilización equivocada de los metales preciosos, el excesivo número de
eclesiásticos, la expulsión de los moriscos y los elevados impuestos. Era la de
Campomanes una visión «liberal» convencional del pasado de España, procedente de su
lectura de los arbitristas, diseñadores tradicionales de proyectos de reforma, y de autores
del siglo XVIII como Uztáriz. Esa utilización de la historia entrañaba el riesgo de la
selectividad y la parcialidad y en último extremo encontraba las mismas barreras para el
cambio que las que encontraba la Ilustración. En efecto, Campomanes no podía convencer
a los terratenientes, a los nobles y al clero de la necesidad de la reforma y ni siquiera de
que tenía interés para ellos. Así pues, al igual que los fisiócratas, estaba obligado a invocar
el poder del Estado para imponer por métodos autoritarios la política que debía de haber
sido evidente para los grupos de intereses. Pero esto no invalida su posición. Campomanes
estaba diseñando un programa político, no un sistema filosófico. Como él mismo dijo, «La
política no nace de las máximas generales ... las meditaciones de las actuales circunstancias
son las que forman el juicio político». 21
Este tipo de pragmatismo era compartido por la mayor parte de los reformistas
españoles. No iban en pos de una nueva teoría política, sino que buscaban respuestas
prácticas a problemas administrativos, económicos y educativos. El espíritu de reforma del
gobierno de Carlos III estaba animado fundamentalmente por el deseo de reforzar el Estado
y de alcanzar la prosperidad para sus súbditos, objetivos que se consideraban
interdependientes. A todo este movimiento de especulación reformista se le ha calificado
acertadamente como «culture utilitaire et culture dirigée», siendo su finalidad promover la
capacidad técnica y el conocimiento práctico. 22 Para alcanzar ese objetivo, los reformistas
adoptaron ideas y ejemplos de fuentes distintas, incluida la Ilustración. Pero la élite
española fue receptiva a la Ilustración en grado desigual. Para unos era un modelo, para
otros un ejercicio intelectual y para un tercer grupo una simple curiosidad. De cualquier
manera, no fue aceptada indiscriminadamente. En cuanto a la masa de la población, siguió
siendo católica por convicción y devota de la monarquía absoluta: «seguía siendo más
accesible a la predicación de fray Diego de Cádiz que a las novedades ideológicas». 23 Pero
fray Diego no podía decir la última palabra.
Desde los años de 1780 la minoría ilustrada se radicalizó. Antes de que estallara la
Revolución francesa, una nueva generación se había graduado en las universidades
españolas, desilusionada del gobierno paternalista, de las reformas desde arriba y de los
valores tradicionales. 24 El impacto de la Revolución francesa y la degradación de la
monarquía española agudizaron las divisiones políticas.
Los conservadores se hicieron más conservadores y los progresistas comenzaron a
buscar una alternativa a la monarquía absoluta y a una Iglesia sumisa. En el proceso
sobrepasaron el reformismo español y adoptaron un enfoque diferente de las instituciones
económicas, sociales y eclesiásticas, oponiéndose a los privilegios corporativos y a los
intereses privados e ideando un nuevo marco político. Estas ideas convirtieron la
Ilustración en liberalismo y a sus autores en héroes. La oportunidad se presentó en 1808.
21
Citado en ibid., p. 91.
22
Sarrailh, L'Espagne éclairée, p. 165.
23
Antonio Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, Barcelona, 1981, p. 494.
24
Juan Manchal, «From Pistoia to Cádiz: a Generation's Itinerary», en A. Owen Aldridge, ed., The Ibero-
American Enlightenment, Universidad de Illinois, 1974, pp. 97-110.
25
Rochford a Halifax, 17 de junio de 1765, PRO, SP 94/170.
26
Rochford a Conway, Madrid, 9 de diciembre de 1765, PRO, SP 94/172.
27
Rochford a Conway, Madrid, 24 de marzo de 1766, PRO, SP 94/173.
y se enviaban sacerdotes a las calles para que instaran a la calma. Éstos fueron recibidos en
medio de grandes burlas. «Padre, déjese de predicarnos, que somos cristianos.» 28 En
cualquier caso, lo cierto es que la oferta no satisfizo a los rebeldes, que exigieron el exilio
de Esquilache, el cese de todos los ministros extranjeros y su sustitución por españoles, la
abolición de los guardias valones, la renovación de las órdenes sobre la vestimenta y la
reducción del precio de los alimentos. Carlos, con sus consejeros divididos entre la
represión y la conciliación, se decidió por esta última. Apareció personalmente en el balcón
del palacio mientras un fraile con un crucifijo en la mano leía los artículos en los que
insistía la multitud, manifestando el rey su aprobación. Entonces, a medianoche, huyó en
secreto a Aranjuez, llevando consigo a Esquilache y Grimaldi. Una vez allí, decidió salir a
cazar. Al dia siguiente, 25 de marzo, las noticias de la huida del rey y del movimiento de
las tropas enfurecieron a los rebeldes, que se movilizaron de nuevo, tomaron armas y
ocuparon las calles. Recorrieron la ciudad en grupos de 500 personas aproximadamente
gritando: «¡Viva el Rey, muera Esquilache!». También las mujeres se unieron a la
multitud, con antorchas encendidas y las ramas de palmera que habían recibido en la
iglesia el domingo anterior. Las tropas, dando prioridad a la prudencia sobre el valor, se
refugiaron en el Buen Retiro. Emisarios rebeldes fueron enviados a Aranjuez, añadiendo
dos nuevas exigencias a las ya presentadas: que el rey regresara a Madrid y que se otorgara
un perdón general. Regresaron con una carta del monarca que fue leída el 26 de marzo en
la Plaza Mayor, en la que prometía cumplir lo que había sido concedido, al tiempo que
esperaba «la debida tranquilidad». Aquella noche todo estuvo tranquilo, los habitantes de
Madrid devolvieron las armas, estrecharon las manos a los soldados y se fueron a casa
como si nada hubiera ocurrido. Entre los rebeldes hubo 21 muertos y 49 heridos, mientras
que fueron 19 los soldados muertos. 29 Fue un acontecimiento para recordar. Durante cuatro
días, Madrid estuvo sin gobierno, desaparecieron la ley y el orden, gobernó el pueblo y,
mientras tanto, los Borbones españoles, los últimos en conservar un poder absoluto,
contemplaban asombrados lo que ocurría. En España había ocurrido lo impensable. Europa
no podía dar crédito a sus oídos.
¿Cómo interpretar los tumultos de Madrid? ¿Fue la acción de una multitud
estúpida? ¿Una protesta popular? ¿Una contrarrevolución? ¿Una conspiración de los
jesuítas? ¿Una revuelta por los precios de los alimentos en medio de una crisis de
subsistencia? 30 Parece que se trató de un auténtico levantamiento popular, que surgió de las
tabernas y estuvo dirigido por artesanos —uno de ellos fue un cochero, y otros eran
sastres— que se negaron a dejarse comprar. La protesta estaba relacionada con el precio
del pan, consecuencia de las malas cosechas, y la liberalización del comercio de los
cereales decretada por Campomanes. Pero fue manipulada por otros, convirtiéndose en un
ataque directo contra la política de reformas del gobierno. 31 ¿Quiénes fueron, pues, los
instigadores del motín? Son varios los candidatos a desempeñar ese papel.
28
Citado por Rodríguez, Campomanes, p. 234.
29
Ibid., p. 238.
30
Constancio Eguia Ruiz, Los jesuítas y el motín de Esquilache, Madrid, 1947; Vicente Rodríguez Casado,
La política y los políticos en el reinado de Carlos III, Madrid, 1962; J. Navarro Latorre, Hace doscientos
años. Estado actual de los problemas históricos del motín de Esquilache, Madrid, 1966; Pierre Vilar, «El
motín de Esquilache y las crisis del Antiguo Régimen», Revista de Occidente, 107 (1972), pp. 200-247;
Gonzalo Anes, «Antecedentes próximos del motín contra Esquilache», Moneda y Crédito, 128 (1974), pp.
219-224.
31
Laura Rodríguez, «The Riots of 1766 in Madrid», European Studies Review, 3, 3 (1973), pp. 223-242, y
«The Spanish Riots of 1766», Past and Present, 59 (1973), pp. 117-146.
32
ochford a Conway, Madrid, 31 de marzo y 5 de mayo de 1766, PRO, SP 94/173.
respuesta conjugó la suavidad con la severidad. Evidentemente, Esquilache tenía que ser
cesado pero mantuvo en su puesto a Grimaldi. Los dos ministerios de Esquilache fueron a
parar a Juan de Muniain (Guerra) y a Miguel de Múzquiz (Hacienda), ambos
administradores profesionales y, para disgusto de la alta nobleza, advenedizos como el
resto del gobierno. En resumen, si la población no podía afirmar haber conseguido grandes
cosas con el motín, menos aún había conseguido la aristocracia y corrió la voz de que los
nuevos nombramientos habían provocado «grandes celos entre los grandes: pero tienen
muy pocos hombres con capacidad y no están unidos entre sí, de forma que las ambiciosas
ideas de algunos de ellos para reducir el poder real dentro de unos límites y de restablecer
las cortes se han venido abajo». 33 La dirección de la política interna adquirió una
importancia crucial. El 11 de abril, el conde de Aranda fue nombrado presidente del
Consejo de Castilla con la tarea de restaurar el orden, encontrar a los responsables de los
desórdenes y asegurarse de que no se produjera de nuevo una situación similar.
En su condición de aristócrata, militar y pseudorreformista, se le consideraba capaz
de enfrentarse a la mayor parte de los sectores de la sociedad y rápidamente asentó su
autoridad. Ensenada y sus partidarios fueron exiliados de la corte, se acantonó un ejército
de 15-20.000 hombres en Madrid y en torno a la capital, se dieron órdenes de detener a los
vagos y conducirlos a un hospicio, de impedir que las casas religiosas dieran limosnas
estimulando la holgazanería, de enviar a los sacerdotes sobrantes de regreso a sus diócesis,
y de reprimir las manifestaciones licenciosas tanto de palabra como por escrito. El
programa de Aranda de disciplina para Madrid culminó en la reorganización de la ciudad
en 8 barrios para un mejor gobierno y vigilancia y se instruyó a los alcaldes sobre sus
obligaciones. Aranda no tardó en restablecer la seguridad interna y pese a su vinculación
superficial con la Ilustración fue la mano de hierro de la autoridad más que los derechos de
los ciudadanos lo que prevaleció.
El gobierno estaba decidido a descubrir a los autores de las insurrecciones y para
recuperar su credibilidad necesitaba descubrir una conspiración. Se formó una comisión
especial de encuesta bajo la presidencia de Aranda, y Campomanes comenzó a trabajar
para conseguir resultados. No tardó en decidir que los culpables eran los jesuítas y pasó los
meses siguientes reuniendo pruebas, fueran las que fueren. Sus conclusiones confirmaron
los prejuicios del monarca contra una orden a la que calificaba de «esa peste» y a la que
consideraba como un peligro para él y para sus reinos. 34 Si bien la versión oficial
responsabilizó a los jesuítas, la cosa no quedó ahí, pues el rey y los ministros tenían
también que saldar sus cuentas con los sectores privilegiados de la sociedad, sobre cuyo
papel tenían todavía notables sospechas. La nobleza, el clero, las autoridades municipales y
los Cinco Gremios Mayores fueron obligados a solicitar al rey que anulara las concesiones
otorgadas y que retornara a Madrid, obligándoles así a desautorizar a la oposición y a
reconocer al monarca como único poder soberano. Los grandes y el alto clero aceptaron
con gran renuencia, pero finalmente el asunto terminó en victoria para el rey y para el
gobierno. El levantamiento fue declarado «nulo e ilícito», se revocaron todas las
concesiones excepto el perdón general y la corte regresó tranquilamente a Madrid en
diciembre de 1766.
Los disturbios de Madrid se reprodujeron en las provincias, donde adoptaron la
forma de motines populares por la escasez y el precio de los productos alimentarios.
Ciertamente, ya había habido antes crisis de subsistencias en 1707, 1709, 1723, 1750, 1753
y 1763 sin que hubiera manifestaciones similares. La diferencia esta vez era la nueva
política cerealística y el ejemplo de Madrid, que se había saldado con el éxito. Las noticias
33
De Visme al duque de Richmond, Aranjuez, 18 de junio de 1766, PRO, SP 94/174.
34
Rodríguez, Campomanes, p. 259.
35
Rochford a Conway, 14 de abril de 1766, PRO, SP 94/173.
36
Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, p. 311.
37
Rodríguez, Campomanes, pp. 292-293.
ineficaces no aplicaban la política del gobierno sino otro tipo de despotismo que
Campomanes calificaba como «el despotismo de los intendentes, corregidores y
concejales». 38 Por ello, una nueva reforma creó dos nuevos funcionarios municipales
elegidos anualmente por los habitantes de cada parroquia y con poder para vigilar
especialmente la situación de los abastecimientos de los productos alimentarios y la
libertad de comercio de los cereales.39 Pero la existencia de dos nuevos funcionarios no era
suficiente para diluir el poder de la oligarquía local y el tesoro se negaba a sufragar el coste
que significaría una reducción de precios y a permitir a los municipios que lo hicieran. Así
pues, las reducciones de precios fueron anuladas. La crisis de 1766 puso fin a la primera
fase de cambio radical. Las ideas reformistas, pensadas por Campomanes y apoyadas por
Esquilache, por incompletas que fueran alertaron a la nobleza y al clero y llamaron la
atención sobre la naturaleza del gobierno, una coalición de políticos extranjeros y
españoles con más talento que títulos. La política de cambio, dificultada por las malas
cosechas, provocó también la reacción de las clases populares cuando se permitió un
incremento extraordinario de los precios del pan y la precariedad de la subsistencia. Las
tensiones sociales latentes emergieron a la superficie en forma de protestas contra las
clases dirigentes locales en las ciudades y en el campo, pero en Madrid la insurrección
adoptó un carácter nacional y político y se produjo con la aquiescencia —o, tal vez, la
connivencia— de las clases superiores. El rey y los ministros tenían una dura lección que
aprender: sería difícil imponer el cambio en España, a menos que la crisis hubiera sido una
simple conspiración.
La Iglesia española necesitaba una fe firme y una conciencia flexible para hacer
honor a una triple lealtad, la de servir a Dios, reconocer la autoridad del Papa y obedecer al
rey. Esta última era la lealtad más inmediata. Carlos III heredó una posición dominante
sobre la Iglesia, posición que había sido legalizada por el concordato de 1753, que
confirmaba a la corona española el derecho casi universal de nombramiento, jurisdicción y
rentas y que procedió a consolidar y ampliar. La Iglesia no estaba en situación de resistirse
al absolutismo, bajo el cual gozaba de grandes privilegios. La combinación de un monarca
enérgico y una jerarquía sumisa redujo a la Iglesia borbónica a una dependencia sin
parangón en la historia de España.
En la segunda mitad del siglo XVIII había unos 150.000 eclesiásticos en España, el
1,5 por 100 de una población de 10,5 millones de habitantes, y unas tres mil casas
religiosas, siendo en conjunto el clero más numeroso de lo que el país necesitaba o podía
permitirse. 40 Desde el punto de vista económico, la Iglesia era una institución poderosa con
extraordinarias riquezas en tierras y rentas. En la provincia de Castilla poseía casi el 15 por
100 de la tierra y acumulaba el 24 por 100 de las rentas agrícolas totales, obtenía el 70 por
100 de los beneficios de los préstamos hipotecarios y poseía el 44 por 100 de todas las
38
Citado en ibid., p. 294.
39
De Visme a Conway, 19 de mayo de 1766, PRO, SP 94/174; véase infra, pp. 273-274.
40
«Demografía eclesiástica», Diccionario de historia eclesiástica de España, Madrid, 1972-1975, 4 vols., II,
pp. 730-735; sobre la Iglesia en el siglo XVIII, véanse también Ricardo García Villoslada, ed., Historia de la
Iglesia en España, IV: La Iglesia en la España de los siglos XVII y XVIII, Madrid, 1979, y William J.
Callahan, «The Spanish Church», en W, J. Callahan y D. C. Higgs, eds., Church and Society in Catholic
Europe in the Eighteenth Century, Cambridge, 1979, pp. 34-50.
41
Pierre Vilar, «Structures de la société espagnole vers 1750», Mélanges a la mémoire de Jean Sarrailh,
París, 1966, 2 vols., pp. 428-429; William J. Callahan, Church, Politics and Society in Spain, Cambridge,
Mass., 1984, pp. 39-42.
42
Luis Sierra Nava-Lasa, El Cardenal Lorenzana y la Ilustración, Madrid, 1975, pp. 90-92.
43
Townsend, A Journey through Spain, I, pp. 305-306; Townsend era un clérigo protestante que mostró y
recibió una notable tolerancia en los círculos religiosos españoles.
44
Henry Swinburne, Travels through Spam in the Years 1775 añd 1776, Londres, 1779, p. 321, n. 29.
45
Maximiliano Barrio Gonzalo, Estudio socioeconómico de la iglesia de Segovia en el siglo XVIII, Segovia,
1982, pp. 273-274
46
Sarrailh, L'Espagne éclairée, pp. 45-46, 186.
47
Callahan, Church, Politics, and Society in Spain, p. 49.
48
Townsend, A Journey through Spain, III, p. 15.
49
Ibíd., III, pp. 57-58.
50
N. M. Farriss, Crown and Clergy in Colonial México 1759-1821. The Crisis of Ecclesiastical Privilege,
Londres, 1968, pp. 10-11, 88, 97-98.
51
Ibid., pp. 103-104.
52
Citado en Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo XVIII español, p. 305; véanse también
Townsend, A Journey through Spain, I, p. 305, y Francesc Tort Mitjans, El Obispo de Barcelona: Josep
Climent i Avinent, 1706-1781, Barcelona, 1978.
53
Juan Sáez Marín, Datos sobre la Iglesia española contemporánea (1768-1868), Madrid, 1975, pp. 294-
295; sobre la carrera de Lorenzana, véase Sierra Nava-Lasa, El Cardenal Lorenzana, pp. 13-23, 101-108.
54
De Visme a Shelburne, 31 de agosto de 1767, PRO, SP 94/178.
55
Swinburne, Trovéis through Spain, pp. 373-374
56
Townsend, A Journey through Spain, II, p. 149; Bourgoing, Modern State of Spain, II, p. 275.
que en Madrid «las prostitutas que se confiesan y reciben la santa eucaristía en muchas
iglesias, y que reciben una multitud de certificados, las venden o las dan a sus amigos». 57
Los datos de que disponemos indican una intensa práctica religiosa y el
cumplimiento casi universal de las obligaciones de la Semana Santa. 58 Menos seguro era el
conocimiento de la doctrina, pero la mayor parte de los españoles conocían las oraciones
católicas básicas y los diez mandamientos y la liturgia enseñaba el resto, con la ayuda del
ceremonial de las distintas épocas del año y de las misiones populares predicadas por los
grupos itinerantes de frailes y jesuítas. 59 Los catecismos, los manuales de doctrina y las
nuevas devociones a Sagrado Corazón y a Nuestra Señora completaban el arsenal de la fe y
suplían el hecho de que la mayor parte de los titulares de beneficios no enseñaran 1e
doctrina cristiana. Pero si la fe era firme, ¿qué decir de la moral? Los observadores
extranjeros se escandalizaban por el contraste entre unas creencias rígidas y un
comportamiento relajado: «Esta contradicción es absolutamente general en España, y son
muy pocos los que están libres de ella». 60 Ni siquiera los sacerdotes, muchos de los cuales
no respetaban sus votos de celibato. Townsend señala que el obispo de Oviedo, un hombre
de elevados principios que se mostraba «severo únicamente consigo mismo, pero
compasivo con los demás, impuso la norma de que ninguno de sus curas podría tener hijos
en sus familias ... Más allá de esto, no consideraba adecuado ser demasiado rígido en sus
investigaciones». 61 En cuanto a los fíeles, para la mayoría de ellos la Iglesia era un refugio
de pecadores, así como la casa de los santos.
La religiosidad de la población se expresaba de formas diversas, votos a Nuestra
Señora y a los santos,, reliquias e indulgencias y, sobre todo, los santuarios y los lugares
sagrados de la vida religiosa local. 62 Allí se realizaban curas, milagros y visiones, eran los
lugares sagrados donde se recitaban y se escuchaban las oraciones, objetivo de procesiones
y peregrinaciones, en suma, una parte del paisaje de la población. Todo esto da fe de la
base popular de la Iglesia y de la fuerza de la religiosidad popular. Sin embargo, no era una
religiosidad «popular» en el sentido de una religión no oficial. Sus prácticas características
expresaban las enseñanzas de la Iglesia sobre los santos, las indulgencias, las ánimas
benditas, las oraciones para los muertos, la veneración de las reliquias y sobre el hecho de
llevar medallas, prácticas todas ellas ortodoxas y no «autónomas». En último análisis, las
creencias y las prácticas del catolicismo popular en España representaban simplemente el
intento del pueblo de convertir lo abstracto en algo más concreto, de redefinir lo
sobrenatural en términos del medio natural en el que vivían y de invocar la ayuda divina
contra la peste, la sequía y el hambre.
La devoción mariana del siglo XVIII se fusionó sin dificultad con prácticas
anteriores en las que ya existía un culto tradicional de la Virgen María: Nuestra Señora de
Montserrat, del Pilar y de Guadalupe. El culto a la Virgen en el siglo XVIII fue promovido
por la jerarquía, popularizado por los misioneros y asimilado fácilmente por el pueblo.
Según un viajero inglés, «apenas existe casa alguna en Granada que no tenga sobre la
puerta, escritas en grandes letras rojas, las palabras Ave María Purísima, sin pecado
57
Townsend, A Journey through Spain, II, p. 149; Bourgoing, Modern State of Spain, II, p. 275.
58
Sáez Marín, Datos sobre la Iglesia española contemporánea, pp. 63-68; Callahan, Church, Politics and
Society in Spain, pp. 52-68.
59
Callahan, Church, Politics and Society in Spain, pp. 60-65.
60
Bourgoing, Modern State of Spain, II, p. 273.
61
Townsend, A Journey through Spain, II, p. 150.
62
William A. Christian, Jr., Local Religión in Sixteenth-Centwy Spain, Princeton, NJ, 1981, pp. 175-208.
68
Owen Chadwick, The Popes and European Revolution, Oxford, 1981, pp. 406-417.
69
Tort Mitjans, El Obispo de Barcelona, pp. 270-280; Joél Saugnieux, Un prélat éclairé: Don Antonio
Tavira y Almazán, 1737-1807, Toulouse, 1970, pp. 50-58.
70
Listón a Carmarthen, 6 de febrero de 1788, PRO, FO 72/12.
en su forma galicana, fue reafirmada en 1763 por el obispo de Tréveris, que escribía bajo el
nombre de Justinius Febronius, y cuya obra circuló en España y ejerció una cierta
influencia entre quienes deseaban forjar una Iglesia española más nacional. El gobierno de
Carlos III fue antipapal desde el principio. Algunos años después de su acceso al trono, el
monarca manifestó claramente su posición cuando prohibió la publicación de un breve
Papal que condenaba un catecismo francés del abbé Mésenguy, que negaba la infalibilidad
del Papa y contenía opiniones «jansenistas» hostiles a los jesuítas. Cuando el inquisidor
general publicó la prohibición Papal fue expulsado de Madrid y confinado en un
monasterio hasta que solicitó el perdón real. A mayor abundamiento, Carlos III ordenó, por
medio de un decreto de 1761, que a partir de entonces sería necesario el permiso real —el
exequátur— para todos los documentos Papales antes de que pudieran publicarse en
España y aunque ese decreto fue suspendido en julio de 1763, adquirió vigencia de nuevo
en 1768, en respuesta a la publicación del Monitorio de Parma por parte del Papa,
excomulgando al duque borbón de Parma. 71
La obsesión del gobierno con la autoridad real y la suspicacia mostrada ante
cualquier jurisdicción autónoma pueden apreciarse en la Instrucción reservada de 1787, en
conde Floridablanca hablaba en nombre de Carlos III: «Aunque el clero y prelados han
mostrado su fidelidad y amor al Soberano, son muchos en número para reunir sus
dictámenes, y no son pocos los que están imbuidos de máximas contrarias a las regalías.
Estas consideraciones han obligados a suspender las congregaciones del Clero, y
convendría no volver a restablecerlas». 72 En la España del siglo XVIII, los sínodos
diocesanos fueron relativamente escasos, siendo el principal obstáculo para su celebración
la desaprobación del gobierno. Pero los obispos mostraron escasos signos de
independencia. Su nombramiento era controlado cuidadosamente. La nominación era una
prerrogativa real y la Santa Sede raras veces se negaba a aceptar un candidato real. El
gobierno consideraba a los obispos como una institución sumisa y al clero secular como
una rama de la administración. Muchos obispos veían con malos ojos la interferencia
constante del Consejo de Castilla en los asuntos pastorales, pero sólo uno o dos tuvieron
valor para alzar la voz. Cuando eso ocurrió, el Consejo contraatacó. El anciano y austero
obispo de Cuenca, Isidro Carvajal y Láncaster, criticó en una carta al rey la política
gubernamental respecto a la Iglesia y sus inmunidades y denunció la proyectada ley de
desamortización de Campomanes. Comparaba al rey con Ahab y al confesor real con
Esquilache y atribuía todos los recientes desastres, desde la caída de La Habana hasta el
motín de 1766, a la persecución de la Iglesia. El gobierno se enfureció, afirmó que existía
una conspiración de obispos, aristócratas y altos funcionarios contra la reforma, la
relacionó con el motín de 1766 y reaccionó de forma exagerada. El obispo fue convocado
ante el Consejo de Castilla y allí, de pie, fue censurado por Aranda. El gobierno de Carlos
III era más absoluto que ilustrado en su actuación frente a la Iglesia.
El regalismo borbónico tuvo un efecto retardado y la Iglesia no descubrió el
verdadero alcance de su dependencia hasta el reinado siguiente. El derecho de patronato,
ejercido con discreción por Carlos III, fue un arma diferente en manos de Carlos IV, que lo
utilizó para destituir al obispo Fabián y Fuero por disentir y para sustituir al cardenal
Lorenzana por el infante Luis de Borbón. La autoridad del Papa, a la que antes se oponía
resistencia, fue ahora reducida. El ministerio reformista de Jovellanos y Urquijo (1797-
71
Marcelin Defourneaux, L'Inquisition espagnole et les livres français au XVIII siécle, París, 1963, pp. 62-
73; C. C. Noel, «The Clerical Confrontation with the Enlightenment in Spain», European Studies Review, 5,
2 (1975), pp. 103-122.
72
«Instrucción reservada», 8 de julio de 1787, en Conde de Floridablanca, Obras originales del conde de
Floridablanca y escritos referentes a su persona, ed. A. Ferrer del Rio, BAE, 59, Madrid, 1952, p. 214.
1800) decretó que de los litigios matrimoniales no entendería Roma sino los obispos. El
sínodo diocesano de Pistoia, convocado por Leopoldo de Toscana y presidido por el obispo
Scipione de Ricca, había declarado que la infalibilidad no residía en el Papa sino en el
concilio general de la Iglesia. 73 Esta afirmación satisfizo a los católicos radicales en
España y a su representante más destacado, Jovellanos, y profundizó el abismo entre
quienes todavía dirigían su mirada a Roma y aquellos que apoyaban la autoridad del
episcopado. Finalmente, las rentas de la Iglesia, vulnerables desde hacía mucho tiempo a
las exigencias del Estado borbónico, sufrieron el ataque directo del gobierno de Carlos IV
en su lucha desesperada por evitar el hundimiento económico. El 15 de septiembre de
1798, Carlos IV ordenó la venta de los bienes raíces de las instituciones de caridad, cuyos
fondos tendrían que ser depositados en la Caja de Amortización, lo que supuso un ataque
importante contra los privilegios y un duro golpe contra las actividades caritativas. 74
73
Chadwick, The Popes and European Revolution, pp. 424-428.
74
Richard Herr, «Hada el derrumbe del Antiguo Régimen: Crisis fiscal y desamortización fiscal bajo Carlos
IV», Moneda y Crédito, 118 (1971), pp. 37-100; William J. Callahan, «The Origins of the Conservative
Church in Spain, 1793-1823», European Studies Review, 10 (1980), pp. 199-223.
75
Antonio Astraín, Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España, Madrid, 1902-1925, 8
vols., VIII, p. 48; véase también el estudio introductorio de Jorge Cejudo y Teófanes Egido a la obra de
Pedro Rodríguez de Campomanes, Dictamen fiscal de expulsión de los jesuitas de España (1766-1767),
Madrid, 1977, pp. 5-40; Miguel Batllori, La cultura hispano-italiana de los jesuitas expulsos. Españoles-
hispanoamericanos-filipinos, 1767-1814, Madrid, 1966.
76
Véase supra, pp. 533-537.
77
Véase supra, pp. 541-542.
78
Sobre la expulsión, véanse Danvila y Collado, El reinado de Carlos III, vol. III; Eguía Ruiz, Los jesuítas y
el motín de Esquilache, que mantiene que el motín de 1766 fue espontáneo; Vicente Rodríguez Casado, La
política y los políticos en el reinado de Carlos III, que argumenta que los disturbios fueron planeados con la
connivencia de los jesuítas; Navarro Latorre, Hace doscientos años; Cejudo y Egido, citado supra, n. 75.
79
Campomanes, Dictamen fiscal de expulsión de los jesuítas, 31 de diciembre de 1766.
80
Ibid., pp. 53, 64-65, 71-72, 78, 183-184.
81
Ibid.,p. 80.
82
Ibid., p. 47.
83
Consulta del consejo extraordinario, 30 de abril de 1767, en Danvila y Collado, El reinado de Carlos III,
III, pp. 628-633
conseguir un sucesor más flexible en la sede Papal, y la elección del cardenal Ganganelli,
que adoptó el nombre de Clemente XIV, fue una victoria de las fuerzas antijesuíticas, que
finalmente obtuvieron un breve Papal que suprimía la Sociedad de Jesús el 21 de julio de
1773. El principal agente que trabajó en Roma para el gobierno español fue José Moñino,
ayudado por los padres Vásquez y Boixadors, generales de los agustinos y dominicos,
respectivamente. Moñino influyó incluso en la redacción del breve Papal y Carlos III
recompensó sus esfuerzos otorgándole el título de conde de Floridablanca. El rey no podía
contener su satisfacción y comunicó públicamente a los embajadores extranjeros, en San
Ildefonso, que verían el día «en que la necesidad de esa medida sería aceptada por toda la
humanidad». 84
Quedaba la cuestión de las doctrinas y de las propiedades de los jesuítas. Las
primeras fueron prohibidas y las segundas confiscadas. El gobierno intentó asegurarse de
que las propiedades de los jesuitas se utilizaban para crear nuevos centros de enseñanza,
colegios de medicina y residencias universitarias para estudiantes pobres, mientras que las
rentas de los jesuitas se asignaban a hospitales y a otros servicios sociales. Una serie de
decretos reales confinaron la educación primaria a un profesorado secular, hicieron
obligatoria la asistencia a la escuela y regularon las cátedras universitarias. No todos estos
proyectos fueron fructíferos y fue el Estado más que la sociedad el que resultó beneficiado
con la disolución de la orden. Las cátedras universitarias jesuitas fueron abolidas y se
prohibió la utilización de obras jesuitas de teología. La mano del Estado se dejó sentir con
mayor fuerza aún cuando se introdujeron censores del gobierno en las universidades para
garantizar el cumplimiento de la orden de 1770, dirigida a todos los graduados y profesores
universitarios para que no defendieran ni enseñaran doctrinas ultramontanas opuestas a los
derechos regalistas de la corona. 85
La reforma universitaria se inició en 1769, cuando el gobierno solicitó a las
universidades que presentaran sus nuevos planes académicos. Las propuestas de
Valladolid, Salamanca y Alcalá de Henares fueron aprobadas en 1771, las de Santiago en
1772, las de Oviedo en 1774, las de Granada en 1776 y las de Valencia en 1786. 86 El
objetivo de las reformas proyectadas era elevar el nivel académico, ampliar el
conocimiento general de una serie de tenías y poner un nuevo énfasis en la ciencia, en
especial en la ciencia aplicada, para que pudiera ser de utilidad a la agricultura, la industria
y el comercio. Los planes eran una mezcla de innovación y tradición, introduciendo
cambios mínimos en un marco escolástico. 87 La lógica y la dialéctica se estudiarían el
primer año, la metafísica en el segundo y, en el tercero, los futuros teólogos se enfrentarían
con la física aristotélica. En la práctica, las ciencias, especialmente la medicina,
adquirieron mayor importancia en el plan de estudios, y los libros de texto experimentaron
una cierta modernización, pero incluso esos progresos encontraron la oposición de los
tradicionalistas. 88 En la Universidad de Salamanca, los cambios introducidos en el plan de
84
Grantham a Rochford, 9 de septiembre de 1773, PRO, SP 94/194; sobre el papel del Papado, véase
Chadwick, The Popes and European Revolution, pp. 368-385.
85
Herr, The Eighteenth-Century Revolution in Spain, pp. 24-25; Farriss, Crown and Clergy in Colonial
México, pp. 135-136.
86
Mariano Peset y José Luis Peset, La universidad española (siglos XVIII y XIX). Despotismo ilustrado y
revolución liberal, Madrid, 1974, pp. 103-107.
87
Ibid., pp. 223-224.
88
Antonio Álvarez de Morales, Inquisición e ilustración (1700-1834), Madrid, 1982, pp. 110-115; véanse
también Francisco Aguilar Piñal, La «Ilustración» y la reforma de la universidad en la España del siglo
XVIII, Madrid, 1971, y Antonio Mestre, Ilustración y reforma de la iglesia. Pensamiento político-religioso
de don Gregorio Mayáns y Sisear (1699-1781), Valencia, 1968.
89
George M. Addy, The Enlightenment in the University of Salamanca, Durham, NC, 1966, pp. 242-243.
90
Peset, La universidad española, pp. 117-126.
91
Michael E. Burke, The Roya! College of San Carlos. Surgery and Spanish Medical Reform in the Late
Eighteenth Century, Durham, NC, 1977, pp. 83-88.
92
Richard L. Kagan, Students and Society in Early Modem Spain, Baltimore, Md., 1974, pp. 145-149 (hay
trad. cast.: Universidad y Sociedad en la España Moderna, Madrid, 1981).
93
Felipe Bertrán, obispo de Salamanca, citado por L. Sala Balust, Visitas y reforma de los colegios mayores
de Salamanca en el reinado de Carlos III, Salamanca, 1958, p. 394.
94
Peset, La universidad española, pp. 107-114.
95
Citado por Sala Balust, Visitas y reforma de los colegios mayores, p. 114.
96
Martínez Albiach, Religiosidad hispana y sociedad borbónica, p. 66; Henry Kamen, The Spanish
Inquisition, Londres, 1965, pp. 247-270 (hay trad. cast.: La Inquisición española, Barcelona, 1985, edición
reescrita y puesta al día).
97
Bartolomé Bennassar et al., L'Inquisition espagnole (XV-XIXsiécle), París, 1979, pp. 21-32 (hay trad. cast.:
La Inquisición española: poder político y control social, Barcelona, 19842).
98
Ibid., p. 209.
99
Álvarez de Morales, Inquisición e ilustración, pp. 102-105.
100
Rodríguez, Campomanes, pp. 101-103.
101
Marcelin Defourneaux, Pablo de Olavide ou l'Afrancesado (1725-1803), París, 1959, pp. 293, 294-305,
309-326 y 352-365.
102
Bourgoing, Modern State of Spain, I, pp. 563-564.
mujeres a incrementar las ventas. Fue detenido, juzgado y sentenciado por la Inquisición,
guardián de la moral de la nación. La sentencia fue pronunciada solemnemente en la iglesia
de Santo Domingo en una ceremonia a la que asistió una gran parte de la sociedad
madrileña y en la que estaban también muchas monjas que ocuparon la primera fila. La
víctima fue «azotada» por las calles de Madrid por un familiar de la Inquisición de noble
cuna, y en una procesión extraña por entre una multitud que contemplaba boquiabierta el
espectáculo, «un espectáculo tan incoherente con el amanecer de progreso que comienza a
despuntar en este país», como afirmó un observador británico. 103 La incoherencia fue una
de las constantes del gobierno de Carlos III y fue característico de este reinado el hecho de
que sólo se aplicaran tibias medidas contra esta institución anacrónica. En 1792, la
Inquisición fue movilizada por Floridablanca para que censurara y excluyera una serie de
libros franceses, fundamentalmente por su contenido político, y el tribunal conoció una
revitalización que le llevó a protagonizar nuevos conflictos con el gobierno. 104 La
actuación del ministro estaba en consonancia con su opinión de la Inquisición. Como el
resto del gobierno, había permanecido en silencio ante el juicio de Olavide, y esto fue lo
que escribió en su Instrucción reservada:
Conviene favorecer y proteger a este Tribunal pero se ha de cuidar de que no
usurpe las regalías de la Corona y de que con pretexto de religión no se turbe la
tranquilidad pública ... Debe la Junta concurrir a que se favorezca y protega este santo
tribunal, mientras no se desviase de su instituto que es perseguir la herejía, apostasía y
superstición, e iluminar caritativamente a los fieles sobre ello. 105
Para Floridablanca, la Inquisición era una amenaza, no para la libertad sino para el
absolutismo.
El contraste entre el trato dispensado por el gobierno a los jesuítas, a las
universidades y a la Inquisición constituye una guía de la política de Carlos III. En el caso
de los jesuítas, en el que estaba en juego el poder real, la política fue enérgica: fueron
expulsados y destruidos. En el caso de las universidades y la Inquisición, instituciones
ambas que encarnaban el arcaísmo, la política real fue una curiosa mezcla de gusto por la
reforma y tendencia a la tradición. En 1767, la historia del gobierno no era de cambio
radical. La primera iniciativa política fue la guerra, un error costoso y un golpe para la
reforma. La siguiente decisión importante, la expulsión de los jesuítas, fue una victoria del
absolutismo pero no de la Ilustración. La «investigación» iniciada por Campomanes sufría
de defectos intrínsecos y la subsiguiente reforma educativa fue mediocre. Entretanto, los
españoles afortunados que tenían privilegios siguieron disfrutándolos. La campaña legal
contra los señoríos fue tan lenta que todavía continuaba en la centuria siguiente. El Consejo
de Castilla no aceptó el reto de la Iglesia sobre la desamortización y las nuevas leyes sobre
los cereales fueron una receta para el desastre. Los diez primeros años del reinado no
constituyeron una era nueva.
103
Listón a Carmarthen, Madrid, 10 de mayo de 1784, PRO, FO 72/2; Townsend, A Journey through Spain,
II, pp. 345-354; Bourgoing, Modern State of Spain, I, pp. 365-368.
104
Álvarez de Morales, Inquisición e ilustración, pp. 148-157.
105
«Instrucción reservada», Obras originales del conde de Floridablanca, pp. 217-218.