Los principios de la doctrina social de la Iglesia
Los principios de la doctrina social de la Iglesia son principios sociales. Esto
significa que la Iglesia los reconoce como propios de toda sociedad, y no solo de una sociedad “buena”, “justa” o “cristiana”. Los mismos textos magisteriales los proponen, ciertamente, de modo prescriptivo, como ideales o modelos según los cuales debería ordenarse la sociedad, pero también de modo simplemente analítico, como elementos que de hecho son constitutivos de toda forma de vida política: como principios “normativos”, pero antes como principios propiamente “constitutivos”.
En el contexto de la distinción de “los tres niveles de la enseñanza teológico-
moral”, estos principios se ubican propiamente en el “nivel fundante de las motivaciones”, en cuanto son “principios de reflexión”.
la Iglesia los señala como el primer y fundamental parámetro de referencia para
la interpretación y la valoración de los fenómenos sociales, necesario porque de ellos se pueden deducir los criterios de discernimiento y de guía para la acción social, en todos los ámbitos.
El estatuto epistemológico de la doctrina social de la Iglesia fue ocasión de cierta
controversia, relativa en particular a su pertenencia a la ciencia teológica. Diversos pronunciamientos magisteriales han definido de modo autoritativo que este saber forma parte de la teología moral, atendiendo a la naturaleza del fin al cual se ordena (que es, en extrema síntesis y haciendo abstracción de muchas precisiones necesarias, la colaboración humana en la instauración del reino de Dios) y, en consecuencia, a la perspectiva desde la cual aborda los problemas sociales. Su contenido “material”, sin embargo, solo propone las verdades más básicas de la filosofía política y del derecho natural.
La dignidad
La dignidad humana incluye en su concepto la ordenación de la propia existencia
a la amistad personal con Dios y una apertura a la comunión con el prójimo. La natural sociabilidad del hombre le exige que se una a otros para vivir de modo proporcionado a su dignidad, pues, aunque ese bien al que está llamado es poseído de modo rigurosamente personal, considerado en sí mismo y en las condiciones que hacen posible su obtención es siempre un bien común, es decir, simultáneamente suyo y de su prójimo.
Con este principio, la doctrina de la Iglesia se sitúa en un plano superior (y no
simplemente intermedio o “tercero”) respecto de las ideologías del individualismo y del colectivismo79, y rechaza los dos extremos opuestos de considerar al hombre como mera célula del organismo social, susceptible de ser utilizada como instrumento para los fines de la totalidad80, o como una individualidad clausurada en sí misma, absoluta y autorreferente.
De este modo la dignidad de la persona humana no funda la sociedad política,
sino que constituye estas exigencias empíricas, que solo pueden ser satisfechas socialmente como un imperativo moral.