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Lecciones de la enfermedad que vuelve

“La enfermedad negra”, Mike Aguiar Fagúndez

Tanto como el saldo de fallecidos –que al momento se acerca a los 4 millones de personas
en todo el planeta–, la forma en que nos tomó desprevenidos hizo de la actual pandemia
una tragedia de carácter apocalíptico. No estar preparado material ni emocionalmente
para una situación como esta menguó la respuesta que, en términos generales, el mundo
dio a la propagación del coronavirus, lo que contribuyó a reavivar imaginarios como el que
ilustra la tapa de esta reciente edición de Monte Ávila Editores, “La enfermedad negra”,
de Mike Aguiar Fagúndez. Por cierto, se trata de un detalle del óleo “El triunfo de la
muerte”, elaborado a mediados del siglo XVI por el pintor flamenco Pieter Brueghel el
Viejo.

Y habría que preguntarse, entonces, cómo podía no estar preparada la civilización para un
escenario como este. ¿Qué nos hizo creer hoy en la imposibilidad de una peste global
como tantas otras a lo largo de la historia de la humanidad? ¿Cómo nos creímos al margen
de esta asechanza los hombres y mujeres que directa o directamente evidenciamos el
tortuoso devenir del mundo moderno?

Traicionaba, a su vez, este nuevo padecimiento las certezas que un cúmulo de avances
médicos había posicionado en el presente. Estábamos estupefactos. Pero no habían
pasado, sin embargo, cien años desde la última gran pandemia, la peor de la historia, que
entre 1918 y 1920 cobró la vida al menos –no se sabe con exactitud, debieron ser muchas
más– de 40 millones de personas.

Las circunstancias en que aquella se produjo, durante la Primera Guerra Mundial, instaron
la censura en cada ámbito de proliferación. Eran tiempos de oclusión informativa por
razones estratégicas. España, que se mantenía neutral al contexto bélico, pagó el pato,
como quien dice: el hecho de haber propagado información al respecto hizo que el mundo
atribuyera gentilicio hispano a la dolencia.

Habría servido de mucho a los efectos que dicha información se hubiera manejado
abiertamente y con profusión de detalles. Su circunstancia habría hecho un enorme favor
a la humanidad ante la perspectiva de nuevas, como inevitables, pandemias. Y habría
valido a los científicos, que solo años después vendrían a caer en cuenta sobre la
importancia de la historia, en tanto “integradora de grandes espacios y diversas
temporalidades”, como afirma Germán Yépez Colmenares, prologuista del libro, para el
reconocimiento de nuevas formas de prevención y tratamiento.

Surgirá, pues, en la necesidad de un mundo globalizado esta faceta del historiador con el
objeto de “aproximarse al estudio de la relación de las más diversas enfermedades con los
seres humanos, su alimentación, sus hábitos y costumbres; el impacto sobre la vida y la
conciencia o el espíritu de las personas; los miedos ante las enfermedades; cómo las
enfrentaban, qué interpretación asumían; qué recursos de la naturaleza y de las
elaboraciones humanas empleaban para tratarlas; cómo aprendían a prevenirlas, evitarlas
o asumirlas como padecimientos temporales o permanentes; la acumulación del
conocimiento y su organización progresiva sobre las diversas enfermedades y también
sobre las formas de tratarlas, superarlas o acostumbrarse a sus padecimientos; y la
elaboración milenaria y actualizada de respuestas preventivas y curativas”, precisa Yépez
Colmenares.

“La enfermedad negra” es una tentativa de revisar, en función de lo dicho, una de estas
relaciones: la generada por la epidemia de cólera más notoria de nuestra vida republicana
en el área de influjo Caracas-La Guaira durante el año 1855. El autor comprende en su
intención pedagógica el análisis del brote que mayor ligazón encuentra con su entorno
político, histórico, social y cultural, sin dejar de reconocer otros tantos que, generados por
la fiebre amarilla, la escarlatina, la tosferina, el sarampión e incluso la viruela, seguirán
presentándose a lo largo del siglo XIX en nuestro país.

El enfoque de este trabajo se define por la necesidad de evidenciar la importancia de los


factores sociales como elemento indisociable del brote de la enfermedad, comenzando
por destacar el historial de investigaciones que en el contexto latinoamericano se
desarrollaron en los últimos 50 años. El saldo resulta menos rotundo que copioso, en el
sentido de que ofrece la sensación de consenso regional en el entorno académico aunque
no de reivindicación asumida por los gobiernos. Aguiar Fagúndez insiste a lo largo del
texto en esa necesidad, una urgencia que se hace palmaria con la actual pandemia, en la
que las circunstancias han obligado a los países, sobre todo del llamado “primer mundo”,
a diligenciar sus crisis por cuenta propia y con base en el criterio del “sálvese quien
pueda”.

Volviendo al libro, el repaso investigativo nos familiariza con actitudes que 170 años
después no parecen haberse modificado en absoluto, como la presión que entonces
ejercieron los representantes del poder económico para eximirse de las políticas de
control sanitario, argüidas las razones crematísticas de siempre: “Ese mismo día, los
comerciantes del puerto de La Guaira, encabezados por la casa comercial Boulton Sons H.,
le dirigieron una comunicación al presidente de la República [José Tadeo Monagas], donde
le manifestaban su inconformidad y descontento por la medida ejecutada entre el puerto
de La Guaira y la ciudad de Caracas. En la mencionada misiva, los mercantiles y vecinos de
La Guaira afectados por la medida alzaron su voz de protesta hacia el presidente de la
República, ‘en favor de los intereses de esta población y de este comercio, profundamente
lastimados y heridos no tanto por la mano de Dios como por la mano del hombre’”.

Por lo demás, “La enfermedad negra” se consagra a la exposición de un acervo


documental que da cuenta de la forma en que la epidemia de cólera afectó a las
comunidades del eje mencionado, tanto desde la perspectiva del ciudadano común como
desde de la del gobierno, citando una serie de edictos y medidas sanitarias que hoy
resultan elocuentes sobre un tiempo primitivo (cuando aún se atribuía el contagio a los
“malos aires” o cuando, por desconocer el efecto del láudano, se enterraba a la gente
viva), tan primitivo como en unos siglos luciremos nosotros mismos a quienes nos
escruten con la misma intención.

Si, como parece obvio, el epígrafe del libro (“la incomprensión del presente nace
fundamentalmente de la ignorancia del pasado”) aplica para el entendimiento del mundo
actual, sin duda aplicará también para el que sobrevendrá, aunque la duda surja por las
mismas razones. ¿Haremos llegar ese porvenir o llegará él por su cuenta?

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